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JUAN DE SAHAGUN LUCAS HERNANDEZ

LAS DIMENSIONES
DEL HOMBRE
Antropología filosófica

EDICIONES SIGUEME
SALAMANCA
1996
CONTENIDO

Bibliografía ........................................................................ 11
Presentación ................................................................................... 17

I
ESTATUTO EPISTEMOLOGICO
DE LA ANTROPOLOGIA FILOSOFICA

1. Antropología filosófica y ciencias delh o m b r e .................. 27


1. Humanismo y filosofía del h o m b r e .......... .............. 27
2. El problema de la antropología filosófica ..... ........ 31
3. Antropología filosófica y ciencias del hombre . . . . 37
4. Contenido y tarea de la antropología filosófica . . . . 40

2. El método de la antropología filo só fic a ............................. 53


1. Consideraciones g e n e ra le s ........................................ 53
2. Procedimiento fenomenológico r e f le x iv o .............. 57
3. El diálogo como momento m e to d o ló g ic o .............. 68

3. Historia de la antropología filosófica .............................. 73


1. Origen de la antropología filosófica .......................... 73
2. Conocimiento filosófico del hombre .......................... 77

II
LA ESTRUCTURA DEL SER HUMANO

1. Dimensión cósm ica del h o m b r e ........................................... 135


1. Concepción unitaria del ser humano .......................... 135
2. El espíritu y el cuerpo en el h o m b re .......................... 145
3. Génesis del hombre: hominización ......................... 157
2. El ser del hombre. La persona h u m a n a ............................... 165
1. El hombre, ser p e rs o n a l.................................................. 166
2. Condiciones existenciales de la persona humana . . . 184

3. Propiedades esenciales de la persona h u m a n a ...................201


1. La libertad en el h o m b r e ................................................ 201
2. La historicidad del ser h u m a n o ..................................... 214

4. Dimensión trascendente del hombre ................................... 225


1. La cuestión del s e n tid o ................................................... 227
2. Dios en la perspectiva del hombre .............................. 231
3. El futuro absoluto del hombre: muerte, inmortalidad,
resu rrecció n ......................................................................... 243

Conclusión ...................................................................................... 255


Indice onomástico ......................................................................... 257
Indice g e n e r a l ................................................................................. 263
BIBLIOGRAFIA

1. Obras fundamentales

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Bunge, M., El problema mente-cerebro, Tecnos, Madrid 1985.
Coreth, E., ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología filosófica,
Herder, Barcelona 1978.
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Salamanca 1980.
— Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre
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— Carta sobre el humanismo, Taurus, Madrid 1959.
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— Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986.

2. Libros de consulta (ensayos, monografías, manuales)

Aguirre, E. y otros, La evolución, BAC, Madrid 1966.


Alfaro, J., De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Sígueme,
Salamanca 1988.
Bacca, G., Antropología filosófica contemporánea, Anthropos, Barcelona
1982.
Bateson, G., Espíritu y naturaleza, Buenos Aires 1992.
Beauvoir, S. de., El segundo sexo (2 vols.), Siglo XX, Buenos Aires
1962.
Berdiaev, N., Libertad y esclavitud del hombre, Emecé, Buenos Aires
1955.
Bloch, E., El ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid 1983.
Buber, M., Yo y tú, Nueva Visión, Buenos Aires 1969.
Cabada, M., El humanismo premarxista de Feuerbach, BAC, Madrid
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— La última pregunta, Sígueme, Salamanca 1981.
Choza, J., Antropologías positivas y antropología filosófica, Cénlit,
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— Manual de antropología filosófica, Rialp, Madrid 1988.
Dondeyne, A., Fe cristiana y pensamiento contemporáneo, Cristiandad,
Madrid 1963.
Dubouchet, J., La condición del hombre y el universo. Determinismo
natural y libertad humana, Ed. Médica y Técnica, Barcelona 1978.
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1966.
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Madrid 1987.
Farré, L., Antropología filosófica, Guadarrama, Madrid 1966.
Foucault, M., Las palabras y las cosas, S. XXI, México 1968.
Feuerbach. L., La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975.
Fromm, E., Marx y su concepción del hombre, FCE, México 1978.
Gardavsky, V., Dios no ha muerto del todo, Sígueme, Salamanca 1972.
Gesché, A., Dios para pensar I, Sígueme, Salamanca 1995.
Gevaert, J., El problema del hombre. Introducción a la antropología
filosófica, Sígueme, Salamanca 1976.
Gómez García, P., La antropología estructural de C. Lévi-Strauss, Tec-
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Guijarro, G., El concepto del hombre en Marx, Sígueme, Salamanca
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Haeffner, G., Antropología filosófica, Herder, Barcelona 1986.
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Horkheimer, M., Sobre el concepto del hombre y otros ensayos, Sur,
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— Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae,
Santander 1988.
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Bruaire, C., Sciences humaines et anthropologie philosophique: Etudes
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Bruning, W., Los tipos fundamentales de la filosofía antropológica hoy.
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Cruz Cruz, J., Sobre la posibilidad de la antropología filosófica'. Estu­
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Finance, J. des, Liberté crée et liberté creatrice, en Varios, L ’existence
de Dieu, Casterman, Tournai 1961.
Frutos, E., Los problemas de la antropología fdosófica en el pensamien­
to actual-. Revista de Filosofía 12 (1953) 3-30, 207-257.
Gómez Caffarena, J., Sobre el método de la antropología filosófica:
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Lafont, G., Le sens du théme de l ’image de Dieu dans l ’anthropologie
de saint Thomas d ’Aquin: Revue des Sciences Religieuses 47 (1959)
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López Quintás, A., La antropología dialéctica de F. Ebner, en J. de S.
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Lorite Mena, J., Kant, la pregunta por el ser humano: Pensamiento 45
(1989) 15ss.
Lucas, J. de S., La pregunta racional por el existente humano: Religión
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Nuevas antropologías del siglo XX, Sígueme, Salamanca 1994, 17-
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— La antropología fdosófica de M. Scheler, en J. de S. Lucas (dir.),
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Ratzinger, J„ Fe en la creación y teoría evolutiva, en H. J. Schultz, ¿Es
esto Dios?, Herder, Barcelona 1973, 231-243,
Sánchez-Gey, J., Sobre el hombre de Xavier Zubiri, en Lucas, J. de S.
(dir.), Nuevas antropologías del siglo XX, Sígueme, Salamanca 1994,
139-158.
PRESENTACION

El conocimiento del hombre ha sido una preocupación ince­


sante que transita por las páginas de la historia del pensamiento
desde sus comienzos.¡Siempre le ha interesado al hombre saber
quién es| Pero, a diferencia de otra clase de conocimiento, el que
busca de si mismo se inscribe en un ámbito eminentemente prác­
tico. Versa sobre unos problemas cuya solución le concierne
directamente. Por eso la pregunta gira en torno a un eje relacio-
nal más que sobre unas imágenes, unas ideas o unos conceptos
abstractos, obra del saber especulativo. No es tanto el qué como
el quién el que acapara la atención, sobre todo a raíz de determi­
nados avatares históricos que han producido un estilo nuevo de
pensamiento donde lo singular e inmediato cobra supremacía.
La sabia sentencia del viejo Sófocles, «hay muchas cosas
terribles, pero nada más terrible que el mismo hombre», resuena
en esta otra no menos perspicaz de Montaigne: «Nada hay tan
bello y legítimo como construir al hombre». Ambas proceden de
un entrecruzado de dimensiones y vivencias que hacen del ser
humano un fenómeno único sin parangón en la escala de los
seres. El es el único capaz de superar su entorno y sobrepujarse
a sí mismo (mirarse por encima del hombro, como decía Pascal)
en un horizonte abierto e infinito.
[Están en juego sentimientos y vivencias tan dispares como
el sufrimiento y el gozo, el amor y el desprendimiento, el éxito
y el fracaso, la finitud temporal y el ansia de perdurabilidad. To­
dos ellos piden explicación y remiten a cuestiones fundamentales,
como el origen, la ultimidad, la relación con los otros, el sentido
de la existenciaj Son preguntas que colocan al hombre de cara
a sí mismo y delante de sus semejantes sin la mampara de la
buena educación y de los prejuicios sociales. Dejan al hombre
a la intemperie y lo obligan a luchar a brazo partido con lo inme­
diato y concreto.
Este hecho ha dado lugar a un nuevo contexto cultural que
inspira los planteamientos antropológicos de dos pensadores tan
distintos y distantes como M. de Unamuno y K. Wojtyla. El
primero no se pierde en especulaciones etéreas, porque lo suyo
no es «ni lo humano, ni la humanidad, ni el adjetivo sustantiva­
do, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne
y hueso»1. El segundo, atento al servicio incondicional y a la
máxima eficacia de su misión, no dirige su programa al «hombre
abstracto», sino al «real, concreto e histórico», porque «se trata
de cada hombre»2. Ni que decir tiene que ambos, uno en los
comienzos del siglo y otro al final, marcan la pauta y expresan
la constate de la investigación antropológica de nuestro tiempo.
En el recodo de la historia que supone el cambio de siglo, si
bien el problema sigue siendo el mismo —el hombre integral— ,
su estudio cambia de rumbo y transita por caminos nuevos. El
hombre circunstancial y concreto, el hombre relacionado y sitúa-
cional acapara la atención de los expertos y se hace objeto de
preocupación de los investigadores. La antropología no es una
realidad clara y unívoca, porque lo que el hombre sabe de sí
mismo es en buena medida un rendimiento cultural complejo.
En este asunto el elemento fundamental de todo análisis es siem­
pre la autorreferencia de la cultura en sí misma, puesto que el
conocimiento que tiene el hombre de lo humano es obra suya.
No hay que olvidar, sin embargo, que el hombre es una realidad
personal y, por lo mismo, sujeto singular3.
Se trata de un intento de rescate. Sacar al hombre del ano­
nimato nihilista en que lo había sumido la modernidad al exage­
rar indebidamente el intelectualismo de la filosofía tradicional
precedente. Ante la pérdida de la evocación simbólica y, por lo
mismo, de todo contenido humano, obra del racionalismo y del
idealismo, que termina por convertir al hombre en simple soporte
de la acción económica, la antropología actual reivindica la au­
tenticidad de la razón y el verdadero alcance de la libertad huma­
na. Para ello retorna al hombre en su multiplicidad de aspectos,
buscando en ellos su justa medida y despejar su incógnita. Des­
cubre entonces que el ser humano es un quién y no un qué. Una
entidad individual intransferible que cuenta con una historia
personal labrada al hilo de sus actos, y no un elemento seriado
de un todo genérico.

1. M. de Unamuno, D el sentimiento trágico de la vida, Barcelona 1984, 9.


2. Juan Pablo II, R edem ptor hominis, 14, 16.
3. Cf. M. García-Baró, W. Pennenberg y las im plicaciones religiosas de
la teoría antropológica, en J. de S. Lucas, Nuevas antropologías del siglo XX,
290.
Significa esto que el ser humano, en su discurrir biográfico,
se encuadra en un marco relacional que denuncia una serie de
vertientes constitutivas. A través de ellas es como hay que abor­
darlo para captar su meollo y contenido específico, lo que lo
constituye y lo distingue, su logos o razón formal que, a la vez
que nos habla de su naturaleza, nos descubre su peculiar relación
con el ser. Nos dice qué clase de ser es o en qué medida es ser,
cuál es su nivel ontológico.
Este es el ámbito en que se sitiia hoy la antropología filosófi­
ca, que no es síntesis de las ciencias humanas positivas o la
última de la serie, por más que tenga que contar con sus conquis­
tas y no hacer oídos sordos a sus conclusiones, sino reflexionar
sobre el fenómeno, cuyo sentido explicita y esclarece a la luz
de la razón. La verdadera antropología filosófica no puede ence­
rrar al hombre en un museo, como hacen las ciencias positivas,
disolviéndolo en sus múltiples estructuras. Lo piensa, más bien,
en su indeterminación y distanciamiento de lo dado. Lo asume
reflexivamente en un lenguaje universal por encima de las formas
particulares con que los hombres se han pensado a sí mismos.
Solamente de este modo le es dado romper los moldes de las
ciencias del hombre y de la antropología pragmática (sociocultu­
ral) que desconocen el conjunto de posibilidades del hombre,
porque lo asumen como lo dado o lo otro no-autónomo objeti­
vándolo inexorablemente. Por el contrario, la antropología filosó­
fica es discurso universal que apuesta por la razón frente a la
fuerza en orden a descubrir un sentido coherente y válido para
todos4. Una interpretación de esta índole es capaz de fundar un
modo de vida basado en la sabiduría y no en la sinrazón o cual­
quier otra forma de dominio despótico.
En este horizonte nos movemos con la intención de ofrecer
los materiales necesarios para la elaboración de un conocimiento
que responda objetivamente a esa realidad bio-psico-sociológico-
trascendente totalizada que muestran los diferentes vectores des­
de los que se contempla. Quisiéramos responder al propósito del
naturalista francés, E. Morin, para quien una antropología aisla­
cionista es incomprensible porque se han roto ya los paradigmas
cerrados de modo que los distintos campos se interaccionan dan­
do lugar a «nuevas emergencias teóricas»5.
4. Cf. J. San Martín, Antropología y filosofía. Ensayos pragm áticos, Estella
(Navarra) 1995, 308-315.
5. E. Morin, El paradigm a perdido: el paraíso olvidado. Ensayo de bioan-
tropología, Barcelona 1974, 23.
Impulsados por este deseo emprendemos el presente trabajo
ajustándolo al siguiente esquema. Una primera parte, divida en
tres capítulos, en la que se aborda el estatuto epistemológico de
la antropología filosófica. Para ello estudiamos, en primer lugar,
la antropología filosófica en el marco de las ciencias del hombre,
haciendo ver sus convergencias y divergencias, así como lo espe­
cífico del conocimiento filosófico del ser humano. A continua­
ción determinamos el método científico o procedimiento de este
estudio que tiene que contar con el dato fenoménico y la refle­
xión filosófica. Este procedimiento se completa con la consulta
histórica o diálogo con cuantos han discurrido sobre el hombre
a este nivel. Es el tercer capítulo de esta primera parte. La se­
gunda parte, sistemática, es una reflexión sobre las distintas
dimensiones o aspectos fundamentales del ser humano por este
orden: dimensión cósmica, dimensión personal, propiedades esen­
ciales (libertad e historicidad), dimensión trascendente o relación
con el Absoluto. Cada uno de estos temas constituyen el objeto
de otros tantos capítulos, que terminan con una conclusión final
donde aparece el hombre abocado al misterio como horizonte y
nivel de su plena realización.
La honestidad intelectual nos obliga a considerar todos estos
aspectos de lo humano, que brotan de la relación con su entorno
(cosmos, hombres, Dios), bajo el prisma de la unidad radical sub­
yacente que permite al filósofo comprender al hombre a la luz
del ser. Lo que realmente importa no son las modalidades, aun­
que sea necesario su conocimiento, sino la nota universal que
las ahorma, es decir, el ser profundo.
En nuestras interpretaciones — obligado es decirlo— nos deja­
mos conducir por los pensadores más representativos de las di­
versas épocas, si bien matizamos por nuestra parte muchas de
sus afirmaciones según nuestra particular visión de los resultados
científicos y de las conquistas de la especulación filosófica. Ade­
más de una información pertinente sobre el tema a nivel filosó­
fico, de innegable importancia en estos momentos, esperamos
contribuir de alguna manera a la tarea de la construcción de la
humanidad. El hombre es un ser que se está construyendo siem­
pre, porque su conocimiento no queda sin consecuencias. Es un
conocimiento transformador que marca pautas sucesivas de reali­
zación, a la vez que posibilita la supervivencia6.

6. Cf. J. Moltmann, El hombre. A ntropología cristiana en los conflictos del


presente, Salamanca 1986, 13.
No es una obra de estricta investigación, como tampoco un
ensayo. Ni siquiera un tratado completo sobre el hombre. El pre­
sente trabajo reviste más bien los aires de manual de antropolo­
gía filosófica que, a la vez que facilita a los alumnos el acceso
al tema y ayuda a los docentes en su tarea específica, se hace
asequible a los menos iniciados que sienten verdadero interés por
e¡ problema de lo humano. Con esta intención lo hemos pensado
y lo escribimos.
ESTATUTO EPISTEMOLOGICO
DE LA ANTROPOLOGIA FILOSOFICA
En esta prim era parte pretendemos determinar el puesto de
la antropología filosófica en el marco de las ciencias humanas.
Para ello proponemos el siguiente esquema: antropología filosófi­
ca y ciencias del hombre, el método de la antropología filosófica,
historia de la reflexión filosófica sobre el ser humano. Deseamos
saber qué grado de cientificidad posee esta clase de conocimiento
y qué garantía de verdad ofrece.
ANTROPOLOGIA FILOSOFICA
Y CIENCIAS DEL HOMBRE
La antropología filosófica
en el marco de las ciencias humanas

Bibliografía: Bruaire, C., Sciences humaines et anthropologie philoso-


phique: Etudes Philosophiques 2 (1978); Choza, J., Antropologías positi­
vas y antropología filosófica, Tafalla (Navarra) 1985; Cruz Cruz, J„
Sobre la posibilidad de la antropología filosófica'. Estudios Filosóficos
18-19 (1979-80) 375-422; Etcheverry, A., El conflicto de los humanis­
mos, Madrid 1966; Heidegger, M., Carta sobre el humanismo, Madrid
1955; Id., Kant y el problema de la metafísica, México 1954; Land-
mann, M., De hornine, Freiburg 1962; Lucas, J. de S., Lu pregunta ra­
cional por el existente humano: Religión y Cultura 36 (1989) 159-294;
Morey, M., El hombre como argumento, Barcelona 1987; Muga, J. Ca-
bada, M., (eds.), Antropología filosófica: Planteamientos, Madrid 1984.

1. Humanismos y filosofía del hombre

a) Ambigüedad del tema

El misterio del hombre sólo se esclarce si el ser humano es


considerado como hombre, es decir, si se admite la igualdad
radical de todos los hombres y su heterogeneidad respecto de los
demás seres de la naturaleza. En opinión de C. Lévi-Strauss, la
antropología se reafirma como renovado esfuerzo que «espía el
renacimiento por extender el humanismo a la medida de la huma­
nidad»1. Esta es la raíz del conflicto entre los humanismos.

1. C, Lévi-Strauss, Antropología estructural, Buenos Aires 1972, XLVII1.


Sobre este tema remitimos a nuestro trabajo: J. de S. Lucas, La pregunta racional
por el existente humano.
Con el término humanismo se designan concepciones muy dis­
tintas de la realidad humana. Me refiero solamente al humanismo
filosófico que, según destacados pensadores, consiste en conocer
al hombre en toda su profundidad, admitir sus diversos aspectos
y dimensiones y tratarlo de acuerdo con este reconocimiento. M.
Heidegger entiende por humanismo la tarea de «pensar y cuidar
de que el hombre sea humano y no in-humano, esto es, fuera de
su esencia». Es, añade, «el esfuerzo porque el hombre sea libre
para su humanidad y encuentre en ella su dignidad»2. J. P. Sartre
lo define como la «doctrina que hace posible la vida humana y
que, por otra parte, declara que toda la verdad y toda la acción
implica un medio y una subjetividad humana»3. Se trata, por
tanto, de una actitud intelectual que da razón del sentido y digni­
dad del existente humano como ser especial y permite obrar en
consecuencia.
De todas formas el término humanismo sigue siendo ambiguo,
porque no se ha llegado a un acuerdo común sobre el verdadero
sentido de la realidad humana. Con él se designan corrientes
filosóficas distintas. «Humanismo es desgraciadamente, escribe
Sartre, un término que hoy sirve para designar fas corrientes
filosóficas no solamente en dos sentidos, sino en tres, cuatro,
cinco, seis. Todo el mundo es humanista en esta hora»4.
Primero M. Scheler y después M. Heidegger reconocieron esta
ignorancia y ambivalencia con palabras que han pasado a ser em­
blemáticas. Ambos admiten la problematicidad del conocimiento
del hombre a pesar de los grandes hallazgos de las ciencias hu­
manas. «En ninguna época se ha sabido tanto sobre el hombre
como en la nuestra... y, sin embargo, en ningún tiempo se ha
sabido menos acerca de lo que el hombre es» .
Pero no todo es ignorancia. El entramado humano global evi­
dencia una dimensión especial, la subjetividad, que supone una
novedad innegable en el ámbito de la vida. Apoyado en esta
característica constitutiva de lo humano, J. Maritain reconoce al
hombre como ser cualificado por encima de la naturaleza y abier­
to a un porvenir y destino perdurable6. J. Ortega y Gasset admite

2. M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, 14, 16.


3. J. P. Sartre, El existencialism o es un humanismo, Buenos Aires 1972, 12.
4. Ibid., 51-52.
5. M. Heidegger, Kant y el problem a de la m etafísica, 175. También M.
Scheler, El puesto d el hombre en el cosm os, Buenos Aires 1986, 26. D e ia misma
opinión es G. Marcel. Cf. G. Marcel, L ’hom m eproblém atique, Paris 1955, 73-74.
6. J. Maritain, Humanisme intégral, Paris 1942, 10.
también la originalidad humana: «El hombre es un ser que se
escapó de la naturaleza»7. Este aserto es ratificado desde la psi­
cología por E. Fromm, para quien la autoconciencia, la razón y
Ja imaginación humanas representan una ruptura del nivel ani­
mal8. Lo que se ventila con el humanismo es la idea exacta del
hombre, es decir, eso que define su esencia y da cabal cuenta
de las dimensiones y tendencias que denotan una profundidad
insospechada y un núcleo irreducible.
Cualquier reduccionismo que convirtiera al ser humano en un
producto histórico más, surgido de meros mecanismos fisicobio-
lógicos y de estructuras socioeconómicas, como pretenden los
monismos fisicalistas y emergentistas, no puede avenirse con la
heterogeneidad y trascendencia reclamada por la índole peculiar
de nuestra especie9.
La urdimbre humana cubre un inmenso arco de dimensiones
y contrastes que hacen difícil su comprensión, porque muchas
veces suscitan en el hombre comportamientos diversos y hasta
opuestos. El mismo ha contribuido a este desconcierto desde su
propia reflexión. Al encerrarse en sí mismo y romper con el
exterior, se reduce voluntariamente al mínimo de su capacidad
existencial perdiendo su verdadera identidad. Semejante pérdida
ha originado una actitud agnóstica en amplios sectores de nuestra
cultura y ha suscitado gestos de conmiseración, una «sonrisa
filosófica», hacia aquellos que se atreven a preguntar por la
esencia del hombre y «quieren partir de él para tener acceso a
la verdad»'0. A pesar de todo no se puede ignorar la originali­
dad de su conducta.

b) Reevaluación de lo humano

Es un hecho que los estudiosos del hombre acumulan cada


vez más y mejores conocimientos acerca de su naturaleza. Junto
al reconocimiento de los valores propiamente humanos, estamos
asistiendo a la recuperación de la sensibilidad por el hombre.

7. J. Ortega y Gasset, Sobre Goethe bicentenario, en O bras com pletas IX,


Madrid 1981, 583.
8. E. Fromm, P sicoanálisis de la sociedad contem poránea, M éxico 1971,
48-49.
9. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías. Un reto a la teolo­
gía, Santander 1983, 53-70, 138 155, 156-172.
10. M. Foucault, Las palabras y las cosas, M éxico 1968, 333.
Estos intentos desmienten las tesis antihumanistas y rechazan la
supremacía del sistema sobre el individuo y de la estructura
sobre los miembros. Sería un error ignorar la existencia de las
ciencias del hombre que, resaltando lo que nos diferencia de los
animales sobre lo que nos asemeja, se ocupan del análisis de la
existencia y del desarrollo de las posibilidades de lo humano,
así como del secreto que lo constituye. Es un esfuerzo innegable
por formular categorialmente la significación conceptiva del
hombre frente a la asechanza que tiende Lévi-Strauss cuando
afirma que «el fin primordial de las ciencias humanas no es
construir al hombre, sino disolverlo»11.
El deseo de determinar ese núcleo identificador del ser del
hombre, en su existencia y en su contenido, impulsa a las cien­
cias humanas y a la antropología en sus distintas ramas. Hoy
somos conscientes más que nunca de nuestra ignorancia sobre
el meollo de la realidad humana. Pero es un paso para salir de
la encrucijada e intentar elaborar un conocimiento profundo del
hombre, una antropología filosófica, haciendo de nuestra propia
andadura objeto de reflexión, como se propuso M. Scheler12.
En efecto, no nos contentamos con vivir; deseamos conocer nues­
tra realidad exhaustivamente, porque el conocimiento que tene­
mos de nosotros mismos es el criterio para conocer todo lo de­
más. A cualquier espejo de la naturaleza que se mire el ser hu­
mano, acaba siempre encontrándose a sí mismo, porque es punto
de referencia y de sentido13.
La historia del pensamiento reciente da testimonio de este
intento. Los especialistas distinguen en este siglo los siguientes
períodos antropológicos que marcan otras tantas perspectivas
sobre el hom bre14. Período de la «crisis», fechado entre las dos
guerras, cuya característica es un humanismo subjetivista abierto
a la construcción del hombre desde sus experiencias positivas.
Período «antihumanista» que absorbe al hombre en la realidad
social y lo reduce a un hilo del entramado producción-distribu-
ción-comercialización con grave detrimento del sujeto en favor
de la sistematización de los «significantes». Periodo de la «indi­
ferencia» donde el individuo humano es un acontecimiento que

11. C. Lévi-Strauss, La pensée sauvage, Paris 1962, 357.


12. C. M. Scheler, La idea d el hombre y la historia, Buenos Aires 1972,
25-27.
13. Cf. J. Y. Jolif, Com prender a l hombre, Salamanca 1969, 25-27.
14. Cf. S. Trias Mercant, El hombre, las antropologías y el lenguaje: Pensa­
miento 33 (1977) 36'40.
se dice de distinta manera del ser; algo así como una repetición
o desplazamiento existencial donde lo singular se universaliza.
En estos espacios o períodos cabe reconocer otros tantos pun­
tos de m ira sobre el hombre que orientan la búsqueda de la an­
tropología actual. El problema, no obstante, está ahí y se expresa
en estos interrogantes: ¿cabe una formulación categorial objetiva
sobre lo que es el hombre? ¿los enunciados antropológicos obe­
decen a meras intuiciones o son veríficables empíricamente? En
las páginas que siguen trataremos de dar respuesta a estas pre­
guntas.

2. El problema de la antropología filosófica

a) Una definición provisional

Aunque no es lo mejor comenzar por la definición, creemos


necesario, sin embargo, adelantar un concepto de antropología
para ponernos en camino y facilitar la búsqueda. Mal podríamos
plantear los problemas, si antes no conocemos de algún modo
el terreno que pisamos. Prototipo de la pregunta sobre el hombre
es el interrogante que se hizo en su día san Agustín: «¿Quién
es este ser que soy yo?»15. Es la cuestión que todo hombre tiene
que plantearse cuando se compara con los demás seres y se expe­
rimenta distinto de ellos, Cuando se contrasta con el animal, con
los demás hombres y con Dios. Los tres espacios son necesarios
para responder acerca del existente humano, aunque ninguno
constituye el acceso definitivo. Son perspectivas abiertas que le
obligan a romper imágenes porque se ve siempre como vocación
y en vías de realización histórica, en continuo crecimiento. Esta
es la raíz de la dificultad de la antropología filosófica como
conocimiento cabal del ser humano.
Comentando el sentido de las preguntas kantianas («¿Qué
puedo saber? ¿qué debo hacer? ¿qué me es permitido esperar?
¿qué es el hom bre?»)16, M. Heidegger ofrece un esbozo de defi­
nición de antropología filosófica. La entiende como la ciencia
del hombre que investiga todo lo que puede saberse acerca de
su naturaleza, en cuanto ser dotado de cuerpo, alma y espíritu,
y de todo lo que el hombre, como ser actuante, «hace de sí m is­

15. San Agusfn, Confesiones, 4, 1, 1. t. II, Madrid 1955.


16. M. Kant, Crítica de la razón pura, Buenos Aíres 1976, 38 Is.
mo». Un saber tan amplio que el mismo Heidegger lo considera
poco menos que imposible. «Se pierde, dice él, en la más com­
pleta indeterminación»17. A lo sumo puede definirse como una
ontología del existente humano que intenta «diferenciar al ente
que llamamos hombre de la planta, del animal y de las demás
regiones del ente, poniendo de manifiesto la constitución esencial
específica de esta región determinada del ente»18. Con estas pa­
labras, Heidegger presenta ya un esbozo de definición.
Con el mismo propósito había trabajado M. Scheler de 1915
a 1928, tratando de determinar «lo que el hombre es y qué lugar
y puesto ocupa dentro de la totalidad del ser, del mundo y en
D ios»19. Un intento por esclarecer la estructura del ser humano
mediante una reflexión que determina sus relaciones con el ser
en general. Empresa difícil, ciertamente, pero la única capaz de
responder con cierta garantía a nuestro propio cuestionamiento.
Años más tarde, otro antropólogo, J. Y. Jolif, convierte la
antropología filosófica en búsqueda de la esencia humana y de
su fundamento ontológico. Por eso la define como la ciencia que
«se interroga sobre la verdad del hombre en virtud de la misma
preocupación que la lleva a asegurarse críticamente de su funda­
mento»20. Entre nosotros hay quienes ven también en la antro­
pología filosófica un discurso autónomo que da razón de la pre­
gunta por el hombre, no como narración descriptiva de lo que
es el hombre, sino como reflexión filosófica que explícita el
logos humano, haciendo del hombre «el ente señor de los entes,
en lugar de pastor del ser»21.
El rápido muestreo que acabamos de hacer manifiesta bien
a las claras la dificultad de definir la antropología filosófica
propiamente. El problema surge a la hora de lograr la unidad
sistemática de los diversos aspectos y dimensiones del ser huma­
no y, sobre todo, de determinar el grado ontológico de los mis­
mos. En un proceso de esta índole es casi imposible distinguir

17. Cf. M. Heidegger, Kant y el problem a de la m etafísica, 174-175.


18. Ibid., 176.
19. M. Scheler, Zur idee des Menschen I, 1915, 319. También El pu esto del
hombre en el cosm os, 21.
20. J. Y. Jolif, C om prender a l hombre, 114. Cf. A, Hernández Sánchez,
Antropología y ciencia, Murcia 1979, 40ss.
21. M. Morey, El hombre como argumento, 23, 42, 127. Es distinta la postura
de J. Choza que, más que antropología filosófica, hace fenom enología antropoló­
gica o antropología integral. Cf. J. Choza, M anual d e antropologa filosófica,
Madrid 1988, 16.
entre lo empírico y ]o filosófico. A ello contribuyen dos factores:
la carencia de una idea unitaria previa del ser humano y la dispa­
ridad de los resultados de las ciencias humanas, que, como decía
M. Scheler, ocultan la esencia del hombre más que la ilumi­
nan22. Esta aporía conduce a algunos a negar la antropología
filosófica como saber específico y disciplina autónoma. En el
apartado siguiente nos ocupamos de este complicado problema.

b) Dificultades de la antropología filosófica

Los factores indicados gravitan sobre los filósofos del hombre


cuando se empeñan en hacer antropología filosófica. Advierten
la dificultad de su empresa, al tomar conciencia de que el objeto
de su investigación, eJ hombre, es un ser de naturaleza indefini­
da, un «animal aún no fijado», como recuerda Nietzsche, una
cuerda entre dos abismos . Aunque las ciencias del hombre y
la filosofía se requieren mutuamente, no por ello todo el saber
filosófico se resuelve en antropología filosófica ni ésta es síntesis
o construcción apriórica de las ciencias humanas. No es que
carezca de objeto, como pretende el estructuralismo, sino que
resulta muy difícil construir un saber complexivo radical sobre
el hombre. La dificultad estriba en la determinación temática y
en la precisión metodológica de un conocimiento de esta clase.
Heidegger plantea con pleno acierto la cuestión: saber «¿qué es
lo que corresponde a una antropología filosófica? ¿qué es en
general la antropología y cómo se convierte en filosófica?»24.
Por ser filosófica y si no quiere quedar reducida a un mero
análisis existencial del ser humano, esta disciplina debe remon­
tarse a la universalidad de la esencia, pero sin perder por ello
el aspecto circunstancial y concreto de los fenómenos que con­
templa. Coordinar en el mismo sujeto necesidad y contingencia,
esencia y existencia, individuo y especie es para algunos obstácu­
lo insuperable que hace de la antropología filosófica una uto­
pía25.

22. Cf. M. Scheler, El puesto d el hombre en el cosmos, 26.


23. Cf. F. Nietzsche, A s í habló Zaratustra, Madrid 1973, 18, 20.
24. M. Heidegger, K ant y el problem a de la m etafísica, 174. Interesa F.
Rodríguez Pascual, Sobre la racionalidad antropológica'. Cuadernos Salmantinos
de Filosofía 9 (1982) 235-236.
25. Cf. E. Frutos, L a antropología filosófica en el pensamiento actual: R evis­
ta de Filosofía 12 (1953) 208-254.
mo». Un saber tan amplio que el mismo Heidegger lo considera
poco menos que imposible. «Se pierde, dice él, en la más com­
pleta indeterminación»17. A lo sumo puede definirse como una
ontología del existente humano que intenta «diferenciar al ente
que llamamos hombre de la planta, del animal y de las demás
regiones del ente, poniendo de manifiesto la constitución esencial
específica de esta región determinada del ente»18. Con estas pa­
labras, Heidegger presenta ya un esbozo de definición.
Con el mismo propósito había trabajado M. Scheler de 1915
a 1928, tratando de determinar «lo que el hombre es y qué lugar
y puesto ocupa dentro de la totalidad del ser, del mundo y en
Dios»19. Un intento por esclarecer la estructura del ser humano
mediante una reflexión que determina sus relaciones con el ser
en general. Empresa difícil, ciertamente, pero la única capaz de
responder con cierta garantía a nuestro propio cuestionainiento.
Años más tarde, otro antropólogo, J. Y. Jolif, convierte la
antropología filosófica en búsqueda de la esencia humana y de
su fundamento ontológico. Por eso la define como la ciencia que
«se interroga sobre la verdad del hombre en virtud de la misma
preocupación que la lleva a asegurarse críticamente de su funda­
mento»20. Entre nosotros hay quienes ven también en la antro­
pología filosófica un discurso autónomo que da razón de la pre­
gunta por el hombre, no como narración descriptiva de lo que
es el hombre, sino como reflexión filosófica que explícita el
logos humano, haciendo del hombre «el ente señor de los entes,
en lugar de pastor del ser»21.
El rápido muestreo que acabamos de hacer manifiesta bien
a las claras la dificultad de definir la antropología filosófica
propiamente. El problema surge a la hora de lograr la unidad
sistemática de los diversos aspectos y dimensiones del ser huma­
no y, sobre todo, de determinar el grado ontológico de los mis­
mos. En un proceso de esta índole es casi imposible distinguir

17. Cf. M. Heidegger, Kant y e l problem a de la m etafísica, í 74-175.


18. Ibid., 176.
19. M. Scheler, Zur idee des M enschen I, 1915, 319. También El puesto d.el
hombre en e l cosm os, 21.
20. J. Y. Jolif, Com prender al hom bre, 114. Cf. A. Hernández Sánchez,
Antropología y ciencia, Murcia 1979, 40ss.
21. M. Morey, El hombre como argumento, 2 3 ,4 2 , 127. Es distinta la postura
de 1. Choza que, más que antropología filosófica, hace fenom enología antropoló­
gica o antropología integral. Cf. J. Choza, M anual de antropologa filosófica,
Madrid 1988, 16.
entre lo empírico y lo filosófico. A ello contribuyen dos factores:
la carencia de una idea unitaria previa del ser humano y la dispa­
ridad de los resultados de las ciencias humanas, que, como decía
M. Scheler, ocultan la esencia del hombre más que la ilumi­
nan22. Esta aporía conduce a algunos a negar la antropología
filosófica como saber específico y disciplina autónoma. En el
apartado siguiente nos ocupamos de este complicado problema.

b) Dificultades de la antropología filosófica

Los factores indicados gravitan sobre los filósofos del hombre


cuando se empeñan en hacer antropología filosófica. Advierten
la dificultad de su empresa, al tomar conciencia de que el objeto
de su investigación, el hombre, es un ser de naturaleza indefini­
da, un «animal aún no fijado», como recuerda Nietzsche, una
cuerda entre dos abismos . Aunque las ciencias del hombre y
la filosofía se requieren mutuamente, no por ello todo el saber
filosófico se resuelve en antropología filosófica ni ésta es síntesis
o construcción apriórica de las ciencias humanas. No es que
carezca de objeto, como pretende el estructural i smo, sino que
resulta muy difícil construir un saber complexivo radical sobre
el hombre. La dificultad estriba en la determinación temática y
en la precisión metodológica de un conocimiento de esta clase,
Heidegger plantea con pleno acierto la cuestión: saber «¿qué es
lo que corresponde a una antropología filosófica? ¿qué es en
general la antropología y cómo se convierte en filosófica?»34.
Por ser filosófica y si no quiere quedar reducida a un mero
análisis existencial del ser humano, esta disciplina debe remon­
tarse a la universalidad de la esencia, pero sin perder por ello
el aspecto circunstancial y concreto de los fenómenos que con­
templa. Coordinar en el mismo sujeto necesidad y contingencia,
esencia y existencia, individuo y especie es para algunos obstácu­
lo insuperable que hace de la antropología filosófica una uto­
pía25.

22. Cf. M. Scheler, E l puesto del hombre en el cosmos, 26.


23. Cf. F. Nietzsche, A s í habló Zaratustra, Madrid 1973, 18, 20.
24. M. Heidegger, K ant y el problem a de la m etafísica, 174. Interesa F.
Rodríguez Pascual, Sobre la racionalidad antropológica: Cuadernos Salmantinos
de F ilosofía 9 (1982) 235-236.
25. Cf. E. Frutos, La antropología fdosófica en el pensamiento actual: Revis­
ta de F ilosofía 12 (1953) 208-254.
El misterio del hombre presenta una doble faz que no puede
contemplarse independientemente. El hombre es indisolublemente
esencia y existencia, naturaleza y biografía, cuyo conocimiento
conjunto es harto difícil y complicado de modo que algunos
filósofos lo cuestionan seriamente. A pesar de todo y aunque el
logos o razón formal del ser humano se cumple de forma pluri-
forme y distendida en el tiempo y en el espacio, no por ello
pierde su unidad esencial que lo hace capaz de conocimiento
universalmente válido a nivel filosófico.
Conscientes del problema, los cultivadores de la antropología
filosófica formulan la cuestión en estos términos: ¿cuál es la re­
lación entre antropología filosófica y ciencias del hombre? ¿con
qué criterio filosófico hay que interpretar los datos científicos?
Adelantamos previamente el juicio que algunos antropólogos
de máxima solvencia emiten sobre la relación entre ciencias
humanas y antropología filosófica. Para no pocos, esta relación
consiste en la aclaración racional de los hallazgos biológicos
(Gehlen) y etnicoculturales (Cassirer). En esta aclaración queda
explicitado el eidos o logos de lo humano contenido en el dato
científico. Aunque estamos convencidos de la necesidad de esta
función, no vemos, sin embargo, que sea suficiente para esclare­
cer el misterio por completo, porque los mismos antropólogos
no se ponen de acuerdo sobre la supremacía de estos elementos.
¿Qué es primero, el dato fenoménico o una cierta precomprensión
de lo humano? Haciéndose eco de la doctrina de G. Bataille y
de Kamlah, M. Morey plantea la cuestión de esta manera: «¿Pue­
de una antropología filosófica denominarse tal y, a la vez, deses­
timar este nivel de sentido medíante el que el hombre se recono­
ce como un déchirement, un Einbruch sobre la piel del ser, redu­
ciendo la experiencia de este reconocimiento a mero epifenómeno
de la verdad positiva de eso que el hombre es?»26. Es evidente
la necesidad del dato científico sobre el que debe recaer la ac­
ción reflexiva, pero no es menos cierto que todo discurso tiene
que contar con determinados apriorismos que facilitan la identifi­
cación de lo que se pretende conocer. En opinión de E. Coreth',
el dato empírico sólo tiene sentido antropológico por el hecho
de que conocemos de antemano el significado del hombre27.
Pero, claro, no todo queda resuelto en esta operación. Hay una

26. M. Morey, E l hombre com o argumento, 20.


27. Cf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre? Esquema de una antropología filo s ó ­
fica , Barcelona 1978, 35.
cuestión pendiente, la del origen y formación de dichos a priori
o ideas previas. Volveremos sobre ello más tarde.
Un segundo interrogante radica en la misma filosofía y tiene
por objeto el criterio filosófico para interpretar correctamente el
dato fenoménico. ¿A la luz de qué filosofía hay que juzgar los
hallazgos científicos? ¿acaso existe una propuesta universal de
sentido comúnmente admitida que sea capaz de identificar los
resultados de las ciencias humanas? La respuesta es difícil y
compleja.
El empleo de uno u otro criterio conduce fatalmente a conclu­
siones dispares y crea alternativas arriesgadas: un conocimiento
atomizado y fragmentario carente de universalidad o una ideali­
zación unitaria sin valor objetivo. No es lo mismo proceder si­
guiendo paradigmas idealistas que atenerse al patrón positivista
y neopositivista. El primero nos ofrece un hombre desencarnado
e irreal ajeno por completo al individuo circunstancial y concre­
to; el segundo lo disuelve en particularidades efímeras que no
tocan lo humano en su verdad completa. Ante este dilema, los
antropólogos se pronuncian por la imposibilidad de la antropolo­
gía filosófica como disciplina autónoma28. Mas, a pesar de todo,
debemos admitir que las grandes dificultades encontradas no han
logrado sembrar el desánimo entre los especialistas, sino que los
espolean para seguir investigando con vistas a establecer el esta­
tuto epistemológico de la antropología filosófica donde se con­
templan su posibilidad y su necesidad.

c) Posibilidad de la antropología filosófica

Los imponderables que hemos señalado en el apartado ante­


rior, lejos de constituir un obstáculo insuperable, contribuyen a
purificar el discurso sobre el hombre porque sobre ellos constru­
yen los filósofos de lo humano su pensamiento. No en vano el
hombre ocupa una posición axial en el área del ser que lo hace
clave del entendimiento de la realidad y juez de la verdad como
tal29. Por otra parte, no es lícito olvidar la enseñanza de la his­

28. «En et momento en que interroguemos a la antropología filosófica por


su pretensión de constituirse como discurso acerca del ser del hombre, nos en­
contramos con nuevos y grandes problemas... que parece que nos llevan a sentar
cada vez más decididamente su imposibilidad»: M. Morey, El hombre como
argumento, 50, 65, 72, 101.
29. Cf. M. Heidegger, Kant y e l problem a de la metafísica, 175.
toria. Esta atestigua fehacientemente que el hombre es sujeto que
se pone a sí mismo como objeto de su reflexión, demostrando
con ello que la antropología filosófica es posible, más aún, es
un hecho incontrastable.
Son los hechos, por tanto, los que se encargan de rebatir las
objeciones anteriores, como lo muestra el sesgo tomado por el
pensamiento filosófico desde Kant hasta hoy. La filosofía actual
se hace antropológica en el momento en que libera al sujeto pen­
sante de la acción debastadora de la idea abstracta y le permite
pensar y hablar por cuenta propia. Paradójicamente lo ha recono­
cido el mismo M. Foucault en la siguiente afirmación: «Es posi­
ble que la antropología constituya la disposición fundamental que
ha ordenado y contenido el pensamiento filosófico desde Kant
hasta nosotros»30.
Esto significa que la solución al problema de la posibilidad
de la antropología filosófica se encuentra en la historia misma.
No en vano el autoconocimiento del hombre forma parte primor­
dial de su patrimonio. Dado que es posible el análisis del yo
humano a nivel filosófico desde el conjunto de sus relaciones
con otras realidades tanto en su actividad científica como históri­
ca, estética, religiosa y cultural, así como en su conducta ética
y política, hay que convenir en que la antropología filosófica es
posible y necesaria. Ni en la ciencia ni en la antropología general
se dice todo el hombre. La misma filosofía necesita de la antro­
pología filosófica, puesto que, como enseña Gusdorf, en la base
de toda especulación se encuentra la justificación de la existencia
humana31.
Por el camino del comportamiento integral es posible llegar
a la entraña misma del ser humano y descifrar desde allí sus
relaciones con el ser en general. Limitarse solamente a uno de
sus aspectos, el lenguaje por ejemplo, sería un reduccionismo
que cerraría las puertas a una antropología filosófica auténtica.
Un rápido muestreo de las posturas positivas confirman nues­
tra afirmación. Según M. Buber, «sólo el hombre que realiza en
toda su vida y con su ser entero las relaciones que le son posi­
bles puede ayudarnos de verdad en el conocimiento del hom­
bre» . A la misma conclusión llega W. Bruning: «La antropolo­
gía filosófica del futuro tendrá una de sus principales tareas en

30. M. Foucault, L as palabras y las cosas, 333.


31. Cf. G. Gusdorf, M ethaphisique et antropologie: Revue de Methaphisique
et de Morale 52 (1947) 261.
32. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, M éxico 1970, 141.
la unificación de estas direcciones y procesos en una imagen
unitaria del hombre»33. J. Y. Jolif se pregunta, a su vez, por la
objetividad que puede alcanzar un saber unificado de los distin­
tos conocimientos relativos del hombre y concluye lo siguiente:
«La antropología filosófica no puede ser considerada como una
totalidad sin entorno. Es inseparable de todos los demás discur­
sos y del mismo vivido, no por una razón de hecho, sino por su
misma esencia: lo que ella dice es lo mismo que dicen, y en
forma aún más concreta, las ciencias humanas; y eso es lo prime­
ro que es dado en lo vivido, que es el concreto totalmente vivi­
do» . Ahora bien, el hecho de la vida de cada uno de los hom­
bres es incomprensible fuera de un amplio marco de complejas
relaciones con cuanto lo rodea. La visión de conjunto constituye
el horizonte general en el que nos realizamos, a la par que nos
permite conocer nuestro ser específico. Se obtiene así la unidad
de sentido que da razón de la estructura esencial del hombre y
hace posible su existencia como ser del todo singular. Esta es la
puerta de acceso a la antropología filosófica, al mismo tiempo que
establece su parangón con las ciencias afines. ¿Qué relación existe
entonces entre antropología filosófica y ciencias del hombre? Un
interrogante difícil que intentamos responder a continuación.

3. Antropología filosófica y ciencias del hombre

Volvemos ahora sobre un punto al que hemos aludido somera­


mente en párrafos anteriores. Si la antropología filosófica preten­
de explicar al hombre como totalidad unitaria dotada de sentido,
es decir, si bucea en el misterio del hombre para esclarecerlo
como ser especial irreductible a cualquier otro nivel de realidad,
antes de determinar su contenido y tarea especifica deberemos
establecer sus relaciones con otros saberes que tienen también
por objeto al ser humano bajo diversos aspectos. Se impone una
tarea de discernimiento con una doble finalidad. Por una parte,
marcar sus diferencias y señalar su particular perspectiva, y, por
otra, establecer los puntos convergentes y la necesidad que la
antropología filosófica tiene de las ciencias particulares y de la
antropología general. Ya lo hizo Heidegger, cuando vio la con­
fluencia de las distintas ciencias antropológicas en la filosófica
33. W. Bruning, Los dos tipos fundam entales de antropología filosófica
actual: Albor 29 (1954) 292.
34. J. Y. Jolif, Com prender al hombre, 137ss.
y cuando señaló la especificidad de ésta. Mientras la antropología
filosófica se propone descifrar el enigma del hombre, las ciencias
positivas describen sus rasgos característicos y comportamiento
peculiar35.
Para comprender mejor esta diferencia es necesario no perder
de vista dos cosas. Primero, que la verdad científica es verifica­
ción de las concepciones del mundo o experiencia que se va
repitiendo continuamente a partir de ideas nuevas y mediante
útiles especialmente adaptados. Segundo, que la verdad filosófi­
ca, basada en la interpretación crítica, debe estar dotada de cohe­
sión intrínseca y de rigor lógico. Es reflexión sobre la vida y no
descripción de ésta. Por eso, más que narrar lo que sucede y
cómo sucede, define lo que debe hacerse y lo que se puede pen­
sar. En una palabra, establece las condiciones de posibilidad y
determina la coherencia racional de los acontecimientos y de las
cosas. Emite un juicio de valor objetivo sobre lo que contempla
y acerca de todo aquello que las ciencias ofrecen a la considera­
ción de la crítica filosófica36. Refiriéndonos concretamente al
hombre, no hay que olvidar que éste cristaliza en una serie de
actos concretos que se ofrecen como material imprescindible a
la reflexión. Los saberes que dan cuenta de estas realidades son
las ciencias humanas dotadas de objeto y metodología propia.
El grado de cientificidad de esta clase de conocimientos son
estudiados por pensadores de sobrada solvencia como J. Ladricrc,
Cl. Bruaire y el mismo Sartre, cuyas conclusiones son de valor
inestimable.
Ladriére pone en primer plano el talante y propósito específi­
co del investigador, haciendo depender de su peculiar intenciona­
lidad el grado de cientificidad de una disciplina. Nunca está
permitido sobrepasar los límites impuestos por la intención con
que se investiga. Siguiendo este criterio, el filósofo belga reivin­
dica para las ciencias humanas la misma metodología de las
naturales basada en la verificabilidad empírica. Pero, dado que
este método no supera una visión parcial del objeto correspon­
diente, postula un proceso de reintegración o síntesis que permita
«reconstruir la unidad del objeto que la fragmentación de los
métodos divide inevitablemente» . Mas esta síntesis sólo es

35. Cf. M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, 174-175. También


J. Choza, A ntropologías positivas y antropología filosófica, 13-15, 71-81.
36. Cf. H. Duméry, La fe no es un grito. Fe e institución, Madrid 1968,
158-159.
37. J. Ladriére, La démarche interdisciplinaire et théologie, Paris 1970, 59.
posible si el objeto es asumido en su pleno sentido o «significa­
ción pregnante», la cual cae fuera del método científico. Se re­
quiere una comprensión de la experiencia más allá de la inmedia­
tez del dato, que ponga de manifiesto el sentido profundo o nú­
cleo de realidad oculto en el fenómeno. En una palabra, «la refle­
xión se esfuerza, añade Ladriére, en pasar de los efectos del acto
al acto mismo. Y en la medida en que logra instalarse en el acto,
es capaz de comprender sus resultados como resultados, y de esta
manera pasa de los fenómenos y de su aprehensión (captación)
científica a su contenido»38.
Este razonamiento avala la tesis de C. Bruaire, según la cual
la filosofía no es mera instancia crítica del dato científico, sino
comprensión exhaustiva de la existencia humana a la luz del ser.
«No se puede obtener una ciencia filosófica del hombre, una
antropología sistemática, si la filosofía misma... se reduce por
las buenas a una vaga y vana instancia crítica. Sólo reconstruyen­
do una ontología... puede elaborarse una lógica completa de la
existencia humana»-9. Esto significa que la antropología filosó­
fica saca a luz la forma y estructura de la experiencia humana
controlada por la ciencia, penetrando, a su vez, en el ser mismo
del fenómeno. Lo afirma claramente Jolif, al decir que las cien­
cias «alcanzan una imagen invertida, bajan por la pendiente que
había que subir para llegar a la verdad del hombre», en tanto que
la antropología filosófica es búsqueda eidética del hombre como
forma especial de realidad o soporte de significaciones40.
Todo ello nos autoriza a pensar que la antropología filosófica
no se reduce a mera reunificación en un todo metódico de las
ciencias humanas y la antropología general, como pretende M.
Bueno, ni a simple saber integrador o totalización de aspectos
parciales, como proponen A. Gehlen y L. Cencillo41. Es, más
bien, un estudio del proceso conjunto de exteriorización e inte­
riorización donde se manifiestan los fundamentos de la posibili­

38. Ibid., 59.


39. C. Bruaire, Sciences humaines e t anthropologie philosophique: Etudes
Philosophiques 2 (1978) 153.
40. J. Y. Jolif, Com prender a l hombre, 128.
41. Cf. M. Bueno, Introducción a la antropología form al, M éxico 1963; L.
Cencillo, Curso d e antropología integral (2 vols.), Madrid 1970,1971; A. Gehlen,
El hombre, Salamanca 1980, 14-15, 21. La categoría de «totalidad» o «totaliza­
ción» es discutida por A. Aguirre corno cometido propio de la antropología filosó­
fica. Cf. A. Aguirre, Antropología y antropologías, en J. Muga-M. ¿abada, Antro­
pología filosófica: Planteam ientos, Madrid 1984, 19-30.
dad existencial y conceptiva del hombre, como sugiere el mismo
Sartre. «La filosofía representa el esfuerzo del hombre totalizado
por retomar el sentido de totalización... Su método no puede ser
más que dialéctico... lo esencial no es lo que se ha hecho del
hombre, sino lo que él hace de eso que se ha hecho de él»42.
Resumimos nuestro pensamiento diciendo que las ciencias se
refieren siempre al ámbito de lo dado. Relacionan unos hechos
con otros, de modo que muestran al hombre como un ser más
de la naturaleza, como «cosa entre las cosas», es decir, como el
conjunto de sus determinaciones biológicas, psicológicas y socia­
les (microcosmos). La filosofía, en cambio, que debe asumir
siempre estas realidades, se fija sobre todo en el proyecto huma­
no, en la indeterminación y trascendencia que penetran dicho
proyecto, esto es, en la relación que el hombre guarda con el ser.
Pues bien, la determinación del cometido específico de las
ciencias y de la filosofía del hombre ayuda a clarificar su mutua
relación. Para mediar en el contencioso entre ciencia, antropolo­
gía general y antropología filosófica, no hay otra alternativa que
situarse en un nivel superior que, salvando lo contingente, el
acontecimiento y la estructura, permita adentrarnos en el santua­
rio de lo humano y bucear en su misterio reflejado, eso sí, en
el dato fenoménico. Habrá que descubrir el meollo considerado
como definidor de la esencia universal del hombre que proyecta
luz abundante sobre el qué de lo humano y sobre la razón formal
de la humanidad, así como sobre su cumplimiento biográfico.
En una palabra, es necesario saber en qué medida es ser el hom­
bre. A esta pregunta responde la antropología filosófica que,
frente a la dispersión de las ciencias humanas, piensa al hombre
unitariamente en su profunda radicalidad; estudia su dimensión
de realidad43.

4. Contenido y tarea de la antropología filosófica

En los párrafos que preceden hemos aludido ya al tema que


ahora nos ocupa. Las relaciones de las ciencias humanas con la
antropología filosófica son poderosa ayuda para deslindar el
campo y quehacer propio de ésta. Sus cultivadores coinciden en

42. J. P. Sartre, Entretien su r l'anthropologie: Cahiers de Philosophie 1


(1966) 3-6.
43. Cf. J. San Martín, El sentido de la filosofía del hombre. E l lugar de la
antropología filosófica en la filosofía y en la ciencia, Barcelona 1988, 156-157.
afirmar que más que en aspectos parciales del existente humano,
la antropología filosófica incide sobre el hombre mismo y sobre
las cuestiones relacionadas con su forma de ser específica. Esto
los obliga a pensar en su contenido y tarea.

a) Ambito y contenido de la antropología filosófica

Advertida la carencia implicada en la cuarta pregunta kantia­


na, M. Buber esboza la temática propia de la antropología filosó­
fica. Se trata de una ciencia filosófica que debe ocuparse «de qué
sea el hombre» y tratar seriamente «los problemas que esa cues­
tión trae consigo: el lugar especial que al hombre corresponde
en el cosmos, su relación con el destino y con el mundo de las
cosas, su comprensión de sus congéneres, su existencia como ser
que sabe que ha de morir, su actitud en todos los encuentros,
ordinarios y extraordinarios, con el misterio que compone la
trama de su vida»44. Se trata, por tanto, de un saber muy amplio
que aborda la totalidad de las manifestaciones del hombre o
marca las pistas para penetrar en ella.
Unos años antes M. Heidegger se había referido a este mismo
ámbito: «Antropología quiere decir ciencia del hombre. Abarca
todo lo que puede investigarse acerca de la naturaleza del hom­
bre, en su calidad de ser dotado de cuerpo, alma y espíritu. Pero
en el dominio de la antropología caen no solamente las propieda­
des del hombre comprobables como ante los ojos, que lo diferen­
cian como especie determinada frente al animal y a la planta,
sino también sus disposiciones latentes y las diferencias de carác­
ter, raza, sexo... La antropología debe tratar de comprender lo
que el hombre, como ser actuante, ‘hace de sí mismo’, lo que
puede y debe hacer»45.
Otro pensador de la misma época oteó este horizonte en una
obra con un título muy significativo y sugerente. Me refiero al
libro de M. Scheler El puesto del hombre en el cosmos. El autor
da a conocer en él su propósito de desentrañar «una nueva forma
de la conciencia y de la intuición (que el hombre tiene) de sí
mismo, aprovechando a la vez los ricos tesoros del saber especia­
lizado, que han labrado las distintas ciencias del hombre»46. El

44. M. Buber, ¿Q u é es el hom bre?, 13.


45. M. Heidegger, K ant y el problem a de la m etafísica, 174.
46. M. Scheler, El puesto d e l hombre en el cosmos, 24.
fundador de la antropología filosófica tiene en cuenta el horizon­
te biopsíquico y el histórico y social conjuntamente como punto
de referencia para establecer su reflexión filosófica sobre el ser
humano.
Las apreciaciones de estos tres filósofos nos ponen en la pista
del ámbito y contenido del saber filosófico de lo humano. Seña­
lan el terreno que debe pisar el filósofo, así como el campo de
su meditación. Nada de cuanto barre el área de la experiencia
humana y constituye la biografía del hombre puede serle ajeno.
Abarca el mismo campo de las ciencias humanas y antropológi­
cas, pero no en el sentido de nueva aportación de datos, sino
como objeto de descubrimiento del logos o razón formal consti­
tutiva que ayuda a pensar a cada hombre en la totalidad completa
de lo humano reflejada en cada caso particular. L. Farré la define
como el «llevar a cabo el acto más humano que cabe emprender:
interrogarse directa, sincera y hasta despiadadamente. Ahí la
reflexión logra la más sutil y replegada forma, como si en el
espejo de nuestra mente nos despojáramos de arbitrios y falsos
agregados, para vernos tal como somos o, por lo menos, arrimar­
nos a este conocimiento»47.
Se trata sencillamente de un movimiento de retorno que se
inicia en la contemplación del despliegue de todas nuestras acti­
vidades y el amplio cuadro de dimensiones y propiedades que
nos asemejan y distinguen a la vez del resto de los seres. La
antropología filosófica parte de lo que las ciencias humanas
presentan a nuestra consideración para que sea repensado y pon­
derado racionalmente.
Por tanto, cuando hablamos de antropología filosófica, pensa­
mos siempre en el hombre que se ofrece a sí mismo como objeto
de su reflexión. Por eso toda instancia, momento e institución
humana que exprese alguna forma de enmarcación de lo humano
es tierra abonada para esta clase de saber. Las ciencias humanas
con sus resultados, los distintos paradigmas ideológicos, los
diversos complejos culturales, los discursos antropológicos, polí­
ticos, morales, estéticos y literarios, así como los múltiples regu­
ladores de la vida humana (diversa gama de humanismos) consti­
tuyen lugar adecuado para la reflexión del hombre sobre sí m is­
mo, con vistas a responder a su pregunta fundamental. Todo
filósofo recibe una generosa invitación a extender su interrogante
a todos esos dominios con la finalidad de obtener un conocimien­
to radical y comprensivo de lo que realmente somos los hombres,
Ni que decir tiene que a través de estas instancias y mediaciones
es como el hombre conversa consigo mismo en primera persona.
Envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbo­
los místicos y en ritos religiosos, el hombre no puede conocerse
en profundidad si no es mediante esta interposición artificial48.
Reducir el horizonte de la antropología filosófica a las expre­
siones lingüísticas, como suelen hacer los filósofos hermeneutas,
es cerrar la puerta y estrechar peligrosamente la senda que con­
duce al centro de la onda expansiva de lo humano49. Ciertamen­
te el lenguaje es una realidad rica y significativa que no se agota
en el análisis estructural, pero no por ello constituye la tínica
forma manifestativa del ser del hombre, a no ser que por lengua­
je se entienda cualquier forma expresiva de la realidad humana.
Anterior al lenguaje es, por ejemplo, la conciencia. En efecto,
nadie ha creado el lenguaje en la historia de la humanidad. Todos
lo hemos recibido, aprendido y repetido. Por eso, escribe Du-
méry, «el primer signo intencional coincide con el advenimiento
de la conciencia, de suerte que ésta, en su primer despertar, se
vuelve hacia una intencionalidad que está ahí ya y cuya anteriori­
dad y condicionante confiesa»50.
Frente a la postura reduccionista del lenguaje como único
medio de acceso al misterio del hombre, encontramos más cohe­
rente la actitud universalista de Hegel, que centra su antropología
en un triple saber englobante alimentado de las diversas formas
de realización del hombre: filosofía del espíritu subjetivo, filoso­
fía del espíritu objetivo, historia universal. Las áreas respectivas
de esta triple forma comprenden una gama inmensa de determina­
ciones que proporcionan abundante material sobre el que el pen­
sador alemán elabora su reflexión para elucidar la estructura
ontológica del hombre como peldaño y mostración del ser51.
Es lo que se viene llamando «círculo hermenéutico», que condu­
ce al centro común que la antropología filosófica debe explicitar.

48. Cf. E. Cassirer, A ntropología filosófica, M éxico L987, 108; M. Morey,


El hombre com o argumento, 157.
49. Es el caso de A. Ortiz, para quien la filosofía antropológica es «constitu­
tivamente hermenéutica... porque lo que es el hombre sólo está figurado en el
lenguaje como en un espejo». Por eso la tarea de esta disciplina es reencontrar
al hombre en su lenguaje: A. Ortiz, Antropología herm enéutica, Madrid 1973,
108, 109, 141.
50. H. Duméry, La f e no es un grito. Fe e institución, 44, nota 3.
51. Cf. G. W. F. H egel, Enciclopedia, § 388-577.
b) Tarea específica de la antropología filosófica

Después de todo lo que hemos dicho estamos en condiciones


de poder determinar el quehacer propio de la antropología filosó­
fica. El interrogante sobre el hombre no encuentra cumplida
respuesta en la suma adicional de los resultados de las ciencias
positivas. Estas, en su variedad temática y metodológica, ofrecen
solamente el material humano necesario para ser dilucizado me­
diante un discurso racional. Constituyen el espacio operacional
de la antropología filosófica, pero no la reemplazan en su labor
específica. Hacerse cargo de los hallazgos antropológicos no es
lo mismo que descubrir su razón tipificadora y principio de irre-
ductibilidad. Esta tarea sólo puede cumplirla la reflexión filosófi­
ca, porque es la única capaz de hacerse cargo del germen de
universalidad del dato fenoménico y de las imágenes científicas.
Esta particularidad es integrada de este modo en el discursos
racional, sin que se convierta por ello en concepto abstracto, sino
en idea que reconcilia la exigencia lógica con la riqueza empíri­
ca. Por eso la antropología filosófica es ontológica, ya que inda­
ga la esencia peculiar del hombre o el modo como éste cumple
su existencia, es decir, su relación con el ser.
A pesar de todo esto, no todos los estudiosos del tema asignan
a esta disciplina un mismo cometido. El mosaico de interpreta­
ciones es variopinto y multiforme, difícilmente reducible a un
común denominador. Recogemos las tres concepciones que juzga­
mos más significativas. Me refiero a la concepción integradora
(antropología integral), a la fundante (antropología metafísica)
y a la explicitadora de sentido (antropología filosófica u ontoló­
gica). Las tres resumen convenientemente todo el abanico inter­
pretativo.

1. Concepción integradora

De alguna manera hemos aludido ya a esta concepción. Los


autores que la defienden reducen la antropología filosófica al
marco general que encuadra todos los saberes sobre el ser huma­
no. Además de los antes mencionados, L. Cencillo y M. Bueno,
hay que incluir al francés Edgar Morin, cuyo paradigma científi­
co aboga por una antropología abierta que, al amparo de una
teoría «transdisciplinaria», sea capaz de ofrecer un conocimiento
integral del ser humano, en ningún modo parcelado y fragmenta­
rio. Llama a este saber «scienza nuova» o ciencia general de la
physis, apta para «establecer la articulación entre lo vivo y lo
humano, la neguentropología y la antropología, siendo el hombre
el neguéntropo por excelencia»52. Con ello pretende crear una
ciencia fundada en la complejidad y flexibilidad de los diversos
aspectos del ser humano reuniéndolos en un solo paradigma
científico. Esta sería, según E. Morin, la única ciencia completa
del hombre y su misterio.
Aún reconociendo las evidentes ventajas de este procedimien­
to, tenemos que negarle el carácter de verdadera antropología
filosófica, ya que no ofrece más que una cohesión sistemática
de múltiples conocimientos sobre el hombre sin clarificar en
modo alguno su ser profundo ni determinar racionalmente su
originalidad ontológica. En el mejor de los casos, no pasaría de
ser una antropología general.

2. Concepción fundamentalista

Esta interpretación se sitúa en el polo opuesto de lo anterior.


Inspirada en el pensamiento kantiano, atribuye a la antropología
filosófica una función fundante en orden al conocimiento de la
realidad como tal. Es una metafísica propiamente. Dado que el
hombre es el ápice de lo real, su conocimiento debe preceder a
cualquier otro conocimiento e intelección. En este sentido la
filosofía del ser en general se hace filosofía del hombre, cuya
tarea consiste en el estudio a priori de los «a piori humanos».
Preguntar por el objeto de la metafísica equivale a preguntar por
el ser del hombre o por las estructuras de sus facultades específi­
cas53. En este caso, la antropología filosófica no puede partir
más que de sí misma sin necesidad de reconocer instancias supe­
riores en el orden del conocimiento.
Esta concepción ha sido duramente criticada por Heidegger
y M. Buber. Ambos advierten en ella el mismo defecto funda­
mental: la distorsión de su objeto. En efecto, si el cometido prin­
cipal de la antropología filosófica consistiera en aclarar el pro­
blema del ser, mal podría centrar su atención en el hombre, caso
particular y forma concreta de ser en la realidad. A no ser que
el hombre sea el arquetipo o idea del mundo y no quepa otro
conocimiento que el de la realidad humana.
52. E. Morin, El paradigm a perdido: el paraíso olvidado. Ensayo de bioan-
tropología, Barcelona 1974, 245.
53. Cf. M. Heidegger, Kant y e l problem a de la m etafísica, 73,
Semejante a esta postura es la de aquellos que optan por la
antropología trascendental. Esta antropología, que tiene en K.
Rahner su principal representante teológico y en E. Coreth el
filosófico, refleja los efluvios kantianos que a través de J. Maré-
chal llegan a ellos.
Coreth hace partir la antropología filosófica de un a priori
concreto o precomprensión del ser humano que nos recuerda los
kantianos, ya que su función no es otra que la explicitación ra­
cional del dato fenoménico. «Es por ende en cuanto a su esencia
una magnitud atemática que constituye el fundamento que da
sentido a los conocimientos sistemáticos particulares» . Para
despejar toda duda de idealismo, Coreth entiende su a priori
(comprensión previa) como resultado obtenido en la experiencia
personal que, elevado al orden trascendental, ilumina los conteni­
dos particulares de la ciencia empírica. «Existe una dialéctica
entre cualquier fenómeno particular y su preexistente fundamento
atemático, desde cuya totalidad nosotros entendemos y explicita-
mos lo particular» . Semejante «precomprensión» equivale a
categoría o «a priori» desde donde se intenta entender al hombre
como realidad única y paradigmática de todo cuanto existe. Así
se desprende de estas palabras: «La autocomprensión del hombre
es... no sólo comprensión del mundo, sino que, trascendiéndolo
y dándole su fundam ento, es tam bién una inteligencia del
ser»56. Pero cabe preguntar: ¿de dónde proviene y cómo se ha
formado dicha idea?
Para soslayar la dificultad y quedar limpio de toda sospecha
de apriorismo, Coreth se inclina por una nueva concepción, se­
gún la cual la antropología filosófica es conocimiento radical del
hombre, pero no desde sí mismo, sino desde el fundamento de
su ser, desde el ser como tal. En este caso deja de ser el homhre
paradigma y se convierte en una forma particular de ser que
exige justificación fuera de su ámbito, a saber, desde la ontología
a la que pide la antropología sus principios generales. Entonces
nos encontramos ante una nueva concepción sustentada por antro­
pólogos relevantes, para quienes la crítica sólo es factible si se
lleva a cabo desde la ontología57.

54. E. Coreth, ¿Q ué es el hom bre?, Barcelona 1976, 37.


55. Ibid., 38.
56. Ibid., 43.
57. Cf. J. San Martín, El sentido de la filosofía d el hombre. El lugar de la
antropología filosófica en la filosofía y en la ciencia, 189.
3. La antropología filosófica como explicitadora de sentido

Esta tercera interpretación equivale a una ontología regional


(para algunos, fundamental), cuyo cometido consiste en determi­
nar la relación del hombre con el ser o explicitar su sentido de
ente especial. Ver en qué medida el existente humano es ser. Se
trata sencillamente de poner de relieve la constitución especial
del hombre y aquellas dimensiones por las que se relaciona di­
rectamente con el ser: su connatural apertura a la realidad y su
salida hacia el fundamento último de la misma, es decir, su tras­
cendencia. Aspectos que se manifiestan en su peculiar comporta­
miento. Por eso, más que de hechos, la antropología filosófica
se nutre de ámbitos que es donde los hechos cobran sentido.
Con ello queremos decir que el conocimiento del hombre se
sitúa necesariamente en un área ontológica tal que el discerni­
miento de lo humano comporta necesariamente la inteligencia
del ser mismo. Sólo preguntando por el todo, accede el hombre
a la comprensión de sí mismo. Aquí está la clave de su encuentro
con las cosas y con los demás hombres y también la razón y
fundamento de su constitución como ser completamente singu­
lar58. Su peculiar tenencia del ser presenta al hombre como pro­
yecto, cuyo progresivo desvelamiento a nivel categorial es obra
de la antropología filosófica.
La pregunta en torno a la cual gira la antropología filosófica
puede formularse en estos términos: ¿cómo tiene que ser el hom­
bre para que sea posible su existencia? Responder a este interro­
gante es su cometido y tarea. Una ciencia que se ocupa de «la
relación del ser humano con los demás reinos de la naturaleza
y con el fundamento de todas las cosas», pero sin abordarlo
como un objeto más, sino como lugar de la revelación del ser59.
Nos preguntamos ahora: ¿no es esto, acaso, una ontología
particular? Sin duda ninguna. No investiga el ser del hombre en
su comparación con el resto de los entes, sino con el ser mismo
que se nos da en nuestra presencia al mundo, en nuestro contacto
con las cosas60. Ha sido Heidegger el que la ha definido como

58. Cf. M. Heidegger, C arta sobre el humanismo, Madrid 1958, 20-30; Id.,
El ser y e l tiempo, M éxico 1971, 21-24; Id., ¿Qué es m etafísica?, Buenos Aires
1967, 95-112; E. Cassirer, A ntropología filosófica, 325-334. J. San Martín, El
sentido de la filo so fía del hombre, 81-83, 88-89, 101-102.
59. M. Scheler, El puesto d el hombre en el cosmos, 131-140. Cf. M. Buber,
¿Qué es el hom bre?, 19. También M. Mol'ey, El hombre com o argumento, 93-95.
60. Cf. M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, 20-21, 26-27.
«ontología regional del hombre», en cuanto qué no tiene que
vérselas con el ser en general, sino con la razón y dimensión de
ser de cada hombre61. Este cometido queda recogido en la si­
guiente definición de Landsberg: «La antropología filosófica es
el desarrollo conceptual explicitado de una idea del ser humano
a partir de su autointerpretación en una etapa determinada del
desarrollo de su carácter humano, y el ensayo de mostrarle el
camino necesario de autodeterminación»62.
Hay que decir, por tanto, que no es la antropología filosófica
la que se encuentra con las ciencias, sino al contrario. Son éstas
las que le salen al paso, pues es ella la que les proporciona la
norma para constituirse como tales ciencias del hombre. Corres­
ponde a la reflexión filosófica y no a la observación científica
enunciar lo que el ser humano necesita para realizar su esencia
de acuerdo con sus exigencias fundamentales. De ahí que tenga
que cumplir tres funciones críticas ineludibles.
A la primera corresponde diseñar desde una experiencia extra-
científica el ámbito de la crítica que cada ciencia ha de hacer
de sí misma de acuerdo con los paradigmas antropológicos. La
segunda elabora una norma ontológica del ser humano según una
idea del hombre extraída de la propia experiencia y de las posibi­
lidades de existencia. La tercera se refiere a las diversas formas
de cultura que posibilitan la existencia humana como sujeto de
valores y principio realizador de los mismos; apunta al compro­
miso ético con base en la intersubjetividad63. Una tarea de esta
envergadura es la que se propuso X. Zubiri. Después de mostrar
lo que es la realidad, Zubiri intenta explicar el carácter humano
de la misma. Carácter que él entiende como persona o personei-
dad, aspecto bajo el cual el hombre es ser y el ser se muestra
en él64 . De acuerdo con este criterio, al percatarse de la dife­
rencia entre existir como cosa y existir como persona, la antropo-

61. M. Heidegger, Kant y el problem a de la m etafísica, 176-177.


62. P. L. Landsberg, Einführung in die philosophische Anthropologie, Frank-
furt 1960, 9.
63. Cf. J. San Martín, El sentido de la filosofía del hombre. El lugar de la
antropología filosófica en la filosofía y en la ciencia, 174-198.
64. Cf. X. Zubiri, El hombre y D ios, Madrid 1984, 17-122; Id., Sobre el hom­
bre, Madrid 1986, 103-128, 129-186. Muy distinto es el propósito de J. Marías,
quien trata de «comprender la vida humana en su estructura empírica, tal como
la encontramos realizada en el hombre». Por eso su obra Antropología m etafísica
debe ser considerada como fenomenología antropológica más que como antropolo­
gía filosófica. Cf. J. Marías, Antropología m etafísica, Madrid 1970.
logia filosófica esclarece el misterio del hombre a la luz del ser
y en relación con él.

