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Sonrisas y lágrimas del Gordo y el Flaco

Representaban la lucha titánica por desenvolverse en la vida diaria; sus películas y


sus apariciones teatrales y televisivas conjuntas los hicieron leyenda encarnada en
dos personajes, conocidos como el Gordo y el Flaco en español, de nombre Stan
Laurel y Oliver Hardy, que provenían de mundos completamente dispares y triunfaron
en todas partes como un sólo símbolo. Eran antagónicos, dispares, habían sido
criados en mundos diferentes, vivían cada uno su vida; pero juntos, en pantalla, se
fundían en un alma, representaban lo mismo y plasmaban con sus gags y su vena
cómica la dura existencia del hombre corriente. "Hacían que las cosas más simples
resultaran complicadas. Con ellos reconocíamos nuestros fracasos y luchábamos con
su espíritu de superación; el Gordo y el Flaco nunca se daban por vencidos, siempre lo
intentaban de nuevo", asegura Simon Louvish, autor de Stan y Ollie (T&B Editores),
biógrafo de una de las parejas de cómicos con más huella en la historia del cine.

El flaco, Stan Laurel, jamás se despegó de su flema británica: nació en 1890, en


Ulverston, en el norte de Inglaterra, en el seno de una familia incrustada ya en el
teatro. "Su padre era un empresario serio y comprometido, que organizaba funciones
para las clases trabajadoras, a quien jamás le hizo gracia el gusto de su hijo por el
vodevil y el music hall", afirma Louvish. El gordo, Oliver Hardy , nacido en Harlem,
Georgia, en 1892, en cambio, no quiso volver a saber nada de su pueblo, donde había
sido propietario del cine local, ni de su Estado del Sur, cuyos vecinos estaban a punto
siempre para encender una hoguera con carne humana fruto de un permanente
enfrentamiento por problemas raciales. "Era hijo de un veterano de la guerra civil. Para
hacernos una idea, Hardy, que hizo películas en Florida, rodó allí entre 1915 y 1917 un
total de 65 filmes, así que llegó a Hollywood ya bien cuajado como actor. Mientras,
Stan Laurel se abría paso en el teatro y llegaba a Estados Unidos como miembro de la
compañía Karno, con la que desembarcó en Nueva York en 1912 como comparsa de
la estrella del grupo: Charlie Chaplin. Vivían en hoteles de mala muerte y actuaban en
tugurios hasta que Chaplin decidió emigrar a Hollywood un año después. Stan
continuó en escena, de hecho no abandonó ese mundo en toda su vida: "Vivía como
un miembro orgulloso de la casta teatral, fiel al dicho que divide al mundo entre
actores y ciudadanos -actors and civilians, que dice literalmente-; le obsesionaba el
trabajo, le marcó siempre", asegura Louvish. Pero donde realmente decidió ganarse
los garbanzos fue en el cine. "Llegó un momento en que pensó, si Chaplin puede, ¿por
qué no yo?", dice Louvish. Así que, como casi todo cómico con buena vista en la
época en la que Europa ardía en guerra y Estados Unidos ahogaba los llantos del
mundo en carcajadas, Laurel se casó con Charlotte Mae Dahlberg, con la que empezó
a actuar en escena y probó suerte en Hollywood con su primera película: Nuts in may,
en 1917. En el mismo año, Oliver también llegaba a la costa oeste, pero todavía
tendrán que trabajar cuatro años cada uno por su parte hasta su primer encuentro.
Fue en 1921 con The lucky dog, una película en la que no se habían constituido como
la pareja histórica. Tuvieron que pasar seis años más, hasta 1927, para que el director
Leo McCarey hiciera el descubrimiento. "A partir de ahí no se separaron", asegura el
biógrafo. Y sobrevivieron bien a ese salto tecnológico que arruinó las carreras de
tantos divos del cine mudo: la incorporación del sonido a la pantalla. "No les afectó
porque los diálogos eran insustanciales, no como ocurría con otras estrellas de la
época como los hermanos Marx, en los que el texto hablado era tan importante", dice
Louvish. "La acción, la peripecia, lo que les ocurría, era lo que contaba", sigue el autor
del libro.
Las cosas estuvieron claras desde el principio en una sociedad que perduró 25 años
en la pantalla, en los escenarios, con giras teatrales europeas también y en
apariciones en la televisión. Todo era perfecto. Jamás se produjeron altercados por las
disparidades, aunque estas fueran enormes a veces. Unas eran de peso: si Oliver
Hardy marcaba alrededor de 140 kilos en la báscula, Laurel no pasaba de 75. Pero
otras eran más llamativas, como los salarios: si en 1935, Hardy había ganado 85.310
dólares, Laurel había engordado su cuenta corriente con 156.266. "El Flaco era el
autor de todos los gags y los guiones. En lo creativo era mucho más lanzado que
Hardy, que resultaba mucho menos ambicioso. Stan Laurel era el auténtico cerebro",
certifica Louvish. Su época gloriosa fueron los años treinta y cuarenta, con películas
como La canción de la estepa, Héroes de tachuela, De bote en bote, El abuelo de la
criatura, Un par de gitanos, Dos pares de mellizos, Cabezas de chorlito o Haciendo de
las suyas, esa en la que ambos luchan por subir un piano a una casa sin conseguirlo y
que para Louvish es la que mejor explica su forma de entender el mundo. "Se
convirtieron en un solo organismo, en un cuerpo único. Por separado era difícil que
trabajaran. Hardy podía hacerlo, de hecho hizo algún papel en alguna película, pero
Laurel era incapaz de andar libre", asegura Louvish. En los años cincuenta llegó el
declive. En Estados Unidos fue menguando su predicamento, y sus apariciones eran
más frecuentes en Europa, concretamente en Gran Bretaña, donde hicieron bastantes
galas teatrales. De regreso jamás se habló, y menos después de que el 7 de agosto
de 1957 falleciera Hardy tras padecer un cáncer que le redujo el cuerpo a 55 kilos.
Stan Laurel pasó sus últimos años en su casa de Santa Mónica, en California, donde
recibía a cualquiera que quisiera ir a visitarle. "Seguía relacionándose con sus amigos
del mundo del teatro, con los que siempre llevó un estilo de vida británico, con afición
al golf y a las carreras de caballos, en las que jugaba a ser un pequeño gentleman",
describe Louvish. Pero su personaje risueño, de ojos parpadeantes y paradigma de
una lucha estoica por la vida se apagó en 1965 de un ataque al corazón.
Diario El País, España, 28 de diciembre de 2003

