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Guía de análisis de Finisterre

PRIMERA PARTE
Introducción
Finisterre se presenta como una novela epistolar, uno de los “géneros” secundarios en el canon literario, que se
permitía escribir a la mujer del siglo XIX para confesar sin alharacas su historia “secreta” (Sáenz de Tejada 142). El
argumento principal de la novela se encuentra en las cartas escritas por Rosalind en Finisterre, lugar que da el título a la
obra, para relatar su experiencia en la pampa argentina a la joven Elizabeth Armstrong, que reside en Londres. Así, la
obra se estructura a partir de la alternancia de dos experiencias: la pasada de Rosalind, desarrollada desde 1832 hasta
1865 –“un largo relato fragmentado pero continuo” que llega en sucesivas entregas, cada vez “más despojadas, sin
circunloquios, casi sin encabezamientos” (Lojo 2005, 48)– y la actual de Elizabeth, ubicada entre 1874 y 1875. Las cartas
de Rosalind reivindican el espacio de las mujeres en las páginas de la historia, presentando a una cautiva extranjera.
Desde esta mirada “periférica”, se reconstruye la Argentina del siglo XIX, dominada por las fi guras masculinas y la
violencia política arraigada en enfrentamientos entre los conceptos de “civilización” y “barbarie”, de lo que dan fe las
guerras de frontera entre cristianos e indígenas y las luchas civiles entre federales y unitarios
1- Averiguá las características de la novela epistolar.
2- Determiná el contexto histórico de la novela.
2.1 ¿Quién fue Manuel Baigorria? ¿Y los ranqueles?
3- ¿Con quiénes mantiene correspondencia la protagonista? Diferenciá a ambos remitentes.
4- Describí brevemente a todos los personajes de la novela teniendo en cuenta:
Nombre Lugar de procedencia o Lugar de destino Profesión Caracterización
residencia
Rosalind Santiago de Compostela Córdoba Esposa de médico
5- La novela transcurre en dos planos. Describilos.
La historia de Rosalind La historia de Elizabeth
6- Explicá el tratamiento del tiempo que se da en la novela.
7- ¿Qué información le aportan las cartas enviadas por Rosalind Kildare Neira?

8- ¿Qué acontecimiento le narra RK en el capítulo 5?

9- ¿Qué ocurre en el capítulo 7 que cambia la vida de RK para siempre?

10- En el capítulo 8 aparece un nuevo personaje. Describilo.

11- En el capítulo X aparece otra carta. ¿En qué se diferencia de las anteriores?

SEGUNDA PARTE
1. Explicá cómo se fusionan las historias de Rosalind y Elizabeth?
2. Desde sus posiciones excéntricas como inmigrantes, cautivas y extranjeras, las dos protagonistas reflejan “otra”
visión sobre el espacio tradicionalmente dominado por los varones del siglo XIX. A partir de este enunciado,
elaborá un escrito que defienda esta afirmación.

Buenos Aires, 4 de septiembre de 2004.


Rincón gaucho
El unitario que buscó el exilio tierra adentro
Manuel Baigorria, que vivió entre los ranqueles, deja asomar en sus Memorias la nostalgia por
sus pagos