Conclusión

Resumimos en tres conclusiones el tema tratado en las páginas


que preceden, haciendo ver las relaciones y diferencias entre cien­
cias del hombre, antropología general y antropología filosófica.
1. Ciencias del hombre. A partir del siglo XVI, y especial­
mente en el XVIII, el auge de las ciencias empíricas repercute
directamente en el estudio del ser humano que es tratado con esta
metodología. Con ello el saber sobre el hombre se emancipa en
buena medida de planteamientos especulativos y cifra sus conclu­
siones en resultados verificables. Surgen entonces las ciencias
humanas, que tienen en su haber adquisiciones importantes sobre
las vertientes fisiológica, biológica, genética, paleontológica,
histórica y etológica del ser humano. Son dominios parciales de
un sujeto único, el hombre, que exige, a su vez, ser interpretado
a la luz de los principios de la razón reflexiva.
Esta clase de saberes es denominada en Alemania antropolo­
gía científica a secas, mientras que franceses y angloamericanos
la llaman ciencias positivas del hombre. Merced a su metodolo­
gía, muy semejante a la de las ciencias naturales, creemos que
estos saberes están más cerca de éstas que de la antropología,
pues, mientras el saber científico se circunscribe a hechos, la
antropología contempla globalidades, como veremos.
2. Antropología general. El término antropología se remonta
nada menos que a Aristóteles, aunque fue en el siglo XVIII cuan­
do adquirió carta de naturaleza en nuestra cultura de la mano de
Kant, Feuerbach y Dilthey65. Desde entonces es considerada
como saber diferencial acerca de la dimensión específica del
comportamiento humano frente al del animal. Mediante un proce­
dimiento l'enomenológico general se descubre la razón formal
del quehacer del hombre y del modo peculiar de reaccionar frente
a! entorno. Se explícita su logos interno que permite conocer su
verdadero sentido. Este proceso cognoscitivo, con base científica,
se desarrolla en ramas y escuelas diferentes, entre las que sobre­

65. Cf. M. Landmann, A ntropología filosófica, M éxico 1961, lss. También


C. Beorlegui, Lecturas de antropología filosófica, Bilbao 1988, 12-25.
salen la evolucionista (Mac Lean, Tylor, Frazer), la social (Mali-
noski, Radcliffe-Brown, Mauss), la estructural (Lévi-Strauss,
Foucault), la etnográfica (Boas), la cultural (E. Sapir, Benedict),
la religiosa (Eliade)66. Todos ellos reconocen en la cultura la
clave para estudiar y explicar al hombre en profundidad, porque
entre éste y aquella existe una relación dialéctica constitutiva67.
Actualmente se esta logrando un alto grado de unificación que
comienza a cristalizar en la llamada antropología general. Esta
rama del saber se propone precisar el plano en que se establece
la unidad de la especie humana, así como sintetizar los resulta­
dos científicos a un nivel nuevo donde aparece la ley que regula
la existencia y se explícita su «eidos» específico. No estudia
tanto la «cosa» ser humano, como el conjunto de obras y realiza­
ciones que tienen por autor único al hombre68. Se mueve a nivel
de ámbitos.
Debemos reconocer, sin embargo, que un estudio de esta
índole es incapaz por sí mismo de pronunciar la última palabra
sobre el hombre. Es necesaria otra clase de saber con método
distinto y con intencionalidad nueva que reflexione sobre el ser
humano en profundidad con vistas a determinar su modo de ser
específico, es decir, su lugar en el ser y con el ser69.
3. Antropología filosófica. Después de lo que hemos venido
diciendo, conviene recordar dos cosas: primero, que la antropolo­
gía de que hablamos ahora no debe ser confundida con una filo­
sofía del hombre sin más y, segundo, que tiene un alcance de
verdadera ontología regional. Aclaramos estos dos extremos. La
filosofía del hombre de los antiguos es más temática que proble­
mática10. Estos filósofos reflexionaron sobre el ser humano des­

66. Cf. J. L. Jiménez Núñez, Antropología cultural, Madrid 1979, lOOss.


También P. Mercier, H istoria de la antropología, Barcelona 1969; E. Evans-
Pritchard, H istoria d e l pensam iento antropológico, Madrid 1987.
67. Cf. J. L. García, La antropología cultural y el estudio general d el hom­
bre, en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías d el siglo XX, Salamanca ^1983,
259-261.
68. Cf. J. R. Llovera, La antropología com o ciencia, Barcelona 1975; L.
Cencillo, Curso de antropología integral, Madrid 1970-1973; E. A. Hoebel, Antro­
pología. Estudio d el hombre, Barcelona 1973, 6-10.
69. Remitimos a nuestro trabajo: La pregunta racional p o r el existente huma­
no: Religión y Cultura 36 (1989) 259-294. También J. Rubio Carracedo, El estatu­
to científico de la antropología: Estudio Agustiniano 12 (1979) 589-925.
70. «Nuestra existencia es problem ática, dice G. Bacca, y nuestra esencia,
problematicidad. Las anteriores: la griega, la medieval, son tema: algo puesto,
de principios metafísicos y lo vieron como una realidad más del
cosmos, un «microcosmos». Sólo advirtieron en él un grado
mayor de perfección, y en modo alguno un nivel ontológico
superior. Ni ruptura ontológica ni nuevo umbral de realidad, sino
mera ascensión perfectiva. Aunque Agustín de Hipona, en el
siglo V, intuyó de alguna manera su originalidad, habrá que
esperar hasta la edad moderna para sistematizar los hallazgos
epistemológicos del incipiente antropocentrismo renacentista. La
novedosa formulación kantiana71 crea un nuevo estilo de pensa­
miento antropológico que será desarrollado posteriormente por
Scheler, Plessner, A. Gehlen y otros muchos. Este nuevo paradig­
ma, que se opone por igual al rígido empirismo y al apriorismo
dogmático, tiene todas las apariencias de ontología regional por­
que desvela la constitución íntima del ser humano y descubre
sus dimensiones esenciales: apertura a la realidad como tal y
búsqueda de su fundamento último. Aspectos que son eviden­
ciados en su singular conducta72 y hacen de él una «persona»,
es decir, un ser dueño de sí y de la realidad. Pues, bien, dilucidar
esta cuestión es la tarea propia de la antropología filosófica,
ocupada en pensar conceptualmente al hombre en la medida en
que éste reflexiona sobre su peculiar contextura73.

firme, estable y permanente»: G. Bacca, A ntropología filosófica contem poránea,


Barcelona 1982, 31.
71. Cf. I. Kant, ¡Mgik, en Werke III, Wiesbaden 1958, 447-448.
72. Cf. Nuestro trabajo La pregun ta racional p o r e l existente humano,
290-294.
73. Cf. X. Zubiri, Sobre e l hombre, 103-128, 129-186.
EL METODO
DE LA ANTROPOLOGIA FILOSOFICA

Bibliografía: Dondeyne, A., L ’experienceprephüosophique etles condi-


tions anthropologiques de l'ajfirmation de Dieit, en Varios, L ’existence
de Dieu, Tournai 1961, 147-166; Gómez-Caffarena, J., Sobre el método
de la antropología filosófica: Estudios Eclesiásticos 64 (1989); Jolif,
J. Y., Comprender al hombre, Salamanca 1969; Lorite Mena, J., Kant,
la pregunta por el ser del hombre: Pensamiento 45 (1989) 15ss; Lucas,
J. de S., El conocimiento del hombre. Cuestiones metodológicas: Bur-
gense 31/2 (1990) 433-452; Merino, J. A., A vueltas con el hombre:
Diálogo Filosófico 2 (1985) 183ss; Muga, J.-Cabada, M. (eds.), An­
tropología filosófica. Planteamientos, Madrid 1984, 153-191; Pintor
Ramos, A., Metafísica. Historia. Antropología. Sobre lafundamentación
de la antropología filosófica: Pensamiento 41 (1985) 30ss; San Martín,
J„ El sentido de la filosofía del hombre, Barcelona 1988.

1. C onsideraciones generales

El método de cualquier ciencia está en función de su cometi­


do y depende de la materia que estudia, así como del objetivo
que persigue. En nuestro caso se trata de una reflexión a nivel
filosófico sobre las dimensiones y actividades peculiares del
existente humano con el fin de descubrir su estructura íntima y
principio originario de su comportamiento. Un conocimiento
filosófico obtenido por vía racional desde una base fenomenoló-
gica. Tarea nada fácil, por cierto, pero completamente necesaria,
siempre que queramos dar debida cuenta de los elementos y
núcleo de realidad que muestran nuestra heterogeneidad y distin­
ción respecto de los demás seres de la naturaleza.
Ni que decir tiene que semejante reflexión comporta un deter­
minado procedimiento en el que no puede estar ausente el dato
fenoménico como punto de partida. Prescindir de lo comprobado
empíricamente equivaldría a viciar en su raíz una actividad, cuya
finalidad es desvelar con la ayuda de conceptos universales el
sentido recóndito de la experiencia humana. El problema estriba
en la amplitud y, sobre todo, en la procedencia de dichas catego­
rías y conceptos. ¿Puede descifrarse el misterio humano y, por
tanto, cristalizar en un conocimiento válido solamente con unas
nociones obtenidas en el análisis de la experiencia humana?
¿acaso no se requiere también el concurso de unos principios
ontológicos universales tomados de otra rama de la filosofía?
Esto es lo que en estos momentos se cuestiona.
Evidentemente las categorías abstractas no son innatas a la
mente ni se adquieren por intuición. Se forman al contacto con
la experiencia vivida. Pero no surgen, si antes no han sido apre­
hendidas merced a una disposición natural del sujeto pensante1.
En cualquier caso es preciso saber que el discurso racional es
como un movimiento en marcha que presupone siempre etapas
anteriores. Sobre estos pasos previos, requisito metodológico,
debe pronunciarse el cultivador de la antropología filosófica para
ofrecer garantía de su quehacer específico. Se quiera o no, la
antropología filosófica, en tanto que discurso racional sobre el
hombre, no puede comprenderse desde sí misma. Vive a expensas
de otras instancias del saber, unas de orden ontológico y otras
de orden científico. Ambos momentos son igualmente necesarios,
por más que su armonización resulte harto complicada y difícil.
Por esto y a pesar de los múltiples y arduos esfuerzos llevados
a cabo en este, terreno, carecemos todavía del método adecuado
de esta disciplina2.
Como vimos en el capítulo anterior, esta antropología, por
ser filosófica, no puede quedarse en fragmentos y parcelas. Ha
de situarse en niveles ambitales y áreas universales. Ello la lleva
a utilizar otros métodos que los meros analíticos y de control,
operacionalmente unívocos, como pretendía Gehlen . Por el con­
trario, emplea procedimientos racionales basados en los princi­
pios y leyes del entendimiento. Es decir, se vale de categorías
y estructuras formales que facilitan la formación de conceptos
antropológicos universales y necesarios al contacto con la expe­
riencia humana. Es lo que ha hecho el filósofo francés J. Y. Jolif

1. Cf. J. Y. Jolif, Com prender a l hombre. Salamanca 1969, 67.


2. Cf. J. Muga, La form alización de los conceptos en el método antropológi­
co, en J. Muga-M. Cabada(eds.), Antropología filosófica. Planteamientos, Madrid
1984, 153-191.
3. Cf. A. Gehlen, E l hombre, Salamanca 1980, 142-143.
en su intento por comprender al hombre. Jolif emplea cinco ca­
tegorías de esta clase que, implicadas mutuamente, permiten el
paso de una a otra y posibilitan un conocimiento del ser humano
a nivel filosófico. Enumera estas cinco: totalidad, alteridad, di­
ferenciación, dialéctica y metafísica. Las describimos a continua-
• , h,
cion\
Totalidad. Esta categoría expresa el sentido universal del
hombre a través de su variedad de aspectos y determinaciones,
que no son más que mediaciones de su unidad prospectiva aún
no alcanzada. «Comprender al hombre es, pues, situarse a nivel
de las determinaciones, es interpretarlas como mediaciones', lejos
de ser estáticas y estar cerradas sobre sí mismas, remiten a un
más allá, son aquello por lo que el horizonte surge, se abre a lo
que va a venir»5. Sin la categoría de «totalidad», las plurales
manifestaciones del hombre no remitirían nunca a la unidad de
cohesión que lo constituye como sujeto y principio único de
actividades diversas. No se trata de una idea innata y completa­
mente a priori, sino de una disposición o poder natural que se
despierta al contacto con la experiencia y consigue unificarla en
un todo armónico dotado de sentido.
Alteridad. Lo mismo que la anterior, esta categoría permite
descubrir otra dimensión esencial del ser humano, su necesaria
vinculación con lo otro (mundo). Por ella se capta el entretejido
hombre-mundo o el cuadro en el que se enmarca el hombre, sin
que por ello pierda éste su interioridad o se abandone por com­
pleto a la «extraneidad»é. Jolif define la alteridad como el inter­
medio o paso entre los dos polos: el hombre y el mundo. Es
nuestro horizonte. «La alteridad me es interior, forma parte de
mí, entra en mi definición. Yo soy esos árboles, aun cuando sean
distintos de mí... Yo no estaré sin un cuadro de fondo, sin un
horizonte sensible»7. Sin ella careceríamos de perspectiva y de
entorno; moriríamos en nuestro aislamiento. La formamos cuando
nos vemos en medio y nos permite vernos así.
Diferenciación. Mayor dificultad entraña la comprensión de
esta nueva categoría, ya que se refiere al despliegue de unas
formas irreductibles por las que el ser humano se relaciona con

4. Cf. J. Y. Jolif, Com prender a l hombre, 150-154.


5. Ibid., 160.
6. Cf. ibid., 171-198.
7. Ibid., 172-173.
los diversos objetos en su decurso histórico, pero sin reducirse
a ellos. La unidad mantenida a través de tan diversos encuentros
impide la escisión del hombre en múltiples regiones y parcelas
inconexas. «La diferenciación es correlativa a una historia: el
despliegue progresivo de las formas específicas según las cuales
el ser humano puede referirse a la alteridad»8. Es, en suma, ese
poder que nos permite sentirnos los mismos, idénticos a nosotros,
a través de los múltiples cambios que experimentamos a lo largo
de la vida personal al contacto con las cosas.
Dialéctica. Es una síntesis de las tres anteriores y expresa el
proceso de totalización realizado en estos tres momentos: en la
referencia de lo uno a la alteridad, en el tránsito de lo interior
a lo exterior, en la posición y objetivación de lo uno. Es exigen­
cia estructural derivada de la historicidad humana. El conoci­
miento dialéctico remite, por tanto, a «una conciencia práctica,
en virtud de la cual es lo mismo percibir el proceso y percibirse
a sí mismo, en virtud de la cual pensar es lo mismo que repre­
sentarse de modo adecuado la estructura objetiva de la propia
experiencia»9. La dialéctica se caracteriza por ser un movimiento
de totalización donde la unidad del conjunto no es inmediata,
sino resultado de múltiples determinaciones. Pensar dialéctica­
mente significa, según Jolif, iniciar un proceso de totalización.
Metafísica. No hay que entender este término en su sentido
tradicional y ordinario. Significa más bien la reflexión crítica
sobre la forma de las significaciones; superando el dato feno­
ménico o fáctico e instalándose en el ámbito de la posibilidad.
Por ella se capta el significado de las vivencias que resultan de
la convergencia de la totalidad, la alteridad y la diferenciación.
Apuesta por el futuro más allá siempre de las síntesis definitivas
y de las totalidades reales. Su base se encuentra en el carácter
progrediente de lo humano, en la autosuperación constante de
sí mismo y resistencia a todo intento de fijación temporal. Es,
por tanto, «el rechazo de la síntesis definitiva, de la totalidad
colmada... Es la exigencia de superación de todo contenido, de
toda totalidad efectiva»10.
Las cinco categorías antropológicas enunciadas, deducidas de
un análisis riguroso de la experiencia humana, son concebidas

8. Ibid., 210.
9. Ibid., 247.
10. Ibid., 302.
como instrumentación conceptual que posibilita un cabal conoci­
miento del ser humano a nivel filosófico. Ello demuestra que la
antropología filosófica es doblemente empírica: parte de la expe­
riencia y retorna a ella. La primera operación se realiza en el
momento de deducir de las manifestaciones humanas las condi­
ciones aprióricas de su posibilidad y universalidad. La segunda
se cumple en la covalidación de dichas condiciones en el com­
portamiento y praxis humana. No obstante conviene recordar que
en la formación de estas categorías, además de la experiencia de
lo humano, intervienen unos principios generales de orden onto­
lógico, a cuya luz surgen aquellas.
Tampoco hay que olvidar el siguiente dato importante. La
reflexión filosófica no puede reducir su ámbito a la experiencia
humana. Necesita un espacio mayor que, por encima de la razón
antropológica, abarca la racionalidad como tal. En otros términos,
la reflexión antropológica responde a las exigencias de la razón
y está de acuerdo con los principios de la mente. En ella se lleva
a cabo el paso normal de toda metafísica, a saber, de la acepta­
ción del ser como verurn —principio de la convención racional—
se llega a la aceptación del ser como bonum, norma de la exis­
tencia hum ana".
En una palabra, a la antropología filosófica no sólo le corres­
ponde interpretar la realidad existencial del hombre, sino que
debe establecer también las condiciones generales de toda expe­
riencia humana posible. Esta tarea solamente puede llevarse a
cabo a la luz de unos principios ontológicos fundamentales. Por
eso es obligado proponer como metodología adecuada de esta
disciplina lo que se viene llamando «procedimiento fenomenoló-
gico reflexivo». A continuación nos ocupamos de los distintos
pasos de este movimiento.

2. Procedimiento fenomenológico reflexivo

El mismo enunciado hace referencia a un doble elemento


metódico: lo fenomenológico y la reflexión o búsqueda de cohe­
rencia racional. Cada uno de estos elementos abarca un área
comprensiva que debe ser clarificada desde el principio. ¿Cuál
es el dato empírico sobre el que se construye la antropología
filosófica? Y además, ¿qué tipo de reflexión hay que emplear?

11. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca 1977, 207-232.


Todo da a entender que la cuestión antropológica se ventila for­
zosamente en un plano científico y naturalista encuadrado en un
marco teórico-ontológico que posibilita el discurso racional. Este
debe estar dotado de universalidad, objetividad y necesidad. Así
lo pide su propia naturaleza, que toma la subjetividad como
principio orientador y eje de articulación12. J. Choza sintetiza
este procedimiento en estas palabras: «La exterioridad subjetiva
no es solamente un punto de vista, sino también un conjunto de
realidades (entes culturales), que pueden ser estudiados desde
el punto de vista de la exterioridad objetiva y resulta una ciencia
positiva de la cultura (antropología positiva), desde el punto de
vista de la interioridad objetiva y resulta una antropología filosó­
fica de determinadas características (antropología metafísica,
ontología de la cultura, etc.) y desde el punto de vista de la inte­
rioridad subjetiva y resulta una antropología filosófica con otras
características (antropología trascendental, fenomenología exis­
tencial, etc.)»13. El último paso es el que, a nuestro juicio, cons­
tituye lo propio del método que comentamos.
Necesariamente tiene que ser así, puesto que el ser humano,
además de darse en un contexto existencial concreto, es intimi­
dad que trasciende el ámbito de lo circunstancial. Se escapa,
como tal, del encuadre espaciotemporal y se relaciona con el ser,
en cuya área se mueve y se realiza, de tal manera que su hori­
zonte es siempre la verdad y el bien, es decir, lo universal nece­
sario.
Por eso, si optamos por una comprensión integral del mismo,
además de la razón científica e histórica, habrá que tener en
cuenta la razón filosófica y dialéctica. Deberemos contar con la
filosofía del ser y del espíritu, con la ontología14. Haciéndose
cargo de esta realidad, J. Splett afirma que «hay que entender
al hombre, partiendo de una filosofía del espíritu y de la libertad,
lo mismo que de las regiones de la cultura, de la historia, de la
religión, de la ética,, de lo bello, de la economía y de la técnica,
de la política y del bios, mostrando en medio de todo su ‘excen­
tricidad’ y trascendencia»15. Es evidente, por tanto, que el cono­

12. Cf. G. Haeffner, Antropología filosófica, Barcelona 1986, 14.


13. J. Choza, M anual de antropología filosófica, Madrid 1988, 18-19.
14. Cf. J. A. Merino, A vueltas con el hombre: D iálogo Filosófico 2 (1985)
183-185.
15. J. Splett, Antropología, en Varios, Sacramentum mundi I, Barcelona 1972,
col. 176.
cimiento filosófico del hombre comporta elementos fenomenoló-
gicos indiscutibles y principios racionales fundamentales.
No basta saber lo que ha hecho el hombre (el amplio mundo
de la cultura), se requiere además lo que él es capaz de hacer
de sí mismo, es decir, el análisis filosófico y racional de la pro­
pia experiencia humana. En una palabra, lo prerreflexivo y la
reflexión. En la armonización de ambos momentos estriba la
metodología de la antropología filosófica. Una cosa es cierta: las
líneas estructurales de lo humano no son captadas más que en
el proceso de autorrealización del mismo hombre, ya que éste
se plasma en sus obras, en sus proyectos y en sus planes existen-
ciales individuales y colectivos. Pero todo esto sólo es alcanzado
conceptivamente y expresado en forma categorial con la ayuda
de nociones amplias y comprensivas, ontológicas, garantes de
la universalidad y necesidad propias del discurso racional.
Indudablemente éste ha sido el error más notable de M. Sche­
ler que, en su noble intento de clarificar el misterio del hombre,
se limitó a contraponer las distintas esferas del ser según modos
y niveles fenom enológicam ente irreductibles16. Seguidamente
trataremos de determinar el contenido y fijar el alcance significa­
tivo del primero de estos elementos o momentos, lo prerreflexivo
o dato empírico.

a) El dato fenomenológico: lo prerreflexivo

Nadie duda de la complejidad de este primer paso. Su proble-


maticidad nos obliga a realizar un análisis detallado del punto
de partida de la antropología filosófica, la experiencia. No es
suficiente afirmar, aunque haya que hacerlo, que la base inicial
de la reflexión viene dada por los hallazgos de las ciencias hu­
manas y la antropología general (biología, paleontología, psicolo­
gía, sociología etc.). Con toda razón lo entienden así la mayoría
de los antropólogos actuales de mayor solvencia. Para éstos, una
antropología filosófica sin base empírica y científica es una qui­
mera, pura abstracción y conglomerado de sofismas. No en vano
el ser humano se expresa en su historia y se plasma en su com­
portamiento, en sus obras que son las que constituyen el objeto
de la llamada «ciencia general del hombre». La remisión a lo
controlado por la ciencia positiva es recurso necesario para evitar

16. Cf. M. Scheler, E l pu esto del hombre en e l cosmos, 26-28.


las veleidades aprióricas unilaterales y asegurar la garantía metó­
dica de la disciplina que presentamos. Lo ha visto así J. L. Pini-
llos, para quien una metafísica del hombre desconectada de la
base factual y teórica de que hoy dispone el investigador, resulta­
ría anacrónica e inútil para la vida espiritual del hombre contem­
poráneo17. Ni la conciencia puede vaciarse del bagaje experi­
mental que contiene ni le está permitido a la filosofía eliminar
los conocimientos científicos. Solamente desde los dominios del
trabajo, del lenguaje, de la cultura y de la acción en general,
cuyos resultados son codificados por la ciencia, es posible captar
en su integridad el funcionamiento de lo humano, fiel reflejo de
su sentido profundo y de su realidad ontológica.
Estos son los motivos por los que el cultivador de la antropo­
logía filosófica debe incorporar el saber biológico, el psicológico
y todos los otros de esta índole, sin perder de vista además que
estos saberes han llegado a ser conclusiones científicas merced
a una conciencia depurada de la particularidad de los hechos
observados. E. Cassirer, remedando a Scheler y Heidegger, re­
cuerda a este respecto que ninguna época anterior se encontró
en situación tan favorable como la actual en lo que se refiere a
las fuentes del conocimiento de la naturaleza humana. Las antro­
pologías positivas, lo mismo que las ciencias humanas, propor­
cionan un caudal inestimable de hechos extraordinariamente rico
y en constante auge18. Este procedimiento es considerado por
determinados manualistas como método empírico-positivo corres­
pondiente al punto de vista de la exterioridad objetiva19.
A pesar de todo poco hemos dicho aún del contenido del dato
fonoménico con vistas a establecer la reflexión filosófica. Siendo
el hombre objeto de su propia reflexión, el punto de partida no
puede quedar reducido a mero análisis descriptivo. Implicará una
mayor profundidad y comprensión que supera la exterioridad y
apariencia. En la misma presentación del objeto de reflexión
interviene el sujeto que percibe y analiza, de modo que en el
acto inicial se verifica ya la estructuración y configuración de
la experiencia. No olvidemos que la experiencia humana, por más
elemental que sea, difiere esencialmente de la experiencia ani­
mal. Porque el hombre no puede conocer nada prescindiendo de
sí mismo, es por lo que, al enfrentarse con realidades como la

17. Cf. J. L. Pinillos, Introducción a la psicología m oderna, Madrid 1981,


238.
18. Cf. B. Cassirer, A ntropología filosófica, M éxico 1987, 44.
19. Cf. J. Choza, M anual de antropología filosófica, 18.
religión, el arte, la ciencia y la historia, habla forzosamente de
«sentimiento religioso», de «imaginación artística», de «pensa­
miento científico», de «conciencia histórica». Se trata siempre
de experiencias mediatizadas por la vivencia humana. Esta es el
tamiz por el que pasan todas las actividades del hombre con sus
correspondientes resultados. Nuestra condición de seres doblados
en sujeto y objeto ha llevado a L. Farré a reconocer en nuestras
experiencias algo más que meras convicciones especulativas. Son
un hecho que condiciona de entrada nuestro acceso a la realidad.
«Querer hacer antropología exclusivamente abocada al exterior
sería tan insensato como estudiar al hombre prescindiendo del
hombre»20. La experiencia humana es naturalmente cualificada
y peculiar; está teñida de interioridad y de sentido específico.
Con ello queremos decir que el ser humano, como sujeto
consciente, no vive en un mundo de simples acontecimientos ni
trata directamente con las cosas. Se enfrenta inmediatamente a
sus vivencias y conversa consigo mismo. Según Cassirer, «se ha
envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbo­
los místicos, en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver
o conocer nada sino a través de la interposición de este medio
artificial»21. Su contacto con el exterior es siempre mediatizado.
Esto supone que el punto de partida, el dato fenoménico, del
saber filosófico sobre el hombre no es el mundo escueto de las
cosas y de los hechos, sino la conciencia que se ha formado de
ellos. Es lo que los antropólogos vienen llamando «autotestimo-
nialidad» o el hecho de ser testigo de lo que somos y nos pasa.
En este orden de cosas la objetividad pasa necesariamente por
la subjetividad, pero sin caer en el subjetivismo, sino asumiendo
nuestro modo peculiar de ser, el de sujetos cognoscentes22.
El fundamento de esta propiedad no es otro que la autointer-
pretación y autoconocimiento como dimensión constitutiva del
hombre y no como nota añadida. En cuanto subjetividad, el ser
humano es conocimiento que tiene de sí mismo, especie de de­
curso que se hace discurso. De ahí que el primer momento del
método de la antropología filosófica sea el análisis de la expe­
riencia del propio yo. Conciencia de algo, ciertamente, pero en
la que está implicado el yo personal.

20. L. Parré, Antropología filosófica, Madrid 1966, 60.


21. E. Cassirer, A ntropología filosófica, 62.
22. Cf. J. Lorite Mena, Kant, la pregunta p o r el hombre: Pensamiento 45
(1989) 15; J. San Martín, E l sentido de la filosofía d el hombre. El lugar de la
antropología filosófica en la filosofía y en la ciencia, 114.
Así lo ha entendido M. Buber, para quien el filósofo del hom­
bre solamente puede cumplir su propio cometido, si «no deja
fuera su subjetividad ni se mantiene como espectador impasi­
ble»23. No es suficiente poner el yo cómo objeto para poder cer­
ciorarse de la realidad humana. Habrá que adentrarse también
en sí mismo por un acto de autoconocimiento, ya que sólo se
conoce aquello que se ofrece en el «estarse presente». Por eso
algún antropólogo ha defendido que lo propio de la antropología
filosófica es «el desarrollo conceptual explicitador de una idea
del ser humano a partir de su autointerpretación en una etapa
¿determinada de su carácter humano»24.
Por este desarrollo explicitador se entiende la autoimplicación
del sujeto que, con matices diferentes, viene funcionando desde
los albores del saber filosófico inaugurado por Sócrates, habida
cuenta de que el «dato» solamente es «dato» si se «da» a quien
puede asumirlo conscientemente como tal, a quien puede recono­
cerlo, esto es, al sujeto humano25. Nada de extraño hay en todo
esto, si tenemos presente que lo que caracteriza a la conciencia
humana es su intencionalidad, como lo ha puesto de manifiesto
últimamente la fenomenología y antes la filosofía clásica con su
idea de inte-ligencia.
Este procedimiento recibe el nombre de método trascendental,
en cuanto que se interesa por las estructuras que posibilitan el
comportamiento específico del hombre y logra, mediante la her­
menéutica, un conocimiento universal objetivo de su ser. Intere­
sa, por tanto, determinar el verdadero alcance y significación de
la experiencia humana sobre la que recaerá la acción reflexiva.
Con este fin ofrecemos ahora un rápido análisis de nuestra
vida cognoscitiva.
La autoconciencia, que implica al mismo sujeto, es elemento
imprescindible de la vida cognoscitiva. Es el dato primigenio del
conocimiento propiamente humano en su aspecto noético. Ello
es debido a una intención originaria, «intencionalidad operante»
que llamaron Husserl y M. Merleau-Ponty, mediante la cual el
hombre sabe qué es conocer y qué significa la expresión «es

23. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, M éxico 1960, 21, 22.


24. P. L. Landsberg, Einfilhrung in die philosophische Anthropologie, Frank-
furt 1960, 9.
25. Cf. J. Gdmez-Caffarena, Sobre e l m étodo de la antropología fdosófica'.
Estudios E clesiásticos 64 (1989) 181. J. Choza y J. San Martín abundan en esta
misma idea.
verdad»26. También la admitieron los clásicos llamándola appe-
titus veri, para designar la apertura constitutiva del hombre a la
realidad y, por lo mismo, a la verdad.
Esta doctrina fue condensada por santo Tomás en su afirma­
ción de que el objeto propio formal del entendimiento humano
es el ser de las cosas sensibles. No el dato experimental, que
corresponde al conocimiento científico, ni la idea de ser, como
pretendió Ch. Wolf y la escolástica decadente, ni tampoco el ser
en cuanto tal, fruto de una elaboración racional posterior, sino
la intimidad y meollo del orden concreto de lo real del que el
mismo hombre forma parte integrante. Es el primutn quoad nos,
que el mismo tomismo toma en consideración siempre como dato
originario distinto de lo meramente sensible. «Lo que es entendi­
do por nosotros en el estado de la vida presente es la quiddidad
de la cosa material, que es el objeto de nuestro entendimiento,
como se ha dicho muchas veces»27. Se conoce el ser tal como
se encuentra en las diversas formas de la realidad empírica, in­
cluido el mismo acto de conocer, más allá de lo captado por los
sentidos. «El objeto propio del entendimiento es el ente inteligi­
ble, que comprende ciertamente todas las diferencias y clases
del ente posible»2*.
El filósofo belga, A. Dondeyne, hace el siguiente comentario
de los pasajes tomasianos. Lo primero que el hombre aprende
—afirma Dondeyne— , en virtud de su natural apetito de verdad
es «la realidad concreta en toda su concreción», esto es, «la di­
versidad de los seres en el ser y el ser de los entes»29. Con ello
da a entender que, en su contacto con las cosas (conciencia exis­
tencia!), el hombre no sólo se queda con Jas propiedades sensi­
bles (obra de los sentidos), sino que también las entiende, esto
es, aprehende su carácter de realidad, su ser. Un conocimiento
prerreflexivo y prefilosófico, ciertamente, pero más profundo que
el meramente empírico, aunque remitido desde sí mismo a la re­
flexión racional, como complemento necesario, donde tiene lugar
la verdad propiamente30.

26. Cf. M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perceptlon, Paris 1945,


XIII, 478; E. Husserl, Fórmale und tran scen den tal Logik, en Gesammelte Werke
XVII, 1947, 208.
27. Summa T heologica I, q. 84, a. 7; I, q. 85, a. 1 y 8; I, q, 87, a. 2, ad 2.
28. C. Gent. II, 98. El subrayado es nuestro.
29. A. Dondeyne, Fe cristiana y pensam iento contemporáneo, Madrid 1963,
314.
30. Cf. ibid. , 321. También A. Dondeyne, L'experience préphilosophique
El filósofo X. Zubiri ha explicado este hecho con su teoría
de la «inteligencia sentiente» como la forma estructural que tiene
el hombre de abordar la realidad. Es lo que él llama «habitud»
humana, que consiste en la «aprehensión sentiente de la reali­
dad». Y eso porque sentir e inteligir en el hombre no son dos
actos distintos completos, sino dos momentos de un solo acto.
Para Zubiri, el hombre entiende sintiendo y siente entendiendo
y no, como decían los escolásticos, siente primero y después
entiende. «Inteligir es un modo de sentir, y sentir es en el hom­
bre un modo de inteligir»31. En el acto primigenio de sentir en­
tendiendo se manifiesta la estructura de la vida cognoscitiva
humana como correspondencia de dos términos que se implican
mutuamente: sujeto y objeto (noésis-noéma), puesto que toda
mostración revela una doble orientación, hacia lo mostrado y
hacia aquel ante quien se hace patente. La fenomenología entien­
de por noéma el correlato de la conciencia intencional, lo cog­
noscible del objeto; por noésis, la intención como tal o la manera
peculiar de referirse el hombre intencionalmente a las cosas
(habitud o modo propio de habérselas con ellas, que dice Zubiri).
Un aspecto remite necesariamente al otro.
Siguiendo estos principios, podemos afirmar que, más que
sobre el dato experimentado escueto, es en este conocimiento
primigenio y prerreflexivo (fenómeno patentizado) donde tiene
que incidir la reflexión filosófica en el desempeño de su tarea
específica. Indudablemente se trata de una función explicitadora
de sentido, de la que vamos a hablar seguidamente.

b) La acción reflexiva: explicitación racional

Toda acción prerreflexiva reclama necesariamente la reflexión


como perentorio complemento para obtener la verdad completa.
Hay una vinculación ineludible entre dos momentos que facilita
el camino para entender convenientemente la función y tarea de
la acción cognoscitiva racional. En este proceso, sumamente
complejo, la prerreflexión ocupa un lugar imprescindible y es
parte integrante del mismo, no sólo como elemento cronológica­
mente anterior, sino como contenido que debe ser clarificado.
Es un dato sobre el que incide la mente en busca de su verdadero

et les conditions anthropologiques de l'ajfirm ation de Dieu, en Varios, L'existence


de Dieu, Tournai 1961, 145-156.
31. X. Zubiri, inteligencia sentiente, Madrid 1980, 13, 78-83.
sentido. Por eso la reflexión filosófica, además de visión totaliza­
dora, es operación radical que penetra en la recóndita intimidad
de lo dado empíricamente para iluminarlo y comprenderlo ex­
haustivamente. Su resultado es ya verdad filosófica y conoci­
miento racional.
Hablando en estos términos, nos referimos a la reflexión tal
como la entendió la filosofía tradicional, a saber, una vuelta em­
prendida por el sujeto hacia sí mismo desde el dato percibido.
En esta vuelta completa («Reddere supra se reditione comple­
ta»), el sujeto ahonda sobre los propios conocimientos, obtenidos
de diverso modo, estableciendo una serie de relaciones que redu­
cen la diversidad de aspectos a unidad de sentido. Con ello llega
a un punto de confluencia donde se muestra la identidad del
objeto en su calidad de ser, esto es, en su dimensión de realidad.
A través de los aspectos y propiedades fenoménicas se descubre
su «eidos», su razón formal, su verdadero contenido por el que
se identifica como tal objeto.
A diferencia del idealismo, que no ve en la reflexión racional
más que la explicitación del entendimiento mismo, pero sin lle­
gar al meollo del objeto, la fenomenología, abonándose a la
filosofía tradicional en buena medida, entiende la acción reflexi­
va como descubrimiento y captación de la unidad real oculta tras
la diversidad de aspectos y dimensiones. Es un poder de penetra­
ción que logra hacerse con el ser de las cosas, al captar su senti­
do profundo. A. Dondeyne ha intentado aproximar ambas formas
de pensamiento y define la reflexión como «reconquista de la
realidad concreta», la cual, lejos de distanciarnos de las cosas,
asegura nuestra permanencia en el ser y en la cercanía de los
objetos que la prerreflexión nos había puesto a mano32.
Refiriéndose a la forma humana de conocer, el reconocido
hermeneuta, P. Ricoeur, llama a esta acción esfuerzo o movi­
miento de apropiación de sí por sí mismo, puesto que el hombre
nunca está en posesión inmediata de su ser. Ni intuición directa
ni especulación abstracta, sino captación del ser que subyace en
las operaciones del yo convertido en objeto de interpretación33.
Una interpretación, por otra parte, que no se limita a dar razón
de las expresiones externas, sino que pone de relieve, sacándolo
a la luz, el principio ontológico que las produce y sustenta. Es

32. Cf. A. Dondeyne, Fe cristiana y pensam iento contem poráneo, 320.


33. Cf. P. Ricoeur, La sym bolique du mal, en Finitude et culpabilité, París
1960, 330,
lo que H. Duméry ha querido decir cuando afirma que la refle­
xión llega al descubrimiento del ser como huella del Uno34.
Convencidos de que el principio originante de las manifes­
taciones humanas, sin estar separado de ellas, pertenece al orden
transfenoménico, los actuales cultivadores de la antropología
filosófica defienden casi unánimemente que el ser humano, en
tanto que subjetividad encarnada, no puede ser pensado ni ade­
cuadamente expresado en términos de objetividad física ni de
psicología descriptiva. Entonces recurren a la ontología general
de donde toman unas categorías mentales que superan el ámbito
fenomenológico, como son las nociones de ser, de existencia, de
sustancia, de sujeto, de persona y otras semejantes. Sin ellas la
filosofía del hombre quedaría reducida a mera descripción o
recuento de actividades, pero no llegaría a ser ese conocimiento
radical y último de que hemos hablado en otro momento.
Ni que decir tiene que estamos aludiendo a unos conceptos
elaborados por el pensamiento filosófico muy distintos de los
apriorismos kantianos y de las categorías obtenidas en la misma
acción analítica de lo humano, como pretendía Jolif. Apuntamos,
más bien, a principios universales, necesarios y objetivos, descu­
biertos en la investigación del ser y sus propiedades (ontología
general) realizada por todo hombre en su contacto con la realidad
sensible35.
Del ser y la esencia han hablado prolijamente los filósofos
de todos los tiempos, en particular Aristóteles y santo Tomás.
Por eso no es necesario más que recordar que por esse de las
cosas la filosofía tomista entiende el principio íntimo y acto
existencial de donde proceden o emanan las diversas operaciones,
merced a las cuales el sujeto o ente concreto se va conquistando
y realizando progresivamente36. Inmutables en su esencia desde
su comienzo, los seres finitos caminan hacia su realización com­
pleta a través de las modificaciones que experimentan en su
obrar. Aunque es cierto que el acto de ser escapa a toda repre­
sentación, no lo es menos que se encuentra incluido en todos los
conceptos como noción primera y universal obtenida en nuestra
presencia al mundo. Es lo primero que conocemos y a lo que se

34. Cf. H. Duméry, La philosophie comme langage, en Varios, La p h ilosop­


hie et ses problém es, Paris 1960, 221-281.
35. Cf. R. Vancourt, La philosophie et sa structure. L'homme et ses origines,
Tournai 1957, 30-36.
36. Summa Theologica I, q. 4, a. I, ad 3; D e poten tia, q. 7, a. 2, ad 2, Cf.
E. Gilson, L ’Etre et l'Essence, Paris 1947, 309.
reducen todos nuestros conocimientos. «El ser es lo primero que
el entendimiento concibe como lo más conocido; a él reduce el
entendimiento todas las nociones»37.
Una especie de saber iñexpreso, como dice K. Rahner, que
acompaña necesariamente a nuestro conocimiento de los entes
concretos, a la vez que se presenta como referencial último de
nuestro vivir y actuar38. El conocimiento previo del ser es, por
tanto, connatural al pensar humano, como el mismo santo Tomás
reconoce: «En el entendimiento humano existen naturalmente
ciertas concepciones conocidas de todos como las de ser, unidad,
bien y otras de esta clase»39. Se trata de una categoría filosófica
de la que no puede prescindir el hombre en su tarea de reflexio­
nar sobre sí y las cosas.
Otra de las categorías ontológicas es la noción de sustancia.
Con ella el tomismo elabora la idea de sujeto, imprescindible
para conocer al hombre como realidad específica. Ni la «res
cogitans» de Descartes, ni el «phoenomenon» kantiano ni el
mundo de realidades noumenales impenetrables, sino la unidad
transfenoménica última que fundamenta, dentro del existente
concreto, su red de manifestaciones y propiedades, penetrándolas
y envolviéndolas.
En la concepción tomista, sustancia y existencia son insepara­
bles, de modo que el acto propio de la sustancia es existir, así
como el de la existencia es hacer que un existente (sujeto) sub­
sista en sí a través de sus manifestaciones. Como indicábamos
más arriba, el ser sustancial es un ser en camino de su plenitud
de acuerdo con su naturaleza, la cual se perfecciona y realiza
mediante sus operaciones propias. Este dinamismo esencial de
la sustancia es denominado por Tomás de Aquino «inclinatio
naturalis o appetitus naturalis», de tal modo que el ser completo
no es otra cosa que el ejercicio perfecto de la actividad de la
sustancia40.
De este transfondo metafísico la filosofía ha extraído el con­
cepto de persona, habida cuenta también de las reflexiones teoló­
gicas de los primeros siglos del cristianismo41. Desde san Agus­
tín se ha venido repitiendo que el espíritu humano es luz, auto-
37. D e Veritate, q. 1, a. 1,
38. Cf. K. Rahner, Oyente de la palabra, Barcelona 1967, 53-62.
39. Q uodlibetum VIII, q. 2, a. 4.
40. Summa Theologica II-II, q. 2, a. 3.
41. Cf. S. Alvarez Turienzo, El cristianism o y la form ación d e l concepto de
persona, en Varios, H omenaje a X. Zubiri I, Madrid 1970, 43-77.
conciencia, intimidad y subjetividad, designando con ello la
capacidad de autopresencia del hombre. Un estar ante sí (autopre-
sencia), desde donde sale hacia las cosas para hacerlas suyas
mentalmente, pero sin confundirse con ellas. Esto es ser sujeto
frente a los objetos. Este retorno sobre sí mismo desde la cosa
conocida es llamado por el Aquinate reditio completa subiecti
in seipsum, nota distintiva del espíritu humano42. En conformi­
dad con estos principios, el teólogo suizo, H. U. von Balthasar,
define el espíritu del hombre como luz, pero luz cobrada y en
diálogo, luz participada y reflejo de la luz increada y de la ver­
dad primera .
Estas y otras categorías ontológicas son instrumental necesario
del que la antropología filosófica se vale para cumplir su cometi­
do específico: explicitar racionalmente el dato fenoménico, ha­
ciendo ver que la realidad humana se distiende en profundidad
haciéndose verdadera realidad en sí. Un estudio de esta índole
se lleva a cabo mediante un procedimiento que recibe el nombre
de método fenomenológico reflexivo.
Pero no está dicho todo con esto. Creemos que falta todavía
otro recurso no menos necesario e importante del que el filósofo
del hombre no puede prescindir en absoluto. Me refiero a la con­
sulta histórica. Al hacer antropología filosófica, el pensador no
es un solipsista que vive de espaldas a los demás hombres y en
soledad completa. Se halla inmerso en un ámbito relacional que
lo pone en contacto con otros pensadores y lo hace partícipe de
las conquistas intelectuales de los que le han precedido. Por otra
parte, el dato empírico sobre el que recae Iá reflexión filosófica,
además de revelar el sujeto individual, es manifestación también
de la humanidad entera que, por la comunicación lingüística, se
hace presente en cada momento histórico. Dicho de otra manera,
la subjetividad humana es intersubjetividad.

3. El diálogo como momento metodológico


de la antropología filosófica

El descubrimiento de la intersubjetividad ha llevado a pensa­


dores tan distintos como E. Cassirer y M. Buber a considerar la
antropología filosófica como diálogo más que como monólogo.

42. C. Gent. IV, 11. .


43. H. U. von Balthasar, El problem a d e D ios en el hombre actual, Madrid
1962, 126-128.
Un intercambio de pareceres en vez de una reflexión en solitario.
Solamente en la «constante cooperación con los sujetos en una
interrogación y réplica recíproca», escribe Cassirer, es posible
obtener la verdad completa sobre el hombre44. Para M. Buber
es imprescindible que el antropofilósofo incorpore a sus propios
conocimientos los hallazgos de otros pensadores, así como las
reflexiones de los demás hombres de cualquier clase y condición.
«En torno a lo que descubra el filósofo que medita sobre sí se
deberá ordenar y cristalizarse todo lo que se encuentra en el
hombre histórico y en el actual, en hombres y mujeres, en indios
y chinos, en pordioseros y emperadores, en imbéciles y genios,
para que aquel su descubrimiento pueda convertirse en una au­
téntica antropología filosófica»45. Es necesario reconocer, por
tanto, que la historia, lo mismo que la conciencia que dimana
de ella, es lugar insustituible de la antropología filosófica.
Dos son las razones que avalan esta afirmación: porque la
historia aporta un caudal incomparable de datos antropológicos
y porque proporciona los elementos de juicio necesarios para
interpretarlos a nivel racional46.
A pesar de sus notables diferencias, ésta ha sido la senda
seguida por la mayor parte de los cultivadores de esta disciplina
desde Kant hasta hoy. Son altamente significativos los estudios
de M. Scheler, M. Buber y E, Cassirer que saben entablar un
fecundo diálogo con las respuestas más importantes acerca del
ser humano en la historia del pensamiento, a la vez que ofrecen
al lector la oportunidad para juzgar por sí mismo47. No se trata
de estériles irenismos y fáciles concordismos, sino de un procedi­
miento dialógico que, por vía de confrontación, proporciona un
conocimiento riguroso y comprensivo de lo que es el existente
humano en sus diversas vertientes y niveles.
El recurso a otras interpretaciones se hace necesario desde
el momento en que son reconocidas como resultado de situacio­
nes especiales que ponen en entredicho determinadas ideas del
ser humano y, por lo mismo, se erigen en soluciones del proble­

44. E. Cassirer, A ntropología filosófica, 21.


45. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 20.
46. Cf. A. Pintor Ramos, Metafísica. Historia. Antropología. Sobre el funda­
mento de la antropología filosófica: Pensamiento 41 (1985) 34-35.
47. Cf. M. Scheler, El pu esto d el hombre en el cosm os; M. Buber, ¿Q ué es
el hombre?; E. Cassirer, Ensayo sobre el hombre, M éxico 1944. También Id.,
Antropología filosófica.
ma suscitado en momentos críticos48. En estas situaciones, el
hombre se hace'cuestión de sí mismo y emprende la búsqueda
de soluciones satisfactorias a su problema radical. Más que de
un estado de neutralidad cognoscitiva, hay que decir que las
distintas corrientes antropológicas brotan del decidido propósito
de servir a la causa humana. Intentan aportar una solución eficaz
y racionalmente fundada al problema del ser y de la vida de todo
hombre. No son veleidades filosóficas, sino seguimiento del
desplazamiento histórico de la problemática que desde el cosmo-
centrismo griego, sistematizado después por la escolástica, se
extiende hasta el antropocentrismo de las épocas moderna y
contemporánea, tan distintas entre sí, pero penetradas ambas por
la subjetividad como valioso hallazgo. Con este común denomi­
nador, se elaboran hoy distintas antropologías filosóficas a tenor
de la cosmovisión y filosofía que las inspiran49.
Evidentemente no podemos embarcarnos ahora en un estudio
detallado de las mismas, pero nada nos impide esbozar un breve
esquema de las más importantes y significativas en la actualidad.
En el capítulo siguiente trazaremos un rápido conspecto histó­
rico del estudio del hombre.
Aparte de los grandes movimientos antropológicos del siglo
pasado, inspirados en el idealismo y el materialismo, a mediados
del presente se dibujan con nitidez diversos tipos de antropología
filosófica bajo la influencia de pensadores tan diversos como
Kierkegaard, Comte, Dilthey, Scheler y los pensadores cristia-
•nos50.
E. Frutos las esquematiza de este modo: la analítica existen­
cial centrada en la libertad (Heidegger, Sartre, Jaspers, Marcel),
la materialista-sociológica del marxismo con su teoría del hombre
integral (Lefebvre, al que añadimos hoy los neomarxistas Bloch,
Garaudy, Schaff, Kolakowski y los sociólogos de Frankfurt), la

48. Cf. M. .Buber, ¿Q ué es el hombre?, 24ss.


49. Comparten esta opinión autores tan diferentes com o H egel, Dilthey,
Scheler, Schultz, von Balthasar. D e este último es la afirmación siguiente: «El
hombre a cualquier espejo de la naturaleza que se mire, acaba siempre por en­
contrarse a sí mismo... La filosofía se ha vuelto así antropológica: no en el sentido
de que no haya realidad fuera del hombre, sino en e l sentido de que toda la veali-
dad está referida al hombre, y el hombre ya no se puede explicar a sí mismo
remitiéndose a ningún ente (del mundo) que lo abarque todo»: H. U. von Baltha­
sar, El problem a de D ios en el mundo actual, 56-57.
50. Cf. E. Frutos, La antropología filosófica en el pensamiento actual: Revis­
ta de Filosofía 12 (1953) 8-26. También Id., Antropología filosófica, Zaragoza
1972.
científico-naturalista (Haldane, Gehlen y, en parte, Teilhard de
Chardin), la vitalista-historicista (J. Ortega y Gasset).
Si hubiera que buscarle una nota común a todas ellas, la en­
contraríamos en la defensa de la unidad del hombre, frente al
dualismo platónico y cartesiano, y su esencial comunitariedad
basada en la alteridad. Se insiste, además, en la existencia como
dimensión constitutiva, así como en la trascendencia que, enten­
dida de forma diferente por unos y otros, se convierte en dimen­
sión específica de lo humano, al igual que la libertad. No son
propiedades añadidas, sino modos necesarios y peculiares de ser
hombre.
A las corrientes mencionadas, actualizadas por pensadores no
recogidos en la síntesis de E. Frutos, debemos agregar una serie
de antropologías vigentes hoy. Me refiero al personalismo dialó-
gico con base en la alteridad y reciprocidad de conciencias sus­
tentado por F. Ebner, M. Buber, M. Mounier, M. Nédoncelle,
al psicologismo de procedencia freudiana diversamente represen­
tado por E. Fromm y H. Marcuse, al estructuralismo que explica
al hombre desde estructuras inconscientes, como defienden C.
Lévi-Strauss y M. Foucault, a la antropología hermenéutica cen­
trada en el lenguaje como medio único de interpretación según
H.-G. Gadamer y P. Ricoeur31.
De ninguna de estas corrientes puede prescindir el filósofo
antropólogo actual porque, además de las aportaciones de los
ámbitos positivos, debe contar con otras valoraciones, cuya con­
tribución es por lo menos ilustrativa y conductora. Esta necesidad
se impone por razones metodológicas que piden revisar y poten­
ciar por uno mismo conclusiones que otros ha deducido. Aparte
de facilitar una formulación más exacta de los propios hallazgos,
el diálogo obliga siempre a proponerlos sin dogmatismos y en
revisión continua. No en vano se ha dicho que el quehacer filosó­
fico no termina nunca, sobre todo si versa sobre el misterio del
hombre, en cuyo caso cobra especial fuerza y resonancia el eco
de las palabras de Nietzsche acerca de la tarea filosófica: «Ha
sido (ésta) ser la mala conciencia de su tiempo... Su propio se­
creto, saber una grandeza nueva del hombre y encontrar un cami­
no nuevo, no recorrido todavía para su engrandecimiento»52.

51. Cf. J. Rubio Carracedo, ¿Qué es el hombre?, Madrid 1971; O. Ortiz Osés,
Mundo, hombre y lenguaje crítico, Salamanca 1976; L. Jiménez Moreno, Antropo­
logía filosófica, en A. Agunre (ed,), D iccionario temático de antropología, Barce­
lona 1988,
52. F, Nietzsche, M ás allá del bien y del mal, Madrid 1971, 212.
Este mismo convencimiento impulsa a K. Wojtyla a proseguir
una búsqueda ininterrumpida del ser del hombre: «Tras haber
conquistado tantos secretos de ia naturaleza, él mismo (el hom­
bre) necesita, una vez más, que se desvelen ininterrumpidamente
sus propios misterios»53.
Creemos poder afirmar con toda certeza que la confrontación
de las diversas corrientes antropológicas constituye el centro del
debate filosófico actual, de modo que renunciar a este encuentro
de pareceres, además de error metodológico, es cerrazón estéril
que impide tomar en serio esta tarea específica. El ser humano
se define constitutivamente como centro emisor y receptor de
relaciones, como punto de referencias, principalmente de orden
cognoscitivo e intelectual. Por eso las diversas corrientes de
antropología filosófica que conocemos se esfuerzan, con el más
noble propósito, por justificar posiciones humanistas adoptadas
con el deseo de fundamentar la humanidad del hombre. De ahí
que todas ellas sean recurso metodológico imprescindible. En el
capítulo que sigue prestaremos mayor atención y tiempo a la
breve historia que acabamos de esbozar.
Bibliografía: Bogliolo, L., Antropología filosófica I, Roma 1971; Buber,
M., ¿Qué es el hombre?, México 1964; Cavali, A., Appunti per una
antropología filosófica, en Varios, Alia ricerca dell’uomo, Palermo
1988; Coreth, E., ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología
filosófica, Barcelona 1976, 29-81; Fabro, C„ Introducción al problema
del hombre, Madrid 1982; Frutos, E., La antropología filosófica en el
pensamiento actual: Revista de Filosofía 12 (1953) 8ss; Groethuyssen,
B., Antropólogía füosófica, Buenos Aires 1975; Jolivet, R., Las doctri­
nas existencialistas desde Kierkegaard a Sartre, Madrid 1970; Harris,
M., El desarrollo de la teoría antropológica, Madrid 1978; Landmann,
M., Antropología filosófica, México 1961; Rodríguez Molinero, J. L.,
Datos fundamentales para una historia de la antropología filosófica,
Salamanca 1977.

En el presente capítulo abordamos dos cuestiones principales:


el origen de la antropología filosófica y sus etapas más importan­
tes.

1. Origen de la antropología filosófica: cuestiones introductorias

En capítulos anteriores hemos descrito la antropología filosó­


fica como saber unitario racional del ser específico del hombre
y de su especial articulación con la realidad como tal. Ni una
simple especulación abstracta ni una mera recopilación de datos
positivos sobre el fenómeno humano, sino esclarecimiento a nivel
racional del núcleo de inteligibilidad que identifica al hombre
como ente especial en su relación con el ser1. Un conocimiento
reflexivo sobre su comportamiento específico.
Este mismo convencimiento impulsa a K. Wojtyla a proseguir
una búsqueda ininterrumpida del ser del hombre: «Tras haber
conquistado tantos secretos de la naturaleza, él mismo (el hom­
bre) necesita, una vez más, que se desvelen ininterrumpidamente
sus propios misterios»53.
Creemos poder afirmar con toda certeza que la confrontación
de las diversas corrientes antropológicas constituye el centro del
debate filosófico actual, de modo que renunciar a este encuentro
de pareceres, además de error metodológico, es cerrazón estéril
que impide tomar en serio estíi tarea específica. El ser humano
se define constitutivamente como centro emisor y receptor de
relaciones, como punto de referencias, principalmente de orden
cognoscitivo e intelectual. Por eso las diversas corrientes de
antropología filosófica que conocemos se esfuerzan, con el más
noble propósito, por justificar posiciones humanistas adoptadas
con el deseo de fundamentar la humanidad del hombre. De ahí
que todas ellas sean recurso metodológico imprescindible. En el
capítulo que sigue prestaremos mayor atención y tiempo a la
breve historia que acabamos de esbozar.
Bibliografía: Bogliolo, L., Antropología filosófica I, Roma 1971; Buber,
M., ¿Qu¿ es el hombre?, México 1964; Cavali, A., Appunti per una
antropología filosófica, en Varios, AUa ricerca dell’uomo, Palermo
1988; Coreth, E., ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología
filosófica, Barcelona 1976, 29-81; Fabro, C., Introducción al problema
del hombre, Madrid 1982; Frutos, E., La antropología filosófica en el
pensamiento actual. Revista de Filosofía 12 (1953) 8ss; Groethuyssen,
B., Antropología filosófica, Buenos Aires 1975; Jolivet, R., Las doctri­
nas existencialistas desde Kierkegaard a Sartre, Madrid 1970; Harris,
M., El desarrollo de la teoría antropológica, Madrid 1978; Landmann,
M,, Antropología filosófica, México 1961; Rodríguez Molinero, J. L.,
Datos fundamentales para una historia de la antropología filosófica,
Salamanca 1977.

En el presente capítulo abordamos dos cuestiones principales:


el origen de la antropología filosófica y sus etapas más importan­
tes.

1. Origen de la antropología filosófica: cuestiones introductorias

En capítulos anteriores hemos descrito la antropología filosó­


fica como saber unitario racional del ser específico del hombre
y de su especial articulación con la realidad como tal. Ni una
simple especulación abstracta ni una mera recopilación de datos
positivos sobre el fenómeno humano, sino esclarecimiento a nivel
racional del núcleo de inteligibilidad que identifica al hombre
como ente especial en su relación con el ser1. Un conocimiento
reflexivo sobre su comportamiento específico.
La historia de este procedimiento cognoscitivo no es tan larga
como ha podido creerse. Aunque el hombre, siempre que ha pen­
sado, lo ha hecho desde sí mismo y sobre sí mismo, no ha sido
el suyo desde el principio un saber antropológico de orden filosó­
fico, sino más bien cosmológico. Contemplaba su propia realidad
como una entidad cualquiera de la naturaleza, como una cosa en­
tre las cosas, sin reconocer en ella un nivel ontológico distinto.
Es cierto que muy pronto obtiene una síntesis de conocimien­
tos, cada vez más compleja y rica, que lo determinan como un
algo más perfecto que los demás, pero no como un alguien o
nuevo nivel de realidad que inaugura un modo de ser diferente.
Se hablaba del conocimiento del hombre, de su vida, de su len­
guaje, de su trabajo y de sus estados, pero no de la persona hu­
mana. El logos del anthropos permaneció en penumbra hasta el
momento en que el hombre consigue encontrarse consigo mismo
como sujeto a la vez que como objeto. Es entonces cuando apare­
ce en su total transparencia, naciendo así la antropología filosófi­
ca propiamente2.
¿Cuándo surge este nuevo paradigma cognoscitivo? No es fá­
cil determinar su momento exacto. Más aun, resulta poco menos
que imposible fijar la línea divisoria. Se trata de un proceso con­
tinuado de discernimiento y clarificación hasta obtener un conte­
nido peculiar. De todas formas creemos que no es complicado
señalar los hitos que marcan la aparición de este nuevo género
de saber, aunque falte todavía una historia completa del mismo3.
La opinión común hace de M. Scheler el padre de la antropo­
logía filosófica. Ciertamente él fue el primero que supo sistemati­
zar un conjunto de conocimientos acerca del hombre en conexión
con los hallazgos de Ja ciencias humanas. Pese a su planteamien­
to esencialista, la mayoría de los filósofos actuales convienen
en atribuirle la elaboración de eso que debiera ser hoy una antro­
pología filosófica en sus puntos claves. Lo ratifica él mismo con
estas palabras: «Poseemos, pues, una antropología científica, otra
filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de la otra.

2, Cf. J. Lorite Mena, Kant, la pregunta p o r e l ser d el hombre: Pensamiento


45 (1989) 137-138
3. «La historia de la filosofía del hombre es todavía un bello deseo... Nos
encontramos en este campo en los meros caminos»: E. Cassirer, Antropología
filo só fica , M éxico 1987, 22 (2). Aparte de la obra de B. Groethuyssen, Philoso-
phischen A nthropologie, München 1931 (trad. esp.: Buenos Aires 1951), tenemos
el apretado, pero excelente resumen de M. Buber en su libro ¿ Qué es el hombre?,
M éxico ‘‘1964.
Pero no poseemos una idea unitaria del hombre... Por eso me he
propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre
la más amplia base. En lo que sigue quisiera dilucidar tan sólo
algunos puntos concernientes a la esencia del hombre, en su
relación con el animal y con la planta, y al singular puesto del
hombre en el cosmos»4.
Ni que decir tiene que Scheler se esforzó como ninguno otro
por presentar una imagen coherente y orgánica del ser humano
en contraste con la ideas parciales y desconexionadas que impe­
raban hasta entonces, Ello dota a su obra, en tanto que indaga­
ción del sentido profundo de la realidad humana, de un carácter
antropológico estricto a nivel filosófico, como hemos indicado
antes. Desde ese momento puede decirse que la filosofía del
hombre se convierte en orientación central que alienta diversos
ensayos y posteriores proyectos5.
M. Buber califica la obra de Scheler de segundo intento im ­
portante (primero fue el de Kant) que aborda el tema del hombre
como problema filosófico independiente. «Aquello que distingue
al ser humano de los otros seres vivos, pero en conexión con lo
que tiene de común con ellos y no viendo en la historia del pen­
samiento antropológico anterior más que una significación intro­
ductoria»6.
Pero, volviendo a los comienzos de la antropología filosófica,
no podemos menos de mencionar a Kant, ya que es de algún
modo el iniciador de este proceso. Es verdad que no escribió un
tratado sistemático, pero fue el primero que suscitó la cuestión,
al plantear una serie de preguntas que culminan en el interrogan­
te por el ser del hombre. «En el fondo, todas estas disciplinas
(metafísica, moral y religión) se podrían refundir en la antropolo­
gía, porque las tres primeras (¿qué puedo conocer? ¿qué debo
hacer? ¿qué me cabe esperar?) revierten en la última (¿qué es
el hombre?). La respuesta a esta cuarta pregunta que, por ocupar­
se de las líneas fundamentales del tema filosófico del hombre,
se habrá de entender como antropología filosófica»7.

4. M. Scheler, El pu esto del hombre en el cosm os, Buenos Aires 1960, 26.
5. Cf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre?. Esquema de una antropología filsófi-
ca, Barcelona 1 9 7 6 ,15-76. También A. Pintor Ramos, La antropología filosófica
de M. Scheler, en J. de S. Lucas, Antropologías del siglo XX, Salamanca 31983.
Asimismo J. L. Rodríguez M olinero, D atos fundam entales p ara una historia de
la antm pología filosófica, Salamanca 1987, 33-36.
6. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 114-115.
7. I. Kant, O bras com pletas, ed. E. Cassirer, VIII.
Pero es sabido que Kant no contestó a esta pregunta de modo
sistemático. Sin embargo su planteamiento marcó la pauta de
toda la filosofía posterior, como lo reconocen pensadores de la
talla de M. Foucault, M. Heidegger y M. Buber. Según ellos, la
función asignada por Kant a la antropología filosófica constituye
un legado imprescindible8.
Nada tiene de extraño la actitud kantiana. Responde exacta­
mente al desplazamiento del pensamiento filosófico que pasa del
cosmocentrismo griego y del teocentrismo escolástico, al antro-
pocentrismo racionalista e idealista, iniciado ya por el humanis­
mo renacentista.
Descartes no contempla al mundo directamente ni encuentra
en él a Dios, sino que, siempre que mira a la naturaleza, lo hace
desde sí mismo, porque todo lo ve bajo el prisma del cogito, es
decir, desde su acto de pensar. De este modo la realidad entera
se convierte en obiectum, en un estar ante el sujeto. Este radica­
lismo reduce la filosofía a antropología, no porque exista sola­
mente el hombre, sino porque toda la realidad está referida a él
y es contemplada desde él .
La raíz de este giro copernicano hay que buscarla en el princi­
pio de inmanencia de la filosofía moderna que reconoce en el
hombre el epicentro del ser: «Con él (Descartes), afirma Hegel,
entramos en rigor en una filosofía independiente, que sabe que
procede sustantivamente de la razón y que la conciencia de sí
es un momento esencial de la verdad»10. También para Dilthey,
Descartes «es la encarnación de la autonomía del espíritu funda­
da en la claridad del pensamiento»11. El mismo Heidegger llegó
a ver en el subiectum cartesiano el supuesto metafísico de toda
antropología futura12.
Mas, a pesar de todo, Descartes no plantea ni desarrolla, como
tampoco lo hiciera más tarde Kant, la pregunta por el hombre
8. Cf. M. Foucault, Las palabras y las cosas, México 1968, 333; M. Heideg-
ger, K ant y el problem á de la m etafísica, M éxico 1954, 172; M. Buber, ¿Q ué es
el hom bre?, 12, 16,
9. Cf. H. U. von Balthasar, El problem a de D ios en el hombre actual,
Madrid 1960, 86-87.
10. G. W. F. H egel, Lecciones sobre la historia de la filosofía III, M éxico
1955, 252.
11. W. Dilthey, Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, M éxico 1955,
364.
12. Cf. M. Heidegger, H olzwegee, Frankfurt 1950, 91. Cf. W. Schultz, El
D ios de la m etafísica moderna, M éxico 1961, 9-11, N o obstante, Schultz retrotrae
el com ienzo de este proceso a N icolás de Cusa (1401-1464) .
integral. Más bien se ciñe al ámbito y validez del conocimiento,
es decir, a la conciencia intelectiva. Su antropología declina, por
tanto, hacia la epistemología13.
Sea lo que fuere del origen histórico de la antropología filosó­
fica, hay que reconocer de todos modos que existe desde siempre
un saber categorial y reflexivo acerca del ser humano, cuyas
grandes etapas pasamos a describir a continuación haciendo hin­
capié en los fiolósofos más representativos.

2. Conocimiento filosófico del hombre: etapas históricas

Si es cierto que no puede hablarse de antropología filosófica


propiamente dicha hasta M. Scheler, no lo es menos que desde
los albores del pensamiento humano encontramos una serie de ele­
mentos suficientes para elaborarla. La filosofía, que nace como
pregunta por el fundamento y sentido de la realidad experiencial,
tiene como último resultado la respuesta sobre el ser humano y
sus relaciones con la realidad en cuanto tal. Tanto por su origen
como por su finalidad, la pregunta filosófica es siempre pregunta
antropológica, ya que es el hombre el que descubre el fundamento
y sentido de la cosas. Su determinación temática y metodológica
se va cumpliendo en el curso de su desarrollo a medida que ofre­
ce formulaciones de su objeto cada vez más precisas.
Podemos decir con H. U. von Balthasar que «si la filosofía
halla cada vez más inequívocamente su centro y su forma en una
antropología total, esto requiere una autoconciencia de la huma­
nidad, permanente y creciente, verificable en la historia, que con­
serve también vivo y presente lo que fue y ya no puede ser»14.
Un claro exponente de este planteamiento lo constituye ya
el viejo Sócrates, que pone el ideal humano en el conocimiento
de una verdad objetiva y absoluta buscada y encontrada en el
universo mismo del hombre. «Espero — responde a Fedro— que
sabrás excusarme cuando escuches la razón, a saber, que soy un
amante del conocimiento y que los hombres que habitan en la
ciudad son mis maestros y no los árboles y la comarca»15.