Philip Marlowe: sentimental, impertinente, cínico, adorable

- No me gustan sus modales, señor Marlowe -dijo Kingsley con una voz que, por sí
sola, habría podido partir una nuez de Brasil.
- No se preocupe por eso, no los vendo.
(La Dama del Lago)

Este diálogo resume la esencia de Philip Marlowe, el detective literario que, con
perdón de Sherlock Holmes, ha tenido una mayor influencia y no solo en la ficción. Es
impertinente, no tiene un sentido muy estricto de la jerarquía (el tipo con el que habla
es alguien que está tratando de contratarle) y, detrás de una capa de cinismo y
descreimiento, se esconde alguien con un profundo sentido de lo que está bien y lo
que está mal. Marlowe no siempre encaja con la de la sociedad en la que vive. En ese
sentido es un personaje clásico de la ficción estadounidense, el héroe reacio, que dice
defender sus propios intereses pero que, al final, forzado por las circunstancias,
defiende los de todos. Así se define el propio Marlowe en el arranque de la primera
novela en la que aparece, El sueño eterno (1939): "Tengo 33 años, fui a la universidad
una temporada y todavía sé hablar inglés si alguien me lo pide, cosa que no sucede
con mucha frecuencia en mi oficio. Trabajé en una ocasión como investigador para el
señor Wilde, el fiscal del Distrito. Su investigador jefe, un individuo llamado Bernie
Ohls, me llamó y me dijo que quería usted verme".
Y luego, claro, gran parte del éxito de Marlowe se basa en que, por encima de todo, es
un sentimental:
"Compraste una buena parte de mí, Terry. Con una sonrisa y una inclinación de
cabeza y un gesto de la mano y unas cuantas copas en un bar tranquilo de cuando en
cuando. Estuvo bien mientras duró. Hasta la vista, amigo. No voy a decirte adiós. Te lo
dije cuando significaba algo. Te lo dije cuando era un saludo triste, solitario y
definitivo".
Raymond Chandler (1888-1959) escribió siete novelas y dos cuentos protagonizados
por Philip Marlowe.
Chandler bebió de la renovación de la novela negra que impulsó, entre otros, Dashiell
Hammett. Además de que los detectives de los dos escritores, Sam Spade y Marlowe,
fueron interpretados en el cine por Humphrey Bogart (y su rostro se ha quedado en
ellos para siempre en nuestra imaginación colectiva), Hammett y Chandler comparten
una mirada profundamente ética hacia la realidad; los dos se empeñan en mostrar los
aspectos más oscuros de nuestra sociedad y la corrupción que esconden aquellos que
parecen tan poderosos como intachables.

Diario El País, España, 18 de diciembre de 2013


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