Está en la página 1de 9

Permanecer en la noche, tiempo de salvación

Buenos Aires, 27 de octubre de 2015

Que se haga la luz


La primera creatura salida de las manos artesanales de Dios, según el relato poético del Génesis,
fue la luz. Dios dijo: “que exista la luz” y la luz existió. Dios vio que la luz era buena y separó la luz de
las tinieblas. Ante la falta de forma, ante el vacío de la tierra, ante las tinieblas que cubrían el abismo:
Dios con su Palabra pone luz y claridad. Crea y separa, distingue el día de la noche. La luz era buena.
Nada se dice de las tinieblas.
El siguiente acto creador, que nos ofrece el relato del primer capítulo de la Biblia, fue la distinción
entre el cielo y las aguas. Luego sucede la unión de las aguas en un mismo lugar y su separación de la
tierra firme. A continuación, Dios crea los astros en el cielo, con un triple fin: para iluminar la tierra,
para presidir el día y la noche y para separar la luz de las tinieblas. Ante lo informe, lo sin límites,
donde noche y día se fusionaban, agua y cielo también, tierra y cielo lo mismo, Dios empieza a poner
orden, claridad. Su acto creador establece límites definidos, barreras, fronteras claras entre los elementos
del mundo.
Ese mismo proyecto salvífico lo extiende a toda la creación. Su primera palabra creadora fue:
¡Que haya luz! Dios va reflejando su gloria en la luminosidad de la creación, corriendo así las tinieblas.
La realidad comienza a ser luminosa, simbólica, metafórica. Cada creatura es un reflejo de su Luz. Las
cosas ya no son opacas, oscuras o enigmáticas. Las creaturas son luminosas y, por ello mismo,
misteriosas, con un sentido para brindar, con una Palabra oculta para narrar.
Y también le llegó al hombre el turno de recibir su límite, su frontera, su hasta aquí. El día tiene
su límite en la noche. La noche en el día. Estas realidades se limitan mutuamente, impidiendo, la una a la
otra, su prolongación hacia el infinito. Con sabiduría nos dice el Eclesiastés: hay momentos para
descansar, para trabajar, para pensar, para reír, para llorar (cfr. Ecl 3,1-8). Todo está dispuesto con un
sabio orden que debemos respetar y aceptar con humildad. En eso consiste la sabiduría de la vida: aceptar
serenamente los tiempos y límites de las cosas, el ciclo natural y providencial de cada elemento de la
tierra. Ellos nacen y mueren, transcurren en un límite de tiempo y de espacio.
Hay algo en nosotros, sin embargo, que desea desafiar estos límites. El sueño de ser como dioses
se va repitiendo a lo largo de la historia de la humanidad y de nuestra propia historia. Los límites nos
exasperan y angustian. Frente al sueño infantil de lo ilimitado, de lo perfecto, de lo informe, se nos
impone un límite. La omnipotencia pueril debe dejar lugar a la aceptación adulta del límite de lo real, del
propio y del ajeno. La madurez, dirán muchos, consiste en la aceptación serena y alegre de los límites de
la vida, de las imperfecciones propias y ajenas, de la falta de plenitud. Por tanto, el límite, podríamos
decir, es la forma de todo lo real, es una cualidad intrínseca de todo lo creado. El límite es el contorno de
las cosas que, por salir de las manos de Dios, son buenas y bellas. El límite es bueno y bello. Establece
fronteras, define, da identidad, da seguridad, da claridad. La falta de límites es algo mentiroso, vacío y
condenado al fracaso, que no condice con la forma interior de las cosas. La falta de límites lleva al
capricho, al autoritarismo, a la ilusión de omnipotencia, al avasallamiento, a la necedad.
El modo de aceptar o rechazar esta forma esencial de todo lo creado, trae consecuencias
fundamentales para la vida y la felicidad. Aceptar el límite de la noche, para ir a descansar. Aceptar el
límite del cansancio para decir no puedo. Aceptar la posibilidad de cortar con el trabajo, para continuarlo
al día siguiente. Reconocer el límite de las acciones que siempre son imperfectas, el límite de los afectos,
de los encuentros, de las personas. Esta aceptación nos hace tirar por tierra toda ilusión, todo idealismo,
toda fantasía, para abrazar, satisfechos, nuestro presente, disfrutándolo y amándolo, aún en su pobreza y
limitación. Aceptar el límite del hermano, lo que él ahora puede hacer, y gozar con ello. Aceptar el límite
del día, para apagar la luz, y el límite de la noche para levantarse y encender la luz.
