Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Diccionario de Pensamiento Contemporáneo PDF
Diccionario de Pensamiento Contemporáneo PDF
PENSAMIENTO
CONTEMPORÁNEO
San Pablo
Madrid, 1997
ABSOLUTO
La composición etimológica del término sugiere su semántica: absolutus es lo libre, separado o
exento de ataduras, relaciones o condiciones; por tanto, lo que existe en virtud de sí mismo o es
evidente por sí mismo. Pero el o lo absoluto adquiere sentido pleno sólo atendiendo a sus
relaciones, a lo relativo. En consecuencia, ontológicamente, es la realidad o > ser que funda
todas las relaciones; en el orden lógico, la verdad suprema o criterio último, a partir del cual algo
es verdadero o falso; en el orden axiológico, el valor preferible a cualquier otro. En contextos no
racionales designa la realidad divina que se sobrepone, por su entidad, dignidad y poder, a los
demás seres.
El modo de ser del absoluto aparece ya como inmanente, ya como trascendente al mundo. Pero
ambas concepciones son tan heterogéneas que solicitan una precisión matizada, atendiendo a
las formulaciones más significativas.
La revelación judeocristiana introduce una visión del absoluto que singulariza su realidad y la
constituye en realmente trascendente al mundo. El Yavé judío es el absolutamente otro, si bien
él abre los cielos impenetrables, emite su palabra creadora y concede su Torá-Ley configurando
la plenitud de las cosas. Irrepresentable por figuraciones antropomórficas, e intelectualmente
irreductible a cualquier proceso de conocimiento analógico. La visión cristiana del absoluto
insiste tanto en su trascendencia como en su acción creadora amorosa: es Dios personal y
paternal que decide libremente crear el mundo. Por eso él es también objeto del amor de sus
criaturas. La creación, por tanto, determina como esencialmente diferenciados el modo de ser
propio del absoluto y el propio de las criaturas. A Dios se le atribuye el ser en sentido propio y
absoluto (suum esse subsistens); a las criaturas, en sentido derivado y relativo, en cuanto que
son porque reciben de Dios su entidad (habent esse) y, cada una según su esencia, participan en
el ser, entendido analógicamente: Dios y las criaturas son, pero según modos de ser
absolutamente diferentes. La disyuntiva es tomada como presupuesto a partir del cual
reflexiona toda la tradición de los filósofos cristianos, entre los que destacan san Agustín, san
Anselmo, santo Tomás, Duns Scoto, Suárez, etc. Pero estará presente también en filosofías no
estrictamente confesionales que recurren a Dios como absoluto, en el que se fundamenta la
contingencia de las criaturas. Tal es el caso de toda la filosofía natural del Renacimiento. Para
Descartes, Dios es garantía última del ser y de la verdad; Leibniz se impone la justificación de
Dios (Teodicea) como razón suficiente necesaria de los seres contingentes. El criticismo kantiano
presupone a Dios como una de las Ideas incognoscibles de la razón pura (Crítica de la razón
pura), pero solicitado como lo Incondicionado por todo lo condicionado, y postulado por la razón
práctica como el ideal de la libertad y la moralidad absolutas (Crítica de la razón práctica).
Nietzsche recapitula el sentido de las ideas inmanentistas, al idealizar como absoluto la fusión de
Dios, hombre y naturaleza: las tres realidades constituyen una unidad y ninguna tiene sentido
prescindiendo de las otras, como expresan los conceptos < sentido de la tierra» < Dios ha
muerto», < el hombre debe ser superado» (Así habló Zaratustra), que remiten a una legitimación
natural y terrenal de todo valor y por tanto, también del absoluto. El > existencialismo de Sartre
está animado por una intención humanista, ya que explícitamente manifiesta que su problema
es el del hombre y no el de Dios o del absoluto. No hay, pues, más universo ni absoluto fuera de
la conciencia y del ser del hombre (El ser y la nada). Por su parte la pregunta por el sentido del
ente, de lo que hay, lleva a Heidegger a preguntarse por el fundamento de la totalidad de los
entes. El ser aparece así como realidad suprema, diferenciada de los entes a los que funda y da
sentido. La filosofía, en consecuencia, se identifica como ontoteología, o pregunta por el
fundamento de todos los entes. Heidegger no llama al ser-fundamento ni Dios ni absoluto,
concluyendo en un »agnosticismo (El Ser y el Tiempo). De forma mucho más explícita, Jaspers
incluye al existente humano en el ámbito de un envolvente o absoluto que se va manifestando a
través de cifras epifánicas, que no lo revelan, pero nos lo presentan vislumbrado o cifrado (La fe
filosófica ante la revelación). El existencialismo de Marcel está esencialmente animado por la
concepción de Dios como el Absoluto que orienta y vivifica la existencia del hombre peregrino,
que se va aproximando a su sentido definitivo en la medida en que su existencia responda a la
llamada de la trascendencia divina (Homo viator).
Unamuno, a partir de una inspiración spinozista y hegeliana, entiende que el hombre y los seres
todos están animados por el ansia de un absoluto que les impulsa a negar su propia muerte y
promueve en ellos la aspiración hacia una inalcanzable infinitud. La fe es querer que Dios exista
como absoluto total e inmortal, porque su existencia sería garantía de la propia inmortalidad
(Del sentimiento trágico de la vida). El sentimiento trágico de la vida radica en esta ansia de
inmortalidad. A su vez, el cristianismo es agonía, lucha o combate por la fe en la necesidad de
Dios. La filosofía de Unamuno podría sintetizarse, en consecuencia, como ansia y deseo de un
absoluto, de Dios, siempre incierto e inefable para el entendimiento.
La cultura contemporánea, no sólo filosófica, se declara ajena a realidades, ideales o valores que
puedan adquirir la denotación de absolutos. Incluso desde el punto de vista religioso, las
acentuadas preocupaciones sociológicas y el celo por socorrer situaciones degradadas, inducen a
una concepción de la religión marcadamente humanista (>humanismo), en la que la virtud
teologal de la caridad parece equiparable al interés y a la preocupación social y humanitaria. Por
su parte, las filosofías se declaran ajenas a ideales y absolutos (Dios, naturaleza, humanidad,
conciencia, valor, verdad, persona, vida) e incluso a los de clase, estado o sociedad. De este
modo, ideas y prácticas se orientan a la convivencia pacífica o coexistencia positiva, sin
referencia a ningún absoluto, remitiendo al convencionalismo como fundamento de
convicciones y prácticas. Tal es el sentido de la llamada posmodernidad. En forma más razonada,
las éticas comunicativas sitúan los criterios de valor y verdad práctica en los acuerdos
democráticamente establecidos a partir del principio del mejor argumento (J. Habermas, K. O.
Apel). Incluso realidades humanamente absolutas, como la persona y la vida, son interpretadas
hoy a la luz del pragmatismo, influido por los intereses sociales, políticos e incluso económicos.
M. Maceiras
BIBL.: ARISTÓTELES, Metafísica, Gredos, Madrid 1970; BLOCH E., El principio esperanza, 3 vols.,
Aguilar, Madrid 1977ss; DESCARTES R., Discurso del Método. Meditaciones metafísicas, Espasa-
Calpe, Madrid 198522; FEUERBACH L., La esencia del Cristianismo, Trotta, Madrid 1995; GARCÍA
BAR6 M., Ensayos sobre lo absoluto, Caparrós, Madrid 1993; HEGEL G. W. R, El concepto de
Religión, FCE, México 1981; HEIDEGGER M., El Ser y el Tiempo, FCE, México 1971°; JASPEAS K., La
fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1968; KANT L, Crítica de la razón pura, Alfaguara,
Madrid 1978; ID, Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca 1994; KIERKEGAARD S., Temor
y temblor, Editora Nacional, Madrid 1975; MGUNtER E., Obras completas I-IV, Sígueme,
Salamanca 1990ss; NIETZSCHE F., Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid 1979'; PLAT6N, La
República, Gredos, Madrid 1988; PLOTINO, Enéadas, Aguilar, Buenos Aires 1955-1967; SARTRE J.
P., El ser y la nada, Alianza, Madrid 1984; SPINOZA B., Ética, Editora Nacional, Madrid 1975;
TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988ss; ZUBIRI X., El hombre y Dios,
Alianza, Madrid 1988'.
ABSURDO
El >aislamiento incomunicado de Narciso: he ahí el absurdo. Así las cosas, nada mejor que
reconducir la palabra «absurdo» a su origen etimológico para descubrir en dicha palabra ese
aislamiento infelicitario, tan antiguo como la humanidad misma, pero siempre básicamente
derramado en dos direcciones.
Absurdo, en efecto, viene de absurdus, y este término a su vez procede de ab surdus: el sordo-de
oído percibe mal los sonidos, y por ese motivo des-entona, dis-corda, des-afina; en una palabra,
se relaciona mal con los demás oyentes y por eso no con-juga ni con-juega, de ahí el aserto de
Terencio: Hoc absurdum atque alienum a vita mea videtur (Esto parece absurdo y ajeno a mi
vida).
Consecuentemente lo absurdo, por no consonante o absono, resulta a los ojos de los demás
disparatado y enloquecido (stultus), ya que la supuesta locura o estulticia no es ni más ni menos
que el aislamiento que se produce cuando el emisor y el receptor no se sitúan en la misma
longitud de onda, y así viene a reconocerlo el propio Cicerón: Jam vero illud quam incredibile,
quam absurdum (¡Qué cosa más increíble, más absurda!). Ahora bien, si los demás compartieran
con nosotros el absurdo, este desaparecería inmediatamente, pues absurdo compartido significa
absurdo conjurado, o, si así se prefiere, reducción al absurdo del mismo absurdo, sordera contra
sordera.
Nada de extraño, pues, que absurdo y enemistad projimal vayan juntos en la larguísima tradición
de filosofías y literaturas precisa y formalmente denominadas literaturas del absurdo, cuya sola
enumeración llenaría un volumen muy compacto, las cuales, en última instancia, no son sino
literaturas del desarraigo comunitario y del desencuentro existencial, aunque las
manifestaciones de ese desencuentro obedezcan a planteamientos diferentes en los distintos
autores, pues no es lo mismo el absurdo de un S. Kierkegaard (para quien lo absurdo es < la
medida de la fe en la intimidad», situándose de ese modo en la línea del credo quia absurdum de
Tertuliano), que el absurdo de un J. P Sartre (vivido como sinsentido), o que el de un A. Camus
(vivido como sensibilidad), o que el de un F. Kafka (vivido, valga la expresión tautológica,
kafkianamente), por citar únicamente algunos ejemplos célebres.
Pero no solamente se producen absurdos en las esferas puramente individuales de la vida, sino
que también tienen su asiento en los ámbitos colectivos, cuando las diversas convicciones
comunes nunca llegan a encontrarse en ningún punto, ni siquiera fugazmente, aunque
coexistan; momentos en los cuales la democracia nominal se traduce en revoltiño solipsista y en
conglomerado atomizado de corte leviatánico, tal y como lo comenta irónicamente un alumno
universitario: «Hoy existen dos grandes autopistas, teísta y ateísta, con inabarcables carriles
cada una; la primera, actualmente muy descuidada, con un trazado más angosto, que exige el
pago de peaje, pero que asegura un destino eternamente feliz; en la segunda se puede pisar a
fondo, no hay peajes que frenen la velocidad, se invierten cantidades desorbitadas para
garantizar un trazado recto, sin desniveles, con altos muros laterales para que el conductor no se
despiste con luces extrañas de la otra autopista, pero donde, una vez gastado el depósito de
energía, se acaba todo. La verdad, yo no sé qué es peor o qué es mejor».
Ahora bien, si tal cosa fuera cierta, entonces resultaría absurda por sorda al >diálogo y, por ende,
carente de respuesta, estampa viva de un eterno narcisismo social (o, por mejor decir, insocial)
autocontemplándose, pero sordo para todo y para todos, sordo hasta para el eco de Eco, la
hermosa ninfa de él enamorada. Sordo, en suma, para las llamadas del exterior que, sin
embargo, podrían sacarle de su ínsula y de su enfermizo encapsulamiento.
El caso es que al absurdo mundo del absurdo se llega por múltiples vericuetos, incluso
contradictorios ellos mismos entre sí. El primero de ellos podríamos ejemplificarlo con la
dialéctica del alma bella y del corazón duro, tan cara a los pensadores románticos alemanes. A
veces nos encontramos varados en las rocas del sordo sinsentido después de haber pretendido
denodadamente introyectar sentido a los demás carentes de él; entonces rememoramos la
dialéctica hegeliana del «alma bella» abierta a la alteridad, que busca en vano su autoconciencia
recognoscitiva en el tránsito del >yo al nosotros. En efecto, ocurre a veces que, en el curso de
ese intento de ayudar a los demás, el alma bella va a recibir tantos golpes helados de la vida,
tantos hachazos invisibles y homicidas por parte incluso de los mismos a quienes ella intentaba
prestar auxilios, tantos manotazos duros del perro al que daba de comer en la propia mano, que
por elemental reacción nocífuga brota entonces de su noble pecho un «¡basta!», un «¡ya no
puedo más!», y entonces el alma bienhechora se incapsula y acoraza, se recluye en la oquedad
desvaída del propio caparazón, en adelante a la defensiva, balbuciendo confusas excusas de este
tipo: < El mundo es perverso y no me merece, no está a mi altura; que se pudra, allá él».
Sin embargo en ese preciso instante en que estalla su desesperanza y su anonadamiento, sin ser
notada, el alma bella se está convirtiendo ella misma en «corazón duro», con lo cual el bien que
la caracterizaba queda derrotado por el mal que se ha hecho dueño del campo: es la dialéctica
de un absurdo donde el incluyente ha sido excluido y ahora se convierte él mismo en excluyente
al que otra alma bella tratará por su parte de reinsertar, de reincluir o de reencantar con un beso
amoroso en la frente. Dicho con la terminología de la genética de poblaciones, el gen ingenuo y
bello mutado luego en gen rencoroso y duro necesitará de otro gen ingenuo más bello que
pueda sacarle del rencor o incluso de la trampa en que con frecuencia el rencor termina por
degenerar lentamente (lo sordo entonces hecho sórdido, ¡ay!).
Henos aquí ante la lucha del bello bien comun-icativo contra el duro mal de-solador, en cuya
áspera intersección del bien y el mal se mueven (nos movemos) los habitantes del país de
Medianía, mitad ángeles mitad bestias, unas veces haciendo el salto del ángel y otras el aullido
de la bestia, casi siempre ambas cosas a la vez, componiendo de ese modo una extraña y
asombrosa figura de inverosimilitud en tan magna epopeya. Y el que se considere a sí mismo
libre de esa dialéctica, que vaya arrojando la primera piedra. Lo narra bien Carlos Gurméndez:
«Pero cuando ocurre un hecho revelador y decisivo que destruye la razón de su peregrinar, se le
manifiesta la inmensidad de su nada. Puede que sea el fracaso de un amor, un tropiezo
cualquiera, un desencanto amistoso o, simplemente, el cansancio terrible de ser. Este
acabamiento le pincha por los diversos poros del sentimiento y la sensibilidad. En este momento
sale a la luz la pobreza esencial de su ser, la alienación que vive. Y cuando las probabilidades
viajeras se limitan o cierran, el extraño ya no puede sentirse caminante. Ya no es el mundo que
él expulsó de sí mismo, de ahí su incapacidad para gozarlo o sufrirlo, sino que es su propio ser el
que se siente vacío. Ha persistido la ilusión de la búsqueda de un país de leyenda, de una morada
o de una mujer donde reposarse. La sed infinita de los caminos ha terminado por falta de
pretexto para peregrinar y llega la hora de la >verdad; ya no puede descubrir horizontes nuevos
porque ha comprendido que el extraño es él, no el mundo ni los otros seres. El resto es silencio,
la comedia ha terminado».
Ahora bien ¿a dónde ir, entonces, a tomar la última copa después de echado el telón de la
comedia que, a las tantas de la madrugada, concluye como lamentable farsa? Si todo es
comedia, entonces todo es tragedia y naufragio. Y si todo en nosotros es naufragio, entonces no
podremos hacer otra cosa que desarrollar una cultura de supervivientes, mas no de herederos,
pues nuestra genealogía y nuestros álbumes con las fotos de la familia y de los amigos han
desaparecido cubiertos por el último golpe de las aguas que se llevaron el barco común al fondo
de los abismos oceánicos. Sin embargo, la vida del supérstite resulta francamente dura y poco
envidiable, toda vez que, como nos recuerda Jorge Puente, < el superviviente ha de arreglarse
con los restos del naufragio; se ve obligado a practicar una especie de canibalismo cultural; tiene
a su disposición los restos de todas las culturas humanas a partir de las cuales elabora una
identidad escindida, difusa, siempre sin totalización posible. El superviviente se fabrica un
sentido, consciente de su caducidad y fragmentación».
El segundo de los vericuetos, conducentes sin embargo al mismo absurdo, se produce por
paradoja cuando se pretende abandonar el absurdo a base de echarle más absurdo a la vida
absurda, pretensión similar a la del barón de Münchhausen tratando de salir de la zanja
tirándose ardorosamente de la propia coleta.
En efecto, a veces el absurdo Narciso, sordo y aislado, en aquellos momentos en los que es
mordido por el cerco de su propia soledad, se despide de sus ideales, de seguridad y bienestar
burgués, una vez que los ha visto amenazados. Entonces decide pasar al probatorio ensayando
una mirada sobre su cuerpo travestido con el ropaje de Orestes, el héroe de Las Moscas, y de
este modo busca salir de la angustia de su encierro angosto persiguiendo, con la terquedad de
un cruzado, los ideales antes impugnados, a saber, la justicia, la libertad y la dignidad. Al
principio su libertad (vacío) era su carga, ahora sus cadenas (camino, compromiso) serán sus
alas. Debe encontrar su propio camino, debe viajar hasta el Orestes plenamente realizado que le
espera, porque ha comprendido que cada hombre tiene que trascender su propia simbología
hasta llegar a ser lo que verdaderamente es.
Sin embargo, con frecuencia intenta Narciso esta mutación con el deseo meramente voluntarista
de salir de sí mismo para sobre-salir respecto de los demás, lo que de nuevo se muestra un
camino errado que le reconduce a la misma soledad y a la misma absurda desesperación. De
este modo, aunque destacado y sobresaliente, aunque festejado y loado como héroe, el sujeto
queda de nuevo por debajo de sus aspiraciones, pierde toda esperanza, anonadado en su propia
caducidad; roído por el tiempo y fragmentado por el espacio, se define por su desesperación y
dura tanto cuanto dura su ficción. Inepto para vivir, finge la vida, ya que es una pretensión de la
nada. De ahí las utopías negras o antiutopías, el recurso a la melancolía, a la desesperación, al
desencanto, al desconsuelo, al sinsentido.
Entonces se afinca en el yo hinchado e inflado, pero vacío y vaciado de alteridad, desde cuya
tensión se afirma como absoluto y se opone a todo lo demás relativizado. Ahora la autoaserción
absoluta del carácter creador del >hombre puede llegar a oponerse a Dios como principio de
bien, conforme al mauditisme o malditismo de quienes han hecho de lo satánico su bandera,
desde el marqués de Sade, que afirma el mal liberando aquello que, como anomalía, es
reprimido por el bien, hasta un Charles Baudelaire, que invita a la raza de Caín a expulsar del
Cielo a Dios; desde un Georges Bataille o un Pierre Klosowski, hasta los visionarios y tenebristas
ingleses, que dieron culto al diablo, al mal y al pecado como expresión del orgullo de una
humanidad genuina que desafía a los dioses, en la línea de Lord Byron, de Shelley, de Keats o de
William Blake, el cual interpreta el mito de la Caída como la creación de un hombre-Dios
prometeico. Detengámonos, al menos un momento, para criticar esta dialéctica, tal y como lo
hace filosóficamente Jean Luc Marion.
Frente al amor que abre, que congrega y que relaciona, lo propio del mal que duele es devolver
mal por mal, excluyendo aquello que suponemos que nos excluye, disolviendo aquello que
pensamos que nos disuelve. Así pues, el mal busca expiación, pide la cabeza de ese culpable que
tanto me lastima. Tiende así a ejercer el contramal, es decir, a damnificar a los otros alegando
hacerlo siempre en defensa propia, conforme a la ley del Talión: padezco el mal/ejerzo el mal,
padezco el mal/ejerzo el anal, padezco el mal/ ejerzo el mal, y así sucesivamente. Henos ante
una violencia anónima, y a la vez implacable y cósmica, que se propagará con la velocidad del
rayo: el mal se transmite tanto mejor cuanto más pretendo deshacerme de él. La lógica del mal
triunfa siempre y de la misma manera: acusémosles a todos; por ese procedimiento el mal
encontrará siempre a los suyos, puesto que, de hecho, todos ponen en práctica su única e
institucionalizada lógica, que no es más que la ley del absurdo. De este absurdo modo (absurdo
porque vuelve sordas a las gentes, porque las cierra e impide abrirse), la agresividad contra la
agresión se expande y engorda, en tanto que el sujeto se contrae y adelgaza; cuanto más
desolado de relaciones, más asolado uno mismo.
La implacable marcha de la acusación avanza inconteniblemente: se dirige contra los vivos
primero, después insurge contra los progenitores e incluso contra los antepasados; más tarde va
contra las instituciones, después se alza contra el mismo Dios, y finalmente atenta contra uno
mismo, cuando ya no quedaba nadie contra el que insurgir, contra uno mismo ya sea en circuito
largo (me miro al espejo y entonces me digo: «Me odio día a día, luego existo», cogito sádico), ya
sea en circuito corto, donde el desesperado suicida quiere vengarse contra todo y contra todos
al descargar el golpe contra sí mismo en su última desesperación y en su último absurdo.
El infierno es la ausencia de todo otro; el infierno no deviene infernal más que si la víctima se
descubre allí como infinitamente encerrada y, por ende, como la única responsable. Al margen
de la barroca imaginería ¡cónica o anicónica, allí está Satán acusando a esa víctima: <
¡Desespérate en tu irremisible soledad, acúsate para siempre y por siempre!». No es casualidad
que a la puerta del infierno de la Divina Comedia de Dante se leyera precisamente esta
inscripción: «Abandonad toda esperanza los que entráis aquí».
Así las cosas, la astucia de Satán consistiría, concluye Jean Luc Marion, en hacer creer que él no
existe, en hacer creer que su maléfica persona (personne) no es nadie (personne), y eso para que
el infernalizado no se pueda desahogar echándole la culpa a él, a Satán, sino a sí mismo. De
modo y manera que la persona quedaría satanizada (Satán en hebreo significa precisamente eso,
acusador) cuando no cesa de acusarse a sí mismo, sin esperanza alguna de quebrar la acusación.
La baba satánica ya acusadora de la serpiente ha hecho, de esa forma, acto de presencia. Y si
esto es así, entonces he ahí la culminación del absurdo: el infierno.
Muchos infiernos comienzan ya lentamente en vida cuando se ocluyen las arterias de la relación
interpersonal. Frente a esa arteriosclerosis en que la ausencia de >relación consiste, por
devolución del mal, no cabe otra cosa que el remedio alopático: acercarse al >prójimo,
aprojimarse, abrir el oído (fides ex auditu, < la fe por el oído»), perdonar volviendo a abrir las
puertas. Eso es lo único que puede acabar con el absurdo infernalizador. Dicho de otro modo, no
es la respuesta del Talión al odio con el odio, sino la respuesta alopática del amor que no
devuelve las ofensas y que perdona, que encaja el mal y lo mete en la propia caja para que no
siga circulando y aumentando su volumen.
Esta actitud resultaría humanamente imposible si no estuviera respaldada en aquel que venció a
la muerte y que asumió todos los golpes poniendo la otra mejilla: Jesús de Nazaret. Desde la cruz
de Jesús de Nazaret el perdón es realidad. Y así: a) perdonar es renunciar totalmente a tener la
última palabra; b) el perdón nos devuelve al presente vivo, nos libera de la obsesión del pasado,
así como de la angustia del futuro, porque rompe la ley de la deuda; c) perdonar es perder el
derecho por amor, ganando en amor sin derecho; d) perdonar es no matar nada, sino revitalizar
por el amor lo que por el odio había muerto: al machadiano olmo viejo y en su mitad podrido
algunos renuevos verdes vuelven a brotarle; e) perdonar es quererse a sí mismo para querer a
los demás, pues nadie da lo que no tiene.
Pero Prometeo no quiere esta dialéctica que libera del absurdo; y, por su parte, el Narciso
ensimismado opta por evadirse de la realidad. Por eso caen ambos en las redes del Estado, que
abre sus fauces, aunque para cerrarlas vorazmente sobre ellos.
BIBL.: CAMus A., El extranjero, Alianza, Madrid 1971; ID, Calígula, Losada-Alianza, Buenos Aires-
Madrid 1981; CIORAN E., La caída en el tiempo, Monte Ávila, Caracas 1977; DíAz C., Diez miradas
sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1993 MARION J. L., Prolegómenos a la Caridad,
Caparrós, Madrid 1993; MOUtrIER E., Introducción a los existencialismos, Obras III, Sígueme,
Salamanca 1990; SARTRE J. P., La Náusea, Losada, Buenos Aires 1947; ID, El muro, Losada,
Buenos Aires 1978; ID, La puta respetuosa. A puerta cerrada, Alianza, Madrid 19842.
C. Díaz
AGNOSTICISMO
El término «agnosticismo» parece haber sido usado por primera vez por el biólogo inglés J.
Huxley en 1869. Desde entonces es frecuente para la definición de posturas en el ámbito
religioso, cuando se quiere marcar una diferencia con las expresadas por el término >ateísmo,
pero coincidiendo con ellas en explicitar la ausencia de la profesión de fe en Dios que hace el
creyente de las tradiciones monoteístas. Como vamos a ver, esta primera delimitación es todavía
muy amplia; puede cobijar, y de hecho ha cobijado, posiciones diversificadas entre sí por matices
nada irrelevantes.
Ante todo, y si atendemos a la etimología, agnóstico denota (mediante la inicial alfa privativa) a
alguien que se (auto-) caracteriza por una ausencia de conocimiento (gnosis). Ahora bien, tal
caracterización -sobre todo cuando se trata de autocaracterización- puede connotar dos básicas
situaciones de espíritu muy diversas entre sí: la de quien simplemente no conoce de hecho, pero
admitiendo que sería posible conocer; y, por contraste, la de quien, en su profesión de no
conocer, quiere ulteriormente sugerir que entiende no ser posible para los humanos el
conocimiento en cuestión (es decir, el de Dios). Cabe ya advertir que ese par simultáneo (no-
conocimiento de Dios / no-ateísmo), deliberadamente buscado en el término agnosticismo,
parece cumplirse más netamente en la primera de las dos situaciones sugeridas. Ya que en la
segunda se sabe que « no es humanamente posible el conocimiento de Dios»; lo cual, después
de todo, podría ser muy bien un tipo de a-teísmo. Ulteriores matices pueden provenir de las
diversas razones (y/o motivos) que conduzcan a la adopción de la postura agnóstica en cada una
de las dos posibles versiones (o que, quizá, se invoquen para justificarla). Genéricamente,
pueden pertenecer: o bien al ámbito de la epistemología (en relación con lo que cada cual tenga
como requisito para permitirse una afirmación fundada sobre la realidad); o bien a un ámbito
más amplio que podemos llamar cosmovisional. Este último está presente siempre, pero no
siempre es objeto de atención; y quizá queda más patente al observador externo, pues el
prestarle atención es una reflexión ulterior, que no resulta necesaria (ni siempre es fácil) a quien
aborda más directamente el problema objetivo y su epistemología.
Puede, por otra parte, haber en la base de auténticos agnosticismos un temple cosmovisional no
ajeno a lo religioso. Donde hay que volver a distinguir. Porque puede tratarse de una religiosidad
de prevalencia sapiencial-práctica: desde donde se haría comprensible el caso tan llamativo del
Budismo originario y del Theravada: cuyo «silencio sobre Dios> parece originarse en un profundo
respeto. Si, más bien, se trata de una religiosidad humanista -como es la de los monoteísmos
bíblicos y, sobre todo, la religiosidad cristiana que, a veces, pervive entre los formados en ella y
después alejados-, la afirmación de la existencia de Dios, concebido con fuerte acento en su
infinita bondad amorosa, es inhibida como incompatible con la realidad de tanto mal en el
mundo que conocemos. Cuando, por otra parte, la existencia de Dios ofrecería una final
salvación -escatológica- de ese mal; algo anhelado pero, a la vez, juzgado demasiado bello para
poder ser verdadero.
ES muy útil el esfuerzo realizado en el punto anterior con vistas a una estructuración teórica de
las diversas posibilidades de agnosticismo. Pero nuestro interés se centrará en las posiciones que
en nuestro siglo se presentan como agnósticas. Las consideraremos ahora directamente, con las
oportunas citas. El primer autor a quien hay que referirse es, sin duda, B. Russell. Su declaración
sobre qué es ser agnóstico es sumamente clara. La razón básica es epistemológica (empirista);
revela un temple cosmovisional naturalista, completado con sugestivos toques humanistas: «El
agnóstico suspende el juicio, afirmando que no existen pruebas suficientes, tanto para la
afirmación como para la negación. Al mismo tiempo, un agnóstico puede sostener que la
existencia de Dios, aunque no imposible, es muy improbable, incluso hasta tal extremo que no
merece la pena considerarla en la práctica. En este caso, no se aleja demasiado del ateísmo»'. Y
sigue diciendo: «Cuando examinamos el argumento de la intención, resulta muy sorprendente
que la gente sea capaz de creer que este mundo..., con todos sus defectos, sea lo mejor que la
omnipotencia y la omnisciencia ha podido producir en millones de años. No puedo creerlo en
absoluto. ¿Creen Vds. que... no podría producir nada mejor que el Ku-Klux-Klan, los fascistas y el
Sr. Winston Churchill?».
Con este agnosticismo guarda básica afinidad el profesado entre nosotros, más recientemente,
por E. Tierno Galván. En un momento realmente decisivo de su discurso, aparece también la
razón epistemológica, revelando un temple cosmovisional empirista: «El agnóstico se
despreocupa de la posibilidad de la existencia de Dios porque no admite la posibilidad de
verificarlo. Niega la posibilidad de verificar la posibilidad, con lo que la propia posibilidad pierde
también todo interés estético...»3. Pero, lo más específico de la postura de Tierno viene dado
por un peculiar tono cosmovisional humanista; que se expresa como fidelidad a la condición
finita del ser humano. < Ser agnóstico es no echar de menos a Dios». «Instalado en la finitud», el
agnóstico vive «sereno [pero] sin resignación». Visto que «los contenidos de la imputación
semántica de Dios y existir son incognoscibles fuera de la finitud» y al ser contrasentido un Dios
finito, su esfuerzo va a no perder a causa de esto «lo inefable..., el sentido específico del
mundo... y la unidad del espíritu y la naturaleza». La instalación ha de ser responsable: hace más
urgente « la protesta del hombre-finitud por cuidarse a sí mismo y cuidar de la tierra, su único
hogar en el cosmos». Pero sin vana nostalgia ante la caducidad. Pues «no hay nada más humano
y que mejor defina al hombre que perecer».
Estos matices humanistas que destacamos en dos agnósticos de nuestro siglo faltan en la imagen
del agnóstico que -para combatirla duramente en nombre de una mayor coherencia (lógico-
empirista)- se puso delante el epistemólogo N. R. Hanson en unos breves ensayos a los que
ahora es oportuno referirse. Para él, «un agnóstico se mantiene en un estado de perfecta duda
con respecto a la existencia de Dios». Algo que sólo logra «por medio de recursos que son
lógicamente inadmisibles», a saber, cambiando « de terreno cuando la coherencia le exige
permanecer firme». «Después que el ateo... ha expuesto su opinión de que de todos los
argumentos... ninguno garantiza lógicamente la conclusión de que Dios existe... [el agnóstico] se
unirá con el teísta en la conocida réplica: "Bien, pero, ¿puede Vd. probar que Dios no existe?". En
este momento el ateo, en vez de caer en la cuenta de que precisamente eso es lo que acaba de
hacer..., vacila». [De donde concluye el agnóstico] «que ateos y teístas están igualmente a la
deriva y que este hecho sanciona la duda universal».
Hanson pide que se trate a la afirmación «Dios existe» -a fuer de afirmación de hecho- como
sintética y necesitada de prueba; rechaza el pedir prueba en contrario, como cambio ilegítimo de
terreno, pues ello equivaldría a tomarla por analítica. No necesitamos más prueba de que no
existen seres fantásticos ni murciélagos ovíparos que el simple hecho de que no haya prueba a
favor. « El teísta es quien tiene la obligación de probar su caso (porque su pretensión va contra
los cánones ordinarios de la evidencia y del razonamiento)...» . [Por eso] «en el momento en que
el agnóstico se decida por la coherencia lógica, se convertirá muy probablemente en un ateo...
La única alternativa... es renunciar a ser consistente y razonable y afirmar simplemente que Dios
existe como una cuestión de fe». Admite Hanson que el creyente puede acudir a « la experiencia
personal, los inefables encuentros místicos, las emociones exaltadas...» ; pero añadiendo que,
así, «tendrá que dejar muy pronto el manto de la racionalidad»6. Esto acaba de definir bien su
postura en el marco que antes propuse: puro epistemólogo empirista de cosmovisión
rígidamente naturalista. Como otros que escribieron sobre el tema, en el mundo anglosajón, en
los años cincuenta; con la peculiaridad de explicitar una impugnación de la coherencia de la
posición agnóstica, que estaba sólo implícita en otros. Lo que más lo distancia de los autores
vistos antes es la ausencia de rasgos de cosmovisión humanista. Sólo estos permitirían valorar
más las « experiencias personales», replanteando así todo el caso.
Si pasamos ahora a autores en que sí están presentes dichos rasgos, marcando el perfil de su
agnosticismo, encontramos, como ya dije en mi estructuración teórica, un humanismo de
solidaridad que es afín con la religiosidad humanista cristiana. Su presencia genera un debate
irresuelto, cuya clave está en el desgarrador choque de la exigencia de justicia con la evidente
ausencia de la misma en nuestro mundo. M. Horkheimer no se autoproclama agnóstico; pero tal
es su postura, tantas veces expresada. El mal del mundo -la injusticia- no permite afirmar a Dios
(omnipotente y bueno); pero genera «anhelo teológico», ya que sólo Dios podría superar la
injusticia. Recordemos: «La teología... es la esperanza de que la injusticia que caracteriza al
mundo no permanezca así...; o diría: anhelo de que el verdugo no haya triunfado sobre la víctima
inocente...; de una justicia plena, que no se puede realizar en la historia secular».
Este debate desgarrado podría ejemplificar el primero de los dos tipos de agnosticismo que
señalamos al comienzo, el más propiamente tal: aquel que hoy muchos viven más que
describen, en el que realmente no se sabe finalmente sobre Dios -pues los otros autores citados
sí saben, más bien que no-. Y es en esta categoría donde mejor entra también otro español
Antonio García Santesmases, que se declara cercano del agnóstico nostálgico al final de un
inteligente recorrido por las posturas: un agnóstico «humilde epistemológicamente...,
ininteligible sin partir de la tradición cristiana»8.
El personalista que haya seguido esta rápida evocación de unas posturas actuales tan
representativas de la problemática de nuestro mundo occidental percibirá, a lo que entiendo,
que la básica distancia que lo separa de la mayoría de ellas radica en la diferente cosmovisión. El
mundo de lo objetivo -del ello- tiende a absorberlo todo -devorando incluso al >yo-tú-, en
cualquier visión «naturalista» del mundo; y esta subyace al primado empirista de las
epistemologías vigentes (incluso tras sus progresivas correcciones). Desde ahí, el agnosticismo
sólo encuentra rival en un más coherente ateísmo. Por otra parte, tampoco podrá encontrar el
personalista solución en una visión racionalista («idealista-objetiva» para Dilthey) del mundo. Es
más que dudoso que puros argumentos abstractos conduzcan a Dios (personal). No está dicho,
por otra parte, que el racionalismo sea la simple alternativa del empirismo. Hay que radicar
tanto la experiencia como la razón en el sujeto personal.
Nada de esto es trabajo fácil; en todo caso, como bien puede comprenderse, no es un trabajo
para desarrollar aquí. Sí cabe completar lo dicho con algunas advertencias metódicas. Ha de
cuidarse, ante todo, que la apelación a las experiencias personales no resulte un recurso poco
definido, que el agnóstico vería como escapatoria. Ha de mostrarse lo que de intersubjetivo
pueden tener dichas experiencias. Y que no son simplemente cognitivas, sino activas y éticas,
con acento en el compromiso y la solidaridad. Dios será descubierto, en la interpretación que
acabo de sugerir, como profundamente cercano a la experiencia -el interior intimo meo de
Agustín-; pero no como igualmente fácil para la expresión. Aquí el personalista, consciente de
que el lenguaje humano está primariamente vinculado a lo empírico, encontrará comprensibles
los problemas del empirista. Y aceptará que, en la elaboración antes aludida de un cuasi-
concepto de Dios, ha de jugar un papel insustituible lo negativo; que también él topa así con una
insuperable agnosía (en términos del PseudoDionisio), que le ayuda a comprender al agnóstico
y, en todo caso, lo aleja de toda veleidad gnóstica. Porque, finalmente, vale aquello que vio
admirablemente el autor cristiano: «.Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los
otros, Dios está en nosotros, y su amor en nosotros es perfecto» (Un 4,12).
BIBL: GARCIA SANTESMASES A., Reflexiones sobre el agnosticismo, Fe y Secularidad, Sal Terrae,
Santander 1994; HANSON N. R., en QUINTANU-LA M. A. (ed.), Filosofía de la ciencia y religión,
Sígueme, Salamanca 1976; HORKHEIMER M., en AA. V V , A la búsqueda del sentido, Sígueme,
Salamanca 19892; INSTITUTO FE Y SECULARIDAD, Convicción de fe y crítica racional, Sígueme,
Salamanca 1973; RUSSELL B., Sobre Dios y la religión, Alcor, Barcelona 1992; ID, ¿Por qué no soy
cristiano? Y otros ensayos, Edhasa, Barcelona 1986; TIERNO GALVÁN E., Qué es ser agnóstico,
Tecnos, Madrid 1975.
J. Gómez Caffarena
AISLAMIENTO
Existe un aislamiento necesario que, lejos de separar, catapulta más tarde hacia lar comunidad;
es el tiempo del retiro y de la meditación, que habrá de fundar profundas comunidades. Pero
hay un tiempo (el de Narciso) en donde la soledad resulta electiva voluntad de incomunicación y
decisión de no salir de la propia pompa de jabón en que la mónada del ego ha decidido
encerrarse absurdamente. La nómina de pensadores aislacionistas, encerrados en su
aristocrática y altiva torre de marfil, es bastante más extensa de lo que parece, y podríamos citar
muchísimos textos de F. Nietzsche o de A. Schopenhauer como este: «En general, no se puede
estar al unísono perfecto más que con uno mismo; no se puede estar con el amigo, no se puede
estar con la mujer amada, porque las diferencias de la individualidad y del >carácter producen
siempre una disonancia, por débil que sea. Cuando el >yo es elevado y exuberante se disfruta de
la situación más feliz que puede encontrarse en este mundo mezquino. Sí, digámoslo
francamente: por íntimamente que la amistad, el amor y el matrimonio unan a los hombres, no
quiere uno plenamente y de buena fe más que a sí mismo o a su hijo. Por consiguiente, cuanto
menos necesidad se tenga, a causa de condiciones objetivas o subjetivas, de ponerse en
contacto con los hombres, tanto mejor se encontrará uno. Porque la sociedad es insidiosa». Mal
carácter parece tener Narciso; nada de extraño, por tanto, que sus matrimonios duren poco. Así
las cosas, aquí sólo queremos referirnos a un ejemplo históricamente antonomásico al respecto,
el más ultra de cuantos conocemos, el de Max Stimer, que en su libro EL Único y su propiedad
escribe en 1844: « Mi Yo no es vacuidad, sino la Nada creadora, la Nada a partir de la cual Yo
creo todo. ¡Al diablo, pues, toda causa que no sea pura y simplemente la Mía! Si Yo fundo mi
causa en Mí, el único, ella descansa entonces en su creador mortal y perecedero, su creador que
se consume él mismo, y Yo puedo decir: He basado mi causa en nada». A partir de este
momento, quien demuestre que ha sido capaz de hacerse a sí mismo (tras la pauta de las
sociologías burguesas del self made man) se creerá facultado para deshacer a los demás.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA
. Ahora bien, ¿se puede vivir real y verdaderamente en el aislamiento total? Al menos, y
mientras Narciso Stimer ejerce la apología del aislamiento espiritual, intenta sobrevivir
cotidianamente (en realidad vivir sobre los otros) nada menos que ¡con asociaciones de egoístas!
funcionales y pragmáticas: «En tanto que egoísta, el bienestar de esa sociedad humana no Me
interesa en absoluto, Yo no sacrifico nada a ella y no hago otra cosa que utilizarla; pero a fin de
poder utilizarla plenamente Yo la transformo en Mi propiedad y en Mi criatura, es decir, que Yo
la destruyo para crear en su lugar una asociación de egoístas». No hay que tomarlo a broma,
pues los economistas de última hora nos proponen abiertamente una racionalidad moral basada
en el egoísmo asociativo, de una moral por conveniencia, de una ética de los negocios, y a eso
reducen el negocio de la ética. En realidad la «asociación del egoísta» (llamémosla así) no tiende
de ninguna manera hacia el ser, sino, decididamente, hacia el >tener: « La historia antigua se
cierra virtualmente el día en que Yo consigo hacer del mundo Mi propiedad. Con la ascensión del
Yo a poseedor del mundo, el egoísmo consigue su primera victoria, y una victoria decisiva; ha
vencido al mundo y lo ha suprimido, confiscando en su provecho la obra de una larga serie de
siglos». Si le llevamos al oculista, en el fondo del ojo de Narciso siempre se divisa al
unidimensional husmeador de tenencias, al teniente/terrateniente: « No te basta ser libre,
debes ser más, debes ser propietario. La individualidad, es decir, mi propiedad, es toda mi
existencia y mi esencia, es Yo mismo»;. Fuera de su Yo, oh torpe Narciso unidimensionalizado,
sordo, teniente, no ve Narciso salvación, cuando lo único que cualquiera descubre allí es horror,
ausencia de relación: incomunicación, desencuentro. Torcida o corrompida la posible
reciprocidad de las conciencias, en el absurdo de la mala relación el Yo tiende a alterar al Tú,
alterándose (sin alterificarse, sin hacerse alter) asimismo ese Yo. De esta guisa la intencionalidad
es vivida no como "gracia sino, muy por el contrario, como des-gracia, como ajenación y como
enajenación; la relación con el extraño es percibida entonces como extrañamiento; la relación
con el ajeno es tomada como ocasión para una alienación sádica, infemalizante o destitutiva
(Jean Paul Sartre). En ese clima el bello «todos los hombres son iguales» se torna agresivo y
lamentable: «¡Todos los hombres sois iguales!». Alterarse, enajenarse, alienarse constituirán, así
las cosas, la entraña del fracaso relacional que se salda cosificadoramente: el 'sujeto (para sí)
pretende apropiarse de la persona del "otro, pero tropieza con él porque le considera una mera
cosa (un en sí). Irreductibles el en-sí y el para-sí, incomplementables e inacoplables en un
imposible ser en-sí-para-sí, en lugar de la dialéctica nos topamos con el muro de la dualéctica,
con el dualismo y el duelo. Así pues, donde pudo haber encuentro, hete aquí, sin embargo, que
se alza ahora el muro del desencuentro, la crónica de un desamor, la eterna historia de una
muerte relacional anunciada. Y donde pudo haber comunicación se da a partir de ahora
incomunicación e interferencia, ruido comunicativo, mala vibración, disangelio. De este modo se
lleva al terreno de las relaciones éticas humanas el fracaso que Protágoras pronosticó
universalmente cuando afirmara aquello de «nada existe»; « si algo existiera sería
incognoscible»; < si algo existiera y fuera cognoscible resultaría incomunicable». Desde luego
Protágoras no podría ser nombrado patrono de la racionalidad comunicativa.
Así pues, cuando el ego quiere dominar al alter y entonces reducirlo a idem, identificarlo o
hacerlo idéntico a sí propio, ya sea pretendiendo tomar al sí mismo como otro, o al otro como a
sí mismo, entonces adviene la exclusión de su diferencia (de su identidad diferencial y
diferenciada), el avasallamiento del otro en su calidad de irreductible a mi identidad definidora,
la antítesis del tú-y-yo, esto es, la opción desgarradora del o-tú-o-yo, y las mil y una formas de
reduccionismo avasallador que van desde el racismo y la xenofobia hasta la barbarie militarista e
imperialista de cualquier índole como bien sabemos por desgracia. Dicho de otro modo, es ahora
-en la egolatría fagocitadora- cuando estamos viendo producirse la apoteosis del principio de
identidad anonadante sobre el principio de diferencia anonadado. Y en su forma atemperada, el
principio de diferencia, abandonado a su propio infortunio, se torna principio de indiferencia,
primer paso hacia el principio-exterminio antementado. Un poco más, y ni siquiera hay impío,
como reza el Salmo 36.
«Hoy la tierra y los cielos me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol; hoy la he visto, la he
visto y me ha mirado. ¡Hoy creo en Dios!». Desde luego el Narciso stirnerianizante de hoy no
podría entender en absoluto a ese poeta -Bécquer- enamorado del rostro de la amada casi
idolatrada, para la cual conserva todos sus sentidos alerta tras las huellas del Dante.
Para Narciso, Sociedad Limitada a Uno Solo, sin embargo, el amor se resuelve en filautía; la
amistad en egofilía; hasta en el paisaje y en la naturaleza encuentra únicamente Narciso el
reflejo y el eco de sí mismo. Y aunque Sigmund Freud afirmaba que, dada nuestra condición
relacional, < el sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo, desde el mundo
exterior y, por último, desde las relaciones con los otros seres humanos», sin embargo la
respuesta a esas amenazas es respondida por Narciso desde la reclusión en el propio ego de
avestruz.
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; KIERKEGAARD S., Temor y temblor, Editora
Nacional, Madrid 1975; RICOEÜR P, Soiméme comme un autre, Seuil, París 1990 SCHOPENHAUER
A., El mundo como voluntad y representación, en Obras I, El Ateneo, Buenos Aires 1959; STIRNER
M., El único y su propiedad, Labor, Barcelona 1984; UNAMUNO M. DE, El otro, Espasa-Calpe,
Madrid 19926.
