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Condición previa: el actor nunca debe cantar las canciones de Héctor Lavoe. El actor no debe saber
cantar. Canta para sus adentros y cuenta para los de afuera.
No pienso salir más de aquí. Me gustan estas cuatro paredes blancas, donde
puedo decir lo que yo quiera. Ya Héctor se ha ido y ahora Héctor soy yo.
Así de simple. No tengo porqué preocuparme si me demandan, si me dicen
que fui yo, que si hay algún culpable, ese culpable soy yo. Ya no me
importa. Que digan lo que quieran, yo me quedo en esta rumba y de aquí no
salgo más. Ya lo hice todo en esta vida. Bebí, metí, canté, me inyecté,
copulé, morí y resucité. Ya no me queda nada más por hacer. La misión está
cumplida. Ahora, miro la ventana que se dibuja en esta pared blanca y el
paisaje me gusta. Es una ciudad lejana, allá, en los confines no tan cercanos
del Océano Pacífico y se la recuerda como la ciudad sin nombre. Allá, en
esa ciudad aprendí a amar a Héctor. Allá, más que en ninguna otra parte,
amaban a Héctor por encima de todas las cosas. Y Héctor lo supo. Los
visitó varias veces y fue cruel y cínico con ellos y los habitantes de la
ciudad sin nombre siguieron amando las canciones de Héctor, pero odiando
cuando Héctor se aparecía en persona, porque Héctor era una colección de
canciones, no ese pedazo de impuntualidad y juegos frágiles en los que se
convertía sobre el escenario de la ciudad sin nombre. Allí lo conocí. Y me
voy a quedar con su figura para siempre, allí lo veo, a través de esta
ventana sin luz y de este paisaje sin sombras.
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sin dedal. En fin. No quiero aguarles la noche desde tan temprano. Pero mi
voz se extingue y necesito una copa de licor para desordenar las venas.
Necesito que mi corazón retumbe, como cuando me quito las gafas y no me
queda más remedio que mirar hacia adentro. Ustedes me perdonarán. ¿Será
mejor que intente comenzar por el principio?
Paso qué. Un año, la memoria me falla. Hasta que vi al Lavoe en vivo por
primera vez. Yo conocía la cinta Nuestra Cosa Latina, me la sabía plano
por plano. Pero a Lavoe, lo que se dice al Héctor, no lo conocía en persona.
Lo vine a descubrir en el Coliseo Evangelista Mora de la ciudad sin
nombre. Una noche en la que llegó tarde, cantó pésimo, se portó barrísimo
con la gente, su gente, mi gente, cantó lo que nadie quería, se le enredó el
micrófono y terminó yéndose antes de tiempo, como para que todo el
mundo se diera cuenta de que enredarse con Héctor era lo peor. Pero yo
quedé completamente fascinado. Me encantó su displicencia, mi hermano.
Me encantó su antipatía, su sobradez, sus ganas de demostrar que cuando
se está en la cima, de allí nadie lo puede bajar. Eso creía el Héctor y yo le
comí cuento. No intenté buscarlo, pero esa noche comenzó mi larga noche
de treinta años. No he parado y no tengo ganas de parar. Cuando uno se
bebe el primero, es mejor no despreciar el segundo, porque vendrá el
tercero y te pasará la cuenta del cuarto, hasta que llegue el quinto y sabrás
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pandillero que se respete sintió que allí le habían compuesto más que un
himno. Yo sabía que se había casado en el 68 y que había tenido un hijo y
que La Puchi se había atravesado en su camino y que el 25 de septiembre
de 1969 había nacido Hectícor y que el hombre era el rey absoluto de la
salsa brava y que en el 77 ya se conocía de memoria los pasillos de una
clínica de desintoxicación y que en el 78 había publicado Comedia y que la
había dado por retratarse en “El cantante” gracias a Rubén Blades, en fin.
Pero el hombre no reía. “El hizo feliz a mucha gente, pero nunca fue feliz”
dizque aseguraba su hermana, ánimas del pulgatorio. Lo que nunca llegué a
imaginarme es que una vez me iba a encontrar al Héctor, patatín, patatán,
caminando sin prisa por el centro mismo de la ciudad sin nombre.
“¡Héctor!”, le grité al verlo. Y Héctor huyó. Lo perseguí como pude y no
pude recuperarlo, sino en la leyenda. El hombre había escapado de los
Yores, cantaba en Juanchito, sosteniéndose del paral del micrófono para no
caer. Dicen que se chutiaba mientras le cantaba aleluyas a los ángeles y que
duraba tres días sin dormir, para luego caer en unas depresiones que no se
las sanaba ni las llagas de Cristo.
piso con los ojos abiertos. El hombre ya estaba muerto en vida, pero
trataron de recuperarlo, lo pusieron a cantar en el 93, vivió solo en un
apartamento de Nueva York, hasta que el Todopoderoso dijo Basta y se lo
llevó un 29 de junio del mismo año. Cuando supe finalmente que Héctor se
había muerto, caí en el abismo. Me dediqué al hacha y al machete, porque
mi vida era entonces un periódico de ayer. Por último, cuando supe que ya
todo estaba perdido, que La Puchi había muerto y que mi corazón podía
estallar en cualquier momento, salté al vacío. Ahora estoy despierto y miro
la ciudad sin nombre a través de la ventana, para que mi amargura no
desfallezca, cuando he decidido que la vida, como los boleros, vale la pena
cantarla. Pero no me dejan salir. Es una lástima. El problema es que cuando
me encontraron astillado en el asfalto, no paré de reírme. Me reí y me reí.
Aún ahora, que estoy muerto, no paro de reírme. Y todos me preguntan
porqué me río tanto y yo les respondo que, cuando no queda más remedio,
lo mejor es reírse. Reírse porque es de muy mal gusto andar por la vida
llorando todo el tiempo.
Por lo pronto, recito títulos de canciones. Las recito una a una porque es lo
único que puedo dejar, mi hermano. Lo curioso es que nunca pude, nunca
me salió una canción para la ciudad sin nombre. Porque allí sufrí
demasiado, a pesar de las carcajadas que me pegué en Juan Pachanga,
siempre me quedó un mal sabol en la boca. Por eso, he preferido olvidarme
de la ciudad sin nombre. Ahora que el sol se ha puesto, ahora que la luna
me hace muecas y ustedes tienen ganan de decir adiós, se las evoco, en el
orden de la vida y de las cosas, para que aprendan:
Vamos a reir un poco, Vive tu vida contento, Como voy a llorar, Soy
vagabundo, Lo dejé llorando, El cantante, El son, Seguiré mi viaje,
Periódico de ayer, Juventud, Juanito Alimaña, No hay quien te aguante,
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Son las doce de la noche y parece que fuesen las doce del día. La muerte es
un cuarto oscuro muy extraño. Ahora las cortinas se cierran y no encuentro
una canción. Espero que la eternidad sea breve, porque no puedo soportar
el terror de no dormir. He debido saltar por la ventana en la ciudad sin
nombre. Pero no había ventanas en mi hotel. Esta noche presentan El
cantante por la televisión. El flaquito Marc Anthony se las trae. Pero yo ya
no puedo pararme para decirle nada. Este cuento se acabó y habrá otros que
lo continúen. Nada se termina. Por ahora los dejo con el volumen muy
bajo. Quisiera estar contento pero, en el fondo de mi silencio alguien me
grita: ¿Y para qué leer un periódico de ayer? Apaguen la luz al salir.
(Bogotá, 2008.)