Podemos quedarnos orillando los contornos, las fronteras y los límites, soñando con correrlos un
poco más, llorando su condición. O podemos disfrutar de todo el vasto campo que está encerrado dentro
de esos contornos. O llorar lo imposible, fantasioso e ideal; o amar y disfrutar lo posible y contingente.
No parece haber un tercer camino.
Hoy no nos gusta que nos hablen de límites. Hemos podido progresar tanto y correr tantos límites:
el de la distancia espacial: con la comunicación; de la salud: con la medicina; de la ignorancia: con el
conocimiento; del tiempo: con la velocidad. Quisiéramos poderlo todo. Sin embargo, constatamos, tarde o
temprano, nuestro límite. Nuestras grandes ciudades manifiestan, a veces, esta presunción omnipotente en
la falta de descanso. La noche con sus luces artificiales prolonga y estira los límites del día. El activismo
incontrolable corre el límite del descanso, avasallando con todo. El trabajo continúa en la casa, se mete en
los cuartos, habitaciones, en la mesa del comedor, en las conversaciones, en el seno íntimo de la familia.
Somos un buen engranaje en esta sociedad de consumo. Esto es lo que necesita nuestro capitalismo
salvaje: hombres y mujeres esclavos del éxito, del triunfo, de la eficiencia, del producir y producir, del
consumir y ser consumidos.
Sería muy necio negar que todo esto genera un costo importante. La pérdida de límites engendra
pérdida de identidad y de sentido. A veces caemos en la cuenta de nuestro estado, pero nos resignamos
con rapidez, como si fuera algo que no podemos cambiar. Nos encogemos de hombros y nos decimos: si
no puedes contra ellos, únete a ellos. A fin de cuentas, nos tratamos de convencer de que esto es lo
común, lo normal, lo de cualquier hijo de vecino. Y la misma máquina que nos causó la enfermedad, nos
propone ahora la medicina: gimnasios, vacaciones costosas, nuevas tecnologías, divanes atrayentes y
eterno-dependientes, medicinas nuevas, pseudo-espiritualidades de bolsillo, prácticas y eficientes.
Parches y remiendos que no llegan a curar nuestra falta de límites.
¿Cómo salir, entonces, de este círculo perverso? Estableciendo límites claros. Contemplando la
sencilla forma de la realidad: contingente, dependiente, limitada, imperfecta: pero buena y bella. La falta
de límites nos de-forma, nos des-centra, nos des-quicia. Basta con mirar el rostro de un motociclista a
200 km por hora, para descubrir sus facciones deformadas por el exceso, por la ausencia de límites.
Dios separa y delimita con su Palabra. Ella posibilita la claridad, la distinción, la no confusión.
Donde no hay palabra, hay ansia de infinito, hay un mundo informe y confuso, hay interpretaciones y
suposiciones ambiguas. Nada más sano que poner límites claros, establecerlos de antemano. El límite del
día y de la noche, del trabajo y del descanso, de lo propio y lo comunitario, de lo posible y lo ilusorio.
Ante la omnipotencia infantil, el límite nos ayuda a determinar nuestra identidad y nuestro lugar. La falta
de límites habla del instante, del goce inmaduro, del vivir sin un para qué. La ausencia de límites
manifiesta la búsqueda irrefrenable de satisfacción de todo tipo de necesidad aquí y ahora, sin esperar, sin
postergar, sin renunciar. El límite, por el contrario, está inserto en un proyecto de vida como totalidad. El
límite nos habla de elección, de definición, de rumbo a seguir. El límite nos hace renunciar en pos de un
bien mayor y más amplio. La omnipotencia, en cambio, nos habla de vagar, de pasear, de la ausencia de
un norte, de un perdurar más que de crecer…
Una y otra vez estamos enfrentados con el límite. Límite de dejar una actividad para pasar a otra.
Límite de no contar con el tiempo y el espacio, deseados e ideales, para realizar lo que se quiere,
aceptando con paz y alegría lo que se puede. Límite de decir hasta acá para retomar luego la actividad,
separando, cortando, limitando. Límite de dejar una actividad inacabada, imperfecta, abierta, aceptándola
inconclusa, aún haciéndose. De este modo, se nos ofrece el desafío de quitarle peso y valor al resultado
esperado (futurible), poniéndolo en el amor entregado (hoy, presente). Límite que hace valiosa nuestra
acción no por la cantidad del tiempo entregado (cronos), sino por la calidad del tiempo amado (kairós).

