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Juan Noemi C.

Profesor de la Facultad de Teología, U.C.

Significado teológico de la muerte


En agradecido recuerdo al tío René

La esperanza cristiana se define como esperanza en una plenitud de


vida. La venida de Jesús que espera el cristiano es la del autor de la vida,
del Señor de la vida que ofrece una vida eterna, es la del Resucitado en
virtud de cuya resurrección seremos resucitados a una vida plena. Ahora
bien, ¿cómo se comporta esta esperanza ante esa realidad ineludible que
llamamos muerte?
Nuestra experiencia de vivir es también una confrontación anticipada
con la muerte. Estar vivo y tener que morir son dos datos inseparables de
la experiencia de ser hombre. No se trata de un mero punto de partida
para pensar en la muerte, se trata de la situación que condiciona nuestra
reflexión hasta el final. Vida y muerte se nos presentan como antipodas,
como realidades contradictorias. En la vida nos situamos ante la muerte
como la no-vida, como el término que acecha el estar vivo. No podemos,
pues, referirnos a la muerte como un en si separado de la vida, sino como
una realidad relativa a la vida. La muerte se nos presenta como el fin del
estar vivos.
Aunque hayamos experimentado la muerte como una inminencia
inmediata, nadie puede referirse a ella como una experiencia hecha. Los
que han hecho esta experiencia ya no nos hablan. Mientras estamos vivos
sabemos de la muerte por el testimonio mudo de otros, no por nosotros
mismos. Es por ello que nuestro discurso sobre la muerte está condenado
a ser indirecto y aproximativo. La situación anterior puede crearnos y de
hecho nos crea una serie de malas pasadas. En verdad, nadie es capaz de
hablar de la muerte como de algo neutral, sino que -se reconozca o no-
como una realidad desestabilizadora, cuestionan te, como una ruptura.
Nadie tampoco puede referirse a ella como a algo ya experimentado y
conocido. El temor se une a la incertidumbre cuando hablamos de la
muerte. Tampoco los relatos de personas declaradas clinicamente muertas
y que luego fueron reanimadas modifican esta situación, simplemente
porque en estos casos sólo hubo una aproximación, pero no puede decirse
que haya habido y se haya hecho la experiencia misma de la muerte (1).

(1) Conf., por ejemplo, MOODY,R. A., Vida después de la vida, Madrid, 1982. En los
relatos que se narran en este libro y en otros que tratan del mismo tema se da una
coincidencia básica. Se oyó cómo el médico los declaró muertos. Luego se tuvo la
impresión de ser llevado a través ele un túnel oscuro y largo. Se estaba fuera del
262 JUAN i'iOEMI C.

Desde hace algunos años diversos estudios sociológicos han insistido


en una peculiar caracteristica de las sociedades actuales de Occidente:
la tendencia a tabuizar la muerte.
El primero en denunciar este hecho fue Geofreg Gorer, sociólogo
inglés que publicó, en 1955, un articulo en la revista Encounter, bajo el
titulo de Pornography 01 Death. Este articulo tuvo una amplia repercu-
sión, y no sólo en los países anglosajones. Un año más tarde seria tradu-
cido al alemán por la revista Der Monat.
Dado su impacto, será posteriormente citado por dos historiadores
franceses de notable importancia, confrontados al tema: Philippe Aries,
que en 1977 publica un importar.te trabajo: Essais sur l'histoire de la
mort en Occident du Moyen Age (¿ nos jours (2); y Michel Vovelle, con su
libro La mort et l'Occident de 1300 a nos jours (3). En estos estudios se
denomina "muerte-tabú" la tendencia a desconocer o a evadir la realidad
de la muerte e, incluso, a "prohibir" el que se la mencione. Esta actitud
se percibe, por de pronto, en los eufemismos que se han hecho habituales
en el lenguaje corriente para expresar que una persona ha muerto:
"partió", "nos dejó", "descansó" ... En francés hay una curiosa expresión:
"il ne s'est pas senti partir", que es como el elogio de una muerte "edu-
cada y adecuada".
Diversas encuestas ponen de manifiesto que "la muerte ha dejado de
mezclarse a lo cotidiano de nuestros pensamientos en el siglo XX", y que
para un contemporáneo nuestro la petición de que Dios nos libre "a subi-
tanea et improvisa morte" constituiria más bien un acto de masoquismo.
Se vive sin pensar en la muerte y, en último término, se desea que ella,
llegado el momento, sea rápida e imperceptible (4).
Se evita, además, hablar de la muerte a los niños, a los ancianos y
a los mismos moribundos.
La muerte se desvanece cada vez más como acontecimiento público
y social. Y, por otra parte, la familia participa cada vez menos en la
experiencia mortal de algunos de sus miembros. El lecho de muerte ha
sido casi definitivamente trasladado desde el hogar a los hospitales: pocos
ya mueren en su cama, rodeados de los seres queridos. La muerte ha sido
confiada al personal médico, no sólo por el hecho de que el enfermo ter-
minal es llevado a la Unidad de Tratamiento Intensivo, sino ya por el
solo hecho de las drogas y medicamentos que han transformado la expe-
riencia de la agonia.
En efecto, el morir se disuelve cada vez más en los requisitos que
imponen los adelantos de la medicina y el funcionamiento eficiente habi-
tual de los hospitales (5).
En un paso posterior, los médicos y enfermeros son relevados por
nuevos "técnicos": los de la empresa funeraria, cuyo desempeño será tanto

propio cuerpo, pero esta han, sin emhargo, en 1m cuerpo. Los difuntos conocidos se
acercaron a saludar con amabilidad. Se aproxin:aron a una realidad luminosa que
los abrigaba y les daba una sensación de bient,star nunea antes habida. Vieron en
un instante toda su vida. Se sintieron acogidos, en paz.
(2) Traducido con"o La muerte en Occidente, Barcelona, 1982.
(3) París, 1983.
(4) VOVELLE, O.C., 688 ss.
(5) Conf. ZIEC:LEH,Jean, Los viws Ij la muerte, México, 1976, 193 Y ss.
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mejor cuanto más logre dulcificar el shock producido por la muerte del
ser querido. En la actualidades incluso posible que el difunto sea tras-
ladado no ya a un cementerio, sino a un "parque". Además, el traslado
del difunto deberá llevarse a cabo de tal manera que resulte inocuo para
el normal funcionamiento de los medios de transporte en las ciudades.
El contacto con el moribundo y, después, con el difunto, queda me-
diado por todo un aparataje tendiente a hacer de la muerte un fenómeno
aséptico. En este sentido, como bien dice Vovelle, "tabú sobre la muerte
no significa de ninguna manera ( ... ) silencio o ausencia de manifesta-
ciones: un nuevo ceremonial se ha impuesto, ritual sociG,1en el cual el
empresario es el gerente puesto para asumir este tránsito aseptizado de
la manera menos traumatizante para la familia de un muerto casi no
muerto, que se despide formalmente" (6).
En estas nuevas costumbres hay un parámetro: el american way 01
dying, que tiene su "Meca" en California. La empresa -o "iniciativa pri-
vada"- ha hecho de la muerte no sólo una mort marchande (7), una mer-
caderia rentable, sino que ha terminado por privatizarla.
En otro campo, el de la prensa escrita, hasta hace muy poco la muerte
era eludida, salvo cuando fuese material de crónica roja, mecanismo que
tenia por función tranquilizar a la "gente bien" y confirmarla en sus
mecanismos evasivos.
Aunque en la última década se ha notado una cierta reacción, todo
lo anteriormente descrito mantiene su vigencia. La pregunta que surge,
entonces, es si este fenómeno se aplica a las sociedades menos desarro-
lladas, como la nuestra. ¿Es la "muerte-tabú" un fenómeno exclusivo de
las sociedades desarrolladas? O en términos más concretos: ¿las socieda-
des latinoamericanas quedan al margen de esta tendencia a tabuizar la
muerte?
En primer lugar, es preciso señalar que esta pregunta carece de fun-
damento en aquellos medios latinoamericanos que se encuentran absolu-
tamente identificados con los parámetros de las sociedades desarrolladas,
es decir, en las burguesias de los grandes centros urbanos en América
Latina. Estos ambientes no parecen tener otra identidad que la que im-
portan del mundo desarrollado. La pregunta concierne más bien a los
medios populares y rurales marcados por la herencia indigena.
Ahora bien, en estos medios hay ciertas costumbres y usos que a pri-
mera vista parecen fundar una respuesta negativa. Baste mencionar los
ritos funerarios que se mantienen en el campo y el fenómeno de las "ani-
mitas" que más que una fuga de la muerte parecen ser expresión de un
culto o afán necrofilico (8). Es preciso, sin embargo, recordar que el culto
de los muertos y hasta las manifestaciones necrofílicas no comportan,
aunque parezca paradójico, de por si una actitud de realismo ante el fenó-
meno. Por el contrario, bajo ellas puede camuflarse una radical inter-
dicción de la muerte. Asi parece confirmarlo la reflexión de un impor-
tan te pensador latinoamericano:

(6) O. c., 697.


(7) Ibid., 699.
(8) Cf. RIQUELME, 1.; MuÑAHHIz, J. M., Difuntos, en Religiosidad popular (Equipo
Seladoc), Salamanca, 1976, 360-373.
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"El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus


semejantes, ¿se abre ante la muerte? La adula, la festeja, la
cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre, pero
no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño
y, en primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El
mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña
sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguien
reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad
que lo trasciende. En un mundo intrascendente, cerrado sobre
si mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en
si misma y a si misma se satisface. Asi, pues, nuestras relaciones
con la muerte son intimas -más intimas, acaso, que las de
cualquier otro pueblo-, pero desnudas de significación y des-
provistas de erotismo" (9).

Más próximo a nosotros es el fenómeno de las "animitas". L'lS con-


clusiones a las que se llega en un estudio dedicado a un caso particular
confirma la intuición de Octavio Paz: "La muerte no es más que una
separación aparente. El muerto ha cobrado nueva vida, sigue existiendo,
sufre o es feliz; es alguien que sigue estando allí presente. Y nosotros
podemos reconocerlo, podemos verlo y hablar con él" (10).
Según los testimonios anteriores, el fenómeno de la tabuización de la
muerte no parece ser una originalidad de las sociedades occidentales desa-
rrolladas. Aún más, los datos que aportan los estudios acerca de las ma-
nifestaciones religiosas más espontáneas y primigenias del hombre tam-
bién hacen pensar que la tabuización de la muerte es más bien una pro-
pensión constante del hombre. Los fenomenólogos de la religión ven en
la representación del "cadáver viviente" la primera aproximación que el
hombre hace acerca de la muerte. Según ésta, el muerto es concebido
como un durmiente y la muerte no es más que una apariencia. De 8llí
proviene aquel uso de alimentar a los muertos en diversas culturas, y en
esto reside el origen de las narraciones de muertos que se aparecen (11).
En todos estos fenómenos de evasión se da una manifestación enga-
ñosa del rechazo instintivo del hombre ante la muerte. El engaño reside
en negar la realidad de dicho fenómeno. Se pretende superar el absurdo
de la muerte negando su existencia. En este engaño, en todo caso, hay un
germen y un núcleo de verdad: el ansia de inmortalidad que lleva inscrito
el hombre en su corazón y que lo hace experimentar el fin de su vida
como un absurdo. En la negación de la muerte como fin de la vida se da
una manifestación engañosa del ansia de vida plena y sin límites que
tiene el hombre.
También en la historia del pensamiento (12) es posible encontrar el
afán del hombre por huir de la muerte. Aunque Platón enseña en el Fedón
que "toda la vida del filósofo es un comentario de la muerte" (aO, de), 1:1

( 9) PAZ, O., El laberinto de la soledlld, México, 1967, 53.


