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La historia del finsionario

La casa de los muertos vivos es un galpón lleno de cosas opacas, metálicas y marrones; el
único mercado de antigüedades del barrio. Allí solía ir todos los viernes con Aida, Diego y
Rubén.
Aida es quién nos llevó por primera vez. Ella decía que debíamos ir cada semana y no
perder el ritmo. De esa forma íbamos a poder encontrarnos con algo que en algún momento
fue nuestro, y en el mejor de los casos, con algún secreto extraviado. Esté donde esté en
este momento, solo espero que sepa que no dejé de ir casi ni un solo día, entre otras cosas,
por ella.
La dueña del mercado sigue siendo la señora Elsa, y ella misma lo atiende. Tiene el aspecto
de nunca haber sido joven. Su pelo es gris y lacio y tan largo que parece caer hasta
desparramarse en el piso, tal como si John Lennon nunca se lo hubiera cortado. Siempre
está lustrando la base de una lámpara, sentada detrás del escritorio que está en la entrada
del galpón; nunca pudimos comprobar si tiene piernas o no.
El galpón se divide en tres largos pasillos con estantes tan saturados que, a pesar de ser
rectos, uno puede llegar a perderse con extraña facilidad. Rubén insistía en decir que era
como entrar en la cueva del genio de Aladín, y Aida, que era la más inteligente de los
cuatro, le apretaba con fuerza la nariz cada vez que Rubén lo decía.
Cada uno de los pasillos tiene su propia disposición; nada raro. En uno de ellos hay solo
objetos: relojes tan viejos que ya ni marcan la hora, vinilos con nombres tan extraños como
“Yo soy aquel” o “La novia, el milagro y otros éxitos”, radios, jarrones, espuelas,
tenedores, ¡libros que solo parecen haber sido escritos por brujos!, y hasta una vieja ventana
de un barco, por donde no se llega a ver más que la suciedad del vidrio (pero por el que
seguramente se habrán visto increíbles monstruos marinos). Otro pasillo solo tiene ropa.
Por ejemplo, delantales cuadriculados, mamelucos diseñados en Chernobyl, disfraces de
conejos, de tortugas y de elefantes sin su trompa, pantalones a cuadrillé, zapatos de ballet y
zapatos que no son de ballet, y muchas cosas más.
El último pasillo es el más variado. Allí teníamos un juego. Había que meter la mano entre
las cosas, agarrar algo que estuviera bien escondido y, entre el polvo, la oscuridad, las
telarañas y un frío susurro que rozaba la mano y estremecía la espina dorsal, tratar de
adivinar qué era. Si acertaba debía comprarlo; era como la confirmación del rescate del
objeto sepultado y condenado en el pasillo más impersonal de todos, o algo así también nos
enseñaba Aida. De ese modo, Rubén compró un camioncito de madera que solo volví a ver
en películas protagonizadas por el hijo del diablo.
Llegamos a encontrar algunas cosas y, de verdad, empezamos a creer que lo que no
encontrabas por casa terminabas encontrándolo en la casa de los muertos vivos. Por unas
manchas amarillas en los bordes, Diego reconoció una toalla de Batman que creyó perdida
durante mucho tiempo. Rubén encontró en la pequeña sección dedicada a libros y revistas
que hay en el pasillo de los objetos, ediciones de la “Muy Interesante” que tenían dibujos
suyos en casi todas las hojas. ¿Ven?, nos decía Aida, entusiasmada por cada hallazgo, ¿ven
que tengo razón? En mi caso, allí mismo, bien metido entre un viejo manual de anatomía,
una guía telefónica y tres Biblias, todavía puedo encontrar el misterioso finsionario de mi
abuela Wislawa.

El finsionario es un libro azul y pesado. Uno no puede fiarse por la cantidad de páginas que
dice tener. Cuando crees que tiene 892 páginas, puede llegar a tener 975; y cuando estas
absolutamente seguro de que tiene 975, la numeración de la última hoja puede llegar a decir
821.
Adentro solo hay definiciones, como si fuera un diccionario.

La abuela Wislawa no podía cargar el finsionario con facilidad. Demasiado azul, explicaba.
Pero siempre se las ingeniaba para tenerlo cerca. Para ella era una reliquia; un libro que
había acompañado a la familia a través de generaciones y lugares tan atemporales como
Varsovia, Sicilia, Marrakech y Pehuajó. La abuela contó una vez que el finsionario estaba a
punto de llegar a los 350 años, nada más y nada menos. Entonces, yo le pregunté por qué
era capaz de leerlo con tanta facilidad y por qué había llegado a encontrar palabras como
“otorrinolaringólogo” y “Mario Bros”. Ella, un tanto apenada, me contestó: atendeme un
cachito, Aslan, querido mío, ¿acaso seguís sin entender nada? A esta altura espero un poco
mucho más de vos.

