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Madrid Miradas
Madrid Miradas
50 amantes de Madrid
Madrid se cuenta en 16 canciones
Días nublados
Entre el Retiro y el paseo del Prado hay en los días nublados y lluviosos un
Madrid londinense, con arboledas y tranquilas calles laterales y fachadas
solemnes de museos. Basta seguir subiendo hacia el norte y regresar a la
ciudad en una tarde de calor para que en la plaza del Descubrimiento, con las
torres de Jerez y esas brutalidades paleolíticas que hay al lado de la Biblioteca
Nacional. Madrid adquiera de pronto una febril modernidad suramericana
como de los años sesenta. Pero con sólo trasladarse de barrio es posible viajar
sin demasiada fatiga a otro tiempo, y entonces nada complace más al lector de
Galdós que descubrir en las esquinas nombres con los que se familiarizó en los
Episodios nacionales y de los que tal vez ahora casi nadie sabe nada: Serrano,
O'Donnell, Zurbano, Lista, Luchana, Príncipe de Vergara, Siete de Julio: la épica
liberal de don Benito se enreda en los nombres de las calles con el Ruedo
ibérico de Valle-Inclán, y entre la estatua del marqués de Salamanca y la de
Isabel II, tan lejanas la una de la otra, Madrid resume su condición de Corte de
los Milagros y escenario de motines y, comitivas reales, interrumpidas a veces
por la explosión de alguna bomba libertaria y casera. En Madrid uno percibe el
color y la tumultuosa densidad de un presente muchas veces agrio y
desgarrado y al mismo tiempo una nostalgia imposiblemente personal de otro
Madrid abolido que sólo conoce por los libros y las fotografías, y sobre todo por
los testimonios de los supervivientes, una nostalgia civil de libertades y
heroísmos que tuvieron aquí su capital de la gloria y sus monumentos de
escombros. Tal vez desde entonces le ha quedado a Madrid esa diafanidad de
perspectivas, esa anchura de frontera y de tierra de nadie que sigue habiendo
entre la plaza de España y en el parque del Oeste, la arrogancia porvenirista,
como decía Ramón Gómez de la Serna, que aún nos entusiasma viendo el
edificio Capitol o las arcadas del Viaducto: en Madrid se ve más claro que en
ninguna otra parte que pudimos haber crecido en un país menos zafio, y el dolor
por lo que se perdió se agudiza en el contraste con la belleza sin énfasis de lo
que ha perdurado, muchas veces oculto, con esa dignidad lacónica fortalecida
por la persecución que encuentra uno en los viejos resistentes: tras los
aspavientos de granito del Madrid fascista o las colmenas del Madrid
agigantado y devastado en los años sesenta se abren calles escondidas con
jardines delanteros y pequeños chalets donde ya no parece vivir nadie, o una
gente laica, civilizada e invisible que observa tras los cristales con visillos la
desfiguración de su ciudad a manos de las hormigoneras y los martillos
neumáticos que este verano taladran sin misericordia ni descanso todas las
aceras de Madrid.
Desfiladero
Libros de memorias
Foto: librería Pérez Galdós, calle Hortaleza Madrid es la ciudad del descuido y el lugar sagrado
de los descuideros. Una ciudad que vive el presente y el pasado como elementos
efímeros que se derritieran entre el asfalto y la apisonadora. Si Múnich, o incluso
Dublín, por poner dos casos extremos de Europa, tuvieran tantos rincones como
Madrid tiene arrinconados, probablemente esas zonas del pasado estarían mejor
subrayadas en el mapa urbano, e incluso en la memoria de la gente. Ahora los
irlandeses han tenido de nuevo su Bloomsday, el homenaje urbano a la figura de
James Joyce, su escritor más glorioso. Aparte de algunos fanáticos que le rinden
gloria, sería bueno saber cómo Madrid saca de la miseria y el olvido los rincones
urbanos donde habitan las memorias literarias de los Joyce madrileños, desde
Galdós a Larra, desde Cervantes a Lope, y si Madrid se descuida, un día no sabrá
dónde estuvo el Madrid de Baroja, ignorará el Madrid de Juan Benet, no tendrá ni
idea del Madrid de Sánchez Ferlosio, y guardará bajo el puente el viejo Madrid
secreto de Juan Benet Goitia.
Crónica literaria
Ser una ciudad abierta, acogedora, tiene también sus quiebras. A diferencia de
otras ciudades, Madrid no tiene defensores frente a quienes pretenden ocuparla,
maltratarla, quitar los bulevares, hacer agujeros en sus bellas plazas, malbaratar
su patrimonio. Es de esperar que la nueva generación de madrileños, hijos de los
que llegaron de fuera y aquí nacidos, sepa comprenderlo.
Para mayor redundancia, el alcalde ha dicho que "quien tiene imaginación vive dos
veces". Madrid es una ciudad en la que se puede llevar doble o triple vida con todo
lujo de anonimatos. Es cierto que aquí no hay mar, pero los estanques del Retiro y
de la Casa de Campo, con un poco de imaginación, hacen las veces de sendos
océanos.
La música popular de las fiestas es una buena muestra del madridaje: jazz, cuplés,
rock duro, oskorris, perales, pastores, rock blando, mecanos, loquillos, elegantes,
siniestros, procacidades, tangazos, alaskas, mesteres, chunguitos, pelos de
punta, flamencos, velosos, pasacalles, desvaríos, romanzas, rocíos, pasión,
melancolía y desatinos. Madrid no es posmoderno; Madrid es barroco.
“A
Madrid le falta un relato”. Es una frase que leí el otro día en
un artículo que trataba de la decadencia de Madrid. De no
ser porque es una expresión que escuchamos a diario en
boca de políticos y analistas hubiera pensado que a los
autores del texto les faltaban lecturas, porque de Mesonero
Romanos en adelante si algo tiene esta ciudad son relatores:
Camba, Chaves Nogales, Gómez de la Serna, Pérez Galdós,
Benet, Alfonso, Antonio López, Arturo Barea, Caro Baroja,
García Hortelano, Chacel, Martín Santos, Valle-Inclán, Josep
Pla, Arniches, Manuel Longares, Francisco Umbral, etcétera.
A
pesar de haber servido de plató para la inmensa
mayoría de las películas españolas, Madrid no ha
dado especialmente bien en las pantallas
cinematográficas. A diferencia de ciudades que se
asocian con el cine, como Nueva York, Shanghái,
París o la misma Barcelona, la capital española ha
sido poco abordada por las cámaras como entorno
urbano. Molina Foix ve la causa de esta situación en
el tufo oficialista que desprendía Madrid y en la
ausencia de ese submundo turbulento que generan
Foto: Gran Vía los vicios.
Paseando una tarde por Madrid, en primavera y a la hora crepuscular que le da
más color, dijo el poeta Jaime Gil de Biedma: Madrid es una ciudad hermosa, pero
de poco vicio". Me reí de la voutade sabiendo lo mucho que este barcelonés
conoce Madrid y su certero instinto para resumir en verso las impresiones
urbanas. Y también recordé la precisa imagen sobre la capital que hay en uno de
sus poemas, en el que la llegada a Madrid, con su carácter panorámico, le sugiere
al poeta la inmensidad de un instante casi angustioso, "como de amanecer en
campamento o portal de Belén".
Una de las razones -y quizá la central- de que Madrid, marco o fondo de tantas
películas españolas, haya sido ciudad poco abordada por el cine como desierto
artificial de los hombres (recorrido por esas largas galerías de la high life y la low
life que Baudelaire soñaba) es muy probablemente su tufo oficialista y la ausencia
de vicio, o al menos de ese submundo turbulento y espeso que generan los vicios.
