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Juan Rivano

Sentido y sinsentido
(Edición a cargo de Emilio Rivano)

Este texto de Juan Rivano fue facilitado por Emilio


Rivano, quien al mismo tiempo es responsable de su
edición.
D O C UM E N T O

Juan Rivano

Sentido y sinsentido

Cualquiera sea la persona de nuestro tiempo medianamente cultivada, habrá leído o escuchado
hablar de las distintas y variadas tesis antropológicas que pugnan por ser fundamentales acerca
del hombre: qué es, cuál es su esencia o naturaleza, cuál su destino o sentido. Hasta puede decirse,
dada la riqueza y abundancia de nuestra era de información, que todos de un modo u otro, hemos
oído o leído de todas las tesis que han surgido con el correr de los siglos y que se muestran, aquí y
allá y de algún modo, vigentes hasta nuestros días.
Parece que la más antigua de todas es la tesis dualista, que considera al hombre como una
creatura formada de dos sustancias distintas y separadas: el alma y el cuerpo; donde el alma es la
parte racional y pensante, y el cuerpo la parte instintiva y emocional.
Con Demócrito vemos surgir una tesis opuesta según la cual el hombre no consiste en más
que átomos materiales, sea que consideremos su cuerpo, sea que consideremos su alma.
Mucho más antigua, pero formulada y argüida por Platón, es la tesis espiritualista, de acuer-
do a la cual el hombre es esencialmente el alma, y sólo accidentalmente el cuerpo.
Tesis a la que se opone la de otros que niegan la índole racional del hombre y afirman su
naturaleza esencialmente instintiva. O que resuelven todas las tesis espiritualistas a pura reverbe-
ración, epifenómeno o cualidad de la materia orgánica.
No tan remota, pero de antigua tradición, es la tesis según la cual el cuerpo y el alma son
realidades distintas pero inseparables: no hay alma sin cuerpo ni cuerpo sin alma.
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También oímos con frecuencia que el hombre es un ser esencialmente social. Tesis a la que
se opone exactamente la que afirma que el hombre es esencialmente un individuo.
También se combinan éstas dos últimas: individuo y sociedad van juntos y de modo
inseparable.
Y por fin, la más popular y simple que de niños nos suministra la escuela elemental y según
la cual el hombre es un animal racional.
Con Protágoras aparece una tesis radicalmente distinta para la cual todas las tesis anterio-
res no son más que opiniones sobre la naturaleza del hombre; opiniones que se sostienen o no
según la opinión del hombre mismo, que es la medida de todas las opiniones, sea que afirmen sea
que nieguen lo que sea.
Sobre el sentido o destino de la existencia humana, las opiniones se dividen así:
La que tiene buenas opciones de ser la más primitiva es la tesis que identifica la existencia
del hombre con la existencia de todos los animales, los cuales existen sin más destino que comer,
beber, reproducirse y desaparecer. Como reza Eclesiastés: “El destino del hombre no difiere del
destino de los animales”.
También muy primitiva es la tesis de la sobrevivencia y eternidad del alma humana, tema al
que Platón dedicó las páginas más hermosas y persuasivas de sus diálogos.
También hay la tesis muy moderna que considera al hombre como el resultado final de la
evolución química de la materia a partir de una suerte de plasma originario.
Finalmente, hay esta afirmación acerca de los temas del sentido y el destino de la existen-
cia humana: Que no son otra cosa que absurdidad y estulticia. Otra vez Eclesiastés: “Nada tiene
sentido; todo viene del polvo y al polvo vuelve”. Muchos sabios han llegado a esta conclusión, espe-
cialmente en nuestro tiempo en que la astronomía ha dejado establecido que todo nuestro sistema
solar es una minucia dentro de nuestra galaxia que a su vez es una minucia entre todas las galaxias.
Me parece que lo anterior reduce a sus raíces todas las doctrinas que circulan en nuestro
tiempo acerca del hombre, su naturaleza y su destino. Por ejemplo, cuando se pregunta por el
puesto del hombre en el cosmos, unos dicen que se encuentra entre los animales, otros que en
las alturas celestes; cuando se pregunta por la vida del hombre, unos dicen que es la vida de su
espíritu, otros que consiste en los procesos orgánicos de su cuerpo; cuando se pregunta para qué

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vivimos, unos dicen, para disfrutar, otros dicen, para reproducirnos, otros dicen, para alcanzar la
vida eterna; cuando se pregunta por qué vivimos, unos responden que por puro azar y sin designio,
otros por la fuerza y voluntad de potestades celestiales, otros que por simple necesidad de las leyes
físicas y químicas de la materia.