Deberás considerar con mucha seriedad cada una de las palabras que leas aquí. Así me
decía la abuela Wislawa imitando la voz de los fantasmas. También afirmaba que había que
abrirlo una vez cada doce horas, solo una vez más podía ser muy malo.
Un rato antes de la cremación, mientras preparaban a la abuela, mamá y yo esperábamos en
una especie de sala de estar, sentados debajo de un cuadro de ángeles con cachetes
redondos y colorados. Acababa de ver a la abuela en el ataúd. Supuse que algo de ella iba a
poder ayudarme a tomar una decisión, como lo hizo siempre. La encontré sonriente y
tranquila, como acostumbraba hacerlo, pero ya no parecía ser ella y creo que por eso no me
ayudó; eso me hizo sentir muy solo.
En la sala de estar había otra persona. Un hombre flaco, largo y confuso. Tenía un
sombrero caído, los ojos pesados y la barba completa; nunca lo había visto en mi vida.
Había llegado después que nosotros y se había mantenido apoyado contra un rincón,
reservado. Por eso creí que trabajaba en el cementerio. Pero se acercó a nosotros, y nos
habló como los del campo:
- La señora jue una persona muy alegre, no se me afloje...
Miré a mamá. Esperaba ansiosamente que respondiera algo, pero seguía mirando hacia
abajo sin ninguna intención de hablar. En ese momento, cuando una especie de secretaria se
presentó desde la sala contigua avisándonos que la abuela Wislawa estaba lista para ser
cremada, mamá me agarró de la mano con fuerza, y me tiró como si estuviésemos llegando
tarde a la cremación. Mientras me arrastraba, me di vuelta para ver al hombre otra vez.
Cuando lo vi, me estaba haciendo gestos con la boca como cuando se dice un secreto en
voz alta: cualquiera habría dicho que se refería a algún diccionario, por supuesto. Después,
con más claridad, hizo montoncito con ambas manos y dijo:
- ¿Dónde está?
La abuela Wislawa vivía en una casa que está atrás de la nuestra, donde vivimos mi papá,
mi mamá y yo.
Como papá y mamá trabajaban hasta tarde, yo pasaba mucho tiempo en la casa de ella.
Tenía la tele permanentemente prendida en Crónica. A diferencia de mis padres, ella sí me
dejaba verla mientras almorzaba o cenaba; eso para mí era libertad. Definitivamente, la
abuela Wislawa era libertad. También era lo más parecido a una abuela. De hecho, se
parecía a la abuela de Caperucita Roja, pero sin canas porque se las teñía dos veces por
mes. Usaba una pollera larga con un delantal blanco atado en la cintura, y cuando hacía
mandados o iba a la peluquería, solo se cambiaba un poco: se sacaba el delantal y se ponía
unos lentes Ray-Ban que se había ganado jugando a la canasta con sus amigas.
Casi todas las tardes jugaba a las cartas con ella. Llegué a ganarle algunas veces. Otras
veces me llevaba al cine y veíamos películas de acción. De vez en cuando mirábamos el
finsionario (no más de dos veces al día). Ella decía que con el finsionario pasa lo mismo
que con el mar: no hay que tenerle miedo, pero sí respeto.
Si uno se pone a pensar en los orígenes o los principios, por lo general piensa que alguien
lo hizo, o por lo menos que algo lo generó. Pero el finsionario no tiene ningún antecedente
de la forma en que estamos acostumbrados a pensarlo, ni siquiera una idea, lo cual es aún
mucho más difícil de pensar. Como sucede con el universo. La abuela afirmaba que fue
descubierto por una persona que en otro tiempo fue mi nieta, y al momento no existe
ningún motivo para no creer en esta versión. El nombre real está en un idioma que ya no
existe más. Wislawa me lo anotó en una servilleta para que lo conservara: VΩ®ΩM.
Tuvo muchos usos. Fue utilizado como diccionario, como libro de adivinación, otra vez
como guía de gramática para cualquier idioma, durante un tiempo como guía para construir
trenes, a veces como brújula, y en algún otro momento como libro de cocina.
Mamá es reacia a creer en estas cosas, particularmente con el finsionario. Cuando estaba en
casa ni siquiera lo quería mirar. Ella sostiene, prácticamente para todo, que todo esto es un
cuento que no le causa nada de gracia. ¿Como saberlo?, le dije hace poco, si uno no lo
piensa demasiado, todo esto puede parecer un cuento, pero si uno se toma el tiempo para
pensar un poco sobre todo, cualquier cosa puede parecer un cuento, y le puse de ejemplo
Plutón, el azar y las abejas. Como siempre, mamá terminó la charla diciendo que nunca
tiene tiempo.
Toda palabra que se busque en el finsionario se encuentra viva con quien la lea. Así me dijo
la abuela después de leerlo por primera vez. Entonces tomé la precaución de que cada una
de las palabras que encontré en el finsionario estén anotadas en mi agenda, por si decidían
irse. La primera fue “mantel”. Encontré lo siguiente: “m. Pieza de tela que cubre la mesa
para comer. Puede ser de hilo, de lino, de algodón, o de plástico transparente, como el que
recubre la mesa sobre la que está usted apoyado.”
Otra de las particularidades del finsionario es que no siempre cumple con las expectativas,
pero esto sí que no tiene nada de raro. Me di cuenta cuando busqué la palabra “sol” y leí lo
siguiente: “persona que tiene mucha bondad y amabilidad, como Rubén”.
Hay otras palabras que pueden condicionar todo tu día y tu vida, como la palabra “ahora”.
La abuela me contó que, si uno la busca, puede llegar a saber las distintas realidades de la
palabra con casi todas sus posibilidades. Cuando ella la encontró, aprendió que había
muchísimas versiones del ahora que pasan, pasaron y pasarán todas al mismo tiempo ahora
mismo en este instante, como también tantas versiones y posibilidades mías escribiendo
esta frase que acabo de escribir y como tantas versiones tuyas leyendo esta frase que alguno
acaba de escribir, todas al mismo tiempo en este momento, ligeramente diferentes entre sí:
ahora. Todavía no tuve el tiempo necesario para buscarla.
Hay otras palabras que necesitan de un truco para ser encontradas. Por ejemplo, la palabra
“finsionario”. Se debe abrir de izquierda a derecha y buscar por el apellido de quién la esté
buscando. Pero hay que tener cuidado porque tiene cierta presencia prohibida -o quizá
maldita-, y encontrarla no suele tener buenas consecuencias.
El finsionario también podía llegar a ser muy útil. Como cuando me ayudó aquella vez que
no encontraba el buzo naranja que me había prestado Aida.
- ¡Me mata si no lo encuentro!
- Aslan, querido, esa chica es muy fuerte para vos. Tené cuidado…
- Abuela, necesito el buzo que me prestó. ¿Dónde lo metieron? Yo me acuerdo de que lo
dejé acá…
- Mejor acordate que si no sos feliz con lo que tenes, tampoco vas a ser feliz con lo que no
tengas.
- ¡Abuelaaa!
- Bueno, Aslan, no me preguntes a mí. Preguntale al finsionario, sino para qué está…
- ¿Qué palabra me lo puede decir?
- Aslan…
Cuando ella no me ayudaba, yo cerraba los ojos con fuerza para tratar de adivinar la palabra
adecuada. Solo tenía una chance; no era nada sencillo; la próxima era en 12 horas; la tenía
que ver a Aida en 3. Di vueltas y vueltas y pensé en palabras como buzo o naranja o
encontrar o regalo o Aida o miedo, hasta que al fin me decidí. Esa vez elegí bien. Abrí el
libro y busqué “perdido”. Decía esto (textual, tal como lo copié en mi agenda): “es un
concepto que proviene de perder; este verbo puede referirse a no encontrar algo que se
tenía; a no obtener lo que uno espera; a derrochar o despilfarrar alguna cosa; o a provocar
un perjuicio en un objeto, como el que adoptó el buzo de Aida desde que lo dejaron en el
cajón de las medias de Aslan.”