13. Cf. H. Plessner, Anthropologie philosophique, en Philosophy in the M id


Century. A Survey II, 85ss. También M. Landmann, A ntropología filo só fica ,
M éxico 1961, 46, que hace de Pico de la Mirándola (1463-1494) el iniciador de
la antropología filosófica.
14. H. U. von Balthasar, El pm blem a de D ios en el hombre actual, 64.
15. Platón, Fedro, 230.
Convencido de ello, M, Buber sitúa la pregunta antropológica
en el sentimiento de soledad vivido por el ser humano en deter­
minados momentos de su historia. Son esos momentos en los que
se ve a sí mismo como problema porque se siente a la intemperie
y sin abrigo y se enfrenta con la pregunta por su ser radical. Una
pregunta que obtiene en seguida tintes peculiares y distintos de
cualquier otro saber. Se hace independiente115.
Siguiendo este criterio, hallamos en la historia de la filosofía
períodos fuertes y períodos débiles, según considere el hombre
su problema como parte de la cuestión general del mundo o
como caso particular y específico.
Ofrecemos a continuación un cuadro esquemático de las etapas
más significativas al respecto, advirtiendo antes que la cuestión
antropológica no radica nunca en un estado cognoscitivo neutro,
sino en el deseo de encauzar la realidad del hombre. Obedece a
una clara intención humanista con evidentes connotaciones éticas.
Es un acompañante fiel de la historia de la cultura occidental17.
Estos son los momentos más importantes que marcan concep­
ciones del hombre especialmente significativas: filosofía griega,
pensamiento cristiano, filosofía moderna y antropología contem­
poránea18. Cada uno de ellos reviste características especiales
por su punto de partida y por la perspectiva adoptada. Los grie­
gos estudiaron al hombre como pieza integrante del cosmos y
en relación directa con él; el cristianismo lo hizo teniendo en
cuenta su origen especial y su destino trascendente (Dios); la
filosofía moderna lo encerró en su propia intimidad y lo vio
exclusivamente desde sí mismo; la antropología contemporánea
lo considera en su relación con sus semejantes y con la historia.

a) Filosofía griega: el hombre y el cosmos

Aunque el pensamiento griego, construido sobre un fondo


miticorreligioso de connotaciones antropológicas innegables19,
16. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 24-25,
17. Cf. A. Pintor Ramos, Metafísica. Historia. Antropología. Sobre el fun da­
mento de la antropología filosófica: Pensamiento 41 (1985) 5.
18. Sobre este tema especial interesan los siguientes estudios: M. Buber,
¿Q ué es e l hombre?', A. Cavali, A p p u n ü p e r una breve storía d e ll’antropologia,
en Varios, Alia ricerca d e liu o m o , Palermo 1988; J. M. Ibáfiez Langlois, Introduc­
ción a la antropología filosófica, Pamplona 1980; J. L. Rodríguez Molinero, D atos
fundam entales p a ra una historia de la antropología filosófica, Salamanca 1977.
19. Cf. M. Ubeda Purkis, Introducción al tratado d el hombre, en Suma
se centró en el estudio de la naturaleza como un todo, no tardó,
sin embargo, en decantarse por la investigación del hombre al
que consideró punto axial del universo. Su distinción y superiori­
dad estriban en el alma racional diferente al resto de los seres.
Este principio, además de significar una perfección específica,
es punto de referencia de todos los demás seres y fuente de res­
ponsabilidad en el trato con las cosas donde alcanza su plenitud.
La capacidad para captar el sentido de las cosas, según Herá-
clito, y el poder de penetrar las apariencias hasta llegar al meo­
llo, como enseña Parménides, se convierte por obra de los sofis­
tas en facultad crítica y elemento central del ser humano.
Protágoras de Abdera (480-410 a. C.), claro expon'ente de la
escuela sofista, advierte en esta función el poder por el que el
hombre se constituye en paradigma de todas las cosas, de las que
son y de las que no son20. Pero no porque descubra la esencia
de las cosas, sino porque sólo en referencia a él cobran aquellas
sentido. Este hecho es suficiente para que el hombre, que se
considera parte integrante de «la gran realidad de la physis»21,
adquiera una neta superioridad sobre el resto de la naturaleza.
Sobre todo si está dotado de capacidades peculiares, como la
intuición que le permite inventar las artes para sobrevivir, y el
sentido de la justicia que lo capacita para formar comunidad con
sus semejantes y vencer la opresión .
Debemos advertir que, aunque el materialismo y el relativismo
subyacen en la concepción antropológica de Protágoras, la intui­
ción y el sentido de la justicia propios del ser humano dan pie,
sin embargo, para una lectura propiamente antropológica de lo
humano. No obstante no podemos olvidar que la preocupación
de los sofistas es más sociopolítica y educativa que filosófica23.

teológica III, Madrid 1959, 3-5. Interesa también M. Manzanedo, La imagen del
hombre en la filo so fía antigua: Revista de Filosofía 27 (1968) 27-89.
20. «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto
son y de las que no son en cuanto no son»: Platón, P rotágoras, 1.
21. Cf. M. Ubeda Purkis, Introducción al tratado del hombre. El antiguo
griego, com enta Gusdorf, «no tiene de sí mism o la conciencia aislacionista que
tenemos nosotros: se sitúa en el centro de la realidad más o menos indisociable,
atribuyendo a lo circundante la misma realidad que se atribuye a sí mismo»: G.
Gusdorf, M ithe et m etaphysique, Paris 1953, 17.
22. Cf. P rotágoras, 320Dss.
23. Cf. W. Jaeger, Paideia. Las ideas de la cultura griega I, M éxico 1946,
Sócrates (470-399 a. C.) reasume la antropología de Protágo-
ras, pero intenta descifrar, por su parte, la realidad del ser huma­
no en continua búsqueda de sí mismo. Semejante búsqueda es
facilitada por la facultad racional que lo vincula constitutivamen­
te con la verdad eterna.
Desde la plataforma de su autenticidad («Conócete a ti mis­
mo»), llega el individuo humano a la posesión de su propia ver­
dad y de las cosas. No es, por tanto, un accidente cósmico o
epifenómeno, sino la fase terminal de un largo proceso natural
de perfeccionamiento que culmina en el entendimiento24. Es un
ser en diálogo, pero descrito en términos de conciencia reflexiva.
Un ser capaz de dar respuestas racionales a preguntas racionales.
La conciencia reflexiva, fuente de responsabilidad ética, es
el elemento por el que el hombre concebido por Sócrates se dis­
tingue del de los sofistas, Ello le permite permanecer idéntico
a sí mismo a través de los cambios somáticos, haciendo que so­
breviva a la desintegración del cuerpo. Y todo esto porque el ele­
mento racional lo constituye en ser esencialmente espiritual25.
Platón (427-347 a. C.), en continuidad con Sócrates, es el pri­
mero que habla expresamente del espíritu como elemento especí­
ficamente distintivo del ser humano. En oposición al principio
material corpóreo, que no es más que mero instrumento, el alma
espiritual representa la parte esencial y positiva del hombre.
Es propiamente su ser. Una proclamación palmaria del dualis­
mo dicotómico, según el cual el alma o facultad intelectiva se
vincula accidental y transitoriamente al cuerpo hasta el momento
de la muerte cuando «vivirá fuera del cuerpo en mansiones más
hermosas, imposibles de describir»26.
De los innumerables textos platónicos sobre la naturaleza del
hombre se desprende claramente su carácter foráneo y extranjero
del mundo. Es un ser advenedizo que desciende de alturas incon­
troladas para encerrarse en el cuerpo que le sirve de cárcel de
la que tiene que evadirse a toda costa. El alma humana pertenece

24. Cf. Platón, Gorgias, 4 7 9 D -l. «El hombre socrático, escribe J. Marías,
es el hombre real, es cada hombre, que se puede conocer, que puede manifestar
su intimidad y ponerla patente a la Luz»; J. Marías, El tema d el hombre, Madrid
1968, 32.
25. Cf. Jenofonte, M em oralia, 4, 3, 4, También E. B. Tylor, El pensam iento
de Sócrates, M éxico 1961, 112-117; J. Wild, El concepto del hombre en e l pen sa ­
miento griego, en S. Radhakrisnan-R. Rajú, El concepto del hombre, México 1964,
72-74.
26. Platón, Fedón, 114C.
al mundo de las ideas y es fabricada por el Demiurgo según el
patrón de la Verdad y del Bien para ser implantada en el mundo
material mediante la envoltura del cuerpo. Es una realidad ente­
ramente nueva que, desde su entronque en la escala zoológica,
aspira a elevarse sobre las cosas que la rodean, desprendiéndose
de lo material, incluso de la cápsula de su cuerpo. Resulta así
que el ser humano concreto es una realidad estratificada com­
puesta de organismo, por un lado, y de psiquismo, por otro,
dotado de una triple dimensión: vegetativa, sensitiva, intelectiva.
No tres almas, sino una sola con tres poderes o capacidades27.
Estos rasgos caracterizan a la antropología platónica, verdade­
ro fundamento de su teología. Así es como nace lo que los auto­
res entienden por antropología griega, distinguiéndola de la cos­
mología anterior. «La fase que sigue a la cosmología presócratica
y que comprende a Sócrates, Platón y Aristóteles, ha sido llama­
da la fase ‘antropológica’»2*.
Aristóteles (384-322 a. C.) se distingue por su propósito de
superar el dualismo platónico y hacer del ser humano un ser
unitario, una única sustancia y esencia. Esta concepción unitaria
resulta de aplicar al caso del hombre su teoría hilemórfica, según
la cual no existe monismo reduccionista (un solo elemento) ni
dualismo dicotómico (dos elementos diferentes), sino una sola
realidad sustancial (un solo sujeto) integrada por el espíritu (for­
ma) y por el cuerpo (materia) como principios que se determinan
mutuamente. El alma informa al cuerpo configurándolo como
cuerpo humano, de modo que no hay cuerpo humano sin alma
informante, ni alma sin cuerpo informado. Dicho de otra manera,
el hombre es cuerpo y alma a la vez; alma corporeizada o cuerpo
animado. Dos elementos distintos, pero inseparables en la reali­
dad humana29.
De este modo el hombre se coloca en cabeza de los seres
como compendio de los distintos grados de perfección de los
estadios inferiores y punto de convergencia de las diferentes
formas de vida30.
El principio radical y energía específica de esta nueva reali­
dad es la mente, participación de la divinidad. A pesar de su
superioridad y heterogeneidad, sólo actúa a través de los sentidos
27. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid 1986, 674.
28. Cf. W. Bruning, Individualism e et personallsm e dans la conception de
l'hom m e: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 39 (1955) 202.
29. Cf. Aristóteles, D e anim a, II, 1, 412 A 29; 412 B 25-413 A 9.
30. Cf. M etafísica, VII, 1041 A 33-1041 B 30.
corporales y se individúa, contituyéndose en ser uno en el tiempo
y en el espacio, por medio del cuerpo al que informa.
«Es, pues, necesario que alma sea sustancia y forma de un
cuerpo natural que tiene la vida en potencia... (el alma) será la
perfección primera y el primer acto (entelequia) de un cuerpo
natural... El alma, pues, no es separable del cuerpo... El alma es
principio de las funciones mencionadas y se define por ellas, esto
es, por la nutritiva, la sensitiva, la mental y el movimiento»31.
Resumiendo el pensamiento antropológico de la grecia anti­
gua, tenemos que decir que el hombre aristotélico es un ser có­
modamente instalado en el mundo, al que conoce perfectamente
y con el que guarda unas excelentes relaciones de vecindad, pero
sin que todavía haya alcanzado a ver su puesto privilegiado en
el concierto universal. No es consciente del nuevo orden ontoló-
gico que representa. Como enseña M. Buber, es comprendido
desde el mundo, pero el mundo no es entendido desde él32.
El helenismo (300-200 d. C.) tampoco posee una idea antro­
pológica del hombre a nivel filosófico. El pensamiento difundido
por los estoicos en la cuenca del M editerráneo en la época de
Alejandro, así como por los epicúreos y escépticos, no muestra
un hombre ontológicamente superior al resto de los seres. Aun­
que lo alienta un alma considerada como chispa de un foco cen­
tral (Dios), se amolda perfectamente a la ley del todo. Es un ser
racional, ciertamente, pero ajustado por completo al orden gene­
ral de la naturaleza, que refleja en su ser y en su conducta.
Por eso la filosofía helenista, más que preguntarse por la
naturaleza específica del ser humano, se preocupa de su compor­
tamiento y forma de vida. En lugar de antropología, hace ética
y política sobre un transfondo ontológico determinado. Así lo
entendieron el estoicismo y el epicureismo. El estoico español
Séneca define al hombre como ser racional en completa armonía
con la naturaleza. «Animal racional es el hombre y por ende el
bien suyo llega a la perfección cuando cumple aquello para lo
que nació. ¿Qué es, pues, lo que esta razón le pide? Cosa facilí­
sima: vivir según la naturaleza»33.
En una evaluación general de la filosofía griega antigua sobre
el hombre, puede afirmarse que, aunque ha visto en el ser humano
una realidad distinta de las demás, capaz de abrirse al mundo y
determinarse ante él, no ha logrado todavía un concepto antropo -

31. D e anima, II, 1, 412 A 29, 43-44; II, 4 1 2 B 25; II, 2, 413 B 13-15.
32. Cf. M. Buber, ¿Q ué es e l hombre?, 25.
33. L. A. Séneca, Epístola XLI, Madrid 1949, 507.
lógico verdadero del mismo. El hombre percibe a! mundo no co­
mo conjunto de fuerzas hostiles, sino como un todo regulado por
leyes que tienen fiel reflejo en su entendimiento, mediante el cual
lo integra en su propio ser. De esta manera consigue su máxima
perfección34. No es superior al mundo, sino su resumen.
La actitud derivada de esta contemplación es la de un fiel
sometimiento a la imperiosa necesidad de un horizonte último
en el que el hombre está inmerso y desde donde lo comprende
todo, incluso a sí mismo. La fuerza inexorable de un destino
absoluto predetermina, según los griegos, el curso de los aconte­
cimientos y marca la hechura del hombre mismo. Esta determina­
ción previa le impide desprenderse de los ciclos de la naturaleza
y conseguir la originalidad propia del ser personal independiente
de la ejemplaridad universal que se repite indefinidamente en
todos los entes mundanos35.
Esta es la razón por la que los griegos no alcanzaron a ver
en el hombre más que una pieza perfecta del cosmos, un micro­
cosmos o mundo en miniatura. Ni ruptura de nivel ontológico
ni novedad radical, sino una pieza más del inmenso concierto
formado por la naturaleza en su globalidad.

b) El hombre en el pensamiento cristiano (filosofía medieval)


La reflexión cristiana sobre los hallazgos de la antropología
griega, más que elementos estructurales nuevos, aporta perspecti­
vas desconocidas y abre horizontes insospechados por la razón.
Frente a la necesidad inflexible de la filosofía helénica, surgen
ahora las categorías de libertad y de historicidad como propieda­
des específicas del ser humano en cuanto criatura e imagen de
Dios, con quien se conforma al filo de sus actos. Un cambio
sustancial ciertamente, pero sin constituir por ello todavía una
verdadera antropología filosófica, ya que el hombre es considera­
do como obra directa e inmediata de Dios que une un alma espi­
ritual a un cuerpo material. Estos datos no son obtenidos por la
experiencia, sino dados por revelación36.
34. «La imagen de la realidad que aparece entonces, es la imagen del cosmos,
en cuya ordenación se manifiesta el logos, la Razón del mundo, y cuya copia
comprensiva es el hombre, el microcosmos»: H. U. von Balthasar, El problem a
de D ios en e l hombre actual, Madrid 1960, 68; cf. santo Tomás, D e veril., 2, 2c.
35. Cf. J. Wild, El concepto d el hombre en e l pensam iento griego, 47-131.
36. Cf. A. Gehlen, A ntropología filosófica. D el encuentro y descubrim iento
del hombre p o r s í m ismo, Barcelona 1993, 28.
Ni que decir tiene que con la aparición del cristianismo nace
un mundo cultural nuevo que no surge como maduración y des­
arrollo de los pensamientos anteriores, sino como irrupción de
elementos doctrinales especiales y de verdades desconocidas.
Entre éstas destacan las que se refieren a la creación y al desti­
no último de todo cuanto existe. En esta nueva forma de pensa­
miento, el hombre ocupa un lugar privilegiado. Es el pivote so­
bre el que gira la creación entera y la flecha que marca el cami­
no hacia la plenitud del espíritu. En él y por él la naturaleza al­
canza su máxima perfección. «Porque la creación está aguardan­
do en anhelante espera la revelación de los hijos de Dios... Toda
la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento
presente y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos espe­
rando la adopción final, la redención de nuestro cuerpo...» (Rom
8, 19.22-23).
Dos enseñanzas importantes se desprenden de esta doctrina:
Que nada existe, sino es por designio de Dios creador, y que el
hombre, si bien se distingue del resto de las cosas, aparece como
su continuación y vehículo que las lleva a su cumplimiento defi­
nitivo, al entronque con Dios. Lo específico del ser humano
consiste, por tanto, en ser conocido y querido de modo especial
por Dios. De ahí que sólo a la luz del conocimiento que el hom­
bre bíblico tiene de Dios, creador y señor del universo, es como
puede penetrar su propio misterio y conocer su naturaleza y su
historia. Solamente en Dios hecho hombre le es dado descifrar
su enigma.
Significa esto que el hombre no es tal por lo que tiene de co­
mún con el resto de la naturaleza, sino por su semejanza con
Dios. El filósofo griego lo había comprendido como parte del
mundo, el cristiano, en cambio, lo ve como partícipe de la divini­
dad y lo conoce desde Dios37. Se hace evidente el sentido de
su trascendencia, que permite verlo como persona, de modo que
ya no es un algo, sino un alguien. No deriva de una esencia
universal amorfa, sino que es obra especial de Dios que lo pone
en la existencia en un cara a cara personal con él y lo invita a
participar de su misma vida. Fruto de una llamada creadora, el

37. «Los filósofos, que siguen el orden natural, anteponen las ciencias de
las criaturas a la divina, a saber, la natural a la metafísica; pero los teólogos
proceden al contrario, de modo que la consideración del Creador precede a la
consideración de la criatura»: santo Tomás, In Boet., 3, lee. 2, q. 1, a. 4; Summa
Theologica 1, q. 1, a. 1, ad. 2.
hombre tiene que hacerse respuesta libre en el trenzado de sus
actos y no mera emanación necesaria de una entidad suprema.
«Las criaturas intelectuales, escribe santo Tomás, alcanzan a Dios
de un modo especial, a saber, entendiéndolo mediante su propia
operación»38.
Por otra parte, como hemos insinuado antes, Dios no quiere
al hombre como a un ser cualquiera, sino como a una realidad
que lo conoce y lo ama, como alguien que se relaciona directa­
mente con él y retorna definitivamente a él39. Es su verdadera
imagen, una persona dueña de sí y de sus actos.
Entra así en escena la libertad, a cuya luz cobran especial
sentido la vida humana, la conciencia personal y el sentido de
la historia. La autoposesión del hombre, el grado de intimidad
que lo caracteriza y su peculiar relación con el ser hacen que la
antropología se trascienda, en cierto modo, en teología, porque,
al ser el hombre interlocutor de Dios, se convierte en su tú ver­
dadero. Deja de ser microcosmos y adquiere todos los visos de
un dios finito. La manera finita de ser Dios, que dice X. Zubiri.
Por ser capaz de recibir y devolver la palabra de Dios, esta­
blece un verdadero diálogo con él, cuya máxima expresión va
a ser la encarnación del Verbo divino — humanación de Dios— ,
cumbre del dinamismo divino del hombre. Es a la luz de este
hecho como el hombre cristiano entiende su misterio y se com­
prende a sí mismo en toda la profundidad de su ser. «El misterio
de hombre •—enseña el Vaticano II— no se aclara de verdad sino
en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Esta concepción del ser humano es sistematizada y formulada
a nivel categorial y reflexivo por los pensadores cristianos (pa­
trística y escolástica), cuyos máximos exponentes son san Agus­
tín y santo Tomás de Aquino. De ellos nos ocupamos ahora.

San Agustín (334-430). Imposible exponer en tan breve espa­


cio un resumen siquiera de la antropología agustiniana. Ni es éste
el lugar ni tampoco nuestro propósito. No obstante indicaremos
los puntos clave que resaltan la originalidad de este pensamiento.

38. C. Gent., 1. 3, c. 25. Añade en otra parte: «La semejanza con D ios según
la conformidad de la acción es más perfecta que la conseguida según la confor­
midad de alguna forma»; De Pot., q. 2, a. 4, ad 4; también D e verit., q. 10, a.
3. Cf. O. González de Cardedal, El hombre «imagen» de D ios en el pensam iento
de santo Tomás, Madrid 1967, 59-118.
39. Cf. J. Ratzinger, Fe en la creación y teoría evolutiva, en H. J. Schultz,
¿Es esto D ios?, Barcelona 1973, 242-243.
Con M. Buber tenemos que reconocer que Agustín es el pri­
mero que plantea la cuestión genuina del hombre. Lo hace cuan­
do se propone a sí mismo como objeto de su investigación y de
su reflexión. El sujeto se hace objeto a la vez. ¿Qué es el hombre
que soy yo? Este interrogante es encarado por Agustín en los
términos siguientes: «Quid enim sum mihi sine te...? Et quis
homo est, quilibet homo, cum sit homo?»40. Más concretamente
todavía: «¿Qué soy yo, Dios mío? ¿cuál es mi naturaleza?»41.
No se trata del asombro de todo hombre que piensa, sino de la
inquietante búsqueda de lo humano que el sujeto pensante em­
prende desde sí mismo.
Si Aristóteles se había admirado de ia presencia del hombre
en el concierto del cosmos, el de Hipona lo hace ante el gran
misterio que le brinda su propia experiencia personal. «El hom­
bre agustiniano, comenta M. Buber, se asombra de aquello que
en el hombre no se puede comprender como parte del mundo,
como una cosa entre las cosas»42. De esta admiración brota su
antropología que, aunque todavía no puede considerarse estricta­
mente filosófica, tendrá honda repercusión humanística en toda
la filosofía posterior. Con el fin de comprenderla mejor, ofrece­
mos un resumen de la misma, indicando sus momentos clave.
El esquema de la reflexión agustiniana se articula en los pun­
tos siguientes: subjetividad, unidad de alma y cuerpo, imagen
de Dios.
1. Subjetividad. Partiendo de su propia experiencia, san Agu
tín descubre la subjetividad humana, entendida como autopresen-
cia y autoconociiniento. Por ella el hombre penetra en su interio­
ridad y se descubre como luz que lo ilumina por dentro. Luz
recibida y en diálogo, como comenta H. U. von Balthasar43, pe­
ro suficiente para establecer una diferencia neta con los demás
seres (ontológica) y una semejanza con Dios, Verdad increada,
fuente de todo conocimiento. «Porque allí donde hallé la verdad,

40. «¿Qué soy para m í sin ti...? ¿y quién es el hombre, cualquier hombre,
en cuanto hombre?»: Confesiones IV, 1, 1, en O bras II, Madrid 1955.
41. ibid. X, 17, 26.
42. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 28.
43. «La luz del espíritu humano es una luz que escucha, una luz en diálogo...
La luz ( ‘inmanente’) del espíritu, con su espontaneidad..., nunca la podemos
separar bien de esa suprema luz, y eso constituye precisamente la ‘espiritualidad
del espíritu’, su trascendencia más allá del mundo»; H. U. von Balthasar, El p ro ­
blem a de D ios en e l hombre actual, 126, 129.
allf hallé a mi Dios, la misma verdad»44. El camino que condu­
ce a Agustín al encuentro con la verdad es la penetración en la
propia conciencia donde irradia la luz divina como poder creativo
incomparable, que ha hecho al hombre a imagen suya, es decir,
espíritu como él. «Entré y vi con el ojo de mi alma... una luz
inconmutable, no ésta vulgar y visible a toda carne, ni otra casi
del mismo género, aunque más grande. No era esto aquella luz,
sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas... Estaba sobre mí
por haberme hecho, y yo debajo por ser hechura suya. Quien
conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la
eternidad»45.
Semejante capacidad de interiorización hace hombre al hom­
bre y lo convierte en objeto y campo de su propio conocimiento.
Lo constituye en espíritu, es decir, en sujeto que se pone a sí
mismo como objeto. De este modo el hombre sobrepuja a todos
los seres trascendiéndolos hacia Dios. Contempla su propio inte­
rior como en un espejo, «porque en el interior del hombre habita
la verdad» y «nadie sabe lo que es el hombre, sino el espíritu
del hombre que está en él mismo»46.
2. Unidad de alma y cuerpo. Pero el hombre no es solamente
espíritu, interioridad pura o luz incandescente. Es también cuerpo
que, al unirse al espíritu, forma una sola realidad. Aunque el
alma es el constitutivo principal, tomado en ocasiones por el todo
humano47, no por ello queda reducido al solo elemento espiri­
tual, sobre todo teniendo en cuenta que Agustín emplea con
frecuencia la parte por el todo, como dice él mismo48. El texto
siguiente es una declaración inequívoca de la función que el san­
to atribuye a cada uno de los elementos integrantes del ser huma­
no: «Son tres las partes de que consta el hombre: espíritu, alma
y cuerpo, que por otra se dicen dos, porque con frecuencia el al­
ma se denomina juntamente con el espíritu; pues aquella parte
del mismo racional, de que las bestias carecen, se llama espíritu;
lo principal de nosotros es el espíritu; en segundo lugar, la vida
44. Confesiones X, 26, 37.
45. Ibid. VII, 10, 16.
46. D e vera religione, 39, 72; Confesiones X, 5, 7.
47. «El hombre, según aparece al hombre, es un alma racional que usa de
un cuerpo mortal y terreno»: De m oribus Ecclesiae I, 27, 52: PL 32, 1332.
48. «Pues el hombre, según lo definieron los antiguos, es un animal racional,
mortal. O, según suelen decir nuestras Escrituras, tres almas, puesto que gustan
designar el todo por su parte mejor, es decir, por el alma, ya que el cuerpo y alma
constituyen el hombre entero»: D e Trinitate VII, 4, en O bras, Madrid 1948.
por la cual estamos unidos al cuerpo se llama alma; finalmente,
el cuerpo mismo, por ser visible, es lo último de nosotros»49.
Es patente el esfuerzo del santo por expresar su concepción
unitaria de la persona humana, no sólo por lo que se refiere a
sus elementos constitutivos esenciales (alma y cuerpo), sino
también en la integración de las tres potencias del alma misma
(memoria, entendimiento y voluntad) en una sola persona, sujeto
único de operaciones y única naturaleza. «Por todas aquellas tres
cosas recuerdo yo, entiendo yo, amo yo, que no soy ni una me­
moria, ni una inteligencia, ni amor, sino que tengo estas cosas.
Por tanto pueden decirse que son de una persona, que tiene estas
tres cosas, pero que no es ella misma estas tres cosas»50. No
obstante hay que reconocer que Agustín hace del alma racional
el elemento esencial por el que el hombre es imagen de Dios.
«Entendemos que tenemos algo en que está la imagen de Dios,
a saber, la mente y la razón»51. Este aspecto es fundamental
para comprender al hombre agustiniano, que sólo se entiende
desde su relación con Dios.
3. Imagen de Dios. No se trata de un nuevo constitutivo de
ser humano, sino del resultado de los anteriores. La entidad así
configurada es la que aparece como imagen de Dios. En efecto,
el sujeto humano (unidad de alma y cuerpo) es luz recibida y en
diálogo, efecto y reflejo de la Luz increada.
La clave de la antropología agustiniana se encuentra, por
tanto, en su metodología. No entiende al hombre desde la compa­
ración con los seres inferiores, sino desde su comportamiento
específico, el conocimiento reflexivo y la responsabilidad moral.
Lo estudia en primera persona como ser que se conoce a sí mis­
mo y responde de sus actos. No obstante esta doctrina, impregna­
da de platonismo, no ve clara todavía la unión sustancial de alma
y cuerpo. Admite, más bien, una vinculación funcional y operati­
va, establecida sobre una acción recíproca, que se hará sentir
claramente en la primera edad media y de manera particular en
el dualismo cartesiano posterior. Santo Tomás, en cambio, ofrece
una visión netamente unitaria de la realidad humana como tal.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274). El segundo pilar del


pensamiento medieval cristiano es Tomás de Aquino. Sobre su

49. De fid e e t sym bolo, 10, 23: PL 40, 193-194.


50. D e Trinitate XV, 22; Confesiones XIII, 11.
51. Enarrationes in Psalm os XL, II, 6: PL 36, 480.
gravitan la filosofía griega, sobre todo Aristóteles,
a n t r o p o lo g ía
y la patrística derivada de la revelación divina.
Esta presenta al hombre como criatura predilecta de Dios y
frontera entre dos mundos, el corruptible y el imperecedero, el
material y el espiritual. En esta perspectiva el Aquinate presta
mayor atención al alma que al cuerpo, aunque no olvida la fun-
damentalidad de éste en el hombre” .
No obstante sigue preguntándose por el constitutivo esencial
del ser humano que lo hace semejante a Dios y lo distingue de
las criaturas. Construye, por tanto, su interpretación desde un
punto referencial externo más que desde el análisis de la estruc­
tura interna del ser humano. Con este criterio aborda dos cuestio­
nes fundamentales que vertebran su antropología: la unidad sus­
tancial del hombre y su dimensión persona53.
1. El hombre, unidad sustancial de alma y cuerpo. Sin nece­
sidad de plantearse ningún problema ontológico especial, santo
Tomás opta decididamente por la concepción unitaria del ser
humano asumiendo las tesis aristotélicas del De anima y la Etica,
pero dándoles un enfoque nuevo. Entiende al hombre en su en­
tronque con Dios, principio y meta del mismo, situándose en la
perspectiva bíblica. En ésta nunca aparece formulada la dicoto­
mía de alma y cuerpo como espíritu y materia contrapuestos. Las
Escrituras hablan siempre del hombre entero como imagen de
Dios, a quien se le promete la resurrección en su ser integral y
no en una de sus partes. Es un serio correctivo del dualismo y
una clara decantación por la concepción unitaria, en la que tiene
perfecta aplicación la teoría hilemórfica. No es el alma una enti­
dad foránea advenediza, sino la forma sustancial del cuerpo y
dimensión constitutiva del ser humano, cuya característica esen­
cial es la inteligencia racional. «Decimos que la esencia del alma
racional se une inmediatamente al cuerpo, como la forma a la
materia y la figura a la cera»54. Estas palabras indican que el
hombre está dotado de un principio inmaterial, el alma intelectiva
(espíritu), que es el acto primero estructurante del organismo

52. Cf. Summa Theologica I, q. 75, intrd.


53. Cf. A. Dempf, L ’homme et son destín d'aprés les penseurs de moyen
áge, en A rtes du P rem ier Congrés international de Philosophie M édievale, Lou-
vain-Bruxelles 1945. También G. Lafont, Le sens du théme de l ’image de Dieu
dans l ’anthropologie de saint Thomas d'A quin: Revue des Sciences R eligieuses
47 (1959) 560-569.
54. II Sent., d. 1, q. 2, a. 4.
humano. «Este, pues, primer principio de nuestro entender, ya
se llame entendimiento o alma intelectiva, es la forma del cuer­
po... El principio intelectivo es la forma propia del hombre»55.
Por tanto, cuerpo y alma no son dos sustancias subsistentes
que se acoplan para formar al hombre, sino dos coprincipios
constitutivos que lo configuran como tal, de modo que puede
decirse que todo él es alma y todo cuerpo. «El cuerpo y alma
no son dos sustancias existentes en acto, sino que de ellas resulta
una sola sustancia en acto. En efecto, el cuerpo del hombre no
está igualmente en acto cuando el alma está presente que cuando
está ausente, sino que el alma lo hace ser en acto»56.
Traducida al lenguaje actual, esta interpretación quiere decir
lo siguiente: el ser humano concreto es la realidad única del
«ser-en-sí» del alma que se realiza (historiza) «siendo-fuera-de-
sí» informando al cuerpo57. Resumiendo, en la doctrina que pre­
sentamos, el hombre no queda reducido a ninguno de sus elemen­
tos constitutivos, sino que es resultado de la unión de ambos.
Lejos de admitir la creación del alma independientemente del
cuerpo, el santo la concibe de consuno, porque el que es creado
de hecho es el hombre todo entero. «El alma, al ser parte de la
naturaleza humana, no posee su perfección natural sino en cuanto
unida al cuerpo. Por eso no sería conveniente que fuera creada
sin el cuerpo... Pero siendo naturalmente forma del cuerpo, (el
alma) no debió ser creada separadamente, sino en él»58. Y aun­
que reconoce al mismo tiempo la inmaterialidad y subsistencia
del alma59, no por ello deja de considerar al hombre entero to­
talmente anímico y totalmente corpóreo, esto es, una entidad sus­
tancial corporeoespiritual única, que más tarde traducirá X. Zubi­
ri por sustantividad única, a saber, alma corporeizada o cuerpo
animado60. En definitiva, se trata de un solo principio entitativo,
de una sola sustancia y sujeto único61. De este modo queda su­

55. Summa Theologica I, q. 76, a. 1 y 3.


56. C. Gent., 1. 2, c. 69.
57. Cf. III Sent., d. 5, q. 3, a. 2.
58. Summa Theologica I, q. 90, a. 4 c y ad 1.
59. «Lo que llamamos alma del hombre es un principio incorpóreo y subsis­
tente»: Summa Theologica I, q. 75, a. 2.
60. «El alma se une al cuerpo por razón de su naturaleza... Es natural al alma
estar unida al cuerpo», esto es, anim ar al cuerpo: C. Gent., 1. 2, c. 68. Por eso
«es el mismo hombre el que percibe, es el mismo el que entiende y siente»:
Summa Theologica 1, q. 76, a. 1. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid 1986,
462, 465, 474s.
61. C. Gent., 1. 2, c. 57 y 58.
perado intrínsecamente el dualismo dicotómico de los griegos,
que se suelda en la unidad sustancial de una sola naturaleza o
ser uno62.
2. El hombre es persona. En un paso ulterior de su discurso,
santo Tomás descubre en la inteligencia el constitutivo esencial
específico del ser humano y la clave de su parecido con Dios.
En efecto, la persona, que es el grado supremo en el orden de
la sustancia63, no es un algo indeterminado, sino un alguien au­
tónomo e independiente. Y esto, porque, merced a su entendi­
miento racional, como forma del cuerpo, ejerce pleno dominio
sobre sí misma y sobre las cosas y se asemeja a Dios con quien
guarda una relación locutiva64. Por eso se la puede llamar ser
adloquiado por Dios, como últimamente ha dicho Jiingel.
En razón de este poder cognoscitivo el hombre se abre al ser
en toda su extensión, lo conoce como tal y se identifica con él
de alguna manera y, en consecuencia, lo ama. «Cada sustancia
intelectual es en cierto modo todas las cosas, en cuanto que com­
prende todo el ser por su entendimiento»65. Todo hombre, añade
el santo; «posee una aptitud natural para conocer y amar a Dios;
dicha aptitud consiste en la misma naturaleza de la mente, que
es común a todos los hombres»66. Aquí radican, por tanto, la
trascendencia y libertad humanas, que explicamos a continuación.
a) Conocimiento intelectivo, base de la trascendencia huma­
na, Por el conocimiento el hombre se sobrepuja a sí mismo y se
instala en el área de la realidad como tal. Se hace con el ser de
las cosas y se dirige al Absoluto, pero no de modo adicional y
adventicio, sino por razón de su propia urdimbre y constitución
esencial, por su capacidad intelectiva. «En su misma acción cons­

62. Cf. J. B. Metz, Antropocentrism o cristiano. Sobre la form a de pensam ie­


nto de Tomás d e Aquino, Salamanca 1972, 91-92.
63. «Aquello que es com pletísim o en el género de la sustancia»: C. G ent.,
1.4, c. 18. «Máxima plenitud en la sustancia»; III Sent., d. 5, q. 3, a. 5. «Sustancia
completa, en sí misma subsistente, con independencia de otro sujeto»: Summa
Theologica III, q. 16, a. 12, ad 2.
64. «Es necesario decir que el entendimiento, que es principio de operación
intelectual, es la forma del cuerpo humano... Este principio, pues, por el que
entendemos primeramente, se llama entendimiento o alma intelectiva, es la forma
del cuerpo»: Summa Theologica I, q. 76, a. 1 y 3. «El alma se une al cuerpo por
el entender»: D e anim a, q. 8, ad. 15.
65. C. Gent., 1. 3, c. 112.
66. Summa Theologica I, q. 93, a. 4.
titutiva, nuestro entendimiento se halla abierto al infinito»67,
Esta nota es la característica propia del espíritu que, como enti­
dad abierta al ser, se hace acreedor de Dios, plenitud de ser, y
se asemeja a él68.
b) El conocimiento, fuente de la libertad. En la medida e
que el hombre se conoce a sí mismo y a las cosas, se adueña de
su propio ser y se libera de las cosas. De esta manera puede
disponer de sí y de sus actos y orientarse, por encima de los
seres finitos, al infinito y realidad por excelencia, al ser sin más,
a Dios que acapara su atención. Esta apertura ilimitada le permite
retornar sobre sí mismo y alcanzar su plena subjetividad (verse
por dentro), liberándose del entorno y alzándose por encima de
las cosas hacia el Absoluto, meta de su realización. «Cuanto más
permanezca el alma sometida a Dios, tanto más se someten en
el hombre los inferiores a los superiores»®9. «El fin último del
hombre (su felicidad) es su autorrealización suprema»70. Llegar
a Dios, suprema realidad, es para el hombre el modo de com­
prenderse a sí mismo y de obtener el rango ontológico que le
corresponde con plena autonomía de las cosas. Ahora bien, esta
operación es obra del entendimiento que le permite descubrir la
relación con las cosas y saber a qué atenerse respecto de ellas.
De esta concepción del hombre se deduce una consecuencia
importante: el ser humano no es una cosa entre las cosas, un mi­
crocosmos, como pensaron los griegos, sino la cima de la crea­
ción entera. Representa la síntesis más perfecta del devenir cós­
mico, a la vez que se constituye en permanente tensión al Abso­
luto71. Se encuentra inserto en un orden objetivo universal fun­
damentado en Dios, de modo que carece de sentido plantear su
problema desde sí mismo sin tener en cuenta la realidad de Dios.
La cuestión antropológica se trasciende de este modo en una
cuestión teológica, sin que por ello deje de preguntarse en qué

67. C. Gent., 1. 1, c. 43; Cf. Summa Theologica I, q. 78, a. 1c.


68. Cf. D e verit., q. 22, a. 2c. Cf. J. B. Metz, A ntropocentrism o cristiano.
Sobre la form a d e pensam iento de Tomás de Aquino\ K. Rahner, Espíritu en el
mundo, Barcelona 1963, 170ss.
69. Summa Theologica I, q. 95, a. 1 y 3; q. 6, a. 1; D e m alo, q. 3, a. 7; q.
4, a. 1.
70. C. Gent., 1. 3, c. 38; Summa Theologica I-II, q. 3, a. 2 y 5; q. 55, a. 2,
ad 3.
71. «El último grado de toda generación es el alma humana, y a ésta tiende
la materia com o a su última forma... El hombre es, pues, el fin de toda genera­
ción»: C. Gent., 1. 3, c. 22.
medida el hombre es ser, habida cuenta de las características
especiales que acompañan a la intelección y volición humanas.
Pe todos modos debemos recordar que hasta la edad moderna
no se pone la primera piedra del edificio de la antropología filo­
sófica en sentido propio72.

c) Edad moderna

Dejando a un lado el eje de la humanitas grecorromana y cris­


tiana, pero sin alejarse completamente de él, el pensamiento va
a discurrir por la senda de la autoconciencia. Sin necesidad de
recurrir a elementos foráneos, descubrirá en la propia intimidad
la razón nuclear del fenómeno humano, la personalidad.
Con la nueva física de Galileo (1564-1642) y Kepler (1571-
1630) y la anterior revolución de Copérnico (1473-1543), la ima­
gen antigua del mundo físico hace crisis y deja al hombre a la
intemperie ante los espacios infinitos que lo abruman y lo con­
vierten en minúscula partícula sin asideros y carente de significa­
ción propia.
Semejante visión de la realidad cósmica y el pesimismo antro­
pológico que comporta contribuyen al nacimiento de la filosofía
moderna basada en la clara intención de reivindicar el puesto y
valor singular de la razón humana, pues es ella la que, en defini­
tiva, descubre la estructura del universo y comprende su ser.
Lejos de sentirse elemento insignificante de este inmenso con­
cierto, el sujeto racional humano es la viva expresión y encarna­
ción real de esa «razón universal» que confiere vida a todo por
el pensamiento. Esta será la empresa de la nueva antropología
que alborea con la modernidad.
El hombre de este período histórico emprende un movimiento
hacia dentro de sí mismo con el fin de encontrar en su interior
la clave de su misterio y la defensa del peligro del mundo exter­
no. En este movimiento se descubre como pensamiento y activi­
dad mental. La res cogitans de Descartes, la caña pensante de
Pascal y el yo trascendental de Kant son pura subjetividad sin
ventanas al exterior. Puro acontecimiento espiritual o poder ocul­
to que, al carecer de soporte existencial concreto, diluye su liber­

72. Cf. W. Dilthey, Auffassung und Analyse des Menschen im 15. und 16.
Jaltrhundert, Góttingen 1958-1962, 1-90. También B. Groethuysen.A ntropología
filosófica, Buenos Aires 1951.
tad y se pierde como individuo, como ser independiente y autó­
nomo en el seno de una racionalidad universal amorfa73.
Si es verdad que todavía no puede hablarse de verdadera
antropología filosófica, porque no se estudia al hombre como un
todo integral, sino que se le reduce a una de sus partes, la razón,
no es menos cierto que en esta forma de pensamiento se encuen­
tra el germen del nuevo paradigma de lo que más tarde será
auténtica filosofía del ser humano. El descubrimiento de la subje­
tividad y el conocimiento del yo constituyen un poderoso fer­
mento y precioso hallazgo que orientarán la búsqueda que cam­
pea en nuestro tiempo74.
Tres son los pensadores que cubren este período marcado por
el nuevo planteamiento de la cuestión antropológica. Me refiero
a R. Descartes (1596-1650), a J. G. Herder (1744-1803) y a G.
W. F. Hegel (1770-1831). Es verdad que no son los únicos que
piensan de este modo, pero sí los más significativos y exponentes
más claros de la filosofía de esta época en sus diversos momen­
tos. En torno a ellos se hilvana la concepción del hombre de la
modernidad (racionalismo, ilustración e idealismo).

Descartes y el racionalismo. En el siglo XVII la filosofía se


emancipa de la teología de la mano de R. Descartes. Sin aban­
donar sus creencias religiosas, Descartes estudia al hombre, como
indicábamos al comienzo de este capítulo, en la medida en que
puede ser observado directamente, haciendo de la dimensión
corpórea objeto de las ciencias naturales, mientras que somete
el espíritu a la reflexión de la razón. Renace así un exacerbado^
dualismo, del más puro estilo platónico, que presenta al hombre
como máquina accionada por un agente espiritual. Dos realidades
heterogéneas que se interaccionan sin más nexo que el de la
conjunción operativa. Sin detenerse a exponer el contenido y
funcionamiento de semejante intercomunicación, el filósofo galo
ve en el alma el elemento sustantivo del yo humano, consideran­
do al cuerpo como mero instrumento. «Yo me consideraba en
primer término como poseedor de un rostro, de unas manos, de
unos brazos, y de toda esta máquina compuesta de hueso y carne,
tal como aparece en el cadáver, a la cual designaba con el nom­
bre de cuerpo»73.

73. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, Madrid 1988, 44-45.


74. Cf. Marías, J., El tema del hombre, Madrid 1968, 152.
75. R. Descartes, M editation seconde, en Oeuvres IX, 20, ed. Adam y Tan-
nery, París 1973, 20.
Mientras el cuerpo no pasa de ser mera estructura material
ajena a la actividad específica del yo, el alma, en cambio, consti­
tuye la parte esencial que distingue al hombre de los seres mate­
riales, haciéndolo capaz de emitir juicios y formular razonamien­
tos. Es el hombre propiamente reducido a pensamiento. «Concibo
muy bien que mi esencia consiste sólo en ser algo que piensa,
o en ser una sustancia cuya esencia o naturaleza toda es sólo
pensar»76.
No obstante Descartes se siente uno con su cuerpo, al que 110
considera como simple objeto ni emplea a capricho como mero
instrumento que se abandona cuando no es necesario. El hombre
Descartes se experimenta a sí mismo cómo «una sola persona
que tiene conjuntamente un cuerpo y un pensamiento» . Con
ello da a entender que la desnaturalización e instrumentalización
del cuerpo tiene lugar solamente en la reflexión filosófica del
autor y no en sus vivencias personales. A pesar de todo hay que
mantener la concepción dual del hombre en Descartes, que susti­
tuye la unidad sustancial humana por la unión operacional. Los
textos siguientes son un aval de lo que decimos. «Cuando Dios
una un alma racional a esta máquina, le dará su sede principal
en el cerebro»78. «El alma tiene su sede principal en la pequeña
glándula que hay en medio del cerebro»79. «Que el espíritu, que
es incorpóreo, pueda hacer mover al cuerpo, ningún razonamiento
ni comparación sacado de las demás cosas nos lo muestra, sino
una certísima y evidentísima experiencia diaria»80.
En resumen podemos decir que la acción y complementarie-
dad de alma y cuerpo, en Descartes, obedecen a una concesión
a la experiencia que viene a contradecir sus mismos principios
doctrínales. En este sistema el alma (res cogitans) y el cuerpo
(ires extensa) son irreconciliables entre sí como entidades dife­
rentes51.
Contemporáneo de Descartes y de la misma línea, a pesar de
sus diferencias, es Blas Pascal (1623-1662), que mitiga los exce­

76. R. Descartes, M editationx de la prem iére philosophie VI, 97, en Oeuvres


VII, 78. También D iscours d e la m éthodo IV, en Oeuvres VI, 33.
77. R. Descartes, A Isabelle, 28-VI-1643, en Oeuvres III, 694.
78. R. Descartes, Traite de l ’homme III, 28, en Oeuvres XI, 143.
79. R. Descartes, Traité des passions de l ’&me I, 34, en Oeuvres XII, 354-
355.
80. R. Descartes, Lettre aA rn au ld, 29-VII-1648, en Oeuvres II, 30-31, 222.
81. Cf. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro I, Madrid 1968, 39-55.
sos cartesianos, apelando a los sentimientos del corazón como
expresión pragmática de la realidad humana. El yo pienso de
Descartes es sustituido por la caña pensante pascaliana, cons­
ciente de su fragilidad constitutiva y de su inconsistencia sólo
sostenida por el favor de Dios. La conciencia de pequeñez es lo
esencial del hombre, a la par que fuente de su grandeza. «La
grandeza del hombre es importante porque se conoce miserable.
Un árbol no se conoce miserable»82. «El hombre no es más que
una caña, la más débil de la naturaleza; pero una caña pensante,..
Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento»83. Es
ésta una de esas verdades que se deben más al corazón que a la
razón.
La originalidad antropológica de Pascal consiste, por tanto,
en afrontar el problema del hombre, ser paradójico, a la luz de
los principios cristianos donde encuentra Ja respuesta verdadera
al angustioso interrogante de este ser efímero que da su justa
medida en su autosuperación. Sólo desde el propio pensamiento
y desde Dios es comprensible el ser humano. «No es en el espa­
cio donde debo buscar mi dignidad, sino en el arreglo de mi
pensamiento... Por el espacio, el universo me comprende y me
devora como un punto; por el pensamiento, yo lo comprendo..,».
«El hombre sobrepasa infinitam ente al hom bre... Escucha a
Dios»84.
Semejante exaltación del yo que piensa conducirá a la identi­
ficación del espíritu humano con Dios, que, a su vez, deifica a
la razón humana. Lo que en Descartes no pasa de ser simple
germen alcanzará su consumación en el panteísmo spinoziano
y más explícitamente en el monismo de Hegel, como veremos
más adelante.
La inteligibilidad del universo por parte de la mente humana
la convierte en creadora y ordenadora del mismo y, por lo mis­
mo, en Razón divina. Este es el paso que B. Spinoza (1632-1677)
da sin vacilaciones, al sostener que el espíritu humano conocedor
y amante de Dios es el mismo amor con que Dios se ama y el
mismo conocimiento con que se conoce a sí mismo85. Extensión

82. B. Pascal, Pensam ientos, 182. Tomados de la traducción de C. R. Dam-


pierre, B. Pascal. Obras. Pensamientos. Provinciales. E scritos científicos.'Opús­
culos y cartas, Madrid 1981.
83. Ibid., 200.
84. Ibid., 122 y 131.
85. «El intelectual amor de la mente a D ios es una parte del amor infinito
con que D ios se ama a sí mismo»: Etica, p. V, props. XXXVI.
y pensamiento son dos de los atributos infinitos de la sustancia
infinita (natura naturans) conocidos por el hombre porque él es
su manifestación y resultado (natura naturata)M.
No ve Spinoza al hombre desde su relación con Dios. Lo en­
tiende, más bien, como Dios mismo o modo de ser suyo. Pero,
como Dios es la naturaleza misma (Deus sive substantia sive
natura), el hombre resulta ser un ente exclusivamente natural,
una parte de esta gran naturaleza que se afana denodadamente
por permanecer en el ser. El hombre es, en definitiva, el ente en
el que Dios tiene conciencia de sí mismo a través de la mente
humana87. «La mente humana es una parte del entendimiento
infinito de Dios; y por esto, cuando decimos que la mente huma­
na percibe esto o aquello, no decimos otra cosa sino Dios, no
en cuanto que es infinito, sino en cuanto se explica por la natura­
leza de la mente humana, o sea, en cuanto constituye la esencia
de la mente humana»88.

J. G. Herder (1744-1803) y la ilustración. El dualismo antro­


pológico de la etapa anterior, explícito en la filosofía de Descar­
tes, es contrarrestado después en el idealismo alemán vinculado
a Kant, Fichte, Hegel y Schelling. Nos fijamos especialmente en
Kant como preámbulo, por ser el primero que plantea explícita
y formalmente la cuestión del hombre a nivel filosófico en sus
cuatro célebres preguntas, por más que su respuesta no cristalice
en una antropología sistemática89. Después centraremos nuestra
atención en J. G. Herder, al que podemos considerar punto de par­
tida de la antropología filosófica moderna. En su obra se encuen­
tran ya los rasgos fundamentales de la visión del hombre que más
tarde desarrollarán ampliamente los antropólogos A. Gehlen, A.
Portmann, K. Lorenz y otros actualmente en boga. Terminaremos
este apartado con un apunte sobre la antropología de Hegel donde
el hombre alcanza su grado máximo de esplritualismo.
/. Kant (1724-1804). No es el suyo un sistema propiamente
antropológico, como hemos indicado, ya que no acaba deí formu­
lar un concepto completo del hombre en su unidad totalitaria.

86. «La mente humana tiene un conocimiento adecuado de la existencia


eterna c infinita de Dios»; ibid., p, II, props. XLVII.
87. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 34-37.
88. E tica, p. II, props. XI.
89. «¿Qué puedo saber? ¿qué debo hacer? ¿qué me es permitido esperar?
¿qué es el hombre?»: I. Kant, O bras com pletas, ed. E. Cassirer, VIII, 343 = WW
IX, 25.
En su intento por fundamentar la verdad sobre el hombre, conci­
be a éste como alma que sabe, actúa y espera90.
A la pregunta «¿qué es el hombre?» no da una respuesta an­
tropológica estricta. Más bien sitúa al hombre en el seno de una
racionalidad trascendental infinita, ámbito y forma de todo cono­
cimiento, que impone al individuo humano o yo empírico unos
moldes que lo configuran como pensamiento limitado en tensión
constante hacia un sujeto trascendental. En esta quebrada o exci­
sión sitúa Kant al hombre. «(La ley moral) eleva mi valor como
inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la
cual la ley moral me revela una vida independiente de la animali­
dad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida
en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia
en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las con­
diciones y límites de esta vida»91.
Por consiguiente, el hombre kantiano no es más que una parti­
cipación finita del ser y del saber infinitos. Un yo finito, reflejo
de otro infinito, cuya captación exacta no es posible desde la
autoconciencia92. Ante esta imposibilidad, Kant se queda con
lo que en el hombre le parece lo más relevante y fundamental,
la razón o capacidad de conocer, De esta capacidad hace el obje­
to de la antropología, definida por él mismo como la «ciencia
del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollado»93.
En una palabra, Kant no concibe al hombre como resultado
de la evolución natural o producto de la dialéctica económica
y social, sino como espíritu que construye lo real penetrando los
diversos dominios del ser y se constituye como fin en sí. No es
un ser más de la naturaleza y en relación con ella, sino una per­
sona en su calidad de conciencia de deber y de responsabilidad.
Un ser sin ventanas al exterior que se construye recluyéndose
en su interioridad de espíritu finito. La personalidad, para Kant,
es la responsabilidad misma94 que brota del acto de conocer.

90. «Yo, como pensante, soy un objeto del sentido interior y me llamo alma»:
I. Kant, Crítica de la razón práctica, Buenos Aires 1973, 116.
91. I. Kant, C rítica de la razón práctica, 171.
92. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca
1993, 250-253. También M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 12-16, 40.
93. Cf. I. Kant, Anthropologie in pragm atischer Hinscht, en Werke VI, Wies-
baden 1964, 399. Cf. N. Hinske, Kants Idee der Anthropologie, en D ie Frage tuich
dem Menschen, Freiburg i. Br. 1966. También M. Heidegger, K ant y el problema
de la m etafísica, M éxico 1954, 171-182.
94. Cf. I. Kant, La religión dentro de los lím ites de la m era razón, Madrid
1969, 36-37.
J. G. von Herder, contemporáneo de Kant, viene siendo consi­
derado como el punto de partida de la antropología filosófica
actual por el arsenal de datos antropológicos que lega a la poste­
ridad. De él escribe A. Gehlen que bosquejó los rasgos capitales
de la visión científica del hombre. Es, por tanto, punto obligado
de referencia para su estudio filosófico. Exponemos brevemente
su pensamiento.
Dos son los aspectos o dimensiones que destacan en la con­
cepción herderiana del hombre: la retardación y el autoperfec-
cionamiento, obra de la libertad. Esta última faceta implica unos
elementos que conforman la estructura natural del ser humano.
A saber, la razón, la alteridad y la trascendencia. Los tres lo
configuran, en último término, como imagen de Dios95.
1. Retardación. Herder pone de manifiesto el aspecto caren­
cial del hombre en comparación con los demás animales para
hacer frente al entorno. Mientras la vinculación del animal con
su medio es consustancial y cuenta con los medios necesarios
para su defensa y desarrollo, el hombre, en cambio, se siente a
la intemperie porque carece de los instrumentos adecuados. Es
un ser débil, temeroso y desvalido que se va haciendo a medida
que evoluciona como ser unitario y no compartí mental ni estrati­
ficado. «Es seguro que el hombre está muy atrás del animal en
fuerza y seguridad del instinto; también es cierto que no tiene
en absoluto eso que en tantos géneros de animales llamamos
facultades o impulsos innatos»96. Esta carencia va a ser el punto
de arranque de su desarrollo como ser humano y, por tanto, la
raíz de su distinción específica.
2. Autoperfeccionamiento. Pero si es cierto el retraso inicial,
no lo es menos el alto grado de desarrollo y perfección adquirido
por encima del animal. La debilidad sensitiva e instintual es
suplida con creces por la perfección del cerebro que lo capacita
para ejecutar acciones que sobrepasan sus facultades naturales.
El hombre se muestra como ser progrediente que se hace a sí

95. Nuestra exposición se basa en su obra: Ideas para una filosofía de la


historia d e la humanidad, Buenos Aires 1959 y en los estudios de A. Gehlen,
El hombre. Salamanca 1987 y A ntropología filosófica, Barcelona 1993, 63-65.
Emplearemos también el comentario de W. Pannenberg, Antropología en p erspec­
tiva teológica, Salamanca 1993, 53-98.
96. Citado por A. Gehlen, El hombre, 95. Cf. Id., A ntropología filosófica,
63-64.
mismo en el ejercicio de sus facultades específicas. «No somos
propiamente hombres aún, pero llegamos a serlo día a día»97.
El germen y, a la vez, factor de este perfeccionamiento es la
razón y su derivado, la libertad. Ambas introducen una evidente
novedad en el proceso evolutivo ordinario que denota la presen­
cia de un principio originario distinto. Razón y libertad son sig­
nos y expresiones del alma, obra de la intervención especial de
Dios, que marca la pauta del desarrollo humano. Esta es la raíz
de su semejanza divina: el hombre es imagen de Dios. «En el
alma de hombre grabaste tu imagen, la religión y el sentido hu­
manitario. Los contornos de la estatua ya están prefijados, ocul­
tos en la masa del mármol; sólo el trabajo de esculpirla no lo
puede realizar éste por sí solo»98.
Del análisis del autoperfeccionamiento humano deduce Herder
los elementos y dimensiones constitutivas del hombre. Enumera
estas tres: razón, solidaridad y trascendencia.
1. Razón. Aparece en la orientación impresa en la vida huma­
na hacia su fin último frente al desorden y al azar. Pero la meta
última es Dios mismo, ideal de toda perfección. Inicialmente la
razón es mera disposición y simple capacidad que se va desarro­
llando en el constante ejercicio de sí misma con la ayuda de
otros hombres. Este perfeccionamiento es una obra conjunta en
la que está comprometida la especie humana entera, sin que por
ello se prescinda del esfuerzo personal de cada uno99. En una
palabra, la formación del hombre ha sido confiada «a su propio
cuidado y al de sus semejantes»100.
2. Solidaridad. Es resultado del elemento anterior, puesto que
el perfeccionamiento se lleva a cabo únicamente con el concurso
de los demás. Pero esta operación sería imposible sin la dimen­
sión de alteridad esencial al ser humano basada en la apertura
ontológica constitutiva, «Toda su estructura humana está conecta­
da con unos padres, mediante una generación espiritual llamada
educación, lo mismo que con sus amigos, maestros y todas las

97. Citado por S, H. Sunnus, D ie Wurzeln des modernen M enschenbildes


bei J. G. H erder, NUrnberg 1971, 86.
98. J. G. Herder, Ideas p a ra una filosofía de la historia de la humanidad
IX, 5, 2.
99. «Cada hombre se hace hombre solamente a fuerza de educación y porque
toda la especie no viene sino en esta cadena de individuos»: Ideas para una
filosofía de la historia de la hum anidad IX, 1.
100. Citado por A. Gehlen, El hombre, 264.
circunstancias en el curso de la vida... en definitiva con toda la
cadena que forma la especie»101.
3. Trascendencia. Es la meta del progresivo perfeccionamien­
to del hombre, cuyo destino último solamente es alcanzable en
un género de existencia completamente distinto. Nuevo nivel de
r e a lid a d ciertamente, pero esbozado ya en la vida terrena por la
orientación impresa en su mismo crecimiento102.
Los tres elementos citados, razón, solidaridad y trascendencia,
son los configuradores de la estructura humana haciendo del
hombre un ser esencialmente distinto y superior al resto de los
seres. Este ser singular es presentado por la fe cristiana como
imagen de Dios. Visión confirmada y esclarecida por los hallaz­
gos de las ciencias del hombre y de la antropología filosófica,
que hacen del dinamismo y la libertad notas típicas de Ja progre­
siva humanización de la persona humana. La clave de ello es,
para Herder, la plasticidad propia del existente humano que lo
aboca tanto a su perfectibilidad como a su corruptibilidad103.
En este sentido la influencia de agentes externos no añade ele­
mentos nuevos y complementarios a la naturaleza del hombre.
Solamente mueven su razón en el cumplimiento y desarrollo de
la disposición inserta en su ser alentada por la providencia divi­
na104.
Resumiendo, la concepción herderiana del hombre como irna-
go Dei incluye su participación activa en el proceso de perfec­
ción como momento de la misma actuación de la providencia
divina. Ello es posible por el carácter progrediente del ser huma­
no, que la antropología actual ha traducido correctamente por
historicidad.
W. Pannenberg ha sabido poner de relieve la repercusión de
estas ideas en la antropología filosófica contemporánea, de mane­
ra especial en H. Plessner, M. Scheler y M. Merleau-Ponty, don­
de destacan los aspectos de incumplimiento, autosuperación,
distanciamiento y autotrascendencia .
Incumplimiento, porque el hombre es un ser inacabado que
sólo llega a su plenitud en un orden nuevo superior, Autosupera-

101. ¡deas p a ra una filosofía de la historia de la hum anidad IX, 1.


102. Cf. ibid. V, 5.
103. Cf. ibid. IX, 1.
104. Cf. W. Pannenbei'g, Antropología en perspectiva teológica, 65-66.
105. Cf. ibid., 74-92.
ción, porque, reducidos los primitivismos orgánicos originarios
surge en el hombre una energía nueva calificada por algunos
antropólogos como espíritu. Distanciamiento, porque el hombre
es capaz de situarse frente a lo que no es él sin sumirse en ello.
Es lo que se viene llamando ex-centricidad, apertura o poder de
objetivación. Autotrascendencia, porque el hombre puede superar
los propios impulsos instintivos y situarse por encima de lo in­
mediato. Es algo que madura en el decurso vital del individuo
y que los antropólogos consideran característica peculiar de lo
humano.
En una palabra, para Herder, el hombre llega a ser tal por su
subjetividad, sin que ésta sea la causa última de su crecimiento,
sino el hecho de ser imagen de Dios. Una meta que el hombre con­
sigue al contacto con las cosas, en el trato con los demás hombres
y en la tendencia hacia Dios, horizonte y destino. Sólo en referen­
cia a Dios accede el ser humano completamente a sí mismo106.

G. W. F. Hegel (1770-1831) (idealismo). Aun reconociend


los datos antropológicos aportados por Fichte (1762-1814) y por
Schelling (1775-1844), nos vemos obligados a sobrevolar estos
pensamientos y centrarnos en Hegel, si bien dejamos constancia
del concepto del yo acuñado por ellos. Fichte lo concibe como
realidad dinámica y actividad esencial, reflejo y punto de apoyo
del Absoluto, que se realiza poniendo frente a sí el no-yo. Como
ha dicho P. Laín Entralgo, el yo de Fichte es ojo y no espe­
jo 107. Sin lo otro y sin los otros no sería posible el yo humano
fichteano108.
Schelling, por su parte, en diálogo también con Hegel, cifra
el fundamento de la antropología en la naturaleza entendida en
clave idealista. Por eso desarrolla la idea del yo como realidad
que se hace frente al no-yo o mundo de las cosas y de las perso­
nas. El yo humano se desarrolla poniendo y venciendo, a la vez,
al no-yo, a lo otro que el pensamiento109.

106. Cf. ibid., 87, 90.


107. Cf. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad d e l otro I, Madrid 1968, 102-
105.
108. «El hombre sólo entre hombres llega a ser hombre; y puesto que no
puede ser sino hombre, y no sería en absoluto si no lo fuese, debe haber hombres
y éstos tiene que ser varios»: J. Fichte, Grundlage des Naturrechles, en Werke
II, 43, ed. de Fr. M edicus, 1908-1912.
109. Cf. J. Marías, El tema del hombre, Madrid 1968, 223-237; H. Heimo-
soeth, La m etafísica m oderna, Madrid 1965, 165-230, 272-290.
Hegel abunda en esta idea, pero lleva al extremo el giro an­
tropológico iniciado en el racionalismo hasta alcanzar cotas que
no imaginaron ni Descartes ni el mismo Kant. Hegel desposee
a la persona por completo en favor de la Razón del mundo y del
Espíritu absoluto.
Es cierto que inicialmente parte del hombre real, definido co­
mo luz propia110, pero en su madurez se fija directamente en
la razón universal, cuya consumación y plenitud como autocon­
ciencia es el individuo humano en el cénit de su perfección. Por
eso hace del hombre la historización del Absoluto, su realización
dialéctica a través de los avatares de la existencia individual y
colectiva. Esta tesis apaga la originalidad de la pregunta por el
hombre y acaba con las pretensiones de la antropología filosófica
como ciencia especial. Sumergido el yo humano en el proceso
dialéctico del Espíritu, queda reducido a un momento de la con­
ciencia del Absoluto y pierde su singular originalidad111.
De todas formas no es fácil expresar esta compleja antropo­
logía en pocas palabras. Para facilitar su comprensión, trazamos
los rasgos más significativos, entre los que sobresalen tres funda­
mentales: el hombre como espíritu, como ser en devenir y como
ente comunitario. Los describimos rápidamente.
1. El hombre es espíritu. Este aspecto lo distingue de la na­
turaleza. Un segundo mundo por encima del natural por el que
el ser humano aparece como instrumento de la acción del Espíri­
tu. «Siempre es el hombre un ser en quien el Espíritu es acti­
vo»112. La raíz de este fenómeno son el pensamiento y la refle­
xión con base en la interioridad. Porque se sabe a sí mismo y
se abre a la universalidad del ser es por lo que el hombre, como
espíritu, se diferencia del animal. «Es un ser pensante; pero pen­
sar es saber de lo universal... Yo soy lo interno, simple; y sólo
por cuanto pongo el contenido en lo simple, hácese universal e
ideal»113.

110. «En cada hombre están la luz y la vida; él es la propiedad de la luz;


y no es iluminado por una luz a la manera de un cuerpo opaco que muestra un
resplandor que le es ajeno, sino que se enciende con su propia materia ígnea y
su llama le es propia»; G. W. F. Hegel, El espíritu del cristianism o y su destino,
citado por M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 42.
111. Cf. I. Fetscher, H egels Lehre vom Menschen, Stuttgart 1970.
112. G. W. F. H egel, Vorlesungen iiber die Philosophie d er W eltgeschichte,
introducción general, II, la. Tomamos la traducción de J. Marías, Et tema del
hombre, 239.
113. Ibid. II, Ib, en J. Marías, El tema d el hombre, 240.
Este principio nos da la clave de la antropología hegeliana,
que se asienta en la conciencia reflexiva entendida como relación
entre dos elementos, el yo que sabe y el objeto sabido. Resultado
de este encuentro es la conciencia o acto de saber que, cuando
tiene por objeto al propio yo, se hace autoconciencia, sede primi­
genia del espíritu y yo subsistente. «En la autoconciencia inme­
diata, el simple yo es el objeto absoluto, pero que es para noso­
tros o en sí la mediación absoluta y que tiene como momento
esencial la independencia subsistente»114. Más concretamente:
«El hombre, como espíritu, no es algo inmediato, sino esencial­
mente un ser que está vuelto sobre sí mismo»115. La autocon­
ciencia, por tanto, es la esencia del espíritu; en la medida en que
la posee el hombre, es y se le llama espíritu116.
2. El hombre es ser en devenir. La autoconciencia no es tran­
quila posesión de sí misma. Es impulso y actividad pura que obra
siempre en función de unos fines determinada por lo universal:
«El hombre debe determinar qué fin debe ser el suyo, pudiendo
proponerse como fin incluso lo totalm ente universal»117. En
esta autodeterminación se realiza el hombre sin que nunca llegue
a su plenitud, porque lo universal lo sobrepasa infinitamente. Es,
por tanto, un deber ser más de lo que es en cada momento, de
modo que, gracias a su conciencia, se sobrepuja a sí mismo y
se cumple como resultado de su propia actividad.
Si aparece al principio como mera posibilidad, una vez cumpli­
da su obligación radical, se presenta como hechura de sí mismo,
a diferencia del animal que todo lo encuentra hecho. «El hombre
tiene que hacerse a sí mismo lo que debe ser; tiene que adquirirlo
todo por sí solo, justamente por que es espíritu; tiene que sacudir
lo natural. El espíritu es, por tanto, su propio resultado»118.
3. El hombre es ser comunitario. En este proceso de forma­
ción, el sujeto humano se abre en primer lugar a la realidad exte­
rior, y e n este mismo movimiento se dirige a otras conciencias
distintas de la suya en las que se reconoce a sí mismo. Es lo que
Hegel llama conciencia de s í general o relación de una concien­
cia de sí con otra conciencia de sí distinta. Este encuentro es

114. G. W. F. H egel, Fenom enología del Espíritu, M éxico 1971', 117.


115. Ibid., 240.
116. Cf. ibid., 113, 128-130. También J. W. Adorno, Tres estudios sobre
H egel, Madrid 1973, 17-46.
117. Ibid.
118. Ibid.
defínitorio del hombre en tanto que hombre, porque ambas con­
ciencias son luz que ilumina la identidad humana. La distinción
entre ambas queda intacta, sin embargo, ya que cada una refleja
la luz según su propia inmediatez existencial. El cuerpo es el
vehículo de esta intercomunicación.
Los siguientes textos avalan nuestras consideraciones: «La na­
turaleza de la humanidad reside en tender apremiantemente hacia
el acuerdo con los otros y su existencia se halla solamente en la
comunidad de las conciencias llevada a cabo»119. «El espíritu
de la comunidad es así, en su conciencia inmediata, separado de
su conciencia religiosa, la que proclama, ciertamente, que estas
conciencias no están separadas en sí, pero un en sí, que no se ha
realizado o que no ha devenido todavía absoluto ser para sí»120.
En opinión de Hegel, mientras dure la historia, la relación
entre las conciencias de sí será imperfecta e inconclusa. Sólo
llegará a su cumplimiento y absoluta perfección cuando los hom­
bres aprendan a contemplarse unos en otros por vía de identidad.
En ese momento saldrá a la luz la conciencia de sí general. Es
el momento del «reino del Espíritu», la síntesis total, el Absoluto.
Este largo proceso, cuya fuerza de crecimiento es la abstrac­
ción progresiva de lo sensible, consiste en la transformación de
la conciencia de sí imperfecta en conciencia de sí plena mediante
el encuentro interpersonal. Este, además de cooperación entre
personas, es forma de ser, dimensión ontológica del hombre, que
solamente alcanza su plenitud en la integración en una unidad
más alta por vía dialéctica. Solamente de esta manera se cumple
en él mundo el reino del Espíritu. «Un Yo que es un Nosotros
y un nosotros que es un Yo»m .
En las siguientes palabras de su Fenomenología del Espíritu
encontramos un resumen de este pensamiento antropológico:
«Este movimiento de la autoconciencia en su relación con otra
autoconciencia se representa, empero, de este modo, como hacer
de la una; pero este hacer de la una tiene él mismo la doble
significación de ser tanto su hacer como el hacer de la otra;
pues la otra es igualmente independiente, encerrada en sí mis­
ma... El movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento
duplicado de ambas autoconciencias. Cada una de ellas ve a la
otra hacer lo mismo que ella hace; cada una hace lo que exige

119. G. W. F. H egel, Fenom enología del Espíritu, 46.


120. G. W. F. H egel, H istoria de Jesús, Madrid 1987, 125.
121. G. W. F. H egel, Fenom enología del Espíritu, 147.
de la otra y, por tanto, sólo hace lo que hace en cuanto la otra
hace lo mismo; el hacer unilateral sería ocioso, ya que lo que
ha de suceder sólo puede lograrse por la acción de ambas»1",
Resumiendo, más que una explicación del hombre individual
y concreto, el sistema hegeliano es una interpretación de la reali­
dad global, en cuyo seno queda sumergido el individuo humano
sin independencia ni autonomía. Es el trabajador por cuenta
ajena, cuya actividad está orientada a la realización del Absoluto.

d) Epoca contemporánea

Si en la etapa anterior se estudió al hombre desde el interior


de sí mismo, en el período siguiente se le indaga en su trato con
la naturaleza y en su devenir histórico. El dominio científico y
técnico, que obligó al hombre ilustrado a recluirse en su propia
intimidad ante la grandeza insondable del universo exterior, pre­
senta la realidad como objeto de conquista y concibe la existen­
cia propia como actitud dominadora de lo que no es él. De este
modo nació el egocentrismo filosófico de Descartes, Kant y sus
epígonos. Es un espíritu calculador y dominante que, según M.
Scheler, «conduce a una idea del progreso en que sólo parece
valer el ser más respecto de un término de comparación» y don­
de «se levanta un sistema de seguridades, mediante el cual se
gobierna y castiga a sí m ism o»123. No es extraño, por tanto,
que el egoísmo, la desconfianza y la competición calculadora
aparezcan como características que marcan la pauta del quehacer
antropológico de aquella época.
Pero muy pronto surgen nuevos sistemas que auguran un cam­
bio radical en la concepción del hombre y de ia realidad. Frente
a la hostilidad y cerrazón ante el mundo, nace ahora una actitud
de confianza y reconciliación que obligan al hombre a definirse
desde su relación con la naturaleza y desde su incesante creci­
miento. Un ser progrediente que se construye al filo de sus actos
libres en el mundo. El concepto de hombre se troca por el de
existente humano, con todo el dinamismo que comporta el térmi­
no ex-istencia, que lo muestra como ser dinámico que alcanza
su plenitud en el trato con las cosas y con sus semejantes. Se
hace a sí mismo y no tiene otra meta que su propio ser y la opti­

122. Ibid., 114,


123. M. Scheler, Vom Umsturz der Wcrte II, Leipzig 1923, 260.
m ación del conjunto de relaciones existenciales que lo configuran
c0mo entidad absoluta dentro de la colectividad.
Precursores inmediatos de esta nueva antropología son dos
pensadores, harto diferentes, que saben habérselas con el hombre
en su inmediatez existencial. Me refiero a Ludwig Feuerbach
(1804-1872) y a Soren Kierkegaard (1813-1855). Ambos procla­
man la vuelta al hombre concreto histórico sin las elucubraciones
de la modernidad124.
L. Feuerbach, haciendo una reducción antropológica de la
metafísica hegeliana, facilita al marxismo la peculiar concepción
del ser humano como realidad eminentemente social. Kierkegaard
es punto obligado de referencia para entender la antropología
existencialista posterior.
Para ordenar este período complejo y complicado, articulamos
el presente apartado en los siguientes puntos: antropología mar­
xista, antropología personalista, antropología existencialista y
antropología estructuralista. No hacemos un estudio completo
de cada uno de estos sistemas. Nos limitamos a indicar su origi­
nalidad respecto del período anterior, originalidad que obedece
a exigencias del realismo científico propio de la época.

Concepción marxista del hombre. Para comprender al hombre


marxista, es necesario conocer la reducción antropológica de
Feuerbach. El fue el primero que, para fundamentar al ser huma­
no desde sí mismo, se opuso a la metafísica hegeliana tomando
como punto de partida de su reflexión al hombre concreto, tal
como aparece en su relación con los demás. «La esencia del
hombre, escribe, sólo está contenida en la unidad del hombre con
el hombre y tal unidad se apoya sobre la realidad de la diferencia
tú y yo. También pensando y como filósofo soy yo hombre con
el hombre»125. Sólo el conjunto humano (hombre génerico) es
el sujeto de los atributos y propiedades humanas que, si en el
presente no son más que deseo y aspiración, mañana serán reali­
dad lograda. «Lo que el hombre imagina como Dios no es sino

124. Cf. J. M. Ibáñez Langlois, Introducción a la antropología filosófica,


Pamplona 1980, 102-104.
125. L. Feuerbach, Sdm tliche Werke II, Stuttgart-Bad Connstat 1959, 318.
Sobre Feuerbach interesan M. Cabada, E l humanismo prem arxista d e Feuerbach,
Madrid 1975 y P. Cerezo Galán, La reducción antropológica de la teología.
Historia d el problem a y reflexión crítica, en Varios, Convicción de f e y crítica
racional, Salamanca 1973, 135-223. Es útil también la lectura de M. Xaufflaire,
Feuerbach e t la théologie d e la sécularisation, Paris 1970.
la representación que hace el individuo humano de su espe­
cie» . Más concretamente todavía: «La esencia divina es la
esencia humana, o mejor, la esencia del hombre prescindiendo
de los límites de lo individual, es decir, del hombre real y corpó­
reo, objetivado, contemplado y venerado como un señor extraño
y diferente de sí mismo. Todas las determinaciones del ser divino
son las mismas que las de la esencia hum ana»127.
Significa esto que el individuo humano, limitado y finito en
su realidad empírica, tiende a algo que supera su finitud concre­
ta, encontrándolo en los otros que lo completan y liberan. Esta
tendencia misteriosa hacia lo infinito, ínsita en su naturaleza,
constituye su esencia. Pero no es descubierta en la idea abstracta,
sino en su realidad existencial comunitaria. «La soledad es fini­
tud y limitación; la comunitariedad es libertad e infinitud... El
hombre con el hombre (la unidad del yo con el tú) es Dios»128,
En una palabra, el hombre feuerbachiano no es tanto el individuo
como la comunidad, el hombre con el hombre, la humanidad.
También F. Nietzsche hace suya la reducción antropológica
expuesta. Resumimos brevemente este pensam iento antes de
abordar la antropología marxista.
En su intento por explicar el origen y desarrollo de la moral,
Nietzsche concibe al hombre como una especie 110 terminada to­
davía. Es el «animal no fijado aún», que pretende ser más que
lo que está siendo y que lo conseguirá en el superhombre, una
vez llevadas al cénit de su cumplimiento las propiedades del hom­
bre actual. Este no es más que el embrión de ese otro hombre
futuro que hará realidad su voluntad de poder en el cumplimiento
de su propia promesa129. El hombre se cumplirá en el superhom­
bre, que no es otra cosa que lo que hoy se entiende por Dios.
Después de esta breve introducción abordamos ya el tema del
hombre en el marxismo, indicando solamente los rasgos distinti­
vos de esta antropología sobre la que existe amplia literatura130.