La Noche y las tinieblas


Antes de entrar de lleno en la contemplación de la noche, como espacio y lugar de salvación, creo
que es conveniente hacer alguna salvedad.
El tema de la luz y de las tinieblas recorre toda la Biblia, pero, de modo especial, el cuarto
Evangelio y algunas cartas paulinas. La temática de la luz está muy desarrollada en la espiritualidad del
Oriente, tanto en la belleza de sus íconos, como en los escritos de los Padres del Desierto. Quisiera citar
un texto muy esclarecedor de la luz en la tradición oriental: Para la tradición oriental, la conversión no
consiste, sólo y principalmente, en abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y de
nuestra existencia. Es, más bien, penetrar en un mundo de luz, ser deificados, bañados por la luz del
Tabor. Hablar de conversión en Oriente es dejarse envolver por la iniciativa misericordiosa de Dios, que
no pretende elevar el orden natural a lo sobrenatural, sino llevar a cabo una compenetración entre Él y
nosotros, entre lo divino y lo humano. Por el hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la
conversión le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la necesidad de volverse
indefensos ante la iniciativa divina, de "bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su luz sin
pretender destruir nada de nuestro ser de hombres. ¿Cómo logrará el hombre participar en semejante
deificación? ¿Cómo conseguirá dejarse hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el
occidental, dada su simplicidad: el hombre participa de la Plenitud Divina por la visión, visión-escucha
de la Liturgia y la Palabra y visión-contemplación de los iconos. Sí, hemos llegado al extremo. El
hombre se "dejará salvar" en la liturgia, en la escucha de la Palabra, ante los iconos... La visión será el
remedio para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor,
una luz radiante iluminará su ser y el hombre verá salvado en él el abismo antes imposible de superar
entre el mundo sensible y el espiritual. (Hno Fernando de la Cruz, Espiritualidad del Oriente Cristiano)
Veamos algunos textos bíblicos que nos pueden ser muy “luminosos”:
-1 Ts 5,4-5: Ustedes, hermanos, no viven en las tinieblas: todos son hijos de la luz, hijos del día.
Nosotros no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas.
-Ef 5,8-14: Hermanos: Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de
la luz. Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad. Sepan discernir lo que agrada
al Señor, y no participen de las obras estériles de las tinieblas; al contrario, pónganlas en evidencia. Es
verdad que resulta vergonzoso aun mencionar las cosas que esa gente hace ocultamente. Pero cuando se
las pone de manifiesto, aparecen iluminadas por la luz, porque todo lo que se pone de manifiesto es luz.
Por eso se dice: Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará.
Aparece con claridad la contraposición entre la luz y las tinieblas. Pablo nos habla de pertenencia
a la luz, de ser hijos de la luz. O somos de la luz o somos de las tinieblas. ¿A quién pertenecemos? ¿A qué
grupo le debemos nuestra lealtad? Si pertenecemos a la luz, debemos obrar conforme a esta dignidad, a
esta identidad. Como veremos más adelante, ser de la luz no se contrapone con pasar por la noche. De
hecho, la luz brotará del fondo de la noche. Incluso, San Juan de la Cruz nombrará a esta noche oscura
como más cierta que la luz del mediodía, y también dirá: su claridad nunca es oscurecida,/ y sé que toda
luz de ella es venida,/ aunque es de noche. Por tanto, ser de la luz no significa andar siempre en la
claridad. Como veremos, la luz se gestará en lo más oscuro de la noche… Continuemos con otros textos
de la Palabra:
-Jn 12,46: Jesús dijo: Yo soy la luz y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca
en las tinieblas.
-Jn 8,12: Jesús dijo: Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la Vida.
-1 Jn 1, 5-7: Queridos hermanos: La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es
esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en
las tinieblas, mentimos y no procedemos conforme a la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él
mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de
todo pecado.
Jesús se nos revela como luz, como claridad. Jesús es Dios de Dios, Luz de Luz, según el símbolo
nicenoconstantinopolitano. Seguirlo a Él, es caminar en la luz:
-Jn 12, 35-36: Jesús dijo: «La luz está todavía entre ustedes, pero por poco tiempo. Caminen mientras
tengan la luz, no sea que las tinieblas los sorprendan: porque el que camina en tinieblas no sabe a dónde
va. Mientras tengan luz, crean en la luz y serán hijos de la luz.»
-Jn 11,9: Jesús dijo: ¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve
la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él.
-Rm 13,11-14: Hermanos: ustedes saben en qué tiempo vivimos y que ya es hora de despertarse, porque
la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está muy avanzada
y se acerca el día. Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con la armadura de la luz.
Como en pleno día, procedamos dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de
lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias. Por el contrario, revístanse del Señor Jesucristo.
La luz es para ser compartida, regalada, reflejada. No la podemos esconder, no tenemos derecho a
ello:
-Mt 6,23: Jesús dijo a sus discípulos: Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!
-Lc 8,16: Jesús dijo: No se enciende una lámpara para cubrirla con un recipiente o para ponerla debajo
de la cama, sino que se la coloca sobre un candelero, para que los que entren vean la luz.
La luz nos obliga a una toma de posición, nos enfrenta con una decisión. No podemos jugar con la
luz y las tinieblas, al mismo tiempo, no podemos coquetear con ambas. O amamos la luz y odiamos las
tinieblas. O amamos las tinieblas y odiamos la luz:
-Jn 3,19-21: Jesús dijo: En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las
tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella,
por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a
la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.»
He aquí, pues, la diferencia entre la noche y las tinieblas. La noche, como espacio de salvación, es
la oscuridad luminosa, es el estado oscuro del que ama la luz y la desea ardientemente. Es el estar en la
luz, aunque sea de noche. Es ver su atisbo luminoso en la oscuridad más abismal. Las tinieblas, por el
contrario, son la claudicación ante el dolor que nos causa la noche. Las tinieblas son la fuga de la luz,
pero también de la noche. La noche es lugar de encuentro. Las tinieblas lugar de huidas. La noche es
lugar de verdad, las tinieblas de mentira. La noche nos habla de parto, las tinieblas de lenta agonía. La
noche es un camino hacia la luz, las tinieblas un camino hacia la soledad y la cerrazón más negra. La
noche nos abre a la escucha de un llamado a la comunión, las tinieblas son el eco sordo de la soledad. La
noche es el lugar de la lucha esperanzada, las tinieblas son el lugar de la desesperanza resignada.
Podríamos decir que las tinieblas se identifican con la noche de Judas (cfr. Jn 13,30). Noche de
muerte, de traición, de miedo, de presunción. Noche muy distinta fue la de Nicodemo. Noche que implicó
también una muerte: a sus esquemas, seguridades, a sus razonamientos tan lógicos. Pero una muerte
preñada de vida, una muerte que preparó el amanecer de una nueva vida, su nuevo nacimiento (cfr. Jn 3,1-
10).