Por favor: no te olvides que aquel que lea el finsionario queda pegado a él para siempre.

- Abuela: ¿se puede usar para encontrar a los chicos que están perdidos?
- Aslan, me encantaría, pero no funciona así. Responde a una sola línea familiar, la de
nuestra sangre. Tiene que ver con nosotros.
- ¿Cómo sabe quién es de la familia?
- Aslan…
- ¿Y si preguntamos por…
Estoy seguro de que Wislawa tenía un sentido particularmente educado para poder adivinar
cosas que yo iba a decir a hacer, como el profesor X. Por eso me interrumpió y me contó
que hace mucho tiempo, como decir 172 años, un hombre que no tenía nada que ver con la
familia le pidió un favor al papá de la abuela (ella decía que su papá, Clodomiro, había
vivido tanto tiempo que ya ni sabía decir cuánto). El hombre que acudió a Clodomiro se
llamaba Bartolomé Hidalgo. Todos pensaban que su padre había muerto cuando éste era
chico, pero según él, esa no era la verdad. Él creía que su papá los había engañado a todos y
se había escapado. Como sabía del finsionario, quiso resolver el misterio consultándolo.
Clodomiro le explicó que solo respondía a gente de la familia, que solo tenía que ver con
nosotros. Pero como Hidalgo había escrito libros, la mayoría sobre gauchos, entonces,
según recuerdo, la abuela contó que lo convenció a Clodomiro diciéndole que, como él
había podido engañar a todos con la forma que hablaban los gauchos, iba a poder engañar
al finsionario hablando como si él fuera uno de la familia. Aceptó. Pero no resultó tan bien.
El finsionario nunca hubiera podido creer algo semejante. ¿Quién habría podido creer algo
semejante? Cuando abrió el libro para empezar a buscar, éste repentinamente se cerró
expulsando un polvo que el escritor, durante ese lapso en el que uno se asusta y aspira
brevemente, inhaló. Pero ese polvo llevaba en sí algo raro, como si fuera una bacteria.
Wislawa explicó que a partir de ese momento empezó a sufrir severos problemas
respiratorios hasta morir de una espantosa infección pulmonar.
Le dije que eso que contaba no podía ser cierto. Pero la abuela me dijo que era un burro y
que revisara en cualquier lado porque todo el mundo sabía cómo murió.