126. L. Feuerbach, Sam tliche Werke II, 259.


127. L. Feuerbach, La esencia d el cristianism o, Salamanca 1975, 63.
128. L. Feuerbach, Sám tliche Werke II, 328.
129. Para este tema interesa, sobre todo, F. Nietzsche, La genealogía de la
m oral II, en Obras com pletas, Madrid 1932-1951; también L. Jiménez Moreno,
N ietzsche, Madrid 1972, 43-63 y J. Chaix-Ruy, El superhombre. D e Nietzsche
a Teilhard de Chardin, Salamanca 1969; asim ism o H. de Lubac, El dram a del
humanismo ateo, Madrid 1949.
130. Sobre este tema destacamos los siguientes títulos: G. Guijarro, La con­
cepción d el hombre en M arx, Salamanca 1975; C, Valverde, Los orígenes del
La significación del marxismo para la antropología filosófica
eS relevante, pues no en vano «fue Marx el primero que empren­
dió el intento de leer e interpretar antropológicamente las nuevas
circunstancias de la sociedad industrial capitalista que estaba
surgiendo»131.
Desde su innegable materialismo, el marxismo acepta la dia­
léctica hegeliana del Espíritu convirtiéndola en dialéctica de la
materia. Según esta dialéctica no existe más que la materia en
constante evolución, cuya suprema manifestación y producto
elaborado es el cerebro humano. Este segrega conciencia espiri­
tual, que no pasa de ser materia evolucionada en grado sumo.
A este proceso Lenin y Estalin lo llamaron materialismo dialécti­
co marxista132, que se completa con el materialismo histórico,
en el sentido de que el fundamento material de la vida es consi­
derado también como el factor principal de la historia huma­
na133. En efecto, la situación económica y social crea una serie
de superestructuras e ideologías destinadas a asegurar una forma
de vida favorable a las clases económicamente fuertes y contraria
a los más débiles, de suerte que el individuo humano queda redu­
cido al «conjunto de sus relaciones», disolviéndose en ellas134.
Con todo esto el marxismo no ha pretendido ofrecer una ima­
gen global del mundo, sino hacer una reducción sociológica de
la metafísica hegeliana, marcando así la senda que conduce a la
sociedad, y al hombre en ella, a la cima de su perfección135.
Es un nuevo humanismo, cuyo primado corresponde a la autoli-
beración y autogénesis del hombre.
Al hilo de esta doctrina el marxismo descubre tres dimensio­
nes constitutivas del ser humano: laboral, social e histórica, El
hombre es, por tanto, un ser que trabaja, que vive en sociedad
y que tiene lugar en la historia. Las tres notas son esenciales,

marxismo, Madrid 1974; G. Markus, M arxismo y antropología, Barcelona 1974;


J. Alfaro, D e la cuestión del hombre a la cuestión de D ios, Salamanca 1988.
Interesan también autores como Garaudy, A. Schaff, R. M ondolfo y otros.
131. J. Moltmann, El hombre. Antropología cristiana en los conflictos del
presente, Salamanca 1973, 73.
132. «El materialismo filosófico de Marx parte del principio de que el mundo
es, por su naturaleza, material,,, que el mundo se desarrolla según las leyes del
movimiento de la materia y no tiene necesidad de ningún ‘espíritu universal’»:
J. Sialin, D el m aterialism o dialettico e d el m aterialism o storico, Mosca 1 9 4 7 ,15s.
133. Cf. F. Engels, Anti-Dühring, Madrid 1968, 30.
134. Cf. K. Marx-F. Engels, Sobre la religión, Salamanca 1974, 116.
135. Cf. M, Buber, ¿Qué es el hombre?, 50.
En su configuración intervienen otros factores que conviene
destacar, tales como la alienación, la dependencia, la praxis y
la historia.
Con el término alienación se designa al hombre despojado de
sus atributos reales y radicalmente frustrado. Es fruto de la clase
social dominante y se presenta como «una situación histórica
concreta en la que el hombre se ha perdido»136. Consecuencia
de lo anterior es la dependencia o estado de sometimiento del
hombre a elementos y agentes externos que actúan sobre él (fuer­
zas naturales, instituciones, clase social, ideología religiosa).
Solamente una acción organizada del hombre es capaz de superar
esta situación. La praxis, clave en el sistema marxista, es el fac­
tor humano de liberación por excelencia. Sólo actuando sobre
la naturaleza, se realiza el hombre a sí mismo y se independiza
de todas las fuerzas alienantes y opresoras. La historia, creación
del hombre, es, a su vez, modeladora del mismo. Constituye el
testimonio de la creación del hombre por sí mismo sin necesidad
de recurrir a entidades foráneas de orden superior. Es fruto del
obrar humano y se decanta en estos momentos por una forma de
sociedad igualitaria en la que cada uno aporte según sus posibili­
dades y reciba según sus necesidades .
Después de éstos preámbulos podemos comprender mejor las
tres dimensiones constitutivas del ser humano marxista indicadas
más arriba: práxica, social e histórica. Las exponemos brevemen­
te138.
1. El hombre es un ser que trabaja. Esta dimensión brota de
la relación del hombre con la naturaleza. Tiene un aspecto cons­
titutivo y dialéctico, en cuanto que el ser humano sólo construye
su ser actuando sobre su entorno natural. Sometiendo la naturale­
za por el trabajo, se hace a sí mismo. Es lo que se ha llamado
desde Marx «naturalización del hombre y humanización de la
naturaleza». Con ello, además de satisfacer sus necesidades, hace
suya su esencia mediante su actividad. Los textos siguientes
avalan nuestras afirmaciones:

136. J. Alfaro, De la cuestión d e l hombre a la cuestión de D ios, Salamanca


1988, 165.
137. «Como para el hombre socialista toda la llam ada historia universal no
es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano, el devenir de
la naturaleza para el hombre, (éste) tiene la prueba evidente, irrefutable, de su
nacimiento de sí mismo, de su proceso de originación»: K. Marx, Manuscritos,
Madrid 1968, 155.
138. Cf. J. Lacroix, Marxisme, existentialisme, personalism e, Paris 1966, 27s.
«La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre... El hom­
bre vive de la naturaleza, lo que quiere decir que la naturaleza
es su cuerpo, al cual debe permanecer unido por un proceso
constante para no morir. Que la vida física y espiritual del hom­
bre esté ligada a la naturaleza significa que la naturaleza esté
ligada consigo misma, ya que el hombre es una parte de la natu­
raleza... Pero es en la elaboración del mundo de los objetos como
el hombre se afirma como ser específico. Esta producción es su
vida específica. Gracias a ella la naturaleza aparece como su obra
y su realidad. El objeto del trabajo es, por tanto, la objetivación
y la vida específica dei hombre, en la medida en que se desdobla
no intelectualmente, como la conciencia, sino activamente, y se
contempla a sí mismo en el mundo creado por él...». «El resulta­
do esencial de la producción... es la existencia del hombre»139.
H. Lefebvre añade por su parte: «El hombre nace y se realiza
en aquello que es ‘otro’ con relación a él, en aquello que lo
niega y que él niega, y que sin embargo le está íntimamente
unido: la naturaleza... La naturaleza se vuelve humana; alrededor
del hombre, en el hombre, se vuelve un mundo, una experiencia
organizada. Y el hombre se vuelve naturaleza, existencia concre­
ta, potencializada. La labor humana humaniza la naturaleza alre­
dedor de los hombres. Y la naturaleza se interioriza humanamen­
te deviniendo vitalidad lúcida, energía instintiva liberada de las
limitaciones del instinto natural y pasivo. La naturaleza humana
es una unidad, un intercam bio de ser, un superar la separa­
ción»140.
2. El hombre, ser social. El trabajo no sólo cumple una fun­
ción mediadora respecto de la naturaleza. Es también medio de
la sociedad humana, en cuanto que su producto está destinado
a satisfacer las necesidades de subsistencia de todos los hombres.
Por eso no sólo perfecciona al sujeto que lo realiza, sino que
repercute también en la realización de la humanidad hasta su
completa perfección. Esta se alcanza en la relación de unos con
otros mediante el lenguaje y las instituciones, obra de la acción
humana. Hay, pues, un círculo dialéctico en el que el hombre
se relaciona con la naturaleza a través de sus semejantes y con
éstos a través de aquella. El agente de esta relación es el trabajo,
139. K. Marx, M anuscritos: econom ía y filosofía, Madrid 1970, 88, 135,
145ss.
140. H. Lefebvre, El m aterialism o dialéctico, Buenos Aires, 175. Cf. asimis­
mo K. Marx, El capital, Madrid 1970, 187; F. Engels, D ialéctica de la naturaleza,
M éxico 1961, 142, 146.
de modo que «la relación del hombre consigo mismo sólo cobra
para él existencia objetiva, real, mediante su relación con el otro
hombre»14'.
Esta afirmación estriba en el hecho de que, al hacerse más
hombre por el trabajo, el individuo se une más a la humanidad
entera, conquistando así su ser objetivo. En la realización del
hombre existen dos clases de mediación, la de la naturaleza y
la de la sociedad. Ambas son necesarias para su cumplimiento
definitivo. «La esencia humana de la naturaleza no existe más
que para el hombre social, pues sólo así existe para él como
vínculo con el hombre, como esencia suya para el otro y existen­
cia del otro para él, como elemento vital de la realidad humana...
La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con
la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el natu­
ralismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la
naturaleza»142.
De ahí que el marxismo no conciba la esencia humana como
un universal abstracto inherente a cada individuo, sino como «el
conjunto de las relaciones sociales». Estas son las que determinan
el verdadero ser de cada uno143. Decididamente Marx cifra la
perfección del hombre no en la hostilidad, sino en la reciprocidad
de conciencias, o lo que es lo mismo, en el reconocimiento y
aceptación del hombre por el hombre en base a su igualdad radi­
cal. Sumamente expresivo a este respecto es el texto siguiente:
«Cada una de las relaciones con el hombre — y con la natura­
leza— ha de ser una exteriorización determinada de la vida real,
que corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin desper­
tar amor; esto es, si tu amor en cuanto amor no produce amor
recíproco; si mediante una exteriorización vital como hombre
amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente,
una desgracia»144.
Según la doctrina marxista más genuina, la sociedad no revis­
te solamente el carácter de medio para el hombre. Tiene, sobre
todo, el sentido de verdadero fin de la vida humana. Es dimen­
sión esencial constitutiva. «El mismo se convierte en ser social,
y la sociedad, a través de este objeto, se convierte para él en
ser»145. Solamente en la vida comunitaria se pone en juego esa
141. K. Marx-F. Engels, Sobre la religión, 142.
142. K. Marx, M anuscritos, 145-146.
143. Cf. K. Mars-F. Engels, Sobre la religión, 161, 241.

145. Ibid., 149.


propiedad esencialmente humana que es la libertad. En el trato
con los hombres es como el hombre ejerce verdaderamente su
libertad personal y puede desarrollarla en plenitud.
3. El hombre es ser histórico. Las dimensiones práxica y
social del hombre lo hacen esencialmente histórico. Un ser en
devenir, resultado de su propia acción llevada a cabo en el tiem­
po. Proceso de tem poralización, en cuanto que, al construir la
historia, es construido por ésta. Mediante su actividad, además
de transformar la naturaleza en provecho propio, crea todas aque­
llas determinaciones que lo hacen posible a él (instrumentos,
instituciones, medios, organizaciones). Todo ello es efecto de una
actividad temporal mediante la cual adapta su organismo y su
medio a sus necesidades creándose a sí mismo y a la sociedad.
«Qomo para el hombre socialista tocia la llamada historia univer­
sal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo
humano, el devenir de la naturaleza por el hombre, (éste) tiene
la prueba evidente, irrefutable, de su nacimiento de sí mismo,
de su proceso de originación»U6. No obstante hay que recono­
cer que los hombres no construyen su historia libremente, sino
a impulsos de un movimiento dialéctico interno que los obliga
a actuar en condiciones impuestas y en modo alguno elegidas
por ellos. Están sometidos a un ritmo que, por su misma índole,
debe continuar indefinidamente por encima de los individuos
concretos.
Conclusión: El hombre total del marxismo: De los principios
expuestos el marxismo deduce su teoría del hombre total, cuyas
características esenciales son la autoposesión y la independencia
de poderes foráneos que dan lugar a la plena libertad. Se logra
solamente en la reconciliación consigo mismo, superadas todas
las contradicciones naturales e históricas en un nuevo orden
humano y social intrahistórico. Señalamos brevemente las princi­
pales etapas de este proceso:
1. Experiencia de la propia debilidad e impotencia ante las
fuerzas desbordantes de la naturaleza e intentos de superación.
2. Lucha por la existencia, superando la naturaleza y constru­
yendo su esencia mediante su acción (praxis).
3. Construcción de una naturaleza artificial (superestructura)
que lo somete con sus determinismos técnicos y sociales creando
en él un estado de contradicción y de desgarro (lo inhumano del
hombre y las ideologías).

146. Cf. supra, nota 137.


4. Dominio sobre las estructuras por interiorización lúcida,
logrando liberarse de toda opresión social externa mediante la
creación de una clase social única basada en la igualdad radical
humana. El hombre total será el sujeto que se opone y supera
al objeto por vía de unificación.
En este estado de liberación integral, más que el individuo
concreto, es la comunidad humana la que se libera, de cuya liber­
tad participan los individuos. Por eso el hombre total, en opinión
del marxista H. Lefebvre, es el individuo libre en la comunidad
libre147.
Sólo este ideal dota de sentido al devenir y coloca el futuro
absoluto más allá de la muerte individual contra la que lucha el
hombre, aunque no puede vencerla definitivamente. En este ince­
sante desafío tiende al ser que desea participar plenamente para
transmitirlo a la posteridad en la que se perpetúa. Para esta tarea
solamente vale un criterio, el de la praxis, a saber: «eliminar
aquello que detiene el movimiento, lo que lo separa y disocia,
lo que impide la superación»148.
El hombre en el personalismo (M. Scheler, M. Buber, E.
Mounier). Aunque la antropología de Max Scheler (1874-1928)
difiere notablemente del personalismo de Martin Buber y de Em-
manuel Mounier, exponentes máximos de esta corriente de pensa­
miento, no por ello deja de revestir importantes matices persona­
listas que justifican su inclusión en este apartado.
M. Scheler coincide con los personalistas en que, inspirándose
como ellos en la fenomenología de Husserl, no concibe al hom­
bre como un ser híbrido, sino como realidad integralmente huma­
na, cuyo elemento específico sólo se entiende desde la naturaleza
común del ser vivo, aunque no se reduzca a ella, puesto que,
como afirma Buber, «ni siquiera el hambre del hombre es el
hambre de un animal»149.
El problema que plantea Scheler es el de la comprensión de
la totalidad específica representada por el ser humano. Por eso
intenta configurar, en torno a la idea unitaria del hombre en
confrontación con el vegetal y el animal, una antropología filosó­
fica estricta, distinta de cualquier otra ciencia humana. A esto
alude el título de su obra fundamental en esta materia, El puesto

147. Cf. H. Lefebvre, El m aterialism o dialéctico, Buenos Aires 1969, 192;


cf. 173-197.
148. Ibid., 195.
149. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 80.
¿el hombre en el cosmos, de 1928150. En ella sostiene el autor
que los problemas planteados por el hombre acerca de sí mismo
alcanzan ya su cénit y que, por lo mismo, se inicia ahora una
investigación nueva que rompe los moldes tradicionales de la
teología, la filosofía y las ciencias, aunque aprovecha los hallaz­
gos de éstas últimas. Por eso Scheler contempla al hombre emer­
giendo del reino animado y dirigiéndose al espíritu como a su
peta específica. Exponemos esquemáticamente el contenido de
esta doctrina151.
Indudablemente se trata de un saber antropológico o reflexión
filosófica sobre el hombre centrada en la dimensión que lo hace
irreducible al orden biológico, el espíritu. Scheler plantea la
cuestión en estos términos: ¿Qué es el hombre y cuál es su pues­
to en la escala de la vida? Para responder a esta pregunta, el pen­
sador alemán compara el ser humano con los demás vivientes.
De esta manera puede determinar lo específico desde lo que es
común a unos y otro. Pero una cosa es evidente: el hombre no
presenta novedad fundamental alguna de tipo biológico, aunque
en su comportamiento peculiar aparecen signos claros de distan-
ciamiento. ¿A qué es debida semejante innovación? Al espíritu
ciertamente. Entonces es obligado preguntarse por esta nueva di­
mensión. Además de lo que diremos en capítulos posteriores so­
bre este particular, conviene hacer aquí las precisiones siguientes.
Scheler entiende por espíritu un principio o dimensión enrai­
zada en el área vital, pero irreducible a ella. Es la capacidad de
autoposesión y trascendimiento que permite al individuo adueñar­
se de su realidad y rebasar su entorno. En este dominio consiste
precisamente el espíritu. Comentando estos principios, M. Buber
llega a decir que el espíritu en Scheler no es algo que es, una
entidad desencarnada, sino algo que acontece o algo que ocurre
de pronto152. Desprovisto de recursos propios, el hombre se va­
le de su capacidad intelectiva, mediante la cual modifica el me­
dio natural adaptándolo a sus exigencias y a sus fines.
Dos son, por tanto, las categorías que conforman el espíritu
según Scheler: la apertura y el dinamismo. Por la primera se

150. Cf. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires 1938.
En nuestro comentario usamos la edición de 1960. De la inmensa bibliografía
sobre M. Scheler destacamos A. Pintor Ramos, La antropología filosófica de Max
Scheler, en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías del siglo XX, Salamanca 31983,
79-100.
151. Cf. nuestra obra El hombre, ¿quién es?, Madrid 1988, 61-63.
152. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 131-133.
sitúa el hombre frente a la realidad y la sobrepuja; por la segun­
da se convierte en continuo proceso de autorrealización. Ambas
lo proyectan hacia un horizonte superior que rebasa los límites
de las cosas concretas. «El hombre es el ser vivo que puede
adoptar una conducta ascética frente a la vida... Puede reprimir
y someter los propios impulsos»153.
El amplio mundo de la civilización y la cultura, fruto de la
transformación de la energía instintiva en actividad espiritual,
es el más claro exponente de esta capacidad. Por tanto el espíritu
así entendido no es una entidad desencarnada, sino una dimen­
sión propiciada por la confrontación del instinto con el mundo.
Mientras las fuerzas instintivas no rebasan la inmediatez de las
cosas, el espíritu, en cambio, vence esta resistencia haciendo de
su superación su cuna y su corona, su propia vida. Este poder
coloca al hombre en la cota más alta alcanzada por la naturaleza
en su proceso evolutivo, cuyo rasgo distintivo es la universaliza­
ción y la independencia. «La propiedad de un ser espiritual es
su independencia, libertad o autonomía esencial frente a los lazos
y presión de lo orgánico, de la vida... Tal ser espiritual ya no
está vinculado a sus impulsos y al medio, sino que, libre frente
al medio, está abierto al mundo. Tal ser tiene mundo» 154.
Este poder de significación y de responsabilidad es obtenido
por vía de sublimación de la energía vital e instintiva del ser
natural. «El advenimiento de la humanidad representa la más alta
sublimación conocida por nosotros y a la vez la más íntima
unión de todas las regiones esenciales de la naturaleza»155.
Ni que decir tiene que el espíritu scheleriano es el hombre
mismo, en cuanto que toma conciencia del mundo y objetiva su
propia naturaleza, sobrepujándola y adentrándose en la esfera de
los valores perdurables. En efecto, el hombre se hace tal «me­
diante la conciencia del mundo y de sí mismo y mediante la
objetivación de su propia naturaleza psicológica que son los
caracteres específicos del espíritu.., el ser actual de su espíritu
y de su persona es superior incluso a las form as del ser propias
de este ‘mundo’ en el espacio y en el tiempo»156. Al centro o
núcleo activo de esta realidad Scheler lo llama persona157.

153. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, 85: «Es el ser que sabe
decir no, e l asceta de la vida, el eterno protestante contra toda mera realidad».
154. Ibid., 64.
155. Ibid., 103-104.
156. Ibid., 132.
157. Cf. ibid., 6 3 ,7 0 , 75.
M. Buber (1878-1965). Este pensador austríaco de origen
judío es seguidor de M. Scheler, pero se distancia del maestro
en cuestiones tan puntuales como la misma concepción del espí­
ritu. Frente a la idea scheleriana de resistencia y superación del
medio, M. Buber concibe el espíritu como poder de captación
del mundo en imágenes, en conceptos y palabras. La peculiaridad
humana no es ya la ruptura, sino su peculiar inclinación hacia
los seres en tanto que reales, independientes y duraderos, es
decir, como entidades que poseen una dimensión de realidad
propia. Por eso no parte de la autoconciencia para captar la esen­
cia de lo humano, sino del análisis de las relaciones del hombre
con las cosas y con los hombres, del encuentro158. El meollo
de lo humano, por tanto, es la alteridad y la respectividad.
En el opúsculo Yo y tú, de 1923, aparecen ya las ideas funda­
mentales sobre el tema antropológico, que irá perfilando en sus
obras posteriores, de manera especial en ¿Qué es el hombre? De
esta obra nos hacemos eco en esta exposición.
La tesis central de este libro es la imposibilidad de conocer
al hombre sólo desde la referencia a sí mismo. Para comprender­
lo es necesario considerarlo en el abanico completo de sus rela­
ciones esenciales con la realidad entera. Hay que atender a lo
otro y a los otros.
Siguiendo este procedimiento, Buber descubre en la alteridad
la clave del enigma humano. Ni el individualismo ni el colecti­
vismo, que sólo expresan una parte del hombre (individuo, socie­
dad), constituyen la esencia humana. Es la relación del yo con
el tú, el entre, lo que hace hombre al hombre. Ahí se plasma el
hombre completo, como un todo. «Sólo entre personas auténticas,
se da una relación auténtica». De ahí que la mejor definición del
hombre sea: «el hombre con el hombre»159.
El «con» designa, según Buber, una esfera originaria y natu­
ral, denominada «entre», donde se soportan las ocurrencias inter­
humanas. Se trata de un ámbito más allá de lo subjetivo donde
el yo y el tú constituyen su encuentro, a la vez que se hacen

158. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, M éxico 1960, 139-140; Id., Yo y


tú, Buenos Aires, 1969; Id., Eclipse de Dios, Buenos Aires, 1970; Id., Caminos
de utopía, M éxico 1966. Sobre M. Buber escriben J. M. Roncero, M artin Buber:
De la antropología a l lenguaje de la fe, en Instituto Fe y secularidad, M em oria
académ ica 1878-1988, Madrid 1988, 64-72; P. Laín Entralgo, Teoría y realidad
del otro I, Madrid 1968,257 -280; J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, Madrid
1988, 123-134.
159. M. Buber, ¿Q u é es el hombre?, 145, 146.
realmente humanos. El encuentro es, por tanto, una verdadera
protocategoría de lo humano como tal.
Este concepto aparece en la respuesta que el mismo Buber
ofrece al final de la obra: «El hombre es el ser en cuya dialógica,
en cuyo ‘estar-dos-en-recíproca-presencia’ se realiza y se recono­
ce cada vez el encuentro del ‘uno’ con el ‘otro’» 160. Esto es
la reciprocidad reconocida como constitutivo del ser humano por
los personalistas Ebner, Mounier, Nédoncelle, etc.
Concretamente M ounier hace consistir la persona en amor,
en el sentido de generosidad y de entrega desinteresada: «Se
dirige al sujeto por encima de su naturaleza, a su realización
como persona, como libertad, cualesquiera que sean sus dones
o sus deficiencias, que ya no cuentan esencialmente a sus ojos:
el amor es ciego, pero un ciego translúcido»161.
Pero el personalismo filosófico va mucho más allá y no pone
la meta de la relación personal en el otro humano. En el horizon­
te abierto por el otro se encuentra el «tú» eterno, inconvertible
en «ello», Dios, única garantía de la realización plena de la per­
sona y fundamento primero de la relación yo-tú. «Cada tú parti­
cular abre una perspectiva sobre el tú eterno; mediante cada tú
particular la palabra primordial se dirige al tú eterno. A través
de esa relación del tú de todos los seres se articulan y dejan de
realizarse las relaciones entre ellos: el tú innato se realiza en
cada relación y no se consuma en ninguna. Sólo se realiza plena­
mente en la relación directa con el único tú que, por su naturale­
za, jamás puede convertirse en ello»162.
Esta concepción del hombre marca el sentido de la historia
humana, que se dirige al logro de una sociedad personalizada en
la que cada individuo es reconocido y aceptado como persona
inalienable e intransferible abierta a la transcendencia.

El hombre en el existencialismo. Antes de abordar directamen­


te la antropología existencialista, nos ocupamos rápidamente de
quien es considerado como su raíz y su fuente. Me refiero a
Sóren Kierkegaard (1813-1855). Este pensador danés explica la
limitación connatural del hombre y su necesidad de salvación
desde los supuestos cristianos. La agudeza de sus observaciones
y el realismo de su análisis producen fuerte impacto en antropó­
logos de la categoría de Heidegger y de Sartre, lo mismo que
160. Ibid., 151.
161. E. Mounier, L iberté sous conditions, en Oeuvres I, Paris 1946, 26.
162. M. Buber, Yo y tú, 73.
en K. Jaspers, G. Marcel y M. Merleau-Ponty, máximos represen­
tantes del exietencialismo filosófico, cuyo objetivo prioritario es
la búsqueda de la existencia entendida como la manera propia­
mente humana de ser.
S. Kierkegaard ha tenido el mérito de revalorizar lo individual
y concreto frente al universal racional de Hegel. Partiendo de
un análisis de lo humano concreto, intenta comprender el ser en
su globalidad, de modo que su filosofía antropológica es esclare­
cimiento de la existencia como tal. La formulación sistemática
de esta doctrina es llevada a cabo por los filósofos antes mencio­
nados.
El pensador danés entiende al hombre en referencia a Dios,
el totalmente otro y absolutamente perfecto. Ante semejante
infinitud y perfección el individuo humano se experimenta radi­
calmente culpable, efecto de su finitud natural, de la cual se
redime y libera por la adhesión a Cristo, presencialización de
Dios en la historia. Adhesión que cada uno realiza con su vida
entera mediante la aceptación sin reticencias de la doctrina y
vida de Cristo por amor. En esta unión con Dios hecho hombre
se realiza la síntesis de lo finito con lo infinito mediante el acto
libre de fe, cuyo fundamento es Dios mismo. «La fe consiste en
que el yo, siendo sí mismo y queriéndolo ser, se fundamenta
lúcido en D ios»163. Con mayor precisión: «Nuestro yo indivi­
dual y concreto solamente llega a ser un yo infinito mediante la
conciencia de que existe delante de Dios»164. En una palabra,
el hombre se reconoce como hombre en su confrontación con
Dios o perfección infinita, que hace suya por la fe.
Se trata, por tanto, de una verdadera relación personal entre
dos sujetos, finito uno e infinito el otro, que el hombre cumple
pasando por unas etapas sucesiva,s: la culpa, la angustia, la visión
de la muerte, la esperanza de salvación definitiva. Estos son los
ingredientes de la existencia humana «delante de Dios».
Kierkegaard ha traducido estas etapas en tres estadios que for­
man el cañamazo del existente humano: el estético o encuentro
y pérdida en la multiplicidad de las cosas (angustia y desespera­
ción); el ético o comportamiento ordenado y responsable con las
cosas; el religioso o conciencia de liberación mediante la relación
con Dios por la aceptación de Jesucristo. Es la forma de reconci­
liación consigo mismo o reconocimiento de la propia identidad.
163. S. Kierkegaard, La enferm edad m ortal o de la desesperación y e l p e ca ­
do, Madrid 1965, 161.
164. Ibid., 158.
Solamente en la acogida gratuita del ser (Dios) resuelve el hom­
bre la antítesis de su finitud de hecho y de su infinitud de aspira­
ción. Renunciando al reclamo de las cosas finitas y abriéndose
a la inmensidad infinita de Dios, consigue el individuo humano
su ser pleno y cabal, su verdadera identidad.
El texto que reproducimos a continuación es una clara confir­
mación de lo que hemos dicho: «Lo que importa es relacionarse
abnegadamente con Dios, de suerte que esta relación con Dios
mediante la propia renuncia sea todo para él (hombre), sea la
seriedad de su vida,,. En la abnegación, su convicción completa­
mente seria es la de que es Dios quien le ayuda»165.
En esta concepción relacional del ser humano se funda la
antropología filosófica contemporánea, sobre todo la de M. Hei­
degger y J. R Sartre, que recibe, a su vez, un poderoso impulso
de la fenomenología de Husserl.
M. Heidegger ( 1889-1976)166. En otro momento hemos ha­
blado del concepto de antropología en Heidegger, contraponién­
dola a la de M. Scheler, en el sentido de ontología regional o
analítica existencial, cuyo objeto es el hombre como ente deter­
minado. Su cometido, por tanto, no es otro que determinar la
relación que el existente humano guarda con el ser en general,
A continuación exponemos esquemáticamente los rasgos funda­
mentales de esta concepción o filosofía del hombre como ser que
está ahí: da-sein.
En su Carta sobre el humanismo, de 1929, Heidegger define
el humanismo como el «pensar y cuidar de que el hombre sea
humano», así como «el esfuerzo porque el hombre sea libre para
su humanidad y encuentre en ella su dignidad»167. Se trata sen­
cillamente de identificar lo humano en el área del ser y promo­
verlo en esa línea. Pero ese mismo año el propio Heidegger con­
fiesa su desconocimiento del ser humano como tal. «En ninguna
época ha sido el hombre tan problemático como en la actual»168.

165. S, Kierkegaard, La obras d el am or V, 253.


166. Obras principales: El se r y el tiem po (1927), M éxico 1971; ¿Q ué es
m etafísica? (1929), Buenos Aires 1967; Kant y el problem a de la m etafísica
(1929), M éxico 1973; Carta sobre e l humanismo (1947), Madrid 1959. Sobre M.
H eidegger escriben: G. Steiner, H eidegger, M éxico 1986; G. Vattimo, Introduc­
ción a H eidegger, Barcelona 1987; R. Jolivet, Las doctrinas existencialistas. De
K ierkegaard a Sartre, Madrid 1962,73-138; J. Alfaro, De la cuestión d el hombre
a la cuestión de D ios, Salamanca 1988, 46-78.
167. M. Heidegger, Carta sobre e l humanismo, 14, 16.
168. M. Heidegger, Kant y el problem a de la m etafísica, 175.
Consciente del problema, emprende una costosa búsqueda a
nivel filosófico que desemboca en unos hallazgos que le ayudan
a solventar sus dificultades. Con ellos confecciona un cuadro de
dimensiones estrictam ente humanas, centradas en la relación
consigo mismo, que podemos sintetizar de esta manera: el hom­
bre es una existencia dialógica que culmina en la muerte. (Exis­
tencia, existencia dialógica, ser para la muerte). Hacemos un
breve comentario de cada uno de estos puntos.
1. El hombre es existencia (da-sein). El análisis de nuestra
peculiar forma de ser manifiesta en primer lugar que el hombre
es un ser-ahí o ex-istencia. Por existencia entiende Heidegger
un modo especial de ser o ente singular que comprende su rela­
ción con el ser, es decir, un ente abierto en el ámbito general del
ser. De todos cuantos seres hay en el mundo sólo el hombre
cumple esta condición plenamente, porque únicamente él entien­
de su acto de ser o existir. Solamente el hombre sabe que es
teniendo que ser. «Llamo ec-sistencia del hombre, escribe Hei­
degger, al estar en la iluminación del ser. Sólo al hombre le es
propio este modo de ser. La ec-sistencia así entendida no es sólo
el fundamento de la razón, ratio, sino la ec-sistencia es aquello
donde la esencia del hombre conserva la proveniencia de su de­
terminación»169.
Pero la conciencia de su finitud existencial le produce el con­
vencimiento de que no puede ser hoy sin dejar de ser mañana,
es decir, que no puede vivir ahora sin tener que morir algún día.
De aquí deduce Heidegger que la muerte es un existencial,
un modo de ser que acompaña al hombre desde su nacimiento.
«Desde que el hombre nace es lo bastante viejo para m orir»170.
Es una posibilidad más brindada al hombre para llegar a ser en
último término y desde cuyo cumplimiento se instala en el ser
asomándose a él. Significa esto que el hombre es el ente que
sabe lo que tiene que hacer con su ser. Es su propio proyecto,
en cuya realización se hace él mismo y al ser, aunque sin crearlo.
«Este proyecto no crea al ser»171.
Este es el sentido propio de la existencia, la cual sólo compe­
te al ser humano, en cuanto que únicamente él realiza su ser
distanciándose de la nada. «La ec-sistencia sólo ha de decirse
de la esencia del hombre, es decir, sólo del modo humano de

169. M. Heidegger, C arta sobre el humanismo, 20.


170. M. Heidegger, El ser y el tiempo, 268.
171. M. Heidegger, Carta sobre e l humanismo, 36.
‘ser’; pues sólo el hombre, hasta donde sabemos, está admitido
en la destinación de la ec-sistencia»172. No es que solamente
el hombre sea un ente real y todo lo demás una apariencia o
representación suya, sino que sólo el existente humano es el que
tiene conciencia de estarse haciendo, esto es, yendo a más como
realidad en el trato con las cosas y con los demás hombres. Sólo
él tiene conciencia de su propia realidad y de la de las cosas.
2. El hombre como existencia dialógica. El concepto del exis­
tente humano (dasein) heideggeriano no se construye, como
hemos visto, a partir de una idea a priori de la existencia. Es
fruto de un análisis de los modos existenciales o de ser en el
mundo. Este modo se determina en la relación con las cosas y
con los hombres. Es, por tanto, un ser-con o ser en común, que
comporta estas tres dimensiones: situación original (estar arroja­
do en medio), interpretación (tener que hacerse o explicitación),
discurso (conciencia significativa del fenómeno). Las tres confi­
guran al hombre como ser que se va haciendo en diálogo con su
entorno. Esta acción dialógica humaniza la existencia como pro­
gresivo cumplimiento de posibilidades hacia la propia plenifica-
ción bajo la llamada del ser. «El ser-ahí es siempre ya, por obra
de su forma de ser primaria, ‘ahí fuera’, cabe entes que hacen
frente dentro del mundo... El mundo del ‘ser ahí’ es un mundo
del con»173. Es ser-ahí-con.
Pero, mientras las cosas son instrumentos que utiliza el hom­
bre para procurarse lo necesario para ser, los hombres, en cam­
bio, son otras «existencias» como él que le ayudan a ser hombre.
Para con las cosas el hombre tiene «preocupación», con los hom­
bres «comprensión» y solicitud, ya que su ser revela mi propio
ser en parámetros de identidad. «El ‘ser relativamente a otros’
sin duda es, bajo el punto de vista ontológico, distinto del ‘ser
relativamente a las cosas ante los ojos’, El ‘otro’ ente tiene él
mismo la forma de ser del ‘ser ahí’. En el ‘ser con’ y ‘relativa­
mente a otros’ hay, pues, una ‘relación de ser’ de ‘ser ahí’ a ‘ser
ahí’. Pero esta relación, cabría decir, es la constitutiva del ‘ser
ahí’ peculiar en cada caso, que tiene una comprensión de su
peculiar ser y se conduce así relativamente al ‘ser-ahí’. El ‘ser
relativamente a otros’ se torna entonces ‘proyección’ del peculiar
‘ser relativamente a sí m ism o’ en otro. El otro es un doblete del
‘sí mismo’» 174.

172. Ibid., 20.


173. Ibid., 75, 135.
174. Ibid., 141.
para M. Buber, este tipo de relación no constituye la verdade-
ra 6sencia del hombre, ya que se sitúa en el nivel de ayuda a la
Aienesterosidad y no en el de la mismidad propiamente, con lo
oue no existe reciprocidad verdadera y la existencia propia cul­
mina en un ser-sí-mismo clausurado en la propia realidad. El «da-
sein» heideggeriano, comenta Buber, es un sistema cerrado175.
3, El hombre, existencia temporalitadora. Existir, para Hei-
d egger, es lo mismo que temporalizarse, en el sentido de proceso
de realización progrediente y continua en el espacio y en el tiem­
po. Es el caso del ser humano, donde el tiempo tiene su comien­
zo y su fin. «La temporalidad constituye el sentido original del
ser del ‘ser ahí’»176. Crea, asimismo, la finitud del existente
en cuanto que asume la muerte como el fin de las posibilidades
que se le ofrecen para llegar a ser. Con esta última posibilidad,
la muerte, el hombre termina su estancia en el mundo y el proce­
so de su cumplimiento como hombre; corta las relaciones con
las cosas y se queda sin mundo. Es, por tanto, «la posibilidad
de ‘ya no ser ahí’» 177. Un acontecimiento que tarde o temprano
le sobreviene a todo hombre y, por lo mismo, se presenta «como
la posibilidad más peculiar, irreferente, irrebasable»m . Por
eso ha podido decir que «la muerte es un modo de ser que el ‘ser
ahí’ toma sobre sí tan pronto como es»179.
A pesar de todo, Heidegger no concede a la muerte la última
palabra sobre el hombre. Aunque lo ha definido como ser para
la muerte o en la muerte, no por ello lo aniquila en su fin tempo­
ral ni le niega la posibilidad de sobrevivencia. «El hecho de de­
finir la muerte como fin del ‘ser ahí’, es decir, del ‘ser en el
mundo’, no hace recaer ninguna decisión óntica sobre la cuestión
de si es posible ‘después de la muerte’ otro ser, superior o infe­
rior, de si el ‘ser ahí’ ‘sobrevive’, ‘perdurando’, es ‘inm ortal’...
El análisis de la muerte, sin embargo, puramente dentro del más
acá es anterior a toda especulación óntica sobre el más allá»180.
No obstante, Heidegger presenta dos modos de enfrentarse
a la muerte. El del que- no se compromete responsablemente con
ella (existencia inauténtica) y el del que la asume consciente-

175. Cf. M. Buber, Yo y tú, 94-98.


176. Ibid., 256, 257.
177. Ibid., 273, 274.
178. Ibid., 274.
179. Ibid., 268.
180. Ibid., 270-271.
mente como perentoria posibilidad (existencia auténtica)181. g n
una palabra, el hombre es, para Heidegger, un ente que sabe que
es ser y que tiene que hacerse con-otros-en-el-mundo; es la con­
ciencia de ser.
J. P. Sartre (1905-1980)182. Inspirado en Kierkegaard y Nietz­
sche y de la mano metodológica de Husserl, intenta, lo mismo
que Heidegger, presentar un sistema ontológico partiendo del ser
concreto tal como se nos da en la existencia humana. Aplica al
hombre los principios de la fenomenología, obteniendo una antro­
pología de cufio existencial. Como Kierkegaard, centra su aten­
ción en el individuo y su capacidad de elección; con Nietzsche
parte de la inexistencia de valores trascendentes y absolutos y
niega sentido de ultimidad inherente a la vida humana, viendo
en la propia libertad el fundamento y justificación de los valores,
En esta perspectiva la persona humana no es más que lo que ella
decide ser.
Las preocupaciones básicas, que responden a otros tantos
aspectos fundamentales de su pensamiento, son estas tres: el
individuo humano, la libertad y el sentido de la existencia. Las
tres configuran una concepción del hombre que exponemos a
continuación.
1. El hombre individual. La existencia concreta es el pun
de partida de la reflexión sartriana. Desde ella concibe al hombre
como ser que surge de su propia nada y termina siendo lo que
él se propone ser, porque no existe nada ni nadie que establezca
de antemano lo que tiene que ser. No hay un Dios que piense
la esencia del hombre. Ningún imperativo esencial pesa sobre
la voluntad del ser humano que lo obligue a ser algo previamente
determinado. Por eso en cada uno de los hombres se ventila esta
forma de ser, puesto que es proyecto de sí mismo. «El hombre
es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente». Porque
no existe un plan que lo predetermine, «el hombre será ante todo
lo que haya proyectado ser»183.

181. Cf. ibid., 288-290.


182. Obras principales: L'Etre ct le Néant, Paris 1943 (tracl. esp.: Buenos
Aires 1976); L ’existentialism e est un humanisme, Paris 1946 (trad. esp.: Buenos
Aires 1972); Critique de la raison dialectique, Paris 1960 (trad. esp.: Buenos
Aires 1970). Sobre Sartre: R. Jolivet, Las doctrinas existencialistas. D esde Kierke­
gaard a Sartre, Madrid 1962, 139-219; P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del
otro I, Madrid 1961, 347-377; R. Garaudy, P erspectives de l ’homme, Paris 1969,
59-113 (trad. esp.: Barcelona 1971).
183. J. P. Sartre, El existencialism o es un humanismo, 16.
En resumen, el hombre se encuentra existiendo de pronto y
entonces tiene que decidir lo que hará de su ser184. La razón
de esta obligada decisión no es más que su conciencia, la cual
es carencia de ser y negación de las cosas. Un hacerse a sí mis-
010 interpretando la realidad, a la cual niega como tal realidad
en el mismo hecho de interpretarla. Es, por tanto, una continua
superación hacia la plena coincidencia consigo mismo jam ás
lograda. Por eso se presenta ante sus propios ojos como una
pasión inútil185. Un intento de ser lo que no puede ser.
2. Libertad humana. La no existencia de Dios hace posible
la libertad en el hombre, porque no hay ningún orden absoluto
de valores que la determinen. Al no haber nada definitivo ni
completamente perfecto, siempre caben nuevas posibilidades que
cumplir. Esta es la clave de la responsabilidad y la fuente de la
libertad hum ana186. Puesto en el mundo, el hombre es el único
responsable de sus acciones, ya que no existe ningún punto de
referencia por encima de él que le imponga su conducta.
Es autor de sí mismo y de toda la humanidad, porque, optando
por su propia realidad considerada como lo mejor, crea el modelo
de hombre que juzga necesario. La elección del propio ser com­
porta una forma de existencia incontrastable. «Eligiéndome a mí,
elijo al hombre», porque «nada puede ser bueno para nosotros sin
serlo para todos» . En este sentido puede decirse que la propia
libertad consiste en hacer posible la libertad de los demás, puesto
que los otros son también hombres como yo. «No puedo tomar
mi libertad como fin, si no tomo igualmente la de los otros como
fin»188. Se marca así el sentido de la existencia humana.
3. El sentido de la vida humana. En su completo desamparo
existencial, el hombre no espera nada de ninguna instancia supe­
rior que apoye su acción. El es el único principio y fin supremo
de todas sus obras, de modo que no tiene ante sí otro futuro que
lo que él llegue a ser al término de su vida. Por tanto, «el hom­
bre es el porvenir del hombre»189.

184. Cf. J. P. Sartre, El ser y la nada, 542-543.


185. Cf. ibid., 141-142.
186. Cf. ibid., 139-143, 537-538.
187. J. P. Sartre, El existencialism o es un humanismo, 17, 18, 34-35.
188. Ibid., 39.
189. Ibid., 22.
Dado que el ser humano es su propio proyecto, no llegará a
ser otra cosa que el conjunto de sus actos, el fruto de su actua­
ción en el mundo, siendo él mismo el sentido último de su exis­
tencia, «nada más que su vida»190. No cabe otra clase de tras­
cendencia que la plenitud del propio ser, en cuanto que «el pro­
yecto original de un para-sí no se puede referir sino a su se n .
«Ese es el ideal al que puede llamarse D ios»191. Cualquier otra
forma de trascendencia sería contradictoria, ya que un en-sí que,
al mismo tiempo, sea para-sí es absurdo192.
Sin entrar ahora en una discusión de las doctrinas existencia-
listas del hombre, podemos señalar como su común denomidador
la concepción del hombre como ser progrediente, que no se cum­
ple del todo en ninguno de sus momentos históricos, sino que
se realiza en el decurso temporal mediante el ejercicio de su
libertad. El carácter procesual (historicidad) hace del hombre una
realidad que va a más en dirección de una meta, temporal y
fáctica en Heidegger y Sartre, metahistórica y trascendente en
Jaspers y Marcel.

El hombre en el estructuralismo (C. Lévi-Strauss, 1908). El


pensamiento de Lévi-Strauss se encuadra en el marco del estruc­
turalismo junto a M. Foucault, Lacan y Althusser, máximos re­
presentes de este movimiento193. Exponemos esquemáticamente
su contenido antropológico, aunque, como afirma su fundador,
Cl. Lévi-Strauss, más que una doctrina filosófica, es un método
de investigación científica194.

190. Ibid., 28.


191. J. P. Sartre, El se r y la nada, 689, 691.
192. Cf. ibid., 747.
193. Entre las obras de Lévi-Strauss sobresalen: Tristes Tropiques, París 1955
(trad. csp.: Buenos Aires 1976); Anthropologie structurale, París 1958 (trad. esp.:
Buenos Aires); La pensée sauvage, París 1962 (trad. esp.: México); Mythologiques
(4 vols.), París 1964-1971. Sobre el estructralismo escriben: M. Benavides, La
antropología estructural de C. Lévi-Strauss, en J. de S. Lucas (ed.), Antropologías
del siglo XX, Salam anca31983, 237-258; J. L. Ruiz de la Peña, ¡ m s nuevas antro­
pologías. Un reto a la teología, Santander 1983, 34ss; C. Beorlegui, Lecturas de
antropología filosófica, Bilbao 1 9 8 8 ,97ss; Dan Sperber, Q u’est-ce que le sírucfw-
ralisme. 3. Le structuralism e en anthropologie, París 1968; E, Fleischmann-E.
Leach, Estructuralismo y antropología, Buenos Aires 1969.
194. «En ningún caso puede definirse cotno una filosofía sino como un
método de investigación científica»: citado por M. Benavides, La antropología
estructural de C. Lévi-Strauss, 239.
La intención de Cl. Lévi-Strauss es descubrir la invariante de
]a naturaleza humana mediante un proceso comparativo que pres­
ta mayor atención a los materiales de gabinete que al trabajo de
campo. De todas formas estudia con rigor los datos geológicos,
psicoanalíticos y sociológicos, dotando a su obra de un carácter
científico indiscutible.
Este procedimiento, reforzado con la teoría binarista de R.
Jakobson (lenguaje más hechos culturales), lo lleva al convenci­
miento de que cada elemento forma parte de un conjunto sincró­
nico (estructura). Con este principio, convertido en categoría
universal, elabora una teoría sobre el hombre.
El pensamiento simbólico, propio del espíritu humano, es para
Lévi-Strauss la clave de la antropología, ya que sitúa el orden
sociocultural sobre el natural y biológico. Este es fruto de la
espontaneidad, aquel lo es de la normatividad, la cual hace que
el bios humano se convierta en hombre propiamente. En este
sentido la cultura, que viene en ayuda de la naturaleza, la contro­
la y la re-crea.
Aunque no es fácil determinar el paso de la naturaleza a la
cultura ni el mecanismo de su articulación, hay que reconocer,
sin embargo, que este paso salva a la naturaleza, a la vez que
la especifica y cualifica. A él se deben las relaciones interhuma­
nas, que son, en último término, las que configuran al hombre
como tal. De ahí que la estructura preceda al individuo y obre
con independencia de él. «El hecho de la estructura es lo prime­
ro», escribe en El hombre desnudo195. Así es como el individuo
humano queda reducido a una pieza del engranaje del organismo
social. No es principio de significación, sino soporte de relacio­
nes y, por lo mismo, está determinado por la función que desem­
peña e identificado con ella. No una persona, sino un funcionario
(el cartero, el herrero etc.).
En un paso ulterior de su dialéctica, Lévi-Strauss llega a afir­
mar que la cultura está anclada en la naturaleza y que lo humano
se establece en total continuidad con lo biológico, de forma que
aquello se disuelve en esto y esto en lo físico. De ahí a un mate­
rialismo vulgar no hay más que un paso, puesto que las leyes
del pensamiento no son otras que las de la realidad física y so­
cial. «Hay que reintegrar — afirma— la cultura en la naturaleza,
y la vida en el conjunto de sus condiciones físico-químicas»196.

195. C. Lévi-Strauss, M ithologiques IV, 561.


196. C. Lévi-Strauss, La pensée sauvagc, 327 (hay trad. esp.).
Significa esto que el hombre como individuo no tiene especial
significación («una cosa entre las cosas»). La tiene solamente
en cuanto que entra a formar parte del todo social, a cuyas exi­
gencias y leyes se somete por completo con la pérdida de su
autonomía. Sólo las invariantes culturales son aptas para conocer
al hombre, las cuales lo muestran como elemento y lugar de una
serie de relaciones que lo configuran como tal. E. Fleischmann
resume así este pensamiento: «No somos nosotros quienes pensa­
mos, sino el espíritu en nosotros, y el espíritu, para conocerse,
debe pasar necesariamente por su forma ‘salvaje’»197.
El estructuralista M. Foucault condensa en estas proposiciones
las consecuencias del estructuralismo antropológico: el hombre
es una invención reciente, no hay sujeto humano, ha muerto el
ser humano198.
1. El hombre es una construcción humana reciente. Sólo a
dos siglos se remonta la concepción del ser humano como reali­
dad con peso específico. «El hombre, escribe Foucault, es una
invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la ar­
queología de nuestro saber... No tiene ni dos siglos»199. Ni la
filosofía antigua ni la medieval advirtieron la especial contextura
del hombre que lo coloca por encima de Jos demás seres en la
escala ontológica. Habrá que esperar al renacimiento y, sobre
todo, a Descartes y Kant para dar con esta nueva realidad que
es el hombre como sujeto y objeto a la vez de conocimiento.
Aquí estriba el peculiar modo de ser que lo determina como ente
distinto y superior a los demás. Si se esfumara un día su carácter
sujetual, el hombre como tal desaparecería.
2. No hay sujeto humano. Si el hombre no es más que las
obras que realiza, el sujeto humano carece de consistencia onto­
lógica. Se agota en su facticidad, como dijo Sartre, sin adquirir
en ningún momento identidad propia. No hay núcleo permanente
ni punto de referencia más allá de las operaciones y manifesta­
ciones. Los que todavía Jo consideran como un ser independiente
real merecen, ajuicio de Foucault, «una risa filosófica, es decir,
silenciosa»200. «No me preguntéis quién soy, añade, ni me pi­

197. E. Fleischmann, El espíritu humano en Lévi-Strauss, en Varios, Estruc­


turalism o y antropología, Buenos Aires 1969, 148.
198. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías, 39-46.
199. M. Foucault, Las palabras y las cosas, M éxico 1968, 375.
200. Ibid., 333.
dáis que permanezca el mismo; eso es una moral de estado civil
que rige nuestros carnets de identidad»201.
Estas apreciaciones, com partidas por los distintos estructura-
listas, advierten que la significatividad del sujeto hum ano es sólo
un «sueño antropológico» y una «quim era anacrónica». Más que
del sujeto ontológico de la tradición m etafísica, se trata del lugar
donde los significantes juegan su danza.
3. La muerte del hombre. Como en el siglo pasado proclamó
Nietzsche la muerte de Dios, de la misma manera el estructura-
lismo reivindica hoy la del hombre. No la anuncia como nefasto
acontecimiento; la celebra, más bien, como retorno a los inicios
del pensar filosófico. «El despliegue de un espacio — dice Fou­
cault— en el que por fin es posible pensar de nuevo»202.
Dos razones aduce Foucault en favor de la extinción del hom­
bre: la perenne interinidad del pensamiento filosófico y la proble­
mática del lenguaje en las diversas áreas del saber. En efecto,
si el hombre es resultado de su pensamiento y de su palabra,
habrá que convenir que su duración está ligada a la de sus obras.
La caducidad de éstas conlleva la desaparición de aquel. Por eso
apuesta por su pronta y total extinción. «El hombre se borrará
como en los límites del mar un rostro de arena»203.
Semejante destino le pronostica también Lévi-Strauss, al inte­
grar «la cultura en la naturaleza» y reducir «la vida al conjunto
de sus dimensiones fisicoquímicas» con la inevitable secuela de
descomposición. «El mundo ha comenzado sin el hombre y aca­
bará sin él», dice el fundador del estructuralismo204. El mismo
tinte crepuscular tiñe la reflexión final de su obra El hombre
desnudo: «De la naturaleza, de la vida, del hombre, de todas sus
sutilezas y refinadas obras, como son las lenguas, las institucio­
nes, las costumbres, las obras maestras de arte y los mitos, una
vez hayan desplegado sus últimos fuegos de artificio, no subsisti­
rá nada»205.
Al criticar el tono elegiaco de la antropología estructuralista,
debemos reconocer que la muerte que propugna no es la del
hombre como ser zoológico, sino la de un ser específico, centro

201. M. Foucault, La arqueología d el saber, M éxico 1970, 28.


202. M. Foucault, Las palabras y las cosas, 333.
203. Ibid., 375.
204. C. Lévi-Strauss, Tristes Tropiques, 66.
205. C. Lévi-Strauss, L ’homme nu (Mythologiques IV), Paris 1971, 620 (trad.
esp.: Buenos Aires 1974).
y sujeto de significaciones, agente de la historia y artífice del
pensamiento. Lo que hacen es retirarle sus credenciales de perso­
na y convertirlo en «una cosa: entre las cosas». Pero la índole
específica del hombre, que comporta una innovación radical on-
tológica, no es tan reciente como los estructuralistas piensan. Se
remonta a sus mismos inicios, aunque haya sido reconocida y
elaborada posteriormente (N. de Cusa, s. XV). Desde que el hom­
bre intuye la realidad de los seres, se pregunta por su razón pe­
culiar y por su forma original de ser. Es ser distinto. Por eso la
pretensión de acabar con él no es suficiente para que se produzca
de hecho su extinción, puesto que el certificado de defunción
será obra siempre de un hombre que pronuncie el veredicto206.

En este recorrido histórico, a todas luces breve e incompleto,


hemos intentado resumir las corrientes más destacadas de cada
período de la antropología filosófica. Su contraste ofrece una in­
mensa gama de matices diferentes que, si bien obedecen a la
primigenia intención de conocer al hombre a nivel filosófico, uo
pueden menos de reflejar dimensiones humanas tan distintas
como la cosmológica, la psicológica, la sociológica, la etnológica
y cultural, y la teológica.
Un inuestreo de este multiforme saber antropológico en el
siglo que termina ha sido plasmado en las dos obras colectivas
dirigidas por nosotros: Antropologías del siglo XX y Nuevas
antropologías del siglo XX1 . También E. Coreth ofrece una
apretada síntesis de las distintas formas de hacer antropología
filosófica en los últimos decenios208.
Por su originalidad tendríamos que reseñar en este lugar la
obra de dos pensadores españoles, el filósofo X. Zubiri, alimenta­
da de sus principios ontológicos, y el antropólogo P. Laín Entral­
go, cimentada en datos de experiencia científica y repensada a
la luz de los principios zubirianos. En capítulos posteriores echa­
remos mano de ellos con mayor profusión e insistencia.

206. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías, 46,


207. Cf. J. de S. Lucas (ed.), Antropologías del siglo XX, Salamanca 31983,
y Nuevas antropologías del siglo XX, Salamanca 1994.
208. Cf. E. Coreth, ¿Q u é es e l hom bre?, 76-80. También J. L. Rodríguez
M olinero, D atos fundam entales p a ra una historia de la antropología filosófica,
Salamanca 1977, 37-39.
la e s t r u c t u r a d e l s e r h u m a n o
NIVELES ONTOLOGICOS DEL HOMBRE
AI hablar del método y cuando expusimos el itinerario de Ja
antropología filosófica, pudimos percatarnos de que la pregunta
sobre el hombre sólo obtiene respuesta cabal si contempla su
entorno o lugar de realización. El hombre no se presenta nunca
como autoconciencia pura encerrada en sí misma, sino como
apertura a lo otro, volcada sobre el mundo, sobre los demás hom­
bres y hacia un horizonte que le rebasa (el Absoluto). El hombre
se descubre desde las dimensiones que le constituyen, las cuales
se ofrecen en una unidad dialéctica con aquello que le rodea. E-
xiste una totalidad dinámica entre el existente humano, su mundo
y un principio abarcante que le confiere sentido y responde a sus
inquietudes radicales. Por eso, para determinar la esencia del
hombre, hay que contar con toda una serie de factores y condi­
cionamientos entre los que destacan la sumisión a las leyes fisi­
coquímicas y biológicas, las exigencias de comunión con los de­
más y la necesidad de trascendimiento. Sin el conocimiento de
estas relaciones, la interpretación racional del ser humano sería
parcial y sesgada. Para evitar esta fragmentación, encuadramos
nuestra reflexión sobre el hombre en las tres dimensiones si­
guientes: cósmica, social y trascendente.
El estudio de estas dimensiones constituye el objeto de esta
segunda parte, que dividimos en cuatro capítulos: 1. Dimensión
cósmica (entronque en el cosmos); 2. Dimensión sociopersonal:
el ser del hombre (historia y constitutivos); 3. Propiedades esen­
ciales: libertad e historicidad; 4. Dimensión trascendente: el
hombre y Dios.
DIMENSION COSMICA DEL HOMBRE
Su entronque en el cosmos

Bibliografía: Gehlen, A., El hombre, Salamanca 1980, lOss; Id., El en­


cuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, Barcelona 1993, 61-
85; Laín Entralgo, P., El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid 1989,
335ss; Id., Cuerpo y alma, Madrid 1991, 229-236; Lucas, J. de S., El
hombre, ¿quién es?, Madrid 1988, 75-109; Metz, J. B., Antropocentris-
mo cristiano, Salamanca 1972, 91ss; Morin, E., El paradigma perdido:
el paraíso olvidado. Ensayo de bioantropología, Barcelona 1974, 15-60;
Rahner, K.-Overhage, P., El problema de la hominización, Madrid 1973;
Scheler, M., El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires 1960;
Teilhard de Chardin, P., El fenómeno humano, Madrid 1965; Vancourt,
R., La philosophie et sa structure. L ’homme et ses origines, Tournai
1957, 26ss, 56ss; Zubiri, X., Sobre el hombre, Madrid 1986, 61-85.

1, Concepción unitaria del ser humano

Como enseña M. Buber, la antropología filosófica debe captar


al hombre entero1 y no fragmentariamente. Por eso es necesario
saber en qué medida se unifican sus distintas dimensiones y dife­
rentes niveles hasta constituir un solo ser y único sujeto. En este
sentido el dualismo metafísico de Platón y de Descartes constitu­
ye un serio obstáculo tanto en psicología como en antropología
filosófica. Separando el alma y el cuerpo y haciendo de los fenó­
menos fisicobiológicos y psíquicos compartimentos estancos, no
es posible form ular un conocimiento integral y adecuado de esta
realidad que llamamos hombre. Aparte de que, como señala L.
Lavelle, no es verdad que existan estados psíquicos puros2,

1. Cf. M. Buber, ¿Q ué es e l hombre?, M éxico 1976, 20-2Í.


2. Cf. L. Lavelle, D e l ’acte, Paris 1937,11. El mismo Bergson trunca todo
intento de la antropología filosófica al hacer del cuerpo y del espíritu objetos de
distinta fuente de conocim iento y realidades irreconciliables; Cf. H. Bergson,
Materia y m em oria, en Obras com pletas, Madrid 1963, 209.
La dificultad estriba en la consideración del alma y del cuerpo
como sustancias opuestas que se reparten por las buenas la reali­
dad humana. El problema se agrava más aún en el siglo XVIII
con la constitución de la física matemática en paradigma del sa­
ber científico, reduciendo todo el conocimiento a sus cánones
y aplicando al estudio del alma (esa «otra cosa» que existe junto
al cuerpo) la metodología propia de la ciencia. Hasta el propio
Kant cayó víctima de esta equivocación, porque, influenciado en
parte por el dualismo idealista de Ch. Wolf, interpreta la psicolo­
gía racional a modo de disciplina especulativa que deduce las
propiedades del alma del puro pensamiento. Según Kant, el obje­
to de la psicología es el yo que piensa (cogito) sin referencia
alguna a la experiencia externa3 . Hegel le reprocha este error,
porque así ha hecho de la psicología racional «una metafísica
abstracta del entendimiento y no una verdadera filosofía del espí­
ritu»4. Por el contrario, la antropología filosófica debe ser, como
dijimos en su lugar, un esfuerzo de clarificación racional de la
estructura unitaria manifestada en el comportamiento humano.
Para comprender al hombre hay que contar con la descripción
fenomenológica y tener presente su manera peculiar de obrar, su
comportamiento singular. Ahora bien, en su andadura, el ser hu­
mano se presenta dotado de una unidad indiscutible reconocida
tanto por el sentido común, como por el saber científico y la
reflexión filosófica. A través de operaciones diversas, el hombre
«aparece como un solo bloque, un único poseedor; es claro que
sus actividades, sus pasiones, sus estados son simultáneamente
corporales y psíquicos»5. Forman un todo único que hace de la
vida humana una realidad distinta de la que se han dado interpre­
taciones diversas.
Los descubrimientos paleontológicos, biogenéticos y sociocul-
turales han llevado a un buen número de científicos actuales a
estudiar al hombre en el marco global de la naturaleza sin reco­
nocer en él ninguna heterogeneidad respecto del resto de los se­
res. Admiten una diferencia solamente de grado y niegan todo
tipo de distinción cualitativa o de naturaleza. Por eso lo incluyen
en el sector uniforme de la biología molecular, de la información

3. « ‘Yo pienso’ es el único texto de la psicología racional, a base del cual


debe desarrollar ésta toda su sabiduría»; I. Kant, Crítica de la razón pura II,
Buenos Aires 1976, 79.
4. G. W. F, Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas III. Filosofía
del espíritu, Madrid 1942, 379.
5. N. Hartmann, Nene Weg der Ontologie, Stuttgart 31949, 21.
y de la genética y no alcanzan a ver en él más que un proceso
genético, de organización cerebral y de integración sociocultural.
Simple desarrollo o, a lo sumo, culminación del movimiento de
la naturaleza desde la materia hasta la unidad cerebral más per­
fecta) Ni franqueamiento de nuevos umbrales ni ruptura de nivel
ontológico, sino terminación de un largo itinerario en la continui­
dad más completa. Se trata, pues, de una concepción monista de
la realidad humana.
Los sustentadores de esta tendencia establecen la siguiente
conclusión: el hombre se realiza como hombre en virtud de su
constitución fisicobiológica exclusivamente. Más que un nivel
superior, la inteligencia representa una estructura biológica orga­
nizada de modo especial6.
En el campo opuesto militan otros antropólogos, de no menor
categoría, que defienden una distinción neta entre el hombre y
el resto de los vivientes. Se sitúa por encima de los deterninis­
mos de la materia y de la vida y produce acciones especiales en
virtud de un principio constitutivo de orden superior. No somos
animales «seriados», sino seres dotados de propiedades nuevas
que marcan una clara heterogeneidad respecto de los componen­
tes fisicoquímicos y biológicos. Para quienes piensan de este
modo, el ser humano es irreductible a sus elementos orgánicos,
como queda patentizado en su especial forma de comportamiento.
Además de saber, el hombre sabe que sabe y, lejos de quedar
apresado en las mallas de lo inmediato, domina la realidad y la
controla. No es un animal de estímulos, sino de realidades; por
eso no es solamente diferente, sino otro7.
La doble interpretación que hemos reseñado no obedece a
caprichos ideológicos. Es debida, más bien, a la conducta plural
del hombre, signo inequívoco de dimensiones y niveles diferen­
tes. La diversidad de actividades da pie para pensar en distintos
principios. Por una parte el fisicobiológico (corpóreo) y, por otra,
el psíquico y espiritual. En el noble afán de armonizar estos ex­
tremos, unos han caído en un monismo reduccionista, mientras
otros, empeñados en evitar un dualismo inviable, se esfuerzan

6. Cf. A. G ehlen, El hombre, lOss, 61-85 respectivamente; E. Morin, El


paradigma perdido: el p araíso olvidado, 15-60; Id., El m étodo de la naturaleza,
Madrid 1981, 23ss.
7. Esta es la nota característica constante de pensamientos tan diversos en
su forma com o el de P. Teilhard de Chardin y el de X. Zubiri. Cf. P. Teilhard
de Chardin, El fenóm eno humano, Madrid 1965, 199-230; X. Zubiri, Sobre el
hombre, 65-102, 129-170.
por sacar adelante una concepción unitaria (ni monista ni dualis­
ta) del ser humano más conforme con la vivencia del yo.
Renace, por tanto, la vieja cuestión de la unión del alma y
el cuerpo, con la consabida secuela del difícil significado de es­
tos términos y de su mutua interacción. De todas formas no es
legítimo olvidar que, a la par que el hombre es consciente de la
duplicidad de sus actividades, se percibe a sí mismo como ser
uno y persona individual concreta.
Con el fin de ir dilucidando esta complicada cuestión, pode­
mos anticipar esta tesis: la dualidad de operaciones, y hasta de
principios, no implica dualismo de elementos o de sustancias que
ponga en entredicho la unidad humana. Uno es el hombre que
piensa, que se responsabiliza, que se alimenta, que crece y mue­
re. No es la persona humana resultado de elementos yuxtapuestos
(alma y cuerpo), sino núcleo inobjetivable, polo subjetivo y uni-
ficador de dimensiones diversas.
Pero antes de seguir adelante, conviene recordar que los ele­
mentos en juego (alma y cuerpo) no siempre han sido entendidos
unívocamente. La historia se encarga de clarificar su sentido.
La antropología tradicional, inspirada en la teoría hilemórfica
de Aristóteles más que en el dualismo platónico, se pronuncia
por la concepción unitaria. Reconoce en el alma el principio vital
del cuerpo que la transforma en organismo vivo capaz de ejercer
diversas funciones: fisicobiológicas y psiquicoespirituales. Por
eso hay que convenir en que el espíritu del hombre no es puro
espíritu, sino «alma» que anima al cuerpo haciéndolo humano.
Tampoco el cuerpo es materia inorgánica o mero conglomerado
de elementos fisicoquímicos, sino «cuerpo anímico» que tipifica
y «corporiza» al espíritu. Ambos se codeterminan como la mate­
ria y la forma (hilemorfismo), de cuya impregnación («informa­
ción») resulta el existente humano concreto, es decir, un «alma
corporeizada» o un «cuerpo animado» y no una realidad estratifi­
cada (organismo más psiquismo, como pretendía Platón) o bra-
quial (una sustancia soporte de ramas diversas emergentes, como
insinuaba Aristóteles), sino un constructo sustantivo de activida­
des psicoorgánicas, según la designación de X. Zubiri8.
En esta interpretación no hay lugar para reduccionismos mo­
nistas o dualistas, puesto que el ser humano no resulta del per­
feccionamiento de un solo elemento, materia, ni del acoplamiento
de dos realidades independientes. Por ser el alma «forma» del
cuerpo en el hombre, no existen en realidad el alma y el cuerpo
8. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 670, 674.
(la materia y la forma no son seres), sino el hombre individual
en el que alma y cuerpo actúan de consuno como coprincipios
inseparables. No es humano el cuerpo sin el alma, ni ésta es hu­
mana sin aquél, sino el existente concreto, el cual es todo él
cuerpo animado, a la vez que alma corporeizada9.
La ciencia psicológica tiene que enfrentarse también con este
problema a ia hora de explicar la interacción psicosomática. Pero
hay que advertir que, aunque en el lenguaje psicológico actual
el término alma no equivale al principio formal de los filósofos
ni el cuerpo representa un simple sustrato material, siguen expre­
sando, sin embargo, realidades diferentes cognoscibles solamente
a través de su acción conjunta de modo que lo que existe real­
mente y actúa es el ser formado por ambos.
Cada vez aparece más claro, tanto para la psicología como
para la filosofía, que alma y cuerpo son elementos integrantes
de una estructura bifronte con serios problemas en su origen y
en su funcionamiento. ¿Es el alma mera derivación del cuerpo?
¿o habita en él como huésped y forastero? ¿qué clase de relación
existe entre sus acciones? ¿simple yuxtaposición y complemento
a modo de paralelismo funcional? En la respuesta a estos interro­
gantes se juega la definición de! hombre y la peculiaridad de su
ser. No es igual reducirlo a un producto de mecanismos más o
menos complicados que reconocerlo como realidad superior irre­
ductible al entramado de energías bioquímicas, de estructuras
socioeconómicas y de movimientos culturales. Además, preguntar
por el hombre es indagar si las manifestaciones psíquicas son
tínicamente un conglomerado de fenómenos o la actividad de un
sujeto único aglutinante.

9. No es aventurado afirmar que ésta es la mente de santo Tomás cuando


dice: «Este principio por el que entendemos primeramente, ya se llame entendi­
miento o alma intelectiva, es la forma del cuerpo. Y esta es la demostración de
Aristóteles en II De anima»: Summa Theologica I, q. 76, a. 1. Repite lo mismo
en C. Gent., II, 68. Por su parte añade X. Zubiri: «La unidad del hombre es la
de una sustantividad que no puede no ejecutar una actividad estrictamente unita­
ria»: Sobre e l hombre, 674. Con anterioridad había afirmado: «En la unidad
estructural en forma de corporeidad no hay sino una sola sustantividad, aunque
haya muchas sustancias»: ibid., 670. Interesa sobre este tema el estudio de J. B.
Metz, Antropocentrism o cristiano. Sobre la form a de pensam iento de Tomás de
Aquino, Salamanca 1972, 91-93. Para más detalle remitios a nuestro trabajo:
Muerte, inm ortalidad, resurrección. Perspectiva filosófica: Burgense 35/1 (1994)
97-111.
Una descripción rápida de los niveles fundamentales del hom­
bre pone de manifiesto su unidad esencial. Los antropólogos enu­
meran tres principales: el vital, el psíquico y el espiritual.
Advierten entre ellos una tensión interior que los convierte
en subsistemas de un único macrosistema10 o estructura supe,
rior. Los analizamos a continuación.
I. Lo vital. El hombre queda insertado por su cuerpo en el
tronco de la vida con la que mantiene una continuidad biológica
innegable. Es de todos conocido que orgánicamente el ser huma­
no no presenta ninguna novedad biológica. Es un eslabón más
de la larga cadena viviente de la que no puede soltarse. Como
todo ser vivo, aparece como totalidad biológica, cuya convergen­
cia y centración constituyen la base fundamental de la unidad
que lo caracteriza. Esta unidad se manifiesta y acredita por el
desempeño de funciones típicas, como automovimiento, autofor-
mación, autodiferenciación y autolimitación. Todas ellas, efecto
de la autoactividad o dinamismo propio, tienen su expresión ade­
cuada en la capacidad de suscitación, de habitud (modo de habér­
selas con las cosas) y de adaptación al medio por vía de asimila­
ción. Se trata de una estructura (sustantividad) capaz de indepen­
dizarse del medio y controlarlo. Esta es la raíz de su unidad co­
mo individuo11.
M. Scheler descubre en la esfera vital un ser-para-sí o intimi­
dad, signo de su estructura unitaria12. X. Zubiri llama a esta es­
tructura «sustantividad», entendida como suficiencia de notas
constitutivas para ser y actuar como tal ser independiente13. Se
trata de un sistema clausurado de notas fisicoquímicas que, en
virtud de su especial estructuración, determina un modo de fun­
cionamiento original basado en la indivisión de sus elementos.
Aquí radica su novedad respecto de la realidad inorgánica.
«Las realidades vivas son constructos estructurales físico-quími­
cos, pero con una estructura tal que tiene esa propiedad sistemáti­
ca que llamamos vida. La vida es una propiedad sistemática. Co­

ló . Cf. X. Zubiri, Sobre el hom bre, 43-70; R. Vancourt, La philosophie el


sa structure. L'homme e t ses origines, 88-98; J. Ortega y Gasset, Vitalidad, alma,
espíritu, en O bras com pletas II, Madrid 1916-1934, 443-488.
II. Cf. R. Vancourt, La ph ilosophie e t sa structure, L'homme et ses origines,
88-89. J. Cruz, ¿Cóm o es posible la pregunta del puesto del hombre en e l cos­
mos?: Estudios F ilosóficos 50 (1970) 120ss.
12. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, 29-30.
13. Cf. X. Zubiri, El hombre, realidad personal: Revista de Occidente 1
(1963) 13.
jno tal es, por un lado, una propiedad de carácter meramente fí­
sico-químico, pero por otro, por ser propiedad sistemática, es una
novedad respecto de las propiedades aditivas, es una innovación»14.
Aunque la vida es una «estructura físico-química más comple­
ja», no por ello es pura arquitectura material (mejor organización
de elementos atómicos y moleculares). Implica una total innova­
ción porque obedece y responde a una finalidad concreta. Por
eso Ortega y Gasset llama a esta esfera profunda de la persona
humana «vitalidad» o «alma corporal»15.
2, Lo psíquico. Es otro nivel en el que convergen las diversas
manifestaciones de lo humano, formando una realidad idéntica
a sí misma e intransferible. En esta esfera, denominada por N.
Hartmann interioridad, «ser esotérico», intransferible del indivi­
duo, se refleja la unidad individual del hombre. «Se puede indu­
dablemente establecer contacto con el ser psíquico del otro, aña­
de, pero no se le puede apropiar»16.
Dada la implicación biológica de lo psíquico, los antropólogos
no establecen separación entre ambas esferas, como si una fuera
lo interno del hombre y la otra lo externo. A pesar de su irreduc-
tibilidad, ambas conforman el comportamiento total del individuo
en mutua correspondencia. Es el organismo entero el que reaccio­
na conjuntamente17.
En contra de una opinión generalizada de cuño cartesiano, el
psiquismo humano no es el conjunto de estados internos a los
que se tiene acceso por introspección (conciencia), sino un modo
especial de reacción ante los acontecimientos. Esa reacción se
traduce en disposiciones, actitudes y vivencias que denotan un
poder de liberación del estímulo, que transforman e integran de
forma inmaterial. Ello es debido a la mejor organización de la
célula sensitiva.
Es un momento o elemento irreductible a lo físico-químico,
como decíamos, pero previo a lo que comúnmente se entiende
por conciencia. «Lo psíquico, aclara Zubiri, es realidad unitaria
vegetativa, sensitiva y ‘superior’, y es, como realidad, anterior
a toda conciencia»18. Corresponde, más bien, a eso que Ortega
y Gasset llama «alma en sentido estricto», es decir, la zona de

14. X. Zubiri, Sobre el hombre, 51-52.


15. Cf. J. Ortega y Gasset, Vitalidad, alma, espíritu, 454-460.
16. N. Hartmann, D as Problem des geistigen Seins, Berlín 21948, 71.
17. Cf. Goldstein, La slructure de l ’organisme, Paris 1951, 263-265.
18. X. Zubiri, Sobre el hombre, 48.
la emotividad, distinta del entendimiento y la voluntad que co­
rresponden al espíritu19.
Según esta concepción de lo vital y lo psíquico, no hay por
qué considerar el organismo y la «psique» humana como siste­
mas completos, sino como subsistemas o miembros integrantes
de otro superior, la estructura humana. Por eso, más que decir
que el hombre tiene organismo y psiquismo, habrá que convenir
con Zubiri que es una realidad psicoorgánica, una verdadera sus-
tantividad20.
3. Lo espiritual. Los antropólogos distinguen, a su vez, lo es
piritual de lo psíquico. Aunque este vector comprenda una amplia
zona en la que se encuentra incluido el anterior, representa, sin
embargo, un grado inferior, por más que todo el psiquismo hu­
mano esté transido de espiritualidad. «El aspecto psíquico, co­
menta Zubiri, de esta sustantividad tampoco es, como suele de­
cirse, ‘espíritu’»21.
Sin abordar ahora la difícil cuestión de la diferencia entre
alma y espíritu, como han hecho Jung, Klages, Hartmann, etc.,
baste decir que el alma es considerada la actividad misma del
organismo humano, en cuanto que se presenta como unidad y
substrato último omnipresente de todos sus estados22. El espíri­
tu, en cambio, no tiene definición propia. Se expresa, más bien,
a través de unos actos irreductibles de naturaleza específica. Tan­
to el sentido común y la interpretación religiosa, como la expe­
riencia científica y la tradición filosófica lo han entendido como
la conciencia de sí o conciencia reflexiva, es decir, capacidad
de autopresencia. Una potencia que es actualizada progresi­
vamente sin alcanzar nunca su total perfección. Autoconciencia,
ciertamente, pero no encastillamiento, sino apertura y descentra-
ción hacia lo otro. En esta relación y apertura cobra conciencia
de sí, de suerte que sólo subsiste como espíritu nutriéndose del
entorno. Volveremos enseguida sobre este punto.
Nos interesa describir someramente los grandes rasgos que
caracterizan lo espiritual en el hombre, cuya manifestación son
determinadas funciones y operaciones ausentes en la vida animal.

