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SUMARIO

1 Capital de la gloria - Antonio Muñoz Molina


2 Una definición - Manuel Vicent
3 El cielo de la ciudad - Soledad Puértolas
4 Madrid es una apisonadora - Juan Cruz
5 Lo mejor de Madrid - Luis Carandell
6 Teoría del 'madridaje' - Ricardo Cantalapiedra
7 Defensa de Madrid - Elvira Lindo
8 El sueño frustrado de un Madrid de película - Vicente Molina Foix
9 El callejón con salida - Pedro Almodóvar
10 Presencia de Cervantes, a los cuatro siglos de su muerte - Rafael Fraguas
11 Cólera de un pueblo, certeza de una nación - Arturo Pérez-Reverte
12 Lo mejor de cada casa - Javier Rodríguez Marcos
13 La Puerta del Sol - Almudena Grandes
14 Con Larra en el café - Moncho Alpuente
15 100 años de La Gran Vía - Ana Alfageme
16 El mar de Madrid - Joaquín Vidal
17 El río Manzanares - Clara Sánchez
18 En Madrid no hay mar, pero sólo a veces - Benjamín Prado
19 Este es un artículo cursi - Rosa Montero
20 Entre patios - Alfonso Lafora
21 La ciudad diversa - Fernando Delgado
22 Las serpientes del metro - Juan José Millás
23 Octubre es un espejo - Jorge F. Hernández
24 Lapidario - Juan García Hortelano
25 El territorio de los sueños - Joaquin Sabina

50 amantes de Madrid
Madrid se cuenta en 16 canciones

Foto: calle Arenal


de Madrid, ciudad invitada a la Feria del
Libro de Guadalajara, a lo largo de 25 textos
de escritores, periodistas y artistas
publicados en EL PAÍS

de la capital de España, sus historias y sus


gentes, sus calles y sus anécdotas,
acompañada por las evocadoras fotografías
de Raúl Cancio

y pasiones que atrapan en verso y ensayo,


con ritmo de chotis, balada o rock,
pintoresco en fachadas y museos, siempre
canalla y correcto
CAPITAL DE LA GLORIA
Antonio Muñoz Molina

En llegar a Madrid y en irse de Madrid se le va a


uno parte de la vida. Es uno el que se mueve, el que
regresa y se marcha, pero no puede eludir el
efecto óptico de que sea la ciudad la que parece
alejarse o venir hacia él con la rapidez ilusoria de
las transparencias del cine. Madrid despliega en la
llegada su panorámica del futurismo y asombro y
su fulgor de bienvenida, y la velocidad del taxi que
se aproxima a la ciudad por la autopista de Barajas
tiene su minuto de recobrar el aliento y decirse
que de verdad ha llegado uno a Madrid cuando el
tráfico se espesa en la avenida de América y se ve
ese alto edificio rojo coronado por el anuncio de
Iberia que pintó Antonio López García en uno de
sus cuadros. En el descenso de la Puerta de Alcalá
a Cibeles la mirada no abarca toda la extensión
que surge ante ella como el horizonte levantado
del mar: la ciudad se desliza en un plano inclinado
para volver a alzarse en el torreón del Círculo de
Bellas Artes y en las primeras cúpulas de la Gran
Vía, y uno siente la gravitación aérea y el imán que
desde muy lejos ya lo venía reclamando, ese cielo
de postal donde se perfilan sobre las cornisas la
estatua alada del edificio Metrópolis y la Minerva
severa del Círculo, esa luz alta y desasida que
tienen siempre las distancias de Madrid, o la otra
luz, húmeda y doméstica, que brilla en las
mañanas de diario por las calles reposadas de los
barrios del centro o bajo los árboles del paseo del
Prado y preludia umbrías de mostradores de cinc
y vasos de vermú, olores de portal y de respiradero
del metro.

Uno llega a Madrid y tiene toda la vida y toda la


Foto: Torre Picasso ciudad por delante, aunque sólo vaya a quedarse
dos o tres días: la vida futura y también la pasada, la de todos los viajes
anteriores, la ciudad que conoció y la que todavía le falta por conocer, incluso
la que ya se ha extinguido y la que imaginaba antes de verla, cuando Madrid era
una estampa de almanaque en color y una ciudad inalcanzable a la que iban los
mayores para ver el Retiro y la Feria del Campo y comer gambas a la plancha. Al
cabo de los años, el plano de Madrid está cruzado de senderos donde hemos
ido dejando las huellas apasionadas o vencidas de nuestro nomadismo, y ya
basta enfilar una calle o un paso subterráneo o detenerse junto a cierta boca de
metro para que una memoria automática reviva sin voluntad llegadas y
caminatas antiguas. Algunas ya son imposibles: desde que cerraron la vieja
estación de Atocha se ha perdido el privilegio inmediato de entrar a pie en un
Madrid desordenado y ferroviario, ya no puede quedarse uno parado con su
bolsa en la glorieta de Carlos V y mirar el Ministerio de Agricultura, la cuesta de
Moyano, el paseo del Prado y la esquina de Atocha como postales rutilantes o
naipes desplegados en un ofrecimiento de peregrinaciones por Madrid. Ahora
la estación de Atocha, con esa cúpula abominable que interfiere en los azules
casi marítimos del sur, es como una rampa de lanzamiento con túneles de
hormigón y escaleras metálicas, y cuando uno ha logrado salir de ella está ya
tan exhausto que aquellas perspectivas recién aparecidas de la ciudad las ve
ahora inalcanzables, en los extremos de un socavón baldío que no parece
posible atravesar a pie.

Días nublados

Entre el Retiro y el paseo del Prado hay en los días nublados y lluviosos un
Madrid londinense, con arboledas y tranquilas calles laterales y fachadas
solemnes de museos. Basta seguir subiendo hacia el norte y regresar a la
ciudad en una tarde de calor para que en la plaza del Descubrimiento, con las
torres de Jerez y esas brutalidades paleolíticas que hay al lado de la Biblioteca
Nacional. Madrid adquiera de pronto una febril modernidad suramericana
como de los años sesenta. Pero con sólo trasladarse de barrio es posible viajar
sin demasiada fatiga a otro tiempo, y entonces nada complace más al lector de
Galdós que descubrir en las esquinas nombres con los que se familiarizó en los
Episodios nacionales y de los que tal vez ahora casi nadie sabe nada: Serrano,
O'Donnell, Zurbano, Lista, Luchana, Príncipe de Vergara, Siete de Julio: la épica
liberal de don Benito se enreda en los nombres de las calles con el Ruedo
ibérico de Valle-Inclán, y entre la estatua del marqués de Salamanca y la de
Isabel II, tan lejanas la una de la otra, Madrid resume su condición de Corte de
los Milagros y escenario de motines y, comitivas reales, interrumpidas a veces
por la explosión de alguna bomba libertaria y casera. En Madrid uno percibe el
color y la tumultuosa densidad de un presente muchas veces agrio y
desgarrado y al mismo tiempo una nostalgia imposiblemente personal de otro
Madrid abolido que sólo conoce por los libros y las fotografías, y sobre todo por
los testimonios de los supervivientes, una nostalgia civil de libertades y
heroísmos que tuvieron aquí su capital de la gloria y sus monumentos de
escombros. Tal vez desde entonces le ha quedado a Madrid esa diafanidad de
perspectivas, esa anchura de frontera y de tierra de nadie que sigue habiendo
entre la plaza de España y en el parque del Oeste, la arrogancia porvenirista,
como decía Ramón Gómez de la Serna, que aún nos entusiasma viendo el
edificio Capitol o las arcadas del Viaducto: en Madrid se ve más claro que en
ninguna otra parte que pudimos haber crecido en un país menos zafio, y el dolor
por lo que se perdió se agudiza en el contraste con la belleza sin énfasis de lo
que ha perdurado, muchas veces oculto, con esa dignidad lacónica fortalecida
por la persecución que encuentra uno en los viejos resistentes: tras los
aspavientos de granito del Madrid fascista o las colmenas del Madrid
agigantado y devastado en los años sesenta se abren calles escondidas con
jardines delanteros y pequeños chalets donde ya no parece vivir nadie, o una
gente laica, civilizada e invisible que observa tras los cristales con visillos la
desfiguración de su ciudad a manos de las hormigoneras y los martillos
neumáticos que este verano taladran sin misericordia ni descanso todas las
aceras de Madrid.

Desfiladero

Al irse uno ya no mira hacia adelante, porque la ciudad, en vez de abrirse, se


estrecha hacia la salida como un desfiladero y se vuelve pasado y despedida en
los retrovisores, se despuebla en llanuras y cruces de carreteras flanqueadas
por altas vallas de anuncios y arquitecturas distantes que parecen emblemas
del adiós. En Madrid se igualan la permanencia y el tránsito, y haber llegado es
empezar a irse, de manera que todo se percibe con una intensidad un poco
ansiosa, con una rapidez que no sólo está en la mirada o en el corazón del
viajero. Al que vive en Madrid también se le nota un aire de llegada reciente, un
desasosiego de partida próxima, más evidentes para el que ha venido de
provincias, donde casi todo el mundo parece acomodado a una inmovilidad
entre satisfecha y melancólica y el tiempo, a poco que uno se descuide,
empieza a medirse no en horas ni en minutos, sino en trienios como losas.
Ahora que tanto se llevan las raíces vernáculas, es más saludable que nunca el
desapego de Madrid, que algunos suspicaces consideran desdén, pero que tal
vez es el sedimento que han ido dejando en la ciudad todos los recién llegados
y los fugitivos, los que encontraron en ella un lugar perdurable y los que se
marcharon expulsados, los que vinieron a comerse el mundo y a triunfar en la
vida y ahora cenan latas de sardinas en la mesa camilla de un cuarto de
pensión, los aplastados y los desaparecidos, los que se encaramaron a la
cucaña del éxito y se mantienen en ella con un malestar de caída próxima
oculto bajo la soberbia. Madrid, que ha tenido mucha más suerte en la literatura
que en la historia, es la novela solitaria de cada uno y la gran novela incesante
que va quemando sus páginas a medida que se escriben sin que intervenga la
voluntad de nadie, y hacia cualquier parte que uno mire con un poco de
atención encuentra fragmentos de narraciones no contadas y biografías
imaginarias que agregan su mentira a la memoria universal de la ciudad.

Entre el llegar y el irse, Madrid es un paréntesis y un blanco móvil para la mirada.


Cuando el taxi sube por la Castellana en dirección a Chamartín, la Torre Picasso
iluminada es el faro triste de la despedida. En Madrid no hay siempre, pero
tampoco hay nunca más. Madrid tiene una mezcla de hospitalidad y desamparo
que puede fácilmente desorientarlo a uno si no sabe acostumbrarse a los
cambios de humor de la ciudad, que son inesperados y terminantes, y suceden
en unos pocos minutos o en el espacio entre dos calles, a tal velocidad y tan sin
previo aviso que provocan un efecto de realidad desenfocada. El pasajero en
Madrid aprende mal que bien a mantenerse en guardia, y sabe por experiencia
que no hay ciudad más atroz para quedarse solo una noche de domingo ni más
alentadora cuando sucede en ella de improviso la felicidad. Los callejones más
tristes del mundo están a un paso de las arboledas más civilizadas, y el susto de
encontrarse de frente una cara de patíbulo puede ser el preludio de una
conversación cálida y fugaz con la señora de guardapolvo azul que atiende en el
mostrador de una droguería donde huele a detergente en polvo de hace 30
años. De la misma manera aprende el oído a distinguir las voces de Madrid: las
hay nasales y gangosas, como que eligieran las palabras con pinzas, y otras de
una chulería arrastrada que tiene algo de insulto, pero hay también voces en las
que se advierte el acento de un Madrid ilustrado y democrático, de un civismo
desahogado y cordial, anterior a la guerra, irónico ante las megalomanías del
poder y solidario en las celebraciones y las adversidades, no ensombrecido aún
por el chantaje interminable de la dictadura ni arrasado por la prosperidad
bárbara y hortera que todavía sigue lacerándolo. Son voces de vecindario, de
tienda de ultramarinos y de bar de al lado, donde todo el mundo se saluda, y lo
mismo las oye uno en una calle del centro que en un supermercado de
Moratalaz. Puede que fuera Galdós quien mejor las escuchó: a mí me hacen
acordarme del desafiante orgullo con que esta ciudad resistió sin gobierno ni
ejército, de puro milagro y pura obstinación, la ofensiva franquista en noviembre
de 1936, y cuando leo a Max Aub y a Juan Eduardo Zúñiga me parece que las
palabras estrictas cobran la sonoridad que debieron de tener aquellas voces y
que en esa luz única y serena de las mañanas de Madrid dura todavía un
descarado resplandor republicano: capital del dolor y de la gloria, capital sobre
todo de un país al que no dejaron existir y al que castigaron con más sana en
pleno corazón.

Libros de memorias

Figuraciones de viajero que acaba de llegar y está a punto de marcharse, que ha


leído demasiados libros de memorias y se imaginaba a Ramón Gómez de la
Serna encastillado en un delirante torreón de la calle Velázquez, a don Manuel
Azaña yendo a pie desde el Ateneo al Ministerio de la Guerra, a don Pedro
Salinas mirando desde la acera de una Gran Vía con fachadas blancas a las
mecanógrafas de pelo corto y faldas estrechas que salen de edificios art-déco
para subir a los tranvías. Pero en la novela urgente de Madrid no queda tiempo
para las conmemoraciones. Individuos con coleta, con la frente calva, con trajes
de diseño y carteras transparentes, les hacen señas a los taxis en el Manhattan
caraqueño de la Castellana y sonríen apretando mucho las mandíbulas.
Travestis hinchados de silicona flanquean el camino hacia la Residencia de
Estudiantes, abriéndose los abrigos de pieles sintéticas cuando se acercan a
ellos y pasan lentamente de largo tipos emboscados tras los cristales de sus
coches de lujo. A medianoche, en una esquina de la Gran Vía, la gente toma
refrescos y platos combinados en los veladores de una cafetería, una mujer muy
pálida ofrece rosas envueltas en celofán, un tipo que asegura estar recién salido
de la cárcel pide dinero para buscar una pensión, se cruzan dos grupos de
jóvenes: de pronto, como si un roce muy tenue hubiera provocado una descarga
eléctrica, hay en la gente una ondulación de alarma y se abre un espacio vacío
en el que dos hombres riñen a gritos, con las caras congestionadas, con una
súbita brutalidad de miradas vidriosas y puños apretados. Los separan, la gente
sigue caminando, la mujer pálida ofrece rosas y el presidario vuelve a inclinarse
cada vez que se acerca a alguien con la mano extendida para contarle su
desgracia: no ha ocurrido nada, no se ve a los hombres que peleaban ni se sabe
cuál fue el motivo, pero queda en el aire como una amenaza de crueldad
repentina que le hace a uno fijarse con miedo en lo que hasta ahora tal vez no
veía. Alguien cruza el semáforo de Callao dando pisotones furiosos y
murmurando injurias. Hombres de mediana edad, con zapatillas de deporte, con
cazadoras baratas, rondan bares de luz cruda y letreros azules o entreabren la
cortina roja de un sex-shop. Un oriental duerme encogido en el hueco de un
escaparate. La mujer que vende rosas tiene en la cara la cicatriz de un navajazo.
La noche tibia de verano, la noche civilizada y confortable de los que salen de los
cines y entran en el Vips a comprar el periódico, se puebla poco a poco de
zombis que miran de través y llevan bolsas de plástico en la mano. Por la calle
Preciados suben sombras lentas rozando las paredes. En la Puerta del Sol hay
familias tranquilas que toman el fresco, grupos rumorosos de africanos, un
hombre tendido boca arriba, rígido, como si yaciera en una cama muy estrecha,
con cara de felicidad, con los ojos abiertos y los brazos cruzados.

Madrid es un muladar de desarraigos en el brillo charolado y turbio de la noche


violenta y un largo paseo en la mañana fresca o a la caída de la tarde en dirección
a los miradores apacibles de sus lejanías, deteniéndose un rato a beber una
cerveza de grifo con berberechos o a leer tranquilamente el periódico delante de
un café. Los amarillos y los ocres de la plaza de Oriente cobran una
fosforescencia apagada cuando el cielo nocturno continúa siendo azul, y a esa
misma hora los blancos de estuco del barrio de Salamanca tienen un matiz
rosado en los pisos más altos. Más allá de la frontera vertical de las Vistillas y del
Palacio de Oriente, tras la yuxtaposición de perspectivas cubistas que da un
poco vértigo al asomarse al Viaducto, Madrid se prolonga hacia el Oeste en
ondulaciones boscosas y en lentos crepúsculos de lujo: hacia el Este y el Sur,
Madrid se disgrega en barriadas rojizas, en naves industriales, en descampados
broncos que parecen sitiarla, y no se sabe dónde termina exactamente y dónde
empiezan esos territorios que Walter Benjamin llamó el estado de excepción de
la ciudad. Pasan al otro lado de la ventanilla del taxi, se van distanciando en la
noche sus luces a medida que el tren cobra velocidad, uno cruza el vestíbulo del
aeropuerto con su tarjeta de embarque en la mano o reposa la nuca en el asiento
del vagón y no acaba todavía de creerse que apenas ha venido, ya se está yendo
de Madrid.

Publicado en EL PAÍS el 25/8/1991


UNA DEFINICIÓN
Manuel Vicent

Barcelona está donde tiene que estar, que es en la


propia Barcelona; en cambio, Madrid está en
medio del campo, un lugar inhóspito en donde no
tenía que estar. He aquí la diferencia sustancial
entre las dos ciudades. Barcelona ya existía antes
de que en ella habitara nadie, puesto que era una
forma mental que tenían de recalar todos los
navegantes del futuro. A Barcelona llegaban los
marineros, las culturas, los mercaderes o los
náufragos de Mediterráneo para quedarse toda la
vida. Madrid está situado en medio de un páramo
de yesares, sólo apto para cruzarlo de paso hacia
otro lugar. Tiene una naturaleza de campamento.
Las distintas tribus, mesnadas, ejércitos, políticos,
artistas, literatos, modas, vanguardias han
encendido aquí un fuego de vivac, como decía
Azaña, y el rescoldo que cada una de esas
hogueras ha dejado constituye propiamente la
sustancia madrileña. Todos los transeúntes
pensaban morir en otro lado, en un litoral a ser
posible, y no junto a un regato lleno de mosquitos.
Este desarraigo le ha concedido a Madrid toda su
gracia frente a Barcelona y es la fuente de su
creatividad. A esta ciudad abierta llegaba cualquier
tipo que supiera volverse del revés los párpados y a
la semana siguiente lo veías trabajando como
atracción en el Biombo Chino, un cabaré de lujo.
Sin duda, Madrid ya no es aquel poblachón de
funcionarios que se levantaban a las once, de
pasantes, boteros de Solana, diplomáticos,
marqueses absentistas bajo las acacias, de
tertulias de picadores en las tabernas. Ahora
Madrid está a la altura del salvajismo más moderno
Foto: Casón del Buen Retiro y es como una amante a la que se adora pero no se
ama. Esta falta de amor concede a sus habitantes una libertad muy excitante.
Da mucha soltura viral el hecho de que no re importe nada que los ediles
conviertan la ciudad en un queso gruyére. Si al levantarte un día compruebas
que la Cibeles está tapada por un scalextric y eso no te molesta; si un día
descubres que al Museo del Prado lo acaban de convertir en un
estacionamiento de ocho plantas y crees que esto te soluciona un problema; si
el último bulevar ha sido felizmente transformado en una autopista y esto te
facilita el camino para ir más rápido a dormir al adosado, es que ya has tocado
el hueso de Madrid. Nadie organizará un comité, una plataforma y frente de
resistencia ante semejante caos, como nadie se indigna cuando se ve a un
caballero que lleva al perro a defecar a las escalinatas de la iglesia de los
Jerónimos. Por otra parte, el salvajismo de Madrid tampoco tiene demasiadas
pretensiones. En Madrid lo importante es vivir. Con este sentimiento, los
madrileños construyen una ciudad nueva, distinta, cada mañana, y también la
modifican, la destruyen, cada noche. Los antiguos exploradores que pasaron
por este lugar nos dejaron en herencia la certeza de que aquí hay muchos cofres
llenos de oro debajo del asfalto, que es obligado descubrir en los cruces de las
cloacas. En Madrid las amistades de toda la vida se hacen en la barra de los
bares, los genios llevan un garbanzo en la solapa, el talento se renueva los fines
de semana en el último abrevadero de venados y uno puede triunfar sólo por
una frase, por una camisa, por un asesinato, o por la forma de rascarse los
genitales si con la otra mano sabes sostener el vaso de Campari con suma
elegancia. Antes los triunfadores bailaban en Pasapoga y de madrugada comían
pollo frito en alguna gasolinera con los flamencos. Hoy para ser alguien hay que
pasar por la puerta de la Audiencia Nacional y enseñar desde Madrid a toda
España el culo o el cogote bajo las cámaras que enfocan los bellos mastines de
la prensa como un homenaje.

Publicado en EL PAÍS el 28/4/1996


EL CIELO
DE LA CIUDAD
Soledad Puértolas

El trecho de Fernando el Católico que va de Maga-


llanes a Vallehermoso es para mí el símbolo de
Madrid. Allí se encontraba el piso al que nos muda-
mos, provenientes de Zaragoza, y que me pareció
pequeño y luminoso. A mis 14 años, tenía que
descubrir una nueva e inmensa ciudad. A pesar de
los descubrimientos, en esas tres manzanas cabe
todo Madrid.

El sonido del tranvía estremecía ligeramente los


muros del piso de forma intermitente. Era uno más
de los muchos ruidos de la calle, siempre llena de
gente camino del mercado y de los recados diarios.
Entre todas estas personas, mi madre, recalando
en las tiendas -la mercería, la farmacia, el tinte...- y
luego en los puestos del mercado, fiel a ellos, para
intercambiar con los tenderos las frases de
siempre sobre hijos y enfermedades.