La noche es tiempo de salvación


A la noche la hizo Dios para que el hombre la gane… Siempre me gustó este verso de Don Ata,
que ahora me hace preguntarme: ¿es el hombre el que gana la noche? ¿Son acaso sus fuerzas las que
pueden lograr esta victoria? ¿Qué significa “ganar” la noche? ¿Cuál es el camino a transitar?
Para ir arrimando una respuesta, iremos desglosando los versos de un himno de la Liturgia de las
Horas, que elogia el espacio de la noche como lugar de salvación, como lugar de encuentro entre Dios y
su creatura:

La noche no interrumpe tu historia con el hombre. La noche es tiempo de salvación.


La noche es el ámbito privilegiado para sellar esta amistad, este encuentro, esta intimidad de Dios
con el hombre. A pesar de su negrura atemorizante, es un punto de encuentro en la historia de amor
conjunta que se va entretejiendo en la intimidad.
La noche nos enfrenta con nuestra cruda realidad. La noche pone al descubierto nuestras propias
sombras. La noche nos hace correr desesperadamente, como niños, hacia algún refugio sereno. Frente a la
noche no hay muchas opciones. Podemos negarla, prolongando el día con luces de neón, disipando toda
tiniebla con luces artificiales. O podemos huir de ella, buscando refugios falsos, que terminan siendo re-
fugas. O podemos, finalmente, animarnos a atravesarla y a dejarnos atravesar por ella.

De noche descendía tu escala misteriosa hasta la misma piedra donde Jacob dormía.
De día son claros los contornos, los límites y las fronteras de las cosas. De noche, por el contrario,
parecen esfumarse, no todo es tan claro. Debemos agachar la cabeza ante el misterio, en la espera del
amanecer. Por eso, en la noche cerramos los ojos, como quien se rinde ante el no control de lo numinoso.
Es el momento preciso para claudicar, para volver a nuestro lugar creatural, para aceptar nuestra
indigencia radical. De día hemos podido realizar mucho, emprender, hacer, decidir. De noche, nos
volvemos a colocar en el espacio adecuado.
La noche atrae con profunda fuerza seductora. Invita a la intimidad, al recogimiento, al camino
hacia adentro. Pero la noche también amenaza, atemoriza, hiere con incisiva claridad, nos confronta, nos
obliga a la encrucijada de rechazar o de ceder, de enfrentar o de recapitular, de atacar o de rendirnos.
Jacob fue visitado en la noche por este extraño personaje con el que luchó mano a mano: entonces
Jacob se quedó solo, y un hombre luchó con él hasta rayar el alba. Al ver que no podía dominar a Jacob,
lo golpeó en la articulación del fémur, y el fémur de Jacob se dislocó mientras luchaban. Luego dijo:
«Déjame partir, porque ya está amaneciendo.» Pero Jacob replicó: «No te soltaré si antes no me
bendices.» El otro le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Jacob», respondió. El añadió: «En adelante no te
llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido.» Jacob le
rogó: «Por favor, dime tu nombre.» Pero él respondió: «¿Cómo te atreves a preguntar mi nombre?» Y
allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar con el nombre de Peniel, porque dijo: «He visto a Dios
cara a cara, y he salido con vida.» Mientras atravesaba Peniel, el sol comenzó a brillar, y Jacob iba
rengueando del muslo (Gn 32,24-32). Jacob alcanza a ver a Dios cara a cara, pero no queda ileso, sale
rengueando, y no llega a poseer su misterio. No recibe respuesta ante su atrevimiento de conocer Su
nombre. Pero sí alcanza Su bendición. Ésta le basta para seguir su camino nuevo, más lento y pausado.
Recibe un nombre nuevo, fruto de su perseverancia en la lucha. Jacob vuelve a nacer, acoge una identidad
nueva después de este misterioso encuentro. De ahí que la noche sea el lugar propicio para el
alumbramiento, para la gestación dolorosa y combativa de ese hombre nuevo. La noche es ocasión
privilegiada para atravesar la Pascua.

De noche celebrabas la Pascua con tu pueblo, mientras en las tinieblas volaba el exterminio.
La noche nos atraviesa, nos parte al medio, nos divide. Nosotros atravesamos la noche, pasamos
por ella, la sufrimos y la gozamos. Nuestra actitud ante la noche revela quiénes somos, cómo hemos
vivido el día, cuáles son nuestras prioridades, nuestras grietas, nuestras verdades.
La noche nos invita a la pascua. La noche del grano de trigo hundido en la oscuridad, hace
posible el brillo del grano nuevo en la espiga. El pueblo judío tuvo que atravesar el fango angosto del mar
rojo, con la muerte rozándole sus tobillos, para poder ver la luz de la tierra nueva, la visión de lo
prometido. Mientras que para ellos se abría una vida nueva, para otros era noche de exterminio. La
muerte y la vida siempre andan rondando juntas. Desde que Jesús, cual punta de flecha, atravesó este
abismo y volvió de él, como Hombre Nuevo, cada muerte esconde una vida. Y, a su vez, cada vida
anhelada, está precedida de varias muertes.
La noche nos invita, pues, a la encrucijada, a la opción fundamental: la abrazamos o la
rechazamos. Nos abrimos a su poder mágico, o la negamos con tozuda torpeza.