19. «Es la región de los sentimientos y em ociones, de los deseos, de los


impulsos y apetitos: lo que vam os a llamar en sentido estricto, alma»: J. Ortega
y Gasset, Vitalidad, alma, espíritu, 462.
20. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 59.
21. X. Zubiri, Sobre el hombre, 48. Cf. R. Vancourt, La philosophie el sa
structure, 94-98.
22. Cf. R. Vancourt, La philosophie et sa structure, 95-96.
Son estos: conocimiento universal, conciencia reflexiva, prefi­
jación de fines, comprensión de sentido, previsión del futuro, li­
bertad y autodeterminación ante un ser superior (responsabilidad).
Según Hegel, una ventana abierta sobre el Absoluto. M. Scheler
y X. Zubiri lo han definido como el poder de captar el carácter
de realidad de las cosas y no sólo su dimensión estimúlica23.
La actividad específica del espíritu, a la vez que denota sim­
plicidad, demuestra también unidad constitutiva. No se circuns­
c rib e al espacio y al tiempo, sino que se sitúa por encima de la
materia y de sus leyes, aunque se apoye incuestionablemente en
lo biológico y lo psíquico. N. Hartmann recuerda este extremo
describiendo la esfera concéntrica formada por lo vital, lo psíqui­
co y lo espiritual que, a modo de círculos interdependientes,
constituyen la unidad del ser humano sin comprometer sus res­
pectivas autonomías24.
Cargando el acento sobre la relación de los tres niveles, Zubi­
ri llega a unificarlos haciendo de ellos una sola realidad sustanti­
va. «El hombre tiene tres tipos de notas: el hombre vive, siente
y intelige sentientemente. Y la unidad intrínseca y formal de es­
tas notas constituye el sistema de la sustantividad humana»25.
Como sustantividad psicoorgánica, el hombre no admite compar­
timentos estancos en su estructura, sino que todo lo biológico
en él es mental y lo mental biológico. Entendida así la unidad
del hombre, no puede menos de ser «la de una sustantividad que
no puede no ejecutar una actividad estrictamente unitaria»26.
El hombre es un sistema sustantivo que consta de dos subsiste­
mas: organismo y «psique». No se trata de dos sistemas unifica­
dos, sino de un único sistema dotado de «subsistencia constitu­
cional», es decir, una sustantividad o estructura. Aunque entre
ambos subsistemas vige una diferencia esencial (la sensibilidad
no es la inteligencia) y no meramente gradual, no por ello consti­
23. «Espíritu es la p o sib ilid a d de ser determ inado p o r la manera de se r de
los objetos mismos. Y diremos que es ‘sujeto’ o portador del espíritu aquel ser,
cuyo trato con la realidad exterior se ha invenido en sentido dinámicamente
opuesto al del animal»: M. Scheler, El puesto d el hombre en e l cosmos, 65. «Inte-
ligir consiste formalmente en aprehender las cosas com o reales, esto es, 'según
son de su yo’... El animal siente el estím ulo ‘estimúlicamente’... Pero el hombre
siente este mismo estímulo en formalidad distinta: en formalidad de realidad...
Es animal de realidades»: X. Zubiri, Sobre el hom bre, 33-34, 46.
24. Cf. N. Hartmann, D as Problem des geistigen Seins, 60-61.
25. X. Zubiri, El hombre y Dios, Madrid 1984, 39.
26. X. Zubiri, Sobre el hombre, 674. También Id,, Inteligencia sentiente,
Madrid 1980, 281ss.
tuyen dos estratos, ni siquiera dos ramas, sino una única sustanti­
vidad que es el hombre, de modo que éste no tiene organismo
y «psique», sino que es todo él psicoorgánico. Se trata de una
«unidad de tipo metafísico» superior a la de la potencia y el acto
porque «psique» y organismo se codeterminan como momentos
reales en «en acto y ex aequo»27. Por eso, más que hablar de
«unión» de alma y cuerpo, habrá que hacerlo, según Zubiri, de
«unidad sistemática».

La concepción unitaria del hombre que acabamos de reseñar


empalma con la tradición escolástica más pura. No concibe ésta
los diferentes niveles humanos como seres distintos, ni siquiera
como tres principios, sino como un solo ser y principio dotado
de una triple capacidad de acción. Lejos de actuar el alma sobre
el cuerpo a manera de causa principal, su acción es la de un prin­
cipio diversificado o realizado en tres momentos o niveles: vivir,
sentir, inteligir28. Mas este viviente, que es el hombre, posee una
peculiaridad esencial, la inteligencia, que hace del alma un espí­
ritu, en cuanto que el mismo organismo, y no otra cosa distinta,
procesa todas sus acciones formando la experiencia de un sujeto
único que se sabe hontanar y meta de todos sus actos. De él pro­
ceden y en el convergen como dueño y señor de los mismos.
No es el hombre, en cuanto existente humano, alma y cuerpo,
sino que lo uno existe como realidad de lo otro, de modo que
puede afirmarse que el hombre real es todo él «anímico» y todo
él «somático», todo «subjetividad» y’todo realidad «mundana»,
como ha puesto de relieve J. B. Metz comentando a santo To­
más29. Es ésta la lógica consecuencia de aplicar el hilemorfismo
al ser humano. Una aplicación de la teoría aristotélica, como re­
cuerda santo Tomás, al caso del hombre.

27. X. Zubiri, Hombre y D ios, 41; Id., Sobre el hombre, 49.


28. «No hay por qué buscar si el alma y el cuerpo son una sola cosa, como
tampoco se hace con la cera y la huella. Sólo por el alma el cuerpo humano es
un cuerpo vivo...». «Con razón opinan los pensadores que el alma no puede existir
sin un cuerpo ni es un cuerpo; no es un cuerpo, sino una cosa del cuerpo, y por
eso está en el cuerpo»: Aristóteles, De ahima II, 1, 412b, 6ss y 2, 414a, 12, 22.
Por su parte añade santo Tomás: «Nada impide, por tanto, que la sustancia espiri­
tual sea la forma del cuerpo humano, que es el alma humana... Pero, porque el
entender del alma humana necesita de unas potencias que obran a través de ciertos
órganos corporales, se deduce que se une naturalmente al cuerpo para constituir
al ser humano»: C. Gent. II, 68.
29. Cf. J. B. M etz, Antropocentrism o cristiano. Sobre la form a de pensa­
miento de Tomás d e Aquino, 91-93.
Para comprender mejor estos aspectos y dimensiones, nos de­
tenemos a continuación en la consideración del espíritu y del
cuerpo en el hombre.

2. El espíritu y el cuerpo en el hombre


Las consideraciones precedentes hablan de dos dimensiones
o esferas irreductibles del ser humano, la espiritual y la corporal.
Ambas actúan de consuno, pero dejando ver sus diferencias y
convergencias, de modo que, aunque no son dos realidades inde­
pendientes distintas, tampoco se confunden. El problema que
plantean se refiere tanto a su ser como a su funcionamiento: ¿qué
significación tiene el espíritu en el hombre y cuál es su relación
con el cuerpo? O al revés: ¿qué es el cuerpo humano y cómo se
relaciona con el espíritu?

a) El espíritu del hombre

Para dilucidar esta cuestión seguimos los pasos de dos pensa­


dores contemporáneos, filósofo el uno y fenomenólogo ei otro,
que desde sus ópticas respectivas ofrecen una visión completa
del hombre como ser específico entroncado en el cosmos y en
la vida. Me refiero a M. Scheler (1874-1928) y a P. Teilhard de
Chardin (1881-1955). Ambos contribuyeron poderosamente a
determinar con precisión suficiente lo que distingue al ser huma­
no del resto de los vivientes, haciendo ver al mismo tiempo su
significación y rango ontológico30. Estos son los términos en
los que plantean el problema: ¿qué es el hombre y cuál es su
lugar en el cosmos? La clave de su respuesta es el espíritu, de
cuyo discernimiento nos ocupamos a continuación.

1. El espíritu humano según M. Scheler

De alguna manera nos hemos referido a este tema en el capí­


tulo dedicado a la historia de la antropología filosófica. Lo reto­
mamos de nuevo porque interesa explicitar y sistematizar aspec­
tos solamente aludidos en aquel momento.

30. Cf. M. Scheler, El puesto del hombre en e l cosm os, Buenos Aires 1960;
P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, Madrid 1965.
Entroncado en el árbol de la vida y en continuidad con ella
el existente humano desarrolla una actividad sin parangón con
los demás seres vivos. M. Scheler atribuye esta superioridad al
espíritu, dimensión específica inderivable de la vida como tal.
Lo hace consistir en la capacidad de autoposesión y trascendí-
miento, Ser dueño de sí y elevarse sobre la realidad propia y
ajena es competencia exclusiva que caracteriza al hombre.
Sus notas distintivas son dos fundamentales: la inteligencia
y el dinamismo. Ambas lo proyectan hacia horizontes allende el
impulso instintivo y le permiten obrar con entera independencia,
«El hombre es el ser vivo que puede adoptar una conducta ascé­
tica frente a la vida... Puede reprimir y someter los propios im­
pulsos»31.
Esta manera de ser no convierte al espíritu en entidad etérea
y desencarnada. Surge precisamente en contraste con el instinto
al enfrentarse al mundo. Algo así como un poder de ascensión
y autosuperación que se acciona ante la resistencia ofrecida por
la particularidad de lo inmediato. Mientras el sentido y el instinto
quedan prendidos en lo concreto, el espíritu, en cambio, vence
su oposición haciendo de este vencimiento su propia vida.
Hay que advertir, sin embargo, que, aunque el espíritu tiene
su lugar en el mundo, no es por ello una pieza mundana más.
Supraespacial y supratem poral, «nunca se torna objetivo»32,
aunque lo objetive todo. Se presenta como proceso de autosupe­
ración y de transformación de la naturaleza a la que confiere
sentido. En él alcanza su cota más alta la naturaleza que se auto-
determina y se libera. «La propiedad de un ser espiritual es su
independencia, libertad o autonomía esencial frente a los lazos
y presión de lo orgánico, de la vida... Tal ser espiritual ya no
está vinculado a sus impulsos y al medio, sino que, libre frente
al medio, está abierto al mundo. Tal ser tiene mundo»33.
Merced a este poder especial, el hombre crea categorías abs­
tractas y posee conocimiento ideatorio de las esencias, como las
de tiempo, espacio, valor y otras semejantes. En este sentido ha
podido decir M. Scheler que la persona es el ser que se eleva
«por encima de sí mismo» y «convierte todas las cosas, incluso
a sí mismo, en objeto de conocimiento»34. Más que una sustan­
cia, el espíritu es' «un plexo y orden de actos que se realiza a
31. M. Scheler, El puesto d el hombre en el cosmos, 85. Cf. supra, 114-116.
32. Ibid., 119.
33. Ibid., 64.
34. Ibid., 75.
sí mismo en sí mismo»55. Esto es, incorpora las cosas trascen­
diéndolas. Sin ser realidad ni principio independiente, puede de­
cirse que el espíritu es el hombre entero en cuanto que se con­
centra sobre sí mismo y se «recoge» en sí mismo. Es interiori­
dad. Inspirándose en esta doctrina, J. Ortega y Gasset lo define
como intimidad: «Llamo espíritu al conjunto de actos íntimos
de que cada uno se siente verdadero autor y protagonista»36.
A pesar de todo, M. Scheler no logra disipar todas las dudas.
Si es verdad que el sentido y el instinto no constituyen el espíri­
tu, no lo es menos que éste no se da al margen de la sensibilidad
y del impulso. Queda en entredicho, por tanto, su originalidad
y autonomía, por más que el filósofo alemán recurra a la idea
de sublimación y transfiguración. Indudablemente es mejor ha­
blar, como hace Ortega, de «punto céntrico» y de « núcleo perso-
nalísimo»37. De todas formas podemos decir que el espíritu
scheleriano es el mismo hombre bajo el aspecto original, inderi-
vable de la vida animal, que le permite abrirse a la realidad y ,
desasirse de lo inmediato para adentrarse en la esfera de lo tras­
cendente irreversible38.

2. El espíritu humano en P. Teilhard de Chardin

Aunque Teilhard de Chardin se centra solamente en el fenó­


meno o lo que aparece, lo aborda, sin embargo, en toda su pro­
fundidad, pues lo estudia todo entero. «Sólo el fenómeno, pero
todo el fenómeno». Desde esta perspectiva descubre al hombre
como eje del mundo y polo de la realidad global. Es la clave
para interpretar la naturaleza, en cuanto que representa la materia
y la vida llevadas al extremo de sí mismas.
Si la vida no es fenómeno aberrante de la naturaleza ni fortui­
to accidente, sino culminación y desembocadura de un proceso
cósmico universal, el ser humano no constituye una excepción
de esta onda expansiva. Aparece, más bien, como el rebasamien-
to de la misma. Es la vida que se sobrepuja a sí misma. En esta
línea de progresión sitúa Teilhard al ser humano a la cabeza del
movimiento de reagrupación y convergencia de todas las energías

35. Ibid., 77.


36. J. Ortega y Gasset, Vitalidad, alma, espíritu, 462.
37. Cf. ibid., 461-462.
38. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, Madrid 1988, 63.
cósmicas, cuyo punto cenital es el cerebro, exponente máximo
de la organización bioquímica y celular. Su actividad específica
es la conciencia reflexiva, el saber que se sabe. «A la cabeza
la Vida, con toda la Física subordinada a ella. Y en el corazón
de la Vida, para explicar su progresión, el resorte de la ascensión
de Consciencia»39.
No obstante esta continuidad, el ser humano es, para el paleon­
tólogo francés, un ser heterogéneo y distinto del resto de los vi­
vientes. Debido a su comportamiento reflexivo rompe el marco
de la escala zoológica y ocupa un rango superior. L a autoconcien-
cia es autocentración y autoposesión y, por lo mismo, intimidad
y autodominio, notas específicas de la vida espiritual y signo in­
equívoco de superioridad ontológica. «Si se quiere resolver esta
cuestión... de la ‘superioridad’ del hombre sobre los animales, no
veo más que un medio: separar decididamente, en el haz de los
comportamientos humanos, todas las manifestaciones secundarias
y equívocas de la actividad interna y situarse cara al fenómeno
central de la reflexión... Es el poder adquirido por una conciencia
de replegarse sobre sí misma y tomar posesión de sí misma»40.
Se trata de una novedad de valor incalculable en el proceso
evolutivo que, aunque aparentemente no representa rompimiento
ni quebranto de la vida, comporta, sin embargo, un salto cualita­
tivo esencial, cuyas características son la capacidad de invención,
de previsión y de responsabilidad. Un plus de realidad que nos
hace otros y no sólo distintos. No un cambio de grado, sino de
naturaleza4 . Reclditio in se ipsum, que decían los clásicos, o
efervescencia del espíritu al socaire del movimiento de compleji-
ficación de la materia.
A la luz de estos principios no es legítimo considerar el espí­
ritu como entidad foránea o parte del hombre, sino como el hom­
bre mismo que revierte sobre sí autoposeyéndose por completo.
«Una inversión sobre sí mismo, no sólo del sistema, sino del
ser entero»42. En una palabra, materia evolucionada y transfor­
mada, materia que deviene espíritu por interiorización. Sus pala­
bras no dejan lugar a dudas: «No hay, concretamente, materia
y espíritu, sino que existe solamente materia convirtiéndose en
espíritu. No hay en el mundo ni espíritu ni materia:la trama del
universo es espíritu-materia. Ninguna otra sustancia podría dar
39. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 181.
40. I b id , 201.
41. Ibid., 202.
42. Ibid., 208.
la molécula humana»43. La célula se ha hecho alguien, pasando
del anonimato y la irresponsabilidad al reconocimiento y compro­
miso consciente. Hay que decir, entonces, que el espíritu en Teil­
hard, lo mismo que en Scheler, no representa una alternativa de
la materias. Es, más bien, la «variante conjugada» y el «efecto
específico» de la complejidad con indiscutible supremacía en el
concierto de la vida44.
Las dos interpetaciones que hemos visto, enriquecidas con las
aportaciones de la antropología actual, nos permiten discernir la
naturaleza del espíritu en el hombre.
A diferencia de Platón, que identificaba el espíritu con un
principio autónomo, Aristóteles lo definió ya como «pensamiento
de pensamiento» (nóesis nóeseos). Esta idea se viene repitiendo
con ligeras variantes hasta nosotros, impulsada por los pensado­
res de la época moderna, especialmente Fichte y Hegel, y enri­
quecida con las aportaciones de la filosofía contemporánea (Hart­
mann, Zubiri etc.). A la conciencia de sí añade esta filosofía el
conocimiento del mundo, el crecimiento constante, la autoliber-
ción y la intersubjetividad como características del espíritu. Todo
ello supone una novedad indiscutible, expresión de un nivel de
realidad superior e irreductible al fisicobiológico y psíquico. Es
el hombre mismo que, como materia vitalizada y personalizada,
se hace sujeto de operaciones diversas perfectamente armoniza­
das. J. Moltmann lo llama compendio de su propia autoorganiza-
ción, es decir, de sus síntesis internas y externas. Esto es el espí­
ritu45, que en su día definió ya san Agustín como intimidad y
autopresencia.
Entendido de esta manera, el espíritu no difiere del de aque­
llas otras interpretaciones que, empeñadas en evitar todo atisbo
dualista, lo consideran principio metafísico, no subsistente en sí
mismo, sino como realidad informante y definidora de la esencia
humana. Es decir, una dimensión de la vida que une el poder del
ser con la configuración del ser. Sólo así queda a salvo la unidad
sustancial del ser humano46.
Desde una perspectiva más fenomenológica que filosófica, el
antropólogo español P. Laín Entralgo entiende por hombre (y, en
43. P. Teilhard de Chardin, La energía humana, Madrid 1967, 63-64. Tam­
bién El p o rven ir d el hombre, Madrid 1964, 85.
44. Cf. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 368-369.
45. Cf. J. Moltmann, D ios en la creación, Salamanca 1987, 31.
46. Cf. B. Coreth, ¿Q ué es e l hombre?, 202-204; P. Tillich, Teología siste ­
m ática III, Salamanca 1984, 141.
consecuencia, por espíritu humano) toda la realidad corporal del
ser humano, a cuya estructura unitaria y dinámica corresponde
la conversión de la «conciencia neural» en «conciencia personal».
Según Laín Entralgo, la materia estructurada humanamente se ha­
ce pensante, autoconsciente, libre e inmortal, esto es, espíritu.
Siguiendo a Ortega y Gasset, designa con este término al con­
junto de manifestaciones de la vida humana en las que predomi­
nan la afectividad, el sentimiento y la intimidad. No apunta a una
entidad oculta tras ellas, sino a la fuente y sujeto de las mismas,
No un principio inmaterial contradisdnto y superior al cuerpo,
sino materia somáticamente organizada o materia personaliza­
da47. Es lo que él llama «materismo», según el cual, el cuerpo
humano (el hombre) es «estructura cósmica esencialmente nue­
va... dotada de propiedades estructurales esencial y cualitativa'
mente distintas de las que habían mostrado todas las estructuras
precedentes». Por eso puede decir que «el hombre es todo y sólo
su cuerpo, todo y sólo materia somática personal»48. A pesar
de todo no es fácil distinguir esta teoría del materialismo emer-
gentista de M. Bunge, aunque sí difiere esencialmente del fisica-
lismo, defensor del monismo de sustancia y de propiedades. De
todas formas el denodado esfuerzo de Laín Entralgo no consigue
despejar la incógnita de la psique humana como principio distin­
to de operaciones específicas.
En un orden estrictamente filosófico, X. Zubiri, renunciando
conscientemente a la palabra «espíritu», llama al hombre sustan­
tividad psico-orgánica, en la que lo corpóreo es psíquico y lo
psíquico corpóreo. Su nota esencial es la apertura constitutiva
a la realidad en cuanto realidad. «La concreción del yo es intrín­
seca y formalmente la unidad concreta de una realidad abierta
a su ser, a su yo, desde su propia animalidad y constituido for­
malmente por ella. La actividad humana en orden a la constitu­
ción de mi yo es la actividad integral de un animal de realidades
que constituye ese yo en tanto que actividad unitariamente ani­
mal y personal, es decir, en tanto que ‘humana’»49.
Concretando esta idea y solidarizándose con este pensamiento,
E. Coreth llama «espíritu» o «alma espiritual» al principio esen­
cial unitario de la totalidad concreta del hombre 0. Por su parte

47. «Nuestro cuerpo es materia cósm ica estructuralmente construida y espe­


cífica y personalmente diferenciada»: P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría
actual, Madrid 1989, 325. Cf. Id., Cuerpo y alm a, Madrid 1991, 229-236.
48. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alm a, 318, 323s.
49. X. Zubiri, Sobre el hombre, 481.
50. Cf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre?, 210.
j(. Rahner, remedando a los clásicos, añade: «El hombre es la
absoluta apertura al ser en general, o para decirlo con una sola
palabra: el hombre es espíritu»M.
Asumiendo la interpretación zubiriana, añadimos por nuestra
cuenta una precisión más. Sin ser una entidad o elemento aparte,
el espíritu representa una novedad entitativa innegable, a saber,
lo más irrenunciablemente humano que hay en nosotros. W. Pan-
nenberg denomina a esta dimensión identidad de la persona como
presencia del sí mismo en el instante del yo que hace posible su
independencia. Es el todo humano en cuanto tal52. ¿Pero no es
esto, acaso, un plus ontológico por el que el hombre supera su
entorno y se sobrepuja a sí mismo? Todo esto está aludiendo a
dos subsistemas o subestructuras que constituyen un nuevo siste­
ma y estructura, el hombre integral que es el que existe y funcio­
na como ser uno y realidad singular. Lo que hay es el hombre:
ni simple materia ni espíritu puro, sino espíritu encarnado o cuer­
po «animado» en el que espíritu y organismo son irreductibles.
Indudablemente esta cuestión no obtiene cumplida respuesta
en el marco de una antropología estricta. Se requiere otro tipo
de discusión enmarcada en el ámbito de la ontología general,
completada, a su vez, con el dato revelado. Mucho tiene que de-
tíir a este respecto el teólogo de profesión53. A nosotros nos in­
cumbe ahora abordar otro aspecto del problema en estrecha cone­
xión con el que acabamos de tratar. Me refiero a la corporalidad
humana. ¿Qué entendemos cuando decimos: el hombre es su
cuerpo («yo soy mi cuerpo», que decía G. Marcel)?

b) La corporalidad humana54

Analizado el espíritu en sus notas y características esenciales,


es necesario determinar la naturaleza y sentido de la corporeidad
humana. Habrá que ver qué se entiende por cuerpo humano. En
51. K. Rahner, Oyente de la palabra, Barcelona 1967, 73; Id., Espíritu en
el mundo, Barcelona 1965, 129-255.
52. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca
1993, 666-667.
53. Cf. J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías. Un reto a la teolo­
gía, Santander 1983, 21 lss; W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológi­
ca, 651-672.
54. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, 83-88; D. Frank, C hair et
corps, París 1981; C. Brouaire, Philosophie du corps, París 1968; R. Kuhn, Le
corps retrouvé: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 72 (1988)
primer lugar hay que decir que el cuerpo no es la alternativa y
oposición al espíritu, sino un aspecto o faceta que junto con éste
conforma la realidad integral del hombre. Alina y cuerpo no se
relacionan como el vino y el vaso, como continente y contenido-
ni siquiera como el agente y el mando accionado de un artefacto!
Su relación es de complementariedad y constitutiva, en cuanto
que el uno es la forma expresiva del otro. Ambos se confieren
realidad mutuamente.
Los antiguos se percataron lúcidamente de este hecho y supie­
ron distinguir entre cuerpo humano y cadáver. La «forma» cor­
pórea no esS# «forma» cadavérica. Por eso el cadáver no es de­
signado como cuerpo humano ni éste es reducido a un conglome­
rado atomicocelular. No es mero organismo. Espíritu y cuerpo
constituyen un organismo vivo especial. La sabiduría popular ha
sabido expresar con fina intuición este fenómeno hablando de
«restos» y «despojos» del fallecido, porque lo que queda después
de la muerte es un conjunto de elementos fisicoquímicos abocado
a la descomposición. Es un sustrato inorgánico, pluriforme e
inerte, no identificable ya como estructura especial u organismo.
Por eso cabe preguntar por la naturaleza y significación de
este organismo que llamamos cuerpo humano y forma una sola
cosa con nosotros. Mejor aún, es cada uno de nosotros.(¿Posee­
mos el cuerpo como un objeto de nuestra pertenencia?'¿somos
nuestro cuerpo?^. En su ser y en su obrar, el hombre vive una
relación estrecha con su cuerpo de forma que la propia experien­
cia lo conduce a reconocer que en cierto modo es su cuerpo.
Veamos el sentido de esta afirmación.
Que el cuerpo no es un simple organismo es una cuestión sin
complicaciones. Su mismo comportamiento demuestra que es el
modo como el hombre, el yo o la persona, se expresa y se realiza
biográficamente.!No se trata de un instrumento con el que lleva­
mos a cabo nuestras tareas, sino la manera como nos realizamos
y llegamos a ser hombres en la vida entre las cosas y en contacto
con los demás. Es forma de realización y de cumplimiento.
J. Marías lo ha definido en estos términos: |¡La manera con­
creta de estar en el mundo es, precisamente, estar corporalmente
en él... Yo estoy en el mundo de manera corpórea, instalado pro-
yectivamente en mi cuerpo, a través del cual acontece mi munda-

557-563; J. Gevaert, El problem a del hombre. Introducción a la antropología filo ­


sófica, Salamanca 1976, 69-115; G. Haeffner, A ntropología filosófica, Barcelona
1986, 107-126.
55. Cf. P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual.
nidad concreta>f56. La mundanidad del hombre es el correlato
de su corporeidad.
Con ello no negamos el valor y función instrumental del cuer­
po con el que el hombre muestra su propia imagen y manifiesta
su ser a los otros en el tiempo y en el espacio, haciendo ver
quién es el sujeto que transparenta. Pero su cometido y función
es mucho más profunda y de mayor alcance antropológico. Es
condición necesaria y modo imprescindible de la construcción
del individuo humano como tal; sólo mediante el cuerpo puede
ser alguien el hombre y mantenerse en su ser perfeccionándose
progresivamente. Como ha escrito C. Castilla del Pino, «la vida
(biológica) es necesaria porque hace posible la vida (biográfica),
o sea, la existencia humana»57. Ningún humano vive sin su cuer­
po, que no lo posee sólo como condición de instrumentalidad,
sino como constitutivo esencial, ya que la trayectoria vectorial
del hombre es la del cuerpo, en cuanto que acontece avanzando
desde el nacimiento hasta la muerte./Por el cuerpo adquiere mag­
nitud operativa la vida humana^8.
Pero hay más. La instalación corpórea del hombre (corporei­
dad o corporalidad) implica un grado más que mera posesión.
Sobrepuja la simple posibilidad de comunicación y de actuación
porque impulsa al hombre hacia su realización plena a través del
conjunto de relaciones que establece con su entorno mundano y
humano. Es la presencialidad física actual del propio ser psico-
orgánico y expresión fáctica de la vida personal o exterioridad
visible del alma. Zubiri lo identifica con la presencia de la perso­
na en el mundo. «Expresión es consecuencia de la corporeidad...
en el sentido de lo ‘expreso’ de toda la persona: es la persona ex­
presa. Y el principio de esta expresión es su corporeidad»59. Por
eso se distingue del mero organismo. Este aparece siempre como
contradistinto del espíritu, en tanto que el cuerpo es principio de
actualidad de lo «humano» propiamente; es materia corpórea60.
En esta interpretación, el alma (espíritu) no sólo está ligada
al cuerpo, sino que es en él y por él como existe y realiza su
vida, es decir, como toma conciencia de sí y del mundo. Y esto

56. J. Marías, A ntropología m etafísica, Madrid 1970, 149.


57. Cf. C. Castilla del Pino, El duelo ante la muerte propia: Iglesia Viva
169 (1994) 41.
58. Cf. J. Marías, A ntropología m etafísica, 154-156.
59. X. Zubiri, Sobre el hombre, 62..
60. Cf. X. ZUbiri, El hombre y D ios, 40. También E. Coreth, ¿Q ué es el hom­
bre?, 204ss.
porque tanto el cuerpo como el alma no son sistemas completos
sino subsistemas integrantes de una estructura superior, la perso­
na humana, de cuya realidad unitaria cobra valor y sentido el
cuerpo en tanto que humano. «Lo que llamamos ‘psique’ y cuer­
po, dice Zubiri, no son sino subsistemas de notas de un sistema
único, del sistema de la sustantividad humana, psico-orgáni-
ca»61. Por eso puede decirse que el cuerpo es «cuerpo-de», es
decir, corporiza la «psique» haciéndola humana y, en contra par^
tida, la «psique» «animiza» al cuerpo haciéndolo humano a su
vez. El cuerpo del hombre sólo es humano por la impregnación
del alma. (No hay cuerpo humano sin alma^ Esta es la clave de
su distinción radical respecto del organismo. Aunque ambos son
materia, desempeñan, sin embargo, funciones completamente
distintas. El organismo armoniza elementos diferentes, es materia
organizada. El cuerpo, en cambio, actualiza al hombre a través
de un conjunto de relaciones concretas, lo presencializa en el
mundo, determinando la forma fundamental de habérselas con
las cosas como realidades./Es decir, la apertura del hombre a la
realidad se lleva a cabo mediante el cuerpo.! Esta forma o habitud
es en la actualidad instalación corpórea,61.
Resumimos nuestra exposición en estas palabras: cuerpo y
organismo no son entidades equivalentes. El segundo es soporte
fisicobiológico del primero, y éste es el modo peculiar de ser y
manifestarse el hombre en el estado presente: el conjunto unitario
de notas en las que se hace presente al mundo la esencia huma­
na. Lúcidamente lo ha expresado Haeffner: «En el vaivén entre
el tener cuerpo (organismo) y el ser cuerpo ( ‘soma’) está la cor­
poreidad humana» .
A la luz de estas consideraciones se patentizan las funciones
y significación de la corporeidad humana. No son debidas propia­
mente a la estructura biológica, sino al hecho de ser elemento
constitutivo de una realidad sustantiva, la persona humana, que
comparte su suerte con la del organismo que le sirve de base.
Estas funciones pueden reducirse a las siguientes: forma de pre­
sencia en la realidad, medio de interrelación, poder de transfor­
mación y factor de limitación. Las describimos a continuación.
a) Forma de presencia real. El cuerpo es el medio donde to­
man forma concreta las posibilidades humanas, porque el hombre

61. X. Zubiri, Sobre e l hombre, 456.


62. Cf. ibid., 64-65.
63. G. Haeffner, Antropología filosófica, 126.
sólo se realiza en su comunión con las cosas y con los hombres.
Actuando sobre la naturaleza y tratando con sus semejantes es
como el existente humano se cumple en su calidad de persona
y alcanza su plenitud de ser.
Esta función es ejercida mediante el cuerpo, o en instalación
corpórea, único medio para conectar con el mundo y hacerse pre­
sente en él. Nace así el entramado hombre-mundo, de forma que
venimos a ser una porción del mundo mismo. La misma teología
pone de relieve esta relación constitutiva, afirmando por boca
de uno de sus representantes que «por el cuerpo estamos en las
cosas y las cosas en nosotros. El cuerpo es un pedazo del mundo
que nos pertenece de tal manera que somos este pedazo; pero
también es un pedazo del mundo por el que estamos dentro del
mundo, no pertenecíéndonos totalmente a nosotros. El cuerpo es
un ‘entre’ el hombre y el mundo»64.
En una palabra, la corporeidad es el modo de estar el hombre
en la realidad, porque, como dice Zubiri, su sustantividad «está
aquí» en la realidad y porque en esta su sustantividad está «la»
realidad en que cada hombre está: «cada hombre es así el ‘lugar’
de la realidad»65.
b) Medio de relación intersubjetiva. Por el cuerpo los hom­
bres se insertan en un marco interrelacional con base en el mutuo
conocimiento. Se hacen inter-locutores, sabiendo que viven el
mismo mundo y se adentran en la interioridad del prójimo cap­
tando de alguna manera su ser íntimo. Esta es la función de ex­
presiones corporales tan significativas como la risa, el llanto, la
caricia, el rictus doloroso. En la faz del otro contempla cada uno
su propia alma.
Toda una literatura antropológica, a cuya cabeza se encuentra
la obra de E. Levinas, ha sabido expresar la función locuente del
cuerpo humano, de la que está desprovisto el cadáver. A través
de las expresiones corporales es posible la reconstrucción de la
persona que las produce66.

64. W. Kasper, Jesús, el C risto, Salamanca 41994, 248.


65. X. Zubiri, Sobre el hombre, 79. En este mismo sentido abundan las
reflexiones de los filósofos Bergson, Marcel, Merleau-Ponty, Sartre, D e Waelhens,
etc. Ultimamente ha reflexionado sobre el tema el antropólogo español P. Laín
Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, 262-277.
66. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sala­
manca J1995, 89ss; Id., D e otro m odo que se r o m ás allá de la esencia. Salaman­
ca *1995, 107-111.
c) Poder de transformación y factor limitador. Además d
las funciones reseñadas, el cuerpo humano cumple otro cometido
Por él transforma el hombre la naturaleza y la domina. No es que
emplee la corporeidad como instrumento, sino que mediante ella
aumenta su eficacia sobre el mundo por ser principio operativo
que posibilita el uso de artefactos fabricados. G. Marcel ha pues­
to de relieve la diferencia entre el instrumento y el principio de
instrumentalidad. Entre el instrumento y quien lo usa se da siem­
pre la distancia del tener. El cuerpo, en cambio, no es algo teni­
do por el hombre, sino aquello que hace posible que éste tenga
objetos como utensilios67. El trabajo corporal, A la par que per­
mite al hombre tomar posesión de la naturaleza, lo libera de sus
presiones y le posibilita su realización como persona.
P. Laín Entralgo ha puesto especial énfasis en esta idea del
cuerpo humano que formula de esta manera: «El cuerpo humano
será la realización psíquica y somática... de un organismo que
se siente a sí mismo a través de los aparatos y sistemas orgánicos
que lo componen»68.
Pero el hecho de situarse en el tiempo y en el espacio es de
por sí limitación. La circunscripción espaciotemporal impuesta
por la condición corpórea es fuente de determinaciones que con­
figuran la realidad personal de cada hombre y marcan la trayec­
toria biográfica del mismo. Por el cuerpo tiene el hombre unos
progenitores concretos, queda enmarcado en un momento históri­
co determinado, asume un contexto sociocultural particular, se
configura sexualmente, se somete a las leyes naturales y padece
inexorablemente su influjo. En una palabra, el cuerpo acota el
ámbito operacional de la persona y la encuandra en unas coorde­
nadas que lo limitan.
Los textos que citamos a continuación expresan el común sen­
tir de la antropología actual sobre el sentido que acabamos de
descubrir en el cuerpo humano. Para significar la actualización
física y presencia histórica en el mundo debida a la corporeidad,
los antropólogos emplean términos tan expresivos como soma,
rostro, carne .
B. Belte: «Como el desarrollo pleno para nosotros radica en
la corporalidad, en ella se desarrolla precisamente esto cualitati­

67. «Decir que yo soy mi cuerpo es suprimir el intervalo que yo establezco


cuando, por el contrario, digo mi cuerpo es mi instrumento (o es mío)»: G. Mar-
cel, Journal m étaphisique, Paris 1935, 238, 252 (trad. esp.: Barcelona 1969).
68. P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, 247.
69. Cf. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid 1991, 243-273.
vo, se desarrolla la savia y la plenitud de lo que radica en el ac­
tual ser real... la corporalidad es para nosotros el médium, de este
desarrollo culitativo»70.
R. Kuhn: «La corporalidad es la modalidad ontológica en la
que la vida se hace afección del yo individual que no alcanza
nunca la representación adecuada de sf mismo» .
J. M.a Cabo de Villa: «El cuerpo es la expresión permanente
de mi espíritu, el cual no vive dentro del cuerpo como en una
casa alquilada, sino que la construye, retoca y deteriora cada día,
estrechamente los dos unidos, los dos deudores a la vez y acree­
dores. Es la cara de mi alma visible para las otras almas, es vehí­
culo de mis relaciones, el sacramento de cualquier comunión
entre seres humanos... No está el alma en el cuerpo como el vino
en el vaso, sino como el alcohol en el vino, intrínsemanete ligado
para siempre»72.

3. Génesis del hombre. Hominización13

Conocido el hombre en su unidad de alma y cuerpo, es nece­


sario despejar la incógnita de su aparición y génesis. La novedad
que comporta la conciencia reflexiva en el proceso evolutivo
general del cosmos es fuente de interrogantes, no sólo para los
científicos, sino principalmente para los filósofos. Se trata de la
vieja cuestión de la creación del alma, hablando en términos to­
mados del lenguaje religioso. El filósofo se resiste a este lengua­
je, aunque intenta explicarlo racionalmente, y rechaza la unidad
humana como resultado del acoplamiento de dos elementos pre­
existentes, dos sustancias distintas, que pasan a constituir un solo
ser. Ni las conquistas de la ciencia ni la interpretación racional
de la conducta específica del hombre dan pie para pensar de este
modo. El hecho de la evolución biológica, en cuyo proceso se
inserta el ser humano, y el fenómeno de la historicidad que co­
mienza con él sugieren otra clase de respuesta. ¿Cómo llegó a
fraguarse este ser que es el hombre? ¿qué factores intervinieron
en su formación? ¿a qué tipo de dinamismo se debe? Es el com­

70. Citado por N. Scholl, Jesús, ¿sólo un hombre?, Salamanca 1971, 83.
71. R. Kuhn, Le corps retrouvé: Revue des Sciences P/iilosophiques et Théo-
logiques 7 2 (1988) 563.
72. J. M.“ Cabo de Villa, La impaciencia de Job. Estudio sobre el sufrimiento
humano, Madrid 1967, 130.
73. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, 88-107.
piejo problema de la hominización que, para su mejor compren­
sión, estudiamos bajo dos niveles diferentes, el científico y ei
filosófico.

a) Base científica de la hominización

La hominización, lo mismo que la evolución de la que forma


parte, constituye un tema de estudio muy complejo, ya que se en­
marca en un movimiento, cuyos momentos no se suceden rectilí­
neamente, sino con interrupciones, repeticiones y hasta retrocesos.
Los científicos describen cuatro etapas principales en todo el
proceso: caos inicial, ordenación de la materia, aparición de la
vida, formación del hombre. Este último tramo recibe el nombre
de hominización, distinguiéndola de «antropogenia», «antropogé-
nesis» y «hominación», términos menos usados últimamente por
su ambigüedad. Generalmente la hominización ha dejado de ser
considerada caso particular de la evolución para convertirse en
razón fundamental de ella. En efecto, el hombre o conciencia
reflexiva es el supremo valor obtenido por el proceso y represen­
ta la flecha del mundo en crecimiento; es lo que cabía esperar
de este magno movimiento ascndente74. En este sentido tienen
razón quienes la definen como el proceso de la aparición del
hombre como realidad psicosomática a partir de formas animales
anteriores, no sólo cronológicamente, sino también en el orden
de su constitución. A la par que describe las fases del proceso,
analiza los factores y agentes determinantes de su desarrollo inte­
gral75. Limitar este hecho al ámbito de la corporalidad es redu­
cir indebidamente el problema, situándolo en un estadio estricta­
mente zoológico que compromete la integralidad humana y con­
funde al hombre con su biología.
En una comprensión adecuada del ser humano no cabe enten­
der su dimensión espiritual como descenso en picado ni como
mera explosión desde abajo. Los hechos sugieren otra interpreta­
ción que resulta de integrar los hallazgos de las ciencias biológi­
cas puras (genética, morfología, paleontología, antropología físi­
ca) y los de la antropología positiva y filosófica (psicología, lin­
güística, etnología, filosofía, teología, etc.). Puesto que es único

74. Cf. P. Teilhard de Chardin, La visión del pasado, Madrid 1964,325-327;


P. P. Grassé, L ’évolution du vivant, París 1973, 17.
75. Cf. K. Rahner-P. Overhage, El problem a de la hominización. Sobre el
origen biológico d el hombre, Madrid 1973, 88.
el proceso en curso, habrá que ver en la hominización la articula­
ción de los diversos momentos, etapas, ritmos y factores como
otras tantas partes y capítulos de una misma historia. La conti­
n uidad y trabazón de los estratos así lo sugieren.
En este lento movimiento de maduración, en el que se entre­
cruzan factores de distinto signo (selección, eliminación, integra­
ción, migración, reorganización, transmisión), los antropólogos
descubren un fenómeno muy complejo producido tanto por lo
que surge como por lo que desaparece, por lo que converge y
por lo que disiente. «De tarde en tarde, escribe E. Morin, surgen
divergencias y disidencias; muchas de ellas fracasan, mientras
otras acaban imponiéndose, extendiéndose; y los disidentes que
alcanzan el éxito convierten a aquellos que anteriormente les
habían impulsado a apartarse del grupo»76. Desde distinto punto
de vista X. Zubiri emite el mismo veredicto: «Un proceso de
maduración... Como tal, está sometido a oscilaciones, indecisio­
nes e incluso a represiones, aunque sea por poco tiempo»77
Es cierto que a lo largo de todo este macroproceso se ventila
siempre una mayor complejificación y mejor organización (mayor
número de elementos mejor combinados) pasando de lo más sim­
ple a lo más complejo, cuyo resultado es el perfeccionamiento
estructural al que corresponde una subida de psiquismo o ascen­
sión de la conciencia hasta hacerse reflexiva. Dicho movimiento,
reconocido unánimemente por la ciencia actual, está dotado de
un mecanismo propio y se ajusta a leyes precisas78.
Pero no todos los evolucionistas interpretan de la misma ma­
nera el funcionamiento mecánico y el cumplimiento legal de este
proceso. Los divide la distinta concepción del orden cósmico,
objetivo para unos y finalístico para otros. Los primeros, que no
perciben en la evolución una orientación al bien del individuo
y de la especie, atribuyen el proceso exclusivamente a la selec­
ción natural y a la reproducción también selectiva. En base a la
76. Cf. E. Morin, El paradigm a perdido; el p araíso olvidado. Ensayo de
bioantropología, Barcelona 1974, 67.
77. X. Zubiri, El origen del hom bre: Revista de Occidente 6 (1964) 160.
78. «Evolutivam ente han ido apareciendo en él (cosm os) estructuras de
complejidad creciente. Tras las partículas elementales simples (el fotón, el elec­
trón, el quark, el neutrino), aparecieron sucesivamente las partículas elementales
complejas, los átomos ligeros, los átomos pesados, las moléculas, las macromolé-
culas... Y, tras la diferenciación del proceso evolutivo en fitosfera y zoosfera, los
animales pluricelulares, hasta llegar al organismo de los antropoides superiores
y los homínidos»: P. Laín Entralgo, El problem a alm a-cuerpo en el pensam iento
actual: Albor CXLVII (1994) 21-22.
misma constitución, perviven los organismos mejor dotados
mientras que desaparecen los menos capacitados. Resultado dé
esta mejora, obra de milenios, es la aparición de especies nuevas
con el consiguiente cambio de naturaleza. Así piensan los llama­
dos sinteticistas, como Darwin, Haldane, Huxley, Simpson, Mo-
nod, etc.
Los segundos, ortogenistas en su mayoría (P. Teilhard de
Chardin, L. Cuénot, P. P. Grassé, M. Crusafont, etc.), sostienen
el finalismo de la naturaleza, en la que se cumple un plan previa­
mente establecido que hace progresar los organismos en direc­
ción de lo mejor mediante la adaptación al medio y la herencia
de caracteres adquiridos,
En ambas interpretaciones se impone un hecho innegable. Las
formas vivas simples, fruto de la organización material, aparecie­
ron primero, mientras que las más complejas surgieron después.
El paso se verificó del estado unicelular al pluricelular por vía
de complejificación seguido de una mayor interiorización. A par­
tir de aquí se explica todo el proceso según unas leyes, cada vez
mejor conocidas, que regulan la ordenación del mundo orgánico,
incluido el ser humano. Entre ellas conviene destacar la de com­
plejidad, la ortogenética, la de irreversibilidad, la de especializa-
ción, la de equilibrio biótico, la de concienciación.
Todo esto lleva al científico a ver al hombre como meta y
culminación de un gigantesco movimiento de crecimiento interno
en el que intervienen factores de distinto orden en proporción
diversa (selección natural, adaptación al medio, recombinación
de genes, integración, cerebralización, inculturación). Unos son
de orden físico, bioquímico y ecológico, en tanto que otros perte­
necen a lo psíquico y a lo sociocultural79. Pero todos han contri­
buido a hacer del hombre, en tanto que proceso de maduración
genética, un ser netamente superior al animal más desarrollado,
aunque en estrecha conexión con él. Es cierto que el ser humano
no quiebra nunca esta continuidad, pero representa una novedad
innegable dada a conocer en su peculiar comportamiento domina­
do por la autoconciencia, la iniciativa, la previsión y la responsa­
bilidad. Un plus ontológico, ciertamente, que, si bien se debe en
buena medida a la transformación de las estructuras morfológicas

79, Cf. M. Crusafont, El problem a de la antropogénesis, en A. Haas (ed.),


E l origen de la vida y d e l hombre, Madrid 1963, 336ss; E. Morin, El paradigm a
perdido: el paraíso olvidado. Ensayo de bioantropología, 64ss, 227ss; K. Rahner-
P, Overhage, El problem a de la hominización, 145-150, 154-163; P. P. Grassé,
L'évolution du vivant, 305-335.
je un homínido prehumano, no por ello encuentra en este cambio
su explicación completa y razón adecuada80.
¿Puede decirse que el hombre entero, ser corpóreo-espiritual,
es efecto sólo de factores fisicoquímicos y biológicos? Aparte
del materialismo clásico y del evolucionismo rígido, lo entienden
fioy así Jos modernos fisicaJistas, los biologistas y emergentis-
ta . Mas para el filósofo, que tiene que abordar el problema
en su radicalidad, la sola antropología fisicobiológica no respon­
de cabalmente a la integralidad humana.
Los actos espirituales del hombre están pidiendo un principio
también espiritual, en modo alguno reducible a lo físico y bioló­
gico. Un género de realidad, núcleo supraorgánico y transfeno-
ménico, ilocalizable somáticamente, que invade al hombre entero
de pies a cabeza, llámese mente, espíritu o alma. La cuestión que
ahora se ventila es la siguiente: ¿cómo se explica la discontinui­
dad del comportamiento específicamente humano dentro de la
continuidad del ser vivo que es el hombre?82.

b) La hominización según la filosofía. Interpretaciones

La encuesta científica de la realidad humana habla de síntesis


armónica entre una evolución continuada y una innovación trans­
formadora en profundidad. Con ello se da a entender que el hom­
bre procede por evolución biológica, pero a la vez está implanta­
do en la existencia mediante una acción creadora83. Entran en
juego dos conceptos diferentes que hay que armonizar, evolución
y creación. En el caso concreto de la génesis del hombre, el pro­
blema tiene esta traducción ya clásica: ¿qué sentido tiene la crea­
ción inmediata del alma humana en el proceso evolutivo? Para
no alargarnos demasiado en cuestiones que se vienen repitiendo
desde hace mucho tiempo, nos limitaremos a exponer los princi­
80. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 461-476.
81. Da buena cuenta de estas teorías J. L. Ruiz de la Pefia en su obra Las
nuevas antropologías. Un reto a la teología, Santander 1983, 133-202. Cf. J. de
S. Lucas, E l hombre, ¿quién es?, 75ss.
82. Cf. A. Portmann, B iologie und G eist, Ztlricli 1965, 354ss.
83. «Cabe que se dé una síntesis de evolución externa continuada y una trans­
formación interna en una unidad garantizada por el eje de la creación»: A. Haas,
Evolución e imagen cristiana d el hombre, en Id., El origen de la vida y del hom­
bre, Madrid 1963, 551.
pios de solución apuntados por dos antropólogos recientes de
reconocido prestigio, científico y fenomenólogo uno y filósofo
otro. Me refiero, a P. Teilhard de Chardin (1881-1955) y a X
Zubiri (1889-1983). Estos dos pensamientos se complementan
a la vez que actualizan la antigua doctrina escolástica de la cau­
salidad aplicada al hecho de la aparición del hombre.
Explicación científica yfenomenológica (la interpretación teil-
hardiana)84. Por los años veinte el paleontólogo francés intenta
explicar el brote de la inteligencia racional a partir de la sensibi­
lidad, habida cuenta de la diferencia no sólo gradual, sino tam­
bién de naturaleza, manifestada en sus actividades respectivas85.
Para ello introduce la noción de «transformación creadora» con
la que designa un acto especial de Dios —intervención directa—,
que no opera desde la nada (creación inicial), sino desde un or­
ganismo existente que transforma en otro de orden superior. Se
trata de una verdadera innovación ontológica, puesto que el re­
sultado obtenido comporta un más-ser (plus de realidad) patenti­
zado en su modo peculiar de obrar: razonamiento, responsabili­
dad, amor, previsión del futuro, etc. Dicha innovación postula
la acción de un agente más poderoso que no añade nada, cierta­
mente, pero que potencia desde dentro el dinamismo y eficacia
de los agentes naturales. Esta nueva acción no se intercala entre
éstos, sino que afecta directamente a su mismo obrar. «Debajo
del ejercicio ininterrumpido de las causas segundas —escribe
Teilhard— , se produce una dilatación excepcional de la naturale­
za, muy superior a lo que podría dar de sí el juego normal de
los factores y de los excitantes ordinarios»8fi. Por eso, añade,
hay que decir que «Dios, propiamente hablando, no hace nada,
hace que se hagan las cosas» .
Vistas así las cosas, quedan a salvo la acción de Dios, inve-
rificable científicamente, pero exigida por la razón filosófica, y
la influencia decisiva de los agentes naturales reconocida por la
doctrina evolucionista. Aquí se encuentran y reconcilian el cientí­
fico positivo, que comprueba hechos, y el filósofo especulativo
que exige la razón última de los mismos. No hay dos actos crea­

84. Sobre este tema remitimos a nuestro artículo: La hominización, problema


interdisciplinar. B ase científica e interpretación filosófica: Burgense 18/1 (1979)
164-170.
85. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, Madrid 1965, 202.
86. P. Teilhard de Chardin, Como yo creo, Madrid 1970, 36, 29.
87. Ibid., 34.
dores espaciados en el tiempo. Se da uno solo, cuyo influjo con­
tinúa en los seres alentando y favoreciendo su actividad propia88.

Explicación filosófica (X. Zubiri)89. La interpretación teilhar-


diana es reasumida posteriormente por nuestro filósofo, que da
razón especulativa de ella. Para Zubiri, lo específico del hombre
6s la inteligencia (habitud humana) o modo peculiar de habérse­
las con las cosas no como meros estímulos, sino como realidades.
Ahora bien, esta capacidad comporta una estructura especial inte­
grada por dos elementos íntimamente relacionados entre sí, el
alma y el cuerpo, que son y actúan de consuno, de modo que el
alma es estructuralmente corpórea y el cuerpo, estructuralmente
anímico.
Ambos constituyen un único ser, el hombre, al que correspon­
den indisolublemente operaciones corpóreas y actividades espiri­
tuales. El problema queda planteado en estos términos: ¿cuándo
y cómo aparece la inteligencia sobre el sentido, el alma en el
cuerpo?
Zubiri responde con la palabra creación, ya que la psique
intelectiva (alma) es innovación radical respecto de la sensibili­
dad y, por consiguiente, no puede provenir de elementos exclusi­
vamente físicos y sensoriales. Pero, dado que el elemento espiri­
tual depende necesariamente del sentido tanto para ser como para
obrar, su aparición (creación) no puede tener lugar al margen del
aparato biológico y sensitivo, sino por profundización en él.
Para explicar este hecho, Zubiri invoca las mutaciones somáti­
cas como causas efectoras del espíritu, aunque no únicas. La no­
vedad innegable de la «psique» humana postula la intervención
de otra causa superior metaempírica que actúa en el mismo pro­
ceso evolutivo llevándolo a su cumplimiento por elevación. Esta
se inscribe en el dinamismo de la naturaleza, que está dotada de
un sistema de capacidades para dar de sí. Entre sus diversos mo­
dos Zubiri, remedando a Teilhard, incluye uno especial por el
que la materia da de sí desde sí misma, pero no por sí misma,
sino por que se «le hace hacer». Es el caso de la hominización,
donde la «psique» intelectiva (alma) brota de las estructuras celu­
lares mediante la acción de Dios. Estas estructuras producen des­
de sí mismas la psique, pero no por s í mismas solamente, sino
a impulsos de otro ser superior que «hace que hagan». Y esto

88. Cf. ibid., 29.


89. Remitim os a nuestro trabajo anteriormente citado, p. 171-179.
porque las operaciones psíquicas son de naturaleza distinta de
las de la materia90.
Podemos concluir afirmando que en la génesis del existente
humano concurren dos corrientes distintas y complementarias,
una de orden natural y otra trascendente. Ambas lo hacen térmi­
no de operaciones físicas y biológicas, por una parte, y efecto
de la acción creadora divina, por otra . No un epifenómeno,
sino emergencia de lo nuevo desde el dinamismo natural, pero,
bajo la acción de un agente superior que la ciencia no controla.
Creación de la nada, ciertamente, en cuanto que el paso decisivo
que franquea la última barrera es debido a la acción de la Causa
p rim e ra . No hay que ver en esta operación un trabajo artesa-
nal. Se trata propiamente de la dilatación de las mismas fuerzas
cósmicas que, en virtud de un apoyo especial, producen un efecto
que supera su capacidad natural .
Esto es lo que la tradición escolástica expresa al distinguir
entre causa primera y causa segunda, considerando a esta última
como verdadera causa efectiva y no simplemente ocasional. Y
es que en el gesto inicial de Dios, la creación no quedó definiti­
vamente acabada, sino sólo incoada, prosiguiendo en el tiempo
y en el espacio94.

90. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 48, 57-59, 464-466.


91. Cf. B. M eléndez en el prólogo a A. Haas (ed.), El origen de la vida y
del hombre, Madrid 1963, p. XII. También D. Sertillanges, L'idée de création
et ses retentissem ents en philosophie, Paris 1945, 152.
92. Cf. K. Rahner-P. Overhage, El problem a de la hominización, 47-49.
93. Para superar el dualismo platónico y el hilemorfismo aristotélico, P. Laín
Entralgo, inspirándose en Zubiri, recurre a la idea de estructura, llegando a afirmar
lo siguiente: «D ios pudo disponer que las causas segundas del mundo creado
dieren por sí m ism as lugar a sucesivas configuraciones de la realidad cósmica,
comprendida el alma»: P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid 1991, 288.
También Id., El problem a alm a-cuerpo en el pensam iento actu al: Arbor CXLVII
(1994) 15-29. Sobre esta antropología hemos escrito en otra parte: La idea del
hombre en P. La(n Entralgo, en J. de S. Lucas (ed.), Nuevas antropologías del
siglo XX, Salamanca 1994, 43-78.
94. Cf. A. G esché, Dios para pensar I. El mal - El hombre, Salamanca 1995,
244-256.
Bibliografía: Alvarez Turienzo, S., El cristianismo y la formación del
concepto persona, en Varios, Homenaje a Zubiri I, Madrid 1970, 50-76;
Buber, M., ¿Qué es el hombre?, México 1960, 150ss; Copleston, F.,
Filosofía contemporánea, Barcelona, 1959, 163-194; Coreth, E., ¿Qué
es el hombre? Esquema de una antropología filosófica, Barcelona 1976,
113-165, 211-219; Laín Entralgo, R, Teoría y realidad del otro I, Ma­
drid 1968; Id., Cuerpo, alma y persona, Madrid 1994; Lucas, J. de S.,
El hombre, ¿quién es?, Madrid 1986, 64-74; Nédoncelle, M., La reci-
procité des consciences. Essai sur la nature de la personne, Paris 1942;
Scheler, M., El puesto del hombre en el cosmos, México 1960, 75-78,
85-87; Zubiri, X., Sobre el hombre, Madrid 1986, 103-122; Id., Sobre
la esencia, Madrid 1962, 500-508.

En su comparación con los demás seres, el hombre se sabe


superior a e|los. Esta superioridad radica en su unidad constitu­
tiva que, como vimos en e! capítulo anterior, es resultado de la
integración de dimensiones distintas y diferentes niveles que lo
configuran como realidad única y singular: una sola esencia y
un solo sujeto. Su original capacidad para percibirse como un
todo idéntico a sí y distinto de todo !o demás habla en favor de
su rango ontológico peculiar. La relación con el ser, esto es, la
medida en que es ser — su tenencia del ser— alcanza la cota más
alta en la escala de los entes. Pues, bien, a esta manera de ser,
más rica y densa que la de los otros vivientes, los filósofos le
han dado un nombre propio, el de persona,' cuyas expresiones
palmarias son la libertad y la historicidad. De ello nos ocupamos
a continuación en dos capítulos distintos, el que trata del concep­
to de persona a través de la historia y de sus constitutivos, y el
que estudia sus propiedades esenciales.
porque las operaciones psíquicas son de naturaleza distinta de
las de la materia90,
Podemos concluir afirmando que en la génesis del existente
humano concurren dos corrientes distintas y complementarias
una de orden natural y otra trascendente. Ambas lo hacen térmi­
no de operaciones físicas y biológicas, por una parte, y efecto
de la acción creadora divina, por otra . No un epifenómeno,
sino emergencia de lo nuevo desde el dinamismo natural, pero,
bajo la acción de un agente superior que la ciencia no controla.
Creación de la nada, ciertamente, en cuanto que el paso decisivo
que franquea la última barrera es debido a la acción de la Causa
primera . No hay que ver en esta operación un trabajo artesa­
nal. Se trata propiamente de la dilatación de las mismas fuerzas
cósmicas que, en virtud de un apoyo especial, producen un efecto
que supera su capacidad natural .
Esto es lo que la tradición escolástica expresa al distinguir
entre causa primera y causa segunda, considerando a esta última
como verdadera causa efectiva y no simplemente ocasional. Y
es que en el gesto inicial de Dios, la creación no quedó definiti­
vamente acabada, sino sólo incoada, prosiguiendo en el tiempo
y en el espacio94.

90. Cf. X. Zubiri, Sobre e l hombre, 48, 57-59, 464-466.


91. Cf. B. M eléndez en el prólogo a A. Haas (cd.), El origen de la vida y
d el hombre, Madrid 1963, p. XII. También D. Sertillanges, L ’idée de création
e t ses retentissem ents en philosophie, Paris 1945, 152.
92. Cf. K. Rahner-P. Overhage, El problem a de la hominización, 47-49.
93. Para superar el dualismo platónico y el hilemorfismo aristotélico, P. Laín
Entralgo, inspirándose en Zubiri, recurre a la idea de estructura, llegando a afirmar
lo siguiente: «D ios pudo disponer que las causas segundas del mundo creado
dieren por sí mismas lugar a sucesivas configuraciones de la realidad cósmica,
comprendida el alma»: P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid 1991, 288.
También Id., El problem a alm a-cuerpo en el pensam iento actual: Arbor CXLVII
(1994) 15-29. Sobre esta antropología hemos escrito en otra parte: La idea del
hombre en P. Laín Entralgo, en J. de S. Lucas (ed.), Nuevas antropologías del
siglo XX, Salamanca 1994, 43-78.
94. Cf. A. Gesché, Dios para pensar I. El m al ~ El hombre, Salamanca 1995,
244-256.
Bibliografía: Alvarez Turienzo, S., El cristianismo y la formación del
concepto persona, en Varios, Homenaje a Zubiri I, Madrid 1970, 50-76;
Buber, M., ¿Qué es el hombre?, México 1960, 150ss; Copleston, R,
Filosofía contemporánea, Barcelona, 1959, 163-194; Coreth, E., ¿Qué
es el hombre? Esquema de una antropología filosófica, Barcelona 1976,
113-165, 211-219; Laín Entralgo, P., Teoría y realidad del otro I, Ma­
drid 1968; Id., Cuerpo, alma y persona, Madrid 1994; Lucas, J. de S.,
El hombre, ¿quién es?, Madrid 1986, 64-74; Nédoncelle, M., La reci-
procité des consciences. Essai sur la nature de la personne, Paris 1942;
Scheler, M., El puesto del hombre en el cosmos, México 1960, 75-78,
85-87; Zubiri, X., Sobre el hombre, Madrid 1986, 103-122; Id., Sobre
la esencia, Madrid 1962, 500-508.

Én su comparación con los demás seres, el hombre se sabe


superior a ellos: Esta superioridad radica en su unidad constitu­
tiva que, como vimos en el capítulo anterior, es resultado de la
integración de dimensiones distintas y diferentes niveles que lo
configuran como realidad única y singular: una sola esencia y
un solo sujeto. Su original capacidad para percibirse como un
todo idéntico a sí y distinto de todo lo demás habla en favor de
su rango ontológico peculiar. La relación con el ser, esto es, la
medida en que es ser — su tenencia del ser— alcanza la cota más
alta en la escala de los entes. Pues, bien, a esta manera de ser,
más rica y densa qúe la de los otros vivientes, los filósofos le
han dado un nombre propio, el de persona,'cuyas expresiones
palmarias son la libertad y la historicidad. De ello nos ocupamos
a continuación en dos capítulos distintos, el que trata del concep­
to de persona a través de la historia y de sus constitutivos, y el
que estudia sus propiedades esenciales.
Decíamos que la conciencia de unidad y mismidad, efecto de
su autoposesión, es la nota característica por la que el hombre
se distingue del resto de los seres, Por ella se constituye en per­
sona, cuyo poder de trascendimiento lo capacita para ver lo otro
como otro y establecer separaciones que le permiten recuperar
su intimidad liberándose de cuanto no es él. Es la única manera
de asegurar su originalidad y crecimiento en el área del ser sin
quedar aprisionado en la malla de los impulsos instintivos. Al
decir de M. Scheler, este ascetismo sublima al hombre haciéndo­
lo persona, centro de la vida espiritual1.
La antropología filosófica actual, rebasando las fronteras del
solipsismo racionalista e idealista, ha designado con el término
yo a este núcleo por el que el hombre representa una realidad
singular, intransferible e irrepetible, ejercida en nombre propio
y en modo alguno canjeable por nada. Es centro unificador y
fundamento de dimensiones y actos desplegados en el curso de
la historia de cada uno. Seguidamente hacemos un breve recuento
de la génesis histórica del concepto de persona.

a) El concepto de persona en la historia

Con el fin de no incidir en lo expuesto ya en la primera parte,


recogemos escuetamente las notas distintivas del concepto de
persona en las distintas épocas, completando lo que allí dijimos
(cf. supra, 73-130). Es un camino para llegar a sus constitutivos
esenciales.
La peculiaridad conductal del hombre es signo de una realidad
profunda por la que se pertenece a sí mismo y mantiene su inde­
pendencia respecto de lo demás. Esta forma de vida singular es
la expresión de una plenitud ontológica que los clásicos llamaron
sustancia racional, reflejo y semejanza del ser pleno autosuficien-
te, el Absoluto. Esta imagen ha dado lugar a diversas interpreta­
ciones que clasificamos por este orden: filosofía griega, antropo­
logía cristiana, pensamiento moderno y humanismos contemporá­
neos.

Filosofía griega. Los antiguos filósofos griegos intuyeron con­


fusamente la singularidad del hombre y le atribuyeron un puesto
1. Cf. M. Scheler, El pu esto del hombre en el cosmos, 85-87.
axial en el concierto cósmico. Lo consideraron cénit de la natura­
leza y síntesis de la misma, una concentración de los grados del
ser y de la vida, al mismo tiempo que porción o copia de la ra­
zón universal (logos), hontanar de la realidad entera.
Aunque estos filósofos, sobre todo Sócrates, Platón y Aristóte­
les, apreciaron esta superioridad y le confirieron atributos perso­
nales (amor, libertad, responsabilidad etc.), como aparece en sus
diálogos, no lograron, sin embargo, sistematizar una doctrina de
la persona. Cautivados por la necesidad universal, cayeron en un
excesivo intelectualismo que sacrifica lo singular y concreto en
atas de la universalidad. Ni el «logos» de Heráclito, ni el «ser»
de Parménides, ni el «bien» de Platón, ni el «motor» de Aristóte­
les, ni el «uno» de Plotino pueden considerarse persona. En este
universo naturalista, el hombre está supeditado a lo universal sin
que tenga razón en sí mismo y por sí mismo. Está en función del
todo, la «polis» en este caso, a quien encarna y realiza. Es medio
o instrumento de la realidad suprema, a la cual supedita su ser
y su obrar. Su inconsistencia y corruptibilidad lo privan de valor
propio y autonomía y lo remiten a un principio del que recibe
todo como cualquier otro ser de la naturaleza. Es, por tanto una
pieza más del cosmos o, si se prefiere, un «microcosmos». Como
dice Platón en Las leyes, nadie debe esperar de la vida la felici­
dad personal, ya que el cosmos no existe por él, sino él por el
cosmos2.
Aunque Aristóteles defiende la unidad sustancial del hombre
y lo concibe como centro que unifica todos los grados del ser,
no consigue, sin embargo, superar la visión dicotómica de Platón
y lo reduce al elemento cognoscitivo, dejando en segundo plano
otros no menos importantes como la autonomía, la responsabili­
dad y la intersubjetividad, típicamente personales. Su concepción
braquial (tronco o alma del que brotan unas ramas o facultades)
le impide armonizar convenientemente el pensar, el querer y el
decidir en una realidad inconfundible que piensa, quiere y decide
por sí misma. Ello hace que la antropología aristotélica (De ani­
ma) diste mucho de ser una filosofía auténtica de la persona hu­
mana3.

2. «En ningún caso se determina el principio absoluto com o un alguien que


rompa esa necesidad y tome decisiones personales. En este sentido indicábamos
que la m etafísica pagana es naturalista... Una ‘cosa’ entre las demás será en ese
universo lo que nosotros llamamos persona»: S. Alvarez Turienzo, El cristianismo
y la form ación d e l concepto de persona, 50, 75-76.
3. Cf. ibid., 50.
A pesar de todo no podemos negar a Aristóteles el reconocí,
miento de dimensiones y aspectos personales en el ser humano
como la facultad de ejercer actos, el carácter, etc. «Las personas
adquieren un modo determinado de ser en virtud de su carácter
y son felices o no según sus acciones... el carácter lo adquieren
según sus acciones» .
La escuela estoica (300 a. C.-200 d. C.), con un sentido prag­
mático de la vida, concede supremacía a la voluntad sobre el
entendimiento y acentúa lo singular y concreto sobre lo universal
abstracto.
Estos filósofos centran su atención en la rectitud de conducta
ajustada a las exigencias de la naturaleza y a los principios de
la razón. Insisten en el elemento espiritual del hombre que lo
distingue del resto de los seres impregnados de materialidad.
Pero no ven en él una propiedad esencial, sino una donación gra­
tuita o parcela recibida de la divinidad a quien corresponde por
naturaleza.
En este sentido han podido llamar al hombre per-sona {pro-
sopon, en griego), término con el que se designaba a los actores
de teatro que representaban seres reales simulados con máscaras
o antifaces. Y es que el hombre, por su elemento espiritual, es
el reflejo de la divinidad en el mundo. Representa a los dioses
y los testifica con su conducta, constituyéndose en prolongación
suya en la historia. Chispa de la divinidad, cuyo sentido Epicteto,
estoico del siglo I, expresó en estos términos: «Recuerda que
eres un actor dramático que representa el papel que el autor ha
querido asignarte... Representar bien el papel {prosopon) que se
te ha confiado depende de ti, pero escogerlo es tarea de otro»5.
Más claramente todavía: «¿Cómo apareces tú actualmente en es­
cena? Como un testigo citado por Dios. Acércate y da testimonio
de mí, pues eres digno de ser producido por m í como testigo»6.
El carácter de «personaje» representante de los dioses es la
nota que distingue al individuo humano de los demás seres, se­
gún los estoicos. Por eso es considerado superior y sagrado
(«Homo, res sacra homini») y tiende por naturaleza a integrarse
en la divinidad de donde brotó. Existe, por tanto, algo en él que
sobrepuja a las criaturas y lo asemeja a Dios. «Es una partícula
del espíritu divino inmersa en el cuerpo humano», decía Séneca,

4. Aristóteles, P oética, 6, 1450a.


5. Epicteto, Manual, Barcelona 1943, 35.
6. Las conversaciones de Epicteto, I, 29, 46, en Epictetae Philosphiae
Monumento I/II 1, Hildesheim 1977.
ya que «la razón es común a los dioses y a los hombres; sólo que
en aquellos es perfecta y en éstos perfectible»7. En esto consiste
precisamente su personalidad.
En resumen, en la filosofía griega no es con un ser personal
(Dios vivo) con quien tiene que habérselas el hombre en verdade­
ro diálogo. Se encuentra, más bien, ante una Omnipotencia amor­
fa que lo anula en cierto modo. Esta idea tiene una versión so-
ciopolftica, según la cual el individuo humano está enteramente
sometido a una entidad superior, el Estado, cuya organización
(polis) lo absorbe por completo. De la «ciudad» recibe seguridad
y amparo y a ella ordena toda su actividad. Por eso, al quedar
en entredicho su autonomía ontológica y sociopolítica, se difumi-
na su carácter personal, de modo que el término «persona» no
encierra tanto un sentido metafísico como social y jurídico con
efectos claramente discriminatorios. El hombre griego no pasa
de ser una «cosa» bien ordenada, un «microcosmos».

El pensamiento cristiano. Con el cristianismo el individuo hu­


mano adquiere una significación especial en el marco de la crea­
ción donde resaltan su dignidad y singularidad por ser hechura
inmediata de Dios, Absoluto personal. La revelación cristiana
enseña que el ser humano es la criatura que Dios ama por sí mis­
ma por ser reflejo e imagen suya. Dios la ha puesto frente a sí,
no como un algo, sino como un alguien capaz de responder cons­
cientemente a sus requerimientos. En este ámbito dialogal, el
hombre advierte su parecido especial con el Creador y se siente
acreedor de las prerrogativas divinas, a la vez que descubre en
ellas el paradigma de su completa perfección. Se experimenta
como persona. Dueño de sí, como recuerda J. Damasceno, el
hombre «se expresa a sí mismo por medio de sus actos y propie­
dades, y se manifiesta a sí mismo de modo que se distingue de
los otros de su misma naturaleza»8. La autoidentificación, el au­
todominio y la intransferibilidad son las notas distintivas de la
personalidad humana. En ellas percibieron los filósofos y teólo­
gos cristianos de los primeros siglos un ser enteramente nuevo
distinto del resto de la creación y semejante a Dios. Lo llamaron
«persona», pero no en el sentido de los griegos, sino en el que
más tarde le dará X. Zubiri cuando dice que «el hombre es la
manera finita de ser Dios».

7. L. A. Séneca, Ep. 94, 1 (trac!, esp.: O bras completas, Madrid 1940).


8. J. Damasceno, D ialéctica, c. 43: PG 94, 613.
Estos filósofos, a la vez teólogos, elaboran un sistema doctri­
nal en el que ponen de relieve la diferencia entre lo universal
o esencial y el modo concreto de su realización o cumplimiento
en un sujeto individual. Distinguen entre naturaleza y persona.
Con ello clarifican, guiados por la revelación, la naturaleza y
personalidad de Dios, por una parte, y la unión en Cristo de dos
naturalezas en una sola persona, por otra (Nicea, 325; Calcedo­
nia, 451). Este esfuerzo cristalizó en una filosofía de la persona
de excelentes resultados en el campo antropológico.
Con el término «persona» designan una forma especial de ser
y de existir, el de la sustancia completa individual o «supuesto»
de naturaleza racional. Un ser autoconsciente y libre abierto a
la realidad como tal. Un ser que por razón de su estructura se
relaciona con lo que no es él (mundo, hombre, Dios), mantenien­
do su tnismidad e intransferibilidad. En una palabra, un ser con
pleno dominio y control de sí y de sus actos.
En el siglo IV, san Agustín lo definió como intimidad, es de­
cir, luz cobrada y recibida de Dios por la que reconoce su identi­
dad y su autoafirmación en Dios, a la vez que su relación con
él. A este ser, que es cada hombre, el obispo de Hipona lo llama
persona9.
Un siglo después el filósofo romano, Boecio, esboza ya una
definición completa de persona, a la que llama: «Sustancia indi­
vidual de naturaleza racional, dueña de sí e intransferible»10,
Con ello da a entender que el hombre es un ser especial que se
pertenece a sí mismo y se mantiene independiente respecto de
todo lo demás. La naturaleza humana universal se singulariza en
el existente humano y se hace «incomunicable» sin perder su
nota específica, la racionalidad, causa del autodominio e indepen­
dencia. Reasumiendo esta doctrina, santo Tomás de Aquino, en
el siglo XII, concibe al hombre como realidad en sí y por sí que
manifiesta su especificidad en su manera de obrar, es decir, sa­
biendo lo que hace y por qué lo hace. Esta consistencia plena
(subsistencia) o absoluto dominio sobre sí y sus actos, efecto de
la racionalidad, es para el Aquinate lo que hace al hombre perso­

9. «A partir de la experiencia de la frontera misma de mi existencia,


intimidad y mi sublimidad comprenden así al D ios cercano y lejano, más interior
que mi intimidad y más elevado que mi sublimidad»: san Agustín, Confesiones
III, c. 6, 11; también IV, 1 y VII, 10, 16. En otra parte: «Una persona, es decir,
cada hombre... que es imagen de D ios según la mente... y es una persona»; san
Agustín, D e Trinitate XV, 7, 11.
10. Boecio, D e persona C hristi et duabus naturis, 3: PL 64, 1343C.
na: «Una sustancia completa, en sí misma subsistente, con inde­
pendencia de otro sujeto»11. Por esta autoposesión y autodomi­
nio se distingue el hombre del resto de los animales. «El alma
racional (persona) se distingue de las demás formas en que a las
otras formas no les corresponde el ser en el cual subsisten... El
alma racional, sin embargo, posee el ser como subsistiendo en
él mismo, esto se deduce de la manera como obra»12.
Un ser de esta índole es sujeto que integra en sí una esencia,
unos accidentes y una existencia. Está totalizado en sí mismo y
no forma parte de otra realidad superior, sino que subsiste en sí
como un todo completo individualizado (hipóstasis, supuesto).
Ahora bien, si este todo unitario es racional, se constituye en
persona. Los textos siguientes avalan cuanto hemos dicho:
«Hay que saber que no cualquier individuo en el género sus­
tancial, incluso si se trata de una naturaleza racional, es formal­
mente persona; sólo lo es lo que existe por sí, no lo que existe
en otro más perfecto»13.
«Pero el particular y el individuo se verifican de manera aún
más especial y más perfecta en las sustancias racionales, que po­
seen el dominio de sus actos: no son solamente actuadas como
las otras, obran por sí mismas. Ahora bien, las acciones son pro­
pias de los sujetos singulares. De ahí que, entre las otras sustan­
cias, los individuos de naturaleza racional reciban nombre espe­
cial, el de persona»14.
Posteriormente, el franciscano escocés J. D, Escoto (1266-
1308), más próximo a Ricardo de S. Víctor que a Boecio, hace
consistir la persona en la incomunicabilidad o intransferibilidad
más que en la sustancialidad. Y esto porque la persona es siem­
pre singular y concreta, y no universal y abstracta. Es el existen­
te concreto. Por eso es constituida como tal por la actualidad o
acto de existir con la pluralidad de dimensiones que comporta
(intelectivas, volitivas, afectivas, relaciónales, etc.). Es el hom­
bre en el conjunto de sus aspectos existenciales15,

11. Santo Tomás, Summa Theologica III, q, 16, a. 12, ad 2.


12. Santo Tomás, D e potentia, q. 3, a. 9, También C. Gent., 1. 2, a. 7 y
Summa Theologica I, q. 29, a. 1. ad 5 y a. 2.
13. Summa Theologica III, q. 2, a. 2, ad 3.
14. Summa Theologica I, q. 29, a. 1c y a. 3.
15. Cf. J. D. Escoto, Lectura I, dist. 2, pars 2, q. 1-4, en Opera omnia XVI,
Cittá del Vaticano 1950; C, Ordin. II, 3, 6, 9, vol. VIII, 1973.
La filosofía moderna. A partir del renacimiento, sobre todo
con la edad moderna, queda establecida una forma de sociedad
en la que prevalecen el egocentrismo, la competición, el contrato
calculado . Todo ello es debido al desplazamiento que experi­
menta el hombre por obra de un universo inmenso que lo desbor­
da y absorbe. Carente de seguridad, el hombre se retrae sobre
sí mismo en busca del cobijo que no encuentra en las cosas y
se convierte en un puro-yo clausurado en sí y sin ventanas al
exterior. Es «conciencia de sí» pura e independiente de todo lo
que lo rodea. Se hace pensamiento, de forma que el yo racional
suplanta al hombre integral. Ni que decir tiene que esta concep­
ción de la persona es consecuencia de la interpretación de Boe­
cio, la cual, llevada al extremo, establece un intercambio automá­
tico entre conciencia, sujeto, yo y persona. Intercambio que sin
dificultad alguna realizan el racionalismo y el idealismo.
La res cogitans de Descartes, la caña pensante de Pascal y
la razón pura de Kant trabajan en favor de la subjetividad y pre­
sentan al hombre a título de «alma», de pensamiento y de deber
racional. Esta concepción difumina la persona perdiéndola en el
seno de una entidad vaporosa que la engloba sin que haya lugar
para la iniciativa, la responsabilidad, la lucha por la existencia,
el esfuerzo por llegar a ser plenamente. El ser humano queda,
entonces, reducido a trabajador por cuenta ajena (la racionalidad)
sin nada que ver con eso que todo hombre pretende ser.
Así Descartes identifica .la persona con la autoconciencia o
sujeto que piensa su pensar17. Ch. Wolf la define como ser que
conserva memoria de sí18, Kant y Fichte la encasillan en la con­
ciencia moral y la reducen al yo de mi «deber ser»19. Los mo­
nistas de diverso signo, como Spinoza, Hegel, Marx, la sumergen

16. Cf. M. Scheler, Vom Umsturz der Werte II, Leipzig 1923, 260ss.
17. «C onocí por esto que yo era una sustancia, cuya completa esencia o
naturaleza consiste sólo en pensar, y que para existir, no tiene necesidad de nin­
gún lugar ni depende de ninguna cosa»: R. Descartes, Discurso del método, Barce­
lona 1983, 72.
18. «Se llama persona al ser que conserva memoria de sí, esto es, que es
el misino ser que se encontró antes en este o en aquel estado. Un individuo mo­
rah'. Ch. Wolf, Psicología rationalis II, ABT. 6, en Gesam m elte Werke, Hildes-
heim 1972, 660.
19. «Persona es aquel sujeto que es capaz de ser responsable de sus accio­
nes»: I. Kant, Grundlegung zur M etaphysik der Sitten AB 22 (WW IV, ed, W.
Weischedel, 329); Id., Crítica de la razón práctica, Buenos Aires 1961, 23-29;
J. G. Fichte, Introduzione a la vita beata o doctrina della religione, Lanciano
1913, 30-100.
en un todo infinito (Naturaleza, Idea, Materia-sociedad), sacrifi­
cando su singularidad y consistencia en aras de una objetividad
absoluta que la rebasa y engloba20.
El psicologismo inglés de esta época da un giro a la concep­
ción anterior y sitúa la persona en la línea del instinto y del sen­
timiento. Incluye entre sus constitutivos esenciales aspectos como
la simpatía, el amor, la utilidad y el provecho traducido en pla­
cer, la sociabilidad y la solidaridad .