C. Díaz
ALEGRÍA
Mientras que la felicidad (eudaimonía, beatitud...) ha sido recurrente objeto de estudio por
parte de las más diversas doctrinas éticas y antropológicas a lo largo de la historia del
pensamiento, la alegría resultó tradicionalmente confinada al ámbito de la psicología: ha sido
entendida de modo habitual como una de las emociones fundamentales. De hecho, en la Edad
Media, y luego en la filosofía racionalista, la alegría era conceptuada como una de las pasiones
del hombre, como un sentimiento, como una afección interior que surgía por la presencia de un
determinado objeto que, de algún modo, convenía a la persona. Así Descartes, en su Tratado de
las pasiones del hombre define la alegría de un modo semejante al de santo Tomás de Aquino:
como una pasión suscitada por la presencia de un bien presente. De este psicologismo está
teñida toda la producción posterior respecto de esta vivencia. Incluso hoy en día lá'alegría suele
ser estudiada en los manuales de psicología dentro del capítulo dedicado a la vida afectiva.
Las raíces últimas de esta manera de conceptuar la alegría quizás se encuentren en la filosofía
antigua. En cierto modo, el concepto de manía o locura divina que aparece en el Fedro de
Platón, y que es entendida como entusiasmo por la presencia transformante y dinamizante de lo
divino en el alma, se asemeja en mucho a la vivencia de la alegría. Y aunque este entusiasmo no
es mero sentimiento sino que afecta de raíz a quien contempla lo bello o lo bueno, pronto fue
eliminada toda implicación antropológica. Así Cicerón, al igual que todos los estoicos, señala que
la alegría es un estado de ánimo ante la posesión de un bien que no hace perder la serenidad y el
señorío al alma.
El hombre, como indican personalistas y existencialistas, es una tarea para sí mismo. Tiene que
elegir quién quiere ser. La vivencia de la plenitud de su realización sería propiamente la felicidad.
¿Y qué la alegría? La alegría sería, en sentido metafórico, el ensanchamiento del ser, el dar-de-sí
hacia esa plenitud. Queda ya claro que, en la línea del gaudium leibniciano, la alegría a la que
nos referimos es una alegría ontológica, no psicológica.
¿Cómo es posible ese ensanchamiento del propio ser? ¿Qué lo posibilita? ¿Qué lo impulsa? El
>encuentro. El encuentro es aquella experiencia personal radical en la que se hace presente otra
persona que resulta significativa, de manera que, acogiéndola, se establece una comunicación
fecundante. En palabras de M. Buber: < El Yo surge, como elemento singular, de la
descomposición de la experiencia primaria, de las vitales palabras primarias Yo-que-te-afecto-a-
Ti y Tú-queme-afectas-a-mí..> (,"Yo y tú).
Todo encuentro interpersonal fecunda a los que se encuentran, porque les proporciona las
posibilidades y el sentido para desarrollar su existencia. El hombre crece en diálogo con la
realidad circundante, con las otras personas. Y este diálogo existencial es el que le impulsa a la
creatividad. Este es el dinamismo que explica la vivencia de la alegría como gaudium essendi.
Pero los otros, con los que se confecciona el tejido de la propia vida, no sólo son posibilitantes e
impulsores de lo que cada quien es; son, además, el apoyo último (material, físico, cultural,
psicológico, afectivo...) sobre el que se construye cada persona.
Pero cada encuentro no está realizado de una vez para siempre. Es más bien un continuo crecer
en un ámbito común en el que se entrega un sentido, unas posibilidades, un apoyo. Pero esta
entrega real sigue operando toda la vida. La comunidad con esos 'otros es lo que posibilita la
alegría, pues la realidad del hombre, que está frente a toda realidad, es realidad cobrada,
obtenida. ¿Cómo? Responsabilizándose de sí y habiéndoselas con la realidad que le ha tocado en
suerte. La persona es el ámbito de lo posible. Ir incorporando estas posibilidades por propia
voluntad enriquece a la persona... Y la vivencia de tal enriquecimiento es la alegría.
Para Platón, el impulso fundamental que dinamizaba a cada hombre era el del anhelo de,
purificado de lo sensible, volver a la contemplación de la Idea. En el mismo sentido, según
Aristóteles, la substancia humana tendía a la perfección por imitación al Theos. Y para muchos
de los más grandes pensadores, este aspirar al Absoluto, a lo Bello, a lo Justo, constituye el
dinamismo inalienable de la persona. Incluso Sartre, ateo, decía literalmente que el hombre es el
ser que proyecta ser Dios, que desea ser Dios. Cada acción en la que el hombre se construye lo
plenifica. Se está en búsqueda de un descanso ontológico en lo real, pero el camino hacia él
supone inquietud. El hecho de encontrar apoyo, posibilidades e impulso para la tarea de
construirse a sí mismo alegra. Pero la alegría, que es fruición, un cierto descanso biográfico, es
dinamismo. Cada momento de perfección se convierte en sed de más. Alegrarse es ir
satisfaciendo el progresivo proceso de personalización, de colmación ontológica. No se trata, por
tanto, de satisfacción biológica (mero estar contento) ni de reequilibrio homeostático, ni de ir
acumulando éxitos, bienestar, riqueza... Queda ya claro que la alegría no es un estado de ánimo
sino un estado de la persona. Claro que es un estado que encierra un momento objetivo: las
realidades personales, con las que cada uno se encuentra. Por eso, la alegría no es algo que
ocurre en la persona: es la persona misma ocurriendo. La alegría es gerundia: es la persona
alegrándose. No es radical, por tanto, hablar de carácter alegre o melancólico. La alegría no
ocurre fundamentalmente en la personalidad, sino en la personeidad.
Pero pudiera, quizás, parecer ingenuo hablar de que el hombre es alegría cuando el discurrir de
la historia y de la propia biografía está tejida de dolor, de sufrimiento... Sin embargo, como
señalaba Mounier en su Revolución personalista y comunitaria, «no hay camino que no pase por
la encrucijada de la Cruz. La alegría no le es negada (a la persona): constituye el sonido mismo de
su vida (...). Esta doble condición, donde la alegría existencial está mezclada con la tensión
trágica, hace de nosotros seres de respuesta, responsables».
Digamos, por último, que el encuentro nunca es anónimo. Se trata de la experiencia ontológica
de situar el propio rostro ante el rostro. Todo encuentro es anhelo de un encuentro originario de
carácter fontanal. Y esto es lo que podíamos llamar, latamente, el sentido religioso de la
persona, o en terminología zubiriana, su dimensión teologal. Sólo hay alegría en el encuentro
fecundante con rostros concretos, porque en el cendal de cada rostro se barrunta el rostro.
La alegría de la que estamos hablando es incondicional. Pero que no tenga condiciones, que no
dependa de conseguir esto o lo otro, no supone que no tenga exigencias. En primer lugar, sólo es
posible un encuentro fecundante cuando se mantiene una actitud de apertura y acogida al otro
que se hace presente a mí. El tú dice Buber- me sale al encuentro por gracia, no se le encuentra
buscando. Pero, en cualquier caso, es a cada persona a quien le corresponde mantener esta
actitud de salir al encuentro del Otro. Quien no espera lo inesperado nunca lo encontrará.
Claro que, en la medida en que saliendo de mí me hago cargo de él, me responsabilizo del otro
(como precisa Lévinas), el otro me compromete. Pero si no hay compromiso, la inquietud que
acompaña la vida de la persona en su hacerse, se torna mortecina tranquilidad. Es el caso de
quien, ante los demás, prefiere o cerrarse a ellos tratándoles como instrumentos, intentar
dominarlos, o fusionarse con ellos. Etiquetar al otro, reducirlo a objeto, imposibilita todo
encuentro y, por ende, la alegría. Esta actitud se da acompañada de lo que Kierkegaard
conceptuaba como diversión, o Heidegger como vida inauténtica: la de vivir distraído de uno
mismo, de lo esencial a uno, para perderse, dispersarse, en la absolutización de alguna
dimensión parcial de la propia biografía: trabajo, diversión, éxito (medido casi siempre en clave
económica). Esta actitud es la que acompaña a la clausura ante otros rostros porque ponen en
peligro, con su sola presencia, este estado de anestesia ontológica. Por eso, la idolatría o la
fetichización (como absolutización de lo relativo), el estado de dispersión-diversión, el
narcisismo anestesiante, el ruido externo e interno, llevan aparejados el tomar al otro como
objeto para dominar o fusionarse a él.
Dicho esto, se entiende que todo encuentro, en el sentido preciso que aquí le hemos dado, exige
respeto a la otredad personal del otro. El otro no amenaza el propio desarrollo, no es límite o
infierno (como pretendía Sartre), sino realidad posibilitante e impelente. Pero esto sólo tiene
lugar cuando se respeta al otro, se toma en consideración y se produce una activa apertura, sin
resentimiento, a su riqueza. Y esto exige tiempo y gratuidad por ambas partes.
Para que todo esto se verifique es necesario también silencio interno, de modo que la persona
pueda recobrarse a sí misma, recuperarse de la dispersión y posibilitar el encuentro. El
recogimiento, decía Marcel, es el acto por el cual yo me recobro como unidad. Y quizás nunca
más que ahora las condiciones de vida reales dificultan este silencio interno. Pero sólo recobrar
la conciencia de la propia >personeidad in fieri, desvanecida en medio del ruido de tantas
relaciones superficiales, actividades sin fin, fiestas sin nada que festejar, prisas para llegar antes
a ninguna parte, permite, más allá de todo contento, la más intensa alegría como estado
habitual. Sólo quien es capaz de romper la alienación que supone vivir con una vida inmediata,
sin proyecto, sin dominio, puede recobrarse en la intimidad. No se trata de una fuga mundi, sino
de una recuperación de ,sí mismo. Nada madura si no es en la silente paciencia del retiro que
ahuyenta toda voz exterior y queda a la escucha.
Tomar conciencia de sí mismo, habiéndose recobrado a sí, es lo que permite integrar las
dificultades, el dolor y los sinsabores de la vida. Esto es propiamente el >humor. Sólo quien es
alegre tiene capacidad humorística (que no pocos confunden con la comicidad o la chistosidad).
La alegría, en fin, exige una vida en tensión (no excitada o estresada) en el sentido del eros
('amor) platónico, una vida atenta, consciente, que responsablemente decide «esculpir su propia
estatua». Y esto sólo es posible con el Otro. Sólo la vida arriesgada, que no se aferra dócilmente
a las inmediateces, a las seguridades tranquilizantes, al dictado de la mentalidad dominante,
está en disposición de entreveramiento con el "rostro. Y sólo el rostro es alegrante.
VER: AMISTAD, AMOR (AGÁPÉ, ÉROS, PHILÍA), EXISTENCIA, HUMOR, SENTIDO DE LA VIDA.
BIBL.: BÜBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; DOMíNGUEZ PRIETO X. M., Sobre la alegría,
Espiral Maior, La Coruña 1995; KIERKEGAARD S., El Lirio y el Pájaro, en REGGIG P. A., ¿Por qué la
alegría?, Rialp, Madrid 1989; MARfAS J., La felicidad humana, Alianza, Madrid 1987; VOLANTE.,
El Hombre. Confrontación: MarcuselMoltmann, Sal Terrae, Santander 1978; ZÜBIRI X., Sobre el
hombre, Alianza, Madrid 1986.
X. M. Domínguez Prieto
ALIENACIÓN
El concepto de alienación (o sus equivalentes enajenación y extrañación) ha jugado un papel
importante en los debates filosóficos contemporáneos al hilo de una recepción del pensamiento
de Marx, en la que, al mismo tiempo, han quedado iluminadas facetas fundamentales de las
filosofías de Hegel y Feuerbach. Indudablemente, la propia conformación de la obra de Marx
invita y casi exige semejante lectura paralela, pues la génesis Hegel-Feuerbach-Marx configura
un peculiar tipo de pensamiento en torno a la dialéctica de la emancipación.
I. CONFIGURACIÓN DE LA TEORÍA DE LA ALIENACIÓN.
1. Alienación, espíritu e historia. La relación de Marx con Hegel es una relación ambigua,
salpicada de diversos malentendidos. Las referencias expresas no son muy abundantes.
Respecto al problema de la alienación disponemos de las páginas contenidas en los Manuscritos
de París. Ante todo, la alienación es un proceso necesario del devenir de la historia. Lo
extraordinario de la Fenomenología de Hegel es haber captado la producción del hombre por sí
mismo como un proceso de objetivación, extrañación y superación de la extrañación. A través de
dicho proceso se da un despliegue real y efectivo del hombre frente a sí mismo como especie, un
despliegue de las facultades de la especie por el que la cooperación de todos los hombres
aparece como resultado de la historia. En resumen, « Hegel, a pesar de su abstracción, ve en el
trabajo el acto por el que el hombre se produce a sí mismo; en el comportamiento consigo
mismo como un ser extraño, en la activación de su propio ser como algo extraño ve la conciencia
y la vida de la especie en acto de constituirse».
El límite de Hegel, y ahí radica la crítica de Marx, consiste en que ofrece una expresión abstracta,
lógica y especulativa de este proceso de la historia. La substancia humana aparece como
enajenación del pensamiento, desde la identificación del ser humano con la conciencia de sí.
«Toda la historia de la extrañación y toda la recuperación a partir de esta se reduce, por tanto, a
la génesis del pensamiento abstracto (o sea absoluto), del pensamiento lógico-especulativo. De
ese modo la enajenación, que es a lo que propiamente se refieren esta extrañación y su
superación, consiste (...) en (...) la antítesis entre el pensamiento abstracto y la realidad sensible
(o sensualidad real), pero sin salir del pensamiento>.
2. Religión, alienación y vida social. Feuerbach significa para Marx el único discípulo que
mantiene una relación seria con la dialéctica hegeliana. En este sentido, su teoría de la
alienación religiosa marca un importante paso a tener en cuenta por la propia teoría marxiana
de la alienación. No obstante, la influencia de Feuerbach no se ciñe al aspecto de la crítica a la
'religión que, por otro lado, supone un modelo de análisis caracterizado por la crítica
desfetichizadora que Marx sigue en momentos importantes de su pensamiento, sino que abarca
también aspectos fundamentales de su estrategia teórica como son el apoyo en una
antropología de la finitud sensible y el giro epistemológico materialista a partir de una crítica del
'idealismo hegeliano.
En palabras de Marx, el mérito de Feuerbach consiste en: a) Haber demostrado que la filosoffa
no es más que la religión traspuesta en conceptos y así desarrollada, otra forma y figura de la
enajenación del ser humano y por tanto igualmente reprobable; b) Haber fundado el verdadero
materialismo y la ciencia real, al convertir la relación social del hombre con el hombre en el
principio fundamental de la teoría; c) Haber opuesto a la negación de la negación, que se
pretendía lo absolutamente positivo, otro positivo basado en sí mismo y fundamentado
positivamente por sí mismo'.
Pronto Marx constata los límites de la propia propuesta de Feuerbach. La versión feuerbachiana
de la relación social del hombre con el hombre, se reduce al amor y a la amistad. No entra en una
crítica de las relaciones sociales realmente existentes. De ahí resulta una antropología abstracta,
del hombre también abstracto, que Marx considera insuficiente. Feuerbach parte de la
autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y
otro real; quiere disolver el mundo religioso en su base terrenal (cuarta Tesis sobre Feuerbach),
pero no penetra en esta base terrenal y en sus propias contradicciones. En otra expresión,
Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana (tesis 6"), pero no se atiene a esta
esencia real, por lo que hace abstracción de la trayectoria histórica y presupone un individuo
humano abstracto y aislado.
La actividad humana prototípica es el trabajo, componente ineludible de la vida social. Por ello,
ya en los Manuscritos de París, dirige su atención a un primer análisis del fenómeno de la
alienación-en el mundo del trabajo.
3. Alienación del trabajo. El texto clásico que tiene como centro el concepto de alienación es el
conocido como Manuscritos de Economía y Filosofía, escrito en París en 1844. Allí Marx expone
por vez primera su concepción del trabajo alienado, en una vigorosa y original síntesis de
aspectos de Hegel, Feuerbach y A. Smith. Al hilo de una lectura crítica de lo que denomina
Economía nacional en sus conceptos fundamentales: 'propiedad privada, distinción entre
trabajo, capital y tierra, distinción entre salario, beneficios y renta; división del trabajo,
competencia, valor de cambio, etc., Marx presenta un esbozo de sus teorías de la sociedad y de
la historia, donde el sujeto adquiere la forma del trabajador según el modo de producción
capitalista, en una especie de epopeya del sufrimiento humano. No falta en esa concepción, y
esto constituye uno de sus rasgos esenciales, el análisis de la perspectiva de la superación de la
enajenación, como pone de manifiesto el apartado «Propiedad privada y comunismo».
La imagen del hombre total, desarrollada en los Manuscritos, remite a una concepción
antropológica presente en la teoría social y económica de la alienación del trabajo, de manera
que resulta difícil separar los aspectos de la esencia del hombre, su situación alienada en la
sociedad capitalista y la perspectiva de superación de esta alienación en una sociedad comunista
futura. En todo ese desarrollo (esbozo de una filosofía de la historia) subyace una "antropología
de inspiración romántica, basada en el modelo del artista y la relación entre su actividad y su
obra. Al mismo tiempo, esta epopeya del sufrimiento no deja de ser una visión del trabajo
industrial y, a través de él, de la sociedad moderna, subrayando sus patologías fundamentales y
la vacuidad de todo discurso que no dé cuenta de las mismas. Por eso, la apertura teórica a un
pensamiento del comunismo, tiene como fin encontrar un marco adecuado en sentido
materialista para una perspectiva teórica de la emancipación. En el desarrollo más
pormenorizado del concepto de alienación, al final del primer Manuscrito, Marx distingue cuatro
formas o aspectos de la alienación del trabajo: las que afectan a) al objeto del trabajo, b) a la
propia actividad productiva, c) a la esencia genérica del hombre, d) a su relación con otros
hombres. Vamos a verlo brevemente.
Interpretando que la alienación del objeto es una pérdida de la relación del hombre con la
naturaleza, y desde la alienación de su propia función activa, se sigue para Marx que la vida de la
especie se convierte para el trabajador en un medio para la vida individual. «De modo que el
trabajo enajenado, arrebatándole al hombre el objeto de su producción, le priva de su vida de
especie, de su objetividad real como especie, y convierte su ventaja sobre el animal en su
contrario: la pérdida de su cuerpo anorgánico, la naturaleza. Del mismo modo el trabajo
enajenado, al degradar a un medio la actividad propia y libre, convierte para cada hombre la vida
de su especie en medio de su (individual) existencia física. 0 sea que la enajenación transforma la
conciencia que el hombre tiene de su especie hasta el punto de que la vida como especie se le
convierte en un medio» .
Con el fetichismo de la mercancía, Marx pretende explicar el peculiar carácter que procede de la
forma misma de la mercancía, por el que los productos del trabajo se presentan en el
intercambio como poseedores de una igualdad de materialidad de valor, formando entre sí una
relación social, puesto que dichos caracteres proceden de la igualdad de trabajos y de las
relaciones mismas entre productores respectivamente. Devuelve a los productores la imagen de
los caracteres sociales de su trabajo como si fuese carácter material de los productos, de manera
que las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les aparecen como relaciones
materiales entre las personas y como relaciones sociales entre las cosas. Con todo ello, las
formas de las mercancías se presentan como formas naturales de la vida social y como
inmutables.
En el desarrollo del marxismo del siglo XX, el problema de la alienación ha jugado un importante
papel en cuanto, por un lado, ha puesto de manifiesto los aspectos antropológicos subyacentes y
presentes en otros temas más clásicos del pensamiento de Marx, como la concepción de la
historia o la teoría de la plusvalía; por otro lado, plantea el problema de la articulación del
indudable discurso científico de Marx con su faceta igualmente destacable de pensamiento de la
emancipación. En torno a la recepción de uno u otro aspecto se han configurado buena parte de
los más destacados intérpretes del marxismo. Cabe ahora recordar dos figuras representativas
de esa recepción.
Al principio de los años 20, Lukács presenta una de las interpretaciones más originales y de
mayor influencia, al hilo de una lectura que subraya los aspectos metódicos del marxismo,
interpretado como prolongación de la dialéctica hegeliana y heredero de su polémica
antidualista y antiformalista con el kantismo, entendido ahora como prototipo de la moderna
filosofía burguesa. En ese contexto, el análisis del fetichismo de la mercancía es reconocido por
Lukács como un aspecto focal de la crítica al formalismo inherente a las formas de objetividad y
subjetividad de la sociedad burguesa. A través de ello, Lukács reconoce el lugar central de la
teoría de la enajenación presente en la concepción de Marx, lo que tiene el mérito añadido en el
hecho de que por esa fecha no se hubieran publicado los Manuscritos de París.
En los años sesenta, Althusser se constituyó en el centro de una de las polémicas teóricas de
mayor impacto de las últimas décadas, al proponer una lectura antihumanista del marxismo que
subrayaba su lado científico y, por tanto, su incompatibilidad epistemológica con un discurso
antropológico centrado en el tema de la alienación, como múltiples intérpretes de la época (E.
Fromm entre ellos) venían a proponer. En apoyo de esa incompatibilidad epistemológica,
Althusser propone una lectura de la génesis histórica de la conformación del discurso de Marx
como discurso prototípico que ha de dejar atrás, por medio de una ruptura epistemológica, la
etapa humanista y antropológica, una de cuyas manifestaciones más propias sería la de la teoría
de la alienación formulada en los Manuscritos de 1844.
Las dificultades teóricas que determinados contenidos tienen para mantenerse proceden, con
relación al aspecto estético-expresivo, en el alejamiento de este modelo por parte del trabajo
industrial, y por la no explicación de la conexión entre la racionalidad con arreglo a fines y la
racionalidad como actividad autónoma. La autorrealización de capital se basa en la oposición
abstracta entre trabajo muerto y trabajo vivo, que no da cuenta de la diferenciación estructural
entre sistema económico y Estado. Por último, la actividad crítico-revolucionaria se apoya en una
teoría de la revolución que opera una desfiguración de relaciones sociales muy complejas.
Dadas las dificultades que afectan al concepto de praxis, a juicio de Habermas no es posible
seguir manteniendo una teoría de la alienación en los términos planteados por Marx. Praxis y
alienación se insertan en el paradigma de la producción y, por tanto, dentro de la filosofía del
sujeto, dominada por la presencia del modelo de relación de sujeto y objeto, cortada bajo el
patrón de la relación objetivante con la naturaleza. Para dar cuenta de otras dimensiones de la
racionalidad que no sean la meramente instrumental, es preciso dar paso al paradigma de la
comunicación, en el que sería posible una explicación de la distinción entre reglas técnicas y
reglas sociales. Ya desde ese modelo, el análisis de las relaciones entre Mundo de la vida y
Sistema permite una especie de reformulación de la teoría de la alienación, ahora en términos
de colonización del mundo de la vida.
La crisis general del marxismo en las últimas décadas ha afectado también al concepto y a la
teoría de la alienación, cuyo aspecto de análisis científico-empírico, vinculado a una teoría de la
sociedad, ha sido a menudo cuestionado desde el punto de vista económico. Por su parte, el
aspecto de crítica a la sociedad burguesa encerrado en la alienación del trabajo, ha perdido
parte de su aguijón crítico, certeza y dramatismo, en cuanto las nuevas formas del trabajo y el
Estado de bienestar pudieran amortiguar, en parte, los aspectos más escandalosos de la
situación del trabajador del siglo XIX descrito por Marx. Por otro lado, el nuevo lugar del tiempo
de ocio y el enorme desarrollo del desempleo en las sociedades occidentales también ha
coincidido en debilitar el aspecto negativo de la explotación del tiempo de trabajo subrayada por
Marx. Las patologías de la sociedad moderna tienden a pluralizarse y ya difícilmente pueden
todas ellas hacerse derivar, en última instancia, de la procedente del mundo del trabajo. Todo
ello ha contribuido a restar centralidad al potencial crítico, tanto teórico como práctico, de la
teoría de la alienación.
Por otra parte, la teoría de la alienación de Marx se apoya en una antropología del hombre rico,
total que, como modelo normativo, no ha dejado de tener presencia renovada en la filosofía
contemporánea, por ejemplo en la contraposición entre ser y tener, desarrollada por E. Fromm.
Hay una referencia histórica, en esa teoría, al romanticismo de autores como Herder, como han
hecho notar I. Berlin o C. Taylor. En ese sentido, la teoría de la alienación viene a plantear una
reflexión sobre el concepto de persona, en cuanto propone un modelo de hombre antípoda del
desarrollado por la sociedad burguesa, dominada por el homo economicus.
BIBL.: ALONSO OLER M., Alienación. Historia de una palabra, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid 1974; ALTHUSSER L., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, México 1967'5;
FEUERBACH L., la esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975; ID, Tesis provisionales para
la reforma de la filosofia. Principios de la filosofía del futuro, Labor, Barcelona 1976; FROMM E.,
Marx y su concepto de hombre, FCE, México 1975; HABERMAS J., El discurso filosófico de la
modernidad, Taurus, Madrid 1989; HEGEL G. W. F., Fenomenología del espíritu, FCE, México
1978; HONNETH A., Lógica de la emancipación. El legado filosófico del marxismo, Debats 37
(1991) 63-69; LuKf,CS G., Historia y consciencia de clase. Estudios de dialéctica marxista, Grijalbo,
México 1969; MARX K., Manuscritos de París. Anuarios francoalemanes. 1844 O.M.E. 5,
CríticaGrijalbo, Barcelona 197$; In, El Capital. Crítica de la economía política. Libro J (2 vols.),
O.M.E. 40 y O.M.E. 41, Crítica-Grijalbo, Barcelona 1976; MESZAROS L, La teoría de la enajenación
en Marx, Ed. Era, México 1978; POPPITZ H., El hombre alienado, Sur, Buenos Aires 1971; PRIOR
A., La libertad en el pensamiento de Marx, Universidad de MurciaUniversitat de Valencia,
Valencia 1988.
A. Prior Olmos
ALMA
La historia del problema del alma es, en realidad, la historia de la entera filosofía. Esta comienza,
en efecto, cuando el ser humano se interroga sobre sí mismo; el permanente desasosiego que su
condición le suscita es lo que le mueve a preguntarse: ¿qué soy yo?, ¿de qué estoy hecho?,
¿cuáles son mis ingredientes básicos?
Sobre esta batería de preguntas gravitan, además, tres persuasiones en las que late ya el
problema del alma; los hombres atribuyen a sí mismos no sólo un valor contable, sino también
una ,"dignidad y una libertad, cosas ambas que nunca han reconocido en el resto de los entes
mundanos; se resisten a desaparecer con la desaparición de su estructura somática -la
aspiración a la supervivencia es universal y prefilosófica-; se reconocen dotados de una
creatividad racional (ciencia, técnica, lenguaje), estética (arte) y ética (religión, moral).
La búsqueda de una explicación a estas tres constantes de la experiencia que el ser humano hace
de sí mismo es el origen de la filosofía; en ellas se contiene virtualmente todo el enigma del
hombre, con su pertinaz obstinación en creerse distinto de la simple cosa, del vegetal y de la
bestia.
Pocas dudas pueden caber de que el concepto de alma (o espíritu) ha surgido justamente para
dar razón suficiente de esta triple persuasión y, a mayor abundamiento, para responder a los
interrogantes sobre el quid de la condición humana antes mencionados. De los órficos y
pitagóricos a Descartes y Kant, pasando por Platón, Aristóteles, la patrística y la teología
medieval, la aserción del alma ha funcionado como garantía de la singularidad irreductible que el
hombre ostenta frente a su entorno.
No es posible consignar aquí los diversos avatares de la idea del alma en la historia del
pensamiento filosófico; cualquier diccionario de filosofía suministra al respecto información
suficiente. Baste señalar que su trayectoria bien puede calificarse de paradójica.
En efecto, popularizado el concepto en Occidente por el cristianismo, sobre todo por la teología
paulina del Pneúma, con su rica polivalencia semántica, a nadie se le ocurrió durante siglos
cuestionar su realidad. El idealismo romántico alemán secularizó la idea, haciendo de ella una
categoría clave de su filosofía y de la teoría de la cultura; se habló así de ciencias del espíritu, de
vida del espíritu, de el espíritu absoluto, de el espíritu objetivo, etc. Pero desarraigado de su
suelo nutricio (el ámbito de la fe cristiana), el concepto se vio pronto aquejado de un proceso de
anemia galopante, que acabaría con él en escasos decenios. Feuerbach primero, Marx y los
positivismos después, lo liquidaron canjeándolo por su antónimo, la materia.
En todo caso, aun los más encarnizados defensores del alma no pudieron ignorar la realidad del
,' cuerpo; la problemática del alma se inscribe así en la de los binomios alma-cuerpo, espíritu-
materia. En tal contexto, la antropología cristiana pugnará por defender la unidad sustancial de
los dos miembros del binomio, abriendo una vía media entre los monismos espiritualista o
materialista y los diversos dualismos: todo el hombre es alma encarnada y/o cuerpo animado.
En nuestros días, el viejo problema alma-cuerpo conoce una notable reactivación, si bien el
rótulo bajo el que se cobija ha cambiado; hoy, en efecto, se habla del problema mentecerebro.
Más concretamente, la discusión actual gira en torno a estas dos cuestiones: ¿existe la mente?;
caso de que exista, ¿es algo distinto del cerebro?
Las respuestas a nuestra cuestión desde una ontología materialista se clasifican en dos
apartados:
b) La mente es el cerebro; pero el cerebro humano ostenta una propiedad emergente, merced a
la cual el hombre se distingue cualitativamente de cualquier otra entidad física, química o
biológica (materialismo emergentista). A diferencia del anterior, este modelo está en grado de
profesar una lectura humanista de la realidad, en la que al ser humano le compete una
singularidad que explica los fenómenos de creatividad, protagonismo histórico, libertad, etc.
Frente a estos dos modelos. materialistas, Popper y Eccles defienden hoy el dualismo
interaccionista: la mente no es el cerebro; es una realidad inmaterial, irreductible por tanto a lo
biológico y, con más razón, a lo físico, aunque precise de una infraestructura orgánica, con la que
interactúa.
Así pues, desde el plano axiológico es legítimo postular para el hombre su índole de valor no
negociable, de fin no mediatizable, de magnitud singular, única e irreemplazable. Ahora bien, si
el ser humano vale realmente más que cualquier otra cosa, ¿no tendrá que ser más? El plus
axiológico que se le reconoce, ¿no está demandando un plus ontológico, fundamento y garantía
del axiológico? El hombre vale más porque es más. Si fuese como los restantes seres, si se
integrase con ellos en una especie de continuum homogéneo, no se ve por qué habría de valer
más.
En esta línea, conviene notar que las onto-antropologías materialistas que profesan un monismo
estricto (fisicalismo, biologismo) no se limitan a la afirmación ontológica; tarde o temprano
extraen de ella la obligada consecuencia axiológica (>axiología), sustrayendo al hombre su
cualidad de sujeto responsable, para estatuir a renglón seguido las ecuaciones hombre-máquina,
hombre-animal, sujeto-objeto, persona-robot.
El problema del alma termina así revelándose también como un asunto ético y político. Pues las
>antropologías fisicalistas o biologistas habrán de negar consecuentemente que el hombre sea
un ser libre: < Ninguna conducta es libre» (Skinner); «nuestra libertad es solamente un
autoengaño» (E. O. Wilson); la 'libertad consiste simplemente en que nuestra conducta es
«básicamente impredecible» (F. Crick); o se reduce a «elegir entre dos alternativas posibles» (P
N. Johnson-Laird). Pero si así están las cosas, si la libertad individual es un autoengaño, ¿qué
sentido tiene hablar de libertades sociales? ¿No habrá que tener el coraje de plantear la
necesidad de modificar sustancialmente el marco jurídico de las relaciones interhumanas,
detrayendo de él lo tocante a las libertades individuales?
En suma; la disputa en torno a la idea de alma encubre y conlleva una problemática sumamente
densa. Cualquier lectura de la realidad en clave humanista, y a fortiori cualquier antropología
que se declare personalista, hará bien en tomar en consideración este concepto y en ponderar
detenidamente qué consecuencias se derivarían de la no admisión del mismo. Dicho de otro
modo: en la idea de alma se involucran (hoy como ayer y como siempre) toda una serie de
principios y valores no meramente teóricos, sino eminentemente prácticos, esto es,
directamente incidentes en la esfera social y política. Por eso, lejos de ser un pseudoproblema,
como sostuvo alegremente en su día la vulgata conductista, < está otra vez en la avanzada de las
discusiones filosóficas más activas e inteligentes». Y quien ha escrito esto no es un espiritualista,
ni siquiera un dualista; es el fisicalista H. Feigl, padre de la teoría de la identidad psiconeural.
BIBL.: BUNGE M., El problema mente-cerebro, Tecnos, Madrid 19882; CRICK F:, La búsqueda
científica del alma, Debate, Madrid 19941; ECCLES J., La psique humana, Tecnos, Madrid 1986;
FEIGL H., The «Mental» and the «Physical», Minneapolis 19671; LAíN ENTRALGG P, Cuerpo y
alma, Espasa-Calpe, Madrid 1991; MACKAY D., Brains, machines and persons Londres 1980;
PGPPER K.ECCLES J., El yo y su cerebro, Labor, Barcelona 1985; RUIz DE GOPEGUI L., Cibernética
de lo humano, Tecnos, Madrid 1983; RUIZ DE LA PEÑA J. L., Las nuevas antropologías, Sal Terrae,
Santander 19852.
J. L. Ruiz de la Peña
ALTERIDAD
En el Sofista (258 b) elabora Platón un sutil pensamiento en torno a la categoría de alteridad
(heterotes), donde el no-ser deja de ser la nada o el no-ser absoluto, lo contrario o enemigo del
ser (ouk enantíon ekeíno semaínousa), y pasa a ser lo otro del ser, lo diferente de él (mónon
héteron ekeínou), haciendo así de alguna manera que el no-ser sea y que todos los entes, en
cuanto realidades distintas a todas las otras, participen de lo otro, de la alteridad, de la
diferencia. Sin embargo, cuando el mismo Platón tiene que habérselas en concreto con los otros
humanos distintos a los griegos, es decir, con los extranjeros (a todos los cuales, especialm9nte a
los persas, denomina >bárbaros conforme al verbo barbará, que designa lo inculto e
ininteligible, por ende lo irracional y amenazante), no manifiesta sin embargo reparo alguno en
postular la violencia y en promover la guerra contra ellos; y de este modo, en la República (373
d), justifica abiertamente la violencia bélica e incluso la anexión de los pueblos circunvecinos
alegando razones económicas, a saber, la obtención de pasto y aperos suficientes, e incluso, en
el Menexeno (239 b), llega a exaltar la guerra contra los mismos griegos por causa de la libertad
de estos y contra los persas o bárbaros por causa de todos los griegos.
Así que el gran Platón no se privó de reforzar la idea helénica de que extranjero terminara
siendo sinónimo de inhumano, y eso por no hablar, claro está, de la opinión que le merecen a
Platón los esclavos. Nada extrañará que el cultísimo Cicerón, en su Actio in Verrem (2, 3, 9-23),
llegara a utilizar el término bárbaro como sinónimo de monstruoso y cruel. Y el famoso >
derecho romano tampoco se queda atrás en su arte de impartir iustitia: las Pandectas (28, 5 y 6)
de Justiniano llegan a describir al extranjero como aquel a quien se le niega el pan y el agua
(peregrinus fit is cui aqua et igni interdictum est).
Aterra pensar en el origen del derecho de que tanto se presume, cuando sus fundamentos
vienen tan torcidos, y cuando los juristas continúan, todavía hoy, sin querer sacar la cabeza por
encima del código surgido al calor de la costumbre y se reducen a la condición de burócratas
codicilistas, como resulta por desgracia demasiado frecuente. Y colorín colorado. A partir de
entonces, hasta hoy, la humanidad, máquina de impartir sumo derecho y suma injuria, no ha
cesado en nuestros días de barbarizar ni, por ende, de excluir/recluir; y eso para no hablar
tampoco de los infiernos ajurídicos omnipresentes, tales como Auschwitz, Bosnia, Ruanda, etc.
Por el primero, cuando la alteridad se entiende como alteración, cuando lo ajeno es visto como
enajenación, cuando la diferencia es contemplada cual deficiencia, entonces la deficiencia
propicia xenofobia y victimación, en la medida en que buscando afirmar el yo se niega al tú a fin
de apropiarse de él, según el frenético mecanismo de mímesis de apropiación: a partir de dicho
momento los antagonistas aparecen como dos manos que tienden al mismo sitio, no pudiendo
menos de enfrentarse. A la base de este mecanismo se encuentra una terrible propensión, a
saber, el deseo mimético que es deseo del otro, o incluso deseo del deseo del otro: < Es siempre
el escándalo el que llama a la desmitificación, y la desmitificación, lejos de poner fin al
escándalo, lo propaga por todas partes y lo universaliza. Toda cultura contemporánea consiste
precisamente en eso»1.
Helos ya ahí a los demás, vistos cual jauría indiferenciada, venganza interminable, diferida,
victimatoria, sustitutoria de todos contra uno y de uno contra todos, en la competencia, en la
rivalidad, en la envidia, en el homicidio colectivo. Y luego vuelta a empezar: inversión
supuestamente benéfica de la también supuesta omnipotencia maléfica, atribuida al chivo
expiatorio, sacrificio que funda toda comunidad humana indiferenciada, derramando sangre
inocente para su ulterior re-establecimiento y para su restablecimiento, en la cual toda decisión
es asumida conforme a su etimología, esto es, conforme al decidere que se traduce en un
degollar a la víctima, la inacabable decisión/degüello por parte del Herodes que ordena cortar la
cabeza del Bautista para satisfacer el deseo violento de aquella Salomé. En suma, el resultado en
ambos mecanismos torcidos resulta ser la indiferenciación violenta: en última instancia, daño
causado a la víctima que no sabe siquiera que lo es, por lo cual el mal vendría a ser la ejecución
absolutamente arbitraria de la 'violencia colectiva que los hombres no se atreven a confesarse.
Por eso la sociedad indiferenciada/alterada se abre con un crimen fundacional, continúa
después con la violencia, y carece finalmente de salida.
II. EL ROSTRO TENSO DE LA ALTERIDAD. Ahora bien, una cosa es la denuncia que terminamos de
hacer de los mecanismos en donde se maltrata la alteridad (lo que hemos denominado mala
cara de la misma), y otra cosa muy distinta la ignorancia de las dificultades inherentes a la
convivencia con la alteridad, ya sea con la alteridad que inhabita en el complejo interior de cada
uno de nosotros, ya sea con la alteridad de las demás personas de nuestro entorno, a su vez tan
complejas como nosotros mismos; dificultades que ocasionalmente pueden llegar a producirnos
un gran sufrimiento. Aseguraba Freud que el sufrimiento nos amenaza por tres flancos: el del
propio cuerpo, el del mundo exterior, y el de las relaciones humanas. Según el psiquiatra vienés,
ante los dos primeros flancos, el de la finitud caduca de nuestro propio cuerpo y el de la
magnitud omniabarcante del cosmos exterior, poco podemos hacer, a no ser reconocerles con el
contrapunto de nuestra expresión de finitud. Sin embargo podríamos eliminar el sufrimiento
derivado de las relaciones humanas, regulándolas en la familia, en la sociedad, y en el Estado. De
todos modos, también esta hipotética regulación parécele a Freud llamada a frustrarse, pues -
siendo el hombre un animal no sólo natural sino además cultural- la necesidad de vivir en
sociedad exige de él la ineludible renuncia a la satisfacción de los instintos y su correspondiente
sublimación, ocasionando de tal modo una inevitable frustración cultural que le resulta
inherente a toda vida societaria. ¿Cómo iba a ser de otro modo, se pregunta Freud, si la libido y
la agresividad instintiva de que dispone el yo para la satisfacción directa del instinto sexual es
desviada de sus fines naturales y sublimada en el trabajo y en la creación cultural, necesarias a la
vida societaria?
Por si eso fuera poco, la sociedad controla al individuo, al originar en su interior el sentimiento
de culpabilidad ligado al super-yo, a través de la conciencia moral, que introyecta la agresividad
y la vuelve contra el propio ego. De este modo, lo que al principio comenzó siendo renuncia a los
instintos por miedo a la agresión de la autoridad exterior, termina instaurándose
imperiosamente mediante la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene
controlados los instintos mediante el sentimiento de culpa. Consecuentemente toda convivencia
con la alteridad genera malestar y resulta frustrante en diverso grado, porque al fin y al cabo -la
mayor parte de las veces-, diciendo buscar el rostro del otro sólo trataríamos de encontrar el eco
de la propia filautía: «De Stendhal a Proust, el héroe enamorado experimenta una pasión que,
dando la razón a Spinoza, describe mucho más evidentemente el estado de su propia
subjetividad que a ese prójimo al que pretende, sin embargo, amar hasta el punto de sacrificar y
engullir todo en ello. La pasión nace del deseo, de la imaginación, de la timidez, de la
admiración, de la audacia de aquel que ama; crece tanto más cuanto su objeto permanece
lejano, indisponible, ausente, no aparece, e incluso no es. A la recíproca, la pasión cesa tan
pronto como su objeto se vuelve por primera vez visible como tal: cuando ella se muestra o se
ofrece al fin, el principio de realidad que pone en práctica desactiva una pasión que,
precisamente, se alimentaba de su sola irrealidad (Flaubert)»2. Reconocer esas dificultades
significa reconocer el rostro tenso de la realidad relacional.
Quien dice, pues, persona dice al mismo tiempo que quiebra el solipsismo epistemológico y que
también quiebra el egoísmo ético (como lo enseña E. Lévinas); o sea, entrega, projimidad. Y dice
por tanto, a la par, encuentro, ad-venimiento, acontecimiento, experiencias vitalistas situadas en
los estratos profundos del ser personal, buenas vibraciones, buena noticia. En todo caso, la
relación que genera encuentro no es una mera relación noética, epistemológica, raciocinante,
incorpórea, espectral o ectoplasmática, sino una muy humana forma de ser a la que, por
humana, le interesa lo mejor; es decir, donde conocimiento e interés brotan al unísono
adviniendo desde los estratos profundos de la persona, mas no sólo en el sentido en que Jürgen
Habermas lo ha mostrado, sino en el sentido de un conocimiento personal interesado, esto es,
situado en el intersticio relacional del ínter-esse, cual comunidad presencializada en cada uno de
los miembros que la componen.
Interesado, es decir, en este nuestro caso, des-ínter-esado, por cuanto que su esse, su existir, su
vivir, consiste en un des, en un des-vivirse por el otro, cuya suerte está ya ínter, entre nosotros
dos. En resumen, desvivirse interrelacionándose es lo que, por paradoja, constituye al desinterés
en algo real y verdaderamente interesante. Ahora bien, conviene considerar que el modo de
ejercicio de la pasividad no es, en absoluto, el de la mera inacción, sino, muy por el contrario, el
apasionamiento combatiente y compasivo que se ejerce en la com-pasión, en la mística activa;
de tal modo que el comparecer deviene ahora compadecer, se muestra como un desde «ahora
mismo» según afirma Lévinas, un ahora que acoge y sostiene (maintenant: main tenant). Su
praxis consiste en hacerse cargo del otro en la larga avenida de la vida, que va de Jerusalén a
Jericó, en las rutas transitadas desde siempre por la entera humanidad.
Así que la pasividad del soy amado luego existo no se parece en nada a la indiferencia del mero y
abúlico desinterés (des-ínter-es: lo que es-fuera-del-entre), sino que, muy por el contrario, la
acogida amable, solícita e interesada (ínter-esada) deviene por antonomasia la pregunta por el
hermano, pregunta por ende no meramente retórica (entendida como mera piedad del
pensamiento), sino pregunta fácticamente ejercida, interesada, ínter-esada, y ello hasta tal
extremo que, en lugar de indiferente, yo quedo ya como rehén del otro, ligado intrínsecamente
a su destino. Así pues, pregunta que se compromete activa y vitalmente en la respuesta,
pregunta donde la palabra que pregunta (Wort) se encarna cual respuesta (Antwort), y la
respuesta cual operante responsabilidad (Uerantwortlichkeit) por el otro (Ferdinand Ebner). No
podría ser el ser quien nos diera a conocer la verdad de la palabra, sino la palabra quien nos
revelara la verdad del ser. La palabra es la que salva al mundo. En ella adviene al humano
conciencia de cuanto existe, de las cosas y de los acontecimientos, de Dios y de sí mismo.
Tampoco es el propio ego el que se autoestablece o autoafirma, poniendo así el orden y el ser de
las cosas, en la línea que va de Descartes a Fichte, sino que es la palabra que nos viene del tú en
quien creemos la que nos asegura la existencia de cuanto existe. He aquí al respecto, para
ratificarlo, estas palabras del pensador judío Emmanuel Lévinas: «De hecho se trata de decir la
identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad, es decir, a partir de esa posición o
de esa deposición del yo soberano en la conciencia de sí, deposición que, precisamente, es su
responsabilidad para con el otro. La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe
y que humanamente no puedo rechazar. Esa carga constituye una suprema dignidad del único.
Yo no soy intercambiable, soy yo en la sola medida en que soy responsable. Yo puedo sustituir a
todos, pero nadie puede sustituirme a mí. Tal es mi identidad inalienable de sujeto. En ese
sentido preciso es en el que Dostoievski dice: "Todos somos responsables de todo y de todos
ante todos, y yo más que todos los otros"» 5. Y si eso es así, entonces también lo es que los
derechos de los demás son derechos de ellos sobre mí, mientras que mis derechos son deberes
hacia ellos.
Dicho aún más místicamente, pero no más falsamente: la pasividad del personalismo
comunitario se afianza cuando se troca en activa respuesta esponsal uno-para-el-otro, si
tenemos en cuenta que tanto el término «respuesta» como el término «esposo/a» vienen
ambos de spondeo: responder, responder por el otro, co-responderle solidariamente,
responsabilizarse y co-responsabilizarse. Y cuando llega el día del último viaje y está para partir
la nave del último responso es cuando ha sonado la hora definitiva, pues -ya lo decíamos arriba-
sólo al final del trayecto puede darse la postrera respuesta al nombre del hombre; ojalá que sea
en el nombre del Padre.
