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A los directores:
PERSONAJES:
ORLANDO
PSICÓLOGA
PSICÓLOGA: (De pronto, sin mirar a Orlando, sigue escribiendo) ¿Por qué lo
hizo?
ORLANDO: No.
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PSICÓLOGA: ¿Bruscamente?
PSICÓLOGA: ¿Cómo?
ORLANDO: Había faltado y me quedé con mis golpes. Desde ese día
controlo la bebida para no irrespetar a nadie. (Pausa) No he
tenido más peleas. (Pausa) No me gusta pelear. (Pausa) Pienso
las cosas.
ORLANDO: ¿Describiera?
ORLANDO: ¿Nervioso?
PSICÓLOGA: Sí. Usted está nervioso. (Se levanta y camina hacia el centro)
Venga por aquí.
ORLANDO: ¿Adónde?
ORLANDO: ¿Bioqué?
PSICÓLOGA: Doble más las rodillas. El cuerpo más arqueado. Bien. (Se dirige
al escritorio) Ahora cuénteme cómo es su casa.
ORLANDO: (Con aire algo triunfante) Un cuarto con ventana y todo. El otro
cuarto con su ventana también. Dos habitaciones. Pienso
ponerles techo de concreto, pero más adelante. Ahora con el
zinc es suficiente. Una cocina y un saloncito pequeño con
paredes de madera y lata. No entra el viento ni el frío.
Pausa.
Orlando se muestra desconfiado.
ORLANDO: ¿Tengo que contarle mis cosas?... ¿Mis cosas íntimas? Ese no
es el problema. ¿No cree?
PSICÓLOGA: Mire, señor Núñez, piense. Recuerde, alguna vez debe haber
ocurrido algo serio. Refresque la memoria.
Pausa.
Orlando se queda de pronto como abstraído. Reacciona ante la
insistencia suave de la psicóloga.
ORLANDO: Bueno, ahora que usted lo dice. Tuvimos una agarrada grande.
Pero eso fue hace ya muchos años.
PSICÓLOGA: ¿Matarla?
PSICÓLOGA: ¿Preservativos?
Pausa.
ORLANDO: (Ve a la psicóloga con malicia) ¿Usted? (Para sí) Está bien...
bueno, déjeme seguirle contando cómo fue la cosa: me quité la
tal gomita antes de metérselo a la María Antonia sin que ella se
diera cuenta. (Ríe) Eso fue un...
PSICÓLOGA: ¿Sí?
Pausa corta.
PSICÓLOGA: No le dé pena.
PSICÓLOGA: Escuchar...
ORLANDO: Yo no tengo ningún problema. Claro, ahora sí, con lo que pasó.
Y los estudios de los muchachos, la enfermedad de Sonia y,
antes, las loqueras de Antonio. Ningún otro.
Se sienta.
ORLANDO: Sí. Cuando se sintió mojada. La muy tonta se puso a llorar. Salió
corriendo a lavarse como si se hubiera acostado con un leproso.
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PSICÓLOGA: Dígame una cosa señor Núñez: ¿Cómo se la lleva con sus
hijos?
PSICÓLOGA: No creo.
ORLANDO: Bien en el interior del país. En el fondo, diría yo. Una vez
escuché una leyenda sobre un pueblo perdido en el que nadie
entraba ni salía. El que escribió eso era de Pejugal, seguro.
(Rememorando. Con cierta ensoñación) Mucho monte... Monte,
vacas, montañas. A veces pienso que los vientos se dan vuelta
allí para regresar al mundo... Pejugal, mi pueblo...
PSICÓLOGA: Cuénteme.
ORLANDO: Estaba con la Patricia. ¿Sabe? Y por más que sea tenía que
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PSICÓLOGA: ¿Ajá?
PSICÓLOGA: ¿Cuál?
PSICÓLOGA: Se lo guardo.
ORLANDO: Ajá... ¿Quiere saberlo todo, no? (Pausa) ... Yo fui ladrón.
PSICÓLOGA: ¿Cómo?
Orlando se levanta.
ORLANDO: Sí. Así como usted lo oye. Ladrón. Una vez robé. Sólo una.