Antropología contemporánea. Frente al intelectualismo y al


psicologismo se sitúa la nueva antropología inspirada en la idea
de la existencia. En esta interpretación recobran su valor real la
alteridad y la comunicabilidad como dimensiones y constitutivos
esenciales del hombre integral y aparece la libertad como condi­
ción necesaria y característica fundamental. La persona es conce­
bida como estructura abierta al mundo y a los otros sin que la
pluralidad de elementos que la constituyen quebrante su unidad.
Aparece como conciencia intencional, como enseña Husserl, cuyo
distintivo es su condición de sujeto frente al objeto y de yo cara
al tú22. M. Scheler la concibe como «la unidad del ser concreto
y esencial... que funda todos sus actos»23.
Dos son los sistemas antropológicos contemporáneos que dan
razón de la persona en los términos indicados, el existencialismo
y el personalismo. El primero la hace consistir en la conciencia
que se construye al hilo de sus actos en diálogo permanente con
el mundo y con los demás hombres. Dota de sentido a las cosas
y hace suyos los valores que descubre en ellas. Conferir sentido
y promover valores es su función específica. En este sentido pue­
de decirse que la persona es proyecto de sí misma; un ir a más
en la línea del ser. Unos, como Sartre, Merleau-Ponty, Jeanson,
limitan su realización y plenitud al área de lo fáctico e intrahistó-
20. Cf. G. W. F. H egel, Fenomenología del Espíritu, M éxico 1971,224-250,
273-285; Id., El concepto de religión, M éxico 1981, 290-298,
21. Cf. D. Hume, An Enquiry Concerning the Principies o f Moráis, London
1751; A. Sraith, Theory o f M oral Sentiments, London 1759; J. Bentham, Intro-
duction to the Science o f M orality I, London 1834; J. S. M ili, Antropobiografía,
Buenos Aires 1939, 89-94; H. Spencer, Obras filosóficas. Prim eros principios,
Madrid 31905.
22. «Todo lo que para el sujeto es originariamente propio forma unidad con
éi y pertenece, por tanto, a la esfera del yo»: E. Husserl, Ideen zu einer reinen
PM nom enologie und phünomenologischen Philosophie II, Den Haag 1952, citado
por J. L. Ruiz de la Peña, Imagen de D ios, Santander 1988, 162.
23. M. Scheler, E tica I, Madrid 1941, 338.
rico. Otros, en cambio, como Jaspers, Lavelle, Mareel e incluso
Heidegger, la abren a la trascendencia y la orientan a un valor
supremo allende el tiempo y el espacio. En cualquier caso es
siempre un ser que tiene que llegar a ser con otros en el mundo.
El hombre deviene persona por el libre ejercicio de dar norma
y dirección a su vida24. Los textos que citamos a continuación
expresan convenientemente la idea expuesta:
«El hombre no es otra cosa que lo que él se hace... Es ante
todo un proyecto que se vive subjetivamente... Será ante todo
lo que habrá proyectado ser... El destino del hombre está en él
mismo»25.
«Pujamos por ir más allá, y nos hacemos crecientemente noso­
tros mismos con la hondura de nuestra conciencia de Dios, me­
diante la cual nos volvemos a la vez transparentes para nosotros
mismos en cuanto ser nada... La divinidad viene hacia nosotros
bajo su aspecto de ser personal, a la vez que nosotros nos eleva­
mos a la altura de un ser capaz de hablar con este Dios... Ser
hombre es llegar a ser hombre»26.
«La existencia personal es, pues, la conciencia que cobramos
de nuestra libertad en cuanto inserta en ciertas circunstancias en
el seno de las cuales está obligada a ejercerse... Es una posibili­
dad que a cada instante le toca actualizar»27.
El personalismo, por su parte, ha acentuado el encuentro con
el otro viendo en esto una dimensión constitutiva de la persona.
El hombre se hace persona en la relación vital del yo con el tú,
porque sólo en ella encuentra cumplida satisfacción a sus requeri­
mientos específicos. «La existencia del yo, escribe F. Ebner, no
radica en su relación consigo mismo, sino en su relación con el
tú»28. Corroborando esta idea, M. Buber añade lo siguiente:
«Sólo el hombre con el hombre es la imagen cabal del hombre»,
y «cada hombre puede decir tú y es entonces yo»29., En términos
semejantes se expresaron G. Bachelard y M. Nédoncelle, para
quienes «el yo se despierta por la gracia del tú», de forma que
«el yo y el tú son uno para el otro, a la vez, causa y efecto»30.

24. Cf. F. Copleston, Filosofía contem poránea, Barcelona 1959, 163-194.


25. J. P. Sartre, El existencialism o es un humanismo, Buenos Aires 1972,
18, 31.
26. K. Jaspers, La filosofía, M éxico 1953, 54, 59-61.
27. L. Lavelle, Introducción a la m itología, M éxico 1966, 101.
28. Citado por A. López Quintás, La antropología dialéctica de F Ebner,
en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías del siglo XX, Salamanca 31983, 162.
29. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 150.
30. M. N édoncelle, La reciprocité des consciences, Paiis 1942, 320.
Según el personalismo, la orientación hacia el otro está en la
entraña de la persona, en el sentido de que el otro es reconocido
como prolongación del propio yo y valor para él. Esta dualidad
dinámica, basada en la generosa reciprocidad y en el intercambio
de valores mutuos, apunta a un bien supremo y tú infinito irredu­
cible a objeto. A un Tú que no puede convertirse en ello. En esta
perspectiva, E. Mounier ofrece esta descripción del hombre como
persona:
«Persona es un ser espiritual constituido como tal por una for­
ma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esta
subsistencia con su adhesión a una jerarquía de valores libremen­
te adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable
y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en
la libertad y desarrolla por añadidura, a impulsos de actos crea­
dores, la singularidad de su vocación»31.
En esta concepción de la persona se advierte un cambio nota­
ble respecto de otras concepciones. Se abandona la categoría
objeto y se asume la intersubjetividad como aspecto fundamental,
a la vez que se insiste vehementemente en la singularidad («inco­
municabilidad») frente a lo universal y genérico de los clásicos..
En una palabra, la persona es el hombre total en cuanto que
supera su fragmentariedad objetiva y no queda supeditado a nada
ni a nadie. Su autoposesión y dominio excluyen cualquier preten­
sión de pertenencia ajena. Es propiedad suya, porque, como ense­
ña Zubiri, es «suidad» que se traduce en «mismidad», «autoperte-
nencia» e «insistencia». El individuo racional de Boecio, el su­
puesto «subsistente» de la escolástica, el sujeto ético de Kant,
el núcleo de espiritualidad de Scheler, lo mismo que el centro
de relaciones de Buber y Mounier apuntan indudablemente en
esta dirección.
Después de este recorrido histórico, necesariamente breve e
incompleto, nos ponemos en camino para llegar al meollo del
ser personal humano, cuyas notas esenciales, mismidad y alteri-
dad, estudiamos en el apartado siguiente.

b) Estructura de la persona humana (mismidad y alteridad)

|>1. Mismidad: autoidentificación. En páginas anteriores quedó


reflejada la unidad del ser humano como aspecto insoslayable
31. E. Mounier, Manifiesto a l servicio del personalism o, en O bras com pletas
I, Salamanca 1992, 625.
del mismo. Es el «cantus firmus» de la melodía antropológica
desde que ésta adquirió carta de naturaleza como saber específico
del existente humano. La persona es una realidad única desplega­
da en aspectos y dimensiones diversas de las que es principio
y sujeto. Nada mejor que la expresión de M. Scheler, para quien
«persona es la concreta y esencial unidad entitativa de actos de
esencia diversa que en sí antecede a todas las diferencias esen­
ciales de los actos»32.
En esta unidad radica la mismidad o coincidencia de la perso­
na consigo misma, fruto de su autoposesión y dominio que le
permite verse distinta de todo lo demás y distanciarse de lo que
no es ella. A esta autoposesión e indentidad los clásicos llamaron
supuesto racional (sustancia individual completa), en el sentido
de realidad «incomunicable» e intransferible so pena de desapare­
cer como tal. Y esto porque es el ser en que subsiste, como
apuntó en su día el mismo Tomás de Aquino: «La misma sustan­
cia entera es eso mismo que es; el mismo ser es aquello por lo
que la sustancia se llama ente»33. De entre todas las realidades
conocidas sólo el individuo humano cumple esta condición y
distingue perfectamente entre lo que es y lo que tiene, entre su
ser y los actos que realiza. Lejos de reducirse a la suma de sus
actos y propiedades, es el fundamento intrínseco de todos ellos
y les confiere unidad y consistencia. Por eso se ha definido la
persona como el ser individual autónomo que se realiza en la
posesión consciente y libre disposición de sí mismo34.
Esta autonomía, fruto de la autoposesión, radica en el poder
cognoscitivo que, para unos es supuesto racional (filosofía me­
dieval), mientras que para otros (filosofía moderna) equivale a
autoconciencia o conciencia de sí, traducida recientemente en
términos de centridad (M. Scheler) o de totalidad, si bien ésta
centralizada. Solamente subsistiendo en sí es como la persona
puede hacerse disponible para los demás y relacionarse con los
otros, es decir, si es ella misma. Sin mismidad óntica la relación
se desvanece porque carece de un núcleo de consistencia.
Para un determinado sector de la filosofía y teología actual
(N. Hartmann, W. Pannenberg) este aspecto reviste especial im­
portancia, en cuanto que no se concibe la autoconciencia prima­
riamente desde el yo, ya que éste alcanza su identidad a partir
de sí mismo. Por eso definen la persona como presencia del sí
32. M. Scheler, Etica I, 38.
33. C. Gent., 1. 2, c. 54, unde.
34. Cf, E. Coreth, ¿Qué es el hom bre?, 211ss.
mismo en el yo. De esta manera la totalidad personal es su «vín­
culo óntico consigo misma, pasando por encima de su distensión
en el tiempo»35. Con ello dan a entender que el hombre es per­
sona en el hacerse presente a sí mismo a lo largo de su existen­
cia, aunque en cada momento es ya sí mismo, pero incipiente y
sin terminar36. Psicológicamente cada hombre se percibe idénti­
co a sí y distinto de los otros; ve su «yo» frente a la alteridad
del «tú». En esta mismidad consiste precisamente la persona.
De todas formas hay que reconocer otros aspectos implicados
en la conciencia de mismidad que vienen a fortalecer a ésta. A
diferencia de los miembros de las especies infrahumanas, el indi­
viduo humano, además de decir «yo soy mí mismo», está en con­
diciones de afirmar «yo soy mío». En esta autopertenencia radica
la intransferibilidad de la persona y su independencia. No es de
nadie más que de sí y nadie puede ejercer sobre ella poder o co­
acción.
Psicólogos de la talla de W. Allport, K. Goldstein y C. Royers
han asumido esta interpretación, haciendo del hombre un sujeto
autónomo respecto de sus fundamentos biológicos y de sus con­
dicionamientos ambientales. Reconocen que la personalidad no
es un conjunto de procesos inconexos, sino realidad sustantiva
anímica dotada de una estructura propia para hacerse cargo de
los estímulos a los que responde de modo adecuado37.
A nivel filosófico, X. Zubiri, que distingue entre personeidad
y personalidad38, llama persona a las esencias constitutivamente
abiertas, esto es, a los seres inteligentes y volentes, y realiza un
análisis completo de la mismidad que concreta en estos cuatro
aspectos o momentos: ser reduplicativamente en propiedad, con­
sistencia y subsistencia, actualización de la realidad personal,
modulación de la personeidad39.
Persona es, según Zubiri, la realidad sustantiva propiedad de
sí misma, no sólo en el orden moral y jurídico, sino primordial­
mente en el ontológico. El ser propio pertenece formalmente a
aquello que tiene como propiedad, esto fes, a las notas por las que
subsiste. Es lo que él llama «suidad» o «tener una estructura de

35. N . Hartmann, D as Problem des geisñgen Seins, 1962, 132, citado por
W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca 1993, 259.
36. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 299ss.
37. Cf. J. L. Pinillos, Principios de psicología, Madrid 1957, 580-581.
38. Cf. X. Zubiri, Sobre la esencia, Madrid 1963, 499-508.
39. X. Zubiri, Sobre el hombre, 110-128.
clausura y totalidad junto con una plena posesión de sí mismo en
sentido de pertenecerse en el orden de la realidad»40. Este modo
de ser (tenencia del ser, decimos nosotros) es obra de la inteligen­
cia, por la que el hombre se descubre idéntico a sí mismo y dis­
tinto de todo lo otro. En virtud de ello se constituye en ser sub­
sistente frente a lo que no es él41 y se contrapone a las realida­
des finitas, incluso a la realidad divina. El saberse otro equivale
a saberse sí mismo y, por lo mismo, a ser absoluto, aunque relati­
vamente. La persona es, por tanto, «un relativo absoluto»42.
En virtud de su mismidad («suidad») el hombre realiza sus
actos en los cuales se actualiza, de forma que modela su propia
realidad y lleva a cabo su cabal personalidad, es decir, a través
de las acciones que ejecuta se hace persona biográfica y psicoló­
gicamente. Labra su «personalidad», la cual no es otra cosa que
«la figura de lo que el subsistente ha hecho de sí mismo»43.
2. Alteridad: Relación. La alteridad es el otro constitutivo
esencial del hombre en cuanto persona. Aparte de lo que diremos
en el apartado dedicado a la sociabilidad y a la comunidad, con­
signamos en este lugar un aspecto fundamental del ser humano,
su apertura a los otros. El hombre no es un ser clausurado en sí
mismo, sino que se abre a sus semejantes desde su propia mismi­
dad, como aparece en el trato con los demás. Forja su personali­
dad a lo largo de su existencia en medio del mundo. Un mundo
humano precisamente no creado por él, sino heredado de sus
antepasados.
El peculiar comportamiento de la persona denota una estructu­
ra dialogal constitutiva merced a una disposición especial carac­
terística del espíritu, que se manifiesta en la comunicación de
las ideas y de los sentimientos. El hombre habla y ama, inter­
cambia pensamientos» proyectos y afectos. Esto lo hace un ser
dialógico y solidario.
Tanto desde la psicología como desde la sociología M. Mead
y K. Raiser, al igual que W. Pannenberg desde la antropología,
ponen la fundamentación del hombre no tanto en la autoconscien-
cia del yo como en el encuentro y confrontación con el td44.

40. Ibid., 117.


41. Ibid., 118.
42. Ibid., 123.
43. Ibid.,128; cf. J. Sánchez-Gey, Sobre el hombre de X avier Zubiri, en J.
de S. Lucas, Nuevas antropologías d el siglo XX, Salamanca 1994, 139-158.
44. Cf. W. Pannenberg, A ntropología en perspectiva teológica, 230-236.
Caeríamos en un craso error, si concibiéramos la autoconciencia,
rasgo inconfundible de lo humano, al modo cartesiano, es decir,
como total transparencia de sí sin la mediación del mundo y de
los otros. El desarrollo filogenético y ontogenético demuestra
sobradamente que la emergencia de lo mental reflejo (conciencia
reflexiva) es el resultado de un proceso combinado de elementos
geneticobiológicos y culturales, interpersonales y sociales. El
entorno ambiental del hombre no es solamente el constituido por
las cosas. Lo forman principalmente las personas. Ambos llevan
la conciencia a su maduración pasando por estos estadios: senso­
rial (acogida externa), individual (separación e interioridad), per­
sonal (salida hacia los otros). Sólo en este último adquiere el
hombre su rostro verdadero .
Si la conciencia intencional y reflexiva define a la persona,
como se ha venido repitiendo desde Aristóteles a Husserl, es por­
que el hombre se mueve en el área del ser y está referido a ley
real. Es relacional por naturaleza. En el primer tramo de esta
relación aparece la dialéctica sujeto-objeto diversamente interpre­
tada por los escolásticos, los racionalistas e idealistas, los exis-
tencialistas y personalistas. En todos, sin embargo, es constitutiva
de nuestro ser específico.
Para santo Tomás, por el conocimiento de las cosas el hombre
rebasa sus límites y hace presente la realidad entera. «Cada sus­
tancia espiritual es, de alguna manera, todas las cosas, en cuanto
que puede captar todo el ser por la inteligencia»46. Mediante
la analogía con el propio yo Descartes llega a las cosas y de és­
tas a las demás personas: «Si por azar, escribe Descartes, miro
desde una ventana los hombres que pasan por la calle... juzgo
que son verdaderos hombres y así comprendo, por la sola capaci­
dad de juicio de mi espíritu, lo que con mis ojos creía ver»47.
Desde la propia actividad Fichte abre al hombre a la realidad
entera y conoce al yo propio en la confrontación con el mundo
y con los otros (no-yo). «El hombre sólo entre los hombres llega

45. Cf. J. M. Sánchez, El desarrollo de la conciencia, en Varios, Ser humano,


Salamanca 1984, 35-44. Estudian ampliamente esta dimensión del ser humano:
P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro (2 vols.), Madrid 1968; K. Lorenz,
La otra cara del espejo, Barcelona 1980; J. R of Carballo, El hombre como en­
cuentro, Madrid 1973; C. Beorlegui, D e la autonomía a la alteridad. H acia una
nueva racionalidad: Letras de Deusto 17 (1987); Id., El hombre y sus imágenes.
Del narcisism o a la alteridad: Letras de Deusto 22 (1992) 81-107.
46. C. Gent., 1. 3, c. 112. También Summa Theologica I, c¡. 93, a. 4.
47. R. Descartes, M éditation seconde, en Oeuvres IX, 25.
a ser hombre; y puesto que no puede ser sino hombre, y no sería
en absoluto si no lo fuese, debe haber hombres y éstos tienen que
ser varios»48. El encuentro de una «conciencia de sí» (persona)
con otra «conciencia de sí» es, según Hegel, el camino de la au-
toconciencia49.
Desconfiando del intelectualismo de los modernos, pero sin
arriar la bandera de la racionalidad, la filosofía contemporánea
hace del encuentro con el otro (relación yo-tú) buque insignia
de la persona humana. «La existencia del yo no radica en la rela­
ción consigo mismo, escribe F. Ebner, sino en su relación con
el otro»50.
Esta nueva modalidad pospone la relación sujeto-objeto, ex­
presión de la dialéctica yo-mundo, a la intersubjetividad o en­
cuentro del yo con el tú. Se convierte, asimismo, en la tesis fun­
damental de la antropología filosófica actual que acuña expresio­
nes tales como apelación-respuesta (Ebner), entre (Buber), ser-
con (Zubiri), projimidad (Laín Entralgo), reciprocidad (Nédonce-
lle), amor (Mounier). Con todas ellas se da a enteniler que la
alteridad es dimensión constitutiva de la persona; un existencial
humano. Por eso, aunque el hombre se halle en soledad, esta
misma exige una estructura dialogal como condición necesaria
de la existencia humana, de forma que en la comprensión de la
propia existencia está implícita la comprensión de los otros como
existentes. «El mundo del ‘ser-ahí’, escribe Heidegger, es un
‘mundo del con’. El ‘ser en’ es ‘ser con’ otros. El ‘ser en sí’
intramundano de éstos es ‘ser ahí con’»5i.
El mismo Marx llevó al extremo el reconocimiento de esta
dimensión hasta definir al hombre como un ser esencialmente
social; «La esencia humana es, en realidad, el conjunto de las
relaciones sociales»52. Indudablemente semejante concepción
es exagerada porque desconoce otras dimensiones también consti­
tutivas.

48. J. Fichte, Grundlage des Naturrechtes, en Werke II, Leipzig 1908, 43.
49. Cf. G. W. F. Hegel, La fenom enología d el Espíritu, 107-120.
50. Citado por A. López Quintás, La antropología dialéctica de F. Ebner,
en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías d el siglo XX, 162. Por su parte añade M.
Buber: «Sólo el hombre con el hombre es una imagen cabal»: M. Buber, ¿Qué
es el hom bre?, 150.
51. M. Heidegger, El se r y el tiem po, M éxico 1971, 135. También J. P.
Sartre, El existencialism o es un humanismo, 17, 38-39.
52. K. Marx, Sobre la religión, Salamanca 1974, 161, 163-169,
Esta doctrina, que paradójicamente hunde sus raíces en Fichte
y Hegel y que se hace explícita en Feuerbach53, alcanza su cénit
en el personalismo de la primera parte de este siglo, especial­
mente en M. Buber (1878-1965), cuyo pensamiento resumimos
a continuación.
Tesis fundamental de Buber es la estructura dialogal del exis­
tente humano54. Un claro intento de superar la concepción uni­
dimensional del hombre acentuando la presencia del otro como
elemento constitutivo de la persona. Esta relación no es algo aña­
dido, sino dimensión primordial o protocategoría que aparece
incluso antes que el encuentro con el mundo, convirtiéndose en
el hecho primigenio de la antropología. «El hecho fundamental
de la existencia humana es el hombre con el hombre»55.
Vistas así las cosas, la respuesta adecuada a la pregunta por
el hombre cabal es la reciprocidad, «estar-dos-en-recíproca-pre-
sencia». El entre o ámbito en el que el yo se encuentra con el
tú pasa a ser la expresión por antonomasia de lo que es la reali­
dad humana56. Con ello no se supedita el yo al tú ni el uno es
mediación del otro, sino que ambos, en su acción recíproca, se
constituyen en los dos polos del dinamismo constructivo de la
persona de cada uno mediante su generosidad. «Si consideramos
el hombre con el hombre, añade Buber, veremos siempre la dua­
lidad dinámica que constituye el ser humano: aquí el que da y
ahí el que recibe... Siempre los dos a una, completándose con
la contribución recíproca, ofreciéndonos, conjuntamente, al hom­
bre»57.
La consecuencia es inevitable: en el reconocimiento del otro
como persona, el yo y el tú se hacen el uno al otro verdaderos
seres humanos. Por eso «cada hombre puede decir tú y es enton­
ces yo»58. G. Bachelard y M. Nédoncelle han visto en esta ope­

53. Cf. J. G. Fichte, Fichtes Werke III, Berlin 1971, 35-35; G. W. F. Hegel,
Vorlesungen über áte Philosophie d e r Religión II, en Werke XVI, 23 9 (trad. esp.:
M éxico-Buenos Aires 1981); L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salaman­
ca 1975. Cf. M. Xhaufflaire, Feuerbach et la théologie de la sécularisation, Paris
1970, 246-249.
54. Entre sus escritos sobresalen; ¿Qué es el hombre?, M éxico 1949; Yo y
tú, Buenos Aires 1969; Elem entos de lo interhumano: Diálogo Filosófico (1988)
8-23. Cf. supra, 117ss.
55. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 146.
56. Cf. ibid., 147, 151.
57. Ibid., 150.
58. M. Buber, Yo y tú, 65.
ración el mutuo alumbramiento del yo y del tú, de modo que son
el uno para el otro causa y efecto a la vez59.
Semejante concepción del hombre comporta repercusiones de
gran alcance en los distintos órdenes de la vida. No se trata de
una vinculación superficial y epifenoménica. Afecta, más bien,
a su misma constitución esencial, de modo que el tú no es objeto
para el yo, ni éste para aquél. Ambos son incorporados al mismo
área ontológica convirtiéndose en horizonte de realidad mutua,
enfrente, donde cada uno se ubica en su totalidad respectiva. Esta
es la raíz de la con-vivencia verdadera. No yuxtaposición o mera
coexistencia de semejantes, sino verdadera parte formal de la
propia vida, porque, en frase de Zubiri, «en m í mismo en cierto
modo están ya los demás»60. Y esto porque la realidad humana,
que es cada hombre, desborda su individualidad y se convierte
en una «mónada» vertida a los demás en razón de su inteligencia
que la abre a las cosas y, de modo especial, al otro61.
Haciendo hincapié en este aspecto, antropólogos de la talla
de P. Laín Entralgo traducen el «ser-con» del hombre en un «ser-
para», de modo que el genitivo de la propia existencia se con­
vierte en un dativo que hace de la realidad personal una misión
(realidad-para)62. Ilustramos esta idea con palabras de X. Zubiri
que consideramos altamente significativas:
«Por ser persona, todo ser personal se halla referido a alguien
de quien recibió su naturaleza, y además a alguien que puede
compartirla. La persona está esencial, constitutiva y formalmente
referida a Dios y a los demás hombres...». «El espíritu, precisa­
mente por ser imagen de Dios, es también amor personal, y como
tal, difusión y efusión... Como tal, crea en torno suyo la unidad
originaria del ámbito por el cual el ‘otro’ queda primariamente
aproximado a mí desde mí, queda convertido en ‘mi prójimo’»63.
Antropólogos actuales (Gehlen, Portmann) descubren la raíz
de esta dimensión en la prematuridad progresiva percibida en el
proceso evolutivo, cuyo culmen es la especie humana. Esta com­
porta una triple vertiente: deficiencia innata, capacidad de apren­

59. Cf, M. Nédoncelle, La reciprocité des consciences. Essai sur la nature


de la personne, 320.
60. X, Zubiri, Sobre el hombre, 224.
61. Cf. ibid., 236, 238-239, 243-244.
62. Cf. P. Laín Entialgo, Teoría y realidad d el otro II, 32-34.
63. X. Zubiri, Naturaleza. H istoria. D ios, Madrid 1978, 422, 433. Por eso
puede decir que la vida, más que tener m isión, es ella misma misión: cf. ibid.,
435. También Sobre el hombre, 223-240.
dizaje y maleabilidad constructiva. J. Rof Carballo se hace eco
de ello en los siguientes términos: «El origen del hombre no pue­
de concebirse más que en forma de encuentro: el encuentro de
una invalidez biológica con una tendencia diatrófica tutelar muy
desarrollada en la hembra del futuro homínido»64.
A la luz de estos principios podemos determinar el sentido
antropológico de la relacionalidad humana. Lejos de contradecir
la unidad y mismidad, la alteridad permite al hombre establecer
un ámbito de encuentro autorrealizador mediante la oblatividad,
forma en que objetiva su voluntad del bien. Manteniendo su in­
confundible irrepetibilidad, la persona humana se encuentra a sí
misma en la dádiva que hace de su ser al otro, sin perder por ello
nada de su riqueza ontológica. La verdadera entrega personal no
anula ni difumina. Más bien acentúa la diferencia y personaliza
en virtud del plus de realidad que se comunican los seres que
se unen en tanto que p e rs o n a s .
Algunos filósofos ven en esta dimensión el vehículo que lleva
a la trascendencia y abre las puertas de la inmortalidad porque,
arrancando al individuo de su soledad, lo implanta en la esfera
de otra realidad que lo supera, la de la solidaridad universal66.
En una palabra, en su entorno el hombre se encuentra con otros
seres, detrás de cuyos rostros se ocultan sujetos que le permiten
dar el salto del mero individuo a la persona y de la insularidad
a la recíproca fecundidad67. A nivel humano la tendencia natural
a conservar la propia unidad, que trasciende y ampara a la vez
al individuo, se expresa en la doble figura de la razón y del amor.

64. J. R of Cavballo, El hombre com o encuentro, en Varios, Homenaje a X.


Zubiri II, Madrid 1970, 589.
65. «Mi yo, para comunicarse, dice Teilhard, debe subsistir en el abandono
que hace de sí mismo; de oU-o modo el don desaparece... Sea cual fuere el dom i­
nio que consideremos... la unión diferencia»; P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno
humano, 314. Por su parte ha escrito E. Fromm: «El amor capacita al hombre
para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad y no obstante le permite
ser él mismo y mantener su integridad»; E. Fromm, El arle de am ar, Buenos
Aires 1974, 32.
66. Dentro de su ambigüedad, ésta es la interpretación que cabe de este texto
de R. Garaudy; «El amor entre un hombre y una mujer es un medio para escapar
a la muerte. N o sólo porque perpetúa la vida natural de la especie, sino porque
arranca al individuo de su soledad artificial. Le hace participar de otra realidad
humana que le supera y que nunca muere; la comunidad cultural propiamente
humana, la del sacrificio... (que en otro lenguaje se llama divina o trascenden­
te)...»; R. Garaudy, ¿Tenemos necesidad d e Dios, Madrid 1994, 187.
67. Cf. R. Garaudy, ¿Tenemos necesidad de D ios?, 183.
Por la primera apunta el hombre a la unidad del mundo que hace
suya cognoscitivamente; por el segundo, superando lo fenoméni­
co, produce verdadera unidad e intimidad donde hay discordia68.
Concluyendo, como bien dice Ortega y Gasset, el hombre no
aparece en la soledad, sino «en la sociabilidad con el otro, alter­
nando con él, como reciprocante»69, que en el juego del vivir
y convivir «se renueva precisando» y «se me hace próximo e in­
confundible», de modo que «me es tú»70. Signo y factor de este
proceso dialéctico es el lenguaje, por el que cada uno va tomando
realidad en la medida en que se deja conocer y amar por el otro.
Los dos elementos o dimensiones que conforman la estructura
de la persona (mismidad y alteridad) se plasman en su biografía
y existencia en forma de sexualidad y sociabilidad. Ambos son
existenciales que configuran a cada uno de los humanos, de mo­
do que biográficamente la persona es sexuada y social. Veamos
ahora el sentido antropológico de estos aspectos.

2. Condiciones existenciales de la persona humana

a) Condición sexuada

La relación con el otro se lleva a cabo mediante una instala­


ción peculiar. Se cumple a través de unas coordenadas espacio-
temporales que la hacen viable. No vive el hombre en solitario,
sino que llega a ser plenamente hombre asintóticamente a medida
que hace realidad su intercomunión con sus semejantes en el
tiempo y en el espacio. Todo ello se cumple en unas condiciones
que le vienen impuestas por razón de sil corporalidad. Esta no
es accidental ni sobreañadida, como vimos en su lugar, sino
constituyente y constitutiva de la persona.
Indudablemente la comunión personal, expresión fáctica de
la alteridad, sólo se realiza en el área de la propia especie, esto
es, en la relación efectiva de unos hombres con otros. Se hace
forzosamente social. Mientras en el mundo físico y biológico el
devenir del individuo consiste en dirigirse hacia uno mismo, en
la esfera humana, por el contrario, sigue una dirección opuesta,
se orienta hacia el otro71. Esta marcha se realiza en un vehículo

68. Cf. W. Pannenberg, A ntropología en perspectiva teológica, 669.


69. J. Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Madrid 1957-1972, 91.
70. Ibid., 95.
71. Cf. Plattel, Filosofía social, Salamanca 1965, 50.
especial, el cuerpo, como supuesto necesario del encuentro perso­
nal Sirve de mediación y ejerce una función presencializadora.
Forma de expresión de las mismas es la condición sexuada. Dos
son los aspectos de ésta que conviene destacar: su significación
y estructura, por una parte, y sus ingredientes o niveles, por otra.
1. Significación ontológica de la sexualidad humana12. La
antropología filosófica actual ha puesto de relieve el alcance sig­
nificativo de la corporeidad humana. A través de ella toman for­
man concreta todas las posibilidades del hombre y adquiere éste
realidad histórica. Es el medio de exteriorización del alma y la
manera de expresar su apertura a la realidad.
Pero la corporeidad así entendida comporta una estructura
bipolar representada por el binomio hombre-mujer, traducción
exacta de su condición sexuada73, En ésta se cumple, en el
orden biográfico y existencia!, la dimensión relacional o alteridad
del ser humano, cuyo punto de referencia inmediato es el indivi­
duo del sexo contrario. El otro tiene rostro de mujer para el hom­
bre y de varón para la mujer74. Por eso la molécula humana
completa es un binomio o dualidad que comprende a la vez lo
masculino y lo femenino75. Este hecho comporta dos aspectos
fundamentales destacados por los antropólogos en boga: la sexua­
lidad como estructura de la persona y su significación ontológica.
De ellos nos ocupamos en los párrafos que siguen.
Estructura. La sexualidad es la forma de instalación de la per­
sona humana en la vida. No se puede existir como hombre más
que siendo varón o mujer. Ni mero accidente o epifenómeno ni
capricho de la naturaleza, sino factor constituyente y determinan­
te de la realidad humana que, además de cumplir una función bio­
lógica (generación), configura y modela a la persona dictándole
un comportamiento peculiar. «El hombre — dice Laín Entralgo—
percibe, siente, piensa y quiere como varón o como mujer»76.
Son dos formas distintas de funcionamiento propias del ser hu­
mano, con la particularidad de que no se dan por separado ni ope­
ran aisladamente, sino en relación mutua e implicándose la una

72. Cf. .i. de S, Lucas, El hombre, ¿quién es?, 135-139.


73. Cf. J. Marías, A ntropología m etafísica, Madrid 1970, 218.
74. «Lo más vivo de lo tangible es la carne, escribía Teilhard de Chardin,
y, para el hombre, la carne es la mujer»: P. Teilhard de Chardin, Le coeur de la
matiére, París 1976, 11.
75. Cf. P. Teilhard de Chardin, La energía humana, Madrid 1967, 81.
76. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro II, 210.
en la otra. Se trata de una reciprocidad tal que el hombre y la
mujer resultan incomprensibles a falta de esta respectividad, es
decir, como elementos de la misma estructura. Por eso puede de­
cirse que el varón está referido constitutivamente a la mujer y ésta
a aquél. Lo que son uno y otro lo son frente a frente, respectiva­
mente, de modo que el uno es cauce para el proyecto del otro77,
La experiencia demuestra que la dialéctica preside el juego
de la diada heterosexual, cuyo vehículo y medio de realización
es el cuerpo, en cuanto comprensivo del existente humano total,
es decir, «el cuerpo como portador de significación y de inten­
cionalidad»78. En una palabra, el hombre, la persona humana,
es sexuada estructuralmente. Equivale a decir que la expresión
fáctica de la alteridad humana es la sexualidad.
Sentido ontológico. La reciprocidad que comporta la condi­
ción sexuada tiene un sentido especial. Si es cierto que la sexua­
lidad colorea el mundo de los vivientes, no lo es menos que en
el área humana reviste unas características singulares. Está mar­
cada con el signo de la libertad y la trascendencia. Por ser seres
espirituales los que se unen, su función conlleva un crecimiento
ontológico innegable79. Lo explicamos enseguida.
Sin caer en un pansexualismo, como hizo Freud, puede afir­
marse que, aunque la dimensión sexual no aparece en un análisis
nocional del ser humano, no por ello deja de ser esencial. Com­
porta una formalidad disyuntiva, pero no en el sentido de exclu­
sión, sino en el de vinculación y polarización. Cada sexo implica
y complica al otro, de modo que propiamente no existen dos se­
xos, sino uno solo con dos caras o vertientes distintas. En la con­
dición sexuada del hombre no se ventila la cuestión de dos se­
xualidades, masculina y femenina, sino la del hombre como tal,
el homo, que sólo es completo bajo dos formas diferentes y recí­
procas80. Se trata, por tanto, de una dimensión connatural o for­
ma de ser necesaria para constituirse en persona. Las demás acti­

77. Cf. J. Marías, A ntropología m etafísica, 167.


78. R. Simón, Am or y sexualidad. M atrim onio y fam ilia, en Varios, El ateís­
mo contem poráneo III, Madrid 1971, 403. Por su parte añade A. Jeannifere: «El
hombre y la mujer no se convierten en lo que son más que dentro de la reciproci­
dad de un cara a cara corporal que los compromete a ambos entre sí»: A. Jeannié-
re, Anthropologie sexuelle, Paris 1964, 130.
79. Cf. M. Oraison, Vie chrétienne et problém es de la sexualité, Paris 1951,
23, 33.
80. Cf. Y. Pellé-Douel, L ’homme e t la fem m e\ Etudes Philosophiques 23
(1963) 153.
vidades (atracción erótica y función procreativa) son derivaciones
y consecuencias de este presupuesto. Si el hombre y la mujer lo
son respectivamente, no alcanzarán el cumplimiento de su perso­
nalidad fuera del binomio estructural que los constituye. Ni que
decir tiene que el texto bíblico «Dios creó al hombre a su ima­
gen, los creó hombre y mujer» tiene un alcance antropológico
propio del contexto cultural moderno. La imagen cabal del crea­
dor no es tanto el individuo aislado, como la pareja o binomio
hombre-mujer.
Significa esto que el encuentro entre hombre y mujer, al ser
ambos espirituales, se traduce en proyecto programático y produ­
ce un crecimiento ontológico innegable, porque es aventurada
conquista mantenida por el descubrimiento y aceptación de la
persona del otro que «conduce a ambos, uno por el otro, a una
posesión más elevada de su ser»81. La psicología enseña que
el amor heterosexual, si es verdadero, se convierte en activa pre­
ocupación por la vida y el crecimiento de los que se aman82,
aumentando su personalidad.
No es, por tanto, la sexualidad humana una fuerza ciega ni
simple mecanismo psicofísico. Es energía de la persona para la
persona, Un dinamismo interno expresado en versión personalista
mediante el cual el ser humano, a diferencia del animal, experi­
menta y vive la necesidad de trascendimiento bajo el doble as­
pecto de aceptación y donación. Por eso el hombre y la mujer
pueden vivirla a distintos niveles (camal, virginal) sin perder,
en ninguno de los casos, un ápice de su condición natural. Lo
que importa en su ejercicio es la tendencia, ínsita en su carácter
relacional, hacia la totalidad de la persona y hacia la globalidad
del ser de los que se unen83. Existiendo para alguien es como
entra el hombre en el misterio del ser.

81. P. Teilhard de Chardin, La energía humana, 62; Id., La actividad de la


energía humana, Madrid 1965, 109; Id., Las direcciones del porvenir, Madrid
1974, 76. Sobre este aspecto remitimos a nuestra obra: J. de S. Lucas, Persona
y evolución. D esarrollo d el ser en el pensam iento de Teilhard de Chardin, Burgos
1974, 155-180.
82. E. Fiomm, El arte de am ar, 40; G. Marañón, Ensayos sobre la vida
sexual, Madrid 1964, 190-194.
83. «Cuando ama con toda su persona, el hombre se pone en contacto con
la plenitud del contenido del mundo del que se ha apropiado y con la comprensión
del ser, y hace que su amado llegue a la luz de la verdad y a la proximidad del
misterio del ser, cuando recibe en su vida la entrega del tú»: G. Scherer, Nueva
comprensión de la sexualidad, Salamanca 1968, 177.
2. Ingredientes de la sexualidad humana. Interesa ahora cono­
cer los elementos que integran nuestra sexualidad. En este tenia
tan complejo nos limitamos a ofrecer los hallazgos de las cien­
cias positivas, puesto que atañe más a la fenomenología que a
la filosofía. De todos modos constituyen la base sobre la que
reposa esta manera peculiar de asumir la propia existencia.
Tres son los elementos constitutivos que los antropólogos des­
cubren en la sexualidad humana: el somático, el psicológico y
el sociocultural. Ninguno de ellos es exclusivo ni preponderante.
En su armonización y complementariedad se encuentra la adecua­
da comprensión del hecho84. Los describimos someramente.
Elemento somático. Hasta no hace mucho tiempo el elemento
fisicobiológico era considerado como elemento primordial y ex­
clusivo de la sexualidad humana. Enmarcada en la corporeidad,
no pasaba de ser un hecho de la naturaleza sin connotaciones
específicas diferenciales. Tanto los biólogos como los filósofos
la explicaban en términos de pulsión biológica enraizada en las
diferentes propiedades hormonales llamadas sexuales y en la con­
figuración somática.
Para esta interpretación, varón y mujer solamente son distintos
y complementarios en orden a la procreación, en la que la mujer
desempeña una función enteramente pasiva que la presenta como
ser imperfecto y deficitario, en tanto que el varón aparece como
el principio activo y el representante perfecto de lo humano. La
sexualidad no es constitutiva, sino accidental y accesoria destina­
da a la acción generativa. A excepción de esta función, el varón
es mejor asistido por otro hombre en cualquier empresa que por
la mujer, decía santo Tomás85. La diferencia biológica era, para
Hegel, la causa de la inferioridad ontológica femenina86.
La diferenciación somática es, ciertamente, un hecho incon­
trastable y constitutivo de la sexualidad, de modo que el organis­
mo humano entero comporta la marca del propio sexo. P. Chau-
chard llega a afirmar que «el órgano sexual principal del hombre

84. Sobre este tema hemos escrito en otra parte; cf. J. de S. Lucas, Presu­
puestos antropológicos del matrimonio y de la fam ilia: Burgense 24/1 (1.983) 229-
260; también en El hombre, ¿quién es?, 139-146.
85. «Cum quodlibet aliud opus convenientius iuvari possit vir per alium
virum quam per mulierem»: Summa Theologica I, q. 91, a. 1.
86. «A causa de esta diferenciación, el hombre es el principio activo, en tanto
que la mujer es el principio pasivo porque permanece en su unidad no desarrolla­
da»: G. W. F. Hegel, Filosofía d e la naturaleza, 3." parte, § 369, citado por S.
de Beauvoir, El segundo sexo I, Buenos Aires 1962, 34.
es el cerebro»87. Indudablemente la división de los sexos es al­
go biológico y no meramente histórico. Pero ello no autoriza a
considerarlo exclusivo ni siquiera determinante. Tampoco la ge­
neración acapara la finalidad y sentido único de la sexualidad.
Por ser forma de instalación en la vida, la condición sexuada no
puede reducirse a simple hecho de la naturaleza. Comporta otros
elementos y niveles psíquicos y culturales y se adorna de una
significación existencial específica que la hacen irreductible al
estadio somático88.
Por otra parte hay que reconocer también lo que la ciencia
ha conseguido esclarecer. Científicamente está comprobada la
mixtura de caracteres biológicos masculinos y femeninos en to­
dos los representantes de cada sexo. Ello demuestra que, aunque
el elemento somático es recurso y basamento necesario de la con­
figuración sexual, no es, sin embargo, factor único determinante.
«Puede, pues, considerarse, escribe G. Marañón, como una
realidad, y no como hipótesis el hecho de la bisexualidad inicial
de los organismos y de su permanencia en estado latente durante
el resto de la vida»89. El profundo sentido de nuestra sexualidad
pone de manifiesto que la clave de su especificidad no es cromo-
somática, precisamente, como la del animal, sino más abarcante
y complicada.
Se sitúa allende el sustrato biológico5'0. De estos nuevos ni­
veles hablamos ahora.
Elemento psíquico. A la tendencia que reduce la sexualidad
humana a un hecho de naturaleza meramente biológica, se opone
la opinión generalizada entre los psicólogos que sostiene que la
condición sexuada del ser humano consiste en la complementa-
riedad psíquica. Lo corpóreo no sería más que infraestructura
fácilmente modificable, en tanto que lo psíquico se inscribe en
la entraña de la persona con tenaz persistencia.
Con ello se revive el viejo mito andrónico de la primigenia
sexualidad escindida. La atracción entre los sexos (erotismo) es
la expresión de un deseo de recuperación. Captar en el otro sexo
(otra mitad) los caracteres que faltan al propio. Dos son los ele­
87. P. Chauchard, La m aitrise sexuelle, Paris s. f., n. 5.
88. Cf. H. Doras, B isexualidad y m atrim onio, en Varios, M ysterium salutis
II/2, Madrid 1969, 803.
89. G. Marañón, Ensayos sobre la vida sexual, 150. También P, Chauchard,
La m aitrise sexuelle, 28-29.
90. Cf. R. Girard, El m isterio de nuestro tiempo. Claves para una interpreta­
ción antropológica, Salamanca 1982, 108-109.
mentos básicos de esta diferenciación: el extrinsecismo masculino
y la intimidad femenina. Ambos originan una serie de aspectos
distintos y complementarios debidos al impulso reproductor del
hombre y a la receptividad de la mujer91. La actitud centrífuga
y voluntarista del varón frente al mundo contrasta con la disposi­
ción afectiva y centrípeta de la mujer. De esta postura diferente
emana un conjunto de características propias de cada sexo. No
es que sean exclusivas de uno u otro. Lo que realmente los dis­
tingue es la preponderancia y predominio en uno o en otro. No
ejercen de la misma manera la ternura y acogida el hombre y ]a
mujer, como tampoco son iguales en ellos el cálculo, la intuición
y otras propiedades de esta índole.
A pesar de todo, no hay razón suficiente para reducir la sexua­
lidad a puro psiquismo o para atribuirle supremacía sobre los
otros niveles. Es, ciertamente, un condicionamiento real de inne­
gable importancia, pero no el único. Más aun, el elemento psico­
lógico depende en buena medida del biológico y viene determina­
do también por el sociocultural, como veremos. Los sentimientos,
tendencias, inclinaciones y afectos comportan un componente bio­
lógico y cultural muy estimable. Asimismo es obligado reconocer,
lo mismo que en el nivel anterior, el intercambio de propiedades
psíquicas en cada sexo, de modo que la mezcla y las atenuaciones
son mayores, si cabe, en este orden que en el biológico.
Elemento sociocultural. Está muy extendida la opinión que
intenta explicar hoy la sexualidad por factores socioculturales
y ambientales más que por elementos biológicos y psíquicos. A
ello contribuyen los estudios de M. Mead, los ensayos de S. de
Beauvoir y las teorías de un buen número de antropólogos mar-
xistas92. La raíz de esta interpretación está en el hecho de que
la sexualidad adopta formas diversas en cada cultura y en las
distintas religiones de los pueblos. Apoyados en esta observa­
ción, los sustentadores de esta teoría concluyen que la relación
entre hombre y mujer 110 obedece a estructuras naturales biológi­
cas y psíquicas, sino al contexto cultural en que viven y se for­
man. La sociedad impone a los individuos unos cánones de con­

91. Cf. A. Jeanniére, Anthropologie sexuelle, 70-78; E. Prywara, Antropología


tipológica. M ilano 1968, 213-220; F. i. I. Buytentlijk, La mujer. Naturaleza-
apariencia-existencia, Madrid 1965, 135-138.
92. Cf. M. Mead, Sex and Temperament in Three Prim itives Societies, New
York 1935 (trad. esp.: Barcelona 1994); S. de Beauvoir, E l segundo sexo (2 vols.),
Buenos Aires 1962; R. Sim ón, A m or y sexualidad, m atrim onio y fam ilia, en
Varios, El ateísm o contem poráneo III, Madrid 1971, 379-411.
ducta haciendo que lo que, a nivel animal es macho o hembra
desde siempre, en el humano llegue a serlo por obra de la cultura
y la presión social93.
Siguiendo la doctrina existeneialista de que el hombre antes
que naturaleza es proyecto de sí mismo (un poder ser) determina­
do por la libertad personal, S. de Beauvoir desarrolla toda una
teoría de la sexualidad humana, según la cual lo femenino (la
condición de mujer) no es un hecho natural biopsíquico, sino
producto de determinados condicionamientos de orden sociocul-
tural. «Es necesario repetir una vez más que en la colectividad
humana nada es natural y que la mujer es uno de tantos produc­
tos elaborados por la civilización... La mujer no es determinada
por hormonas ni por instintos misteriosos, sino por la forma en
que recupera, a través de conciencias extrañas, su cuerpo y su
relación con el mundo»94.
De esta opinión son la mayoría de los psicoanalistas actua­
les95, según los cuales la mujer no ha accedido aún a la catego­
ría de ser propiamente humano, porque está anclada en un estado
inferior que la identifica con su sexo reducido a determinadas
funciones, como la reproducción. Su cumplimiento como persona
no es obra suya, sino del hombre que le impone una forma de
comportamiento exigida por una sociedad enteramente masculini-
zada. La serie de mediaciones que tiene que soportar le niega la
capacidad de trascendimiento propia de la persona humana.
Para superar esta antinomia, la persona humana, en este caso
la mujer, debe asumir conscientemente su constitución biológica
y psíquica diferente para integrarla a sabiendas en la configura­
ción de su propio ser personal. Pero esta operación es propiamen­
te cultural, en cuanto que es efecto de la inteligencia y la volun­
tad, es decir, fruto de acciones libres. Como existente humano,
la mujer, que sabe vivir su propia condición, no tiene por qué
sentirse distinta del hombre ni inferior a él. Es la otra cara de
la moneda en paridad de condiciones. Es, como escribe S. de
Beauvoir, «el otro en el corazón de un todo cuyos dos términos
son necesarios mutuamente»96. En este sentido, el sexo, más
que cuestión biológica o psicológica, es forma de asumir cons­

93. Cf. R. Bastide, La sexualidad entre los prim itivos, en Varios, Estudios
sobre la sexualidad humana, Madrid 1967, 57-61.
94. S. de Beauvoir, El segundo sexo II, 538,
95. Cf. K. A xelos, Freud, analista d el hombre, en Varios, La nueva imagen
del hombre, Buenos Aires 1971, 52.
96. S. de Beauvoir, El segundo sexo I, 16; II, 167, 544.
cientemente estas diferencias. Es, por tanto, obra de la cultura,
más que de la naturaleza.
Ni que decir tiene que esta interpretación pone de relieve un
aspecto incuestionable de la sexualidad humana97. Pero reducir
ésta a mero producto cultural es desfigurar y minimizar la misma
realidad que habla claramente de otros factores e ingredientes. Es
verdad que el hombre y la mujer son seres incumplidos y en vías
de desarrollo impulsados por fuerzas socioculturales que los mo­
delan y configuran. Pero no es menos cierto que éstas no actúan
en el vacío. Tienen una base de operaciones de orden biológico
y psíquico innegables que son el principio de sú diferenciación.
Resumiendo, biología, psicología y cultura son imprescindi­
bles e indisociables a la hora de determinar la condición sexuada
del existente humano. Pero ninguno de estos elementos es pre­
ponderante ni exclusivo. Ser hombre o ser mujer son dos modos
de existir humanamente, biográficamente, en un orden social que
no se regula solamente por leyes biológicas y psíquicas, sino por
un código o normativa, con base en la cultura, que protege a su
vez lo biológico y lo psíquico. Por eso hay que admitir la con­
clusión de que «la biología es un condicionamiento de la bise­
xualidad, pero no un elemento explicativo suficiente. Es necesa­
ria, además, una cultura con sus normas correspondientes»98.
Los diversos ingredientes forman un entramado compacto que
configura esta dimensión o condición desde la que todo ser hu­
mano vive su vida. Lo biológico es coloreado por lo psíquico,
y lo cultural hace de la sexualidad humana una realidad específi­
camente distinta de la animal. Hombre y mujer viven su vida hu­
mana de modo diferente merced a su sexualidad. En ella se reve­
la el misterio de la persona, ya que es la puerta de entrada y de
salida del mundo personal, esto es, el modo de percibir y aceptar
al otro99.

Nota sobre el amor humano


El amor es un término análogo que comporta diferentes mati­
ces y se presta a interpretaciones diversas. Bajo el común deno­

97. Cf. J. Marías, Antropología m etafísica, 206.


98. A. Jeanniére, Anthropologie sexuelle, 287-288.
99. Cf. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro II, 35-41; X. Zubiri, Natu­
raleza. Historia. Dios, 521 ss; M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción,
M éxico 1957; M. Oraison, Le mystére humain de la sexualité, Paris 1966, 7-50.
minador de dadivosidad y entrega, no es lo mismo el amor del
prójimo que el de los esposos, el de los padres, el de los herma­
nos o el de la verdad y del bien. Desde una perspectiva más psi­
cológica que metafísica, se le suele definir como el sentimiento
que mueve al hombre a procurar el bien.de alguien, a interesarse
por el otro100.
El personalismo filosófico ha buceado en su estructura, situán­
dolo en el mismo ser de la persona tendente por naturaleza a la
generosidad, índice de su sobreabundancia ontológica. Consiste,
por tanto, en el movimiento de «descentración» del yo en los
otros, en cuanto que los seres personales emanan de una raíz
común que los impulsa hacia la unidad consumada sin que pier­
dan nada de su centralidad.
El amor interpersonal, objeto de nuestro estudio, presenta tres
modalidades o clases de relación según sea la intención o finali­
dad perseguida101. El que se ama puede ser visto como objeto,
como persona y como medio de la propia personalización. P.
Laín Entralgo esquematiza y describe con precisión cada una de
estas m odalidades102. Nos a atenemos a este esquema.
Amor al hombre como objeto. Aunque nunca puede quedar
reducida la persona a simple objeto, su instalación corpórea da
pie, sin embargo, para objetivarla en cierto sentido. En esta pers­
pectiva se pierde de vista su especificidad y se centra la atención
sobre aquellas dimensiones y aspectos que la insertan en el mun­
do de las cosas. Pasa así a ser objeto de contemplación compla­
ciente, como el paisaje; o de ayuda, como en la función educati­
va y tarea sanitaria. El enfermo y el alumno se convierten en
objetos de atención del médico y del educador.
Amor al hombre como persona. El verdadero amor sólo tiene
lugar entre personas porqüe radica en el reconocimiento del otro
como un igual, como la prolongación del propio yo. En este caso
la relación que une alyo con el tú no es simplemente de cuida­
do, sino de respeto y promoción de sudoble capacidad de auto-
centración (mismidad) y de descentración hacia los otros (autoen-
trega). Se traduce en preocupación por el desarrollo integral de
la persona amada e implica una mutua correspondencia. Una reci­
procidad entre un yo íntimo y apropiante y otro yo también ínti­
mo y apropiante.

100. Cf. P. Laín Entralgo, Creer, esperar, am ar, Barcelona 1993, 199.
101. Cf. ibid.
102. Cf. ibid.
El campo relacional que surge ahora comprende estos tres mo­
mentos: coejecutivo, coafectivo y cognoscitivo. El primero, por­
que el yo y el tú realizan conjuntamente sus respectivas vivencias
de intimidad; el segundo, en cuanto que hay un intercambio de
sentimientos que cada uno reproduce en sí mismo (compasión,
congratulación); el tercero, porque se capta la interioridad del
otro a través de sus manifestaciones externas (palabras, gestos,
llanto, sonrisas, etc.). Estos tres momentos crean un horizonte
de proximidad y de encuentro en el que es posible la efusión y
la dádiva, así como la recepción de lo que se anhela. En ellos
se cumple la doble dimensión del amor humano: el eros (necesi­
tante) y la agápe (dadivosidad).
El amor interpersonal cristaliza, según Laín, en cuatro formas
diferentes: benevolencia (querer el bien del otro), beneficencia
(procurar el bien al otro), benefidencia (confiar mi bien al otro),
benedicencia (hablar el bien del otro). A través de estas cuatro
formas el yo comunica su bien (su ser) al tú sin destruirse ni
difuminarse, sino recuperándose como persona en la entrega que
hace de sí mismo. Teilhard de Chardin lo expresó con su consa­
bida fórmula: el amor diferencia y personaliza103.
Amor como fa cto r de personalización104. La función perso­
nalizante del amor estriba en su poder unitivo y de crecimiento
espiritual, que eleva a las personas por encima de sí mismas en
el acto mismo de unión. «La unión, escribe Teilhard, personaliza
con una condición: que los centros por ella agrupados se acer­
quen entre sí, no ya de cualquier modo —obligado u oblicuo—,
sino espontáneamente centro a centro; es decir, amándose»105.
Como personas, diríamos nosotros, que han conquistado un grado
ontológico tal que les permite continuar siendo ellas mismas en
la donación que hacen de sí, en virtud precisamente de la bondad
(efusión) que entraña su particular forma de ser.
Si la nota esencial del amor es la oblación desinteresada, no
puede disminuir ni empobrecerse en el acto de su cumplimiento,
la autodonación, sino todo lo contrario. Se fortalece con su ejer­
cicio de modo que acreciente el ser de las personas que se aman.
«La verdadera fecundidad, añade Teilhard, es la que asocia a los

103. Cf. P. Teilhard de Chardin, La energía humana, 82ss.


104. Hemos desarrollado ampliamente este aspecto en nuestra obra Persona
y evolución. D esarrollo d el ser personal en e l pensam iento de Teilhard de Char­
din, 219-225.
105. P. Teilhard de Chardin, La activación de la energía, Madrid 1965, 109.
seres en la generación del espíritu»106. Mal podrían hacer dona­
ción de sí mismas, si por el hecho de darse perdieran las perso­
nas su más valioso tesoro, su ser personal.
A pesar de todo 110 podemos terminar esta reflexión sin aludir
a otra posibilidad o modo de relación entre los hombres: el odio.
En el trato con los demás no siempre prevalecen la generosidad
y la oblación. La historia es testigo de luchas, conflictos y oposi­
ciones intermitentes entre personas individuales y grupos organi­
zados, que denotan un componente de agresividad ínsito en la
naturaleza humana. Es un hecho que amenaza y golpea al amor
en la vida individual y colectiva, recordando una vez más que
el proceso de hominización y humanización no es rectilíneo y
ascendente, sino tortuoso y con evidentes retrocesos.
Junto al impulso amoroso el hombre expirementa en sí mismo
una tendencia agresiva que contrarresta su natural efusión y re­
corta los vuelos del crecimiento personal poique lo encierra en
el estrecho ámbito de su egoísmo. Pero, si se analizan convenien­
temente ambas tendencias humanas, autocentrismo y heterocen-
trismo, no aparece oposición entre ellas. Más bien se complemen­
tan, en cuanto que el autocentrismo del hombre es el de un ser
ex-céntrico por naturaleza (centro personal) que sólo consigue
su total realización en la apertura a otros centros de la misma
naturaleza. De ahí que la lucha por el amor sea, en último térmi­
no, un esfuerzo por superar el egoísm o107. El odio no favorece
la necesaria centración de la persona humana. La pervierte, más
bien, porque hace caso omiso de su también necesaria descentra-
ción, sumiéndola en una tragedia interior que se traduce en con­
flictos del hombre con el hombre. Obstáculo que impide, o por
lo menos retarda, el proceso de humanización en curso.

b) Condición social: la sociabilidad del hombre

Acabamos de hablar de la alteridad que, con la mismidad,


forma la estructura de la persona y tiene su primera forma de
expresión fáctica en la sexualidad o conciencia de «masculini-
dad» y de «feminidad». Conciencia que se realiza en el encuentro
con alguien igual y, a la vez, distinto de uno mismo, es decir,

106. P. Teilhard de Chardin, E scritos del tiempo d e la guerra, Madrid 1966,


285.
107. Cf, J. Gómez-Caffarena, M etafísica fundamental, Madrid 1969, 227.
en la mutua transparencia del yo y del tú, cuya dialogicidad se
expresa a través del cuerpo, vehículo de acogida y donación. Na­
ce así la intersubjetividad real, que se traduce en solidaridad.
Esta tiene lugar natural en los nexos sociales o modos concretos
en los que cristaliza la sociabilidad.
Una conciencia de sí (persona) solamente obtiene su cumpli­
miento en la comunión efectiva con otra conciencia de sí, con
otra persona, que la refleja, porque es prolongación suya. Aquí
radica la sociabilidad precisamente. Pero esta propiedad humana
solamente cobra objetividad real en las socializaciones que, a
manera de pontones de la sociedad, revelan el transfondo común
de las distintas instituciones históricas. Sólo en el ámbito de la
sociedad adquiere el individuo humano su conveniente desarrollo,
De otra manera resulta impracticable como persona. Surge, en­
tonces, entre ambas magnitudes (individuo y sociedad) una rela­
ción dialéctia que, a la vez que genera conflictos inevitables, es
factor de personalización. Nos ocupamos de ello por este orden:
individuo y sociedad, y presencia del otro en la propia vida.
1. Individuo y sociedad. Complementariedad en el conflic-
ío108. Su condición corpórea obliga al hombre a tener que ha­
bérselas con sus semejantes adoptando una determinada conducta
según modos concretos de relación. Este orden existencial se sus­
tenta en la sociedad como ámbito real de la coexistencia, por una
parte, y efecto de la cultura, por otra. No en vano las formas y
relaciones sociales son obra de la libertad. Hechos humanos que
contribuyen, a su vez, a configurar y modelar a los sujetos que
las realizan. Los antropólogos han descubierto una impronta so­
cial en las notas específicamente humanas como la posición erec­
ta, el lenguaje, el tipismo conductual. Más aun, no pocas de las
propiedades ontogenéticas del hombre sólo son comprensibles
en el contexto de su comportamiento social109.
Todo esto crea el convencimiento de que el yo humano no
es independiente del frente social del que forma parte. Su identi­
dad se va modelando dentro de un contexto social determinado

108. Cf. J. de S. Lucas, E l hombre, ¿quién es?, 124-126; W. Pannenberg,


Antropología en perspectiva teológica, 195-223; A. Gehlen, Antropología fdosófi-
ca. D e l encuentro y descubrim iento del hombre p o r s í m ismo, Barcelona 1993,
87-95; S. Alvarez Tim enzo, El hombre y su soledad, Salamanca 1983, 295-321;
C. Beorlegui, El hombre y sus imágenes. D el narcisism o a la a lteridad: Letras
de Deusto 22 (1992) 81 - i 07.
109. Cf. A. Portraann, Zoologie und das neue B ild vom Menschen, Hamburg
1956, 76.
hasta el punto de que algunos se preguntan si el hombre sola­
mente existe en la medida en que participa de un medio cultural
concreto. La respuesta a este interrogante dictamina la identidad
del individuo hum ano110, sin olvidar, no obstante, que la perso­
na, si bien está esencialmente ordenada a la sociedad, no es una
mera parte de la misma, como recuerda Tomás que Aquino111.
Las distintas teorías sobre el contrato social obedecen a esta pro­
blemática e intentan solucionarla112.
En el siglo XVII Hobbes propugna el sometimiento del indivi­
duo a la comunidad mediante la transferencia de las libertades
personales para el recto funcionamiento de la sociedad113. Loc-
lce reacciona contra esta sumisión sustrayendo las libertades indi­
viduales al imperio del contrato. «La finalidad de la ley no es
abolir o restringir, sino preservar y aum entar nuestra liber­
tad»114. Rousseau vuelve a insistir en el sometimiento, hacien­
do consistir la libertad en la obediencia a la ley: «La obediencia
a la ley que uno se ha prescrito a sí mismo es libertad»115. Es
un toma y daca entre sociedad y persona con el fin de no perder
la libertad como don inalienable, pero con entera dependencia
de la estructura social de la que forma parte, como enseñará más
tarde el marxismo.
Para solucionar el conflicto entre individuo y sociedad, el
personalismo del siglo XX (F. Ebner, M. Buber, M. Mounier)
recurre a las relaciones personales constitutivas del yo humano.
El entre, que hace al hombre persona, conlleva la vida en socie­
dad como única forma existencial del cumplimiento del indivi­
duo, de modo que puede decirse que «somos nuestra sociedad»
o que «nuestra sociedad nos es»1 . Habrá que mantener la si­
multánea pertenencia a la sociedad y a nosotros mismos sin re­
nunciar, por una parte, a la iniciativa y autonomía propias y sin
prescindir, por otra, de las instituciones y usos sociales que en

110. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 205-223.


111. «Hay que pensar que cada uno que vive en una sociedad es de algún
modo parte y miembro de toda sociedad... Pero el hombre no se ordena a la
sociedad política en todo su ser y según todas sus cosas»: Summa Theologica I-II,
q, 21, a. 3 y ad 3.
112. Cf. W. Pannenberg, A ntropología en perspectiva teológica, 211-223.
113. Cf. Th. Hobbes, D e cive, en O peraphilosophica II, London 1839, I47ss.
114. J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid 1990, c. 6,
n. 57.
115. J. J. Rousseau, Contrato social, Madrid 1 9 9 6 ,1, 8.
116. Cf. S. Alvarez Turienzo, El hombre y su soledad, 305.
determinados casos adquieren peso específico sobre los indivi­
duos.
Para salir de la encrucijada, autores, como Peter Berger, aso­
cian las dos tesis implicadas en la siguiente afirmación: la socie­
dad es producto del hombre y éste de aquella. En efecto, al pro­
yectarse sobre el mundo, el individuo engendra la cultura y crea
vínculos con sus semejantes, a la vez que se apoya en ellos para
crecer como hombre . La clave está en la libertad, que sólo
se mantiene y se enriquece en el diálogo, en la vida compartida
y dialógica, en el encuentro con los otros. Entendida la sociedad
como comunidad verdadera y unidad de relaciones, lejos de su­
plantar a los individuos, favorece su desarrollo y les proporciona
el bien que les pertenece. No es la comunidad social entidad ab­
soluta por encima de sus miembros, sino, como la definió santo
Tomás, «la reunión de hombres para hacer una determinada cosa
en común»118.
Habrá que transformar la sociedad legal en comunidad huma­
na, porque el rostro humano verdadero no se labra en el simple
desarrollo de las fuerzas históricas ni en el crecimiento económi­
co o en el juego dialéctico de la oposición social, sino en el re­
conocimiento y promoción de todas y cada una de las personas
que integran el conjunto social. El medio para lograr este fin no
son propiamente las organizaciones ni las instituciones, sino el
amor personal que se traduce en solidaridad.
2. Presencia del otro en la propia vida. Nuestra reflexión se
apoya en datos fenomenológicos cargados de sentido humano.
En la relación social, el individuo no entra en contacto directo
con la sociedad global, sino con las personas concretas de su
entorno. Nos hacemos mutuamente presentes unos a otros en el
decurso de nuestra existencia a través de una serie de actividades
que conforman el cañamazo de la vida diaria. Estos encuentros
revisten un triple carácter según sea la perspectiva en que vemos
al otro, el cual pasa de enemigo y competidor a amigo y campo
de nuestra generosidad. «El infierno son los otros» de Sartre
pierde todo su sentido ante «ama al otro como a ti mismo» del
evangelio y el hombre encuentra «su propia plenitud en la entre­
ga de sí mismo a los demás» del Vaticano II (GS 24)119.

117. Cf. P. Berger, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona


1971, 14.
118. Santo Tomás, Contra impugnantes D ei cultum et religionem, c. 3. Tam­
bién D e Pot., q. 7, a. 9; I, q. 96, a. 1.
119. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, 130-135.
La razón de semejante variedad de formas de encuentro radica
en la propia condición del hombre como espíritu encarnado. Es
verdad que en virtud de su corporeidad el otro ofrece elementos
de oposición, de apoderamiento y de objetivación, pero no lo es
menos que también comporta aspectos ineludibles de ayuda y
auxilio imprescindibles. Sin el otro no somos. Mas, al mismo
tiempo, no podríamos llegar a ser nosotros mismos sin la presen­
cia necesitante del otro que salva del vacío y el nihilismo el ejer­
cicio de la actividad personal. Es el destinatario de la acción
benefactora del yo, porque, haciéndole el bien, se realiza el mis­
mo que lo hace.
En este tercer aspecto se cumple la verdadera solidaridad ba­
sada en el amor, condición necesaria para superar el anonimato
personal y hacer que cada uno se sienta en sociedad como en su
propia casa. El hombre no es apreciado por lo que tiene, sino por
lo que es, una persona, un «enfrente» que, lejos de impedir la
expansión natural del yo, posibilita su crecimiento natural porque
alcanza en él lo más vivo del ser120.
En una palabra, sin autoposesión no hay consistencia y sin
referencia al otro desaparece el punto de mira que polariza la
voluntad personal. Ambos elementos configuran la libertad huma­
na como poder de autonomía y de independencia, modo propio
de ser hombre. Abordamos ahora esta nueva dimensión de uues-
tro ser personal, la libertad.

120. Cf. A, Brunner, La personne incarnée, París 1947. J. de Finance, L ’af-


frontem ent de 1‘autre. Essai su r l ’alterilé, Roma 1973.
PROPIEDADES ESENCIALES
DE LA PERSONA HUMANA
Libertad e historicidad

Bibliografía: Coreth, E., ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropo­


logía filosófica, Barcelona 1976, 145-152; Dondeyne, A., Liberté et
verité. Etude philosophique, Louvain 1954; Id., L’historicité en la philo-
sophie contemporaine: RvPhL 54 (1956) 5-25, 456-477; Gevaert, J.,
El problema del hombre. Introducción a la antropologíafilosófica, Sala­
manca 1976, 187ss; Lucas, J. de S., El hombre, ¿quién es?, Madrid
1988, 109-123, 147-155; Merleau-Ponty, M., Fenomenología de la per­
cepción, Barcelona 1975, 446-463; Metz, J. B., Libertad, en CFT II,
529; San Martín, J., Antropología y filosofía, Estella (Navarra) 1995,
285ss; Scheler, M., Metafísica de la libertad, Buenos Aires 1960; Si­
món, J., La verdad como libertad, Salamanca 1983; Zubiri, X., Sobre
el hombre, Madrid 1986, 545ss, 593-607; Id., La dimensión histórica
del ser humano, en Realitas I, Madrid 1974, 23ss.