La cotidiana vida de barrio daba un salto en


Quevedo. Bajando por Fuencarral, llena de cines y
zapaterías, me sentía ya en el corazón de la gran
ciudad. Olor a calamares fritos, a humo. Cuando
salí de mi calle, seguí de cerca las
transformaciones del barrio, la desaparición de los
viejos y abarrotados quioscos y del tranvía, la
nueva tienda del tinte rápido, asombrosamente
siempre con gente haciendo cola. El bar de
enfrente del portal, La Villa del Narcea, inevitable
lugar de mis primeras citas, mil veces renovado. El
restaurante La Playa, sin embargo, eterno, con los
camareros de siempre, los manteles blancos de
Foto: Lhardy siempre, los clientes de siempre. Unos pasos más
allá, la clásica cervecería La Nueva, que también ha sobrevivido. Ése era mi
mundo, que se ampliaba a través del metro. Las paradas de Quevedo y de San
Bernardo, las escaleras que bajo llena de esperanzas, que subo, de vuelta a
casa, con cierta nostalgia dejada en el aire.

En los años universitarios, estudiaba en la terraza, donde a veces corría algo de


brisa. Veía el atardecer a lo lejos, al final de la calle, donde acababa Madrid, más
allá de Moncloa. El cielo rosado del verano quedaba enmarcado por las azoteas
y los tejados cuajados de antenas. El cielo de Madrid: el refugio del
romanticismo que, abajo, en la calle, corría el riesgo de perderse.

Publicado en EL PAÍS el 21/10/2007


MADRID ES
UNA APISONADORA
Juan Cruz

adrid es una apisonadora. Lo acepta todo, lo deglute


todo, lo digiere todo, y luego lo devuelve todo en
forma de palabras. El Madrid galdosiano, el Madrid
de los Austrias, el viejo Madrid, el Madrid Me Mata.
Madrid, en México se piensa mucho en ti.

Madrid es una ciudad indiferente. Inventa las


palabras para resumir lo que ha pasado, y luego las
olvida en un rincón donde hay muchos gatos. Le da
igual Cervantes, pero tiene un rincón para el Madrid
de Cervantes, y su descuido de los Austrias no le ha
impedido guardar en su memoria de palabras una
esquina laberíntica que rinde recuerdo a aquel
tiempo. Galdós, que no era madrileño, sino de Las
Palmas, le dio forma a su gente, y hoy el Madrid de
Galdós es tan madrileño, o más, que el Madrid de
azoteas que pintó Mariano José de Larra. Luego,
mirando al cielo, Madrid le inventó el techo a un
sevillano, don Diego de Velázquez, y acaso sea esa
parte del Madrid de siempre una de las pocas zonas
urbanas, y etéreas, que han dejado intactas los
madrileños.

Como ciudad indiferente que es, Madrid ha supera-


do incluso el adjetivo más terrible de su historia, el
Madrid ocupado, el Madrid invadido, y los que tienen
memoria de aquello hablan de ese tiempo como de
una época en que los madrileños también se carca-
jeaban de sí mismos. No han cambiado, y eso lo
salva del calor y de la hecatombe de ser la capital de
España.

Foto: librería Pérez Galdós, calle Hortaleza Madrid es la ciudad del descuido y el lugar sagrado
de los descuideros. Una ciudad que vive el presente y el pasado como elementos
efímeros que se derritieran entre el asfalto y la apisonadora. Si Múnich, o incluso
Dublín, por poner dos casos extremos de Europa, tuvieran tantos rincones como
Madrid tiene arrinconados, probablemente esas zonas del pasado estarían mejor
subrayadas en el mapa urbano, e incluso en la memoria de la gente. Ahora los
irlandeses han tenido de nuevo su Bloomsday, el homenaje urbano a la figura de
James Joyce, su escritor más glorioso. Aparte de algunos fanáticos que le rinden
gloria, sería bueno saber cómo Madrid saca de la miseria y el olvido los rincones
urbanos donde habitan las memorias literarias de los Joyce madrileños, desde
Galdós a Larra, desde Cervantes a Lope, y si Madrid se descuida, un día no sabrá
dónde estuvo el Madrid de Baroja, ignorará el Madrid de Juan Benet, no tendrá ni
idea del Madrid de Sánchez Ferlosio, y guardará bajo el puente el viejo Madrid
secreto de Juan Benet Goitia.

Crónica literaria

El callejero de Madrid, esta ciudad de poetas, de divos y de cadáveres, está lleno


de la vieja injusticia que la memoria perpetra contra los creadores que la hicieron
posible: los generales se hicieron con las grandes avenidas y dejaron a Lope, a
Unamuno y a Lorca en las encrucijadas de los callejones. El otro día, la emisora de
un taxista hacía brotar esta crónica literaria:
-¿Alguno libre para Ramón Pérez de Ayala con Federico García Lorca?
-¿Dónde están esas calles? -preguntó el viajero.
-Son calles nuevas de Vallecas -respondió el taxista.
Los escritores quedan siempre para las calles restantes, y acaso no debían salir
nunca de ahí. Las épocas, sin embargo, los guardan como un apellido, como un
honor, un minúsculo aditamento en la solapa de Madrid.
Ahora, con el 92 cultural, Madrid prepara galas, 366 días de embellecimiento.
Esta apisonadora urbana se convierte en capital de la cultura. En el último dece-
nio, Madrid inventó para sí misma un adjetivo volátil, el de la Movida, como para
que quedara claro que ni el asfalto era firme bajo la apisonadora de la ciudad. Y
ahora, junto con todos los viejos adjetivos -el Madrid de Galdós, el Madrid de
Larra, el Madrid de los Austrias-, ése de la Movida no existe con más firmeza
acaso porque, al ser inexistente, es el que ha merecido más cuidados, y por tanto
es el que ha muerto mucho antes.

Publicado en EL PAÍS el 25/8/1991


LO MEJOR
DE MADRID
Luis Carandell

Me pregunto en qué pensaban los abuelos de los


actuales madrileños cuando llamaban a su ciudad
los Madriles.

Es Madrid, yo creo, la única ciudad del mundo que


admite en su nombre el plural. Por muy cosmopolita
que París sea, a nadie se le ocurriría hablar de los
Parises y tampoco de los Berlines, las Lisboas o los
Londres.

En esta pluralidad reside, me parece, lo mejor que


Madrid tiene, y los que pluralizaban su nombre
querían aludir seguramente al hecho de que ésta es
una ciudad formada por gentes venidas de todas
partes y que no pregunta a nadie quién es, de dónde
viene o por qué está aquí.

Lo que la palabra quiere decir, me parece, es que


hay tantos Madriles como madrileños hay. Y la
condición de madrileño desborda totalmente la letra
del padrón. Una cosa difícil hay, y es sentirse foras-
tero en Madrid. Será, quizá, porque todo el mundo lo
es.

No faltan los que a sí mismos se llaman "madrileños


de toda la vida". Se juntan diez amigos y a lo mejor
hay uno de esa condición que antes se definía
diciendo: "Yo soy del Foro". Pero incluso el del Foro
acaba confesando que su familia vino aquí de otra
parte.

No hay que echar instancia alguna, sacar papeles o


Foto: noche en Madrid pasar exámenes para ser de Madrid. No hay más
que venir en son de paz. Alfonso VI de Castilla, Napoleón o Franco pudieron
comprobar la resistencia de la ciudad a ser tomada por la fuerza.
Con sonrisas la tomaron otros sin que se resistiera, dócil como un campo
mostrenco que se deja ocupar. Es el único sitio donde el forastero, nada más
llegar, deja de serlo. Racismo, xenofobia, no hay nada más contrario al espíritu de
la que fue llamada la capital del mundo.

Ser una ciudad abierta, acogedora, tiene también sus quiebras. A diferencia de
otras ciudades, Madrid no tiene defensores frente a quienes pretenden ocuparla,
maltratarla, quitar los bulevares, hacer agujeros en sus bellas plazas, malbaratar
su patrimonio. Es de esperar que la nueva generación de madrileños, hijos de los
que llegaron de fuera y aquí nacidos, sepa comprenderlo.

El historiador Juan Marichal, madrileño de Canarias y que pasó años fuera de


España, se definía a sí mismo como voluntario de Madrid. Es una hermosa frase,
con ecos de nuestra mejor historia, que al mismo tiempo expresa la necesidad de
defender a la ciudad de sus depredadores y el propósito de seguir manteniendo
las puertas abiertas para que Madrid siga siendo la ciudad sin forasteros que
siempre fue y que es lo mejor de Madrid.

Publicado en EL PAÍS el 25/8/1991


TEORÍA DEL
‘MADRIDAJE’
Ricardo Cantalapiedara

s curioso comprobar cómo Madrid ha ido ganando


en embrujo, en sensualidad, en imaginación y en
apertura, justamente a partir del establecimiento de
las autonomías, a partir de la descentralización. Lo
que en estos momentos más arrebata de la Villa, lo
que más fascina de Madrid, no es el madrileñismo,
sino el madridaje, entendido éste como el
sincretismo madrileño, la capacidad que tiene
Madrid para asumir y conciliar doctrinas diferentes,
querencias dispares, estilos contrapuestos y
procedencias variopintas. En Madrid está
representado todo, hay gente para todo y todavía
cabemos muchos más de los que estamos. Esto es
un riguroso mestizaje. Aquí, a los ciudadanos les
encanta estar juntos, pero también revueltos.

El madridaje está vigente todo el año, pero es


durante las fiestas de san Isidro cuando se
manifiesta de forma más espectacular. Una simple
ojeada por el programa de festejos te produce un
sentimiento parecido al vértigo. Madrid, en mayo, es
un pecado, un peligro para la virtud, una invitación a
la desmesura, un banquete para los amantes de lo
polimorfo, una perdición para los ciudadanos con
cuerpo de jota. Habida cuenta, por otra parte, que
en Madrid hacer el oso es conectar con el escudo de
la Villa, los residentes en esta ciudad tenemos el
sagrado deber de perpetrar osadías isidriles bajo los
auspicios del Ayuntamiento (con sólo mirar a
Chu-Lín nos percatamos de que el oso es tierno,
pero no viceversa, ya que los osos tienen muchos
pelos, en tanto que Tierno no tiene un pelo de tonto;
Foto: el Yiyo, monumental en Las Ventas ni siquiera tiene pelos en la lengua).
Hacer el oso en Madrid no es hacer el chulo, sino, más bien, juntarse con la panda
y hacer el Chu-Lín por la calle hasta que el cuerpo no dé más de sí; infiltrarte en los
bailongos; hacerte pasar por miembro de una tribu de las del parque del Oeste;
delirar viendo a los charlatanes vender perculetas en la plaza Mayor por precios
irrisorios; rozar alevosamente tu cuerpo con el de otros ciudadanos en la
promiscuidad de Las Vistillas; colarte en una recepción a filatélicos; simular que
eres un teórico de la colombofilia; meterte de cabeza en la noche, hasta el punto
de que se te queda la mirada oscura de por vida. Has caído en las redes del
madridaje.

Para mayor redundancia, el alcalde ha dicho que "quien tiene imaginación vive dos
veces". Madrid es una ciudad en la que se puede llevar doble o triple vida con todo
lujo de anonimatos. Es cierto que aquí no hay mar, pero los estanques del Retiro y
de la Casa de Campo, con un poco de imaginación, hacen las veces de sendos
océanos.

La música popular de las fiestas es una buena muestra del madridaje: jazz, cuplés,
rock duro, oskorris, perales, pastores, rock blando, mecanos, loquillos, elegantes,
siniestros, procacidades, tangazos, alaskas, mesteres, chunguitos, pelos de
punta, flamencos, velosos, pasacalles, desvaríos, romanzas, rocíos, pasión,
melancolía y desatinos. Madrid no es posmoderno; Madrid es barroco.

Publicado en EL PAÍS el 25/8/1991


Foto: Federico García Lorca, frente a Teatro Español
DEFENSA DE MADRID
Elvira Lindo

“A
Madrid le falta un relato”. Es una frase que leí el otro día en
un artículo que trataba de la decadencia de Madrid. De no
ser porque es una expresión que escuchamos a diario en
boca de políticos y analistas hubiera pensado que a los
autores del texto les faltaban lecturas, porque de Mesonero
Romanos en adelante si algo tiene esta ciudad son relatores:
Camba, Chaves Nogales, Gómez de la Serna, Pérez Galdós,
Benet, Alfonso, Antonio López, Arturo Barea, Caro Baroja,
García Hortelano, Chacel, Martín Santos, Valle-Inclán, Josep
Pla, Arniches, Manuel Longares, Francisco Umbral, etcétera.

Madrid es fácil de contar porque no exige del cronista una


entrega incondicional. Como ocurre con las grandes urbes,
el escritor puede comenzar con un desahogo, afirmando que
la ciudad es caótica, sucia, habitada por ciudadanos ásperos
e impacientes, y una vez que ha dejado claro que la ciudad es
básicamente una mierda, ya se siente libre para comenzar a
relatar sus virtudes, entre las que se encuentra el hecho de
poder criticarla sin que se te tiren al cuello los fanáticos del
orgullo local. Pero es obvio que cuando los autores de La
decadencia de Madrid hablaban de la falta de relato no se
referían a la literatura que esta ciudad ha provocado sino a la
dificultad que entraña, para los que deben “venderla”,
resumirla con dos o tres símbolos. De cualquier manera,
habiendo sido elegida Madrid protagonista de tantas
páginas cabría pedirles a los que se sienten incapaces de
encontrarle un relato que lean a los que encontraron en ella
el lugar idóneo para mover a sus personajes. Pero no solo se
encuentra el relato de Madrid en su literatura. Hay que
patearla, como así hacían los andarines personajes de
Galdós, para descubrir el Madrid suburbial, la ciudad no
obvia, para sentir el influjo de los barrios que se han
revitalizado gracias a la inmigración. No podemos hablar
siempre de Chueca o la Gran Vía, porque tal vez lo que se
está cociendo, casi en secreto, se encuentra en Tetuán,
Carabanchel o Prosperidad.
Que Madrid está sucio lo sufrimos a diario; que se aprecia el abandono, basta con
darse un paseo por su centro; que la crisis ha cerrado comercios que definían la
ciudad, así es; que el modelo económico ha fracasado lo vemos cuando
observamos ese edificio hoy abandonado que parece un ovni que acaba de
posarse en el desierto y que pretendía ser el centro de la pomposa ciudad de la
justicia. No hemos tenido suerte con quienes han diseñado las calles con
mobiliario incómodo y antipático, tampoco con los urbanistas que han definido los
nuevos barrios, ni con los políticos que han desprotegido la ciudad. Madrid no ha
tenido alcaldes a su altura, pero tampoco la oposición le ha dado a esta plaza la
importancia que merecía. Esta ciudad pide a gritos un alcalde o alcaldesa que
compartan con ella la potente personalidad que esta posee. Porque Madrid tiene
un relato, ¡vaya que sí!, un pedazo de relato, un novelón. Y no sé por qué intuyo
que una cosa es la versión que muestran de ella los periódicos y otra bien diferente
lo que sale por boca de sus habitantes. Madrid está hoy formada por madrileños
de adopción que se adaptaron en un tiempo récord enfrentándose a una
tosquedad que no discrimina al que llega: es así para cualquiera. Tras esa
tosquedad irían descubriendo el carácter de la ciudad: abierto, directo,
imperativo. Y llegarían, llegaríamos, a amarla. Porque Madrid tiene carácter,
mucho. Se lo encuentran los extranjeros. Por cierto, no creo que sean muchos los
que se asomen a Chueca y comenten como algún experto asegura: “Mmmm, esta
ciudad todavía carga con su estigma de capital franquista”. Más bien es esa una
idea interesada de algunos españoles que quieren definir a Madrid de un plumazo
como culpable de todos sus males.

Madrid es resistente por naturaleza. Defendió la ciudad en su hora trágica hasta


que se le acabaron las fuerzas y ahora la defiende a pesar de haber visto cómo
esquilmaban sus arcas durante estos últimos años con un modelo de ciudad,
incluida la T-4, que muchos considerábamos pretencioso y estéril. Su relato,
pregúntennos a los que nos nutrimos de ella para columnas, cuentos o novelas, se
encuentra callejeando. Callejeando se sabe que, aunque las autoridades racanean
con la limpieza, con la reparación de la calle, con la vida cultural, y aún peor, con la
sanidad y la educación, hay vida. Vida cultural, capitaneada por una generación
que, por dios, ya no tiene nada que envidiarle a la dichosa Movida; vida que, en su
aspecto más social, ha despertado el asociacionismo vecinal que agonizó en la
época de las vacas gordas.

El Madrid futuro no será olímpico, no tendrá ciudad de la justicia, verá cómo


languidecen barrios que fueron creados al albur de la codicia, pero sobrevivirá a la
pésima gestión de sus dirigentes. Florecen ya pequeños comercios que buscan la
autenticidad de los que cerraron, abundan movimientos artísticos que generan a
la semana una singular agenda del off-Madrid. Todo está bullendo como siempre
en esta ciudad que vibra al margen de los políticos y analistas. A los novelistas y a
los cronistas, al menos, no nos ha de faltar trabajo, porque si el relato necesita
conflicto, tensión, esto es una perita en dulce.

Publicado en EL PAÍS el 13/10/2013


EL SUEÑO FRUSTRADO
DE UN MADRID DE PELÍCULA
Vicente Molina Foix

A
pesar de haber servido de plató para la inmensa
mayoría de las películas españolas, Madrid no ha
dado especialmente bien en las pantallas
cinematográficas. A diferencia de ciudades que se
asocian con el cine, como Nueva York, Shanghái,
París o la misma Barcelona, la capital española ha
sido poco abordada por las cámaras como entorno
urbano. Molina Foix ve la causa de esta situación en
el tufo oficialista que desprendía Madrid y en la
ausencia de ese submundo turbulento que generan
Foto: Gran Vía los vicios.
Paseando una tarde por Madrid, en primavera y a la hora crepuscular que le da
más color, dijo el poeta Jaime Gil de Biedma: Madrid es una ciudad hermosa, pero
de poco vicio". Me reí de la voutade sabiendo lo mucho que este barcelonés
conoce Madrid y su certero instinto para resumir en verso las impresiones
urbanas. Y también recordé la precisa imagen sobre la capital que hay en uno de
sus poemas, en el que la llegada a Madrid, con su carácter panorámico, le sugiere
al poeta la inmensidad de un instante casi angustioso, "como de amanecer en
campamento o portal de Belén".

Una de las razones -y quizá la central- de que Madrid, marco o fondo de tantas
películas españolas, haya sido ciudad poco abordada por el cine como desierto
artificial de los hombres (recorrido por esas largas galerías de la high life y la low
life que Baudelaire soñaba) es muy probablemente su tufo oficialista y la ausencia
de vicio, o al menos de ese submundo turbulento y espeso que generan los vicios.
Hermosa y grande, fea, provinciana a barrios, legal y vecinal, Madrid no ha dado
especialmente bien en la pantalla frente a esas capitales que uno asocia con el
cine: París, Nueva York, Shanghái, Barcelona o Berlín.

Madrid se ha visto mucho como decorado cinematográfico, pero ¿ha fascinado?


¿Se recuerdan sus avenidas o sus parques asociados a un personaje, un gesto,
una escena dramática o un gag irresistible? La imagen nocturna de un coche
deportivo arrollando los setos de la Puerta de Alcalá es quizá la más potente
fantasía de transgresión urbana que Madrid ha permitido, en una película no muy
excelente -Siempre es domingo (1961), de Fernando Palacio-, que tenía la virtud
de encarar los usos y lenguaje de un grupo social localizado (los niños de
Serrano), con una concreción y riqueza costumbrista que, pese a sus latiguillos,
no se ha vuelto a ver en el cine madrileño salvo en momentos aislados de Deprisa,
deprisa, de Saura, y Navajeros, de Eloy de la Iglesia).

Hubo un tiempo, sin embargo, en que Madrid ostentó la capitalidad


cinematográfica no sólo de España, sino quizá de Europa, y de foco de imágenes
heroicas, partidistas, marciales. Entre 1936-1938, sitiado y defendido, Madrid
cobró una dimensión imaginaria más allá de la vida agitada de sus calles, sus
bombas y sus luchas, y en los documentales y noticieros de la época, tanto
republicanos como fascistas, quedó constituido como espacio simbólico de una
causa vivida por millones de ciudadanos de otros mundos.
Acabada la guerra, y una vez pasado su momento más glorioso y resonante,
Madrid se deslizó a una capitalidad gris y prepotente reducida a emblema de lo
oficial y lo pedestre, lo policial y lo obtusamente estatal. Madrid apareció en
innumerables películas de la posguerra, pero la prestación de su paisaje urbano
dio por lo general excusa al sainete, al zarzuelón cateto o la postal en serie:
películas del tipo de Historias de Madrid, Manolo, guardia urbano o Muchachas de
azul. Aún en la década de los sesenta, tuvo que ser un filme americano, En busca
del amor (The pleasure seekers, 1965), de Jean Negulesco, el que sacara a relucir
con cierto encanto el posible colorido de Madrid para la comedia rosa.

Una de las películas que con más talento ha tratado el entorno de una ciudad
como metáfora envolvente de la vida de unos personajes (el modo en que lo hizo
Antonioni con Roma en El eclipse y en La noche con Milán) es Los pájaros de
Baden-Baden, de Mario Camus, basada en el relato del mismo título de Ignacio
Aldecoa. El novelista vasco plasmaba, a través de breves intercalaciones
paisajísticas, el clima de la ciudad desierta y nocturna, que resume al final del
cuento un anónimo personaje de Rodríguez: "Madrid, en verano, sin familia y con
dinero, como decía aquél: Baden-Baden... Baden-Baden".

Camus, buen creador de atmósferas, acertaba a reflejar estilizadamente y con


notable vigor dramático el torpor y la incitación a la aventura de unas casas y
calles sofocantes, en las que se cruzan casi imperceptiblemente los hilos
amorosos de tres solitarios. Confinado al cartón-piedra y a los diálogos
rimbombantes, no logró, sin embargo, Camus, ocho años más tarde, en La
colmena, dar una visión válida de la opresión y la zafiedad de la capital en los años
cuarenta.

