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LAS DIMENSIONES
DEL HOMBRE
Antropología filosófica
EDICIONES SIGUEME
SALAMANCA
1996
CONTENIDO
Bibliografía ........................................................................ 11
Presentación ................................................................................... 17
I
ESTATUTO EPISTEMOLOGICO
DE LA ANTROPOLOGIA FILOSOFICA
II
LA ESTRUCTURA DEL SER HUMANO
1. Obras fundamentales
b) Reevaluación de lo humano
1. Concepción integradora
2. Concepción fundamentalista
58. Cf. M. Heidegger, C arta sobre el humanismo, Madrid 1958, 20-30; Id.,
El ser y e l tiempo, M éxico 1971, 21-24; Id., ¿Qué es m etafísica?, Buenos Aires
1967, 95-112; E. Cassirer, A ntropología filosófica, 325-334. J. San Martín, El
sentido de la filo so fía del hombre, 81-83, 88-89, 101-102.
59. M. Scheler, El puesto d el hombre en el cosmos, 131-140. Cf. M. Buber,
¿Qué es el hom bre?, 19. También M. Mol'ey, El hombre com o argumento, 93-95.
60. Cf. M. Heidegger, Carta sobre el humanismo, 20-21, 26-27.
«ontología regional del hombre», en cuanto qué no tiene que
vérselas con el ser en general, sino con la razón y dimensión de
ser de cada hombre61. Este cometido queda recogido en la si
guiente definición de Landsberg: «La antropología filosófica es
el desarrollo conceptual explicitado de una idea del ser humano
a partir de su autointerpretación en una etapa determinada del
desarrollo de su carácter humano, y el ensayo de mostrarle el
camino necesario de autodeterminación»62.
Hay que decir, por tanto, que no es la antropología filosófica
la que se encuentra con las ciencias, sino al contrario. Son éstas
las que le salen al paso, pues es ella la que les proporciona la
norma para constituirse como tales ciencias del hombre. Corres
ponde a la reflexión filosófica y no a la observación científica
enunciar lo que el ser humano necesita para realizar su esencia
de acuerdo con sus exigencias fundamentales. De ahí que tenga
que cumplir tres funciones críticas ineludibles.
A la primera corresponde diseñar desde una experiencia extra-
científica el ámbito de la crítica que cada ciencia ha de hacer
de sí misma de acuerdo con los paradigmas antropológicos. La
segunda elabora una norma ontológica del ser humano según una
idea del hombre extraída de la propia experiencia y de las posibi
lidades de existencia. La tercera se refiere a las diversas formas
de cultura que posibilitan la existencia humana como sujeto de
valores y principio realizador de los mismos; apunta al compro
miso ético con base en la intersubjetividad63. Una tarea de esta
envergadura es la que se propuso X. Zubiri. Después de mostrar
lo que es la realidad, Zubiri intenta explicar el carácter humano
de la misma. Carácter que él entiende como persona o personei-
dad, aspecto bajo el cual el hombre es ser y el ser se muestra
en él64 . De acuerdo con este criterio, al percatarse de la dife
rencia entre existir como cosa y existir como persona, la antropo-
Conclusión
1. C onsideraciones generales
8. Ibid., 210.
9. Ibid., 247.
10. Ibid., 302.
como instrumentación conceptual que posibilita un cabal conoci
miento del ser humano a nivel filosófico. Ello demuestra que la
antropología filosófica es doblemente empírica: parte de la expe
riencia y retorna a ella. La primera operación se realiza en el
momento de deducir de las manifestaciones humanas las condi
ciones aprióricas de su posibilidad y universalidad. La segunda
se cumple en la covalidación de dichas condiciones en el com
portamiento y praxis humana. No obstante conviene recordar que
en la formación de estas categorías, además de la experiencia de
lo humano, intervienen unos principios generales de orden onto
lógico, a cuya luz surgen aquellas.
Tampoco hay que olvidar el siguiente dato importante. La
reflexión filosófica no puede reducir su ámbito a la experiencia
humana. Necesita un espacio mayor que, por encima de la razón
antropológica, abarca la racionalidad como tal. En otros términos,
la reflexión antropológica responde a las exigencias de la razón
y está de acuerdo con los principios de la mente. En ella se lleva
a cabo el paso normal de toda metafísica, a saber, de la acepta
ción del ser como verurn —principio de la convención racional—
se llega a la aceptación del ser como bonum, norma de la exis
tencia hum ana".
En una palabra, a la antropología filosófica no sólo le corres
ponde interpretar la realidad existencial del hombre, sino que
debe establecer también las condiciones generales de toda expe
riencia humana posible. Esta tarea solamente puede llevarse a
cabo a la luz de unos principios ontológicos fundamentales. Por
eso es obligado proponer como metodología adecuada de esta
disciplina lo que se viene llamando «procedimiento fenomenoló-
gico reflexivo». A continuación nos ocupamos de los distintos
pasos de este movimiento.
51. Cf. J. Rubio Carracedo, ¿Qué es el hombre?, Madrid 1971; O. Ortiz Osés,
Mundo, hombre y lenguaje crítico, Salamanca 1976; L. Jiménez Moreno, Antropo
logía filosófica, en A. Agunre (ed,), D iccionario temático de antropología, Barce
lona 1988,
52. F, Nietzsche, M ás allá del bien y del mal, Madrid 1971, 212.
Este mismo convencimiento impulsa a K. Wojtyla a proseguir
una búsqueda ininterrumpida del ser del hombre: «Tras haber
conquistado tantos secretos de ia naturaleza, él mismo (el hom
bre) necesita, una vez más, que se desvelen ininterrumpidamente
sus propios misterios»53.
Creemos poder afirmar con toda certeza que la confrontación
de las diversas corrientes antropológicas constituye el centro del
debate filosófico actual, de modo que renunciar a este encuentro
de pareceres, además de error metodológico, es cerrazón estéril
que impide tomar en serio esta tarea específica. El ser humano
se define constitutivamente como centro emisor y receptor de
relaciones, como punto de referencias, principalmente de orden
cognoscitivo e intelectual. Por eso las diversas corrientes de
antropología filosófica que conocemos se esfuerzan, con el más
noble propósito, por justificar posiciones humanistas adoptadas
con el deseo de fundamentar la humanidad del hombre. De ahí
que todas ellas sean recurso metodológico imprescindible. En el
capítulo que sigue prestaremos mayor atención y tiempo a la
breve historia que acabamos de esbozar.
Bibliografía: Bogliolo, L., Antropología filosófica I, Roma 1971; Buber,
M., ¿Qué es el hombre?, México 1964; Cavali, A., Appunti per una
antropología filosófica, en Varios, Alia ricerca dell’uomo, Palermo
1988; Coreth, E., ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología
filosófica, Barcelona 1976, 29-81; Fabro, C„ Introducción al problema
del hombre, Madrid 1982; Frutos, E., La antropología filosófica en el
pensamiento actual: Revista de Filosofía 12 (1953) 8ss; Groethuyssen,
B., Antropólogía füosófica, Buenos Aires 1975; Jolivet, R., Las doctri
nas existencialistas desde Kierkegaard a Sartre, Madrid 1970; Harris,
M., El desarrollo de la teoría antropológica, Madrid 1978; Landmann,
M., Antropología filosófica, México 1961; Rodríguez Molinero, J. L.,
Datos fundamentales para una historia de la antropología filosófica,
Salamanca 1977.
4. M. Scheler, El pu esto del hombre en el cosm os, Buenos Aires 1960, 26.
5. Cf. E. Coreth, ¿Q ué es el hombre?. Esquema de una antropología filsófi-
ca, Barcelona 1 9 7 6 ,15-76. También A. Pintor Ramos, La antropología filosófica
de M. Scheler, en J. de S. Lucas, Antropologías del siglo XX, Salamanca 31983.
Asimismo J. L. Rodríguez M olinero, D atos fundam entales p ara una historia de
la antm pología filosófica, Salamanca 1987, 33-36.
6. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 114-115.
7. I. Kant, O bras com pletas, ed. E. Cassirer, VIII.
Pero es sabido que Kant no contestó a esta pregunta de modo
sistemático. Sin embargo su planteamiento marcó la pauta de
toda la filosofía posterior, como lo reconocen pensadores de la
talla de M. Foucault, M. Heidegger y M. Buber. Según ellos, la
función asignada por Kant a la antropología filosófica constituye
un legado imprescindible8.
Nada tiene de extraño la actitud kantiana. Responde exacta
mente al desplazamiento del pensamiento filosófico que pasa del
cosmocentrismo griego y del teocentrismo escolástico, al antro-
pocentrismo racionalista e idealista, iniciado ya por el humanis
mo renacentista.
Descartes no contempla al mundo directamente ni encuentra
en él a Dios, sino que, siempre que mira a la naturaleza, lo hace
desde sí mismo, porque todo lo ve bajo el prisma del cogito, es
decir, desde su acto de pensar. De este modo la realidad entera
se convierte en obiectum, en un estar ante el sujeto. Este radica
lismo reduce la filosofía a antropología, no porque exista sola
mente el hombre, sino porque toda la realidad está referida a él
y es contemplada desde él .
La raíz de este giro copernicano hay que buscarla en el princi
pio de inmanencia de la filosofía moderna que reconoce en el
hombre el epicentro del ser: «Con él (Descartes), afirma Hegel,
entramos en rigor en una filosofía independiente, que sabe que
procede sustantivamente de la razón y que la conciencia de sí
es un momento esencial de la verdad»10. También para Dilthey,
Descartes «es la encarnación de la autonomía del espíritu funda
da en la claridad del pensamiento»11. El mismo Heidegger llegó
a ver en el subiectum cartesiano el supuesto metafísico de toda
antropología futura12.
