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Ferrell, Jeff. 1995 “Style matters,” en Jeff Ferrell y Clinton Sanders (eds.), Cultural Criminology.

Boston: Northeastern University Press.

Existe para Ferrell un ‘suelo común’ entre las actividades culturales y delictivas, “aquellas
actividades organizadas en torno a las imágenes, el simbolismo, y los significados compartidos,
y aquellas categorizadas por las autoridades legales y políticas como criminales” (169). Se
entiende el punto, pero que problemón este descuido por los distintos niveles de abstracción;
como si las actividades categorizadas como criminales no se organizaran también en torno a
imágenes, simbolismo y significados compartidos [de hecho es en gran parte una de las cosas
que la criminología cultural nos recuerda todo el tiempo]. El estilo es para Ferrel uno de los
elementos que articula o conecta este suelo común, en el que también se incluyen las
prácticas del poder y las desigualdades que de allí surjen. Esta es la tesis principal del texto.

Ferrell entiende al estilo como “un elemento concreto de la identidad personal y grupal,
anclado en las prácticas cotidianas de la vida social. El estilo está, en este sentido, inmerso
[embedded] en los cortes de pelo, la postura, la vestimenta, los automóviles, la música y en las
muchas otras avenidas a través de las cuales las personas se presentan a sí mismas. Pero
también se localiza entre las personas y los grupos; constituye un elemento esencial del
comportamiento colectivo, un elemento cuyo significado se construye a través de los matices
de las interacciones sociales. Cuando esta interacción emerge al interior de una subcultura
criminalizada, o entre sus miembros y las autoridades legales, el estilo personal y colectivo
emerge como una conexión esencial entre el significado cultural y la identidad criminal” (169-
170).

En primer lugar, Ferrell reseña las primeras exploraciones en la literatura corimonológica sobre
el vínculo entre estética y delito y la continuidad de este interés en investigaciones
contemporáneas sobre el rol del estilo en la conformación de prácticas culturales, delictivas y
de control social (171). La conclusión de Ferrell de esta recorrida es la siguiente: “tanto los
estudios pasados como las controversias actuales confirman que los chicos, criminales, y
autoridades comprometidos con el proceso criminal están al mismo tiempo comprometidos en
cuestiones de estilo. Además revelan que los chicos, criminales y autoridades le dan
importancia al estilo; para todos ellos, el estilo importa” (174).

Lo que Farrell busca diseccionar a continuación son las implicancias de este hecho para la
criminología a partir de cuatro temas: estilo, interacción, autoridad y amplificación. En relación
al primero, para Ferrell el estilo es en primer lugar una característica central de la vida social
en general, un medio visible y al alcance para negociar el status, construir seguridad y temor a
traves de rasgos como el corte de pelo, la ropa, y la vestimenta (174), que se configura en el
marco de un sistema comercial que destaca el atractivo y el consumo.

El estilo “define las categorías sociales al interior de las cuales las personas viven, y las
comunidades de las que son parte” (174). Respecto de las primeras (por ejemplo, las
categorías de clase y etnicidad), estas adquieren todo su sentido (y ante todo, toda su
carnadura y su carácter vívido) a través del estilo (175): “En este sentido la etnicidad y la clase
social residen menos en el color de piel o los dólares que en la participación en varios estilos
colectivos; ellos emergen de las instancias socio-simbólicas que ubican a los individuos y los
grupos en la sociedad más amplia. En los momentos de experiencia vívida, el estilo se
transforma en el medium a través del cual las categorías sociales adquieren significado” (175).