Ese mundo de la posguerra, marcado por las ilusiones perdidas y el temor, el


estraperlo y las colas de racionamiento, lo reflejaba con mucha sensibilidad Pedro
Olea en Pim, pam, pum, fuego (1975), la película más conseguida de su trilogía de
ámbito madrileño, que completan Tormento (1974), adaptada del libro de Galdós,
y la interesante La Corea (1976), donde se explora el mundo de los pequeños
delincuentes que pululan alrededor del Rastro.

En el caso de Olea (como en el de Chávarri con Las bicicletas son para el verano y
el de Aranda con Tiempo de silencio, logrado esperpento madrileño que contrasta
con la epidérmica Luces de bohemia), sólo la mediación del tiempo, con la
consabida relajación de la censura, permitiría la distancia objetiva y la libertad
necesarias para recomponer históricamente la ciudad. Antes que ellos hay que
decir, con todo, como justo homenaje, que un madrileño obeso y exótico, Edgar
Neville, fue sin duda el director -uno de los mejores de la nómina del cine español-
que más sostenida e inteligentemente exploró la historia de su ciudad y retocó
poéticamente sus límites. Desde Verbena, de 1941, hasta su última cinta, Mi calle
(1960), Neville recordó e imaginó Madrid; le sirvió crudamente, desde sus
primeros entusiasmos franquistas en aguerridas películas de tesis, como La
Ciudad Universitaria, de 1938, o Frente de Madrid, del año siguiente, y superó con
ironía y un elegante filtro formal las aceptadas normas del sainete de costumbres
que están en la base de Domingo de carnaval o El crimen de la calle de Bordadores.
La más original aportación, con todo, a la iconografía madrileña se halla en sus dos
indiscutibles obras maestras: La torre de los siete jorobados, replanteamiento
gótico del Madrid castizo de finales del siglo XIX, y El último caballo, en la que la
ciudad -como en los mejores apólogos neorrealistas de De Sica, Milagro en Milán
y Umberto D- estaba contemplada como paisaje moral que comenta y sirve de eco
a una fabulación antimoderna y ternurista.

Después de ese Madrid histórico y delicadamente literario, las películas más


significativas que han rescatado a la capital de su sueño paleto o su señorial
decoro fueron realizadas en la década pasada, sin duda porque estos años de
cambio político han traído, junto con una mayor diversificación estética de
nuestro cine, una cierta explosión urbana y hasta un saludable enrarecimiento de
los aromas madrileños. Tigres de papel, Arrebato, las cintas de Almodóvar,
Maravillas, Deprisa, deprisa, sin olvidar películas, a mi juicio, de menor calidad
cinematográfica, pero fuerte impregnación ciudadana y aun originalidad dé
visión, como las policiacas de Garci; Siete días de enero, de Bardem, y la
coproducción ítalo-española Operación Ogro, de Pontecorvo; las comedietas
asociadas a la Escuela de Yucatán y los panfletos de Eloy de la Iglesia sobre el
lumpen suburbial, han contribuido a enriquecer y a espesar la textura particular y
transitoria de una ciudad en la que al fin es posible hallar un encanto autóctono y
donde -citando de nuevo a Baudelaire, mentor de la vida moderna y el nuevo
paisaje urbano- la pantalla refleja "el espectáculo de los miles de existencias
flotantes que circulan por los subterráneos de una gran ciudad", desde el puto
hasta el sirlero, pasando por el dandi, el guerrillero y la drogota.

La película de Colomo Tigres de papel abrió no sólo un camino para el cine


madrileño, sino que descubrió un lenguaje, un medio, una galería de héroes
triviales. La sinopsis que el propio director hacía de su obra resulta reveladora:
"En el marco de las elecciones españolas del 15 de junio de 1977, vemos a un joven
matrimonio separado, Carmen y Juan, que tiene un hijo, Iván, de cuatro años. A
pesar de estar separados, mantienen unas interesantes relaciones.
Paralelamente, Alberto, que ha conocido a Carmen en un viaje de grupo a Italia, se
encontrará implicado en las relaciones de la pareja". Sencilla y muy directa, como
corresponde a una comedia de situaciones actuales, la sinopsis habla ya de la
política constitucional, el complemento matrimonial de la separación y las
relaciones interesantes, que tienen mucho que ver con la presencia en la película
de la promiscuidad sexual y el consumo de drogas (aún entonces, blandas). Se
trata de novedades de tema y carácter que calificaban a una juventud de 30 años
(la generación perdida en el franquismo y recobrada, ya convertidos sus
miembros en escépticos, por la transición democrática) que antes no había
aparecido nunca generacionalmente en pantalla, salvo en alegoría o de
comparsa.

El madrileñismo de Tigres de papel (que Colomo eliminaría de sus siguientes y


más ambiciosas películas, ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? y
La mano negra, rodadas en Madrid, pero con la ciudad como telón de fondo
deslizante: o genérico) tuvo ecos directos en películas como Ópera prima,
Vecinos o Pares y nones, comedias de parejas cruzadas y un cierto regusto
castizo (Malasaña, Argüelles, el nuevo Lavapiés), revelado principalmente a
través de los interiores de casas, pubs y bares.

Las bases teóricas de este subgénero madrileñista, más allá de Colomo y el


reconocido pionero de todos ellos -el Drove del mítico mediometraje ¿Qué se
puede hacer con una chica?- eran la comedia francesa ligera de intenciones y
ardua en diálogos, representada por el Rozier de Adieu, Philippine, el Rohmer de
los Cuentos morales, el Rivette de Céline y Julie van en barco y el Eustache de La
mamá y la puta, curiosa mezcla y difícil síntesis. Por desgracia, frente a esos
ilustres precedentes galos, Trueba, Bermejo, Cuerda, Ladoire y otros caen a
veces en costumbrismos fáciles, descuidando paradójicamente algo que el cine
español de todos los tiempos ha desdeñado: los acentos del habla, el tratamiento
diferenciado de las voces remitidas a su contexto, en un país como España, tan
rico en esas variaciones y, en este caso, en una ciudad donde existe al menos un
acento que marca a sus habitantes.

El comprensible éxito popular de Asignatura pendiente y, en menor medida, de su


siguiente homenaje a la radiomanía, Solos en la madrugada, tendría algo que ver
con el olfato del director José Luis Garci para descubrir las ganas de su público de
ver no sólo dramas nuevos, sino escenarios nuevos, tanto verbales como
ideológicos. Aquellas dos películas, hoy nos parecen verbosas y excesivamente
sentimentales, pero no se le puede discutir a Garci un genio local, sobre todo en
sus dos intentos de cine negro madrileño, El crack y El crack 2, en los que -con la
excelente: colaboración de su director de fotografía, Manuel Rojas- recomponía
inquietantemente un Madrid muy sabido, y visto bajo el foco de dos iluminaciones
insólitas: la nocturna y la criminal.

Esta última ha, sido, precisamente, una de las carencias más lamentables en la
historia filmográfica de la capital castellana: su poca versatilidad para la ley del
hampa. Mientras en los años cincuenta y primeros sesenta, Julio Coll e Iquino, por
ejemplo, inventaban una imaginería sórdida y patológica sobre la Barcelona,
negra en sus cintas policiacas, Madrid nos presentaba tan sólo sinvergüenzas o,
como mucho, pillos, cuyo peor delito era el nazareno o el inmemorial timo de la
estampita. Algunas imágenes sombrías de Borau en su filme de 1965, Crimen de
doble filo, y, muy recientemente, el magnífico trabajo fotográfico de Andrés
Berenguer en El arreglo, de Zorrilla, otro valioso intento de ganar a Madrid para la
mitología de crimen, serían dos de las contadas excepciones. Ya que Saura -en
Los golfos y Deprisa, deprisa- o -en registro más basto, aunque eficaz- Eloy de la
Iglesia han hablado del delincuente o, más exactamente, sobre "el ser criminal" en
Madrid, pero sus cintas eran más bien documentos sociales o ilustraciones de
geografía humana, y no reconstrucciones de género.

Ha habido películas en estos últimos años que han puesto de relieve de forma
original espacios y especímenes insospechados de la poca variada fauna
madrileña. Muy sincopadamente, Fernando G. Canales enseñaba Madrid -un
Madrid coloreado chillonamente a mano y deliciosamente irreconocible bajo el
maquillaje- en su musical Bésame, tonta y Luis Revenga situaba su fábula cantada
Caperucita y roja en Parla, ese emporio, y lograba a base de humor no hablar en
madrileño y retratar a fondo los usos y figuras de una muy reconocible
ciudad-dormitorio. Gutiérrez Aragón, en Maravillas, cuento maravilloso que
trasciende cualquier sabor local, ofrecía, sin embargo, un contexto religioso
infrecuente -los ritos de los judíos españoles- y unas extraordinarias imágenes del
Madrid más desnaturalizado (Azca y sus alrededores) como telón de fondo de
una iniciación juvenil a las miserias y grandezas de la edad, la urbe y la carne. Sin
olvidar las esquinas peligrosas de la Castellana, en donde consuman sus proezas
esas heroínas de la vida moderna que son los travestidos de Vestida de azul, de
Giménez Rico. Ahora bien, como decía el autor de Las flores del mal en su afanosa
búsqueda de la belleza propia de su siglo y su ciudad, "el elemento particular de
cada belleza viene de las pasiones". Eso podría explicar no sólo la hermosura
convulsa, sino el poso ciudadano absolutamente moderno de los
descubrimientos de Almodóvar y, en especial, de ese compendio de dorada
podredumbre madrileña que fue Arrebato.

Los dos primeros largometrajes de Almodóvar y el filme de Iván Zulueta


pertenecen sin duda a ese cine urbano que también se ha hecho en Barcelona en
los últimos años, pero con diferencias. Almodóvar incorpora a sus envoltorios
tradicionales (la comedia musicada, el melodrama) los márgenes de la ciudad y
sus pobladores más heterodoxos, con la feliz presciencia de que sus marginados
se han convertido en- pocos años -los de esa cantada y discutida Movida
madrileña- en héroes o símbolos: camellos, cocainómanos, rockeros, desviados;
con lo cual, una película como Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón ha tenido
la virtud de ser conjuntamente profética e histórica.

El Madrid de Almodóvar es un Madrid soñado, repintado: las siluetas del cómic, el


color de las españolísimas revistas del corazón, la ambigüedad soez del cabaré
germánico de entreguerras, el atrezzo de los años cincuenta, la catadura fin de
siècle de los años ochenta. El Madrid de Arrebato era, por el contrario, el sueño
cosmopolita y neoyorquino, sin historia, de un desarraigado. Producto de las
perversas metamorfosis de la cámara -la calle de la Princesa convertida en cubil
de pecado, en Arrebato; el callejón de Puigcerdá, en pleno barrio de Salamanca,
territorio de las fantasías de un sádico, en Matador-, nunca Madrid se ha visto tan
vivo de pasiones.

Publicado en EL PAÍS el 18/5/1986


EL CALLEJÓN CON SALIDA
Pedro Almodóvar

M
ariel Guiot estudió filología española en Francia y
filología francesa en España. Pero amaba el cine.
Vino a Madrid ("a Madrid, no a España") para hacer
una tesina sobre el cineasta Carlos Saura y terminó
fraguando, junto a su marido, Javier Garcillán, una
revolución cultural discreta y concienzuda en una
ciudad donde no había películas en versión original y
donde el cine de calidad era sinónimo de aburrimien-
to y quiebra empresarial. De la mano de Mariel Guiot,
los madrileños se han familiarizado con Wim
Foto: recuerdos en la Plaza Mayor de Madrid Wenders, Jean-Luc Godard o Eric Rohmer. Ahora, de
la mano de su hijo, de 20 meses, Mariel está descubriendo un Madrid nuevo, lleno
de rincones infantiles. Adora las acacias de la Castellana ("el río de Madrid"), los
edificios de la Gran Vía y la luz de los días de invierno.

Durante su primera época, las salas Alphaville fueron mi casa, y Mariel, parte de la
familia. Como en esas antiguas librerías adonde uno va no sólo a comprar libros,
sino también a hablar con el librero de literatura (como otros hablan de fútbol en
el bar), Alphaville tenía para mí esa cualidad tan humana, y tan rara hoy en día, de
ser no sólo un lugar para ver cine, sino también para saborearlo, discutirlo y
enrollarse. Y en el centro de Alphaville, sin ningún deseo de protagonismo, pero
protagonizándolo todo, estaba Mariel, una chica de gusto exquisito, dotada de un
enorme encanto social y un olfato natural para detectar las películas interesantes
antes de que se hablara de ellas.

No sé hasta dónde llega la influencia de Mariel en la programación de las salas,


pero para mí el cuerpo de Alphaville era el de ella.

Cuando digo que Alphaville fue mi casa no empleo una metáfora. Todas mis
películas encontraron su acomodo natural en alguna de sus cuatro salas, incluso
cuando existía la quinta puse alguna vez mis prehistóricos superochos.

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, por ejemplo, fue recuperada por los
chicos de Alphaville de los circuitos basura, y se quedó cuatro años instalada en
las sesiones de madrugada.

Alphaville fue el primer complejo cinematográfico en ofrecer estas sesiones,


maravillosa iniciativa que afortunadamente han imitado después otras salas.

Los independientes americanos y los supervivientes de la nueva ola francesa


deberían hacerle un monumento a estas salas y, naturalmente, a Mariel.

Alphaville fue pionera en muchos sentidos.

En una época en que el cine es cada vez más un zoco en el que sólo importa el
comercio, las cuatro salas de la calle de Martín de los Heros (junto a sus hermanas
del Renoir) proporcionan a los días y las noches de Madrid un callejón con salida,
donde todas las aventuras son posibles.

Publicado en EL PAÍS el 22/6/1992


Foto: Plaza de España
PRESENCIA DE CERVANTES,
A LOS CUATRO SIGLOS DE SU MUERTE
Rafael Fraguas

C
uando se cumplen, esta madrugada, cuatro siglos
de la muerte en Madrid de Miguel de Cervantes
Saavedra, el recuerdo que la ciudad guarda de él es
doblemente agridulce. Una calle con su nombre en
el barrio de las Letras; un monumental grupo
escultórico en la plaza de España; tres estatuas
efigiadas, en la plaza de las Cortes, en la avenida de
Arcentales y en el Paseo de Recoletos sobre la
escalinata de acceso a la Biblioteca Nacional; tres
lápidas dedicadas a su figura, dos en la fachada del
convento de las Trinitarias y otra en la calle de
Atocha la sede de la institución emblema de la
lengua española, el Instituto Cervantes de la calle
del Barquillo; el nombre de varios centros escolares
y, una cierta documentación sobre su limpieza de
sangre y otros manuscritos -solo se conservan 11-
depositados en el Archivo Notarial de Protocolos de
la calle de Alberto Bosch. Todos esos hitos dan fe
tangible y grata de su memoria en Madrid. Pero
algunos episodios de la vida del escritor, también
aquí acaecidos, permiten pensar que la relación del
novelista universal con esta Corte hubo de ser no
únicamente gozosa.

Miguel de Cervantes llegó a Madrid en su mocedad


-se cree que a sus 18 años- desde su Alcalá de
Henares natal, donde había nacido en septiembre
de 1547. Hijo de un cirujano, Rodrigo, y de Leonor de
Cortinas, oriunda de Arganda del Rey, nieto de un
licenciado y ayudante de corregidor complutense,
Juan, vivió en la alcalaína calle de la Imagen, donde
hoy se alza la casa de Cervantes.
De niño viajó con su familia a Valladolid. Ya en Madrid, fue alumno ocasional de los
jesuitas y discípulo del humanista Juan López de Hoyos en su seminario particular
para adultos, estudio que hoy se hallaría en la cuesta que sube a Mayor desde la
calle de Segovia. El joven Miguel se adentraría pronto en el mundo literario con un
poema escrito a la muerte de la tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois, cuyos
versos fueron loados por López de Hoyos.

Junto a Bartolomé de Las Casas

Otro episodio de su juventud, hasta ahora poco conocido, acreditado por la Orden
de Predicadores, los dominicos, sitúa al joven Miguel de Cervantes en 1567 junto
al lecho de muerte donde agoniza fray Bartolomé de las Casas, apóstol de los
indígenas americanos, en un convento contiguo a la hoy basílica de Nuestra
Señora de Atocha. Secreto admirador de Erasmo, conmovido por el ejemplo de
aquel titán obispo de Chiapas que tuvo la audacia de enfrentarse a los crueles y
poderosos virreyes que sojuzgaban a los nativos americanos, el futuro Príncipe de
las Letras extrajo de aquel ejemplo de desigual combate algunos de los mimbres
con los cuales construiría su personaje universal, Don Quijote de La Mancha,
enfrentado asimismo a poderosos y feroces gigantes. Sería precisamente su
personaje el que eclipsaría, por solapamiento, la propia figura del escritor, poco
conocida y mucho más baqueteada aún por la vida que la sufrida por sus
creaciones literarias.

El primero de los episodios cervantinos, madrileños e ingratos, trató de un


incidente con armas coprotagonizado por un Cervantes mozo, en el cual hirió en
duelo con espada a un tal Antonio de Segura, maestro de obras. Ante la amenaza
de perder una mano por su delito, aquel hecho determinaría el autoexilio del joven
a Italia, su enrolamiento allí en los Tercios y al poco, en la Armada que iría a
guerrear a Lepanto en octubre de 1571, aquella “más grande ocasión que vieron
los siglos”. Allí recibió heridas de arcabuz en el esternón y en la mano zurda.
Convaleciente seis meses en Messina, de regreso a España, con cartas de
recomendación de su jefe Don Juan de Austria, sería apresado junto con su
hermano Rodrigo por piratas turcos. No se sabe a ciencia cierta si fueron
capturados frente a Cadaqués o en el Golfo de León, ya que en tiempos del rey de
Francia Francisco I, el puerto de Tolón era fondeadero de bajeles turcos. Sufriría
pues Cervantes un cautiverio argelino de cinco años, en los cuales protagonizó
otros tantos intentos de fuga masiva de presos españoles de los que
valientemente se declararía responsable.

Amoríos madrileños

Salvado por intercesión de su madre, que recaudó gran parte del cuantioso
rescate exigido por sus captores de Argel, y por mediación de los religiosos
mercedarios y trinitarios, Miguel regresó a Madrid con la ilusión de viajar a
América y hacer carrera como poeta y dramaturgo. No consiguió cruzar el
Atlántico. Sin embargo, en el ambiente de corralas y teatrillos de Madrid
Cervantes escribía con ahínco y llegó a ser feliz, tanto, que allí cosecharía algunos
amoríos, como el de Ana Villafranca -mujer de un tal Suárez, tabernero- que
ampliarían su estirpe: se sabe que en 1584 tuvieron una hija, llamada Isabel, a la
que algunas fuentes atribuyen haber profesado en el convento trinitario de la calle
de Cantarranas, donde su padre dispusiera ser enterrado. Casado con Catalina de
Salazar en la manchega villa de Esquivias, Cervantes y su esposa llevarían una
distante vida matrimonial, sin prole.

Se especula sobre la posibilidad de que la amistad de Cervantes con un testigo


directo del asesinato en clave política de Juan de Escobedo, secretario de Juan de
Austria -padrino militar de Cervantes- resultara ser determinante de su errante
vagar hacia destinos oficiales distintos como el de cobrador de impuestos por la
Alcarria o el de recaudador de abastos en Andalucía para la Gran Armada contra
Inglaterra, con estadías en prisión.

El enigma del apellido Saavedra

Otro enigma se cierne sobre su segundo apellido: Saavedra. No era el de su


madre, Leonor de Cortinas, con arraigo familiar en la localidad agrícola madrileña
de Arganda del Rey -los abuelos maternos de Cervantes fueron enterrados en la
iglesia local de San Juan Bautista-, sino el de un linaje gallego, lucense, que tuvo
en varios enclaves norteños castillos que fueron arrasados por las huestes de los
Reyes Católicos durante la centralización impuesta a sangre y fuego contra
nobles locales levantiscos. Entre ellos se ha creído ver los verdaderos ancestros
de Cervantes, cuyo apellido inicial, luego camuflado por éste cervantino -propio
de una aldea de Lugo-, sería el de Saavedra. Traducido como río de piedra, sugiere
la calzada romana. La sorpresa está en que todos los tratados de Heráldica y
Genealogía, desde el siglo XVI al XIX, señalan que Saavedra y Sotomayor fueron
los dos únicos linajes hispanos emparentados con estirpe imperial romana.

¿Por qué Cervantes decide en Madrid firmar en 1605 su obra universal sobre el
hidalgo manchego con el de Saavedra como segundo apellido? Tiempos aquellos
en los que los artistas, pintores como Velázquez, literatos como Lope y muchos
otros, buscan ennoblecerse o acreditarse en la Corte madrileña como caballeros
de Santiago, de Alcántara, Montesa… ¿Pretendió Cervantes, con fina sorna,
esgrimir el supuesto abolengo romano-imperial de su linaje para acallar a sus
pares e ironizar sobre la conducta de sus congéneres de la pluma, tan aplicados a
conseguir fatuos créditos de nobleza? Muy posiblemente, ya que el monarca al
cual la legendaria Heráldica le emparentaba era, ni más ni menos, que… ¡Calígula!

Diabetes hidropésica

El más adverso de los episodios vividos en Madrid por Cervantes fue el de su


propia muerte, aquel 22 de abril de 1616, a los 68 años de edad, de una diabetes
hidropésica, seguida de su entierro en el convento de las Trinitarias. En él sus
restos, localizados la pasada primavera junto con los de 16 personas más por un
equipo científico multidisciplinar dirigido por el forense Francisco Etxeverría,
reposan desde entonces en la cripta conventual, analizada con georradar por el
técnico Luis Avial bajo la supervisión documental del historiador Francisco José
Marín Perellón. Hoy se sigue laborando en la hechura de su perfil genético, “una
especie de código de barras vital”, asegura el forense vasco.

Publicado en EL PAÍS el 23/4/2016


CÓLERA DE UN PUEBLO,
CERTEZA DE UNA NACIÓN
Arturo Pérez-Reverte

Pocas fechas han sido tan interpretadas


manipuladas como el 2 de Mayo de 1808. Aquel
y

estallido de violencia en Madrid tuvo consecuencias


extraordinarias que hoy marcan todavía la vida de
los españoles. Esa es la razón de que, durante 200
años, esa jornada haya venido siendo caudal
histórico abierto a diferentes interpretaciones,
materia apropiable por unos y otros, instrumento
ideológico para las diversas fuerzas políticas
implicadas en el proceso de construcción,
consolidación y definición del Estado nacional.

