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Juani Liébana - A-la-noche-la-hizo-Dios-para-que-el-hombre-la-gane
Juani Liébana - A-la-noche-la-hizo-Dios-para-que-el-hombre-la-gane
De noche descendía tu escala misteriosa hasta la misma piedra donde Jacob dormía.
De día son claros los contornos, los límites y las fronteras de las cosas. De noche, por el contrario,
parecen esfumarse, no todo es tan claro. Debemos agachar la cabeza ante el misterio, en la espera del
amanecer. Por eso, en la noche cerramos los ojos, como quien se rinde ante el no control de lo numinoso.
Es el momento preciso para claudicar, para volver a nuestro lugar creatural, para aceptar nuestra
indigencia radical. De día hemos podido realizar mucho, emprender, hacer, decidir. De noche, nos
volvemos a colocar en el espacio adecuado.
La noche atrae con profunda fuerza seductora. Invita a la intimidad, al recogimiento, al camino
hacia adentro. Pero la noche también amenaza, atemoriza, hiere con incisiva claridad, nos confronta, nos
obliga a la encrucijada de rechazar o de ceder, de enfrentar o de recapitular, de atacar o de rendirnos.
Jacob fue visitado en la noche por este extraño personaje con el que luchó mano a mano: entonces
Jacob se quedó solo, y un hombre luchó con él hasta rayar el alba. Al ver que no podía dominar a Jacob,
lo golpeó en la articulación del fémur, y el fémur de Jacob se dislocó mientras luchaban. Luego dijo:
«Déjame partir, porque ya está amaneciendo.» Pero Jacob replicó: «No te soltaré si antes no me
bendices.» El otro le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Jacob», respondió. El añadió: «En adelante no te
llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido.» Jacob le
rogó: «Por favor, dime tu nombre.» Pero él respondió: «¿Cómo te atreves a preguntar mi nombre?» Y
allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar con el nombre de Peniel, porque dijo: «He visto a Dios
cara a cara, y he salido con vida.» Mientras atravesaba Peniel, el sol comenzó a brillar, y Jacob iba
rengueando del muslo (Gn 32,24-32). Jacob alcanza a ver a Dios cara a cara, pero no queda ileso, sale
rengueando, y no llega a poseer su misterio. No recibe respuesta ante su atrevimiento de conocer Su
nombre. Pero sí alcanza Su bendición. Ésta le basta para seguir su camino nuevo, más lento y pausado.
Recibe un nombre nuevo, fruto de su perseverancia en la lucha. Jacob vuelve a nacer, acoge una identidad
nueva después de este misterioso encuentro. De ahí que la noche sea el lugar propicio para el
alumbramiento, para la gestación dolorosa y combativa de ese hombre nuevo. La noche es ocasión
privilegiada para atravesar la Pascua.
De noche celebrabas la Pascua con tu pueblo, mientras en las tinieblas volaba el exterminio.
La noche nos atraviesa, nos parte al medio, nos divide. Nosotros atravesamos la noche, pasamos
por ella, la sufrimos y la gozamos. Nuestra actitud ante la noche revela quiénes somos, cómo hemos
vivido el día, cuáles son nuestras prioridades, nuestras grietas, nuestras verdades.
La noche nos invita a la pascua. La noche del grano de trigo hundido en la oscuridad, hace
posible el brillo del grano nuevo en la espiga. El pueblo judío tuvo que atravesar el fango angosto del mar
rojo, con la muerte rozándole sus tobillos, para poder ver la luz de la tierra nueva, la visión de lo
prometido. Mientras que para ellos se abría una vida nueva, para otros era noche de exterminio. La
muerte y la vida siempre andan rondando juntas. Desde que Jesús, cual punta de flecha, atravesó este
abismo y volvió de él, como Hombre Nuevo, cada muerte esconde una vida. Y, a su vez, cada vida
anhelada, está precedida de varias muertes.
La noche nos invita, pues, a la encrucijada, a la opción fundamental: la abrazamos o la
rechazamos. Nos abrimos a su poder mágico, o la negamos con tozuda torpeza.
Abrahán contaba tribus de estrellas cada noche; de noche prolongabas la voz de la promesa.
Estas palabras que vengo compartiendo, surgieron esta mañana al rezar con el Cántico de las
Creaturas de San Francisco de Asís. Luego de alabar a Dios con el Señor Hermano Sol, mejor símbolo de
la luz del Creador, el Poverello fija su mirada en la noche, aunque no la nombra. Mira en ella su propia
noche, su propia ánima, y descubre la luna y las estrellas, claras, preciosas y bellas. Cuánto más oscura
la noche, tanto más brillan los astros que la presiden. Estas presencias luminosas, faros en la noche, que
no encandilan, pero orientan, son luces de esperanza. La presencia de Clara de Asís con sus hermanas
pobres, fueron una claridad en la noche de Francisco. Las tribus de estrellas que contaba Abrahán eran
sacramentos de la fidelidad de Dios. Su brillo parpadeante alentaba los pasos de nuestro padre en la fe.