(10) NAVARHO, J. y DeüOción popular a la "animita" de la Eltación Celltral, en
EQUIH),
Religiosidad y fe en América Latina, Santiago, 1975, 192.
(11) Cf, GALENS, J., El hombre primitiuo ante la muerte, en Va. Aa., El hombre frente
a la muerte, Buenos Aire.';, 1964, 27-46.
(12) Para una reseña histórica se puede ver CAHSE, Jmres P., Muerte y existencia. Una
historia conceptual de la mortalidad humana, México, 1987.
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historia de la filosofia muestra que éste es un tema que se evita. Las


recomendaciones de Epicuro en su carta a Menoico resuenan hasta en
pensadores de nuestro siglo. Epicuro dice: "Acostúmbrate ::'.1pensamiento
de que la muerte no nos atañe. Pues todo bien y todo mal se basa en la
percepción. Ahora bien, la muerte es la pérdida de la percepción ... Por
tanto, el más horrible de los males, la muerte, en realidad no nos atañe.
Pues, mientras existimos no hay muerte y cuando hay muerte ya no
existimos. Luego no atañe ni a vivos ni a muertos; a los primeros no los
toca y los segundos ya no existen". L. Wittgenstein escribe: "Como no
hay ningún puente que vaya del ser al no ser, somos impotentes cuando
pensamos en la muerte" (13).
Incluso cuando se aborda el tema reaparece el mecanismo de negación
y huida de la muerte. Asi, por ejemplo, en el mismo Platón, para quien la
muerte no es el fin de la vida, sino el paso de una vida impropia a una
auténtica.
Antes de reseñar la doctrina platónica de la muerte valga la pena
hacer una aclaración preliminar para evitar malentendidos y confusiones.
Es probable que al referirnos a la tan ato logia de Platón como a un tipo
de negación de la muerte, alguien pueda sentirse cuestionado en su mis-
ma fe. Ahora bien, nuestro afán no es confundir, sino todo lo contrario,
sacar de una confusión que es al parecer bastante común y que incluso
se da en cristianos que se supondria letrados. En lo que respecta a su
visión de la muerte, ciertos cristianos son antes que nada platónicos. En-
cuentran el sentido y respuesta al problema y enigma de la muerte más
que en una fe en la resurrección de Jesucristo, en la definición platónica
de la muerte como separación del cuerpo del alma. Esta incongruencia
es fruto de cierta catequesis racionalista que ha sido bastante frecuente.
Sin embargo, no por eso deja de ser tal. No se debe confundir lo que es
contenido nuclear de la esperanza cristiana, la resurrección de los muer-
tos, con lo que sólo es una descripción de la muerte, por más que ella
haya tenido una gran resonancia en la predicación de la Iglesia durante
siglos. No se trata de declarar incompatibles la doctrina cristiana con la
platónica, sino de no confundirlas. El teólogo no parte de Platón, sino de
Jesucristo. La teologia tampoco consiste en la canonización de una deter-
minada filosofia, sino que es la búsqueda de inteligencia de la fe. Esto
no quita que la descripción platónica de la muerte como separación del
alma y del cuerpo le planee serios problemas a la teologia (14).
Según el Fedól1 (73, 91c-92d) la muerte consiste en la separación del
alma del cuerpo. En la muerte el alma se separa del cuerpo. Esto tiene
sentido para Platón en el postulado de una preexistencia y una postexis-
tencia del alma con respecto a su situación de unión con el cuerpo. En
este horizonte, nacer equivale al unirse de un alma con un cuerpo y morir
a separarse del mismo. El alma permanece como sustancia idéntica y
permanente. El cuerpo es efímero y apariencia momentánea. La muerte
no concierne al alma, sino sólo al cuerpo. El miedo a la muerte, por lo
tanto, consiste para Platón en un infantilismo y no tiene fundamento

(13) l'hilosophische Bemerkungen, 1964, p. 149. También en K. Marx se elude el tema.


Conf. ROLFES, H., Der Sinn des Lebens in marxistischen Denkens, 1971.
(] 4) Conf. RAHNEH, K., Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1965, pp. 18-29.
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real, dado que el alma es la ousía, la esencia, y por ello pertenece a la


esfera de lo eterno e ideal en la cual la muerte no existe.
Para Platón el alma es el principio de vida y por eso es inmortal: "Así
como la nieve no puede ser caliente, ni el fuego puede ser frío, tampoco el
alma que da la vida puede ser muerta" (Fedón, 105,3). Producida la sepa-
ración del alma del cuerpo, ésta torna a su esfera propia. Se distingue
eso si una diversidad de destino posible: el alma que en su situación de
unión con el cuerpo se había separado de lo sensible y corporal encuentra
la felicidad, en el caso contrario vaga hasta unirse con otro cuerpo que
tendrá las propiedades que corresponden a las inclinaciones que mostró
en su situación de unión con el cuerpo.
La muerte es, pues, el reencuentro del alma consigo misma, es la
liberación de la alienación del cuerpo. Es por esto, píensa Platón, que los
filósofos ansian la muerte porque saben que ella es liberarse de lo inautén-
tico. La filosofia es el arma que el hombre tiene ahora para adelantar la
autenticidad que operará la muerte, de tal manera que cuando ésta adven-
ga, el alma pueda volar hacia lo alto sin dificultad. En una palabra, Platón
niega que la muerte sea el fin de la vida propia y auténticamente humana.
Platón no es un caso aislado, ni la relativización de la muerte es un
mecanismo propio a la filosofia antigua. La encontramos en un pensador
que hasta el dia de hoy tiene un influjo determinante. Nos referimos a
Hegel (15). Para Hegel el verdadero sujeto del acontecer en la naturaleza
y en la historia no es el individuo, sino el espiritu. Este es el sujeto que
permite entender el acontecer histórico, se manifiesta a través de los espi-
ritus finitos, pero no se reduce a los mismos. Los individuos no son más
que en la apariencia los sujetos que determinan el acontecer de la his-
toria. Incluso aquellos hombres que en la historia de la humanidad se
señalan como hitos (Alejandro Magno, Napoleón, etc .... ), no son más que
instrumentos de un acontecer que los trasciende y que tiene como sujeto
adecuado al espiritu. En este contexto Hegel habla de una "artimaña de
la historia" (List der Geschichte). Los individuos, movidos en la conse-
cución de sus planes por sus propios intereses, lo que en realidad llevan
a cabo es el plan del espiritu que se despliega en la historia. La historia
según esto corresponde al plan del espiritu y sólo en apariencia a los
propósitos de los individuos. El individuo es un portador impropio y pro-
visorio del espiritu. De esta manera se entiende la afirmación de Hegel
en la Enciclopedia: "La especie se mantiene únicamente gracias a la
destrucción de los individuos que en el proceso de la generación cumplen
su finalidad y cuando no tienen otra mayor, con esto se acercan a la
muerte". Tenemos, pues, que en la perspectiva de Hegel la muerte del
individuo queda relativizada como un paso requerido en la autorrealización
del plan del espiritu. La muerte del individuo no comporta ningún hecho
radical y definitorio por la simple razón de que la individualidad no es algo
radical y permanente, sino un simple estado transitorio y transitivo al
real sujeto de la historia, el espiritu. En el horizonte de pensamiento de
Hegel lo que le queda al individuo es "levantarse sobre si mismo" (Auj-
hebung). Ello es posible en el pensar, es decir, en el reconocimiento que

(15) Conf. THIEL1CKE, Heln,ut, Vivir con la muerte. Barcelona, 1984, 124-137.
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hace el individuo del espiritu absoluto. Marx y todos los humanismos abs-
tractos son herederos de esta visión hegeliana.
Hemos dicho que no es posible hablar de la muerte como de una
experiencia hecha. Al referirnos a ella decimos cosas en relación a algo
que situamos como futuro o posibilidad. Cuando dicho futuro o posibili-
dad se actualiza, dejamos de hablar y, sólo entonces, hacemos la experien-
cia de la muerte.
Visualizamos, por tanto, a la muerte como una realidad que nos aguar-
da. Esta "futuridad" dificulta nuestra reflexión en dos sentidos: primero,
porque determina un tipo de discurso referido a una experiencia que nos
es todavia ajena y que, desde ese futuro, nos perturba y nos incita a
pensarlo como un destino ignoto y cuestionador a la vez. En segundo lugar,
porque no necesitamos definir, con Heidegger, nuestra realidad como
"ser-para-Ia-muerte" para reconocer un dato de por si innegable: el tener
que morir, propio de todo hombre.
Sea lo que fuere "aquello que nos advendrá", es claro que nos cues-
tiona hoy como un "deber" o un verdadero "tener que ... ". Max Scheller
se refiere a esta situación y la describe como "vivencia de la dirección
de la muerte" dentro de la misma existencia humana (16).
En realidad, nuestra experiencia de vivir es al mismo tiempo la expe-
riencia de tener que morir; en otras palabras, la existencia humana con-
lleva de por si esta suerte de "confrontación anticipada" con la muerte.
Estar vivo y tener que morir son datos inseparables en el ser del hom-
bre (17). Esta experiencia ya la empezamos a hacer cuando somos niños.
Entonces perdemos la "in conciencia" de una vida que se define unívoca-
mente por sí misma, para experimentarnos como un ser vívo al que
aguarda la muerte.
Esta experíencia parece ser contemporánea si no anterior a la del
tiempo. El miedo a morir se manifiesta incluso cuando el niño vive toda-
vía como si fuese eterno, esto es. en la absolutización de su situacíón
presente.
Esta experiencia básica del tener que morir equivale a captar que
nuestra vida se va a terminar. Ello nos permite situar y captar la muerte
como "acabamiento de la vida". Ahora bien, el tomar conciencia de esa
realidad que sucede a la "inconciencia" del estar puramente vivo no es
neutra, sino que aparece como "conciencia infeliz". Estar vivo, pero tener
que morir no es la constatación apática de un hecho normal y natural,
sino que despierta una tensión entre la experiencia de estar vivos -que
vivenciamos como un bien al que instintivamente nos aferramos- y el
tener que morir como un destino que nos asusta y despierta, por ende,
en nosotros rechazo.
Estamos en la vida ante la muerte. Esta es una situación que no cabe
sino reconocer. Tampoco podemos desconocer que, con ello, vida y muerte
se nos plantean como ser y no-ser. Y aunque podamos en algún momento
renegar de estar vivos -decir como Job: "más me valdría la pena no
haber nacido"-, lo determinante es que el carácter índefectible de la

(16) Muerte y supervivencia, Buenos Aires, 1979, 29.


(17) Conf. JANKELEVITGH, V., La mort, Taurs, 1977.
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llegada de la muerte se nos presenta, parafraseando la gran novela de


MUan Kundera, como "la insoportable levedad" de nuestro existir.
El tener que morir nos agrede como algo que, siendo una realidad
relativa a la vida, constituye, a la vez, para ella, la más intolerable h~te-
rogeneidad. Para el hombre, vivir es ser y morir es dejar de ser. La muerte
equivale al no-ser. Es cierto que biológicamente la muerte del hombre no
constituye sino un fenómeno natural. Pero, debido al nexo que se da ~ntre
vida y ser, ontológica mente la muerte constituye para el hombre la s.lie-
nación radical, es decir, el hecho de que, habiendo sido, ocurra para él
un instante en que "deja de ser".
Lo que los biólogos nos pueden decir sobre la muerte sólo da razón
de un aspecto o dimensión de la experiencia humana del indefectible tener
que morir. En realidad, desde el punto de vista biológico la muerte cons-
tituye un fenómeno absolutamente natural y requerido por el ciclo vital
mismo. La muerte no es más que el resultado de una ordenación natural
que se inscribe en la constitución genética de cada individuo. Sin contar,
obviamente, con los factores externos, la muerte de cada persona humana,
nos dice la biología, está preprogramada genéticamente. Se ha demostrado
que las células humanas se pueden partir y regenerar hasta cierto punto,
más allá del cual la prolongación de este proceso, medíante tratamientos
químicos y cirugía plástica. tiene un margen muy limitado. Encuestas
recientes, por otra parte, corroboran este dato, pues la disminución de la
mortalidad que ha producido el adelanto científico es mínima a partir de
cierta edad. Es por eso que. biológicamente hablando, la posibilidad de
la inmortalidad humana no es más que ilusión. Según estos parámetros,
la muerte no es otra cosa aue la descomposición de un organismo y la
pérdida de los nexos que necesariamente se dan en una determinada es-
tructura orgánica.
La biología, pues. sólo logra dar razón de la inevitabilidad de la muerte
como proceso natural. Sin embargo, 10 decisivo en el caso del hombre, y
que escapa al enfoque biológico, es dar razón del tener que morir ~n cuanto
hecho "necesario", para un sujeto que logra experimenta.rse como libre;
en otras palabras, dar razón de la aporia que surge en la contradicción
implicada, para un sujeto que experimenta su vida como ser-en-libertad,
con el hecho de tener que morir, es decir, de tener que desembocar -"ne-
cesariamente", aunque ~n un momento ignoto- en el no-ser.
Tenemos, pues, que el morir no significa para el hombre un mero
suceso biológicament~ computable, sino que se le plante'1 como el término
de su realidad como yo relacional, como su,jeto y persona humana. 1.8
muerte no es pura manifestación de la caducidad de un con~unto de
células organizadas, sino que. en el caso del hombre, lo confronta a un
encuentro aporético: un sujeto que se experimenta a sí mismo como des-
tinado a la vida queda confrontado a su fin. Aunoue el hombre sea capaz
de entender la naturalidad de su muerte biológica, en cuanto ésta com-
promete su realidad de persona, y 10 hace radicalmente, reacciona ante
ella como algo innatural. que le repugna. De este rechazo dan cuenta
desde los mitos más primitivos que se explican la muerte del hombre
como una estupidez (18), hasta el persistente huir de la muerte que hasta
el dia de hoy vuelve a intentarse.