Mas, a pesar de todo, Descartes no plantea ni desarrolla, como
tampoco lo hiciera más tarde Kant, la pregunta por el hombre
8. Cf. M. Foucault, Las palabras y las cosas, México 1968, 333; M. Heideg-
ger, K ant y el problem á de la m etafísica, M éxico 1954, 172; M. Buber, ¿Q ué es
el hom bre?, 12, 16,
9. Cf. H. U. von Balthasar, El problem a de D ios en el hombre actual,
Madrid 1960, 86-87.
10. G. W. F. H egel, Lecciones sobre la historia de la filosofía III, M éxico
1955, 252.
11. W. Dilthey, Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, M éxico 1955,
364.
12. Cf. M. Heidegger, H olzwegee, Frankfurt 1950, 91. Cf. W. Schultz, El
D ios de la m etafísica moderna, M éxico 1961, 9-11, N o obstante, Schultz retrotrae
el com ienzo de este proceso a N icolás de Cusa (1401-1464) .
integral. Más bien se ciñe al ámbito y validez del conocimiento,
es decir, a la conciencia intelectiva. Su antropología declina, por
tanto, hacia la epistemología13.
Sea lo que fuere del origen histórico de la antropología filosó
fica, hay que reconocer de todos modos que existe desde siempre
un saber categorial y reflexivo acerca del ser humano, cuyas
grandes etapas pasamos a describir a continuación haciendo hin
capié en los fiolósofos más representativos.
teológica III, Madrid 1959, 3-5. Interesa también M. Manzanedo, La imagen del
hombre en la filo so fía antigua: Revista de Filosofía 27 (1968) 27-89.
20. «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto
son y de las que no son en cuanto no son»: Platón, P rotágoras, 1.
21. Cf. M. Ubeda Purkis, Introducción al tratado del hombre. El antiguo
griego, com enta Gusdorf, «no tiene de sí mism o la conciencia aislacionista que
tenemos nosotros: se sitúa en el centro de la realidad más o menos indisociable,
atribuyendo a lo circundante la misma realidad que se atribuye a sí mismo»: G.
Gusdorf, M ithe et m etaphysique, Paris 1953, 17.
22. Cf. P rotágoras, 320Dss.
23. Cf. W. Jaeger, Paideia. Las ideas de la cultura griega I, M éxico 1946,
Sócrates (470-399 a. C.) reasume la antropología de Protágo-
ras, pero intenta descifrar, por su parte, la realidad del ser huma
no en continua búsqueda de sí mismo. Semejante búsqueda es
facilitada por la facultad racional que lo vincula constitutivamen
te con la verdad eterna.
Desde la plataforma de su autenticidad («Conócete a ti mis
mo»), llega el individuo humano a la posesión de su propia ver
dad y de las cosas. No es, por tanto, un accidente cósmico o
epifenómeno, sino la fase terminal de un largo proceso natural
de perfeccionamiento que culmina en el entendimiento24. Es un
ser en diálogo, pero descrito en términos de conciencia reflexiva.
Un ser capaz de dar respuestas racionales a preguntas racionales.
La conciencia reflexiva, fuente de responsabilidad ética, es
el elemento por el que el hombre concebido por Sócrates se dis
tingue del de los sofistas, Ello le permite permanecer idéntico
a sí mismo a través de los cambios somáticos, haciendo que so
breviva a la desintegración del cuerpo. Y todo esto porque el ele
mento racional lo constituye en ser esencialmente espiritual25.
Platón (427-347 a. C.), en continuidad con Sócrates, es el pri
mero que habla expresamente del espíritu como elemento especí
ficamente distintivo del ser humano. En oposición al principio
material corpóreo, que no es más que mero instrumento, el alma
espiritual representa la parte esencial y positiva del hombre.
Es propiamente su ser. Una proclamación palmaria del dualis
mo dicotómico, según el cual el alma o facultad intelectiva se
vincula accidental y transitoriamente al cuerpo hasta el momento
de la muerte cuando «vivirá fuera del cuerpo en mansiones más
hermosas, imposibles de describir»26.
De los innumerables textos platónicos sobre la naturaleza del
hombre se desprende claramente su carácter foráneo y extranjero
del mundo. Es un ser advenedizo que desciende de alturas incon
troladas para encerrarse en el cuerpo que le sirve de cárcel de
la que tiene que evadirse a toda costa. El alma humana pertenece
24. Cf. Platón, Gorgias, 4 7 9 D -l. «El hombre socrático, escribe J. Marías,
es el hombre real, es cada hombre, que se puede conocer, que puede manifestar
su intimidad y ponerla patente a la Luz»; J. Marías, El tema d el hombre, Madrid
1968, 32.
25. Cf. Jenofonte, M em oralia, 4, 3, 4, También E. B. Tylor, El pensam iento
de Sócrates, M éxico 1961, 112-117; J. Wild, El concepto del hombre en e l pen sa
miento griego, en S. Radhakrisnan-R. Rajú, El concepto del hombre, México 1964,
72-74.
26. Platón, Fedón, 114C.
al mundo de las ideas y es fabricada por el Demiurgo según el
patrón de la Verdad y del Bien para ser implantada en el mundo
material mediante la envoltura del cuerpo. Es una realidad ente
ramente nueva que, desde su entronque en la escala zoológica,
aspira a elevarse sobre las cosas que la rodean, desprendiéndose
de lo material, incluso de la cápsula de su cuerpo. Resulta así
que el ser humano concreto es una realidad estratificada com
puesta de organismo, por un lado, y de psiquismo, por otro,
dotado de una triple dimensión: vegetativa, sensitiva, intelectiva.
No tres almas, sino una sola con tres poderes o capacidades27.
Estos rasgos caracterizan a la antropología platónica, verdade
ro fundamento de su teología. Así es como nace lo que los auto
res entienden por antropología griega, distinguiéndola de la cos
mología anterior. «La fase que sigue a la cosmología presócratica
y que comprende a Sócrates, Platón y Aristóteles, ha sido llama
da la fase ‘antropológica’»2*.
Aristóteles (384-322 a. C.) se distingue por su propósito de
superar el dualismo platónico y hacer del ser humano un ser
unitario, una única sustancia y esencia. Esta concepción unitaria
resulta de aplicar al caso del hombre su teoría hilemórfica, según
la cual no existe monismo reduccionista (un solo elemento) ni
dualismo dicotómico (dos elementos diferentes), sino una sola
realidad sustancial (un solo sujeto) integrada por el espíritu (for
ma) y por el cuerpo (materia) como principios que se determinan
mutuamente. El alma informa al cuerpo configurándolo como
cuerpo humano, de modo que no hay cuerpo humano sin alma
informante, ni alma sin cuerpo informado. Dicho de otra manera,
el hombre es cuerpo y alma a la vez; alma corporeizada o cuerpo
animado. Dos elementos distintos, pero inseparables en la reali
dad humana29.
De este modo el hombre se coloca en cabeza de los seres
como compendio de los distintos grados de perfección de los
estadios inferiores y punto de convergencia de las diferentes
formas de vida30.
El principio radical y energía específica de esta nueva reali
dad es la mente, participación de la divinidad. A pesar de su
superioridad y heterogeneidad, sólo actúa a través de los sentidos
27. Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid 1986, 674.
28. Cf. W. Bruning, Individualism e et personallsm e dans la conception de
l'hom m e: Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 39 (1955) 202.
29. Cf. Aristóteles, D e anim a, II, 1, 412 A 29; 412 B 25-413 A 9.
30. Cf. M etafísica, VII, 1041 A 33-1041 B 30.
corporales y se individúa, contituyéndose en ser uno en el tiempo
y en el espacio, por medio del cuerpo al que informa.
«Es, pues, necesario que alma sea sustancia y forma de un
cuerpo natural que tiene la vida en potencia... (el alma) será la
perfección primera y el primer acto (entelequia) de un cuerpo
natural... El alma, pues, no es separable del cuerpo... El alma es
principio de las funciones mencionadas y se define por ellas, esto
es, por la nutritiva, la sensitiva, la mental y el movimiento»31.
Resumiendo el pensamiento antropológico de la grecia anti
gua, tenemos que decir que el hombre aristotélico es un ser có
modamente instalado en el mundo, al que conoce perfectamente
y con el que guarda unas excelentes relaciones de vecindad, pero
sin que todavía haya alcanzado a ver su puesto privilegiado en
el concierto universal. No es consciente del nuevo orden ontoló-
gico que representa. Como enseña M. Buber, es comprendido
desde el mundo, pero el mundo no es entendido desde él32.
El helenismo (300-200 d. C.) tampoco posee una idea antro
pológica del hombre a nivel filosófico. El pensamiento difundido
por los estoicos en la cuenca del M editerráneo en la época de
Alejandro, así como por los epicúreos y escépticos, no muestra
un hombre ontológicamente superior al resto de los seres. Aun
que lo alienta un alma considerada como chispa de un foco cen
tral (Dios), se amolda perfectamente a la ley del todo. Es un ser
racional, ciertamente, pero ajustado por completo al orden gene
ral de la naturaleza, que refleja en su ser y en su conducta.
Por eso la filosofía helenista, más que preguntarse por la
naturaleza específica del ser humano, se preocupa de su compor
tamiento y forma de vida. En lugar de antropología, hace ética
y política sobre un transfondo ontológico determinado. Así lo
entendieron el estoicismo y el epicureismo. El estoico español
Séneca define al hombre como ser racional en completa armonía
con la naturaleza. «Animal racional es el hombre y por ende el
bien suyo llega a la perfección cuando cumple aquello para lo
que nació. ¿Qué es, pues, lo que esta razón le pide? Cosa facilí
sima: vivir según la naturaleza»33.