Todo lo cual -donación sin reducción- supone una novedad tan radical en el orden sapiencial,
que su ejercicio constituiría la más grande de las revoluciones de que pudiera darse noticia. Así
que, si el personalismo comunitario no existiera, habría que inventarlo, en lugar de
desaprenderlo, siguiendo la vía de los ilustrados que en el mundo han sido. Es el rostro del otro
desprotegido el que me convierte en su rehén: «Esa realidad sobre la cual yo no tengo ningún
dominio es una piel que no está protegida por nada. Desnudez que rechaza todo atributo y que
no viste ningún ropaje. Es la parte más inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trasparencia y
pobreza. Muy alto, el rostro se me escapa al despojarme de su propia esencia plástica, y siendo
muy débil me inhibe cuando miro sus ojos desarmados. Si está preparado, sobrepasa mi poder.
Sin defensa, queda expuesto y me infunde vergüenza por mi frialdad o mi serenidad. Me resiste
y me requiere, no soy en primer término su espectador, sino que soy alguien que le está
obligado. La responsabilidad respecto del otro precede a la contemplación. El encuentro inicial
es ético, el aspecto estético viene después. A merced mía, ofreciéndoseme, infinitamente frágil,
desgarrado como un llanto suspendido, el rostro me llama en su ayuda, y hay algo imperioso en
esta imploración: su miseria no me da lástima; al ordenarme que acuda en su ayuda, esa miseria
me hace violencia. La humilde desnudez del rostro reclama, como algo que le es debido, mi
solicitud y hasta se podría decir, si no temiera uno que este término hubiera sucumbido al
ridículo, mi caridad. En efecto, mi compañía no le basta a la otra persona cuando esta se me
revela de afuera; lo ético me cae de arriba y, a pesar de mí mismo, mi ser se encamina hacia
otro»6.
Sea como fuere, Emmanuel Lévinas expresa precisamente la complejidad del rostro del otro
mediante el término autrui, exclusivamente aplicable a una persona, pero no a cosas (al
contrario de lo que ocurre con la expresión genérica e impersonal l'autre, el otro, cualquier otro,
que admite el il y a, el hay indiferenciado, la illeité, la illeidad o mera alteridad que no me altera).
Tenga en cuenta el lector culto que autrui proviene del término latino alter huic, para este otro,
término que únicamente se da en singular diferenciado, que no admite ni género ni artículo y
que sólo puede ser traducido en dativo (alterui, dativo de alter), en cuanto que este otro, cet
autre, este prójimo, esta altruidad, este concreto y específico, para mí constituye ahora mi
verdadera relación de altruismo.
El >rostro del >otro, en todo caso, resulta una realidad demasiado compleja, un revoltijo de
signos y de símbolos, un rostro que tiene la naturaleza de unas arenas movedizas. Oigamos, en
fin, al judío prematuramente desaparecido, Franz Rosenzweig, ratificando esa absoluta
irreductibilidad de cada otro para mí: «El estoico ama al prójimo, el spinozista ama al prójimo
por esto: porque se sabe hermanado al hombre en general, a todos los hombres, o al mundo en
general, a todas las cosas. Frente a este 'amor que arranca de la esencia, de lo universal, está el
otro, el que surge del suceso, es decir, de lo más singular de todo lo que hay. Este singular
camina paso a paso de un singular al próximo singular, de un prójimo al próximo prójimo, y
renuncia al amor al lejano antes de que pueda ser amor al prójimo. Así, el concepto de orden de
este mundo no es lo universal, ni el arché ni el telos, ni la unidad natural ni la histórica, sino lo
particular, el acontecimiento, no comienzo o fin, sino centro del mundo. Tanto desde el
comienzo como desde el fin del mundo es infinito; desde el comienzo, infinito en el espacio;
hacia el fin, infinito en el tiempo. Sólo desde el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado
hogar, un palmo de tierra entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose
siempre más y más allá. Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se convierten, de conceptos-
límite de la infinitud, en mojones de nuestra posesión del mundo; el comienzo en creación, el fin
en redención»7.
En resumen, amar es lo que importa: < La caridad hace presente el don, presenta el presente
como un don. Hace don al presente y don del presente en el presente» 8. Ni Prometeo ni Narciso
entendieron, a este respecto, la lección que les suministró el aparentemente indocto pero
realmente apasionado en lúcida ingenuidad hermanito Francisco de Asís.
NOTAS: 1 R. GIRARD, Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, París 1978, 449.
- 2 J. L. MARIGN, El conocimiento de la caridad, Communio (Madrid, octubre de 1994) 384. -3 M.
BUBER, Qué es el hombre, FCE, México 1949 105-106. - 4 ID, Yo y Tú, 61. -5 E. LÉvINAs, Ética e
Infinito, Visor, Madrid 1991, 85-96. - 6 A. FINKIELKRAUT, La sabiduría del amor, Gedisa,
Barcelona 1986, 27. -7 F. ROSENzWEIG, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989, 3. - 8 J. L.
MARION, El conocimiento de la caridad, 384.
BIBL.: BUBER M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; DIAZ C., La intencionalidad en la
fenomenología de Husserl, Zero, Bilbao 1971; GIRARD R., La violencia y lo sagrado, Anagrama,
Barcelona 1983; LÉvINAs E., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme,
Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987;
ID, Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993; MORENO C., La intención comunicativa.
Ontología e intersubjetividad en la fenomenología de Husserl, Thémata, Sevilla 1989; MORENO
VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995.
C. Díaz
AMISTAD
I. CONSIDERACIONES ETIMOLÓGICAS. El término amistad indica una realidad aparentemente
fácil de comprender y describir. Cualquier persona puede aportar alguna experiencia propia en la
que la participación en un mismo gozo, la benevolencia desinteresada, el amar a otra persona
por sí misma, desde la disposición a aceptarla y valorarla con una cierta igualdad, formen parte
de sus vivencias de alteridad, aunque la intencionalidad de tal vivencia no siempre sea clara. Sin
embargo, resulta una realidad compleja cuando tratamos de describir los distintos ámbitos en
los que la relación de amistad se vive y se expresa como valor interpersonal, entre las demás
relaciones humanas, pues el «afecto entre personas, recíproco, desinteresado y puro, nace de la
mutua estima y simpatía», como nos indica el Diccionario de la Real Academia Española de la
Lengua. Las lenguas de origen latino emplean términos amigo-amistad (ami-amitié;
amicoamicizia; amigolamizade) que se remontan al verbo latino amare. Este verbo y el
sustantivo amor sirven para designar tanto la pasión amorosa (éros-libido), como el afecto y el
cariño expresados también con el término dilectio, es decir, la relación fruto de una elección. No
obstante, permanece una cierta ambigüedad que se corresponde con la sutil complejidad de la
relación ,' amistadamor. La lengua griega permite una distinción más matizada: érós, indica la
pasión y el deseo ardiente; stergó, designa el afecto familiar que une a padres e hijos; agapáó-
agapé, el afecto acogedor de la preferencia,. predilección y, en el Nuevo Testamento, el amor
fraternal; por último, philein-philía el amor de amistad, el afecto recíproco que mira al otro
como amigo; el sustantivo philía designa la amistad en general, con matices diferentes, en
sentido de afecto vivo libre de sensualidad. La amistad, en el uso actual de la lengua, designa «la
realidad de la relación interpersonal experimentada en la comunicación espiritual, que procede
de una decisión libre>1, por tanto entendida como afecto recíproco y desinteresado. Se apoya
en la simpatía personal y la fuerza idealizadora del éros, pero tiende a la unión duradera que
descansa sobre una visión común y una valoración concorde de las cosas. La definición, sin
tomarla como definitiva, establece un punto de partida, el hombre como persona; por lo tanto
capaz de una relación verdadera y duradera de persona a persona, porque todo ser humano es
persona y alcanza su personalidad objetiva en la relación con otras personas; a la relación de
amistad la caracteriza el bien recíproco desinteresado. Al desear y buscar el bien del otro,
encuentra su propio bien, por eso el amigo no es sólo socio, compañero, accionista, etc. Este
punto de partida no disuelve ni confunde la amistad con las demás relaciones humanas, sino que
las sitúa en otro ámbito, en el que aparece como punto de encuentro de intereses políticos y
humanos, pero, además, en la «recíproca posibilidad de comprenderse» (M. Buber), de acoger al
otro por encima de toda búsqueda personal interesada. La relación arraiga en las actitudes, en lo
que es constitutivo e interpersonal; de ahí que la dinámica del afecto sea axiológica, portadora
de valores. La amistad es un valor que enriquece al ser humano y, a la vez, promociona a la
persona, que se encuentra con la responsabilidad libremente asumida de comunicar e
intercambiar, con palabras, los sentimientos y las convicciones, de sentir la armonía del afecto y
del encuentro entre los amigos.
BIBL.: BISER E., Freundschaft, en HOFER J.RAHNER K. (eds.), Laxikon far Theologie und Kirche IV,
Herder, Friburgo 1960, 363-364; CABADA CASTRO M., La vigencia del amor. Afectividad,
hominización y religiosidad, San Pablo, Madrid 1994; DE GUIDI S., Amistad y amor, en Diccionario
teológico Interdisciplinar I, Sígueme, Salamanca 1985, 370399; LAÍN ENTRALGO P, Sobre la
amistad, Esposa-Calpe, Madrid 1972; LEPP I., Uom Wessen und Wert der Freundschaft,
Würzburgo 1966; MARION J. L., Prolegómenos a la caridad, Caparrós, Madrid 1993; TREU K.,
Freundschaft, en Reallexikon fiir Antike und Christentum, Band VIII, Anton Hiersemann, Stuttgart
1972, 418-434; VANSTEENBERGHE G., Amitié, en Dictionnaire de Spiritualité I, Beauchesne, París
1939, 500-529.
R. Sanz Valdivieso
AMOR
(AGÁPÉ, ÉROS, PHILíA)
Todo el mundo sabe lo que es amor, y al mismo tiempo muy pocos saben lo que es el amor.
Ocurre con esto algo parecido a lo que escribía en otro tiempo Agustín de Sagaste refiriéndose al
tiempo: <Si nadie me pregunta por él, sé lo que es; pero, si quiero explicárselo a quien me lo
pregunte, ya no sé lo que es>'.
El amor lo penetra todo, cosa que se encargó de subrayar con maestría Cicerón: < No otra cosa
es la amistad que una total armonía de lo divino y lo humano en clima de benevolencia y afecto;
y nada mejor que ella, a excepción de la sabiduría, han regalado los dioses al hombre»2. Cierto
que no es lo mismo amor que amistad; pero, por su dinamismo interno, no pueden ignorarse ni
lógicamente separarse. Así pues, en el amor, lo mismo que en la amistad, entran lo divino y lo
humano, si bien es verdad que se mueven en niveles distintos; y puesto que se da el encuentro
de la analogía así en el ser como en el obrar, podemos razonablemente suponer que el tener a la
vista sin prejuicios ni complejos la diversidad de seres -respetando, por supuesto, sus respectivos
niveles- nos dará un conocimiento más completo del tema.
I. ASPECTO NEGATIVO. La visión de Empédocles, para quien el amor (philótés) y el odio (néikos)
son los principios cósmicos de atracción y repulsión de los elementos que componen el universo,
nos hace comprender que el amor, además del acto más envolvente y radical del hombre que
expresa su capacidad de existir como ,"persona, constituye la fuerza universal de integración que
se derrama a todos los seres desde la cúspide, donde Dios aparece creando ante la mirada
complacida y festiva de la Sabiduría (Prov 8,27-31), dando a entender con ello que todo nace del
amor, sin el cual padece violencia; de ahí la reflexión, tan justa como real, de que < las creaturas
todas quedaron sometidas al desorden, no porque a ello tendiesen por sí mismas, sino por culpa
del hombre que las sometió; y abrigan la esperanza de quedar ellas, a su vez, libres de la
esclavitud de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom
8,20s).
Si ahora queremos centrar la imagen y definir el amor, debemos empezar por lo que este no es,
ya que esa fuerza radical aflora en una cantidad de sentimientos que podrían deformar u ocultar
su verdadero rostro en vez de revelarlo. Lo primero que hemos de aclarar es que el amor no es
un >'sentimiento. El sentimiento es algo adjetivo, adventicio; el amor en cambio es algo
sustantivo. El hombre tiene sentimientos amorosos que habitan en él, pero él habita en su
amor3. Si no es un sentimiento, tampoco es el amor un deseo: se desean manjares, drogas,
actos de venganza, cosas que en sí mismas no implican amor. Por lo demás, deseo y amor
caminan en direcciones opuestas: el deseo tiende a absorber al objeto -de ahí la figura platónica
del cazador y la buberiana del coleccionista-, al paso que el amor impele hacia fuera -es
centrífugo- y mueve a hacer del otro el verdadero centro de gravedad del amante. Tampoco se
puede identificar con la pasión, la cual, aunque personificada por Otelo o Werther, está más
cerca de un estado patológico y obsesivo que, en vez de plenificar, lleva al descalabro.
El amor, concebido como hijo de la pobreza (penía) y de la riqueza (póros), esto es, como
búsqueda -por indigencia- de lo que no se posee sin estar completamente desposeído de ello, es
excluido por Aristóteles de su dios, concebido como Motor inmóvil, pues eso implicaría una
imperfección. Por otra parte, de la indigencia brota sin duda el deseo, pero no necesariamente el
amor.
Resumiendo, podemos decir que el amor no es algo esporádico, adjetivo, que brote del
desequilibrio o de la penuria, ni una fuerza tan mediocre que deba estar ausente del Absoluto.
Dada su centralidad, hemos de abordarlo desde un ángulo de positividad que entrañe la solidez
de unos buenos cimientos.
II. ASPECTO POSITIVO. Hay algo de capital importancia, que ensancha notablemente el
horizonte y puede servirnos de punto de partida. Me refiero a la idea de que el amor es plenitud,
llenura. Por eso, mientras la suma Razón aristotélica no ama, la Biblia no sale de su asombro al
proclamar que < Dios es amor» (Un 4,8), plenitud de la que todos hemos recibido (Jn 1,18). No
brota, pues, de la indigencia del fruto por madurar, sino de la riqueza del fruto ya maduro que se
ofrece en alimento. Qué clase de plenitud sea el amor se desprende del hecho de mostrársenos,
como indica santo Tomás de Aquino, como pulsión unificante', que hace de amado y amante una
sola carne. Este estar el uno en el otro en que consiste el amor, implica estar cada uno fuera de
sí -esto significa precisamente éxstasis-, que es la mejor manera de estar en sí. Además, esa
pulsión hacia la unidad es un manar constante, una instalación (J. Marías) desde la que se afirma
al otro por sí mismo, deseándole todo bien. Por tanto, es un impulso unificante, continuo y
desinteresado -benevolente, no concupiscente-; y tiene carácter de respuesta, motivada por un
burbujeo perenne de fascinación.
Por otra parte, este impulso radical, que en absoluto responde a la atracción con que el Creador
lo llama todo a la existencia, se extiende a la totalidad de los seres. De modo que, así como en el
conocer hay conocimiento de personas y de cosas, así también en el amar hay amor de personas
y de cosas. Y no se pueden mezclar ni confundir: a una persona no se la debe amar asimilándola
a una cosa, como hacen frecuentemente los padres con los hijos, los maridos con sus esposas o
los jefes con sus subalternos. Debe, pues, primar lo personal, ya por una parte, ya por ambas;
así, debe uno amar algo como persona -sin violentarlo ni maltratarlo-, y a alguien como a
persona, sin pretender dominarla.
III. PROYECCIÓN DE AMISTAD. El amor va de dentro a fuera: es un don que necesita ser
aceptado, unos ojos que buscan otros ojos, una mano al encuentro de otra mano, una pregunta
en demanda de respuesta. Pero puede ocurrir que el don no sea aceptado, que no se crucen las
miradas ni se estrechen las manos ni se obtenga una respuesta. Quiero decir con esto que el
amor, como el ser todo de la persona, es dialógico; se lanza imperiosamente en busca de un tú
con quien plenificarse. Por eso afirma Buber que el hombre se torna un Yo a través del Tús: en el
nosotros encuentra su justa dimensión.
Esto significa que el amor es un comienzo que tiende a consumarse en la amistad y que, por lo
mismo, no es igual amor que amistad. Toda amistad supone amor, a no ser que se la quiera
convertir en vano pasatiempo; por el contrario, no todo amor supone amistad. A esto me refería
al afirmar que el don puede no ser aceptado, que pueden no cruzarse las miradas o estrecharse
las manos y obtener una respuesta. Por tanto, no todo amor supone amistad, porque puede no
ser correspondido, dando paso con ello a los que llamamos amores desgraciados.
Si queremos saber lo que es la amistad, siguiendo las imágenes aludidas, esta es don aceptado,
cruce efectivo de miradas, apretón real de manos, respuesta puntual a una pregunta. Con otras
palabras, amistad es amor en 'diálogo, en virtud del cual cada una de las partes da y recibe.
Comoquiera que el amor se extiende a todo, parece lógico pensar que la amistad debe ser
universal. Pero universalidad no es igualitarismo: hay una serie de circunstancias por las que el
amigo de todos no puede serlo de igual manera con todos. Supuesto que el amor no es
cuantificable -se debe amar totalmente a cualquiera-, tenemos que admitir, sin embargo, que
este se verifica de modos diversos y con cualidades diversas. Por tanto, en torno al núcleo de un
amor total giran en círculos concéntricos diferentes tipos de amistad: amiga con amiga, amigo
con amigo, amiga con amigo... Y el círculo más representativo, en el que el diálogo de amor se
entabla de manera única e irrepetible, que es el que ocupan esposo y esposa en el éxtasis
permanente del uno en el otro en una sola carne.
Llegamos con esto al punto más interesante de nuestra reflexión. Me refiero a la necesidad
ineludible de alcanzar el equilibrio entre lo uno y lo múltiple, entre el amor siempre total y su
verificación en los diferentes círculos y niveles de amistad. Ahí no puede haber mezcla ni
confusión. Como en una composición musical se produce armonía cuando las notas son y se
mantienen distintas, así también en la amistad, cuando los diversos niveles se mantienen
distintos, se produce el salto a lo universal: amigos de todos desde la propia e indestructible
identidad; como sucede en Dios, cuya unidad se expresa y revela en el abrazo de las tres
personas distintas.
IV EROS, AGÁPÉ, PHILÍA. En griego philéó es el término más utilizado para designar el afecto
entre personas. Eráó y érós expresan el amor como un bien codiciado y deseado. El eros tiene
algo de demoníaco, en tanto que, en la búsqueda del éxtasis, es arrinconada la razónb. Por su
parte, el verbo agapáó y el sustantivo agápé se usan con significados más bien vagos, entre los
cuales el más característico es el de predilección. Este verbo es utilizado ya desde Homero, pero
no así el sustantivo, que corresponde al griego tardío y fuera de la Biblia es muy difícil
encontrarlo'. En el lenguaje neotestamentario ha adquirido un significado riquísimo, expresando
la plenitud de relación entre Dios y el hombre y la nueva relación que el cristianismo establece
entre un hombre y otro.
No basta con afirmar que para Platón el éros es la fuerza central que mueve el alma de los
hombres a buscar lo bueno, hermoso y verdaderos. El mismo Platón admite que el éros es como
una locura o manía', coincidiendo con Hesíodo, que ve en él una pasión ciega'°.
El éros, como bien observa Zubiri, no es que excluya la agápe, es que la pone en peligro de
traición. Lo que caracteriza al éros, que camina por cumbres bordeando abismos, es la falta de
equilibrio; siendo un impulso sublime, se halla en riesgo constante de despeñarse. El éros
descubre, en término bíblicos, la condición propia del que ha nacido fuera del Paraíso y necesita
todo el poder creador de Dios para recuperar el equilibrio original. Es aquí donde se produce la
gran revelación del amor en perfecto equilibrio, que define la esencia misma de Dios, el cual, en
expresión del apóstol Juan, «es agápe» (Un 4,8). Y no es esta una afirmación gratuita, sino que
brota de una experiencia humana impresionante. En efecto, según el propio Juan, «a Dios no lo
ha visto jamás nadie, pero el Hijo unigénito nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Por tanto,
mirando a Jesús, ver al cual es ver al Padre (Jn 14,9), observando su amor nunca desmentido,
llegó a la conclusión de que Dios es agápe: el impulso más genial continuo y desinteresado hacia
la unión, ya sea en el dentro como en el fuera de la Trinidad.
Jesús encarna y verifica como nadie lo de que «no hay mayor amor que el de quien da la vida por
sus amigos» (Jn 15,13). Por eso en la cruz se revela el amor total, que no desiste o cede ni ante la
muerte, con ser muerte de cruz (Flp 2,8).
De todo esto se deduce que el éros no puede ser pista de despegue hacia la philía, hacia la
amistad, a no ser que, equilibrado por la agápe, se transforme en lo que Orígenes llamaba érós
ouránios, amor celeste. Pero un celeste que implica, no una realidad diluida o aparente -doceta,
al fin-, sino una realidad recreada, capaz de alcanzar las más altas cotas humanas, precisamente
por beber en el manantial más alto: en Dios.
Digamos para acabar que la agápe divina, por la cual y para la cual somos, tiene también
carácter de respuesta a la fascinación del ser por parte de quien con razón es llamado amante de
la vida (Sab 11,26). Esta es lar razón metafísica que postula de la agápe una actitud decidida de
amistad universal, capaz de cambiarle la cara al mundo mediante el abrazo del nosotros.
VER: AMOR (AGÁPÉ, ÉROS, PHILÍA), CARIDAD, DIÁLOGO, DONACIÓN, RELACIÓN Y PERSONA.
BIBL.: BOYLAN E., El amor supremo, Rialp, Madrid 19633; BUBER M., Yo y Tú, Nueva Visión,
Buenos Aires 1974; BUSCAGLIA L., Amor. Ser persona, Plaza & Janés, Barcelona 1995; CASPER B.,
Amor, en H. KRINGS ET ALIA, Conceptos Fundamentales de Filosofía I, Herder, Barcelona 1977,
70-78; LAíN ENTRALGo P, Sobre la amistad, Espasa-Calpe, Madrid 1986; MARÍAS J., Antropología
metafsica, Revista de Occidente, Madrid 1970; MARION J. L., Prolegómenos a la Caridad,
Caparrós, Madrid 1993; ORTEGA Y GASSET J., Estudios sobre el amor, Salvat, Estella 1985; ZUBIRI
X., Naturaleza, Historia, Dios, Editora Nacional, Madrid 1959.
F. Marín Heredia
ANARQUISMO
I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. Podría afirmarse sin hipérbole que el anarquismo en sentido lato
es una especie de religión laica, un sistema de vida, a la par teórico y práctico, que logra
articularse a mediados del siglo XIX como una pretendida respuesta total a la situación de
opresión y explotación que padece el movimiento obrero por parte del capitalismo, respuesta
revolucionaria a vida o muerte («libertad o muerte», «tierra y libertad», rezaban
frecuentemente los eslóganes anarquistas), dada la insoportabilidad de aquella ignominiosa
situación que reflejan, sin excepción, todas las historias del movimiento obrero. Tan
impresionantes fueron aquellas décadas durante el todavía cercano a nosotros siglo XIX que, a la
vista de semejantes gestos y de tamañas gestas heroicas, llevadas a cabo por el movimiento
obrero mismo, en determinados momentos bajos en que la tarde se hace melancolía, el
estudioso del anarquismo puede padecer la tentación de preguntarse si verdaderamente
mereció la pena tanto derroche y tantísima generosidad durante el pasado; sobre todo habida
cuenta de la esperpéntica situación del actual movimiento obrero y sindical, o lo que de él
quede, el cual ha malbaratado deshonrosa y entreguistamente toda una historia amorosa
recibida de sus antepasados a cambio de un triste plato de lentejas burocráticas, cada vez más
escasas por cierto.
Sea como fuere, aunque los orígenes remotos del anarquismo puedan hallarse por doquier y, ya
más cercanamente a nosotros, en lo que se ha denominado impropiamente socialismo utópico
(según designación peyorativa de K. Marx), sin embargo suele convenirse en que los teóricos
anarquistas (o libertarios) más importantes han sido el francés P. J. Proudhon, los rusos M.
Bakunin y P Kropotkin, y el italiano E. Malatesta. Si tal sucedió en el ámbito teorético, en su
dimensión práctica compartió el anarquismo con el marxismo el primer plano de la presencia
militante obrera en aquella ulisiaca Primera Internacional de Trabajadores, antítesis verdadera
de toda xenofobia, que se mantuvo en pie desde los años sesenta del siglo XIX hasta la ruptura
con el hermano marxista, más tarde mutado en feroz enemigo.
Esa enemistad respecto del marxismo se debe fundamentalmente a tres cuestiones: a) A que el
anarquismo rechazó siempre el autoritarismo marxista traducido con Lenin ulteriormente en la
«dictadura del proletariado», por entender que establecida la dictadura «del» proletariado se
convertiría algún día en dictadura «sobre» el proletariado. b) A que no hizo del economicismo el
motor de la historia (el militante marxista fue más epicúreo, el anarquista mucho más estoico).
c) Y a que se resistió a hacer de la lucha el motor de la historia, convencido como estaba el
anarquismo de la bondad natural del ser humano, manifestada en el < apoyo mutuo», antítesis
del darwinismo.
II. ¿ES POSIBLE DEFINIR EL ANARQUISMO? A juzgar por los hechos parece que no, puesto que
todo intento de encorsetar de alguna manera al anarquismo, en cuanto movimiento erigido en
defensa de la libertad y de la no-coerción, significaría encerrarle en unos confines o límites
inevitables, con lo cual incurriríamos en la flagrante contradicción de pretender limitar lo
ilimitable. Quizá sea por eso por lo que la dificultad definidora venga de antiguo, puesto que ya
el propio P. J. Proudhon, padre del anarquismo, a principios del siglo XIX hubo de tirar la toalla
desesperando respecto de toda definibilidad, porque en las linotipias eliminaban
sistemáticamente el guioncito con que él separaba tan cuidadosa como etimológicamente el
prefijo privativo an respecto del sustantivo arquísmo (an-arquía, an-arquismo, an-arjé). Por lo
demás, la dificultad en cuestión probablemente derive de la palabra misma, toda vez que an-
arquía (sin poder, contra poder), por ser un vocablo privativo, ha de remitir necesariamente a
otro afirmativo del que depende (arquía: poder, autoridad) y por negación del cual queda
obligada a autodefinirse. En consecuencia, lo lógico sería hablar en plural, no del anarquismo
sino de los anarquismos. Si, en efecto, anarquía quiere decir antiautoritarismo y, en
consecuencia, también antiestatismo, e igualmente también defensa de la libertad no sometida
a organizaciones suprapersonales, entonces tendremos que preguntar, ¿por qué no podría
rotularse bajo el genérico designativo de «anarquista» a cualquier organización y a cualquier
momento histórico en que también se hubiera luchado por la causa de la libertad, la cual
evidentemente no es patrimonio particular de nadie ni puede ser usurpada en exclusiva por
nadie, como reconoce el mismísimo don Quijote de la Mancha? ¿Acaso no hubo quien dio su
vida por la libertad desde las más variadas y hasta antagónicas convicciones, no sólo entre los
que asumieron opciones de tipo «quijotista» sino incluso hasta en el interior del más enconado
enemigo histórico del anarquismo, el mismísimo marxismo «científico»? Así pues, ¿no parecería
demasiado presuntuoso e inmodesto cualquier intento de apropiación exclusivizante de la
libertad por parte del anarquismo, intento que ningún personalista debería tolerar nunca? Pero,
si se reconoce que el anarquismo es coextensible con la entera humanidad que busca la libertad,
¿no nos encontraríamos entonces con la paradoja de un anarquismo que coincidiría desde los
tiempos más remotos con el ser originario, con un curioso anarquismo anteanarquista al que,
por ende, podríamos denominar humorísticamente como Anarcopiteco, piteco anarquista,
anterior al hombre anarquista histórico específico, que comienza propiamente en el siglo XIX?
Además, ¿por qué no identificar entonces el anarquismo con el liberalismo, asimismo
antiestatista, igualmente teórico defensor de la libertad individual, según hoy es, por cierto,
tendencia creciente en los Estados Unidos de Norteamérica donde lo libertarian está asimilado
ya a lo liberal, aunque se diga lo contrario? También en España, conforme ha ido decayendo la
seriedad revolucionaria del movimiento obrero y sindical anarcosindicalista, ha ido creciendo
paralelamente la identificación del anarquismo con la akracia y con el esperpento de una
burguesía viciosa, apologeta de lo desviado por lo desviado, y entregada a vivir del cuento puro y
duro, presentado además como forma de <progresismo» bonito, cuando en realidad no es ella,
sino el mismo parásito decadente de toda la vida, que puede estudiarse en cualquier libro de
parasitología del movimiento obrero; y cuando los teóricos más representativos de la moderna
acracia reblandecida, ejercen ahora de reputados nihilistas e inmoralistas con cargo a los
presupuestos generales del Estado, mientras se contonean entre guiños publicitarios desde los
medios de masa hegemónicos que les mueven como a títeres para que ellos echen
permanentemente balones fuera, despistando con sus análisis supuestamente hipercríticos que,
sin embargo, no ponen jamás el dedo en las verdaderas llagas, sino en las falsas, todo sea por
conservarse al costado del poder, ejerciendo como intelectuales áulicos del pesebre. ¿Harían
falta nombres al respecto? Así las cosas, en río tan revuelto y con esa indefinición tan favorable a
la ganancia de pescadores, ¿por qué habría de parecernos menos anarquista el anarcocomunista
Malatesta que el irreductible a toda sociedad Max Stirner, aquel célebre incomunicativo, el más
individualista de todos los individualistas de la historia, cuyo libro El único y su propiedad puede
servir como panacea de solipsismo? En definitiva, demasiado totum revolutum para el cuerpo
del personalista.
III. ANARQUISMO Y VIOLENCIA. Otra de las dificultades históricas a la hora de entender la causa
anarquista ha venido siendo la de su identificación con la rebeldía violenta; y así el anarquista ha
sido bajo tal cliché identificado con un señor con sombrero de ala ancha, bomba de fabricación
casera en el bolsillo, dominado por el instinto thanático e incluso por el cromosoma del crimen,
según quería el célebre penólogo C. Lombroso. Desde esa perspectiva, el anarquista, en cuanto
que enemigo encarnizado del poder, se vería obligado a no vacilar ni de día ni de noche en su
recurso a la violencia hasta sus extremos límites; más aún, bajo tal signo habría que hacer de
anarquismo sinónimo de terrorismo, de bomba y de atentado, como si la propaganda por la
acción hubiese de ponerse bajo el signo enloquecido del furor y de la rabia sin escrúpulos, tal y
como lo propugnaron determinados elementos más bien marginales dentro del anarquismo,
desde aquel Ravachol incendiario que dio origen a las canciones populares, hasta el intrigante
Netchaiev, cuyo Catecismo del revolucionario se convertiría en la quintaesencia del
maquiavelismo violento. Inútil agregar que, si en tal esperpento consistiera el anarquismo,
entonces evidentemente cualquier personalista que se preciase debería correr a situarse en su
antípoda.
4. Anarquismo y antiteísmo. La cuestión del antiteísmo anarquista resulta en nuestros días más
obsoleta que nunca, y ello por dos razones muy evidentes. Primero, porque ningún científico
responsable se atrevería hoy impunemente a afirmar que Dios no existe, habida cuenta de la
magnitud de la aseveración, que sería excesivamente osada y extrapoladora al respecto.
Segundo, porque Dios no puede ser el enemigo de los hombres, como le pareció erróneamente
al Bakunin que identificó el comportamiento de la burguesía sedicentemente cristiana
(realmente atea) con la fe en Dios. Desde luego, nuestro reto como creyentes está una vez más
en mostrar con obras que creemos en el Dios Amor encarnado, que hace una opción radical y
preferencial por los pobres: ahí se pondrá a prueba nuestra imagen de Dios.
BIBL.: DíAZ C., Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocéntrica y ética de la
gratuidad, Encuentro, Madrid 1980; ID, Las teorías anarquistas, Zero, Bilbao 1976; ID, El
anarquismo como fenómeno político-moral, Editores Mexicanos Unidos, México 1975; ID, La
actualidad del anarquismo. Muerte de la ortodoxia y heterodoxa resurrección Ruedo Ibérico,
París 1977; GARCIA F.-DíAz C., Dieciséis tesis sobre anarquismo, Zero, Bilbao 1975; GARRIDO F.,
Historia de las clases trabajadoras, 4 vols., Zero, Bilbao 1970; MDUNIER E., Anarquía y
personalismo, en Obras Completas I, Sígueme, Salamanca 1992.
C. Díaz
ANGUSTIA
DicPC
Gabriel Marcel, se enfrenta a este nihilismo admitiendo la apertura del hombre a un Tú absoluto
y abriendo paso a una posición personalista. Ensaya el acceso a la existencia a través de la
descripción de diversas vivencias: la disponibilidad, la "esperanza, el ,amor. La disponibilidad es
la capacidad de hacerse presente y donarse a otro cuando lo requiere. La indisponibilidad, la
clausura y obstrucción en sí mismo será para Marcel la auténtica causa de la angustia. Pero,
frente a toda dispersión, el hombre está llamado a la unificación, ejerciendo creativamente la
libertad en la línea del compromiso. Esta creatividad en las pruebas y problemas de la vida, que
supone dar crédito a la realidad y la exigencia de una trascendencia salvadora, es lo que permite
a Marcel la elaboración de una Metafisica de la esperanza.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Psicológicamente la angustia se suele confundir con los estados de
ansiedad y, en todo caso, se conceptúa como un estado mental de preocupación e inseguridad
desmedidas que paralizan la voluntad, haciendo que el individuo quede impotente ante el hecho
de tener que realizar su vida. Se trata de un vértigo espiritual propio de quien se ha des-
integrado, dispersado, perdido a sí mismo por alguna de las dos amenazas que, según Buber, se
ciernen sobre el desarrollo de la persona: la masificación (->masa) y gregarismo o el
enclaustramiento en la individualidad. Ante el empobrecimiento de una vida sin metas, sin
fidelidades, inmediata, surge la angustia, que no pocas veces es un síntoma de la neurotización
de la vida psíquica.
Sociológicamente la angustia se ha descrito como uno de los rasgos que definen la sociedad
actual. Contra la opinión de F. Nietzsche que sostenía que "quien sabe para qué vivir, descubrirá
cómo", V Frankl piensa que «sabemos cómo vivir pero no para qué vivir». En efecto, esta pérdida
de apoyos y de firmezas, junto con el obligársenos a vivir a ritmo trepidante, produce este
fenómeno. Tecnólatra, el hombre descubre finalmente que la técnica no le salva y tras la muerte
cultural de Dios (Nietzsche) y la ausencia de cualquier ideal o mística, sólo le cabe sumirse en el
Narcisismo, que desembocará siempre en la angustia o en la autoanestesia.
Pero, situados en una perspectiva personalista, barruntamos que el fenómeno responde a algo
mucho más radical. La persona es aquel ser que tiene que hacer su propia vida, siendo una tarea
para sí mismo. Y como la manera concreta en que tiene que ir realizándose es un problema para
sí mismo, su vida es inquietud (que no angustia). Situado frente a la realidad, el hombre se abre
a ella para, a través de las posibilidades de realización que le ofrece, irse haciendo pleno. En su
plenitud reside su felicidad. No existe sólo libertad-de, como pretendía Sartre, sino también
libertad-para, libertad que se compromete. ¿Con qué? Con las posibilidades que descubre como
mejores para su plenificación. Por esto el hombre es un ser moral: porque tiene que apropiarse
de posibilidades reales para realizarse. Esas posibilidades son los llamados bienes. Por
consiguiente, no se quiere cualquier cosa, sino lo bueno, y lo bueno es lo que me plenifica y, al
apropiármelo, me alegra. Pero también puede brotar la tristeza como fruto de apropiarme de
aquellas posibilidades que me satisfacen inmediatamente, pero no me construyen como
persona. Cabe aún otra posibilidad: la des-moralización, es decir la pérdida de sentido, del para
qué de la propia vida. Es entonces cuando surge la angustia.
Se puede dar la espalda a la realidad como fuente de posibilidades, cabe el ocluirse, el no abrirse
a esa fuente principal de sentido y posibilidades que son los demás. Así, paralizado, retraído a su
puro estado natural, abandonado a sus impulsos, a su afán de poder, de "tener, de gozar (vida
estética), el hombre se ve lanzado a actuar habiendo perdido el sentido de por qué actuar. Deja
así de apropiarse de posibilidades que podría o debería apropiarse, de modo que se va vacian do,
empobreciendo, desintegrando, desvinculándose de la realidad y perdiendo creatividad. La
vivencia de este vacío, de esta parálisis, de esta impotencia, es la esencia de la angustia. Así
como la alegría procede de estar abierto al encuentro con la realidad, y especialmente con los
otros y con el -> Otro, de modo que a través de esta apertura, ellos se constituyen en el
fundamento de nuestro perfeccionamiento, la angustia consistiría en cerrarse a este encuentro,
bien por dispersión gregaria, bien por el espejismo de la autosuficiencia.
III. CONCLUSIÓN. El estado del angustiado es insostenible. Por eso, la vivencia de la angustia es
ya una invitación a salir de ella. Una falsa salida sería huir de sí por continua agitación y
dispersión (mala fe). La opción más razonable es la de recuperarse a sí mismo en el recogimiento
de la intimidad, reconociendo las propias limitaciones y abriéndose a recuperar el sentido de lo
real. Se trata de integrar y regular la propia vida, poniendo cada cosa en su sitio, relativizando lo
que se absolutizó e idolatró (trabajo, sexo, juegos, diversión, el propio yo), equilibrando la vida
afectiva, laboral, familiar, y, saliendo de sí, hacerse disponible, y así abrirse al encuentro fecundo
con los otros, acogiéndoles con gratuidad. Recibir y hacer propias las posibilidades que me
ofrecen como don que permite mi plenitud, es el camino de la ->alegría.
ANTIPERSONALISMO Y ANTIHUMANISMO
DicPC
Entendemos por antipersonalismo toda doctrina y práctica que niega la dimensión personal
humana, su carácter de sujeto racional y libre, dotado de una dignidad ontológica y de una altura
axiológica irreductible a los niveles inferiores de existencia. Como existen posiciones teóricas
que tratan de explicar al ser humano en términos naturalistas, pero que, de un modo u otro,
reconocen la peculiar dignidad de lo humano, en lo que sigue entenderemos el término
antipersonalismo de modo restringido, y en el sentido en que se han designado en el siglo XX
ciertas posturas teóricas como antihumanistas. Así pues, hacemos equivaler antipersonalismo y
antihumanismo. El antihumanismo, fruto extraño de la cultura moderna, se significa por su
impugnación del hombre como sujeto y por su pretensión de explicarlo de manera exhaustiva en
términos objetivos, científicos y reducibles a las leyes que regulan los fenómenos subhumanos.
El antihumanismo es un fruto extraño de la cultura moderna, pues, si algo ha caracterizado a
esta cultura, ha sido precisamente el haber hecho del hombre su centro absoluto, hasta el punto
de concebir al Ser, la Naturaleza y al mismo Dios en función suya. Entendiendo, sin embargo, las
claves y el devenir de la "modernidad se puede comprender el antihumanismo como un fruto
amargo, pero coherente, de un proceso ambiguo. Y un fruto, además, del que es posible extraer
lecciones positivas.
El antropocentrismo es, en efecto, uno de los signos distintivos de la modernidad. Tal vez, el
signo distintivo. Mientras que la cultura griega clásica es fundamentalmente cosmocéntrica, pues
es desde el Cosmos desde donde aborda y comprende toda otra realidad, incluido el hombre y
Dios; y, mientras el medievo cristiano es teocéntrico, pues es Dios la clave de bóveda desde la
que toda otra realidad queda comprendida y justificada, la modernidad hace del hombre el
centro y la clave de comprensión y legitimación de todo: la naturaleza, concebida como objeto
de investigación y dominio, la sociedad, fruto de voluntades libres por medio del contrato social,
y el mismo Dios, sometido a los dictados de la razón humana y obligado a justificarse ante su
tribunal inapelable. Si el ser es para los antiguos griegos physis, naturaleza; y para los cristianos
medievales es el Ipsum Esse Subsistens, Dios, para los modernos el ser será ante todo el ser
humano, comprendido como individuo, y cuya especificidad está en la conciencia (racional y
libre). Descartes lo dijo meridianamente, en el pórtico de la modernidad, al situar en el ego-
conciencia la primera e incontrovertible evidencia: el ser es para los modernos ego sum. Y Kant,
en la madurez de este período, hace gravitar en la pregunta sobre el hombre el sentido entero
del filosofar. La pregunta por el conocimiento, la acción y las esperanzas humanas, esto es, el
problema del ser, del valor y de Dios, se resumen en la pregunta: ¿Qué es el hombre?
La conquista de la plena posesión de sí, en todos los ámbitos, que significa la autonomía se fía al
poder de la razón en su nueva modulación físico-matemática que, renunciando a conocer
inútiles esencias (fines y bienes), se centra en los puros hechos cuantificables, de modo que
alcanza una exactitud hasta entonces inimaginable y consigue una unanimidad que antes se
fragmentaba en disputas escolásticas. Se trata de aplicar la nueva racionalidad, más allá de la
física, a todos los campos de pensamiento y actividad: a la metafísica y la antropología, a la ética,
a la política, a la economía y hasta a la religión. Equipado con el arma de la razón, el moderno
aspira a disfrutar plenamente de su libertad, que ya no entiende como mera libertad de elección
respecto de fines parciales o medios, pero inexorablemente abocada a un fin último natural o
divino no elegible. La libertad se sustantiva como plena autonomía, capacidad de dotarse de
leyes propias y de fijarse verdaderos fines últimos en los más diversos campos de su actividad,
sin necesidad de recurrir a una ley natural o divina que haya de tutelar su ejercicio. Razón y
libertad así entendidas, son las armas de que el antropocentrismo moderno se equipa para
encarar con optimismo su proyecto. Pero este está afectado de una ambigüedad crónica que
viene a comprometerlo y que consiste en la escisión de la experiencia humana en dos ámbitos
irreconciliables: el planteamiento de la razón, contraída a su dimensión objetual físico-
matemática, y de la libertad, que tiende al subjetivismo, impide su mutuo acuerdo y
complementación. Si la 'razón se entiende como aquella que capta leyes necesarias y universales
de los fenómenos, de manera enteramente objetiva, la libertad lo es precisamente en la medida
en que es capaz de sustraerse de cualquier coacción de necesidad. La razón se refiere al ámbito
de lo no-libre. La libertad lo es en cuanto no-racional y, por ende, no-necesaria. Este carácter
inconciliable de razón y libertad, de naturaleza y conciencia, de objetividad y subjetividad, se
pone de manifiesto con modulaciones diversas a lo largo de la modernidad. Es ya patente en la
incompatibilidad de res extensa y res cogitans en el dualismo cartesiano; en la escisión empirista
(Hume) entre el ser, del que se ocupa la razón, y el deber, cosa del sentimiento; en los usos
irreconciliables de la razón teórica (ciencia, determinismo) y práctica (ética, libertad) kantiana. El
humanismo de Feuerbach pretende colocar al hombre en el lugar de Dios, pero acaba
reduciéndolo a naturaleza (Der Mensch ist, was er isst, « el hombre es lo que come»). Marx
teoriza el acceso al reino de la libertad por sumisión a las leyes necesarias, independientes de la
conciencia, de la sociedad y de la historia.
Pero el bastión crítico no va a ser suficiente. El siglo XIX es el siglo de las ciencias humanas, que
hacen del hombre objeto de su indagación, explicándolo según el patrón de la física: mediante
leyes naturales y necesarias que remiten el fenómeno humano al complejo de fuerzas
subhumanas que lo constituyen. En realidad, el proyecto emancipatorio moderno está
simultáneamente acompañado de un proceso de progresivo descentramiento del hombre,
precisamente por mor del desarrollo científico: descentramiento cosmológico en virtud de la
revolución copernicana, que saca al hombre del centro del universo; descentramiento biológico,
que le quita su centralidad como rey de la creación, al reducirlo a producto de la evolución,
pariente próximo de los animales; descentramiento psicológico, que le expropia de la soberanía
sobre su propia alma, reducida a epifenómeno de pulsiones inconscientes; descentramiento
sociológico, que reduce la conciencia a producto de leyes necesarias de la sociedad y de la
historia; finalmente, descentramiento lingüístico-estructural, que disuelve al sujeto humano en
estructuras impersonales en las que no existe centro alguno.
6. Las lecciones del antihumanismo. Leído el antihumanismo en clave histórica, como producto
de un determinado proceso cultural, la modernidad, cuyas luces indudables no han dejado de
proyectar las sombras de sus numerosas insuficiencias, el antihumanismo no deja de presentar
una lectura optimista: es antihumanismo de un humanismo prometeico, narcisista, centrado en
sí y dominador despótico de lo otro, un humanismo inflacionado pero, por eso mismo,
insuficientemente humano, un humanismo ególatra, que rompe su comunión con la naturaleza a
la que pertenece, con el otro hombre, al que está ligado, quiéralo o no, con Dios, del que
procede y al que se encamina, no inexorable sino dialogalmente, y cuyo puesto ilusamente
quiere ocupar. Así como la muerte de Dios habla de la muerte del Dios sociológico, legitimador
próximo o lejano de estructuras sociales injustas, proyección de deseos insatisfechos, opio del
pueblo o inmadura neurosis colectiva, y abre la posibilidad de una más plena autonomía
humana, más acorde, además, con el creacionismo bíblico, y de una más pura imagen de Dios,
que no se deja definir ni aferrar por ninguna estructura social ni conceptual; así, del mismo
modo, la muerte del hombre preconizada por el estructuralismo abre la posibilidad de un nuevo
humanismo más acorde con el verdadero rostro del hombre: un ser personal, pero creado, cuya
dimensión de absoluto le es gratuitamente donada y confiada como responsabilidad, inserto en
la naturaleza, sobre la que se eleva sin romper su comunión con ella, constituido en su
concreción por la relación que le precede y le posibilita, y abierto en su proyecto biográfico a la
relación oblativa, que, sin agotarse en ningún tú, aboca a la relación plenificante con el Tú
trascendente. Este humanismo, afortunadamente designado por Lévinas como humanismo del
otro hombre, no parte de la afirmación fuerte de sí, ni concluye en el angosto cuidado del propio
cuerpo, sino que su punto de partida es la afirmación del otro -y de la afirmación que otros
hacen de ély la capacidad de perderse, pues sólo el que es capaz de perder su vida la encuentra,
verdad evangélica que muestra, en los umbrales del nuevo humanismo, profundas resonancias
antropológicas y personalistas.
