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LOS CABALLOS INDÓMITOS

Los caballos beben estáticos en un lago de hielo y la bruma

destroza los rastros deshilachados de un pasado glorioso.

Quiero penetrar la niebla y acariciar la blancura inerte del anca

y la crin de los caballos. Los siento palpitar tibios en la serenidad de

su gesto. Los delicados belfos de sus bocas, se enrojecen al contacto

del vidrio helado y los cascos firmes se posan ingrávidos.

La niebla se convierte en oscuridad y un silencio pacífico se

desenrolla de a poco para dar lugar a una cavidad profunda que se

ajusta a mi cuerpo laxo. Tomo conciencia de mi estado a medida que

mi mente despierta en los ojos y se enfrenta con una obstrucción

oscura que los cubre. Quiero quitar lo que entorpece mi visión y mis

manos estaqueadas por un bloque inextinguible, no responden.

Apenas las yemas de mis dedos dan cuenta de un vestigio de

movilidad. Recorro mentalmente el resto de mi cuerpo y percibo la

dureza que se ejerce sobre él. Escupo los pequeños desperdicios que

quieren interceptar mi boca e increíblemente se abre un pequeño

espacio derrumbado, un pequeño cataclismo liberador.

Alertado, todo mi cuerpo percibe que el propio calor y el

movimiento imperceptible de mis células, provocan la posición exacta

de mis miembros en una dislocación absurda de descanso.


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Estoy enterrada. Me sube a la mirada nula, un escozor de sal,

una sangre luminosa que se retuerce quieta, inmovilizada. Goteando

chimeneas un líquido viscoso y caliente se retuerce por alguna parte.

Zozobra la corriente interna debajo del hielo que circula en

ondas apretadas hasta lo profundo, absorbidas por un vórtice de una

hondura inusitada. Se vislumbra desde la fría movilidad, las bocas

amoratadas de los caballos que muestran sus dientes al lamer

rasgando apenas la superficie. Los cascos sin herraduras muestran los

huecos pequeños de sus intersticios rellenos de un musgo dócil,

intacto. De pronto, todo se cubre de un color barroso espeso. Los

caballos se hunden, se empantanan, pierden pie y quiebran la

superficie, licuada ahora, hasta el fondo próximo. Sus cascos se

apoyan y el impulso salvaje los convierte en anfibios monstruos que

bucean en la sombra. Ciegos en la negrura gelatinosa, buscan y

recorren la distancia infinita, con la calma equina que sigue la ruta de

las mareas y las vicisitudes de las corrientes que fluyen a distintas

temperaturas. Tropiezan con piedras. Despedazados de esperanza,

comienzan a elevarse por ellas en tropel; como un ejército en

retirada, penetran el túnel oscuro, que deshilacha poco a poco el

negro lodazal.

La devastación me intercepta. Un viento usurpador que

arrastraba todo desde el aire y el mar próximo; una ventisca inundada

de una fuerza arrolladora y voraz. Todo se vuelve un desesperado

estupor. Las caras de la gente próxima, apenas las percibo

desaparecen. Un hombre curtido, con los ojos desmesurados, se


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abraza a la rama de un árbol arrancado de cuajo y me quedan las

pupilas impregnadas de retazos color café.

El agua hecha de fango y carcomida de todas las humedades

del mundo, retozaba descuartizando hasta los tuétanos las paredes y

reencontrándose con la licuada transparencia depositada en un balde

o un recipiente cualquiera, para contaminarla hasta el agobio. Las

ramas despelucadas se inclinaban en una búsqueda enloquecida de

afincamiento hasta amontonarse en la sinuosa y lenta corriente de

una lava fría e inmunda.

En el silencio cada partícula estrangula el espacio infinito de mi

cuerpo, hasta casi guillotinarlo. Soy una mente absoluta. Los latidos

de mi corazón vienen intercalados con blancos eternos. Se acuna en

la orilla de aquel atardecer, el temblor escondido de una ráfaga

imposible de aire.

El primero de los caballos en sacar la cabeza depurada, exhala

un bufido atroz y trepa, trepa hasta la roca suave de la cueva. Pronto

todo se cubre de relinchos y coces. Luego descansan como un solo

cascarón en sesgo con la muerte: medusas plácidas mojadas e

inertes que sucumben a un sueño sin recuerdos, con los cuellos largos

extendidos en una indiscriminada desidia.

Un parpadeo obstinado despeja de mis pestañas, los grumos

pastosos que ahuecan espacios recónditos.

Cierro los ojos y aparece una niña que descorre puertas, una a

una en la más absoluta oscuridad. Tengo miedo y no se ve nada, pero

debo llegar hasta el final. Tengo que traer lo que está encima de la
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mesa. Tanteo, busco y encuentro el pestillo para abrir la última

puerta. Esta vez encuentro la luz y la prendo. Veo encima de la mesa

lo que busco y regreso. Esta luz me ilumina en el regreso porque

encontré lo que buscaba.

Masacrados de espanto comienzan a moverse. Se levantan y

escuchan la quietud húmeda. Los goteos recalcitrantes se amplifican

en medio del silencio. Todo huele a un verde oscuro de algas. Las

piedras se desmoronan y los cascos desgarran una cascada que al

detenerse, simula una pequeña carcajada.

Pegasos indemnes convertidos en mármol de acero, traspasan

la niebla y encuentran el pasaje. En apretada procesión convergen en

la margen izquierda de la desembocadura del pozo de agua. Estrecho,

un tubo oscuro se eleva en diagonal hacia algún lugar. Todos enfilan

acompasados de un frenesí callado. Resbalan, se empujan y avanzan.

El calor amontonado de los cuerpos troquelados de ansias, palpita en

el ácido herrumbre de las paredes. La fetidez envolvente succiona

como un útero, la tormentosa hilera de patas y cuellos engarzados

por el redondo cilicio.

Me duermo en una calma sin sueño; dejo ir el cansancio y ya

no pienso en mi cuerpo. Debajo de los párpados galopa una luz

acompasada que tintinea en el silencio cada vez más lejos, cada vez

menos, recorriendo en círculos toda la órbita del tiempo.

De pronto se filtra abruptamente un terrón desangrado en mi

boca. Se parte en dos el silencio y la oscuridad cuajada se llena de

voces del idioma que conozco. El ulular de bocinas; el griterío


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indemne. Me quitan de los ojos la pesadez pegada a mis pestañas. Me

sacan de la boca el terrón y constatan que respiro.

__¡Encontramos alguien!. Está viva.

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