Ya estaba enamorado de Aida cuando encontré el buzo en el cajón de los calzoncillos


limpios y revisé si todavía mantenía el olor al Flynn Paff rosa.
Como a la abuela, Aida era una persona a la que casi todo el mundo trataba de consentir.
La conocí en el supermercado chino, a la vuelta de casa. Aida tenía 11 años y yo los estaba
por cumplir. Ella le decía al cajero, el chino, que le estaba devolviendo mal el cambio. Él
no estaba de acuerdo. Lo afirmaba con gestos de nunca haber consentido a nadie. Pero ella
tenía una especialidad: si fruncía la boca y cerraba los puños, podía llegar a mantener su
opinión durante el tiempo que quisiera. Estaba difícil, hasta que intercedió la abuela
Wislawa. Contó una a una las cosas que había comprado Aida, y las comparó con lo que
decía el ticket impreso.
- Tiene razón -dijo la abuela.
- ¿Quién? -preguntaron todos.
- Los dos
La abuela le devolvió la plata que esperaba al chino, y a Aida también le devolvió la plata
que ella esperaba. Luego se dieron la mano e hicieron las paces, porque la abuela los
obligó. Volvimos con Aida, que vivía a tres casas del supermercado. Cuando nos
despedimos, me regaló el primer Flynn Paff rosa, y a partir de ahí, poco a poco mi sentido
empezó a inclinarse hacia ella. Lo peor de todo es que ni siquiera tuve que esforzarme.
A Diego y a Rubén los conocí por ella; eran compañeros y amigos del colegio.
¿Por qué motivo Aida elegía estar con varones como nosotros? Nunca supimos bien. Aida
se limitaba a decir que ser amiga nuestra era mucho mejor que ser amiga de otros.
A los 12 años ya nos juntábamos una vez por semana en la casa de Diego, porque tenía el
cuarto más grande. A los 13 años podíamos quedarnos en casa durante toda la noche sin
dormir (a veces decir que nos quedábamos en casa a dormir, para después escaparnos al río
en bicicleta sin que mis padres supieran).
No sé ahora. Cuando nos veíamos, Aida usaba siempre una gorra de surf amarilla, aunque
fuera de noche. Tenía el pelo lacio hasta los hombros y los ojos verde pepino como los de
Hiedra Venenosa. Lo descubrió Rubén, y tiene razón.
Los adultos solían decirle que parece más grande de lo que es. Juro que es la más graciosa
de todos: cuando era muy chica se vio todos los capítulos de Monthy Python. También es la
más ácida de todos: a su lado uno siempre se siente un principiante de todo. Como dije
antes, ella es la más inteligente de los cuatro: entiende todo y sobre cualquier tema sabe
siempre algo más. Por eso a veces no resulta tan agradable, y también por eso es difícil
convencerla sobre algo contrario a lo que piense. Como toda persona inteligente, es muy
segura de sus opiniones, y a veces no tiene ni un gramo de sentido común. Pero nosotros
solemos estar de acuerdo, por eso nos llevamos tan bien. Nos gustan casi todas las películas
de Bill Murray y preferimos las zapatillas rojas All Stars, la noche para andar en bici por la
costanera, los miércoles al mediodía para ir al cine, los auriculares para escuchar música y
los Rolling Stones para escuchar a la noche. Odiamos el jugo de naranja con pulpa, a todos
los que tiran papeles en el piso y los fuegos artificiales en Navidad.
Cuando salíamos en grupo, ella organizaba todos nuestros planes para que pagáramos
siempre más barato.
A los 14 años Rubén me invitó a pasar una semana en Santa Teresita, y ya me daba cuenta
de que la persona que más extrañaba era Aida.

Los padres de Aida estuvieron muy poco tiempo juntos. A la mamá la vi no más de cinco
veces. En todas ellas vestía una bata rosa manchada por las cenizas de los cigarrillos. Aida
me contó que fumaba todo lo que podía y jugaba al solitario hasta las 5 de la mañana. El
papá era un escritor de historias de terror ambientadas en la Patagonia. Aida me dio algunas
de sus historias para que las lea. Aparecen personas insólitamente pequeñas, madres
decapitadas que llevan a sus hijos a la plaza y fantasmas arrastrados por los vientos
patagónicos contra su propia voluntad. La noche que las leí soñé que me perseguía una de
esas madres, por eso nunca más quise hacerlo. A él lo conocí solo por fotos. En todas ellas
estaba despeinado, con una pequeña mueca que pronunciaba el bigote con puntas arqueadas
hacia arriba, vistiendo un sobretodo negro que le llegaba a los pies, como si tuviera un
castillo. Cuando le pregunté a Aida donde estaba, me contó que, con el fin de buscar mayor
inspiración, un día decidió irse a vivir a un pueblo que se llama Clemente Onelli, donde
viven solo 114 personas (incluyendo a su otra esposa y al hijo que tuvieron).

- ¿Dónde queda Marrakech, abuela?


