Está en la página 1de 2

DOS LECTORES

Por Lilia Ferreyra *

En el año ’82 viajé a España desde México, donde estaba exiliada. En Madrid conocí a Martín
Grass, sobreviviente de la ESMA, con quien hablamos durante una larga noche sobre la historia
del horror en ese centro clandestino. Mi primera pregunta fue ¿qué pasó con Rodolfo?
Escuché la descripción pausada, casi cuidadosa, de la imagen brutal de la muerte que vio en el
sótano de la ESMA: el cuerpo acribillado de Rodolfo, con el pecho cortado por una diagonal de
impactos, tirado en el cemento frío. Martín lo reconoció y se estremeció. Había visto otros
muertos por las balas, pero nunca un cuerpo al que le hubieran disparado con tanto odio,
quizá porque querían agarrarlo con vida y Rodolfo se resistió para impedirlo. ¿Y qué hicieron
con él?, pregunté. No sabía; suponía que quizá lo hubiesen quemado, porque difícilmente
preparaban un vuelo para tirar sólo un cuerpo al río. En estos casos, en la ESMA solían
desaparecerlos con lo que ellos llamaban un “asadito”.

–¿Y con todos los escritos de Rodolfo que estaban en la casa de San Vicente?

–Llevaron todo a la ESMA. Allí pude leer los documentos críticos sobre la política de
Montoneros que escribió como aportes internos de la organización.

Sentí que después de casi cinco años desde su desaparición, aquella imagen de Rodolfo
tecleando de noche o de día, escribiendo las historias, corrigiendo los textos que sólo yo había
leído, porque eran los escritos inéditos que había ido acumulando en los años de
clandestinidad, esa imagen tan nítida en mi memoria comenzaba otra vez a corporizarse. No
habían destruido esos papeles. Con ansiedad, intenté que Martín recordara qué otros textos
había leído. Estaba la carpeta con sus memorias, los borradores de los cuentos El 27, El Aviador
y la bomba, Ñancahuazú. Veía el esfuerzo en su cara y su mirada pedía disculpas.

–¿Y el cuento terminado, pasado en limpio, Juan se iba por el río? Empezaba así: “Juan Antonio
lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa.” Es su
último cuento, el que escribió desglosando el material de la novela que ya había decidido no
escribir. Es la historia del argentino derrotado del siglo XIX; del último argentino antes de la
grandes inmigraciones. Del hombre del pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de
tropa en tropa; que sobrevive a su tiempo y ya viejo, recorre la memoria de su vida y de la
época en que vivió. Que luchó junto con su amigo el negro Ansina en batallas que no eran las
suyas, como la noche antes de Cepeda, cuando los hicieron formarse para escuchar la arenga
del general Mitre, quien los exhortó a combatir por la Patria y entonces el negro lo mira a Juan
y le dice: “En la patria de ellos, yo me cago”.

Martín se sonrió y dijo: Yo leí ese cuento; lo leí allí en la ESMA.


Una alegría extraña, una excitación indecible me sacudió. Había empezado a contarle el cuento
y Martín me interrumpió para continuar el relato. No era la única depositaria de esa memoria.
Había otro lector y con ese lector recordamos escenas del cuento: Juan mirando pasar la
cureña con el féretro de San Martín cuando sus restos fueron repatriados, entre batallones de
antiguas tropas; Juan sentado en un banquito a la orilla del río, entre el recuerdo de su pasado
y el deseo de poder llegar alguna vez al otro lado del Plata, donde en la lejanía había podido
ver en días claros las casitas blancas de la colonia; la gran bajante del Río de la Plata, la
mortandad de los peces, y el final, Juan montado en su caballo, cruzando el lecho seco hacia
ese horizonte que se esfumaba...

Le conté a Martín que cuando Rodolfo me leyó el último párrafo le había preguntado si Juan
llegaba al otro lado del río. “No sabemos” dijo. Hasta allí acompañó a su personaje; no quiso
definir su destino. Por eso Juan no “se fue”; el verbo no cerraba la acción, Juan “se iba”. En esa
la larga noche, supe que el final abierto del cuento también había sido para mí una metáfora
de esos meses del ’77 en que creí que Rodolfo podía estar vivo; una esperanza, el deseo de
ganarle a la muerte, al destino; una esperanza a su vez aterradora por la tortura sin límite en el
tiempo con que vejaban a los prisioneros para quebrarles “la dignidad que ustedes mismos
han perdido”, como acusó Rodolfo a la junta militar.

Afuera amanecía sobre Madrid, la ciudad donde dos sobrevivientes, uno de la ESMA y otro en
el exilio, estuvimos hilvanando una memoria que pudo haberse perdido. Ya era de día cuando
los dos únicos lectores de Juan se iba por el río nos despedimos con un abrazo.

¿Los dos únicos lectores?

* Mujer y compañera de Rodolfo Walsh.

También podría gustarte