En una evaluación general de la filosofía griega antigua sobre
el hombre, puede afirmarse que, aunque ha visto en el ser humano
una realidad distinta de las demás, capaz de abrirse al mundo y
determinarse ante él, no ha logrado todavía un concepto antropo -
31. D e anima, II, 1, 412 A 29, 43-44; II, 4 1 2 B 25; II, 2, 413 B 13-15.
32. Cf. M. Buber, ¿Q ué es e l hombre?, 25.
33. L. A. Séneca, Epístola XLI, Madrid 1949, 507.
lógico verdadero del mismo. El hombre percibe a! mundo no co
mo conjunto de fuerzas hostiles, sino como un todo regulado por
leyes que tienen fiel reflejo en su entendimiento, mediante el cual
lo integra en su propio ser. De esta manera consigue su máxima
perfección34. No es superior al mundo, sino su resumen.
La actitud derivada de esta contemplación es la de un fiel
sometimiento a la imperiosa necesidad de un horizonte último
en el que el hombre está inmerso y desde donde lo comprende
todo, incluso a sí mismo. La fuerza inexorable de un destino
absoluto predetermina, según los griegos, el curso de los aconte
cimientos y marca la hechura del hombre mismo. Esta determina
ción previa le impide desprenderse de los ciclos de la naturaleza
y conseguir la originalidad propia del ser personal independiente
de la ejemplaridad universal que se repite indefinidamente en
todos los entes mundanos35.
Esta es la razón por la que los griegos no alcanzaron a ver
en el hombre más que una pieza perfecta del cosmos, un micro
cosmos o mundo en miniatura. Ni ruptura de nivel ontológico
ni novedad radical, sino una pieza más del inmenso concierto
formado por la naturaleza en su globalidad.
37. «Los filósofos, que siguen el orden natural, anteponen las ciencias de
las criaturas a la divina, a saber, la natural a la metafísica; pero los teólogos
proceden al contrario, de modo que la consideración del Creador precede a la
consideración de la criatura»: santo Tomás, In Boet., 3, lee. 2, q. 1, a. 4; Summa
Theologica 1, q. 1, a. 1, ad. 2.
hombre tiene que hacerse respuesta libre en el trenzado de sus
actos y no mera emanación necesaria de una entidad suprema.
«Las criaturas intelectuales, escribe santo Tomás, alcanzan a Dios
de un modo especial, a saber, entendiéndolo mediante su propia
operación»38.
Por otra parte, como hemos insinuado antes, Dios no quiere
al hombre como a un ser cualquiera, sino como a una realidad
que lo conoce y lo ama, como alguien que se relaciona directa
mente con él y retorna definitivamente a él39. Es su verdadera
imagen, una persona dueña de sí y de sus actos.
Entra así en escena la libertad, a cuya luz cobran especial
sentido la vida humana, la conciencia personal y el sentido de
la historia. La autoposesión del hombre, el grado de intimidad
que lo caracteriza y su peculiar relación con el ser hacen que la
antropología se trascienda, en cierto modo, en teología, porque,
al ser el hombre interlocutor de Dios, se convierte en su tú ver
dadero. Deja de ser microcosmos y adquiere todos los visos de
un dios finito. La manera finita de ser Dios, que dice X. Zubiri.
Por ser capaz de recibir y devolver la palabra de Dios, esta
blece un verdadero diálogo con él, cuya máxima expresión va
a ser la encarnación del Verbo divino — humanación de Dios— ,
cumbre del dinamismo divino del hombre. Es a la luz de este
hecho como el hombre cristiano entiende su misterio y se com
prende a sí mismo en toda la profundidad de su ser. «El misterio
de hombre •—enseña el Vaticano II— no se aclara de verdad sino
en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Esta concepción del ser humano es sistematizada y formulada
a nivel categorial y reflexivo por los pensadores cristianos (pa
trística y escolástica), cuyos máximos exponentes son san Agus
tín y santo Tomás de Aquino. De ellos nos ocupamos ahora.
38. C. Gent., 1. 3, c. 25. Añade en otra parte: «La semejanza con D ios según
la conformidad de la acción es más perfecta que la conseguida según la confor
midad de alguna forma»; De Pot., q. 2, a. 4, ad 4; también D e verit., q. 10, a.
3. Cf. O. González de Cardedal, El hombre «imagen» de D ios en el pensam iento
de santo Tomás, Madrid 1967, 59-118.
39. Cf. J. Ratzinger, Fe en la creación y teoría evolutiva, en H. J. Schultz,
¿Es esto D ios?, Barcelona 1973, 242-243.
Con M. Buber tenemos que reconocer que Agustín es el pri
mero que plantea la cuestión genuina del hombre. Lo hace cuan
do se propone a sí mismo como objeto de su investigación y de
su reflexión. El sujeto se hace objeto a la vez. ¿Qué es el hombre
que soy yo? Este interrogante es encarado por Agustín en los
términos siguientes: «Quid enim sum mihi sine te...? Et quis
homo est, quilibet homo, cum sit homo?»40. Más concretamente
todavía: «¿Qué soy yo, Dios mío? ¿cuál es mi naturaleza?»41.
No se trata del asombro de todo hombre que piensa, sino de la
inquietante búsqueda de lo humano que el sujeto pensante em
prende desde sí mismo.
Si Aristóteles se había admirado de ia presencia del hombre
en el concierto del cosmos, el de Hipona lo hace ante el gran
misterio que le brinda su propia experiencia personal. «El hom
bre agustiniano, comenta M. Buber, se asombra de aquello que
en el hombre no se puede comprender como parte del mundo,
como una cosa entre las cosas»42. De esta admiración brota su
antropología que, aunque todavía no puede considerarse estricta
mente filosófica, tendrá honda repercusión humanística en toda
la filosofía posterior. Con el fin de comprenderla mejor, ofrece
mos un resumen de la misma, indicando sus momentos clave.
El esquema de la reflexión agustiniana se articula en los pun
tos siguientes: subjetividad, unidad de alma y cuerpo, imagen
de Dios.
1. Subjetividad. Partiendo de su propia experiencia, san Agu
tín descubre la subjetividad humana, entendida como autopresen-
cia y autoconociiniento. Por ella el hombre penetra en su interio
ridad y se descubre como luz que lo ilumina por dentro. Luz
recibida y en diálogo, como comenta H. U. von Balthasar43, pe
ro suficiente para establecer una diferencia neta con los demás
seres (ontológica) y una semejanza con Dios, Verdad increada,
fuente de todo conocimiento. «Porque allí donde hallé la verdad,
40. «¿Qué soy para m í sin ti...? ¿y quién es el hombre, cualquier hombre,
en cuanto hombre?»: Confesiones IV, 1, 1, en O bras II, Madrid 1955.
41. ibid. X, 17, 26.
42. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 28.
43. «La luz del espíritu humano es una luz que escucha, una luz en diálogo...
La luz ( ‘inmanente’) del espíritu, con su espontaneidad..., nunca la podemos
separar bien de esa suprema luz, y eso constituye precisamente la ‘espiritualidad
del espíritu’, su trascendencia más allá del mundo»; H. U. von Balthasar, El p ro
blem a de D ios en e l hombre actual, 126, 129.
allf hallé a mi Dios, la misma verdad»44. El camino que condu
ce a Agustín al encuentro con la verdad es la penetración en la
propia conciencia donde irradia la luz divina como poder creativo
incomparable, que ha hecho al hombre a imagen suya, es decir,
espíritu como él. «Entré y vi con el ojo de mi alma... una luz
inconmutable, no ésta vulgar y visible a toda carne, ni otra casi
del mismo género, aunque más grande. No era esto aquella luz,
sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas... Estaba sobre mí
por haberme hecho, y yo debajo por ser hechura suya. Quien
conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la
eternidad»45.
Semejante capacidad de interiorización hace hombre al hom
bre y lo convierte en objeto y campo de su propio conocimiento.
Lo constituye en espíritu, es decir, en sujeto que se pone a sí
mismo como objeto. De este modo el hombre sobrepuja a todos
los seres trascendiéndolos hacia Dios. Contempla su propio inte
rior como en un espejo, «porque en el interior del hombre habita
la verdad» y «nadie sabe lo que es el hombre, sino el espíritu
del hombre que está en él mismo»46.
2. Unidad de alma y cuerpo. Pero el hombre no es solamente
espíritu, interioridad pura o luz incandescente. Es también cuerpo
que, al unirse al espíritu, forma una sola realidad. Aunque el
alma es el constitutivo principal, tomado en ocasiones por el todo
humano47, no por ello queda reducido al solo elemento espiri
tual, sobre todo teniendo en cuenta que Agustín emplea con
frecuencia la parte por el todo, como dice él mismo48. El texto
siguiente es una declaración inequívoca de la función que el san
to atribuye a cada uno de los elementos integrantes del ser huma
no: «Son tres las partes de que consta el hombre: espíritu, alma
y cuerpo, que por otra se dicen dos, porque con frecuencia el al
ma se denomina juntamente con el espíritu; pues aquella parte
del mismo racional, de que las bestias carecen, se llama espíritu;
lo principal de nosotros es el espíritu; en segundo lugar, la vida
44. Confesiones X, 26, 37.
45. Ibid. VII, 10, 16.
46. D e vera religione, 39, 72; Confesiones X, 5, 7.
47. «El hombre, según aparece al hombre, es un alma racional que usa de
un cuerpo mortal y terreno»: De m oribus Ecclesiae I, 27, 52: PL 32, 1332.