1. La libertad en el hombre

Sabemos que el hombre es persona por su modo de obrar, que


denota autoposesión y dominio. Puede disponer de sí y hacerse
disponible para los demás, cosa que ningún otro ser, clausurado
en sí mismo, es capaz de hacer. Solamente el existente humano
ejerce pleno dominio sobre sí y sobre las cosas sobrepujándose
a sí mismo y superando su entorno. Todo ello demuestra auto-
trascendimiento, por una parte, y apertura a la realidad, por otra,
de modo que la relación con lo otro y los otros es constitutiva
de su esencia.
Este peculiar modo de ser, consistente en la salida del propio
recinto para acoger y optar por lo que no es él, constituye el cam­
po donde se inscribe la libertad. Indudablemente es un riesgo ine­
vitable inherente a su propio ser. Un existencial humano arraigado
en el núcleo más profundo de la persona. Por eso, más que tener
libertad, hay que decir que el hombre es libertad, es un ser libre.
Desde perspectivas muy distintas puede ser estudiada esta di­
mensión característica de nuestro ser. A nosotros nos interesan
tres aspectos fundamentales de la misma: el fenomenológico, el
metafísico y el antropológico, que abordamos a continuación.

a) Fenomenología de la libertad

Eso que experimenta el hombre cuando se siente responsable


es lo que comúnmente se entiende por libertad humana. Tener
conciencia de hacer la vida en nombre propio y de dotar de sen­
tido a la propia actividad es la credencial de nuestro ser libre.
«Obrar libremente, escribe A. Dondeyne, es obrar sabiendo lo
que se hace y por qué se hace; es decir, dar un sentido a la vida
y asumir personalmente este sentido»1. La acción humana en
tanto puede llamarse libre en cuanto que asume y realiza unos
valores reconocidos como tales. Un proceso que integra diversos
aspectos y factores, que van desde la ponderación a 3a ejecución,
pasando por la decisión, y se traduce en gestos concretos y efica­
ces que revelan un compromiso de la persona con los demás en
el mundo. Ni que decir tiene que semejante proceso comporta
elementos de diverso orden y categoría: psicológicos, sociológi­
cos y culturales. Todos ellos configuran la estructura de la liber­
tad y la presentan como realidad inconfundible.
Para M. Scheler la primera manifestación del acto libre es la
conciencia de poder. Pero un poder con doble sentido: como ca­
pacidad de decisión y de tomar resoluciones, por un lado, y como
posibilidad de elección o de obrar de distinta manera, por otro.
Ambos — facultad y ejercicio— se relacionan y complementan
mutuamente. «Ambos momentos se hallan íntimamente relaciona­
dos y parecen incrementarse entre sí»2. No obstante la posibili­
dad se fundamenta en la capacidad de la cual depende, porque
sin capacidad no existen posibilidades. Pero cabe preguntar: ¿có­
mo y dónde experimenta el hombre este poder especial?
El concepto libertad no está incluido en el análisis nocional
de la persona humana. Aparece en el ejercicio de la propia vo­
luntad trenzado de voliciones y determinaciones que orientan la
1. A. Dondeyne, L iberté et verité. Etude philosophique, Louvain 1954,45.
2. M. Scheler, M etafísica de la libertad, 7.
vida personal. Es un existencial humano que brota de la concien­
cia que tiene el hombre de realizar acciones no impuestas ni pre­
viamente determinadas por agentes extraños. En nuestra conducta
detectamos modos de actuar irreductibles a los de la naturaleza
infrahumana que nos obligan a contemplar el proceso no desde
una atalaya exterior, sino desde nuestra intimidad profunda, des­
de nuestras decisiones. Las propias vivencias, dotadas de cualida­
des, rasgos, signos y expresiones peculiares, son el medio más
apto para el discernimiento. Sólo después de esta contemplación
puede ser asumida cognoscitivamente la libertad, con vistas a
ofrecer una explicación racional de la misma. Es lo que haremos
en el apartado dedicado a la metafísica de la libertad. Ahora cen­
tramos nuestro esfuerzo en la descripción de esta vivencia para
determinar su significación y sentido.
Lo primero que tenemos que hacer es distinguir conveniente­
mente entre dos conceptos cuyo significado parece igual, pero
que expresan actitudes muy diferentes. Me refiero a indetermina­
ción y libertad. La primera tiene un sentido negativo y equivale
a no-fatalidad, no-dependencia teleológica y no-necesidad. La
segunda, en cambio, es un concepto enteramente positivo que
significa vivencia de poder y autonomía. Más que sensación de
indeterminación e indiferencia, expresa la conciencia de autode­
terminación y de toma de resoluciones conscientemente asumi­
das. Pues, bien, en su comportamiento, el hombre experimenta
acciones de esta índole que, debido a su regularidad y constan­
cia, inducen a pensar en la racionalidad y no en el capricho. Ha­
brá que recurrir al testimonio de la conciencia personal para sa­
ber si la conducta impredecible (imprevista) de una persona es
obra de la costumbre o de la libertad. «Es imposible saber, escri­
be Scheler, por el cuadro externo del comportamiento si alguien
actúa uniformemente por costumbre o por libertad»3.
Frente a los actos realizados bajo el impulso de fuerzas ajenas
a ía propia voluntad (coerción, hábito, costumbre, determinismo),
el hombre ejecuta otros que obedecen a la ponderación racional
y al discernimiento personal, fruto de una autoposesión y domi­
nio que denotan autonomía e independencia. Esto es suficiente
para dictaminar la existencia de la libertad en el hombre, así co­
mo su sentido y esencia. En el comportamiento humano aparecen
signos evidentes que denotan una diferencia neta entre lo que
comúnmente se entiende por libertad y lo que llamamos arbitra­

3. M. Scheler, M etafísica d e la libertad, 12.


riedad y determinismo. La acción arbitraria se caracteriza por
la ausencia de motivaciones, mientras que el determinismo obe­
dece a leyes necesitantes e inexorables. Por el contrario, el obrar
libre guarda una estrecha conexión de sentido con motivaciones
de carácter racional4.
Partiendo de esta experiencia humana, M. Scheler descubre
tres sentidos diferentes en la libertad: libertad de poder-querer,
libertad de poder-hacer y libertad del hacer mismo5. La primera,
enraizada en la autoposesíón propia del ser personal, expresa la
capacidad de dominio y se distingue de la mera elección. Es li­
bertad radical por encima de cualquier forma de determinismo.
La segunda, consecuencia de la anterior, comprende el área
de las posibilidades reales para su ejercicio y se refiere más a
las distintas formas de libertad (jurídica, política, social, religio­
sa, etc.) que a la libertad misma. La tercera, basada en las ante­
riores, es libertad de ejecución y sólo se cumple en la medida
en que desaparecen los obstáculos internos y externos. Significa
esto que la verdadera libertad o libertad esencial radica en la
inteligencia, puesto que consiste en el reconocimiento de unos
valores y obrar en consecuencia. El hombre no sólo es capaz de
percibir y optar por el bien y el valor, sino también de promover­
lo para sí y para los demás, es decir, tomarse en serio a sí mismo
y a los otros. Esta es la clave de su libertad.
La filosofía contemporánea ha traducido esta idea por la capa­
cidad de tomar distancia de la naturaleza y desplegar la propia
intencionalidad confiriendo sentido a la realidad global y al mun­
do6. Los modernos, con Kant a la cabeza, la entendieron como
ideal de perfección dictado por los principios.de la razón práctica
conforme a los cuales debe determinarse la voluntad7. Muchos
siglos antes san Agustín había distinguido sabiamente entre liber­
tas (libertad radical) y liberum arbitrium o libertad psicológica
equivalente a voluntad libre8. Por su parte santo Tomás supo po­
ner la raíz de la libertad en la racionalidad y la definió como

4. Cf. ibid., 22.


5. Cf. ibid., 26-32.
6. Cf. M. Mcrleau-Ponty, E loge de la phtlosophie, París 1955; M. Scheler,
El puesto d el hombre en el cosm os, 64-70, 82-86.
7. Cf. I. Katu, C rítica de la razón práctica, Buenos Aires 1973, 140-150.
8. Cf. san Agustín, De duabus animis contra M anichaeos (39J), c. 10, 13:
PL 42, 104. En otra parte añade: «Son, pues, nuestras las voluntades y ellas
mismas hacen, cuando, queriendo, hacemos, lo cual no se haría si no lo quisiéra­
mos»: D e civitate D el V, 10, 1: PL 41, 152-153.
poder de autodeterminación de la voluntad para obrar o no obrar,
distinguiendo asimismo entre libertas a necessitate y libertas a
coactione9. Para unos y otros la neta superioridad del hombre
sobre la naturaleza se manifiesta en el poder de domeñarla y uti­
lizar las energías físicas y biológicas con vistas a su perfección
y enriquecimiento, es decir, en la capacidad de obrar con vistas
a unos fines establecidos conscientemente. H. Bergson ve en esta
capacidad el hecho de experiencia más claro consistente en la
determinación del yo por el yo10. Dimensión entitativa, cierta­
mente, y no mera facultad electiva, por la que la persona puede
disponer de sí en orden a su realización, a la vez que se hace
disponible para los demás, Solamente porque el hombre puede
autodeterminarse, tiene libertad de elección y de ejercicio.
El materialismo rígido y el panteísmo idealista, lo mismo que
el existencialismo radical, no dan cabida a la libertad humana.
Por el contrario, el cristianismo le concede máxima relevancia,
en cuanto que concibe al hombre como ser llamado a cumplir
su deber de «criatura» llevando a la creación a su cima. Según
Teilhard de Chardin, «la criatura debe trabajar si quiere seguir
siendo creada»11. Para R. Guardini, libertad es pertenecerse a
sí mismo y estar desligado para lo que nos engrandece12. Esta
libertad posee las características siguientes: es situada, equivale
a liberación y es signo de madurez personal.
Situada, porque es propiedad del existente humano determina­
do por condicionamientos e imponderables propios de su estruc­
tura. Se encuadra en un marco referencial necesario integrado
por leyes físicas, biológicas, sociales y culturales a las que no
puede sustraerse el hombre. Por naturaleza está supeditado a la
sucesión espaciotemporal, al poder del subconsciente, al influjo
ambiental, al contexto cultural y al patrimonio genético. Su fini-
tud y su corporeidad limitan su libertad o, mejor, la condicionan,
pero sin que por ello pierda nada de su objetividad y consisten­
cia. No es libertad absoluta, sino encarnada y relativa13.

9. «La raíz de toda libertad está constituida en la razón»: D e verit., q. 24,


a. 2c. También Summa Theologica I, q. 82 y 83; I-H, q. 17, a. 1; D e m alo, q. 6,
a. I.
10. Cf, H. Bergson, Essai sur les donnés inm ediates de la conscience, en
Oeuvres, París 1970, 95-145 (trad. esp.: O bras escogidas, Madrid 1963, 141ss).
11. P. Teilhard de Chardin, Escritos del tiempo de guerra, Madrid 1966, 193.
Cf. A. G esché, D ios p a ra p en sa r I, Salamanca 1995, 251ss.
12. Cf. R. Guardini, Cristianism o y sociedad, Salamanca 1982, 77, 80.
13. Cf. M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Barcelona 1975,
Liberación, porque, al ser encarnada, reviste un carácter pro-
grediente innegable. Crece y se desarrolla en la medida en que
se ejercita, de modo que, gracias a ella, logra el hombre su per­
fección y realización plena. Se trata, por tanto, de un auténtico
proceso de liberación integral que le permite, en su circunstancia
histórica concreta, desasirse del haz de alienaciones que impiden
su cumplimiento como persona. En su ejercicio debe el hombre
contar con las llamadas «libertades» (política, social, religiosa,
etc.) con las que crea un conjunto de condiciones o espacio don­
de es posible su cumplimiento como ser personal. En opinión de
J. Gevaert, liberarse es crear los medios necesarios de trabajo,
de instrucción y de respeto mutuo que hagan posible la libertad,
la cual debe ser considerada más como tarea que como don,
puesto que es algo que todo hombre tiene que cumplir a lo largo
de su existencia individual y colectiva14.
Además de liberarse de las diversas formas de opresión que
amenazan a cada uno, habrá que irse capacitando para ciertos
valores y determinadas relaciones que proporcionan la madurez
debida mediante la actualización de las posibilidades propias. Ni
que decir tiene que la libertad en el hombre varía con el grado
de autonomía y con la concepción que tiene de sí mismo, con
el sentido de independencia que atribuye a su vida15. Por eso
no puede hablarse de libertad auténtica, si no existen compromi­
so y fidelidad. Compromiso y fidelidad que exigen un marco
irrenunciable en el que cada persona pueda ejercer responsable­
mente sus actividades promoviendo el bien para sí y para los
otros, Se trata, por tanto, de un continuado proceso en el que,
a la vez que el hombre ejerce su libertad, crea las condiciones
necesarias para su crecimiento y desarrollo. «Solamente un pro­
ceso acabado de liberación puede crear condiciones mejores para
el ejercicio de la libertad» . En este sentido podemos afirmar
con X. Zubiri que la libertad es un acto de cuasi-creación17.
Maduración, porque es la meta a la que apunta el proceso de
liberación de la propia libertad. Solamente puede decirse que el

446-463; K. Popper, El universo abierto, Madrid 1984, 135ss; X. Zubiri, Sobre


el hombre, 146-147, 601ss.
14. Cf. J. Gevaert, El problem a del hombre. Introducción a la antropología
filosófica, 208, 223ss.
15. Cf. E. Fromm, El m iedo a la libertad, Buenos Aires 1980, 50.
16. Instrucción «Libertatis conscientia», 32, 1, 2.
17. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 604.
hombre es plenamente libre cuando, superadas las diversas alie­
naciones, se hace psicológicamente dueño de sí y de sus actos.
Es el estado de adultez en el que la persona ha conquistado su
identidad porque sabe asumir con todas sus consecuencias el sen­
tido último de su existencia. Por eso hay quien ha llamado a la
libertad «la facultad de lo definitivo»18, en cuanto que es con­
quista de lo irreversible y logro de la consumación personal.
El hombre que actúa de esta manera demuestra poseer la ca­
pacidad de optar por lo irrevocable. Con ello supera la indecisión
y la inercia y labra su figura personal al filo de sus actos.
Este es el sentido de las expresiones bíblicas «la verdad os
hará libres» y «libertad de los hijos de Dios» basadas en el amor
verdadero (Jn 8, 32; Rom 8, 15; Gál 2, 4; 1 Pe 2, 16). Santo To­
más en perspectiva teológica y Piaget en el orden psicológico
traducen estos principios por interiorización de la ley, base de
la autonomía de la conciencia y de la madurez personal. Según
santo Tomás, el discernimiento personal es un proceso de subjeti-
vación que convierte en exigencia de la propia persona el conte­
nido de la ley. «Cada uno está obligado a examinar los actos
propios según la ciencia que recibe de Dios, ya sea natural, ad­
quirida o infusa: todo hombre debe obrar de acuerdo con su ra­
zón»19. Por su parte, J. Piaget ve en la aceptación de la ley un
proceso de interiorización que va de la mera obligación (hetere-
nomía) a la obediencia compartida (autonomía) y a la colabora­
ción responsable. «La heteronomfa propia de la obligación engen­
dra la responsabilidad objetiva, así como la autonomía propia
del respeto mutuo y la cooperación engendran la responsabilidad
subjetiva»20.

b) M etafísica de la libertad

La fenomenología de la libertad nos ha descubierto su sentido


profundo. Nos corresponde ahora determinar su logos o razón
ontológica haciendo un análisis a nivel filosófico que permita
conocer su alcance significativo en orden a la constitución del
ser personal humano. Este estudio corresponde a la metafísica
de la libertad.

18. J. B. M etz, L ibertad, en CFT II, 529.


19. De veril., q. 17, a. 5, ad 4.
20. J. Piaget, El criterio m oral del niño, Barcelona 1984, 282.
No se trata de averiguar si el hombre es libro o no y de qué
manera, sino de obtener una comprensión exhaustiva de su ser
personal. Que la libertad es un hecho que contradice las asevera­
ciones de Skinner y de Wilson, basadas en el factor ambiental
y genético respectivamente21, ha sido demostrado por filósofos
como H. Bergson y K. Jaspers, entre otros22. Al filósofo corres­
ponde demostrar que el obrar libre es patrimonio de la existencia
humana. Negarlo sería tanto como contradecir un dato fenomeno-
lógico incontrastable. Lo que importa es indagar el fundamento
que vincula este hecho con la persona.
Los antiguos, que atribuyeron la conducta específica humana
a la inteligencia como facultad del ser, no tuvieron reparo en po­
ner la raíz de la libertad en la razón23. Con ello dan a entender
que la libertad, más que propiedad del obrar, lo es del ser del
hombre. Este, como capacidad de interiorización o subjetividad,
se percibe idéntico a sí mismo y distintió de todo lo demás. Esta
visión le permite controlar, dirigir y abordar las cosas según el
bien descubierto en ellas o el sentido que tienen para él. Se trata
de una relación directa entre verdad, bien y libertad por encima
de la impresión de autonomía y la sensación de independencia.
La filosofía moderna llevará hasta el extremo esta relación
hasta identificar indebidamente libertad y verdad, conocer y obrar
libremente24. Spinoza reduce la libertad al conocimiento, en cuan­
to que «la voluntad es un cierto modo de pensar, como el enten­
dimiento»25. Fichte ve los actos libres como productos del pen­
samiento. «Soy antes como pensante lo que, en virtud de este
pensamiento, seré después como actor... Formo mi ser por mi
pensamiento»26. Reconoce, no obstante, que la raíz de la liber­

21. Cf. B. P. Skinner, Ciencia y conducta humana, Barcelona 1970; E. O.


W ilson, Sobre la naturaleza humana, M éxico 1980.
22. «La libertad es un hecho que entre los hechos que se comprueban es el
más evidente»: H. Bergson, Exsai su r les donnés inm ediates de la conscience,
169. «Nosotros tenemos además la libertad, mediante la cual nos decidimos y no
estamos sometidos automáticamente a una ley natural»: K. Jaspers, La filosofía,
M éxico 1957, 54.
23. «Totius libertatis radix in rationes constituta est», decía santo Tomás:
D e Verit., q. 24, a. 5.
24. Cf. M. Mindán, Verdad y libertad: Revista de Filosofía 28 (1968) 5-26
y 29 (1969) 5-26; J. Simón, La verdad como libertad. El desarrollo del problem a
de la verdad en la filosofía contemporánea, Salamanca 1983, 291-308, 336-449.
25. B. Spinoza, Ethica, pro. XXXII. Demonstrado.
26. J. F. Fichte, El destino d el hombre, Madrid 1913, 42. Cf. J. Simón, La
verdad com o libertad, 342-356.
tad está en la razón práctica. Schelling acentúa más que Fichte
el carácter intelectivo, llegando a decir que «la acción libre se
sigue directamente de lo inteligible en el hombre», de modo que
«lo que hay en mí inconsciente es involuntario», mientras que
«lo que es consciente actúa en mi querer»27. Para Hegel, en cu­
yo sistema tiene primacía lo racional, la libertad es la verdad de
la misma necesidad. «La razón libre y su hecho son una misma
cosa, y su actividad es su puro representarse»2*. El mismo Hei-
degger no considera la libertad como algo extrínseco a la verdad,
sino como aquello que pertenece a su desvelamiento; pertenece
a su esencia: «La esencia de la verdad es la libertad» .
Estos testimonios demuestran sobradamente la estrecha cone­
xión entre verdad y libertad. No obstante, la absolutización de
la verdad pone en peligro a la libertad, porque el poder de la
razón podría comprometer de tal manera a la voluntad que llega­
ra a suplantar su función específica anulando por ello la libertad.
La solución del problema pasa por la conveniente armonización
de la inteligencia y la voluntad, dimensiones constitutivas del
hombre, que sitúan la libertad en el área de la verdad y del bien
conjuntamente. Sólo en función del bien y del valor tiene sentido
la libertad en el hombre. Desarrollamos a continuación esta idea.
Es evidente que la vía cognoscitiva no agota la vida del hom­
bre. Además de conocer, el ser humano desea, se siente afectado
y actúa. Ahora bien, la acción esclarecida por la inteligencia se
presenta a la consideración humana como valor, es decir, como
dotada de sentido. El valor reconocido entraña siempre una per­
fección que enriquece a quien lo alcanza. Por eso es apetecible
y, en último término, bueno. Bondad, apetibilidad y perfección
se corresponden, como enseñaron los clásicos. «Bonum est quod
otnnia appetunt». Pero el valor, según la axiología moderna, es
lo que rompe nuestra indiferencia o la forma de hacer nuestro
el bien. «Es el bien en cuanto referido a un objeto del que hace­
mos uso; a una voluntad que se esfuerza por alcanzarlo», escribe
L. Lavelle30. Su limitación es evidente, ya que ningún ser posee
todo el bien ni ningún objeto acapara todo el valor imaginable.
Las cosas entre las que nos movemos son buenas y valiosas
en muchos sentidos y en grado diverso, por lo que nos sentimos
27. F. W. J. Schelling, La esencia d e la libertad, Buenos Aires 1950, 108.
28. G. W. F. H egel, Werke I, ed. Lasson 1910, 34.
29. Citado por M. Mindán, Verdad y libertad: Revista de Filosofía 29 (1969)
12-13.
30. L. Lavelle, Introducción a la antología, M éxico 1966, 102.
obligados a optar por unas u otras, sin que esto anule nuestra
libertad.
Sin necesidad de profundizar en la filosofía de los valores31,
reconocemos en el análisis de nuestra experiencia una escala o
jerarquía de valores real y objetiva que polariza nuestra voluntad
y se enraíza en nuestra estructura constitutiva.
El orden es el siguiente: la propia persona, la vida, la verdad,
el amor, la libertad, el trabajo, la familia, la sociedad, la cultura,
los bienes vitales. Ni que decir tiene que esta jerarquización re­
mite incuestionablemente al mundo de las opciones y establece
una correspondencia entre libertad y valor. «Libertad y valor,
escribe Dondeyne, son realidades que se corresponden y para eso,
la verdadera libertad, lejos de oponerse a la idea de deber, en~
cuentra en ella su expresión más alta»32.
Dijimos antes que obrar libremente es obrar sabiendo lo que
se hace y por qué se hace, es decir, conferir sentido a la propia
acción y asumirlo. Ello supone un juicio distendido en tres mo­
mentos: conocimiento del valor, asentimiento y realización del
mismo. En este último momento se encarnan los dos anteriores
traducidos en acciones concretas que conforman el cañamazo de
la conducta voluntaria y libre. No hay que olvidar que la acción
llevada a cabo por la persona no es fruto de tres facultades dife­
rentes (razón, voluntad, potencia operativa), sino efecto de un
único principio, la persona humana o espíritu encarnado. La se­
paración y aislamiento de los tres momentos encalla el problema
de la libertad haciéndola inviable. En esta encrucijada se encon­
traron los intelectualistas de los siglos XVII y XVIII, que defi­
nieron la voluntad como ciego apetito e hicieron de la razón la
facultad de ideas claras y de asentimiento necesitante. Por eso
insistieron tanto en la identificación de verdad y libertad con tan
nefastos resultados para ésta.
Con esto no pretendemos convertir la libertad en una actitud
ciega, sino todo lo contrario. Es un proceso lúcido y esclarece-
dor, guiado por la inteligencia, que se encuentra polarizado por
un bien descubierto que perfecciona al individuo.
Un saber por-qué, que convierte al acto en tarea porque esta­
blece una escala de valores a la cual se atiene. De ello resulta
un verdadero compromiso, aceptado conscientemente, por el que
el hombre se hace más hombre, accede más al ser. Los seres des­

31, Cf. A. Dondeyne, Fe cristiana y pensam iento contem poráneo, Madrid


1962, 378-392.
32, Ibid., 385.
provistos de este poder no son libres porque, al estar cerrados
sobre sí mismos, carecen de capacidad para «consentir con el
ser», con lo real, con el bien, con el Absoluto33.
Esta marcha comporta siempre elecciones, por lo menos implí­
citas, en cuanto que los bienes entre los que nos movemos son
finitos y mezclados de mal. Poseen parcialmente la razón de bon­
dad, que es ofrecida al poder selectivo del hombre en su particu­
lar situación y circunstancia. En los momentos concretos es don­
de cada persona tiene que optar y decidirse por las concreciones
bajo las que se le presenta la bondad. Ello hace de su vida una
tarea constante llevada a cabo a base de decisiones, de modo que
nadie puede llegar a ser si no opta por algo, si no se decide. Ya
advirtió el mismo santo Tomás que somos libres en la medida
en que existimos, a saber, nos hacemos obrando libremente34.
La consecuencia es evidente. El hombre es solamente libre
para la verdad y para el bien que lo perfeccionan. No para el
error ni para el mal que lo disminuyen. Cuando hace el mal y
profesa la mentira, lo hace por dos motivos: o por falta de dis­
cernimiento o por abuso de poder. En ambos casos, más que de
libertad, hay que hablar de abuso de la misma o de libertinaje.
Los textos que citamos a continuación resumen todo el pensa­
miento anterior:
«Toda razón de la libertad depende del modo del conocimien­
to, ya que el apetito sigue al conocimiento, puesto que el apetito
es siempre del bien que se le propone por la potencia cognosciti­
va... La raíz de toda libertad está constituida en la razón»35.
«Solamente aquel ser que tiene entendimiento puede obrar con
juicio libre, en cuanto conoce la razón universal del bien, por lo
cual puede juzgar que es bueno esto o aquello; de donde se sigue
que donde quiera que haya entendimiento hay libre albedrío»36.
«El libre albedrío no se comporta del mismo modo con el bien
y con el mal, puesto que con el bien lo hace por sí y naturalmen­
te, mientras que con el mal lo hace a modo de defecto»37.

33. Cf. L. de Raeymaeker, Filosofía del ser, Madrid 1962, 246. También
nuestro trabajo: J. de S. Lucas, La libertad en e l hom bre: Verdad y Vida 92
(1965) 643-663.
34. «Liber est quod sui causa est»: C. Cent., 1. 2, c. 48.
35. D e verit., q. 24, a. 2c; cf. q. 22, a. 1 y 5; C. Gent., 1, 2, c. 48; Summa
Theologica I, q. 82 y 83.
36. Summa Theologica I, q. 59, a. 3.
37. Summa Theologica III, q. 34, a. 3, ad 1.
En resumen, la esencia de la libertad sólo se comprende desde
la peculiar conducta de la persona humana como espíritu encar­
nado. Por su condición espiritual el ser humano está constitutiva­
mente abierto a la realidad y se mueve en el área del ser, cuyas
propiedades trascendentales son la verdad y el bien o valor. Pero,
debido a su encarnación y corporeidad, la persona existe en el
mundo entre las cosas y con los hombres y no frente a la bondad
desencarnada y absoluta. Por eso tiene que determinarse y optar
por bienes parciales y valores concretos con vistas siempre a la
perfección que la conquista de éstos le procura.
Pues, bien, en este poder de autodeterminación consiste preci­
samente la libertad del hombre, obra conjunta del entendimiento
y la voluntad38.

c) Antropología de la libertad humana

La libertad es la expresión más exacta del ser específico del


hombre. Afecta a la persona en su totalidad y no se presenta co­
mo propiedad de una determinada esfera de la misma, sino como
el signo antropológico por excelencia. «Se es libre en la medida
en que la totalidad de nuestra vida es efectiva», ya que «las ac­
ciones de un hombre no pueden jamás ser más libres que él»39.
Si el hombre es animal de realidades y no de meros estímulos,
como enseña Zubiri, en su actuar se atiene siempre al sentido
ontológico de las cosas y no a meras impresiones de orden sensi­
ble o estimúlico. Busca su verdadera significación, su verdad
real, y obra en consecuencia. Por eso su conducta es plasmación
de su esencia40.
Como aspecto esencial de la persona que impregna toda su
existencia, la libertad se sitúa por encima de la naturaleza y asu­
me todos sus determinismos determinándose conscientemente
ante ellos. La profundidad de esta autodeterminación marca el
grado de su perfección, así como la densidad ontológica de la
personá que toma las decisiones desde el centro de su ser. Pero,
como los valores se le presentan siempre al hombre en un marco
histórico determinado, su libertad no reviste el mismo peso espe­

38. Cf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre?, 145-152.


39. M. Scheler, M etafísica de la libertad, 32, 33. También J. de Finalice,
La liberté cree et la liberté créatrice, en Varios, L ’existence de Dieu, Tournai
1961, 229-244.
40. Cf. X. Zubiri, Inteligencia sem iente, Madrid 1980, 63, 213.
cífico en todos los momentos, sino que es proporcional a los con­
dicionamientos e imponderables que le salen al paso, sin que por
ello pierda nada de su consistencia. Solamente se caracteriza co­
mo libertad finita, ajustada al modo propio de ser el hombre en
el mundo. Es libertad limitada del hombre limitado41.
Ni la mera sensación de estar obrando libremente ni la priva­
ción de independencia externa afectan al núcleo antropológico
de la libertad. El recurso a la introspección y el testimonio del
sentimiento y afectividad no tienen nada que ver con la libertad
radical. No es libre el gato que anda a sus anchas por el tejado
ni el cervatillo que corretea por el campo, como tampoco deja
de serlo el encarcelado por sus ideas y convicciones. Los prime­
ros no saben qué hacen ni por qué lo hacen; el segundo, en cam­
bio, asume conscientemente su especial situación y, aunque no
dispone de los medios necesarios para ejercer su independencia,
posee, sin embargo, la autonomía que le confieren su autopose-
sión y dominio. Es libre en sus pensamientos, en sus voliciones
y decisiones.
Completamos estas consideraciones con las formulaciones pro­
puestas por L. Cencillo para conocer y encauzar la libertad en
el hombre. Según este antropólogo, la libertad humana es de tres
clases o presenta tres momentos: nuclear, genética y funcional.
La primera se refiere a la capacidad de independencia respecto
de aquellos procesos que condicionan o arrastran al sujeto en
contra de su voluntad. La segunda consiste en saber a qué atener­
se ante los acontecimientos y las cosas para no dejarse llevar por
ellos sin control. La tercera se orienta a modular el propio psi-
quismo dominando sus reacciones espontáneas. Las tres revelan
la libertad como capacidad gradual y progresiva de la persona
para superar los condicionamientos, para controlar las motivacio­
nes y para asumir críticamente las normas. Se trata de ajustarse
conscientemente a la realidad de modo que cada uno pueda des­
plegar sus posibilidades creativas y dar cumplimiento a sus de­
seos fundamentales42.
En una palabra, con M. Scheler decimos que la libertad en
el hombre es presupuesto y clima de la vida humana entendida
desde el valor y para el valor43, y con M. Merleau-Ponty la con­
cebimos como existencial humano, fruto de la inteligencia, enrai­

41. Gf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre?, 152.


42. Cf. L. Cencillo, La última pregunta, Salamanca 1981, 262-263.
43. Cf. M. Scheler, M etafísica de la libertad, 24-25, 32-34.
zado en la manera de ser el hombre en el mundo con las limita­
ciones que comporta44.
Estudiada la esencia y contenido del acto libre, resumimos
ahora, con la máxima brevedad, las distintas interpretaciones
de su estructura y proceso. La tradición aristotelicotomista ofre­
ce el esquema siguiente: conocimiento del fin (bien) y apetencia
del mismo, valoración e intención del bien, deliberación sobre
los medios y asentimiento a ellos, juicio preferencial y elec­
ción, mandato, ejecución de órdenes y complacencia en el bien
obtenido.
Este texto de la Etica a Nicómaco marca convenientemente
los pasos indicados: «Siendo lo elegible lo que, estando en nues­
tra mano, apetecemos después de haber deliberado, la elección
podría ser el apetito deliberativo de las cosas que dependen de
nosotros, toda vez que por el juicio que formamos después de
haber deliberado apetecemos algo conforme a la deliberación»45.
Otros esquemas de este proceso, entre los que se encuentran
el de P. Ricoeur, N. Hartmann y X. Zubiri, recogen un primer
momento cognoscitivo y deliberativo seguido de otro decisorio
y de asentimiento, terminando con la ejecución y realización46.

2. La historicidad humana

Con el tema de la libertad entramos de nuevo en el ámbito


de la intersubjetividad, que no es más que el encuentro de dife­
rentes libertades en el mundo. Descubrimos al mismo tiempo la
novedad radical del ser humano que lo sitúan en un nivel neta­
mente superior al resto de los seres de la naturaleza, por lo que
no puede ser expresado adecuadamente con conceptos tomados
del mundo natural. Es una realidad original, cuya novedad con­
siste en su carácter progrediente y autocreativo. No existe como
los demás seres, sino que se hace al filo de sus actos conquistan­
do su ser. Al hacerse más hombre, accede más al ser.

44. Cf. M. Merleau-Ponty, La fenom enología de la percepción, Barcelona


1975, 446-463.
45. Etica a Nicóm aco ¡, III, 3. Santo Tomás explaya esta doctrina en diez
cuestiones de la I-II de la Summa Theologica: cf. I-II, q. 8-17.
46. Cf. P. Ricoeur, Philosophie de la volonté, le volontaire et l ’involonlaire,
Paris 1963, 22ss; N. Hartmann, Ethic, B eilin-Leipzig 1935, 171-180; X. Zubiri,
Sobre el hombre, 593-607. Asimismo M. Vidal, M oral de actitudes I, Madrid
1977, 216-231.
Adelantando conceptos, podemos afirmar que el hombre cons­
truye su ser en la existencia partiendo de unas conquistas cultura­
les legadas por sus antecesores y en tensión hacia un futuro car­
gado de nuevas posibilidades. En esto consiste la historicidad,
que los antropólogos ven como dimensión estructural humana.
A ellos nos remitimos en las reflexiones que siguen47.
Sartre definió al hombre como proyecto de sí mismo, en cuan­
to que al final de su carrera será «tal como se haya hecho». «No
otra cosa que lo que él se hace». Lo que ha decidido ser, que es
lo mismo que decir que «el hombre es el porvenir del hombre»,
porque «está condenado a cada instante a inventar al hombre».
Porque es libre, «está condenado a ser libre» y decide sobre su
destino48.
Significa esto que en la base de la historicidad está la libertad
como motor y fuerza que configura al hombre biográfica y exis-
tencialmente. Con el fin de comprender mejor esta realidad o
forma de ser de la persona humana, establecemos los siguientes
momentos: la historicidad en el humanismo contemporáneo, as­
pectos negativos de la idea de historicidad, estructura y sentido
de la misma. Aunque de este tema hemos hablado en otra parte,
volvemos ahora sobre él apuntando nuevas connotaciones49.

a) Historicidad en los humanismos contemporáneos

El pensamiento actual, centrado preferentemente en el hom­


bre, gira en torno a la idea de historicidad. Un concepto de no
fácil comprensión por su variedad de aspectos acentuados de
distinta manera por los diferentes antropólogos. Un rápido re­
cuento de los mismos ayudará a comprender el alcance de esta
singular propiedad del hombre. Todos coinciden en considerarla
como modo propio de la existencia humana y punto de partida
la historia objetiva.
La necesaria situación histórica inherente a la condición hu­
mana hace que cada uno de nosotros vivamos nuestra vida como

47. Cf. A. Dondeyne, L'historicité dans la philosophie contemporaine: RvPhL


54 (1956) 5-25 y 456-477; Id., Fe cristiana y pensam iento contem poráneo, 96-
124; J. Alfaro, D e la cuestión del hombre a la cuestión de D ios, Salamanca 1988,
255-270. Asim ism o nuestra obra: J. de S. Lucas, El hombre, l¿quién es?, 109-123.
48. J. P. Sartre, E l existencialism o es un humanismo, Buenos Aires 1972,
16, 21-22; J. Alfaro, De la cuestión d el hombre a la cuestión de D ios, 255-270.
continuo e incesante crecimiento. Es verdad que nos encontramos
entre las cosas, pero no yuxtapuestos. Cada hombre tiene que
hacer algo con su entorno, de modo que en este quehacer se rea­
liza a sí mismo en su calidad de ser inteligente y volente, es de­
cir, como persona. Este abismo radical separa al existente huma­
no del resto de los vivientes enclasados en su presente e inmer­
sos en su estatismo. El hombre, en cambio, realiza proyectos,
toma iniciativas y adopta resoluciones que lo lanzan hacia el
futuro. Ello obliga a pensarlo en términos de progresión, de cum­
plimiento de posibilidades, de actualización de capacidades, de
ascensión sin retorno, contando siempre con los seres que lo ro­
dean, especialmente los otros hombres. La incomplección bioló­
gica y la apertura a la realidad son el fundamento de este hecho.
Las conquistas de la antropología filosófica de la segunda
mitad del siglo pasado y de todo el presente demuestran que el
mundo es el campo de batalla de la realización del hombre a
través del tiempo. El aquí y el ahora históricos son el punto de
partida de la dialéctica por la que el individuo humano, y la hu­
manidad con él, se sobrepuja a sí mismo superando el pasado
y abriéndose al futuro plenificador. Este dinamismo, basado en
el diálogo e impulsado por la libertad, es interpretado de forma
diversa por los humanismos en boga. Ofrecemos un rápido mues-
treo de ellos.
Humanismo marxista. Sin renunciar a sus tesis materialistas,
el marxismo antropológico entiende la historicidad como dimen­
sión por la que el hombre es agente de la historia y producto
de ella a la vez, pero sometido siempre a unas leyes inexorables
que lo modelan. Fruto de su trabajo, el hombre es generador
necesario de «toda la llamada historia universal» impulsado por
circunstancias no determinadas por él. «Los hombres hacen su
propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en condicio­
nes elegidas por ellos, sino en condiciones dadas y heredadas
del pasado» .
• Esta concepción de la historicidad es errónea, porque prescin­
de de la libertad y la somete a la necesidad. Con ello contradice
la experiencia humana de autogestión y crecimiento irreversible
y encierra al hombre en el estrecho ámbito del nacimiento y de
la muerte, negándole la posibilidad de ver cumplidas sus exigen­
cias de irreversibilidad. No se aviene tampoco con el anhelo hu­
mano de felicidad perdurable y de libertad plena. El mismo E.
Bloch reconoce esta equivocación y advierte su falta de corres­
pondencia con la patria de identidad y el novum ultimum postula­
do por el hombre. «La alienación más pertinaz no es únicamente
la generada por una sociedad mal hecha, que desaparecerá con
ella; hay otro origen más profundo de la alienación, el hecho de
nondum apparuit quid erimus (Jn 3, 2)»51.
Humanismo existencialista. Este pensamiento ha sido el que
mejor ha comprendido el hecho de la historicidad del hombre.
Existir humanamente es irí asumiendo las posibilidades que el
mundo brinda a una actividad dadora de sentido. Así lo ha visto
M. M erleau-Ponty cuando afirma que la historicidad «se dibuja
espontáneamente en la trama de acciones por las que el hombre
organiza sus relaciones con el mundo y con los demás»52. Es
la forma como el hombre va configurando su existencia al con­
tacto con las cosas y se realiza como persona al filo de sus actos.
Esta interpretación es asumida por Heidegger y Jaspers, para
quienes la historicidad consiste en la respuesta del hombre a la
llamada del ser, a través de las cosas, que le permite trascender
lo inmediato obrando libremente53.
Humanismo vitalista. El denominador común de esta doctrina,
cuyos máximos exponentes son Nietzsche, Bergson, Dilthey y
Ortega, estriba en la conocida expresión de éste último: «El hom­
bre no tiene naturaleza, sino historia». Conciben la vida humana
como dinamismo y quehacer incesante traducido en un esfuerzo
continuado de creatividad, cuyo resultado es el mismo hombre.
La vida, en tanto que acontecimiento de la decisión personal, «es
gerundio y no participio: un facietidum y no un factum »SA. El
ser humano, que no ha acabado de formarse, está dotado de capa­
cidad suficiente para modular su propia existencia mediante la
realización de sus proyectos. Se va haciendo sucesivamente, y
en este ir a más consiste su esencia y naturaleza. Es creación de
sí mismo o prolongación libre del necesario movimiento evoluti­
vo de la naturaleza. Porque en este hacerse interviene la libertad
es por lo que la historicidad posee poder creativo.

51. E. Bloch, Ateísm o en el cristianism o, Madrid 1983, 253.


52. M. Merleau-Ponty, Eloge de la philosophie, Paris 1953, 69.
53. Cf. I. M. Bochenski, La philosophie contem poraine en Europe, Paris
1962, 154-159.
54. J. Ortega y Gasset, O bras com pletas VI, Madrid 1947, 32-33. También
IV, 421; V, 23, 212; VI, 13, 349, 476: VII, 104.
b) Aspectos negativos de la historicidad

La historicidad se distingue adecuadamente de otras modalida­


des del ser humano con las que se la suele confundir frecuente­
mente. Para evitar ambigüedades, conviene comenzar diciendo
lo que no es la historicidad, apuntando a continuación su verda­
dero sentido.
Uno de los errores más comunes es el de aquellos que identi­
fican historicidad y fugacidad, en el sentido de inestabilidad e
inconsistencia. Semejante identificación pervierte el sentido pro­
pio de historicidad, que no es transitoriedad, sino compromiso
con el presente desde la reactivación del pasado y la proyección
hacia el futuro. Su equivocación estriba en atribuir al hombre
la formalidad del tiempo propia de las cosas. Mientras el tiempo
físico es simple fluencia de instantes efímeros, el tiempo humano
(tiempo vivido) es firme articulación en la que están imbricados
mutuamente pasado, presente y futuro. El pasado del hombre no
deja de existir propiamente; es asumido en el ahora, donde se
presiente el futuro como proyecto actual. Además de conservar
el pasado, el presente humano encara el futuro como posibilidad
propia que nos permite ser, como anticipo que se nos concede.
«Lo que pasa, nos pasa, escribe J. Marías, nos ‘toca’... Por esto,
lo que pasa ‘se queda’, va constituyendo el contenido de la vida,
su ‘haber’ o ‘riqueza’, su ousía, y en este sentido es la sustancia
de la vida. El futuro, por su parte, es una realidad que no es to­
davía, que por eso mismo no se tiene, pero con la cual hay que
hacer la vida... El futuro se posee anticipándolo en forma de
creencia»55. No significa esto que el yo humano sea un futuro,
sino presente actuante o, como prefiere J. Marías, futurizo56.
Tampoco es la historicidad sinónimo de movimiento en el
sentido de cambio de estado por la aparición de nuevas determi­
naciones. Su significación es mucho más profunda. Comporta
un contenido interno traducido en autodesarrollo y crecimiento
ontológico. Es un verdadero despliegue de virtualidades que
determinan el modo de ser propio del hombre donde la libertad
juega un papel decisivo, porque la presencialidad humana es
potencialidad que pide ser actualizada. Es distancia entre el esta­
do objetivo y el ideal que hay que realizar.
También se ha comparado la historicidad con el devenir (fieri,
hacerse). La convergencia entre ambos conceptos es innegable,
55. J. Marías, Antropología m etafísica, Madrid 1970, 247-248,
56. Cf. ibid.
ya que los dos expresan la forma de ser propia de los seres vi­
vos. Se refieren al dinamismo de la acción vital en la que el tér­
mino está ya prefigurado en el comienzo, de modo que el paso
del estado inicial al final no es más que el cumplimiento de un
proceso natural. No obstante existe una notable diferencia entre
el crecimiento del animal y del hombre. Mientras en el primero
el movimiento se realiza necesariamente (está determinado al
fin), en el segundo, por el contrario, se da una ruptura que lo
distancia del pasado e inaugura una nueva forma de ser conscien­
temente proyectada y deseada. Más que maduración y eclosión,
la historicidad es creación e innovación a través de un proceso
dialéctico. Es obra de la libertad y no de la necesidad, en cuanto
que crea el presente permaneciendo fiel al pasado, pero sin an­
clarse en él. X. Zubiri la define como proceso «real» del hombre
capacitado para estar de forma nueva en la realidad37.

c) Estructura y sentido de la historicidad

Indudablemente el hombre, que hunde sus raíces en el remoto


pasado de lo infrahumano, ocupa un lugar especial en el proceso
evolutivo. Está determinado por un conjunto de fuerzas fisico­
químicas y biológicas que le preceden y se prolongan en él, pero
adquiriendo en el nivel humano una originalidad indiscutible, la
conciencia reflexiva. Experimenta su existencia como suya vién­
dola como tarea que realizar y sentido que cumplir. Sabe que tie­
ne que hacerse para llegar a ser plenamente. «Todas las activi­
dades de la vida interior no son más que la efervescencia del
centro nuevamente constituido explotando sobre sí mismo», co­
menta Teilhard de Chardin58. Todo ello obedece a la estructura
corporeoespiritual del hombre que lo obliga a realizarse en un
medio espaciotemporal en el que entran en juego elementos o
existenciales fundamentales tales como encarnación, temporalidad
e interpersonalidad. Las tres hacen de la condición humana un
proceso de autorrealización y cumplimiento ontológico distinto
de la inestabilidad y del mero crecimiento que se denomina his­
toricidad. Describimos seguidamente cada uno de estos elemen­
tos.

57. Cf. X. Zubiri, La dimensión histórica del ser humano, en Realitas 1,


Madrid 1974, 53-54.
58. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 202.
Encarnación. Entendemos por encarnación la manera propia
de ser del hombre que, desde una precomprensión de su ser espe­
cífico, lo va explicitando en el ejercicio de su existencia en su
presencia al mundo, es decir, en contacto con las cosas y en diá­
logo con sus semejantes. En este ejercicio continuado toma con­
ciencia de un proceso que se articula en tres momentos o dimen­
siones: pasado, presente y futuro. Por el hecho de reconocer su
vida como suya (la hace en primera persona) reasume consciente­
mente el pasado y se proyecta hacia el futuro desde el presente.
Este sólo adquiere sentido desde el antes y de cara al después.
Es un hecho comprobado que el existente humano se percibe a
sí mismo viniendo del pasado y dirigiéndose al futuro, pero dis­
tanciándose del primero a la vez que modela el segundo. Todo
ello supone un progreso o ir-a-más, crecimiento en el espíritu,
cuya explicación se encuentra en el hecho de su encarnación o
de ser-con-otros-en-el-mundo, es decir, en su estructura peculiar
como cuerpo animado o alma corporeizada.
Esta condición del ser humano convierte a la evolución natu­
ral en historia, es decir, en decurso que no se hace por transmu­
tación genética, sino por invención optativa, obra de la libertad.
En expresión de Zubiri es cuasi-creación o «crecida» entitativa59.
Somos autores de nuestra biografía de modo que nuestra vida
no discurre como un río, sino como una narración que acto a
acto decide el proyecto y el argumento, el contenido específico.
Al hacerla, nos hacemos. La vida humana es darse cuenta de que
uno está sumergido en un elemento extraño donde no hay más
remedio que hacer siempre algo para salir a flot£.
Este proceso tiene lugar mediante una serie de intentos parcia­
les, siempre perfectibles, que, partiendo de lo hecho, construyen
otros mejores mediante el descubrimiento del valor que tienen
las cosas para nosotros. Esta función es la propia del trabajo hu­
mano que, como dice M. Merleau-Ponty, no es mera producción
de riquezas, sino la actividad por la que el hombre proyecta en
torno a sí un medio humano . Mediante el trabajo el hombre
construye la historia y se hace a sí mismo desarrollando su capa­
cidad espiritual al contacto con las cosas. Desde su apertura a
la realidad el existente humano se proyecta en un diálogo ininte­
rrumpido con el mundo, es decir, temporalizándose. Aquí radica
la historicidad propiamente.

59. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 212.


60. Cf. M. Merleau-Ponty, Sens et non-sens, Paris 1948, 215.
Temporalidad. Este aspecto de la historicidad brota de la in­
tencionalidad de la conciencia. El hombre sólo existe actuando
sobre la naturaleza, Este proceso es sucesivo y continuo, porque
el hombre no se adueña de la naturaleza en un momento ni se
realiza a sí mismo en un instante. Su vida es un trenzado de ac­
tos distendidos en el tiempo y no meramente yuxtapuestos. Por
eso el ahora del hombre comporta una doble característica, la de
la continuidad y la de la invocación. Continuidad porque incor­
pora el pasado como algo que ha sido presente; invocación por­
que desde él anticipa unas posibilidades que tiene que cumplir.
La retención de lo que fue y la proyección de lo que vendrá for­
man a una la temporalidad como modo propio de ser del espíritu
encarnado, cuya realidad es formalmente decurrente.
Zubiri llama a esta manera de ser proceso, en cuanto que cada
momento «procede del» anterior y «precede al» posterior. En este
movimiento procesual consiste la historia y se hace hombre el
hombre, en cuanto que toma su pasado como parcial realización
de sus potencialidades que tendrán pleno cumplimiento en un
futuro absoluto61. En esto consiste la temporalidad como ele­
mento constitutivo de la historicidad humana.
Interpersonalidad. En su comercio con las cosas el individuo
humano no actúa solo. Vive en el mundo con otros hombres, de
quienes recibe un contexto configurado que le permite desplegar
su vida y alcanzar su perfección. La capacidad de encontrarse
con el otro como otro es dimensión constitutiva de la persona
humana, diversamente interpretada por el existencialismo y el
personalismo, como tuvimos ocasión de ver.
Aunque hemos hablado ya de esta dimensión, volvemos sobre
ella en este lugar por la especial relación que guarda con la his­
toricidad. Hecho fundamental de la existencia humana es que el
hombre sólo se realiza como persona por la mediación de los
demás, es decir, por la palabra, por las obras y por el amor hu­
manos. Por ello la vida de cada uno es necesariamente comunión,
es decir, un vivir de los otros y para los otros mediante las obras
que realizamos. Si es verdad que el hombre lleva a cabo su exis­
tencia en el marco de la historia, hay que convenir en que ésta
no es obra individual, sino colectiva y comunitaria. Comprende
las generaciones pasadas, presentes y futuras.
La doble dimensión diacrónica y sincrónica de la historia hu­
mana es claro exponente de la intersubjetividad, de modo que

61. Cf. X. Zubiri, La dimensión histórica d el se r humano, 18.


la presencia del individuo es coextensiva a la humanidad entera.
Por eso la huella de cada uno es punto obligado de un diálogo
enriquecedor y constructivo de los mismos dialogantes, como lo
demuestra la cultura. Esta ha sido creada por otros, pero hace
más hombre al que la recibe permitiéndole acceder más al ser,
esto es, al bien y a la verdad. No en vano es la persona ser cultu­
ral por naturaleza. Se hace recibiendo cultura y transmitiendo
cultura en una reciprocidad innegable62.
Hay que reconocer, por tanto, que el pasado del que vivimos
no se reduce al conjunto de nuestras realizaciones. Comprende
además las obras de todos aquellos que han contribuido a confor­
mar el mundo en que nos toca vivir. Este hecho realza la inter-
subjetividad como elemento constitutivo de la historicidad huma­
na porque nos hace ver que no somos sin los otros. La deuda
para con quienes nos precedieron y la responsabilidad para con
los que nos sucedan son ingredientes de nuestro ser personal.
En resumen, la experiencia primigenia de la existencia como
«siendo-con-otros-en-el-mundo» revela que cada uno de nosotros
es un poder ser simultáneamente entre las cosas y con los demás.
Es este un elemento universal y permanente que anima desde
dentro a cada hombre en su historia individual y colectiva y hace
posibles todas sus experiencias, aun las más particulares. El yo
personal, como acto de la realidad sustantiva de cada uno, es la
refluencia histórica de los demás en la constitución de la realidad
de cada individuo.
Las palabras de Dondeyne que citamos a continuación son
expresión cabal de lo que comúnmente se entiende por historici­
dad: «La historicidad resulta de la fusión de una triple estructura:
la estructura noético-noemática de la conciencia intencional, su
estructura temporal o ‘temporalizante’ y la intersubjetividad, que
pueden ser consideradas como los componentes de la historici­
dad»63.

62. Cf. A. Geíilen, Antropología filosófica, 97-100; J. L. García, La antropo­


logía cultural y el sentido general del hombre, en J. de S. Lucas (ed.), Antropo­
logías d el siglo XX, Salamanca 31983, 262-265.
63. A. D ondeyne, Fe cristian a y pensam iento contem poráneo, 111. Son
clarificadoras también las afirmaciones de X. Zubiri; «La realidad sustantiva
humana es específicam ente prospectiva, es histórica. Y lo es desde sí misma; es
constitutivamente prospectiva, es histórica ‘de suyo’. Es la refluencia histórica
de los demás en la constitución de la realidad de cada individuo. De aquí que
el yo com o acto de mi realidad sustantiva sea el y o de una realidad histórica. El
yo, el ser humano, por tanto, tiene también carácter histórico. Es la refluencia
de lo histórico no sólo sobre la realidad, sino también sobre el ser de esta reali-
Esta estructura multiforme pone de manifiesto una vez más
la pluridimensionalidad del ser humano que aparece como sínte­
sis de inteligencia racional, de razón ético-práctica y de tensión
hacia lo irreversible. Ahora bien una síntesis de esta índole no
es posible sin la acción de un ser omnipotente y providente, m is­
terio de infinitud y trascendencia que se presenta a la conciencia
humana como correlato de su esperanza metafísica. En estos tér­
minos planteó Kant la cuestión filosófica del hombre64.
Desde el momento que el hombre es un ex-sistente, es decir,
un ser progrediente o un hacerse continuo en la línea del ser, es
obligado preguntarse por la meta o término «ad quem» de esta
ascensión. Surge entonces la cuestión de ultimidad y trascenden­
cia situada por Jaspers en la entraña misma de la libertad huma­
na. «Cuanto más libre es el hombre, tanto más cierto está de
Dios. Cuando yo soy verdaderamente libre, estoy cierto que no
lo soy por m í mismo... Nunca los hombres somos bastante para
nosotros. Pujamos por ir más allá y nos hacemos tanto más noso­
tros mismos cuanto mayor conciencia tenemos de Dios»65. De
esta cuestión nos ocupamos en el capítulo siguiente que trata de
la dimensión trascendente del ser humano o de Dios en la pers­
pectiva del hombre.

dad, sobre el yo»: X . Zubiri, La dimensión histórica d el ser humano, 55-56. Cf.
I<¡., Sobre e l hombre, 200-204, 212, 618-630.
64. Cf. I. Kant, C rítica de la razón pura II, Buenos Aires 1976, 381.
65. K. Jaspers, La filosofía, M éxico 1957, 54.
DIMENSION TRASCENDENTE DEL SER HUMANO

B ib lio g r a fía : A lfa r o , 1., D e la c u e stió n d e l h o m b re a la c u e s tió n d e


D io s , S a la m a n c a 1 9 8 8 , 1 3 -2 9 , 2 3 9 -2 7 0 ; B lo c h , E „ E l a te ís m o en e l c r is ­
tia n is m o , M ad rid 1 9 8 3 ; Id ., E l h o m b re c o m o p o s ib ilid a d , e n V a rio s, E l
fu tu r o d e la e s p e r a n z a , S a la m a n c a 1 9 7 2 , 5 9 -7 6 ; Ferrater M ora, J., E l
s e r y e l s e n tid o , M ad rid 1 9 6 7 ; G ard avsk y, V ., D io s n o h a m u e r to d e l
to d o , S a la m a n c a 1 9 7 2 ; G ó m e z C affaren a, J., M e ta fís ic a fu n d a m e n ta l,
M adrid 1 9 6 9 , 1 9 2 ss ; K ü n g , H ., ¿ V id a e te r n a ? , M a d r id , 19 8 3 ; R u iz d e
la P efia, J. L ., M u e r te y h u m a n ism o m a rx ista , S ala m a n ca 1 9 78; T eilhard
de C h ard in , P., E l f e n ó m e n o h u m a n o , M adrid 1 9 6 5 , 3 0 5 -3 4 9 ; Z u b iri,
X ., E l h o m b re y D io s , M adrid 1 9 8 4 ; Id ., S o b r e e l h o m b re , M adrid 1 9 8 6 ,
6 5 7 -6 6 3 .

El hecho de la historicidad humana nos coloca frente al pro­


blema del sentido último de la existencia. La experiencia de cre­
cimiento obliga al hombre a remontar el vuelo más allá de su
entorno y a pensar en la trascendencia como cobijo adecuado,
patria de identidad y argumento de plenitud. Esto hace que el
hombre se mida a sí mismo desde Dios; como ha dicho última­
mente A. Gesché, «el hombre ha buscado en Dios la prueba de
sí mismo»1.
Pero no todos han dado a esta afirmación su verdadero sentido.
Los críticos del teísmo piensan que el hombre crea a Dios a su
propia imagen para evadirse ficticiamente de su soledad y abando­
no. Pensadores de todos los tiempos ven a Dios como producto
de la tentativa humana de dar sentido a un enigma inquietante.
En la antigüedad Cicerón, citando a Cleantes, concibió lo divino
como invento para disipar el temor, y Lucrecio llegó a afirmar
que la ignorancia conduce al terror supersticioso de los dioses2.

1. A. G esché, D ios p a ra pen sar I, Salamanca 1995, 271.


2. Cf. Cicerón, D e natura deorum, 2, 13-14; Lucrecio, D e natura rerum.
Cf. Estacio, Thebais III, 360.
A finales del siglo pasado y principios de éste, Nietzsche,
como lo hiciera antes Feuerbach, recurrió a la teoría de la pro­
yección para explicar la actitud religiosa, y S. Freud la atribuyó
a la necesidad de protección y a la conciencia de culpabilidad.
Un engaño, según este último, porque no se corresponde con la
realidad3. Para éstos, lo mismo que para otros, como Engels,
Marx, Durkheim, Dios no es más que la transposición de los pro­
pios valores o la expresión concentrada de la vida en sociedad4,
como vimos en su lugar.
Ni que decir tiene que la comprensión de Dios tiene mucho
que ver con el contexto cultural en que se expresa. Los valores
antropológicos predominantes en una determinada cultura y asu­
midos por ésta para determinar la naturaleza de Dios y su rela­
ción con el hombre constituyen un condicionamiento para el teó­
logo. Lo difícil es, como señala Pailin, dar con el modo de iden­
tificar y valorar la relatividad de nuestra propia comprensión5.
Aun cuando pudiera demostrarse que la creencia en Dios pro­
cede del miedo, de la proyección de los deseos humanos o de
la personificación de la energía psíquica, no es legítimo concluir
su falsedad. Esos procesos, si no son justificación cabal de la
conclusión teísta, constituyen por lo menos caminos para llegar
inicialmente a la verdadera comprensión de Dios6, cuando no
da más de sí el conocimiento de su propio ser.
Nadie pone en duda que el concepto de Dios surge al socaire
de exigencias básicas del ser humano traducidas en preguntas
inquietantes. El hombre de siempre ha deseado encontrar un
orden fundamentalmente bueno que dote de sentido pleno a su
vida y confiera valor a la realidad global. Si esto no es posible,
la existencia resulta contradictoria en sí y lá racionalidad humana
anda a la caza de fantasmas. La falta de correspondencia signifi­
cativa entre el concepto de Dios y la humanidad convierte al
hombre en ser absurdo o «pasión inútil» porque se siente turbado
en la búsqueda de su comprensión integral. Por el contrario, el
que admite a Dios entiende su respuesta como afirmación de que

3. Cf. F. Nietzsche, El anticristo-, S. Freud, Tótem et tabú y El porvenii


de una ilusión, en O bras com pletas I-III, Madrid 1967-1968; L. Feuerbach, U,
esencia del cristianism o, Salamanca 1975.
4. Cf. E. Durkheim, Formas elem entales de la vida religiosa, Madrid 1982:
K. Marx-F, Engels, Sobre la religión. Salamanca 1979.
5. Cf. D. A. Pailin, El carácter antropológico de la teología, Salamanca
1995, 88.
6. Cf. ibid., 91-94.
los seres humanos, en un análisis profundo de su ser, son capaces
de concebir una realidad última, objetiva, trascendente que justi­
fica su existencia. Ciertamente es una afirmación condicionada
culturalmente, pero no más que cualquiera otra conclusión filosó­
fica7. El problema se cifra, por tanto, en la manera de establecer
la correlación significativa entre la estructura esencial del hombre
y la realidad última designada por el nombre de Dios.
Son los teólogos, a la vez que los filósofos antropólogos, los
que tienen que responder a las interpretaciones reduccionistas
de Dios, pero no deben hacerlo apopoyándose exclusivamente en
la revelación, como pretendió K. Barth, sino estableciendo su dis­
curso sobre la misma constitución ontológica del hombre, es de­
cir, en las dimensiones esenciales que lo abren al absoluto. En
su peculiar comportamiento aparecen claros indicios que inducen
a pensar en un ser trascendente plenificador más allá de la histo­
ria. En estos condicionamientos centraremos nuestra reflexión que
consta de tres apartados: el primero se refiere a la cuestión del
sentido último, el segundo considera a Dios en la perspectiva del
hombre según las interpretaciones de X. Zubiri, E. Bloch y Teil­
hard de Chardin y el tercero trata del futuro absoluto del hombre.

1. La cuestión del sentido

a) La tendencia como raíz

La conciencia de mismidad y el hecho de la historicidad po­


nen al hombre, que no se cumple plenamente en ninguno de sus
momentos históricos, ante la cuestión del sentido último de su
existencia. El saberse con-otros-en-el-mundo teniendo que hacer­
se es para él fuente de inquietud y de zozobra. La causa de este
desasosiego no es otra que el desfase y desnivel entre lo cobrado
y lo añorado, entre lo que es y lo que pretende ser, entre sus
actos y su tendencia radical. Esta cuestión fundamental está im­
plicada en toda otra cuestión8.
El mismo proyecto vital coloca al hombre frente a la incógni­
ta de su yo. Un yo personal que organiza todo en torno a sí como
centro de convergencia, pero que se siente remitido, al mismo

7. Cf. W. Pannenberg, Cuestiones fundam entales d e teología, Salamanca


1976, 75ss; Id., La f e de los apóstoles, Salamanca 1975, 3 ls.
8. Cf, J. Alfaro, D e la cuestión d el hombre a la cuestión de D ios, Salaman­
ca 1981, 15-29.
tiempo, a un más inalcanzable en el tiempo porque él no es cen­
tro ontológico absoluto. Es el problema de la tendencia radical
que, arraigada en el núcleo de la persona, surge como instrumen­
to de su excentridad y apertura. ¿En qué y en quién culmina esta
apertura? ¿Hacia dónde se dirige definitivamente el existente
humano en su afán de encuentro? ¿acaso pretende el hombre ser
para siempre eso que desea ser?
La perdurabilidad en el ser parece oponerse a la permanente
tendencia a ser más, porque está siempre en dirección hacia un
bien aún no poseído. Entran en juego al unísono la inquietud por
aquello que se desea y la quietud como anticipo del estado defi­
nitivo soñado. Ambas son características del ser humano relacio­
nadas entre sí como polos opuestos, pero reconciliables, de una
misma realidad. Así lo entendieron los clásicos cuando hablaron
de tendencia satisfecha, fuente de gozo, en el sentido de estado
terminal pleno. Es la inquietud aquietada descrita por los teólo­
gos y los místicos. Una primera aproximación, ciertamente, pero
no solución definitiva porque, si el hombre es tendiente por natu­
raleza, habrá que analizar la estructura de esta tendencia y deter­
minar el objeto último de la misma. En otras palabras, ¿por qué
tiende el hombre y a qué tiende en definitiva?
En línea con la filosofía tradicional, pero desde un análisis
antropológico riguroso, M. Blondel responde conjuntamente a
las dos partes del interrogante con su dinamismo de la acción
humana. En su investigación descubre el filósofo francés que el
hombre va más allá del objeto inmediatamente querido. La ten­
dencia radical («volonté voulante») lo lanza allende todas sus
conquistas y adquisiciones («volonté voulue») y lo coloca frente
al Bien absoluto por el que opta necesariamente. En ello cumple
su sentido y aquieta su inquietud9.
Completamente distinta es la postura de J. P. Sartre, para
quien la tendencia humana — «inquietud radical»— nunca se sa­
tisface. La contextura del ser humano es tal que sólo es aspiran­

9. «La voluntad es ya por el solo hecho de que quiere, y no precisamente


por lo que quiere»: M. Blondel, L'Action, Paris 1883, 101 (trad. esp.: Madrid
1995). «En nuestro conocim iento, en nuestra acción subsiste siempre una despro­
porción constante entre el objeto y el pensamiento, entre la obra y la voluntad.
Sin cesar el ideal concebido es sobrepasado por la operación real, y sin cesar la
realidad obtenida es sobrepasada por un ideal siempre renaciente»: ibid., 344-345.
«Querer el infinito no es el punto de partida, es el punto de llegada de la investi­
gación filosófica. Pero es además un punto de partida y un principio real para
la actitud espontánea de la vida. He aquí la cuestión»: Id., Une soutenance de
m a thése: Eludes blondeliens I, 82.
do. Se traduce en una tendencia radical insatisfecha o «pasión
inútil». Imposible, por tanto, plantear la cuestión del sentido, ya
que la vida humana carece de sentido, es un absurdo10.

b) Ambitos del problema

Para la tradición filosófica, la tendencia radical del hombre


va unida a la admisión de la existencia de un ser supremo — rea­
lidad por excelencia y plenitud ontológica— que da cumplimien­
to a todos los deseos y aspiraciones. Sumo Bien en Platón, Motor
inmóvil en Aristóteles y Ser subsistente en la escolástica son las
metas que marcan la pauta de la dimensión trascendente del hom­
bre. Con ello se pretende responder a la exigencia de ultimidad
irreversible ínsita en el corazón de la persona humana.
Si M. Blondel logró establecer una conexión natural entre el
«aütocentrismo» humano y su verdadero «heterocentrismo», co­
mo vimos, puesto de manifiesto en el rebasamiento de todas las
metas concretas, no menos valioso fue el hallazgo de J. Maréchal
sobre el dinamismo del conocimiento humano como camino in­
concluso hacia la verdad11. Ambos marcan el ámbito del proble­
ma y señalan la pauta del sentido. Tanto para uno como para
otro, el principio y el fin del querer humano rebasan la propia
voluntad porque el hombre se sobrepuja a sí mismo, como había
dicho Pascal.
La conciencia de limitación de la propia existencia, tanto en
el comienzo como en el fin, se presenta como experiencia de
negatividad de todavía-no-ser y de no-más-vivir. Ambas fronteras

10. «Toda realidad humana es una pasión, por cuanto proyecta perderse para
fundar el ser y para constituir al mismo tiempo un en-sf que escape a la contin­
gencia siendo fundamento de sí mismo, el Ens causa sui que las religiones llaman
Dios. Asf, la pasión el hombre es inversa a la pasión de Cristo, pues el hombre
se pierde en tanto que hombre para que nazca Dios. Pero la idea de D ios es
contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil»: J. P.
Sartre, El se r y la nada, Buenos Aires 1972, 747, 754, 759-760. «El hombre es,
ante todo, un proyecto que se vive subjetivamente», de ahí la «imposibilidad del
hombre de sobrepasar la subjetividad humana»; Id., El existencialism o es un
humanismo, Buenos Aires 1972, 16, 17. «El hombre no es nada más que su vida»,
por eso, «el destino del hombre está en él mismo»; ibid., 28, 29, 31.
11. «En toda conciencia humana surge fuertemente el sentimiento de que
la voluntad no es ni su principio, ni su regla, ni su propio fin...». «El hombre
siente hasta la angustia que no es ni su autor ni su maestro»; M. Blondel, L'Ac-
tion, 324. Cf. J. Maréchal, El punto de partida de la m etafísica V, Madrid 1959,
358-421.
no son adventicias ni convencionales. Se inscriben en la misma
esencia del hombre que, ni autofundado ni existiendo para siem­
pre, tropieza con la cuestión del origen y del destino, de modo
que el misterio de la muerte se le presenta como enigma de la
vida misma. ¿Ser, para no ser definitivamente? ¿ir a más, para
venir a un menos absoluto? El hecho de la historicidad humana
desmiente la respuesta afirmativa12 a estos interrogantes.
Lo que se ventila, en último término, no es tanto fel funda­
mento como el fin último del hombre. Un interrogante que no
se circunscribe a ninguna de sus dimensiones en particular, sino
que afecta a la persona entera. Más que soluciones parciales, se
postula la solución total del individuo y de la humanidad. Una
solución que debe ser explicación incondicional y última susten­
tada en un fundamento absoluto13. Ni más ni menos que lo que
Kant pretendió responder a sus cuatro célebres preguntas14.
Si el hombre existe proponiéndose fines que supera sin cesar,
es obvio que en su hacerse apunte siempre a una meta más alta
allende toda conquista particular. Es el presupuesto y la condi­
ción de todos los fines particulares, así como el punto de conver­
gencia de los mismos. Indudablemente el hombre existe a la bús­
queda de un porvenir definitivo que rebasa todos los marcos par­
ciales y lo inscribe en la órbita de lo absoluto. En todas sus di­
mensiones por las que se relaciona con los diversos estratos de
la realidad (cósmica, humana, histórica, escatológica) tiende el
hombre a este orden de ser y en él compromete todas sus activi­
dades específicas: cognoscitivas, volitivas y operativas, pero sin
que ello implique una respuesta positiva a priori, ni siquiera res­
puesta alguna .

c) El procedimiento

Descubiertos la raíz y ámbitos del problema, abordamos ahora


su procedimiento. J. Alfaro propone un método tripartito: exis-
tencial, fenomenológico y trascendental. Existencial, porque brota
de la experiencia de la propia existencia o modo de estar en la
realidad; fenomenológico, en cuanto capta la significación pro­

12. Cf. J. Alfaro, De la cuestión del hombre a la cuestión de D ios, 17ss.


13. Cf. E. Coreth, ¿Qué es el hom bre?, 249.
14. Cf. I, Kant, C rítica de la razón pura II, Buenos Aires 1976, 381; Id.,
Logik, en WW IX, Berlin 1923, 24-25.
15. Cf. J. Alfaro, D e la cuestión d el hombre a la cuestión de D ios, 23-25.
funda de los datos observados; trascendental, porque responde
a las exigencias del entendimiento humano que se mueve en el
área del ser como tal16.
Según este procedimiento, la cuestión del sentido tiene lugar
en el momento en que el análisis de la existencia humana halla
en el hombre indicios que trascienden sus relaciones de inmedia­
tez con el mundo, con los otros y con la historia. Es decir, cuan­
do el conocimiento de lo humano revela una capacidad de ser
que no se sacia con la realidad circundante. Esta insatisfacción
ontológica lleva al hombre a plantearse el problema de la tras­
cendencia, de un ser mayor que colme sus anhelos ontológicos.
Cabe preguntar; ¿existe en el hombre un algo incondicionalmen-
te-condicionado que apunta a un incondicional-incondicionado
que sea fundamento y condición de su posibilidad como hombre?
Pues, bien, este fundamento incondicionado.es lo que las religio­
nes llaman Dios.
Hemos visto antes que el hombre se actualiza en cuanto que
se trasciende. Su carácter «ex-céntrico» se manifiesta en su aper­
tura a lo otro que él, es decir, a las cosas como verdaderas, como
buenas, como bellas y como valiosas. Estas formas de trascendi-
miento revisten un carácter absoluto que pone al ser humano
frente a lo irreversible y definitivo. Lo abre a un horizonte expli­
cativo general que debe ser realidad metaempírica capaz de sal­
vaguardar el sentido total de lo humano personal, puesto que la
conciencia de la propia finitud entronca con su potencial infini­
tud17. Esto nos lleva a interpretar la inquietud radical del hom­
bre, enraizada en una vivencia metafísica innegable, como indicio
de un incondicional absoluto que habita en él. «Un soplo absolu­
to», dice J. Gómez-Caffarena, que lo inspira en su «nunca aquie­
tarse»18. De esta nueva dimensión nos ocuparemos en el aparta­
do siguiente.

2. Dios en la perspectiva del hombre

Esta formulación es el terminal lógico del problema del senti­


do esbozado en las páginas que preceden. Tenemos que advertir
que hemos disertado ya ampliamente sobre este tema en otra obra

16. Cf. ibid., 25ss.


17. Cf. P. Tillich, Teología sistem ática I, Salamanca 1981, 27.
18. J. Gómez Caffarena, M etafísica fundamental, Madrid 1969, 207.
nuestra19, pero lo retomamos ahora bajo una vertiente distinta,
estrictamente antropológica, centrando la atención en la reflexión
sobre el hombre más que en la apuesta teórica por el Absoluto
incondicionado. No obstante hay que reconocer que ambos aspec­
tos se implican mutuamente, ya que la trascendencia no sólo apa­
rece en el conocimiento del mundo, sino también en la supera­
ción de la naturaleza por la libertad. Esta es precisamente la que
hace al hombre acreedor del Absoluto.
En la libertad alcanza su cénit la esencia ex-tática del ser hu­
mano que, al experimentarse a sí mismo en el otro, reclama un
Tú absoluto merced a la dinámica del espíritu que lo lanza más
allá de toda finitud. El desarrollo de las virtualidades del espíritu
sobrepuja la condición temporal y alcanza un vislumbre de eter­
nidad en la anticipación del futuro al que aspira. Abierto a un
porvenir irreversible, el existente humano (espíritu encamado)
se decanta por una forma de vida penetrada totalmente por el
espíritu y, por lo mismo, abocada allende las barreras del tiempo
y del espacio. Reclama supervivencia e inmortalidad20.
Con el fin de iluminar esta dimensión prospectiva del hombre,
damos unos pasos escalonados siguiendo la interpretación de tres
antropólogos cualificados de nuestro tiempo que, desde niveles
diferentes, proyectan abundante luz sobre el tema. Me refiero a
las valiosas aportaciones de X. Zubiri, de E. Bloch y de P. Teil-
hard de Chardin. Con Zubiri conoceremos la dimensión teologal
del hombre, con Bloch asistiremos a su cumplimiento en un futu­
ro especial siempre abierto y con Teilhard de Chardin determina­
remos su relación personal con un Absoluto también personal,
esto es, el hombre con Dios.

a) Dimensión teologal del hombre21

Zubiri no plantea el problema de Dios directamente. Lo hace


como prolongación y resultado del análisis comprensivo de la

19. Cf, J. de S. Lucas, Dios, horizonte d el hombre, Madrid 1994.


20. Cf. W. Pannenberg, A ntropología en perspectiva teológica, 261-265.
21. Aparte de Naturaleza. H istoria. D ios, Madrid 1978, 343-360, 368-378,
Zubiri dedica a este aspecto del hombre su obra póstuma El hombre y Dios, Ma­
drid 1984, sobre todo las p. 305-362, 367-383. Entre los múltiples comentaristas
de X. Zubiri destacamos a M. Cruz Hernández, El hombre religado a Dios, en
Varios, El problem a d el ateísm o, Salamanca 1967, 231-248; C. Baciero, El hom­
bre y Dios: Revista de Filosofía 1 (1985) 173-182; J. Sánchez Gey, Sobre el hom-
realidad humana en la que descubre una dimensión constitutiva
o modo existencial que la pone frente a la ultimidad de lo real.
Por eso, más que preguntar ¿qué es el hombre?, se interroga por
el modo de ser del hombre: ¿cómo es el hombre? Este procedi­
miento nos obliga a todos, querámoslo o no, a habérnoslas con
el problema de Dios. Sobre este gozne gira la tesis zubiriana.
Para el filósofo español, el ser humano denota una manera
peculiar de relacionarse con el entorno que él llama habitud o
modo peculiar de habérselas con las cosas. A diferencia del ani­
mal, cuyo encuentro con el mundo es estimúlico (se agota en la
afección), el hombre posee un comportamiento inteligente para
con las cosas. Su habitud es «inteligencia sentiente». En virtud
de ella su encuentro con el mundo no termina en su aspecto esti­
múlico, sino que se adentra en su intimidad profunda y lo descu­
bre como realidad; las cosas mundanas gozan de una estructura
real, son realidades. Por eso define al hombre como «animal de
realidades»22.
En esta apertura se constituye el hombre precisamente como
persona, es decir, como esencia inteligente y volente, cuyo es­
tructura es de por sí abierta a la realidad. Se halla constitutiva­
mente en el ámbito de la realidad, es realidad y está en la reali­
dad23. Esta especial demarcación le permite desprenderse de las
cosas concretas que, aunque son reales, no son la realidad, y ab-
solutizarse en cierto modo, «soltarse». No absolutamente, sino
relativamente, puesto que es una realidad no hecha de una vez
por todas. Va proyectando y realizando su vida, a la vez que
define progresivamente su propia realidad, con la ayuda de las
cosas y a impulsos de la realidad como tal24.
Esta estructura inconclusa de por si determina desde sí misma
el campo de su posible modo de realidad, a saber, estar en la
realidad entre las cosas y con las cosas25. El hombre configura
su realidad contando con las cosas reales. Esta afirmación nos.
lleva a preguntar por el sentido de la realidad en Zubiri. ¿Qué 1
es, en último término, la realidad?

bre de X. Zubiri, en J. de S. Lucas (dir.), Nuevas antropologías d el siglo XX, Sala­


manca 1994, 139-159. También hemos escrito nosotros sobre el particular en In­
terpretación d el hecho religioso, Salamanca 31990, 169-179.
22. X. Zubiri, El hombre y D ios, 30-39.
23. Cf. ibid., 46.
24. Cf. ibid., 52, 56s.
25. Cf. X. Zubiri, Sobre e l hombre, 92. También El hombre y Dios, 80-81.
Para responder a este interrogante, Zubiri recurre a la expe­
riencia humana que muestra al hombre como ser apoyado en la
realidad, cuyos caracteres son estos tres: fundante, posibilitante
e impelente. Fundante, porque el hombre se percibe sostenido
por una instancia última que trasciende las cosas; posibilitante,
porque esta misma instancia le ofrece, a través de las .cosas, un
abanico de posibilidades para configurar su proyecto como perso­
na; impelente, porque dicho principio le insta desde dentro a ha­
cerse esa realidad que inexorablemente tiene que ser26.
Los tres momentos juntos constituyen la fundamentalidad de
lo real o carácter fundante de la realidad como tal, en el sentido
de dominio y apoderamiento. A esta realidad o poder es al que
el hombre se siente religado para ser relativamente absoluto, es
decir, para ser su propia realidad con independencia de las cosas
reales concretas. Por eso la religación, además de ser un hecho
experiencial, es un hecho real por el que cada uno llega a ser
realmente su yo11, su persona.
Pero a pesar de ser la religación constitutiva y experiencial,
no por eso deja de ser enigmática y misteriosa, ya que el hombre
no tiene evidencia del modo de articulación de su realidad con
la realidad como tal. Esta inevidencia engendra inquietud y susci­
ta la búsqueda. Búsqueda de la realidad-fundamento de la propia
realidad personal. Aquí se inscribe precisamente el problema de
Dios, que no es ficticio ni epifenoménico, sino expresión de la
naturaleza del hombre que necesita saber imperiosamente qué
va a ser en último término.
A esta connaturalidad se refiere Zubiri cuando afirma que «el
problema de Dios es algo que afecta formalmente a la constitu­
ción de la persona humana», en cuanto «fundamento último posi­
bilitante y impelente de la articulación de las cosas reales en ‘la’
realidad»28. El mismo resume de esta manera su pensamiento:
«La vida personal del hombre consiste en poseerse haciendo
religadamente su yo, su ser, que es un ser absoluto cobrado, por
tanto, relativamente absoluto. Este ser absoluto es cobrado por
la determinación física del poder de lo real como algo último
posibilitante e impelente. Como momento de las cosas y determi­
nante de] yo, el poder de lo real es ‘m ás’ que la realidad y, por
tanto, que el poder de cada cosa real concreta. Pero el poder de
lo real se funda esencialmente en la índole misma de la realidad.
26. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 82-84.
27. Cf. ibid., 91, 93.
28. X. Zubiri, El hombre y Dios, 110-111.
Luego este poder está fundado en una realidad absolutamente
absoluta, distinta de las cosas reales, pero en las cuales, por ser­
lo, está formalmente constituyéndolas como reales. Esta realidad
es, pues, Dios»29.
Las apreciaciones zubirianas entrañan valiosas consecuencias
para el tema que nos ocupa. En primer lugar parece claro que
Dios no es sólo la plenitud de la vida humana ni el hombre leja­
na semejanza del ser divino. La relación entre ambos es mucho
más profunda. Desempeña una función constitutiva por parte de
hombre. Es cierto que el hombre elabora su yo personal (su per­
sonalidad), pero es Dios quien «hace que lo haga», Por eso, aun­
que lo ignore, no puede volver la espalda a la constitución de
su yo, según la cual cada acto humano tiene la trascendencia de
estar haciendo al hombre en Dios y desde Dios (poder último)30.
Por otra parte, del análisis del hombre Zubiri deduce, en una
primera instancia, que Dios es el ámbito de la ultimidad de lo
real. Por eso, aunque es cierto que Dios no es la persona huma­
na, ésta no puede realizarse como tal sin él. Dios es Dios sin el
hombre, pero el hombre no lo es plenamente sin Dios. Su yo es
una permanente tensión hacia la realidad absoluta, es «una ten­
sión con Dios»31. Por eso ha podido decir que «ser hombre es
una manera finita de ser Dios»32.

b) El cumplimiento del hombre según E. Bloch33

A diferencia del marxismo clásico, que se preocupa funda­


mentalmente del orden sociopolítico, el marxista revisionista E.