Siempre será mi vergüenza. Pero, ¿Qué puede hacer uno? La
gente no da limosna. Cuando les pedía, me miraban como a un
borracho. Y la Patricia y los carajitos en el rancho. Y yo detrás
de la gente, pidiendo, como un perro. Ni de compasión me
daban. Uno que otro alguna vez. Un día me arreché y atraqué a
uno. Cosas que pasan.
PSICÓLOGA: ¿Ah sí? Entonces con mayor razón me lo tiene que contar.
PSICÓLOGA: No tiene que darle pena. Iba muy bien. Escuche. Hagamos una
cosa para que se sienta mejor. Vamos a trabajar un psicodrama.
ORLANDO: ¿Sicoqué?
PSICÓLOGA: Psicodrama.
ORLANDO: Señorita, usted tiene cada día una labia más rara. Demasiado
sabida para mí.
ORLANDO: (Pausa) Está bien señorita. Yo le voy a contar cómo fue la cosa.
Pero no respondo.
PSICÓLOGA: ¿Qué pasa señor Núñez? ¿Es que no lo estoy haciendo bien?
PSICÓLOGA: ¿Cantaba?
ORLANDO: Una canción mejicana. ¡La cama de piedra! “De piedra ha de ser
la cama, de piedra la cabecera. La mujer que a mí me quiera,
me ha de querer de a de veras”. Y yo esperándolo.
Orlando ríe.
La psicóloga se adelanta.
ORLANDO: Pues claro que sí. Las cosas son como son y si no, no son.
ORLANDO: Bueno, así fue. Claro, yo no hablo así. ¿No? Eso es «calé».
¿Sabe? Por el sitio donde yo vivía era un lenguaje común entre
la mala gente, y consideré que para este tipo de cosas había
que utilizar el hábito y la labia del monje. Se imagina usted un
atraco diciendo: Doctora, por favor: ¿Sería usted tan amable de
permitirme su billetera? Le romperían a uno las bembas. Bueno,
con esa plata comimos durante tres meses. Después me separé
de la Patricia porque se fue a otra ciudad y me saqué a la María
Antonia de su casa. Vivimos arrejuntaos un tiempo. Pero
después nos casamos porque los padres de ella son muy
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ORLANDO: Bien... muy bien... conozco al señor González desde que era un
muchacho emprendedor y abrió esta fábrica. Comencé desde el
principio, cuando sólo éramos veinte obreros. Hoy tiene ya casi
ochocientos y va viento en popa. Pero yo la conocí en tiempo de
vacas flacas. En algunas ocasiones trabajé sobretiempo gratis, y
los jefes vieron muy bien esto. Supongo. Porque nunca me
despidieron cuando hacían reducciones de personal. Pero le
juro señorita, que lo del sobretiempo era sincero. Para ayudar a
la compañía. ¿Sabe? Nadie lleva más de diez años aquí. Sólo
yo, y el doble. Y no fue por mi cara linda, sino por mi trabajo.
Además, ninguno maneja las troqueladoras mejor que yo y a
bastantes aprendices he enseñado, incluyendo a Miguel, el mu-
chacho que se echó a perder la mano.
PSICÓLOGA: ¿Apenado?
ORLANDO: (Sin ocultar el alivio) ¡Qué bien, qué bien! Yo sabía que la policía
nada tiene que ver en esto.
ORLANDO: Sí, claro, claro. Eso mismo fue lo que yo quise decir. No sabe
cómo estoy de agradecido. Yo...
ORLANDO: Ahh... sí. Antonio. Toñito. Él fue el primero. El primero que tuve
con María Antonia. Me encariñé con él. Era inteligentísimo,
señorita.
PSICÓLOGA: ¿Era?
ORLANDO: Un accidente.
Pausa corta.
Pausa corta.
ORLANDO: Decía que los yanquis eran los dueños de medio mundo,
incluyendo este país. (Ríe y luego como si estuviera
conversando con Antonio) ¿Pero tú eres loco muchacho? ¡Ay
Antonio, no seas bruto! ¿Cómo se te ocurre? Bueno, vamos a
ver, muéstrame un yanqui. ¡Enséñame un bar, una panadería o
una venta de perros calientes atendida por un yanqui! ¡Una sola!