BIBL.: ALTHUSSER L., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, México 1972; AMENGUAL G.,
Lectura humanista del antihumanismo, Diálogo Filosófico 20 (mayo/ agosto de 1991) 200-240;
DALLA NOGARE P, Umanesimi e antiumanesimi. Introduzione alla antropologia filosofica, Pavía
1980; DIAz C., E1 sujeto ético, Narcea, Madrid 1983; FERRI L.-RENAUT A., La pensée 68. Essai sur
l'antihumanisme contemporain, París 1985; FoUCAULT M., Las palabras y las cosas, Siglo XXI,
México 1968; LÉvI-STRAUSS C., El pensamiento salvaje, FCE, México 1964; RUBIO CARRACEDO J.,
El hombre y la ética, Anthropos, Barcelona 1987; RUIZ DE LA PEÑA J. L., Las nuevas
antropologías, Sal Terrae, Santander 1983; VEGAS J. M., Introducción al concepto de persona,
IEM, Madrid 1990; ID, Reencantamiento de la realidad en clave personalista, IEM, Madrid 1992.
J. M. Vegas
ANTROPOLOGÍA
DicPC
I. REFLEXIÓN HISTÓRICA. Una de las grandes aspiraciones del hombre es tratar de comprender la
incógnita que somos. Se halla presente en todas las épocas y culturas y se necesitaría una gran
enciclopedia para poder recoger la variedad, riqueza y complejidad de respuestas que se han
dado a este tema. El enfoque ontológico de la antropología surge en los pitagóricos y es
justificado y sistematizado en los diálogos de Platón. Las categorías claves son "cuerpo y "alma, y
la orientación es filosófica. Se intenta desvelar la naturaleza del ,'hombre aclarando qué es cada
una de las partes que lo constituyen, para culminar en la pregunta por lo específico y
diferenciador, es decir, en la pregunta por la esencia del hombre. Aristóteles introducirá los
conceptos de materia y forma, potencia y acto para superar el dualismo platónico. En este
contexto sostiene que el alma es el primer acto y la forma del cuerpo físico. En la filosofía
escolástica se trata de perfeccionar las ideas aristotélicas y la categoría que sirve de hilo
conductor para este proyecto, y que es la noción de 'persona, que Boecio definió como una
«sustancia individual de naturaleza racional». Tomás de Aquino acepta y justifica la definición de
Boecio para después preguntar por el constitutivo formal de la persona. La respuesta es clara: la
subsistencia. Esta tesis únicamente se puede entender y precisar desde su concepción sobre la
estructura del ser creado. Ninguna creatura es ser sino que tiene ser. Por más que en el hombre
la forma es racional, sin embargo el acto de la forma es el esse, y por lo tanto lo más específico
es la subsistencia. Pero es una subsistencia participada: participa de la suprema perfección en el
orden del ser que es Dios, y por ello se puede llamar persona. La categoría de persona es la
noción clave en la que varios siglos después articula M. Scheler, en un marco panenteísta, toda
su reflexión sobre el hombre, por lo que es considerado, junto con Plessner, el fundador de la
antropología filosófica1. Continuación y desarrollo del enfoque ontológico sobre la persona
humana es la tradición dialógica -M. Buber, F. Ebner, E. Mounier, E. Lévinas, C. Díaz, etc- que
culmina en el actual ->personalismo. Su mérito indiscutible es, el haber asumido ambas
tradiciones -ontológica y dialógica- para elaborar una síntesis original sobre el ser humano. La
orientación genética surge con Kant. Este filósofo también parte de la noción de persona cuando
afirma taxativamente: «Que el hombre pueda tener un yo en su representación, eso le eleva
infinitamente sobre todos los seres vivientes de la tierra. Por ello, el hombre es una persona y, a
causa de la unidad de la conciencia, a pesar de los cambios que le puedan sobrevenir, es una sola
e idéntica persona». Sin embargo prescinde de cuestiones ontológicas para centrarse en cómo
se va constituyendo la persona. Más en concreto, cómo el hombre se va haciendo hombre a
través del ejercicio de sus capacidades técnica, pragmática y moral. El desarrollo de estas
potencialidades constituye la "historia de la especie humana. Es un progreso constante en el que
el hombre se va liberando del plan y la tutela de la naturaleza (Antropología en sentido
fisiológico) para elevarse al reino de los fines (Antropología en sentido pragmático) 2.
El enfoque funcional es la orientación vigente en el saber de nuestros días. Hoy se puede decir
que el tema conciencia-cerebro se ha convertido en un campo de investigación punta. Se sitúan
en el espacio de reflexión propuesto por Ramón y Cajal, que Sherrington condensó en la
siguiente pregunta: "¿Cómo se genera la imagen visual -suponiendo que sea esta la palabra
adecuada- a partir de un cambio eléctrico producido en el cerebro?". En este nuevo enfoque de
la conciencia podemos diferenciar dos grandes visiones:
1. Emergentismo materialista, para el que la única sustancia o realidad que existe es la materia y
el único punto de referencia para comprender la conciencia es el sistema nervioso, entendido
como un biosistema dotado de propiedades y leyes propias, entre las que podemos destacar la
emergencia de la actividad consciente. De cualquier manera, se puede reducir y explicar desde el
substrato neural.
2. Saber teórico. Para comprender esta propiedad, que parece retrotraernos a las aspiraciones
racionalistas del idealismo moderno, conviene partir de una definición mínima de ciencia. Pues
bien, al margen de las disputas existentes en el campo de la filosofía de la ciencia, y tomando
como punto de referencia lo que nos muestra la historia del pensamiento, se puede extraer un
núcleo de lo que constituye la -> ciencia y que podemos condensar en la siguiente proposición:
una tensión constante entre experiencia e imaginación creadora, encaminada a aumentar
cuantitativa y/o cualitativamente nuestro conocimiento sobre un tema. Desde este supuesto
podemos entender que la observación de la realidad humana, mediada por el pensamiento,
desemboca en una serie de conceptos y proposiciones que tratan de ajustarse a dos exigencias.
Desde el punto de vista de la forma, se exige que estén conectadas entre sí según una estructura
lógica, o articuladas en torno a categorías nucleares. Ello implica que jamás debamos renunciar a
la aspiración al sistema, evidentemente abierto, ya que, como nos mostró Adorno, «la totalidad
es la no-verdad». Ha sido Evans-Pritchard quien ha subrayado esta exigencia: « ¿Cuándo
conseguirá la gente meterse en sus cabezas que el historiador escrupuloso, lo mismo que el
antropólogo, no es menos sistemático, exacto y crítico en su investigación que un químico o un
biólogo; que no es en el método, sino en la naturaleza de los fenómenos que estudia, donde la
ciencia social difiere de la física?»6.
3. El problema moral. Conviene recordar que la única base en la 'que se puede sólidamente
fundar, y posteriormente edificar, una ética racional es partiendo de un adecuado concepto de
naturaleza humana. Pues bien, con la irrupción de la biología molecular han comenzado a surgir
problemas éticos que suscitan un enorme interés, pero también preocupación, en los miembros
de nuestra sociedad. Hasta ahora, tanto el mantenimiento de la especie como la diversidad de
las razas se ha fundamentado en la reproducción sexual. Sin embargo, la manipulación genética
y las tecnologías reproductivas han abierto un amplio abanico de posibilidades, no solamente de
selección y programación de la vida humana, sino también de creación de vida al margen de la
reproducción sexual azarosa. En este contexto conviene recordar que se empieza a insinuar la
necesidad del control genético, que consistiría en crear seres humanos a través de óvulos y
espermatozoides previamente seleccionados, y que no solamente contendrían caracteres
adecuados, sino que estarían también libres de enfermedades congénitas. Un futuro imaginado
por A. Huxley y que hoy está en vías de poder realizarse. Pero al disponer de los conocimientos
suficientes y las técnicas necesarias para empezar a realizar experimentos enfocados a la
modificación sustancial de la naturaleza humana, aparece un serio problema: ¿a qué principios
deberíamos atenemos para modificar la naturaleza humana? Subrayar la dimensión moral de la
antropología es hoy absolutamente necesario para no caer en las trampas de la retórica de la
esperanza o del miedo.
NOTAS: 1 M. SCHELER, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Francke, Munich 1975; H.
PLFSSNER, Die Stufen des Organischen und der Mensch, Walter de Gruyter, Berlín 1965. - 2 I.
KANT, Antropología. En sentido pragmático, Alianza, Madrid 1991. -3 Cf C. GEERIZ, The
interpretation of Cultures, Basic Books, Nueva York 1973. -4 R. SAN MwaÚN ARCE, Identidad y
creación, Humanidades, Barcelona 1993. - 5 J. CHOZA, Manual de antropología filosófica, Rialp,
Madrid 1988. - 6 E. E. EVANS-PRTfCHARD, Ensayos de antropología social, Siglo XXI, Madrid
1974. - 7 H. PAGELS, Los sueños de la razón, Gedisa, Barcelona 1991.
BIBL.: f>,L.VARF7 MUNARRIZ L., Antropología teórica, PPU, Murcia/Barcelona 1990; GEHLEN A.,
El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Sígueme, Salamanca 19877; GELLNER E., EL
arado, la espada y el libro, Península, Barcelona 1994; LAÍN ENTRALGO P., Cuerpo y alma,
Espasa-Calpe, Madrid 1991; LÉvINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; L$VI-
STRAUSS C., La pensée sauvage, Plon, París 1962; LIS6N C., Antropología social: reflexiones
incidentales, CIS, Madrid 1986; MORA F (ed.), El problema cerebro-mente, Alianza, Madrid 1995;
MoxIN E., Le paradigme perdu: la nature humaine, Seuil, París 1973; NOZICK R., La naturaleza de
la racionalidad, Paidós, Barcelona 1995; POPPER K. R.-ECCLES J., The Self and its Brain, Springer,
Berlín 1961; ZUBIRI X., Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986.
L. Álvarez Munárriz
ATEÍSMO
DicPC
I. LAS DIFICULTADES DE UNA DEFINICIÓN. El término ateísmo (del griego a privativa y theos =
Dios) es uno de los más ambiguos del lenguaje filosófico. Su único contenido definido viene dado
por el prefijo a con el que se expresa una negación. Pero, ¿de qué es negación el ateísmo? Si nos
atenemos a la etimología arriba indicada, el ateísmo es la negación de Dios. Ahora bien, en este
supuesto, y dado que el contenido concreto de la idea de Dios no es el mismo en las diversas
religiones y filosofías, es claro, en frase de K. Rahner, que «determinar dónde se encuentra el
verdadero ateísmo depende del concepto preciso de Dios que se presupone». El ateísmo, así
entendido, tiene, pues, más un alcance polémico, que debe ser determinado en cada caso, que
un significado teórico definido: lo que para uno es afirmación de Dios, puede ser para otro
expresión de ateísmo. Los primeros cristianos fueron tenidos por ateos, porque se negaban a
sacrificar a los dioses paganos. Otros, en cambio, se consideran ateos, porque confunden a Dios
con una imagen tan maltrecha de Él, que les parece imposible que pueda existir.
Si, ateniéndonos ahora al significado inmediato del término, definimos el ateísmo como la
negación del teísmo, el panorama se clarifica notablemente, pero a costa de una serie de
drásticas y problemáticas exclusiones. Por teísmo se entiende efectivamente la doctrina que
reconoce la existencia de un Dios personal y trascendente, que actúa sobre el mundo que Él
mismo ha creado. En este sentido se puede decir, en general, que el ateísmo niega lo que el
teísmo afirma. Pero entonces tanto el deísmo (que afirma la existencia de Dios creador, pero
niega su influjo sobre el mundo), como el panteísmo (que niega además, en sentido estricto, la
creación y la ->trascendencia de Dios respecto del mundo) han de ser considerados
expresamente como doctrinas ateas. Ahora bien, si el panteísmo, al menos en la medida en que
identifica el ser de Dios y el del mundo, merece ser denominado con Schopenhauer un ateísmo
disfrazado, no puede decirse lo mismo del deísmo, el cual confina estrechamente con el teísmo
y, si exceptuamos el rechazo del influjo de Dios sobre el mundo, coincide casi con él. De hecho,
la diferencia fundamental entre el deíslrio y el teísmo, consiste en que el primero se opuso
históricamente al cristianismo, como la religión racional y natural a la revelada y sobrenatural.
II. NATURALEZA Y FORMAS DEL ATEÍSMO. Lo de menos es disponer de una definición redonda
del fenómeno ateo y lo de más conocer de algún modo su naturaleza y los rostros diversos que
ha tomado en la historia. Suele distinguirse a este respecto entre el ateísmo teórico y el práctico.
Para caracterizarlos de algún modo, partiremos como dato de hecho de la idea de Dios, tal como
suele concebirlo la tradición religiosa de la humanidad, a saber, como un ser trascendente, del
que dependen en definitiva el mundo y el 'hombre. En este supuesto, el ateísmo teórico consiste
sencillamente en la negación expresa de la existencia de Dios.
Por su parte, el ateísmo práctico consiste en vivir como si Dios no existiera, organizando
decididamente la vida según un sistema de valores del que Dios está ausente. Ni que decir tiene
que desde el punto de vista religioso el ateísmo práctico tiene mayor alcance que el teórico. En
efecto, dada la relación existente entre Dios y el orden moral, cuando una persona orienta su
vida desde la exigencia absoluta del bien, la orienta en definitiva hacia Dios, el Bien absoluto. Así,
en fuerza de un acto de ->libertad radical que tiene por objeto el bien moral, un hombre, sin
conocer teóricamente a Dios, lo reconoce prácticamente y tiende de hecho hacia Él. Por ello,
nada impide que un ateo teórico, negando explícitamente a Dios, lo afirme implícitamente en
ese acto radical de libertad, por el que se compromete totalmente y elige el sentido de su vida.
Como tampoco nada impide que un supuesto creyente, afirmando en teoría a Dios, lo niegue
implícitamente en un acto radical de libertad de signo contrario. En definitiva, en frase de J.
Maritain, el verdadero lugar del hombre se halla en la encrucijada entre el ->bien y el mal.
Para ahondar en la naturaleza del ateísmo teórico es útil clasificarlo ulteriormente en positivo y
negativo. El ateísmo negativo se limita a rechazar la existencia de Dios, sin poner nada en su
lugar. Se trata de un ateísmo superficial, como el de los libertinos del siglo XVII, que deja
obviamente un vacío en el centro de una concepción de las cosas, que se había estructurado en
torno a Dios, pero sin asumir la tarea de cambiarla. En cambio, el ateísmo positivo es un esfuerzo
heroico y, en ocasiones, desesperado por reconstruir el entero universo humano, con todos sus
valores, de acuerdo con el cambio radical que supone la negación de Dios. Tal es, para citar dos
ejemplos bien conocidos, el ateísmo optimista y revolucionario de Marx y el trágico de
Nietzsche.
El rasgo peculiar de este ateísmo es su carácter postulatorio. Aunque mantiene, como es obvio,
una vertiente intelectual, su raíz está en la voluntad. Como dijo Unamuno en su época: « La
mayoría de nuestros ateos quieren que Dios no exista». Y ello no por comodidad, sino por una
pretendida exigencia de la propia dignidad humana. El punto de partida del ateísmo positivo es
entonces un acto radical de libertad, que se sitúa en los antípodas de aquel, por el que el
hombre se orienta hacia Dios. Se trata, al contrario, de un acto de elección moral, por el que una
persona, al tomar postura ante el ,"sentido de su vida, confunde el paso al estado adulto con el
rechazo, no sólo de la subordinación infantil, sino de toda subordinación, y se decide a abordar
el bien y el mal en una experiencia total y absolutamente libre, de suerte que la posición del
hombre como señor absoluto de su destino coincida exactamente con el rechazo de Dios. El
ateísmo teórico encuentra así su propio ámbito de actuación práctica y deviene con ello ateísmo
absoluto: por vez primera en la historia de la humanidad, se nos pone delante un ateísmo
plenamente consciente y consecuente, que niega tan verdaderamente a Dios, que exige del
hombre que lo destierre totalmente de su pensamiento y de su vida. Pero esto que acabamos de
describir ¿qué otra cosa es sino una especie de acto de fe invertido? La toma de postura atea
difiere del acto de fe del creyente en que, en lugar de ser una entrega libre a Dios, es un desafío
libre a este mismo Dios trascendente. Como observa Maritain, el ateísmo absoluto es en el
fondo una especie de compromiso religioso de gran estilo.
III. HISTORIA DEL ATEÍSMO. Un ateísmo así, en su tremenda radical dad, es un fenómeno
poscristiano. Ni en la antigua Grecia ni en las grandes culturas orientales se encuentra nada
parecido. Hay, sin duda, apuntes ateos en el hinduismo, concretamente en el sistema Samkhya,
y en la filosofía griega, particularmente en la sofística y el epicureísmo. Pero hay motivos para
preguntarse si se trata en todo ello de un auténtico ateísmo, ya que falta el punto de referencia:
un Dios trascendente y personal de quien pueda negarse la existencia. Un ateísmo plenamente
consciente de sí mismo se da por vez primera en la Ilustración francesa, p.e. en J. de La Mettrie
(1709-1751) y el barón P H. d'Holbach (1725-1789), aunque sea todavía en función,
respectivamente, de una concepción mecanicista y naturalista del mundo. El corte radical en la
historia del ateísmo moderno lo lleva a cabo L. Feuerbach (18041872) con su teoría de la
proyección religiosa. El hombre se convierte ahora en el auténtico contenido del concepto Dios.
El hombre, en efecto, crea a Dios a su imagen y semejanza, de acuerdo con sus deseos y
necesidades. Dios es entonces algo así como el espejo soñado, en el que el hombre se mira a sí
mismo, pero en forma de Otro. De ahí la acusación de alienación que Feuerbach hace ala
conciencia religiosa. En la religión el hombre real está separado de sí mismo: adora en Dios a su
propia esencia, considerada como un ser distinto de él. Hay que devolver, pues, al hombre lo
que es suyo y reconocer que el único Dios del hombre es el mismo hombre, pero no como
individuo, sino como especie. ¡Homo homini Deus!
El paradigma antropológico, introducido por Feuerbach, será llevado por Karl Marx (1819-1885)
y S. Freud (1856-1939) al terreno de la sociología y la psicología profunda. Marx critica la
concepción abstracta del hombre en Feuerbach y la sustituye por una concepción concreta e
histórica: el hombre como conjunto de relaciones sociales. Estas relaciones, en la situación de
alienación humana, propia de la sociedad capitalista, producen la religión como una conciencia
invertida del mundo, porque son ellas mismas un mundo invertido. La alienación religiosa, de la
que hablaba Feuerbach, no es tanto la causa como el efecto de esta más honda alienación
humana. Es indicio de una carencia y está destinada a desaparecer tan pronto como se instaure
una praxis socioeconómica que colme aquella carencia. No es preciso, pues, matar a Dios para
que el hombre viva: basta con hacer posible que el hombre viva y Dios morirá por sí mismo. El
ateísmo deja de ser una doctrina y se convierte en un hecho. Freud, por su parte, explica la
génesis de la idea de Diosa partir de la ambivalencia afectiva de amor y temor presente en la
relación hijo-padre. «El Dios personal no es más que el padre transfigurado». En cualquier caso,
la religión es una ilusión y una ilusión dañina, ya que mantiene al individuo en el estadio de
sujeción infantil y le impide hacerse adulto y asumir, austera y responsablemente, la existencia
en toda su dureza.
En este contexto, el grito de F. Nietzsche (1844-1900): «¡Dios ha muerto!» constituye a la vez un
punto final y un nuevo comienzo. Un punto final, porque la muerte de Dios se concibe como el
acto humanizador por excelencia: el hombre no deviene hombre hasta que no empuña en su
mano el cuchillo deicida. Un nuevo comienzo, porque el ateísmo deja de ser optimista y deviene
trágico. No basta con vencer a Dios: hay que vencer también la nada, que su muerte acarrea.
Muerte de Dios y nihilismo son como las dos caras de un mismo acontecimiento, cuyo concreto
despliegue constituye la puesta en obra de la lógica interna de la historia occidental. Y así
Nietzsche se queda entre el temor y la esperanza. La esperanza del ultrahombre, el heroico
anticristo y antinihiiista que vencerá a Dios y a la nada. Y el temor al último hombre, el más
despreciable y a la vez el más inextinguible, el que ha vencido a Dios, pero no ha podido vencer a
la nada.
El talante humanista del ateísmo del siglo XIX afecta incluso al de A. Comte (1798-1857), un
autor que representa en principio al positivismo. Comte ha pasado a la historia como inventor de
la célebre ley de los tres estadios: el teológico, en el que el hombre explica los fenómenos por
medio de fuerzas trascendentes, divinas o demoníacas; el metafísico, en el que dichas fuerzas,
despersonalizadas, se convierten en principios racionales; y el positivo, que se queda en la
averiguación y comprobación científica de las leyes dadas en la experiencia. El sentido del
proceso es trasparente: la ciencia positiva reemplaza a la ->teología y a la metafísica como
intento de explicación del mundo. Sin embargo, la sociedad humana no funciona sin ->religión, y
en la moderna sociedad, regida por la ->ciencia, no cabe más religión que la religión del hombre.
La humanidad, como entidad no trascendente, constituye entonces el objeto inevitable de un
culto que niega, en cambio, a Dios como ser trascendente.
Todo esto es hoy, hasta cierto punto, historia transcurrida. La crisis contemporánea de los
grandes discursos afecta también a los grandes discursos ateos. De hecho, como señala G.
Vattimo, hoy hay que considerar caducos todos los esquemas que daban por liquidado, de una
vez para siempre, el problema religioso de Occidente. Si ya no es tan seguro, como pensaba el
positivismo, que la ciencia alcance la realidad misma de las cosas, ya que está siempre
condicionada por paradigmas históricoculturales, tampoco lo es que la fe religiosa haya de
declararse en bancarrota ante la razón científica. Y si entre la fe en Dios y sus condicionamientos
sociológicos o psicológicos no pueden establecerse aquellos nexos rígidos definidos por Marx o
por Freud en términos de efecto y causa, tampoco se puede desenmascarar sin más la religión
como reflejo ilusorio de la injusticia social o de la neurosis humana. La única objeción atea que
se mantiene en pie con renovado vigor, es la que se apoya en la experiencia del "mal. Ante el
sufrimiento de los inocentes fracasa todo intento redondo de explicación teológica. Sólo la cruz
de Cristo señala un camino para superar teológicamente el ateísmo de la protesta, pues desde la
muerte de Jesús en la cruz el sufrimiento ya no se experimenta como algo extraño a Dios mismo.
Como fenómeno poscristiano, el moderno ateísmo constituye el punto final del proceso de
desmitificación del mundo y de liberación del sujeto, que tienen su origen histórico en la fe
bíblica en Dios, y se presenta, paradójicamente, como un rechazo consciente de la misma fe que
lo hizo posible. En este rechazo el ateísmo se comporta en ocasiones como ideología
pseudorreligiosa de salvación, y se convierte así en expresión ilegítima del proceso
desmitificador y liberador que la fe propició. Sin embargo, por enorme que sea en sí mismo este
rechazo del Dios salvador, el ateísmo presenta también para la fe aspectos positivos, que es de
justicia subrayar. Ante todo, el ateísmo constituye una prueba negativa de la inevitabilidad de
Dios. Plantearse la cuestión de Dios, aunque sea para negar su existencia, es un hecho
específicamente humano. Además, el ateísmo surge muchas veces como reacción crítica a los
excesos antropomórficos del discurso religioso, y obliga así a los creyentes a purificar su imagen
de Dios en la línea del Deus semper maiot: Finalmente, el ateísmo, sobre todo en la forma
absoluta que le dieron Nietzsche y Sartre, ha puesto de relieve, de modo impresionante, que la
muerte de Dios, para decirlo con L. Kolakowski, es la herida mortal del espíritu europeo, ya que
juntamente con Dios caen también todos los grandes valores humanos. De este modo, el
ateísmo ha liberado al hombre del mito de la autosalvación, dejándolo, como experimentó
hondamente M. Heidegger, a solas con su ->nada, nostálgico del Dios perdido en la misma
medida en que lo echa en falta. En este sentido, como apunta F. Morra, más grave que el
ateísmo de la negación absoluta es el actual ateísmo de la indiferencia, que nace de la
insensibilidad ante el problema de Dios y de la religión.
BIBL.: BLoCH E., El ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid 1983; GARDAVSKI V., Dios no ha
muerto del todo. Reflexiones de un marxista sobre la Biblia, la religión y el ateísmo, Sígueme,
Salamanca 1972; GIRARDI G. (ed.), El ateísmo contemporáneo, 5 vols., Cristiandad, Madrid 1971;
LACROIx J., El ateísmo moderno, Herder, Barcelona 1968; LuBAC H. DE, El drama del humanismo
ateo, EPESA, Madrid 1949; MARTTAIN J., Significado del ateísmo moderno, DDB, Buenos Aires
1950; MATE R., EL ateísmo, un problema político, Sígueme, Salamanca 1973; MuÑoz ALONSO A.,
Dios, ateísmo, fe, Sígueme, Salamanca 1972; RAHNER K.-KóNIG F., Secularización-ateísmo, San
Pablo, Madrid 1969; SECRETARIADO PARA LOS NO CREYENTES (ed.), Fe y ateísmo, BAC, Madrid
1990.
E. Colomer
AUDACIA
DicPC
I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES. Muchos son los caminos de la virtud y por eso no estaría
de más comenzar por indagar genéricamente la naturaleza y comportamiento de eso que
denominamos ->virtud.
2. Así las cosas, ¿cómo hemos de entender la virtud? Aristóteles define acertadamente la virtud
como «hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la
razón y del modo que lo determinaría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos
vicios, uno por exceso y otro por defecto»2. La virtud, pues, habrá de ser: a) un hábito de
excelencia o perfección; b) consistente en situarse según la razón (por ende, no según la
sinrazón); c) en el término medio al modo como se situaría una persona prudente. Por tanto, no
es un término medio entre lo malo y lo peor, sino entre lo bueno y lo óptimo, ya que, por
desgracia, a veces no se puede llevar a cabo aquello que se reputa mejor u óptimo.
3. Consecuentemente la virtud, en general, resulta ser una excelencia o perfección, y así nos dice
también Aristóteles que el ojo tiene su virtud como el caballo la suya, siendo la virtud del ojo la
de hacernos ver bien, y la del caballo ser bueno en la carrera3. La excelencia o virtud del ser
humano (su areté) radicará, en consecuencia, en su disposición estable o hábito que haga de él
un hombre bueno, un hombre cumplido (agathós), disposición merced a la cual pueda él
consumar la obra o función (ergon) que le es propia 4. Cada ser tiene un destino específico en la
,naturaleza; en cada ser se encuentra un principio interno de organización (su eidos o forma
específica) que ha de realizar en el curso de su ->existencia.
4. Llegando aquí conviene delimitar a la virtud de dos extremos que la malean. En primer lugar,
si la virtud alcanza su desarrollo buscando la finalidad que le es propia, no podrá realizarse más
que en ella; y así, virtud que para serlo exigiera premio, sería en sí misma despreciable; y vicio
que en sí mismo no llevara su castigo, resultaría asimismo otra cosa distinta del vicio. Dicho de
otro modo, en la virtud no cabe heteronomía de ninguna clase, pues no sería virtuoso quien
actuase siguiendo determinaciones extrínsecas a la acción moral misma: quien actúa porque lo
manda la ley o porque espera obtener recompensas no es moral.
En segundo lugar, y por similar motivo, hay que rechazar el virtuosismo o moralismo, pues, como
ya dijera Max Scheler, la pretensión de ser virtuoso por ser virtuoso sería como la de echar
músculos por echar músculos, actividad más próxima al atletismo que a la ética cuando de tal
guisa se plantea. En definitiva, sin su ordenamiento hacia un fin bueno, la virtud terminaría en
narcisismo o en -> prometeísmo, pero no en virtud, cuya naturaleza es muy distinta: «La virtud
es la cadena de todas las perfecciones, el centro de la felicidad. La virtud convierte al hombre en
prudente, discreto, sagaz, cuerdo y sabio, valeroso, moderado, íntegro, feliz, digno de aplauso,
verdadero, es decir, un gran hombre en todo. Tres eses traen la dicha: santo, sano y sabio. La
virtud es el pequeño sol del pequeño mundo llamado ->hombre; el hemisferio es la buena
conciencia. La virtud es tan hermosa que consigue la gracia de Dios y la de la gente. Nada hay
que amar más que la virtud, ni nada es tan aborrecible como el vicio. La virtud es cosa de veras, y
de burlas todo lo demás. Hay que medir la capacidad y la grandeza por la virtud y no por la
suerte. La virtud se basta a sí misma. Ella hace al hombre digno de ser amado, cuando vive, y
memorable, una vez que ha muerto». Así concluía Baltasar Gracián su obra Oráculo Manual y
Arte de Prudencia.
5. Cada una de las virtudes es distinta de las demás, claro, pero se les nota en la cara su
condición de hermanas, hijas de unos mismos padres; hermanas tan bien avenidas como
inseparables, pues de alguna manera todas las virtudes van juntas; por eso afirmaba Francisco
de Asís (hombre sin mayores estudios, pero definitivamente juicioso) que quien posee una virtud
posee todas y a quien una le falta todas le faltan; cosa que ratificó por su parte san Gregorio en
el libro XXII de su Moral, donde aseguraba que la ->prudencia no es verdadera si no es justa; ni
es perfecta la templanza si no es fuerte, justa y prudente; ni es íntegra la fortaleza si no es
prudente, templada y justa; ni es verdadera la justicia si no es prudente, fuerte y templada. En
realidad no existen las virtudes en plural, cada una a su aire y a modo de catálogo de habilidades
independientes; la virtud (en singular) es el ser humano entero, de ahí que cada hábito virtuoso
implica a los demás, porque es el ser humano entero quien puede recibir el calificativo de
virtuoso.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Con estos preámbulos genéricos, examinaremos ahora, a título de
ejemplo, una de entre las muchas virtudes que (a pesar de no estar de moda, en absoluto)
ayudan al ser humano a caminar hacia ese kilómetro cero desde el que pueda rehacer su historia
a la vuelta del tercer milenio, que ya se aproxima hacia nosotros a pasos agigantados. Dado que
las virtudes no son un techo bajo para adormecerse sino -todo lo contrario- un cielo abierto para
caminar bajo la luz de las estrellas, veamos una virtud activa, planetaria etimológicamente
hablando, esto es, propia de caminantes; una virtud capaz de cambiar la marcha y el rumbo de la
historia, y de encaminarnos hacia ese kilómetro cero originario que en el fondo todos
anhelamos: afrontemos ¡audazmente! la virtud de la audacia.
1. En primer lugar, hemos de comenzar reconociendo que hoy nos suenan un poco a broma
aquellas pretensiones de los antiguos filósofos de adscribir cada virtud a una parte del cuerpo, el
valor al pecho, la laboriosidad a las tripas, etc., (lo que no impide que los psiquiatras continúen
en nuestros días tratando de radicar en las distintas partes del cerebro las diferentes funciones
de nuestra mente). Sea como fuere, en su libro Sobre las Partes de los Animales (667a 15)
aseguraba paladinamente Aristóteles que aquellos que tienen el ->corazón pequeño
cuantitativamente son más audaces, y tímidos los animales que tienen el corazón grande
cuantitativamente, porque el calor natural no puede calentar tanto un corazón grande como uno
pequeño, del mismo modo que el fuego no puede calentar tanto una casa grande como una
pequeña. La observación, aunque no sea verdadera, es ingeniosa. También en el libro Sobre los
Problemas (948a 17) escribe que quienes tienen pulmón sanguíneo resultan más audaces por el
calor del corazón que resulta de ello. Y, por si fuera poco, en el mismo lugar concluye que los
amantes del vino manifiestan mayor audacia, por el calor del fruto de la viña. El mismo santo
Tomás, no muy lejano de aquella cosmovisión, comenta al respecto: " Por eso también hemos
dicho anteriormente que la embriaguez contribuye a dar buena ->esperanza, pues el calor del
corazón rechaza el temor y suscita la esperanza por la extensión y amplitud del corazón» 5.
¿Hasta cuándo esperarán, pues, los avispados vinateros para celebrar el día del patrón bajo el
signo del tomismo enológico?
Bromas aparte, mientras Aristóteles ensalzaba la audacia por contraria al espíritu temerario, sin
embargo santo Tomás ni siquiera considera a la audacia como una virtud estrictamente dicha,
sino como una pasión del alma, una pasión que además tampoco le apasiona demasiado a él,
como tampoco le apasionaba a san Agustín, a quien la audacia, que para los paganos sí era
tenida por virtud, le parece un vicio, aunque, eso sí, un vicio espléndido (virtutes paganorum
splendida vitia: las virtudes de los paganos son vicios espléndidos), vicio espléndido, al menos
por lo valeroso del arrojo que comporta, pero al fin y al cabo vicio, porque los carentes de
experiencia del peligro devienen inevitablemente más audaces, ya que, dada su inexperiencia,
no conocen la propia debilidad ni el aguijón de los lugares escabrosos, y así, por eliminación de la
causa del temor, resulta y resalta en ellos la audacia.
2. Sea como fuere, Aristóteles define a la valerosa audacia como « un término medio entre el
miedo y la temeridad» 6. Por tanto no se opone a la prudencia; eso sí, es virtud que apura la
frenada y conlleva un permanente riesgo, riesgo que no puede rayar nunca en la temeridad, la
cual ya sería una actitud viciosa. Henos, pues, aristotélicamente hablando, en la antítesis de la
temeridad irresponsable que ignora el sano temor, así como de la pusilanimidad agobiada que
por todo se aterra y atemoriza. Baltasar Gracián, el sabio aragonés tan barroco como cáustico, lo
ratifica: «Unos son necios porque nada les preocupa y otros porque sufren por todo» 7.
Desde luego, el audaz se muestra especialmente filoquíndinos, que diría un heleno avezado, o
sea, amante del riesgo, pero no del peligro por el peligro. Insistamos: nada, pues, de miedo ni de
pusilanimidad, ni de hipertimidez, ni de apocamiento, ni de escrúpulos; y quien no lo piense así
lea por favor, en caso de duda, las hermosas cartas del pequeño fraile Juan de la Cruz, tan
expeditivas en su dirección espiritual: «No sea boba, ni ande con temores que acobardan el
alma», «¿hasta cuándo piensa, hija, que ha de andar en brazos ajenos? ¡Qué lágrimas más
impertinentes! ¡Cuánto tiempo bueno ha perdido con esos escrúpulos!». Lea también los Avisos
del propio Juan de la Cruz: «La mosca que a la miel se arrima impide su vuelo; y el alma q ue se
quiera estar asida al sabor del espíritu impide su libertad y contemplación» (24). En la misma
perspectiva se sitúa el romanticismo alemán que ve en la audacia la juventud del alma, y por ello
se renueva como el águila, levantando el vuelo en las frescas mañanas. La audacia, en fin, parece
virtud nórdica, querida a los hiperbóreos pensadores de altura. Obviamente, estamos pensando
en Federico Nietzsche.
3. Como corresponde a tan vitalista actitud juvenil, la ->persona audaz se caracteriza por arrojar
fuera de sí la cavilación y el torpor existencial; de ahí su actuación rápida: «Conviene reflexionar
con lentitud, mas una vez pensado realizarlo con rapidez» 8. Íntimamente vinculada a la anterior
encontramos en la audacia la nota de la facilidad de reflejos, y en ese sentido matiza lo siguiente
nuestro profundísimo Baltasar Gracián: «Algunos piensan mucho para después equivocarse en
todo, mientras otros lo aciertan todo sin pensarlo antes. Algunos tienen caudales de
antiperístasis [interacción de cualidades opuestas que favorecen a ambas] con los que actúan
mejor en las dificultades. Suelen ser monstruos que todo lo aciertan de pronto y todo lo yerran
al pensar. Lo que no se les ocurre en el acto nunca lo alcanzarán después»9.
4. El audaz, exigente, urgente, urgido, no recibirá nunca el sol en la cama (conforme al consejo
básico entre los diligentes pitagóricos); por ende, resultará la antítesis de la pereza, siempre tan
indulgente consigo misma, pero siempre tan peligrosa por eso mismo: «De todos nuestros
defectos, asegura el Duque de La Rochefoucauld, con el que más solemos estar de acuerdo es
con el de la pereza, pues vivimos convencidos de que se halla relacionada con todas las virtudes
apacibles y de que, sin destruir enteramente a las demás, tan sólo suspende sus funciones» 10.
Labrada, pues, en la madera de la acción diligente y madrugadora, la audacia es para los que van
delante, sin detenerse en lo superfluo, como proclama san Juan de la Cruz: «Por tanto, al que ha
de ir adelante conviénele que no se ande a coger esas flores (de los bienes temporales); y no
sólo eso, sino que también tenga ánimo y fortaleza para decir: ni temeré las fieras/ y pasaré los
fuertes y fronteras».
5. Por lo tanto, quien dice audacia dice siempre intrepidez, determinación, porque el audaz vive
cual militante: «Nunca da pie para la desesperación: purificando el ambiente, vacunado contra la
desesperanza, sin descorazonarse ante las adversidades ni abatir su espíritu por las continuas
represiones» 11.
Aunque pudiera parecerlo, no son palabras de Federico Nietzsche, son palabras del Cántico
Espiritual de san Juan de la Cruz, el pequeño gran audaz (3,5): « Y luego a las subidas/ cavernas
de la piedra nos iremos,/ que están bien escondidas,/ y allí nos entraremos,/ y el mosto de
granadas gustaremos».
«Una de las causas que más mueven al alma a desear entrar en esta espesura de sabiduría de
Dios y conocer de padecer muy adentro en sus juicios (como habemos dicho), es por poder de
allí venir a unir su entendimiento y conocer en los altos misterios de la Encarnación del Verbo
como la más alta y sabrosa sabiduría para ella; a cuya noticia clara no se viene sino habiendo
primero entrado en la espesura que habemos dicho de sabiduría y experiencia de trabajos» 12.
6. La audacia, ese ave tan rara en un mundo mediocre y ramplón, que hundido en el fondo de su
butacón pierde estúpidamente el tiempo a la búsqueda de imágenes televisivas, mientras se
aburre como una ostra y llora cual Magdalena el fruto de ese aburrimiento. ¡Audacia, valentía
para asumir el mundo! ¡Robusto entusiasmo para las tareas humanas a las que las personas han
de consagrarse y que, por grandes, exigen el sentido de la iniciativa, de la energía valerosa y,
sobre todo, de la sana confianza en las propias fuerzas, así como en las técnicas humanas
ordenadas a la realización de un mundo mucho mejor! ¡Audaces de todos los países, uníos!
7. ¿Y qué es, en última instancia, la audacia, sino la quintaesencia del apostolado? En una
civilización mordida por la apostasía, adormecida por la decadencia y anonadada por el
desmadejamiento nihilista (cansado de Prometeo, cansado de Narciso, cansado de cansarse), ha
vuelto a sonar el clarinazo del apóstol, del testigo, del que lleva en su pecho la fuerza de la
convicción y de la palabra valiente, paciente, resistente, nicomaquea:
«Se llama valientes a los hombres por soportar las cosas penosas» 13. «Por tanto, el que soporta
y teme lo que debe y por el motivo debido, como y cuando debe, y confía del mismo modo, es
valiente, porque el valiente sufre y obra según las cosas lo merecen y como la razón lo ordena. El
fin de toda actividad es el que se conforma a su hábito, y para el valiente la valentía es algo
hermoso. Luego también lo será el fin que persigue; porque todo se define por su fin. Por tant o,
es por esa nobleza por lo que el valiente soporta y hace lo que es conforme a la valentía» 14.
San Juan de la Cruz, hombre de virtud fuerte, lo sabía perfectamente; de ahí sus asertos
audaces: a) se reviste el alma audaz de ardiente deseo del bien de las almas; b) la suprema
perfección está en cooperar con Dios en su obra; c) de espíritu vivo y audaz se pega el calor.
Pues, dicho sea casi entre paréntesis, audaz es aquel ->amor osado que ni se afrenta ante el
mundo de las obras que hace por Dios, ni las esconde por vergüenza. Fuera del universo de
Prometeo y de Narciso, la verdadera audacia debe entenderse como una virtud sin alharacas, sin
publicidad ni jolgorio, sin luz ni taquígrafos, porque anida en el interior inaccesible del ser
humano. Cabría incluso decir, como lo hace Emmanuel Mounier, que cuanta más audacia, más
modestia: «La audacia de una vida se hace con la modestia de cada uno de sus momentos» 15.
NOTAS: 1 S. Th. II, q. 68 art. 1, ad. 4. - 2 Et. Nic. II, 6, 1106b 36. -3 Et. Nic. II, 6, 1106a 20. - 4 El.
Nic. II, 6, 1106a 24. - 5 S. Th. II, q. 45, art. 3. - 6 Et. Nic. III, 5, 1115a. -7 Oráculo Manual y Arte de
la Prudencia, 208. - 8 Et. Nic. 1142b 4. -9 Oráculo Manual, 56. -10 Reflexiones o Sentencias,
Bruguera, Barcelona 1984, 83. - 11 V GóMEZ LAVfN, Pequeños relatos de grandes gestas del
nuevo movimiento obrero, XX Siglos, 1994, 12. - 12 Cántico Espiritual, 36, 1-2. - 13 Et. Nic. III, 9,
1117b. - 14 Et. Nic. 111, 6, 1115b 15-20. - 15 Correspondencia, en Obras completas IV, Sígueme,
Salamanca 1988, 559.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos Madrid 1970; GRACIÁN B.,
Oráculo Manual y Arte de Prudencia, CSIC, Madrid 1954; JUAN DE LA CRUZ, Obras completas,
BAC, Madrid 1982; LA ROCHEFOUCAULD, Reflexiones o Sentencias, Bruguera, Barcelona 1984;
TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988-1994.
C. Díaz
AUTOGESTIÓN
DicPC
Un fenómeno de origen europeo, que nace vinculado ala revolución industrial del siglo XIX, pero
que tiene indudables raíces comunales, es el cooperativismo, de extensión universal. En los
primeros movimientos socialistas y anarquistas existió la pretensión de trasladar a las leyes
sociales algunos mecanismos y leyes de la biología, para establecer un carácter científico del
socialismo, y que la funcionalidad de las relaciones sociales se impusiera sobre todas las formas
de dominación y jerarquía. A partir del concepto de información generalizada, uno de los más
notables biólogos de la conducta contemporáneos, H. Laborit, ha realizado, sobre bases
experimentales, una valiosa analogía entre el organismo humano y las sociedades humanas,
contraponiendo el manejo difusor de la información con la finalidad liberadora de la
autogestión, y el manejo excluyente de la información en las distintas etapas autoritarias. «El
organismo humano está autogestionado». El sistema nervioso no es la clase dominante, sino
únicamente el intermediario capaz de conocer las variaciones que se producen en el entorno,
con el fin de actuar después sobre ese entorno, para la mayor supervivencia del conjunto
orgánico. Este sistema no decide por el conjunto orgánico, sino que expresa por ese conjunto la
decisión de comportamiento necesaria para la búsqueda del bienestar y la huida de lo
desagradable. En una analogía sociológica, debemos colocarnos a nivel del más grande conjunto,
es decir, la especie y su entorno, el planeta. Es ella la que debe autogestionarse para asegurar su
supervivencia.
Ninguna centralización de la decisión es aceptable. Los organismos centrales sólo deben tener el
papel de informar al conjunto sobre el contexto interior y exterior. Toda ocultación de
información en beneficio de los líderes, todo defecto de difusión de esta información al conjunto
nacional, toda insuficiencia de la generalización cultural... y, sobre todo, toda información
dirigida de arriba a abajo, de instancias de decisión hacia la base, no puede conseguir la
autogestión del conjunto nacional, sino una pseudo-democracia, o un sistema burocrático.
Ningún ->individuo o grupo de individuos está autorizado a decidir sobre la ->felicidad del
conjunto, y si invocan la ignorancia de la masa para decidir en su lugar, es porque ellos han
cumplido mal su papel de difusión de lo que hemos llamado información generalizada,
habiéndose limitado, lo más a menudo, a la difusión de información especializada, profesional,
aquella exigida por el crecimiento, el beneficio y el mantenimiento de su dominación.
Los ideales democráticos nacientes están también vinculados a ese ejercicio directo por los
titulares de la soberanía, sin intermediarios, representantes o delegados. Esta es la idea central
de Rousseau: que una vez traicionados por la burguesía revolucionaria que asegura el régimen
liberal constitucional en su beneficio, va a ser reivindicado por pensadores sociales vinculados al
movimiento obrero como Proudhon, Cabet, Bakunin, Kropotkin, etc. El movimiento ->anarquista,
en sus formulaciones libertarias y anarcosindicalistas de finales del siglo XIX y el primer tercio del
siglo XX, se identificará con el núcleo social de la comuna autogestionaria, y también la
estructura federativa de los sindicatos para organizar la producción y la distribución por los
mismos trabajadores.
II. DECÁLOGO DE LA AUTOGESTIÓN. Uno de los esfuerzos teóricos más interesantes desde este
origen libertario es el realizado en nuestros días por Abrahán Guillén, que, en su monumental
trilogía económica, revisa las categorías fundamentales del pensamiento económico clásico.