Hermosa y grande, fea, provinciana a barrios, legal y vecinal, Madrid no ha dado
especialmente bien en la pantalla frente a esas capitales que uno asocia con el
cine: París, Nueva York, Shanghái, Barcelona o Berlín.
Una de las películas que con más talento ha tratado el entorno de una ciudad
como metáfora envolvente de la vida de unos personajes (el modo en que lo hizo
Antonioni con Roma en El eclipse y en La noche con Milán) es Los pájaros de
Baden-Baden, de Mario Camus, basada en el relato del mismo título de Ignacio
Aldecoa. El novelista vasco plasmaba, a través de breves intercalaciones
paisajísticas, el clima de la ciudad desierta y nocturna, que resume al final del
cuento un anónimo personaje de Rodríguez: "Madrid, en verano, sin familia y con
dinero, como decía aquél: Baden-Baden... Baden-Baden".
En el caso de Olea (como en el de Chávarri con Las bicicletas son para el verano y
el de Aranda con Tiempo de silencio, logrado esperpento madrileño que contrasta
con la epidérmica Luces de bohemia), sólo la mediación del tiempo, con la
consabida relajación de la censura, permitiría la distancia objetiva y la libertad
necesarias para recomponer históricamente la ciudad. Antes que ellos hay que
decir, con todo, como justo homenaje, que un madrileño obeso y exótico, Edgar
Neville, fue sin duda el director -uno de los mejores de la nómina del cine español-
que más sostenida e inteligentemente exploró la historia de su ciudad y retocó
poéticamente sus límites. Desde Verbena, de 1941, hasta su última cinta, Mi calle
(1960), Neville recordó e imaginó Madrid; le sirvió crudamente, desde sus
primeros entusiasmos franquistas en aguerridas películas de tesis, como La
Ciudad Universitaria, de 1938, o Frente de Madrid, del año siguiente, y superó con
ironía y un elegante filtro formal las aceptadas normas del sainete de costumbres
que están en la base de Domingo de carnaval o El crimen de la calle de Bordadores.
La más original aportación, con todo, a la iconografía madrileña se halla en sus dos
indiscutibles obras maestras: La torre de los siete jorobados, replanteamiento
gótico del Madrid castizo de finales del siglo XIX, y El último caballo, en la que la
ciudad -como en los mejores apólogos neorrealistas de De Sica, Milagro en Milán
y Umberto D- estaba contemplada como paisaje moral que comenta y sirve de eco
a una fabulación antimoderna y ternurista.
Esta última ha, sido, precisamente, una de las carencias más lamentables en la
historia filmográfica de la capital castellana: su poca versatilidad para la ley del
hampa. Mientras en los años cincuenta y primeros sesenta, Julio Coll e Iquino, por
ejemplo, inventaban una imaginería sórdida y patológica sobre la Barcelona,
negra en sus cintas policiacas, Madrid nos presentaba tan sólo sinvergüenzas o,
como mucho, pillos, cuyo peor delito era el nazareno o el inmemorial timo de la
estampita. Algunas imágenes sombrías de Borau en su filme de 1965, Crimen de
doble filo, y, muy recientemente, el magnífico trabajo fotográfico de Andrés
Berenguer en El arreglo, de Zorrilla, otro valioso intento de ganar a Madrid para la
mitología de crimen, serían dos de las contadas excepciones. Ya que Saura -en
Los golfos y Deprisa, deprisa- o -en registro más basto, aunque eficaz- Eloy de la
Iglesia han hablado del delincuente o, más exactamente, sobre "el ser criminal" en
Madrid, pero sus cintas eran más bien documentos sociales o ilustraciones de
geografía humana, y no reconstrucciones de género.
Ha habido películas en estos últimos años que han puesto de relieve de forma
original espacios y especímenes insospechados de la poca variada fauna
madrileña. Muy sincopadamente, Fernando G. Canales enseñaba Madrid -un
Madrid coloreado chillonamente a mano y deliciosamente irreconocible bajo el
maquillaje- en su musical Bésame, tonta y Luis Revenga situaba su fábula cantada
Caperucita y roja en Parla, ese emporio, y lograba a base de humor no hablar en
madrileño y retratar a fondo los usos y figuras de una muy reconocible
ciudad-dormitorio. Gutiérrez Aragón, en Maravillas, cuento maravilloso que
trasciende cualquier sabor local, ofrecía, sin embargo, un contexto religioso
infrecuente -los ritos de los judíos españoles- y unas extraordinarias imágenes del
Madrid más desnaturalizado (Azca y sus alrededores) como telón de fondo de
una iniciación juvenil a las miserias y grandezas de la edad, la urbe y la carne. Sin
olvidar las esquinas peligrosas de la Castellana, en donde consuman sus proezas
esas heroínas de la vida moderna que son los travestidos de Vestida de azul, de
Giménez Rico. Ahora bien, como decía el autor de Las flores del mal en su afanosa
búsqueda de la belleza propia de su siglo y su ciudad, "el elemento particular de
cada belleza viene de las pasiones". Eso podría explicar no sólo la hermosura
convulsa, sino el poso ciudadano absolutamente moderno de los
descubrimientos de Almodóvar y, en especial, de ese compendio de dorada
podredumbre madrileña que fue Arrebato.
M
ariel Guiot estudió filología española en Francia y
filología francesa en España. Pero amaba el cine.
Vino a Madrid ("a Madrid, no a España") para hacer
una tesina sobre el cineasta Carlos Saura y terminó
fraguando, junto a su marido, Javier Garcillán, una
revolución cultural discreta y concienzuda en una
ciudad donde no había películas en versión original y
donde el cine de calidad era sinónimo de aburrimien-
to y quiebra empresarial. De la mano de Mariel Guiot,
los madrileños se han familiarizado con Wim
Foto: recuerdos en la Plaza Mayor de Madrid Wenders, Jean-Luc Godard o Eric Rohmer. Ahora, de
la mano de su hijo, de 20 meses, Mariel está descubriendo un Madrid nuevo, lleno
de rincones infantiles. Adora las acacias de la Castellana ("el río de Madrid"), los
edificios de la Gran Vía y la luz de los días de invierno.
Durante su primera época, las salas Alphaville fueron mi casa, y Mariel, parte de la
familia. Como en esas antiguas librerías adonde uno va no sólo a comprar libros,
sino también a hablar con el librero de literatura (como otros hablan de fútbol en
el bar), Alphaville tenía para mí esa cualidad tan humana, y tan rara hoy en día, de
ser no sólo un lugar para ver cine, sino también para saborearlo, discutirlo y
enrollarse. Y en el centro de Alphaville, sin ningún deseo de protagonismo, pero
protagonizándolo todo, estaba Mariel, una chica de gusto exquisito, dotada de un
enorme encanto social y un olfato natural para detectar las películas interesantes
antes de que se hablara de ellas.
Cuando digo que Alphaville fue mi casa no empleo una metáfora. Todas mis
películas encontraron su acomodo natural en alguna de sus cuatro salas, incluso
cuando existía la quinta puse alguna vez mis prehistóricos superochos.
Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, por ejemplo, fue recuperada por los
chicos de Alphaville de los circuitos basura, y se quedó cuatro años instalada en
las sesiones de madrugada.