(18) Conf. ELIADE, M., Ocultismo, brujería y modas culturales, Buenos Aires 1977,57-58.
SIGI\'IFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 269
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Ante la muerte el hombre se sitúa como ante una incógnita, no sabe


otra cosa, sino que es la pregunta definitiva sobre el sentido de su vida y
no es capaz de fundamentar desde sí mismo una respuesta taxativa y
univoca, sino que más bien tratará de evadirla. La muerte plantea, sin
embargo, radicalmente la pregunta por el sentido de la vida: ¿Es la
muerte el designio definitivo de cada hombre? Ant'el esta pregunta el
hombre es incapaz desde si mismo darse una respuesta taxativa, ni en
sentido positivo o negativo. Como lo dice el Concilio Vaticano II: "Ante
la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su máximum"
(G.S. 18).
EstE pregunta, que es tan antigua y fascinante como el mismo hom-
bre, no queda satisfecha con la huida de la muerte que, una y otra vez
a lo largo de la historia y de diversas maneras, ha sido intentada. Por el
contrario, la tabuización de la muerte no es más que un signo delator
de la aporía implicada en ella.
Las racionalizaciones de la muerte como fenómeno natural tampoco
son satisfactorias, ni logran tranquilizar aquel deseo de vivir para el cual
lpomuerte persiste como dejo antinatural. En el hombre hay un ansia de
vida a la cual repugna el morir. No se trata de un anhelo "cultivado",
vale decir, propio de personas selectas o exclusivo de algunos espíritus
elevados. Se trata, por el contrario, de algo ínsito en cada persona huma-
na, algo que aflora espontáneamente y que se resiste a aceptar razones;
en otras palabras, es un deseo ante el cual las razones de la muerte son
insuficientes. Diríamos que se trata de una tendencia animalesca si no
supiéramos que, por el contrario, constituye la nota más exclusiva y
característica del hombre.
La etnología y la psicología han analizado a fondo y en sus más
diversas implicancias est'el deseo de vivir. Para los primitivos, la muerte.
a pesar de la proxímidad permanente e inmediata con que se la experi-
menta, no tiene nada de natural, sino que constituye una "anomalía"
que es necesario explicar a través del mito (19). Freud, por su parte. afir-
ma que, en el fondo, "nadie cree en propia muerte" o, lo que es lo mismo,
"en lo inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortali-
dad" (20), con lo cual pone de manifiesto el rechazo o el sempiterno
horror a morir del hombre.
La muerte no es para el hombre un desenlace normal y natural, por
más que sepa que se trata de una "ley de la vida". Juan Francisco Jordán
habla de una "paradojal actitud de negación ante la muerte del ser hu-
mano"; y explica: "la paradoja se constituye como la imposibilidad de
aceptar nuestra muerte en nuestro inconsciente, a pesar de que nuestro
ap;uato perceptivo nos informa continuamente de la absoluta realidad e

( 18) Acerca de la muerte como fenómeno "antinatural" (unnatiirliches) en la mentalidad


primitiva. d. BEHTHOLET,A.; EnsMAN. C. M.. Tod und Totem reich, religionsges-
chichtlich, en R. G. G. VI. 908-911. "En el pensamiento primitivo, la muerte gene-
ralmente no se considera como un acontecimiento natural ... " (BHANDON,S. G. F.,
:\1uerte, en Diccionario de Religiones Comparadas, Madrid 1975. 1055).
(20) Zeitgemiipes iiber trieg und Tod, G. W. 10, Londres 1946, 341. Como reseña del
planteo freudiano sobre la muerte, se puede ver CARSE,J. P., Muerte y existencia,
1/1111 historia conceptual de la mortalidad humana, México, 1987, 109-130.
270 JUAN NOEMI C.

inevitabilidad del suceso" (21). Psicológicamente, el hombre tiene la pro-


pensión a vivir como si fuese inmortal. La fuga de la muerte tiene en la
psique del hombre un sostén, es decir, constituye un mecanismo psicoló-
gicamente verificable que pone en evidencia la contradicción que implica
para el hombre el morir.
Que el hombre no se conforma ni se da por satisfecho con una expli-
cación de la muerte como fenómeno natural, lo pone de manifiesto su
constante búsqueda de la inmortalidad como "bien que conviene a su ser".
La búsqueda de inmortalidad es, pues, un leitmotiv religioso-cultural:
"Es probable que la creencia de que se sobrevive a la muerte física sea
instintiva en el hombre; los ritos funerarios así lo atestiguan desde los
albores de la civilización" (22).
El que la muerte no constituye para el hombre un fenómeno natural,
no es un fenómeno constatado tan sólo por la psicología y la etnología.
También puede ser fundamentado ontológicamente. Al hablar del "tener
que morir", nos referimos a la aporía que se da entre muerte y libertad.
La muerte no puede ser natural para el hombre, en la medida en que él se
experimenta como "naturaleza libre". El rechazo a la muerte no proviene
de un apego meramente animalesco a la vida en cuanto proceso vegetativo
y sensitivo, sino que se funda en la experiencia que el hombre hace de si
como ser libre. Siendo la libertad un momento necesario y fundante del
ser del hombre, la muerte, entonces, no cabe. Morír equivale a no-ser, a
dejar de ser, y la libertad -en cuanto momento necesario del ser- consis-
te en estar abierto infinitamente y sin límites en el ser. Al experimentarse
como líbre, el hombre trasciende la necesidad natural de morir. Al pensar.
"se hace de alguna manera todas las cosas", dice Tomás de Aquino. La
apertura sin límites a la realidad aue es capaz de experimentar transforma
al hombre en "caña pensante", como dice Pascal (Pensées VI. 347).
Al hacer la experiencia de la libertad como dinamismo de amor. la
incongruencia de la muerte es todavía más nítida. Recordemos h reflexión
de Gabríel Marcel: "Amar a un ser es decirle: 'tú no morirás'" (23). Porque
piensa y ama, el hombre se experimenta en el ser con una conveniencia a
la que repugna el definitivo dejar de ser: la muerte.
La aporía entre libertad y muerte no se resuelve mitigando o dísol-
viendo la polaridad ontológica de ser y no-ser que en ella se declara. La
libertad debe afirmarse como pasión definitiva de ser; la muerte, como fin
y acabamiento del ser. No se trata, sin embargo, de simplificar la muerte
como "fin del ser", ni a la libertad como "apertura al ser". El que muere
es un ser que al morir deja de ser, habiéndose experimentado con una po-
sibilidad infinita de vida y con una apertura definitiva y permanente a ella.
Para la vida del hombre, la muerte es un absurdo y un sin-sentido. En
realidad, en sí misma la muerte del hombre no tiene sentido, no es más
que "dejar de ser". Cuando alguien muere pierde la capacidad de relacio-
narse con el mundo exterior y nada me permite pensar que ello no sea

(21) La muerte en la relación médico-paciente, en GOMBEROFF, M.; JIMÉNEZ, J. P. (Eds.),


Psiquiatría, Santiago 1982, 613.
(22) BRANDON, S. G. F., Inmortalidad, o. e., 815.
(23) Cf. La mort de demain, Paris 1931, 161.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 271

más que la expresión de la pérdida de relación de la persona humana


consigo misma y, por lo tanto, de dejar de ser.
Al interior de la reflexión cristiana sobre la muerte se ha producido
también una tendencia a relativizar el radical cuestionamiento que com-
porta la muerte sobre el sentido de la vida humana. Esto se percibe funda-
mentalmente en dos tópicos: en una relativización platonizante de la
muerte y en una absolutización racionalista de la inmortalidad.
Sobre la "desvirtualización de la tragedia de la muerte" llamaba la
atención hace ya veinte años un reconocido pensador tomista, Josef Pieper,
en un escrito de 1968 que ha sido traducido como Muerte e inmortali-
dad (24). La concepción de la muerte como separación del alma y del cuerpo
ha encontrado una recepción y un eco tan grandes en la historia del pensa-
miento cristiano, que Rahner (25) la considera una "descripción clásica de
la muerte, desde el punto de vista teológico". Habitualmente, esta descrip-
ción se entiende de un modo más o menos dualista y no se reinterpreta
en una perspectiva unitaria, como es la que se ofrece en la Biblia acerca
del hombre, y tampoco en el enfoque hilemórfico introducido por Tomás
de Aquino, que, desde entonces, es el adecuado para interpretar las decla-
racioaes magisteriales.
En la perspectiva platónica, como ya dijimos, la muerte no atañe, en
definitiva, al hombre, simplemente porque éste se define por el "alma",
de cuya inmortalidad no se duda. "El alma es el hombre", dice Platón en el
Alcibiades (26). De ahí que al separarse el alma del cuerpo al hombre no
le 2.contece nada. Es en esta perspectiva que Cicerón enseña: "convéncete
firmemente de esto: tú no eres mortal, sino que lo es tu cuerpo" (27). En
efecto, de acuerdo a la antropologia platónica, cuerpo y alma son dos cosas
separadas desde el principio, y lo que propiamente constituye al hombre
es el alma. Por eso la muerte en realidad no concierne al hombre en cuanto
tal y, según esto, la muerte es vista como una mera apariencia.
Tomás de Aquino recoge la descripción platónica. Sin embar¡¡;o, la
corrige en la medida en que la entiende en un horizonte nuevo, el de Aris-
tóteles. Para "el Filósofo" -como solía llamarlo con veneración el Aqui-
nate-, el hombre no se define como alma, sino como unidad de cuerpo y
alma. "El hombre no es solamente alma" (28), sino que, por naturaleza,
es también cuerpo. Entre alma y cuerpo se da un nexo intimo: "el alma se
une al cuerpo no como el piloto a la nave, sino como forma" (29). Si se
entiende bien lo que designa alma y cuerpo en la doctrina hilemórfica, no
cabe una relativización de la muerte como algo que pudiese concernir al
puro cuerpo. Con la muerte no muere el cuerpo, sino el hombre entero. En
perfecto tomismo, Pieper afirma: "Es el hombre, todo el hombre, compuesto
de alma y cuerpo, quien experimenta en si la muerte: el hombre completo
es el que la sufre (.... ) Me propongo defender -dice Pieper más adelan-

(24) Barcelona, 1977, segunda edición. Dedica todo un capítulo a este asunto: pp. 47-71.
(25) Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1969, 19.
(26) 12gell; 130c5, citado por PIEPEH, J., Muerte e inmortalidad, Barcelona 1977, 51.
(27) El sueño de Escipión, 16.
(28) "Horno non est anima tantum" (S. Th. l, q.75, a4).
(29) "Anima unitur corpori non sicut nauta navi, sed sicut forma" (De Unitate intelleetu5
l, 6).
272 JUAN NOEMI C.

te- que en la muerte no muere, tomada la cosa con rigor, ni el cuerpo


del hombre ni su alma, sino el hombre en si mismo ... " (30).
Y no estamos a!1te un materialista, sino ante un tomista consecuente,
esto es, un autor que opera con los conceptos de alma y cuerpo como lo
que realmente constituyen: principios metafisicos y no cosas o substancias
completas (31). Es el discurso vulgar "cosístico" el que ha pervertido el
sentido y la intencíonalidad fundamentales del hilemorfismo antropológico
de Tomás de Aquino: al sacarlo de contexto, lo han transformado en un
simple discurso dualista. En esta perspectiva, la muerte aparece como una
realidad que afecta únicamente al cuerpo.
En relación al tema de la inmortalidad también se han introducido
tendenci8,S platonizantes o neoplatonizantes. Estas tendencias han puesto
tanto acento en la afirmación de la "inmortalidad del alma" que en defi-
nitiva se relativiza la realidad de la muerte como fin de la vida humana.
La inmortalidad del alma, en cuanto verdad cristiana "defendida" ante el
materialismo, alcanzó asi tanta importancia en la predicación y en la
apologética que llegó a desplazar de su centro al dogma de la resurrección
ele los muertos.
La pregunta por el sentido de la vida -que es la cuestión fundamental
que plantea la muerte- era entonces respondida más a partir de la afir-
mación de la inmortalidad del alma -como recurso apologético frente al
materialismo- que en referencia a la esperanza en la resurrección de los
muertos. De este modo, se hipertrofiaba el signific3.do de la inmortalidad
y se caía en un enunciado heteróclito que relativiz8.ba la muerte, opacaba
18. centralidad de la fe en la resurrección de los muertos y absolutizaba la
inmortalidad. Se contraponía, asi, al racionalismo materialista otro racio-
nalismo, en este caso de corte espiritualista, igualmente ajeno al cristia-
nismo.
Ante esta situación reaccionan primero los teólogos protestantes: "La
actual teología evangélica -escribe H. Gra~- rechaza generalmente la fe
en la inmortalidad y polemiza contra ella a partir de la esperanza en la
resurrección. Sólo ésta permite tomar en serio la muerte, la responsabilidad
de todo el hombre, la total referencia a la gracia creadora de Dios. y evita
un falso dualismo cuerpo-alma" (32).
Es cierto que esta reacción ha llevado al otro extremo. Pero. a mi
juicio, una recta comprensión de la inmortalidad del alma no ti.ene por
qué cuestionar la centralidad de la resurrección de los muertos (33). La
inmortalidad del alma como verdad enseñada por el Magisterio no da pie
a una relativización de la muerte. Tampoco la descripción platónica de la
muerte como "separación" de alma y cuerpo, cuando tal separación se
entiende en la verdadera intencionalidad significativa de la doctrina hile-
mórfica en que se ha apoyado el Magisterio. Muy por el contrario. Hi-
lemorfismo o inmortalidad refuerzan el aserto del Concilio Vaticano 11,
que define a la muerte como aquello en que "el enigma de la condición
humana alcanza su máximum". Hilemorfismo e inmortalidad no constitu-

(.30) O.c., 54-55.