En cuanto a la autogestión obrera, nace con la ley de 30 de junio de 1950, sobre consejos
obreros, que establece a estos en empresas de más de treinta trabajadores. El consejo obrero,
elegido por dos años, y compuesto por entre quince y ciento veinte miembros, según el tamaño
de la empresa, tiene las decisiones de gestión, elige y releva al comité de gestión de la empresa,
aprueba los planes de empresa. En 1957, se legisló el referéndum de empresa, pudiéndose
recurrir a él si lo pide un tercio de los trabajadores, o el comité obrero. Por ley de 1951 se
suprime la planificación económica centralizada, y los planes sociales son propuestos por las
bases o por orientaciones de las autoridades nacionales. Desde 1955 se establece la intervención
de usuarios y consumidores en el control de empresas comerciales y de servicios. A mediados de
los años sesenta, además de constatar que el crecimiento anual sostenido del PIB había sido del
10%, se observa como consecuencia del sistema la lucha contra el despilfarro, el aumento de la
productividad, la reducción de efectivos en la empresa, etc., pero también algunos
inconvenientes: economicismo de las empresas, excesivo reparto individual de beneficios,
prácticas inmorales de mercado, excesiva reducción de plantillas. De ahí la necesidad de
controles legales desde órganos de la comuna, el distrito o la Federación. Pero el balance era
altamente positivo. Todo el sistema está trasversalmente influido por la presencia de la Liga de
los comunistas y ciertas tendencias oligárquicas, que apuntan al fenómeno de la nueva clase,
enunciado por Djilas. Los dos grandes doctrinarios del sistema fueron, en el plano social y
económico, Edward Kardelj, y en el plano constitucional, Djorjevich. El liderazgo político
correspondió al Mariscal Tito, croata, héroe de la resistencia contra los nazis, que convirtió a un
conjunto de pueblos balcánicos con enconadas enemistades históricas, en un Estado federal
respetado, unido y conviviendo en paz durante más de cuarenta años, alcanzando uno de los
desarrollos relativos más altos del planeta. ¡Qué enorme responsabilidad la de aquellos países
europeos que han ayudado con su apoyo a nacionalismos fanáticos a destruir esta obra y
provocar la temible guerra civil de los últimos años!
Desde Suecia, con un poderoso cooperativismo de consumo, una poderosa estructura sindical
unitaria, y una organización política socialdemócrata, que ha querido llevar hasta sus últimas
consecuencias el modelo de Estado de Bienestar, se ha apoyado algún centro de estudios sobre
formas asociativas de trabajo, como el Institutet fdr arbetslivs forskning (Estocolmo). En fin, la
práctica autogestionaria -con este u otro nombre- y en medio de todas las dificultades, nunca se
ha interrumpido: una reacción de supervivencia, por caminos de informalidad reglada, pero de
espíritu societario y comunitario, se ha dado en amplios sectores populares, condenados a
desaparecer de la escena económica por imperativo de las políticas neoliberales y monetaristas,
en especial en América Latina.
VER: AUTOGESTIÓN: ANARQUISMO, AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA, COMUNISM O LIBERTARIO, ESTADO,
MARXISMO Y PERSONA, POLÍTICA, SOCIALISMO.
BIBL.: BONNANo A. M., Autogestión, Campo Abierto, Madrid 1977; BOURDET Y, Pour
l'Autogestion, Anthropos, París 1974; BOURDET Y-GUILLERM A., L'Autogestion, Seghers, París
1975; COLOMER VIADEL A., El retorno de Ulises a la comunidad de los libres, Madre Tierra,
Móstoles 1993; ID, La democracia autogesiionaria, Acontecimiento 36 (Madrid 1995) 36-42;
COLOMER VIADEL A. (ed.), Sociedad solidaria y desarrollo alternativo, FCE, Madrid 1993;
ESPINOSA J. G., Democracia económica, FCE, México 1984; GARCIA SANMIGUEL L., La sociedad
autogestionada: una utopía democrática, Seminarios y Ediciones, Madrid 1972; GUILLÉN A.,
Economía autogestionaria, Fundación Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid 1990; ID,
Economía libertaria, Fundación Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid 1988; KARDELD E.,
La autogestión socialista en Yugoslavia, Belgrado 1980; MEISTER A., Socialismo y autogestión. La
experiencia yugoslava, Nova Terra, Barcelona 1965; MINTz F., La autogestión en la España
revolucionaria, La Piqueta, Madrid 1977; ROSSANVALLON P., L'age de 1'autogestion, Seuil, París
1976.
A. Colomer Viadel
AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA
DicPC
I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. La historia del pensamiento occidental podría ser dividida en
cuatro grandes ciclos. El primero de ellos iría desde los orígenes hasta el Renacimiento, la
Reforma y la ->Ilustración, y su figura arquetípica sería Abrahán. Puede considerarse un período
teocéntrico, donde la autonomía absoluta se pone en Dios -que, por lo demás, es el único que
dispone de una autonomía verdaderamente absoluta, pues sólo dispone de autonomía absoluta
el ser radicalmente absoluto-. Aquí la impelación ética aparece como un acto de ->obediencia y
de esperanza contra toda esperanza. Aunque Abrahán no entiende, y quizás ni siquiera
comparte el mandato divino, sin embargo obedece, poniendo su acción moral en manos de un
ser al que ama y en quien confía. El segundo momento, breve pero intenso, es el del
Renacimiento, la Reforma religiosa y la primera Ilustración europea, tiempo antropo-
teocéntrico, donde despierta la autonomía del hombre y, a la par, se mantiene a Dios como
fundamento último de esa autonomía, momento muy rico al que, por ende, podríamos designar
como el de la autonomía teónoma. El tercer momento, el de la Ilustración plena, va del 1789
(Revolución Francesa) a 1989 (con el hecho paradigmático de la caída del Muro de Berlín y cese
del ímpetu revolucionario ilustrado, que tuvo su asiento en el 1917 de la Revolución rusa), cuyo
paradigma es la filosofía moral de Kant, el cual pone la autonomía en el hombre, y ello de forma
exclusivamente antropocéntrica. Finalmente, a partir del 1989, con el momento paradigmático
de la caída del Muro de Berlín, surge la posmodernidad, donde ni teocentrismo ni
antropocentrismo váldrían, no habiendo autonomía alguna en ninguna parte, sino más bien
microrrelato y fragmento pos-antropoteocéntrico.
Según Kant, cuando obedecemos a la ley moral no hacemos otra cosa sino autoobedecernos; la
sumisión a la ley moral es el respeto a la norma que la razón práctica o la voluntad se ha dado a
sí misma. Kant no distingue con claridad entre la ->razón práctica y la voluntad; en unos textos
parece considerarlas como sinónimas y en otros parece diferenciarlas. En todo caso, henos,
pues, en la antroponomía o capacidad humana de fundamentar las normas, sin recurso a la
naturaleza exterior, ni a Dios. Tal ley práctica constituye un imperativo kantiano hasta tal punto
que el principio de autonomía deviene el único principio de la moral, por lo cual -en sentido
contrario- la heteronomía de la voluntad vendría a ser según Kant la fuente de todos los
principios inauténticos de la moralidad, pues cuando la voluntad es heterónoma no se da a sí
misma la ley, sino que la extrae de los objetos mundanos deseados o de Dios, y de ellos
depende.
Hasta aquí Kant. Por nuestra parte pensamos que, desde luego, todo hombre tiene que realizar
en libertad y en autonomía su propia naturaleza, y que, sin esa libre autonomía, toda decisión
carece de responsabilidad y, por tanto, de valor moral. La autonomía humana resulta, pues,
condición necesaria para la acción moral. Aceptado esto, el personalismo comunitario formula,
sin embargo, dos llamadas de atención respecto de la autonomía, y una rectificación.
En realidad, Kant parece estar atrapado entre un dilema que pensamos que no es tal: o la
autonomía es total, o en caso contrario se da una heteronomía absoluta. Pareciera, entonces, no
poder aceptar una teonomía autónoma, esto es, una heteronomía que no anulara la autonomía
personal. En efecto, podemos sostener que en muchos se da una autonomía en la aceptación de
una ley que, aunque él no haya fundado primeramente desde sí, es asumida, por un acto libre de
la voluntad, como propia. Aceptar, por ejemplo, el mandato de Dios: «No matarás», no significa
renunciar a la propia autonomía moral si dicho mandato es asumido como propio, tras haber
constatado en la propia conciencia que ese mandato es perfectamente legítimo y consistente
para la opción moral. Algo similar acontece cuando una persona asume, por ejemplo, las leyes
fundamentales de un Estado, como una Constitución. Esto se percibe con claridad cuando
constatamos que dicha Constitución no ha sido pensada ni redactada por un joven que haya
nacido en una nación en la cual ya existía esa ley fundamental. Su imperatividad no es
estrictamente heterónoma ni extrínseca si dicho joven, tras conocerla, la asume como si la
hubiera pensado y escrito él. Se trata, entonces, de una heteronomía (en su origen) autónoma
(en su asunción personal), y de ello no se sigue la inmadurez de la persona, sino precisamente
todo lo contrario. Pero esta crítica no significa que sostengamos que Kant propicia el relativismo
ético; no hay tal en la ética kantiana. La autonomía que Kant sostiene no propicia que cada cual
se dé a sí mismo las leyes que le vengan en gana, ni que esté legitimado el capricho legislativo-
moral de cada cual. La autonomía kantiana afirma, por el contrario, que las leyes éticas deben
tener puesta la mirada en una intencionalidad legislativa universal, esto es, de leyes válidas para
todos los hombres, en tanto que son leyes conformes a la razón universal, es decir, no la razón
de fulano o de zutano, sino la del hombre como tal y, por ende, válidas para todas las voluntades
de todos los hombres. El origen último de la autonomía moral y de la autolegislación lo pone
Kant no en una razón individual, sino en la razón absoluta. La razón individual tendrá razón
moral en la medida en que se acomode a dicha razón pura práctica, en tanto que absoluta.
NOTAS: 1 I. KANT, Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid 1975, 223. - 2 ID, 127. -3 A.
MILLÁN PUELLES, La libre afirmación de nuestro ser, 427.
VER: CARÁCTER, DEBER, ETICA (FUNDAMENTACIÓN DE LA), ÉTICA (SISTEMAS DE), ÉTICA Y MORAL, LIBERTAD,
OBEDIENCIA, VOLUNTAD.
BIBL.: BrrTNER R., Mandato moral o autonomía, Laia, Barcelona 1988; CORTINA A., Estudio
preliminar, en KANT E., La Metafísica de las Costumbres, Tecnos, Madrid 1989; DÍAZ C., La
política como justicia y pudor, Madre Tierra, Móstoles 1992; ID, Valores del futuro que viene.
Madre Tierra, Móstoles 1995; DUSsEL E., Ética comunitaria, San Pablo, Madrid 1986; KANT I.,
Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid 1975; ID, Fundamentación de la metafísica de
las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid 19838; KÜNG H., ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979';
MILLÁN PUELLEs A., La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista,
Rialp, Madrid 1994.
C. Díaz-M. Moreno Villa
AUTORIDAD
DicPC
I. AUTORIDAD MORAL Y PODER POLÍTICO. El término autoridad es un sustantivo que viene del
supino autum del verbo augeo, de donde vienen, en castellano, auge y aupar. Una persona X
tiene autoridad para otra cuando se pone al servicio de esta, aupándola, colocándola en sus
hombros, haciendo que pueda ver mejor y más lejos, gracias al apoyo que X le presta. En el
pueblo romano detentaban la autoridad quienes confirmaban y mantenían el momento
originario de la fundación de la comunidad, es decir, tenían autoridad quienes soportaban la
memoria de la comunidad. En este sentido, son autoridad quienes están al servicio de la
perduración de la comunidad. Con facilidad confundimos autoridad real y autoridad
administrativa, o autoridad y poder (potestas), sin caer en la cuenta de que no siempre quienes
tienen la autoridad administrativa o el poder detentan la autoridad real. Confusión que se
acrecienta cuando reducimos un concepto ético-político como el de autoridad a una perspectiva
sociológica, psicológica o jurídica. Para el sociólogo, la autoridad es la capacidad de imponer y
obtener obediencia que detenta una persona en un grupo. Para el psicólogo la autoridad es un
rasgo del carácter con el que determinados sujetos resuelven los conflictos; a veces los
problemas de autoridad se reducen a problemas de liderazgo; no en vano la autoridad ha sido
un problema importante para la psicología social, muchos años después de haberse detenido
únicamente en el estudio de la personalidad autoritaria (Adorno). Para el jurista, la autoridad se
identifica con el servicio a la legalidad, con el poder formal, con el sometimiento a la ley , con el
imperativo de la legalidad. Son autoridad quienes sirven a la legalidad, tienen autoridad quienes
las leyes han colocado al frente de la comunidad. Estas simplificaciones han contribuido a que
desalojemos el concepto de autoridad de la pregunta por los fundamentos éticos de la política.
Al haber identificado autoridad con fuerza, con autoritarismo o con legalismo, hemos dejado de
pensar el auténtico significado del término, cuando identificamos autoridad con servicio, con
poder aceptado, reconocido y respetado. Un concepto sin el que no podemos entender la
actividad del educador, el juicio del superior o la función del especialista en un determinado
campo del conocimiento.
En ética política el concepto de autoridad es más complejo que el de poder. El poder político no
es únicamente la capacidad de hacer algo en una comunidad, sino la capacidad de que las cosas
se hagan, sea voluntariamente (poder como consentimiento) o sea por la fuerza (poder como
coacción, como capacidad para imponer sanciones). Aunque en castellano a veces utilizamos el
término poderío para nombrar esta capacidad de que las órdenes se cumplan,
independientemente de que sea con el consentimiento de la voluntad o con el uso de la fuerza
para coaccionar la voluntad. De ahí que el poder político no sea un poder cualquiera sino un
poder coactivo; en este sentido, lo más específico del estado moderno y de sus representantes
es disponer de la capacidad de que las órdenes se cumplan por la fuerza. Aunque, claro está, ya
no se trata de un poder coactivo cualquiera (fuerza bruta), sino de un poder legitimado por el
derecho y la ley (imperio de la ley). Este era el sentido en el que M. Weber definía el estado
moderno como la institución que detenta el monopolio de la violencia legítima.
Sin embargo, los problemas políticos de una comunidad no pueden reducirse a problemas de
poder. Cuando a finales del siglo XX se plantean problemas como el de la ingobernabilidad de las
democracias, la crisis de la legitimidad de las instituciones políticas convencionales (partidos), la
fragmentación del tejido social, el relativismo de las convicciones, o el pragmatismo de los
líderes, descubrimos que los problemas políticos son también problemas de autoridad moral. El
vínculo de unión, de cohesión y de solidaridad no puede conseguirse por la fuerza o por el poder
coactivo, coercitivo y sancionador de las leyes. La crisis de legitimidad es una crisis de la
autoridad, porque quien cumple sus obligaciones ciudadanas no lo hace por convicción sino por
convención, no se obedece al poder político por obligación moral sino por obligación legal. Por
ello, el de autoridad es un concepto específicamente moral, dado que el poder político sin
autoridad o es opresivo (se impone sólo por la fuerza) o es impotente (no genera un mínimo -
>consenso). Así pues, una de las tareas más importantes de la ética política es proponer la
transformación del poder (capacidad de coacción) en términos de autoridad (capacidad de
dirección).
II. CRITERIOS DE AUTORIDAD. Sólo cuando planteamos la autoridad como un concepto moral
evitamos uno de los mayores peligros de la ética política actual, a saber, el de confundir poder
político y poder democrático con capacidad de dirección. No todas las formas de dirigir tienen
por qué ser democráticas, pues dependerá de la naturaleza de la institución o la corporación, lo
que no conlleva que tengan que ser necesariamente autoritarias o despóticas en el sentido que
asignamos a estos términos en un contexto político. Quienes pilotan barcos o aeronaves, dirigen
empresas, hospitales o instituciones educativas saben bien que no todas las formas de autoridad
pueden ser necesariamente democráticas, incluso algunos analistas de la ciencia política
consideran que el aumento del carácter plebiscitario en la selección y elección de candidatos
puede resultar perjudicial para el proceso democrático. En este sentido, incluso en una
comunidad democrática pueden ser toleradas y promovidas formas no democráticas de
autoridad. Para evaluar estos casos, R. A. Dahl propone tres criterios para juzgar si uno puede
aceptar como válido y justo un proceso para la toma de decisiones sobre asuntos que le afectan:
a) Criterio de elección. Un proceso puede garantizar que las decisiones se correspondan con mi
propia elección personal. Con respecto a ciertos temas -políticos sobre todo- las decisiones
deben tomarse de un modo tal que otorguen igual peso a las elecciones personales de todos,
basándose en un sistema de mutuas garantías y teniendo mucho cuidado con el abuso del
principio de la mayoría ya que «hay temas de profunda importancia que no pueden confiarse a
una simple mayoría. Aun cuando se acepte la igualdad política, y con ella el derecho
generalizado de los demás a adherir al criterio de elección personal, al seguir ese criterio no
pueden aceptarse como legítimas las decisiones colectivas que reflejen las preferencias del
mayor número si van contra los valores propios que más profundamente se han adoptado...
poner determinados temas fuera del alcance de las mayorías ordinarias situándolos a resguardo
de los dominios de sociedades consensuadas y decisiones autónomas" 1.
c) Criterio de economía. Un proceso puede ser menos perfecto que otras alternativas, pero más
satisfactorio porque ahorra tiempo, atención y energía. "Un sistema que dilapida el tiempo es,
en igualdad de condiciones, inferior a otro que lo preserva. Más aún, un sistema de decisiones
que es el mejor de acuerdo con los criterios de elección personal y de idoneidad, puede ser el
peor de acuerdo con el criterio de economía. Puesto que lo que se descubre como un sistema
ideal de autoridad, a menudo ignora ciertos costos, entre ellos el tiempo, el ideal pocas veces es
óptimo. En ese caso, es más racional elegir lo óptimo que lo ideal" 3.
BIBL.: ARENDT H., Between Past and Future, Meridian Books, Nueva York 1968; BOCHENSKI J. M.,
¿Qué es la autoridad?, Herder, Barcelona 1989; DAHL R. A., ¿Después de la revolución? La
autoridad en las sociedades avanzadas, Gedisa, Barcelona 1994; DOMINGO MORATALLA A., El
arte de poder no tener razón. La hermenéutica dialógica de H. G. Gadamer, Universidad
Pontificia de Salamanca, Salamanca 1991; GADAMER H. G., Verdad y Método. Fundamentos de
una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 1977; ID, El problema de la conciencia
histórica, Tecnos, Madrid 1993; SARTORI G., Teoría de la democracia I. El debate
contemporáneo, Alianza, Madrid 1988; SENNENT R., La autoridad, Alianza, Madrid 1982.
A. Domingo Moratalla
AXIOLOGÍA PERSONALISTA
DicPC
La singularidad de la persona es la del agente unitario que agrupa y da concreción a las esencias
abstractas de los actos (el ver, el preferir, el estimar, el admirar...). La persona no es, en efecto,
una noción genérica, ni un ->sujeto trascendental, sino el quién al que hay que referir los valores
genéricos que realiza para la adecuada comprensión de estos. La actualidad es la propia de
quien vive todo él en cada uno de sus actos. Pues la persona no es una colección de actos, al
modo empirista, sino su agente común, que no es fuera de su realización. En cuanto a la
estabilidad, es necesaria en la persona para que no se limite a cumplir los actos, sino que estos
reviertan sobre ella y la provean de sus energías morales o ->virtudes. También se advierte su
ser estable, en tanto que hay direcciones afectivas y morales que se orientan centralmente por
la persona, tales como el amor y la simpatía; son fenómenos que no dependen de propiedades
más o menos variables en el otro, sino que apuntan a su ser personal, mantenido idéntico a lo
largo de los cambios en sus cualidades.
La dificultad que plantea esta caracterización es que sólo se aplica en rigor a la Persona divina.
En la persona humana hay una naturaleza específica, una potencialidad y una creatividad moral
que restringen respectivamente la singularidad, actualidad y estabilidad subsistente que Scheler
le atribuye. Por ser la persona humana inseparable de unas cualidades poseídas, el amor no
termina en ella independientemente de sus dotaciones singulares -frente a lo que Scheler
concluye, coherentemente con la concepción de persona que mantiene-, sino a través de estas y
mediado por su conocimiento. Tal es la objeción básica que le dirige D. von Hildebrand.
Para el axiólogo muniqués, el amor se halla entre las respuestas afectivas, requeridas por algún
valor aprehendido, con la doble peculiaridad de que hace temática a la propia persona
portadora del valor y de que posee un carácter sobreactual, por el que sobrepasa los actos
particulares en los que se expresa. Coincide con Scheler en que el amor desvela en su propio
decurso los valores efectivos o posibles, propios de la persona, pero discrepa de él en que el
amor sea en el hombre un movimiento espontáneo e inmotivado, entendiendo, más bien, que
surge como respuesta sobreabundante a ciertas cualidades (el talento, la gracia, las dotes...) una
vez captadas como pertinentes a alguien. En función del amor a la persona se sitúa el índice
moral que poseen actitudes como la misericordia, el perdón, la indulgencia... En cambio, cuando
se responde a algún valor, pero sin ponerlo en conexión con su depositario personal (cuando
uno se compadece de otro sin ninguna dirección amorosa hacia él, por ejemplo), el carácter
incompleto de la actitud correspondiente resulta hiriente para el otro. Según la caracterización
de Hildebrand, por tanto, la singularidad de la persona humana no lo es al margen de sus
cualidades naturales específicas.
Tampoco la estabilidad equivale en la persona humana a su autoposesión plena, ya que cada vez
que actúa moralmente se sobrepasa a sí misma, al introducir un novum creativo, no derivable de
sus capacidades ni de sus tendencias. H. E. Hengstenberg lo designa con la fórmula paradójica de
que la persona, es más que ella misma. Con las realizaciones morales se convierte el sentido
(Sinn) en directivo de la intención (Gesinnung) a favor de las pre-tensiones constitutivas que
provienen de los entes. Al consistir la decisión originaria en el abrirse o cerrarse correlativo a
estas pretensiones, trasciende todo motivo determinado y presta su creatividad a los actos
morales particulares y motivados, en los que la decisión anterior se prolonga inseparablemente.
Así, por ejemplo, para poder dar un consejo a alguien (acción moral particular) es preciso que la
persona esté abierta originariamente hacia el ,"bien del ,'otro (predecisión creadora orientativa).
II. EL VALOR DE LA PERSONA: SER FIN EN Sí. Se tomará en lo que sigue la noción de fin como hilo
conductor para destacar el valor de la persona. Cabe distinguir tres sentidos básicos en el fin: la
actuación natural finalista, el objetivo o meta de una actuación y el fin en sí mismo. Se verá a lo
largo de la exposición que en la persona humana las dos primeras acepciones tienen un carácter
derivado y la tercera, en cambio, es el reverso de su rango axiológico.
El tercer sentido de fin es el más propio, convertible con valor, y apunta ya a la condición
personal. Comprende a la vez el fin objetivo especificador de la acción humana y la ->dignidad
del hombre. Ambas dimensiones, en efecto, se implican mutuamente. Pues si la persona s e
dirige por sí misma hacia ciertos fines, es porque posee un cierto dominio sobre sí, patente en el
tener las acciones como suyas; e, inversamente, si se vive reflexivamente como un todo, puede
proyectar desde sí sus acciones y merecer el respeto por parte de las acciones ajenas que se
dirigen a ella. ¿En qué consisten una y otra vertiente de la finalidad?
El fin de la acción es lo que la delimita como unidad, ya antes de su realización. Evita que se la
pueda recomponer de un modo atomista a través de las diversas fases de su puesta en práctica.
Pero no por ello consiste en una intención más o menos arbitraria que el agente asociara a lo
que hace. Es un fin ya adscrito objetivamente a la acción, o bien fijado y aceptado
institucionalmente. Al hacerlo suyo, la persona, convirtiéndolo de finis operis en finis operantis,
cualifica moralmente el comportamiento correspondiente. También la unidad de la persona se
revela éticamente como fin, en la medida en que no consiente ser tratada como mero medio.
Por esto, en los casos en que nos valemos de los servicios de otra persona, su índole de fin en sí
exige simultáneamente el reconocimiento hacia ella, que impida tratarla como un simple
instrumento.
El valor de la ->vida -que se señaló al comienzo- es soporte para la realización de los valores
propios o fines en sí. Una vida no se logra mientras no oriente sus energías finalistas hacia los
fines de la persona. Y los fines subjetivos variables o máximas de acción son los depositarios que,
albergan a los fines de suyo: hasta que no se contrastan los primeros con los segundos no se les
puede dar cualificación axiológica.
Tanto el fin objetivo de la acción como la persona finalizada poseen inmediatas implicaciones
prácticas. El primero, por su entrecruzamiento con las consecuencias o trasformaciones de
hecho que se siguen de la acción; el segundo, porque la persona posee un componente
corpóreo, en el que se basa su hábitat natural. Esto es lo que nos ocupará en el siguiente
apartado.
III. IMPLICACIONES PARA LA PRAXIS. El fin no se realiza sin unas consecuencias externas
previsibles de las que sería irresponsable desentenderse. En la sociedad posindustrial han
adquirido una magnitud antes inimaginable, tanto por la mayor interdependencia entre unas y
otras acciones, como por su inscripción en sistemas tecnológicos (->técnica) y burocráticos que
se autorregulan. A veces parece como si amenazaran con desdibujar la unidad finalista de la
acción singular. Sin embargo, cualquier criterio axiológico aplicable a la actuación supone más o
menos subrepticiamente la noción de fin, ya que las consecuencias por sí solas no suministran
pautas valorativas para preferir entre ellas. Por ejemplo, una agencia de viajes, perfectamente
equipada, no funciona al servicio de la persona mientras esta no elige uno u otro destino.
Tampoco desde las consecuencias se puede diferenciar entre lo que es bueno o malo en
absoluto para la persona, sino únicamente entre lo que es proporcionadamente mejor o peor, a
la vista de los resultados globales. El problema práctico reside en cómo integrar la valoración
relativa y funcional de las consecuencias en la perspectiva axiológica del fin de la acción.
Para afrontar esta cuestión hay que tomar en todo su alcance la noción de fin, de modo que los
efectos secundarios no se dispersen hasta hacerse irreconocibles a partir de las acciones que los
han provocado. En este sentido comprensivo se insertan tanto las conexiones naturales finalistas
como el fin común que congrega las actuaciones ciudadanas. Desde la primera consideración, la
tarea urgente es administrar los recursos naturales limitados con vistas al 'bien del hombre,
incluyendo desde luego a quienes en el presente malviven en condiciones de infradesarrollo y a
las futuras generaciones. El criterio axiológico que preside la ordenación de la naturaleza externa
al hombre, y que lleva a asumir los costes impuestos a corto plazo, es la solidaridad. Por
ejemplo, los bienes de la tierra están para ser usados por los hombres; pero ese fin primario
general se prolonga en los cultivos adecuados, en evitar los excedentes de producción, en no
reducir el trabajo a un instrumento más...
U. Ferrer Santos
AZAR
DicPC
La palabra castellana azar proviene del árabe az-zahr, que significaba primitivamente el dado
que se usa en el juego, y luego el juego mismo (juegos de azar). Por esa vinculación con la
experiencia lúdica -en la que el azar se manifiesta de manera tan patente-, pasa luego a significar
el resultado del juego, en cuanto algo imprevisible, variable. Y más tarde se amplía a todo lo que
no está sujeto a determinación, previsión o necesidad. Incluso se amplía a lo que carece de toda
regla o regularidad; por tanto, a lo fortuito (del latín fors-forte), a lo casual (de casus), lo que cae
o decae de la regla o norma predeterminada. Los latinos, que conocen muy bien los juegos de
dados, emplean dos palabras: Alea, de incierta etimología, pero significando el juego («ludere
alea, jacta est alea: Suetonio) y también la suerte; lo incierto o irregular en el resultado, pero
que se ajusta a ciertas reglas de juego, de modoque lo contrario es hacer trampa. Lo traducimos
por aleatorio en el sentido de variable, de múltiples resultados posibles. La otra palabra es
fortuna, significando, ante todo, lo variable o incierto (del latín fors forte); luego significa el
resultado favorable (sors, suerte: "Forte fortuna affuit hic meus amicus": Terencio), los bienes de
fortuna. De modo que incluso se la eleva a rango divino: la diosa Fortuna, descrita con rostro
sonriente, pero caprichosa en su elección y voluble, inconstante en su fidelidad.
Desde un punto de vista filosófico, la idea de azar como lo fortuito parece relacionarse
estrechamente con la noción de contingencia, entendida como variabilidad o posibilidad para ser
o no ser, ser de una u otra manera. Lo que, a su vez, nos lleva a relacionarla con la idea de
probabilidad, que sería una forma de contingencia, en cuanto indica una propensión de algo en
un sentido o en otro (lo que acontece en la mayoría de los casos, ut in pluribus; o en la minoría,
ut in paucioribus), dentro de un cuadro de posibilidades; pero de modo variable y no
predeterminado. Especialmente cuando sucede algo que es poco probable, se dice que es
casual. Y dado que lo fortuito o azaroso es lo indeterminado, lo imprevisible, lo que no es
objetivo de una intención determinada, lo que sucede no buscado por sí mismo, sino
accidentalmente, de ahí su vinculación con las causas y los efectos denominados per accidens o
por casualidad 1. Es claro que ahora tiene dos sentidos: como causa, que produce algo sin
intentarlo de suyo, al intentar otra cosa; y como efecto o resultado no intentado, sino ocurrido al
intentar o producir otra cosa. Científicamente el azar fue ya objeto de estudio por Galileo (Sopra
le scoperte dei dad¡) y G. Cardano (De ludo aleae); y desde el campo del cálculo matemático, fue
estudiado primero por Pascal y Fermat. Dicho cálculo recibe ulteriores desarrollos de Bayes,
Leibniz, Laplace, Bernouilli, etc. Y modernamente constituye una rama importante de la
matemática aplicada a la estadística.
I. EXISTENCIA Y REALIDAD. Pero, ¿existe el azar?; ¿es algo objetivo? Por una parte, lo azaroso o
aleatorio entra dentro del campo de lo posible. Es algo posible, no sólo en pura teoría, sino
realmente. Psicológicamente, lo azaroso o casual aparece como algo fascinante, pero no
meramente imaginario; y ello justamente por ser imprevisible y porque a veces implica un
cambio total en la vida de una persona. Por ello a nivel popular el azar se ha conectado
habitualmente con lo celeste («el destino está escrito en las estrellas») y con lo divino. Esto
último nos pone ante una interpretación del azar en una perspectiva teológica. Por un lado
tendríamos la concepción fatalista según la cual el Hado (Fatum) o Destino ciego preside y ha
determinado el acontecer del universo, tanto de lo consciente como de lo inconsciente, tanto de
lo humano como de lo divino. El Destino inamovible marca el orden de los acontecimientos,
incluso para los mismos dioses. Esto equivale a la negación del azar objetivo; el azar es, aquí, la
medida de nuestra ignorancia. Por otro lado está la concepción teológica que admite un Dios
personal, omnisciente y omnipotente. El azar pertenece a lo que es materia de previsión y de
preordenación por parte de Dios. A esto suele denominarse Providencia divina. Coincide con el
fatalismo en afirmar que todo está ya predeterminado de antemano; mas no de modo ciego,
sino como ratio o planificación de la mente divina y de los eternos e inmutables designios de su
voluntad creadora. Por ello el cristiano puede mantener la idea del Hado, pero cambiando el
nombre (como dice san Agustín: sententiam teneat, linguam corrigat)2. Tal es la concepción de
la teología cristiana. Así, para Tomás de Aquino la Providencia es «la planificación de las cosas en
orden a su fin», que se extiende de modo inmediato a todo, incluso a lo mínimo 3. Esta
concepción parece negar también la existencia de un azar objetivo.
Desde un punto de vista filosófico, la negación del azar la representan algunas escuelas que
sostienen el ->determinismo, desde el fijismo de los eleáticos y el fatalismo de los estoicos
(«Somos zarandeados por los hados; dejémonos llevar por ellos»)4, así como los atomistas,
hasta el determinismo absoluto de los racionalistas Spinoza y Leibniz, y de la filosofía dialéctica,
sea idealista (Hegel) o materialista (Engels, Marx). En el campo científico ha tenido sus
representantes, ya en la Edad Moderna, en los científicos del Renacimiento («el universo está
escrito en caracteres matemáticos» Galileo) y luego en Newton y Laplace (hipótesis del genio
omnisciente), hasta Max Planck, A. Einstein («Dios no juega a los dados»), y De Broglie. Sin
embargo, a partir del principio de incertidumbre de W Heisenberg, como resultado de la
mecánica cuántica, en el campo científico domina ampliamente la concepción indeterminista,
tanto en la física como en la biología. Y, a pesar de la diversidad de interpretaciones, muchos se
inclinan por un indeterminismo objetivo o esencial, y no sólo subjetivo, al menos en el campo de
la microfísica de las partículas elementales. Y no faltan quienes extienden ese indeterminismo
hasta la negación de la causalidad y entienden que las leyes dinámicas de la naturaleza son todas
de tipo probabilístico; lo que identifican con un indeterminismo puro y universal. Esto último
está en dependencia, más que de hechos científicos, de presupuestos filosóficos, que tienen por
base concepciones ligadas al escepticismo y al relativismo, así como al empirismo clásico.
Últimamente estas concepciones se hallan estrechamente emparentadas con las diversas
interpretaciones acerca del orden y del concepto de lo caótico en el cosmos.
El problema es, por tanto, doble: por una parte, si el azar o la casualidad son algo real y objetivo,
o solamente subjetivo. Por otra, y suponiendo que sean algo objetivo, si implican un
indeterminismo puro y universal. Esta segunda cuestión se refiere no a la existencia del azar,
sino a su extensión y profundidad. Con respecto a la existencia del azar, vemos que lo aleatorio
existe realmente. Así, en el juego es esencial la imprevisión del resultado concreto. Y en los
juegos de azar, la coincidencia del premio o no premio con el número aparecido, ¿no es
objetivamente casual? ¿No podría haber salido cualquier otro número? Inicialmente todos los
números y todos los premios tienen la misma posibilidad teórica de salir.
En general y a priori, siempre que respecto de un suceso existan varias posibilidades reales,
objetivas, habrá que admitir que existe realmente lo casual o el azar. Si existe lo no intentado de
suyo, como un encuentro fortuito o bien la coincidencia y la interferencia de series causales
independientes, para producir algo, entonces existe realmente el azar, lo casual es algo objetivo,
y no únicamente subjetivo, en el sentido de meramente impredecible. Filosóficamente se ha
entendido así, al menos desde Aristóteles, para quien el azar o lo casual (casus) es causa per
accidens de muchos acontecimientos 5. Para Tomás de Aquino, tomando el azar como lo
contingente, el azar pertenecería a la estructura del ente mismo, pues "necesidad y contingencia
acompañan al ser en cuanto tal" 6. Científicamente no parece imposible el admitir un azar
objetivo. Incluso el principio de incertidumbre de Heisenberg parece que puede ser interpretado
no sólo subjetivamente, sino de modo objetivo, según los resultados de los experimentos. Y no
obsta que, como objetan algunos, al hacer los experimentos se perturbe la situación o el
momento de las partículas elementales, si es posible medir o calcular y descontar del resultado
el grado de esa perturbación.
Otra dificultad vendría por el lado del determinismo teológico. Supuesto que la Providencia
divina haya predispuesto todas las cosas, hasta en sus mínimos detalles, parece que ello
induciría a un determinismo objetivo absoluto; siendo el azar la simple medida de nuestra
ignorancia, ya que no conocemos todas las causas concurrentes a los hechos futuros. El
problema es demasiado complejo para intentar una solución en pocas palabras. Algunos se
inclinaron por negar la Providencia como previsión de las cosas (Aristóteles); o por negar que se
extendiera a los entes inferiores (Averroes, Maimónides) o a los entes libres (Cicerón). Tomás de
Aquino insinúa una solución 7; distingue entre Providencia, que es «el plan divino sobre el
mundo» en cuanto previsto por Dios; y el gobierno del mundo, que es «la ejecución concreta de
ese plan»8. Ahora bien, el gobierno o ejecución de la Providencia se realiza por mediaciones o
causas intermedias «gobernando los entes inferiores por medio de los superiores (...)
comunicando así a las causas segundas la dignidad causativa». Dios, pues, sigue siendo la Causa
primera y universal (eficiente y final) de todo cuanto sucede en el universo; pero existen
también las causas inmediatas de cada suceso.
En los seres hay que distinguir entre el hecho de ser y el modo de ser o de acontecer. Y aquí
entra la distinción entre lo necesario y lo contingente (que incluye a lo casual, lo fortuito, lo
accidental, etc). El modo de ser o de acontecer depende, no sólo y remotamente de la Causa
primera y universal, sino de la causa inmediata y propia de cada ente o suceso. En general, la
forma detallada y el modo concretísimo de los acontecimientos variables depende de las causas
inmediatas o próximas. Según eso, algo que pudiera ser necesario o predeterminado por parte
de las causas remotas o generales, resulta ser indeterminada o casual por parte de las causas
próximas e inmediatas 9. Y ello, no sólo subjetivamente, sino también objetivamente.
En consecuencia, la Providencia divina, como Causa previsora universal de todos los seres y de
cada suceso, no implica necesidad o determinismo; basta con que haya previsto también el
modo de ser de cada cosa, de modo necesario o fortuito, contingente; basta con que haya
provisto causas inmediatas, que actúan de modo necesario o de modo contingente o incluso
libre en cada caso 10. Las mismas causas libres actúan libremente dentro del plan de la
Providencia: el ser libre no está fuera, sino que es objeto de modo especial de la Providencia
divina 11.
II. SENTIDO Y FUNCIONES. El azar o la casualidad se inserta en el ámbito de los seres creados y es
de creer que tenga también alguna función, aunque en sí mismo, en su consideración abstracta,
se defina justamente como lo sin sentido, sin determinación y sin causa propia. Y la primera
utilidad del azar es la de hacer posible realmente, y no sólo en teoría, la pluralidad y
multiplicidad de los entes. Por lo mismo, el azar como lo que puede acontecer, incluso aunque
no sea lo más probable, es la fuente de la novedad real en el cosmos. Un ente absoluto y
determinado totalmente carece de futuridad, ya que todo cuanto es o tiene, lo tiene desde el
principio (en esto Parménides y Hegel tenían razón). Nada hay al final que no estuviera ya en el
principio; la evolución no es más que apariencia, y ello no sólo por el carácter cíclico de la
misma, sino porque sólo puede concebirse como eterno retorno sobre sí mismo: no puede salir
propiamente de sí, a no ser que admita la contingencia o la variabilidad, lo otro de sí. En otras
palabras, el ser determinado carece propiamente de temporalidad y de futuridad verdadera: es
siempre un eterno presente. De ahí que en un universo determinístico sea imposible la novedad.
Nada puede comenzar a ser, porque nada hay que sea potencial ni probable, sino fijo y cierto. De
aquí que la creatividad misma, como presupuesto de la novedad, sólo es inteligible si se admite
la novedad real; y ello si se admite el azar y la contingencia. Tanto si se entiende la creatividad
en sentido estricto, como creatio ex nihilo; como si se toma en sentido amplio, corno formación
o trasformación de lo precedente. La inducción de nueva forma requiere la posibilidad de
cambio, de alteraciones o trasformaciones reales.
Y otra función sería que, a través del azar, entendemos la imperfección, la deficiencia del ente
finito. En efecto, todas esas cosas pertenecen de alguna manera al concepto de ->mal, de ente
deficiente. Pero se comprenden como deficiencias o frustraciones respecto de algún bien o
grado de bondad. Es decir, la casualidad o el azar representan y posibilitan diversos grados de
bondad o de perfección de los entes. Lo inmutable y perfecto absolutamente no puede ser
tampoco multiplicable: ya que no admite, por definición, deficiencia o imperfección alguna en su
concepto. En consecuencia, no es un disparate pensar que la belleza y variedad del universo se
deben a que existe realmente el azar, lo fortuito, lo variable. Un universo sin azar sería
realmente un universo plano, soso y aburrido.
III. CONCLUSIONES. Todo esto nos lleva a dos consecuencias importantes. Una es que el azar
adquiere un sentido desde el momento en que hace posibles ciertas características de los entes.
El azar se instala en el ámbito de lo finito como elemento intrínseco, como encuadrado en el
interior de lo que es. La otra consecuencia responde al problema antes apuntado sobre si el azar
es algo absoluto y universal, o algo particular y relativo; o si existe un indeterminismo puro como
razón de los acontecimientos. No han faltado quienes, en base al principio de incertidumbre,
creen tener que derivar hacia el indeterminismo puro y universal. Entienden que ello implica la
ruina del principio de causalidad. A la misma conclusión se llegaría a partir del hecho de la
probabilidad aleatoria. Mas un azar puro haría imposible e impensable tanto la diversidad, como
el dinamismo de los entes, no menos que su novedad y su libertad. Además, los fundamentos de
ese determinismo puro son inconsistentes. La misma probabilidad es prueba de que un
indeterminismo puro es inaplicable en esos casos. En efecto, algo es probable sólo dentro de un
marco definido de posibilidades; fuera de tal marco es sencillamente imposible. Por ello, el
cálculo de probabilidades carece de sentido si no se define previamente el marco de
posibilidades. Así, 2/x carece de sentido real o es incalculable mientras no se defina x. Por otro
lado, el indeterminismo físico no equivale a negar la causalidad en general, sino sólo la
causalidad determinística; como ya había señalado Aristóteles 12 y más claramente Tomás de
Aquino, frente a Avicena 13. Por tanto, así como es impensable un determinismo puro y
absoluto, que excluyera todo acontecimiento aleatorio, así tampoco es aceptable un
indeterminismo absoluto y universal, que excluiría todo orden, toda ley e incluso la misma
probabilidad. Determinismo y azar se combinan, pues, en los sucesos de este mundo, tanto en el
campo de la naturaleza como en el de la libertad.
BIBL.: BAUDRY L., La querelle des futurs contingents, Vrin, París 1950; BOHM D., Causalidad y
azar en la física moderna, UNAM, México 1959; MONDE J., Métaphysique du Hasard, Doin, París
1976; MONOD J., E! azar y la necesidad, Barral, Barcelona 1972; PIAGET J., La Genese de Pidée du
hasard chez l'enfant, PUF, París 1951; PLANTINGA A., The Nature of Neccesity, Clarendon, Oxford
1974; STEWART J.GOLUBITSKY M., ¿Es Dios un geómetra?, Mondadori, Barcelona 1995; VICENTE
BURGoA L., El problema de la finalidad, Universidad Complutense, Madrid 1981.
L. Vicente Burgoa
BÁRBARO
DicPC
La palabra castellana bárbaro parece derivar de la latina barbarus-a-um, barbaria (ae o ¡es) o
barba(ic)us, que significa, en primer lugar, el extranjero. La voz latina, por su parte, deriva de la
griega bárbaros, que designa al no griego, al salvaje, al rudo. Para Plauto los romanos eran
bárbaros, como todos los no griegos, y Homero los denominaba agriofónoi, los de voz salvaje.
Bárbaro, entonces, deriva del sonido onomatopéyico que indica al que no sabe hablar, al que
balbucea, al que farfulla la lengua culta o civilizada. Los griegos, en definitiva, denominaban
bárbaros a todos los que no hablaban el griego, despreciando el grado de civilización que esos
pueblos tenían, aunque fueran los sabios egipcios. En el siglo V europeo los bárbaros eran los
que invadieron al imperio romano decadente, que un siglo después se extendieron por todo
Occidente.
Para los griegos, pues, en la cuna de la filosofía, bárbaros son los que no hablan el griego; por
extensión podríamos decir que, para algunos, designaría al que no sabe argumentar, al inculto,
al pobre. En castellano poseemos diversas palabras que designan algo similar, como el
barbarismo, que es un vicio del lenguaje, consistente en pronunciar o escribir mal las palabras;
una barbaridad es un dicho o un hecho temerario y la barbarie es, según el Diccionario de la
Lengua Española, una falta de ->cultura. Pero el problema estriba en ver quién es el que se
considera poseedor de una cultura no bárbara, sino civilizada.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Los primeros cristianos consideraban que algunas prácticas de los
paganos eran bárbaras (como el infanticidio o el aborto); mientras tanto, los paganos acusaban a
los cristianos de proceder de la barbarie. Por eso el apologeta Taciano, en el siglo II, se defendía
de la acusación de barbarie, que los supuestos civilizados -los paganos para los cristianos- les
arrojaban. Taciano dice, con razón, que el pensamiento hebreo es "más antiguo que las
instituciones griegas", inaugurando así la oposición entre Atenas y Jerusalén. Contrariamente a
lo que acontecía con la filosofía griega, a la barbarie cristiana tienen también acceso "no sólo los
ricos, sino que también lo hacen los pobres", ya que los primeros cristianos pensaban que "la
fuerza de la inteligencia puede darse en todos, aunque sean débiles"1. De este modo
constatamos que no sólo desde la Ilustración, sino desde el principio de nuestra era, la reflexión
cristiana pareció a la ->filosofía griega como una filosofía bárbara, sustentada por bárbaros. Es
decir, la reflexión griega, cuna de la filosofía occidental, se autoerige en la poseedora del
verdadero logos y del verdadero método filosófico, y desprecia a todo el que no piense desde
sus cánones con el calificativo de bárbaro, confundiendo, además, un método de abordar la
realidad, ciertamente original, con los contenidos a los que llega.
Con razón ha escrito Leopoldo Zea unas palabras que merecen ser citadas por extenso: «El
problema es que el hombre, el hombre concreto, este o aquel hombre, al tomar conciencia de su
relación con los otros hombres, con sus semejantes, hace de esta su toma de conciencia la única
y exclusiva posibilidad de existencia» de la verdad, de modo que "cualquier visión que no se
adecue a la suya será falsa y, por ello, cualquier expresión verbal de la misma, bárbara. Bárbara
de lo bárbaro en su sentido original, esto es, balbuceo de la verdad, del logos que no se posee"2.
El que no posee la ->verdad y el logos que la expresa, será bárbaro, balbuceador, para quien se
considera como dueño legítimo de esa verdad y de la única ->palabra que puede ser dicha con el
rigor de la civilización. Y la historia muestra que el poseedor del logos que dice la verdad también
ha solido poseer la fuerza que se dirige contra aquellos que pretenden alterar dicha verdad; que,
por ser suya, se piensa que debe ser la de todos y que debe ser incluso dicha de la misma forma.
No debe extrañar, entonces, la propuesta platónica del rey-filósofo3, ya que quien piensa poseer
la verdad también se provee del poder para imponerla, pues se piensa que el logos es la
expresión del orden que debe reinar en la polis; los otros, los extranjeros, los bárbaros en fin,
deben ser sometidos.
Los no poseedores de la verdad no tenían el mismo estatuto de dignidad que los que sí la tenían;
estos eran personas (hombres libres, autoposeedores, miembros de pleno derecho de la polis),
mientras que los otros eran simplemente individuos de la especie humana, pero no personas, y
más se parecían a entes, a objetos que podían ser sometidos, esclavizados o inculturizados. Las
posibilidades que les quedaban a los bárbaros eran el sometimiento y la asimilación a la
superioridad de la lengua y las costumbres de los griegos, o los romanos o los imperios
civilizados de turno. He aquí la ->violencia del logos, a la que acompaña la violencia de su
imperio.