En una época en que el cine es cada vez más un zoco en el que sólo importa el
comercio, las cuatro salas de la calle de Martín de los Heros (junto a sus hermanas
del Renoir) proporcionan a los días y las noches de Madrid un callejón con salida,
donde todas las aventuras son posibles.
C
uando se cumplen, esta madrugada, cuatro siglos
de la muerte en Madrid de Miguel de Cervantes
Saavedra, el recuerdo que la ciudad guarda de él es
doblemente agridulce. Una calle con su nombre en
el barrio de las Letras; un monumental grupo
escultórico en la plaza de España; tres estatuas
efigiadas, en la plaza de las Cortes, en la avenida de
Arcentales y en el Paseo de Recoletos sobre la
escalinata de acceso a la Biblioteca Nacional; tres
lápidas dedicadas a su figura, dos en la fachada del
convento de las Trinitarias y otra en la calle de
Atocha la sede de la institución emblema de la
lengua española, el Instituto Cervantes de la calle
del Barquillo; el nombre de varios centros escolares
y, una cierta documentación sobre su limpieza de
sangre y otros manuscritos -solo se conservan 11-
depositados en el Archivo Notarial de Protocolos de
la calle de Alberto Bosch. Todos esos hitos dan fe
tangible y grata de su memoria en Madrid. Pero
algunos episodios de la vida del escritor, también
aquí acaecidos, permiten pensar que la relación del
novelista universal con esta Corte hubo de ser no
únicamente gozosa.
Otro episodio de su juventud, hasta ahora poco conocido, acreditado por la Orden
de Predicadores, los dominicos, sitúa al joven Miguel de Cervantes en 1567 junto
al lecho de muerte donde agoniza fray Bartolomé de las Casas, apóstol de los
indígenas americanos, en un convento contiguo a la hoy basílica de Nuestra
Señora de Atocha. Secreto admirador de Erasmo, conmovido por el ejemplo de
aquel titán obispo de Chiapas que tuvo la audacia de enfrentarse a los crueles y
poderosos virreyes que sojuzgaban a los nativos americanos, el futuro Príncipe de
las Letras extrajo de aquel ejemplo de desigual combate algunos de los mimbres
con los cuales construiría su personaje universal, Don Quijote de La Mancha,
enfrentado asimismo a poderosos y feroces gigantes. Sería precisamente su
personaje el que eclipsaría, por solapamiento, la propia figura del escritor, poco
conocida y mucho más baqueteada aún por la vida que la sufrida por sus
creaciones literarias.
Amoríos madrileños
Salvado por intercesión de su madre, que recaudó gran parte del cuantioso
rescate exigido por sus captores de Argel, y por mediación de los religiosos
mercedarios y trinitarios, Miguel regresó a Madrid con la ilusión de viajar a
América y hacer carrera como poeta y dramaturgo. No consiguió cruzar el
Atlántico. Sin embargo, en el ambiente de corralas y teatrillos de Madrid
Cervantes escribía con ahínco y llegó a ser feliz, tanto, que allí cosecharía algunos
amoríos, como el de Ana Villafranca -mujer de un tal Suárez, tabernero- que
ampliarían su estirpe: se sabe que en 1584 tuvieron una hija, llamada Isabel, a la
que algunas fuentes atribuyen haber profesado en el convento trinitario de la calle
de Cantarranas, donde su padre dispusiera ser enterrado. Casado con Catalina de
Salazar en la manchega villa de Esquivias, Cervantes y su esposa llevarían una
distante vida matrimonial, sin prole.
¿Por qué Cervantes decide en Madrid firmar en 1605 su obra universal sobre el
hidalgo manchego con el de Saavedra como segundo apellido? Tiempos aquellos
en los que los artistas, pintores como Velázquez, literatos como Lope y muchos
otros, buscan ennoblecerse o acreditarse en la Corte madrileña como caballeros
de Santiago, de Alcántara, Montesa… ¿Pretendió Cervantes, con fina sorna,
esgrimir el supuesto abolengo romano-imperial de su linaje para acallar a sus
pares e ironizar sobre la conducta de sus congéneres de la pluma, tan aplicados a
conseguir fatuos créditos de nobleza? Muy posiblemente, ya que el monarca al
cual la legendaria Heráldica le emparentaba era, ni más ni menos, que… ¡Calígula!
Diabetes hidropésica
La épica jornada de Madrid ha sido trastornada por su propio mito. La gente que
salió a combatir lo hizo por su cuenta y riesgo. Fue el pueblo humilde quien se hizo
cargo, a tiros y puñaladas, de una soberanía nacional de la que se desentendían
los gobernantes. La relación de víctimas prueba quiénes se batieron realmente:
chisperos, manolas, rufianes, mozos de mesón, albañiles, presidiarios,
carpinteros, mendigos, modestos comerciantes. El 2 de Mayo fue menos un día
de gloria que un día de cólera popular que apenas duró cinco horas. Eso limita el
ámbito inicial del mito, pero engrandece la gesta. Además, hizo posible lo que vino
después: una epopeya nacional extraordinaria. Aquella jornada callejera, con sus
consecuencias, dio lugar al 3 de mayo. Y a partir de ahí, de modo espontáneo y
solidario, una nación entera se confirmó a sí misma sublevándose contra la
invasión extranjera, y arrastró a los tibios, a los indecisos y a muchos de los que,
por sus ideas avanzadas, estaban más cerca de los invasores que de los
invadidos.
P
Pese a tener todos los fetiches a su disposición, la
Residencia de Estudiantes parece el sitio menos
fetichista del mundo. Cuestión de carácter. En un lugar
en el que, entre 1910 y 1936, vivieron ilustres como Juan
Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Salvador Dalí o
Luis Buñuel, cualquiera comprendería la mínima
debilidad por un pasado que los manuales, tan
aficionados al medallero, suelen llamar "de plata". Por si
fuera poco, la nómina de los que pasaron por estos
salones como conferenciantes es casi un diccionario de
lumbreras del siglo XX: de H. G. Wells a Madame Curie
pasando por Howard Carter, descubridor de la tumba
de Tutankamon, Paul Valéry, Keynes, Ravel o Le
Corbusier. O sea, lo mejor de cada casa en arqueología,
arquitectura, música, economía y, por supuesto,
literatura. Por no hablar de la ciencia, junto a las
humanidades, el gran pilar de la casa. En 1923 Albert
Einstein explicó aquí su teoría de la relatividad en una
charla que contó con un particular traductor
simultáneo: José Ortega y Gasset. No todo fue, además,
cultura de cuello duro. Alexander Calder desplegó su
mítico circo en miniatura, que obligaba a los
espectadores a sentarse en el suelo, y Chesterton
gamberreó lo suyo durante la semana que pasó en casa
del director de la Residencia, Alberto Jiménez Fraud,
discípulo de Francisco Giner de los Ríos, el padre de la
Institución Libre de Enseñanza.
Con todo, la Residencia de Estudiantes parece trabajar a diario sin sacar pecho,
sin darse del todo por aludida, como los obreros que estos días se afanan en un
pabellón que formará parte de una futura exposición dedicada a la Junta de
Ampliación de Estudios. Los muebles son funcionales, austeros, y en las paredes
no cuelga un solo cuadro. Lo mismo que las habitaciones, monacales si no fuera
porque tienen televisor y wifi. Hasta las espartanas butacas de Josep Torres
Clavé -que compartieron espacio con el Guernica de Picasso en el pabellón de la
República de 1937 y que todavía se fabrican- parecen diseñadas ayer mismo
contra la tentación de dejarse llevar por el lujo fácil y los delirios de grandeza. Que
nadie busque aquí un hipotético espai Dalí o una suite Lorca. La Residencia de
Estudiantes no alardea. Cualquiera que recorriera sus pasillos sin conocer la
historia de estos cuatro edificios (los dos gemelos, el central y el transatlántico)
se marcharía con la impresión de haber estado en un lugar que tiene demasiadas
cosas que hacer como para recrearse en su prestigioso árbol genealógico.