48. «Pues el hombre, según lo definieron los antiguos, es un animal racional,
mortal. O, según suelen decir nuestras Escrituras, tres almas, puesto que gustan
designar el todo por su parte mejor, es decir, por el alma, ya que el cuerpo y alma
constituyen el hombre entero»: D e Trinitate VII, 4, en O bras, Madrid 1948.
por la cual estamos unidos al cuerpo se llama alma; finalmente,
el cuerpo mismo, por ser visible, es lo último de nosotros»49.
Es patente el esfuerzo del santo por expresar su concepción
unitaria de la persona humana, no sólo por lo que se refiere a
sus elementos constitutivos esenciales (alma y cuerpo), sino
también en la integración de las tres potencias del alma misma
(memoria, entendimiento y voluntad) en una sola persona, sujeto
único de operaciones y única naturaleza. «Por todas aquellas tres
cosas recuerdo yo, entiendo yo, amo yo, que no soy ni una me
moria, ni una inteligencia, ni amor, sino que tengo estas cosas.
Por tanto pueden decirse que son de una persona, que tiene estas
tres cosas, pero que no es ella misma estas tres cosas»50. No
obstante hay que reconocer que Agustín hace del alma racional
el elemento esencial por el que el hombre es imagen de Dios.
«Entendemos que tenemos algo en que está la imagen de Dios,
a saber, la mente y la razón»51. Este aspecto es fundamental
para comprender al hombre agustiniano, que sólo se entiende
desde su relación con Dios.
3. Imagen de Dios. No se trata de un nuevo constitutivo de
ser humano, sino del resultado de los anteriores. La entidad así
configurada es la que aparece como imagen de Dios. En efecto,
el sujeto humano (unidad de alma y cuerpo) es luz recibida y en
diálogo, efecto y reflejo de la Luz increada.
La clave de la antropología agustiniana se encuentra, por
tanto, en su metodología. No entiende al hombre desde la compa
ración con los seres inferiores, sino desde su comportamiento
específico, el conocimiento reflexivo y la responsabilidad moral.
Lo estudia en primera persona como ser que se conoce a sí mis
mo y responde de sus actos. No obstante esta doctrina, impregna
da de platonismo, no ve clara todavía la unión sustancial de alma
y cuerpo. Admite, más bien, una vinculación funcional y operati
va, establecida sobre una acción recíproca, que se hará sentir
claramente en la primera edad media y de manera particular en
el dualismo cartesiano posterior. Santo Tomás, en cambio, ofrece
una visión netamente unitaria de la realidad humana como tal.
c) Edad moderna
72. Cf. W. Dilthey, Auffassung und Analyse des Menschen im 15. und 16.
Jaltrhundert, Góttingen 1958-1962, 1-90. También B. Groethuysen.A ntropología
filosófica, Buenos Aires 1951.
tad y se pierde como individuo, como ser independiente y autó
nomo en el seno de una racionalidad universal amorfa73.
Si es verdad que todavía no puede hablarse de verdadera
antropología filosófica, porque no se estudia al hombre como un
todo integral, sino que se le reduce a una de sus partes, la razón,
no es menos cierto que en esta forma de pensamiento se encuen
tra el germen del nuevo paradigma de lo que más tarde será
auténtica filosofía del ser humano. El descubrimiento de la subje
tividad y el conocimiento del yo constituyen un poderoso fer
mento y precioso hallazgo que orientarán la búsqueda que cam
pea en nuestro tiempo74.
Tres son los pensadores que cubren este período marcado por
el nuevo planteamiento de la cuestión antropológica. Me refiero
a R. Descartes (1596-1650), a J. G. Herder (1744-1803) y a G.
W. F. Hegel (1770-1831). Es verdad que no son los únicos que
piensan de este modo, pero sí los más significativos y exponentes
más claros de la filosofía de esta época en sus diversos momen
tos. En torno a ellos se hilvana la concepción del hombre de la
modernidad (racionalismo, ilustración e idealismo).
90. «Yo, como pensante, soy un objeto del sentido interior y me llamo alma»:
I. Kant, Crítica de la razón práctica, Buenos Aires 1973, 116.
91. I. Kant, C rítica de la razón práctica, 171.
92. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca
1993, 250-253. También M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 12-16, 40.
93. Cf. I. Kant, Anthropologie in pragm atischer Hinscht, en Werke VI, Wies-
baden 1964, 399. Cf. N. Hinske, Kants Idee der Anthropologie, en D ie Frage tuich
dem Menschen, Freiburg i. Br. 1966. También M. Heidegger, K ant y el problema
de la m etafísica, M éxico 1954, 171-182.
94. Cf. I. Kant, La religión dentro de los lím ites de la m era razón, Madrid
1969, 36-37.
J. G. von Herder, contemporáneo de Kant, viene siendo consi
derado como el punto de partida de la antropología filosófica
actual por el arsenal de datos antropológicos que lega a la poste
ridad. De él escribe A. Gehlen que bosquejó los rasgos capitales
de la visión científica del hombre. Es, por tanto, punto obligado
de referencia para su estudio filosófico. Exponemos brevemente
su pensamiento.
Dos son los aspectos o dimensiones que destacan en la con
cepción herderiana del hombre: la retardación y el autoperfec-
cionamiento, obra de la libertad. Esta última faceta implica unos
elementos que conforman la estructura natural del ser humano.
A saber, la razón, la alteridad y la trascendencia. Los tres lo
configuran, en último término, como imagen de Dios95.
1. Retardación. Herder pone de manifiesto el aspecto caren
cial del hombre en comparación con los demás animales para
hacer frente al entorno. Mientras la vinculación del animal con
su medio es consustancial y cuenta con los medios necesarios
para su defensa y desarrollo, el hombre, en cambio, se siente a
la intemperie porque carece de los instrumentos adecuados. Es
un ser débil, temeroso y desvalido que se va haciendo a medida
que evoluciona como ser unitario y no compartí mental ni estrati
ficado. «Es seguro que el hombre está muy atrás del animal en
fuerza y seguridad del instinto; también es cierto que no tiene
en absoluto eso que en tantos géneros de animales llamamos
facultades o impulsos innatos»96. Esta carencia va a ser el punto
de arranque de su desarrollo como ser humano y, por tanto, la
raíz de su distinción específica.
2. Autoperfeccionamiento. Pero si es cierto el retraso inicial,
no lo es menos el alto grado de desarrollo y perfección adquirido
por encima del animal. La debilidad sensitiva e instintual es
suplida con creces por la perfección del cerebro que lo capacita
para ejecutar acciones que sobrepasan sus facultades naturales.
El hombre se muestra como ser progrediente que se hace a sí
d) Epoca contemporánea
150. Cf. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires 1938.
En nuestro comentario usamos la edición de 1960. De la inmensa bibliografía
sobre M. Scheler destacamos A. Pintor Ramos, La antropología filosófica de Max
Scheler, en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías del siglo XX, Salamanca 31983,
79-100.
151. Cf. nuestra obra El hombre, ¿quién es?, Madrid 1988, 61-63.
152. Cf. M. Buber, ¿Q ué es el hombre?, 131-133.
sitúa el hombre frente a la realidad y la sobrepuja; por la segun
da se convierte en continuo proceso de autorrealización. Ambas
lo proyectan hacia un horizonte superior que rebasa los límites
de las cosas concretas. «El hombre es el ser vivo que puede
adoptar una conducta ascética frente a la vida... Puede reprimir
y someter los propios impulsos»153.
El amplio mundo de la civilización y la cultura, fruto de la
transformación de la energía instintiva en actividad espiritual,
es el más claro exponente de esta capacidad. Por tanto el espíritu
así entendido no es una entidad desencarnada, sino una dimen
sión propiciada por la confrontación del instinto con el mundo.
Mientras las fuerzas instintivas no rebasan la inmediatez de las
cosas, el espíritu, en cambio, vence esta resistencia haciendo de
su superación su cuna y su corona, su propia vida. Este poder
coloca al hombre en la cota más alta alcanzada por la naturaleza
en su proceso evolutivo, cuyo rasgo distintivo es la universaliza
ción y la independencia. «La propiedad de un ser espiritual es
su independencia, libertad o autonomía esencial frente a los lazos
y presión de lo orgánico, de la vida... Tal ser espiritual ya no
está vinculado a sus impulsos y al medio, sino que, libre frente
al medio, está abierto al mundo. Tal ser tiene mundo» 154.
Este poder de significación y de responsabilidad es obtenido
por vía de sublimación de la energía vital e instintiva del ser
natural. «El advenimiento de la humanidad representa la más alta
sublimación conocida por nosotros y a la vez la más íntima
unión de todas las regiones esenciales de la naturaleza»155.
Ni que decir tiene que el espíritu scheleriano es el hombre
mismo, en cuanto que toma conciencia del mundo y objetiva su
propia naturaleza, sobrepujándola y adentrándose en la esfera de
los valores perdurables. En efecto, el hombre se hace tal «me
diante la conciencia del mundo y de sí mismo y mediante la
objetivación de su propia naturaleza psicológica que son los
caracteres específicos del espíritu.., el ser actual de su espíritu
y de su persona es superior incluso a las form as del ser propias
de este ‘mundo’ en el espacio y en el tiempo»156. Al centro o
núcleo activo de esta realidad Scheler lo llama persona157.
153. M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, 85: «Es el ser que sabe
decir no, e l asceta de la vida, el eterno protestante contra toda mera realidad».
