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Son explotaciones familiares orientadas al autoconsumo, de precario nivel técnico, sin posibilidad
de destinar recursos a su mejora, y con una economía complementada con trabajos en otras
explotaciones. Suelen estar asociados a latifundios, generando condiciones económicas, políticas
y sociales que bloquean el desarrollo económico. Otro problema con consecuencias similares es la
sobreparcelación, muy común en España: la explotación puede tener un tamaño reducido, pero
viable, y, sin embargo, está parcelada de forma que la unidad técnica está rota.
LATIFUNDIO: explotación agraria de gran extensión, caracterizada por el ineficaz uso de los
recursos disponibles. El concepto ‘gran extensión’ debe enmarcarse en las características físicas,
sociales y territoriales del espacio geográfico en que se encuentre: en Europa puede tener algunos
cientos de hectáreas, mientras que en Latinoamérica superará con facilidad las diez mil.
La tierra ha sido por decenas de miles de años el principal medio de producción. A partir de finales del
siglo XVIII, la industria basada en la maquinofactura reemplaza en parte esta importancia
fundamental. Pero no sólo es eso. La tierra está indisolublemente ligada a la especie humana en sus
distintas fases de evolución. Ha sido la base de la recolección (caza, pesca, frutos), de la agricultura,
de la ganadería y fuente principal de la alimentación, de las materias primas industriales y de la
farmacología, pero, sobre todo, el ámbito en el que se desarrolla la sociedad humana y la vida en
general.
El orden tribal comunitario autónomo, las culturas milenarias existentes antes de la invasión española,
fueron brutalmente destruidos y la tierra convertida en medio de acumulación de riqueza y de poder
para la minoría y de explotación y miseria para la mayoría.
No. Por el contrario, lo agravó. La independencia de España no fue una revolución social, burguesa,
como la de Francia. Internamente representó una coyuntura de ensanche del latifundio. Las grandes
propiedades de los españoles pasaron a los criollos. Igual cosa sucedió con los baldíos que, en no
menos de tres millones de hectáreas, entraron a fortalecer los viejos latifundistas y a crear nuevos
terratenientes. Con la Ley de Bienes de Manos Muertas de mediados del siglo XIX, las inmensas
propiedades de la iglesia no regresaron a los indígenas ni fueron repartidas entre los campesinos sin
tierra, pequeños y medianos. Fueron a parar al viejo señorío colonial o al nuevo de los patriotas.