Al poeta granadino Luis Muñoz -asesor de la institución, dirigida ahora por Alicia
Gómez-Navarro- le gusta ese carácter ajeno a la mitomanía. Así, camino de la
biblioteca, enseña sonriente una sala de reuniones amueblada con sillas de
respaldo bajo -sheep (oveja) se llaman, además- que tienen algo de broma para
solemnes, como aquellas que gastaban los residentes más díscolos (y puede que
los más sacralizados hoy). Parece imposible ponerse estupendo en una sala así.
Mientras el piso superior lo ocupa la Fundación García Lorca, en el subterráneo
del centro de documentación, la gente se afana catalogando unos fondos entre
los que se encuentran los archivos de Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y Luis
Cernuda. Los libros de la biblioteca de este último parecen recién comprados.
Sólo los mancha, y es mucho decir, el escueto ex libris del poeta y algunas
dedicatorias: la del Cántico de Jorge Guillén, con el que tuvo sus más y sus menos
("a Luis Cernuda, siempre en la calle del Aire, supremo huésped de estas
contranieblas") o su propia firma, "Ludwig", sobre la antología generacional de
Gerardo Diego, cargada "entre Moguer y Chiclana" el 25 de agosto de 1934, es
decir, en plenas Misiones Pedagógicas.
Y todo mientras se discute, como estos mismos días, sobre las bibliotecas
digitales o el cambio climático. La actividad no para en un lugar sin el que la
cultura española tendría un agujero con más metros cuadrados que los que
ocupan estos edificios. El lirismo de póster y calendario escucharía todavía, en el
mismo salón en el que estuvo, el piano al que se sentaba Lorca, que vivió aquí diez
años; o la risa de Alberti, asiduo visitante. Más en prosa, es difícil sustraerse a la
idea de que si estas paredes hablaran, lejos de suspirar, preguntarían: "¿Qué
haces ahí mirando?".
E
n la azotea del edificio que media entre Alcalá y la
carrera de San Jerónimo, un anuncio de Tío Pepe
hace las funciones de santo patrón.
Frente al reloj de todas las Nocheviejas, los edificios que flanquean Carmen y
Preciados, dos de las calles peatonales más bulliciosas y animadas de la ciudad,
aparecen invadidos por el logotipo de El Corte Inglés, pero un poco más allá otro
vetusto y adorable superviviente, Casa De Diego, sigue llenando sus escaparates
de bastones, abanicos y paraguas. De allí arranca la calle de la Montera, que tiene
una especialidad bien distinta. Un día, hace muchos siglos, la fundaron. Yo
calculo que, un minuto después, la primera prostituta se acomodó en una de sus
esquinas. Desde entonces, todos los alcaldes de Madrid han diseñado planes,
han aprobado órdenes, se han comprometido con sus vecinos para echarlas de
allí. Ninguno lo ha conseguido. Quizá por eso, desde el centro de la plaza, Carlos
III, el único rey amado por todos los madrileños de todos los tiempos, parece
sonreír, montado en su caballo.
L
os primeros cafés de Madrid que abrieron terraza lo
hicieron en el Pasaje de Matheu, a dos pasos de la
Puerta del Sol, eran cafés afrancesados, fundados y
frecuentados por la colonia francesa de Madrid a
mediados del siglo XIX. En el Café de París se
reunían conservadores y monárquicos y en el de
Francia, fundado por Monsieur Doublé, supervivien-
te y héroe de La Comuna, republicanos y revolucio-
narios. La revolución de las terrazas triunfó en la
capital de España, hasta el abuso, como denuncia-
ba en la segunda década del siglo XX el escritor y
cronista madrileño Pedro de Répide. La moda de las
terrazas, escribía: “…ha llegado a constituir en
Madrid un intolerable abuso durante los meses del
verano, hallándose el viandante imposible de pasar
Foto: Camilo José Cela y Paco Rabal en La colmena.
Tertulia en el Café Gijón. por las aceras de las calles y jardines de las plazas
ocupadas por los veladores y asientos multiplicados hasta el absurdo”. Los
clientes de las terrazas se libraban del aire cargado, enrarecido y espeso del
interior. En un incisivo artículo, titulado El Café, Mariano José de Larra describía
los padecimientos del fumador pasivo, abrumado y ahumado por “cuatro
chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descu-
brimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana”.
Hoy los cafés son oasis en los que sigue abrevando una fauna amiga de la
cháchara y el debate sobre la que planea todavía la sombra de las viejas,
turbulentas y discutidoras tertulias como las de los cafés de la Puerta del Sol
sobre las que Valle Inclán, que perdió un brazo a causa de una de ellas, escribiría:
“El Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y el arte contem-
poráneo que dos o tres universidades o academias”. Otro adicto a los cafés
madrileños, Enrique Jardiel Poncela pondría más tarde en boca de un hipotético
corresponsal británico una receta para terminar con los endémicos males de
España: “Abrir todas las cabezas y cerrar todos los cafés”. Entre los cafés
supervivientes de Madrid, el Nuevo Café Barbieri de la calle del Ave María en
Lavapiés, fundado en 1912, es el que mejor conserva la atmósfera, incluso el
mobiliario y la pátina de la edad dorada.
L
o primero que surge del taxi en el que llega el
arquitecto Rafael Moneo a la Gran Vía es un manojo
de planos. El sol ilumina en una mañana de sábado el
número 12, en cuyos bajos el racionalismo dibujó el
bar Chicote. Pero los medallones, figuras portantes
y revocos de la fachada del edificio, de 1913, dan la
bienvenida a todo un buscador de proporciones, a
un ejerciente del rigor.
De vuelta al asfalto, la luz ciega lo que los urbanistas ortodoxos consideran una
"calle de fachadas, esta calle telón que proyecta tremendas sombras sobre
aquellas calles del Madrid bueno donde vivían Villanueva y Goya", según
recordará él. Y seguramente comparte esta opinión. Regresa Moneo al lugar que
visitaba a diario a mediados de los cincuenta, para acudir a la academia que le
preparaba para entrar en la escuela. "Siempre me interesó más la vida de la Gran
Vía que sus edificios", reconoce. Junto a él, ascienden, en "el tramo más duro
para un arquitecto", coches y viandantes por la curva que retrató Antonio López,
quien vio "esa voluntad de expresión diversa en esta calle y al tiempo, cierta
coherencia".
Pero, otra vez, vuelve hacia la silueta imponente del Capitol, un edificio que
diseñó muy joven su suegro, Luis Martínez-Feduchi, el más brillante, optimista,
cegador: "Si uno tuviese que dibujar la Gran Vía, dibujarla, no pintarla, donde el
dibujo, el perfil es lo que cuenta, al final se apoyaría como referencia iconográfica
en el Capitol y no en ningún otro".
Antes de llegar a él, prefiere abandonar la calle en busca de una casa de ladrillo de
principios del siglo XX en Tres Cruces para hablar de la arquitectura armoniosa
en la estela de Villanueva y contemplar desde allí una visión cuanto menos
singular de la esquina de la casa Matesanz (Gran Vía, 27), de Antonio de Palacios,
y el edificio de Prisa (Gran Vía, 32), los antiguos almacenes Madrid-París, y fijarse
en el remate metálico de los balcones.