El 2 de Mayo es una fecha políticamente incómoda.


Lo fue ya desde el primer momento, aquel mismo
día. Los madrileños, que como el resto de España
habían sido incapaces de reaccionar ante la invasión
napoleónica, estaban perplejos, también, ante la
invasión de las ideas. Lo único claro para ellos era
que las tropas francesas actuaban como enemigas,
y que la paciencia ante tanto desafuero y arrogancia
desbordaba el límite de lo sufrible por aquel pueblo
inculto, sujeto a la tradición monárquica y religiosa.
Su ira era más visceral que ideológica.

Como han señalado historiadores lúcidos que vieron


más allá del lugar común de la nación en armas, sólo
dos minorías perspicaces, la profrancesa y la
fernandista -unos mirando hacia el futuro y otros
hacia el pasado-, advirtieron lo que estaba ese día en
juego; del mismo modo que más tarde, en Cádiz,
sólo otras dos minorías inteligentes, la liberal y la
servil, comprenderían la oportunidad histórica de
Foto: carteles
aquella guerra y de aquella Constitución. La gran
masa de españoles, el pueblo ignorante que peleó en Madrid y luego en toda
España durante seis años más, intervenía sólo como actor, voluntario o forzoso,
en la cuestión de fondo: no se trataba de la lucha de una dinastía intrusa frente a
otra legítima, sino de un sistema político opuesto a otro. La pugna entre un
antiguo régimen sentenciado por la Historia y un turbulento siglo XIX que llamaba
a la puerta.

La épica jornada de Madrid ha sido trastornada por su propio mito. La gente que
salió a combatir lo hizo por su cuenta y riesgo. Fue el pueblo humilde quien se hizo
cargo, a tiros y puñaladas, de una soberanía nacional de la que se desentendían
los gobernantes. La relación de víctimas prueba quiénes se batieron realmente:
chisperos, manolas, rufianes, mozos de mesón, albañiles, presidiarios,
carpinteros, mendigos, modestos comerciantes. El 2 de Mayo fue menos un día
de gloria que un día de cólera popular que apenas duró cinco horas. Eso limita el
ámbito inicial del mito, pero engrandece la gesta. Además, hizo posible lo que vino
después: una epopeya nacional extraordinaria. Aquella jornada callejera, con sus
consecuencias, dio lugar al 3 de mayo. Y a partir de ahí, de modo espontáneo y
solidario, una nación entera se confirmó a sí misma sublevándose contra la
invasión extranjera, y arrastró a los tibios, a los indecisos y a muchos de los que,
por sus ideas avanzadas, estaban más cerca de los invasores que de los
invadidos.

Un hecho singular es que, en estos 200 años, el 2 de Mayo no ha sido patrimonio


exclusivo de ninguna fuerza política española; todas procuraron hacerlo suyo en
algún momento. En los primeros tiempos, no sin cierta prudencia, la monarquía
absolutista y la Iglesia católica lo reclamaron como propio. Luego tomaron el
relevo los liberales. La España fiel a la Constitución de Cádiz volvió a hacer suya la
insurrección, planteándola de nuevo como hazaña cívica de un pueblo soberano
que habría peleado, heroico, para labrar su destino: una nación moderna,
responsable, hecha por ciudadanos libres de cadenas.

También resulta esclarecedor el modo en que se han considerado las figuras de


los capitanes de artillería Luis Daoiz y Pedro Velarde. Ya desde el primer
momento, el absolutismo halló en ellos un argumento que oponer al del pueblo de
Madrid como protagonista único de la jornada. Lo paradójico es que, del mismo
modo, los militares liberales que durante el siglo XIX se pronunciaron por las
nuevas ideas y el progreso también se justificaron mediante Daoiz y Velarde:
modelos de oficiales que, poniendo a la nación de ciudadanos por encima de
reyes y jerarquías, abrazaron la causa de la libertad y dieron la vida por ella, junto
a un pueblo fraterno, protagonista de su destino. Lo mismo harían luego, con
opuesto enfoque, Primo de Rivera y el general Franco.

Con el tiempo, la fecha del 2 de Mayo quedó, a menudo, englobada en el marco


general de la guerra de la Independencia, como simple primer acto de ésta. Eso
era más fácil de asumir por todos, y ahorraba debates. Frente a la realidad de
unos pocos madrileños ignorantes, fanáticos del trono y la religión, saliendo a
pelear ese día contra los franceses mientras el ejército permanecía en sus
cuarteles y la gente de orden se quedaba en casa, el marco general de la guerra,
la espontánea solidaridad épica y el esfuerzo común contra los invasores
proporcionaban, en cambio, un espacio sólido; una indiscutible certeza de nación
en armas y consciente, o intuitiva, de sí misma. De ese modo, hasta los carlistas
hicieron suya la fecha. Tranquilizaba recurrir a palabras como abnegación,
sacrificio y lealtad al Estado, al trono, a la tradición. Para los conservadores era
más conveniente hablar de libertad de la patria que de libertad a secas. Hasta los
mismos liberales, una vez alcanzado el poder, procuraron diluir el protagonismo
del pueblo, distanciándose a favor de la burguesía en la que ahora se apoyaban.
Todo esto habría de plantearse, desde diversos puntos de vista, en la agitada vida
política española del reinado de Isabel II, la primera República y la Restauración,
en términos de interés partidario. Ni siquiera el primer centenario, en 1908, hizo
posible una auténtica conmemoración nacional, más allá de los actos puntuales y
la retórica de unos y otros. Sólo los republicanos siguieron confiando en la fuerza
del mito popular como ruptura revolucionaria. Y esa interpretación se
mantendría, con altibajos y matices diversos, hasta la Guerra Civil.

En el primer tercio del siglo XX, el 2 de Mayo siguió sujeto a interpretaciones


varias, tanto de la izquierda revolucionaria como de la derecha defensora de la
religión y las tradiciones nacionales. En el País Vasco, donde el discurso
reaccionario sabiniano aún no había cuajado en los extremos que alcanzó más
tarde, el primer centenario se planteó como parte de un esfuerzo patriótico,
incuestionablemente español, con las batallas locales de Vitoria y San Marcial. En
Cataluña fue diferente. Allí, carlistas y católicos se ocuparon de los combates del
Bruc y de los sitios de Gerona, con una lectura distinta: el somatén luchando en su
tierra y por su tierra. Y es significativo que el catalanismo político prefiriera
centrarse en la celebración del séptimo centenario de Jaime I el Conquistador.
La Dictadura, la Segunda República, la Guerra Civil y el régimen franquista
hicieron también sus interpretaciones particulares del 2 de Mayo. La izquierda
radical asumió esa fecha para aplicarla al concepto del pueblo como protagonista
de su propia historia -en la defensa de Madrid, un cartel republicano recurrió a la
imagen del parque de Monteleón-, mientras el bando nacional también hacía suyo
el símbolo, identificándolo con una España tradicional y católica, basada en el
tópico de la indomable y valerosa raza.

Los últimos años del franquismo, la democracia y la Constitución de 1978


situaron otros asuntos en primer plano. Contaminado por la fanfarria patriotera
del régimen, el 2 de Mayo fue víctima del nuevo discurso político. La insurrección
madrileña y la guerra de la Independencia fueron arrinconadas por quienes,
olvidando -y más a menudo, ignorando- la tradición liberal y democrática de esos
acontecimientos, simplificaron peligrosamente el asunto al identificar
patriotismo y memoria con nacionalcatolicismo; atribuyendo además, en
arriesgada pirueta histórica, una ideología de izquierda a los ejércitos
napoleónicos.
Ahora, al coincidir el segundo centenario con el desafío frontal a la Constitución
de 1978 por parte de los nacionalismos radicales vasco y catalán, un interesante
debate sobre las palabras España y nación española se anuncia en torno a cuanto
el 2 de Mayo hizo posible e imposible. Esa fecha tiene hoy más actualidad que
nunca: sugerente para nuevos tiempos y nuevas inteligencias, clave para
entender la certeza de esta nación, discutible quizás en su configuración
moderna, pero indiscutible en su esencia colectiva, en su cultura y en su dilatada
historia. Antes de que la actual clase política convierta, como suele, también la
fecha del segundo centenario en pasto de interés particular, mala fe e ignorancia,
convendría tener todo eso en cuenta. El 2 de Mayo, con sus consecuencias, a
ningún español le es ajeno.

Publicado en EL PAÍS el 24/1/2008


LO MEJOR DE CADA CASA
Javier Rodríguez Marcos

P
Pese a tener todos los fetiches a su disposición, la
Residencia de Estudiantes parece el sitio menos
fetichista del mundo. Cuestión de carácter. En un lugar
en el que, entre 1910 y 1936, vivieron ilustres como Juan
Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Salvador Dalí o
Luis Buñuel, cualquiera comprendería la mínima
debilidad por un pasado que los manuales, tan
aficionados al medallero, suelen llamar "de plata". Por si
fuera poco, la nómina de los que pasaron por estos
salones como conferenciantes es casi un diccionario de
lumbreras del siglo XX: de H. G. Wells a Madame Curie
pasando por Howard Carter, descubridor de la tumba
de Tutankamon, Paul Valéry, Keynes, Ravel o Le
Corbusier. O sea, lo mejor de cada casa en arqueología,
arquitectura, música, economía y, por supuesto,
literatura. Por no hablar de la ciencia, junto a las
humanidades, el gran pilar de la casa. En 1923 Albert
Einstein explicó aquí su teoría de la relatividad en una
charla que contó con un particular traductor
simultáneo: José Ortega y Gasset. No todo fue, además,
cultura de cuello duro. Alexander Calder desplegó su
mítico circo en miniatura, que obligaba a los
espectadores a sentarse en el suelo, y Chesterton
gamberreó lo suyo durante la semana que pasó en casa
del director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud,
discípulo de Francisco Giner de los Ríos, el padre de la
Institución Libre de Enseñanza.

Hoy día, cuando uno atraviesa la cortina de olores a


tomillo y romero que une la calle del Pinar con la
Residencia, le espera, a la vuelta de la esquina, el busto
de Jiménez Fraud, que era, con 28 años y en palabras de
alguien tan poco dado al elogio fácil como Juan Ramón
Jiménez, el "hombre perfecto". El busto da la espalda,
Foto: soportales Plaza Mayor precisamente, al escueto jardín de adelfas diseñado por
el propio Juan Ramón entre dos edificios a los que quienes hoy trabajan aquí se
refieren como "los gemelos". En noviembre de 1913, el futuro premio Nobel
acudía a diario a "la colina de los chopos" -así bautizó él este paraje- para
controlar sobre el terreno la ejecución del proyecto del arquitecto Antonio Flórez.
Por entonces, Juan Ramón vivía todavía en la primera sede de la Residencia, en la
calle de Fortuny, a tiro de piedra de la ubicación definitiva: "Mi cuarto es
precioso", le escribe a su madre en esas fechas, "tiene tres ventanas grandes al
jardín y todo el día lo tengo lleno de sol; además, el jardín está precioso, con
muchas flores, que a mí solo, entre los 150 residentes, me permiten coger para mi
cuarto". Acto seguido le relata las maravillas de su situación de residente de
honor a sus 32 años: una librería en la que "caben más de 500 libros", la estufa, el
lavabo, el "roperito de pino barnizado", el "desayuno de tenedor" en el que puede
comer "todo el pan que quiera", los manteles y servilletas limpias cada día, el agua
filtrada y hervida, el baño diario.

Aquella institución fundada en 1910 para promover el estudio de las ciencias y el


desarrollo de las artes desde un punto de vista liberal terminó siendo hospital de
guerra en 1936. Era el final de una aventura que buscaba una España no muy
alejada del sencillo ideal barojiano: un país sin curas, sin moscas y sin
carabineros. O con los menos posibles, es decir, laico, limpio y libre. Y, dentro de
lo que cabe, instruido.

Aquella Residencia duró 20 años. La actual tiene ya 21. En 1986 se recuperó el


espíritu de un lugar abandonado que hoy ocupan 23 becarios y que vive con un
ojo en la actualidad y otro en la recuperación de la memoria de la generación del
27 y sus anchos alrededores, que, en todos los campos del saber, se extienden
mucho más allá de los imprescindibles poetas de la foto. Nombres grandes y
premios Nobel tampoco han faltado esta vez. Pierre Boulez, Paul Ricoeur,
Seamus Heaney, John Ashbery, Jacques Derrida y Octavio Paz han pasado por
aquí en la nueva etapa. Además, el último Cervantes, el argentino Juan Gelman,
fue poeta en residencia hace tres años. Actualmente lo es el venezolano Eugenio
Montejo.

Con todo, la Residencia de Estudiantes parece trabajar a diario sin sacar pecho,
sin darse del todo por aludida, como los obreros que estos días se afanan en un
pabellón que formará parte de una futura exposición dedicada a la Junta de
Ampliación de Estudios. Los muebles son funcionales, austeros, y en las paredes
no cuelga un solo cuadro. Lo mismo que las habitaciones, monacales si no fuera
porque tienen televisor y wifi. Hasta las espartanas butacas de Josep Torres
Clavé -que compartieron espacio con el Guernica de Picasso en el pabellón de la
República de 1937 y que todavía se fabrican- parecen diseñadas ayer mismo
contra la tentación de dejarse llevar por el lujo fácil y los delirios de grandeza. Que
nadie busque aquí un hipotético espai Dalí o una suite Lorca. La Residencia de
Estudiantes no alardea. Cualquiera que recorriera sus pasillos sin conocer la
historia de estos cuatro edificios (los dos gemelos, el central y el transatlántico)
se marcharía con la impresión de haber estado en un lugar que tiene demasiadas
cosas que hacer como para recrearse en su prestigioso árbol genealógico.
Al poeta granadino Luis Muñoz -asesor de la institución, dirigida ahora por Alicia
Gómez-Navarro- le gusta ese carácter ajeno a la mitomanía. Así, camino de la
biblioteca, enseña sonriente una sala de reuniones amueblada con sillas de
respaldo bajo -sheep (oveja) se llaman, además- que tienen algo de broma para
solemnes, como aquellas que gastaban los residentes más díscolos (y puede que
los más sacralizados hoy). Parece imposible ponerse estupendo en una sala así.
Mientras el piso superior lo ocupa la Fundación García Lorca, en el subterráneo
del centro de documentación, la gente se afana catalogando unos fondos entre
los que se encuentran los archivos de Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y Luis
Cernuda. Los libros de la biblioteca de este último parecen recién comprados.
Sólo los mancha, y es mucho decir, el escueto ex libris del poeta y algunas
dedicatorias: la del Cántico de Jorge Guillén, con el que tuvo sus más y sus menos
("a Luis Cernuda, siempre en la calle del Aire, supremo huésped de estas
contranieblas") o su propia firma, "Ludwig", sobre la antología generacional de
Gerardo Diego, cargada "entre Moguer y Chiclana" el 25 de agosto de 1934, es
decir, en plenas Misiones Pedagógicas.

La Resi histórica publicó el primer libro de Ortega y, al cuidado de Juan Ramón,


exquisito encargado de las publicaciones de la casa, hizo lo propio con la poesía
completa de Antonio Machado. La Residencia actual, por su parte, ha puesto en
marcha un portal de internet sobre aquella época y ha impulsado una serie de
colecciones que acogen tanto los epistolarios de Juan Larrea y Benjamín Jarnés
como los antológicos catálogos de las exposiciones dedicadas a María Zambrano
o Severo Ochoa. Sin olvidar los audiolibros que recogen las lecturas que, aquí
mismo, realizaron en su día poetas como Álvaro Mutis, Olga Orozco o Jaime Gil de
Biedma, que en los años cincuenta trató a Jiménez Fraud en su exilio de Oxford,
en el número 2 de Wellington Place.

Y todo mientras se discute, como estos mismos días, sobre las bibliotecas
digitales o el cambio climático. La actividad no para en un lugar sin el que la
cultura española tendría un agujero con más metros cuadrados que los que
ocupan estos edificios. El lirismo de póster y calendario escucharía todavía, en el
mismo salón en el que estuvo, el piano al que se sentaba Lorca, que vivió aquí diez
años; o la risa de Alberti, asiduo visitante. Más en prosa, es difícil sustraerse a la
idea de que si estas paredes hablaran, lejos de suspirar, preguntarían: "¿Qué
haces ahí mirando?".

Publicado en EL PAÍS el 28/12/2007


LA PUERTA DEL SOL
Almudena Grandes

E
n la azotea del edificio que media entre Alcalá y la
carrera de San Jerónimo, un anuncio de Tío Pepe
hace las funciones de santo patrón.

A principios del siglo XX, los bajos de aquel edificio, a


la sazón el hotel París, acogían el café de la Montaña,
donde don Ramón María del Valle-Inclán recibió una
herida que acabaría costándole el brazo izquierdo.
Aunque él prefería contar que un buen día, andando
por la selva, un león le miró mal, y no le quedó más
remedio que desenvainar el machete con la diestra,
cortarse el otro brazo de un tajo heroico, certero,
arrojarlo a las fauces de la fiera y salir corriendo para
salvar la vida, la verdadera historia comenzó, ¡ay!,
con una mala crítica. Dispuesto a resarcirse de ella, y
Foto: Puerta del Sol. Carlos III aprovechando que su autor, Manuel Bueno, tenía
una mujer muy hermosa, don Ramón se dedicó a seducirla hasta que consiguió
que aceptara una cita en el hotel París. Pero la cosa no quedó ahí, porque
también se cuidó de que, mientras consumaba el adulterio, alguien informara al
esposo de lo que estaba sucediendo. Después, mientras recobraba las fuerzas
en la barra del café, ¿dónde si no?, el crítico irrumpió en el local, bastón en mano.
El escritor se cubrió la cabeza con el brazo izquierdo para protegerla del primer
bastonazo, que impactó en el puño de su camisa para incrustar en la muñeca el
vástago del gemelo. La herida no parecía grave. No lo habría sido si la mala suerte
no hubiera conspirado con el escaso apego de don Ramón al agua y al jabón. Pero
como él era partidario de lavarse poco, la roña acumulada en su piel entró en
contacto con su torrente sanguíneo y la infección degeneró en una gangrena que
le obligó a sacrificar el brazo para, eso sí es cierto, salvar la vida.

Pero cuando yo era niña, mi anuncio favorito estaba en la otra esquina de la


carrera de San Jerónimo. “Su tipo como ninguno en Espoz y Mina 1”, rezaba el
luminoso vertical de una tienda de fajas. Muy cerca, una zapatería de nombre
peligroso, Los Guerrilleros, llamaba la atención de los viandantes con grandes y
paradójicos reclamos: “No compre aquí. Vendemos muy caro”. ¿Y por qué ponen
eso, mamá? ¿Pues por qué va a ser?, porque es una zapatería muy barata… Yo
aún entendía menos que un poco más allá, justo después de atravesar Carretas,
todos los peatones corrigieran su trayectoria para pegarse el borde de la acera,
lo más lejos posible del edificio de ladrillo rojo cuya torre sigue albergando el reloj
que marca la llegada de todos los Años Nuevos. La antigua Casa de Correos,
actual sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, era entonces la Dirección
General de Seguridad, el lugar más temible de la ciudad. Junto a las puertas que
nadie quería traspasar, una placa de bronce consignaba ya entonces las coorde-
nadas geográficas de la ciudad. Un poco más allá, en el suelo, estaba y está la
placa que marca el kilómetro 0 de todas las carreteras radiales españolas.

En mi adolescencia, la plaza estaba llena de tiendas de decomisos, que vendían


relojes y transistores un poco más baratos que las demás, porque en teoría
procedían de alijos de contrabando decomisados por la policía, pero justo
enfrente de la boca del metro, estuvo, está y seguirá estando La Mallorquina,
eterna pastelería que mira cara a cara al “sol de España embotellado” y que ya
ocupaba la esquina de Sol con la calle Mayor cuando la proclamación de la II
República logró que su fachada diera la vuelta al mundo. No sé si Lanas Alondra,
la tienda de labores que ocupa la esquina gemela entre Sol y Arenal, es tan
antigua, pero yo la recuerdo desde siempre.

Frente al reloj de todas las Nocheviejas, los edificios que flanquean Carmen y
Preciados, dos de las calles peatonales más bulliciosas y animadas de la ciudad,
aparecen invadidos por el logotipo de El Corte Inglés, pero un poco más allá otro
vetusto y adorable superviviente, Casa De Diego, sigue llenando sus escaparates
de bastones, abanicos y paraguas. De allí arranca la calle de la Montera, que tiene
una especialidad bien distinta. Un día, hace muchos siglos, la fundaron. Yo
calculo que, un minuto después, la primera prostituta se acomodó en una de sus
esquinas. Desde entonces, todos los alcaldes de Madrid han diseñado planes,
han aprobado órdenes, se han comprometido con sus vecinos para echarlas de
allí. Ninguno lo ha conseguido. Quizá por eso, desde el centro de la plaza, Carlos
III, el único rey amado por todos los madrileños de todos los tiempos, parece
sonreír, montado en su caballo.

Le acompañan un oso, congelado en el instante en que acerca el morro a los


frutos del madroño en cuyo tronco ha apoyado sus patas, y una Venus a la que, a
mediados del siglo XVII, los castizos rebautizaron como la Mariblanca y nunca ha
tenido otro nombre.

Esto es la Puerta del Sol. Esto y mucha, muchísima gente.

Desde el 14 de abril de 1931, los madrileños sabemos que, cuando está


abarrotada, caben en ella 30.000 personas.

La policía nunca reconoce más de 25.000.