(.31) .3 Sent. d.5, q ..302.
(.32) Unsterblic/¡keit, en Die Religion in Geschichte nnd Gegenwart VI, 1, 177.
(.33) Cf. NOEMI, J., La resurrección de los muertos, en La Revista Católica 138 (1988),10-16.
SIGI\IFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 273

yen de por sí una respuesta a la pregunta que plantea la muerte sobre


el sentido de la vida, pero son elementos que permiten captar esta pre-
gunta en toda su radicalidad.
Ahora trataremos de aproximarnos a la respuesta que teológicamente
es posible dar a dicha pregunta. Esta pregunta -recordémoslo- es inme-
diata y materialmente un problema antropológico: la muerte como "pre-
gunta sobre el sentido de la vida humana".
Al intentar una respuesta habrá que referirse, en primer lugar, a la
Sagrada Escritura. En este sentido procederemos "teológicamente". A
primera vista puede parecer que estamos simplemente yuxtaponiendo una
respuesta teológica a un problema antropológico y que lo que de ello
resulta no tiene más consistencia que la adición de dos discursos hetero-
géneos. El nexo entre la pregunta y la respuesta podría establecerse de-
mostrando, a partir de un análisis antropológico del fenómeno religioso.
en aué medida la pregunta por el sentido de la vida del hombre involucra
a Dios. Sin embargo, aquí seguiremos otro camino que se abre precisamente
a partir de una consideración exegética.
La Sag-rada Escritura nos muestra que la muerte, sin dejar de ser un
fenñmeno antropológico. involucra a Dios mismo. Al ser [!'sumida por el
verd<1oero Dios la pregunta antropológica de la muerte se transforma en
teolÓQica. El carácter "necesario" e inevitable que la muerte tiene para
el hombre. es libre y soberanamente hecho suyo por el Dios que nos revela
h Escritura. En este hecho reside el centro de la. respuesta a la muerte
como problema, desde el momento en aue éste, sin dejar de ser antropo-
Tóqico. deviene una cuestión teológica fundamental: ¿cómo entender al
Dios eme muere por nosotros? (34).
A.. 18. nroblemática planteada ::JIhombre por el carácter inevitable de
la muerte, la Sagrada Escritura no ofrece una respuest::J abstracta que
pudiera deducirse de un determina do natrón lógico de divinidad: en este
caso el de un ser divino aue permanece intocado por el fenómeno de la
muerte. Al revelar al Dios verda.dero como amor concreto (me asume la
muerte del hombre, esta última adquiere una dimensión teológica que para
la. filosofía resulta inalcanzable y que sólo apenas se Htisb? en algunos
mitos.
Si se compara la actitud del yahvismo ante el inevitable destino
hum8no de la muerte, con la de las culturas circundantes e Israel. llama
la atención una nota de "resignación" (35).
No sólo en las culturas primitivas morir es considerado como algo
anormal, sino que esto se repite en los sistemas religiosos más elaborados.
Un buen testimonio 10 constituye el famoso poema de Guilgamesh (36), el
cual, además de su gran cercania cultural con Israel, constituye una

(.34) Sohre el significado y validez que se le reconoce al tema d-e "la muerte de Dios" en
la teol()~ía más reciente, ver NOEMI, J., Teología del Mundo JI: Escatología, Santiago
1987, ]76-194.
(.'3.5) Cf. VOl\: RAD, G., Der Tod im A.T., en Theologisches WorterlJtlch zum Neuen Testa-
ment n, 848-850.
(36) Cf. la traducción castellana que trae ELIADE, M., La lIIuerte, la vida después de la
lIIuerle y la escatología JII: De los primitivos al Zen, Buenos Aires 1978, .513-524.
274 .lU/;:\ :\OEM! C.

muestra paradigmática de la común búsqueda de la inmortalidad en las


diversas religiones. Guilgamesh no se resigna a la muerte de un amigo
(Endikur), ni a la posibilidad de su propia muerte. Por eso emprende la
búsqueda del modo de superarla:

"i Aquel que sufrió conmigo todo tipo de trabajos,


Endikur, a quien yo amaba tiernamente,
aquel que sufrió conmigo todo tipo de trabajos
ha conocido ahora el destino de la humanidad!
Dia y noche he llorado por él.
No lo entregué para que lo enterraran
por si mi amigo se levantaba ante mi lamento,
siete dias y siete noches,
hasta que un gusano salió de su nariz.
Desde que se fue no encontré vida,
he vagado como un cazador en medio de la llanura.
¡Oh Siduri (37), ahora que he visto tu rostro,
no me dejes ver la muerte que tanto temo!"

En el Antiguo Testamento predomina una actitud de aceptación ante


la muerte, pues ella es considerada una realidad insuperable. El hombre
ha sido hecho de barro y a él debe volver (38). Como todo lo terreno, debe
acabarse (39) y desaparecer como las flores del campo (40). "Somos mor-
tales como las aguas que se pierden en la tierra y no se pueden recoger"
(2 Sam. 14,14).
Ahora bien, ¿de ello se puede concluir que "el Yahvista del antiguo
Israel parece haber tenido menos angustias que sus vecinos con respecto
a la mortalidad?"(41). Una "visión no problemática de la muerte en el
antiguo Israel" constituye un supuesto muy discutible, no sólo si se atien-
de al inmediato contexto religioso-cultural, sino también al dato -más o
menos generalizado- que aportan la etnología y las llamadas cíencias de
la religión. Ante este hecho no bastan las explicaciones hasta ahora más
usuales. Ni el nomadismo, ni una carencia de conciencia en la individuali-
dad podrían ser razones suficientes (42). Parece ser más plausible arries-
gar la hipótesis de que la resignación ante la muerte no constituye un
fenómeno esponténeo, sino un imperativo forzado por la intransigencia
monoteísta del yahvismo, el cual rechaza toda supuesta divinidad de la
muerte como tal. Sólo hay un Dios: el de 1::t vida, el Viviente. Esta es la

(37) Siduri es centinela que habita en el fondo del mar.


(38) Gen. 2,7; 3,19; I's. 90,3; 104,29; 14fi,4; Jol) 34,15.
( 39) Jos. 23,14; lile. 2,2; J oIJ lfi,22.
(40) Is. 40,6; Ps. 103,15.
(41) "The Yahwists of ancient Israel seem to have been less anxions abont mortality than
were their neighbors" (BAILEY, L10id R., Bíblical perspectiúes on Death, Filadelfia
1981, 2\1 edición, 181).
(42) En el primer sentido, d. DE VACX, n., I/1.Ititutuciones del Antiguo Testamento, Barc('-
lona 1976, 44ss; KELLEHMA~N, O., ÜIJencilldung des Todes geschicks in der alttesta-
fentlichell Froe11lmigkeit¡;or und lleIJen der AuferstehungsglaulJen, en Zeitschrift für
Theologie ulld Kirch" :3 (1976), 25955. En el segundo sentido, d. TUIELICKE, 1-1.,
Viúir con la lIluerte, Barcelona 1984, .1.57.
SIGNlFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 275

convicción básica del yahvismo, que no da cabida alguna a la divinización


de la muerte.
Esta hipótesis se ve corroborada con el rechazo del culto de los muer-
tos que el yahvismo ordena. Como anota Van Rad con respecto a los ritos
funerarios, "lo más importante es que cuando éste se manifiesta con
fuerza y vigencia religiosa será combatido de la manera más fuerte y
enérgica por la religión de Yahvéh. Aunque en los primeros estadios de la
religión en Israel se puede comprobar un temor numinoso, en el campo
de la religión legitima se le niega a la tumba, al cadáver o al espíritu del
muerto, cualquiera cualidad sacral positiva. El muerto es impuro y hace
impuro al que se le acerca. Así se expresa de la manera más fuerte posible
la descalificación cúltica ... " (43).
Aunque, debido a los influjos del medio ambiente, en Israel se anota
la existencia de demonios de la muerte (44) y también en ciertos pasajes
se habla de la muerte como de un poder (por ejemplo, Job 18,13), "Israel
mismo ha transformado ampliamente tales fuerzas en figuras menores
bajo el mandato de Yahvé o en meros nombres propios" (45). Y en con-
cordancia a esto es que luego se llegará a la afirmación: "Yo soy yo y no
hay otro fuera de mí; yo doy la muerte y la vida" (Dt. 32,39).
El desarrollo del monoteísmo yahvista no confluye, sin embargo, en
una demonización de Yahvé (46), es decir, en transformarlo en un "dios de
la muerte". Tampoco la actitud de resignación ante la muerte como un
fenómeno natural logra imponerse, en definitiva. Más bien constituye
un momento transitorio que, a nuestro juicio, derivaría de la intransigen-
cia monoteísta del yahvismo; por lo tanto, no debe ser interpretado como
un hecho simplemente espontáneo.
En efecto, por más que la muerte apacible en la ancianidad sea des-
crita como "buena" (Jer. 34,4-5; Gén. 15,15; 25,8; Núm. 23,10), o incluso
como "querida por Dios" (Job 5,26), de manera que el hombre deba estar
"dispuesto" ante ella (Gén. 46,30), la muerte prematura o violenta -aque-
lla que no permite dejar descendencia- no recibe la misma valoración,
sino que, por el contrario, se la considera "mala" (47). Y no sólo eso: el
hecho de morir en sí mismo, como "entrada al reino de los muertos"
(Sheol), es concebido como una pérdida irreparable.
La muerte significa que la fuerza vital (neplesh) abandona al hombre
(Gén. 35,18; Lam. 2,12) y que el ruah se aleja de él (Ps. 146,4). Morir es
pasar al Sheol, es decir, a una situación sombría (rephaim: Is. 14,9-10)
de la cual no se retorna (Is. 26,14; Job 14,7-10). No se compara ni con la
peor situación que se pueda experimentar en vida. ¿Por qué? Porque im-
plica salir de la esfera de la vida, en la cual Dios ha puesto al hombre
(Job 34,14-15; Gén. 2,7); y fuera de la vida no hay relación con Dios;
los muertos no lo alaban (Ps. 115,17; Is. 38,11; Ps. 6,6; 30,10; 80,l1ss; Sir
17,27), ni tampoco Dios se acuerda de los muertos, porque están "fuera

(4,3) O.c., 848.


(44) Cf. NOEl\ll, J., Introducción a la demonología, Santiago 1976, 15 ss.
(45) "Israel itself has largely transformed such forces into minor figures at Yahweh's
hidding or to n,ere proper names" (BAILEY, O. C., 41).
(46) Cf. VOLZ, P., Das Dii1Jlo1JliscJ¡e in YaJ¡re, Tubinga 1924; RAISAVEN, H., The idea of
Hardening, Helsinki 1972.
(47) BAILEY, o. C., 48-59.
276 JUAN NOEMI C.
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de su mano" (Ps. 88,6). Morir es separarse del Dios vivo que es la vida
misma.
Se da, pues, una tensión entre la afirmación de Yahvéh como único
Dios y como Dios de la vida, y el inevitable destino mortal del hombre.
Esto quiere decir que la afirmación de Dt. 32,39 se explica como reacción
extrema monoteísta. La muerte, empero, no se concilia con la afírmacíón
de un Dios vivo y con la valoracíón de la vída como lo propio de Dios.
Para el yahvista la afírmación de que Yahvéh es "el Dios de la vída" es
tan básica como su radical confesión monoteista (Yahvéh es "el único
Dios") .
La posibilidad de una "buena muerte" no logra contrapesar la lúgu-
bre descripción que el yahvismo más primigenio hace del Sheol, como
destino de justos y pecadores. Nada hace pensar que la tensión entre la
experiencia de la muerte y la afirmación de Yahvéh como único Dios no
esté planteada desde un inicio, mucho más si tenemos presente que lo
común para el hombre religioso primitivo era una no aceptación de la
muerte. La posible resignación que cabe al interior de esta tensión es difí-
cilmente garantizable y resulta inconsistente. De hecho, ni siquiera los
autores que se esfuerzan por delimitar una primigenia concepción yahvista
de la muerte como "mortality-accepting" pueden negar que "resuenan to-
nos negativos" (48).
Ya en los primeros capitulas del Génesis se reconoce una doble etio-
logía de la mortalidad del hombre (49). Por una parte, una concepción
que explica la muerte como secuela de la creaturidad del hombre y como
designio positivo de Dios creador (Gén. 2,7; 19), Y otra que la entiende
como secuela del pecado (Gén. 2,17). En ambos casos se trata de consi-
derar el A.T. no con el afán de contentarse con núcleos arqueológicos
primigenios, sino en una perspectiva dinámica, pero terminará por impo-
nerse el segundo enfoque (Sab. 1,13).
No sólo la muerte prematura, violenta, la del que no deja descenden-
cia, se explica como secuela del pecado, sino la muerte en cuanto tal: "Dios
no hizo la muerte (... ) es por la envidia del diablo que entró la muerte
en el mundo" (Sab. 1,13, 24). En el planteo de Sab no se debe ver un
exabrupto helenizante, sino una afirmación coherente con el credo yahvis-
ta primigenio. Este se establece después de una gran crisis, la cual se va
haciendo cada vez más aguda al interior del desarrollo de la escatología
yahvista. La afirmación de un único Dios de la vida, de su justicia (50),
lleva a entender la muerte no como designio positivo de Dios, sino como
secuela del pecado. De esta manera se resuelve el frágil equilibrio que
representa la actitud resignada ante la muerte (51).
Esta resolución no se debe entender como una banalización de la
muerte en cuanto mal, como podría sugerirlo una comprensión inmanen-
tizante de la inmortalidad del alma. Ello no cabe en la óptica yahvista,

(48) "Negative overtones were sounded" (ibid., .54).