Abrahán contaba tribus de estrellas cada noche; de noche prolongabas la voz de la promesa.
Estas palabras que vengo compartiendo, surgieron esta mañana al rezar con el Cántico de las
Creaturas de San Francisco de Asís. Luego de alabar a Dios con el Señor Hermano Sol, mejor símbolo de
la luz del Creador, el Poverello fija su mirada en la noche, aunque no la nombra. Mira en ella su propia
noche, su propia ánima, y descubre la luna y las estrellas, claras, preciosas y bellas. Cuánto más oscura
la noche, tanto más brillan los astros que la presiden. Estas presencias luminosas, faros en la noche, que
no encandilan, pero orientan, son luces de esperanza. La presencia de Clara de Asís con sus hermanas
pobres, fueron una claridad en la noche de Francisco. Las tribus de estrellas que contaba Abrahán eran
sacramentos de la fidelidad de Dios. Su brillo parpadeante alentaba los pasos de nuestro padre en la fe.
Ellas vibraban al son de su anhelante corazón, que ansiaba ver cumplida su promesa. Estas luces tenues
mantenían confiado el corazón de Francisco y de Abrahán, en el abismo de la noche. La promesa se
dilataba, se prolongaba, pero al mismo ritmo que su esperanza y confianza.
A la noche necesitamos acomodarnos. Nuestros ojos se entrecierran para percibir mejor. Es
necesario dejar pasar un tiempo para distinguir mejor las formas en medio de la noche. El atardecer nos
va preparando para esta visión, en una transición pausada y necesaria, que nos va despojando de muchas
claridades y luces. La naturaleza acompaña estas horas en bellos colores anaranjados, azules, violetas.
Los matices son hermosos y nos van predisponiendo al despojo y a la mirada atenta. Es el momento del
retorno a la casa, de la búsqueda del refugio seguro. Es el umbral que se atraviesa del Camino hacia la
Casa. Con gran sabiduría, aún aquí en el campo, esta hora recibe el nombre de la oración. Justamente,
poner nuestras vidas y cansancios, nuestros trabajos y actividades, en las manos del Señor, cuando cae la
tarde, es el modo más conveniente para predisponernos a la oscuridad e inseguridad de la noche.
Me asombra, cada vez más, la omnipresencia del término refugio en los Salmos. Tanto los de
súplica, como los de alabanza, se encuentran salpicados con esta palabra, y sus respectivos sinónimos:
alcázar, baluarte, amparo, roca. Los Salmos que rezamos a la noche, en la oración de Completas, lo
repiten con insistencia. El pueblo de Israel, y cada judío en particular, vivían en esta situación de
intemperie, de indefensión. De ahí su necesidad de un hogar, de un refugio seguro. No hay nadie que
escape a esta experiencia de desnudez, de fragilidad. Realidad que muchas veces no aceptamos y contra la
cual luchamos. Fragilidad que escondemos a los ojos ajenos y propios. Fragilidad de la que huimos o
camuflamos, mostrándonos fuertes y poderosos.
De noche, por tres veces, oyó Samuel su nombre…
La noche es el tiempo de la intimidad y donde la anhelamos con más fuerza. La noche es el
momento en donde sufrimos más nuestra separación, nuestro corte, nuestro aislamiento y soledad. De ahí
que nos cueste tanto permanecer en la noche. La noche nos enfrenta con nuestra cruda realidad de estar
incompletos, de no bastarnos a nosotros mismos. Es el espacio donde caemos en la cuenta de nuestra falta
de plenitud. Esto nos genera inquietud, ansia desesperada por llenar todos los espacios con música,
imágenes, comunicación o con más actividad. En algunos, suelen aflorar, con más fuerza, los
comportamientos adictivos, compulsiones, compensaciones, para atenuar esta angustia.
Pero si nos animamos al riesgo de permanecer en la noche, empezaremos a escuchar un llamado,
una invitación a la comunión. Samuel pudo hacer esa experiencia, porque permaneció en ese vacío y
silencio. Y pudo escuchar… Y pudo responder… Al principio no fue tan clara la voz. Tuvo que afinar el
oído, ante la confusión. Pero permaneció en la escucha, fiel, como centinela que aguarda la primera luz
del día. Él aguardó y recibió la claridad del llamado, dirigido personalmente a él, entablando así un
diálogo de intimidad y amor.
San Juan de la Cruz ilustra muy bellamente el camino hacia este encuentro, como brotando de
ansias en amores inflamada. El motor será este anhelo, esta dolencia de amor: sin otra luz y guía/ sino la
que en el corazón ardía./ Aquesta me guiaba/ más cierto que la luz del mediodía. La certeza de la
comunión divina, en medio de la noche, enciende el corazón con una llama que hace de luz y guía. Y no
cualquier luz, sino una luz más esplendorosa que la luz del mediodía. Esta experiencia nos reconcilia con
la noche, haciéndola amable y no hostil, dichosa y no infeliz. Noche que se hace meta cotidiana para el
encuentro. Noche que se hace cita segura con el amado. Noche amable más que la luz del amanecer: ¡Oh
noche, que guiaste;/ oh noche amable más que el alborada;/ oh noche que juntaste/ Amado con amada,/
amada en el Amado transformada! (San Juan de la Cruz, Noche oscura).
La noche, por tanto, es el espacio necesario para percibir lo que reza una hermosa canción: Sólo
Dios alcanza, sí, sólo Dios… Estamos hechos para Dios, para Dios… Solo Dios llena el vacío interior…
Estamos hechos para Dios, para Dios…

…de noche eran los sueños tu lengua más profunda.


