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EL 90:
En 1880 se plasmó la unidad política y territorial argentina y se configuró definitivamente el poder central.
En la perspectiva del presidente Roca, y sobre todo en Miguel Juárez Celman después, consolidar ese nuevo
orden requería la eliminación del disenso y la ruptura con el pasado inmediato caracterizado por la lucha fac-
ciosa. El lema paz y administración llevaba implícita a supresión de la lucha política en función del ´progreso,
de cuya puesta en marcha devendría la legitimidad del gobierno. hacia 1890, esa premisa era ya fuertemente
cuestionada. Quienes gobernaban, quienes elegían, cómo funcionaban los vínculos representativos, cómo se
constituían las relaciones de obediencia a la autoridad eran los interrogantes que formaban parte del círculo
intelectual y de los políticos desplazados. En la perspectiva de José Nicolás Matienzo (1911), se trataba de
un sistema de gobierno personal. Gobernaba una oligarquía cuya homogeneidad devenía de la pertenencia a
las familias que constituían la “capa superior de la población”, “la parte más sana de vecindario” y derivaba en
la “uniformidad de criterio y de conducta”. Ese sistema se asentaba en la candidatura oficial. El presidente y
los gobernadores provinciales funcionaban como “supremos dispensadores” de las posiciones públicas. La
devolución de favores, la amistad y el parentesco determinaban las ocupaciones de los cargos, “unanimida-
des que comienzan en las municipalidades, continúan en las legislaturas y terminan también en el Congreso
de la Nación”. Según J. V. González (1910), la regla imperante era que el oficialismo monopolizaba el poder y
la representación, y confiscaba el gobierno impidiendo a la voluntad popular manifestarse. El sufragio sólo era
una promesa escrita en la Constitución. La supresión del derecho electoral y su reemplazo por la acción de
los gobiernos se realizaba a través de lo que en la época recibía el nombre de máquina. Esa máquina co-
menzaba a funcionar a partir de la construcción del padrón de electores a cargo del Ministerio del Interior,
seguía con el acaparamiento de libretas, la confección de las listas de candidatos y el control de los electores
el día del comicio. Finalmente, el funcionamiento del sistema estaba garantizado por el recurso de las inter-
venciones federales que se utilizaban para desplazar, reponer o reconstruir autoridades ejecutivas, legislati-
vas o judiciales. El temor a la intervención disciplinaba a los gobiernos provinciales.
Ahora bien, los acuerdos de cúpulas no implicaron ausencia de disenso, de participación política o inmovi-
lismo. La oposición a ese orden se tradujo en 1890 en un movimiento revolucionario que proponía simultá-
neamente una ruptura y una vuelta atrás. La Revolución del Parque impugnó el monopolio del poder en ma-
nos del PAN, la unanimidad, la hegemonía de gobiernos electores y al mismo tiempo se propuso como un
movimiento regenerador y restaurador del sufragio universal, de la existencia de agrupaciones políticas y de
la competencia del poder.
Después de la unificación de Buenos Aires y la Confederación, el escenario político bonaerense había es-
tado dominado por la emergencia del Partido Liberal presidido por B. Mitre, el cual se escindieron en 1864
algunos sectores liderados por Adolfo Alsina. Así, el Club del Pueblo (mitrista) dio origen al Partido nacionalis-
ta, y el Club Libertad (alsinista) gestó al Partido Autonomista. Los separaba el problema de la capitalización
de Bs As. Eran agrupaciones laxas cuya principal actividad se circunscribía a la realización de los trabajos
electorales.
En 1874, la sucesión presidencial de Sarmiento presentó características nuevas. La candidatura de Nicolás
Avellaneda surgió del acuerdo y apoyo de los gobernadores provinciales y su triunfo provocó el levantamiento
de Mitre justificado como derecho, deber y necesidad frente a los gobiernos que no respetan la libertad del
sufragio, consigna, por otra parte, sostenida también por muchos de los clubes políticos vinculados al Partido
Autonomista. En 1877, el presidente Avellaneda institucionalizó un nuevo mecanismo político, la conciliación
que implicaba los acuerdos electorales y la inclusión en el gobierno de mitristas y alsinistas. Leandro Alem,
Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini, entre otros, se opusieron al acuerdo y constituye-
ron una efímera agrupación política, el Partido Republicano. En 1880, La Liga de Gobernadores de la que
surgió el Partido Autonomista Nacional catapultó al poder a J. A. Roca y en 1886 su sucesor, Miguel Juárez
Celman, quienes intentaron romper con ese pasado de luchas facciosas que será reivindicado en 1890 como
momento idealizado de competencia abierta.
En agosto de 1889, un artículo aparecido en el diario La Nación “Tuquoque juventud. En tropel al éxito”,
firmado por Francisco Barroetaveña, reaccionaba contra la renuncia a la vida política activa y a la libertad po-
lítica; denunciaba el unicato como la “designación del jefe único del Partido Nacional, hecha en la persona del
presidente de la República, que constitucionalmente no puede ser jefe de partido”, y enumeraba los que con-
sideraba síntomas de decadencia cívica y retroceso moral: docilidad del Congreso, provincias sometidas y
supresión del sistema electoral. Esa nota, que congregó a descontentos y excluidos del círculo del poder,
contenía los tópicos que a partir de allí se tornarán recurrente en el discurso opositor y constituirán el progra-
ma de la Unión Cívica de la Juventud que se reunió en septiembre en el Jardín República. A jóvenes sin pa-
sado político como Manuel Montes de Oca, Emilio Gouchón, Marcelo T. de Alvear, Damián Torino, Tomás Le
Bretón se sumaron Aristóbulo del Valle, Fidel López, Delfín Gallo, Leandro Alem, Pedro Goyena, quienes ya
habían tenido actuación en diversos clubes políticos.
En abril de 1890, en el Frontón de Bs As, los cí- En todas sus intervenciones parlamentarias, Alem insistió en la ne-
vicos volvieron a reunirse. Mitre abrió la lista de cesidad de limitar, dividir y descentralizar el poder, en la búsqueda de
oradores caracterizando a la Unión Cívica como mecanismos para que quien lo detentara no se quedara con todo y en
una asociación de voluntades encaminada a lograr no gobernar demasiado. Consideraba que la intervención excesiva del
la conciliación del hecho con el derecho. Alem, en estado eliminaba la iniciativa individual. Entendía que la autonomía del
individuo garantizada en todas sus manifestaciones y la participación
cambio, reivindicó a los partidos cuyas rivalidades ciudadana en el municipio, las asociaciones y los partidos, junto con la
y disentimientos, ley de la democracia, engendra- supremacía parlamentaria, constituían los frenos a la centralización
rían buenas instituciones. asociada al imperio del nepotismo y a la ausencia de la democracia, a la
Después de un período de gran prosperidad, la uniformidad, al impedir y no al hacer. La descentralización, por el con-
crisis económica hacía sentir sus efectos perturba- trario, implicaba movimiento y esfuerzo individual. Postulaba, además,
dores. El aumento del gasto público, los emprésti- que la soberanía residía en el Parlamento y que el mejor régimen era el
tos tomados sin control y la Ley de Bancos Garan- federal, porque estaba inscripto en el punto de partida de la Argentina
como República independiente que no era la unidad, sino la diversidad.
tidos que habilitaba a las entidades financieras En su planteo, la nación era un resultado. En 1889, entre los oradores
provinciales a emitir moneda y tomar préstamos en del Jardín Florida, describió un presente que había anticipado: auto-
el exterior habían aumentado la deuda interna y nomías conculcadas, libertades reprimidas, unanimidad, un progreso
externa. El aumento del precio del oro y la decisión que era tan solo material y que engendraba corrupción. La propuesta
del presidente de cerrar la Bolsa de Comercio pro- se resumía en la libertad del sufragio, único modo de legitimar al go-
vocaron resistencias en el propio gobierno y am- bierno, de moralizar la política y depurar las finanzas.
pliaron las filas de la oposición. En el Senado, Aris-
tóbulo del Valle denunció las emisiones clandestinas. Pero los oradores del Frontón, en abril de 1890, no se
refirieron a la crisis sino marginalmente en tanto sus efectos eran considerados como producto de la mala
política.
El 26 de julio los insurrectos se concentraron en el Parque de Artillería, juntando civiles y militares entre sus
filas. Después de tres días de combate, las fuerzas del gobierno los doblegaron, pero independientemente de
su fracaso, la experiencia del Parque adquirió con el correr del tiempo la categoría de un acontecimiento míti-
co, de ruptura, aunque de hecho se propuso como reacción contra los gobiernos electores y la unanimidad
del producto de la supresión de la lucha cívica para conservar los principios inscriptos en la Constitución de
1853; como restauración de las instituciones y de la actividad política y como un movimiento de regeneración
de las costumbres y las practicas.
El presidente Juárez Celman fue desplazado de su cargo y el vicepresidente Carlos Pellegrini asumió el
gobierno. tres de sus cinco ministro fueron mitristas: V. F. López ocupó la cartera de Finanzas, Eduardo Costa
la de Relaciones Exteriores y Juan M. Gutiérrez la de Educación. Roca, desde el Ministerio del Interior, co-
menzó un proceso de recuperación de su influencia en el interior sin demasiado éxito. El orden posrevolucio-
nario mostraba la heterogeneidad tanto de las fuerzas que se habían coaligado en el Parque como de las que
apoyaban al gobierno.