Y, por fin, el Capitol, el protagonista sin duda del paseo: condición de "guía, faro y
referencia", versión madrileña del expresionismo alemán, coloso que refleja el
inicio de la República. Moneo admira el uso de la piedra natural, los granitos y
areniscas y el juego de unos y otros. Pero lamenta la restauración "destructora y
dañina" -en los brillos de las ventanas, por ejemplo, en el aluminio bajo la
marquesina- que el edificio sin embargo aguanta, y sueña con el día en que la
sociedad se permita devolverle a la condición primera. Su queja llega hasta el
icónico anuncio de Schweppes, que lo corona: "Es un abuso, entra en conflicto
con lo que es la forma del edificio".
"Cambios inteligentes"
-Ha sido una calle que ha cumplido, no se puede decir que haya sido una calle
abandonada. Que tenía sentido lo prueba su uso. La vemos con más
condescendencia, asumimos su arquitectura, vemos cuánto a la arquitectura
cabe el papel de recoger las apetencias y los deseos de una época y de hacerlo
incluso con la sensación de no coincidir con la gravedad de los tiempos que se
está viviendo. Paseando he sentido la capacidad de la arquitectura de producirse
con cierta independencia de los tiempos en los que se construye y, sin embargo,
dando un testimonio más sintético, más directo, más susceptible de ser
entendido.
Por qué no tiene mar, imecagüen!, y por qué no reivindican ese derecho sus
representantes políticos, cuándo es evidente la vocación marinera de una parte
importante de los madrileños. Muchos de ellos darían algo bueno de sus vidas
por tener al lado la mar. Y puesto que no es posible de momento, se desplazan
afanosamente a su encuentro en cuanto se presenta la ocasión.
Madrid no tendrá mar, pero estos días de vacaciones está lleno de marineros en
potencia que acuden a disfrutarlo y no les importa que para ello hayan de echar
horas interminables por esas carreteras de Dios y atestadas de coches. Al fin
llegan, y huelen arrobados la mar (porque la mar derrama aromas de algas, de sal
y de centollo) y lo más probable será que sólo puedan olerla, pues un abigarrado
gentío que llegó antes y la ocupa entera, desde la misma orilla hasta los bloques
de apartamentos, les impide pasar.
A las 9.00 la playa ya está llena, a las 9.30 procede regresar al apartamento,
sorteando la avalancha humana que avanza incontenible. A las 10.00 vienen las
duchas y preparar la comida. Almuerzo a las 11.00. Siesta entre 12.00 y 15.00.
Paseo por la ciudad, descanso relajado en una terraza -y un café, una copa, unos
helados, una bolsa de palomitas-, hasta las 19.00. Cena. Y, a las 21.00, todo el
mundo a la cama, pues hay que madrugar.
El veraneo del madrileño resulta muy duro si desea satisfacer su vocación
marinera. Por eso es una prioridad política y social reivindicar el mar para Madrid.
Y una vez conseguido, todo serán venturas: la playa a disposición todo el año,
cada quien con su barquito velero varado en el portal; sardinas recién capturadas;
nuevos empleos, propios navegantes y mareantes. Desde grumete a capitán, los
madrileños tendrían donde elegir: patrón de altura, patrón de cabotaje, mecánico
naval, práctico, proel, redero... Y, además, estarían todos curtidos por los soles
del trópico y las auroras boreales. Y tendrían un amor en cada puerto. Y contarían
a sus nietos historias de temporales, sentados en un noray y fumando en pipa. Y
los pescadores de caña conocerían los días más felices de su existencia. Y
Vallecas se llamaría Vallecas-sur-la-mer. Y el chotis enriquecería su ritmo castizo
con los dulces aires de la habanera. Y no serían ya gatos los madrileños, como
hasta ahora, sino lobos: lobos de mar.
V
arias veces a la semana voy caminando desde Príncipe Pío
hasta el Puente de los Franceses por la ribera del
Manzanares. Al cruzar el pequeño puente de Reina Victoria
la vista se me va hacia las sombras de los árboles en el agua,
que la hacen más profunda y caudalosa. Incluso, si uno se
olvida de que es el Manzanares, el río parece más grande. Y
en algunos tramos, los patos, y creo que algún cisne, le dan
un aire de postal. El mejor paseo es de ocho a nueve de la
mañana. A esa hora ya hay pescadores apostados en unos
salientes a modo de balconcillos de madera rústica que
hacen juego con las isletas de los patos y que yo antes
pensaba que estaban destinados a que las parejas se
sintieran más en ambiente. Los saludaría, pero siempre se
ha sabido que al lado de alguien que pesca no hay que hacer
ruido. Claro que éstos no son peces blandengues a los que
alarme cualquier cosa. Éstos están hechos al ruido de los
coches, a los ladridos de los perros y a las conversaciones
beodas de algún que otro grupo de borrachines anclados en
Foto: fuente de la Arganzuela las orillas del río.
Espaldas quietas, atención concentrada en el agua. Hasta ahora creía que estos
misteriosos hombres hacían que pescaban, que los había puesto el Ayuntamiento
para dar empaque al que se ha llamado aprendiz de río, arroyo, o al que Alejandro
Dumas ofreció de limosna un vaso de agua. Pero no. Vaya sorpresa. El otro día
voy andando y andando, cuando de pronto a mis pies cae un pez enorme agitán-
dose como en los documentales. Todavía llevaba puesto el anzuelo. Como nunca
he visto su especie en la pescadería, no sé si es hermoso o que ha mutado en
estas aguas escasas y dudosas de la sequía. Pero lo importante es que el pesca-
dor está que no cabe en sí. Le felicito y le pregunto alegremente qué va a hacer
con la pieza, si se la va a comer. Me mira horrorizado. Va a devolverlo al río. Yo
también me horrorizo por habérmelo imaginado en su casa limpiando y fileteando
este superpez, de la misma forma que me horrorizo a veces viendo mentalmente
a alguno de los que merodean por aquí asándose uno de estos bellos patos.
Ante mis ojos y los de un anciano, al que siempre me encuentro haciendo footing
con mascarilla, lo echa a las aguas, tan exiguas que nos tememos que el pez se dé
un golpe en la cabeza. A continuación nuestro hombre prepara de nuevo la caña,
se acomoda en su banqueta y vuelve a la carga, a esperar a que piquen. Qué raro,
¿verdad? Aunque, pensándolo bien, escribir es bastante parecido. Se necesitan
paciencia y horas, y si uno tiene la suerte de conseguir una buena pieza lo mejor
es no contentarse y volver a intentarlo, porque siempre se puede dar con otra
mejor, no empeñarse en eternizar las satisfacciones, de por sí pasajeras como
tenemos más que comprobado. Y, sobre todo, ponerse el listón más alto a uno
mismo que a los demás. Da la impresión de que últimamente todos los que
chapoteamos en el Manzanares de la literatura estamos más pendientes de la
calidad del otro que de la propia. Y todo porque escribir se ha convertido en
vender y vender en el único valor posible. Voy entendiendo mejor al pescador. Él
sabe que lo ha conseguido aunque no se lleve nada a casa, con eso le basta para
regresar otro día.
