Está en la página 1de 2

Cuando los premios Nobel se

equivocan
JULIO MUÑOZ RUBIO*

U
na de las concepciones más erradas que existen sobre la ciencia y que ha tenido
consecuencia muy nocivas sobre la sociedad es que se trata de un conocimiento
completo y tendiente inexorable e ineluctablemente a la verdad; que la ciencia siempre
está produciendo y verificando verdades y que el error siempre es corregido a tiempo.
Cuando menos esa es la visión que el neófito tiene acerca de la ciencia.

Una segunda concepción errada y nociva es la que la ciencia es una actividad propia
de mentalidades especialmente talentosas y brillantes, las cuales están especialmente
capacitadas para no admitir la intromisión de subjetividades en la investigación. Así las
cosas, sólo los pocos que posean esas cualidades pueden elaborar conocimiento
científico, es decir, objetivo.

Ambas ideas son falsas.

La ciencia, por una parte, está plagada de errores. El acierto y la verdad en ciencia
sólo se pueden alcanzar en contraste con el error y la equivocación; la duda está siempre
presente en la ciencia. Los científicos se han equivocado muchas más veces de las que
han acertado a lo largo de la historia y sólo en función de eso han podido llegar a
determinar verdades, las cuales muchas veces son desmentidas como tales después de
algún tiempo, revelando nuevos errores. Por otra parte, el encumbramiento que se hace
de los científicos como poseedores de inteligencias poderosas e inalcanzables para
quienes no pueden serlo se ha utilizado como una herramienta de poder, muy
frecuentemente defensora de deshonrosas causas como el racismo, la misoginia, la
homofobia, el clasismo, la destrucción ambiental o tecnologías de alto poder
destructivo, como las militares y, dentro de ellas, la energía nuclear.

Más aún, dentro de la comunidad científica existe una jerarquización según la cual
quienes poseen un status más alto, curriculum más voluminoso o premios, están
rodeados por un aura de infalibilidad y de brillantez. Su palabra es irrebatible.

Todo esto es de gran relevancia a la luz del documento firmado por cerca de un
centenar de premios Nobel que se pronuncian a favor de la producción de alimentos
transgénicos.

Se busca impactar en la opinión pública mediante un ardid publicitario en el que


gran cantidad de poseedores del máximo galardón intelectual (no siempre científico), al
tomar partido por los alimentos transgénicos, parecen dar, con su galardón un mentís
definitivo a la oposición a la agrobiotecnología.

Pero el hecho de que sean premios Nobel no implica que de entrada tengan razón.
Pensar que la tienen por poseer ese reconocimiento es construir un razonamiento falaz.
Un sujeto cualquiera tiene la razón cuando sus proposiciones, enunciados, argumentos,
corresponden a la realidad, a la verdad, o al menos cuando trazan un camino hacia ella.
Si no ocurre así, no tiene razón, por mucho que sea un científico célebre y hasta
galardonado con un premio Nobel.

Si se quiere hacer una evaluación del documento que los mencionados Premios
Nobel redactaron en defensa de los alimentos transgénicos, lo que se tiene que hacer es
leerlo de arriba abajo y de izquierda a derecha, y sólo al acabar de leerlo y analizarlo,
proceder a avalarlo o rechazarlo. El peor error que se puede cometer es comenzar por
las firmas y, una vez que se constata que lo firman varios premios Nobel, entonces
proceder a leerlo, ya convencidos de que personajes de este nivel no pueden
equivocarse.

Ahora bien, sean lo que sean los signatarios del multicitado documento, redactado
en contra de diversos puntos de vista de Greenpeace sobre los alimentos transgénicos, lo
cierto es que se posicionan a favor de una de las más erradas formas de argumentación
científica de los últimos tiempos, atrasada más de cuatro décadas en sus bases
científicas (sobre todo de biología molecular) y más de tres siglos en cuanto a su
metodología (ateniéndose a los métodos de ciencia de sistemas simples, propia de la
física de los siglos XVI al XVIII).

En vez de utilizar su poder como premios Nobel para apoyar los intereses de
grandes empresas trasnacionales como Monsanto, Syngenta o Du Pont, con todos sus
negros historiales de contaminadoras y destructoras del ambiente y de la salud, estos
intelectuales bien podrían dedicarse, como parte de la defensa de principios éticos
elementales, a fomentar un discurso crítico y por tanto a la búsqueda de verdades en la
ciencia, promoviendo en todo caso los debates intelectuales y ayudar a ampliar las
libertades para el género humano y por último, defender a la naturaleza de los
insaciables asedios de aquellas empresas y el sistema que las sostiene.

*Investigador de la UNAM, miembro de la UCCS.


Subir al inicio del texto

También podría gustarte