(49) Cf. NIELSEN, E., Creafion and file Fall of Man, en Hebrew Uníon College Annual
43 (1972), 1-22.
(50) Cf. Rurz DE LA PEÑA, ]. L., o. e., 69ss.
(51) "La relación del israelita con la muerte era notablemente frágil. Esta fragilidad es-
taba motivada teológicamente" (JÜ¡'¡GEI.. E., Tod, Stuttgart 1985, 92).
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 277

que es teológica. Pero esto no implica que se trate tan sólo de afirmar la
muerte en su mera dimensión biológica como un fatum producto del
pecado. Es preciso afirmar que la muerte en cuanto fin del hombre com-
porta un alejamiento de Dios. La muerte no sólo es el fin (biológico) del
hombre, sino que significa el salir de la vida, que es la esfera propia de
Yahvéh. Morir es adentrarse en el no-Dios: ésta es la comprensión
yahvista de la muerte, y es en este sentido que decimos que su perspectiva
es fundamentalmente teológica.
Los escritos del Nuevo Testamento suponen el tránsito de una visión
profética a una visión apocalíptica de la escatologia. En lo que respecta
a la muerte, esto implica afirmar que ella no es el designio definitivo de
Dios sobre el individuo; y no sólo en cuanto no es creada por Dios, sino
también en cuanto barrera que impide una ulterior intervención salvi-
fica de Yahvéh. Es necesario insistir en que esta convicción no se debe a
una relativiza ción de la muerte como fin de la vida del hombre, sino a
una profundización en la soberania, la justicia y el amor de Yahvéh hacia
el hombre pecador. Esta convicción se especifica -aunque no exclusiva-
mente- como esperanza en la resurrección de los muertos (Dan. 12,2ss;
2Mac. 7,9ss; 12,43ss). Con esta renovada esperanza se quiere superar la
fragilidad de la resignación ante la muerte, que era la actitud del yahvis-
tao Sin embargo, esta misma empresa no establece un anacoluto sino una
superación -en el sentido más estricto- del primitivo yahvismo.
Después de analizar el tema de la resurrección de los muertos en el
A.T., Hans Kessler concluye que "finalmente se da para Israel la espe-
ranza en una resurrección de los muertos a partir de la fe misma en
Yahvéh, como una consecuencia o explicación interna y propia. Ella es
una repercusión del primer mandamiento, es decir, de la confesión en un
Dios de cuyo dominio no puede quedar excluida ninguna esfera" (52).
Kessler ve en este desarrollo una razón pedagógica. La parsimonia del
yahvismo para mirar más allá de la muerte está todavia motivada por
el peligro de que tal mirada se transforme en una evasión de la historia.
En este proceso de la escatologia veterotestamentaria, la resurrección de
los muertos "no constituye tampoco el producto de una proyección a partir
del ansia de vida e inmortalidad del hombre ( ... ), sino que tiene claras
raices biblicas: la fe en el poder creador -que tampoco es limitado por
la muerte-, la simpa tia de vida (Lebensjreundlichkeit) (Ez. 8, 23,32; Jan.
4, 11; Sab. 1, 13s; 11, 26) Y el amor a la justicia (Ps. 17,7; 45,8) de Yahvéh,
que llevará a cabo universalmente su reinado; la fidelidad inacabable y la
promesa de salvación, que tampoco la muerte destruye, para quienes con-
fían en El" (53).
En todo caso, la visión del N.T. sobre la muerte no está condicionada
por una esperanza más o menos indeterminada en la resurrección de los
muertos, como sucede en otros escritos palestinenses de la época (54).
Antes bien, el discurso neotestamentario sobre este tema tiene como con-
dición y como punto de arranque la fe en Aquel que ya ha sido resuci-

(.52) Sucht den LelJellden nichl bei den Tolen. Die illlferlelwng Jesu Christi, Düsscldorf
1985, 67.
(5:3) [bid., 67-68.
(,54) Cf., ibid., 69-78.
278 JUAN NOEMI C.

tado por Yahvéh. De este modo, la reflexión sobre la muerte presupone


aqui de tal modo la resurrección de Jesús operada por Dios, que sin ésta
no se puede explicar aquélla. Esto implica la referencia a la muerte ante
todo como realidad padecida por Jesús, y sólo en un segundo momento
como fenómeno que concierne a cada hombre en particular.
El término thánatos se halla 120 veces en los escritos neotestamenta-
rios. En los evangelios se refiere casi siempre a la muerte de Jesús; Pablo,
en cambio, lo utiliza preferentemente para designar la muert~ del hombre,
pero la concepción paulina de la muerte del hombre es teológica y, más
precisamente, cristo céntrica (55). En continuidad con la tendencia de los
escritos veterotestamentarios posteriores, Pablo ve la muerte no como un
fenómeno natural o como designio del Creador, sino como secuela del
pecado del hombre (Rom. 5, 18-19; 6, 23; 8, 19-22).
Como bien observa Eberhard Jüngel, "la fe cristiana entendió el
mundo en el horizonte de una nueva historia establecida con la resu-
rrección de Jesucristo, al cual corresponde una nueva comprensión del
tiempo (E. Fuchs). Y esta nueva comprensión del tiempo operó una revo-
lución del lenguaje, a la cual pertenece una nueva determinación de la
relación entre muerte y vida" (56).
La dimensión teológica con que se entiende la muerte no volatiliza
su dimensión fisica, vale decir, su carácter concreto de "fin de la vida"
del hombre. Ciertamente, para Pablo el término muerte no es unívoco:
es posible distinguir entre muerte como secuela del pecado (Gál. 2, 19;
Rom. 6, 4) y muerte "natural" como dimensión que se sitúa en el futuro
(Fil. 1, 21). Sin embargo, esta distinción en lo temporal no permite auto-
nomizar ambas realidades; por el contrario, es preciso reconocer la corre-
lación que se establece entre ellas: se trata del nexo que determina al
pecado como fuerza que afecta tanto a lo espiritual como a lo fisico, es
decir, a toda la realidad, y que se manifiesta en el miedo que experi-
menta el hombre ante la muerte. La muerte fisica pone de manifiesto la
universalidad del pecado. No es una realidad neutra (57).
Este nexo también está presente en la perspectiva de Juan. W. Schmit-
hals anota al respecto lo siguiente: "Ocurre que Pablo no reflexiona
acerca de la muerte como un fenómeno biológico, sino como un fenómeno
teológico, y realmente de tal manera que en la universalidad de la muerte
se hace patente la caída universal en el pecado y la necesidad de salva-
ción por parte del hombre. Cuando el hombre se aparta de Dios, que da
vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe (Rom. 4, 17),
abandona la raíz de su vida y se somete a la muerte. El fenómeno de la
muerte descubre en esa interpretación el estado objetivo de los hombres
en medio de su vida: porque ellos viven de lo creado, de lo natural y de
lo pasajero, se han desvinculado del fundamento de la verdadera vida y
se han entregado así a la nada. Como 'primeros pasos' hacia la muerte,
puede el hombre descubrir la condición fundamental de su vida: él vive
culpablemente en la muerte. La muerte es, por lo tanto, el poder de la

(55) Cf. SCHUITHALS,vV., Muerte, en Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, lII,
Salamanca, 1983.
(56) O. C., no.
(57) Cf. HAH:'iEH, K., Sentido teológico de la muerte, Barcelona, 1965, 36-62.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 279

vida y en este sentido es una realidad presente. La muerte 'espiritual' y


la muerte 'fisica' constituyen, siendo inseparables una de la otra, la rea-
lidad de la vida pecadora. Por eso el pecador exclama: '¿Quién me librará
de este ser mío, instrumento de muerte?' (Rom. 7, 24). De acuerdo con
eso, el padre de la parábola a su hijo perdido le llama muerto (nekrós:
Le. 15, 24,32), Y en Jn. la vida y la muerte son realidades presentes de la
existencia, según el hombre se porte con Jesús como instancia critica
que es de su existencia (Jn. 5, 24; 8, 51; 11, 25). El que se separa de la
comunidad, en la que se anuncia la palabra que trae la vida, está a punto
de morir (Ap. 3, 2)" (58).
De todo lo anterior resulta que el N.T. establece, más que una "rela-
tivización" de la muerte, una transitividad y una dependencia de ésta
con respecto al misterio de Jesucristo; más exactamente, una referencia
a la realidad nueva establecida por la muerte de Jesús. Es en esta pers-
pectiva que hay que entender los asertos de Fil. 1, 20s y 2 Coro 5, 6-9.
De este modo quedamos confrontados a uno de los temas más deba-
tidos en los últimos años: la muerte de Jesús y su significado. Este es un
tema que ha acaparado la atención de exégetas y de teólogos por igual,
tanto en Europa como en América Latina.
Los datos más o menos seguros y las conclusiones que pueden sacarse
de la complicada discusión llevada a cabo en Europa serían los siguien-
tes (59): lo más probable es que el motivo que precipitó la condenación
a muerte de Jesús fue no sólo su trato con los pecadores y su actitud
soberana ante las prescripciones cultuales, sino más bien el hecho de
que El haya fundamentado tal actitud en nombre del reinado de Dios,
actuando "como lo haría Dios". De esta manera se establecía un conflicto
fundamental entre la imagen de Dios de Jesús y la de su tiempo. Entró
en conflicto con los presupuestos del judaísmo en sus distintas vertientes
-saducea, esenia y farisea-, al afirmar prácticamente que el Reino de
Dios es sólo gracia.
Jesús debió contar con la posibilidad de una muerte violenta, ya que
dicha posibilidad se acrecentó en sus últimos días (Me. 14,25 yjj). No se
puede, en todo caso, hablar de una "certeza" (Me. 14, 35s). Aún más, de
la controversia entre quienes sostienen que Jesús dificilmente pudo tener
antecedentemente una comprensión soteriológica de su muerte (la ma-
yoría de los exégetas) y quienes piensan que Me. 14, 22-25 es auténtica-
mente jesuánico (J. Jeremias, R. Pesch), parece quedar claro que Jesús
pudo haber dado a su muerte, en base a su actitud antecedente de pro-
existencia, una significación salvífica, aunque ello históricamente resulta
difícil de probar.
La muerte en cruz que Jesús (60) no pudo presupuestar en su materia-
lidad significó para El una crisis radical (Me. 15, 34); para sus disCípulos,
una verdadera catástrofe: "No fue Jesús, sino la fe y esperanza de las
discípulos lo que se quebró" (61).

(58) O. C., 118.


(59) Cf. KESSLEH, H., O. C., 97-108.
( 60) El crucificado f{'presenta y eq nivale entonces al ser maldito de Dios.
(61) KESSLEH, O, C., 107.
280 JUAN NOEMI L.