154. Ibid., 64.
155. Ibid., 103-104.
156. Ibid., 132.
157. Cf. ibid., 6 3 ,7 0 , 75.
M. Buber (1878-1965). Este pensador austríaco de origen
judío es seguidor de M. Scheler, pero se distancia del maestro
en cuestiones tan puntuales como la misma concepción del espí
ritu. Frente a la idea scheleriana de resistencia y superación del
medio, M. Buber concibe el espíritu como poder de captación
del mundo en imágenes, en conceptos y palabras. La peculiaridad
humana no es ya la ruptura, sino su peculiar inclinación hacia
los seres en tanto que reales, independientes y duraderos, es
decir, como entidades que poseen una dimensión de realidad
propia. Por eso no parte de la autoconciencia para captar la esen
cia de lo humano, sino del análisis de las relaciones del hombre
con las cosas y con los hombres, del encuentro158. El meollo
de lo humano, por tanto, es la alteridad y la respectividad.
En el opúsculo Yo y tú, de 1923, aparecen ya las ideas funda
mentales sobre el tema antropológico, que irá perfilando en sus
obras posteriores, de manera especial en ¿Qué es el hombre? De
esta obra nos hacemos eco en esta exposición.
La tesis central de este libro es la imposibilidad de conocer
al hombre sólo desde la referencia a sí mismo. Para comprender
lo es necesario considerarlo en el abanico completo de sus rela
ciones esenciales con la realidad entera. Hay que atender a lo
otro y a los otros.
Siguiendo este procedimiento, Buber descubre en la alteridad
la clave del enigma humano. Ni el individualismo ni el colecti
vismo, que sólo expresan una parte del hombre (individuo, socie
dad), constituyen la esencia humana. Es la relación del yo con
el tú, el entre, lo que hace hombre al hombre. Ahí se plasma el
hombre completo, como un todo. «Sólo entre personas auténticas,
se da una relación auténtica». De ahí que la mejor definición del
hombre sea: «el hombre con el hombre»159.
El «con» designa, según Buber, una esfera originaria y natu
ral, denominada «entre», donde se soportan las ocurrencias inter
humanas. Se trata de un ámbito más allá de lo subjetivo donde
el yo y el tú constituyen su encuentro, a la vez que se hacen
30. Cf. M. Scheler, El puesto del hombre en e l cosm os, Buenos Aires 1960;
P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, Madrid 1965.
Entroncado en el árbol de la vida y en continuidad con ella
el existente humano desarrolla una actividad sin parangón con
los demás seres vivos. M. Scheler atribuye esta superioridad al
espíritu, dimensión específica inderivable de la vida como tal.
Lo hace consistir en la capacidad de autoposesión y trascendí-
miento, Ser dueño de sí y elevarse sobre la realidad propia y
ajena es competencia exclusiva que caracteriza al hombre.
Sus notas distintivas son dos fundamentales: la inteligencia
y el dinamismo. Ambas lo proyectan hacia horizontes allende el
impulso instintivo y le permiten obrar con entera independencia,
«El hombre es el ser vivo que puede adoptar una conducta ascé
tica frente a la vida... Puede reprimir y someter los propios im
pulsos»31.
Esta manera de ser no convierte al espíritu en entidad etérea
y desencarnada. Surge precisamente en contraste con el instinto
al enfrentarse al mundo. Algo así como un poder de ascensión
y autosuperación que se acciona ante la resistencia ofrecida por
la particularidad de lo inmediato. Mientras el sentido y el instinto
quedan prendidos en lo concreto, el espíritu, en cambio, vence
su oposición haciendo de este vencimiento su propia vida.
Hay que advertir, sin embargo, que, aunque el espíritu tiene
su lugar en el mundo, no es por ello una pieza mundana más.
Supraespacial y supratem poral, «nunca se torna objetivo»32,
aunque lo objetive todo. Se presenta como proceso de autosupe
ración y de transformación de la naturaleza a la que confiere
sentido. En él alcanza su cota más alta la naturaleza que se auto-
determina y se libera. «La propiedad de un ser espiritual es su
independencia, libertad o autonomía esencial frente a los lazos
y presión de lo orgánico, de la vida... Tal ser espiritual ya no
está vinculado a sus impulsos y al medio, sino que, libre frente
al medio, está abierto al mundo. Tal ser tiene mundo»33.
Merced a este poder especial, el hombre crea categorías abs
tractas y posee conocimiento ideatorio de las esencias, como las
de tiempo, espacio, valor y otras semejantes. En este sentido ha
podido decir M. Scheler que la persona es el ser que se eleva
«por encima de sí mismo» y «convierte todas las cosas, incluso
a sí mismo, en objeto de conocimiento»34. Más que una sustan
cia, el espíritu es' «un plexo y orden de actos que se realiza a
31. M. Scheler, El puesto d el hombre en el cosmos, 85. Cf. supra, 114-116.
32. Ibid., 119.
33. Ibid., 64.
34. Ibid., 75.
sí mismo en sí mismo»55. Esto es, incorpora las cosas trascen
diéndolas. Sin ser realidad ni principio independiente, puede de
cirse que el espíritu es el hombre entero en cuanto que se con
centra sobre sí mismo y se «recoge» en sí mismo. Es interiori
dad. Inspirándose en esta doctrina, J. Ortega y Gasset lo define
como intimidad: «Llamo espíritu al conjunto de actos íntimos
de que cada uno se siente verdadero autor y protagonista»36.
A pesar de todo, M. Scheler no logra disipar todas las dudas.
Si es verdad que el sentido y el instinto no constituyen el espíri
tu, no lo es menos que éste no se da al margen de la sensibilidad
y del impulso. Queda en entredicho, por tanto, su originalidad
y autonomía, por más que el filósofo alemán recurra a la idea
de sublimación y transfiguración. Indudablemente es mejor ha
blar, como hace Ortega, de «punto céntrico» y de « núcleo perso-
nalísimo»37. De todas formas podemos decir que el espíritu
scheleriano es el mismo hombre bajo el aspecto original, inderi-
vable de la vida animal, que le permite abrirse a la realidad y ,
desasirse de lo inmediato para adentrarse en la esfera de lo tras
cendente irreversible38.
b) La corporalidad humana54
70. Citado por N. Scholl, Jesús, ¿sólo un hombre?, Salamanca 1971, 83.
71. R. Kuhn, Le corps retrouvé: Revue des Sciences P/iilosophiques et Théo-
logiques 7 2 (1988) 563.
72. J. M.“ Cabo de Villa, La impaciencia de Job. Estudio sobre el sufrimiento
humano, Madrid 1967, 130.
73. Cf. J. de S. Lucas, El hombre, ¿quién es?, 88-107.
piejo problema de la hominización que, para su mejor compren
sión, estudiamos bajo dos niveles diferentes, el científico y ei
filosófico.
16. Cf. M. Scheler, Vom Umsturz der Werte II, Leipzig 1923, 260ss.
17. «C onocí por esto que yo era una sustancia, cuya completa esencia o
naturaleza consiste sólo en pensar, y que para existir, no tiene necesidad de nin
gún lugar ni depende de ninguna cosa»: R. Descartes, Discurso del método, Barce
lona 1983, 72.
18. «Se llama persona al ser que conserva memoria de sí, esto es, que es
el misino ser que se encontró antes en este o en aquel estado. Un individuo mo
rah'. Ch. Wolf, Psicología rationalis II, ABT. 6, en Gesam m elte Werke, Hildes-
heim 1972, 660.
19. «Persona es aquel sujeto que es capaz de ser responsable de sus accio
nes»: I. Kant, Grundlegung zur M etaphysik der Sitten AB 22 (WW IV, ed, W.
Weischedel, 329); Id., Crítica de la razón práctica, Buenos Aires 1961, 23-29;
J. G. Fichte, Introduzione a la vita beata o doctrina della religione, Lanciano
1913, 30-100.
en un todo infinito (Naturaleza, Idea, Materia-sociedad), sacrifi
cando su singularidad y consistencia en aras de una objetividad
absoluta que la rebasa y engloba20.
El psicologismo inglés de esta época da un giro a la concep
ción anterior y sitúa la persona en la línea del instinto y del sen
timiento. Incluye entre sus constitutivos esenciales aspectos como
la simpatía, el amor, la utilidad y el provecho traducido en pla
cer, la sociabilidad y la solidaridad .
35. N . Hartmann, D as Problem des geisñgen Seins, 1962, 132, citado por
W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, Salamanca 1993, 259.
36. Cf. W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 299ss.
37. Cf. J. L. Pinillos, Principios de psicología, Madrid 1957, 580-581.
38. Cf. X. Zubiri, Sobre la esencia, Madrid 1963, 499-508.
39. X. Zubiri, Sobre el hombre, 110-128.
clausura y totalidad junto con una plena posesión de sí mismo en
sentido de pertenecerse en el orden de la realidad»40. Este modo
de ser (tenencia del ser, decimos nosotros) es obra de la inteligen
cia, por la que el hombre se descubre idéntico a sí mismo y dis
tinto de todo lo otro. En virtud de ello se constituye en ser sub
sistente frente a lo que no es él41 y se contrapone a las realida
des finitas, incluso a la realidad divina. El saberse otro equivale
a saberse sí mismo y, por lo mismo, a ser absoluto, aunque relati
vamente. La persona es, por tanto, «un relativo absoluto»42.
En virtud de su mismidad («suidad») el hombre realiza sus
actos en los cuales se actualiza, de forma que modela su propia
realidad y lleva a cabo su cabal personalidad, es decir, a través
de las acciones que ejecuta se hace persona biográfica y psicoló
gicamente. Labra su «personalidad», la cual no es otra cosa que
«la figura de lo que el subsistente ha hecho de sí mismo»43.