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Anoto todo lo anterior como opiniones corrientes, tratando de averiguar si me sirve de apoyo algu-
no de estos numerosos puntos de vista cuando trato de entender el ser que soy yo. En especial, el ser
que padece desde hace ya unos diez meses esa peste contemporánea que se nombra “depresión”.
Debo suponer que la padezco, por lo que leo, por la opinión de mis doctores, por la experien-
cia de los otros, por las investigaciones de la neurofisiología, por los testimonios que aparecen en
el cine y en la televisión.
Mi doctora me dice lo que ya suponía yo por mis informaciones y mi propia experiencia: que
“depresión” es un nombre genérico, que hay muchas especies de depresión. Pero, parece ser que
hay rasgos que van en todos los casos: desánimo, falta de apetito, retraimiento, angustia, insom-
nio, cansancio.
Pero, en especial, muy en especial en mi caso, se muestra un rasgo, del que he venido a
saber que es fenómeno muy conocido entre psiquiatras, médicos y neurólogos. En inglés, he oído
nombrarlo “mental panic”, y en sueco “panikångest”, que es “angustia de pánico”. Los farmacólo-
gos hablan de “desequilibrio químico en el cerebro”, desequilibrio que se debe a la insuficiencia de
las sustancias necesarias al equilibrio mental. Importante entre ellas es la serotonina, que entra en
la composición de la tableta que tomo día a día. Esta carencia del cerebro se refiere al sistema de
comunicaciones que en él opera para mantener la armonía de su funcionamiento.
De niño, oí hablar de “demencia senil” y “desarreglo mental”. En el liceo y después en mis es-
tudios elementales de psicología supe de la “esquizofrenia”, la “personalidad múltiple”, la “pérdida
de identidad”. También de niño, conocí personas de las que se decía que “no tenían uso de razón”,
que “no estaban en sus cabales”, que “habían perdido el juicio” o que (como diría Cervantes) se
les había “secado el cerebro”. Desde siempre y hasta muy tarde en mi vida sentí en estas personas

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algo ajeno que impedía un contacto normal y que me apartaba de ellas con disgusto y temor. Sólo
después de mis lecturas de psicología y mi experiencia pude superar en parte el temor y repudio de
estos “seres anormales”. En especial, cuando aparecieron entre mis compañeros, mis amigos, mis
alumnos y hasta en mi propia familia.
Estados mentales de extraña connotación me tocó experimentar a veces. De niño, por
ejemplo, antes de dormir trataba de captar en mi pensamiento lo infinito del universo, la cesa-
ción entera de mi vida, la captación de la nada. Todo ello me causaba angustia y sentía amargura
en la garganta y miedo de enloquecer. Alguna vez, siendo ya un hombre, experimenté estados de
“percepción pura” en que un objeto, un entorno, se manifestaba como de suyo y entero y sin re-
lación a nada. Estudiando a Bradley, recuerdo una tarde de camino por la Avenida Diagonal, en
Concepción, en que sentí mirando hacia los cielos lo que acaso fuera el estado de iluminación de
que hablan los místicos: Todo quedaba abarcado en una simple y sublime experiencia.
También me vino de pronto, leyendo a Hume, un sudor de angustia intelectual al entender
que no había en el mundo nada esencialmente vinculado con nada. No sé si a Kant le ocurrió algo así,
pero tendría que haberle ocurrido, siquiera como un impulso para refutar el escepticismo de Hume.
Más atenuados, pero no sin angustias, fueron mis estados mentales leyendo a Russell. Para
este pensador, la experiencia toda podía considerarse resuelta en términos de átomos. Por ejem-
plo, veo el sol; pero no es el sol actual, sino el-sol-de-hace-ocho-minutos; veo Sirio, pero no el Sirio
actual, sino el Sirio-de-hace-85-años. Oigo algo en la distancia; pero no suena inmediato en mis
oídos sino después de recorrer un espacio de acuerdo a la velocidad del sonido.
No tengo la menor noticia de los estados mentales que sufrieron personas como Breughel
y Bosch, ni de si tienen relación con la pintura que nos dejaron. Pero sí he leído del mismo Buñuel
cómo veía él el mundo; y tanto como para estar seguros de lo que trató de comunicarnos con su cine.
Está, por fin, el preferido de mis preferidos; el deformador de los deformadores: Edward
Lear. Quisiera decir que él representa mi último y definitivo contacto con la filosofía académica, el
broche y la carcajada final.
Al que sólo sigue el último de los últimos: Koheleth, el Predicador de Jerusalén.