- Queda en África, querido. Viví como 3 años allá.
- Sí, ya sé. Es donde nació mamá.
- Claro, volvimos cuando ella cumplió sus dos años; fuimos felices. Después estuvimos seis
meses en Pehuajó, hasta que nos mudamos definitivamente acá.
- ¿Y por qué se volvieron?
- Porque tu abuelo desapareció y nos tuvimos que volver.
- ¿Nunca más lo viste?
- No…
Rápidamente me propuso jugar a la canasta. Ella decía que una de las mejores cosas de la
canasta es que simplemente sirve para volver a jugar siempre una vez más. Entonces, fue a
buscar las cartas, y además trajo consigo un medallón. Tenía la forma de un escarabajo; en
verdad, la mitad de uno. Al observarlo detenidamente solo se me ocurrió que podría haber
pertenecido a Indiana Jones; olía a sal.
Cuando empezó a mezclar las cartas, me contó la última vez que vio al abuelo: estaban
paseando por la feria de Marrakech, una feria gigantesca, mucho más grande que la casa de
los muertos vivos. Le pregunté si tenía fotos, pero me dijo que no.
- ¿Abuela?
- ¿Qué te pasa, querido?
La cuestión es que aquel día compran el medallón. Ella llevaba un cochecito donde estaba
mamá y a su lado el finsionario. Era domingo y no hacía tanto calor; había muchísima
gente. Por eso deciden alejarse un poco para poder caminar donde no circulara tanta gente.
En un momento pasan al lado de un mercader con bigotes finos y alargados; estaba sentado
debajo de una sombrilla, limpiando una lámpara vieja.
La abuela contó toda la escena a la perfección: pasan frente al mercader, y éste levanta un
poco la mirada y los ve pasar con un gesto de paz, pero cambia repentinamente su
expresión -abre con fuerza sus ojos negros y profundos-, cuando ve lo que llevaba adentro
del cochecito. Dispara un silbido al cielo. De su espalda salen dos hombres más, cada uno
con una espada. Se abalanzan abruptamente al grito de que le entreguen el finsionario; el
abuelo se interpone. Se para delante de la abuela y mamá. Les propone un pacto: él les da el
libro, pero a cambio lo dejan ojearlo por última vez. El mercader acepta. El abuelo les pide
que lo lleven a una carpa cerrada, para tener mayor privacidad. Esa fue la última condición.
El finsionario tiene algunas palabras muy oscuras que a uno lo pueden condenar en algún
pequeño lugar de este tiempo; otro mundo muy pero muy ajeno al nuestro.
Unos minutos después, Wislawa entró en la carpa, tomó el finsionario tirado en el piso, y se
fue.
La abuela dejó de mezclar las cartas. Se quedó quieta.
- ¿Qué pasa abuela?
Nunca me decía lo que le pasaba, pero yo la conocía lo suficiente como para poder
suponerlo. La abuela siguió contando que tuvo el medallón colgado en el cuello durante
mucho tiempo. Yo le dije que nunca se lo vi puesto. Ella me explicó que fue porque lo dejó
de usar cuando nací.
- Abuela, no lo pierdas que puede llegar a terminar en la casa de los muertos vivos.
La abuela apoyó su mano tibia sobre mi mejilla y me dijo:
- Aslan, no te preocupes. No se puede perder.

No podía entender las historias de terror, ni siquiera las del papá de Aida. ¿Como es que los
personajes de ese tipo de historias siempre terminan metiéndose en los sótanos más oscuros
y diabólicos o queriendo dormir en los lugares más tenebrosos a pesar de todas las
advertencias que reciben? Pero ahora creo que haberle contado a Aida sobre el finsionario
fue como una de esas cosas que cuentan las historias de terror. Yo solo quería
impresionarla. Y cuando se lo conté -casi por necesidad- en lo primero que pensé fue en la
abuela. Varias veces me había advertido que tenga cuidado al hablar de él, que no era algo
para contar así nomás, y como siempre fui muy obediente y muy atento a lo que la abuela
me decía, esto me sobrepasaba demasiado.
Le conté casi toda la historia del finsionario. Aida se entusiasmó muchísimo pensando en
todas las cosas que iría a buscar y en todos los secretos que iba a poder descubrir. Me miró
con tanta emoción que sentí que sus ojos eléctricos viajaban a lo largo de todo mi cuerpo
haciéndome cosquillas.
Cuando me pidió que le prometiera que algún día iba a poder hacerlo, entendí mucho más
de las películas de terror.

Mi papá me advirtió que por un tiempo voy a soñar con ella de una forma tan intensa, que
voy a levantarme creyendo que está viva. Sueño con ella creyendo que es de verdad. Pero
cuando me despierto nunca creo que está viva. Me levanto con la certeza de que su
presencia está pegada a mí, como ya saben, y con la necesidad de dirigirme a su casa,
donde prendo la tele en el mismo canal de siempre.

