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C2a1corre Nicky C2a1corre Nicky Cruz PDF
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Escrito en colaboración con
Jamie Buckingham
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La misión de Editorial Vida es ser la compañía líder en comunicación cristiana que satisfa
ga las necesidades de las personas, con recursos cuyo contenido glorifique a Jesucristo}
promueva principios bíblicos.
ISBN: 978-0-8297-0434-1
Categoría: Testimonio
1213 .:. 49
El corazón de su marido está en ella confiado.
Proverbios 3 1: 11
INTRODUCCIÓN
los dos meses pasados no había oído más que las dificulta-
des que yo había causado, me pidió una explicación de lo
ocurrido en la clase. Le expliqué exactamente lo que pasó.
Le dije que el muchacho abusó de la muchacha puertorri-
queña y que la maestra no había hecho nada por prohibir-
lo, por consiguiente yo la defendí.
Mientras que yo hablaba podía ver que su cara empe-
zaba a sonrojarse. Finalmente se levantó y dijo -Bueno,
ya he soportado lo suficiente estas peleas. Ustedes los
alumnos vienen aquí y piensan que pueden comportarse
de la misma manera que en la calle. Creo que ya es hora de
que yo haga un ejemplo y quizás podamos tener respeto
por la autoridad aquí. No vaya quedarme sentado aquí día
tras día escuchándolos a ustedes los muchachos disculpar-
se con mentiras después de haberse matado los unos a los
otros. Vaya llamar a la policía.
Yo estaba de pie. -Señor, la policía va a meterme en
la cárcel.
-Espero que sí -dijo el director-o Al menos los otros
monstruos de aquí aprenderán a respetar la autoridad si te
meten en la cárcel; lo que sería un cambio del estado en
que están las cosas.
-Si usted llama a la policía -dije, marchando hacia
atrás hasta la puerta y temblando de temor y odio-, cuan-
do salga de la cárcel vaya regresar. Yun día, vaya encon-
trarle solo, y lo voy a matar.
Al hablar, yo crujía los dientes.
El director se puso pálido. Pensó un minuto y dijo -
Muy bien, Cruz. Vaya dejarte esta vez, pero no quiero ver-
te jamás cerca de este colegio. No me importa a donde va-
yas. En lo que a mí me toca bien puedes irte al infierno, pe-
ro no quiero volver jamás tu cara por aquí. Quiero que sal-
gas de aquí corriendo y que no te pares hasta que no pue-
da verte más. ¿Comprendes?
Comprendí. Salí ... corriendo.
CAPÍTULO TRES
A SOLAS
Esa gente ... los Mau Mau de África beben sangre, hombre,
y nosotros somos exactamente como a ellos.
La pandilla ya se había reunido a las ocho y media
cuando yo llegué al parque. Habían escondido las armas
en los árboles y en los matorrales porque temían que la po-
licía pasara por allí. Pero esa noche no había policías e Is-
rael y Carlos daban instrucciones. A las diez de la noche
había más de cien muchachos rodando por el parque. Al-
gunos llevaban pistolas. La mayoría, cuchillos. Unos pocos
tenían bates de béisbol, palos con clavos en la punta, o ga-
rrotes hechos a mano. Otros, cadenas de bicicleta, con las
cuales pegaban perversamente en la cabeza. Carlos tenía
una bayoneta de dos pies de largo, y Héctor su escopeta re-
cortada. Algunos de los muchachos tenían que avanzar
dos cuadras y ponerse detrás del patio de la escuela en
Park Avenue para evitar el escape de los Obispos. Debían
esperar hasta que oyeran que la pelea ya había empezado,
y entonces atacar el flanco trasero. Los restantes habíamos
de entrar del lado de la escuela en Sto Edward Street y tra-
tar de forzar la retirada de los Obispos hasta donde nues-
tra retaguardia les cortaría el paso.
Nos movíamos en silencio, recogiendo las armas que
habíamos escondido. Tico iba a mi lado sonriendo, -¿Qué
dices? ¿Tienes miedo?
-jNo, hombre! Esto es lo que yo esperaba, -dije,
abriendo la chaqueta para que él pudiera ver mi revolver.
-¿Cuántas balas tienes en eso? -me preguntó.
- Está lleno, chico. Cinco.
-jVaya! -dijo Tico, silbando con sorpresa-o No está
mal. Con seguridad vas a matar a uno de esos negros bas-
tardos esta noche. ¿Yo? Yo me quedo con mi navaja.
Nos dividimos en grupos pequeños para no llamar la
atención de la policía al pasar la estación en la esquina de
las calles Auburn y Sto Edward. Nos reunimos frente a la
escuela y Carlos nos dio la señal de ataque.
Reyerta en las calles 69
-¿y si no te ayudo?
-Entonces perderemos nuestro territorio a los Phan-
tom Lords. Anoche entraron en nuestro territorio y que-
maron nuestra dulcería.