Ellas vibraban al son de su anhelante corazón, que ansiaba ver cumplida su promesa. Estas luces tenues
mantenían confiado el corazón de Francisco y de Abrahán, en el abismo de la noche. La promesa se
dilataba, se prolongaba, pero al mismo ritmo que su esperanza y confianza.
A la noche necesitamos acomodarnos. Nuestros ojos se entrecierran para percibir mejor. Es
necesario dejar pasar un tiempo para distinguir mejor las formas en medio de la noche. El atardecer nos
va preparando para esta visión, en una transición pausada y necesaria, que nos va despojando de muchas
claridades y luces. La naturaleza acompaña estas horas en bellos colores anaranjados, azules, violetas.
Los matices son hermosos y nos van predisponiendo al despojo y a la mirada atenta. Es el momento del
retorno a la casa, de la búsqueda del refugio seguro. Es el umbral que se atraviesa del Camino hacia la
Casa. Con gran sabiduría, aún aquí en el campo, esta hora recibe el nombre de la oración. Justamente,
poner nuestras vidas y cansancios, nuestros trabajos y actividades, en las manos del Señor, cuando cae la
tarde, es el modo más conveniente para predisponernos a la oscuridad e inseguridad de la noche.
Me asombra, cada vez más, la omnipresencia del término refugio en los Salmos. Tanto los de
súplica, como los de alabanza, se encuentran salpicados con esta palabra, y sus respectivos sinónimos:
alcázar, baluarte, amparo, roca. Los Salmos que rezamos a la noche, en la oración de Completas, lo
repiten con insistencia. El pueblo de Israel, y cada judío en particular, vivían en esta situación de
intemperie, de indefensión. De ahí su necesidad de un hogar, de un refugio seguro. No hay nadie que
escape a esta experiencia de desnudez, de fragilidad. Realidad que muchas veces no aceptamos y contra la
cual luchamos. Fragilidad que escondemos a los ojos ajenos y propios. Fragilidad de la que huimos o
camuflamos, mostrándonos fuertes y poderosos.
De noche, por tres veces, oyó Samuel su nombre…
La noche es el tiempo de la intimidad y donde la anhelamos con más fuerza. La noche es el
momento en donde sufrimos más nuestra separación, nuestro corte, nuestro aislamiento y soledad. De ahí
que nos cueste tanto permanecer en la noche. La noche nos enfrenta con nuestra cruda realidad de estar
incompletos, de no bastarnos a nosotros mismos. Es el espacio donde caemos en la cuenta de nuestra falta
de plenitud. Esto nos genera inquietud, ansia desesperada por llenar todos los espacios con música,
imágenes, comunicación o con más actividad. En algunos, suelen aflorar, con más fuerza, los
comportamientos adictivos, compulsiones, compensaciones, para atenuar esta angustia.
Pero si nos animamos al riesgo de permanecer en la noche, empezaremos a escuchar un llamado,
una invitación a la comunión. Samuel pudo hacer esa experiencia, porque permaneció en ese vacío y
silencio. Y pudo escuchar… Y pudo responder… Al principio no fue tan clara la voz. Tuvo que afinar el
oído, ante la confusión. Pero permaneció en la escucha, fiel, como centinela que aguarda la primera luz
del día. Él aguardó y recibió la claridad del llamado, dirigido personalmente a él, entablando así un
diálogo de intimidad y amor.
San Juan de la Cruz ilustra muy bellamente el camino hacia este encuentro, como brotando de
ansias en amores inflamada. El motor será este anhelo, esta dolencia de amor: sin otra luz y guía/ sino la
que en el corazón ardía./ Aquesta me guiaba/ más cierto que la luz del mediodía. La certeza de la
comunión divina, en medio de la noche, enciende el corazón con una llama que hace de luz y guía. Y no
cualquier luz, sino una luz más esplendorosa que la luz del mediodía. Esta experiencia nos reconcilia con
la noche, haciéndola amable y no hostil, dichosa y no infeliz. Noche que se hace meta cotidiana para el
encuentro. Noche que se hace cita segura con el amado. Noche amable más que la luz del amanecer: ¡Oh
noche, que guiaste;/ oh noche amable más que el alborada;/ oh noche que juntaste/ Amado con amada,/
amada en el Amado transformada! (San Juan de la Cruz, Noche oscura).
La noche, por tanto, es el espacio necesario para percibir lo que reza una hermosa canción: Sólo
Dios alcanza, sí, sólo Dios… Estamos hechos para Dios, para Dios… Solo Dios llena el vacío interior…
Estamos hechos para Dios, para Dios…