¡Anda, muéstramela! ¿Qué estás esperando? (Pausa corta)
Jamás pudo hacerlo. El enemigo invisible, le decía yo. Y le jodía
la paciencia al pobre Antonio. Me divertía diciéndole que los
portugueses eran yanquis disfrazados de portugueses. Él se
orinaba de la risa y me insistía en que los yanquis dominaban a
los jefes de empresas.
ORLANDO: Que... que yo era explotado. Que esta empresa me debía miles
por mi sudor.
ORLANDO: Le decía que era obrero. Pero de obrero a explotado hay mucho
trecho. ¿No le parece? Tengo conciencia de mi clase. Sé que no
soy estudiado y no puedo ganar más de lo que gano. ¿Voy a
pretender el mismo sueldo de un doctor? ¿Voy a envidiarle los
millones al señor González? Jefe es jefe aunque tenga
cochocho y burro no come sal. Tengo conciencia de lo que soy y
lo que valgo.
Pausa.
PSICÓLOGA: Prosiga.
ORLANDO: Que... que el señor González era mi enemigo irreconciliable.
PSICÓLOGA: Continúe.
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PSICÓLOGA: ¡Adelante!
PSICÓLOGA: ¿Y la plusvalía?
PSICÓLOGA: No sé.
ORLANDO: (Conmovido por el recuerdo de Antonio) Fue... fue por sus ideas
que Antoñito murió, ¿No es verdad?
PSICÓLOGA: Tendría que hablarme más del asunto para poder darle una
opinión.
PSICÓLOGA: Psicodrama.
ORLANDO: Veinticinco.
PSICÓLOGA: ¡Aullaba diciendo que los yanquis eran los dueños de esta
empresa! ¡Y que la plusvalía del trabajo, palabra que usted dice
no conocer, era saqueada y explotada!
PSICÓLOGA: ¡Gritó a sus compañeros que eran unos becerros! ¡Unas bestias
de carga sin conciencia de ser bestias de carga!
PSICÓLOGA: ¡Les repetía una y otra vez que algún día serían asesinados
como sus compañeros obreros de Chile! ¡Que había que
adelantarse y quemar y hundir toda la corrupción burguesa y
todo el sistema capitalista de mierda!
ORLANDO: ¿Cómo carajo voy a gritar cosas que no entiendo, como eso de
la plusvalía?
PSICÓLOGA: Paranoide.
ORLANDO: ¡Ahhh! ¿Así que no se supo explicar? Usted como que dice que
yo dije todas esas vainas para ver cómo reacciono. ¿No? Me
está estudiando... ¿Ah? Me está examinando. (Pausa corta.
Orlando se regodea) Pues vea... (Grita) ¡Vea! ¡Me indigno! ¡Me
arrecho! ¡No le creo un coño!
PSICÓLOGA: ¡Siéntese!
PSICÓLOGA: Son más de veinte años. Antes que usted llegara lo estuve
estudiando... Con todo lo que me ha dicho y su expediente, el
rompecabezas sobre su crisis está bastante completo.
ORLANDO: ¿Rompecabezas?
PSICÓLOGA: No, no, no. Vamos por partes. (Se levanta del sillón y va hacia
atrás) Quítese el saco señor Núñez.
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ORLANDO: Qué muñeco tan grandote. Los niños no pueden jugar con él.
ORLANDO: ¿Y esto?
ORLANDO: No es lo mismo.
PSICÓLOGA: Ahh. ¿Es que pretende que vengan ellos en persona a ser
golpeados por usted?
ORLANDO: ¿Seguro?
Orlando se detiene.
ORLANDO: (Jadea) ¡Nooo!... (Jadea. Se separa del muñeco) ¡No soy feliz
con lo que tengo!
ORLANDO: No puedo.
ORLANDO: Mal.
ORLANDO: No.
ORLANDO: ¡Pero yo no puedo decir que soy feliz con lo que tengo!
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ORLANDO: ¿Suicidarme?
ORLANDO: No. Soy cristiano. Eso creo que nunca lo haría. Los muchachos.
¿Quién los atendería? ¿La pobre María Antonia solita porque yo
me corté el cuello?... No, no, imposible.