-¿Quemaron su dulcería? Pues, chico, voy a quemar-
los a ellos. A todos ellos. Mañana por la noche estaré en el
territorio de los Quemadores del Infierno y formularemos
planes para matar a aquellos andrajosos.
A la noche siguiente salí de mi apartamento después
del anochecer y caminé hasta la calle Williamsburg. En el
camino, diez miembros de mi pandilla se juntaron conmi-
go. Al entrar a su territorio podíamos sentir la tensión en
el aire. Los Quemadores del Infierno tenían miedo y se ha-
bían retirado a los tejados. De repente fuimos bombardea-
dos con piedras y botellas. Mortunadamente, su puntería
era mala y entramos rápidamente en la puerta de un edifi-
cio de apartamentos para escapar de la lluvia de piedras y
vidrios que caía con violencia desde arriba.
Dije a los otros muchachos que se mantuvieran donde
estaban mientras yo subía por los apartamentos hasta el
último piso. Allí encontré una escalera de mano que con-
ducía al tejado a través de una puerta.
Abriendo la puerta cautelosamente, podía ver a los
muchachos en el tejado, inclinándose por encima del bor-
de, mirando hacia la calle. Me deslicé sin hacer ruido por
la puerta y me escondí detrás de un tubo de ventilación.
Avanzando cautelosamente detrás de dos de ellos, les
toqué en el hombro. -iAyyyyyyyyy! -gritaron-o Ambos
casi se cayeron del tejado. Miraron hacia atrás con ojos
asustados, agarrándose del parapeto con las bocas abier-
tas de miedo.
-¿Quiiii-i-ién eres? -balbucearon-o
Yo no podía reprimir la risa. -iEh, chico! Soy Nicky.
¿Quién eres tú, un búho o algo así?
-¿Quiiii-i-ién, Nicky? -uno de ellos tartamudeó-o
90 ¡CORRE! NICKY ¡CORRE!
los Mau Mau? Este es Willie «el Butch», líder de los Que-
madores del Infierno. Somos pandillas hermanas. Desea-
mos terminar las peleas.
- Bien, hombre -dijo Freddy-, Vengan por aquí y va-
mos a hablar.
Nos retiramos a un lado para hablar, pero uno de los
Phantom Lords maldijo a Willie, y antes de que yo pudie-
ra moverme, Willie había sacado su mano del bolsillo y
abrió repentinamente su navaja. En vez de retirarse, el
muchacho avanzó rápidamente su paraguas hacia Willie.
La punta de metal, aguda como una aguja, rasgó su imper-
meable pasándole ligeramente por encima de las costillas.
Inmediatamente, uno de los Quemadores del Infierno aga-
rró del mostrador un azucarero pesado y se lo arrojó al
muchacho con el paraguas, pegándole en el hombro y de-
rribándolo al suelo.
Freddy comenzó a gritar: -iOigan! ¡Cálmense! -Pero
nadie le oía. Mientras que los muchachos avanzaron los
unos contra los otros, Freddy volvió hacia mí y dijo: -
Hazlos parar.
- Páralos tú, hombre. Tus muchachos comenzaron.
En aquel momento alguien me golpeó en la nuca. Oí el
estallido de vidrio roto cuando una botella dio contra un
espejo detrás del mostrador.
Muera un auto de la policía se detuvo chirriando las
llantas en medio de la calle y con la luz roja oscilando. Dos
policías uniformados saltaron del carro, dejando las puer-
tas abiertas de par en par mientras que corrían hacia la
dulcería con sus porras en la mano.
Los otros muchachos les habían visto al mismo tiem-
po. Como en reacción a una señal, todos salimos corrien-
do por la puerta y nos esparcimos entre los automóviles.
Un policía me seguía de cerca, pero volqué un barril gran-
de de basuras en el centro de la acera, parándole lo sufi-
ciente como para escaparme dentro de un callejón.
Quemadores del infierno 93
él me asió del cuello. Era dos veces más grande que yo,
pero iba a matarlo si me fuese posible. Estaba buscando
mi cuchillo cuando le sentí desabrochar su pistolera y
extender la mano hacia su revólver. Al mismo tiempo
pedía ayuda.
De repente me eché hacia atrás y levanté las manos. -
¡Me rindo! ¡Me rindo!
Varios policías salieron de la estación y se apresuraron
a cruzar la calle. Me agarraron y me arrastraron al otro la-
do de la calle, escalera arriba, y dentro de la estación. El
policía que había luchado conmigo me dio una fuerte bo-
fetada en la cara. Podía saborear la sangre de mis labios. -
Usted es un hombrón cuando tiene una pistola, pero aden-
tro es un cobarde como el resto de estos cochinos policías
aquí -dije-o
Me pegó de nuevo y fingí desmayarme y caí al suelo. -
Levántate, cochino sucio. Esta vez vamos a enviarte a pri-
sión para siempre.
Mientras que me arrastraban al otro cuarto oí mur-
murar al sargento: -Ese muchacho debe de estar loco.
Hombre, deben meterle en la cárcel para siempre antes de
que mate a alguien.