Aida me confesó que lo que más le gustó de lo que le conté del finsionario fue que le
afirmara que algo que hiciera iba a durar para siempre, incluso después de que ella se
muriera. Me lo dijo así, tal cual, mientras comprábamos medio kilo de helado.
- ¿Alguna vez pensaste que algo que hicieras podía durar tanto?
Quise responderle que muchas veces pensé en decirle que un beso suyo podía llegar a durar
toda la vida en mí, o algo por el estilo, pero Aida odiaba las frases de ese estilo, y por eso
preferí otra cosa.
- Cada tanto la abuela me lo recuerda.
- Ah, claro…
Esa misma noche vimos “El día de la marmota”. Cuando terminamos de verla eran como la
1 y media de la mañana. Aida, que había ido a servirse un vaso de Coca-Cola, me dijo que
buscáramos el finsionario porque era el horario ideal. Yo no estaba seguro de eso que decía,
sobre todo porque era muy tarde y nunca lo había abierto a esa hora. Encima tenía que
entrar a la casa de la abuela y sacárselo.
- ¿Estará Bill Murray en el finsionario?
No pude negarme después de esa pregunta.
Cuando entré a la casa de la abuela, ella estaba viendo una película de suspenso en blanco y
negro con un volumen altísimo. No me acuerdo cual era. Estaba tan concentrada que me
dijo con absoluta naturalidad que lo lleve.
Lo primero que le llamó la atención a Aida fue lo pesado que era.
- ¿Cuántas páginas tiene? ¿Cómo hace tu abuela para andar todo el tiempo con este libro?
Con la promesa de que no debía decir nada a nadie, le volví a contar casi todo lo que sabía
sobre el libro, menos las partes más extrañas.
Por supuesto que Bill Murray estaba en el finsionario. Lo encontramos con mucha
facilidad. Cuando terminó de leer la definición, se sorprendió tanto que se puso colorada.
- ¿Qué pasó?
- ¿Es cierto lo que dice acá?
Yo también me puse nervioso cuando terminé de leerlo. Entonces se lo confesé: era todo
verdad. A medida que iban pasando palabras como gustar y sentimientos, la voz me
temblaba con un poco de miedo y otro poco de emoción. Cuando terminé de justificárselo,
agarré el vaso de Coca-Cola, lo empecé a tomar y cerré los ojos pensando que lo que había
dicho había empeorado todo, recriminándome el motivo por el cual había ido a buscar el
finsionario y la razón por la cual lo había leído tan de noche. Todavía no había terminado el
vaso, cuando sentí su abrazo, su pelo y el olor a Flynn Paff rosa sobre toda mi cara.
Respiré por fin, me tranquilicé, y sentí cosquillas en la garganta.
- Deberás considerar con mucha seriedad cada palabra que leas en el finsionario – dije
imitando la voz de Bill Murray.
- Ahhh, ¿en serio? – dijo ella ahogada en una risa muda.

La abuela Wislawa afirmaba que yo soy un calco de Clodomiro. Por ese motivo decía que
iba a poder vivir tantos años como quisiera. Yo solo pensaba en cumplir los 15, y para mí,
seguirle la corriente a la abuela era cada vez más difícil: ya no estaba tan seguro de todo lo
que ella decía.
Una vez me llevó a Sacoa. Ella me esperó en el bar de una estación de servicio que estaba
al lado. Jugué dos fichines, y cuando volví, estaba sentada con otro hombre. Era mucho
más joven que la abuela y usaba ropa que solo le había visto usar a los arqueólogos. Tenía
la piel extrañamente tostada por el sol; nada que ver con el invierno que estábamos
atravesando ni con todo lo que pasaba a su alrededor. Parecía que los dos estaban
poniéndose al tanto después de mucho tiempo sin verse. Él comía un chocolate Cadbury de
frutilla.
- Hola, Aslan. Qué gusto verte.
Sacó del bolsillo otro Cadbury de frutilla.
- ¿Queres?
Miré a la abuela esperando que me dijera algo. Ella me miró a través de los Ray-Ban,
envuelta en su chalina azul intenso, como lo hizo siempre: maravillosa y sin pretensiones.
- Bueno… - corrí la cartera de la abuela y me senté a su lado.
- Aslan, él es una persona que hace mucho que no veo, ¡y me lo vengo a encontrar acá! Hoy
a la noche viene a comer milanesas a casa. Le avisé a tu mamá, pero tiene una cena de
trabajo con tu papá y va a llegar tarde. Asique somos solo nosotros tres.
Yo también invite a Aida, Diego y Rubén. Vinieron todos.
Mientras comíamos, vimos la tele y conversamos sobre lo que estaban dando. Solo Aida
notó algo raro en él. En un momento me dijo:
- Aslan, creo que el amigo de tu abuela es muy parecido a tu mamá, ¿no te parece?
Ya lo sabía. Además, tenía el mismo nombre que mi abuelo. Pero solo la miré, levanté los
hombros, y le pedí que me alcanzara otra milanesa.
Cuando terminamos de comer, la abuela Wislawa propuso jugar al “¿qué soy yo?”. El
amigo de la abuela era el más entusiasmado de todos. Jugamos varias rondas, pero no lo
pudimos terminar. Diego, que iba último, se enojó y abandonó antes de tiempo. Pensó que
Rubén estaba haciendo trampa. A Rubén no le gustó que lo denunciara como tramposo en
frente de gente que acababa de conocer (sí: así lo dijo y así es él). Empezaron a discutir
levantando cada vez más la voz. En el medio de todos esos gritos, alguien abrió la puerta.
Era mamá. Un silenció nos congeló a todos: como cuando se cae un vaso al suelo y se
rompe. Ella se quedó en la puerta, parecía insegura. Miraba al amigo de la abuela, que a su
vez le devolvía a mamá unos ojos emocionados. Creí que se iba a acercar.
- Sólo vine a saludar, no los interrumpo más. Que descansen.
Al otro día, el amigo de Wislawa se fue. Antes desayunamos juntos en la casa de la abuela,
me preguntó porque ella se pasaba el tiempo viendo Crónica y, después de eso, me contó
muchos secretos de las pirámides que hay en China. Lo acompañé hasta la estación de
servicio donde lo conocí. Le compré un Cadbury aireado y él me devolvió un abrazo.
Después metió la mano en su bolsillo, sacó un puñado de monedas extrañas y me dio
algunas para que pueda comprar fichines en Sacoa. Cuando sacó todas esas monedas, de su
bolsillo quedó colgado el mismo medallón que me había mostrado la abuela: la otra mitad.
Finalmente dijo:
- Mandale un beso grande a tu mamá.