Son incontables las referencias bíblicas al sueño como espacio de epifanía, de manifestación de lo
sagrado, de revelación de Dios. En sueños Dios se comunica con sus hijos, les muestra sus designios, les
confía una misión. La noche permite entrar en el sueño, en ese mundo inconsciente que empieza a tomar
poder y espacio en nuestro corazón. Por eso, la noche es el momento de acceso a todo ese mundo
afectivo, pasional, pulsional que, durante el día, muchas veces hemos relegado, olvidado o hemos hecho
oídos sordos. Enfrentarnos a este mundo nos asusta y atemoriza. La fuerza ciega del inconsciente nos
puede abrumar tanto, que preferimos acallarla con ideas, imágenes, ruidos y palabras. Apenas asoman a
nuestro mundo consciente, les ponemos una barrera, un límite, una censura. No creemos que Dios allí
también pueda esperarnos. Ya los Padres del desierto aconsejaban el irse a descansar en la presencia de
Dios, para continuar este diálogo en los sueños. Acostarse con el nombre de Jesús en los labios y
levantarse con el susurro de esta oración, era un camino de fe importante para estos hombres y mujeres de
Dios, muy conocedores del corazón humano. Es en esos momentos donde Dios puede hacer su obra con
más libertad, sin tantas resistencias de nuestra parte. Allí somos más flexibles, más disponibles al trabajo
de Dios. Ya lo decía el poeta C. Peguy: Y sólo tú noche, hija mía, consigues a veces del hombre rebelde
que se entregue un poco a mí, que tienda un poco sus pobres miembros cansados sobre la cama y que
tienda también su corazón dolorido y sobre todo que su cabeza no ande cavilando (que está siempre
cavilando) y que sus ideas no anden dando vueltas como granos de calabaza o un sonajero dentro de un
pepino vacío. ¡Pobre hijo!
De ahí que la noche tenga esta invitación seductora para la poesía, para dejar aflorar el alma en
vuelo hacia otro tipo de mundo, desconocido para el activista diurno. Noche que cautivó a tantos artistas,
como recuerda de Don Atahualpa, el P.Carlos Otero, en su libro: Caminos en la noche: Este caminante,
que desde niño fuera un lector apasionado, ya adulto, nunca olvidó aquel consejo recibido de su
admirado Herman Hesse: “Que tu lámpara tarde mucho en apagarse” y sintió siempre que la noche, en
su quietud, estaba “preñada” de un precioso secreto. Por eso, con perseverante y callado esfuerzo,
buscó alcanzar su sentido oculto. Así lo expresaba el mismo Yupanqui, en Bagualas y caminos, recogido
en su libro Aires indios: De día no nace la copla. El canto es cosa que pertenece al río y al pajonal, y al
pájaro, y al aire limpio. De noche es otra cosa. La sombra emponcha los cerros. Sólo queda, apenas
blanqueando sobre el pedregal, la cinta infinita del camino. Cuando la noche le ha robado el paisaje de
afuera, el hombre se anima a abrir la ventana de su otro mundo. Es entonces cuando escapa, asustada
paloma, la copla del arriero montañés. Cuando el hombre salió por la montaña, anduvo caminos en la
tierra que lo llevaron lejos. Trabajó, vio vacunos, ovejas, cercos, pastizales, bañados, potreros. Anduvo
caminos... Cuando regresa ya no ve el camino. No precisa verlo. Tiene confianza en su mula. Y el hombre
encuentra a los otros caminos, menos ásperos a veces, porque hay un juego nostálgico y una espuma
lírica que le alivianan esa marcha azul de sus cantares. Y "la baguala" se presenta en la noche, y se
adueña del cerro. El canto de la baguala domina la voz de los ríos y el estremecimiento del pajonal. Pero
la copla, tierna o brava, rebelada o preñada de saudades, duele, hiere, con ese puñal de verdades
angustiosas y de silencios malos y lindos que el hombre junta en la tierra. Por eso es que están en ese
minuto alto, en la noche y en el cerro, unidos los caminos y las bagualas. Unidos, consubstanciados,
dentro de ese tambor extraño y tenaz que es el corazón del indio. Por eso, nunca se sabe dónde terminan
los caminos y dónde comienzan las bagualas.

De noche, en un pesebre, nacía tu palabra; de noche lo anunciaron el ángel y la estrella.