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Lo primero, en el caso de mi depresión, es la baja de energía y el desánimo. Sobre todo al despertar.


No tengo ánimo para levantarme y me descorazona la anticipación de la ducha. Tengo que esforzar-
me para hacer mi cama; la hago muy a la ligera, y al mirarla hecha siento ganas grandes de volver
a acostarme. He dejado mis lecturas importantes, y me tomó mucho tiempo escribir un día con otro
algunas líneas en el llamado “disco duro”.
No tomaron mucho tiempo en aparecer las dificultades para “entrar en el sueño”. Al comien-
zo sentía el terror de las pesadillas. Mi imaginación por su sola cuenta formaba barreras de odiosas
imágenes que no podía traspasar. Se me ocurrió recurrir al whisky y después a las píldoras somní-
feras. Pero el estado de desarreglo y tormento mental comenzó a asediarme por las mañanas. No
podía soportarlo, pero al mismo tiempo me abandonaban las fuerzas para levantarme y ducharme.
Creo que en mi libreta de notas o en alguna carta a mis amigos conté mi primera impresión
de esos estados mentales de absurdo desarreglo: además de una deformación irónica, sutil y muy
cruel de mis imágenes, experimentaba algo que se me ocurrió llamar “poder reductor de la depre-
sión”. Los objetos o las situaciones o las personas en que pensaba quedaban aislados, se mostraban
desnudos; su desnudez y su desconexión de todo se hacían cada vez más intolerables y más temi-
bles. Sentía terror que podría también llamar “terror de la verdad desnuda”, o sea, de la miseria y
la precariedad de todas las cosas. Tenía que apartarme, volverme en el lecho, encender la lámpara,
abrir bien los ojos buscando un amparo imposible en las cosas reales de mi cuarto.
También, en esa primera época de mi depresión, se me ocurrió pensar en Lear, cuyos lime-
ricks famosos traduje hace unos años al español. Comentándolos, después, en otro libro sobre el
sinsentido, escribí que Lear parece percibir las cosas tal cuales, sin relación, sin referencia, sin va-
lor. También -después de experimentar seguidamente este desarreglo y atomización mental- me
dí a pensar (en las horas en que la depresión me hacía la gracia de desaparecer por algún tiempo)
en Hume, en Kant, en Bradley, en Russell; en la idea de un sujeto trascendental de la experiencia,
en el ego cogito cartesiano, en las construcciones lógicas de los neopositivistas.
Sólo después de mi diagnóstico médico y mis píldoras antidepresivas, recurrí de manera
más concreta a lo que por años de años pasaba y repasaba en mis clases y escritos de filosofía: la
relación de la mente y el cerebro. De psicología y neurofisiología sólo sé por mis lecturas, que no
son escasas. Aunque nunca estuve en un laboratorio, como no fuera de paso, tuve durante un año