Publicado en EL PAÍS el 5/6/2011


CON LARRA EN EL CAFÉ
Moncho Alpuente

L
os primeros cafés de Madrid que abrieron terraza lo
hicieron en el Pasaje de Matheu, a dos pasos de la
Puerta del Sol, eran cafés afrancesados, fundados y
frecuentados por la colonia francesa de Madrid a
mediados del siglo XIX. En el Café de París se
reunían conservadores y monárquicos y en el de
Francia, fundado por Monsieur Doublé, supervivien-
te y héroe de La Comuna, republicanos y revolucio-
narios. La revolución de las terrazas triunfó en la
capital de España, hasta el abuso, como denuncia-
ba en la segunda década del siglo XX el escritor y
cronista madrileño Pedro de Répide. La moda de las
terrazas, escribía: “…ha llegado a constituir en
Madrid un intolerable abuso durante los meses del
verano, hallándose el viandante imposible de pasar
Foto: Camilo José Cela y Paco Rabal en La colmena.
Tertulia en el Café Gijón. por las aceras de las calles y jardines de las plazas
ocupadas por los veladores y asientos multiplicados hasta el absurdo”. Los
clientes de las terrazas se libraban del aire cargado, enrarecido y espeso del
interior. En un incisivo artículo, titulado El Café, Mariano José de Larra describía
los padecimientos del fumador pasivo, abrumado y ahumado por “cuatro
chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descu-
brimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana”.

Hoy los cafés son oasis en los que sigue abrevando una fauna amiga de la
cháchara y el debate sobre la que planea todavía la sombra de las viejas,
turbulentas y discutidoras tertulias como las de los cafés de la Puerta del Sol
sobre las que Valle Inclán, que perdió un brazo a causa de una de ellas, escribiría:
“El Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y el arte contem-
poráneo que dos o tres universidades o academias”. Otro adicto a los cafés
madrileños, Enrique Jardiel Poncela pondría más tarde en boca de un hipotético
corresponsal británico una receta para terminar con los endémicos males de
España: “Abrir todas las cabezas y cerrar todos los cafés”. Entre los cafés
supervivientes de Madrid, el Nuevo Café Barbieri de la calle del Ave María en
Lavapiés, fundado en 1912, es el que mejor conserva la atmósfera, incluso el
mobiliario y la pátina de la edad dorada.

El Gran Café de Gijón del Paseo de Recoletos y el Comercial de la Glorieta de


Bilbao, fundados a finales del siglo XIX y reformados a mediados del siglo XX,
mantienen el genio y la figura, la estampa y la estructura de aquellos cafés a los
que acudía Fígaro, impertinente y curioso: “…más de cuatro veces al día a
meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos que luego me
proporcionan materia de diversión…”. Mucho, y casi siempre para bien, se ha
escrito sobre las tertulias del Gijón que en los años del franquismo fue un insólito
reducto, casi una tierra de nadie, en un territorio ocupado y devastado intelec-
tualmente. Hoy, a la entrada del salón donde estuvo el puesto de Alfonso,
cerillero y factótum, vendedor de tabaco y lotería, prestamista sin intereses,
consejero y contertulio imprescindible desde su garita, se exhiben algunos de los
libros escritos sobre el establecimiento, crónicas y homenajes, bajo el retrato del
cerillero ilustre e ilustrado.
Las tertulias no han muerto.

En el ágora del Comercial, tienen sus puestos asignados, filósofos contemplati-


vos y poetas solitarios, profesores peripatéticos y estudiantes eternos. El recado
de escribir que antes ofrecían los camareros ha sido sustituido por el wifi pero
Larra podría seguir riendo “de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa
más o menos de ron” y compartiendo la despedida habitual del orador de café:
“¡Pobre España!...Buenas noches señores”.

Publicado en EL PAÍS el 24/2/2012


100 AÑOS DE LA GRAN VÍA
Ana Alfageme

L
o primero que surge del taxi en el que llega el
arquitecto Rafael Moneo a la Gran Vía es un manojo
de planos. El sol ilumina en una mañana de sábado el
número 12, en cuyos bajos el racionalismo dibujó el
bar Chicote. Pero los medallones, figuras portantes
y revocos de la fachada del edificio, de 1913, dan la
bienvenida a todo un buscador de proporciones, a
un ejerciente del rigor.

"Son arquitecturas muchas veces monstruosas",


dirá el único premio Pritzker español, "uno es capaz
de vivir lo que ocurre en un lugar como Chicote
ignorando esos pobres diablos y cariátides..." El
riquísimo verbo de Moneo es duro con "el
purgatorio" de este primer tramo de la Gran Vía, el
que sube desde Alcalá hasta la Red de San Luis:
edificios marcados por el exceso y la decoración. "Se
entiende", dice en este caso, "que los arquitectos de
los años treinta sufriesen con esto, porque este
horror vacui muestra qué poco tenían que decir".

Moneo ha accedido a prestar a EL PAÍS su visión de


sempiterno enseñante -a sus 72 años, ha sido
profesor en Madrid, Barcelona y Harvard- sobre este
paisaje. En realidad el paseo comienza en el Círculo
de Bellas Artes, cuando, ante un café con leche,
despliega dos planos del siglo XIX sobre los que ha
dibujado el trayecto de la arteria encima de los 300
edificios que desaparecieron para unir Argüelles y
Salamanca. Siguió así el ejemplo de otras capitales
europeas: "La Gran Vía abandona lo más sustantivo
de Madrid, esa modestia a la que acompaña una
racionalidad en el uso de la topografía y de los
Foto: edificio Carrión metros".
La capital ha crecido siguiendo caminos naturales, hasta el punto de que La
Castellana, recuerda, es un valle que lleva al Manzanares. Y en ese momento
cabe rememorar cómo este hombre tímido, que a veces cierra los ojos al
solucionar un titubeo, ha sido crucial para cambiar la piel de esa otra vía principal:
ha hecho crecer -y engrandecerse- la estación de Atocha y el museo del Prado, ha
transformado el palacio de Vistahermosa en la sede del Thyssen y, antes que
todo eso, nos regaló el edificio de Bankinter. Ciertas miradas se posan sobre él,
pero quizás sea por las dimensiones de los planos, más que porque reconozcan
en su físico poco contundente a un arquitecto imprescindible, por sus reflexiones
y sus obras.

De vuelta al asfalto, la luz ciega lo que los urbanistas ortodoxos consideran una
"calle de fachadas, esta calle telón que proyecta tremendas sombras sobre
aquellas calles del Madrid bueno donde vivían Villanueva y Goya", según
recordará él. Y seguramente comparte esta opinión. Regresa Moneo al lugar que
visitaba a diario a mediados de los cincuenta, para acudir a la academia que le
preparaba para entrar en la escuela. "Siempre me interesó más la vida de la Gran
Vía que sus edificios", reconoce. Junto a él, ascienden, en "el tramo más duro
para un arquitecto", coches y viandantes por la curva que retrató Antonio López,
quien vio "esa voluntad de expresión diversa en esta calle y al tiempo, cierta
coherencia".

Entre el estallido decorativo de edificios mil veces retratados, como Metrópoli,


Grassy o el Casino Militar, sus ojos avistan los medallones vacíos del primero
-"esa vaciedad es la falta de necesidad del mismo. Un medallón quiere
conmemorar o recordar algo"- o señalan en el segundo figuras medievalizantes,
o balcones de simple destino visual.

La Red de San Luis. Allá arriba, le contenta. Se contempla el periodo de


entreguerras, su territorio favorito. El espacio se esponja y permite vencer la
nuca para contemplar el primer rascacielos de Europa, el edificio de Telefónica.
"La Gran Vía ha pasado por ese ascesis que le ha llevado desde su condición de
exceso y exuberancia a poder librarse ya de los demonios de la decoración. Viene
una arquitectura que trata de ser más ligada a los sistemas de proporciones que
reflejen las nuevas técnicas".

Pero, otra vez, vuelve hacia la silueta imponente del Capitol, un edificio que
diseñó muy joven su suegro, Luis Martínez-Feduchi, el más brillante, optimista,
cegador: "Si uno tuviese que dibujar la Gran Vía, dibujarla, no pintarla, donde el
dibujo, el perfil es lo que cuenta, al final se apoyaría como referencia iconográfica
en el Capitol y no en ningún otro".

Antes de llegar a él, prefiere abandonar la calle en busca de una casa de ladrillo de
principios del siglo XX en Tres Cruces para hablar de la arquitectura armoniosa
en la estela de Villanueva y contemplar desde allí una visión cuanto menos
singular de la esquina de la casa Matesanz (Gran Vía, 27), de Antonio de Palacios,
y el edificio de Prisa (Gran Vía, 32), los antiguos almacenes Madrid-París, y fijarse
en el remate metálico de los balcones.
Y, por fin, el Capitol, el protagonista sin duda del paseo: condición de "guía, faro y
referencia", versión madrileña del expresionismo alemán, coloso que refleja el
inicio de la República. Moneo admira el uso de la piedra natural, los granitos y
areniscas y el juego de unos y otros. Pero lamenta la restauración "destructora y
dañina" -en los brillos de las ventanas, por ejemplo, en el aluminio bajo la
marquesina- que el edificio sin embargo aguanta, y sueña con el día en que la
sociedad se permita devolverle a la condición primera. Su queja llega hasta el
icónico anuncio de Schweppes, que lo corona: "Es un abuso, entra en conflicto
con lo que es la forma del edificio".

La plaza de Callao recién peatonalizada, sin bancos, granito puro, también le


resulta antipática. "Son pavimentos demasiado duros", argumenta el arquitecto,
girándose, "no todo es crear superficies continuas. Es demasiado, hay otras
respuestas".

Y vuelta a bajar, camino a la herida de San Bernardo, donde admira, de nuevo,


una esquina de ese Madrid "bueno" heredero de Villanueva. Se vislumbra el perfil
del Coliseum (Gran Via, 78), tan distinto: "Es curioso cuánto se ignoran entre sí,
no hacen nada por establecer buenas relaciones con los vecinos. Eso le salva".

"Cambios inteligentes"

Acaba ya la calle, bulliciosa pero ralentizada al mediodía del sábado, donde se


depositaron las ganas de tantos.

-Ha sido una calle que ha cumplido, no se puede decir que haya sido una calle
abandonada. Que tenía sentido lo prueba su uso. La vemos con más
condescendencia, asumimos su arquitectura, vemos cuánto a la arquitectura
cabe el papel de recoger las apetencias y los deseos de una época y de hacerlo
incluso con la sensación de no coincidir con la gravedad de los tiempos que se
está viviendo. Paseando he sentido la capacidad de la arquitectura de producirse
con cierta independencia de los tiempos en los que se construye y, sin embargo,
dando un testimonio más sintético, más directo, más susceptible de ser
entendido.

Una pregunta final. ¿Qué haría con la Gran Vía?

"Cambios no radicales e inteligentes. Una intervención trascendente sin que se


manifestase. No creo que tenga sentido quitar por completo el tráfico. Estas
cosas se transforman desde los usos, los usos son más transformadores que la
propia arquitectura. Hay que tomar confianza en que es la vida la que cambia las
cosas".

Y su taxi asciende de nuevo la Gran Vía.

Publicado en EL PAÍS el 4/4/2010


EL MAR DE MADRID
Joaquín Vidal

Si Madrid fuera Barcelona tendría mar.

A cualquiera le parecerá una perogrullada la


antecedente afirmación, pero no lo es, si bien se
mira. Y tiene su miga. Se predica que si Madrid y su
circunstancia estuvieran donde Barcelona y
Barcelona con la suya donde Madrid, Barcelona no
tendría mar.

Uno no se imagina una Barcelona en el centro del


país, mesetaria, seca, abrasada por los vientos
ábregos en pleno estiaje, sin que el presidente Jordi
Pujol tuviera algo que alegar. Y lo primero que
alegaría sería el derecho de Barcelona a establecer
contacto con la mar.

El agravio comparativo de un Madrid húmedo frente


a una Barcelona enjuta sería motivo de incesantes
negociaciones del presidente en torno a su
propósito. Y en menos que se cuenta ya estarían
políticos y economistas, ingenieros y ecólogos,
geógrafos y agrimensores, estudiando la apertura
de Barcelona a la mar océana, o a la mediterránea,
según conviniera a su industria; y encontrada la
solución, se pondrían manos a la obra, vengan pico y
pala para ensanchar ríos, horadar montañas, surcar
valles, hasta que las olas acariciaran extramuros la
ciudad mesetaria y seca que recalientan los vientos
ábregos.

Cuanto queda dicho no pasa de ser, obviamente,


una hipótesis falsa, una pura entelequia, pues
Barcelona ya tiene mar por derecho propio y por
realidad geográfica. Mas una simple traslación de
Foto: sombrereía, Plaza Mayor situaciones presenta Madrid ante el mismo
supuesto. Es algo que vienen planteándose los madrileños con aspiraciones e
inquietudes desde tiempo inmemorial: por qué, ¡diantre!, Madrid no tiene mar.

Por qué no tiene mar, imecagüen!, y por qué no reivindican ese derecho sus
representantes políticos, cuándo es evidente la vocación marinera de una parte
importante de los madrileños. Muchos de ellos darían algo bueno de sus vidas
por tener al lado la mar. Y puesto que no es posible de momento, se desplazan
afanosamente a su encuentro en cuanto se presenta la ocasión.

Suele ser en verano. Y es tan profunda la vocación marítima de una parte


significativa de los madrileños, que en cuanto empiezan a disfrutar las
vacaciones, su primera acción es calarse una gorra marinera. La segunda, poner
en marcha la operación militar que supone empezar un viaje de vacaciones. La
familia en pie de guerra, el padre da órdenes, la madre le desautoriza, los niños
hacen como que no oyen los términos de la controversia; bajan bultos todos, el
padre cargado como un burro; la madre los distribuye con orden y concierto, y
consigue encajarlos en los huecos más inverosímiles del coche.

Va el padre hecho un pincel: la gorrita marinera, el polo con un ancla bordada a la


altura de la tetilla, pantalón, corto blanco, sandalias playeras. Y la madre
también, con su albornoz tres cuartos; y su aparatosa pamela. Y los niños en
bañador, flotadores de colorines rodeándoles la cintura.

Madrid no tendrá mar, pero estos días de vacaciones está lleno de marineros en
potencia que acuden a disfrutarlo y no les importa que para ello hayan de echar
horas interminables por esas carreteras de Dios y atestadas de coches. Al fin
llegan, y huelen arrobados la mar (porque la mar derrama aromas de algas, de sal
y de centollo) y lo más probable será que sólo puedan olerla, pues un abigarrado
gentío que llegó antes y la ocupa entera, desde la misma orilla hasta los bloques
de apartamentos, les impide pasar.

Esta situación exige adecuadas estrategias y la familia estudia un plan de


campaña, un régimen de comidas estricto, diana y retreta, en función del disfrute
de la mar. Y no importa que el matrimonio haya pasado un año entero soñando
con las vacaciones y la consiguiente liberación de la tiranía del horario, para
determinar que procede levantarse cada día a las cinco de la mañana, desayunar
ligero, salir corriendo con las cremas, las gafas de bucear, los flotadores, las
toallas, los catres y la sombrilla, y estar en la playa a las 5.30 al objeto de coger
sitio y defenderlo del enemigo, incluso con la vida, si preciso fuere.

A las 9.00 la playa ya está llena, a las 9.30 procede regresar al apartamento,
sorteando la avalancha humana que avanza incontenible. A las 10.00 vienen las
duchas y preparar la comida. Almuerzo a las 11.00. Siesta entre 12.00 y 15.00.
Paseo por la ciudad, descanso relajado en una terraza -y un café, una copa, unos
helados, una bolsa de palomitas-, hasta las 19.00. Cena. Y, a las 21.00, todo el
mundo a la cama, pues hay que madrugar.
El veraneo del madrileño resulta muy duro si desea satisfacer su vocación
marinera. Por eso es una prioridad política y social reivindicar el mar para Madrid.
Y una vez conseguido, todo serán venturas: la playa a disposición todo el año,
cada quien con su barquito velero varado en el portal; sardinas recién capturadas;
nuevos empleos, propios navegantes y mareantes. Desde grumete a capitán, los
madrileños tendrían donde elegir: patrón de altura, patrón de cabotaje, mecánico
naval, práctico, proel, redero... Y, además, estarían todos curtidos por los soles
del trópico y las auroras boreales. Y tendrían un amor en cada puerto. Y contarían
a sus nietos historias de temporales, sentados en un noray y fumando en pipa. Y
los pescadores de caña conocerían los días más felices de su existencia. Y
Vallecas se llamaría Vallecas-sur-la-mer. Y el chotis enriquecería su ritmo castizo
con los dulces aires de la habanera. Y no serían ya gatos los madrileños, como
hasta ahora, sino lobos: lobos de mar.

Publicado en EL PAÍS el 1/8/1995


EL RÍO MANZANARES
Clara Sánchez

V
arias veces a la semana voy caminando desde Príncipe Pío
hasta el Puente de los Franceses por la ribera del
Manzanares. Al cruzar el pequeño puente de Reina Victoria
la vista se me va hacia las sombras de los árboles en el agua,
que la hacen más profunda y caudalosa. Incluso, si uno se
olvida de que es el Manzanares, el río parece más grande. Y
en algunos tramos, los patos, y creo que algún cisne, le dan
un aire de postal. El mejor paseo es de ocho a nueve de la
mañana. A esa hora ya hay pescadores apostados en unos
salientes a modo de balconcillos de madera rústica que
hacen juego con las isletas de los patos y que yo antes
pensaba que estaban destinados a que las parejas se
sintieran más en ambiente. Los saludaría, pero siempre se
ha sabido que al lado de alguien que pesca no hay que hacer
ruido. Claro que éstos no son peces blandengues a los que
alarme cualquier cosa. Éstos están hechos al ruido de los
coches, a los ladridos de los perros y a las conversaciones
beodas de algún que otro grupo de borrachines anclados en
Foto: fuente de la Arganzuela las orillas del río.
Espaldas quietas, atención concentrada en el agua. Hasta ahora creía que estos
misteriosos hombres hacían que pescaban, que los había puesto el Ayuntamiento
para dar empaque al que se ha llamado aprendiz de río, arroyo, o al que Alejandro
Dumas ofreció de limosna un vaso de agua. Pero no. Vaya sorpresa. El otro día
voy andando y andando, cuando de pronto a mis pies cae un pez enorme agitán-
dose como en los documentales. Todavía llevaba puesto el anzuelo. Como nunca
he visto su especie en la pescadería, no sé si es hermoso o que ha mutado en
estas aguas escasas y dudosas de la sequía. Pero lo importante es que el pesca-
dor está que no cabe en sí. Le felicito y le pregunto alegremente qué va a hacer
con la pieza, si se la va a comer. Me mira horrorizado. Va a devolverlo al río. Yo
también me horrorizo por habérmelo imaginado en su casa limpiando y fileteando
este superpez, de la misma forma que me horrorizo a veces viendo mentalmente
a alguno de los que merodean por aquí asándose uno de estos bellos patos.

Ante mis ojos y los de un anciano, al que siempre me encuentro haciendo footing
con mascarilla, lo echa a las aguas, tan exiguas que nos tememos que el pez se dé
un golpe en la cabeza. A continuación nuestro hombre prepara de nuevo la caña,
se acomoda en su banqueta y vuelve a la carga, a esperar a que piquen. Qué raro,
¿verdad? Aunque, pensándolo bien, escribir es bastante parecido. Se necesitan
paciencia y horas, y si uno tiene la suerte de conseguir una buena pieza lo mejor
es no contentarse y volver a intentarlo, porque siempre se puede dar con otra
mejor, no empeñarse en eternizar las satisfacciones, de por sí pasajeras como
tenemos más que comprobado. Y, sobre todo, ponerse el listón más alto a uno
mismo que a los demás. Da la impresión de que últimamente todos los que
chapoteamos en el Manzanares de la literatura estamos más pendientes de la
calidad del otro que de la propia. Y todo porque escribir se ha convertido en
vender y vender en el único valor posible. Voy entendiendo mejor al pescador. Él
sabe que lo ha conseguido aunque no se lleve nada a casa, con eso le basta para
regresar otro día.

En cierto modo, aunque nos creamos muy activos, hay una parte de nosotros que
siempre está esperando. Diría más, vivir es esperar lo siguiente. Nos sentamos
ante el televisor esperando que no nos llegue la gripe aviar, que no mute o que si
muta enseguida haya vacunas. Hemos pasado días esperando que el Katrina o el
Wilma aflojaran de tres a dos su fuerza destructora. Estamos esperando que no
haya más ciclones ni más desastres este año. También estamos esperando con
desesperación que bajen los precios de los pisos. Una buena parte de la vida nos
la pasamos esperando en la consulta de los médicos, en las listas de espera de los
hospitales o en las cajas del supermercado, por no hablar de la peluquería.
Esperamos que nazcan nuestros hijos y luego que crezcan. Esperamos ser
felices. Esperamos para cruzar la calle y esperamos que esas gentes que se
reúnen en los organismos oficiales mundiales arreglen algo. Abrimos el periódico
esperando que los subsaharianos no tengan que jugársela una vez más y que a
nosotros no se nos agríe el día. Esperamos sin darnos cuenta de que esperamos,
sin concentrarnos en el arte de esperar como nuestro hombre del Manzanares.

Publicado en EL PAÍS el 30/10/2005


EN MADRID NO HAY MAR,
PERO SÓLO A VECES
Benjamín Prado

En Madrid no hay mar, pero sólo a veces, y el poeta


Pablo Neruda está muerto, pero no siempre. Esas
dos extrañas frases me las acaba de decir Juan
Urbano para explicarme lo que le ha parecido la
exposición que acaba de ver en la sede del Instituto
Cervantes, en la calle de Alcalá, que se llama Amor al
mar y reúne la primera colección de caracolas de
Neruda y algunos de los libros de su biblioteca.
Cuando llegó a Madrid desde Cádiz, Rafael Alberti
escribió "¡Qué altos los balcones de mi casa! / Pero
no se ve el mar: / ¡qué bajos!", sin darse cuenta de
que el mar era él; y cuando unos años más tarde vino
desde Chile su amigo Neruda y se instaló en el barrio
de Moncloa y en el mismo sitio donde ahora viven
algunas de las chicas más guapas de la ciudad, en la
Casa de las Flores, el mar se multiplicó por dos al
sumar la playa de la que venía uno y la playa hacia la
que iba el otro, es decir, las de El Puerto de Santa
María e Isla Negra. Neruda vivió en Madrid y
viceversa, porque a él lo mató en 1974 una mezcla de
cáncer y desolación, en un Santiago de Chile donde
los buitres se posaban sobre el Palacio de la
Moneda, pero Madrid se ha hecho inmortal en sus
poemas y nunca dejará de ser, por ejemplo, la capital
heroica de su libro España en el corazón. Eso sí, al
apostarlo todo por nosotros salió perdiendo, porque
España en general y Madrid en general no le han
devuelto el cambio: ¿por qué no hay una estatua de
Neruda allí mismo, delante de la que fue su casa,
para honrar a ese hombre que fue parte de nuestra
literatura y de nuestra historia, que vino a defender
una república que no era suya, que fue el otro lado
del mar de la Generación del 27 y protagonizó junto a
Foto: marquesina en la calle Bravo Murillo
Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, el propio
Alberti o el joven Miguel Hernández alguno de sus actos más sobresalientes? ¿Por
qué La Violetera sí y él no? Madrid no es agradecida con los poetas que la han
escrito, y para comprobarlo no hace falta más que recordar el abandono
lamentable en el que sigue el proyecto de convertir el chalé del propio Aleixandre
en un centro de estudio de la poesía. ¿Cuántas veces se ha anunciado que el
edificio de la antigua calle de Wellingtonia en el que siempre vivió el premio Nobel
lo iba a comprar y rehabilitar el Ayuntamiento? Una menos de las que lo ha
incumplido.