No todos los unitarios fueron, como se cree, intelectuales disidentes que bombardeaban a Rosas
desde las prensas de Santiago de Chile o de Montevideo. También los hubo gauchos que
eligieron exiliarse no ya en el exterior sino en la tierra adentro. Cuando empieza a escribir sus
Memorias, en 1868, el coronel unitario Manuel Baigorria bordea ya los sesenta años. Criollo
viejo, nacido en San Luis de la Punta de los Venados, hijo de don Blas Baigorria y doña Petrona
Ledesma, no se arrepiente de haberse llamado Lautramaiñ, el "cóndor petiso", ni de haber
combatido como un ranquel más entre los ranqueles.
Algunos contemporáneos que llegaron a conocerlo completan la imagen propia que se delinea en
las Memorias. Ignacio Fotheringham, uno de los hombres de confianza de Roca, nos dice que
"tenía todo el aspecto, todo el altruismo del araucano; pequeño de estatura, pero musculoso y
fuerte, ágil centauro y de valor temerario". Si bien Baigorria no se describe a sí mismo
explícitamente en su libro, va construyendo, sin ostentaciones, una figura valerosa que no
miente ni traiciona, consecuente con sus querencias y sus odios, y que no desampara a quienes
lo auxiliaron. "Audacia", "candor", "orgullo", "nobleza", "patriotismo y denuedo", "natural
energía", son calificativos que se van adhiriendo a los hechos narrados, sin sonar como
impertinentes autoalabanzas.
La semblanza de Zeballos demuestra que la autoestima en que se tenía el puntano no era
infundada: "No era sanguinario, ni codicioso, ni ladrón. Era capitán caballeresco de la horda
salvaje y su botín consistía siempre en potros, libros y diarios. [...] Se juzgaba obligado por
dobles deberes: como cacique ranquelino, hacia el pueblo salvaje y hospitalario, cuya vida
aventurera había compartido; como jefe de la frontera de la Confederación, hacia ésta que lo
había repatriado con honores y posiciones no soñadas".
Tampoco habla Baigorria, sino escuetamente y muy al paso -rasgo de pudor previsible en un
criollo de su época- de su éxito notorio con el bello sexo. Podemos creer que su carisma no
provendría de sus poco llamativas prendas físicas: se ha dicho ya que era bajo, menudo,
ligeramente encorvado. Luego del combate de Cuchi Corral lucía además una tremenda cicatriz
que le cruzaba la cara desde la frente a la mandíbula.
Su personalidad, sin duda excepcional, debió trascender con creces estas anodinas
exterioridades y justificar que ni siquiera el viaje de ida a los ranqueles lo hiciera solo: una
muchacha cristiana que lo amaba, dejando a su familia y exponiéndose a todo, quiso seguirlo.
Sobre el filo de los cuarenta años llegó a tener en la toldería -a la usanza indígena- cuatro
esposas: tres cristianas y una chinita.
Por él conoceremos expresiones de afectuoso recuerdo y agradecimiento hacia su madre, hacia
sus hermanas, hacia la joven que huyó con él, hacia las chinas que lo curan en sus
enfermedades, hacia las que son sus generosas amigas, como la mujer de su hermano adoptivo,
el cacique Pichún; hacia la cautiva que termina desposando. Todas ellas temen por su vida y
lloran por él en los momentos de aflicción y peligro.
Del otro lado de la frontera
El amor dado y recibido tampoco le bastó a Baigorria para borrar la nostalgia candente de su
cultura y de su tierra. Las páginas más conmovedoras de sus Memorias, a veces desmañadas y
de sintaxis confusa, pero de fuerte vibración humana y genuino sabor épico, se refieren,
justamente, al padecimiento del extrañado y del excluido: "El se iba solo al Alto de Guejeda
como de descubierta, en la altura más a propósito y que daba vista a San Luis; buscó un árbol
donde subía cada vez que venía y pasaba la mayor parte del día teniendo a la vista su pueblo,
los cerros y demás objetos que se había criado mirando desde su más tierna infancia. ¡Oh, en
aquellos momentos cuántos pensamientos asaltaban su tierno y dolorido pecho, vagando de
conjetura en conjetura, como sucede a todo errante!".
El 21 de junio de 1875 muere Manuel Baigorria, no como lo había temido en su exilio, entre los
"bárbaros" que sin embargo amaba, sino en sus pagos de San Luis. Muere pobre, como buen
militar de aquellos tiempos, y la que se declara su viuda legítima, Lorenza Barbosa, inicia
expediente para cobrar una pensión. Quizá, por esas paradojas en que la realidad se complace,
en sus últimos momentos, y ya vuelto al hogar, haya añorado ese mismo médano de sus
nostalgias desde donde, según cuenta con desgarramiento, se ponía a cantar en lengua
mapuche teniendo su caballo de la brida y mirando a su pueblo de niño "hasta que a veces se
quedabadormido".