En agosto de 1890, Alem le escribía al presidente de la Unión Cívica de Mendoza, Agustín Álvarez, que
aunque la revolución hubiera derribado al presidente, “la máquina opresora y corruptora del oficialismo” per-
sistía e las provincias y había que desmontarla pieza por pieza; y en septiembre, Bernardo de Irigoyen se diri-
gía al salteño Domingo Güemes en términos parecidos concluyendo que no era posible admitir que los go-
bernadores, diputados y senadores siguieran recibiendo su diploma de presidente de la República. Prepara-
ban de este modo la Convención que debía reunirse en enero de 1891 en Rosario. Allí, delegados provincia-
les en número igual al de su representación en el Congreso nacional electos por asambleas compuestas de
representantes de los clubes seccionales por voto secreto y sistema de mayoría absoluta eligieron la fórmula
Mitre- B. de Irigoyen para las elecciones presidenciales que debían realizarse en abril de 1892, la Convención
reemplazó a las asambleas de notables.
En marzo retornó Mitre de Europa y llegó a un acuerdo con Roca. En Junio se reunió con el Comité Nacio-
nal de la Unión Cívica y después de varias reuniones se concretó la división. Los acuerdistas constituyeron la
Unión Cívica Nacional presidida por Bonifacio Lastra; y los antiacuerditas, La Unión Cívica Radical, liderada
por Alem. En agosto, la UCR eligió la fórmula de reemplazo, Bernardo de Irigoyen-Juan M. Garro.
El Comité Nacional hizo pública una declaración de principios con un diagnóstico de la situación imperante
en donde se responsabilizaba al régimen vigente por:
La dilapidación de bienes y dineros públicos
Quiebras bancarias
Emisiones sin garantía que junto con el encarecimiento dela vida paralizaban la llegada de inmigran-
tes y capitales
Las tierras públicas enajenadas que se concentraban en una sola mano
El exceso de oficialismo.
Consignaba después las reformas que intentaría en caso de acceder al gobierno:
Supresión absoluta de la injerencia oficial en la actividad bancaria y en las Bolsas de Comercio
Límites a la política de emisiones que sólo podían aceptarse para ampliar el capital y no para susti-
tuirlo
Poner la propiedad de la tierra en manos del mayor número enajenándola solo por lotes pequeños
en condiciones de población y trabajo, entrega de la tierra a las compañías colonizadoras bajo la
cláusula obligatoria de la división y la entrega en propiedad al colono con prohibición de todo contra-
to de arrendamiento
Incorporaba las reformas legislativas que consideraba necesarias para reducir las facultades del po-
der ejecutivo: combinación de la independencia de los jueces con la efectividad de sus responsabili-
dades; aumento de las facultades parlamentarias, redefinición de la distribución del ejército en el te-
rritorio de las provincias para evitar la coerción del derecho electoral de los ciudadanos y la presión
sobre las autoridades locales; la libertad de sufragio basada en el padrón permanente y representa-
ción de minorías.
Los sucesos del ´90 no introdujeron cambios significativos en cuanto a las prácticas sobre las que se sus-
tentaba el poder del círculo gobernante, aunque esto no impidió, antes bien provocó, un amplio debate y, en
este sentido, marcaron un punto de inflexión. Sus emisores privilegiados fueron la prensa, las revistas aca-
démicas y los libros, y contó con el Parlamento como uno de sus foros.
EL ANTIACUERDISMO
Entre 1891 y el fin del ciclo revolucionario los radicales habían postulado, junto con la revolución, la oposi-
ción a los acuerdos de cúpulas, práctica corriente como modo de resolución de los conflictos políticos. Ése
fue el principio sostenido para fundamentar su separación de la Unión Cívica. Cuando en 1893 el Comité de
Bs As se negó a pactar con la Liga Agraria, presidida por Carlos Guerrero, los fundamentos de la negativa se
sustentaron en que “suprimir la lucha es viciar el régimen republicano cuyo fundamento mismo es la diversi-
dad”. Sin embargo, abandonada la estrategia revolucionaria, tampoco el principio antiacuerdista será sosteni-
do con la misma fuerza por todos los radicales, ni en el discurso ni en la práctica. Si en Bs As y en Capital
Federal estaban en condiciones de ganar elecciones e incorporar legisladores al Congreso, no ocurría lo
mismo con las provincias, donde entraban en coaliciones electorales con o sin la anuencia del Comité Nacio-
nal. Por otra parte, aunque la organización se había trasladado a casi todo el territorio, estaba escasamente
estructurada y si bien Alem, todavía presidente del partido, contaba con mayoría, su liderazgo era cuestiona-
do, tanto por una tendencia más moderada y proclive a la negociación que respondía a Bernardo de Irigoyen
como por Hipólito Irigoyen. Este cultivaba su estilo diferente al de Alem, prefiriendo el ambiente de las asam-
bleas y los actos públicos, y el de Bernardo, acostumbrado a frecuentar los círculos de notables. El suicidio de
Alem en 1896 profundizó la crisis interna en la medida en que abrió un debate por la sucesión que cerró al
año siguiente cuando, en abril, se reunió la Convención y eligió presidente a Bernardo Irigoyen.
El escenario político estaba sumamente fragmentado. Mientras Roca pretendía prescindir de los cívicos na-
cionales, Pellegrini propiciaba un acercamiento a Bernardo de Irigoyen; en tanto éste había concretado nego-
ciaciones con Mitre que implicaban el mantenimiento de organizaciones separadas coincidiendo en una fór-
mula común, la llamada por Pellegrini “política de las paralelas”. Irigoyen desde su bastión en la provincia de
Bs As., se negaba a ratificar el acuerdo. Irigoyen impidió el acuerdo cuando anunció que se presentaría a las
elecciones en la Provincia de Bs As provocando el retiro de la UCN. Finalmente, en 1898, Roca accedió a la
presidencia y Bernardo de Irigoyen, apoyado por Pellegrini, a la gobernación bonaerense. El partido radical
comenzó su declinación y sus fuerzas comenzaron a dispersarse. Después de 1890, la política del acuerdo
desorganizó a los radicales, entregó la vida política al Partido Nacional, “legión militante”, y al partido mitrista,
su “auxilio espiritual”. En 1901, Miguel Romero acusaba al acuerdo de haber subvertido la vida pública gene-
rando desaliento e indiferencia.
A esta altura, el Partido Radical estaba disperso y muchos de sus dirigentes o se habían retirado de la vida
política o habían engrosado las filas de oras agrupaciones, en general desprendimientos del PAN, que eclip-
sada la influencia de Roca, pasó a un proceso de fragmentación. Pellegrini, enfrentado con éste, fundó en
1903 el Partido Autonomista, al que se sumaron los radicales de Bernardo de Irigoyen. Un proceso similar se
produjo en la UCN. Bartolomé Mitre abandonó su dirección en 1901 y surgieron dos fracciones, una liderada
por Manuel Quintana y otra por Emilio Mitre, El Partido Republicano. En 1906, para la elección de diputados
nacionales por la Capital Federal, los republicanos se aliaron a los pellegrinistas formando la Coalición Popu-
lar.
EL PARTIDO
Hilda Sábato recupera la revolución de 1852 como un momento de refundación política que instala a los
partidos, “redes de vinculación y movilización electorales por fuera del aparato oficial, aunque encontraron en
él soportes materiales para su funcio-
Cuando francisco Barroetaveña se refirió a la formalización de la organización de la
namiento”, pero admite que la noción
Unión Cívica con el dictado de una carta orgánica planteó que el proyecto implicaba un
de partido “resulta cuanto menos in- inmenso progreso en la historia de los partidos, que hasta ese momento tenían gobier-
cómoda”. En el momento de consoli- nos dictatoriales u oligárquicos ejercidos por personalidades prominentes, prestigiosas
dación del Estado Nacional, para los o temidas, o comités centralistas formados caprichosa e irregularmente para encumbrar
hombres del 80, la unanimidad apare- a determinadas personas elegidas de antemano. La dirección discrecional y centralizada
cía como su condición de posibilidad, que relegaba a las provincias y a los municipios sería reemplazada en la nueva organiza-
no era lo opuesto sino la premisa del ción por prácticas democrático-representativas. Quedaban así planteadas las dos cues-
tiones que se plasmaron en los estatutos: el impersonalismo y la estructura federativa
pluralismo y, de hecho, inherente al con base en los clubes locales que más tarde adoptaron el nombre de comités. La Con-
concepto parlamentarista liberal que vención Nacional, constituida por el mismo número de delegados que cada provincia
rechazaba a los partidos. Una de las enviaba al Congreso, ejercía la autoridad superior del partido. Entre sus atribuciones
consecuencias de la revolución del 90 estaban dictar el programa, modificar la carta orgánica y elegir los candidatos a presi-
fue el proceso de formación de parti- dente y vice de la nación 24 hs después de sancionado el programa, en sesión pública,
dos nuevos así como la redefinición por voto secreto hasta obtener la mayoría absoluta. En las convenciones provinciales se
de las condiciones de funcionamiento designaban los candidatos a diputados nacionales, a la gobernación, a la Legislatura
provincial, electores de presidente y vice, de gobernador y los delegados a los organis-
de los existentes y la gradual acepta- mos superiores del partido. El Comité Nacional, compuesto por sesenta miembros,
ción de su legitimidad. cuatro por cada provincia, ejercía a dirección del partido.
La organización de los partidos comenzó a ser un imperativo que demarcaba una línea divisora con las
agrupaciones de notables: en 1896 fue el partido socialista; en 1908 se formaba la Liga del Sur la cual no se
identificaba como partido, sino precisamente como liga.
Ya en el tránsito del siglo predominaba la opinión de que los partidos eran necesarios para el gobierno re-
publicano, se evaluaba su ausencia como un síntoma de atraso político y se ponderaba su formación y per-
manencia, lo cual no implicaba que hubieran desaparecido las objeciones que se esgrimían en defensa del
individuo como base de la representación y de la deliberación como forma más ajustada de la toma de deci-
siones. En el mismo momento de despliegue del argumento opuesto, es decir, la defensa del sometimiento de
los legisladores a las reglas de la disciplina de partido como un modo de superar el personalismo imperante
en la vida política argentina. La forma de partido como instancia de organización del electorado seguía te-
niendo detractores pero gradualmente iba imponiéndose, y con las agrupaciones surgidas después de la re-
volución del 90 la adoptaron aun con resistencias internas.