2. Alteridad: Relación. La alteridad es el otro constitutivo
esencial del hombre en cuanto persona. Aparte de lo que diremos
en el apartado dedicado a la sociabilidad y a la comunidad, con
signamos en este lugar un aspecto fundamental del ser humano,
su apertura a los otros. El hombre no es un ser clausurado en sí
mismo, sino que se abre a sus semejantes desde su propia mismi
dad, como aparece en el trato con los demás. Forja su personali
dad a lo largo de su existencia en medio del mundo. Un mundo
humano precisamente no creado por él, sino heredado de sus
antepasados.
El peculiar comportamiento de la persona denota una estructu
ra dialogal constitutiva merced a una disposición especial carac
terística del espíritu, que se manifiesta en la comunicación de
las ideas y de los sentimientos. El hombre habla y ama, inter
cambia pensamientos» proyectos y afectos. Esto lo hace un ser
dialógico y solidario.
Tanto desde la psicología como desde la sociología M. Mead
y K. Raiser, al igual que W. Pannenberg desde la antropología,
ponen la fundamentación del hombre no tanto en la autoconscien-
cia del yo como en el encuentro y confrontación con el td44.
48. J. Fichte, Grundlage des Naturrechtes, en Werke II, Leipzig 1908, 43.
49. Cf. G. W. F. Hegel, La fenom enología d el Espíritu, 107-120.
50. Citado por A. López Quintás, La antropología dialéctica de F. Ebner,
en J. de S. Lucas (ed.), A ntropologías d el siglo XX, 162. Por su parte añade M.
Buber: «Sólo el hombre con el hombre es una imagen cabal»: M. Buber, ¿Qué
es el hom bre?, 150.
51. M. Heidegger, El se r y el tiem po, M éxico 1971, 135. También J. P.
Sartre, El existencialism o es un humanismo, 17, 38-39.
52. K. Marx, Sobre la religión, Salamanca 1974, 161, 163-169,
Esta doctrina, que paradójicamente hunde sus raíces en Fichte
y Hegel y que se hace explícita en Feuerbach53, alcanza su cénit
en el personalismo de la primera parte de este siglo, especial
mente en M. Buber (1878-1965), cuyo pensamiento resumimos
a continuación.
Tesis fundamental de Buber es la estructura dialogal del exis
tente humano54. Un claro intento de superar la concepción uni
dimensional del hombre acentuando la presencia del otro como
elemento constitutivo de la persona. Esta relación no es algo aña
dido, sino dimensión primordial o protocategoría que aparece
incluso antes que el encuentro con el mundo, convirtiéndose en
el hecho primigenio de la antropología. «El hecho fundamental
de la existencia humana es el hombre con el hombre»55.
Vistas así las cosas, la respuesta adecuada a la pregunta por
el hombre cabal es la reciprocidad, «estar-dos-en-recíproca-pre-
sencia». El entre o ámbito en el que el yo se encuentra con el
tú pasa a ser la expresión por antonomasia de lo que es la reali
dad humana56. Con ello no se supedita el yo al tú ni el uno es
mediación del otro, sino que ambos, en su acción recíproca, se
constituyen en los dos polos del dinamismo constructivo de la
persona de cada uno mediante su generosidad. «Si consideramos
el hombre con el hombre, añade Buber, veremos siempre la dua
lidad dinámica que constituye el ser humano: aquí el que da y
ahí el que recibe... Siempre los dos a una, completándose con
la contribución recíproca, ofreciéndonos, conjuntamente, al hom
bre»57.
La consecuencia es inevitable: en el reconocimiento del otro
como persona, el yo y el tú se hacen el uno al otro verdaderos
seres humanos. Por eso «cada hombre puede decir tú y es enton
ces yo»58. G. Bachelard y M. Nédoncelle han visto en esta ope
53. Cf. J. G. Fichte, Fichtes Werke III, Berlin 1971, 35-35; G. W. F. Hegel,
Vorlesungen über áte Philosophie d e r Religión II, en Werke XVI, 23 9 (trad. esp.:
M éxico-Buenos Aires 1981); L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salaman
ca 1975. Cf. M. Xhaufflaire, Feuerbach et la théologie de la sécularisation, Paris
1970, 246-249.
54. Entre sus escritos sobresalen; ¿Qué es el hombre?, M éxico 1949; Yo y
tú, Buenos Aires 1969; Elem entos de lo interhumano: Diálogo Filosófico (1988)
8-23. Cf. supra, 117ss.
55. M. Buber, ¿Q ué es el hom bre?, 146.
56. Cf. ibid., 147, 151.
57. Ibid., 150.
58. M. Buber, Yo y tú, 65.
ración el mutuo alumbramiento del yo y del tú, de modo que son
el uno para el otro causa y efecto a la vez59.
Semejante concepción del hombre comporta repercusiones de
gran alcance en los distintos órdenes de la vida. No se trata de
una vinculación superficial y epifenoménica. Afecta, más bien,
a su misma constitución esencial, de modo que el tú no es objeto
para el yo, ni éste para aquél. Ambos son incorporados al mismo
área ontológica convirtiéndose en horizonte de realidad mutua,
enfrente, donde cada uno se ubica en su totalidad respectiva. Esta
es la raíz de la con-vivencia verdadera. No yuxtaposición o mera
coexistencia de semejantes, sino verdadera parte formal de la
propia vida, porque, en frase de Zubiri, «en m í mismo en cierto
modo están ya los demás»60. Y esto porque la realidad humana,
que es cada hombre, desborda su individualidad y se convierte
en una «mónada» vertida a los demás en razón de su inteligencia
que la abre a las cosas y, de modo especial, al otro61.
Haciendo hincapié en este aspecto, antropólogos de la talla
de P. Laín Entralgo traducen el «ser-con» del hombre en un «ser-
para», de modo que el genitivo de la propia existencia se con
vierte en un dativo que hace de la realidad personal una misión
(realidad-para)62. Ilustramos esta idea con palabras de X. Zubiri
que consideramos altamente significativas:
«Por ser persona, todo ser personal se halla referido a alguien
de quien recibió su naturaleza, y además a alguien que puede
compartirla. La persona está esencial, constitutiva y formalmente
referida a Dios y a los demás hombres...». «El espíritu, precisa
mente por ser imagen de Dios, es también amor personal, y como
tal, difusión y efusión... Como tal, crea en torno suyo la unidad
originaria del ámbito por el cual el ‘otro’ queda primariamente
aproximado a mí desde mí, queda convertido en ‘mi prójimo’»63.
Antropólogos actuales (Gehlen, Portmann) descubren la raíz
de esta dimensión en la prematuridad progresiva percibida en el
proceso evolutivo, cuyo culmen es la especie humana. Esta com
porta una triple vertiente: deficiencia innata, capacidad de apren
a) Condición sexuada
84. Sobre este tema hemos escrito en otra parte; cf. J. de S. Lucas, Presu
puestos antropológicos del matrimonio y de la fam ilia: Burgense 24/1 (1.983) 229-
260; también en El hombre, ¿quién es?, 139-146.
85. «Cum quodlibet aliud opus convenientius iuvari possit vir per alium
virum quam per mulierem»: Summa Theologica I, q. 91, a. 1.
86. «A causa de esta diferenciación, el hombre es el principio activo, en tanto
que la mujer es el principio pasivo porque permanece en su unidad no desarrolla
da»: G. W. F. Hegel, Filosofía d e la naturaleza, 3." parte, § 369, citado por S.
de Beauvoir, El segundo sexo I, Buenos Aires 1962, 34.
es el cerebro»87. Indudablemente la división de los sexos es al
go biológico y no meramente histórico. Pero ello no autoriza a
considerarlo exclusivo ni siquiera determinante. Tampoco la ge
neración acapara la finalidad y sentido único de la sexualidad.
Por ser forma de instalación en la vida, la condición sexuada no
puede reducirse a simple hecho de la naturaleza. Comporta otros
elementos y niveles psíquicos y culturales y se adorna de una
significación existencial específica que la hacen irreductible al
estadio somático88.
Por otra parte hay que reconocer también lo que la ciencia
ha conseguido esclarecer. Científicamente está comprobada la
mixtura de caracteres biológicos masculinos y femeninos en to
dos los representantes de cada sexo. Ello demuestra que, aunque
el elemento somático es recurso y basamento necesario de la con
figuración sexual, no es, sin embargo, factor único determinante.
«Puede, pues, considerarse, escribe G. Marañón, como una
realidad, y no como hipótesis el hecho de la bisexualidad inicial
de los organismos y de su permanencia en estado latente durante
el resto de la vida»89. El profundo sentido de nuestra sexualidad
pone de manifiesto que la clave de su especificidad no es cromo-
somática, precisamente, como la del animal, sino más abarcante
y complicada.
Se sitúa allende el sustrato biológico5'0. De estos nuevos ni
veles hablamos ahora.
Elemento psíquico. A la tendencia que reduce la sexualidad
humana a un hecho de naturaleza meramente biológica, se opone
la opinión generalizada entre los psicólogos que sostiene que la
condición sexuada del ser humano consiste en la complementa-
riedad psíquica. Lo corpóreo no sería más que infraestructura
fácilmente modificable, en tanto que lo psíquico se inscribe en
la entraña de la persona con tenaz persistencia.
Con ello se revive el viejo mito andrónico de la primigenia
sexualidad escindida. La atracción entre los sexos (erotismo) es
la expresión de un deseo de recuperación. Captar en el otro sexo
(otra mitad) los caracteres que faltan al propio. Dos son los ele
87. P. Chauchard, La m aitrise sexuelle, Paris s. f., n. 5.
88. Cf. H. Doras, B isexualidad y m atrim onio, en Varios, M ysterium salutis
II/2, Madrid 1969, 803.
89. G. Marañón, Ensayos sobre la vida sexual, 150. También P, Chauchard,
La m aitrise sexuelle, 28-29.