29. Ib id., 149.


30. Ibid., 161-162.
31. Ibid., 363.
32. Ibid., 365.
33. Además de su obra fundamental D as Prinzip Hoffnung, Fiankfuit 1959
(trad. esp.: Madrid 1977-1980), E. Bloch dedica a este tema El ateísm o en e l cris­
tianismo, Madrid 1983 y El hombre como posibilidad, en Varios, El futuro de la
esperanza, Salamanca 1972, 59-76. Comentan este aspecto del pensamiento blo-
chiano, entre otros, J. Pérez Cotral, Homo absconditus. La antropología de Ernst
Bloch, en J. de S. Lucas (ed.), Antropologías del siglo XX, Salamanca 31983, 216-
236; J. L. Ruiz de la Peña, Muerte y humanismo marxista. Una aproximación teo­
lógica, Salamanca 1978, 37-74; Id., Las nuevas antropologías. Un reto a la teolo­
gía, 62-70. J. Moltmann-L. Hurbon, Utopía y esperanza. D iálogo con Ernst Bloch,
Salamanca 1980. J. M.“ Gómez Heras, Sociedad y utopía en E. Bloch, Salamanca
1977; J. Alfaro, D e la cuestión d el hombre a la cuestión de D ios, 181-199.
Bloch ensaya un discurso antropológico en el que el hombre, que
no ha terminado de formarse, está abocado a su plenificación en
un futuro abierto. No ha logrado aún su figura definitiva ni ha
conseguido su verdadera identidad. Se halla en camino hacia
ellas. Como ha dicho alguien, Bloch «entiende al hombre no ya
como un valor absoluto, sino como Dios en potencia.^. Lo que
de ahí resulta, más que un proyecto pura y simplemente humanis­
ta, es un antropoteísmo estricto que deja muy atrás a los huma­
nismos más ambiciosos»34. Este autor apoya su tesis en textos
del mismo Bloch, como éste: «La alienación más pertinaz no es
únicamente la generada por una sociedad mal hecha, que desapa­
recerá con ella; hay otro origen más profundo de la alienación...,
el hecho de que nondum apparuit quid erimus (1 Jn 3, 2)»35.
A nosotros nos toca ahora seguir las líneas de este proceso
y señalar el principio dinamizador del mismo que nos permita
captar el verdadero sentido del hombre blochiano.
Como en toda antropología, también en la de Bloch subyace
una ontología que puede resumirse en estos términos: la materia
está en proceso de plenificación impulsada por el hombre como
agente asimismo en proceso. Las dos fuerzas en que se sustenta
este dinamismo son la flexibilidad de la realidad (facticidad) y
el poder de la libertad humana. El concurso de ambas hace crecer
incesantemente al mundo y al hombre en él. En este crecimiento
continuo la humanidad se sobrepuja a sí misma hacia un futuro
irreversible. «La realidad no se justifica a sí misma. Más bien
es apertura hacia el futuro dentro del cual —y ahora más que
nunca antes si cumplimos nuestro deber— hay una imagen y un
lugar para el progreso como alejamiento del mal»36. Y esto por­
que «algo está oculto en la realidad que necesita llevarse a ca­
bo». El autor de este despliegue plenificador es el mismo hombre
que, con su capacidad cognoscitiva y poder operativo, «ha de
escuchar con sentido casi musical el movimiento de la realidad
y preguntar: ¿en qué dirección hay que tocar la melodía?»37.
Pues, bien, actuando de consuno estas dos fuerzas labran la esfe­
ra del novum o «realidad del todavía-no» donde el hombre y la
humanidad adquirirán su figura definitiva más allá de toda opre­

34. J. L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías. Un reto a la teología,


62-63.
35. E. Bloch, E l ateísm o en el cristianismo, 253. Cf. J. L. Ruiz de la Peña,
Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, 65.
36. E. Bloch, El hombre com o posibilidad, 62.
37. Ibid., 71.
sión. «La explicación total del mundo a partir de sí mismo... su­
pone igualmente la metamorfosis del mundo a partir de sí mismo.
Metamorfosis en un mundo más allá de la opresión, lo que no
tiene nada en común con el más allá mitológico»38.
Sobre esta ontología articula Bloch su antropología, cuyas
categorías son el impulso, la tendencia y la función utópica. Con
las tres intenta configurar la «patria de identidad» y futuro abso­
luto donde el hombre halla su cumplimiento. A continuación ha­
cemos una rápida descripción de estas tres fuerzas o momentos.
Impulso. Bloch entiende por impulso una fuerza interna que
estimula al hombre a vivir siempre, cuyos signos manifestativos
son la sed insatisfecha y el afán convertido en anhelo. De este
último brota la esperanza como punto de convergencia de la con­
ciencia y del ser, de lo subjetivo y lo objetivo del proceso del
mundo. «Esta sed se presenta continuamente y no da su nombre...
De todos modos el instinto trata de llenar un hueco, una carencia
en el afán y en el anhelo, algo que falta, mediante algo exte­
rior»39.
Tendencia. Es la vivencia pulsional motivada por la carencia
que obliga a salir de uno mismo. Se manifiesta en el «querer ha­
cer» traducido en una actividad diferenciada que anticipa de al­
guna manera la meta y forja el futuro. Tiene su raíz en el hambre
como instancia primigenia y hontanar de todos los instintos. Ba­
sada en la necesidad de la propia conservación, es principio de
esperanza y queda reflejada en el «interés revolucionario» o de­
seo de lo mejor entrevisto: la liberación de todas las formas de
opresión. «Del hambre económicamente ilustrada procede hoy
la decisión de suprimir todas las circunstancias en que el hombre
es un ser oprimido y desaparecido»40.
Bloch pone en el sueño diurno el factor propulsor de la ten­
dencia. En él se supera el presente estado deficitario y se proyec­
ta hacia una realidad enteramente nueva. Los sueños describen
el arco utópico que va desde la fantasía anticipadora hasta el
futuro real entrevisto. Por eso toda la realidad histórica no es
más que producto de los sueños diurnos. «No soñamos únicamen­
te por la noche. El día se halla también lleno de sueños... Hay
grande diferencia entre ambos, sobre todo por el hecho de que

38. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 310.


39. Ibid., 49-50.
40. Ibid., 84.
el yo no desaparece en el sueño diurno... El resultado es que los
deseos funcionan mejor y más visiblemente en el sueño diurno
que en el nocturno. Absolutamente nada de lo grandioso que ha
sucedido en el curso de la historia ha llegado a ello sin haber
sido bosquejado de antemano... o no haya sido planificado con
anticipación... El sueño no es más que una utopía. Ese'es el des­
tino ordinario del sueño»41.
Pilares, y a la vez símbolos, del sueño diurno donde se asienta
el mundo en construcción (el todavía-no) son estos tres: juven­
tud, cambio temporal y productividad. Los tres son realidades
prospectivas y creativas con características propias. La juventud
es de por sí apertura al futuro, el cambio temporal conlleva la
aparición de novedades y la productividad da a luz lo que aún
no es. Los tres hacen soñar y alientan la utopía42.
Función utópica. Por la utopía el estado anímico se transfor­
ma en actuación consciente. Apoyada en el pasado personal y
colectivo, se abre a la posibilidad de ser de otro modo mejor
mediante la función anticipadora del sueño. Resulta de unir la
contemplación con la colaboración y se inscribe en los distintos
sectores de la realidad: la vida, la historia, la cultura, la sociedad,
la política, la religión. Su objetivo no es otro que la total realiza­
ción del mundo y del hombre hasta su consumación.
Partiendo de la inadecuación actual entre sujeto y predicado,
Bloch considera el mundo como un «laboratorium possibilis sa-
lutis»43. Una posibilidad no formal (abstracta), epistemológica
(subjetiva) u objetiva (cósica), sino dialéctica que, lejos de satis­
facerse con lo alcanzado, sigue impulsando el cumplimiento de
las infinitas posibilidades insertas en lo real que proporcionen
la plena felicidad más allá de toda mediación44, Pero ¿dónde
se encuentra esta meta?
El mismo Bloch se hace esta pregunta (Quomodo deus ho­
mo?), sentenciando que «el todavía-no-llegado-a-ser» está siem­
pre en «suspenso»45. Un proceso inconcluso, ciertamente, que
equivale a un trascenderse sin trascendencia que necesita del
hombre. Más que «un algo por encima de nosotros», es un algo
«ante nosotros»46,

41. E. Bloch, El hombre como posibilidad, 59-61.


42. Ibid., 73-74,
43. E. Bloch, El ateísm o en e l cristianism o, 211.
44. E. Bloch, D as Prinzip Hojfiiung, 213-214.
45. Cf. ibid., 75.
46. Ibid., 76.
E. Bloch, que ha buceado en el fondo vital de la persona, no
empalma con ninguna antropología filosófica concreta, ni siquie­
ra con la marxiana. Aun a riesgo de ontologizar la subjetividad
(conciencia-imaginación-afectividad), no tiene; reparo en marcar
al hombre su dirección para que siga creciendo sin alcanzar nun­
ca la meta. Es una ascensión sin cima a la vista, pues, aunque
«quidquid latet apparebit: homo abscondilus», nunca la revela­
ción será completa: «nondum apparuit quid erimus»47. La puerta
de nuevas posibilidades permanece siempre abierta. Para el indi­
viduo, mientras viva; para la comunidad humana, siempre. «Es
una determinación que no se propone ningún ‘en lo venidero’,
ningún ‘arriba’, sino, en su lugar, un posible ‘ante nosotros’»48.
No hay más trascendencia o futurum ultimum que el progresivo
dominio de la naturaleza por parte del hombre y el mejoramiento
sin fin de las relaciones interhumanas. Es decir, la doble reconci­
liación: con el mundo, por el conocimiento y la técnica; con los
hombres, por ía socialización perfecta49.
Una doctrina sugerente, por cierto, pero que impone una refle­
xión crítica necesaria. Las preguntas que surgen inmediatamente
son éstas: ¿es posible un proceso sin meta cierta? ¿qué es tras­
cenderse sin trascendencia? ¿cabe una superación real sin ruptura
de nivel ontológico? ¿se reduce el novum ultimum a mera cifra?
¿cómo resulta operativo el futuro en ausencia?
Aparte del imposible sincretismo de creencia judeocristiana,
especulación hegeliana y dialéctica materialista subyacente en
este pensamiento50, hay que reconocer que la demanda principal
de Bloch es denegada por el hecho de la muerte individual. En
buena antropología, el proyecto blochiano no es otra cosa que
la comprobación del carácter progrediente del hombre, injustifi­
cable a todas luces sin una meta suprahistórica, porque la inma-
nentización de un creador trascendente en la materia y en el
hombre no sólo no garantiza la desmitologización de la esperan­
za, sino que acentúa su pragmaticidad sumergiéndola en la nada
final, como apuntan sus críticos más cualificados. El futuro abso­
luto irreversible solamente puede cumplirse en aquel que es ca­
paz de crear desde la nada absoluta. Pero un ser de esta índole
no puede ser otro que el Dios trascendente de la religión51.

47. E. Bloch, El ateísm o en el cristianism o, 253.


48. E. Bloch, El hombre como posibilidad, 76.
49. Cf. E. Bloch, D as Prinzip Hoffnung V/2, 274.
50. Cf. J. M." G óm ez Heras, Sociedad y utopía en Ernst Bloch, 224-226.
51. Cf. J. Moltmann, Utopía y esperanza en E. Bloch, Salamanca 1980, 173s.
Tenemos otra razón para juzgar insuficiente desde el punto
de vista antropológico la tesis blochiana. Me refiero a la incerti-
dumbre del resultado final de Ja empresa de ser hombre. Si es
verdad que el proceso autocreador del ser humano marca la di­
rección, no lo es menos que no garantiza por sí mismo el éxito
completo. El mismo Bloch admite la posibilidad del fracaso
cuando recomienda cautela y precaución. «El hombre ha de ac­
tuar con miedo o con esperanza»52. Dos instancias opuestas gra­
vitan sobre esta marcha, la vida y la muerte. Del triunfo de la
primera sobre la segunda depende la victoria definitiva. Pero,
siguiendo el curso natural de la vida que conduce a una muerte
inevitable (entropía), ¿cómo puede el hombre asegurar su propia
irreversibilidad, si no es recibiendo el don de una vida nueva de
manos de un ser trascendente, dueño y señor de la realidad ente­
ra, soberano absoluto?53. En una palabra, la mejor prueba de
la imposibilidad de utopía de Bloch es el materialismo del que
no acaba de desprenderse.

c) El hombre con Dios según Teilhard de Chardin


P. Teilhard de Chardin, que marca Ja pauta al hombre en la
búsqueda de su identidad dentro del proceso evolutivo, concuerda
con E. Bloch en el dirigirse a un orden humano nuevo no con­
quistado todavía. Sin embargo advertimos que, aunque la catego­
ría posibilidad está en juego en ambos sistemas, tiene sentido
y cumplimiento muy distintos. Si es verdad que los dos hacen
especial hincapié en la radical apertura del ser humano al futuro
en su afán de autosuperación, no lo es menos que Bloch absoluti-
za lo histórico mientras que Teilhard acepta una dialéctica per­
manente entre un presente crítico y un futuro trascendente como
respuesta cabal al fenómeno de la correflexión humana.
Teilhard escalona su tesis en los pasos siguientes:
1. «En el universo material, la Vida no es un accidente, sino
la esencia del fenómeno».
2. «En el Mundo biológico, la Reflexión (hoinbre)no es un
accidente, sino la forma superior de la Vida».
3. «En el Mundo humano, el fenómeno social no es un orden
superficial, sino que señala un progreso esencial de Reflexión»54.

52. J. Moltmann, El hombre. Antropología cristiana en los conflictos del pre­


sente, 76.
53. Cf. J. Alfaro, De la cuestión del hombre a la cuestión de D ios, 191-198.
54. P. Teilhard de Chardin, El porvenir d el hombre, Madrid 1965, 262.
Esta tesis tripartita recoge el dinamismo de la naturaleza des­
de el nivel de la materia inorgánica hasta el grado supremo de
organización espiritual (socialización perfecta), pasando por la
conciencia individual como pivote sobre el que gira todo el pro­
ceso. Si es verdad que fa organización de la materia culmina en
el hombre (autoconciencia), también lo es que el individuo huma­
no no termina en sí mismo. Se dirige hacia otro mayor que él,
frente humano u organismo social (unanimización de concien­
cias), que converge, a su vez, y es reasumido en lo espiritual por
excelencia, en el Espíritu absoluto (Dios), meta irreversible de
toda ascensión finalista. En él y por él cobra sentido todo este
gigantesco movimiento hecho consciente (reflexivo) en el hom­
bre. Es el punto omega entendido como «un polo último y self-
subsistente de conciencia... capaz al mismo tiempo, por su natu­
raleza supraevolutiva (es decir, trascendente), de escapar a la
fatal regresión que amenaza (por estructura) a toda construcción
dentro de la trama del espacio y del tiempo»55. El Espíritu abso­
luto representa, para Teilhard, la «neguentropía» capaz de contra­
rrestar eficazmente la entropía cósmica/
El paleontólogo francés establece su conclusión sobre la fide­
lidad a la realidad experiencial impulsada por una triple necesi­
dad: de irreversibilidad, de polaridad y de unanimidad. Irreversi-
bilidad, porque el hombre, inventor y previsor por naturaleza,
emprende siempre una marcha sin retorno. Polaridad, porque una
marcha de esta índole carece de sentido sin un centro activo au-
tosuficiente que la sostenga y anime. Unanimidad, porque sólo
un centro de naturaleza personal es capaz de contrarrestar, por
amor, las fuerzas repulsivas de la individualidad.
Con este razonamiento Teilhard descubre que la conciencia
humana, llegada a su paroxismo, no puede detenerse ni retroce­
der. Necesita seguir adelante en un nivel superior (nuevo orden
ontológico) supremamente personal y personalizante, so pena de
abortar sobre sí misma. Esta es la razón por la que se ve obliga­
do a introducir el elemento religioso en su utopía. Sólo un valor
absoluto puede garantizar el máximo bien para todos más allá
del tiempo y del espacio, porque todas las soluciones históricas
son solamente penúltimas, nunca últimas, en cuanto que pueden
constituirse en nuevas formas de opresión. Este nuevo orden,
además de posibilitar la perfecta reciprocidad de conciencias,

55. P. Teilhard de Chardin, Las direcciones del porvenir, Madrid 1984, 160-
161.
comporta un alto grado de espiritualización que permite a la hu­
manidad abandonar su soporte espaciotemporal e instalarse en
un marco de nuevas relaciones como medio adecuado de supervi­
vencia (novum ultimum)56. Es la única garantía de perdurabili­
dad de la obra humana allende la temporalidad. «El vicio radical
de todas las formas existentes de fe en el progreso, tal como se
expresan en los símbolos positivistas, es el no eliminar de una
manera definitiva la M uerte»57.
Ni que decir tiene que el futuro humano tiene que ser tal que,
cumplidas todas las posibilidades de la persona, supere las limita­
ciones (negatividades) inherentes a la instalación espaciotemporal
y se instale en la irreversibilidad, en la trascendencia. «Entonces
llegará para el Espíritu de la Tierra el fin y la coronación»58.
Tres son los tiempos en que Teilhard enmarca su concepción
del ser humano: centrarse sobre sí mismo (mismidad), descentrar­
se sobre el otro (alteridad), sobrecentrarse en uno mayor (trascen­
dencia)59. Ante el acoso de la entropía bajo sus múltiples for­
mas, este último momento es la única salida del espíritu encarna­
do, porque sólo él puede garantizar la permanencia de la persona
humana más allá de la muerte. «La Realidad en la que culmina
el Universo no puede por tanto desarrollarse a partir de nosotros
más que conservándonos: en la Personalidad suprema, no pode­
mos por menos de encontrarnos personalm ente inm ortaliza­
dos» . Con estas premisas Teilhard enuncia una de las cuestio­
nes más acuciantes de la antropología, la muerte y la inmortali­
dad del hombre. De esta cuestión, de la que hemos dado cuenta
ya en otra parte61, nos ocuparemos en el apartado siguiente.
Por lo que respecta al tema tratado en las páginas que prece­
den, baste decir que el ser humano apunta en su proyecto vital
a un futuro-plenitud sin límite en el tiempo ni fijado en realiza­
ciones históricas que siempre llevan el marchamo de la caduci­
dad. Aspira a un futuro absoluto capaz de proporcionarle ese más

56. Cf. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 366-367; El porvenir


del hombre, 271-272,
57. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 325.
58. Ibid., 343.
59. Cf. nuestro trabajo: Convergencia y personalización en la obra de Teil­
hard d e Chardin, en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías d e l siglo XX, Salamanca
31983, 64-73.
60. P. Teilhard de Chardin, Como yo creo, Madrid 1970, 126.
61. Cf. J. de S. Lucas, Muerte, inm ortalidad, resurrección. P erspectiva
filosófica-. Burgense 35/1 (1994) 97-111.
de realidad al que se siente remitido desde su constitución onto-
lógica. Si tiene que justificar su existencia como ser que va-a-
más, no encuentra explicación adecuada fuera de la órbita de un
absoluto personal, un Tú inconvertible en ello, un Dios personal.
En los pensamientos que hemos expuesto late siempre la mis­
ma constante, la autoliberación del hombre como deber ineludi­
ble. Ello autoriza a pensar que el problema del hombre desembo­
ca necesariamente en el problema de Dios y que el planteamiento
de las condiciones del proyecto de su autodesarrollo y cumpli­
miento como persona no puede establecerse fuera de la órbita
de la trascendencia. Indudablemente el pensador actual, sensible
como nunca a la experiencia de libertad, no concibe la plenitud
del hombre sin alguien que libere su existencia creativa hasta
hacerla plena y auténtica. Pero este alguien no puede ser otro
que una instancia suprema, alteridad absoluta, que, lejos de ena­
jenarnos, nos confiera desde nuestro mismo núcleo la verdad de
nuestra identidad y de nuestra perfección debida. Una alteridad
de esta índole no tiene parangón con nada de este mundo. Es me-
taempírica y trascendente. Un Bien por excelencia, cuya bondad
absoluta es vista como prolongación que trasciende todos los
proyectos humanos de mejora radical. Por eso, desde su concien­
cia de finitud y desde su ansia de infinito, el hombre se constitu­
ye en reclamo del verdadero liberador, en exigencia de Dios.

3. El futuro absoluto del hombre:


muerte, inmortalidad, resurrección62

La experiencia del sentido descubre el carácter trascendente


de la existencia humana. Se trata de una dimensión esencial que
abre al hombre a un horizonte que rebasa los límites históricos.
Este trascendiiniento acontece en la inmanencia y se lleva a cabo
en relación con el mundo y con los hombres. Es un ir asumiendo
posibilidades que desembocan inexorablemente en la muerte
biológica. Este hecho indiscutible experimentalmente pone fin

62. Interesan sobre este tema: J. L. Ruíz de la Peña, El hombre y su muerte.


Burgos 1971, 313-350; J. Gevaert, El problem a del hombre. Introducción a la
antropología filosófica, Salamanca, 295-354; J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién
es?, 228-233; Id., Muerte, inmortalidad, resurrección: Burgense 35/1 (1994) 97-
111;M . Bordon, D im ensioni antropologiche della m or te, Roma 1968; K. Rahner,
Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1969; J. Piepper, Muerte e inm ortali­
dad, Barcelona 1970.
a la marcha emprendida, porque con él se disuelve el trenzado
de relaciones que nos constituye. Entonces surge la pregunta
inevitable: ¿es el hombre un ser que va a más para dejar de ser
definitivamente un día? Este interrogante suscita estos otros dos:
¿qué representa la muerte en la vida del hombre? ¿cuál es su
sentido humano? Dos problemas que el hombre tiene que solu­
cionar si quiere llegar a una comprensión integral de sí mismo;
si quiere saber en qué medida es ser.

a) El problema antropológico de la muerte

Aunque nadie experimenta su muerte, sin embargo es una ex­


periencia central de la vida que los antropólogos se esfuerzan
por descifrar. Se trata de una cuestión irresuelta a priori. Su sig­
nificación antropológica está relacionada con la existencia, en
el sentido de que el hombre es un ser que tiene-que-llegar-a-ser-
más de lo que es en cada momento, aunque es consciente de que
camina hacia el fin. Al tiempo que anhela vivir, sabe que va a
morir. Esta perspectiva no desaparece nunca de su conciencia.
Curiosamente se trata de una experiencia que no procede de
la muerte de los que vemos morir. Nace del miedo personal a
morir. Un conocimiento instintivo ante una amenaza incesante
imprevisible no encuadrada en nuestro horizonte. A la muerte
no se la ve venir de cara. Amenaza desde el más allá, desde el
Otro absoluto que, como ha dicho Levinas, nos alcanza como
un enjuiciamiento, en cuanto que nos pone ante lo absolutamente
imprevisible63.
Por consiguiente la conciencia de la muerte no es un saber
nocional y abstracto del que se pueda prescindir huyendo hacia
adelante . Consiste, más bien, en una vivencia semejante al
sentimiento producido por la desaparición de los seres queridos.
En esta vivencia se percata el hombre de su mortalidad y
cobra conciencia de su significación. Comienza a ver su propia
muerte como ineludible posibilidad y dimensión connatural. Se
reconoce mortal, que es lo que verdaderamente importa, como
advierte G. Marcel: «El único problema esencial es el que plan­
tea el conflicto del amor y de la muerte»65. El hecho biológico

63. Cf. E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sala­


manca 31995, 246-249.
64. Cf. M. Heidegger, El ser y el tiem po, 277-278.
65. G. Marcel, Présence et inm ortalité, Paris 1959, 182.
adquiere así una dimensión nueva y plantea este interrogante:
¿qué significa morir para el hombre que está vivo? O en otros
términos: ¿es la persona humana un valor absoluto que pide
sobrevivir a su muerte biológica? O, por el contrario, ¿no repre­
senta valor especial alguno y perece como cualquier otro ser?
Después de cuanto hemos escrito en este libro, es evidente
que el núcleo de la persona reclama una meta perdurable, ya que
el hombre pretende ser para siempre eso que proyecta ser y no
se concibe no siéndolo. «Lo que yo soy, escribe J. Marías, es
mortal, pero quien yo soy consiste en pretender ser inmortal y
no puede imaginarse como no siéndolo»66.
Antes de abordar este problema en su verdadero sentido, con­
viene aclarar una cuestión. La distancia técnica entre muerte clí­
nica y muerte biológica, entendida ésta como la pérdida irreversi­
ble de todas las funciones vitales y la ruina total del organismo,
obliga a establecer una rigurosa diferencia entre el morir y la
muerte. El morir es el camino; la muerte, en cambio, el término.
Se va muriendo lentamente hasta la interrupción completa de los
procesos psicofísicos que preceden al momento final del que ya
no se retorna. Solamente traspuesto el umbral de la vida tiene
sentido hablar de la muerte como problema antropológico. En
otras palabras: saber si la vida acaba totalmente con la muerte
o si ésta es el comienzo de otra vida completamente nueva67.
El problema se enuncia ahora en estos términos: ¿es la muerte
un signo que aboga por la trascendencia en el morir? La respues­
ta es de suma importancia para todo hombre. Consciente de ello,
B. Pascal sintió la imperiosa necesidad de saber si somos inmor­
tales. Lo mismo le sucedió a A. Camus, que propuso el suicidio
como el único problema serio de la filosofía68. Y es que nadie
puede sustraerse a la pregunta de si la disolución de su biología
comporta la aniquilación de su yo personal. En la afirmación
teórica ve C. Tresmontant una incongruencia grave y un contra­
sentido manifiesto69. En las páginas que siguen intentamos dilu­
cidar este problema, partiendo de la visión histórica del mismo.

66. J. Marías, Antropología m etafísica, 307.


67. Cf. H. Küng, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 46-48.
68. Cf. B. Pascal, Pensées, 194; A. Camus, El mito de Sísifo, Madrid 1958,
17-18.
69. Cf. C. Tresmontant, E l problem a del alma, Barcelona 1974, 168.
b) Balance histórico70

Exponemos rápidamente las dos alternativas que presenta el


problema: la completa extinción del hombre post mortem y la
supervivencia o inmortalidad.
1. Aniquilación. La alternativa nihilista no es obra de las reli­
giones, en las que la inmortalidad es dato incuestionable, sino
de un sector de la filosofía que, con Epicuro y algunos represen­
tantes de la modernidad, del existencialismo y del estructuralis-
mo, abogan por esta solución71.
Entre los filósofos modernos de la segunda etapa sobresale
L. Feuerbach, de la izquierda hegeliana, para quien la supervi­
vencia y la inmortalidad no son una realidad, sino el sueño que
el hombre sueña de sí mismo. La proyección de unos deseos
ilusorios72. Esta línea es continuada por el marxismo clásico,
que rechaza la inmortalidad personal, y trasladada, a su vez, al
campo psicoanalítico por S. Freud y sus seguidores.
Desde presupuestos distintos J. P. Sartre y el existencialismo
radical llegan a la misma conclusión. Para estos filósofos el exis­
tente humano no es más que su facticidad, de modo que la muer­
te irrumpe en él desde fuera acabando con todas las posibilidades
y convirtiéndolo en despojo para la posteridad. En modo alguno
es «claraboya hacia el Absoluto»73. Por eso no le espera ningún
porvenir y vive la vida como pasión inútil74.
El existencialista alemán, M. Heidegger, ve las cosas de dis­
tinta manera. Según él, aunque el ser humano está abocado a la
posibilidad de no-ser, no por ello tiene que desaparecer por com­
pleto. Terminar y dejar de ser es para Heidegger elemento estruc­
tural del Dassein, modo específico de su estar en el mundo, pero
no una negación de la posibilidad de otra forma de existencia
después de la muerte. «El hecho de definir la muerte como fin
del ‘ser-ahí’, es decir, del ‘ser-en-el-m undo’, no hace recaer
ninguna decisión óntica sobre la cuestión de si es posible ‘des­

70. Cf. J. de S. Lucas, Muerte, inmortalidad, resurrección: Burgense 35/1


(1994) 97-111.
71. Cf. G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, M éxico 1964, 651 -
652; M. Eliade, H istoria de las creencias y de las ideas religiosas I, Madrid 1975,
25ss.
72. Cf. L. Feuerbach, La esencia d el cristianismo, Salamanca 1975,57, 61ss.
73. J. P. Sartre, El ser y la nada, 617.
74. Cf. ibid. , 628. Esto mismo es afirmado por A. Camus en su novela El
mito de Sísifo, 80ss.
pués de la m uerte’ otro ser superior o inferior...»75. La muerte
no es otra cosa que ser en el término y, por tanto, pada más que
la extinción de todas las posibilidades terrenas e históricas. Una
posibilidad ineludible que debe ser asumida con entera libertad.
La opción estructuralista por el nihilismo post mortem no deja
lugar a dudas. A través de su máximo representante, C. Lévi-
Strauss, el estructuralismo hace finiquito del hombre y de todas
sus conquistas y logros, llegado el momento de la muerte indivi­
dual y colectiva76.
Este balance negativo deja la postura nihilista a través de sus
representantes más notorios de los últimos tiempos.
2. Supervivencia. Además de los credos religioso, la mayoría
de los filósofos sustentan alguna forma de supervivencia, aunque
la entienden de modo distintp. Incluso antropólogos que se con­
fiesan ateos o agnósticos apuntan a un género de vida después
de la muerte como único recurso para satisfacer las exigencias
de ultimidad. E. Bloch con su principio de «non omnis confun­
dar», Adorno con su rechazo de un nihilismo absoluto y Horkhei-
mer con la no ultimidad de lo terreno son otros tantos exponentes
de la alternativa positiva77.
Debemos reconocer que el pensamiento antropológico ofrece
dos interpretaciones de la nueva forma de vida después de la
muerte entendida como supervivencia. Unos la entienden como
el retorno a través de un proceso de transmigraciones (reencarna­
ción); otros como vida interminable o cumplimiento total de la
existencia histórica (eternidad). Las explicamos a continuación.
La primera interpretación presenta, a su vez, dos modalidades
diferentes: el eterno retorno y el estado terminal de una serie de
transmigraciones. Fue Nietzsche el que expresó categorialmente
la idea del eterno retorno al concebir la vida como proceso circu­
lar interminable carente de novedad, es decir, como vuelta de
lo mismo en un movimiento incesante78.

75. M. Heidegger. ií/ se r y el tiem po, 270-271.


76. Cf. Cl. Lévi-Strauss, Tristes Trópicos, Buenos Aires 1970.
77. Cf. E. Bloch, G eist d e r Utopie, Frankfurt 1973, 310; T. Adorno, Dialetti-
ca negativa, Torino 1980, 33; M. Horkheimer, La nostalgia del totalm ente altro,
Brescia 1972, 80-81.
78. «Hombre, toda tu vida es como un reloj de arena, que sin cesar es vuelto
boca abajo y siempre vuelve a correr»; F. Nietzsche, Die Únschuld des Werdens
II, Stuttgart 1956, 473.
La transmigración o reencarnación, admitida por el hinduismo,
budismo, jainism o, orfismo, el antiguo pensamiento griego, el
clasicismo alemán en parte (Kant, Lessing, Herder, Schopen-
hauer79) y algunos marxistas revisionistas, como E. Bloch80,
concibe la supervivencia como el estado perfecto definitivamente
logrado tras un largo peregrinar por sucesivas vidas terrenas
hasta reintegrarse en el estado puro original81.
Ni que decir tiene que en ambas modalidades late la misma
preocupación ética y religiosa que considera la muerte corporal
como liberación de una existencia alienada. En el fondo subyace
una concepción dualista del ser humano compuesto de alma y
cuerpo, cuyo elemento espiritual termina integrándose en el prin­
cipio original amorfo de donde procede. Concepción monista de
la realidad ciertamente, que desemboca en un burdo panteísmo
donde carece de explicación la dimensión personal del hombre
tal como es concebido por la antropología filosófica actual82.
La otra interpretación de la inmortalidad apuesta por el desti­
no eterno personal de cada hombre. Destino que se decide irrevo­
cablemente en el transcurso de la vida terrena y constituye la
forma del cumplimiento de la persona a través del tiempo. Este
no es pura fantasía ni mera antesala de la eternidad, sino verda­
dero germen de una nueva forma de existencia interminable.
La antropología filosófica actual presenta dos formas de argu­
mentación en favor de esta segunda interpretación. Una se basa
en la constitución ontológica del ser humano y la otra en el sen­
tido último de la existencia personal. Las exponemos seguida­
mente.

c) Razones antropológicas de la supervivencia83

1. Desde la constitución del hombre. Nos encontramos, en


primer lugar, con una postura negativa que, apoyada en la estruc­
tura monista del ser humano, opta por la aniquilación después

79. Cf. H. Kling, ¿Vida eterna?, 109.


80. «La metempsicosis es la verdadera ideología social, histórica y cultural»:
E. Bloch, G eist d e r U topie, 331.
81. Cf. H. S. Long, Study o f D octrine o f M etem psychosis in G reece from
Pythagoras to Platón, Pricenton 1948.
82. Cf. J. B. Metz, Antropocentrism o cristiano, 91-93.
83. Cf. J. de S. Lucas, Muerte, inm ortalidad, resurrección. P erspectiva
filosófica, 105-111.
de la muerte. Esta postura está sustentada por los fisicalistas,
biologistas y emergentistas, para quienes el hombre no es más
que un organismo fisicobiológico, cuya ruina supone para la
persona su total desaparición y ocaso total. Debemos advertir que
esta interpretación contradice la experiencia científica que mani­
fiesta una heterogeneidad completa entre el ser personal humano
y sus componentes materiales o procesos orgánicos. Si la persona
no es simple resultado de energías fisicoquímicas, ¿por qué va
a terminar totalmente cuando éstas se extingan?
En el polo opuesto se sitúan quienes defienden la concepción
dualista del hombre. En el alma o elemento espiritual estos antro­
pólogos ven la prueba de la inmortalidad, ya que la espiritua­
lidad, signo de la simplicidad, es incorruptible por carecer de
partes que puedan descomponerse. En este caso, el alma, inmor­
tal por naturaleza, una vez separada del elemento corporal, conti­
núa existiendo con la existencia que le es propia y corresponde
a su plenitud.
Esta doctrina, que desde Platón y Aristóteles hace del hombre
una realidad estratificada (organismo y psiquismo) o braquial (un
soporte o tronco con ramas emergentes), tuvo su apogeo en la
edad media y en la filosofía racionalista, manteniendo aún hoy
vigencia en determinados sectores influenciados por el mecanicis­
mo de procedencia cartesiana. No obstante carece de audiencia
en los medios filosóficos actuales donde se defiende la concep­
ción unitaria del hombre, cuyo elemento espiritual (alma) no
tiene más cometido que «animar» y configurar («informar») al
cuerpo haciéndolo humano. No se ve en qué lugar pueda quedar
el alma ligada esencialmente a su actuación en el cuerpo y con
el cuerpo, una vez desaparecido éste.
El mismo Tomás de Aquino se enfrentó con este problema
sin encontrarle cabal solución, porque estaba convencido que la
separación del cuerpo violenta al alma y le impide obrar de
acuerdo con su naturaleza. Pierde su razón de ser y significación
propia84.
Anteriormente hemos visto que el hombre es una sola realidad
que ejecuta un único acto vital totalizado en sí mismo. No hay
lugar en el hombre para compartimentos estancos, ya que lo
orgánico y lo psíquico se compenetran de tal modo que hacen

84. «Pero el ser separado de] cuerpo está fuera de la razón de su naturaleza,
e igualmente entender sin imágenes (síne conversione ad phantasm ata) le corres­
ponde no naturalmente. Y, por tanto, para eso se une al cuerpo, para ser y obrar
según su naturaleza»: Summa Theologica I, q. 89, a. le .
del ser humano un construeto sustantivo, una realidad esencial
o, como dice Zubiri, una sustantividad que realiza una actividad
psicoorgánica85.
Si esto es así, la muerte biológica comporta la destrucción
de la sustantividad humana caracterizada por su mundanidad. Zu­
biri describe este hecho real y no mera vivencia de la siguiente
manera: «Al morir, quien se va es el cuerpo, la vida orgánica:
no consiste morir en que el psiquismo se despide del cuerpo, sino
en que el cuerpo se despide del psiquismo, en que uno se queda
sin la vida que se va. Cuando esto sucede, la sustantividad huma­
na deja de existir»86.
Pero no acaban aquí las cosas. La riqueza ontológica adquiri­
da por el hombre en su decurso existencial es un patrimonio que
no puede perder de la noche a la mañana. Es un plus de realidad
o densidad ontológica que no se aviene con la nada o desapari­
ción total,
A estas alturas de la reflexión antropológica, el problema de
la supervivencia no se plantea tanto desde la estructura como
desde el sentido. Tampoco se expresa en términos de demostra­
ción filosófica estricta. Ni siquiera la proponen así aquellos que
hasta hace poco tiempo hablaban de pruebas racionales de la
inmortalidad del hombre, como M. Blondel y J. Maritain./Estos
filósofos encuadran hoy dicha prueba en un marco existencial
amplio donde tienen mucho que ver las convicciones religiosas,
las tradiciones culturales y las certezas filosóficas, así como el
dato existencial87. El mismo Platón, que fundaba la inmortalidad
del alma en su ser increado, no concedía más que cierta «proba­
bilidad» a los argumentos racionales, dada la problematicidad
del conocimiento natural, e invocaba el auxilio de la religión
para llegar a la certeza88. Por eso la cuestión de la inmortalidad
ha derivado hacia el campo del sentido y se plantea desde las
exigencias de ultimidad de la persona.
2. Desde el sentido de la vida. El tema del sentido ha sido
tratado en páginas anteriores. Lo retomamos ahora con vistas a

85. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, 674.


86. Ibid., 671.
87. Cf. M. Blondel, Le problém e de l'inm ortalité de l ’áme: Supplément de
la Vie Spirituelle 61 (1939) 1-15. J. Maritain, Sort de l'homtne, NeuchStel 1943,
14-15.
88. Fedón, 85cd. También C. Tresmontant, La inm ortalidad del alma, Barce­
lona 1974, 174-175.
la supervivencia de la persona como forma de realización y cum­
plimiento.
Fieles a la dimensión de alteridad y de historicidad del ser
humano, los antropólogos hacen consistir su plenitud en la total
libertad y en el cumplimiento del amor perdurable. Sólo en el
ejercicio sin trabas de la libertad y en la total entrega al otro por
encima del espacio y del tiempo logra el hombre su identidad
cabal más allá de las negatividades históricas. Esta es la razón
por la que toda acción humana reviste un carácter inconcluso,
acreedor de una vida perdurable. La realidad es insondable (siem­
pre se puede conocer más y mejor), de ahí que el quehacer del
hombre sea inacabado mientras vive. Por eso se siente lanzado
hacia adelante por una pretensión sin meta asignable en el tiem­
po. Ninguna razón intrínseca favorece el agotamiento de la línea
argumental de la vida personal en la historia. Ello crea el con­
vencimiento de que, aunque todo el hombre muera en su muerte
biológica, ésta no es aniquilación completa. La realidad humana
en cuanto tal trasciende las fronteras de lo temporal y pide un
nuevo nivel de instalación donde alcance la perdurabilidad anhe­
lada. Con razón se pregunta P. Laín Entralgo: «¿Por qué, enton­
ces, no pensar —creer— que la vida humana no es una pasión
inútil, y que, para el hombre, no es pura aniquilación la muer­
te?»89. Razonamos a continuación este interrogante.
Retornando a la cuestión del sentido, tenemos que reconocer
que la muerte biológica es una constante amenaza para toda exis­
tencia individual clausurada en sí misma, a la vez que relativiza
todas las funciones sociales y conquistas históricas. Todo acaba
con la muerte, reza el dicho popular. Y es verdad, porque con
ella desaparece la última posibilidad para la libertad y para la
comunicación, presentándose, en cambio, la impotencia de reali­
zar plenamente el sentido de la existencia. Surge entonces la
sensación de vacío y de nihilismo. Un acabamiento que, aunque
se presenta como término de algo, no constituye meta ninguna
ni finalidad pretendida. El carácter tensivo de la vida personal,
traducido en proyecto y vocación o en anhelo de perduración,
muestra palmariamente que el nihilismo no es el futuro último
y absoluto de la persona. Nada en su vida indica que ésta tenga
que acabar completamente90.

89. P. Laín Entralgo, El cuerpo humano, Madrid 1989, 334.


90. Cf. J. Cercos Soto, E l problem a de la muerte en la filosofía española
contem poránea: Cuadernos Salmantinos de Filosofía XX (1993) 293-333.
Esta clase de experiencias patentizan suficientemente la gra-
tuidad del propio ser, que se revela como resultado de una dona­
ción más que como autosuficiencia. El hecho de tener que ser
y realizarse en el mundo es para el hombre un don y un regalo
sobre el que no tiene dominio pleno. Ello hace que ante la muer­
te se encuentre consigo mismo en completa soledad y en desam­
paro total. Se percata entonces de que así como no se le consultó
para comenzar a ser, tampoco se le pide ahora anuencia para
seguir viviendo. Está convencido de que no es él el fundamento
y la norma del sentido y del valor. No es centro ontológico últi­
mo91. Nadie está en la raíz de su existencia (nadie comienza
de cero) y, por lo mismo, todos nos sentimos criaturas o seres
donados.
La pregunta es obvia: ¿si hemos recibido el ser, podemos
esperar que se nos siga manteniendo en otro orden de cosas? Es
la dialéctica de la fe en la resurrección, de cuya credibilidad o
coherencia racional nos ocupamos en el párrafo siguiente.
Si la vida humana tiene sentido, es evidente que no puede
venir exclusivamente del hombre ni realizarse del todo en el
decurso temporal. El verdadero sentido comporta confianza e
implica la aceptación de un núcleo de irreversibilidad allende
la muerte. Lejos de ser ésta signo de incumplimiento, se révela
en buena lógica como medio de liberación de los soportes que,
a la vez que sostienen al hombre en la existencia terrena, lo
esclavizan y condicionan su desarrollo. Liberado de estas atadu­
ras o limitaciones, queda el hombre a la intemperie de sí mismo
y a completa disposición de un poder extraño que se digne aco­
gerlo.
En este sentido tiene razón K. Rahner cuando ve en la muerte
el acto supremo de la libertad (liberación de ataduras), ya que
el ser humano experimenta en ella el destino impuesto desde
fuera; se sabe puesto a total disposición de otro ser superior92.
Este otro ser aceptante recoge, panificándola, la realidad
ontológica que consiguió ser el que muere en su postrer momen­
to. Una nueva forma de existencia caracterizada por la posesión
(visión) de la verdad y del bien infinitos como ámbito de su ser
personal: en esto consiste, precisamente, la resurrección de que
habla la fe cristiana.

91. «Como si mi vida poseyese un sentido que está en mí, pero que no viene
únicamente de mf, ni finalmente de mí»: A. Dondeyne, Fe cristiana y pensamiento
contem poráneo, 201.
92. Cf. K. Rahner, Tod, en LThK X, Freiburg 1965, 224.
Para el cristiano, lo que sobrevive y es inmortal no es el alma
—una parte del hombre— , sino el hombre íntegro, la persona
humana completa93. Ahora bien, esto es sólo posible por una
acción resurreccional de Dios, no ejercida sobre el vacío total
— «in nihilo»— , sino en el espesor ontológico adquirido por la
persona en su incesante distanciamiento de la nada a lo largo de
su historia. No es que el resucitado sea otra persona que la que
alentó y se fue fraguando en la temporalidad, sino la misma
llegada a su plenitud. De esta manera queda completamente a
salvo su identidad post mortem.
Fieles a este concepto de persona, Ratzinger desde la teología,
X. Zubiri desde la filosofía y P. Laín Entralgo desde la antropo­
logía coinciden en interpretar la muerte y la supervivencia del
hombre como modo de ser propio de una estructura abierta y
argumental irreductible a la suma de sus elementos. «Lo que ha
madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal
y de la corporeidad espiritual, comenta Ratzinger, permanece de
modo distinto»94.
X. Zubiri añade por su parte: «Pienso por esto que no se
puede hablar de una ‘psique’ sin organismo. Digamos, de paso,
que cuando el cristianismo, por ejemplo, habla de supervivencia
e inmortalidad, quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino
el hombre, esto es, la sustantividad humana entera. Lo demás no
es de fe». Y esto pensaba Zubiri que tenía que ser por una acción
re-creadora y resurreccional95.
P. Laín Entralgo interpreta así estas afirmaciones: «Tras la
muerte física, un misterioso designio de la sabiduría, el poder
y la misericordia infinitas de Dios, hace que el hombre que mu­
rió, el hombre entero, resucite a una vida esencial y misteriosa­
mente distinta de la que en este mundo mostraba como materia,
espacio y tiempo. Más allá de la inmaterialidad, de la espaciosi­
dad y la temporalidad, el hombre vivirá según lo que su vida en
el mundo hubiere sido»96.

Evaluando lo que hemos dicho, podemos afirmar que, si el


hombre es un ser que va a más en su relación con las cosas y
con los demás hombres (alteridad, historicidad), habrá que ver

93. Cf. J. Ratzinger, Introducción al Cristianismo, Salamanca 71994,309-312.


94. Ibid., 313.
95. X. Zubiri, Sobre el hombre, 671 y nota de editores.
96. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid 1991, 289-290.
en la muerte biológica la condición necesaria para que haya, por
fin, verdadera y completa vida humana. El orden psicobiológico
temporal, perecedero y provisional, exige una completa transfor­
mación con vista a que el quién que soy yo pueda alcanzar la
inmortalidad anhelada en la resurrección de mi entera realidad
humana97. Se cumple en este estadio el mismo principio que
Teilhard de Chardin aplica al paso de la sensibilidad a la inteli­
gencia racional. «La Vida, por ser ascensión de conciencia, no
podía continuar avanzando indefinidamente en su línea sin trans­
formarse en profundidad... He aquí que se descubre en este acce­
so al poder de la reflexión la forma particular y crítica de trans­
formación en que ha consistido para ella esta supercreación o
este renacimiento»98.
Los términos de supercreación y renacimiento con que Teil­
hard explica el paso del sentido a la conciencia reflexiva encua­
dran perfectamente en esta nueva forma de existencia a la que
apunta el hombre desde su inmanencia histórica y a la que llega
en la muerte. Si el ser humano se encuentra en vías de cumpli­
miento mientras vive, es que no alcanza su perfección definitiva
en ninguno de sus momentos históricos, sino allende el proceso
temporal, esto es, en la inmortalidad por vía de resurrección. Está
orientado a un futuro-plenitud sin límite asignado en el tiempo
ni fijado en realizaciones históricas que, además de ser siempre
penúltimas, llevan el marchamo de la caducidad. La esperanza
polarizada por un bien irreversible, la tendencia a la verdad y
al bien por encima de cualquier conquista inmediata, el misterio
de la libertad, el hecho de la historicidad y la apertura ilimitada
al otro en el amor son datos incuestionables que avalan la dimen­
sión trascendente del hombre y su cumplimiento tras la muer-

97. Cf. L. Cencillo, Ultima pregunta, Salamanca 1981, 333; J. Marías, Antro­
pología m etafísica, 307.
98. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 202.
99. Cf. P. Laín Entralgo, La antropología de la esperanza, Madrid 1978, 161-
194, 263-274. Asim ism o J, de S. Lucas, La idea del hombre en P. Laín Entralgo,
en Id., Nuevas antropologías del siglo XX, Salamanca 1994, 17-41.
CONCLUSION

Al término de nuestro estudio, comprobamos que las dimen­


siones del ser humano (unidad, alteridad, intersubjetividad, liber­
tad, historicidad, amor y trascendencia) son otros tantos signos
inequívocos de la existencia de una meta cierta que está en el
fin porque estuvo antes en el principio. Es omega porque primero
fue alfa y se propone como destino último porque constituyó la
fuente originaria. Un ser creador y providente que, si ama real­
mente al hombre, no lo hace por una temporada, sino para siem­
pre y por encima de condicionamientos espaciotemporales. Esta
relación de fidelidad avala el abandono confiado que de sí mismo
hace el hombre en manos de ese ser omnipotente, garante como
ningún otro de su cumplimiento pleno como persona, es decir,
como ser abierto a la realidad como tal.
Hay que reconocer que el Absoluto al que el hombre se dirige
es amor originario que suscita en él otro amor respuesta corres­
pondiente al reclamo divino. Ello habla de apertura y alteridad,
de trascendencia y reciprocidad como elementos de la trama
constitutiva de la persona que exige un polo de atracción también
personal.
Sectores cada vez más amplios de la antropología filosófica
son de la opinión de que la posibilidad de vivir la libertad y el
amor en un mundo marcado por la destrucción y la muerte viene
determinada por la presencia de una tercera dimensión que supera
necesariamente los límites de la existencia histórica. Sin ella
habría que declarar irrealizables en el mundo valores tan necesa­
rios y perentorios como la justicia y la libertad, porque no se
alcanza a ver cómo pueden establecerse en el tiempo una justicia
completa y una libertad de todos y para todos. Sólo allende las
fronteras de la vida presente se hará realidad la paz añorada,
pues sólo allí quedarán abolidas las diferencias por la posesión
de un bien que iguala a todos y colma los deseos de todos. Se­
mejante trascendencia aparece en el análisis de la estructura de
la existencia humana que se revela como pregunta sin respuesta
en sí misma, pero al mismo tiempo abierta a un Incondicional,
de cuya automanifestación es acreedor el hombre.
De este modo nos adentramos en la misteriosa profundidad
de la misma vida humana, brote de una relación incondicional
que la concierne en su intimidad ontológica. Es la dimensión
trascendente del ser humano que X. Zuibiri ha llamado «dimen­
sión teologal», porque encierra un problema teológico. Pero de
este tema, a saber, el misterio como horizonte del hombre, nos
hemos ocupado ampliamente en otras obras nuestras1.

1. Cf. J. de S. Lucas, Interpretación d e l hecho religioso, Salamanca 21990;


Id., Dios, horizonte del hombre, Madrid 1994.
Adorno, J. W.: 104, 247 Bochenski, J. M .: 217
Aguirre, A.: 39, 71 Boecio: 170-172, 175
Aguirre, E,: 12 Bogliolo, L.: 73
Agustín, san: 31, 51, 67, 85-88, Bordon, M .: 243
149, 170, 204 Bruaire, C.: 15, 27, 38s, 151
Alfaro, J.: 12, 109s, 120, 215, Bruning, W.: 15, 36, 81
225, 227, 230, 235, 240 Brunner, A .: 199
Althusser, L.: 126 Buber, M .: 11, 12, 36, 41, 45,
Alvarez Turienzo, S.: 15, 67, 47, 62, 68s, 71, 73-76, 78,
165, 167, 196s 82, 86, 97s, 103, 109, 114s,
Allport, W.: 177 117s, 123, 135, 165, 174s,
Aristóteles: 49, 66, 81, 86, 89, 180s, 197
138s, 144, 149, 167s, 179, Bueno, M. : 39, 44
229,‘249 Bunge, M. : 11, 150
Axelos, K.: 191 Buytendijk, F, J. I.: 190
Ay ala, F. J.: 11
Cabada, M,: 12, 14, 27, 39, 53s,
Bacca, G.: 12, 50, 51 107
Baciero, C.: 232 Cabo de Villa, J. M.: 157
Bachelard, G.: 174, 181 Camus, A .: 245s
Balthasar, H. U. von: 68, 70, Cassirer, E.: 12, 34, 43, 47, 60s,
76s, 83, 86 68s, 74s, 97
Barth, K.: 227 Castilla del Pino, C.: 153.
Bastide, R,: 191 Cavali, A .: 73, 78
Bateson, G.: 12 Cencillo, L.: 12, 39, 44, 50, 213,
Beauvoir, S.: 12, 188, 190s 54
Belte, B.; 156 Cercos Soto, J.: 251
Benavides, M.: 126 Cerezo, P.: 107
Benedict, R.: 50 Chaix-Ruy, J.: 108
Bentham, J.: 173 Chauchard, P.: 188s
Beorlegui, C.: 49, 126, 179, 196 Choza, J.: 12, 27, 32, 38, 58, 60,
Berdiaev, N.: 10 62
Berger, P.: 198 Cicerón, M . T.: 225
Bergson, H.: 135, 155, 205, 208, Comte, A,: 70
217 Copleston, F.: 165, 174
Bloch, E.: 12, 15, 70, 217, 225, Coreth, E.: 11, 34, 46, 73, 75,
227, 232, 235-240, 247s, 259 130, 149s, 153, 165, 176,
Boas, F.: 50 201, 212s, 230
Crusafont, M.: 160 Gadamer, H.-G.: 71
Cruz Cruz, J.: 15, 27, 140 Garaudy, R.: 11, 70, 109, 124,
Cruz Hernández, M.: 232 183
Cuénot, L.: 160 García, J. L.: 50, 222
Cusa, N. de.: 76, 130 Gardavsky, V.: 12, 225
Gehlen, A.: 11, 34, 39, 51, 54,
Damasceno, J. : 169 71, 83, 97, 99s, 135, 137,
Darwím, Ch. : 160 182, 196, 222
Dempf, A.: 89 Gesché, A.: 13, 164, 205, 225
D escartes, R.: 67, 76, 93-97, Gevaert, J.: 13, 152, 201, 206,
103, 106, 128, 135, 172, 179 243
Dilthey, W.: 49, 70, 76, 93, 217 Gilson, E.: 66
Doms, H.: 189 Girard, R.: 189
Dondeyne, A.: 12, 53, 63, 65, Goldstein, K.: 141, 177
20ls, 210, 215, 222, 252 Gómez-Caffarena, I.: 15, 53, 62,
Dubouchet, J.: 12 195, 225, 231
Duméry, H.: 38, 43, 66 Gómez García, R : 13
Durkheim, E.: 226 Gómez-Heras. J. M.: 235, 239
González de Cardedal, O.: 85
Ebner, F.: 15,71, 118, 174, 180, Grassé, P. P.: 158, 160
197 Groethuyssen, B.: 73s, 93
Eccles, J. C.: 11 Guardini, R.: 205
Eliade, M.: 50, 246 Guijarro, G.: 13, 108
Engels, F.: 109, l l l s , 226 Gusdorf, G.: 36, 79
Epicteto: 168
Escoto, J. D.: 171 Haas, H.: 160s, 164
Etcheverry, A.: 12, 27 Haeffner, G.: 13, 58, 152, 154
Evans-Pritchard, E.: 12, 50 Haldane, J. R. S.: 71, 160
Harris, M.: 73
Fabro, C.: 73 Hartm ann, N.: 136, 141-143,
Farré, L.: 12, 42, 61 149, 176s, 214
Ferrater Mora, J.: 225 Hegel, G. W. F.: 13, 43, 70, 76,
Fetscher, I.: 103 94, 96s, 102-105, 119, 136,
Feuerbach, L.: 12,49, 107s, 181, 143, 149, 172s, 180s, 188,
226, 246 209
Fichte, J. G.: 97, 102, 149, 172, Heidegger, M.: 11, 13, 27s, 31-
179-181, 208s 33, 35, 37s, 41, 45, 47s, 60,
Finance, J. de.: 15, 199, 212 70, 76, 98, 118, 120, 121,
Foucault, M.: 12, 29, 36, 50, 71, 123s, 126, 174, 180, 209,
76, 126, 128s 217, 244, 246s
Frank, D.: 151 Heimosoeth, H.: 102
Frazer, J. G.: 50 Heráclito: 79, 167
Freud, S.: 186, 191, 226, 246 Herder, J. G.: 94, 97, 99-102
Fromm, E.: l i s , 29, 71, 183, Hernández Sánchez, A.: 32
187, 206 Hinske, N.: 98
Frutos, E.: 15, 33, 70s, 73 Hobbes, Th.: 197
Hoebel, E. A.: 50 Laín Entralgo, P.: 11, 13, 15, 95,
Horkheimer, M.: 11, 13, 247 102, 117, 124, 130, 135,
Hume, D.: 173 149s, 152, 155s, 159, 164s,
Hurbon, L,: 235 179s, 182, 185, 192-194, 251,
Husserl, E.: 62s, 114, 120, 124, 253s
173,179 Landmann, M.: 11, 27, 49, 73,
Huxley, J.: 160 77
Landsberg, P. L.: 48, 62
Ibáfiez Langlois, J. M.: 13, 78, Lavelle, L.: 135, 174, 209
107 Lean, M.: 50
Leeuw, G. van der: 246
Jaeger, W.: 79 Lefebvre, H.: 13, 70, 111, 114
Jakobson, R.: 127 Lenin, J.: 109
Jaspers, K.: 13, 70, 119, 126, Lessing, G. E.: 248
174, 208, 217, 223 Lévi-Strauss, C.: 13, 27, 30, 50,
Jeanniére, A.: 186, 190, 192 71, 126-129, 247
Jeanson, F.: 173 Levinas, E.: 13, 57, 155 , 244
Jiménez Moreno, L.: 71, 108 Locke, J.: 197
Jiménez Nitñez, J. L.: 50 Long, H. S.: 248
Jolif, J. Y.: 11, 30, 32, 37, 39, López Quintás, A.: 15, 174, 180
53-56, 66 Lorenz, K.: 13, 97, 179
Jolivet, R.: 13, 73, 120, 124 Lorite Mena, J.: 13, 15, 53, 61,
Juan Pablo II: 18, 72 74
Jung, C. G.: 142 Lubac, H. de: 108
Jiingel, E.: 91 Lucas, J. de S.: 11, 13, 15, 18,
27, 50, 53, 73, 75, 94, 115,
Kamlah, W.: 34 117, 126, 130,135, 147, 151,
Kant, M. : 11, 15, 27s, 31-33, 157, 161, 164s, 174, 178,
35s, 38, 41, 45, 48s, 51, 53, 180, 185, 187s, 196, 198,
61, 69, 74-76, 93, 97-99, 201, 211, 215, 222, 232s,
103, 106, 120, 128, 136, 172, 235, 242s, 246, 248, 254, 256
175, 204, 223, 230, 248 Lucrecio: 225
Kaplan, D.: 11 Llovera, J. R.: 13, 50
Kasper, W.: 155
Kierkegaard, S.: 13, 70, 73, 107, Malinoski, B.: 50
118-120, 124 Manzanedo, M.: 79
Klages: 142 Maraflón, G.: 187, 189
Kolakowski, L.: 70 Marcel, G.: 28, 70, 119, 126,
Kuhn, R.: 151, 157 151, 155s, 174, 244
Kiing, H.: 13, 225, 245, 248 Marcuse, H.: 11, 71
Maréchal, J.: 46, 229
Lacan, J.: 126 Marías, J.: 11, 13, 48, 80, 94,
Lacroix, J.: 13, 110 102s, 152s, 185s, 192, 218,
Ladriére, J.: 38s 245, 254
Lafont, G.: 15, 89 Maritain, J.: 13, 28, 250
Marx, K.: 12s, 108-112, 172, Pascal, B.: 17, 93, 95s, 172, 229,
180, 216, 226 245
Maus, H.: 450 Pellé-DouSl, X.: 186
Mead, M.: 178, 190 Pérez Corral, J.: 235
Meléndez, B.: 164 Piaget, J.: 207
Mercier, P.: 13, 50 Pico, de la M. : 77
Merino, J. A.: 53, 58 Piepper, J.: 243
Merleau-Ponty, M.: 11, 62s, 101, Pinillos, J. L.; 60, 177
119, 155, 173, 192, 201, Pintor Ramos, A.: 15, 53, 69,
204s, 213, 214, 217, 220 75, 78, 115
Metz, J. B.: 13, 91s, 135, 139, Plattel, M. G.: 184
144, 201, 207, 248 Platón: 77,79-81, 135, 138, 149,
Mili, S.: 173 167, 229, 249, 250
Mindán, M.: 208s Plessner, H.: 51, 77, 101
Moltmann, L: 14, 20, 109, 149, Popper, K.: 11, 206
235, 239s Portmann, A.: 97, 161, 182, 196
Mondolfo, R.: 109 Protágoras: 79s
Monod, J.: 160 Prywara, E.: 190
Montaigne, M.: 17
Morey, M.: 14, 27, 32, 34s, 43, Radciiffe-Brown, A. R.: 50
47 Radhakrishnan, S.: 14, 80
Morin, E.: 14, 19, 44s, 135, 137, Raeymaeker, L.: 211
159, 160 Rahner, K.: 14, 46, 67, 92, 135,
Mounier, E.: 71, 114, 118, 175, 151, 158, 160, 164, 243, 252
180, 197 Raiser, K.: 178
Muga, J.: 14, 27, 39, 53s Rajú, P; 14, 80
Ratzinger, J.: 15, 85, 253
N édoncelle, M.: 14, 71, 118, Ricoeur, P.: 65, 71, 214
165, 174, 180-182 Robert, A.: 11
Nietzsche, F.: 33, 71, 108, 124, Rodríguez Molinero, J. L.: 14,
129, 217, 226, 247 73, 75, 78, 130
Rodríguez Pascual, F.: 33
Oraison, M.: 14, 186, 192 Rof Carballo, J.: 14, 179, 183
Ortega y Gasset, J.: 14, 28, 29, Roncero, J. M.: 117
71, 140-142, 147, 150, 184, Rousseau, J.: 197
217 Royers, C,: 177
Ortiz Osés, A.: 14, 43, 71 Rubio Carracedo, J.: 14, 50, 71
Overhage, P.: 14, 135, 158, 160, Ruiz de la Pefla, J. L,: 14, 29,
164 126, 128, 130, 151, 161, 173,
225, 235s, 243
Pailin, D. A.: 226
Pannenberg, W.: 14, 98s, 101, San Martín, J.: 14, 19, 40, 46-
151, 176-178, 184, 196, 197, 48, 53, 61, 62, 201
227, 232 Sánchez, J. M.: 179
Paris, C.: 11 Sánchez Gey, J. : 15, 178, 232
Parménides: 79, 167 Sapir, E.: 50
Sartre, J. P.: 11, 13, 28, 38, 40, Tillich, P.: 149, 231
70, 73, 118, 120, 124-126, Tomás, santo: 63, 66, 67, 83-85,
128, 155, 173s, 180, 198, 88,89,91,92, 139, 144, 170,
215, 228s, 246 171, 176, 179, 197s, 204,
Schaff, A.: 70, 109 207, 208, 211, 214, 249
Scheler, M.: 12, 14s, 28, 30, Tresmontant, C. : 14, 245, 250
32s, 41, 47, 51, 59s, 69s, Trias Mercant, S.: 30
74s, 77, 101, 106, 114-117, Tylor, A, E.: 50, 80
120, 135, 140, 143, 145-147,
149, 165s, 172s, 175s, 201-
Ubeda Purkis, M.: 78s
204, 212s, 258
Unamuno, M. de: 18
Schelling, F. M. J.: 97, 102, 209
Scherer, G.: 187
Scholl, N.: 157 Val verde, C.: 14, 108
Schultz, A.: 15, 70, 76, 85 Vancourt, R. : 14, 66, 135, 140,
Seneca, L. A.: 82, 168s 142
Sertillanges, D.: 164 Vattimo, G.: 120
Simón, J.: 201, 208 Víctor, R. de S.: 171
Siinon, R.: 186, 190 Vidal, M.: 214
Skinner, B. F.: 208
Smith, A.: 173 Waelhens, A. de: 155
Sócrates: 62, 77, 8Os, 167 Wild, J.: 80, 83
Sófocles: 17 . Wilson, E. O.-. 12, 208
Spencer, H.: 173 Wojtyla, K.: cf. Juan Pablo II
Spinoza, B.: 96s, 172, 208 Wolf, Ch.: 63, 136, 172
Splett, J.: 58
Stalin, J.: 109
Xaufflaire, M.: 107
Stevenson, L.: 14
Steiner, G.: 120
Sunnus, S. H.: 100 Zubiri, X.: 12, 15, 48, 51, 64,
67, 81, 85, 90, 130, 135,
Teilhard de Chardin, P.: 12, 14, 137-144, 149s, 153-155, 159,
71, 108, 135, 137, 145, 147- 161-165, 169, 175, 177, 178,
149, 158,160,162, 183, 185, 180, 182s, 192, 201, 206,
187, 194s, 205, 219, 225, 212, 214,219-223,225, 227,
227, 232, 240-242, 254 232-235, 250, 253
INDICE GENERAL

Contenido ........................................................... ............................ . . ......................... 9


Bibliografía................ .................................... ............................... 11
Presentación ......................................................................................................... ... . 17

I
E ST A T U T O E P IST E M O L O G IC O
D E L A A N T R O P O L O G IA F IL O SO F IC A

1. A n tro p o lo g ía filo s ó fic a y cie n c ia s del h o m b r e ................................. 27


1. H u m an ism o y filo s o fía del hom bre .......................................... ... . 27
a) A m b igü ed ad d e l t e m a ....................................................................... 27
b ) R eev a lu a ció n d e lo h u m a n o ........................................................... 29
2. E l problem a d e la an trop ología f i l o s ó f i c a ..................................... 31
a) U n a d e fin ic ió n p r o v is io n a l.............................................................. 31
b) D ific u lta d e s de la antropología f i l o s ó f i c a ............................... 33
c) P o sib ilid a d de la an trop ología filo s ó fic a ............................... 35
3. A n tro p o lo g ía filo s ó fic a y c ie n c ia s d el h o m b r e ............................. 37
4. C on ten id o y tarea d e la antropología f i l o s ó f i c a ....... 40
a) A m b ito y c o n te n id o d e la an trop ología filo s ó fic a ............. 41
b) Tarea e sp e c ífic a de la a n trop ología f i l o s ó f i c a ........................ 44
1. C o n ce p c ió n in te g r a d o r a .............................................................. 44
2. C o n ce p c ió n fun dam entalista .................................................. 45
3. La a n trop ología filo s ó fic a co m o exp licitad ora de
s e n t i d o ............................................................................................. . 47
C o n c l u s i ó n ............................................................................................................ 49

2. E l m étod o d e la an trop ología f i l o s ó f i c a ................................................ 53


1. C o n sid era cio n es g en era les ................................................................... 53
2. P roced im ien to fe n o m e n o ló g ic o r e fle x iv o .................................... 57
a) E l d ato fe n o m én ico : lo p r e r r e f le x iv o ................. ........................ 59
b ) La a cción reflex iv a : e x p lic ita ció n r a c i o n a l ............................. 64
3. E l d iá lo g o co m o m om en to m e to d o ló g ico d e la antropología
f i l o s ó f i c a ......................................................................................................... 68
3. H isto ria de la a n trop ología f i l o s ó f i c a .................................................... 73
1. O rigen de la antrop ología filo só fic a : c u estio n es intro­
du ctorias .......................................................................................................... 73
2. C o n o cim ien to filo s ó fic o del hombre: etapas h istóricas . . . . 77
a) F ilo so fía griega: e l hom bre y e l co sm o s ............................. 78
b) E l hom bre en e l pen sam ien to cristian o (fo lo so fía
m ed iev a l) ................................................................................................ 83
c ) Edad m o d e r n a ........................................................................................ 93
d) E p o ca c o n t e m p o r á n e a .........................................................................106

II
L A E S T R U C T U R A D E L SE R H U M A N O
N IV E L E S O N T O L O G IC O S D E L H O M B R E

1. D im e n sió n c ó sm ic a del h o m b r e ................................................................ 135


1. C o n ce p c ió n unitaria del ser hum ano ...............................................135
2. E l espíritu y e l cuerp o en e l hom bre . ............................................145
a) E l espíritu d el hom bre . ................................................................. 145
1. E l espíritu hum ano seg ú n M . S c h e ler ............................... 145
2 . E l espíritu hum ano en R Teilhard de C h a r d in ................147
b ) L a corporalidad hum ana .................................................................. 151
3. G én esis del hom bre. H o m in iz a c ió n .................................................. 157
a) B a se cien tífica d e la hom in ización ............................................. 158
b) La ho m in iza ció n según la f i l o s o f í a ............................................. 161

2. E l ser del hom bre: la persona hum ana ................................ 165


1. E l hom bre, ser p e r s o n a l ........................................................................... 166
a) E l c o n c ep to d e persona en la historia .......................................166
b) Estructura de la persona hum ana (m ism idad y alteridad) 175
2. C o n d icio n es é x iste n c ia le s de la persona h u m a n a ......................184
a) C o n d ició n sexuad a ..............................................................................184
N ota sobre el am or h u m a n o ........................................................... 192
b ) C o n d ició n social: L a so cia b ilid a d d el h o m b r e ....................... 195

3. P rop ied ad es e se n c ia le s de la persona hum ana ............................. 201


1. La libertad en el h o m b r e .................................................................. 201
a) F en o m en o lo g ía de la libertad h u m a n a .......................................2 0 2
b) M eta física de la libertad ...................................................................2 0 7
c ) A n tro p o lo g ía d e la libertad ............................................................ 2 1 2
2. L a historicidad del ser h u m a n o ...................................................... 2 1 4
a) L a historicidad en lo s hum anism os contem p orán eos . . . 2 1 5
b) A sp e cto s n eg a tiv o s de la historicidad .......................................218
c) Estructura y sen tid o d e la h is to r ic id a d ...................................... 219
4 . D im e n sió n trascend en te d e l h o m b r e ............. ........................................2 2 5
1. L a cu estió n del sen tid o .......................................................................... 2 2 7
a) La ten d en cia c o m o r a í z .................................................................... 2 2 7
b) A m b ito s d el p r o b le m a ....................................................................... 2 2 9
c) E l p r o c e d im ie n t o ................................................................. .. 230
2. D io s en la p ersp ectiv a d e l h o m b r e ....................................................231
a) Dimensión teologal delhombre en X. Zubiri ................. 232
b ) C u m p lim ien to d e l hom bre seg ú n E. B l o c h ............................ 2 3 5
c ) E l hom b re con D io s según Teilhard d e Chardin ................2 4 0
3. E l futuro absolu to d el hom bre: m uerte, inm ortalidad,
r e s u r r e c c ió n ................................................................................................... 2 4 3
a) E l problem a a n trop ológico de la m uerte ............................... 2 4 4
b) B a la n ce h istó rico ................................................................................ 2 4 6
c) R a zo n es an tro p o ló g ica s de la s u p e r v iv e n c ia ......................... 2 4 8

C o n clu sió n .......................................................................................... 255


In d ice o n o m á stic o .............................................. ............................... 257
In d ic e g e n e r a l ...................... ......................................................................................2 6 3

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