En cierto modo, aunque nos creamos muy activos, hay una parte de nosotros que
siempre está esperando. Diría más, vivir es esperar lo siguiente. Nos sentamos
ante el televisor esperando que no nos llegue la gripe aviar, que no mute o que si
muta enseguida haya vacunas. Hemos pasado días esperando que el Katrina o el
Wilma aflojaran de tres a dos su fuerza destructora. Estamos esperando que no
haya más ciclones ni más desastres este año. También estamos esperando con
desesperación que bajen los precios de los pisos. Una buena parte de la vida nos
la pasamos esperando en la consulta de los médicos, en las listas de espera de los
hospitales o en las cajas del supermercado, por no hablar de la peluquería.
Esperamos que nazcan nuestros hijos y luego que crezcan. Esperamos ser
felices. Esperamos para cruzar la calle y esperamos que esas gentes que se
reúnen en los organismos oficiales mundiales arreglen algo. Abrimos el periódico
esperando que los subsaharianos no tengan que jugársela una vez más y que a
nosotros no se nos agríe el día. Esperamos sin darnos cuenta de que esperamos,
sin concentrarnos en el arte de esperar como nuestro hombre del Manzanares.
Neruda es el otro lado del mar de la Generación del 27 y por eso es tan oportuna
esa exposición de las caracolas que él coleccionaba igual que coleccionaba
botellas, diablos de arcilla o mascarones de proa, porque si te pones una de esas
conchas en el oído, te recordará que hubo un tiempo en el que este país recibía a
los extranjeros como si no lo fuesen y los transformaba en uno de los nuestros.
También fuimos de los suyos, cuando hubo que huir de los asesinos en 1939,
meterse en un barco como el Winnipeg, que organizó el propio Neruda, y buscar
una segunda vida en Chile, o México, o Argentina. ¿Qué fue de la palabra
solidaridad? ¿Qué es la memoria histórica? Pregúntenselo a las caracolas de
Neruda, que ha vuelto a Madrid para convertirlo, otra vez, en un hermoso puerto
de mar.
U
no de los primeros recuerdos de mi vida es un largo,
fatigoso y tórrido viaje en autobús hacia algún
destino remoto al que llegué colgando de la mano de
mi madre, con ganas de vomitar y extenuada. Pero,
tras la dura prueba del trayecto, me encontré con un
bosque encantado salpicado de casitas de cuento,
con patos y cisnes, jardines perfumados, lagos
misteriosos y peces perezosos del color del barro. Y
lo más increíble: había unos inmensos leones de
bronce, hipnotizantes esculturas que podías tocar.
Era un lugar mágico.
Este va a ser, me temo, un artículo más bien cursi. Con los años, ya lo he escrito
alguna vez, a uno se le va ablandando el músculo emocional, al igual que los
glúteos y los abdominales. Cuando vi por primera vez la película Blade Runner, la
escena culminante de la muerte del replicante me pareció un pestiño: pero, por
favor, qué obviedad, qué blandenguería, soltando una paloma blanca en el
momento del último suspiro… Hoy, treinta años después, no la puedo ver sin
soltar una lágrima. Me he convertido en una ñoña y ni siquiera me avergüenzo de
ello. Hasta me parece una liberación (debo de ser un caso perdido).
Creo que El Retiro es el parque urbano más bello del mundo, y no sólo por su
antigüedad (1630), por la mezcla extraordinaria de especies vegetales y
construcciones de épocas muy diversas, algunas tan extraordinarias como el
etéreo Palacio de Cristal, o por sus viejísimos paseos perfumados y polvorientos:
es un espacio lleno de rincones y de secretos. Pero, sobre todo, es un lugar que
estalla de vida. Yo diría que es el corazón de la ciudad de una manera en que
ningún otro gran parque urbano lo es. Todos los madrileños tenemos algún
recuerdo intenso, algún acontecimiento íntimo, algún beso robado en El Retiro.
Aquí llega cualquiera y hace lo que quiere; hay bodas y comuniones, grupos de
rezos, de baile, de taichí, de esgrima; coros, trompetistas, violinistas, magos;
carreras a pie, en triciclo, en bici, en patines; hay legiones de perros, pavos reales,
patos, cisnes, ardillas, gansos, tortugas, gorriones, urracas, carpas; hay
chiringuitos para beber y comer. Y la barca tipo río Congo para navegar
majestuosamente por el pequeño charco del estanque. Me dejo mucho fuera.
Muchísimo. Entre otras cosas, que es un lugar absolutamente transversal en el
que caben todos los estratos sociales, desde el inmigrante más pobre y recién
llegado al ciudadano de clase más pudiente con un equipamiento deportivo
supermegaguay.
El pasado Jueves Santo El Retiro estaba más lleno que nunca: más que un parque
parecía una manifestación. El día era bellísimo, tibio pero no demasiado caluroso,
con un sol dulce y un cielo lacado en azul brillante. La primavera encendía el aire
y había llenado el césped de margaritas blancas que sólo duraron veinticuatro
horas. Y la gente parecía haberse dado cuenta de la fugitiva belleza de ese
instante. He estado otros domingos en El Retiro: hay niños que berrean, parejas
que discuten, padres fatigados y ceñudos que arrastran a sus hijos. Este Jueves
Santo, sin embargo, y pese al gentío, flotaba en el aire como la tácita y unánime
voluntad de ser felices, de no estropear el momento, de intentar tener unas horas
de tregua en el fragor lacerante de la vida. No oí a un solo niño llorar, a un solo
adulto gruñir. Pocas veces he sentido de forma tan intensa y tan humilde el
esplendor de la vida. El Retiro está propuesto para entrar en la lista del
Patrimonio Mundial de la Unesco. Me parece muy justo. Es el paraíso.
E
s innegable que los patios vecinales, de haber nacido con el
don de la palabra, estarían en condiciones. De relatar la
historia del mundo. Ello se debe a que nos vigilan de cerca,
repetidamente y con una falta de pasión rayana en la
indolencia. Son discretos, nos tienen calados y saben que
todos los humanos, pese a nuestro interés por disimularlo,
somos la misma cosa. En razón a su emplazamiento, los
patios absorben pormenores que en otras circunstancias
jamás saldrían a la luz. Nada tan íntimo, por ejemplo, como
levantarnos a media noche, bostezar sin miramientos en el
pasillo y abrir la nevera rascándonos el cuero cabelludo con
expresión panoli. Nada tan propio y auténtico; y sin
embargo, nunca actuaríamos así de sospechar que un
extraño nos observa.
Al igual que la Divinidad, los patios ocupan el tiempo y el
espacio, si bien de un modo más próximo, más recatado,
más familiar, sin aspiraciones universales que pudieran
Foto: corrala, calle Tribulete velar su función. Suelen estar situados en la médula de los
edificios, y es precisamente este detalle lo que les otorga un extraordinario valor
estratégico. Los hay de todo tipo; algunos, maravillosos: tranquilos, acogedores,
medievales, con tinajas, con pájaros, con macetas, dignos por sí mismos de
templar las fatigas del día. Otros, por el contrario, se dirían mezquinos, sucios y
pasto de la escombrera, capaces de sobrecoger un espíritu sin defensas, cuando
no de inducirle al suicidio.
Al respecto, y por mencionar un caso que me interesa, hace ya varios años que
personalmente carezco de patio; y me duele esta ausencia. El último era alto y
muy estrecho, poquita cosa, aunque recio y cabal como los paralelepípedos del
Tetris. Yo vivía en el ático, pero siempre tuve la impresión de que los muros de
aquel patio subían, subían y subían hasta confundirse con el cielo.
A
hora, cuando Madrid se vacía de prisas y de
funcionarios, y sólo deambulan por la ciudad los que
la miran, es un placer perderse por ella, entre
sofocos de calor, para reconocerla en su diversidad.