90. Cf. R. Girard, El m isterio de nuestro tiempo. Claves para una interpreta
ción antropológica, Salamanca 1982, 108-109.
mentos básicos de esta diferenciación: el extrinsecismo masculino
y la intimidad femenina. Ambos originan una serie de aspectos
distintos y complementarios debidos al impulso reproductor del
hombre y a la receptividad de la mujer91. La actitud centrífuga
y voluntarista del varón frente al mundo contrasta con la disposi
ción afectiva y centrípeta de la mujer. De esta postura diferente
emana un conjunto de características propias de cada sexo. No
es que sean exclusivas de uno u otro. Lo que realmente los dis
tingue es la preponderancia y predominio en uno o en otro. No
ejercen de la misma manera la ternura y acogida el hombre y ]a
mujer, como tampoco son iguales en ellos el cálculo, la intuición
y otras propiedades de esta índole.
A pesar de todo, no hay razón suficiente para reducir la sexua
lidad a puro psiquismo o para atribuirle supremacía sobre los
otros niveles. Es, ciertamente, un condicionamiento real de inne
gable importancia, pero no el único. Más aun, el elemento psico
lógico depende en buena medida del biológico y viene determina
do también por el sociocultural, como veremos. Los sentimientos,
tendencias, inclinaciones y afectos comportan un componente bio
lógico y cultural muy estimable. Asimismo es obligado reconocer,
lo mismo que en el nivel anterior, el intercambio de propiedades
psíquicas en cada sexo, de modo que la mezcla y las atenuaciones
son mayores, si cabe, en este orden que en el biológico.
Elemento sociocultural. Está muy extendida la opinión que
intenta explicar hoy la sexualidad por factores socioculturales
y ambientales más que por elementos biológicos y psíquicos. A
ello contribuyen los estudios de M. Mead, los ensayos de S. de
Beauvoir y las teorías de un buen número de antropólogos mar-
xistas92. La raíz de esta interpretación está en el hecho de que
la sexualidad adopta formas diversas en cada cultura y en las
distintas religiones de los pueblos. Apoyados en esta observa
ción, los sustentadores de esta teoría concluyen que la relación
entre hombre y mujer 110 obedece a estructuras naturales biológi
cas y psíquicas, sino al contexto cultural en que viven y se for
man. La sociedad impone a los individuos unos cánones de con
93. Cf. R. Bastide, La sexualidad entre los prim itivos, en Varios, Estudios
sobre la sexualidad humana, Madrid 1967, 57-61.
94. S. de Beauvoir, El segundo sexo II, 538,
95. Cf. K. A xelos, Freud, analista d el hombre, en Varios, La nueva imagen
del hombre, Buenos Aires 1971, 52.
96. S. de Beauvoir, El segundo sexo I, 16; II, 167, 544.
cientemente estas diferencias. Es, por tanto, obra de la cultura,
más que de la naturaleza.
Ni que decir tiene que esta interpretación pone de relieve un
aspecto incuestionable de la sexualidad humana97. Pero reducir
ésta a mero producto cultural es desfigurar y minimizar la misma
realidad que habla claramente de otros factores e ingredientes. Es
verdad que el hombre y la mujer son seres incumplidos y en vías
de desarrollo impulsados por fuerzas socioculturales que los mo
delan y configuran. Pero no es menos cierto que éstas no actúan
en el vacío. Tienen una base de operaciones de orden biológico
y psíquico innegables que son el principio de sú diferenciación.
Resumiendo, biología, psicología y cultura son imprescindi
bles e indisociables a la hora de determinar la condición sexuada
del existente humano. Pero ninguno de estos elementos es pre
ponderante ni exclusivo. Ser hombre o ser mujer son dos modos
de existir humanamente, biográficamente, en un orden social que
no se regula solamente por leyes biológicas y psíquicas, sino por
un código o normativa, con base en la cultura, que protege a su
vez lo biológico y lo psíquico. Por eso hay que admitir la con
clusión de que «la biología es un condicionamiento de la bise
xualidad, pero no un elemento explicativo suficiente. Es necesa
ria, además, una cultura con sus normas correspondientes»98.
Los diversos ingredientes forman un entramado compacto que
configura esta dimensión o condición desde la que todo ser hu
mano vive su vida. Lo biológico es coloreado por lo psíquico,
y lo cultural hace de la sexualidad humana una realidad específi
camente distinta de la animal. Hombre y mujer viven su vida hu
mana de modo diferente merced a su sexualidad. En ella se reve
la el misterio de la persona, ya que es la puerta de entrada y de
salida del mundo personal, esto es, el modo de percibir y aceptar
al otro99.
100. Cf. P. Laín Entralgo, Creer, esperar, am ar, Barcelona 1993, 199.
101. Cf. ibid.
102. Cf. ibid.
El campo relacional que surge ahora comprende estos tres mo
mentos: coejecutivo, coafectivo y cognoscitivo. El primero, por
que el yo y el tú realizan conjuntamente sus respectivas vivencias
de intimidad; el segundo, en cuanto que hay un intercambio de
sentimientos que cada uno reproduce en sí mismo (compasión,
congratulación); el tercero, porque se capta la interioridad del
otro a través de sus manifestaciones externas (palabras, gestos,
llanto, sonrisas, etc.). Estos tres momentos crean un horizonte
de proximidad y de encuentro en el que es posible la efusión y
la dádiva, así como la recepción de lo que se anhela. En ellos
se cumple la doble dimensión del amor humano: el eros (necesi
tante) y la agápe (dadivosidad).
El amor interpersonal cristaliza, según Laín, en cuatro formas
diferentes: benevolencia (querer el bien del otro), beneficencia
(procurar el bien al otro), benefidencia (confiar mi bien al otro),
benedicencia (hablar el bien del otro). A través de estas cuatro
formas el yo comunica su bien (su ser) al tú sin destruirse ni
difuminarse, sino recuperándose como persona en la entrega que
hace de sí mismo. Teilhard de Chardin lo expresó con su consa
bida fórmula: el amor diferencia y personaliza103.
Amor como fa cto r de personalización104. La función perso
nalizante del amor estriba en su poder unitivo y de crecimiento
espiritual, que eleva a las personas por encima de sí mismas en
el acto mismo de unión. «La unión, escribe Teilhard, personaliza
con una condición: que los centros por ella agrupados se acer
quen entre sí, no ya de cualquier modo —obligado u oblicuo—,
sino espontáneamente centro a centro; es decir, amándose»105.
Como personas, diríamos nosotros, que han conquistado un grado
ontológico tal que les permite continuar siendo ellas mismas en
la donación que hacen de sí, en virtud precisamente de la bondad
(efusión) que entraña su particular forma de ser.
Si la nota esencial del amor es la oblación desinteresada, no
puede disminuir ni empobrecerse en el acto de su cumplimiento,
la autodonación, sino todo lo contrario. Se fortalece con su ejer
cicio de modo que acreciente el ser de las personas que se aman.
«La verdadera fecundidad, añade Teilhard, es la que asocia a los
1. La libertad en el hombre
a) Fenomenología de la libertad
b) M etafísica de la libertad
33. Cf. L. de Raeymaeker, Filosofía del ser, Madrid 1962, 246. También
nuestro trabajo: J. de S. Lucas, La libertad en e l hom bre: Verdad y Vida 92
(1965) 643-663.
34. «Liber est quod sui causa est»: C. Cent., 1. 2, c. 48.
35. D e verit., q. 24, a. 2c; cf. q. 22, a. 1 y 5; C. Gent., 1, 2, c. 48; Summa
Theologica I, q. 82 y 83.
36. Summa Theologica I, q. 59, a. 3.
37. Summa Theologica III, q. 34, a. 3, ad 1.
En resumen, la esencia de la libertad sólo se comprende desde
la peculiar conducta de la persona humana como espíritu encar
nado. Por su condición espiritual el ser humano está constitutiva
mente abierto a la realidad y se mueve en el área del ser, cuyas
propiedades trascendentales son la verdad y el bien o valor. Pero,
debido a su encarnación y corporeidad, la persona existe en el
mundo entre las cosas y con los hombres y no frente a la bondad
desencarnada y absoluta. Por eso tiene que determinarse y optar
por bienes parciales y valores concretos con vistas siempre a la
perfección que la conquista de éstos le procura.
Pues, bien, en este poder de autodeterminación consiste preci
samente la libertad del hombre, obra conjunta del entendimiento
y la voluntad38.
2. La historicidad humana
dad, sobre el yo»: X . Zubiri, La dimensión histórica d el ser humano, 55-56. Cf.
I<¡., Sobre e l hombre, 200-204, 212, 618-630.
64. Cf. I. Kant, C rítica de la razón pura II, Buenos Aires 1976, 381.
65. K. Jaspers, La filosofía, M éxico 1957, 54.
DIMENSION TRASCENDENTE DEL SER HUMANO
10. «Toda realidad humana es una pasión, por cuanto proyecta perderse para
fundar el ser y para constituir al mismo tiempo un en-sf que escape a la contin
gencia siendo fundamento de sí mismo, el Ens causa sui que las religiones llaman
Dios. Asf, la pasión el hombre es inversa a la pasión de Cristo, pues el hombre
se pierde en tanto que hombre para que nazca Dios. Pero la idea de D ios es
contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil»: J. P.
Sartre, El se r y la nada, Buenos Aires 1972, 747, 754, 759-760. «El hombre es,
ante todo, un proyecto que se vive subjetivamente», de ahí la «imposibilidad del
hombre de sobrepasar la subjetividad humana»; Id., El existencialism o es un
humanismo, Buenos Aires 1972, 16, 17. «El hombre no es nada más que su vida»,
por eso, «el destino del hombre está en él mismo»; ibid., 28, 29, 31.