LA CAUSA
En febrero de 1904 se conformó e Comité Nacional, eligió como presidente a Pedro C. Molina y publicó un
manifiesto tarificándose en su posición antiacuerdista. Concluye afirmando que la UCR es la única fuerza fiel
a sus principios y en función de ellos decreta la abstención.
Mientras esto ocurría Hipólito Irigoyen desde su tradicional bastión en la provincia de Buenos Aires, convo-
caba a las fuerzas que participarían del estallido revolucionario de febrero de 1905 cultivando su peculiar esti-
lo basado en las relaciones interpersonales. La revolución estalló en febrero de 1905 en Capital Federal, Bs
As, Córdoba, Mendoza y Santa Fe; y fue rápidamente sofocada. Su preparación se había iniciado en 1903
articulada en la decisión de abstenerse del escenario electoral.
Pero no todos los radicales estaban convencidos de que la revolución era la mejor estrategia posible. El di-
rigente cordobés Pedro C. Molina sostenía que las armas a esgrimirse contra el gobierno eran la prensa, la
tribuna y la cátedra. A lo que Ricardo Caballero respondió que no bastaban cuando la prensa era “pura com-
batividad política”, la tribuna estaba “muda, amordazada por las componendas y las complacencias”, y la en-
señanza era un instrumento de corrupción en manos de “políticos traficantes y tornadizos”. La tiranía no solo
se asienta “en la trinidad que usted enuncia, sino también y principalmente, en las bayoneras de sus merce-
narios”.
Un manifiesto radical que se daría a conocer si el movimiento triunfaba caracterizaba a la revolución en los
mismos términos esgrimidos en 1890 y en 1893: sin libertad electoral no hay mandato ni autoridad sino usur-
pación. El objetivo era redimir, restaurar. Después del fracaso, atribuido a “la delcióny la perfidia”, un nuevo
documento proponía que “las revoluciones están en el orden moral de las sociedades” y las reparaciones solo
pueden ser tan amplias como las causas que las engendran. La revolución no había atentado contra el orden
sino que había tendido a restablecerlo, era conservadora, en el verdadero significado que éste término impli-
caba
La apelación al antiacuerdismo y a la revolución se inscribía en los orígenes de la agrupación. Sin embargo,
había cambiado la concepción del partido. El manifiesto del Comité Nacional. De 1904 afirmaba que la UCR,
“sin autoridades y sin disciplina de partido, ha subsistido como tendencia y se ha acentuado como anhelo co-
lectivo”. El manifiesto de 1905 la definía como “conjunción de fuerzas” a las que no vinculaban incentivos ma-
teriales sino identitarios. “sus afiliados saben de antemano que no van a recibir beneficios ni conquistar posi-
ciones, sino a prestar servicios en la plena irradiación de su personalidad”. El estilo de Irigoyen había comen-
zado a imponerse. En 1906 se inició la reorganización y los comités se desplegaron por todo el territorio.
El radicalismo, en los discursos pronunciados por Vicente Gallo en 1908, era “tendencia, idea, pasión, y
convencimiento” y “fuerza política disciplinada”; “partido impersonal y democrático” que agrupaba “soldados
de una causa fundamental”. Pero la coexistencia era conflictiva. En julio de 1909 Pedro C. Molina renunció a
la dirección del partido. En septiembre apareció una manifiesto disidente encabezado por Leopoldo Melo y
algunos dirigentes, en su mayoría metropolitanos, presidentes de comités parroquiales y miembros de orga-
nismos de distrito cuestionando el personalismo en la dirección del partido y las frases enigmáticas reempla-
zando a los programas. Reclamaba que cumpliera con la carta orgánica puesto que el Comité Nacional cons-
tituido en 1904 no se había renovado y la Convención no se reunía desde 1987. Estaba en cuestión, además,
la estrategia abstencionista del partido, pero que se ratificaría.
El régimen, en palabras de Yrigoyen, era un Estado morboso, sumiso y abyecto, procaz y agresivo; vandá-
lico; tendencia inepta y pervertida que corrompía y subyugaba y que “siendo el delito su origen, la delincuen-
cia es lo que enseña, y el crimen común en todas sus formas, una de sus lógicas derivaciones”. La causa, por
el contrario, era santa y su unidad derivaba en su misión. Las ideas particulares que dividían a sus miembros
debían acallarse y subsumirse para privilegiar la construcción de la nación. La defensa de la intransigencia ya
no se fundaba en la diversidad, tal como había sido propuesta por Irigoyen en 1893. En 1909 la referencia a
la multiplicidad de ideas como fundamento del orden republicano se localizaba en el interior del partido, en
cuyo seno “son compatibles todas las creencias en que se diversifican y sintetizan las actividades sociales”.
La causa era la nación y no necesitaba definiciones puntuales sobre problemas concretos.
Molina era el emergente del malestar que esta concepción provocaba. Se separó del radicalismo a partir de
un artículo aparecido en La República, periódico partidario editado por el círculo que rodeaba a Irigoyen. adu-
jo entonces que no podía permanecer en un partido cuyo órgano oficial defendía el proteccionismo económico
siendo que era defensor de la libertad económica. Molina entendía que el partido no ajustaba su organización
a las bases estipulada en su carta orgánica, no había entre sus miembros unidad de convicciones ni orienta-
ción ni disciplina. Yrigoyen ejercía una dirección clandestina: enviaba delegados y decidía la formación de
comités sin asumir directa ni ostensiblemente la jefatura sino por medio de emisarios, de mensajes, de órde-
nes dadas personalmente a quienes representaban su influencia en las provincias. Su liderazgo reemlaba la
ausencia de ideas, de progreso.
La UCR, en perspectiva de Yrigoyen, no debía sancionar un programa. Son conocidas sus expresiones en
ese sentido en las cartas públicas dirigidas a Molina. En la primera informó que “no se concibe ni justifican las
tendencias partidarias, ni las propensiones singulares, los intereses particulares deben callarse volviendo to-
dos sobre los de la nación”. Exigir un programa era “pretender el ejercicio de instituciones que no se han fun-
dado o la aplicación de una Constitución que no se ha hecho, es levantar muros sobre asientos de lodo”. La
reparación institucional era la causa.
Molina no fue el único que resistió la negativa de Yrigoyen a sancionar un programa. En 1909, los dirigen-
tes radicales correntinos Juan Ramón Mantilla y Ángel Acuña, delegados del Comité Nacional, elaboraron una
plataforma de carácter provincial y un capítulo de cuestiones más generales propuestas para el nivel nacional,
que incluía la defensa de cuestiones más generales propuestas para el nivel nacional, que incluía la defensa
del régimen federal, la representación de las minorías, la naturalización de los extranjeros, la separación de la
Iglesia y el Estado, el divorcio, el monopolio estatal de la instrucción pública, la nacionalización de los ferroca-
rriles, el libre cambio como principio de política económica, el fomento de las industrias que elaboraran mate-
rias primas del país y de todas aquellas que pudieran sostenerse con ventajas sobre la competencia extranje-
ra sin el auxilio de la protección del Estado, la reforma del sistema impositivo a través del impuesto a la renta
y el progresivo sobre las herencias, la supresión de impuestos internos y legislación del trabajo.
LA CUESTIÓN ELECTORAL
El surgimiento del partido radical se asocia a la demanda por la libertad de sufragio que, de hecho, no era
nueva cuando se produjo la revolución del 90. Ya Mitre en 1874 había justificado la revolución como un dere-
cho, deber y necesidad cuando los gobiernos cerraban los comicios a la oposición. También formaba parte
del programa de muchos de los clubes políticos vinculados al Partido Autonomista y había estado entre los
fundamentos de la creación del Partido Republicano. Sin embargo, fue a partir del 90 que la cuestión electoral
se definió en el campo político e intelectual vinculada a un debate más amplio que involucraba a la ingeniería
institucional en su conjunto.
En cuanto a quiénes y cuántos eran los que ejercerían el derecho a sufragio, hacia principios de siglo el
debate se vinculó a la imposibilidad de los grupos opositores al gobierno de incidir en el resultado de las elec-
ciones, a la falta de recambio en el interior de la élite y a la presencia dentro de los elencos gobernantes de
personajes que carecían de prestigio social y capacidad para el gobierno, a la degradación de la clase gober-
nante.
Por otra parte, en los momentos en que el Congreso discutió y sancionó reformas a la ley electoral, surgió
claramente en los debates, tanto dentro como fuera del Congreso, la reserva en torno a la capacidad del elec-
torado que, paradójicamente, nunca se tradujo en la calificación del sufragio. En 1902, cuando Joaquín V.
González, entonces Ministro del Interior, propuso al Congreso la reforma de la ley electoral sostuvo que el
sufragio no podía ser restringido; sin embargo, seguía pensando que el gobierno le correspondía a los hom-
bres superiores por selección natural.
En 1911, uno de los argumentos de Indalecio Gómez, el Ministro del Interior de Sáenz Peña que propuso la
reforma, fue eliminar el abstencionismo. La reforma propiciada por Sáenz Peña no solo apuntaba a incorporar
al partido que desde 1998 se mantenía en la abstención y había acompañado esta decisión política con el
movimiento revolucionario de 1905 sino a los sectores autoexcluidos.
En cuanto a los modos de convertir los votos en bancas los argumentos enfrentaron el sistema mayoritario
y el de representación proporcional y dos maneras de elegir candidatos: el voto uninominal o el voto por lista,
que a su vez implicaban modos diferentes de concebir la representación de las minorías. En relación a la lista
es necesario aclarar que la práctica y las sucesivas sanciones legislativas no implicaron su obligatoriedad. La
proclamación de candidatos era libre y en caso de que hubiera listas eran abiertas, es decir, el elector podía
modificarlas suprimiendo candidatos y reemplazándolos por otros o cambiando el orden en que estaban pro-
puestos. Hasta 1912, con excepción de los años 1903 a 1905 en que se utilizó el sistema uninominal por cir-
cunscripciones, las elecciones se resolvían por el sistema llamado de lista completa, es decir, el ganador se
llevaba todo.