Yo entiendo que lo que viene ahora puede ser difícil de creer. De hecho, lo es; incluso para
mí. Todo fue muy rápido. Tan rápido que por eso es difícil de creer. Pero esto que sigue, es
tal cual.
Sí: todo empezó a suceder justo a partir del momento en que Aida vio el finsionario. Todo
se empezó a desmoronar, y una tras otra las cosas malas empezaron a pasar. Una semana
después le contaron a Aida que un camión se llevó puesto al papá mientras hacía uno de sus
paseos nocturnos en la ruta.
El velorio fue en Clemente Onelli. Contra todas nuestras recomendaciones, Aida quiso
viajar sola. Lo hizo en un micro que tardó 22 horas.
Cuando volvió…o… no sé si decir que en verdad volvió: cuando llegó después de un viaje
de 25 horas, la fuimos a visitar a la casa. Parecía abstraída de todo. Tenía los ojos abiertos
como cuando alguien está en una habitación oscura y trata de ver.
Diego nos contó que su hermana más grande le había explicado que probablemente iba a
estar así por un tiempo. Lo que nosotros teníamos que hacer era respetarla y acompañarla,
porque era algo natural. Rubén solo estuvo de acuerdo. Pero yo no entendí bien lo que
había querido decir con natural.
Cada vez que la queríamos invitar al cine o le decíamos de ir al río en bici, ella decía que se
sentía mal y que no estaba de ánimo para hacer nada. Faltó como dos semanas seguidas al
colegio.
Desde el accidente temía que algo extraño estuviera rondando su cabeza, y solo era el
principio.

Poco menos de un mes apareció en casa.


- Aslan, necesito ver el finsionario. Te lo juro que lo necesito.
Yo me había preparado para contenerla, para abrazarla, para decirle que la extrañaba, que la
quería y que no se preocupara por nada porque yo estaba para ayudarla en lo que necesitara
y todas esas cosas que aprendí viendo películas. Pero lo único que pude decirle es: sí, Aida,
claro.
Aida seguía teniendo esos mismos ojos abiertos y extraviados. No tenía la gorra amarilla.
Como la abuela Wislawa estaba en casa, le pregunté si antes no quería jugar a la canasta,
pero lo único que quería ver era el finsionario.
Era domingo por la tarde y la abuela estaba en la cocina con la batidora, haciendo
panqueques. Wislawa saludó pensando que estaba yo solo. Se suponía que Aida debía
saludar, pero vio el finsionario que estaba sobre la mesa del mantel transparente, y se
abalanzó sobre él. Lo abrió mal, porque estaba apurada.
- Necesito buscar a mi papá, necesito sacarme una duda.
Encima lo hizo por apellido: no había otra respuesta que la palabra “finsionario”. No pude
ni siquiera frenarla, ella tenía esa capacidad: nadie la podría haber frenado.
En ese momento se acercó Wislawa limpiándose las manos con el delantal. Cuando la vio,
quiso arrancarle el libro de las manos. No pudo.
- ¡Acá está! – gritó Aida.
No era él. De repente, el grito de Aida pasó a ser un eco, y ella desapareció. Sólo quedamos
la abuela Wislawa, el finsionario y yo envueltos en un poderoso olor a incienso. Fue como
uno de esos trucos de esos magos que se ven en las películas mudas. Pero de verdad, lo juro
por mi abuela que fue así.
Cuando por fin reaccioné, fui por el libro. Pero Wislawa fue mucho más rápida y me frenó
con la mirada.
- ¡Te dije que esa chica no te convenía!
- Abuela necesito ir a buscarla.
- ¡Para nada!
- Hay que encontrarla
- ¡No! Ya va a volver, ella sola, en algún momento lo hará…
- ¿Cómo sabes? Abuela dame el finsionario…
- ¿A dónde vas a ir? Explícame, ¿vas a abandonarlos a todos? ¿a tus amigos? ¿el colegio?
¿cómo se lo explico a tus padres? ¿eh? ¿qué les digo? Si vos te vas no vas a ver más ni a tus
padres ni a mí.
- ¿Y qué me importa?
Pero no pude aguantar más. Apoyé los brazos sobre la mesa, me tiré sobre ellos y me puse a
llorar. ¿Qué podía hacer?
En ese momento sonó el teléfono. Era una de las amigas de la abuela para avisarle que el
partido de canasta de esa noche se suspendía. Entonces la abuela se acercó con los
panqueques y un pote de dulce de leche, y me dijo:
- Algo se puede hacer. Creo que puedo ir a buscarla, pero vas a tener que quedarte acá para
cuidar el finsionario.
- ¿Cómo? ¿Y vas a volver? –cuando dije eso no pude contener el llanto otra vez.
- Va a estar bien, querido mío.
Me lo dijo como era ella, tan simple, que sentí alivio; le volví a creer.
- Tenemos que ir a la estación de servicio. Pero antes, comé alguno.
Comí cuatro panqueques, uno atrás de otro. Me saqué las lágrimas y los mocos, y busqué
los Ray-Ban y un abrigo para ella. Mientras tanto, Wislawa abría las ventanas para refrescar
un poco el ambiente.
- ¿Vas a estar atento al finsionario? ¿estás preparado?
- Sí, abuela.
- ¿Con mucha responsabilidad y con mucha paciencia, como cuando te metes en el mar?
Me resulta difícil. Cada vez que recuerdo esta frase y pienso en el asunto y me imagino a
Aida perdida en un mundo del que no sé absolutamente nada, me pregunto qué es lo que
podré hacer y a qué estoy dispuesto. Quizás esté con el abuelo, eso espero.