Al mirar la hermosa exposición del Instituto Cervantes uno no ve sólo caracolas,


sino también toda una época de nuestra cultura que se llama Edad de Plata
porque es la más brillante que hemos tenido después de la de Oro, o sea, que
después de Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Góngora o Calderón hay que
escribir Lorca, Cernuda, Alberti y, al otro lado del océano, Neruda o Huidobro, a
los que hoy no habrían querido empadronar los racistas de guante blanco que
gobiernan algunos de nuestros municipios, que además de no tener conciencia
no tienen memoria, ni histórica ni de ninguna otra clase.

Neruda es el otro lado del mar de la Generación del 27 y por eso es tan oportuna
esa exposición de las caracolas que él coleccionaba igual que coleccionaba
botellas, diablos de arcilla o mascarones de proa, porque si te pones una de esas
conchas en el oído, te recordará que hubo un tiempo en el que este país recibía a
los extranjeros como si no lo fuesen y los transformaba en uno de los nuestros.
También fuimos de los suyos, cuando hubo que huir de los asesinos en 1939,
meterse en un barco como el Winnipeg, que organizó el propio Neruda, y buscar
una segunda vida en Chile, o México, o Argentina. ¿Qué fue de la palabra
solidaridad? ¿Qué es la memoria histórica? Pregúntenselo a las caracolas de
Neruda, que ha vuelto a Madrid para convertirlo, otra vez, en un hermoso puerto
de mar.

Publicado en EL PAÍS el 21/1/2010


ESTE ES UN ARTÍCULO CURSI
Rosa Montero

U
no de los primeros recuerdos de mi vida es un largo,
fatigoso y tórrido viaje en autobús hacia algún
destino remoto al que llegué colgando de la mano de
mi madre, con ganas de vomitar y extenuada. Pero,
tras la dura prueba del trayecto, me encontré con un
bosque encantado salpicado de casitas de cuento,
con patos y cisnes, jardines perfumados, lagos
misteriosos y peces perezosos del color del barro. Y
lo más increíble: había unos inmensos leones de
bronce, hipnotizantes esculturas que podías tocar.
Era un lugar mágico.

Aquel espacio asombroso era el parque del Retiro de


Madrid, y el heroico recorrido hasta llegar allí, tal vez
cuarenta minutos de trayecto en un autobús de línea
Foto: Palacio de Cristal, Retiro atestado y sin aire acondicionado desde el barrio de
mi infancia. Creo que ya en aquel primer encuentro deslumbrante con el parque
decidí que algún día viviría cerca de ese jardín de fábula; lo he conseguido, cosa
que considero uno de los grandes logros de mi vida (el otro son mis amigos). Los
magníficos leones siguen allí, al alcance de la mano, calentando al sol sus
músculos metálicos en las escalinatas del embarcadero de Alfonso XII: no han
perdido ni un ápice de su grandiosidad. Lo que sí ha empequeñecido mucho con
el tiempo es el estanque; de niña, siendo como era hija del secarral madrileño,
aquello me parecía un mar, y dar una vuelta en la barca colectiva era toda una
proeza. Hoy los amigos extranjeros a los que llevo al parque se desternillan ante
la visión de ese estanque inocente de dimensiones modestas y pocos palmos de
profundidad por donde da vueltas, toda ufana, una barcaza con toldillo como las
que remontan el río Congo, fingiendo quién sabe qué aventuras. Sí; visto desde
fuera es un afán náutico ridículo. Y enternecedor. Los océanos de la infancia
terminan convertidos en palanganas en la madurez.

Este va a ser, me temo, un artículo más bien cursi. Con los años, ya lo he escrito
alguna vez, a uno se le va ablandando el músculo emocional, al igual que los
glúteos y los abdominales. Cuando vi por primera vez la película Blade Runner, la
escena culminante de la muerte del replicante me pareció un pestiño: pero, por
favor, qué obviedad, qué blandenguería, soltando una paloma blanca en el
momento del último suspiro… Hoy, treinta años después, no la puedo ver sin
soltar una lágrima. Me he convertido en una ñoña y ni siquiera me avergüenzo de
ello. Hasta me parece una liberación (debo de ser un caso perdido).

Creo que El Retiro es el parque urbano más bello del mundo, y no sólo por su
antigüedad (1630), por la mezcla extraordinaria de especies vegetales y
construcciones de épocas muy diversas, algunas tan extraordinarias como el
etéreo Palacio de Cristal, o por sus viejísimos paseos perfumados y polvorientos:
es un espacio lleno de rincones y de secretos. Pero, sobre todo, es un lugar que
estalla de vida. Yo diría que es el corazón de la ciudad de una manera en que
ningún otro gran parque urbano lo es. Todos los madrileños tenemos algún
recuerdo intenso, algún acontecimiento íntimo, algún beso robado en El Retiro.
Aquí llega cualquiera y hace lo que quiere; hay bodas y comuniones, grupos de
rezos, de baile, de taichí, de esgrima; coros, trompetistas, violinistas, magos;
carreras a pie, en triciclo, en bici, en patines; hay legiones de perros, pavos reales,
patos, cisnes, ardillas, gansos, tortugas, gorriones, urracas, carpas; hay
chiringuitos para beber y comer. Y la barca tipo río Congo para navegar
majestuosamente por el pequeño charco del estanque. Me dejo mucho fuera.
Muchísimo. Entre otras cosas, que es un lugar absolutamente transversal en el
que caben todos los estratos sociales, desde el inmigrante más pobre y recién
llegado al ciudadano de clase más pudiente con un equipamiento deportivo
supermegaguay.

El pasado Jueves Santo El Retiro estaba más lleno que nunca: más que un parque
parecía una manifestación. El día era bellísimo, tibio pero no demasiado caluroso,
con un sol dulce y un cielo lacado en azul brillante. La primavera encendía el aire
y había llenado el césped de margaritas blancas que sólo duraron veinticuatro
horas. Y la gente parecía haberse dado cuenta de la fugitiva belleza de ese
instante. He estado otros domingos en El Retiro: hay niños que berrean, parejas
que discuten, padres fatigados y ceñudos que arrastran a sus hijos. Este Jueves
Santo, sin embargo, y pese al gentío, flotaba en el aire como la tácita y unánime
voluntad de ser felices, de no estropear el momento, de intentar tener unas horas
de tregua en el fragor lacerante de la vida. No oí a un solo niño llorar, a un solo
adulto gruñir. Pocas veces he sentido de forma tan intensa y tan humilde el
esplendor de la vida. El Retiro está propuesto para entrar en la lista del
Patrimonio Mundial de la Unesco. Me parece muy justo. Es el paraíso.

Publicado en EL PAÍS el 26/4/2005


ENTRE PLATOS
Alfonso Lara

E
s innegable que los patios vecinales, de haber nacido con el
don de la palabra, estarían en condiciones. De relatar la
historia del mundo. Ello se debe a que nos vigilan de cerca,
repetidamente y con una falta de pasión rayana en la
indolencia. Son discretos, nos tienen calados y saben que
todos los humanos, pese a nuestro interés por disimularlo,
somos la misma cosa. En razón a su emplazamiento, los
patios absorben pormenores que en otras circunstancias
jamás saldrían a la luz. Nada tan íntimo, por ejemplo, como
levantarnos a media noche, bostezar sin miramientos en el
pasillo y abrir la nevera rascándonos el cuero cabelludo con
expresión panoli. Nada tan propio y auténtico; y sin
embargo, nunca actuaríamos así de sospechar que un
extraño nos observa.
Al igual que la Divinidad, los patios ocupan el tiempo y el
espacio, si bien de un modo más próximo, más recatado,
más familiar, sin aspiraciones universales que pudieran
Foto: corrala, calle Tribulete velar su función. Suelen estar situados en la médula de los
edificios, y es precisamente este detalle lo que les otorga un extraordinario valor
estratégico. Los hay de todo tipo; algunos, maravillosos: tranquilos, acogedores,
medievales, con tinajas, con pájaros, con macetas, dignos por sí mismos de
templar las fatigas del día. Otros, por el contrario, se dirían mezquinos, sucios y
pasto de la escombrera, capaces de sobrecoger un espíritu sin defensas, cuando
no de inducirle al suicidio.

Pero al margen de su aspecto, ningún patio es responsable de lo que bulle a su


alrededor. Están puestos allí a base de cemento y ladrillos, al azar, y su misión
consiste en acceder a los secretos de quienes se asientan en su territorio; un
dudoso privilegio que de vez en cuando, imagino, también a ellos ha de causarles
una depresión de dinosaurio.

(Dichas apreciaciones, no obstante, únicamente pueden ser atrapadas desde la


lejanía, evocando el pasado, pero nunca en manejos con el presente, ya que la
verdad absoluta sólo accede a mostrarse a través de los recuerdos. Una teoría,
me consta, que poca gente comparte conmigo, lo que me lleva a sospechar que
es cierta).

Al respecto, y por mencionar un caso que me interesa, hace ya varios años que
personalmente carezco de patio; y me duele esta ausencia. El último era alto y
muy estrecho, poquita cosa, aunque recio y cabal como los paralelepípedos del
Tetris. Yo vivía en el ático, pero siempre tuve la impresión de que los muros de
aquel patio subían, subían y subían hasta confundirse con el cielo.

A menudo, de madrugada, movido por el insomnio, abría la ventana de la cocina,


me apoyaba en el alféizar, encendía un cigarrillo (tome nota la Casa Blanca) y
permanecía allí un rato aspirando humo y silencio en proporción equilibrada. El
humo era cierto, pero el silencio no tanto, ya que pasados unos minutos aquella
quietud se desperezaba y poco a poco consentía en revelarme sus escondrijos:
eran murmullos, roces de amor, reyertas gatunas en el tejado, respiraciones,
frases de cama a cama, toses, carraspeos y otros sonidos más prosaicos.
Madrid es un gigante, de acuerdo, pero también duerme; y era en esos
momentos, a su vera, cuando más me gustaba la ciudad. Por otra parte, a eso de
las cuatro de la madrugada, el llanto de un bebé irrumpía invariablemente en el
patio y me hacía sonreír: procedía de una joven vecina que reclamaba a todo
pulmón su rancho. Sin cuartel, en tono decidido, poco dispuesta al diálogo.
Su madre se levantaba entonces de la cama, susurraba algo en voz baja y luego
transcurrían cuatro o cinco minutos sin incidentes una tregua, tal vez, entre,
madre e hija durante los cuales podía oírse el gozne de un armario, un golpe de
cuchara o el agitar de un biberón. Y de vez en cuando, un nombre: Carolina,
palabra que aquella madre pronunciaba con inaudita suavidad.

Luego llegaba el alba, apagaba mi última colilla, vaciaba el cenicero y antes de


cerrar la ventana aguzaba los sentidos: todo iba bien. El mundo despertaba y
Carolina volvía, a dormir. Desorden del bueno.

Publicado en EL PAÍS el 20/9/1996


LA CIUDAD DIVERSA
Fernando Delgado

A
hora, cuando Madrid se vacía de prisas y de
funcionarios, y sólo deambulan por la ciudad los que
la miran, es un placer perderse por ella, entre
sofocos de calor, para reconocerla en su diversidad.
No sé si el Madrid invernal de los años cincuenta
salía más en el No-Do que el de verano, pero yo
tengo esa impresión: lo recuerdo en el cine de mi
infancia de la periferia canaria como un Madrid
nevado, lleno de gente con abrigos y guantes, un
Madrid en blanco y negro en el que, por gris que
fuera todo, bullía la vida. El veraneo era en aquellos
tiempos privilegio de ricos y con el traslado de la
capital a donde Franco se hallara, Madrid no se
quedaba sin gente, pero sí sin focos. La pobreza de
la época subrayaba su aire provinciano, pero el
régimen gustaba además de una estética aldeana y
negativamente folclórica que asumía con
complacencia en su propia cutrez y mediocridad.
Nada que ver con un pasado más lejano y atractivo,
en el que lo local poseía una pátina de fresco
universal que, incluso contando con la miseria de su
realidad social, nos mostraba una urbe más
cosmopolita de acuerdo con su tiempo; un Madrid,
modesto y acogedor, que sobrevive ahora a su
avasalladora expansión y a su desarrollo de ciudad
moderna.

En este tiempo de bonanza en el que la capital se ha


modernizado por dentro y por fuera, con todas las
limitaciones e inconvenientes que se quieran,
todavía hay vestigios preocupantes de aquella
estética de la dictadura. Pero en la amalgama del
Madrid nuevo con el viejo, en ese su desorden que
David Trueba señalaba el domingo pasado en este
periódico, es donde uno se hace con el verdadero
Foto: Congreso de los Diputados desde el Hotel Palace
perfil de la ciudad que el sosiego del verano permite
contemplar más detenidamente. Y a propósito de esto, recuerdo que estaba en
Londres en los días de la Conferencia de Paz que tuvo lugar en Madrid, y que la
imagen de la ciudad que la televisión proyectaba fuera, con los escenarios del
Palacio Real y su entorno, siendo en realidad la que era, parecía otra en su
fragmentación. Mis amigos británicos que no la conocían se interesaban por su
monumentalidad. No hice grandes esfuerzos por poner en su sitio aquella
realidad virtual, pero pensé en el verdadero atractivo de Madrid: que no es sólo
ése, el que mis amigos veían en el hermoso y limitado entorno del palacio, sino la
variedad de paisaje humano y arquitectónico que la ciudad ofrece. Transitas por
algunas de sus más céntricas arterias, con los más modernos reclamos
comerciales en los escaparates, en medio de la bulla de la circulación y entre las
criaturas más arrebatadas por la moda, se te ocurre de pronto entrar en una de
esas calles que desembocan en la más principal, y ya has cambiado de ciudad: te
encuentras de improviso con esos espacios en los que sobreviven viejas
mercerías, antiguas tiendas de ultramarinos, librerías de viejo, bares pintorescos,
boticas antiguas y algún sex shop al lado de unos anacrónicos almacenes de
devocionarios y santerías. Cambia el olor y la música de la ciudad y hasta en la
proximidad de los habitáculos de la decencia tradicional con la bendita indecencia
transgresora, está Madrid con su desorden. Un Madrid, más doméstico y
cercano, que los madrileños de este tiempo han rescatado por su cuenta, y que
quizá responda al gusto de la modernidad por integrar en ella la tradición y no por
someternos nostálgicamente a un pasado. No sé si luchando porque la
globalización pase por integrar lo distinto, y no por igualarnos en esa arquitectura
y ese urbanismo que en las periferias de las ciudades hace que te dé lo mismo
estar en Roma que en Moratalaz, pero sin ignorar al mismo tiempo la más nueva
iconografía de una urbe que, a pesar de su crecimiento caótico, hay que
reconocer también en los logros de su mejor arquitectura contemporánea.

A esta forma de reconocer Madrid creo que contribuyó de algún modo un estado
de entusiasmo colectivo que se llamó la Movida, y que no fue sólo la fiesta
perpetua con sexo, droga y rock, como la recuerda la derecha rancia, sino
también una forma de vivir Madrid en su esencia, tan ajena al invento de
identidades como al casticismo aldeano y ramplón de caballero de la capa que se
nos ha intentado imponer después. Si el madrileño huyó del centro, y ahora lo ha
recuperado por propia iniciativa, es de esperar que, entre tanta palabrería
electoral, conozcamos qué pacto le proponen los políticos para que esta ciudad
diversa se mantenga. O sea: para que acabe siendo, en su pluralidad, la ciudad
habitable del siglo XXI.

Publicado en EL PAÍS el 20/8/2002


Foto: las cuatro torres
LAS SERPIENTES DEL METRO
Juan José Millás

El segundo acontecimiento más importante de mi


vida fue llegar a Madrid; el primero debió de ser
nacer, pero quién se acuerda de eso. Sabemos que
hemos nacido porque otros nos lo dicen y porque un
día, de súbito, vemos en el espejo un cuerpo que se
va estirando o ensanchando, según, a medida que el
pelo crece en zonas antes despobladas, o se cae,
como cuando se desertiza la cabeza y el alma va
perdiendo condiciones de habitabilidad. O sea, que
el nacimiento propio siempre nos pilla fuera:
comprendemos que ya estamos aquí porque al
volver del cine alguien nos felicita por haber nacido.
La segunda vez que naces, en cambio, te enteras
mejor. Yo fui alumbrado por segunda vez cuando
llegué a Madrid, a los seis años, y caí en la estación
de Atocha desde un tren con los bancos de madera.
Todavía tengo en los muslos sus señales. Luego me
metí de la mano de mi padre, que colaboró mucho en
este parto, en un túnel que llamaban metro, cuyas
paredes estaban llenas de gruesos cables que, con el
movimiento del tren, parecían culebras. Esto es lo
que más fascina a los niños que suben al metro por
primera vez: las serpientes que recorren los túneles
entre estación y estación. Lo que uno no consigue
averiguar nunca es si la vida se parece más a la
estación o al túnel.

Mi padre me dijo que en Madrid uno podía llegar a


ser lo que quisiera, porque era una ciudad llena de
bibliotecas y museos. Pero me advirtió también de
un peligro, o de dos: los tranvías y los coches.
-Aquí, si no llevas cuidado, te atropellan y siguen
andando.

Le creí como se creen las cosas terribles que te


cuentan cuando acabas de nacer, y crecí, con la idea
de que en Madrid uno podía llegar a ser lo que quisiese, gracias a los museos y las
bibliotecas, si antes no había sido arrollado por un tranvía. O sea, que esta ciudad
era un lugar fronterizo, pues lo que de ella nos contaban eran los relatos típicos de
la frontera. Quizá no ha dejado de serlo: si quieres comprobarlo, no tienes más
que recorrer la M-40 a la hora del crepúsculo.

El día que llegamos hacía, como ahora, mucho calor, y como hay pocas cosas más
irreales que el calor, yo empecé a imaginarme que quizá todo lo anterior tampoco
había sucedido. O sea, que quizá me dijeron que había nacido por gastarme una
broma, y yo me lo creí, como lo de los museos y lo de los tranvías. Ya sé que se
trata de un ejercicio imaginario, pero se vuelve bastante real cuando uno asoma
las narices a la calle un domingo de verano a las cuatro de la tarde. Si quieres jugar
a no existir, date una ducha y sal a la calle a esa hora en que por los poros del
asfalto se escapa el humo de los que se queman en el infierno. Verás que todo,
incluido tú, es irreal como un desierto
.
No existir tiene sus ventajas, ves las cosas como desde otro lado. Los cinco
minutos antes de que estallara el Universo en medio de la nada debieron de ser
como la calle de María de Molina un domingo de agosto a las cuatro de la tarde:
había aceras sudorosas, y árboles sedientos, y algún transeúnte, como tú,
desplazando su cuerpo, trabajosa mente, como el que intenta llevar su biografía
de una ciudad a otra, pero todo eso está filtrado por una luz en cuyas ondas las
cosas aparecen y reaparecen como si dudaran entre la disolución o la existencia.
Claro que si te agobia mucho esto de no existir mientras desciendes hacia la
Castellana, siempre puedes coger un taxi y meterte en un museo. En Madrid,
gracias a los museos y al aire acondicionado, puedes ser lo que quieras. O sea,
que con lo único que tienes que tener cuidado es con lo que quieres ser, porque
casi todas las formas de ser son un modo de no ser nada.

Publicado en EL PAÍS el 28/8/1993


OCTUBRE ES UN ESPEJO
Jorge F. Hernández

É
se que llegó a Madrid hace treinta años venía de
México con el recuerdo en cicatriz de un terremoto
devastador, todos los afectos resguardados en un
baúl de memoria y una máquina de escribir Olivetti.
A los veinticinco años, Madrid era la nebulosa feliz de
un libro al día y caminatas interminables por la
madrugada de toda su historia en aceras
intemporales, sin teléfonos móviles ni correos
electrónicos; las anclas eran teléfonos de cabina o
de barra de bar repiqueteando sus contadores como
Foto: La Cibeles
taxímetros que tragaban monedas de cien pesetas y
las cartas eran de papel cebolla, envueltas en sobres con los colores de
banderitas y sellos como timbres que se pegaban con saliva. Ése que llegó a
Madrid hace treinta años asistía a cátedras de viejos fantasmas que dictaban
desde la tarima lo que luego se podría discutir, previa cita, entre los terciopelos de
la Academia y en los archivos de la memoria se usaban guantes blancos y
tapabocas como rescatistas entre los escombros del pretérito en ese ayer sin
escáner y tan sólo algunas microfilmaciones extraídas directamente de una
película de espías.