11. «En toda conciencia humana surge fuertemente el sentimiento de que
la voluntad no es ni su principio, ni su regla, ni su propio fin...». «El hombre
siente hasta la angustia que no es ni su autor ni su maestro»; M. Blondel, L'Ac-
tion, 324. Cf. J. Maréchal, El punto de partida de la m etafísica V, Madrid 1959,
358-421.
no son adventicias ni convencionales. Se inscriben en la misma
esencia del hombre que, ni autofundado ni existiendo para siem
pre, tropieza con la cuestión del origen y del destino, de modo
que el misterio de la muerte se le presenta como enigma de la
vida misma. ¿Ser, para no ser definitivamente? ¿ir a más, para
venir a un menos absoluto? El hecho de la historicidad humana
desmiente la respuesta afirmativa12 a estos interrogantes.
Lo que se ventila, en último término, no es tanto fel funda
mento como el fin último del hombre. Un interrogante que no
se circunscribe a ninguna de sus dimensiones en particular, sino
que afecta a la persona entera. Más que soluciones parciales, se
postula la solución total del individuo y de la humanidad. Una
solución que debe ser explicación incondicional y última susten
tada en un fundamento absoluto13. Ni más ni menos que lo que
Kant pretendió responder a sus cuatro célebres preguntas14.
Si el hombre existe proponiéndose fines que supera sin cesar,
es obvio que en su hacerse apunte siempre a una meta más alta
allende toda conquista particular. Es el presupuesto y la condi
ción de todos los fines particulares, así como el punto de conver
gencia de los mismos. Indudablemente el hombre existe a la bús
queda de un porvenir definitivo que rebasa todos los marcos par
ciales y lo inscribe en la órbita de lo absoluto. En todas sus di
mensiones por las que se relaciona con los diversos estratos de
la realidad (cósmica, humana, histórica, escatológica) tiende el
hombre a este orden de ser y en él compromete todas sus activi
dades específicas: cognoscitivas, volitivas y operativas, pero sin
que ello implique una respuesta positiva a priori, ni siquiera res
puesta alguna .
c) El procedimiento
55. P. Teilhard de Chardin, Las direcciones del porvenir, Madrid 1984, 160-
161.
comporta un alto grado de espiritualización que permite a la hu
manidad abandonar su soporte espaciotemporal e instalarse en
un marco de nuevas relaciones como medio adecuado de supervi
vencia (novum ultimum)56. Es la única garantía de perdurabili
dad de la obra humana allende la temporalidad. «El vicio radical
de todas las formas existentes de fe en el progreso, tal como se
expresan en los símbolos positivistas, es el no eliminar de una
manera definitiva la M uerte»57.
Ni que decir tiene que el futuro humano tiene que ser tal que,
cumplidas todas las posibilidades de la persona, supere las limita
ciones (negatividades) inherentes a la instalación espaciotemporal
y se instale en la irreversibilidad, en la trascendencia. «Entonces
llegará para el Espíritu de la Tierra el fin y la coronación»58.
Tres son los tiempos en que Teilhard enmarca su concepción
del ser humano: centrarse sobre sí mismo (mismidad), descentrar
se sobre el otro (alteridad), sobrecentrarse en uno mayor (trascen
dencia)59. Ante el acoso de la entropía bajo sus múltiples for
mas, este último momento es la única salida del espíritu encarna
do, porque sólo él puede garantizar la permanencia de la persona
humana más allá de la muerte. «La Realidad en la que culmina
el Universo no puede por tanto desarrollarse a partir de nosotros
más que conservándonos: en la Personalidad suprema, no pode
mos por menos de encontrarnos personalm ente inm ortaliza
dos» . Con estas premisas Teilhard enuncia una de las cuestio
nes más acuciantes de la antropología, la muerte y la inmortali
dad del hombre. De esta cuestión, de la que hemos dado cuenta
ya en otra parte61, nos ocuparemos en el apartado siguiente.
Por lo que respecta al tema tratado en las páginas que prece
den, baste decir que el ser humano apunta en su proyecto vital
a un futuro-plenitud sin límite en el tiempo ni fijado en realiza
ciones históricas que siempre llevan el marchamo de la caduci
dad. Aspira a un futuro absoluto capaz de proporcionarle ese más
84. «Pero el ser separado de] cuerpo está fuera de la razón de su naturaleza,
e igualmente entender sin imágenes (síne conversione ad phantasm ata) le corres
ponde no naturalmente. Y, por tanto, para eso se une al cuerpo, para ser y obrar
según su naturaleza»: Summa Theologica I, q. 89, a. le .
del ser humano un construeto sustantivo, una realidad esencial
o, como dice Zubiri, una sustantividad que realiza una actividad
psicoorgánica85.
Si esto es así, la muerte biológica comporta la destrucción
de la sustantividad humana caracterizada por su mundanidad. Zu
biri describe este hecho real y no mera vivencia de la siguiente
manera: «Al morir, quien se va es el cuerpo, la vida orgánica:
no consiste morir en que el psiquismo se despide del cuerpo, sino
en que el cuerpo se despide del psiquismo, en que uno se queda
sin la vida que se va. Cuando esto sucede, la sustantividad huma
na deja de existir»86.
Pero no acaban aquí las cosas. La riqueza ontológica adquiri
da por el hombre en su decurso existencial es un patrimonio que
no puede perder de la noche a la mañana. Es un plus de realidad
o densidad ontológica que no se aviene con la nada o desapari
ción total,
A estas alturas de la reflexión antropológica, el problema de
la supervivencia no se plantea tanto desde la estructura como
desde el sentido. Tampoco se expresa en términos de demostra
ción filosófica estricta. Ni siquiera la proponen así aquellos que
hasta hace poco tiempo hablaban de pruebas racionales de la
inmortalidad del hombre, como M. Blondel y J. Maritain./Estos
filósofos encuadran hoy dicha prueba en un marco existencial
amplio donde tienen mucho que ver las convicciones religiosas,
las tradiciones culturales y las certezas filosóficas, así como el
dato existencial87. El mismo Platón, que fundaba la inmortalidad
del alma en su ser increado, no concedía más que cierta «proba
bilidad» a los argumentos racionales, dada la problematicidad
del conocimiento natural, e invocaba el auxilio de la religión
para llegar a la certeza88. Por eso la cuestión de la inmortalidad
ha derivado hacia el campo del sentido y se plantea desde las
exigencias de ultimidad de la persona.
2. Desde el sentido de la vida. El tema del sentido ha sido
tratado en páginas anteriores. Lo retomamos ahora con vistas a
91. «Como si mi vida poseyese un sentido que está en mí, pero que no viene
únicamente de mf, ni finalmente de mí»: A. Dondeyne, Fe cristiana y pensamiento
contem poráneo, 201.
92. Cf. K. Rahner, Tod, en LThK X, Freiburg 1965, 224.
Para el cristiano, lo que sobrevive y es inmortal no es el alma
—una parte del hombre— , sino el hombre íntegro, la persona
humana completa93. Ahora bien, esto es sólo posible por una
acción resurreccional de Dios, no ejercida sobre el vacío total
— «in nihilo»— , sino en el espesor ontológico adquirido por la
persona en su incesante distanciamiento de la nada a lo largo de
su historia. No es que el resucitado sea otra persona que la que
alentó y se fue fraguando en la temporalidad, sino la misma
llegada a su plenitud. De esta manera queda completamente a
salvo su identidad post mortem.
Fieles a este concepto de persona, Ratzinger desde la teología,
X. Zubiri desde la filosofía y P. Laín Entralgo desde la antropo
logía coinciden en interpretar la muerte y la supervivencia del
hombre como modo de ser propio de una estructura abierta y
argumental irreductible a la suma de sus elementos. «Lo que ha
madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal
y de la corporeidad espiritual, comenta Ratzinger, permanece de
modo distinto»94.
X. Zubiri añade por su parte: «Pienso por esto que no se
puede hablar de una ‘psique’ sin organismo. Digamos, de paso,
que cuando el cristianismo, por ejemplo, habla de supervivencia
e inmortalidad, quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino
el hombre, esto es, la sustantividad humana entera. Lo demás no
es de fe». Y esto pensaba Zubiri que tenía que ser por una acción
re-creadora y resurreccional95.
P. Laín Entralgo interpreta así estas afirmaciones: «Tras la
muerte física, un misterioso designio de la sabiduría, el poder
y la misericordia infinitas de Dios, hace que el hombre que mu
rió, el hombre entero, resucite a una vida esencial y misteriosa
mente distinta de la que en este mundo mostraba como materia,
espacio y tiempo. Más allá de la inmaterialidad, de la espaciosi
dad y la temporalidad, el hombre vivirá según lo que su vida en
el mundo hubiere sido»96.
97. Cf. L. Cencillo, Ultima pregunta, Salamanca 1981, 333; J. Marías, Antro
pología m etafísica, 307.
98. P. Teilhard de Chardin, El fenóm eno humano, 202.
99. Cf. P. Laín Entralgo, La antropología de la esperanza, Madrid 1978, 161-
194, 263-274. Asim ism o J, de S. Lucas, La idea del hombre en P. Laín Entralgo,
en Id., Nuevas antropologías del siglo XX, Salamanca 1994, 17-41.
CONCLUSION
I
E ST A T U T O E P IST E M O L O G IC O
D E L A A N T R O P O L O G IA F IL O SO F IC A
II
L A E S T R U C T U R A D E L SE R H U M A N O
N IV E L E S O N T O L O G IC O S D E L H O M B R E