La abuela Wislawa me dijo que no hacía falta tomar un taxi porque había tiempo de sobra,
pero yo voy a tener que contarlo rápido.
Estuvimos un buen rato en la parada de colectivo. Después fuimos hasta la estación de
servicio que estaba al lado de Sacoa. Me preguntó si quería aprovechar para jugar, pero le
dije que no estaba de ánimo.
Cuando entramos en el bar de la estación de servicio, nos quedamos otro buen rato sentados
en una de las mesas. No era la misma que la vez anterior. La abuela se pidió una
Schweppes de pomelo con una medialuna y yo solo una Coca-Cola. Mientras esperamos
allí, la abuela aprovechó para contarme muchas historias más acerca del finsionario.
Historias con italianos, con polacos, con gauchos, con más árabes; varias ya las conocía y
son las que conté. Me dijo que no era la primera vez que algo así sucedía, y me lo justificó
con muchos ejemplos más. Cada cosa tiene su secreto, me explicó esa vez, y uno no puede
andar por la vida subestimando esas cosas.
- ¿Como si todos viviéramos en una gran casa de muertos vivos?
- Este universo es un gran universo de muertos vivos rodeados por una constelación de
secretos, querido mío. Tenelo en cuenta para cuando seas más grande.
También se acordó del torneo de canasta que se había suspendido. Le dio lástima porque
aquel día se iba a jugar un lavarropas.
La abuela estaba dispersa. Sabía que estaba tramando un plan y no entendía bien qué.
De repente me dijo que necesitaba ir al baño.
- Estate atento al finsionario.
La seguí con la mirada ininterrumpidamente; yo sabía que ella tenía un plan y que ya estaba
en curso. Tuvo que salir del bar y pedirle las llaves al playero. La abuela Wislawa sabía
generar intriga, por eso era tan buena contando la historia del finsionario. En ese momento
un auto entró a toda velocidad en la dirección equivocada. Parecía ir contra ella. La abuela
Wislawa se asustó tanto que cayó de espaldas al suelo. Cuando la vi caer, corrí lo más
rápido que pude. Estaba pálida y descolocada y le costaba respirar. Me tomó la mano y me
dijo:
- Aslan, querido, por favor llamá a tu madre. Esto no está para nada bien.
La mujer que había entrado con el auto en dirección equivocada estaba profundamente
apenada. Se ofreció a llevarla a un hospital. Yo dudé, pero el playero insistió porque la
abuela estaba mal. ¿Cómo me pude ir así nomás?
La señora me prestó su teléfono. Llamé a mamá y le dije qué hospital estábamos yendo.
Dentro del auto la abuela respiraba con dificultad. Aunque estaba aferrada a mi mano,
parecía estar soltándose de a poquito. En el hospital la enchufaron a un respirador. Y
cuando llegó mamá, juro que recién en ese momento, me acordé del finsionario. La dejé
con mama, y salí lo más rápido que pude a la estación de servicio.
La cartera estaba, el finsionario no. Le pregunté a todo el mundo. ¿Quién agarró la cartera?
¿Un libro grande? ¿Azul y pesado? ¿No lo vieron? ¿No se les cayó nada? ¿Siempre estuvo
acá? ¿Están seguros? ¿No vieron un hombre joven con ropa de arqueólogo pasar por acá?
¿Tampoco vieron una chica masomenos de mi altura con los pelos hasta los hombros?
¿Seguros? ¿Nadie? ¿Nada?

Esa misma noche la abuela murió.

Diego y Rubén todavía no saben nada del finsionario. Vienen a casa bastante seguido para
hacerme compañía. Nunca me preguntaron cómo se juega a la canasta.
Todavía no sé si contarles todo lo del finsionario, no sé si tendría. Tampoco sé cómo
podrían reaccionar, aunque ya tenga la forma de demostrárselos devuelta. Diego sigue muy
enojado con toda la situación de Aida, y Rubén hace un esfuerzo enorme por tratar de
encontrarle algún sentido más bien positivo a todo esto. Yo no puedo dejar de ir a la casa de
los muertos vivos. Muy de vez en cuando, vamos los tres. Por supuesto que ya no es lo
mismo. Cuando estoy con ellos no freno en la sección de libros antiguos. Solo lo hago
cuando voy solo y chequeo si todavía está allí.
Ya sé. Pronto tendré que hacer algo. Como decía mi abuela Wislawa, tiene que ver
conmigo.
Es casi un hecho. Es así.

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