No sé si el Madrid invernal de los años cincuenta
salía más en el No-Do que el de verano, pero yo
tengo esa impresión: lo recuerdo en el cine de mi
infancia de la periferia canaria como un Madrid
nevado, lleno de gente con abrigos y guantes, un
Madrid en blanco y negro en el que, por gris que
fuera todo, bullía la vida. El veraneo era en aquellos
tiempos privilegio de ricos y con el traslado de la
capital a donde Franco se hallara, Madrid no se
quedaba sin gente, pero sí sin focos. La pobreza de
la época subrayaba su aire provinciano, pero el
régimen gustaba además de una estética aldeana y
negativamente folclórica que asumía con
complacencia en su propia cutrez y mediocridad.
Nada que ver con un pasado más lejano y atractivo,
en el que lo local poseía una pátina de fresco
universal que, incluso contando con la miseria de su
realidad social, nos mostraba una urbe más
cosmopolita de acuerdo con su tiempo; un Madrid,
modesto y acogedor, que sobrevive ahora a su
avasalladora expansión y a su desarrollo de ciudad
moderna.
A esta forma de reconocer Madrid creo que contribuyó de algún modo un estado
de entusiasmo colectivo que se llamó la Movida, y que no fue sólo la fiesta
perpetua con sexo, droga y rock, como la recuerda la derecha rancia, sino
también una forma de vivir Madrid en su esencia, tan ajena al invento de
identidades como al casticismo aldeano y ramplón de caballero de la capa que se
nos ha intentado imponer después. Si el madrileño huyó del centro, y ahora lo ha
recuperado por propia iniciativa, es de esperar que, entre tanta palabrería
electoral, conozcamos qué pacto le proponen los políticos para que esta ciudad
diversa se mantenga. O sea: para que acabe siendo, en su pluralidad, la ciudad
habitable del siglo XXI.
El día que llegamos hacía, como ahora, mucho calor, y como hay pocas cosas más
irreales que el calor, yo empecé a imaginarme que quizá todo lo anterior tampoco
había sucedido. O sea, que quizá me dijeron que había nacido por gastarme una
broma, y yo me lo creí, como lo de los museos y lo de los tranvías. Ya sé que se
trata de un ejercicio imaginario, pero se vuelve bastante real cuando uno asoma
las narices a la calle un domingo de verano a las cuatro de la tarde. Si quieres jugar
a no existir, date una ducha y sal a la calle a esa hora en que por los poros del
asfalto se escapa el humo de los que se queman en el infierno. Verás que todo,
incluido tú, es irreal como un desierto
.
No existir tiene sus ventajas, ves las cosas como desde otro lado. Los cinco
minutos antes de que estallara el Universo en medio de la nada debieron de ser
como la calle de María de Molina un domingo de agosto a las cuatro de la tarde:
había aceras sudorosas, y árboles sedientos, y algún transeúnte, como tú,
desplazando su cuerpo, trabajosa mente, como el que intenta llevar su biografía
de una ciudad a otra, pero todo eso está filtrado por una luz en cuyas ondas las
cosas aparecen y reaparecen como si dudaran entre la disolución o la existencia.
Claro que si te agobia mucho esto de no existir mientras desciendes hacia la
Castellana, siempre puedes coger un taxi y meterte en un museo. En Madrid,
gracias a los museos y al aire acondicionado, puedes ser lo que quieras. O sea,
que con lo único que tienes que tener cuidado es con lo que quieres ser, porque
casi todas las formas de ser son un modo de no ser nada.
É
se que llegó a Madrid hace treinta años venía de
México con el recuerdo en cicatriz de un terremoto
devastador, todos los afectos resguardados en un
baúl de memoria y una máquina de escribir Olivetti.
A los veinticinco años, Madrid era la nebulosa feliz de
un libro al día y caminatas interminables por la
madrugada de toda su historia en aceras
intemporales, sin teléfonos móviles ni correos
electrónicos; las anclas eran teléfonos de cabina o
de barra de bar repiqueteando sus contadores como
Foto: La Cibeles
taxímetros que tragaban monedas de cien pesetas y
las cartas eran de papel cebolla, envueltas en sobres con los colores de
banderitas y sellos como timbres que se pegaban con saliva. Ése que llegó a
Madrid hace treinta años asistía a cátedras de viejos fantasmas que dictaban
desde la tarima lo que luego se podría discutir, previa cita, entre los terciopelos de
la Academia y en los archivos de la memoria se usaban guantes blancos y
tapabocas como rescatistas entre los escombros del pretérito en ese ayer sin
escáner y tan sólo algunas microfilmaciones extraídas directamente de una
película de espías.
Para ver jugar al fútbol había que asistir o jugar a la lotería del único partido que
transmitía la tele de dos canales o dos cadenas, que a la medianoche cerraban la
cortina con el himno y la cara de un rey hoy emérito. Era un Madrid de siesta
obligatoria al son del documental de la nutria o los gritos despistados de algún
motorista en desesperada renuncia a los bandos que había proclamado un viejo
alcalde que bailaba schotis y en los bares el sonsonete de las máquinas
tragaperras cantaba Pajaritos a bailar ad nauseam y se fumaba en los cines y en
el metro y en los autobuses campeaban carteristas medievales que sólo iban a
por el dinero y luego depositaban las billeteras en los buzones de correos para
que los incautos llegaran a Nuestra Señora de Correos en Cibeles para
reclamarlas por el valor sentimental de las pequeñas fotografías o la utilidad sin
caducidad de los carnets que se plastificaban en pequeños hornos de papelería
donde nadie entendía al melenudo joven que pedía “enmicar la credencial”.
Ése que llegó a Madrid hace exactamente treinta años es la sombra joven y
delgada que quiere dejarse crecer la barba y el pelo como naufrago asido a los
propios inventos que va dibujando en una libreta que quizá se convierta en novela,
recargada de letras diminutas como laberintos donde alguien podrá leer en el
espejo de octubre -con canas, muchos kilos de más y otro terremoto en cicatriz-
la promesa inexplicable de que quien llega a Madrid, sea de paso o de vuelta, por
unos días que son décadas o por libros que podrían confundirse con mero
placer… quien llega a Madrid, se queda.
Ahora que, además del toro somos Europa, parece lícito soñar con una auténtica
comunidad cultural, solidaria, que se tradujera en Buñuel Road (de paso
exportábamos la "ñ"), Querejetastrasse, Piazza Manuel Vázquez Montalbán, a
cambio todo ello de calle de Federico Fellini, avenida de Rainer Werner
Fassbinder y plazuela de Claude Simon. Puestos ya a un futuro esplendoroso, no
debe olvidarse que por razones subterráneas el nombre de la calle puede
coincidir con el nombre de una estación de metro, lo que eleva el honor a alturas
de Parnaso. La representación de la literatura española en el nomenclátor de las
estaciones del metro madrileño resulta escasa, pero es muy representativa de
los géneros y épocas de nuestra historia. ¿A qué gloria más perenne pudo aspirar
don Marcelino que a estación Menéndez Pelayo en la línea 1, Plaza de
Castilla-Portazgo?
Conviene, sin embargo, volver del sueño a la realidad, limitamos de todos los
pueblos de España a Madrid, y de todas las artes y licencias, a la literatura. No
sólo habremos de llevar durante seis meses a la chica de Agenor sobre los
cuartos traseros y cogida a nuestros cuernos, sino que pronto los madrileños
cargaremos encima con la capitalidad europea de la cultura, lo que, se quiera o
no, obliga.