Quienes defendían la representación de las minorías se dividieron propiciando algún sistema de prorrateo
electoral, que en 1902 se tradujo en el voto uninominal por circunscripciones y en 1912 en lista incompleta
que fijaba la representación de la minoría en el tercio. La diferencia entre estos dos sistemas estriba en el
modo en que conciben la organización de electorado y la representación. El voto uninominal por circunscrip-
ciones responde a la idea de que la representación es una relación de confianza. La representación es mucho
más inmediata, mucho más pura, en tanto se suprimen los intermediarios: el comité, los reclutadores de vo-
tos, los agentes electorales. Acerca al elector al elegido y selecciona a los mejores, a los notables locales
porque “impide que al amparo de los grandes nombres de la lista se deslicen mediocridades”. Finalmente,
permite la representación de todos los intereses, regionales y gremiales.
Los defensores de la lista negaban que la reducción de escala garantizara la representación de las mino-
rías dado que se prestaba a la manipulación del partido dominante en el trazado de los distritos. Tampoco
seleccionaba a los mejores. El argumento en torno a la capacidad del elegido es rebatido a partir de la consi-
deración de la fuerza de los caudillos locales.
La lista incompleta que se sancionó en 1911 propuesta pode el Poder Ejecutivo y apoyada por los partidos
opositores (radical, Liga del Sur), fue atacada por los defensores de la lista completa porque cercenaba a la
mayoría una parte de la representación que legítimamente le correspondía. Y los partidarios de la circunscrip-
ción argumentaban que era un sistema “artificial y mecánico” que dividía al Congreso en dos bandos. La rela-
ción entre número y razón era el nudo conflictivo que pautó las prácticas y los debates del tránsito entre el
siglo XIX y XX.
La UCR desempeñó un papel decisivo en la presión ejercida sobre la elite conservadora para que promul-
gase las medidas de reforma. Primera fuerza política nacional importante en la Argentina y uno de los prime-
ros movimiento populistas latinoamericanos. Coalición entre ese sector de la élite e importantes sectores de
las clases medias.
Hasta 1896 el partido fue conducido por Leandro N. Alem. Los orígenes están en la depresión económica y
la posición política a Juárez Celman. En 1889 la Unión Cívica de la Juventud amplia su base paso a denomi-
narse simplemente Unión Cívica. En 1891 las relaciones que debían mantenerse con el nuevo gobierno de
Carlos Pellegrini, la UC se dividió y así surgió la UCR de Alem.
El origen de la UCR de la que saldría el radicalismo un año después no debe buscarse tanto en la moviliza-
ción de sectores populares cuanto en sectores de la elite. La Unión Cívica es la condensación de todas las
fuerzas vivas del país que no están absorbidas por el oficialismo
La UC era pues expresión de la imposibilidad de Juárez Celman de instituir una relación estable entre los
sectores politizados de la elite. El núcleo principal estaba integrado por jóvenes universitarios, en su mayoría
hijos de familias patricias.
Un segundo grupo formado por varias facciones dirigidas por diferentes caudillos que controlaban la vida
política de la Capital federal y Buenos Aires. Entre ellos hay dos subgrupos uno conducido por el general Bar-
tolomé Mitre representaba a los principales exportadores y comerciantes y el otro era liderado por Leando N.
Alem y contaba con el apoyo de cierto número de hacendados.
En tercer lugar había algunos clericales. Finalmente contaba con algunos adherentes entre los sectores
populares sobre todo pequeños comerciantes y dueños de talleres artesanales. No impedía que el movimien-
to estuviese firmemente controlado por los elementos patricios a quienes los católicos y los grupos de clase
media estaban subordinados.
Lo novedoso de la UC radicaba en su tentativa de movilizar en su favor a la población urbana. La campaña
no tuvo éxito. Quedo abierto el camino para que la solución viniera por vía de un siempre ajuste de la distribu-
ción del poder dentro de la elite. Luego de la caída de Juárez Celman el nuevo presidente Pellegrini se agen-
cio la buena voluntad de los grupos más influyentes de la UC
En 1891 el proceso de reorganización interna de la elite estaba virtualmente concluido, vio la luz la UCR,
Alem y sus partidarios se vieron excluidos del plan de Pellegrini. Alem se afano en vano por conquistar apoyo
popular. La oligarquía se las ingenio para permanecer unida. Pese a todos los esfuerzos de Alem los rema-
nentes de adhesión popular que los radicales habían heredado de la UC se diluyeron.
Los grupos de clase media solo eran motivados políticamente durante épocas de crisis económica extrema.
El apoyo urbano obtenido por Alem provino fundamentalmente de los antiguos grupos criollos más que de la
nueva clase media formada por los inmigrantes y sus descendientes.
La imagen nacional y revolucionaria que los radicales trataron de presentar se vio afectada por su partici-
pación en disputas entre las distintas facciones terratenientes provinciales. Esto origino una división entre los
grupos que deseaban honestamente superar la tradición del personalismo y del favoritismo oficial y aquellos
que habían hecho de ese sistema una cuestión de vida o muerte. La ruptura más significativa tuvo lugar con
la fundación del Partido Socialista. La pérdida de apoyo entre los grupos terratenientes termino con la división
de la UC en 1891.
Entre 1896 y 1905. El radicalismo perdió posiciones. Con el surgimiento de Yrigoyen como sucesor de
Alem eje central del partido vuelve a situarse en Buenos Aires.
Aparecieron nuevos signos de turbulencia en las universidades con huelgas estudiantiles. Los estudiantes
pasaron a constituir un importante grupo de presión urbano a favor de la adopción del sistema de gobierno
representativo, con el fin de provocar cambios en las universidades.
Yrigoyen comenzó a planear otra revuelta. Sin embargo el disconformismo se limitaba todavía a ciertos
grupos restringidos. Yrigoyen se dio a la tarea de organizar un golpe militar. Logro considerable apoyo estu-
diantil. Si bien el golpe fallo tuvo vitales efectos a largo plazo. Sirvió para recordarle a la oligarquía que el ra-
dicalismo no estaba muerto. Permitió que el radicalismo se diera a conocer a una nueva generación. Comen-
zó el proceso que culminaría con la victoria de Yrigoyen en las elecciones presidenciales
Entre el golpe abortado en 1905 y la Ley Sáenz Peña de 1912 los radicales avanzaron a grandes pasos en
el reclutamiento del favor popular. Esta vez sus organizaciones provinciales y locales no desaparecieron sino
que comenzaron a expandirse. Constituido un conjunto de dirigentes locales intermedios. Las organizaciones
locales dejaron de llamarse clubes y pasaron a ser reconocidas como comiste.
Los radicales ignoraron virtualmente a los inmigrantes mismos pero los hijos de estos desempeñaron en
cambio un papel fundamental,
Comenzaron a incrementar el volumen de su propaganda. No pasaba de ser un ataque ecléctico y moralis-
ta a la oligarquía. El partido operaba sobre la base de cierto número de slogans como la abstención o negati-
va a participar en elecciones fraudulentas y a la intransigencia revolucionaria. Énfasis en la función orgánica
del Estado y en la solidaridad social ideas que habitualmente se expresaban de una manera confusa e in-
coherente que armonizaba con la noción de la alianza de clases que el radicalismo término por representar y
que había sido mucho más difícil de alcanzar si hubiera adoptado doctrinas positivistas.
Más importante que lo que decían los radicales era lo que no decían su evitación de todo programa político
explícito. Había solidas razones estratégicas para proceder así. No se mostraban muy dispuestos a perder la
oportunidad de granjearse adherentes atándose a determinados intereses sectoriales. El objetivo era evitar
las diferencias sectoriales.
Solo se afirmaba que la corrupción de la oligarquía había limitado el desarrollo del país. La democracia pre-
sentada por los radicales casi como una panacea para resolver los problemas nacionales. Su propósito era
crear un nuevo Estado unipartidario principio que paso a constituirse en uno de los rasgos centrales del popu-
lismo radical.
Los radicales no apuntaban a introducir cambios en la economía del país, su objetivo era más bien fortale-
cer la estructura primario exportadora cooperación entre la elite y los sectores urbanos.
La otra importante novedad que puso aun más de relieve el carácter populista fue el surgimiento de Yrigo-
yen como líder. La oposición clara a la oligarquía. Era un representante bastante típico de los primeros radica-
les que aspiraban a crear una coalición popular para restaurar su suerte política. Su estilo político consistía en
el contacto personal y la negociación cara a cara a fin de crear una cadena muy eficaz de lealtades persona-
les. Doto de fama entre las clases medias. Obligo a la oligarquía a conceder la reforma mediante la amenaza
de la rebelión.
El radicalismo se desarrollo menos como un partido y mas como un movimiento de masas que fundaba su
fuerza en una serie de actitudes emocionales. En 1912 abandonan su política de abstención y comienzan a
postular candidatos. No tenía dirigentes que contaran con reconocimiento en el país. Intensificación de la or-
ganización partidaria entre 1912 y 1916
La ventaja de los radicales era su vaguedad. El enfoque moral y heroico que tenían de los problemas políti-
cos les permitió a la postre presentarse ante el electorado como un partido nacional, por encima de las dis-
tinciones regionales y de clase. La fuerza del radicalismo estaba en su organización. En las grandes ciudades
sistema de caudillos de barrio. Establecen sistema de patronazgo. A cambio de votos cada dos años los
caudillos de barrio cumplían gran cantidad de pequeños servicios para sus vecindarios en la ciudad o la cam-
paña.