En todo caso, debe quedar claro que el problema histórico -que es el


que apasiona a la exégesis critica sobre la muerte de Jesús- no coincide
con el problema teológico que ella plantea, ni mucho menos lo resuelve
en cuanto tal, sino que tan sólo aporta un elemento de importancia para
su comprensión. Esta problemática teológica encuentra una primera for-
mulación en ciertas confesiones de fe anteriores al mismo Pablo: Jesús
murió "por nuestros pecados" (1 Coro 15,3), o "por nuestros delitos" (Rom.
4, 25). Jesús experimentó realmente nuestra misma muerte y no alguna
otra de carácter imaginario o especial (Fil. 2, 7s; Heb. 2, 14). Pero su
muerte no fue absurda, es decir, no careció de sentido, sino que murió
"por nosotros" (Rom. 5, 6ss; 1 Tes. 5, 10; Heb. 2, 9s; Me. 10, 43).
Ahora bien, este "por" (nosotros), que se especifica -aunque no
exclusivamente- como victoria sobre la ley (Rom. 7, 4) Y el pecado (2
Coro 5, 21), vence nuestra propia muerte (Rom. 5, 9; 2 Tim. 1, 10; Heb. 2,
14s; Apoc. 1, 17s). Un aspecto caracteristico de las diversas afirmaciones
del N.T. sobre la muerte de Jesús es el no contentarse con su realidad
puntual, para poner de manifiesto más bien su dimensión soteriológica.
Esto es lo que se expresa, precisamente, cuando se la caracteriza como
una "muerte por" (62), teniendo en cuenta que dicha caracterización im-
plica una superación de la misma muerte (Rom. 6, lOs; Gál. 2, 19; Col. 2,
20; Jn. 5, 24, 8, 51; 1 Jn. 3, 14).
Dicha superación de la muerte no significa, sin embargo, que desa-
parezca, para el cristiano, el inevitable destino mortal. Si implica, en
cambio, una transformación al interior de la muerte en cuanto tal. La
muerte de Jesús no suprime la muerte, pero si la cambia. Este cambio
no se perfila, en el N.T., bajo la consideración estática de Jesús muerto,
sino a la luz del crucificado resucitado por Dios. Es la Pascua de Jesús
la que opera para los hombres la transformación de la experiencia de la
muerte.
Jesús muerto es resucitado. Esto no constituye un fenómeno aislado
que modifique únicamente el significado de la muerte de Jesús, sino que
también cambia el significado de nuestra muerte. Jesús, asi como no
muere para si mismo, tampoco resucita para si mismo, sino como primo-
génito de los resucitados (1 Coro 15, 20; Col. 1, 18; Hch. 26, 23). Es decir,
transforma al hombre de moriturus en resurrecturus, cambiando con ello
la constitución misma de la muerte humana.
La esperanza en la resurrección (2 Coro 5, 1-10; 1 Coro 15) no se apoya
en una ansia de plenitud, sino en una muerte que libera de la muerte
como destino y designio definitivo sobre el hombre.
Con respecto al significado soteriológico de la muerte de Jesús, es
preciso superar un doble estrechamiento que se ha dado en torno al
planteo neotestamentario. El primero es de tipo dogmático y reduce el
"por nosotros" de la muerte de Jesús a la expiación vicaria, que borra
la deuda de nuestros pecados. Esta interpretación ya se da en el N.T. (63),
sobre el trasfondo de Is. 53, 1-12, Y ha tenido tal recepción en la teologia
latina que ha opacado a otras.

(62) "Por nosotros": Rom. 5,8; 1 Coro 15, 3; "por muchos": Me. 10, 45; 14,24//; Beb.
9, 28; d. In. 10, 15; "por vosotros": 1 Coro 11, 24.
(63) Cf. Rom. 3, 25; 1 Coro ll, 24; Me. 14, 24; 10, 45.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 281

El segundo estrechamiento es de tipo exegético y no tiene el peso


histórico del anterior. Se trata de un movimiento más bien reciente, que
ha enfocado el tema, en forma exclusiva y excluyente, en torno a la
discusión acerca de cómo comprendió su muerte el mismo Jesús.
Ciertamente, el problema histórico-crítico que implica el determinar
la conciencia con que Jesús enfrentó su muerte tiene una base real (64)
y, además, la interpretación de la muerte de Jesús como expiación por los
pecados es claramente neotestamentaria. Sin embargo, con ello no se
agota la dimensión soteriológica de Su muerte. W. Schmithals anota al
respecto: "... Pablo y la literatura deuteropaulina, junto con los teolo-
gúmena de naturaleza jurídico-cultual, echan mano de los modos de
expresión del culto de los místerios y de la gnosis, ya que las categorías
elaboradas por esas religiones pueden expresar de un modo especialmente
claro la operatividad de la muerte de Jesús en lo que se refiere al des-
tino humano" (65).
En dependencia del lenguaje del culto de los misterios estarían Rom.
6,3s; 6,6,7,6; Gál. 6,14; Col. 2,20; 2Cor. 5, 14s. El theologoumenon básico
de estos textos es el "morir con Cristo". En dependencia a la gnosis esta-
rían 2Cor. 4,11 Y Col. 1,24, donde se supone la unidad entre el Salvador
y los salvados.
Ahora bien, estas perspectivas sobre la muerte de Jesús en ningún
caso se han explicitado en la teología como ha ocurrido con su dimensión
jurídico-cultual. Por el contrario, han quedado relegadas como meras
consideraciones místicas que no han logrado objetivarse en la conciencia
cristiana, algo que tal vez era posible cuando la gnosis y los sistemas mis-
téricos tenían una vigencia cultural.
Se impone aquí una tarea de reinterpretación que, en base al dato
neotestamentario, saque a luz la dimensión soteriológica de la muerte de
Jesús. En nuestro caso, partiremos tratando de captar lo que Schmithals
llama la "operatividad de la muerte de Jesús en lo que se refiere al des-
tino humano". En la muerte misma de Jesús están la clave, la raíz y el
fundamento de la respuesta a la pregunta que plantea la experiencia
humana de la muerte.
Para comprender este aserto, analizaremos, en primer lugar, las re-
flexiones sobre la muerte de Jesús de tres importantes teólogos, y luego
emprenderemos el íntento de una reflexión constructiva que trate de
responder a la pregunta que para el hombre surge del carácter inevitable
de la muerte.
Por cierto, será un ensayo provisorio y parcial y no un intento de
"resolver" propiamente el problema. Al intentar, con discreción y pru-
dencia, una respuesta, el pensamiento teológico se adentra en un misterio
donde las palabras fallan y se abre el silencio. Este silencio, empero, en
lo que se refiere a la muerte, no significa a priori que Dios calle y nos
abandone a la oscuridad, sino que indica la dimensión apofática de cada
una de las aproximaciones teológicas, especialmente en este terreno.
Ninguna teologia de la muerte podría reemplazar a la Cruz: esa cruz
que cada hombre estrecha -sépalo o no- cuando muere o, mejor dicho,

(64) Cf. KASPEII, 'V., Jesús, el Cristo, Salan-anca, 1982, 140-42.


(65) O. e., 120.
282 JUAN NOEMI C.

aquella en la cual el hombre queda inserto de manera definitiva al mo-


mento de morir. La respuesta teológica a la pregunta planteada por la
inevitabilidad de la muerte no se agota con palabras, sino que apunta
a la Palabra de Dios crucificada que es Jesús. En último término, ante el
misterio de la muerte no caben las palabras, porque el Verbo Crucificado
las reemplaza.
Cuando Eberhard Jüngel reflexiona sobre la muerte de Jesús, pone
especialmente de relieve el nexo que a través de ella se establece entre
Dios y la muerte del hombre (66).
La pregunta inicial que este autor se plantea es la siguiente: "¿Qué
significa la muerte de Jesús para la muerte que todos tendremos que
morir?" (67). Para responder, intenta mostrar cómo la muerte de Jesús
precipita una relación específica de Dios con la muerte humana, y cómo
reside en ello el significado salvífica de la muerte de Jesús. Sin ésta,
"no se habría llegado a una genuina comprensión crístiana de la palabra
'Dios' " (68).
Después de su muerte, Jesús se convierte, de anunciador del reinado
de Dios, en el Anunciado. Esto se explica por la fe pascual: "la fe en la
resurrección de Jesús por Dios no expresa otra cosa que la relación de
Dios a la muerte de Jesús Nazareno" (69).
Sobre la actitud con que Jesús enfrentó su muerte, Jüngel piensa
que no es mucho lo que puede precisarse. En todo caso, no cabe imagi-
narse a Jesús como un héroe que muere; su muerte en nada se asemeja
a la del idealizado Sócrates: lo más probable es que Jesús "murió gri-
tando" (70).
Ahora bien, la muerte de Jesús no sólo establece la condición nega-
tiva de la fe en Jesús (obiectum tidei est res divina non visa), sino que
también la condición positiva no en sí misma, pero sí en la medida en
que sus discípulos no se quedan en la fuga, sino que reconocen que "Dios
se ha identificado con Jesús muerto" (71). Jüngel insiste: "Es importante
que quede claro que la fe en Jesús no surge al lado de la fe en Dios, sino
que en la fe en Jesús no se trata de otra cosa sino de la misma fe en
Dios. En realidad, en la fe en Jesús como Cristo alcanza la fe en Dios su
verdad y pureza. En la medida en que Dios se identificó con un hombre
muerto, se define antes que nada en la fe como verdadero Dios ... " (72).
Se establece asi una "identidad paradójica" entre el Dios vivo y Jesús
muerto, el cual "pone a Dios mismo en contacto con la muerte". En un
último acápite -"la muerte y Dios"-, Jüngel insiste en que la dimen-
sión soteriológica de la muerte de Jesús reside en dicha "identidad para-
dójica", que, por lo demás, y en cuanto tal, se extiende también como la
relación entre Dios y la muerte del hombre.

(66) Cf. Tod, Stuttgart, 1971, 121-144.


(67) Pág. 121.
(68) Loe. cit.
(69) Pág. 131.
(70) Pág. 133.
(71) Pág. 137.
(72) Loe. cit.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 283

A diferencia del A.T., en el cual Dios y la muerte se contraponen, el


N.T. establece que "en la medida en que Dios se identificó con Jesús muer-
to, se expuso realmente a la agresiva lejanía divina de la muerte (es
decir), expuso la propia divinidad a la fuerza de la negación" (73). De
este "exponerse" de Dios a la muerte deriva una novedad: "Cuando Dios
no cesa de relacionarse (verhalten) con nosotros, ni siquiera en la muerte,
cuando se identificó él mismo con Jesús muerto, para así a través del
Crucificado mostrarse próximo (gnadig) a todos los hombres, entonces
surge del medio de la no relacionalidad (Verhaltnislosigkeit) de la muerte
una relación de Dios al hombre" (74). Esta nueva relación consiste en que
"Dios soporta él mismo aquella alienada no relacionalidad de la muerte:
donde las relaciones se rompen y los nexos acaban, precisamente all1
interviene Dios" (75).
De esta manera, Dios revela su propio ser: "En la medida en que
Dios se identificó con Jesús muerto en favor de todos los hombres, se
revela ahí mísmo como un ser infinitamente amante del hombre fini-
to" (76). El amor no es sólo el motivo del actuar de Días, sino su mismo
ser. A juicio de Jüngel, esta nueva relación "a Dios" está precontenída
en la afirmación que la Iglesia primitiva hace de la encarnación divina:
"El que Dios se hizo hombre implica que Dios comparte con el hombre
la miseria de la muerte" (77).
La victoria de Dios sobre la muerte reside precisamente en que "Dios
soporta en si la negación de la muerte". Aludiendo alCor. 15, 55. Jüngel
comenta: "la muerte ha dejado su aguijón, el instrumento de su dominio,
en la misma vida de Dios" (78).
Esto se entiende en la perspectiva paulina: "El pecado es agresión
contra Dios. Por eso conduce a la muerte (el pecado); es el aguijón de
la muerte, con el cual ésta impera ( ... ). Al sufrir este aguijón, en el
hecho de soportar esta negación que se dirigia contra El, Dios le ha
quitado el poder a la muerte, y a la vez se ha revelado por sobre todo
como Dios: Dios es el amante del hombre y, parella, el que sufre por
él" (79). Dios se revela no como Aquel que no puede sufrir, sino como
Aquel "que puede sufrir infinitamente".
Jüngel piensa que si tiene sentido hablar de "sacrificio" en relación
a la muerte de Jesús, no se debe entender como un sacrificio a un Dios
que requeriria de expiación, sino como el sacrificio que Dios mismo hace
de su trascendencia, intangibilidad y absolutez. Se trata del "sacrificio
de la total contraposición de Dios con respecto a la creatura pecadora" (80).
En su libro Sentido teológico de la muerte (81), Karl Rahner trae
un capitulo en que se refiere a la muerte de Jesús en relación a la muerte

(73) Pág. 139.