Para ver jugar al fútbol había que asistir o jugar a la lotería del único partido que
transmitía la tele de dos canales o dos cadenas, que a la medianoche cerraban la
cortina con el himno y la cara de un rey hoy emérito. Era un Madrid de siesta
obligatoria al son del documental de la nutria o los gritos despistados de algún
motorista en desesperada renuncia a los bandos que había proclamado un viejo
alcalde que bailaba schotis y en los bares el sonsonete de las máquinas
tragaperras cantaba Pajaritos a bailar ad nauseam y se fumaba en los cines y en
el metro y en los autobuses campeaban carteristas medievales que sólo iban a
por el dinero y luego depositaban las billeteras en los buzones de correos para
que los incautos llegaran a Nuestra Señora de Correos en Cibeles para
reclamarlas por el valor sentimental de las pequeñas fotografías o la utilidad sin
caducidad de los carnets que se plastificaban en pequeños hornos de papelería
donde nadie entendía al melenudo joven que pedía “enmicar la credencial”.

Ése que llegó a Madrid hace exactamente treinta años es la sombra joven y
delgada que quiere dejarse crecer la barba y el pelo como naufrago asido a los
propios inventos que va dibujando en una libreta que quizá se convierta en novela,
recargada de letras diminutas como laberintos donde alguien podrá leer en el
espejo de octubre -con canas, muchos kilos de más y otro terremoto en cicatriz-
la promesa inexplicable de que quien llega a Madrid, sea de paso o de vuelta, por
unos días que son décadas o por libros que podrían confundirse con mero
placer… quien llega a Madrid, se queda.

Publicado en EL PAÍS el 30/9/2017


LAPIDARIO
Juan García Hortelano

Si la vanidad del escritor es inconmensurable,


también es variada, como indica el espectrograma
que va desde la megalomanía retumbante al silencio
estruendoso de la modestia. Quizá lo da el oficio, que
poco más da. En el repertorio de los honores,
aunque no tan bobo como el nombramiento de hijo
adoptivo de la localidad, uno de los más simplones
consiste en la colocación de una lápida en la fachada
de la casa donde el literato nació, vivió o murió. Peor
son las lápidas horizontales, aunque la lápida
vertical y callejera sólo supla al honor
municipalmente excelso del bautizo de una calle con
el nombre del literato. Por su utilidad y uso
cotidianos, ningún otro es parangonable, ninguno
Foto: Templo de Debod
tan permanentemente propagador.
Entre entrar en la Academia o entrar en el callejero, la mayoría elegiría el rótulo en
detrimento del sillón, ya que en ambos trabajos no hay que desriñonarse, pero el
de calle proporciona más inmortalidad. Que se lo pregunten, en el cielo, al bueno
de don Enrique Pérez Escrich, que en Madrid tiene calle, por el cementerio inglés
de los Carabancheles, cuando ya hace algunos años que El infierno de los celos no
aparece en la lista de las novelas más vendidas. Que se lo pregunten a la gente del
cine, tan vanidosos ellos como el literato más literato, con apenas academia y
con menos calles que un poblado del Far West.

Ahora que, además del toro somos Europa, parece lícito soñar con una auténtica
comunidad cultural, solidaria, que se tradujera en Buñuel Road (de paso
exportábamos la "ñ"), Querejetastrasse, Piazza Manuel Vázquez Montalbán, a
cambio todo ello de calle de Federico Fellini, avenida de Rainer Werner
Fassbinder y plazuela de Claude Simon. Puestos ya a un futuro esplendoroso, no
debe olvidarse que por razones subterráneas el nombre de la calle puede
coincidir con el nombre de una estación de metro, lo que eleva el honor a alturas
de Parnaso. La representación de la literatura española en el nomenclátor de las
estaciones del metro madrileño resulta escasa, pero es muy representativa de
los géneros y épocas de nuestra historia. ¿A qué gloria más perenne pudo aspirar
don Marcelino que a estación Menéndez Pelayo en la línea 1, Plaza de
Castilla-Portazgo?

Conviene, sin embargo, volver del sueño a la realidad, limitamos de todos los
pueblos de España a Madrid, y de todas las artes y licencias, a la literatura. No
sólo habremos de llevar durante seis meses a la chica de Agenor sobre los
cuartos traseros y cogida a nuestros cuernos, sino que pronto los madrileños
cargaremos encima con la capitalidad europea de la cultura, lo que, se quiera o
no, obliga.

La previsible proliferación de cursos de primavera-verano, de mesas redondas,


seminarios y conferencias, guateques y monografías puede acabar en esta
capital cultural con los pocos restos de literatura no universitaria que le van
quedando. Se comprende que colmar el callejero con nombres de escritores,
como si se tratase más de un catálogo editorial que de una urbe, tropieza con una
doble y dura competencia. Por una parte, el siglo XIX ensanchó la ciudad y copó
la nomenclatura del callejero; por otra, hay que admitir la secular preferencia de
la municipalidad madrileña por los nombres de santos y héroes, principios de la
iglesia, príncipes de la milicia, tribunos y líderes, a la hora de llamar por sus
nombres a las vías públicas.

Pero que no se alegue falta de fachadas. Fachadas sobran, y muchas mejorarían


con una artística lápida de piedra de Colmenar. Lo que se necesita es visión de
futuro e información puntual, que ningún escritor rehusaría facilitar. No hace
muchos días se descubrió una lápida en la casa natal de Lina Morgan, loable
realización que han aplaudido, con el de La Latina a la cabeza, todos los barrios
de España. Pues bien, en la siguiente casa de la misma acera de la calle de Don
Pedro vivió durante años Pedro Salinas, nacido en la cercana calle de Toledo, en
finca que ya no existe, y, aprovechando para el número 6 el viaje de los albañiles
al número 4, el señor alcalde podría haber inaugurado de una tacada el homenaje
a la estupenda actriz y el recuerdo del gran escritor.

Por supuesto que más vale ser lapidado en vida que muerto. Es notorio que las
palabras vuelan y los escritos permanecen, pero hasta las páginas inmortales
padecen años de olvido, mientras que las lápidas y los nombres de las calles,
salvo en alguna de las bautizadas por dictadores y tiranos, ahí quedan para
ilustración de la posteridad. Nada importa que la posteridad acabe por suponer
que Hilarión Eslava, por ejemplo, fue un empresario teatral, o que la princesa de
la calle fue la Bella Durmiente. O que San Vicente Ferrer, sencillamente, fue
siempre una calle con excelentes bares. Cada uno consigue su cuota de
eternidad como puede, y para un literato no hay eternidad más duradera que
dejar su nombre al aire.

Por todo lo cual, y como ya se habrá adivinado, confieso que me haría una ilusión
enorme que por lo menos colocaran una lápida conmemorativa en mi casa natal
del barrio de Lavapiés. Con independencia de que mi celebridad traspasaría por
fin las fronteras del barrio de Argüelles, resultaría, hasta sin maceros ni banda
municipal, un acto emotivo, muy humano y propincuo a la capitalidad cultural que
nos acecha. Tampoco somos tantos los vecinos, aun contando con los del cine,
en comparación con las fachadas que todavía siguen desnudas de gloria. Me
conozco y sé que iría todas las tardes, que me quedaría mirando durante horas la
lápida, hasta que me lapidificase, hasta que se me pusiese cara de fachada. Un
siglo después ya me importaría menos, estoy seguro, que unos listos derribaran
el edificio y, con él, mi fama, para remodelar la zona y mejorar la calidad de vida y
de literatura.

Publicado en EL PAÍS el 12/1/1989


Foto: Templo de Debod
EL TERRITORIO DE LOS SUEÑOS
Joaquín Sabina

C
uando yo empezaba a corretear por Madrid, lo suyo,
lo que de verdad se llevaba, era despreciar las
medallas. Quedaba muy bien, pero era mentira. En
realidad, eran las medallas las que nos
despreciaban a nosotros.

Por una medalla de Madrid uno hasta madruga. Por


darse un paseo por este Madrid isidril, tan
primaveral, y tan hermoso, y tan faldicorto, al que le
llamó Galdós una vez poblachón manchego. Pero
también Galdós dijo -y yo lo dije un día en la plaza de
toros de Las Ventas, no toreando, sino cantando-:
"Yo nací en Madrid a los 30 años". Luego, el Nobel
Cela dijo que Madrid estaba entre Navalcarnero y
Kansas City. Para el niño de provincias que yo fui,
Madrid era el sitio donde iban todos los trenes, y
sobre todo era el mapa del deseo, el territorio de los
sueños, estaba entre Babilonia y el paraíso terrenal.
Lo malo de los sueños es que algunas veces acaban
cumpliéndose.

Yo siempre digo que los que habéis nacido en


Madrid, como mis dos hijas, guapísimas, que son
madrileñas, gatas de pro, se han perdido el modo de
paladearla de alguien que viene de fuera y se baja en
la estación de Atocha con su maleta de cartón y con
su boina en el alma. Como era el niño de provincias
que yo fui, que soñaba con conquistar una ciudad
que es tan fácil de conquistar porque te deja
empezar a ser madrileño en el mismo segundo en
que te bajas en Atocha y te quedas en Madrid.
Quiero darle las gracias a Pancho y Antonio, mis
músicos maravillosos, mis hermanos maravillosos
Foto: estación de ferrocarril, Atocha que tienen tres cuartas partes de esa medalla.
Decirle a Joan Manuel Serrat, que él tiene la de Barcelona, que es la única que
tenía que no tenía yo, y ahora tengo la de Madrid y que no se la cambio. Con todos
mis respetos a Barcelona.

Madrid es la ciudad más hospitalaria, más callejera, más amable y más abierta del
mundo, una ciudad donde es inconcebible imaginar a los madrileños desfilando
detrás de un himno o con una bandera de Madrid. Y eso es estupendo. Una ciudad
que además de ser Villa y Corte, ahora es una ciudad modernísima y maravillosa.
Este patio parece que lo estrenamos hoy y, aunque a mí me gustaba más la plaza
de la Villa, me parece una delicia de lugar para acoger a toda la gente que admiro
y a toda la gente que quiero.

Quiero mandarle un beso a la madre de mis hijas y a mi novia Jimena, que es


peruana. Es decir, madrileña, porque vive en la calle de Relatores. Es muy
emocionante. Estoy muy agradecido y abrumado. Y con alzhéimer. Muchas
gracias.

Texto íntegro del discurso pronunciado por Joaquín Sabina tras recibir la Medalla
de Madrid.

Publicado en EL PAÍS el 16/5/2009


AMANTES DE MADRID

Creadores vinculados a la ciudad nos descubren sus lugares favoritos


Hay tantas razones por las que puede gustar una ciudad como
personas que la miran. Cincuenta creadores y profesionales
que están o han estado vinculados a Madrid responden a una
sencilla pregunta: ¿por qué les gusta esta ciudad? Las
respuestas incluyen establecimientos, calles, parques,
atmósferas... Y, por encima de todo, la gente.

Mario Suárez
Foto: Gran vía
1 . Fabuloso Coconut Bar

MARÍA ESCOTÉ, DISEÑADORA DE MODA

Me gusta Madrid por la gente y por la vida de sus calles. Es una ciudad abierta,
y la primera semana que llegas aquí ya tienes conocidos que te vienen a buscar
a casa. Me gusta Madrid por el ambiente que hay en la plaza de Santa María
Soledad Torres Acosta, donde los antiguos cines Luna, por el Fabuloso Coconut
Bar (San Roque, 13), donde meriendo, y también por lo bien que se come en el
Mercado de la Reina (Gran Vía, 12).

2 . Madrid Río

CHENOA, CANTANTE
Madrid es ideal para pasear y me encanta hacerlo, sobre todo por La Latina y
por Madrid Río. Este es mi parque favorito, un lugar donde puedes andar con
calma charlando con los amigos.

3 . Sala El Sol

EL GRAN WYOMING, ACTOR Y PRESENTADOR


Madrid es la mejor ciudad si tienes la vida resuelta, porque buscarte la vida aquí
es complicado. Me gustaba mucho su vida nocturna, pero todo se va
reduciendo. Estuve ocho años trabajando en un bar, en Malasaña, y ese es el
Madrid que echo de menos, el de los ochenta. Ahora con mi banda Wyoming y
Los Insolventes tocamos en la Sala El Sol (Jardines, 3). Antes iba como cliente,
y ahora, cuarenta años después, vuelvo para tocar en su escenario.

4 . Teatro Real

PILAR JURADO, SOPRANO Y COMPOSITORA


El Real es el teatro que más amo y ha sido testigo de toda mi historia desde que
era niña, pues también estudié en ese edificio. Además, fui testigo de su última
función antes de la remodelación con mi primera obra sinfónica, para después
también reinaugurarlo. Es el templo de mi vida.

5 . El ambiente de pueblo

LAURA PONTE, MODELO Y DISEÑADORA


Madrid es una ciudad fácil, pero a la vez inabarcable. Es una ciudad rica pero a
la vez muy simple, es como un gran pueblo. Yo sigo descubriendo rincones de
esta ciudad cada día, pero sobre todo me quedaría con su noche, donde
siempre pasan cosas inesperadas. Madrid, sin ser la mejor ciudad del mundo, es
la más amable.

2 . Librería Tipos Infames

ANDRÉS JAQUE, ARQUITECTO


Me gusta Madrid porque aquí he desarrollado proyectos como los Escaravox de
Matadero o la playa del restaurante Ojalá (San Andrés, 1), y la gente no para de
usarlos. Madrid es una ciudad donde es posible celebrar con optimismo lo
diferente. Me gusta porque hay una gran energía en los pequeños contextos
independientes. La librería Tipos Infames (San Joaquín, 3), artistas como Eva
Solano, el Colectivo Hetaira o el Campo de Cebada son ejemplos que me
resultan muy próximos de cómo el día a día se construye desde la singularidad.
Esa es la fuerza de esta ciudad.

7 . Generación X

RICARDO CAVOLO, ILUSTRADOR


De Madrid me gusta Malasaña, mi pequeño pueblito donde vivir, con mi frutería
Paco, mi bar El Rincón (Espíritu Santo, 26) para tomar cañas y refrescar el
verano, Casa Julio (Madera, 37) para regalarme unos huevos estrellados con
picadillo y Generación X (Carranza, 25) para encontrar mis cómics.

8 . Casa de Campo

AMAYA VALDEMORO, BALONCESTISTA


Madrid acoge e integra, y tenemos una diversidad cultural, gastronómica y
deportiva tremenda. El tiempo que disfrutamos aquí también acompaña, y eso
se nota porque hay muchos sitios donde practicar deporte al aire libre. Desde
Madrid Río al Retiro, son espacios abiertos increíbles, junto con la Casa de
Campo o la sierra.

9 . La Rosaleda del Retiro

RAMÓN FREIXA, CHEF


Madrid es monumental y caótica a la vez. Su gastronomía es casi perfecta, y sus
paseos, de cuento. Me gusta mucho el Retiro, un parque mutante, sobre todo, la
Rosaleda o el paseo de las Estatuas, lo tengo cerca de casa y es el lugar perfecto
para desconectar.

10 . Bar El Palentino

MODERNA DE PUEBLO, ILUSTRADORA


Me gusta Madrid por la mezcla de gente. Cuando llegué lo primero que me
preguntaban era: “¿De dónde eres?”. Pensé que se me debía notar que no era de
aquí, hasta que entendí que es una pregunta muy frecuente porque casi todos
venimos de fuera. Me gusta que los jóvenes vayan a bares de toda la vida como
el Palentino (calle del Pez, 8), con su mezcla graciosa entre hipsters de vermú o
gin-tonic y abuelos de carajillo.

11 . Restaurante DiverXo

JOSÉ ÁNGEL MAÑAS, ESCRITOR


Estamos viviendo una edad dorada de la cocina madrileña. El último
restaurante contemporáneo en el que recaí fue el Sudestada (Ponzano, 85). Y
tengo ganas de descubrir el DiverXo (Padre Damián, 23). ¡Hay que tener mucho
valor para decorar un restaurante de tres estrellas Michelin con cerditos
voladores!

12 . Casa Ricardo

SOLEDAD PUÉRTOLAS, ESCRITORA


Madrid es la ciudad en la que mis padres vivieron los últimos años de su vida.
Me vincularon a ella. Me siento ligada al barrio de Chamberí, a la glorieta de
Quevedo. Ahí estaba La Nueva (Arapiles, 7), una pequeña taberna clásica a la
que iba casi diariamente, el restaurante La Playa (Magallanes, 24) o Casa
Ricardo (Fernando el Católico, 24).

13 . Poncelet Cheese Bar

ALMA OBREGÓN, BLOGUERA GASTRONÓMICA


Amo Madrid porque es extremadamente versátil. Adoro que, en un mismo día,
puedas pasar de la tranquilidad de contemplar el Palacio de Cristal del Retiro
al bullicio de la cocina india del Tandoori Station (Ortega y Gasset, 89), o de la
dulzura de las frutas exóticas de Gold Gourmet (Ortega y Gasset, 85) al poderío
del queso Stilton que rellena el macarrón de chocolate del Poncelet Cheese Bar
(José Abascal, 61).

14 . Fundación Lázaro Galdiano

JAVIER SIERRA, ESCRITOR


El alma de Madrid está indisociablemente unida al arte y la literatura, y en una
sola jornada puedes recorrer colecciones tan impagables como las del Museo
del Prado o la Fundación Lázaro Galdiano, admirando sus boscos o sus goyas, y,
con un poco de imaginación, hasta llegas a hablar con los personajes de sus
cuadros frente a un chocolate caliente en el Café Gijón (paseo de Recoletos,
21).

15 . Real Academia de Bellas Artes

MARCOS GIRALT TORRENTE, ESCRITOR


Amo el Madrid que no dormía, el Madrid chiflado, generoso y ácrata de antes de
que Álvarez del Manzano y quienes le siguieron comenzaran a desfigurarlo
arrojando cemento sobre sus plazas de tierra y sus paseos. Quedan resquicios,
el cielo sobre algunas calles encrespadas del centro, algunos comercios y,
sobre todo, el Retiro. También el Prado y algunos museos casi secretos, como el
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

16. Teatro Lara

PERIS ROMANO DEL PINO, DIRECTOR DE CINE


Amo Madrid por los paseos por el barrio de los Austrias hasta La Latina. Por el
bullicio de la Gran Vía. Por cualquiera de las obras del teatro Lara (Corredera
Baja de San Pablo, 15). Por las pelis en versión original de los cines Ideal (Doctor
Cortezo, 6). Y por La Central (Postigo de San Martín, 8), tres plantas de librería
con cafetería.

17. Taberna Origen

ANA MILÁN, ACTRIZ


Me encanta pasear por Madrid en mañanas de sol sonando Sabina en mi iPod y
caminar sin saber dónde llegaré. Me gusta descubrir sitios como la Taberna
Origen (Juan Álvarez Mendizábal, 44), un restaurante pequeño atendido
maravillosamente bien y con platos a precios fantásticos, o PizzaSana (avenida
de los Andes, 5), un italiano increíble.

18. La librería del CSIC

JESÚS ENCINAR, FUNDADOR DE IDEALISTA


Me gusta Madrid porque si un día estás de bajón basta con salir a la calle y solo
con ver la juventud, la vida, las luces y el ruido te vienes arriba. Y porque, aun
siendo de fuera, Madrid me ha dado todo lo que tengo, mi vida, mi pareja, mis
negocios, mis amigos y mis ilusiones. Hay un sitio que siempre me llena de
ánimo: el Botánico, un jardín en mitad del caos de Madrid con ese espíritu
científico y universalista de la Ilustración que luego desapareció de España
durante dos siglos. Y como lugar especial destacaría la Librería Científica del
CSIC (Duque de Medinaceli, 6), un espacio del arquitecto Miguel Fisac de 1950
con un aire nórdico. Da gusto pensar que en el Madrid de los cincuenta había
gente que podía crear espacios así y que se hayan mantenido casi 70 años.

19 . Mercado de la Reina

PEPA RUS, ACTRIZ


Madrid me gusta para vivir, y eso creo que ya es algo importante. Me gusta ir a
comer al Mercado de la Reina (Gran Vía, 12), un sitio especial donde almorzar,
cenar y alargar un poco la velada; también disfruto en Casa Juan (Infanta
Mercedes, 111), un sitio para comer a lo grande.

20 . Círculo de Bellas Artes

JUANA DE AIZPURU, GALERISTA DE ARTE


Madrid tiene las dimensiones y la población justas ya que, a pesar de su
tamaño, conserva un aire de ciudad de provincias. Vivo en el centro y mi galería
está situada al lado de la plaza de las Salesas, y esta posición privilegiada me
permite desayunar en la terraza del Círculo de Bellas Artes (Alcalá, 42), pasear
por Recoletos hasta la plaza de Colón, visitar el Museo Arqueológico o la
Biblioteca Nacional, almorzar un lenguado meunière en la terraza del Café Gijón
(paseo de Recoletos, 21), tomar el té en el hotel Ritz (plaza de la Lealtad, 5) y
cenar en alguno de los restaurantes próximos al Congreso de los Diputados.
21 . Gourmet Experience

GEMMA VELA HUMANES, SUMILLER DEL RITZ

Me gusta la ciudad por su arquitectura y su inigualable cielo azul. Me gusta


tapear por la plaza Mayor mientras te encuentras con mercadillos en las calles.
Disfruto con un café desde las alturas del Gourmet Experience de El Corte
Inglés (plaza del Callao) observando las azoteas de la Gran Vía. Y, cómo no,
cenar en el restaurante Vinoteca García de la Navarra (Montalbán, 3), donde se
pueden tomar botellas de vino de grandes añadas charlando con Luis y Pedro.

22. El espacio público

MANUEL BORJA-VILLEL, DIRECTOR DEL MUSEO CENTRO DE


ARTE REINA SOFÍA

Como me imagino que no puedo decir que me gusta Madrid porque en esta
ciudad se halla el Museo Reina Sofía, diría que de Madrid siempre me ha atraído
su gente, el modo en que ésta habita el espacio público y lo hace suyo, más allá
de sus monumentos o de su historia oficial.

23 . Museo del Ferrocarril

ALFREDO SANZOL, DRAMATURGO


Por la cantidad de sitios mágicos que tiene Madrid me encanta. Por ejemplo,
por el teleférico que te lleva del paseo del Pintor Rosales al centro de la Casa de
Campo. Es de los años sesenta y tiene algo de peli de James Bond. O el Museo
del Ferrocarril (paseo de las Delicias, 61), en la antigua estación de Delicias,
donde puedes ver desde trenes de finales del siglo XIX a talgos de los antiguos.
O el jardín del Príncipe de Anglona (plaza de la Paja), que te da la sensación de
haberte metido en una de las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.

