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J. Maria Castillo
Las personas que tienen creencias religiosas suelen decir que quienes (al morir) se van de
“esta vida”, pasan así a la “otra vida”, los buenos al cielo y los malos al infierno. A lo que
se suele añadir una precisión: en el cielo sólo pueden entrar los que llegan allí enteramente
purificados y para eso está el purgatorio.
Así las cosas, lo primero que conviene tener en cuenta, al hablar de este oscuro y
complicado asunto, es que las creencias relativas a la otra vida tienen lógicamente
consecuencias (para bien o para mal) en esta vida. Lo más seguro es que, por ejemplo,
cuando el franciscano Maximiliano Kolbe se dejó matar para salvar a un compañero, en un
campo de concentración de la última guerra mundial, tomó aquella decisión ejemplar
motivado por el amor cristiano y por la esperanza en la felicidad de la vida futura.
Como también se puede dar por seguro que los pilotos camicaces, que se mataron matando
a miles de personas en la Torres Gemelas de Nueva York, cometieron semejante atrocidad
por motivaciones políticas reforzadas, en última instancia, por el deseo de llegar al paraíso
celestial. No cabe duda que la esperanza en la otra vida puede ser un estímulo para el bien o
una amenaza para el mal.
Por eso no es de extrañar que los predicadores de la “otra vida” hayan utilizado tantas veces
el argumento del cielo y del infierno para motivar a los fieles, unas veces, para lograr
objetivos ejemplares; y en otros casos para someter a los crédulos, para asustar a personas
de buena voluntad o a gentes ingenuas, sin reparar en que, a base de sermones truculentos,
han abrumado a no pocas psicologías débiles, han llevado a mucha gente a los
confesionarios y hasta se ha negociado la otra vida mediante indulgencias que han dejado
pingües beneficios, limosnas, herencias y otras ventajas de mayor o menor cuantía.
¿Qué hay después de la muerte? Como es lógico, todo lo que trasciende esta vida pertenece
al ámbito de lo trascendente. Y lo trascendente es, por definición, lo que no está a nuestro
alcance, o sea lo que no conocemos ni podemos conocer. Por tanto, ponerse a decir,
determinar, precisar y explicar lo que ocurre después de la muerte es un alarde que entraña
tanto atrevimiento como ingenuidad, ya que eso es lo mismo que hablar de lo que no
sabemos, ni podemos saber.
Pero, ¿no está todo eso dicho en la Biblia y en los libros sagrados? ¿no está definido por los
papas y los concilios de la Iglesia? Seamos lógicos, sinceros y honestos. Todos los libros
sagrados, incluida la Biblia, todo lo que han dicho los papas y los concilios, todo eso está
dicho “desde la inmanencia” y, por tanto, es “inmanente”. Es decir, todo eso no puede
alcanzar aquellas realidades que, por definición, nos trascienden. En otras palabras,
aquellas realidades que no están a nuestro alcance. Y si lo están, es que no se nos habla de
“lo trascendente”, sino de “lo inmanente”, disfrazado de falsa “divinidad”.
Pero hablar del infierno, como se suele hacer en los catecismos y sermones al uso, con todo
el respeto del mundo, yo no creo que eso pueda ser verdad. Por una razón que, para mí al
menos, es incontestable. El infierno, por definición, es un castigo eterno. Ahora bien, un
castigo (sea el que sea) tiene razón de ser como “medio” para algo (corregir, mejorar,
educar, defender a los inocentes…), pero nunca puede tener razón de ser como “finalidad”
en sí mismo. Un castigo, así pensado y realizado, no puede tener su origen en la bondad,
sino en la maldad. O sea, un castigo así, no puede haber sido pensado por Dios, ni puede ser
mantenido por Dios.
Un presunto castigo “divino”, que al mismo tiempo se concibe como “eterno”, es una
contradicción en sí mismo. Porque lo “divino”, que no se puede entender sino como bondad
y fuente de bien, no puede ser causa y origen de un mal, que no tiene más finalidad en sí
que hacer sufrir, o sea causar mal, daño y maldad. Porque si es “eterno”, no es “medio”
para ninguna otra cosa, sino algo cuya única finalidad es el sufrimiento sin fin. Hacer a
Dios causante y responsable de eso es la agresión más brutal a “lo divino” que la mente
humana ha podido inventar.