(74) Doc. cit.
( 7.5) Doc. cito
(76) Loe. cit.
(77) Pág. 140.
(78) Pág. 142.
(79) Pág. 143.
(SO) Loe. cit.
(81) Barcelona, 1965.
284 JUAN NOEMI C.

del hombre (82). En él, y a diferencia de Jüngel, considera el tema más


en su respecto antropológico que estrictamente teológico.
Una vez que señala la homogeneidad de la muerte de Jesucristo con
la que experimenta el hombre (83), anota un limite en la explicación
clásica de la muerte de Jesús como acto de "satisfacción" (84). Para Rah-
ner, esta interpretación "no ha expresado adecuadamente toda la realidad
redentora de la muerte de Cristo" (85) y "deja sin solucionar la cuestión
del por qué hemos sido redimidos precisamente" a través de ella (86).
A su juicio, la muerte de Cristo se inscribe como el culmen de su
obediencia y entrega al Padre. Es esta obediencia a la voluntad de Dios
la que lleva a Jesús a morir y la que le otorga a esa muerte su carácter
soteriológico (87). De esta manera. "lo que era aparición del pecado se
convierte, sin eliminar su oscuridad. en aparición de la aceptación de la
voluntad del Padre. que es la negación del pecado" (88).
Haciendo uso de su teoría que afirma que con la muerte el alma del
hombre adquiere una relación cósmica. en la medida en que se separa
del cuerpo y se produce el "descenso a los ínfiernos". Rahner trata de
explicar la dímensión universal y soteriológíca de la muerte de Jesús:
"Cristo se derramó, digámoslo asÍ, sobre el mundo entero en el momento
que por la muerte se quebró el vaso de su cuerpo y se convirtió. aun en
su humanidad, en lo que ya era realmente por su dignidad: en el corazón
del mundo, en el centro intimo de toda la realidad creada" (89).
Esta realidad de la muerte de Jesús se puede especificar diversamente
en el hombre. según éste muera. en gracia o en pecado. Morir en gracia
se expresa en el N.T. como "morir en el Señor" (Ap. 14, 3; 1 Tes. 4. 16;
1 Coro 15, 18. o "con-morir con Cristo" (2 Tim. 2. 11; Rom. 6, 8). En el
hombre que muere en grscia se cumple realmente lo que sacramental-
mente acontece en el Bautismo v la Eucaristía. Ahora bien, "los que mue-
ren en la fe no son sólo muertos en Cristo porque vivieron en Cristo,
sino también porque su morir mismo fue en Cristo" (90). Y esto a su vez
se explica por la dimensión aue adquiere la muerte de Cristo: ella, en
vez de ser manifestación del pecado, en Cristo "fue aparición de la gra-
cia" (91). Cristo tra.nsformÓ la muerte: "lo aue de suyo sólo podia ser
aparición del pecado. en Cristo fue comprendido en la acción de su propia
gracia y convertido así en algo totalmente otro de lo que parecía ser" (92).
Rahner concluye: "la muerte no puede pasarse o experimentarse, de
suyo, más que como la visibilidad del vacío y de lo irremediable del peca-
do, como la oscuridad de las tinieblas eternas ... Cristo mismo, de suyo,

(82) "La muerte corno manifestación del con-morir con Cristo".


(83) Lo cual, a su parecer, estaría puesto de manifiesto por el "descenso a los infiernos",
que se predica de Jesús.
(84) Págs. 65-66.
(85) Pág. 67.
(86) Pág. 68.
(87) "Su muerte obra nuestra salud porque es obediencia" (págs. 70-71).
(88) Págs. 69-70.
(89) Pág. 74.
(90) Pág. 77.
(91) Pág. 78.
(92) Loe. cito
SIGI\'IFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 285

tampoco podria pasar por la muerte sino como abandono de Dios. Ahora
bien, que esa muerte entre en la aceptación obediente del Hijo y, sin
quitarle el tenor del abandono divino, se transforme en algo completa-
mente distinto: en la llegada de Dios en medio de este vacio y abandono,
y en la manifestación del rendimiento y obediencia del hombre entero al
Dios Santo en medio de su aparente abandono y alejamiento, tal es justa-
mente la maravilla, el milagro de la muerte de Cristo" (93).
Entre los teólogos latinoamericanos, la muerte de Cristo es un tema
que adquiere gran importancia. No pretendemos aqui dar una visión de
conjunto, sino tan sólo considerar el planteamiento de Jan Sobrino, en
una de sus obras más notables: Cristologia desde América Latina (94).
Junto con reconocer su dependencia de J. Moltmann, Sobrino anota
la centralidad que la cruz tiene en el catolicismo latinoamericano. Su
propósito es "profundizar a dos niveles sobre la muerte de Jesús" (95). El
primero es "estrictamente telógico" y consiste en una "reflexión sobre
cómo le afecta al mismo Dios la cruz de Jesús, en cuanto cruz que acaece
en la historia" (96).
El segundo nivel considera las consecuencias que la concepción de un
"Dios crucificado" tiene para la existencia humana.
Divide su exposición en tres partes: la primera es una "consideración
de la muerte de Jesús después de la resurrección" (97), la cual se articula
en cinco tesis. Después de la resurrección se establecen tres afirmaciones
fundamentales: "una nueva definición histórica de Dios" (98), el signifi-
cado soteriológico de la historia de Jesús y, en tercer lugar, la afirmación
de que Jesús es realmente el Hijo de Dios. En las tesis mismas, Sobrino
muestra lo difícil que resulta mantener "lo tipico del cristianismo: el es-
cándalo de la cruz". Esto ya seria perceptible en el mismo N.T.. en la
medida en que el titulo "Siervo de Yahvéh" es desplazado por otros "que
apuntan más en directo no al crucificado, sino al resucitado".
En el N.T. también se ensayan respuestas a la pregunta del "para
qué" de la cruz para expiar, para establecer una nueva alianza ... Con
ello se evita una cuestión fundamental y anterior, dado que "la cruz (no
se puede) explicar lógicamente apelando a Dios a quien se presupone ya
conocido, pues lo primero que la cruz plantea es la pregunta por el mismo
Dios. por la verdadera realidad de la divinidad" (99).
Del mismo modo, en la historia de la Iglesia se ha dado una tenden-
cia a evitar la pregunta básica que plantea el escándalo de la cruz, en
base a un concepto antecedente de Dios que no se cuestiona. Para Sobrino,
"la concepción de metafísica griega sobre el ser y la perfección de Dios
hace imposible una tea-logia de la cruz. Por el contrario, una teologia

(93) Loe. cit.


(94) México 1976, 24 Ed. Cf. especialmente el capítulo VI: "La muerte de Jesús y la
liberación en la historia".
(95) Pág. 154.
(96) Pág. 155.
(97) Pág. 156.
(98) Loc. cit.
(99) Pág. 161.
286 JUAN NOEMI C.

histórica de la liberación tiene que pensar el sufrimiento como modo de


ser de Dios" (100).
En la segunda parte se considera "la cruz de Jesús como consecuen-
cia histórica de su vida" (101). En ella se implementa lo ya postulado en
el sentido de que una teo-logía de la cruz sólo cabe en una "teología his-
tórica de la liberación". El enunciado de las cuatro tesis que forman esta
parte nos ilustrará claramente al respecto:

6~ tesis: "La teologia de la cruz debe ser histórica, es decir,


ha de ver la cruz no como un arbitrario designio de Dios, sino
como la consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encar-
nación. La cruz es consecuencia de una encarnación situada en
un mundo de pecado que se revela como poder contra el Dios de
Jesús" (102).
7~ tesis: "Jesús es condenado por blastemo. El camino de Jesús
a la cruz es un proceso sobre la verdad de Dios: oel Dios de la
religión, cuyo nombre se puede someter al hombre, o el Dios de
Jesús, que es predicado como la buena noticia de la liberacíón
del hombre. La cruz deja abierta la pregunta por la verdadera
esencia de la divinidad" (103).

8~ tesis: "Jesús es condenado como agitador politico. El cami-


no de Jesús a la cruz es un proceso sobre el verdadero poder que
media a Dios: o el poder del imperio romano y también de los
celotas o el poder de Jesús. Este es el del amor situado y en este
sentido es un amor 'político', no idealista. Desde la cruz se agu-
diza la pregunta por la verdadera esencia del poder" (104).

9~ tesis: "La cruz es consecuencia del camino histórico de


Jesús; por lo tanto, la espiritualidad cristiana no puede reducir-
se a la mística de la Cruz, sino que consiste en el seguimiento del
camino de Jesús" (105).

La tercera parte trata sobre "la presencia de Dios en la cruz de


Jesús". Para Sobrino, dicha presencia comporta una "escatologización
cristiana de Dios", que "reformula la trascendencia de Dios en las catego-
rias de poder, sufrimiento y amor" (106). El autor explica que en la cruz
de Jesús "la pregunta por Dios se concretiza últimamente desde el sufri
miento" (107), y ello de manera histórica y actual, es decir, desde el
oprimido. El oprimido es "la cruz real", la "mediación privilegiada de
Dios" y el factor en que se funda "una teología histórica de la libera-
ción": "En la cruz de Jesús el mismo Dios está crucificado. El Padre sufre
la muerte del Hijo y asume en si todo el dolor de la historia. En e..,ta

(100) Tesis 4a, pág. 165.


(lo!) Pág. 171.
(102) Loe. cit.
(103) Pág. 173.
(104) Pág. 177.
(105) Pág. 182.
(106) Pág. 186.
(107) Pág. 190.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 287

última solidaridad con el hombre se revela como el Dios de amor, que


desde lo más negativo de la historia abre un futuro y una esperanza. La
existencia cristiana no es entonces otra cosa que participar en ese mismo
proceso de amor de Dios al mundo y de esa forma participar de la misma
vida de Dios" (108).
En las reflexiones conclusivas que ahora proponemos no se pretende
hacer un balance crítico de las aproximaciones reseñadas, ní menos pro-
poner una conclusión acabada o Síntesis que dé por resuelta la discusión.
Se trata, más bien, de fundamentar la perspectiva básica en la cual debe
situarse, a mi parecer, la respuesta teológica al problema de la muerte.
Esta perspectiva está centrada en un punto de confluencia en el que, a
nuestro juicio, se debe sostener todo discurso teológico sobre la muerte: la
muerte de Jesús.
Esta perspectiva no consiste sino en la indicación persistente a Jesús
en la cruz, pues es alli donde nuestra, propia muerte se encontró con
Días. Es en este sentido que Jesús crucificado constituye el centro del
cual parte y en el cual culmina la teología de la muerte.
En primer lugar, parece conveniente retomar lo que surgía de la en-
señanza bíblica respecto a la muerte, en cuanto que ésta se entiende
básicamente como la experiencia humana de la separación de Dios. Dios
es vida y morir significa separarse de El. Esto hace que la muerte, en
perspectiva biblica, no designe un momento sólo puntual sino también
"lineal", ya que el hombre, permaneciendo vivo, puede morir, en la me-
dida en que se aparta de Dios al pecar.
La muerte, sin embargo, se actualiza de manera definitiva en la muerte
biológica. Esta es considerada en el primitivo yahvismo como la irrever-
sible separación del Dios Viviente. La esperanza -más o menos nítida
en el yahvismo tardío- de que Dios tiene tanto amor, justicia y fidelidad
por el hombre que es capaz de actuar más allá de la muerte, así como la
esperanza neotestamentaria en una resurrección de los muertos, no rela-
tivizan el hecho mismo de la muerte biológica como definitiva separación
del hombre con respecto a Dios. La muerte es y siempre será un "descen-
so a los infiernos".
Esta perspectiva, por asi decirlo, "vertical" no debe perderse, pues
constituye el enfoque decisivo desde el punto de vista teológico. La muerte
es algo "terrible" por el hecho de significar por sí misma separación defi-
nitiva de Dios. Además, dicha separación se da de un modo bien concreto,
es decir, posee un real alcance tea-ontológico. Morir es dejar de ser, es
descender al no-ser, al no-Dios. Lo que, en este sentido, más aterroriza al
hombre es el hecho de que tal movimiento no se da como una opción de
la voluntad, como es el caso de los pecados mientras se está en vida, sino
que se desciende al no-ser con lo que es el mismo substrato de nuestra
voluntad, con nuestro ser.
Esta perspectiva se ha esfumado. La descripción de la muerte como
"separación alma-cuerpo" ha desplazado el significado fundamental y
concreto de la muerte como acontecimiento en que "el hombre se separa
de Dios". En si misma, la descripción de la muerte como separación alma-
cuerpo no se opone a la formulación que estimamos más apropiada, ya

(108) Tesis 13, pág. 190.