La Palabra nace en la noche. Allí es gestada, rumiada, concebida. No bajo las luces esplendorosas,
sino en la noche humilde de lo anónimo. En la noche nacen muchas vidas. En la noche Dios habla e invita
al retorno de sus brazos. En la noche nacen las grandes decisiones, se gestan las grandes gestas. Una
palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser
oída del alma (San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor 104; cfr. Subida II, 22,3-6). Podríamos cambiar
la palabra silencio por noche, y conservaríamos el mismo sentido. La noche es el espacio para recibir y
acoger esta Palabra, como sucedió con los pastores. La noche fue necesaria para los Magos de Oriente,
para percibir el brillo especial de una estrella que los guiaría hacia la Luz de las naciones.
El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país
de la oscuridad ha brillado una luz (Is 9,1). La noche, por tanto, parece estar preñada de luz, prepara la
luz, conduce hacia la luz. Aún cuando todo esté repleto de tinieblas, siempre hay una luz de esperanza. El
profeta Isaías nos invita a abrir nuestros ojos para descubrir los primeros destellos de luz: yo estoy por
hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta? (Is 43,18-19).
He aquí, pues, nuestra misión: ser los centinelas en la noche, aguardando, con paciencia
incansable, el primer atisbo de luz, para anunciar su esplendor como buena noticia para el mundo. Así nos
desafía el profeta: Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con
fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá:
«¡Aquí está tu Dios!» Ya llega el Señor con poder y su brazo le asegura el dominio (Is 40,9-10).

La noche fue testigo de Cristo en el sepulcro; la noche vio la gloria de su resurrección.


La noche vuelve a ser testigo privilegiado de otro parto: el nacimiento de la Vida Nueva, la Pascua
de Resurrección. La noche nos parte al medio, nos atraviesa, nos hiere. Gustar la noche es gustar la
muerte. De ahí que, el fin del día nos pone cara a cara con nuestro límite más radical, con la realidad de
nuestra muerte. Somos partidos en mil pedazos, pero Dios no nos deja así. Estos pedazos rotos aguardan
la re-creación, la vida nueva. No se trata, tan sólo, de la unión de los pedazos o de la restauración de lo
roto. Se trata, más bien, de ser hechos de nuevo, de ser recreados, de nacer de nuevo. Ser partidos será,
pues, la condición necesaria para comenzar una nueva vida. Necesitamos ser escombros para ser nuevas
creaturas. Y es entonces cuando partimos, cuando comenzamos un nuevo tramo en la peregrinación de la
vida. Nos despedimos de los pedazos rotos y emprendemos una nueva partida. Dios mezcla las cartas de
nuevo y comienza a jugar con nosotros una nueva partida.
Es urgentemente necesario poder ver, en medio de los escombros, nuestro nuevo rostro. Es posible
e imprescindible. La noche vio la gloria de la resurrección, del mismo modo que nosotros vemos nuestro
“hombre nuevo”: el que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo
se ha hecho presente (2Cor 5,17). Todos ellos –nos dirá la Carta a los Hebreos, refiriéndose a nuestros
patriarcas- murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de
lejos. Terrible paradoja la que nos presenta este texto: no alcanzaron las promesas, pero las vieron,
saludándolas de lejos. Esa es la esencia de la fe: la plena certeza de las realidades que no se ven (cfr. Hb
11): llegar a ver lo que no se ve. Esta mirada de fe es la única que nos puede hacer atravesar la noche y
permanecer en ella. Dice con gran optimismo San Pablo: Dios, que es rico en misericordia, por el gran
amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo
revivir con Cristo -¡ustedes han sido salvados gratuitamente!- y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo
reinar con él en el cielo (Ef 2,4-6). Esto quiere decir que ya estamos resucitados y reinando con Jesús.
Esta certeza debe sostener nuestras noches.

De noche esperaremos tu vuelta repentina, y encontrarás a punto la luz de nuestra lámpara.