Asímismo el estilo configura uno de los modos a través de los cuales los individuos participan
(se hacen parte) en comunidades. Esto es así porque estos rasgos y actitudes configuran los
motivos y técnicas (recuperando a Sutherland) que deben ser aprendidos y que conforman las
señales de participación al interior del colectivo, así como los indicadores de pertencia para
quienes no participan de él. Como afirma Ferrell “vestir cierta ropa, manejar ciertos autos, o
escuchar tipos distintivos de música es en este sentido hacer a uno mismo estilísticamente
visible, para aquellos tanto al interior como afuera de la subcultura o la comunidad” (176)

Para Ferrel esta centralidad del estilo en la vida social mantiene toda su validez cuando uno se
acerca a las subculturas delictivas. De hecho para Ferrell, esta perspectiva permite comprender
mejor el sentido del involucramiento de los jóvenes en bandas, así como la aparente
predilección de sus integrantes por la violencia. En relación al primer punto, la integración a
bandas más que entenderse a partir de un deseo por pertenecer, para Ferrell debe
considerarse, como el dese de pertenecer a una comunidad estilística (de ahí justamente se
puede entender su atractivo) De hecho uno podría entender a la criminología cultural como
una empresa destinada a encontrar el atractivo de las prácticas delictivas como vía para
entender el involucramiento de las personas en esas actividades. En relación al segundo,
Ferrell afirma “de manera similar, la fascinación de los chicos con las armas puede estar
construida tanto en la estética sensual de las armas y las violencias como en algún deseo crudo
de atacar a otros. Ciertamente, los medios masivos no sólo han glorificado a las armas y la
violencia, sino que también las han erotizado y estetizado… En este contexto cultural, los
miembros de bandas y otros chicos juegan con sus armas, las acarician y las pulen, se las pasan
entre ellos en fiestas, y las usan como puntales de un mundo de fantasía. En otras palabras, las
emplean como símbolos caprichosos para construir sus identidades en evolución” (177).

El estilo se ubica así en la intersección de fuerzas y procesos sociales más amplios y generales:
“identidad individual, interacción grupal, fuerzas del mercado y sentido – esto es, un tipo de
economía política estilizada de la vida cotidiana” (177). Desde esta perspectiva, los grupos y los
individuos por sí solos no dan lugar al estilo si no es en interacción con una cultural de masas
mercantilizada. Ferrell lo pone en estos términos: “Los integrantes de bandas, escritores de
grafitis y otros no tanto inventan su propio estilo como que literal y figurativamente lo
compran en los varios sectores de los mercados masivos de la moda, y luego lo retrabajan
homólogamente y reinventan los fragmentos estilísticos que sueltan para sus propios
propósitos (177-178)

El segundo punto, interacción, enfatiza el hecho de que el estilo funciona como un indicador
de pertencia a una determinada subcultura no sólo entre sus miembros, sino también hacia
afuera del grupo, y que estos marcadores gatillan respuestas de los otros, tanto esperadas
como no esperadas, por quién los moviliza. Este juego reciproco de reacciones crea una
dinámica social que refuerza y reconstruye el significado del estilo para la persona y para los
otros. Así, “el estilo opera no sólo como una manifestación de la identidad individual y de
grupo sino también como un componente crítico en la interacción social” (179).
El tercer apartado, autoridad, retoma estas dinámicas de interacción asociadas al estilo para
pensar los procesos de criminalización de este modo ubicando al estilo en el marco de algo así
como una teoría del etiquetamiento. Así “las autoridades legales leen y responden a los estilos
de los chicos (y adultos) de clases bajas y minorías, a sus presentaciones colectivas del sí-
mismo y sus construcciones de identidad y al hacerlo los empujan hacia ciclos descendentes de
criminalización” (180). En estos procesos, como ya había mencionado anteriormente, el color
de piel o la pobreza sólo constituyen factores relevantes en estos procesos cuando actúan a
través del estilo. De este modo “el estilo en este sentido existe como el medio a través del cual
los grupos desventajados y las autoridades legales interactúan, el locus de la desigualdad y el
poder – el lugar donde las relaciones de poder son puestas en juego y resistidas – y por lo
tanto, el catalizador que precipita el tipo de interacciones injustas que posteriormente
etiquetan y amplifican las actividades grupales como criminales” (181).

Por último, Ferrell puntualiza algunas implicaciones del estilo para la criminología que retoman
lo desarrollado en los apartados precedentes.

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