Comités nacional, provincial, de distrito y de barrio en periodos de elecciones se añadían una serie de sub-
comités. Una de las cosas de las que más se jactaban los radicales era que sus representantes habían sido
elegidos mediante el libre sufragio de los afiliados al partido con lo cual se evitaban las tradicionales practicas
personalistas. Sin embargo la pauta más corriente era que el comité nacional y los provinciales estuviesen
dominados por los terratenientes y los comités locales por la clase media.
En 1916 la organización partidaria se había convertido en un eficaz sustituto de un inexistente programa
político bien definido. La manipulación desde arriba era evidente en el carácter amorfo de la ideología radical.
Dada la relevancia de los terratenientes dentro del partido no es de sorprender que el radicalismo no se
transformara jamás en un defensor de la reforma agraria o la industrialización. Su concepción de la sociedad
era una amalgama ecléctica de ideas liberales y pluralista. Atacaba a la oligarquía con argumentos liberales.
Proclamaban el precepto liberal de la competencia individual, había en sus posiciones algo de as tradiciona-
les actitudes conservadoras de jerarquía y armonía social. Se apoyaban mucho en medios paternalistas.
Los principios recortes de la conducción radical permitieron el mantenimiento de una estructura jerárquica
autoritaria en el partido que constituiría una réplica del equilibrio preexistente de poder y de las estructuras de
estatus de la sociedad argentina, posibilitando la coexistencia de grupos cuyos intereses eran a veces anta-
gónicos. Preservaban la hegemonía de los terratenientes.
Como consecuencia de su gran ubicuidad la UCR gano las elecciones presidenciales de 1916. En 1916 el
radicalismo era en muchos aspectos una especia de partido democrático conservador que combinaba la ad-
hesión a los intereses económicos de la elite con un sentido de identificación con la comunidad en general.
Tenía estrechos vínculos con las instituciones tradicionales del régimen conservador como la iglesia.
La UCR se aproximaba mucho a la alianza que los conservadores habían estado buscando entre los mag-
nates de la elite y los profesionales de clase media provenientes en gran medida de familias urbanas de inmi-
grantes.
El radicalismo era visto como una innovación, no porque pusiera en peligro el orden establecido sino por-
que sus características organizativas y su estilo político estaban en agudo contraste con todo lo que se concia
hasta entonces.
EL PARTIDO DEMÓCRATA PROGRESISTA
El futuro se mostraba promisorio para los socialistas: el partido aparecía corno uno de los principales benefi-
ciarios de las nuevas posibilidades, tendencias y nociones de la representación colectiva. Sin embargo, a
pesar de su notable empuje, el Partido Socialista no se convirtió en el galvanizador de las políticas populares.
Hacia 1920, esto era causa de gran consternación y desaliento para sus dirigentes. En lugar de agruparse en
tomo del partido del futuro, los obreros, los trabajadores rurales, los inmigrantes pobres y otros sectores
que los socialistas consideraban como su clientela natural, apoyaban a los dirigentes tradicionales -los
enigmáticos radicales- y eludían cualquier compromiso con el socialismo, favoreciendo formas alternati-
vas de representación colectiva. De manera que si para algunos el socialismo encarnó un importante
ideal, no llegó a condensar la imaginación política de los grandes sectores que los diri- gentes considera-
ban como su baluarte natural.
Los orígenes del Partido Socialista están estrechamente relacionados con el contexto internacional,
así como las ideas que inspiraron a sus dirigentes y el tipo de programas que propuso. El Partido impul-
só diversos emprendimientos colectivos, sindicatos, cooperativas, movimientos agrarios y, por supues-
to, actividades vinculadas al campo electoral. Sin embargo, encontró algunos obstáculos que impidieron
su avance.
EL ESCENARIO INTERNACIONAL
En la Argentina, como en otras partes, el socialismo constituía un ideal cosmopolita. A fines del siglo XIX,
en el mundo que se encontraba del otro lado del Atlántico, se había normalizado el desorden consti-
tucional posterior a la Revolución Francesa, al levantamiento de 1848 y a la desaparición de la esclavitud.
Los pensadores políticos intentaron reconciliar la diferencia cultural con nociones de igualdad política
formal. Los socialistas argentinos asumieron seriamente este desafío. Para nevar a cabo esta tarea mu-
chos coincidieron en que los sectores populares que hasta el momento habían sido excluidos política y
socialmente debían ser incorporados a la esfera pública.
Las corrientes de la industria, de la inversión y de la inmigración consolidaron el sentimiento de que las
sociedades atlánticas convergían en una dirección común. La movilidad de las mercancías, del capital y
de la fuerza de trabajo parecían erosionar naturalmente las antiguas formas, debilitando los lazos tra-
dicionales y eliminando las prácticas colectivas premodernas. Las sociedades que se hubieran apartado
específicamente de las trabas premodernas al desarrollo, evolucionarían según principios racionales; las
personas ocuparían roles funcionales en la sociedad (en particular como productores y consumidores); se
diferenciarían por las aptitudes adquiridas (no por las propiedades morales heredadas); sus diferencias se
articularían a través de una división social del trabajo.
Al mismo tiempo, mediante una planificación y especialización minuciosas las sociedades pluralistas po-
drían aumentar el capital material y cultural. En virtud de una profundización de las relacio- nes de intercam-
bio, las sociedades evolucionarían en forma autónoma. Esta metáfora científica dio forma al pensamiento
político de los arquitectos de la Segunda Internacional y proporcionó el marco intelectual para los socialistas
argentinos.
Luego de la apertura política de Bismarck, los políticos socialistas alemanes pudieron organizarse efectiva-
mente. De manera inmediata, el Partido Socialdemócrata alemán se convirtió en el mayor partido político
europeo. En consecuencia, el Programa de Erfurt de la Segunda Internacional (1891) incorporó la política
socialista a la democracia: el socialismo podía alcanzarse sólo a través de la política electoral y representati-
va. Los socialistas abandonaron la noción de la política revolucionaria de Marx. y en la medida en que las
sociedades evolucionaran por sí solas, no era necesaria la acción violenta para liberarse de las fuerzas re-
presivas; las leyes de la evolución natural disolverían las instituciones y prácticas arcaicas y derribarían los
obstáculos que se oponían al progreso. Más aún, la propia dinámica del capitalismo -según las leyes de evo-
lución del movimiento- produciría una mayor concentración del capital, daría lugar a un crecimiento de la
masa de trabajadores desposeídos, extendería las filas del proletariado y, por consiguiente, estimularía a la
base del electorado político socialista.
Con el tiempo, los socialistas gradualmente legislarían un camino hacia una utopía libre de la violencia propia
de los escenarios que dominaban la imaginación política de Marx. He aquí las convicciones evolutivas bási-
cas de la Segunda Internacional.
Los socialistas no pusieron en duda la convicción de Marx según la cual las fuerzas económicas determina-
ban en última instancia el desarrollo social y político. La gran superioridad del capitalismo residía en su ca-
pacidad para deshacerse de los obstáculos económicos que trabajaban el desarrollo tecnológico autónomo.
Se suponía que la historia debía comprender que la política reflejaba crecientemente la economía. La propia
liberalización de las fuerzas económicas profundizaría las transformaciones capitalistas, nutriría las filas de
los trabajadores y daría lugar al surgimiento natural de votantes para el socialismo. De este modo, el materia-
lismo y el determinismo tecnológico de la Segunda Internacional aseguraban que las leyes de la historia ope-
raban naturalmente en beneficio de una transición al socialismo.
LA VARIANTE ARGENTINA
La figura principal de este proceso fue Juan B. Justo, el fundador, el líder intelectual y mentor principal del
Partido hasta su muerte a principios de 1928.Profundamente conocedor de Marx (efectivamente, tradujo el
primer tomo de El Capital al es- pañol en 1890), llevaba la marca de Herbert Spencer y de los darwinistas
sociales que creían en la posibilidad de aplicar los modelos de la selección natural al mundo social. En este
contexto, la Argentina era una sociedad en desarrollo pero aún "inmadura".
Justo y los socialistas argentinos se veían a sí mismos como los constructores de una tradición de reforma del
país pero, al mismo tiempo, como protagonistas de una gran ruptura histórica con el pasado argentino. Si bien
la Argentina estaba preparada para incorporarse al flujo de otras sociedades en acelerado desarrollo, algunos
resabios, en particular los caudillos locales, contaminaban las instituciones republicanas. La debilidad de los
sectores subalternos les impedía actuar como una fuerza progresiva, compensatoria: fundamentalmente por-
que aún debían tomar conciencia como agentes históricos autónomos. El resultado fue que la riqueza natural
de la Argentina -el territorio pampeano- se encontró en manos de un pequeño grupo de empresarios que,
utilizando su monopolio, se constituyó por fin en una oligarquía terrateniente. De modo que la Argentina desa-
rrolló instituciones republicanas competitivas, aunque no las forjó adecuadamente, y no llevó a cabo la nece-
saria distribución de la tierra para una pequeña clase productora.
De manera que la misión del Partido Socialista tenía múltiples facetas. Primera, debía contribuir al afianza-
miento de las instituciones republicanas con el fin de que éstas se transformaran en instrumentos representa-
tivos adecuados para la implementación de políticas racionales y fueran capaces de liberarse de la acción
nociva de los sectores incultos y atrasados, en especial, de los viejos caciques políticos. Segunda, la tierra
debía ser redistribuida de manera de romper el dominio de la oligarquía. Tercera, era necesario fomentar las
prácticas culturales y las asociaciones colectivas a fin de sacar de su apatía a los sectores populares que de-
bían convertirse en agentes históricos y operantes y no en meros instrumentos de los gobernantes. En este
sentido, los socialistas se veían a sí mismos como los salvadores naturales de la república, como un factor de
consolidación final de la promesa revolucionaria lanzada en 1810. Ahora, con el impulso de los socialistas, los
sectores populares se harían cargo de la política y la economía se liberaría de sus obstáculos. En este senti-
do, el ideal democrático se convirtió en el ideal del socialismo y éste a su vez en el instrumento a través del
cual se nevaría a cabo la transición al socialismo.