24 . Lavapiés

AGUSTÍN MORENO, PROFESOR DEL INSTITUTO VILLA DE


VALLECAS

Me gustan las puestas de sol en Las Vistillas, el Retiro en otoño, y, en medio, el


barrio de los Austrias. La Latina, la casba de Lavapiés, la concentración cultural
del Prado-Atocha y la isla de serenidad del Jardín Botánico. Me gustan las cañas
en la calle de Los Madrazos tras las manifestaciones, la comida casera de
Marisquerías Villas (Hartzenbusch, 16) y la mejor tortilla en el bar Galán de
Villaverde. Nos consolamos de la ausencia de mar con el caos de granito de la
Pedriza y los senderos de Guadarrama.
25 . Museo del Prado

CARMEN GIMÉNEZ, CONSERVADORA DE ARTE


Lo que más me gusta de Madrid es la luz, pasear por el Retiro e ir al Museo del
Prado, un museo único que no es demasiado grande, sus proporciones son
perfectas, donde las salas de Velázquez son mis favoritas. Viajo mucho a Nueva
York, París y Londres, ciudades que me fascinan y donde he vivido, pero que no
me ofrecen la calidad de vida de Madrid.

26 . Bar El Viajero

ARANCHA MARTÍ, ACTRIZ


ARANCHA MARTÍ, ACTRIZ
Me gusta Madrid por sus barrios, en especial por La Latina. Los paseos al
atardecer por los jardines de las Vistillas y de la plaza de la Cebada. Por sus
calles, sus terrazas y sus fiestas. Los huevos estrellados de Casa Lucio (Cava
Baja, 35) y las noches de verano en El Viajero (plaza de la Cebada, 11) y La
Tournée (plaza de la Cebada, 2).

27 . Medialab-Prado

NEREA CALVILLO, ARQUITECTA


Se me ocurren dos lugares muy cercanos por los que amo Madrid. El primero es
Medialab-Prado (Alameda, 15), un centro clave dedicado a la producción de
proyectos y pensamiento en la intersección entre arte, ciencia y tecnología. El
segundo se encuentra a unos metros de distancia, el parque del Retiro, que me
interesa por su capacidad de reducir notablemente la contaminación del aire
del eje Castellana-Recoletos.

28 . Calle de Argensola

FERNANDO LEMONIEZ, DISEÑADOR DE MODA


Me encanta el parque del Retiro, concretamente la zona de los jardines de
Jacinto Benavente, que dan al Casón del Buen Retiro. Tienen un trazado
geométrico de gran belleza. Y también amo esta ciudad por el barrio de Justicia,
con los comercios más cuidados de Madrid, desde restaurantes a tiendas de
alimentación, anticuarios o tiendas de moda, en los alrededores de la calle
Argensola, donde también está mi tienda.
29 . Restaurante Botín

VÍCTOR CLAVIJO, ACTOR


Amo Madrid por el constante movimiento cultural y artístico, que resiste y se
reinventa. Uno de mis restaurantes preferidos, que combina historia y
gastronomía local, es Botín (Cuchilleros, 27), reconocido por el libro Guinness
de los Récords como el más antiguo del mundo (1725). Un paseo por su cocina
-imprescindible probar el cochinillo asado-, su bodega y sus salones son un
repaso a la historia de los últimos 300 años de la ciudad.

30 . Barrio de Malasaña

JOSÉ A. MARTÍNEZ SÁNCHEZ, ASOCIACIÓN DE DIRECTORES DE


INSTITUTO DE MADRID
Soy de fuera y Madrid me acogió sin reservas. Y ya afincado, siempre me ha
ofrecido, en todo, enormes posibilidades de elegir. Especialmente me gusta
pasear por el barrio de los Austrias y Malasaña, con las paradas de rigor, y
caminar por la sierra, que está a un paso, y que es un lujo.

31 . Bar El Bonanno

PEPÓN NIETO, ACTOR


Me gusta pasear por Madrid, pero por la parte más cañera, me gusta el bullicio,
los escaparates, los bares llenos, el olor a cañas y fritanga. Me gustan las cañas
en el Bonanno (Humilladero, 4), e ir luego a los restaurantes Emma y Julia (Cava
Baja, 19) o El Landó (plaza de Gabriel Miró, 8), o probar los huevos de Casa
Lucio (Cava Baja, 35). Me gusta pasear por ese nuevo barrio que se ha creado
alrededor del teatro Lara, que está lleno de bares, restaurantes y tiendas.
Recomiendo comer en La Pescadería (Ballesta, 32) y darte una vuelta por la
tienda de Paco Varela (Corredera Baja de San Pablo, 53).

32 . Cervecería Olivares

ENRIQUE LÓPEZ LAVIGNE, PRODUCTOR


Si es primer sábado de mes me gusta ir a la feria de juguete antiguo en el Museo
del Ferrocarril, parada obligatoria para nostálgicos de la infancia como yo. Me
gusta Madrid también por la ruta de la patata brava en el barrio de la
Concepción, cerca de la antigua sala Canciller y del parque Calero. Empezando
por la cervecería Olivares (Virgen Del Sagrario, 19), con las fotos en blanco y
negro que representan el desarrollo de la M-30 en los alrededores de Ventas y
retratos de Camarón. Son las mejores bravas de la capital de la brava desde
1960.
33 . Taberna La Ardosa

ANABEL ALONSO, ACTRIZ


La noche de Madrid no se acaba nunca, otras capitales por las noches están
muertas pero Madrid tiene vida para dar y tomar. Pero también me gusta el día,
un cocido en La Bola (Bola, 5), una copa en Museo Chicote (Gran Vía, 12) y las
cañas de La Ardosa (Colón, 13). En Madrid puedes disfrutar de multitud de
espectáculos teatrales y musicales, siempre hay algo que ver, ¡por Madrid
pasan todos los grandes!

34 . Cuesta de Moyano

BEGOÑA IBARROLA, PSICÓLOGA Y ESCRITORA


Amo Madrid porque es lugar de encuentro y acogida de personas, donde nadie
se siente extranjero. Me encanta el Jardín Botánico y, por supuesto, el Retiro,
pero el lugar donde puedo pasarme horas es la Cuesta de Moyano, paraíso de
libros y libreros.

35 . Calle del Doctor Fourquet

CARLOS URROZ, DIRECTOR DE ARCO


Madrid es una ciudad cómoda para ver arte, sobre todo en los alrededores del
Museo Reina Sofía, junto con La Casa Encendida, Tabacalera y la calle del
Doctor Fourquet, repleta de galerías. Frente a otras ciudades donde ver
exposiciones es irte de nave industrial en nave industrial en un desierto de
asfalto, Madrid resulta siempre cómoda para ello en barrios como el de las
Letras.

36. Restaurante El Paraguas

FERNANDO GUILLÉN CUERVO, ACTOR


Madrid me apasiona por su mezcla de ambientes. Me gustan los restaurantes
de toda la vida como La Posada de la Villa (Cava Baja, 9) -nadie hace el cordero
como ellos- o las verdinas con perdiz del restaurante El Paraguas (Jorge Juan,
16). Me gusta ir por el paseo del Pintor Rosales, para llegar a ver atardecer en el
templo de Debod, o comprarme el periódico un domingo por la mañana y
buscar los rayos de sol en alguna terraza del palacio de Oriente.
37 . Teatro de La Abadía

MIGUEL DEL ARCO, DRAMATURGO


Me gusta Madrid porque sus gentes se mezclan sin problemas, como nos
mezclamos en el Teatro de la Ciudad, una experiencia teatral que hemos puesto
en marcha Andrés Lima, Alfredo Sanzol y yo. Nos mezclamos con otros
profesionales en talleres de investigación teatral y nos mezclaremos en el
escenario para el estreno simultáneo de tres tragedias griegas: Medea, Edipo
Rey y Antígona. Y con la misma entrada, el público podrá seguir mezclándose
después con los actores, directores y otros invitados en Entusiasmo, una
excusa teatral para tomarnos juntos una cerveza, todo en el Teatro de La Abadía
(Fernández de los Ríos, 42).

38 . Barrio de las Letras

MANUELA VELASCO, ACTRIZ


De Madrid me gusta la vida de barrio, me encantan sus calles y los pequeños
comercios. Hacer la compra en el mercado de Antón Martín, echar un vistazo en
las tiendas de decoración del barrio de las Letras, tomar una caña en La Dolores
(plaza de Jesús, 4), y todo lo que rodea al Teatro Español. Hago mucha vida
alrededor de los teatros de Matadero, un paseo por el río y café en La Cantina.
Cultura, comida, bebida, amigos y calles.

39 . Plaza de la Platería

ANA DOMÍNGUEZ SIEMENS, PERIODISTA Y COMISARIA DE


DISEÑO

De Madrid me gusta el sol, por eso mi centro de operaciones es la terraza de la


plaza de la Platería, en el barrio de las Letras. Del barrio solo salgo para ir a ver
la tienda Camper (Preciados, 23), diseño de Curro Claret, o comer en el
restaurante Muta (Ponzano, 10), creación de Martí Guixé. Recomiendo comprar
una lámpara en el estudio de Álvaro Catalán de Ocón (Conde de Vistahermosa,
5) o un objeto de diseñadores producido por PCM en el estudio de Paloma
Cañizares (Del Águila, 10). Como fanática del papel insisto en que se visite La
Dominotería (Agustín de Querol, 5) y comprar libros en Méndez (Mayor, 18).
40 . Restaurante Ana la Santa

KIKE SARASOLA, EMPRESARIO

Amo Madrid por la vida en sus calles, por sus bares llenos de gente, por el
resurgir de su gastronomía con nuevos conceptos como el restaurante
Ultramarinos Quintín (Jorge Juan, 17) o Ana la Santa (plaza de Santa Ana, 14).
También amo Madrid por su cultura, por su arte callejero. Imprescindible un
paseo por la calle del Doctor Fourquet, la calle de las galerías de arte. También
conviene hacer una visita al estudio BoaMistura (San Hermenegildo, 5) y a la
tienda de decoración de mi querido Lorenzo Castillo (Almirante, 25).

41 . Cafetería Embassy

LUIS GARCÍA FRAILE, DECORADOR


Amo Madrid por su luz, por su gente y, entre otras mil razones, por su oferta de
gastronomía y ocio. Me gusta comer en los restaurantes Caray (Hermosilla, 2),
The Hall (Velázquez, 150) o en un clásico que no tiene edad, Embassy (paseo de
la Castellana, 12). Sus pasteles y su helado de menta y chocolate son
imbatibles. Me encanta pasear los sábados por la mañana por el barrio de las
Letras y entrar en el anticuario Tesla (Santa María, 17) o pasar el domingo
enredando en las diferentes tiendas del Rastro, como Berenis (Ribera de
Curtidores, 29), Slou (Padilla, 19) y LA Studio (Arganzuela, 18).

42. Plaza de Olavide

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN, ESCRITOR

Madrid es una buena ciudad para pasear. También una buena ciudad para
sentarse en una terraza a leer el periódico. Mis terrazas favoritas son las de la
plaza de Olavide. Me encanta ese barrio, Chamberí, que para mí conserva algo
del sabor del Madrid de Galdós, con esas fachadas del XIX y esos portales con
el letrero de Aseguradora de Incendios.

43. Calle de Bravo Murillo

JUAN HERREROS, ARQUITECTO

Me gusta Madrid porque cada una de sus calles es una pequeña excursión para
descubrir secuencias de arquitectura aparentemente anodina. Las calles de
Alcalá y Bravo Murillo, o el paseo del Pintor Rosales, son espacios para leer
historias de edificios y de arquitectos anónimos, seguramente ultrajados por la
ambición y el olvido, pero aún admirables.
44. Restaurante La Verónica

ELVIRA MÍNGUEZ, ACTRIZ

Me encanta caminar por las calles de algunos de los barrios madrileños, y en


especial por el de las Letras. En él confluyen arte, historia literaria y teatral y una
buena oferta gastronómica. Mi sitio favorito es el restaurante La Verónica
(Moratín, 38), por ser un lugar de encuentro perfecto para la tertulia con
amigos, un café o una copa más allá de los horarios habituales de comidas y
cenas.

45. Restaurante Camoati

JOSÉ CARLOS MARTÍNEZ, DIRECTOR DE LA COMPAÑÍA


NACIONAL DE DANZA

Madrid para mí implica libertad, me gusta cómo me siento aquí, y si tuviera que
destacar una cosa sería ese cielo azul y limpio tan diferente al de París. Me
encanta pasear por la Latina en invierno, bajo el sol, y después comer en
Camoati (Alfonso VI, 3), mi restaurante argentino preferido, por la calidad de la
comida y ¡porque te sientes en casa! Después, terminar el paseo en el Café del
Real (plaza de Isabel II, 2).

46. Calle de la Palma

ARIEL ROT, MÚSICO

Adoro el centro de Madrid. Una de mis rutas arranca por Conde Duque,
haciendo una parada en Radio City (Conde Duque, 14), un templo de la buena
música y el buen gusto. Me gusta perderme entre vinilos y mantener una charla
apasionada con Jesús, un maestro recomendando vieja y nueva música.
Después, bajar por la calle de La Palma, donde está una de las tiendas de
guitarras más curiosas que conozco, Headbanger Rare Guitars (La Palma, 73).

47. Museo Thyssen

EDUARDO LÓPEZ-COLLAZO, DIRECTOR CIENTÍFICO DEL


HOSPITAL LA PAZ

Nací en Cuba, mi pasaporte es español pero soy madrileño de corazón. De


Madrid no es nadie y a la vez somos todos. Aquí tienes los cielos más azules y la
luz más auténtica para pasear. Eso sin tener en cuenta sus pinacotecas, que
con solo visitar tres (El Prado, el Reina Sofía y el Thyssen) recorres la historia
del arte. Podría estar mencionando otras razones para amar Madrid, pero yo
tengo una que gana a todas: aquí soy libre, puedo ser yo sin reversos ni
condiciones.
48. Restaurante Lhardy

AGUSTÍN PÉREZ RUBIO, DIRECTOR DEL MALBA (MUSEO DE


ARTE DE BUENOS AIRES)

Me encanta Madrid por la frescura de la gente y la gran oferta cultural de


teatros, cines, auditorios, museos y salas, pero para mí es importante la parte
culinaria, que ahora echo mucho de menos estando fuera. Desde el cocido de
Lhardy (Carrera de San Jerónimo, 8) hasta los mariscos de La Trainera
(Lagasca, 60), pasando por las casas de comida como el Bogotá (Belén, 20) o
Casa Fidel (Escorial, 6). Y Malasaña y los sitios de tapas de Huertas o La Latina.

49. Cines Renoir y Golem

DANIEL GUZMÁN, ACTOR Y CINEASTA

Me gusta Madrid por sus calles que nunca te abandonan, los ruidos de alegría,
las imágenes mudas de soledad, las prisas, carreras, rumbos sin rumbo,
contaminación invisible, los museos futbolísticos y los de verdad, los teatros
con espectáculos y algunos con historias, los cines que no traicionan el idioma
de sus películas, como los Renoir y Golem de la plaza de España, los espacios
para desconciertos, tiendas y centros comerciales, y un río que intenta
encontrar su lugar […].

50. Centro Cultural Matadero

MONTSERRAT SOTO, ARTISTA PLÁSTICA

Me gusta la ciudad por su oferta cultural y su capacidad de acción. Me gusta


Matadero; la galería Max Estrella (Santo Tomé, 6), donde vi la última obra de
Daniel Canogar, un viaje atemporal a nuestro tiempo; la galería La Caja Negra
(Fernando VI, 17), donde está la muestra de Óscar Mariné, un trabajo
espectacular, intimista y lleno de grandes frases conmovedoras. Adoro el
Museo del Prado, lo he visitado este mes tres días seguidos, es agradable y
estremecedor estar entre los cuadros de ese museo haciendo fotos en la
intimidad de sus estancias junto a esas obras maestras.

Publicado en EL PAÍS el 6/2/2005


MADRID SE CUENTA EN

16
CANCIONES

Un recorrido por temas que citan calles y lugares emblemáticos de la ciudad


El juego es el siguiente: canciones que mencionan zonas de
Madrid. No vale, por ejemplo, Pongamos que hablo de Madrid,
seguramente la pieza más representativa sobre la capital, pero que
no alude a ningún lugar de la ciudad. Son válidas, por ejemplo, dos
clásicos como La Puerta de Alcalá o Chica de ayer. La primera, por
su referencia obvia al monumento colindante con el Retiro, y la
segunda, por detenerse en El Penta, obligado club de la noche
malasañera. Existen muchas más, pero hemos seleccionado éstas,
que arrancan en 1978 y llegan hasta este 2009.

Carlos Marcos
Foto: Agustín Lara, Lavapiés
Jim Dinamita, de Burning (1978)
El himno de exaltación al macarra. Los Burning se movían por Madrid como el
personaje de su canción, Jim Dinamita: "En La Elipa nací, y Ventas es mi reino /
y para tu papá, nena, soy un mal sueño". Por supuesto, los Burning son de La
Elipa.

Balada de Madrid, de Moris (1979)


Tuvo que venir un argentino para contar lo que pasaba en las calles de Madrid.
Su disco Fiebre de vivir es una atinada radiografía de la ciudad. Esta Balada de
Madrid se detiene en el barrio de Hortaleza y en la calle Gran Vía.

Vallecas 1996, de Topo (1979)


Grupo fundamental del rock urbano de finales de los setenta. Los Topo
auguraban un Vallecas conflictivo con 20 años de antelación. Así decía la
canción: "Vivir en Vallecas es todo un problema en 1996 / sobrevivimos a base
de drogas que nos da el Ministerio del Bienestar".

Este Madrid, de Leño (1979)


La primera canción ecologista del rock madrileño. Rosendo poniendo las cosas
claras: "En Atocha encontrarás aire limpio sin igual. / Es una mierda este
Madrid, que ni las ratas pueden vivir". Aunque parezca lo contrario, Rosendo
ama profundamente a su ciudad.

Madrid 1983, de Miguel Ríos (1983)


Pues sí, el rockero Miguel Ríos escribió una canción sobre la popera Movida. Así
dice: "Espídicos y acelerados, pelos de color / funden con su marcha el
amplificador". Y no se olvida del local de conciertos por excelencia: "Madrid, en
el centro de la ola. / Madrid, derritiendo el iceberg. / Madrid, en el templo del
Rock-Ola".

Caballo de cartón, de Joaquín Sabina (1984)


Soberbia poesía urbana de un inspiradísimo Sabina, que recorre la línea 1 del
metro en busca de corazones solitarios: "El metro huele a podrido, / carne de
cañón y soledad. / Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, dónde queda tu
oficina para irte a buscar".

Velarde estrit bogui, de Los Enemigos (1986)


El disco en el que se incluye este tema se ofrecía en los bares de la calle Velarde
por un vino y una tapa de chorizo. En esa zona de Malasaña pasaba todas las
noches el grupo. Este boogie suena acelerado y vacilón.
Vente pa Madrid, de Ketama (1988)
Escrita por Antonio Flores, es un canto a la hospitalidad de la ciudad. Y todo
arranca en el sur de la región: "Yo tenía un primo en Getafe / que se tuvo que
marchar, / se tuvo que ir a Alicante / sin poderlo remediar".

Un año más, de Mecano (1988)


La infantil voz de Ana Torroja va describiendo lo que sucede el 31 de diciembre
en el kilómetro cero: "En la Puerta del Sol, como el año que fue / otra vez
champagne y las uvas y el alquitrán, de alfombra están".

Bruma en La Castellana, de Ariel Rot (1997)


Otro argentino que vive Madrid, primero con Tequila, luego con Los Rodríguez y
en solitario, como este tema que cita el paseo de la Castellana, el Bernabéu y La
Vaguada. Ariel relata los vapores de la ciudad después de una noche al filo: "Por
Madrid de madrugada / cuando la suerte se acaba".

Calles de Madrid, de Quique González (2003)


El rockero madrileño explica sus sensaciones del sábado por la noche: "Desde
Las Ventas hasta Chamberí, / fumando a medias en las calles de Madrid, /
cuando despiertas ya no están aquí".

Vuelvo a Madrid, de Ismael Serrano (2005)


Otro aficionado a pasear por las calles de la ciudad dedica su particular oda a lo
te amo-te quiero, con referencia al barrio más multiétnico: "Lavapiés nos
recibe... explosión de color / una mujer reza y llora desde un locutorio... Maldita
ciudad, no es tu mejor momento y aún estás hermosa".

Madrid, de El Canto del Loco (2008)


Siempre reivindicando su madrileñismo, El Canto del Loco expone sus
experiencias con su ciudad. Que no la escuche Gallardón, porque en una estrofa
dicen: "Y no quiero Olimpiadas". A los locos les interesa más callejear: "Vas por
las calles, / las historias sin pena ni gloria / para cuando llegue su destino /
pararán para tomarse un vino en Antón Martín".

Balmoral 2, de Loquillo (2008)


Una de las coctelerías más genuinas de la ciudad dejó de existir hace unos años.
Loquillo, asiduo del bar, le dedica esta pieza, acordándose de su barman:
"Manolo, lo de siempre, no te vayas a engañar, / volverán nuestros pasos a
Balmoral".
Es sólo una canción, de Amaral (2008)
"De tanto reír no puedo ni hablar / y hay tantas cosas que te quiero contar. / ¿Te
hace un billar? / Nos vemos en La Vía Láctea". El dúo zaragozano apela a su
condición de residente en Madrid y a uno de los símbolos de Malasaña, el club La
Vía Láctea. Por cierto, es el único tema de Amaral que canta Juan Aguirre.

Windsor, de Pereza (2009)


De su reciente disco, Aviones. Leiva equipara el incendio del edificio Windsor a su
ardiente historia de amor. "Mi corazón ardía como el Windsor", canta el dúo
madrileño.

Publicado en EL PAÍS el 30/9/2009


Foto: Palacio de Oriente

,
en las páginas de EL PAÍS

Edición: Gregorio Rodrígez


Coordinación: Marta Nieto, Naiara Fuentes
Diseño: Ana Fernández
Fotografía: Raúl Cancio

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