¿Dónde podremos, entonces, ir anticipando y preparando este encuentro? ¿Cuál será nuestro punto
de encuentro? No está lejos, aunque apenas lo reconocemos. Se halla más cerca de lo que pensamos,
aunque le escapemos. Sólo nos pide que estemos y no abandonemos el puesto de guardia. Tener a punto
la luz de nuestra lámpara consiste en no irse de sí mismo, no huir de nuestras noches. Ya lo decía San
Agustín: Tarde te amé, Dios mío, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. Tú estabas
dentro de mí y yo afuera y así por fuera te buscaba y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas
hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo pero yo no estaba contigo. Me llamaste y clamaste y
quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré
y ahora te anhelo; gusté de Ti y ahora siento hambre y sed de Ti. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de
mí! Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico y yo estoy enfermo; Tú eres misericordioso y yo soy
miserable. Toda mi esperanza estriba en tu muy grande misericordia. Dame lo que me pides y pídeme lo
que quieras.
En definitiva, nuestro refugio en la noche está dentro de nosotros. Si tan sólo supiéramos
perseverar ante las primeras inquietudes, seríamos capaces de encontrar ese lugar de luz, en medio de la
noche, ese llamado a la comunión, en medio de la soledad, esa intimidad deseada, en medio de la
inquietud angustiante. Es animarnos a atravesar, confiados, las capas de nube y niebla, para llegar al lugar
de la luz. Atravesar las turbulencias y oscuridades, para llegar al lugar de la paz y de la comunión. ¡Qué
pena que siempre nos falte cinco para el peso, que demos la vuelta antes de tiempo! Como Pedro,
avanzamos confiados detrás de esa voz que nos invita a peregrinar hacia la luz. Sin embargo, en medio
del camino, nuestra mirada, en vez de fijarse en la de Jesús, se posa en nuestra debilidad, en la violencia
de los tironeos. Claudicamos, pegamos la vuelta, temerosos y vacilantes, volviendo a orillear la vida,
posponiendo el mar adentro. «Ven», le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar
sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a
hundirse, gritó: «Señor, sálvame.» En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía:
«Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14, 22-33).
En la película Cometas en el cielo, se cita un hermoso poema. El niño Amir y su padre huyen
juntos de Afganistán escondidos en un camión. Amir está asustado y su padre le sugiere que piense en un
poema y lo recite. La poesía es de Rumi y dice lo siguiente:
Si acaso dormimos somos el sueño de Dios,
si acaso despertamos estamos en Sus manos,
si acaso lloramos somos Su nube llena de gotas de lluvia,
y si acaso reímos somos Su relámpago en ese momento,
y si nos peleamos somos el reflejo de Su ira,
y si alcanzamos la paz somos el reflejo de Su amor
¿Quiénes somos nosotros en este complicado mundo?”
Estas palabras me han hecho sentir más cercana y real la presencia de Dios en nosotros. ¡Cómo
nos cuesta consentir con toda nuestra vida a esta presencia real de Dios en nosotros, en el centro de
nuestro ser! Lo buscamos en lugares tan recónditos y absurdos, cuando lo tenemos tan a la mano. Tú
estabas dentro de mí y yo afuera… Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo… Con mucha claridad
lo afirmará Pablo en el Areópago de Atenas: Porque en realidad, Él no está lejos de cada uno de
nosotros. En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos poetas de
ustedes: "Nosotros somos también de su raza" (Hch 17). Dios, por tanto, es lo más real de nosotros, es
nuestra realidad más profunda, es el espacio sagrado donde vivimos, nos movemos y existimos.
Este encuentro de intimidad con Dios, que aquieta nuestras ansiedades, lo tenemos tan a la mano.
Cada día podemos hacer experiencia de este Dios enamorado que nos busca incansablemente: Yo estoy
junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos (Ap
3,20). Cuando nos atrevemos a abrir esta puerta, la noche se hace clara como el día (Sal 138). La
oscuridad se vuelve luminosa y Su luz, aunque oscura, irradia nuestra noche. En palabras de San Juan de
la Cruz: su claridad nunca es oscurecida,/ y sé que toda luz de ella es venida,/ aunque es de noche
(Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe). En otro poema, nos revela el estado del alma
luego de esta experiencia: Quedéme y olvidéme,/ el rostro recliné sobre el Amado;/ cesó todo y dejéme,/
dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado (Noche oscura). Este encuentro hace que nos quedemos
con Él, que nos olvidemos de nuestras inquietudes, que cese toda ansiedad, para reposar la vida en su
amor. Este encuentro sosiega los espantos de la noche, como afirma también Juan de la Cruz: la noche
sosegada/ en par de los levantes de la aurora,/ la música callada,/ la soledad sonora,/ la cena que recrea
y enamora (Cántico espiritual).
A fin de cuentas, la noche destapa nuestra herida, poniendo al rojo vivo nuestro anhelo, nuestra
sed infinita, nuestro clamor más profundo. No es fácil mantener esta herida abierta, este anhelo
insatisfecho, esta búsqueda constante. Preferimos parches provisorios, bálsamos que nos hieren más,
placebos mentirosos. Como dirá nuevamente San Juan de la Cruz: la dolencia de amor, en definitiva, sólo
se cura con la presencia y figura del Amado. Estamos hechos para Él, por tanto, ninguna otra criatura
encastra en ese hueco, en ese vacío de amor.
La noche, por consiguiente, nos enfrenta con lo esencial de la vida: amar y ser amados. Nuestras
fuerzas y energías se concentran detrás de un único fin y ejercicio, la mejor parte, que no nos será
quitada (cfr. Lc 10,38-42): Mi alma se ha empleado,/ y todo mi caudal en su servicio;/ ya no guardo
ganado,/ ni ya tengo otro oficio,/ que ya sólo en amar es mi ejercicio (Cántico Espiritual).
Concluyo dejando abierta la herida, con algunos versos más del Cántico Espiritual de Juan de la
Cruz, que nos invitan a la aventura de abrazar la noche, como espacio de salvación, de hospedarla en el
corazón, de amigarnos con ella. Luego de los primeros embates y hostilidades, la encontraremos
compañera, sacramento, puente y matriz para el encuentro íntimo con el Amado:
¡Ay!, ¿quién podrá sanarme? ¿Por qué, pues has llagado
Acaba de entregarte ya de veras; aqueste corazón, no le sanaste?
no quieras enviarme Y, pues me le has robado,
de hoy más mensajero ¿por qué así le dejaste,
que no saben decirme lo que quiero. y no tomas el robo que robaste?

Y todos cuantos vagan Apaga mis enojos,


de ti me van mil gracias refiriendo, pues que ninguno basta a deshacedlos,
y todos más me llagan, y véante mis ojos,
y déjanme muriendo pues eres lumbre de ellos,
un no sé qué que quedan balbuciendo. y sólo para ti quiero tenerlos.

Mas, ¿cómo perseveras, Descubre tu presencia,


¡oh vida!, no viendo donde vives, y máteme tu vista y hermosura;
y haciendo por que mueras mira que la dolencia
las flechas que recibes de amor, que no se cura
de lo que del Amado en ti concibes? sino con la presencia y la figura.

También podría gustarte