Por supuesto que más vale ser lapidado en vida que muerto. Es notorio que las
palabras vuelan y los escritos permanecen, pero hasta las páginas inmortales
padecen años de olvido, mientras que las lápidas y los nombres de las calles,
salvo en alguna de las bautizadas por dictadores y tiranos, ahí quedan para
ilustración de la posteridad. Nada importa que la posteridad acabe por suponer
que Hilarión Eslava, por ejemplo, fue un empresario teatral, o que la princesa de
la calle fue la Bella Durmiente. O que San Vicente Ferrer, sencillamente, fue
siempre una calle con excelentes bares. Cada uno consigue su cuota de
eternidad como puede, y para un literato no hay eternidad más duradera que
dejar su nombre al aire.
Por todo lo cual, y como ya se habrá adivinado, confieso que me haría una ilusión
enorme que por lo menos colocaran una lápida conmemorativa en mi casa natal
del barrio de Lavapiés. Con independencia de que mi celebridad traspasaría por
fin las fronteras del barrio de Argüelles, resultaría, hasta sin maceros ni banda
municipal, un acto emotivo, muy humano y propincuo a la capitalidad cultural que
nos acecha. Tampoco somos tantos los vecinos, aun contando con los del cine,
en comparación con las fachadas que todavía siguen desnudas de gloria. Me
conozco y sé que iría todas las tardes, que me quedaría mirando durante horas la
lápida, hasta que me lapidificase, hasta que se me pusiese cara de fachada. Un
siglo después ya me importaría menos, estoy seguro, que unos listos derribaran
el edificio y, con él, mi fama, para remodelar la zona y mejorar la calidad de vida y
de literatura.
C
uando yo empezaba a corretear por Madrid, lo suyo,
lo que de verdad se llevaba, era despreciar las
medallas. Quedaba muy bien, pero era mentira. En
realidad, eran las medallas las que nos
despreciaban a nosotros.
Madrid es la ciudad más hospitalaria, más callejera, más amable y más abierta del
mundo, una ciudad donde es inconcebible imaginar a los madrileños desfilando
detrás de un himno o con una bandera de Madrid. Y eso es estupendo. Una ciudad
que además de ser Villa y Corte, ahora es una ciudad modernísima y maravillosa.
Este patio parece que lo estrenamos hoy y, aunque a mí me gustaba más la plaza
de la Villa, me parece una delicia de lugar para acoger a toda la gente que admiro
y a toda la gente que quiero.
Texto íntegro del discurso pronunciado por Joaquín Sabina tras recibir la Medalla
de Madrid.
Mario Suárez
Foto: Gran vía
1 . Fabuloso Coconut Bar
Me gusta Madrid por la gente y por la vida de sus calles. Es una ciudad abierta,
y la primera semana que llegas aquí ya tienes conocidos que te vienen a buscar
a casa. Me gusta Madrid por el ambiente que hay en la plaza de Santa María
Soledad Torres Acosta, donde los antiguos cines Luna, por el Fabuloso Coconut
Bar (San Roque, 13), donde meriendo, y también por lo bien que se come en el
Mercado de la Reina (Gran Vía, 12).
2 . Madrid Río
CHENOA, CANTANTE
Madrid es ideal para pasear y me encanta hacerlo, sobre todo por La Latina y
por Madrid Río. Este es mi parque favorito, un lugar donde puedes andar con
calma charlando con los amigos.
3 . Sala El Sol
4 . Teatro Real
5 . El ambiente de pueblo
7 . Generación X
8 . Casa de Campo
10 . Bar El Palentino
11 . Restaurante DiverXo
12 . Casa Ricardo
19 . Mercado de la Reina
Como me imagino que no puedo decir que me gusta Madrid porque en esta
ciudad se halla el Museo Reina Sofía, diría que de Madrid siempre me ha atraído
su gente, el modo en que ésta habita el espacio público y lo hace suyo, más allá
de sus monumentos o de su historia oficial.
24 . Lavapiés
26 . Bar El Viajero
27 . Medialab-Prado
28 . Calle de Argensola
30 . Barrio de Malasaña
31 . Bar El Bonanno
32 . Cervecería Olivares
34 . Cuesta de Moyano
39 . Plaza de la Platería
Amo Madrid por la vida en sus calles, por sus bares llenos de gente, por el
resurgir de su gastronomía con nuevos conceptos como el restaurante
Ultramarinos Quintín (Jorge Juan, 17) o Ana la Santa (plaza de Santa Ana, 14).
También amo Madrid por su cultura, por su arte callejero. Imprescindible un
paseo por la calle del Doctor Fourquet, la calle de las galerías de arte. También
conviene hacer una visita al estudio BoaMistura (San Hermenegildo, 5) y a la
tienda de decoración de mi querido Lorenzo Castillo (Almirante, 25).
41 . Cafetería Embassy
Madrid es una buena ciudad para pasear. También una buena ciudad para
sentarse en una terraza a leer el periódico. Mis terrazas favoritas son las de la
plaza de Olavide. Me encanta ese barrio, Chamberí, que para mí conserva algo
del sabor del Madrid de Galdós, con esas fachadas del XIX y esos portales con
el letrero de Aseguradora de Incendios.
Me gusta Madrid porque cada una de sus calles es una pequeña excursión para
descubrir secuencias de arquitectura aparentemente anodina. Las calles de
Alcalá y Bravo Murillo, o el paseo del Pintor Rosales, son espacios para leer
historias de edificios y de arquitectos anónimos, seguramente ultrajados por la
ambición y el olvido, pero aún admirables.
44. Restaurante La Verónica
Madrid para mí implica libertad, me gusta cómo me siento aquí, y si tuviera que
destacar una cosa sería ese cielo azul y limpio tan diferente al de París. Me
encanta pasear por la Latina en invierno, bajo el sol, y después comer en
Camoati (Alfonso VI, 3), mi restaurante argentino preferido, por la calidad de la
comida y ¡porque te sientes en casa! Después, terminar el paseo en el Café del
Real (plaza de Isabel II, 2).
Adoro el centro de Madrid. Una de mis rutas arranca por Conde Duque,
haciendo una parada en Radio City (Conde Duque, 14), un templo de la buena
música y el buen gusto. Me gusta perderme entre vinilos y mantener una charla
apasionada con Jesús, un maestro recomendando vieja y nueva música.
Después, bajar por la calle de La Palma, donde está una de las tiendas de
guitarras más curiosas que conozco, Headbanger Rare Guitars (La Palma, 73).
Me gusta Madrid por sus calles que nunca te abandonan, los ruidos de alegría,
las imágenes mudas de soledad, las prisas, carreras, rumbos sin rumbo,
contaminación invisible, los museos futbolísticos y los de verdad, los teatros
con espectáculos y algunos con historias, los cines que no traicionan el idioma
de sus películas, como los Renoir y Golem de la plaza de España, los espacios
para desconciertos, tiendas y centros comerciales, y un río que intenta
encontrar su lugar […].
16
CANCIONES
Carlos Marcos
Foto: Agustín Lara, Lavapiés
Jim Dinamita, de Burning (1978)
El himno de exaltación al macarra. Los Burning se movían por Madrid como el
personaje de su canción, Jim Dinamita: "En La Elipa nací, y Ventas es mi reino /
y para tu papá, nena, soy un mal sueño". Por supuesto, los Burning son de La
Elipa.
,
en las páginas de EL PAÍS