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de universidad clases de psicología avanzada. Pero, lo único de concreto que se me ofrece ahora es
mi depresión misma, sus alternaciones, su tratamiento y su medicina. Es poco o nada en términos
estadísticos; pero tiene para mí un peso de veinticuatro quilates.
Uno de los problemas filosóficos que me dio más trabajo y más angustia que sufrir durante
toda mi vida, fue lo que para muchos representa la cuestión fundamental de la filosofía, a saber,
la relación entre el pensamiento y la existencia: si el pensamiento piensa lo existente o si no es la
existencia sino la apariencia lo que piensa.
Por lo que a uno le cuentan, parece que Parménides fue el primero que percibió este pro-
blema y propuso una solución tajante y paradojal que dice así: El pensamiento y la existencia son
idénticos. Todo lo existente es pensable y todo lo no-pensable es no-existente.
Bradley me hizo notar que la esencia del argumento ontológico consiste en la deducción de
la existencia a partir del pensamiento. Durante mi discipulado bradleyano llegué a preguntarme si
no era toda la historia de la filosofía un despliegue, un desarrollo, una explicitación del postulado
de Parménides; de si no era el “cogito ergo sum” cartesiano un intento de ir del pensamiento a la
existencia vía intuición; de si no era la Monadología de Leibniz una gran construcción matemá-
tica, a priori y ad hoc al problema del pensamiento y la realidad; de si no eran la Idea de Hegel
o el Absoluto de Bradley la culminación de ese impulso que traía la originaria y original tesis de
Parménides.
Tratando de pensar lo que sea, si resulta contradictorio, es imposible que sea real. Esa fue
la piedra de toque que penó sobre los pensadores que sucedieron a Parménides hasta el tiempo en
que apareció Platón. Éste, considerando a Parménides como el padre de todos, fue el primero que
intentó el “parricidio”, sugiriendo la tesis según la cual lo que no es, de alguna manera es, anun-
ciando así el comienzo del pensamiento dialéctico.
A estas tribulaciones se añadieron las que vinieron con Hume, para quien no sólo no hay nin-
gún tránsito lógico que lleve del pensamiento a la existencia sino que no hay en los asuntos huma-
nos ninguna relación lógica con excepción de las relaciones matemáticas. Con lo que por primera
vez en filosofía apareció lo que podemos nombrar en inglés y a la moderna, la “black box kantiana”.
Kant parte al revés de todos: No cuestiona la realidad de la ciencia -para él incuestionable- sino que
se pregunta cómo es posible. Así, dedujo Kant el espacio, el tiempo y las categorías como formas

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sin la cuales no es posible la experiencia. Más todavía: fue el primero que se preguntó por la unidad
de la experiencia, la que identificó con el ego cogito cartesiano, sello que llevarían todas nuestras
percepciones.
Y a este extremo han llegado mis estados de depresión en su grado más alto de “pánico de
no existir”, “pánico de despersonalización”, “espanto de dispersión”, “sudores de nadificación”: al
extremo de percibir por vía de ausencia lo que se designa en gnoseología “unidad de la experien-
cia”. Mis médicos la entienden como carencia cerebral, como incapacidad del cerebro de producir
en la cantidad necesaria la sustancia que se encarga del sistema cerebral de intercomunicaciones.
Cuando ingresé a estudiar filosofía y matemáticas a la universidad, Husserl imperaba en
el departamento de filosofía y Russell en el de matemáticas. Ambos rechazaban lo que llamaban
“psicologismo” como “irrelevant considerations of mind”. El método de Russel era una suerte de
atomismo lógico-matemático; el de Husserl, un esencialismo fenomenológico. Husserl era el que
me daba más que pensar. La experiencia evidente era, para él, “eidética”. O sea, la experiencia evi-
dente por antonomasia, el “cogito ergo sum”, no implicaba nada sobre la existencia del ser pensan-
te o de lo que fuera. En otras palabras, el método fenomenológico suspendía la “tesis existencial”
que acompañaba a la conciencia ordinaria. Como para quedarse pensando largo.
Igual o más de largo se quedaba uno pensando con la lectura de Hegel: Éste también hablaba
con un tono casi despectivo de la “conciencia ordinaria o natural” y afirmaba que la filosofía apare-
ce cuando el mundo de la conciencia ordinaria se rompe.
Tenía por ese tiempo la impresión de que los estudiantes de filosofía vivían fuera del mundo
de la conciencia ordinaria, que miraban el mundo por encima de lo “factual”. También ocurría lo
mismo con los que estudiaban “matemáticas puras”. Más de una vez asistí a la exhibición de esta
jactancia ridícula con algunos compañeros que no podían creer que se estudiaran cosas “irrele-
vantes” como la historia o la psicología. Recuerdo que en las primeras líneas de sus “Ideas” decía
Husserl (haciendo risión de Dilthey) “aquí no se cuentan historias”.
Yo no andaba tan mal en estas gestas y, aunque parezca increíble, sólo mi viaje a Europa [de
los 60] me devolvió por contraste al mundo de la experiencia natural. Todo ese tiempo y experien-
cia me costó darme cuenta de que el cerebro se estudiaba en la facultad de Medicina mientras que
al pensamiento se le daba honra y lugar en la facultad de Filosofía. ¿No parece increíble?

