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“madre de la Patria”
María Joseph Patrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y
Trillo, a quien todos conocemos mejor como Mariquita Sánchez de
Thompson, fue una extraordinaria porteña nacida el 1º de
noviembre de 1786 en la actual calle Florida Nº 273 (por entonces
llamada “Anquera”, “del Empedrado” o “del Correo”).
Por haber nacido ese día, en su partida de bautismo sus padres
intercalaron en el nombre, también el de su onomástico: “Todos los
Santos”. Sus padres eran el granadino Cecilio Sánchez de Velasco
y Otorgues y la porteña María Magdalena Trillo Cárdenas Rendón y
Lariz. Doña Magdalena había enviudado, años atrás, de Manuel del
Arco Soldevilla, importante comerciante en el Buenos Aires de la
colonia. Manuel le había dejado a Magdalena una considerable
fortuna que luego heredaría Mariquita. Don Cecilio había dejado
Granada para llegar a nuestras costas en 1771. Años después
contraería nupcias con la rica viuda Magdalena Trillo.
Mariquita fue hija única de ese matrimonio. Y tal vez por ese motivo,
quizás por haber sido en sus primeros años la niña consentida de la
familia, forjó un temple decidido, un carácter tenaz y una férrea
voluntad. En la época, a diferencia de los varones, no se estilaba
que las niñas asistieran a la escuela, o recibieran instrucción
pública. Toda la educación que recibían las chicas era la que se le
podía impartir en casa. Ello no significó ningún inconveniente para
una familia acomodada como la de los Sánchez de Velasco y Trillo.
El no de la novia
Hasta aquí todo fantástico, si no fuera porque Mariquita no quería
saber nada con que sus padres la forzaran a casarse con quien ella
no amaba. En efecto, por ese tiempo la joven había comenzado a
frecuentarse con un primo segundo suyo, porteño como ella, pero
recién vuelto de España. Se trataba de Martín Jacobo Thompson,
que tenía nueve años más que Mariquita. Lo que al principio pareció
un entusiasmo adolescente, se transformó en un amor tenaz y
constante de Mariquita hacia Martín y en una flagrante
desobediencia hacia la autoridad paterna.
Martín era rubio, de altura media, ojos azules, con una tímida
sonrisa, romántico, y de notable sensibilidad, nervioso y ansioso; al
expresarse movía sus manos, dándole expresión y carácter a sus
palabras. Tenía una mirada triste y meditabunda. Lucía su uniforme
de marino de la Real Armada Española. Su ternura, juventud,
lozanía, sensibilidad, melancolía y romanticismo le daban a Martín
un aire irresistible para Mariquita.
Martín Jacobo Thompson había nacido en 1777, también como hijo
único del matrimonio conformado por William Paul Thompson y
Tiburcia López Escribano. Su padre era un londinense que había
terminado ejerciendo el comercio en Cádiz entre 1745 y 1750, para
luego mudarse e Buenos Aires con una licencia de comerciante
emitida por la Casa de Contratación en una mano, y un certificado
de conversión al catolicismo en la otra (ambos documentos
necesarios para poder ejercer el comercio en el Imperio Español).
En 1752 se casó con la porteña Francisca (Panchita) Aldao Rendón,
con la que tuvo dos hijos. Viudo de Panchita, casó, nuevamente, en
1773 con Tiburcia López Escribano y Cárdenas, emparentada con
doña Magdalena Trillo Cárdenas (madre de Mariquita). Tiburcia
tenía veinticinco años y estaba prácticamente en la pobreza. El
inglés William falleció en 1787, cuando su hijo Martín tenía sólo diez
años y el niño quedó solo. Su madre (doña Tiburcia), afectada por la
viudez, tomó los votos y se internó en el convento de las hermanas
capuchinas de Buenos Aires, de la Iglesia de San Juan;
abandonando al pequeño a su suerte.
¿Qué le pasó a la madre de Martín Jacobo Thompson? Cuenta la
tradición familiar que había un pacto entre sus padres consistente
en que el cónyuge que sobreviviera al otro, tomaría los hábitos y se
haría religioso. Así lo cumplió Tiburcia, quien se convirtió en Sor
María Manuela de Jesús; monja de clausura hasta su muerte,
acaecida en 1815. Lo llamativo de este acuerdo es que nada
previeron los esposos con respecto a Martín. Sin embargo, la
tradición oral diría que el fervor religioso de William, propio de un
converso, sumado a los celos que le suscitaban la juventud y
belleza de su segunda mujer -la viuda-, habían posibilitado ese
pacto