Si alguien nos acusa de anacronismo le remitimos al estudio de la moral política de los profetas
de Israel contemporáneos de Aristóteles, e incluso a tiempos anteriores, donde se demuestra
que es posible otra forma de pensar al goim, al ->otro, al extranjero. En efecto, las leyes judías
distinguían entre el nokri o extranjero que estaba de paso, y el ger o extranjero que vivía en
Israel permanentemente. Los israelitas debían tratar con respeto al otro, recordando que
también ellos fueron extranjeros en tierra extraña, en Egipto (Ex 22,20; 23,9). A los que están de
paso, a los nokri, se les debe tratar con respeto y hospitalidad, hasta defenderlos -a costa de la
propia vida (Gén 18,29; Jue 19,20-21; 2Re 4,8ss, etc.), y a los ger la ley mosaica obligaba a los
judíos a amarlos como a sí mismos (Lev 19,34), pues Dios también lo es de los extranjeros y
también los ama y defiende (Dt 10,18) y sale en defensa de los pobres y los extranjeros (Lev
19,10; 23,22). Por esto la legislación les otorgó un estatuto jurídico semejante al suyo (Dt 1,16;
Lev 20,2, etc.), hasta el punto de tener derecho a la partición de las tierras (Ez 47,22), pues se
trata de vivir en armonía y concordia con sus semejantes. Existe incluso la obligación de proteger
a un esclavo de su amo (Dt 23,16), pues siempre está presente en la ->solidaridad bíblica que el
pueblo de Israel también fue esclavo en Egipto. Se trata de la solidaridad y fraternidad que surge
entre los sufrientes y oprimidos. Sólo tras la experiencia del exilio las leyes se endurecerán, por
parte de los dirigentes de la sinagoga, y obligarán a los ger a abrazar las leyes y la ->religión judía
(Neh 10,31; Esd 9-10). Aunque hemos de indicar también que ese respeto hacia el otro fue
decayendo en la historia de Israel, hasta el punto de que en la sociedad del tiempo de Jesús se
admitía la esclavitud de los paganos, los bárbaros7. Finalmente, con el mensaje de Jesucristo, se
afirma la unidad de todo el género humano, en donde no hay ni esclavo ni libre, ni judío ni
gentil, ni varón ni mujer, pues todos tienen la misma dignidad en Cristo (Gál 3,28). Precisamente
de ahí deriva la enorme revolución ética y personal que conlleva el mensaje de Cristo: la
dignidad de todo hombre, desde el emperador al último bárbaro de la tierra.
Pero no se piense que la altura ética de un pensamiento inmuniza a sus sostenedores de la
violencia y la opresión hacia el otro; como muestra basta con percatarnos de la ->opresión que
los judíos, pueblo secularmente perseguido, realiza hoy hacia el pueblo palestino. O también la
intolerancia y la violencia por la que muchos cristianos, de diferentes épocas, nos hemos
caracterizado como muestran algunos fenómenos históricos como las cruzadas, la Inquisición,
etc. Esto significa que la grandeza de un ideario se actualiza en la altura de sus opciones éticas
en favor de la dignidad humana, y no sólo en el sostenimiento de unas ideas abstractas, por
excelsas que sean.
El problema del respeto al otro, al bárbaro, al distinto, al que no piensa ni vive como nosotros,
no puede reducirse sólo a la configuración de profundos pensamientos que nos acerquen a una
fundamentación última de su dignidad personal -en un intento que recuerda la ethica ordine
geometrico spinoziana-, y tampoco se juega en el sostenimiento de una justicia contractualista
meramente distributiva en el interior del statu quo dado -como el intento de J. Rawls- pero que
no transita hacia una justicia en su sentido más personalista -aquél que compromete toda la
existencia-, sino que se debe concretar particularmente en la calidad de la opción práxica
explícita en sus niveles ético, político, económico, cultural, etc., en favor del bien del otro, en el
compromiso por la liberación del empobrecido, el ignorante, el distinto, el oprimido, el -
>excluido, en fin, por el bárbaro y por su dignidad inarrebatable.
NOTAS: 1 TACIANO, Discurso contra los griegos, 35, en D. RUIZ BUENO, 628. - 2 L. ZEA, Discurso
desde la marginación y la barbarie, 2. -3 PLATÓN, República, 532e-535a. -4 Tratado..., 153. - 5 ID,
- 6 ARISTÓTELES Política, 2; 1252a 33ss. vid -7 J. JEREMIAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, 355-
361.
VER: ÉTICA DE LA LIBERACIÓN, EXCLUIDO, FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN, IDEOLOGÍA, LIBERACIÓN, OTRO, POBRE,
TOTALIDAD.
BIBL.: GARCÍA ALDONATE M., Y resultaron humanos, Compañía Literaria, Madrid 1994; JEREMIAS
J., Jerusalén en tiempos de Jesús. Estudio económico y social del mundo del Nuevo Testamento,
Cristiandad, Madrid 1985; LEÓN-DUFOUR X., Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona
1978; MOMIGLIANG A., La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, FCE, México
1988; MORENO VILLA M., El Hombre como Persona, Caparrós, Madrid 1995, c. VI; ID, Filosofía de
la liberación y barbarie del «otro», Cuadernos Salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-282;
RUFIN J. C., El Imperio y los nuevos bárbaros. El abismo del tercer mundo, Rialp, Madrid 1993;
SEPÚLVEDA J. G., Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, FCE, México
1989; TACIANO, Discurso contra los griegos, en RUIZ BUENO D., Padres apologetas griegos, BAC,
Madrid 1954; TÓDOROV T., Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, Siglo XXI,
México 1991; ZEA L., Discurso desde la marginación y la barbarie, Anthropos, Barcelona 1988.
M. Moreno Villa
BELLEZA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN. Como cualquier otro concepto que alude a algo directamente relacionado con
las acciones del ser humano, la belleza debe ser entendida siempre en el marco de un
determinado contexto social, en el que tiene sentido y forma parte de las diversas relaciones
sociales establecidas entre las personas, incluidas las relaciones de dominación. Es más, el uso y
delimitación de lo que en cada caso se entiende por belleza desempeña un papel muy
importante en las relaciones de dominación: los poderosos se han preocupado siempre de
subvencionar y controlar la producción de belleza, convirtiéndola en un instrumento más al
servicio directo de su perpetuación en el poder y de su distinción como clase privilegiada. No es
posible, sin embargo, profundizar aquí en el carácter socialmente mediado de la belleza. Si
vamos más allá de lo que acabamos de mencionar, podremos aproximarnos a lo que
entendemos por belleza. Aludimos, en primer lugar, a una experiencia que se presenta en todas
las culturas. Es más, podemos considerar que esa experiencia de lo que es sumamente
placentero, de la belleza como una abstracción, es un universal cultural; y, al mismo tiempo, que
la delimitación de la belleza tiene siempre pretensiones de universalidad. Incluso se puede decir
que más allá de las modas, que van cambiando en diferentes épocas dentro de un mismo marco
cultural, y más allá de las divergencias que se dan entre culturas, dado que cada una posee unos
códigos de creación e interpretación diferentes, se puede encontrar una cierta convergencia
transcultural en determinados estándares de belleza. Una última consideración previa nos
recuerda que, si bien es en el arte, como actividad específicamente humana, donde se da una
preocupación explícita por la producción de la belleza, algo que ya señaló Aristóteles, no es
conveniente establecer una identidad entre la belleza y el arte. En primer lugar, porque con
mucha frecuencia el arte, y en especial el arte contemporáneo, ha pretendido hacer algo que no
guarda una relación estricta con la belleza; en algunos momentos la producción de la fealdad,
por no decir ya de lo extraño o sorprendente, se convierte en objetivo prioritario de una obra de
arte. En segundo lugar, porque dejaríamos fuera la rica experiencia estética que se produce en la
contemplación de la belleza en la naturaleza: hay, por tanto, cosas que no son producidas por el
ser humano, pero que este considera indiscutiblemente bellas. Ahora bien, aquí hablamos de la
belleza y no del arte.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Los tratados de ->estética suelen abordar el concepto de belleza
desde dos ópticas diferentes. Por un lado se trata de describir cuáles son las características que
poseen determinados objetos que nos llevan a reconocerlos como bellos. Aunque pueden darse
algunas divergencias, siguen gozando de especial consideración las que ya fueron definidas en el
mundo clásico griego y recogidas por Platón: orden, medida, proporción, equilibrio,
luminosidad... Lo importante, en todo caso, radica en el hecho de que se sitúa el análisis de la
belleza en las cosas que consideramos bellas; y desde luego son muy variadas las definiciones,
tantas que en algún momento se ha propuesto renunciar a un análisis del concepto de belleza.
Por otra parte, a partir del siglo XVII se comienza a conceder una importancia considerable al
gusto cuando se trata de hablar de la belleza. Lo importante no son ya las características del
objeto, sino más bien el efecto que la contemplación de ese objeto produce en nosotros. Se
retoma algo que ya estaba presente entre los griegos; la ->contemplación de la belleza es
sumamente placentera, provoca en nosotros un estado de gozo y sosiego que no se alcanza en
otras experiencias. De ahí se pasa a afirmar que son bellos aquellos objetos que producen en
nosotros el placer, independientemente de que luego un análisis de esos objetos nos ayude a
detectar las mismas características que antes mencionábamos. Siguiendo la línea de reflexión
iniciada por Hutcheson, Shaftesbury y Hume, la belleza se estudia desde una perspectiva
psicológica y epistemológica, procurando desvelar los procesos mentales que acompañan a la
percepción del placer estético. Esta distinción entre la belleza como característica de los objetos,
y la belleza como algo relacionado con la sensación de placer no prejuzga en ningún momento la
otra distinción básica: la belleza como algo objetivo, independiente de nosotros, y la belleza
como producto de una convención arbitraria de los seres humanos. Podemos decir que la belleza
es una característica de los objetos, y, a la vez, mantener una posición relativista o subjetivista,
en la medida en que consideramos que esas características dependen del contexto social o
incluso de opciones individuales, que se resisten a cualquier intento de elaborar unos criterios
objetivos. Igualmente, podemos defender que la belleza es una sensación o una emoción que
aparece en nosotros ante la contemplación de determinados objetos y, al mismo tiempo,
mantener que ese gusto estético es universal, propio de la ->naturaleza humana, y susceptible
de una educación y de ser valorado de acuerdo con unos criterios que nos permiten distinguir
entre buen y mal gusto.
Un análisis riguroso del concepto de belleza debe hacerse cargo de ambas contraposiciones, si
no quiere dejar fuera gran parte del ámbito de la realidad afectado por la belleza. Hay, sin duda,
algunas características recurrentes en los objetos que consideramos bellos, y ya he tenido
ocasión de aludir a ellas. Cualquier artista, sea cual sea el campo en el que trabaja, puede
conocer con cierta facilidad unas reglas elementales de composición, que debe tener en cuenta
si quiere que la obra producida muestre un cierto grado de belleza. Ahora bien, la belleza es
también el resultado de un determinado ->sentimiento o afecto, lo que concede una especial
importancia a la educación de los sentimientos y del gusto, si no queremos que nuestra
capacidad de percepción estética quede seriamente disminuida. Será imposible percibir la
belleza que nos rodea si no hemos educado nuestra capacidad de observar el mundo, del mismo
modo que nos aburriremos hasta el sopor contemplando una bella obra de arte, si no realizamos
el necesario esfuerzo de interpretación y comprensión que depende de unas determinadas
capacidades cognitivas y afectivas. Al mismo tiempo, la belleza es algo que nos sale al encuentro,
algo que se nos impone con una fuerza tal, que nos obliga a un reconocimiento y provoca en
nosotros un profundo sentimiento de placer. La belleza en la naturaleza, es un ejemplo de esta
independencia de la acción humana. Pero esto no es todo; la percepción de la belleza es algo
específicamente humano, de tal manera, que el momento de la subjetividad es inseparable de la
definición de la belleza. Incluso si hablamos de la belleza de la naturaleza, hace falta un
progresivo esfuerzo del ser humano para ir desvelando esa belleza que, en principio, permanece
oculta. Basta leer lo que decían los viajeros del s. XVIII cuando contemplaban los Alpes, para
darse cuenta de que sólo el creciente trabajo de comprensión de lo que nos rodea ha permitido
descubrir la belleza de la naturaleza existente en esas montañas. Si pasamos a considerar la
belleza como resultado de una obra de arte, el momento de la subjetividad se impone con total
claridad: son. los propios seres humanos los que realizan un considerable esfuerzo por sacar a la
luz la belleza que potencialmente está escondida en la realidad, algo que bien analizó Heidegger.
Quizás en ningún otro ámbito se recojan mejor los dos momentos de la belleza que en el propio
ser humano y en su esfuerzo por hacer de sí mismo un ser bello.
Varias son las características que permiten definir la belleza y paso a llamar la atención sobre las
que consideramos más significativas.
1. Siguiendo una doctrina clásica, la belleza debe ser considerada como uno de los
trascendentales del ->ser Toda realidad es una, es verdadera, es buena y es bella; es cierto que
no se da una absoluta conversión entre los diferentes trascendentales, y que es posible
encontrarlos de forma separada y en diferentes niveles de interrelación. No obstante,
desvincular la belleza de los otros trascendentales lleva a una depreciación de la misma, a un
esteticismo diletante que termina siendo autodestructivo. En la producción y contemplación de
la belleza, las personas avanzamos un paso más en la búsqueda y donación de sentido que debe
guiar nuestra existencia en el mundo. Tolstoi fue contundente en la necesaria vinculación de la
belleza al marco global del sentido, entendido en su caso como experiencia religiosa; pero del
mismo modo debemos entender la propuesta kantiana, pues Kant corona el enorme esfuerzo
desplegado en la crítica de la razón pura y de la razón práctica con una crítica del juicio que
amplía las posibilidades de autorrealización del ser humano en el ámbito de la creación estética.
3. Aunque habitualmente se suele vincular la belleza al libre juego desinteresado y, por tanto, se
insiste en que la belleza es algo que va más allá de las consideraciones meramente utilitarias,
esto es una visión reduccionista del tema. El ámbito de la belleza está abierto, sin duda, a un
libre juego de la creatividad humana. También es cierto que nada añade a la utilidad inmediata
de un objeto el hecho de que, además, sea bello. Sin embargo, desde los orígenes más remotos,
los seres humanos se han esforzado por dotar a todas sus producciones, incluidas las más
simples y cotidianas, de ese plus de belleza, conscientes de que, desprovistos de belleza, los
objetos terminan perdiendo su utilidad en un proyecto global de vida dotada de sentido.
4. La belleza tiene un carácter simbólico. Siendo siempre algo particular y concreto, remite a una
totalidad, a una plenitud de sentido. Ante la presencia de algo bello, nos vemos embarcados en
una actividad constante de comprensión, en la medida en que siempre hay en ese objeto algo
que se nos manifiesta, pero también algo que permanece oculto; lo que hace posible que
podamos contemplarlo una y otra vez sin agotar sus posibilidades expresivas. Es posible aplicar a
todo objeto bello el concepto de aura que Benjamin aplicaba a las obras de arte; o mantener,
como hace Heidegger y después Gadamer, que una obra de arte es un acontecimiento en el que
la verdad llega a ser algo que se mantiene por sí mismo y que no puede agotarse en una
comprensión única, exigiendo aceptar el círculo hermenéutico de la comprensión e
interpretación inacabables.
En definitiva, puede uno optar por el ideal romántico de Schiller, que veía en la belleza el
objetivo fundamental de la educación del ser humano; puede igualmente optar por las
propuestas de Marcuse, quien también descubría en la belleza las aspiraciones de plenitud y
reconciliación que animan a los seres humanos; o puede uno coronar su reflexión sobre la
belleza con las aportaciones de von Balthasar acerca de la gloria de ,Dios, a la que apunta toda la
creación. En todo caso, al aproximarnos a la belleza, estamos aproximándonos al ámbito en el
que los seres humanos podemos dar lo mejor de nosotros mismos.
VER: BIEN Y BIEN COMÚN, DESEO, ESTÉTICA, HEDONISMO, MIRADA Y TACTO, SER, VERDAD.
BIBL.: ÁLVAREZ L., La estética del rey Midas. Arte, sociedad y poder, Península, Barcelona 1992;
BENJAMIN W., Discursos interrumpidos 1, Taurus, Madrid 1973; GADAMER H. G., La actualidad
de lo bello, Paidós/U.A.B., Barcelona 1991; MARCUSE H., Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona
1976; SCHILLER F., Kallias: cartas sobre la educación estética del hombre, Anthropos/M.E.C.,
Barcelona 1990; TOLSTOI L., ¿Qué es el arte?, Península, Barcelona 1992.
F García Moriyón
El concepto de bien se ve afectado por una equivocidad que puede conducir a diversas
paradojas. Así, bien es un adverbio y también un sustantivo; pero está, además, su vinculación
con lo bueno y lo útil. El no haber distinguido claramente entre bien y bueno ocasionó en la
historia del pensamiento diversas dificultades. Pero, en vez de comenzar por el desarrollo
histórico de tales problemas, empezaremos por presentar la posición que la ética
fenomenológica de los valores ha ofrecido, y que permite alcanzar una posición desde donde
aclarar los problemas que se refieren al bien y a la ética, entendida como ética de bienes y de
fines. Max Scheler en su obra El formalismo en la ética y la ética material de los valores, acta de
constitución de esta línea del pensamiento ético, definía los bienes diciendo: «Los bienes son
por su esencia cosas valiosas»'. Y García Morente en sus Ensayos sobre el Progreso ampliaba esta
escueta declaración: «Las cosas -en el sentido más general de la palabra- en las cuales está
encarnado un valor positivo, llámanse bienes. El trigo es un bien, la Ilíada es un bien, el
automóvil es un bien. Las cosas en que está encarnado un valor negativo o disvalor, llámanse
males (...). Hay que observar que la objetividad de los valores se trasfiere a los bienes. Pero, en el
caso de los bienes, las posibilidades de error estimativo se multiplican enormemente por el
hecho de que una misma cosa puede encarnar valores y disvalores diferentes y, por lo tanto,
puede ser bien en un sentido y mal en otro»2.
1. CARACTERIZACIÓN DE LAS ÉTICAS DE BIENES Y FINES. Desde esta posición se deja aclarado el
problema de los bienes para conducirlo ante el del ->valor. Mas desde este aparente mero
traslado terminológico se abre una puerta fundamental, a saber, la posibilidad de evitar las
contundentes críticas que Kant formulara a cualquier ética de bienes o fines. Para entender
dichas objeciones es necesario que primero, de forma breve, caractericemos estas éticas. Una
ética de bienes sería aquella que se rige por el siguiente principio: «Esto debe quererse como fin
último porque es lo más bueno en el orden práctico» y «esto debe quererse como medio porque
es condición necesaria de lo más bueno en el orden práctico». Naturalmente, toda ética de
bienes propone fines; pero los propone precisamente por ser buenos. Un enfoque típico de una
ética de bienes se puede leer en la Ética a Nicómaco de Aristóteles3. La ética de fines, aceptaría
los dos principios anteriores, pero añadiría un tercero: «Y esto es lo más bueno en el orden
práctico porque es el fin último querido por (Dios, la naturaleza, etc.)». Naturalmente, toda ética
de fines apela a la bondad de estos; pero la justifica por ser queridos. Un planteamiento
característico de una ética de fines se puede encontrar también en la Suma de Teología de santo
Tomás4.
II. LA CRÍTICA DE KANT. La crítica que realizó Kant fue encaminada, ante todo, a mostrar la
imposibilidad de fundamentar la moral si se parte de conocimientos empíricos, pues sólo los
conocimientos a priori están acompañados de universalidad estricta y necesidad, es decir, si
partimos de conocimientos empíricos, todas nuestras afirmaciones serán contingentes y
perderemos toda base firme para guiar nuestra acción moral. Así dirá en su Fundamentación de
la metafísica de las costumbres: «Todos los conceptos morales tienen su asiento y origen,
completamente a priori, en la razón (...); que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento
empírico, el cual, por lo tanto, sería contingente; que en esa pureza de su origen reside su -
>dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que añadimos
algo empírico, sustraemos otro tanto de su legítimo influjo y quitamos algo al valor ilimitado de
las acciones»5. El gran problema de las éticas de bienes y fines es haber hecho depender la
moralidad de nuestras acciones de un mundo de bienes que es cambiante. En estas éticas, mi
voluntad se valoriza por relación a cosas que tienen valor (placer, saber...). Hago algo bueno si
consigo participar de aquello que es un bien, aunque eso no me convierta en ese bien; o si
produzco ese bien. Asimismo, todos esos bienes están sometidos a la contingencia del acontecer
mundano y, de esta forma, se hace depender el carácter moral de mi comportamiento de una
cosa del mundo. Esta situación tiene su origen en que -como dice Scheler en su Etica- la ética de
bienes en general, o la de Aristóteles en particular, «no conoce aún una distinción rigurosa de
bienes y valores, ni siquiera un concepto de valor, propio e independiente de los grados y la
autonomía del ser»6.
III. NOCIÓN DE VALOR. Así pues, de la noción de bien, nos hemos visto llevados a la noción de
valor, ya que un bien es una cosa que porta un valor. Los valores adquirieron relevancia en la
filosofía gracias al nuevo concepto de experiencia aportado por la fenomenología, que permite
abrir un campo ontológico completamente independiente de las cosas, no sometido a la
contingencia física, y adquirir conocimientos con universalidad y necesidad; y, en consecuencia,
fundamentar nuestro obrar moral.
Si los bienes tenían relevancia en el terreno moral, era porque mantenían una estrecha
vinculación con lo bueno, especialmente con lo moralmente bueno. De hecho, las éticas de
bienes y fines descansan sobre la apreciación de que algo es bueno, aunque las razones aducidas
en una y otra sean distintas. También en la ética fenomenológica se afirma una relación entre lo
bueno y el valor; es más, lo bueno es un valor: «Ser bueno es, por lo tanto, ser preferible. Y ser
preferible es poseer ese nimbo especial de atracción que unas cosas tienen más que otras. Pues
bien, a ese cariz de bondad, de preferibilidad, de atractivo, que distingue a unas cosas de las
otras, vamos a llamarle valor»7. Ahora bien, con todo lo dicho anteriormente se alcanza un
aspecto esencial de los valores: estos son datos últimos cuya originalidad excusa de antemano
todo intento de reducirlos a otros datos que no sean ellos mismos. No se puede explicar el valor,
como tampoco podemos explicar qué sea rojo u amarillo. Pero esto no debe conducirnos al error
de pensar que de los valores, por ser indefinibles, no podemos tener conocimiento alguno, o que
esta característica supone una deficiencia. Junto a lo moralmente bueno, podemos señalar como
la otra categoría moral fundamental lo correcto. La diferencia entre ambas se entiende bien
atendiendo a la parte de la acción moral de la que se predica una y otra categoría. En una acción
moral distinguimos los siguientes elementos: El acto de querer, del que soy sujeto gracias a mi
libre albedrío, y lo querido en tal acto, que sería el fin u objeto de tal acto, es decir, el estado de
cosas pretendido por el agente. Pero las cosas pueden salirnos mal y lo hecho puede no coincidir
con lo querido. La motivación moral del agente, sus razones para actuar, es otro aspecto
fundamental. A nadie se le ocurrirá, en principio, que el valor moral, tanto de la bondad como de
la corrección, puedan depender del resultado final de la acción, de lo hecho. Sobre lo querido,
por ejemplo, que se alegre un compañero, recae la corrección moral. Mientras que es del querer
del que se dice que es bueno o malo moralmente, donde el papel de la motivación moral es
decisivo a la hora de calificar un querer en uno u otro sentido. Si bien, este calificativo de bueno
o malo el querer lo recibe prestado, como contagiado del sujeto moral, pues propiamente el
agente es el portador del valor bondad o maldad moral, y sólo de forma derivada se dice del
querer del sujeto de la acción.
H. Reiner -en su obra Bueno y malo- introduce dentro de los valores la distinción entre valores
condicionados por la necesidad, o relativos, y, valores absolutos. Los primeros serían aquellos
valores que le vienen bien a una persona, cuyo actuar está orientado al disfrute, a la posesión de
los mismos. Este venir bien puede ser que satisfaga la necesidad propia o también la necesidad
ajena. A los valores que «consisten simplemente en que aparece como grata la realidad de algo
en su propia índole, considerada en sí misma, se les ha denominado valores absolutos. Con ello
se da a entender que esos valores descansan en cierto modo en sí mismos, que su ser no
consiste, por tanto, en venirles bien a alguien, sino que es su existencia en sí misma la, que se
vive como grata. Mas también corresponde a la naturaleza de estos valores absolutos el que nos
remitan a lo metafísico, en cuanto que nos permiten barruntar una razón de ser que late en el
fondo de ellos, aunque es inaprehensible para nosotros, y que nos inspira un aprecio de índole
peculiar; aprecio que entraña a la vez respeto o veneración por los portadores de esos valores» 8.
Desde esta división se puede elaborar todavía otra más. Se puede hablar de valores
objetivamente importantes, como el grupo formado por los absolutos y los que satisfacen la
necesidad de otros, y de valores sólo subjetivamente importantes, como aquellos que satisfacen
únicamente la necesidad propia. Los valores objetivamente importantes nos exhortan a
conservarlos y fomentarlos. Y lo moralmente bueno consistirá en obrar secundando exigencias
de un valor objetivamente importante.
Finalmente señalemos el entorno conflictivo, por integral, de tal visión del bien común: «El bien
común relaciónase con las personas de dos maneras: en primer lugar, en cuanto las personas
están contenidas en el orden social, es esencial al bien común el revertir o el volver a ellas; en
segundo término, puesto que las personas sobrepujan al orden social y están directamente
ordenadas al Todo trascendente, es esencial al bien común favorecer el progreso de aquellas
hacia los bienes absolutos que trascienden a la sociedad ->política. Desde el primer punto de
vista, tenemos la ley de la redistribución del bien común a las partes de la sociedad, por ser estas
partes personas. Por la segunda consideración, tenemos la ley de la superación o superioridad,
por la que se manifiesta la trascendencia de la persona respecto a la sociedad»13.
NOTAS: 1 Ética, 1, 35. - 2 Ensayos sobre el Progreso, 43. -3 Cf Ética a Nicómaco, 1, 7. 1097 a-b. -4
Cf Suma de Teología, II-II, q. 23. a. 7. -5 Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 43-
44. -6 M. SCHELER, o.C., 21. -7 M. GARCÍA MORENTE, o. c., 38. -8 H. REINER, Bueno y malo, 25. -9
PLATÓN, República, 509 b. -10 Totalidad e Infinito, 212, 229, 308. -11 A. PINTOR RAMOS, En las
fronteras de la fenomenología, en G. GONZÁLEZ-R. ARNAIZ (eds.), Ética y subjetividad. Lecturas
de Emmanuel Lévinas, Universidad Complutense, Madrid 1994, 42. - 12 Suma de Teología, II-II, q.
47,2; q. 11. - 13 J. MARITAIN, La persona y el bien común, 81.
BIOÉTICA
DicPC
La historia de la bioética (neologismo derivado de los términos griegos bíos, vida, y éthos, ética)
comienza en 1970, año en que el oncólogo Rensselaer Van Potter usó por primera vez la palabra en
un artículo emblemático, Bioethics: The Science of Survival. Al año siguiente ve la luz un libro suyo
titulado, no menos simbólicamente, Bioethics: Bridge to the Future, donde declara con énfasis que
desea «contribuir al futuro de la especie humana con la promoción y enucleación de una nueva
disciplina, la disciplina de la Bioética». El mismo Van Potter afirma que llegó a esta idea cuando
tomó conciencia de la evolución del campo de la ética gracias al que define como el «pionero de la
Bioética», Aldo Leopold, un ecologista estadounidense que, después de la revolución darwiniana y
la freudiana, se percató de la importancia que «las costumbres antropológicas tienen para el
equilibrio del ecosistema». Impresionado por la temática exuberante de la que califica como
«bomba biológica», capaz de amenazar el futuro del hombre, piensa que «la biología puede
relacionarse fructuosamente (hacer de puente) con las ciencias humanas» y, por tanto, constituir
un requisito insustituible de la Bioética como Ciencia de la Supervivencia.
1. ORIGEN HISTÓRICO Y CONSOLIDACIÓN. Hay quienes propugnan que el origen de la Bioética está
vinculado a los atropellos cometidos por los nazis y al avance correlativo de la tecnología. Fue
entonces cuando se agudizó la conciencia sobre la ->dignidad humana, al hacerse públicos en el
proceso de Nüremberg los crímenes perpetrados mediante experimentos biológicos realizados con
prisioneros y, posteriormente, con quienes eran susceptibles de discriminación racial. De este
impresionante holocausto nacieron dos corrientes: una de carácter jurídico, que cristalizará muy
pronto en la Declaración Universal de los ->Derechos Humanos de 1948; la otra, de inspiración
ética y avalada por la teoría iusnaturalista de los años 50, por diversas circunstancias sociopolíticas
y culturales, irrumpirá y se propagará rápidamente en Estados Unidos.
II. EL ENCANTO DE LA «NOVEDAD». Quizá nunca como ahora se ha estado tan cerca de la frontera
entre la ->nada, la vida y la ->muerte del ->hombre. Al estar en juego el futuro de la humanidad,
dado que el conocimiento científico deriva fácilmente en dominio y manipulación de la vida, y las
instancias políticas tienden a monopolizar el poder efectivo de la ->ciencia y de la sanidad, se
necesita una nueva ->ética que, más allá de consensos ordinarios, establezca leyes y normas
racionales y razonables.
Aceptada en general la urgencia de una nueva disciplina, muchos se preguntan en qué reside su
específica novedad, en qué se distingue de la deontología clásica, de la ética médica o de la
medicina legal.
Las respuestas más significativas pueden agavillarse del modo siguiente: para algunos se trata
simplemente de una moda pasajera; según otros, la novedad reside en la extensión de su
contenido, ya que abraza a todos los seres vivos por igual; hay quienes opinan que estamos ante
una ciencia interdisciplinar o multidisciplinar que engloba todas las ciencias del saber humano,
desde la biología molecular y la genética hasta la filosofía y la teología, pasando por la historia, la
sociología, la psicología, la economía y la ,política. Ante la dificultad de identificar con precisión su
novedad, se insiste en que se trata de una disciplina sui generis, dependiente de la ética clásica,
caracterizada especialmente por la complejidad y la función de puente. Sin embargo, conviene
subrayar que, desde sus orígenes, rompe con la reflexión filosófica (desdeontologización) y endosa
hábitos de ->secularización (desconfesionalización), liberándose de cualquier compromiso moral
absoluto; pretende justificar las nuevas intuiciones revolucionarias morales, partiendo de premisas
siempre relativas y cambiantes. Consecuentemente, en la bioética las ciencias empíricas
desempeñan un papel decisivo a la hora de aconsejar normas y directrices en función de la calidad
de la vida. De aquí las connotaciones que conviene reseñar.
III. INTENTO DE DEFINICIÓN. Siempre es arriesgado adelantar una definición, pero mucho más en
esta oportunidad. A pesar de las múltiples y variadas definiciones pergeñadas, ninguna de ellas ha
merecido una acogida unánime, por exceso o por defecto, a la hora de perfilar su caleidoscópica
configuración. Quizá habría que comenzar por distinguir entre las que la conciben como una
alternativa a la ética y las que la presentan como parte de la filosofía moral. En este segundo caso,
estará en armonía con el significado que se reconozca al discurso ético: meramente descriptivo-
analítico, prescriptivo-normativo o meta-ético. No obstante, Van Potter señala que la bioética
«puede definirse como el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias
humanas y de la atención sanitaria, en cuanto se examina esta conducta a la luz de valores y
principios morales». Para muchos, empero, es un simple marco de reflexión y de investigación
interdisciplinar sobre los desafíos alumbrados a raíz de los progresos técnico-médicos, pudiendo
cada uno tomar libremente sus decisiones. Otros la reducen a un método que se centra en el
análisis de casos complejos y de los procesos a seguir en la solución de los dilemas morales,
ateniéndose especialmente al esquema de costos y beneficios.
Cuando se la considera como parte de la ética o una forma de ella, que trata de orientar la acción
de los ciudadanos y de influir en las opciones de la sociedad, se impone distinguir una doble
tendencia. Según los partidarios de la que podemos llamar pragmática, en cuanto que parece
obsesionada por la cuestión del ->consenso, "la bioética es la ciencia normativa del
comportamiento humano aceptable en el dominio de la vida y de la muerte» (P. Deschamps),
reduciendo considerablemente la diferencia entre ética y ->derecho. La segunda corriente, que
cabría calificar de idealista, por subrayar la perspectiva ética del término y de la reflexión, en
general entiende la bioética como «el estudio de las normas que deben regir nuestra acción en el
terreno de la intervención técnica del hombre sobre su propia vida» (F. Malherbe).
Por otra parte, aunque el vocablo bioética significa literalmente ética de la vida, muchos expertos
le asestan dos profundos tajos, pues la definen como aquella parte de la ética que regula el trato
debido a la vida humana en sus orígenes biológicos, desarrollo cualitativo y muerte digna,
mediante la aplicación de técnicas biomédicas avanzadas (microbioética, bioética en sentido
estricto). En realidad, habida cuenta de la polisemia del término bíos, parece más adecuado
presentar la bioética como aquella parte de la ética que versa sobre el trato debido a los seres
vivientes, en todas las etapas de su existencia, mediante la aplicación de la biotecnología avanzada,
con el fin de promover su salud y calidad de vida (macro-ética, bioética en sentido amplio). La
apuesta por esta concepción de la bioética implica problemas complejos y graves, como veremos
después, porque es necesario clarificar la diferencia sustancial existente entre las diversas especies
de vida (se debe entender en sentido no unívoco sino analógico) y que la biotecnología no se puede
aplicar por igual a todos los seres vivos.
IV. CONTENIDO DE LA BIOÉTICA. También en este punto, en puridad lógica, se difuminan los
confines y alcance de este término erudito y enigmático. En una primera impresión, parece que
debiera abarcar todo el saber ético relacionado con el cuidado de la salud, en orden a mejorar la
calidad de la vida humana, en continuidad con la llamada ética médica, aunque empleando los
descubrimientos científicos y técnicos más importantes de las investigaciones biológicas y las -
>técnicas biomédicas. Pero su contenido se ha ido ampliando cada vez más.
El núcleo central de la nueva disciplina, que goza de fuerte unanimidad por parte de los autores, lo
constituyen los temas siguientes: a) diagnóstico prenatal, consejo genético, eugenesia fetal, terapia
génica, prácticas abortivas, esterilización masculina y femenina por diversos motivos, sobre todo
por razones eugenésicas; b) reproducción humana artificial o asistida, en todas sus modalidades y
con sus correspondientes implicaciones técnicas (bancos de esperma, bancos de embriones,
madres de alquiler, etc.); c) experimentación con seres humanos, embriones y cadáveres, en
cualquiera de las fases de la vida; d) información clínica y comunicación veraz de su situación al
enfermo, reanimación, encarnizamiento terapéutico, eutanasia, derecho a una muerte digna; e)
terapia y manipulación genéticas en todas sus formas.
Conscientes de que se trata de una caricatura, se la describe con estos rasgos: la ética médica tenía
como epicentro la ->relación médico-paciente en la que primaba la figura paternalista del médico,
sin tomar suficientemente en cuenta al enfermo, a la familia y, mucho menos, a la sociedad y al
Estado; el valor determinante era el respeto sagrado (absoluto) a la vida; elaboraba la solución de
los problemas a la luz de las morales religiosas y los códigos deontológicos; por último, la mayor
parte de los autores y profesores de esta disciplina eran teólogos, que sin duda fueron los primeros
en percibir los nuevos signos de los tiempos.
Frente a este modelo, se abrirá paso una toma de conciencia cada vez más profunda de la novedad
y cambio de enfoque exigidos por la nueva disciplina. Los expertos hablan de un enfoque
interdisciplinar, secular, prospectivo, global y sistemático. En primer lugar, la bioética es una
ciencia interdisciplinar pues su boom es resultado del desarrollo fulminante de las ciencias
biológicas y de las técnicas biomédicas; por consiguiente, precisa de la colaboración y de la
interacción de todas esas ciencias, así como de la implicación de diversos profesionales, para
analizar los problemas y buscar conjuntamente una solución adecuada. Reconocido el pionerismo
de los teólogos, en razón de la interdisciplinariedad y el pluralismo religioso-ético de los
interesados, se impone como segunda característica la secularidad, dado que se han de encontrar
respuestas válidas para todos, sin distinción de ideología ni de religión: el enfoque secular reclama
un lenguaje y una argumentación a partir de la razón, sin que esto signifique que los creyentes
tengan que arrinconar su fe o sus convicciones morales (se podría hablar, pues de una bioética civil
o de mínimos). Se insiste también en que ha de tener un enfoque prospectivo, ya que la novedad y
aceleración de los descubrimientos científico-técnicos es un índice permanente; de ahí su posición
vigilante y abierta al futuro para poder hallar elementos de solución adaptados al aquí y ahora, que
no hipotequen el porvenir de la investigación. Como cuarta característica se presenta el enfoque
global (aunque sería mejor hablar de integral): la bioética debe tomar en cuenta a la ->persona en
todas sus dimensiones, a la sociedad y al planeta de los vivientes, sobre todo si se decide romper el
estrecho corsé de las relaciones médico-enfermo (->enfermedad) y abrirse a los apasionantes
confines de la macro-bioética. Por último, se puede hablar de un enfoque sistemático en el sentido
que, después de un análisis profundo, busca la solución de los problemas (¡no sólo dilemas!)
morales en coherente referencia a unos criterios básicos, objetivos y racionales.
VI. CLAVE INTERPRETATIVA. Cuando la bioética se concibe y elabora como aquella parte de la ética
que reflexiona sobre las cuestiones de la vida, no puede quedarse, en verdad, en el simple análisis
de casos o soluciones de dilemas morales, ni tampoco en la mera elaboración de esquemas de
análisis o de procesos de toma de decisión. En este caso, la estructura del discurso bioético es
polivalente y poliédrica, pues la ética no construye un único discurso sino varios, cada uno de los
cuales posee una estructura propia, con sus características específicas, y remite a criterios
igualmente específicos para la solución de sus respectivos problemas. Explicitar este aspecto
significa evidenciar los principios epistemológicos (formales) de la estructura lógica del discurso
bioético.
Los discursos éticos no son todos de carácter descriptivo o normativo. A veces se intenta trasmitir
contenidos que se pueden identificar como exhortativos. Se trata de un discurso que, aunque
dirigido también a la inteligencia, pretende mover y reforzar la ->voluntad: se denomina parénesis
(exhortación).
Finalmente, quien se proponga hacer un completo discurso ético, aunque sea en el ámbito de la
bioética, entendida no sólo como valoración moral de los problemas médicos y biológicos o como
una consideración más teórica de la deontología médica o de la medicina legal, tiene que afrontar
algunos problemas de índole estrictamente lingüística o semántica, y otros que se identifican con
los postulados kantianos y/o con aquellos que se sitúan más allá del hecho puramente normativo:
nos referimos al plano de la metaética. Este tipo de reflexión, que analiza en profundidad los
fundamentos filosóficos y teológicos de la bioética, dada su condición de investigación puramente
teórica, no suele (ni puede) ser un terreno visitado por todos los interesados en la bioética. Pero no
se puede olvidar que la discusión de los problemas bioéticos remiten, en última instancia, a la
discusión sobre la bioética. De aquí la exigencia de una metabioética, que investigue los
presupuestos filosóficos (y teológicos, en su caso), la referencia a una determinada concepción de
la realidad (filosofía de la naturaleza), de la vida y del hombre (antropología). Cierto que se puede
encontrar una amplia convergencia respecto de la necesidad de una aproximación metabioética,
pero apenas existe conciencia de que es aún más necesario concordar sobre el horizonte de sentido
metabioético, pues la mayoría de los pensadores y actores de la bioética prescinden, cuando no
rechazan, una Weltanschauung (cosmovisión) basada en la verdad del hombre y de la realidad.
VII. MODELOS DE BIOÉTICA. El obstáculo principal para que, desde el horizonte metabioético,
podamos discernir si un descubrimiento científico o técnico constituye un progreso para la persona
y la comunidad humana o, por el contrario, conlleva un retroceso o riesgo de deshumanización,
está representado por la doble lógica que hoy prima entre nosotros: la del ,,sentimiento y la de la
tecno-,,ciencia, entre las que sería necesario aplicar particularmente la teoría del puente de Van
Potter. En consecuencia, se pueden individuar cuatro sistemas de valores o tendencias éticas, que
determinan cuatro modelos diversos de bioética. A continuación las reseñamos de forma
telegráfica.
a) La primera tendencia, definida como radical, proclama la ->libertad como el máximo valor
humano y exige que a la investigación científica y sus aplicaciones no se ponga otro límite que la
libertad del otro. b) El segundo modelo, calificado a la vez de pragmático y eficientista, tiene como
filosofía de fondo promover el bienestar de los ciudadanos y de la sociedad, a la luz del principio de
los costos-beneficios, sin parar mientes en los métodos y medios empleados: el mito de la
tecnociencia, tan duramente denostado por la moral planetaria. c) En tercer lugar, se encuentra la
tendencia reduccionista-evolucionista, que se funda en los presupuestos de la sociobiología: el
progreso científico en el campo biológico humano es el que debe dictar orientaciones y normas a la
bioética. d) La cuarta concepción antropológica, de profundo acento personalista, se subdivide en
dos corrientes: una de carácter fuertemente racional y filosófico, patrimonio de la tradición
occidental; la otra, cuyo trasfondo es teológico-moral, propia de la teología católica. Esta
concepción contemporánea, que quiere permanecer fiel a la tecnociencia y a la razón filosófica, se
funda en una antropología de la totalidad del hombre, biología y pensamiento unificados en la
unidad de la persona.
VIII. GRANDEZA Y LÍMITES DE LOS PRINCIPIOS. Desde que I. Kant realizó la revolución copernicana
de la ética, en nuestras sociedades, y en la misma comunidad de las personas expertas, si no se
quiere regresar a la falacia naturalista y se pretende respetar el pluralismo cultural y ético, resulta
muy difícil encontrar un fundamento unánime para los principios y valores morales. Ante
semejante fracaso, se ha llegado a la conclusión de que, sin embargo, es posible descubrir un
lenguaje común y un canon de operatividad en la conjugación de tres principios que recogen, de
algún modo, tradiciones ético-religiosas y de corte hipocrático: el de beneficencia, el de -
>autonomía y el de ->justicia. Muy arraigados en la cultura y valorados en la vida social, se
muestran eficaces para resolver los dilemas éticos mediante tomas de posición. Aunque no nos sea
ahora posible exponer el fundamento, contenido y alcance de cada uno, hay que señalar dos
riesgos: por una parte, es un hecho comprobado que fácilmente tienden a convertirse en absolutos
que no admiten excepciones; por otra, con frecuencia surgen casos y situaciones en que los citados
principios entran en conflicto, por lo que es necesario recurrir a un meta-principio o a establecer
una jerarquización entre ellos. Hoy se invocan también el principio utilitarista en sus diversas
expresiones, y el principio de universalización, en las distintas formulaciones inspiradas en I. Kant y
en H. Jonas, en equivalencia a la célebre regla de oro de las antiguas religiones orientales y del -
>cristianismo.
IX. «PUENTE» SIN ACABAR. El sueño de Van Potter no se ha terminado de realizar. Habrá que seguir
levantando algunos otros pilares, que me limito a enumerar. ¿Hay que entender la bioética sólo o
principalmente en simple continuidad con la ética médica o constituye una ruptura y novedad? El
verdadero problema de la bioética, ¿no surge precisamente de la ruptura del puente entre
objetividad y subjetividad, que ha dado origen a dos tipos de éticas, la ética formal y la ética
material? Si la bioética exige e impone opciones morales, para obrar bien ¿no será necesario
conocer bien la realidad? Dejando adecuadamente establecido el valor intrínseco de todos los
seres, ¿no habrá que establecer un orden de respeto a la vida, como hay un ordo amoris que
justifique rescatar la incomparable nobleza del hombre como fin en sí mismo, que impide tratarlo
exclusivamente como medio? En las incertidumbres de la lectura catastrofista potteriana, poder
esperar en el futuro del hombre sólo será posible en la medida en que seamos capaces de alumbrar
una racionalidad más razonable, no unilateralmente mito-filosófica ni científico-tecnocrática. Como
disciplina pluridisciplinar por definición, la bioética necesita la mediación de la metabioética, si
aspira a una convergencia fundamental, más allá de las concepciones contractualistas, sobre la
verdad del hombre, su lugar en la historia y el puesto que le corresponde en la naturaleza, como
vértice y pastor de la creación.
BIBL.: AA.VV., Bibliografy of Society, Ethics and the Life Sciences, The Hastings Center, Nueva York
1973ss; BLÁZQUEZ N., Bioética fundamental, BAC, Madrid 1996; ELIZARI BASTERRA F. J., Bioética,
San Pablo, Madrid 19941; GAFO J. (ed.), Fundamentación de la bioética y manipulación genética,
UPCO, Madrid 1988; GRACIA D., Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid 1989; REICH W. T.
(ed.), Encyclopedia of Bioethics, 4 vols., Collier Mc-Millan, Londres 1978; VAN PorrER R., Bioethics:
The Science of Survival, in Perspectives in Biology and Medicine, 14 (1970) 120-153; ID, Bioethics:
Bridge to the Future, Prentice-Hall, Englewood Cliffs 1971;VIDAL M., Bioética. Estudios de bioética
racional, Tecnos, Madrid 1989.
R. Rincón Orduña
BURGUESÍA
DicPC
¿Cuándo se inicia y cómo se desarrolla la burguesía en el primero de esos períodos y qué nota cabe
señalar como caracterizadora de la misma? A finales del siglo X aparecen en las ciudades o burgos -
origen de nuestra voz- grupos humanos cuya forma de vida no depende ya de la tierra, sino que, al
ejercer como artesanos y comerciantes, se asegura en el trabajo personal y en el dinero. Este doble
hecho convierte a los burgueses en una clase social de hombres jurídicamente libres y
económicamente independientes, dentro, eso sí, del rígido organigrama feudal. Por eso, cuando
siglo y medio después el comercio prospere, y a su socaire la burguesía adquiera riqueza y fuerza,
no sólo su libertad jurídica le permitirá organizarse con autonomía, sino monopolizar el gobierno
de las ciudades, garantizando de este modo el ejercicio sin cortapisas de su actividad dentro del
marco corporativo propio de una sociedad estamental. Aunque tardíamente, logrará así la
burguesía que nobleza y clero la reconozcan como un grupo diferente del campesinado, con el que
todavía estaba confundida, dando lugar en el ocaso de la Edad Media al nacimiento de la burguesía
moderna de cuño capitalista (Sombart).