Para gestionar esta transición los socialistas confiaban en una doble plataforma. El primer campo de ac-
ción -en realidad el fundamental- era el frente económico. Éste era necesario para promover el desarrollo
de la base social y económica y ampliar de este modo las fronteras de las posibilidades políticas. La plata-
forma electoral definida y aprobada en el primer congreso del Partido en junio de 1896 involucraba esta
primacía: reclamaba la estabilidad monetaria y la extinción gradual del papel moneda para proteger los
ingresos de la clase trabajadora, vulnerables a las corrientes devaluadoras, y exigía asimismo un impues-
to directo a la renta de la tierra para elevar los recursos fiscales y castigar a los latifundistas que no usa-
ban sus propiedades con eficiencia.
El Partido pedía también eliminar las medidas y prácticas que deterioraban los salarios y el bienestar;
abolir la inmigración subsidiada, igualdad en las retribuciones para hombres y mujeres que realizaran los
mismos trabajos, así como reivindicaba la jornada de ocho horas. Los socialistas no se proponían en modo
alguno obstaculizar el curso natural de las operaciones del mercado en cuanto al comercio y la libre inmigra-
ción, ya que estos eran mecanismos de desarrollo de la economía local. En cambio, orientaba la reforma en
el sentido de limitar los peores aspectos de la dominación del capital, sin perjudicar al capitalismo en su con-
junto. En definitiva, el socialismo sólo podía realizarse una vez que el capitalismo hubiera agotado su poten-
cial productivo.
Si la sociedad argentina era "inmadura", los socialistas podían ayudar a conducir; la población a la madurez.
El proyecto fue obra de Sarmiento: laicización de las escuelas y una expansión ambiciosa de la educación, en
especial, del nivel primario hacia el sector rural. Fue asimismo una lucha simbólica destinada a desmitificar
el aura del caudillo, para desembozar a los iconos del atraso y estimular a los trabajadores en el sentido de
desarrollar hábitos de lectura, buenas costumbres, trabajo duro y probidad en la comunidad y en el hogar con
el fin de representar a un nuevo modelo de ciudadano. Los socialistas abogaron también por una estrategia
más pasiva que consistía en liderar con el ejemplo.
¿De qué manera afectó su lectura de la sociedad argentina la perspectiva del Partido sobre la inmigración?
Se trataba de un tema Porque así como el Partido echaba una mirada funesta hacia el viejo estilo de la
política "criolla" y hacia los resabios culturales de los pueblos atrasados -emblemas perversos del carácter
nacional-, también desalentaba la perpetuación de los hábitos y culturas inmigrantes que inhibían la sociabi-
lidad correcta. Muchos socialistas argentinos apoyaban la inmigración porque ella contribuía al progreso del
país, pero les disgustaba comprobar la propensión de los inmigrantes a mantenerse unidos y negarse a la
asimilación. La asimilación era necesaria porque contribuiría al mejoramiento de la estirpe social.
EL CAMPO ELECTORAL:
El campo más importante y decisivo de la lucha colectiva en relación con el Partido era el campo electoral. Si
las otras formas de la organización colectiva estaban programadas para profundizar la conciencia de los sec-
tores subalternos a través de la intervención material directa sobre el poder del capital, la participación en las
luchas parlamentarias estaba dirigida a utilizar las leyes para pavimentar el camino al socialismo.
El Partido insistía ruidosamente en el sufragio femenino; esta conciencia proletaria y de votante socialista no
tenía por qué ser exclusiva de los hombres. La democracia fraudulenta previa a 1912 no impidió que los so-
cialistas participaran en las campañas políticas. Mientras que la Unión Cívica Radical se negaba a legitimar
dicho régimen y tenía una posición manifiesta e intransigente en favor de la reforma electoral, los socialistas
respetaban el juego, muy a su pesar.
Su actividad se limitaba desde el comienzo a la Capital Federal y sólo después a otros centros urbanos. El
Congreso del Partido de
1898 no tenía representantes que no fueran de la Capital. Un informe del Comité Ejecutivo Nacional instaba
a los militantes a tener en cuenta los nuevos distritos, aunque en el mismo informe se aseguraba que la lenti-
tud con que el socialismo había penetrado en otras regiones, se debía a las condiciones económicas y políti-
cas de atraso que caracterizaban a las zonas rurales que se encontraban fuera de la ciudad central, Parte del
problema residía en la estructura de la organización del Partido. Éste no había optado por una estructura de
comité descentralizado como el de la UCR y el de los principales partidos políticos norteamericanos, sino
que prefería una estrecha centralización a cargo del Comité Ejecutivo. Los locales regionales eran fundados
por delegados de la Capital y las credenciales de estas sucursales debían ser aprobadas por la dirigencia
central. Esto dejaba poco espacio para la organización espontánea desde abajo o para plantear programas
partidarios regionales que tuvieran en cuenta los temas o intereses locales específicos.
El Partido tuvo un breve éxito en 1904, después de que el ministro del Interior de Roca, Joaquín V. González,
promulgara una limitada y modesta reforma que apenas atacaba el nudo del conflicto electoral. Alfredo Pala-
cios se convirtió en el primer diputado socialista, elegido en 1904 para representar al electorado de La Boca
con 804 votos. Pero sin un compromiso más serio con la reforma electoral, el sistema político argentino se-
guía dependiendo de un régimen de corrupción y fraude. Palacios perdió su cargo cuando se presentó para la
reelección.
La marcha de las transformaciones se aceleró en 1910, después de una década de conflictos y de violencia
de clases. El viejo régimen estaba agotado y muchos miembros de la elite reconocían la necesidad de la re-
forma para evitar mayores antagonismos. Cuan- do Roque Sáenz Peña fue elegido presidente a fines de
1910 pro- metió numerosos cambios. El Congreso aprobó un proyecto para establecer el voto libre, secreto y
obligatorio para los hombres a comienzos de 1912. En rigor, hasta ese momento, el Partido no había dicho
mucho sobre la reforma electoral. En su órgano principal, La Vanguardia, el debate en el Congreso sobre la
reforma electoral apenas fue mencionado. Sáenz Peña, el flamante presi- dente, se dirigió a la UCR y a Hipó-
lito Yrigoyen para hacer un acuerdo sobre el contenido de la Ley pues, como el PS acataba las viejas reglas y
no parecía preocupado por la democratización in- mediata ni desempeñaba el papel de oposición intransi-
gente, el gobierno no se sentía presionado para buscar un acuerdo con los socialistas.
Una vez que se promulgó la nueva Ley, el Partido se encontró ante una nueva constelación de fuerzas. De
pronto, se vio obliga- do a competir con la UCR en las mismas circunscripciones electorales. Aquellos que
hasta 1912 habían respetado las leyes del jue- go, es decir, las habían legitimado, debieron pagar el precio
del nuevo acuerdo: esto le ocurrió sobre todo a los conservadores pero, hasta cierto punto, también a los
socialistas.
A los socialistas la reforma los tomó por sorpresa. No habiendo asumido posición alguna en las negociacio-
nes previas e ignoran- do los debates del Congreso sobre la legislación propuesta, los socialistas se vieron
obligados a aceptar lo que se les ofrecía, Por otra parte, estaban conformes con algunas de las cláusulas. Se
aprobaron las reformas que habían contribuido al triunfo de Palacios en 1904 (el voto secreto y de un solo
miembro por circunscripción), pero la cláusula que estipulaba que el voto era obligatorio para los hombres
adultos provocó una encendida ola de burlas en la mayor parte de los cuarteles socialistas. Para muchos de
ellos significaba dar derechos a personas que aún carecían de una cultura cívica y de una conciencia de
clase racional. A pesar de su desacuerdo; el Partido aceptó sin embargo las leyes existentes -como lo había
hecho siempre- en forma "simbólica". Desde el principio, el Partido decidió concentrar sus esfuerzos en las
ciudades de Buenos Aires y Rosario, donde se encontraba la gran mayoría de sus afiliados. Fuera de las
ciudades, llevaría tiempo consolidar una base de apoyo.
Los candidatos empezaban a obtener bancas, en principio con Juan B, Justo y Alfredo Palacios, seguidos
luego por un conjunto de veteranos bien intencionados y diligentes que harían carreras distinguidas aunque
minoritarias en el Congreso argentino. En Bue- nos Aires -pero sólo en Buenos Aires- el Partido Socialista
hizo una buena elección. Sin embargo las buenas noticias quedaban neutralizadas por la evidencia innegable
de que el Partido ni siquiera contaba con los votos de los miembros más "avanzados" y "conscientes" de la
clase obrera porteña. Más bien, los socialistas se enfrentaban en una lucha estrecha con los radicales para
ganar la voluntad política y la lealtad electoral de lo que ellos consideraban su clientela natural. El desaliento
no era exagerado y se intensificó después de 1916 cuando a pesar de todos los esfuerzos, la UCR llegó a
controlar las funciones legislativa y ejecutiva del Estado.
Una vez que el Partido se mostró incapaz de galvanizar el apoyo electoral, aun en la mayoría porteña, se
abrieron las fisuras. Algunos querían hacer un llamamiento populista, otros simple- mente demandaban mayor
autonomía local para responder a las preocupaciones regionales y había quienes querían alinearse estre-
chamente junto al creciente movimiento sindicalista. De una u otra manera, las divisiones empezaron a ma-
nifestarse, por ejemplo, con la expulsión de Alfredo Palacios en 1915 con el pretexto de que el duelo en que
se había involucrado violaba el código de comportamiento del Partido. En gran medida, lo que impedía que
el Partido se quebrara en luchas intestinas era la poderosa estatura de su líder Juan B. Justo. Su muerte en
1928 desencadenó un conflicto abierto que nunca se solucionó.