Por María Rosa Lojo


Para LA NACION.
La novela histórica y su mirada oblicua
Crítica. La autora de “La princesa federal” ofrece otro ángulo para un género fundador y contemporáneo.
MARIA ROSA LOJO
Se reduce la novela histórica a contar intrigas pasionales, de próceres o de caracteres de ficción, situadas en el pasado?
¿Se trata de un género con fórmulas fijas, inmune a las transformaciones sociales, ideológicas y estéticas ocurridas desde
su aparición en la Europa del Romanticismo? ¿Es de por sí un género destinado al consumo masivo, de baja calidad y
complejidad? ¿Se interesa solamente en una lectura del pasado, al que pretendería reconstruir “tal como fue”? Desde sus
comienzos, esta primera forma legitimada de la novela en nuestro país sigue motivando debates y estudios entre
especialistas y también polémicas (y confusiones) entre su vasto público.
El amor, apunta Doris Sommer, aparece en novelas fundadoras latinoamericanas, varias de ellas históricas, pero con un
fuerte sentido alegórico-político; los enamorados representan los sectores, etnias e intereses en pugna que deben unirse
para fundar las nuevas naciones. En nuestro país, más que la ficción componedora o compensadora, primaron la negación
o el conflicto. Ante todo, como señala Noé Jitrik, ni el pasado/presente indígena ni el pasado colonial parecían elementos
dignos de recuperarse en la nueva república. Una de nuestras primeras narraciones históricas, La novia del hereje o La
inquisición de Lima (1854-1855) de Vicente Fidel López, según lo indica su largo y doble título, apunta en sus objetivos
fundamentales contra la mentalidad oscurantista de la vieja América Hispana. Los enamorados, por cierto, lograrán la
dicha doméstica solo en Inglaterra, patria del “hereje” Henderson.
En cuanto a Amalia (1851-1855) de José Mármol, propuesta por Sommer como “romance nacional” argentino, no hay una
verdadera “unión de los opuestos” y menos aún final feliz: aunque Amalia sea provinciana y Eduardo porteño, los dos
pertenecen a la clase alta, son de raza blanca y encarnan el mismo “proyecto civilizador” que el rosismo se ha propuesto
impedir o destruir. Rosas es el gran antihéroe de esta novela que se disfraza de histórica para procurarse, ante el público,
credibilidad y prestigio, por más que fuese muy escasa la distancia temporal con respecto a los hechos narrados. La visión
del Restaurador en tanto ícono de un modelo de poder autoritario, represivo, antirrepublicano (la “estancia” versus “la
República”), se prolonga en ficciones históricas del siglo XX, como las de María Esther de Miguel y Andrés Rivera.
En el horizonte decimonónico, la voz entonces marginal de las escritoras marca una diferencia. Tanto en lo que hace a
narraciones sobre la cercana guerra civil entre unitarios y federales, como en lo que respecta al pasado más remoto y las
etnias originarias. Aunque tampoco hay finales felices, sobre todo para los protagonistas.
Los relatos históricos de Juana Manuela Gorriti sobre el pasado colonial y la caída del Incario revelan la brutal asimetría
de poder entre conquistadores y conquistados (en particular, las conquistadas). Por su parte, Eduarda Mansilla y Rosa
Guerra, al retomar, en sendas novelas de 1860, el episodio de Lucía Miranda cautivada por los caciques timbúes en el
primer asentamiento español, reponen la sociedad indígena en la escena primordial de la futura nación argentina. Las dos
señalan la posibilidad de interacciones profundas entre blancos e indios, más allá del terreno bélico y la función épica: a
través de la ilustración, la instrucción religiosa y la aceptación parcial (caso Mansilla) de aportes culturales nativos.
Eduarda, escritora erudita, despliega un friso documentado tanto de España e Italia en el siglo XVI como de la estructura
y costumbres de la sociedad aborigen. Su enfoque, más complejo en lo histórico y antropológico, es relacionable con
novelas históricas de fines del siglo XX, que volverán sobre la cuestión del (re) conocimiento y rescate cultural del “otro”
(Eduardo Belgrano Rawson, Sylvia Iparraguirre, Adolfo Colombres, María Angélica Scotti). La novela de Guerra, en
cambio, podría situarse en el origen de la actual “novela rosa” del mestizaje, que concreta pasiones cuya representación
sexual antes se censuraba (sobre todo en casos de adulterio, interétnico o no) y que sigue manteniendo la ideología de la
supresión de las diferencias mediante un “dispositivo civilizatorio” (según Silvina Barroso), así como estereotipos de
feminidades y masculinidades habituales en el subgénero romántico.
La novela histórica del Romanticismo rioplatense se nutrió en el modelo europeo, cuyo gran referente fue Walter Scott.
Algunos elementos de su poética han sobrevivido hasta hoy, otros no (como las intervenciones explícitas y a veces
didácticas de un narrador omnisciente, o la búsqueda de legitimación por la presunta fidelidad a las fuentes
historiográficas, que luego empezaron a problematizarse y relativizarse). Desde estos orígenes, el género experimentó
cambios, sujeto, como toda literatura, a la transformación de los paradigmas de conocimiento y percepción del mundo en