Nada tiene de extraño, pues, que el patriciado urbano o minoría burguesa dirigente apoyara al Rey
en su afán por imponer su ->autoridad a la aristocracia, con el claro propósito de favorecer el
desarrollo del capitalismo. Tres serán los hechos que se le ofrezcan a la burguesía para el logro de
ese objetivo: primero, el poder alcanzado por la monarquía autoritaria, con la que está en
connivencia; segundo, la explotación de las minas de metales preciosos, que dará lugar a un
considerable aumento de la circulación monetaria; y tercero, al comercio colonial y sus enormes
posibilidades de enriquecimiento, al traer a primer plano toda una serie de aspectos genuinamente
burgueses como empresa, trabajo, organización y, en particular, su convicción de que el objetivo
humano es la ganancia. Podemos, en consecuencia, decir que la nota que tipifica a la burguesía
antes de la Revolución Francesa es su carácter mercantil estamental.
Ahora bien, pronto la estructura del Viejo Régimen detendrá ese progreso, tanto desde el punto de
vista económico -ineficacia estatal- como desde el político -la nobleza de sangre acapara los altos
cargos-, lo que condujo a la burguesía a idear una reforma de la sociedad y del Estado y erigirse a sí
misma en punta de lanza de la lucha contra el Absolutismo. Ambos aspectos se materializarán a lo
largo del siglo XVIII en las revoluciones Inglesa -a comienzos del mismo-, que dará lugar a la
monarquía constitucional, y a la Francesa -a finales-, que destruirá la organización sociopolítica de
dicho Viejo Régimen.
Ese estado de cosas será lo que justamente dé lugar a la maduración de la conciencia social de la
clase obrera y a su liberación de la hegemonía política burguesa. Como consecuencia de esta
separación, emerge un nuevo concepto de burguesía, que abarca tan sólo a quienes poseen los
instrumentos de trabajo o un capital que les permita, cuando menos, la independencia económica.
Aparece así un enconado antagonismo entre burguesía y proletariado; estos, los proletarios,
auspiciando una lucha de clases como única posibilidad de lograr trasformar la realidad social; y
aquellos, los burgueses, hablando de una sociedad sin clases cerradas o, lo que es igual, en la que el
ascenso social dependa tan sólo del esfuerzo y de los méritos individuales.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Leyendo por debajo de la historia que acabamos de delinear, puede
observarse cómo trabajo y ahorro, sobre todo, aparecen como los grandes valores de la burguesía
estamental, a la vez que un afán de seguridad anima no tanto a mejorar cuanto a mantener la
situación de que gozan sus miembros. Empero frente a ella -y sin que esto suponga una
contradicción- la burguesía industrial -la burguesía como clase-, asumirá los valores del ocio y
consumo, así como el riesgo propio del espíritu de empresa (lucha, competencia, mercado), unido
al afán de una ganancia sin límites.
Fue la Ilustración la que proporcionó a la burguesía la base ideológica para el logro, por esta, del
poder político, social y económico, con la proclamación de una serie de principios universales de
igualdad y ->libertad. Claro que estos pronto mostrarían su carácter mistificador al introducirse en
el plano operativo una escisión entre el ciudadano universal, que teóricamente proclama la
igualdad de naturaleza, y el hombre propietario, que fácticamente la niega. Así nos explicamos, por
un lado, el hecho de que, si bien la igualdad de todos los ciudadanos era universalmente
reconocida ante la ley, lo mismo que también la libertad de empresa y otras libertades, a la hora de
la verdad únicamente quienes poseían dinero, es decir, la burguesía, tenían la posibilidad real de
crear industrias y realizar negocios; e igualmente nos explicamos también, por el otro, que, aunque
la ocupación de puestos de gobierno no estuviera limitada por rango o nacimiento, tan sólo los
ricos podían de hecho ostentarlos. La burguesía, de esta manera, terminará identificándose con el
capitalismo, con esa concepción del mundo basada en el dinero y en la utilidad, y asumiendo una
actitud individualista que el ->personalismo criticará y rechazará, por considerarla uno de los más
perversos modos de anulación de la persona, pues «el capitalismo ha envilecido al hombre en la
mediocridad del dinero. El obrero (...) es un instrumento intercambiable al servicio del capital»
(Mounier). De ahí que la burguesía tratara de asegurarse en una ética basada sobre los tres
principios de la producción, el dinero y el provecho, lo que tampoco debe sorprender desde que M.
Weber aclarará la conexión existente entre las motivaciones religiosas del calvinismo y el desarrollo
del capitalismo.
Pero, como no podía ser de otro modo, lo que la burguesía obtuvo fue una ética del egoísmo, que
acabaría por configurar una sociedad también egoísta, al quedar estructurada sobre las
coordenadas del dominio del hombre por el hombre y la despersonalización de todos sus
miembros. A esa ética egoísta del hombre burgués o poseedor, atenido a la máxima del «se es en
tanto que se tiene y en esa misma medida», le opondrá el personalismo su ética amorosa, una
ética esta no tanto de normas como de actitudes, donde lo característico es la apertura, pues al
basarse en el amor un ->amor que da sin esperar nada, dirigido a los menos amados, de acción-
testimonio y no excluyente- y ser este de suyo difusivo, no impone más ley que el querer al otro
desde la libertad.
Sin embargo, hemos de reconocer que la asunción de una sociedad sin clases cerradas ha
conducido a una peligrosa mesocracia que ha terminado casi por universalizar el ideal burgués,
hasta el punto de ser asumido, al decir del mismo Mounier, por muchos trabajadores y pobres
como ideal de sus vidas. Estos, al igual que aquellos, desean una conquista individual de la riqueza
desde actitudes claramente insolidarias, o bien poseer sobre los demás ese poder que ahora ellos
mismos están padeciendo.
III. CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA. El espíritu burgués ha calado de tal manera en la
cultura contemporánea, que no lo agotamos adjetivando como burguesas determinadas políticas,
sistemas axiológicos, estilos de vida actuales, sino que cabe aplicar tal calificativo también a toda
nuestra sociedad. Por eso, caídos los grandes relatos, hechas añicos las ideologías, el sentido de la
inmediatez y del presente se nos impone sin más soporte que el del pragmatismo de un
neocapitalismo cada vez más duro -propuesto, irrisoriamente además, como el fin de la historia por
F. Fukuyama-.
Y, a decir verdad, tampoco se entrevén fórmulas lo suficientemente eficaces para sacarnos de este
impás. Muy por el contrario, en nuestras actuales sociedades burguesas, la diferencia entre los
hombres se reafirma y profundiza, día tras día, en medida proporcional a la que alcanzan las cotas
de estandarización a que nos vemos sometidos como efecto de un riguroso control racional,
llevado a cabo desde el poder y auxiliado por la medioklatura. Tales hechos nos muestran con
nitidez la verificación de la escala burguesa de valores y de su sociedad homóloga, conjugados en
esas dos alternativas dialécticas de seguridad-libertad y planificaciónprogreso.
Sin embargo, las consecuencias que se siguen de esos dos binomios que la sociedad burguesa
siempre trató de conjugar, a saber, una aurea mediocritas -que permita la realización de los
ciudadanos desde la estabilidad- y una producción ininterrumpida -que exige la destrucción ingente
de cantidades de energía-, están conduciendo al vacío humano y a la devastación ecológica, dos
peligrosas consecuencias que es necesario evitar, ya que ponen en juego el ,sentido mismo de la
vida humana y la seguridad de nuestro planeta Tierra.
BIBL.: DAHRENDORF R., Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial, Rialp, Madrid
1962; LARRAÑETA R., El capitalismo actual y la ética del beneficio, Revista de Filosofía, Y época, vol.
VI (1993) 9, Complutense, Madrid; MORAZE C., El apogeo de la burguesía, Labor, Barcelona 1965;
PIRENNE H., Les villes et les institutions urbaines, Librairie Felix Alcan, París 1936 6; SOMBART W., El
Burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, Alianza, Madrid
1972; ID, Lujo y capitalismo, Alianza, Madrid 1979; WEBER M., La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, Sarpe, Madrid 1984.
M. Sánchez Cuesta
CAPITALISMO Y NEOCAPITALISMO
DicPC
El origen de este nuevo modo de ser en el mundo tuvo lugar entre aquellos que los señores
feudales denominaban, despreciativamente, habitantes del burgo, es decir, burgueses. Junto al
castillo, el palacio episcopal y la catedral -símbolos de la sociedad feudal- se levantan los mercados,
los ayuntamientos y casas comerciales que preanuncian y simbolizan el poder burgués. Como lo
han mostrado Sombart y Scheler, fue en los burgos, luego ciudades, en donde se gestó la cultura
del Renacimiento, produciéndose el tránsito del Medievo a la modernidad, con una visión del
mundo y de las cosas que informa la vida del hombre y, al mismo tiempo, influye de manera
decisiva en la formación del capitalismo. El espíritu de empresa era lo esencialmente nuevo. Los
arquetipos de hombre medieval fueron el Caballero y el monje cristiano. Ahora la actividad
económica ordenada es el motivo y el principio de la conducta del burgués (->burguesía); su
arquetipo es el empresario.
En el siglo XVIII, dueña ya de la economía y de la cultura, la burguesía se constituye como una clase
poderosa y dinámica: ella llevará a cabo la Revolución Francesa y todas las revoluciones de los
siglos XVIII y XIX. Dos autores nada sospechosos, Marx y Engels, escribían en 1848: «La burguesía
ha desempeñado en el trascurso de la historia un papel verdaderamente revolucionario... Hasta
que ella no lo reveló, no supimos de cuánto es capaz la actividad humana. Ha realizado maravillas
superiores a las pirámides de Egipto, los acueductos romanos o las catedrales en la clase soberana,
y ya ha creado fuerzas productivas cuyo número prodigioso y colosal potencia supera cuanto han
sabido hacer las generaciones anteriores» (Manifiesto comunista).
II. GÉNESIS DEL CAPITALISMO. Una sociedad fundamentalmente agrícola y una organización
artesanal caracterizaron al mundo de producción medieval. Con la 'Ilustración se configura el
marco ideológico-cultural que servirá de fundamento al sistema de liberalismo que tiene dos
puntos de apoyo: la riqueza y el mercado. Es decir, riqueza y propiedad realizados en el marco del
libre juego de la oferta y la demanda -el mercado-, como el eje de la vida económica. El plano
político conduce al Estado liberal, opuesto a toda intervención del Estado en la vida económica. La
conciliación entre los intereses generales y los individuales se realizará automáticamente.
2. De la libre concurrencia a los oligopolios y monopolios. A finales del siglo XIX comienza a
perfilarse un nuevo rasgo del capitalismo: el sistema de libre concurrencia y el carácter competitivo
es atenuado por la concentración empresarial, que da paso al surgimiento de oligopolios y
monopolios. Y cubiertos los mercados nacionales interiores, el paso siguiente es la expansión a
escala mundial, denominada como la última fase del capitalismo, expresada en lo que todos
conocen como imperialismo.
Inglaterra, arquetipo de sociedad liberal, pasa de potencia colonialista a país imperialista, de la que
son dependientes, además de sus ex-colonias, otros países. A lo largo de la segunda mitad del siglo
XIX, los países capitalistas inician una política de expansión imperialista que condujo, por una parte,
al pillaje de los países del Tercer Mundo, y por otra, a las guerras mundiales del siglo XX. Es en esta
época cuando aparecen nuevas ramas industriales como la química. Se inventa el modo de inventar
y la ciencia, la tecnología y la industria constituyen una sola trama. El Estado liberal-burgués
comienza a desmoronarse ante la fuerza de los hechos. La libre competencia elimina buena parte
de las pequeñas y medianas empresas. Y se concentran en pocas manos no sólo grandes
cantidades de dinero, sino también el poder social y político. Y la realidad pone en evidencia que no
son las leyes naturales de la oferta y la demanda las que dominan el mercado, sino los monopolios.
Al producirse la Gran Depresión del año 1929, el paro generalizado, el bajo nivel de empleo y una
economía trabada en su funcionamiento, desembocan en el desmoronamiento definitivo de los
dogmas que constituyeron el fundamento del Estado liberal, pues los hechos ponen de manifiesto
que el mercado no restablece espontáneamente el equilibrio, que la mano invisible de Adam Smith
es una falacia. Es entonces cuando Keynes reformula la teoría clásica y establece una correlación
entre ahorro, inversión, consumo y pleno empleo. Es el Estado, hasta ese momento ajeno a la vida
éconómica, quien se convierte en instrumento de regulación de la misma. Es decir: la producción
no puede funcionar sin una instancia superior que es la del Estado.
3. Tránsito al neocapitalismo. Quizás el libro que claramente marque el quicio alrededor del cual se
pasa la página correspondiente al capitalismo y se puede empezar a hablar ya de neo-capitalismo
sea el Nuevo Estado Industrial de John Kenneth Galbraith. El final del capítulo VI dice así: «No existe
un nombre para designar a ese grupo de todos los que participan en la elaboración de decisiones,
para indicar la organización que forman. Propongo llamar a esa organización tecnoestructura».
Y en dos autores, y en dos de sus libros, podemos representar y simbolizar esas dos realidades, tan
unidas y tan distintas, como son el capitalismo y el neo-capitalismo: Adam Smith, con su clásico
libro La riqueza de las naciones, y Robert B. Reich -actual ministro norteamericano de Trabajo-, con
su penetrante libro El trabajo de las naciones.
Aunque el neocapitalismo es heredero del capitalismo constituye una realidad distinta de este. Se
trata de otro orden económico y de otra estructura social. Existen diferencias muy acusadas entre
el sistema capitalista y el neo-capitalista, pero quizás sea la más importante la siguiente: el
capitalismo explota; el neo-capitalismo domina. Es decir: el capitalismo -dice Francisco Díez del
Corral en su espléndida obra Liberación o barbarie- ha ido transformándose de sistema de
explotación en sistema de dominación. Una dominación que, desbordando a la sola producción, se
ha extendido al consumo y a la información. La estrategia reformista de las fuerzas anticapitalistas
ha sido superada por la revolucionaria estrategia neo-capitalista de la integración. Y así, cuando los
sociólogos estudian los sindicatos en la actualidad, los colocan bajo el epígrafe de aliviadero de
tensión.
1. Democratización del consumo. A la clase trabajadora, considerada hasta mediados del siglo XX
como productora, ahora lo central es convertirla y hacerla consumidora.
5. Democracias controladas (Suiza, EE.UU., etc.) por la policía y los servicios de inteligencia
computerizados.
6. Las Multinacionales, que aparecen en la fase superior del Imperialismo y que, en la práctica,
están hasta por encima de los Estados políticos. Ellas constituyen la columna vertebral del sistema
neocapitalista.
1. La primacía de la acción y del trabajo. Es, a la vez, una tradición burguesa y una concepción
socialista.
3. El infinito puramente cuantitativo. Se ha podido creer en un aumento sin fin del crecimiento, y
este se mide como puramente cuantitativo en relación con la producción y el consumo. La sociedad
funciona como si todo lo que es técnicamente posible fuera deseable y necesario.
El ideal consiste en tener más dinero, disponer de más bienes, lograr más consumo, confort,
bienestar, seguridad y ser propietario de cuanto más, mejor. Y la tragedia de nuestra sociedad es
que ese es también el ideal de muchos que proclaman valores religiosos y espirituales, así como de
otros muchos que pretenden ser revolucionarios. El peor mal de la sociedad capitalista-burguesa
«no es el hacer morir de hambre a los hombres, sino el ahogar en la mayor parte de ellos, o por la
miseria o por el ideal pequeño-burgués, la probabilidad y aún el gusto de ser persona» (Mounier).
Esto significa que la ideología que constituye el neocapitalismo se ha instalado, entrando a saco, en
las conciencias de muchos de nosotros. El capitalismo salvaje del siglo pasado hacía evidente la
injusticia: el trabajo de los niños, las jornadas laborales interminables, la carencia de subsidios ante
la enfermedad, la vejez, los accidentes laborales, etc.; en definitiva, el capitalismo explota. Pero
hoy el neocapitalismo campa a sus anchas en el interior de muchos de nosotros, imposibilitando a
menudo la percepción de su injusticia; el neocapitalismo domina anónimamente. Pero, además del
peligro que ha denunciado Mounier, los frutos del actual desorden internacional que ha originado
el neocapitalismo en relación a los pueblos y personas del Sur son también evidentes. Por eso
podemos hacer nuestras las palabras de N. Greinacher: «No queda duda alguna de que la
economía internacional de libre mercado constituye un sistema que lleva al hambre a 800 millones
de personas. No se puede llamar orden a lo que comporta que los ricos obliguen a los pobres
mediante ->violencia estructural a tener -> hambre o morir. Los pueblos oprimidos del Tercer
Mundo no tienen quien abogue por ellos en nuestra sociedad europea. Su influencia es nula ante el
enorme poder de los intereses económicos, y sobre todo de las empresas multinacionales».
Toda persona que quiera seguir siendo digna éticamente deberá alzar su voz para conseguir que
este desorden establecido, cada vez más desorden y cada vez más establecido -estructuralmente y
también en nuestras conciencias y hábitos de conducta-,sea considerado como un fin de la historia
(F. Fukuyama). Desde el personalismo comunitario hemos de ser conscientes de que «el
neoliberalismo económico, el libre mercado y la democracia formal son el fin de la historia personal
para la mayoría de las personas de la humanidad; es decir, algunas de las principales causas de su
pobreza y su opresión» (M. Moreno Villa).
BIBL.: AA.VV., La crisis del desarrollismo y la nueva dependencia, Amorrortu, Buenos Aires 1969;
BONAVIA P.-GALDONA J., Neoliberalismo y fe cristiana, Acción Cultural Cristiana, Madrid 1995;
BUJARIN N. I., La economía mundial y el imperialismo, Cuadernos de-Pasado y Presente, México
1977°; CAPILLA L., La Comisión Trilateral. El gobierno del mundo en la sombra, Acción Cultural
Cristiana, 1993; GARCÍA R., Entre la justicia y el mercado, Acción Cultural Cristiana, Madrid 1992;
GREINACHER N., Theologie der Befreiung als Herausforderung für die Kirchen in der Ersten Welt,
ThQuar 160 (Tubinga 1980) 242-256; GONZÁLEZ FAUS J. I., El engaño de un capitalismo aceptable,
Sal Terrae, Santander 1983; MARDONES J. M., Capitalismo y religión. La religión política
neoconservadora, Sal Terrae, Santander 1991; MORENO VILLA M., La opción fundamental del
ideario personalista y comunitario, Acontecimiento 36 (Madrid 1995) 30-35.
L. Capilla
CARÁCTER
DicPC
Jarakter (de jarasso, grabar), es el término de origen griego que expresa la marca, impresión, señal
imborrable, modo de reaccionar y sentir propio de una persona, rasgo que la diferencia de los
demás, marcando su personalidad. Salvando la problemática que se nos propondría desde la
vertiente genética, que sin duda ha de tenerse siempre en cuenta, el carácter ha de describirse
como la forma de ser constituida a partir de una interacción recíproca entre el medio familiar,
cultural y mediático y la propia libertad de acción y elección. «Pensamos espontáneamente el
carácter como un conjunto de toques o rasgos elegidos en la infinita diversidad de los
comportamientos de un individuo tal como van dibujando, por su acento, su constancia y su
coherencia, un rostro fácil de retener y reconocer, primer reflejo de lo general en lo particular»1.
S. Weil nos define el carácter por la vía negativa: «La injusticia humana generalmente no fabrica
mártires, sino cuasicondenados. Los seres condenados en el cuasi-infierno son como el hombre
despojado y herido por ladrones. Han perdido las ropas del carácter»5. Este carácter, del cual el yo
corre el riesgo de verse desposeído por la injusticia que le infligen otros yos, tiene grados de
fortaleza y de debilidad: «El yo muere tanto más rápido cuanto más débil es el carácter de quien
padece la desgracia. Más exactamente, la desgracia limita, la desgracia destructora se sitúa más o
menos lejos según el temple del carácter, y cuanto más lejos se sitúa, más fuerte decimos que es el
carácter»6. Sin embargo, no es una propuesta para elevar una sobrenaturaleza moral del propio yo
a través del carácter, pues es consciente de que uno de los componentes básicos del carácter es la
precariedad, y con ella hay que contar siempre, no para la autocomplacencia, sino para saber
cuándo pedir ayuda, cuándo colaborar y prestarla, cuándo viene de lo alto, y cuándo estar
agradecidos: «Es mi miseria la que hace que yo sea yo. Es la miseria del universo la que hace que,
en un sentido, Dios sea yo (es decir, una persona). Los fariseos eran personas que contaban con sus
propias fuerzas para ser virtuosos. La humildad consiste en saber que en lo que llamamos yo no
hay ninguna fuente de energía que permita elevarse. Todo lo que en mí es valioso, sin excepción,
proviene, no de mí, sino de otra parte, no como don, sino como préstamo que debe ser renovado
sin cesar»7. La persona-carácter es entonces carencia y proceso. Es posibilidad potencial del bien si
es ayudada, y se hace en ese desarrollo activo siempre renovado, partiendo del vacío o la nada que
le es esencial. Al estilo de las psicologías humanistas (Rogers, Maslow) el carácter de la persona se
forja procesualmente, desde su precariedad inicial.
Weil nos recuerda a san Agustín cuando descubre la misericordia infinita de Dios en la medida en
que descubre su miseria. El carácter es tanto más fuerte cuanto mejor conoce su debilidad. La
verdad del autoconocimiento posibilita la potencia de una autovaloración ecuánime, la autoestima
o, mejor, el amor debido a sí mismo, condición sine qua non para ser persona. Pues, nadie puede
amar a otro si no se ama a sí mismo. Si uno piensa de sí mismo que no es amable, porque hay
defectos en su carácter que le son repudiables, ¿cómo podrá aceptar, querer y sentir como
amables los de los demás?
II. FACTORES GENERADORES DEL CARÁCTER. Fruto de una interacción dialéctica entre lo heredado,
lo vivido, lo creído, lo impuesto, las experiencias existenciales nos forjan el carácter. Y forjar denota
suficientemente lo que este es: porque implica tanto el troquel de partida, como el sufrimiento, el
crisol posterior al que someten a la persona las vivencias, sufrimientos, injusticias (las que causa
como las que recibe), el amor o el desamor que sienta o ejercite, la esperanza o el desasosiego
desesperado, el trabajo como el no tenerlo, el tener alguien de quien ocuparse o el no tenerlo, el
que alguien se ocupe de uno o nadie se moleste por uno. «La palabra carácter envuelve una feliz
ambigüedad. Designa a la vez el conjunto de las condiciones que nos son dadas y más o menos
impuestas, y la fuerza mayor o menor con la que dominamos este dato»8. Esta fuerza mayor o
menor que denota nuestra libertad no es sólo el único aspecto de la moralidad de nuestro carácter,
pues también, lo dado del carácter participa activamente en la constitución de la estructura de la
persona; el carácter es más un acto que un hecho. La influencia del entorno: la familia, los amigos,
la escuela, la sociedad, es absolutamente determinante en la formación del carácter. La infancia, la
pubertad y la juventud son los momentos clave de casi todos los rasgos conformadores y
fundamentales del carácter. El niño es como una esponja que se empapa de todo lo que oye y
percibe. La forma en la que se lleva a cabo la introyección de esas influencias, la mayoría de las
veces es inconsciente, por imitación o reproducción. Todos los comportamientos observables son
susceptibles de ser adoptados y fijados en conductas futuras, en hábitos y rasgos perennes.
Pero nunca esa historia condiciona de forma inexorable la personalidad, pues la libertad es un don
insoslayable. La persona no pierde nunca la posibilidad final de resolver la crisis, la injusticia o la
vejación, extrayendo un beneficio para sí misma, en términos de aprendizaje, o de maduración, de
progreso moral, de transformación de la defección en un motivo para volver a enfrentarse a los
obstáculos. Las condiciones externas son importantes pero no definitivas. Sería caer en el error
entender la etiología del debilitamiento en la formación del carácter, arrojando culpas hacia fuera.
Evidentemente no todos tienen las mismas oportunidades de formación; la injusticia social está
presente desde el inicio en el itinerario vital del proceso de convertirse en persona; pero si la
persona no pudiera extraer del carácter un plus de determinación que minimizara esa influencia, o
sacara de ella la potencia para superarla, estaríamos negando el hecho de la libertad, el sentido
mismo del hablar de persona humana. Obviamente los obstáculos pueden ser sangrantes, pero no
aniquilan el carácter. Es condición del hombre sobreponerse a la adversidad, sacar fuerzas de
donde no las hay, una última energía de las cenizas del ave Fénix de la personalidad. Es más, es
condición del deseo humano motivarse ante los obstáculos, siempre que estos no sean tan
humillantes o degradantes, tan poderosos que hayan arrebatado la última esperanza que habita
siempre en el último recodo del corazón. Pues, no obstante, no hay persona humana sin crisis, una
crisis que le conduzca a un autojuicio donde pueda ser evaluada la congruencia con uno mismo,
que exija una decisión, que pese en términos de responsabilidad. La tentación es huir de la crisis,
no afrontarla, que es lo mismo que no madurar. De ahí el juego, finalmente banal, que todos
conocemos bien: convencernos de nuestra nulidad humana y espiritual, subrayar nuestros fracasos
pasados para extraer de ellos una previsión de futttro; repetirnos a nosotros mismos que el amor
es imposible y que, de todos modos, nosotros somos incapaces, indignos o frustrados. El carácter
pues, tiene una perspectiva metapsicológica; traslada el acento de lo dado a lo querido o, más
exactamente, de la determinación a la orientación personalmente asumida. Mi carácter no es lo
que yo soy, en el sentido de que una instantánea psicológica pudiera fijar todas mis
determinaciones caducas, todos mis rasgos ya surcados. Es la forma de un movimiento dirigido
hacia un futuro y consagrado a un ser-más. Es lo que puedo ser más lo que soy; mis
disponibilidades, más que mis haberes; las esperanzas que dejo abiertas, más que las realizaciones
que he depositado.
IV. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS. La primera regla de la formación del carácter es: «Conócete y
acéptate a ti mismo, porque nada puede tener eficacia para ti fuera de los caminos y los límites que
te han sido asignados. En otras palabras: No intentes saltar sobre tu sombra». La segunda, de la
cual la primera es condición: «Comprende y acepta el carácter del otro, porque es el único camino
de llevarte a su misterio, para romper tu egocentrismo, y para establecer entre vosotros los
fundamentos duraderos de una vida en común». La tercera: «Nos cuidaremos de atribuir un
coeficiente moral laudativo o peyorativo a tal o cual estructura del carácter»... pues, por lo general,
«tendemos espontáneamente a erigir nuestro carácter en norma de moralidad»9, imponiéndoles a
los demás nuestra forma de ver las cosas, exigiendo indulgencia para nosotros y dureza para los
demás, viendo en el otro vigas sin ver en nosotros ni siquiera pajas. Estas tres reglas requieren un
tratamiento educativo de la persona que incluya, además, los objetivos que toda educación actual
requiere: la colaboración en las condiciones para que todo hombre pueda disfrutar de la libertad. El
fomento de la ->responsabilidad, el compromiso por la paz, la colaboración en la creación de
oportunidades de trabajo, la solicitud, la apertura a los demás y al futuro esperanzador. La lucha
pública por el mantenimiento de la familia como núcleo formador de la solidaridad, del aprender a
compartir, del lugar del encuentro amoroso, de la seguridad y sensación de protección que
equilibra el carácter. La capacidad utópica, la introyección del deber el coraje de la voluntad (amo,
quiero, resisto, luego existo), la solidaridad, el querer servir, el amor a la verdad, la racionalidad, la
búsqueda del paso del ello al nosotros o el ->comunitarismo como vocación, la voluntad de
participar políticamente, la mística activa, el diálogo... son algunos de esos valores insoslayables
para la forja del carácter.
En el carácter es tanto más importante que el factor psicológico, el moral. «Para un equilibrio
personal elemental es más necesario un mínimo de seguridad moral, que un mínimo de seguridad
física». Y puesto que la conciencia de los valores ocupa el primer lugar en la constitución de la
persona, una ->axiología estable es una condición del equilibrio de la personalidad.
Pero si bien el carácter que constituye a un hombre en persona se cifra sobre la voluntad de querer
serlo, la debilidad del carácter nos hace, paradójicamente, orgullosos e incapaces de comprender
que ser persona humana no está solamente en el triunfo y en el reconocimiento, el éxito, la riqueza
o la ciencia, sino en la aceptación callada del fracaso y la puesta en marcha inmediata de la
esperanza de poder cambiar el mundo, superar los obstáculos, volver a empezar. De que lo más
importante del carácter reside en la voluntad de continuar esperando, frente al dolor y el
sufrimiento, la decepción y la injusticia, para poder colaborar, con los otros (contemplados como
hermanos, por mucho que nos los presenten como antagonistas) en su superación. El carácter
futuro que debe configurar idealmente a la persona humana exige los rasgos de la no violencia, de
voluntad de querer y ser querido tal cual uno es, del esfuerzo en el trabajo colaborador y
comunitario, de la apertura a la esperanza, que se acepte a »sí mismo en sus potencialidades y
limitaciones, del combate por la justicia. «El éthos (al que también podemos aplicar el significado
de carácter) de la persona acompañado por la terna: estima de sí, solicitud por el otro, deseo de
vivir en instituciones justas»10, es el ideal al que ha de tender todo intento de fraguar para el
hombre un futuro digno de ser vivido.
NOTAS: 1 E. MOUNIER, Tratado del carácter, 17. -2 P. RICOEUR, Amor y Justicia, 106. -3 E.
MOUNIER, o.c., 50. -4 ID, 52. -5 S. WEIL, La Gravedad y la Gracia, 46. - 6 ID, 47. -7 ID, 48. -8 E.
MOUNIER, o.c., 57. -9 ID, 743, 751 y 761. -10 P. RICOEUR, o.c., 194.
BIBL.: DÍAZ C., Yo quiero, San Esteban, Salamanca 1991; MARION J. L., Prolegómenos a la caridad,
Caparrós, Madrid 1993; MOUNIER E., Tratado del carácter, en Obras completas II, Sígueme,
Salamanca 1993; NAVARRETE R., El aprendizaje de la serenidad, San Pablo, Madrid 1993; PIAGET J.,
The Construction of Reality in the Child, Basic Books, Nueva York 1954; RICOEUR P., Amor y justicia,
Caparrós, Madrid 1993; ROGERS C. R., Libertad y creatividad en la educación, Paidós, Barcelona
19822; VAN KAAM A., Ser yo mismo, Narcea, Madrid 1977; WEIL S., La Gravedad y la Gracia,
Caparrós, Madrid 1994; ZUBIRI X., Sobre el hombre, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones,
Madrid 1986.
A. Barahona
CARIDAD
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO. Todas y cada una de las virtudes, siendo mucho, nada serían sin su hermana
mayor, la caridad. En última instancia, lo que las constituye en virtudes es su enraizamiento
decidido en la caridad. Mas, ¿en qué consiste virtud tan magnífica? En uno de sus escritos definió
san Agustín a la virtud como «una buena cualidad de la mente mediante la cual vivimos
derechamente, cualidad de la que nadie puede abusar y que se produce a veces en nosotros sin
nuestra intervención»1. Pero también proporcionó el obispo africano en otro lugar una definición
célebre de virtud genérica que, no por casualidad, coincide con la definición de la virtud específica
de la caridad: la virtud es el orden del ->amor (ordo est amoris)2. Así como en Aristóteles los
cuerpos o elementos naturales tienen un ordo, un lugar natural hacia el cual tienden y se dirigen de
suyo, así también en san Agustín hay en cada alma «un peso que la arrastra constantemente, que
la mueve continuamente a buscar el lugar natural de su reposo: es el amor». El amor le resulta
inherente a la naturaleza del ser humano, es lo más natural suyo, su ley, su ley natural en la medida
en que refleja la ley eterna del Dios Amor. Ahora bien, como el amor puede dirigirse mal y tornarse
en su contrario, «la voluntad recta es un amor bien dirigido, y la voluntad torcida es un amor mal
dirigido. Amor, ->alegría, temor y tristeza son malos si el amor es malo; buenos, si es bueno» 3. El
propio santo añade, fiel a su identificación del mal con la privación de bien: «La defección de la
voluntad es mala porque resulta contraria al orden de la naturaleza y es un abandono de lo que
tiene ser supremo en favor de lo que tiene menos ser. Pues, por ejemplo, la avaricia no es una falta
inherente al oro, sino que se halla en el hombre que ama el oro excesivamente en detrimento de la
justicia, la cual debería ser tenida en mucha mayor estima que el oro»4. Curiosamente esta especie
de omnipresencia del amor la compartirían con san Agustín, tanto los utilitaristas al estilo de
Hutcheson, los cuales ven en el amor un ->sentimiento pasional universalmente derramado por la
faz de la tierra, un «instinto» promotor del bien ajeno que constituye el fundamento del «sentido
moral», como los románticos, que ven en ese amor compasivo el centro de todas las relaciones
humanas en el entero cosmos: en ese amor universal y compasivo radicaría un fondo común a toda
la humanidad pasada, presente y futura, e inclusive a todos los vivientes, de forma que dicha
compasión cósmica deja de ser un acto intencional para convertirse en una especie de
participación en el todo. El mismo A. Schopenhauer enfatiza (solo que en su forma negativa) ese
sentimiento omnicompasivo que expresa la identidad de todos los seres; por ello el dolor generado
por la Voluntad, en su camino hacia la Conciencia última y definitiva, no le parece un dolor
exclusivo de quien lo padece, sino de todo ser.
A la vista de estos presupuestos, llega el obispo de Hipona a formular aquella su célebre frase de
ama y haz lo que quieras5, porque quien ama no necesita ya más virtud que la de amar, y así: la
templanza es un amor que se reserva por entero a lo que ama; la ->fortaleza resulta ser el amor
que lo soporta todo fácilmente por mor de lo que ama; la justicia no es más que el amor que sólo
sirve al objeto amado y domina, por consiguiente, a todo el resto; la ->prudencia es el amor en su
discernimiento sagaz entre lo que la favorece y lo que la estorba. Según san Agustín, en el amor
perfecto del fin supremo no existe discordia ni desigualdad entre las virtudes, en la medida en que
todas ellas se entregan por igual a Dios: sufrimiento por amor de Dios, servicio a Dios,
discernimiento entre lo que vincula a Dios y lo que separa de Dios. Esto explica que las virtudes
cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) se enraícen en las virtudes teologales -fe,
esperanza y caridad-. Nada tiene, pues, de extraño que la caritas humana en que el hombre
manifiesta su querer, su querencia, su cariño y su caridad, remita siempre al agape divino en
cuanto que realidad fundante del amor humano. Mas, ¿qué es el agape? El teólogo sueco Anders
Nygren, en su antaño célebre obra Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe,
afirmaba que agape es un término original y básico del cristianismo, término que expresaría ante
todo un amor desinteresado y desprendido casi en su sentido absoluto: es el amor que se da en
lugar de imponerse y que no quiere ganar la vida, sino que se arriesga a perderla por virtud de ese
amor. Consecuentemente agape no tiene nada que ver con el deseo y la pasión del eros; tampoco
es ansia de poseer ni de dominar, excluyendo asimismo, por principio, todo lo que sea amor
propio, filautía. En contraposición con el eudemonismo epicúreo, donde la ->felicidad es lo primero
que se busca en el camino de la autorrealización, el agape no busca ni felicidad ni recompensa,
carece de motivaciones y es sin causa, toda vez que motivación significaría de hecho una especie
de dependencia; en cambio el agape no necesita en absoluto de nada que lo ponga en acción y
resulta, por ende, indiferente ante cualquiera de los valores mundanos dados. Por eso mismo,
espontaneidad es la palabra con que designa Nygren el rasgo definitivo y el manantial de donde
brota el agape, confiriéndole, por tanto, el sentido de soberanía y de carácter creador, porque no
presupone valores, sino que los crea. Tal sería el Amor de Dios. Gracias a esa antecedencia o
precedencia del Amor de Dios brotan -por gracia exclusiva de ese Amor fundante- en el corazón
humano las tres virtudes teologales (fe, esperanza, caridad) de las que arrancan y en donde se
fundamentan para el creyente las cuatro virtudes cardinales o virtudes axiales (prudencia, justicia,
fortaleza, templanza), llamadas así por su condición de virtudes básicas, virtudes-eje o virtudes
gozne, sin las cuales no cabría pensar las demás. Por nuestra parte, hemos dejado a la virtud de la
caridad, la más importante, en último lugar únicamente para resaltarla en primer término.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Así pues, ¿qué es la caridad? El alimento de la caridad, asegura san
Agustín, es «la disminución de la concupiscencia; donde está la perfección de la caridad no puede
haber concupiscencia alguna». Y ello se entiende muy bien cuando se repara en que el deseo
concupiscente con frecuencia se autoafirma: como deseo de lo otro; como deseo de lo otro del
otro; o incluso como deseo del otro mismo. En el mismo sentido afirma san Agustín que cabe
distinguir en la caridad tres grados, a saber: incipiente (es la de los principiantes); aprovechada
(cuando nutrida se robustece, es la de los aprovechados); y perfecta, pues cuando robusta se
perfecciona (es la de los perfectos). Así que, cuanto menos deseo concupiscente más caridad, pues
precisamente lo contrario del deseo concupiscente es la caridad, a saber, entrega, donación,
obsequio. Desde estas premisas, san Agustín, buen conocedor y degustador al respecto, puede
concluir en el libro décimo de las Confesiones que te ama menos quien contigo ama otras cosas, es
decir, quien te sustituye por otras cosas o te comparte a la vez con el deseo de cosas, como cosa
entre cosas. Frente a esta actitud, la caridad se alza como amor por medio del cual el otro resulta
siempre reconocido como fin en sí mismo, es decir, como realidad absolutamente irremplazable,
insustituible, inintercambiable, incosificable, inobjetivable. Y no sólo eso: el amor de caridad
siempre se adelanta, sale el primero al encuentro sin esperar nada a cambio, da antes de recibir
como, hasta cierto punto, entrevió Aristóteles cuando en su libro octavo de la Ética a Nicómaco
afirma que «muchos prefieren ser amados a amar, y por eso abundan los que gustan de la
adulación», pero «hay más "amistad en amar que en ser amado». Por eso mismo señalará más
tarde san Agustín que «no hay mayor invitación al amor que adelantarse a amar». Amar es querer
un bien para otro. La caridad, como escribiera san Juan de la Cruz, recibe su energía dinamizadora
del agape divino, por eso la define como un holgarse del bien ajeno, como un poder unitivo y
purificativo, si bien reconoce que es fuego no en extremo encendido entre los humanos. Contra
ella sería bajeza nuestra juzgar a los demás «saliendo el juicio y comenzando de nosotros mismos y
no de fuera; y así el ladrón piensa que los otros también hurtan» 6.
La prueba de la caridad es la caridad misma, o, como asegura el refrán, «obras son amores y no
buenas razones». Palabras, palabras, palabras: ¿de qué valen las meras palabras? Las charlas de
sobremesa, tan antiguas que ya los filósofos clásicos las denominaban quaestiones convivales,
están muy bien; el papel todo lo aguanta; pero la acción deviene ya irremisiblemente la prueba de
la verdad, la ultima ratio; y tal vez por eso dijera Demócrito que «la palabra es la sombra de la
acción». La acción dice: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», y «esto que hay que
hacer soy yo quien lo debo hacer» 7. La caridad siempre bene-ficia, pasa haciendo el bien, camina
urgida en todo momento y, entre Jerusalén y Jericó, va a por todas y sin miedo; todo temor, dice
san Agustín, es amor que huye. Por su parte, el estoico Marco Aurelio afirma: «Ya no discutas más
qué es un hombre bueno: sé uno»8. Este es, en definitiva, el precepto de la caridad: «El amor
consiste en que caminemos según sus mandamientos. Y este mandamiento, tal y como lo habéis
recibido desde el principio, es que caminéis en el amor» (2Jn 6). Por tanto, la caridad es de
naturaleza alopática: donde había odio pone amor. De aquí el mandato más peculiar del
cristianismo: el amor a los enemigos, que encontramos en el sermón de las bienaventuranzas (Lc
6,27-35). No es de extrañar que ni S. Freud (como él mismo reconoce), ni K. Marx, ni F. Nietzsche
entendieran eso de hacer bien sin mirar a quién, porque realmente resulta incomprensible y rompe
todos los esquemas para quien se sitúa en el orden de la mera lógica expiatoria dominante en la ley
del Talión.
III. CONCLUSIONES. La caridad, siempre bene-volente, siempre bienqueriente, quiebra los lazos de
la lógica del Talión. Ella abre futuro, anticipa la reconciliación del cosmos en la entera creación. La
caridad estará disponible a todo en el amor a Dios, y consistirá en dejarse llevar por Dios mismo en
un movimiento de simpatía o de compasión, participación en el dolor ajeno, que convierte al ajeno
distante en cercano, en próximo o prójimo, en un tú. No existe compasión sin bene-volencia, y así
lo vio ya el perplejo y dubitante Descartes al definirla como «una especie de tristeza mezclada de
amor o de buena voluntad hacia los que vemos sufrir algún mal del que los consideramos
indignos»9. También Benito Espinoza, desde el fondo de su inmensa melancolía, la describió como
«la tristeza nacida del mal ajeno»10. La caridad habla de tú y en un plano de igualdad, no tira la
limosna desde arriba y a distancia. Es de esa caridad de rostro a rostro, de tú a tú, caridad personal
e interpersonal, de donde habrán de salir las verdaderas obras de misericordia o de con-
miseración, esas hermosas obras de un corazón tierno y enternecido ante el prójimo. Com-
padecerse significa, pues, debilitarse con el débil, virtud que los estoicos no estimaron porque sólo
sabían apreciar lo que endurecía, y que tampoco Federico Nietzsche supo valorar por cuanto sólo
vio allí un modo de enmascarar la debilidad humana11. Pero com-padecerse exige participar de
una misma pasión y de un mismo padecimiento; de ahí que, en última instancia, esa com-pasión
resulte directamente proporcional a la práctica de las «obras de caridad». Obra de caridad
auténtica será, por tanto, aquella que nazca del interior de la compasión. En definitiva, de todas las
virtudes, la caridad deviene la primera, de ahí que el bellísimo texto de san Pablo, transmitido en la
primera Carta a los Corintios, sea la síntesis insuperable del amor caritativo (1Cor 13).
NOTAS: 1 De libero arbitrio, II, 8. -2 De civitate Dei, XV, 22. -3 ID, XIV, 7. -4 ID, XII, 8. -5 «Dilige et
quod vis fac»: In Epist. Joan. ad Parthos, VII, 8. -6 Llama de amor viva 4, 8. -7 V. JANKÉLEVITCH, Le
serieux dans l'intention I, Flammarion, París 1983, 228. -8 Enseñanzas para una conducta moral, 45.
-9 Les pasions de l'áme, § 185. -10 Eth. III, prop. XXII, sch. -11 Cf § 225 de Más allá del bien y del
mal.
VER: AMISTAD, AMOR (AGÁPÉ, ÉROS, PHILÍA), CARISMA, CRISTIANISMO, DONACIÓN, JUSTICIA.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BARSOTTI D.,
La revelación del amor, Sígueme, Salamanca 1966; CABADA CASTRO M., La vigencia del amor, San
Pablo, Madrid 1994; LAURENTIN R., El amor y sus disfraces, San Pablo, Madrid 1970; MARION J. L.,
Prolegómenos a la Caridad, Caparrós, Madrid 1993; NÉDONCELLE M., Vers une philosophie de
l'amour, París 1957; NYGREN A., Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, 2 vols.,
Gütersloh 1930; SCHNACKENBURG R., «Ágape» en el Nuevo Testamento, Rialp, Madrid 1966;
TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988-1994.
C. Díaz
CARISMA
DicPC
1. Sal 30,22. Es conocido el escrúpulo teológico de los Setenta a la hora de traducir el sustantivo
hésedh, perteneciente al vocabulario de la alianza, y que equivale al amor de benevolencia. Ya se
ve que, en virtud del compromiso de la alianza, hésedh afecta, salvando las distancias, a Dios y al
hombre. Y aquí es donde surge el escrúpulo, por temor a hacer pensar que se trata de una relación
entre iguales; y así, en vez de traducir hésedh por amor o amistad (agápé, philía), lo hacen
mediante el término éleos, misericordia. Pues bien, esa misma palabra (hésedh) la traduce
Teodoción (primer tercio del siglo II) por khárisma. Veamos su sentido. El Salmo 31 (LXX 30) es un
himno de abandono esperanzado en el Dios amigo, que el evangelista Luca s tuvo el acierto de
poner en labios de Jesús agonizante (Lc 23,46). En él se desgrana la súplica de un atribulado, cuya
total confianza se vierte en el llamado perfecto profético (tan total, que se da por alcanzada). El v.
22 pertenece al final del salmo, y constituye un adelanto de acción de gracias por el socorro que,
sin duda, va a llegar. Dice así: «Bendito Yavé que, hallándose en ciudad amurallada, va a mostrar
admirable su amor hacia mí». Teodoción aquilata bien el sentido. No es sólo misericordia (así LXX),
sino liberalidad, bondad, ayuda con gesto amigo. Tal es aquí el sentido de khárisma.
2. Si 7,33. En este capítulo de los proverbios o sabiduría de Jesús, hijo de Sirá, se dan consejos para
evitar el mal; consejos ponderados y valiosos que, en el v. 33, se condensan brevemente en la
conducta para con todos. Así: «Que el favor de tus dones llegue a todos los vivos, y al difunto no le
rehúses tu atención». Atención o regalo a un muerto es el acto humanitario de darle sepultura. El
texto griego emplea la palabra kháris, que el Códice sinaítico sustituye por khárisma.