En la provincia, como ya dijimos, el Club de la Juventud había concentrado cada vez más el poder en torno a
sus miembros. La sucesión de los cargos nacionales y provinciales se producía regularmente.
El optimismo inicial sobre la capacidad de trabajo de los jóvenes profesionales que advenían a la política, en
poco tiempo quedó sepultado por la paralización y el vaciamiento que se hizo del sistema representativo y
republicano.
En poco tiempo, las cámaras legislativas, las municipalidades, los tribunales, el Consejo General de Educa-
ción, la Escuela Normal, el Colegio Nacional eran campo de acción de los nuevos ilustrados «que brillan por
sus talentos pero no por sus pesos ».
Ocupaban las bancas en representación de departamentos a los que no pertenecían y actuaban como em-
pleados del Poder Ejecutivo reuniéndose por iniciativa de éste en muy pocas oportunidades. A partir de
1883, «La Reforma» resaltaba esta situación publicando la nómina de los diputados y senadores ausentes en
las sesiones. Situación semejante ocurría cuando las convenciones constituyentes y en las reuniones del
Consejo Municipal.
Las elecciones no tenían prácticamente sentido, el oficialismo controlaba todo el mecanismo electoral. La
crisis no tardó en manifestarse, cada vez existía mayor interés por ocupar los máximos cargos nacionales y
provinciales. En la puja por el poder, partido y gobierno pasaron a confundirse, el Club de la Juventud se fue
dispersando y sus miembros comenzaron a actuar en tomo a las candidaturas eventuales que surgían. Un
militante anónimo del Club de la Juventud, desde la columna política de «La Reforma», pedía a sus miem-
bros que reflexionaran sobre esta situación «que conducía a la desaparición de este centro político».
Hasta la elección de Juan Solá en 1883, el Club de la Juventud había mantenido cierta disciplina en la organi-
zación partidaria, pero a fines de ese año los enfrentamientos internos ya no fueron contenidos y en las
elecciones de diputa- dos nacionales de febrero de 1884, se dividió en tres grupos políticos, fuertemente re-
presentados en toda la provincia en tomo a distintas candidaturas, una de las cuales propiciaba la reelección
del Dr. Rafael Ruiz de los Llanos, Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación y sostenido por Roca.
Junto a él se agruparon el Cnel. Ángel Quiroz, último presidente del Club de la Juventud, Eliseo Outes, Sid-
ney Tamayo, Moisés Oliva y Benjamín Dávalos entre los más destaca- dos. Cabe aclarar que firmaban la ad-
hesión en nombre del Comité Electoral y no como Club de la Juventud.
Un segundo grupo propiciaba a Dn. Manuel Solá y a Dn. Abraham Echazú
en nombre del Partido Autonomista y del Club de la Juventud, entre los adherentes figuraban Miguel S. Ortiz,
Alejandro Figueroa, Manuel Landívar, Manuel Sosa.
Por último, las candidaturas de Dn. Aniceto Latorre y Dn. Manuel Solá, también sostenidas por otros miem-
bros del partido Autonomista y Club de la Juventud, entre ellos: Faustino Maldonado, Miguel Fleming, Tomás
Maldonado, Hilario Tedín, José Gomez Rincón, Napoleón Peña, Manuel S. Zapana y Silvio Zapana. Muy im-
portante fue la adhesión del viejo Club de los Artesanos, que nucleaba a gente de diversos oficios y pequeños
comerciantes.
En las elecciones de febrero de 1884, triunfaron Dn. Manuel Solá y Dn. Abraham Echazú. El gobierno de
Juan Solá comenzó a transitar por una serie de turbulencias en relación al gobierno nacional y por los enfren-
tamientos internos.
A fines de 1883 el Dr. Domingo Güemes, diputado nacional, presentó su renuncia de carácter indeclinable por
desavenencias con Roca; si bien en la prensa se publicó el pedido de que el Dr. Güemes reconsiderara su
renuncia, no hemos podido determinar las causas de la misma,
Las divisiones internas del Club de la Juventud, en la medida que se acercaba la renovación presidencial,
fueron un reflejo de la agitación política nacional. La oposición a Solá fue nucleándose alrededor del Dr.
Martín Gabriel Güemes, quien había renunciado al Ministerio de Gobierno molesto con el estilo político del
Gobernador.
En el orden nacional, el Partido Autonomista Nacional se había dividido en tres grupos: el del Senador Na-
cional Dardo Rocha, el del Ministro del Interior Dr. Bernardo de lrigoyen y el del Senador Nacional Miguel Juá-
rez Celman. En Salta, el gobernador Solá adhirió a Rocha, Aniceto Latorre a lrigoyen y M.G. Güemes a Juá-
rez Celman.
Para 1886 se debían producir tres elecciones fundamentales: el 31 de enero la elección de electores de go-
bernador, el 7 de febrero la de diputados nacionales y finalmente el 17 de abril la de electores para Presiden-
te y Vice de la República.
En la primera de ellas la mayoría de los electores alcanzaron un acuerdo sobre la candidatura del Dr. Martín
Gabriel Güemes. Los problemas se suscitaron en las elecciones de diputados nacionales que iban a ser un
antecedente para las elecciones presidenciales, por el interés del gobierno nacional de imponer a Juárez
Celman. El ambiente político comenzó a cargarse de tensión por las conspiraciones en contra del Gobernador
declarado abiertamente partidario de Rocha, que sostenía la candidatura a diputado nacional de Delfín Legui-
zamón; el otro candidato era el Dr. José María Solá de tendencia irigoyenista, confirmando la noticia del
acuerdo entre rochistas e irigoyenistas que hasta allí habían sido enemigos irreconciliables, pero que concre-
tando este acuerdo dejaban sin posibilidades a los candidatos del gobierno nacional.
Los partidarios de Güemes y de Juárez Celman intentaron invalidar la elección de diputados nacionales, ele-
vando al Congreso de la Nación las protestas por las irregularidades observadas en el comicio.
La tensión alcanzó mayor intensidad, e incluso se empezó a hablar de una revolución para sacarlo a Solá; la
descomposición del gobierno era evidente, renunció el Ministro de Hacienda Dn. Juan María Tedín que había
aspirado a la diputación nacional sin contar con el apoyo de su amigo Solá. El otro Ministro Zambrano que
actuaba en combinación con los revolucionarios, resistía los em- bates del gobernador que presionaba por su
renuncia. Por todos lados surgían grupos armados; Güemes refugiado en su finca de Rosario de la Frontera
le escribía a Juárez Celman el 28 de febrero de 1886 refiriéndose a Solá: «Ha pedido la renuncia al Ministro
Zambrano y se ha declarado abiertamente rochista. No nos quedan más recursos que trabajar ocultamente
para impedir que haya elecciones en abril>>.
El gobernador Solá puso en vigencia el decreto del 21 de septiembre de 1885 para incautar la circulación y
portación de armas, a tal punto que se generó un conflicto internacional porque de comisó un cargamento con
destino a Bolivia, recibiendo las correspondientes quejas del Cónsul boliviano". Meses después Martín Ga-
briel Güemes le agradecía a J. Celman las armas.
Convocada la Junta electoral el 11 de mayo para realizar el escrutinio, ésta no recibió las actas de nueve de-
partamentos donde no se habían realizado las elecciones, por lo tanto al no contar con dos terceras partes
del total de las actas que exigía la ley, se decidió no practicar el escrutinio, declarando nulas las
elecciones. El plan antes mencionado había triunfado. Por este motivo Salta no par- ticipó de la
elección que consagró a Miguel Juárez Celman.
El 9 de julio de 1886 asumió como gobernador de la provincia Martín Gabriel Güemes, tenía 28 años; con
él, paradójicamente se produjo el eclipse del Club de la Juventud y en 1887, también desapareció el diario
La Reforma que hasta aquí había orientado la opinión política.
Martín G. Güemes comenzó lentamente la tarea de demoler la estructura política del Club de la Juventud.
Para ello convocó el 31 de marzo de 1887 una Asamblea para aprobar las Bases de la creación del Parti-
do Nacional en Salta, partido que orientaba en el orden nacional Juárez Celman. En un comienzo apoya-
ron al nuevo partido las figuras políticas más importantes de la provincia, que al parecer buscaban limar
las diferencias que los habían dividido, adecuándose al nuevo momento político.
La comisión directiva quedó integrada por: los Drs. Presidente Honorario Moisés Oliva, Presidente
efectivo Alejandro Figueroa. Vice Primero David Zambrano. Vice- Segundo Pedro 1. López. Secretarios
Dr. Flavio Arias y Ángel Ovejero. Tesorero: Benjamín Valdez. Vocales: Salustiano Sosa, Dr. José M. Solá,
Dn. Angel Zerda, Dr. Manuel Diez Gómez, Dn. José Gómez Rincón, Dn. Sixto Ovejero, Dr. Arturo Dáva-
los, Dr. 1. H. Tcdín, Dr. Darío Arias, Dr. Adolfo Martínez. También firmaban el acta el Dr. Eliseo Outes,
Manuel Landívar, Medardo Zapana, Rafael Usandivaras, Juan P. Arias, Sidney Tamayo, José María
Solá, Exequiel Gallo, Juan Tamayo, Cástulo Aparicio, Ignacio Ortiz, Arturo Dávalos, David Zambrano, To-
más Maldonado, Benjamín Figueroa, Juan Solá, Benjamín Mollinedo, Alberto Austerlitz, entre los ochenta
caballeros que participaron de la «numerosísima reunión de lo más selecto de nuestra sociedad".
No todos aceptaron la constitución de esta nueva estructura política, ni la forma de gobierno de Güemes. El
Diario «La Situación» en un artículo titulado «La bandera de los Opositores», señalaba que los que criticaban
al Dr. Güemes eran los que esperaban distribuirse por docenas los puestos públicos.