ORLANDO: (Levantándose. Dolido) ¡Vivo una vida dura! Todas las mañanas
debo esquivar porquerías cuando bajo las escalinatas del cerro
para venir al trabajo. Soporto los ruidos de esta ciudad. Su
opresión. Me preocupan los libros de los muchachos. ¡La
comida que falta! ¡El Antonio que falta! La María Antonia sin un
vestido nuevo desde hace siglos. Mis vecinos mareados por el
hambre. ¿Sabe algo? Soy el rey de mis vecinos. ¿Qué le
parece? Envidian mi miseria. La estabilidad de mi trabajo. Me
envidiaban a Antonio. ¡Sus hijos salen ladrones, prostitutas,
despreocupados! ¡Y yo me las veo negras y sin embargo me
envidian! ¿Cómo quiere que esté satisfecho?
ORLANDO: ¿Úlceras?
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ORLANDO: (Se levanta. Golpea. Enajenado) ¡Soy feliz con lo que tengo!
¡Soy feliz con lo que tengo! (Arrecia los golpes hasta el
paroxismo) ¡Soy feliz con lo que tengo! ¡Soy feliz con lo que
tengo! ¡Soy feliz con lo que tengo!
PSICÓLOGA: Ah, perfecto. Muy bien. (Pausa) Señor Núñez, quiero que me
ponga mucha atención porque voy a preguntarle algo muy
importante. Escuche: si yo salgo a la calle armada de un
revólver, y mato una o dos personas... ¿Qué pensaría usted de
eso?
Pausa.
Orlando tose.
PSICÓLOGA: (Satisfecha) Muy bien. Ahora... otra cosa. ¿Usted sabe cuánto
dinero hay en la caja fuerte de esta empresa? (Orlando no
responde) Un millón. ¡Un millón!
ORLANDO: ¿Y?
ORLANDO: ¿Tomarlo?
PSICÓLOGA: Robarlo.
ORLANDO: ¿Es una prueba? ¿Qué reacción espera de mí?, ¿Se está
aprovechando suciamente de la confesión que le hice sobre mi
robo hace muchos años?
PSICÓLOGA: ¡Hagámoslo!
ORLANDO: ¡No soy ladrón! Dejemos eso claro. ¡Yo estoy aquí por loco! ¡Por
loco! ¡No por ladrón!
PSICÓLOGA: ¡El dinero le serviría para muchas cosas! Educaría mucho mejor
a sus hijos. Bastantes vestidos para su mujer. ¡Hasta se podría
comprar una casa nueva!
ORLANDO: ¡El sol de María Antonia! ¡El héroe del Julio y la Sonia y los
otros!
ORLANDO: ¡Fue por política! ¡El letrero: «Antonio, tu muerte será vengada»!
PSICÓLOGA: Todas las cárceles del mundo están llenas de presos políticos.
Entonces, todos los criminales y mafiosos son eminentes
políticos.
ORLANDO: ¡Antonio!...
ORLANDO: No era un criminal. ¡No era criminal, puta! ¿Lo oyes? ¡No era!
¡No era!...
Pausa.
ORLANDO: ¿Muchas?
PSICÓLOGA: Bastantes.
PSICÓLOGA: Darle quince días de reposo, por ejemplo. Pagados. Y una prima
especial.
PSICÓLOGA: Tres o cuatro meses de sueldo. Sí, creo que son cuatro.
Pausa.
ORLANDO: Ajá...
ORLANDO: Todas esas amabilidades son por algo, ¿No? ¿Qué más hay?
Psicóloga sonríe.
Pausa corta.
ORLANDO: (Sin saber a qué atenerse. Recuerda) Bueno... Sí, tiene razón.
PSICÓLOGA: Sí señor. Será muy bello todo. Estarán sus compañeros. Debe
traer a su familia. ¿Acepta, no es así? Eso es lo único que le
pide la compañía.
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PSICÓLOGA: Y a su trabajo.
PSICÓLOGA: No lo creo.
Pausa.
Pausa.
PSICÓLOGA: No sé.
ORLANDO: ¿Problemas?
ORLANDO: ¿Usted?
ORLANDO: ¿Sí?
PSICÓLOGA: Sí. Y voy a ser su ayudante. Venga por aquí. (Lo conduce al
centro. Toma la silla y la lleva a su lado) A ver...
PSICÓLOGA: (Ríe por la ocurrencia de Orlando) No, no. Suelte los brazos.
Ajá, así. Aflójelos. Respire hondo. Calma, mucha calma.