cada época, así como a las modificaciones generadas por las personalidades creadoras. Nuestra ficción histórica describe
durante el siglo XX una trayectoria que va del modernismo de Enrique Larreta y el realismo revisionista de Manuel
Gálvez, a las singularidades de Antonio Di Benedetto, Abelardo Arias, Manuel Mujica Lainez o Sara Gallardo, y a una
reinstalación en los años 80, con nombres tan diferentes como los de Ricardo Piglia, Libertad Demitrópulos o Martha
Mercader. Coinciden en ellos características que se reúnen, potencian e intensifican en la llamada “nueva novela
histórica”: la intertextualidad, la polifonía, el registro poético y oral (acentuado en el caso de Demitrópulos), la voluntad
de disolver estereotipos y mitificaciones, el tratamiento paródico e irreverente de personajes históricos canonizados, la
metaficción (una narrativa que se piensa a sí misma).
Más allá de los debates sobre los procedimientos que debieran o no considerarse “posmodernos”, quizá lo que marca
verdaderamente una diferencia es la conciencia de que la Historia no es “el hecho”, sino que, antes bien, todos los hechos
se construyen narrativamente. La nueva novela cuestiona la posibilidad de acceder al “hecho en sí”, y se autopropone, por
otra parte, como “relato alternativo” a las cristalizaciones canónicas y a los intereses hegemónicos que las generaron. No
“la verdad” sino “una versión”, “otra versión”. O un poliedro de “versiones” incluso contrapuestas.
En los años 90 del siglo XX, la novela histórica argentina se vuelve una vedette de las editoriales, que no dan abasto para
satisfacer la demanda de un público cada vez más interesado por la historia nacional. Aun con sus grandes disparidades
estéticas, esta producción, en línea con las preocupaciones de su presente, reconoce algunas convergencias generales:
revisa los relatos de la nacionalidad, deconstruye las figuras heroicas masculinas con el fin de otorgarles intimidad,
cuerpos sexuados, envejecidos, vulnerables, fragilidades morales y pasiones. También reposiciona, como agentes
históricos, las subjetividades femeninas y las identidades de los pueblos originarios y afroargentinos.
El boom comercial, alimentado por las empresas editoras con todo tipo de textos, algunos excelentes, muchos olvidables,
motivó que parte de la crítica especializada y la academia vieran estas producciones solo como mercancía destinada al
rápido descarte. Seguramente la mayor torpeza fue meter todos los libros en la misma bolsa y hasta considerar este género
fundador de nuestra narrativa, sobresaliente en el boom latinoamericano (Carpentier, Fuentes, Del Paso, entre otros) como
un producto menor, sin estatura literaria, en vez de apuntar solo a las deficiencias de algunos autores y autoras.
La novela histórica puede ser tan literaria como cualquier otra, alcanzar profundidades, densidades, hallazgos
conceptuales e imaginarios. Su contrato de género es amplio, con la única restricción de que actores y acontecimientos
deben situarse (siquiera parcialmente) en un pasado histórico-social reconocible para los lectores, elegido como objeto de
creación y reflexión, y trabajado con cierta verosimilitud en cuanto a su ambiente y personajes, ya sean puramente
ficticios o con referentes registrados en la historiografía.
Sus elementos didácticos e informativos se subordinan a un proyecto estético con vocación autónoma. No compite con la
historiografía, ni está sujeta a sus exigencias epistemológicas de verificación, aunque desde su espesor artístico también
funciona, según Ricoeur, como “modelo metafórico de conocimiento”. Puede asumir una enorme variedad de
modalidades expresivas, que incluyen a veces el quiebre de la poética realista y la introducción de elementos fantásticos y
maravillosos, la parodia y el pastiche, la distorsión deliberada de los hechos con omisiones, hipérboles o anacronismos.
No es justo pensarla (sobre todo en Latinoamérica) solo en tanto relectura del pasado, a la manera arqueológica, porque
recorta ese pasado en función de los intereses, valores, preocupaciones y conflictos irresueltos en el presente de la
escritura. Nos habla de ese presente, a través de una certera mirada oblicua.
Lejos de desdeñar el amor (gran motor de la Historia, si los hay), también lo narra, aunque sin encerrarse en los patrones y
las expectativas del género sentimental o romántico de ambiente histórico. Practica cruces fecundos con géneros como el
policial, la novela de espionaje, de aventuras o gótica, utilizando sus poderes de seducción sin agotarse en ellos.
A esta altura del siglo XXI, se presentan a la ficción histórica argentina nuevos desafíos. Una distancia de varias décadas
nos separa ya de traumáticos hechos colectivos, como la última dictadura militar, o la Guerra de Malvinas. A la literatura
testimonial e imaginativa que escribieron sobre esos acontecimientos los contemporáneos activos de los hechos, se
empieza a sumar en los últimos años la de generaciones más jóvenes, que no los vivieron como actores protagonistas. Se
abre así una nueva mirada de escritores y lectores sobre el reciente pasado nacional.
María Rosa Lojo es escritora y crítica literaria.

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