Había sido arrestado por la policía muchas veces an-
tes, pero no podían nunca detenerme. No daría nadie tes-
timonio contra mí porque sabían que cuando yo saliese,
los mataría, o que los Mau Mau los matarían por mí.
Esta vez me llevaron a otra parte de la ciudad y me
metieron en una celda. El carcelero me hizo entrar a em-
pellones a una celda. Me volví y le embestí con ambos pu-
ños. Me sacó al corredor y un segundo policía me sujetó
mientras que el primero me daba puñetazos.
- La única manera de subyugar a estos hijos de perras
es sacando al diablo de ellos a golpes -dijo-. Todos son
una pandilla de sucios, cochinos despreciables. Tenemos
una cárcel llena de negros, italianos y puertorriqueños. Tú
Dentro del abismo 119
cubrían las piernas, daba gracias a Dios por Gloria, yel po-
der protector de su Espíritu. -Dios -dije mientras la cas-
cada de agua caía de la ducha-, sé que ella es para mí. Es-
tas hormigas lo prueban. Alabo tu nombre por habérmelo
hecho ver, y te pido que nunca más tengas que convencer-
me de ello.
La noche siguiente era domingo, y yo tenía que predi-
car en la Misión San Gabriel. Sentí el Espíritu de Dios so-
bre mí mientras daba mi testimonio al pequeño grupo de
personas humildes que habían venido al servicio. Al termi-
nar el servicio hice la invitación al ~ltar. Vi a Gloria que se
levantó de su asiento al fondo del pequeño santuario y ca-
minó hacia adelante. Nuestros ojos se abrazaron cuando
se arrodilló al altar e inclinó su cabeza para orar. Me arro-
dillé a su lado y el señor Castillo puso sus manos sobre no-
sotros y oró. Sentí la mano de Gloria que me asió el codo
mientras el Espíritu de Dios llenaba su corazón. La mano
de Dios se apoyaba sobre los dos.
Durante las vacaciones de Navidad la acompañé a Oa-
kland. Ella había hecho arreglos p~ra que yo me quedase
con unos amigos, puesto que sus padres todavía no esta-
ban de acuerdo en que ella estudiara en el instituto. Su
pastor, el reverendo Sánchez, arregló una serie de servi-
cios con la Misión Betania, una pequeña iglesia de habla
española. Pasaba los días con Gloria y predicaba de noche.
Nada podía hacerme más feliz.
En la primavera de mi año final, recibí otra carta de
David. Iba a comprar una casa vieja y grande en la avenida
Clinton para abrir un centro para jóvenes adictos a las dro-
gas. Me invitó a regresar a Nueva York para trabajar con
Teen Challenge o Desafío Juvenil después de graduarme.
Consulté con Gloria acerca de la oferta. Parecía que
Dios estaba acelerando sus planes para con nosotros. Te-
níamos la intención de esperar un año más, hasta que
Gloria hubiese terminado sus estudios, antes de casarnos.
¡Gloria! 223
Otros venían una semana o dos más tarde y pedían ser ad-
mitidos.
Cuando la multitud se alejó, reunimos nuestro equipo
y empezamos a ponerlo en el autobús. Uno de los mucha-
chos que había estado bailando en la calle me tiró de la
manga de mi chaqueta. Le pregunté lo que deseaba, y me
dijo que «el bailador» deseaba hablar conmigo. Le pre-
gunté dónde estaba el hombre y señaló un callejón oscuro
al otro lado de la calle.
Ya era de noche y no quería entrar a un callejón oscu-
ro donde se escondía un loco. Le dije al muchacho que in-
formara al hombre que tendría gusto en hablar con él aquí
bajo las luces.
El muchacho se alejó, y dentro de unos momentos vol-
vió. Casi habíamos terminado de desmontar el equipo. Sa-
cudió la cabeza y dijo que el hombre necesitaba hablar
conmigo, pero que estaba demasiado avergonzado para
salir a la luz.
Estuve a punto de decirle al niño que no, cuando re-
cordé a David Wilkerson que bajó al sótano para visitarme
en el cuarto donde me había escondido después del primer
servicio en la cane. Recordaba cómo entró sin temor y di-
jo: «Nicky, Jesús te ama». Fue esa intrepidez y compasión
que me persuadieron a recibir a Cristo como mi Salvador.
Así es que, mirando al cielo negro, dije al Señor que
iría a hablar a este loco «bailador» si él lo deseaba, pero
que iba en Su Espíritu y no en mi propio poder, y que es-
peraba que Él fuese delante de mí ... especialmente dentro
de aquel callejón oscuro.
Me dirigí al otro lado de la calle y me detuve en la en-
trada del callejón. Era como la entrada de una tumba. Su-
surré una oración. «Oh, Señor, ojalá que me hayas prece-
dido» y entré. Avanzaba a tanteos entre las murallas de la-
drillo en la oscuridad.
Entonces oí el sonido sordo de un hombre sollozando.
Con Cristo en Harlem 261