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Cuando la unidad de la experiencia se rompe, se atomiza y descalabra (como me ocurre en


los momentos más críticos de mi depresión) y nos encontramos con un médico, un psiquiatra, un
neurólogo que diagnostican deficiencia de nuestro cerebro para producir una sustancia esencial al
sistema cerebral de intercomunicaciones; cuando encontramos que un bioquímico identifica esa
sustancia y la produce en el laboratorio, poniéndola a nuestro alcance en la farmacia; cuando ade-
más ocurre que tomando en tabletas esa sustancia recobramos el equilibrio de nuestra vida mental
por unas doce horas de las veinticuatro que trae el día; cuando todo eso se da, no le queda más a
una persona de mis antecedentes escolares que recordar y reflexionar sobre esa opinión de los
materialistas de mis años de muchacho para los cuales el alma no era más que “una cualidad de la
materia organizada”. Lo mismo que dice la neurología contemporánea: “Modern neuroscience has
shown that… the “soul” is in fact the information-processing activity of the brain.” (Steven Pinker)
Así, entonces, en la depresión fuerte, la unidad de la experiencia se derrumba por defecto
de una sustancia esencial al sistema informativo del cerebro. Con la restitución de ese defecto, la
unidad de la experiencia se recobra. Así se satisface la regla de Bacon sobre ausencia y presencia
del agente causal y se ve que el alma no es más que la “cualidad de la materia organizada”.
Pero, el materialista no puede estar satisfecho del todo con estos hechos. ¿Por qué no podría
ser el “alma” una sustancia de suyo y propia con esta propiedad: existir en nosotros, o ser nosotros,
sólo cuando se produce un cerebro bien organizado? Esto podría apuntar hacia el triunfo del espi-
ritualista, sólo que su costo es alto como los cielos: no le queda más que postular la existencia de
una sustancia así, postular sus propiedades, postular su condición, su origen y su destino, sin más
apoyo en todo ello que la necesidad de postularlo. Parafraseando a Voltaire, si el alma no existe, no
queda más que inventarla.
Pero, todo lo anterior lo observé aquí con el ánimo de escribir sobre “sentido y sinsenti-
do”. Ya lo anoté: En mi caso, el estado de depresión produce un colapso del sentido en la forma de
desestructuración.
La experiencia que tengo de desorden mental me recuerda a Kant, y también a artistas y
pintores como Breughel y Bosch. El cine actual es tan rico en absurdidad que da la impresión de
que vivimos una época que rebalsa de enfermos mentales. Un buen ejemplo es Buñuel en quien
tiene uno la impresión de un mundo donde nada está ligado con nada.

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Hay también en nuestra vida actual las aportaciones de la medicina que procede con nuestro
cuerpo como si se tratara de una máquina. Hay una industria china de los riñones que los extrae de
los presos políticos fusilados y los exporta a occidente. Igual proceden en India con los campesinos.
Los daneses exportan el semen que tiene mucha demanda en USA y en Japón. Hace unos días leí
en la prensa sueca argumentos sobre sumarse a esta industria. Los clientes americanos y japoneses
estipulan sus exigencias sobre las cualidades de los genes escandinavos: de gente alta, blanca, de
ojos azules. Podríamos decir que el ideal racial de los nazis tiende a prevalecer en Occidente.

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