Sin duda «La Situación» se refería a la oposición que se organizaba en tomo a los Drs. Domingo Güemes,
Aniceto Latorre, Abel Ortiz, Indalecio Gómez y Francisco Ortiz, pero que no alcanzó a decantar en una nueva
organización política.
En realidad, al parecer, la provincia entró en una etapa donde la atención política fue siendo desplazada por
una serie de hechos que conmovieron a la opinión pública, como por ejemplo la epidemia de cólera que unifi-
có a los sectores dirigentes para contenerla. En Buenos Aires los residentes salteños presididos por Joaquín
Castellanos formaron una comisión para enviar auxilio a la provincia.
Poco tiempo después la crisis económica azotaba a la provincia, el gobernador tuvo que emprender un viaje
para gestionar personalmente en Buenos Aires los fondos para las obras públicas exigidas por los ciudada-
nos.
Debido al desequilibrio del presupuesto, la Legislatura tuvo que aprobar la enajenación de tierras públicas y
autorizar la suscripción de varios empréstitos millonarios, como también tuvo que crear nuevos impuestos y
patentes.
El partido nacional tuvo muy poca vida en Salta, Güemes lo disolvió para apoyarse en una sociedad económi-
ca y política denominada «Edén», donde se gestaban las candidaturas y se repartían los cargos públicos. La
política, al desaparecer los partidos, transcurría por esta institución y los clubes sociales que durante este
período se reorganizaron. En 1886 se constituyó el «Club del Progreso» bajo la presidencia de Dn. Manuel
Alvarado.
En 1888, se reorganizó el selecto «Club 20 de Febrero», «cuyo reglamento prohibía expresamente todo acto,
discusión o manifestación de carácter político».
Fue presidido por el empresario Dn. Marcos Amar, Vice-presidente Dr. Domingo Güemes, Secretario Daniel
Goytia, Tesorero BIas Arias y los Vocales: Dr. Aniceto Latorre, Ing. Pedro Femandez Cornejo, Ricardo Isas-
mendi y Mace- donio Benítez.
Bajo la apatía política generalizada y una profunda crisis económica terminó Martín Güemes su gobernación,
la Asamblea Legislativa lo eligió Senador Nacional, alejándose de Salta, en medio de una fuerte crítica sobre
su gestión de gobierno.
2.2 CONSTITUCIÓN DE LA UNIÓN CÍVICA EN SALTA
Si bien Martín G. Güemes había desarticulado a los partidos, un núcleo de antiguos militantes del Club de la
Juventud mantuvo cierta vinculación con los dirigentes de los departamentos del interior con quienes inter-
cambiaban la información política que iba llegando de los acontecimientos sucedidos en la Capital Federal.
Los más importantes políticos de la oposición en la provincia, el Dr. Domingo Güemes y Aniceto Latorre, te-
nían fluidos contactos con los salteños residentes en Buenos Aires que participaron activamente en la convo-
catoria de la Juventud en la reunión del Jardín Florida (septiembre de 1889) y en la creación de la Unión
Cívica el 13 de abril de 1890. En esos días previos a la reunión del Jardín Florida, Delfín Leguizamón, ex
miembro del Club de la Juventud que se desempeñaba como Diputado Nacional, se contactó en el Café de la
Gran Aldea con Leandro Alem convirtiéndose en nexo entre este caudillo y los políticos salteños.
Recordemos que, en el acto de constitución de la Unión Cívica de la Juventud, Damián Torino fue uno de los
oradores y en el acto de la Unión Cívica del 13 de abril hablaron Joaquín Castellanos y Martín Torino; la par-
ticipación de otros salteños en la comisión de propaganda fue muy importante, entre ellos: Daniel Tedín, José
Frías, Indalecio Gómez, Carlos Ibarguren.
El movimiento revolucionario del 26 de julio tuvo todavía en la provincia escasa repercusión, pero a partir de
allí y de algunos disturbios que terminaron con la detención de unos pocos dirigentes políticos entre ellos Del-
fín Leguizamón, Juan J. Leguizamón, José R. Villa, se produjo una creciente movilización en la ciudad de
Salta y en el interior donde los antiguos clubes políticos se convoca- ron, junto a otros nuevos para constituir
sus comisiones directivas y sumarse al movimiento que a pesar de haber sido derrotado por las armas, abrió
el camino para el fin del gobierno de Juárez Celman.
Durante el mes de agosto y octubre de 1890 se organizaron la mayoría de los Clubs políticos que luego adhi-
rieron a la Unión Cívica.
Constituida la Unión Cívica provisoriamente, hasta tanto se realizaba la organización provincial, en agosto,
una comisión presidida por el Dr. Domingo Güemes se entrevistó con el Gobernador Pedro José Frias quien,
con el objeto de evitar que el movimiento revolucionario se extendiera en Salta, le ofreció partici- pación en el
gobierno incorporando a los miembros de la Unión Cívica en el Ministerio de Hacienda, una de dos vacantes
en el Senado, dos de tres vacantes en la Cámara de Diputados, el Juzgado del Dr. Félix Martos y llenar por
mitad en adelante las vacantes de las Cámaras legislativas.
Güemes no aceptó el ofrecimiento del Gobernador, con la excusa de que debía consultar con el partido. Esto
dio lugar a una segunda conferencia donde el ofrecimiento fue mayor: no sólo el Ministerio de Hacienda,
sino también el de Gobierno, las dos vacantes del Senado, las tres vacantes de la Cámara de Diputa- dos, el
juzgado de Segunda Sección y llenar por mitad las vacantes de las Cámaras Legislativas.
La Unión Cívica rechazó por unanimidad las concesiones propuestas".
En el mes de septiembre Don Delfín Leguizamón actuando por cuenta propia entró en «negociaciones espu-
rias y clandestinas» con el gobernador Frías, accediendo al Ministerio de Gobierno junto con José Chavarría
que ocupó Hacienda.
Los miembros de la comisión directiva de la Unión Cívica, Dr. Domingo Güemes, Moisés Oliva y Aniceto La-
torre y el Club 26 de Julio, desconocieron el acuerdo alcanzado por Leguizamón y comunicaron por tele-
grama el rompimiento de las relaciones con el Gobierno.
El día 15 de septiembre, sin embargo, por indicación de Buenos Aires cambiaron de actitud y secundaron a
Leguizamón y Chavarria. Con un acto festeja- ron la conciliación del partido. El telegrama que provocara el
cambio, dirigido a Don Aniceto Latorre, decía que felicitaba el cambio de actitud para «evitar de- serciones»;
firmaban el mismo: Demaria, Lastra, Campos Varela, Estrada, del Valle, Alem, L. Saenz Peña, B. de Irigoyen,
Andrés Ugarriza, Damián Torino, Virgilio Tedín, Natalio Roldán, Juan M. Tedín, Julio Figueroa, Miguel Tedín y
Montes de Oca.
Al banquete de homenaje a Leguizamón y Chavarría no asistió Domingo Güemes, manifestando su rechazo
al acuerdo.
Los clubes constituidos se convocaron el 23 de octubre para reorganizar el Comité Central de la Unión Cívi-
ca, desmantelado por el acuerdo con el Gobier- no. La reunión se realizó en el Teatro Victoria, registrándose
la asistencia de más de trescientas personas, para tratar el siguiente temario:
1.- Renuncia del Sr. Antonino Díaz al cargo de Vocal de la Comisión Directiva del Comité Central por haber
aceptado la Intendencia de Policía del Gobierno de Pedro Frías. Se nombró en su reemplazo al Sr. Ca-
simiro Moya, Presidente del Club 26 de Junio.
2. - Se aumentaron dos secretarios y cinco vocales en la Comisión Directiva del Comité Central. Fueron
elegidos para el cargo de Secretarios el Dr. Luis Peña y Dn. Luis Peralta. Para vocales: los Sres. Juan
Leguizamón, Nicolás Arias Murúa, Delfín Pérez, Anacleto Toranzo y Manuel Sosa.
3. - Se dio lectura al telegrama enviado por Leandro Alem en el que solicitaba el envío de tres delegados
por provincia para constituir la Convención prepara- toria que trataría la reglamentación y organización de
la Convención Electoral que designaría los candidatos de la Unión Cívica para la Presidencia y Vice de la
República del próximo período constitucional.
Fueron elegidos delegados convencionales los Ores. Juan M. Tedín, Pío Uriburu y Damián Torino.
El 7 de diciembre de 1890 se llevaron a cabo elecciones para cubrir nueve cargos del Concejo Municipal
de la ciudad de Salta. Tres listas se presentaron en las mismas: una lista «de la Conciliación», otra de los
«cívicos puros o clericales» y por último los «Cívicos depurados o Cívicos de El Norte» (partidarios de
Manuel Solá dueño del diario El Norte).
El Partido de la Conciliación y los Cívicos de El Norte se repartieron los cargos municipales, derrotando a
los Cívicos puros o clericales. La elección fue violenta por el enfrentamiento entre una agrupación de
matones al servicio de Leguizamón que se denominaba «El Tiro» de triste actuación en la provincia has-
ta 1896 y los integrantes del Club de Artesanos y 26 de julio que sólo atinaron a defenderse del ataque.
Esta elección es clave para explicar los hechos posteriores que en 1891 dieron origen a la Unión Cívica
Radical.
El camino de la Conciliación iniciada por Leguizamón dividió a los cívicos en dos grupos principales. Don
Manuel Solá que había llevado como primer candidato a Don Juan A. Uriburu, del mitrismo, también se
sumó a la Conciliación, en tanto que el Dr. Domingo Güemes y Don Aniceto Latorre vinculados a la corriente
alemnista, junto al Club de los Artesanos fueron la base sobre la que se erigió enjulio de 1891 la Unión Cívi-
ca Radical en Salta.