288 JUAN NOEMI C.

que se establece a un nivel diverso, vale decir, no en un horizonte teoló-


gico-fundamental, sino en clave antropológico-horizontal.
Ambas formulaciones son perfectamente compatibles, porque la pri-
mera (muerte como separación alma-cuerpo) es una descripción depen-
diente, que no decide acerca de lo que pueda ser la muerte en una pers-
pectiva tea-ontológica. Sin embargo, cuando esta descripción de origen
platónico es absolutizada y antepuesta a la descripción propiamente teo-
lógica, como sucede en la conciencia de muchos cristianos, se cae en el
error de confundir lo periférico por lo central, y lo dependiente con lo
fundante. De este modo, suele darse una concepción relativizante de la
muerte como fin del hombre, deudora de un racionalismo dualista.
En perspectiva teológica, la muerte es para el hombre primaria y
básicamente la "separación de Dios". Pero esto no debe ser entendido
como una "forma de decir" meramente moral: más bien, debe recuperar
todo su peso ontológico, por cuanto afecta no a la voluntad sino al ser
del hombre. Cuando se parcializa la muerte a una parte del hombre, en
una mala comprensión del significado de la inmortalidad, entonces no
se ha entendido la verdadera dimensión ontológica de la muerte como fin
de todo el hombre.
Se dice que es acabamiento de todo el hombre, precisamente en cuanto
que es separación irreparable de Dios y caída en el abismo de lo que no es
Dios, el Viviente por antonomasia. Morir es el fin del ser del hombre, no
porque se disgreguen las partes que lo componen, sino en el sentido de
que sella una separación definitiva del hombre con respecto a su origen,
en lo que respecta a lo más propio de su ser.
La muerte es el fracaso de la libertad del hombre. Ese ser creado con
un ansia y una apertura totales a la vida plena en que la muerte no cabe;
ese ser que es capaz de decir al ser amado: "tú no morirás"; que tiene
una total apertura al amor y a la vida definitiva; ese mismo ser muere.
Se produce, entonces, la ruptura definitiva del nexo más íntimo y propio
del hombre consigo mismo, aquello que lo distingue de las demás creatu-
ras: la libertad. Cuando la libertad sucumbe, lo que en principio es para
la vida sin fin, se acaba, muere ...
Cuando Pablo dice que la muerte es Opsonia del pecado (Rom. 6,23),
es decir, su salario o pago, no está haciendo una mera admonición moral.
sino una síntesis de la dimensión tea-ontológica de la muerte: ella se
contrapone a "la vida eterna en Cristo", que es la gracia de Dios.
Si bien Pablo distingue la dimensión física de la muerte, ésta no
aparece como algo separado de su raíz teológica. Por el contrario, es dicha
raíz la que le da a aquella dimensión toda su profundidad.
La dimensión antropológica de la muerte no se capta sin la contra-
partida teológica que se resume en la afirmación de Sab. 1: "Dios no
hizo la muerte". Pablo desarrolla el tema contraponiendo a Dios y al
hombre: Dios como el dador de la vida eterna (Rom. 5,20) y el hombre
como autor del pecado por el cual "entró la muerte en el mundo"
(Rom. 5,12).
De todo lo anterior resulta que, en sí misma, la muerte es un sin
sentido y el más grande de los absurdos que pueda experimentar el hom-
bre. En otras palabras, el fracaso de su libertad y la ruptura con su
propio fundamento y fin, que es el Dios Creador y Consumador de su ser.
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 289

Ante el miedo y la pregunta que suscita la inevitabilidad de la muer-


te, la teología no ofrece ningún tipo de paliativo: más bien desenmascara
las relativizaciones de la muerte, mostrando su radical sin sentido. La
muerte es la experiencia humana de radical separación de Dios.
Frente a esta consideración de la muerte no obsta apelar a su carác-
ter bio-genéticamente necesario para cada individuo, dado que dicho ca-
rácter no conlleva de suyo una separación de Dios. En otras palabras, es
perfectamente posible pensar la muerte biológica no como separación
sino como comunión con Dios. Por tal motivo, decir que "Dios no hizo la
muerte" de ningún modo implica postular la creación de un hombre in-
mune al proceso de envejecer y morir. Lo que sí se puede deducir de esa
afirmación bíblica es que dicho proceso biológico tiene, en el designio
positivo de Dios, un sentido de realización, plenificación y crecimiento, y
no de deterioro, s<:lparación o ruptura con la fuente de la vida. Otra cosa
distinta es constatar que el fenómeno de la muerte de hecho implica esas
negatividades en la concreta situación de pecado en que se halla el hombre.
Ahora bien, el discurso teológico acabaría con lo que acabamos de
decir si la fe no presentara la única condición de posibilidad para superar
el absurdo de la muerte. Desde el punto de vista teológico, esa única con-
dición de posibilidad es la confrontación con la realidad de una muerte
concreta: la muerte de Jesús.
El que la fuente y el sostén para la superación de la muerte sea, pa-
radójicamente, una muerte concreta, pone de manifiesto una primera
dimensión de tal superación: la muerte de Jesús no comporta una nega-
ción de la muerte en cuanto tal, sino una superación en el sentido hege-
liano del término. Es decir, la afirma y la niega a la vez. Jesús pad<:lcela
muerte de modo que su victoria sobre ella no consiste en evitarla, sino, por
el contrario, en asumirla en forma doliente. Una vez que Jesús sUfre la
muerte, sólo entonces ella es transformada. Más precisamente, Dios trans-
forma la muerte al resucitar a Jesús.
Esta transformación no significa que la muerte humana deje de ser
"separación de Dios" y colofón del sin-sentido del pecado. Tal dimensión
no es negada, sino insertada en un nuevo horizonte más amplio y defini-
tivo, que deriva de la apropiación que en Jesús Dios hace de la mU<:lrte.
En Jesús Dios sufre la muerte del hombre, es decir, realmente la hace
suya. Esto no significa que Dios muera, pero sí indica el hecho de que El
acoge efectivamente en sí la muerte del hombre y la transforma.
La muerte de Jesús hace evidente la desmesura del amor que Dios le
tiene al hombre. La apropiación de la muerte del hombre por parte de
Dios no tiene otro motivo que un amor inaudito. Este amor lleva a Dios
a hacer suyo aquello que es lo opuesto a Sí mísmo: la no-vida, la separa-
ción, la lejanía, la muerte: Dieu est fOu de l'homme (109).

(109) La expresión es de F.W.J. SCHELLI]'.;G (X,273). Refiriéndose al significado de la


kénosis de Jesús el mismo Schelling habla de un "milagro de amor... que no
podríamos haberlo esperado ni imaginado en nuestros conceptos humanos, que
no nos atreveríamos a creer si realmente no hubi'3se sucedido" (XIV, 197). Cf. mi
estudio Jesucristo en la filosofía tardía de F.W.J. Schelling. Una primera aproxi-
mación, en Anales de la Facultad de Teología XXXIII (1982), 133-148.
290 JUAN NOEMI C.

Asumiendo doliente, en Jesús, la muerte, Dios la transforma. Y asi


lo que sellaba definitivamente la lejanía de Dios, en cuanto irremediable
fruto del pecado, se convierte en ocasión de la manifestación divina de
Su amor gratuito por el hombre. Y así, también, el "descenso a los infier-
nos" deviene el umbral del encuentro definitivo con Dios.
Todo esto lo opera Dios en Jesús. Jesús es el hombre que rompe el
fracaso de la libertad humana: muere y sufre el abandono de Dios como
consecuencia de una entrega sin condiciones, vale decir, por el peso de su
pro-existencia. Por lo mismo, para Jesús la muerte no significó separarse
de Dios, sino, por el contrario, entregarse definitivamente a El y a nosotros,
aunque en la paradójica y contradictoria oscuridad que implica el morir
experimentando el abandono del Padre. Pero es, precisamente, de este
modo que Dios recupera para sí la libertad del hombre: arrebatándole a la
muerte su irreversible y unívoca eficacia, y su carácter de umbral defini-
tivo hacia la oscuridad del pecado.
¿En base a qué podemos postular esto? En base a dos hechos: uno
antecedente y otro consecuente. El antecedente es la pro-existencia de
Jesús, en la medida en que hace que su muerte se inserte como aproxima-
ción a Dios a través de la oscuridad del abandono. Diversos estudios exe-
géticas más o menos recientes coinciden en señalar que la muerte en
cruz no constituye una mera "casualidad" o un simple "accidente" en la
vida e historia de Jesús, sino que es consecuencia de su actuar escatológico.
Esto no quiere decir que Jesús haya buscado morbosamente y por si
mismos el sufrimiento y la muerte. Sólo se afirma que Jesús supo asumir,
pese a las consecuencias más o menos previsibles, el carácter imposter-
gable de la instauración del Reino. Jesús no respetó ni los sábados para
afirmar que el Reino y la gracia de Dios se ofrecen desde ya a los pe-
cadores.
En efecto, será esta premisa la que llevará a Jesús al conflicto con
las autoridades civiles y religios?s de su tiempo. Jesús sana, acoge y ofrece
el perdón de Dios sin condiciones y desde ya.
Esta realidad, empero, remite a un hecho consecuente que, en forma
definitiva, da a la muerte de Jesús su real dimensión: la resurrección.
Dios saca a Jesús muerto del infierno, lo arrebata a la muerte, lo resucita.
De esta manera se hace manifiesta la total transparencia entre el actuar
pro-existente de Jesús y el propio ser de Dios. En otras palabras, en el
acontecimiento de la resurrección se hace patente que Dios se identifica
con la praxis histórica que llevó a Jesús a la muerte y que hace suyas su
pasión y su cruz. De este modo, Dios se revela no sólo como el Viviente,
sino también como amor incondicional que acoge al pecador.
Los cristianos reconocen tal realidad al afirmar que Jesús es el Cristo.
Dicha afirmación no debe entenderse como un título honorífico de divi-
nidad aplicado a Jesús como desde afuera, sino como el descubrimiento
y reconocimiento en la fe de que esa pro-existencia de Jesús, que culmina
como consecuencia en la muerte, es lo más propio de Dios.
Esta constatación recuerda que la afirmación "Dios es amor" no es
un postulado gnóstico o abstracto sobre la divinidad, sino que es el reco-
nocimiento histórico del significado divino de la vida y la muerte de Jesús.
En Jesús reconocemos al verdadero Dios. Este reconocimiento de Dios
implica también un autorreconocimiento de la propia libertad, como don
ya no más pervertido irremediablemente por el pecado, en la muerte, sino
SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LA MUERTE 291

como apertura a una nueva y definitiva gracia, que nos aguarda más allá
de esa muerte: la resurrección de todos los hombres. Reconociendo a
Dios como Amor incondicionado, el cristiano se reconoce a si mismo como
hombre resurrecturus.
Para el cristiano, por tanto, la inevitabilidad de la muerte no pierde
su carácter sórdido y absurdo. Lo que a la muerte puede darle un sentido
no proviene de ella misma, que es separación de Dios. Tampoco a partir
del hombre es posible establecer un sentido convincente. Dicho sentido
sólo se funda en Dios mismo, quien, en la muerte de Jesús, se apropia de
la muerte humana.
Desde el hombre el sentido de la muerte sólo puede ser el de la liber-
tad que se abre a la gracia, vale decir, el sentido que proviene de la
apertura y la entrega a ese Otro más grande, que ha asumido nuestra
muerte, permitiéndonos por eso, y sólo por eso, ser re-cogidos de la no-
vida y acogidos en Su vida.
En efecto, es esta acogida lo que posibilita mi entrega en la muerte.
Es el Dios que resucitó a Jesús quien nos permite experimentar la inevi-
tabilidad de la muerte, ya no como fatalidad, sino como "posibilidad de
entregarnos" .
Esta entrega, en todo caso, no puede reducirse a la solitaria vivencia
subjetiva del momento concreto de la muerte. Es decir, no se trata de un
acto puntual desligado y sin antecedentes. Saint-Exupéry dice en alguna
parte: "lo que da sentido a la vida es lo que da sentido a la muerte". Es
decir, si nuestra muerte constituye un acto de entrega o no, es algo que
no se decide en el momento mismo de morir, sino en el transcurso total
de nuestra vida. Parafraseando a Juan, podríamos decir: "el que dice que
se entrega a Dios y no se entrega a sus hermanos, es un mentiroso".
El sentido de la muerte, pues, no se improvisa, sino que se anticipa
y realiza en la entrega a los hermanos, en el amor concreto al más pe-
queño y necesitado. En esto la muerte de Jesús constituye un paradigma.
Sin embargo, toda la dimensión de sentido que es posible articular a par-
tir del hombre, en cuanto libertad que se abre en esperanza a la gracia
de la resurrección, es dependiente y relativa al sentido que la muerte
recibe al ser asumida por Dios y transformada por El mismo. La muer-
te hace patente, y por encima del horror de nuestro pecado, la inefable
ternura de Dios: en lugar de responder a la separación con la separación
responde con una proximidad que es escándalo o desconcierto para toda
lógica humana.
La muerte, así, adquiere un sentido, pero no por si misma, puesto
que Dios no se quedó en ella, como para entronizarla con Su presencia.
Lo que le otorga un sentido a la muerte del hombre es más bien el hecho de
que Dios se acercó, en Jesús, al lugar de los muertos -esto es, al de los
"separados" definitivamente-, con el fin de resucitarlos, acogerlos en
Su seno y entregarse así a los hombres de un modo nuevo.
La razón de nuestra esperanza es una sola: el amor apasionado de
Dios por cada uno de nosotros, que ni siquiera nuestro pecado y nuestra
muerte logran acallar:
"Porque estoy convencido de que ni la muerte ... podrá privarnos del
amor de Dios presente en Jesucristo, Señor Nuestro" (Rom. 8,39).
ESTUDIOS PUBLICaS

N932 PRIMAVERA 1988

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Problemas, Teoría del Desarrollo y Estrategias en América Latina

Francisco Labbé y Jaime Vatter


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Michael Fleet
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Documento:

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