3. Si 38,30. Se trata de una escena costumbrista que el autor describe con gran plasticidad. Aparece
un alfarero fabricando una vasija en el torno de su taller: «Con la mano moldea el barro y con los
pies doblega su inercia. Centra la atención en acabar su obra de arte, y se ocupa de encender el
horno». Khárisma coincide aquí con kháris en lo que esta tiene de belleza, obra bella o de arte. Así
lee el código B (= Vaticano), mientras que otros códices ponen khrísma (= unte,
embadurnamiento), con lo que obtendríamos la siguiente variante: «Centra la atención en acabar
el barnizado». En conclusión, khárisma tiene en dos de los tres casos analizados el significado de
don, equivaliendo en el tercero a obra bella.
II. NUEVO TESTAMENTO. Cuanto en el Nuevo Testamento se relaciona con kháris se caracteriza
como don otorgado gratis, que excluye, por tanto, cualquier mérito de quien lo recibe. Esto
constituye lo que los lógicos llaman género próximo o elemento común de la definición, del cual
participa khárisma. Ahora nos queda la última diferencia, o sea, lo propio y diferencial del mismo.
Según esto, carisma, ese don gratuito concedido por Dios al hombre, tiene como nota específica,
propia, la de estar destinado a la edificación de la Iglesia (Ef 4,12; l Cor 14,12). Lo concede Dios, que
en el NT es el Padre (lCor 12,28), y también Cristo (Ef 4,1112); pero está vinculado de manera
especial con el Espíritu. Por eso los carismas son designados en relación con la tercera Persona de
la Trinidad como realidades espirituales o pneumatiká (1 Cor 12,1), como espíritus o pnéumata
(ICor 14,32) y como manifestación del Espíritu o phanérosis toú Pnéumatos (lCor 12,7).
La palabra khárisma aparece diecisiete veces en los escritos neotestamentarios: dieciséis en Pablo
y una en 1Pe 4,10. La distribución de esas dieciséis veces es como sigue: seis en Rom (1,11; 5,15.16;
6,23; 11,29; 12,6); siete en 1CoI,7; 7,7; 12,4.9.28.30.31); una en 2Cor (1,11); una en 1Tim (4,14);
una en 2Tim (1,6). Está claro que la mayor utilidad de este recuento estadístico es la de la rápida
localización de los textos; porque, ni en todos ellos khárisma posee su significado técnico, ni se
puede correctamente deducir que no se aluda a la realidad de los carismas en otros lugares en los
que no figure expresamente la palabra.
En los escritos de san Pablo se encuentran listas de carismas, que se pueden reducir a cuatro: a) 1
Cor 12,8-10: sabiduría, ciencia, fe, curaciones, milagros, profecía, discernimiento, lenguas,
interpretaciones; b) ICor 12,28-30: apóstoles, profetas, doctores, milagros, curaciones,
beneficencia, gobierno, lenguas; c) Rom 12,6-8: profecía, ministerio, doctor, predicador,
beneficencia, gobierno, misericordia; d) Ef 4,11: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores,
doctores.
Es una enumeración variada de largo alcance, que ayuda a comprender la actividad presentísima
del Espíritu, artífice de la Iglesia como en otro tiempo lo fuera la alianza para el pueblo de Israel.
Pero es una actividad sumamente discreta, de signo encarnatorio, que tiene sus precedentes en el
AT. Así como en sus respuestas al clamor del pueblo enviaba Yavé caudillos, sabios y legados
carismáticos para ayudar a los hombres a través de hombres -potenciados, claro está, por el
Espíritu-, así también Dios, ante la intercesión constante de su Hijo (Heb 7,25), quiere que la Iglesia
crezca como cuerpo vivo, sin ocupar él el lugar de los miembros de dicho cuerpo, pero, eso sí,
vivificando su sangre mediante el impulso interior del Espíritu. El Espíritu es el gran artífice de esta
corriente de vida; pero lo es en lo oculto. Tan en lo oculto, que no se advierte su presencia en un
texto decisivo de estructura trinitaria en el que se lo nombra de forma velada. En dicho texto
escribe san Pablo: «Todo lo sometió Dios bajo sus pies (= los de Cristo; Sal 8,7) y se lo dio como
cabeza insuperable a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la obra maestra del que lo llena todo» (Ef 1,22-
23).
Ese que lo llena todo por completo es, según Sab 1,7, el Espíritu de Dios, que es confesado en el
credo como Señor y dador de vida. Es él quien configura a la Iglesia como ministerio de unidad, tal
como se repite constantemente en la liturgia: «Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo, que vive y
reina contigo en la unidad del Espíritu Santo». No es, como de ordinario se piensa, en unión con,
junto con el Espíritu. Lo que en ese final de la colecta romana se afirma es que Jesús vive y reina
con el Padre en la Iglesia, que es la Unidad forjada por el Espíritu vivificador.
III. Los CARISMAS, PRESENCIA ESCATOLÓGICA DEL ESPÍRITU. 1. El significado de los carismas en el
marco de la historia salvífica. Para situarnos de forma adecuada, necesitamos establecer un punto
de partida y otro de destino. El punto de partida está en Gén 3,11-13. Texto en que se alude a una
de las consecuencias del pecado, que es la ruptura de la solidaridad. Por el pecado se pierde el
sentido de unidad, se dinamita el nosotros y, con la ambición por bandera, se llega al descalabro de
la confusión y dispersión de Babel (Gén 11). Todo se convierte en un caminar sin rumbo por
espacios infinitos, con un cansancio atroz y una añoranza irreprimible del hogar perdido. En medio
de la noche alienta el resplandor lejano de una promesa: «Pondré enemistades entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y la suya, la cual te aplastará la cabeza cuando intentes morderle el talón»
(Gén 3,15). El punto de destino, el horizonte hacia el cual se dirige la interminable hilera, es
precisamente Pentecostés. La síntesis teológica de Lucas es impecable: se sitúa en los antípodas de
Babel donde, hablando la misma lengua, nadie entendía a nadie, y presenta a un sencillo pescador
galileo, Pedro, que, improvisando un discurso en arameo ante un auditorio internacional, es
entendido perfectamente por todos, que se sienten como en su propia casa. Se ha recuperado el
sentido de solidaridad. Por eso la presencia del Espíritu, manifestado en los carismas, es una
invitación a construir todos juntos, mediante la solidaridad. Ahora se ve claramente por qué los
carismas están especialmente vinculados al Espíritu. Los carismas en sí mismos no son nada, ya que
el verdadero artífice está arriba; como tarea común de construir la unidad, posibilitan la
solidaridad, y no hay verdadera solidaridad sin amor, que es el que realmente construye. Pues bien,
eso es el Espíritu dado en Pentecostés: el amor increado del único Dios, que se da al hombre para
que pueda forjar humanidad sacramentalizada por la Iglesia una.
2. Falta de visión de los corintios. La comunidad cristiana de Corinto, por lo que permiten entrever
las dos cartas que le dirigió san Pablo, era un tanto especial. Tal vez se deba a que la componían
personas de escasa cultura, obviamente expuestas a desenfocar el novísimo mensaje evangélico.
De hecho el desenfoque se produjo, aparte otros sectores, en el concerniente a los carismas; y así,
prescindiendo de lo inmerecido y gratuito de tales dones y de lo que ellos suponen de llamada a la
solidaridad, estaban como fascinados por el más espectacular de todos, que era el don lenguas o
glosolalia. La glosolalia era la facultad sobrenatural de orar o alabar a Dios en lenguas extrañas, con
un entusiasmo cercano a la exaltación, que podía ser interpretado por los de fuera como signo de
embriaguez (He 2,13) o de locura (iCor 14,23); y como las palabras pronunciadas por el glosólalo no
las entendían los presentes, y a veces ni el que las profería, se requería la presencia de alguien que
pudiera traducirlas. El don de lenguas, aunque lo parezca, no era una realidad caótica; era un
subrayado enérgico a algo fundamental en la oración (en esta se producía la glosolalia, no en la
proclamación profética y clara del Evangelio); y es que, cuando se ora, lo principal, por encima de lo
que se pide o se dice, es la actitud interior de apertura para ser colmado. De ahí la necesidad de un
traductor que ayudase la propia incapacidad (1Cor 14,27-28). Pero los corintios no lo entendían así.
Presumían del don de lenguas como de algo propio, se anteponían a los no glosólalos, y sembraban
así la división. Pablo los corrige, y con infinita paciencia les hace comprender -y a nosotros en ellos-
que, aunque se hable en lengua de ángeles, sin amor no se es nada (1Cor 13,1). A eso se debe la
inclusión en 1Cor 13,4-7 del himno a Cristo, Amor encarnado, como cimiento imprescindible en la
tarea de hacer Iglesia. Y es que, tan aficionados como eran a los carismas (lCor 14,12), les faltaba,
además de la agape o amor al estilo de Dios, el don de discernimiento, por lo cual andaban
desorientados.
IV. CONSIDERACIÓN FINAL. Hace algún tiempo se dio en hablar de la Iglesia institucional y de la
carismática, cosa metodológicamente desacertada, por dar pie a pensar en dos facciones distintas
y enfrentadas dentro de la Iglesia que, por lo mismo, dejaría de ser una. Sería como hablar de la
Iglesia de arriba y de la de abajo, de la jerárquica y de la del pueblo. Nada más lejos de la realidad.
La Iglesia es real y profundamente carismática en su totalidad, por cuanto ha recibido el supremo
don de Dios que es el Espíritu, el cual ha recibido de Dios y de Cristo el encargo de enseñarlo todo
(Jn 14,26). El Espíritu se sigue comunicando y trabajando en lo suyo, que es la unidad de la Iglesia; y
así va inspirando formas nuevas y promoviendo el crecimiento de la comunidad creyente, a pesar
de ella misma. Y naturalmente, se requiere mucho discernimiento para lograr, de acuerdo con el
consejo de Pablo, que todo se haga con decoro y en buen orden (1Cor 14,40). No habrá verdadero
sentido de orientación en la Iglesia hasta que no se deje de estimar los carismas en sí para
estimarlos en lo que puedan tener de manifestación del Espíritu, vínculo de la unidad de Dios y
cimiento de la solidaridad humana.
BIBL.: AA.VV., Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 282-288; BALAGUÉ
M., Carismas, en BARTINA S., Enciclopedia bíblica Garriga II, Garriga, Barcelona 1963, 144-149;
CONZELMANN H., Khárisma, en KITTEL G. (ed.), Grande lessico del Nuovo Testamento XV, 605-615;
CHEVALLIER M. A., Esprit de Dieu, paroles d'hommes. Le róle de l'Esprit dans les ministéres de la
parole selon l'Apótre Paul, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1966, 139-171; DUCROS X., Charismes,
en Dictionnaire de Spiritualité 11-1, Beauchesne, París 1953, 503-507; FERRY B. M., Carismas, en
Diccionario enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, 279-280; LEMONNYER A.,
Charismes, Dictionnaire de la Bible, Supplément 1, Letouzey et Ané, París 1928, 1233-1243; PRAT F.,
La teología de san Pablo, Jus, México 1947, 145-152.
F Marín Heredia
CIENCIA
DicPC
I. LA CIENCIA: UNA CUESTIÓN DE SUJETO. La ciencia es una construcción humana, fruto del empeño
y de la acción de la razón práctica. Y es una construcción con la que buscamos conocer la realidad
en la que estamos inmersos y, con dicho conocimiento, manipularla siguiendo los intereses que nos
proponemos.
Puede parecer que la ciencia es pura objetividad, que en ella se dice de forma impersonal lo que la
realidad es en sí misma. Este objetivismo no parece tener en cuenta la manipulación a la que me
acabo de referir. Parecería que, en la ciencia, las cosas vienen dadas por sí mismas, como si fuera la
propia realidad la que se da de sí en la forma de un conocimiento. En tal perspectiva, las teorías
científicas parecerían ofrecerse como el entresijo último y esencial del funcionamiento de la propia
realidad, aunque sea parcial, que se hace patente como conocimiento.
La diferencia entre ambas maneras de ver es esencial. En la primera hay un conjunto de frases que
se construyen con ->sujeto -el hombre, los hombres, una persona, un conjunto de personas, del
pasado y del presente-. En la segunda no, pues me encuentro, nos encontramos, ante una serie de
frases impersonales. Mas nótese, sin embargo, que ahora, en esta última proposición, por
necesidad, sí que hay sujeto, un sujeto que se da cuenta de cómo un discurso con sujeto pierde a
este para hacerse impersonal, para pasar por impersonal. Nótese, igualmente, que la ciencia nos
aparece así como algo que nos damos a nosotros mismos en el ámbito de los decires, de aquellas
cosas que los seres humanos nos decimos los unos a los otros, no de las meras objetividades sin
sujeto, como si se tratara de un discurso neutro, hipostasiado en la propia realidad mundanal.
II. LA CIENCIA COMO «CIENCIA-OBJETIVA»: UNA CIENCIA SIN SUJETO. En nuestro estudio del -
>mundo, abandonaremos todo lo que sean cualidades secundarias de las cosas, las referidas a
nosotros y nuestros gustos, para reconstruir, con la ayuda esencial de las matemáticas, las
relaciones que se dan entre lo que sean únicamente cualidades primarias de las cosas mismas,
espacio y tiempo, masa y energía, que por tanto no dependen de nosotros. La ciencia objetiva se
construye, como defendió Jacques Monod, como una necesaria labor ascética, fruto de una opción
ética decisiva por nuestra parte, con la que nos apartamos de nuestro propio discurso para alcanzar
las ventajas de la objetividad de lo mundanal. Comenzaremos por la física y las ciencias de la -
>naturaleza, para llegar también al estudio objetivo -sin subjetividades a-científicas- de las
cualidades secundarias, propiciando así la psicología y las ciencias humanas. La ciencia ha acabado
estudiando tanto la res extensa como la res cogitans en que dividía Descartes nuestras cosas.
Se pensó al comienzo que era una cuestión de método. Luego que era, quizá, una labor de
discernimiento entre lo que es ciencia -que se construye sobre una base empírica- y lo que es -
>metafísica -vana construcción sin base empírica-, o, dicho de manera más inteligente, lo que es
conocimiento científico -conocimiento por teorías con capacidad de ser empíricamente puestas en
evidencia- y lo que no lo es -por lo que no puede proporcionarnos conocimiento del mundo-, con
objeto de caer o sostenerse siempre, evidentemente, en el lado izquierdo de ambas disyuntivas,
pues es ahí el único lugar en donde se alcanza la certeza del conocimiento del mundo, y no la
niebla de subjetividades que no pueden ir jamás más allá de meras opiniones. La ciencia es, por
tanto, cuestión de conocimiento, y cualquier conocimiento no puede ser sino conocimiento
científico. Así, la ciencia es conocimiento del mundo. El único conocimiento con base empírica. El
único, por tanto, verdadero.
Mas, quizá, ni siquiera esas disyuntivas anteriores son necesarias. Vale con el principio de la
objetividad del discurso científico, que siempre se construye sobre bases en último término
experimentales, por más que lo sea mediante la compleja metodología de triangulaciones, al estilo
de lo que se hace en topografía, que permiten ir cada vez más allá en el conocimiento,
adaptándose a las nuevas experiencias y sin jamás abandonar nada de su base experimental.
Aunque, a la postre, tenga que aceptarse que la objetividad procede, en definitiva, del dictamen de
la muy compleja comunidad de los científicos.
Parece que un principio importante, definitivo, rige esta ciencia-objetiva: sólo ha de ser real aquello
que queda en nuestra realidad-posible. De esta manera, nada que no sea reductible a las
cualidades primarias de lo material puede ser considerado en la ciencia, pues sólo ello, se dice,
tiene realidad (sería mejor decir desiderativamente: puede tener la posibilidad de ser real).
Desiderativamente, decía. Pero aparece aquí, sobre todo, dados los presupuestos en los que se
creía construir esa ciencia-objetiva, algo de una gravedad muy especial. Quien piensa de esta
manera, toma sus desiderios por realidades. Quizá, al final, en ese llegará un día que desde siempre
corresponde a los profetas, vendrá a tener razón -¿cómo saberlo desde ahora?, ¿por qué preferir
sus profecías a las mías?, ¿es que en su visión global de la realidad, que le lleva a esas profecías,
hay mayor racionalidad que en las mías?, ¿seguro?-, pero el discurso de la ciencia lleva fecha, la de
hoy, no la de mañana. El desiderativo, por interesante que sea -¡como lo es!- es ya un discurso
filosófico que va más allá de la física, más allá de la ciencia.
Hubo un tiempo -para poner nombre, digamos que el de Galileo y Descartes, nuestros ancestros en
la manera que tenemos de hacer y de concebir la ciencia-, en que esta afirmación era
perfectamente racional, pues se hablaba siempre en un contexto creacionista, aun sin que fuera
necesario decirlo explícitamente cada vez. La creación ex nihilo es fruto de la acción ad extra del
Logos de Dios. Por ello, sin más dudas, se creía poder afirmar la posibilidad de que todo
conocimiento científico del mundo era un arrancar los entresijos y las leyes mismas de la propia
realidad. Si, en segundo lugar, como pensaban Galileo y Descartes, creemos que nuestra acción
racional es fruto de quien ha sido creado a la imagen y semejanza del Logos, por lo que, a su vez,
ella misma es logos, la posibilidad del conocimiento científico del mundo se hace así realidad. Una
acción de pura intuición -intuición matemática o, como mínimo, reducción matematizable,
reductible en esencia a matemática-, acción de la ->razón pura, una razón necesariamente
acertante, puesto que proveniente de la iluminación de la realidad por una luz natural; por tanto,
razón que, sin duda, no puede fallar -pero, a comienzos del siglo XVIII, ¿quién hubiera podido
sospechar que el sistema newtoniano en cosmología sería preterido por el sistema establecido por
la conjunción de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica? De esta manera, el círculo
hermenéutico se ha ido cerrando sobre la ciencia, haciendo que ella aparezca como un
conocimiento-de-objetividad-impersonal.
Basta ahora que -para poner nombre, digamos que como fruto de la ->Ilustración- se decida
impersonalmente la evidencia de que no-hay-Dios, para que nos topemos con la concepción
heredada de la ciencia -para poner nombre, la concepción tal como destila del Círculo de Viena y de
sus sucesores infinitos-, concepción que se ha convertido para nosotros como en una visión, la de
una realidad que es desvelada sólo por esa ciencia-de-meras-objetividades la ciencia-objetiva;
evidentemente una ciencia sin sujeto, sin sujeto personal y, lo que si cabe todavía es más grave,
una ciencia sin sujeto social.
En esta manera de ver no es el creacionismo lo que falla, sino ese creacionismo que le da su sólido
entramado, fruto de la matematización de una realidad -además, una realidad que suplanta a
cualquier otra realidad posible, por definición, haciéndola aparecer como realidad-imposible- Una
realidad que, por añadidura, no lo olvidemos, es la obra de un Gran Matemático. Para colmo, esta
manera de ver adquiere visos de absoluta certeza -certidumbre absoluta sobre la que se construye
la ciencia como ciencia-objetiva-, si a ella se le añade la mera y evidente objetividad de que no-hay-
Dios: «Señores, es obvio, yo no necesito la hipótesis-Dios». Pero, sin embargo, se guarda por
entero la estructura de ese tan particular creacionismo.
IV. LA CIENCIA COMO ACCIÓN RACIONAL DE LA RAZÓN PRÁCTICA. Acción racional, pues la ciencia
se construye como una de nuestras acciones racionales, muchas, aunque esta, en verdad, una de
las más importantes, por las que, como productos de la evolución -una evolución que a nosotros
nos ha proporcionado ese instrumento increíble que es la razón-, nos apropiamos el mundo y
construimos nuestro lugar en él, la casa en la que morar. Cierto que la acción racional a la que
llamamos ciencia ha adquirido un esplendor fantástico desde que nació entre nosotros a
comienzos del siglo XVII, hasta el punto de haber obnubilado nuestra vista produciéndonos
espejismos. Pero la ciencia no es más que una de nuestras estrategias en esa acción de
racionalidad. Una estrategia racional. No la de una razón iluminativa -por razón pura- que impone
al mundo y a sus cosas cómo tienen que ser, sino que, modesta hija de una fantástica labor de la
razón práctica, imputa a las realidades parciales con las que se encuentra una manera de ser, para
saber a qué atenerse con respecto a ellas, para comprenderlas, para sorprenderlas incluso,
arrancándoles algunos de sus secretos. Una realidad de la que formamos parte.
El conocimiento es fruto de esa acción. Una acción racional de la razón práctica, una estrategia de
nuestra racionalidad, pues, que no se funda en certezas, sino en emperramientos: hasta aquí
hemos llegado tras un esfuerzo complejo y difícil, hasta hacernos una opinión fiable, sensata y
compartida, que tiene en cuenta todos los datos del problema y todos los comportamientos
experimentales que hemos podido colegir e incluso provocar; la mejor de las respuestas posibles
que hoy nos hemos podido dar, la que mejor se atiene a razones y a la racionalidad del conjunto.
Precisamente por eso, si no queremos abandonar de plano nuestra actitud racional, debemos
emperrarnos en el a-dónde-hemos llegado y en el dónde-estamos, la casa en la que habitamos,
sabiendo muy bien que esto no nos proporciona ninguna certeza para el futuro, sino un estado de
la cuestión del presente, un presente que, con toda evidencia, va a cambiar en el próximo
momento. El emperramiento es así, aunque pudiera parecer otra cosa, estado de provisionalidad,
la provisionalidad de quien sabe muy bien que quien no está en ningún lugar no tiene capacidad
para ir a ninguna parte; de quien sabe muy bien que no estamos en el nicho en el que nacimos,
pero que ha sido él quien ha posibilitado nuestro camino, como mezcla sorprendente que somos
de constreñimientos y libertad, tanto individual como socialmente.
De ahí que una estrategia racional en la que el todo vale y el todo es igual, negadores del
emperramiento, sea la negación misma de cualquier racionalidad. Porque la realidad nos hace
patente la ->verdad. No se puede decir todo, sin más; no se puede decir cualquier cosa. Aquí no
valen las fotocopias, sino los trabajos originales, siempre originales, pues el tiempo, una vez más,
todo lo hace nuevo.
No podríamos olvidar el espesor de carnalidad que la ciencia tiene, como lo tienen, evidentemente,
los frutos de toda acción racional de la razón práctica. Espesor temporal y espacial, espesor
nacional y tribal, también espesor de sufrimiento, espesor de intereses y de utilizaciones
esquilmatorias, espesor de sorpresa y de alegría, espesor de miedo y de ->esperanza. Todos
nuestros decires padecen de tales espesores.
No podremos olvidar que erraríamos de plano si pensáramos que sólo somos razón, mera razón,
razón pura, olvidándonos de los poliédricos reflejos y los innumerables aspectos de la corporalidad
-corporalidad individual y social-. Si lo hiciéramos, fallaríamos, precisamente, en nuestra estrategia
de racionalidad. No sabríamos a qué atenernos sobre la realidad al desconocer, por ejemplo, los
aspectos tan primariamente corporales y metafóricos de nuestro lenguaje, que se construyen
partiendo siempre y no separándolos jamás de esa corporalidad primaria. Entre esos lenguajes hay
que incluir, por supuesto, el ->lenguaje que constituye la ciencia. Igualmente, no sabríamos a qué
atenernos sobre la realidad al desconocer afectos y pasiones de la corporalidad individual y de la
corporalidad social. Breves, brevísimos apuntes, pero indicadores de una línea de reflexión de
absoluta trascendencia en lo que toca a nuestro habérnoslas con la realidad, parte decisiva del cual
es la ciencia.
Desde esta perspectiva, la ciencia, evidentemente, no está fuera del problema de su utilización, de
las finalidades, de los valores; no está fuera del problema de la verdad.
Hace unos años algunos cosmólogos echaron al mundo de la ciencia una expresión singular y
cargada de polémica: el principio antrópico. Pero, qué duda cabe, en la visión que he presentado
de la ciencia el principio antrópico está en el núcleo mismo de la ciencia como acción racional
específica de la razón práctica. Es, por tanto, el principio que enuncia que nada en la ciencia puede
ser comprendido sin el hombre como sujeto de los decires que la constituyen.
BIBL.: CARNAP R., La construcción lógica del mundo (1928), UNAM, México 1988; DEAÑO A., El
resto no es silencio. Escritos filosóficos, Taurus, Madrid 1983; DÍAZ C., El sujeto ético, Narcea,
Madrid 1983; GUITTON J.-BOGDANOV G.-BOGDANOV I., Dios y la ciencia. Hacia el metarrealismo,
Debate, Madrid 1992; KHUN T., La estructura de las revoluciones científicas (1964), FCE, México
1971; LAUDAN L., El progreso y sus problemas. Hacia una teoría del crecimiento científico (1977),
Encuentro, Madrid 1986; MONOD J., Al azar y la necesidad, Orbis, Barcelona 1985; MOSTERÍN J.,
Conceptos y teorías de la ciencia, Alianza, Madrid 1984; PÉREZ DE LABORDA A., Ciencia y fe. Historia
y análisis de una relación enconada, Marova, Madrid 1980; ID, ¿Salvar lo real? Materiales para una
filosofía de la ciencia, Encuentro, Madrid 1983; ID, El hombre y el cosmos, 3 vols., Encuentro,
Madrid, 1984; ID, La ciencia contemporánea y sus implicaciones filosóficas, Cincel, Madrid 1985; ID,
La razón y las razones. De la racionalidad científica a la racionalidad creyente, Tecnos, Madrid
1991; PoPPER K., La lógica de la investigación científica (1934), Tecnos, Madrid 1962.
A. Pérez de Laborda
COLECTIVISMO
DicPC
Desde la consideración de que la persona se estructura como una síntesis dialéctica entre lo
universal y lo singular, lo abstracto y lo concreto, podríamos definir al colectivismo como la
«ideología o sistema que acentúa la dimensión universal, abstracta, con el menoscabo, el
desprecio, cuando no la anulación, de la individualidad». Puede adquirir distintas versiones según
los diversos campos en que se manifieste: económico, donde desaparece la ->propiedad privada
(economía centralizada y planificada); político-social, donde la persona queda subordinada a un
todo superior, sea en el fascismo con el Jefe, en el nazismo y ->racismo con la Raza, o en el
comunismo con el Partido y el ->Estado.
1. COLECTIVISMO ECONÓMICO. Son abundantes los testimonios que nos hablan de un colectivismo
primitivo, aunque al lado de este siempre aparece la propiedad privada. Algunos descubrimientos
arqueológicos parecen insinuar un comunismo total: cementerios comunes con una fosa común.
César1, nos habla de la comunión de tierras entre los suevos a causa de una doble necesidad: la
agricultura y la guerra, que hace alterar anualmente a los hombres, divididos en dos grupos, en el
ejercicio de las dos funciones, poniéndolo todo en común. Testimonios parecidos nos hablan de un
comunismo en las primeras colonias griegas, fenicias y celtas. Son necesidades vitales las que están
en juego; y es el diverso carácter de estas el que determina, probablemente, la diversidad de las
tres formas de comunismo de que nos habla Aristóteles 2: división de tierras y trabajo, pero puesta
en común de los productos para el consumo; comunidad de tierras y trabajo, división de productos;
comunidad de tierras y productos. El ampliarse de las necesidades puede dar lugar a otro tipo de
colectivismo. El progresivo multiplicarse de colectividades va a dar lugar a la propiedad privada,
que dará origen a la acentuación de clases sociales.
El primer documento escrito que hace referencia a comunas se encuentra en la sátira de
Aristófanes: Las mujeres y el parlamento. Protágoras, el protagonista, quiere la ->igualdad y no la
encuentra más que en la vida común para todos: tierras, bienes materiales, mujeres, pastos, etc. A
los ciudadanos se les crea así una vida dichosa, fundada sobre el trabajo de los esclavos. La sátira
quiere ridiculizar una serie de ideas difundidas en el ambiente de donde las recogerá Sócrates para
sus discursos, cuya noticia nos transmitirán Platón y Jenofonte. Platón, en La república y en Las
leyes, nos presenta como estado perfecto aquel en el que estuviera vigente el principio de
comunión: «Los bienes de los amigos son verdaderamente comunes» (mujeres, hijos, todos los
bienes)'. Con esto se intenta quitar de la vida todo aquello que es propiedad particular, incluso el
modo de ver, de sentir, de obrar, de valorar: en la creación de la absoluta uniformidad consiste el
estado ideal, divino. Aristóteles, por su parte, admite el comunismo de propiedad, aunque rechaza
el de uso. Para él el comunismo no es cuestión tanto de leyes como de educación4.
En todas estas propuestas de colectivismo hay un desprecio por el trabajo manual. Las clases
trabajadoras, los esclavos, los ->bárbaros, son considerados simples instrumentos. Sólo con los
cínicos se abogará por un comunismo aplicable a todos los hombres, iguales y hermanos, incluidos
los esclavos; comunismo anárquico fundado en la naturaleza. Estas dos versiones serán las que se
difundan en la época helenista. Al lado de estas exigencias sociales de las que, en el mundo
helénico, el comunismo brota como una práctica o como teoría referida al estado y a la sociedad,
en los oráculos pitagóricos aparecen otras exigencias, ahora de matiz religioso, unidas a un
desprecio de los bienes materiales, cuyo influjo llegará más tarde a las comunidades ascéticas
palestinenses, donde se dará una comunión plena entre los asociados; son los llamados esenios,
que eran contemporáneos de Cristo. Su comunismo no intenta ser una solución de problemas y de
intereses mundanos, sino separación y fuga de los mismos. Este modelo será el que se plasme en el
siglo IV en las nuevas órdenes monásticas, ahora cristianas y budistas (siglo V a.C .). La vida en
común de los conventos sustituye a la vida solitaria de los anacoretas, frecuentemente asociándola
a la obligación y ejercicio del trabajo. Ya en la primera comunidad cristiana, en la Iglesia de
Jerusalén, la ley de la caridad y ->fraternidad lleva a la comunión, por lo menos parcial, de bienes
(He 2,45); a este ejemplo paradigmático se remiten los Padres cuando hablan de la participación y
del uso de los bienes para todos los hombres. Desde el siglo II y III d.C. aparece una serie de nuevas
teorías colectivistas comunes, todas ellas en que, para el problema del mal, recurren a una
dualidad de principios en lucha entre sí: gnosticismo, maniqueísmo, protestantismo, montanismo,
cátaros, valdenses...
En la Edad Moderna, B. Spinoza, retomando la definición de sustancia dada por Descartes, la lleva
hasta sus últimas consecuencias: «Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí;
esto es, aquello cuyo concepto para formarse, no precisa de conceptos de otra cosa»5. Sus notas
son la autosuficiencia y la independencia. Según esta definición, obviamente sólo puede haber una
sustancia, Dios, que es lo mismo que Naturaleza (Deus sive Natura). Dios es la única sustancia que
hay. Como nada hay fuera de la sustancia y de los modos (variaciones de una sustancia), y como
estos no pueden ser ni concebirse sin una sustancia, se sigue que nada puede ser ni concebirse sin
Dios. Todo cuanto es, es en Dios, y su concepto presupone el concepto de Dios, es decir, todo
cuanto es, es como un modo de Dios. Monismo y panteísmo: Dios como fuente (Natura naturans),
como despliege (Natura naturata). En este sistema no hay lugar para la libertad.
1. Fracaso de la socialización. Dialéctica cerrada. Sin reconocimiento del tú del otro, el aprendizaje
del tú (M. Buber), no es posible la socialización. Este es el fracaso de la dialéctica hegeliana. En
Hegel el paso de la Conciencia (tesis) a la Autoconciencia (antítesis) es deseo de ser yo. Ahora bien
la experiencia nos manifiesta la incapacidad de todo objetivo de satisfacer este deseo.
Efectivamente, el objeto del deseo es anulado en su satisfacción. Consecuentemente el deseo (de
ser yo) permanece ante todo objeto. Queda el deseo de ser yo, el deseo de ser deseado. Esta
incapacidad del objeto de permitir al hombre alcanzar la autoconciencia puede quedar expresada
simbólicamente cuando Adán «no encontró una ayuda que le fuera semejante» ante las cosas y los
seres vivientes (cf Gén 2,20). Este movimiento dialéctico, en Hegel dialéctica señor-siervo, tiene
tres tiempos: a) El reconocimiento. La lucha por la vida y la muerte. Señor y siervo se encuentran,
ambos están movidos por este deseo. Se trata de una lucha por sobrevivir, ya que sin el
reconocimiento de mí como sujeto por parte del otro, yo quedo en conciencia (relac. sujeto-objeto)
y no alcanzo la autoconciencia (relac. sujeto-sujeto); b) El trabajo. El núcleo de la lucha es, por
consiguiente, la autoafirmación en esta lucha, pues aquel que llega a sobreponerse al otro lo hace
esclavo. El patrón obliga al otro a trabajar para él y ser su siervo: el trabajo es la figura de la
esclavitud; c) La libertad. Precisamente en el hecho de trabajar para el otro, el siervo adquiere
conciencia del poder condicionante que él puede ejercer sobre el patrón: la relación puede
invertirse. Esta inversión es descrita como celebración de la libertad. Es fácil observar, y esto puede
quedar como positivo, cómo la autoconciencia no es posible sin relación al otro. Pero, la relación
señor-siervo no puede servir de paradigma para fundar las relaciones sociales, ya que este modelo
no es el de una relación recíproca, la autoafirmación se hace negando al otro.
2. Dialéctica abierta. En el libro del Génesis (1-2), bajo una forma mítica, que no es equivalente a
irracional (Levy-Brühl), sino un arquetipo (Jüng) y paradigma de la realidad humano-social (M.
Eliade), descubrimos cómo el hombre se siente solo; no encuentra un ser que le llene, hasta que
aparece la mujer, quien le permitirá autorreconocerse. Ello nos mostrará cómo la conciencia de ser
persona se logra, precisamente, en el encuentro con el otro. En esta narración mítica, la correlación
entre personalización- socialización se manifiesta a través de una precisa fenomenología de la
corporeidad: el ->cuerpo de cada uno es percibido como cuerpo-persona, ya que es esencialmente
dialogal (G. Marcel), esto es, abierto a la socialización. El hombre no está solo; ontológicamente es
referencia a otro, está en dependencia de otro. Se da, pues, una recíproca dependencia, apertura
hacia una autoconciencia. La autoconciencia es necesariamente conciencia de masculinidad o de
feminidad. Esta conciencia de la propia identidad se realiza, como en el mito de Adán, en el -
>encuentro. En otros términos, para tomar conciencia de sí (autoconciencia) cada ser humano
debe encontrarse ante otro ser, a la vez semejante y desemejante. La dialogicidad de los cuerpos
se expresa en la recíproca acogida, en la apertura. Acogida del ->otro como don, antes que
dominarlo nombrándolo. Autoconciencia lograda en la acogida y garantizada por el sentido de
dependencia de un Otro. Esta ->fenomenología de la relación varón-mujer constituye una
aproximación mítico-,,hermenéutica de todas las dimensiones de la socialización. Comenzando por
la familia, donde no se trata de los egoísmos encontrados, sino de dos que se autorreconocen en el
amor mutuo. Lo mismo dígase de las relaciones laborales, de las relaciones sociales y políticas, y en
el desarrollo y la paz internacional. En todos estos niveles, las relaciones deben tomar, como
paradigma, la relación ->yo-tú; solamente así, en la mutua acogida, se abren los caminos de una
socialización abierta, sin caer en un colectivismo a-nónimo, donde las personas no son nombradas,
y se evita caer en el individualismo egoísta que, al olvidarse del tú, se pierde como yo.
NOTAS: 1 De bello gal. V, 1. -2 Política II, 1. -3 Leyes 739. - 4 Política II, 2. -5 Ética, Def. III. -6 SANTO
ToMÁs, S. Th. 1, 29,3c.
BIBL.: BUBER M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; DíAZ C., Diez miradas sobre el rostro del Otro,
Caparrós, Madrid 1993; LÉvINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, Humanismo
del Otro Hombre, Caparrós, Madrid 1993; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en
Obras completas I, Sígueme, Salamanca 1992.
J. Yusta Sáinz
COMPASIÓN
DicPC
II. RAÍZ ANTROPO-ÉTICA DE LA COMPASIÓN. Podemos hablar de dos raíces: en primer lugar la raíz
kantiana, que entiende al hombre como fin en sí mismo; lo propio de todo fin es respetar a los
demás fines en sí; respetar al ->otro es impedir que sea convertido en medio y que se degrade su
dignidad de fin en sí. La compasión comienza con el reconocimiento de aquel que es tratado como
no-sujeto o que vive como no-sujeto, es decir, como no-persona. El otro es digno de compasión por
estar herido en su ->dignidad, y esta constituye la manifestación del valor absoluto que encarna la -
>persona. La raíz zubiriana entiende que la realidad apela al hombre promocionando su libertad,
en la medida que se apropia de aquellas posibilidades que mejor conducen a su felicidad y a la de la
humanidad. En este sentido, la compasión se inscribe en el marco de la moral concreta, como
apropiación concreta de una posibilidad. En efecto, la persona que sufre es una instancia apelante
que requiere una respuesta creadora. Compadecerse es un deber, no como obligación impuesta,
sino como la posibilidad más apropiada en orden a la restitución y promoción de la persona.
Sintetizando ambas raíces éticas, concluimos afirmando que nos apropiamos de la posibilidad de la
compasión, como ejercicio del deber que, de modo integral, devuelve a la persona a su dignidad de
fin en sí y como reconocimiento del valor absoluto que constituye. Entendida como ethos
compasivo, más que como sentimiento de simpatía (->empatía), proponemos una descripción
fenomenológica de la compasión, como proceso que acontece en tres momentos consecutivos y
complementarios.
En definitiva, la compasión nos invita a pasar de la cultura de la estadística, los datos y porcentajes
que los medios de comunicación social ofrecen, encubriendo en ocasiones la verdad de la realidad
de quien sufre, a la experiencia concreta y directa de encuentro con la persona que sufre, que
demanda mi respuesta y que provoca la puesta en marcha del proceso de la compasión. Los mass-
media presentan un modelo de compasión centrado en el espectáculo del dolor, provocador de
fuertes emociones que, con frecuencia, generan agresividad, impotencia e insensibilidad, y que se
autoimpone como cauce de ayuda al que sufre. Hemos de tener en cuenta que, si bien esta forma
de ayuda puede ser válida para algunos, corre el peligro de deformar y reducir el verdadero sentido
de la compasión. La compasión constituye un factor de cohesión grupal, una actitud proclive a ser
compartida con la vista puesta en la acción común. Frente a la razón dialógica intersubjetiva que
tiene a los dotados de poder y de inteligencia normal como únicos interlocutores válidos en orden
al consenso, la compasión como impulso ético ha de dar cuenta, en primer lugar, de los que no
participan de este consenso, y se fija en los excluidos sufrientes, en los sin-voz, para reconocer en
ellos la voz del disenso que se convierte en prioridad ética (E. Dussel), puesto que se nos aparecen
básicamente como sujetos privados de una dignidad que debe ser restituida.
VER: AMISTAD, AMOR (AGÁPÉ, ÉROS, PHILÍA), CARIDAD, EMPATÍA Y SIMPATÍA, HUMILDAD Y HUMILLACIÓN.
BIBL.: DÍAZ C., De la razón dialógica a la razón profética, Madre Tierra, Móstoles 1991; LÉVINAS E.,
Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; Mc NEILL D.-MORRISON D.-NoUWEN H., Compasión, Sal Terrae,
Santander 1985; REYES MATE M., Mística y política, Verbo Divino, Estella 1990; ID, La razón de los
vencidos, Anthropos, Barcelona 1991; ID, Sobre la compasión y la política, en AA.VV., Ética día tras
día, Trotta, Madrid 1991; SOBRINO J., El principio-misericordia, Sal Terrae, Santander 1992.
L. A. Aranguren Gonzalo
COMPROMISO
DicPC
Kant nos propone un plano incondicionado que debe regir el modo de actuar, no sólo de todo
hombre, sino también de todo ser racional. Es el nivel del puro ->deber donde la razón (pura
práctica) tiene la tarea de ofrecer máximas de actuación universalizables (morales) a la voluntad.
Aquí puro significa ausencia de toda ->huella sensible, ya que su incursión provocaría la supresión
de la validez incondicionada que lo moral exige para Kant. El hombre está, para Kant, dividido en
dos planos, el de sus inclinaciones (voluntad) y el de su conciencia moral (razón pura práctica). Su
moralidad consiste en la imposición a la voluntad de la regla de la razón. No es difícil observar aquí
una versión del dualismo platónico. En cuanto a nuestro asunto, no se cumple la vinculación de dos
planos de realidad, pues mientras se denigra y somete lo sensible humano (lo asertórico) se
identifica dignidad con racionalidad (lo apodíctico) llegándose a una especie de inmanentismo
ratio-moral. En cuanto al modo de ->responsabilidad, el kantiano falla por su abstracción
inadecuada: no es el puro deber el catalizador originario de la conducta moral. Debido a que ambos
pertenecen a esferas heterogéneas, la reflexión y la actitud natural respectivamente, y dada la
espontaneidad primaria de esta última, debe existir aquí ya un foco ético, so pena de imposibilitar
la adecuación moral de la conducta sensible. Kant nos invita a un heroísmo moral que, además de
no contar con aspectos de la moralidad como el goce por la buena acción (tan importante para
Aristóteles), deja fuera a todos aquellos cuya participación en el reino racional es insuficiente (por
deficiencias congénitas, o por la acción culpable de otros agentes morales). Por lo que se refiere al
orden político, queda reducido a mera extensión de la moralidad, al apostarse por la universalidad
como último criterio moral. Podemos constatar que en este discurso se propone una autonomía
humana casi absoluta, donde el factor limitador son las inclinaciones de la voluntad. El compromiso
sería sobre todo moral, consistiría en la adhesión incondicionada al puro deber por encima de las
inclinaciones, y poseería por ello un carácter netamente racional. En Hegel, como en todo el
romanticismo alemán, se da una recuperación del universo heleno clásico. En lo que nos atañe,
esto conlleva una reacción a Kant, en cuanto vuelve a privilegiarse lo político frente a lo moral, lo
absoluto sobre lo particular. La insignificancia necesaria de la parte ínfima que el hombre
representa frente al absoluto, no tiene otro modo de fidelidad al mismo, otro modo de
compromiso, dada su precaria autonomía, que la asunción de su limitación y la realización de su
libertad, en el sentido del despliegue de la totalidad. Esta trayectoria se concreta eminentemente
en la evolución de los pueblos, de sus instituciones, de su cultura, en la que algunos representan el
papel de guías aventajados, mientras los demás son reducidos a un papel secundario. Esto delata
que la insignificancia de la parte frente al todo no es homogénea, o lo que es lo mismo, hay partes
(pueblos, hombres) menos relevantes -dignas- que otras.
VER: AUDACIA, ÉTICA POLÍTICA, FORTALEZA, POBRE, POLÍTICA, SENTIDO DE LA VIDA, SOLIDARIDAD, TOLERANCIA.
BIBL.: ARISTÓTELES, Moral a Nicómaco, Espasa-Calpe, Madrid 1992; BUBER M., Yo y Tú, Caparrós,
Madrid 1993; CORTINA A., Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca
1985; DÍAZ C., La política como justicia y pudor, Madre Tierra, Móstoles 1992; HEGEL G. W. E, El
concepto de religión, FCE, Madrid 1981; KANT l., La religión dentro de los límites de la mera razón,
Alianza, Madrid 1991; ID, Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca 1994; LÉVINAS E.,
Humanismo del Otro Hombre, Caparrós, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El hombre como
persona, Caparrós, Madrid 1995; MOUNIER E., Manifiesto al servicio del personalismo, en Obras
completas, Sígueme, Salamanca 1992; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993.
E. Martínez Hermoso
COMUNICACIÓN
DicPC
VER: AISLAMIENTO, CONSENSO, DIÁLOGO, ÉTICA DEL DISCURSO, EXCLUIDO, LENGUAJE, PALABRA.
BIBL.: BLÁZQUEZ F., Gabriel Marcel, Epesa, Madrid 1970; DOMINGO MORATALLA A., Un
humanismo del siglo XX: el personalismo, Cincel, Madrid 1986; JASPERS K., Filosofía, Revista de
Occidente, Madrid 1961; LAíN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983;
MARCEL G., El misterio del ser, Edhasa, Barcelona 1971; MoIx C., El pensamiento de Emmanuel
Mounier, Estela, Barcelona 1969; SÁNCHEZ MECA D., Martin Buber Fundamento existencial de la
intercomunicación, Herder, Barcelona 1984; VERGÉS S., Comunicación y realización de la persona,
Universidad de Deusto, Bilbao 1987.
J. Fernández-Montes
COMUNIDAD
DicPC
Frecuentemente se dice que el ser humano está destinado a ser, dando expresión cabal de sus
potencialidades, una persona comunitaria. Pero, ¿no parece esto un pleonasmo? Es decir, ¿es
posible que un hombre sea ->persona si no es, en su misma constitución existencial, un ser
comunitario? Y, por otra parte, ¿acaso no percibimos la reducción de lo comunitario a lo social allí
donde el ->prójimo es reducido a socio? El ->personalismo considera que lo comunitario se enraíza
en la esencial trascendencia de la persona, de forma que la comunidad no es algo que sea
sobreañadido a la persona de una forma coyuntural, ni siquiera simplemente cultural, sino que, por
el contrario, la persona la percibe como una tendencia natural, casi incoercible -sin que se siga de
aquí que sea un impulso ciego-, que pertenece a la constitución más íntima de su ser, y que lleva a
los hombres a asociarse de forma libre y espontánea para conseguir determinados fines que no
puede lograr el individuo aislado de sus semejantes.
En el Nuevo Testamento observamos, ciertamente de una forma idealizada por san Lucas, que la
vida comunitaria era un objetivo fundamental de los primeros cristianos: «Todos los que habían
abrazado la fe vivían unidos y tenían todas las cosas en común (ápanta koiná); y vendían las
posesiones y los bienes, y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45).
Y otro texto: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (psyjé mía), y
ninguno decía ser suya cosa alguna de las que poseía, sino que para ellos todo era común (koiná)»
(He 4,32). Partiendo de estos y otros textos hemos de sostener la importancia capital de la vida
comunitaria en el ,cristianismo, aunque algunos van más lejos al sostener que la idea comunista -
no se confunda con marxista- es estrictamente cristiana: «El origen de la idea comunista en la
historia de Occidente es el Nuevo Testamento, no Jámblico ni Platón; lo que los grupos y
movimientos comunistas esgrimían desde el siglo primero, y a través de la Edad Media y hasta
Wilhelm Weitling, (...) en cuya organización procomunista militaron Marx y Engels cuando jóvenes,
(...) era el Nuevo Testamento, no La república ni la Vita Pytagorae. La represión despiadada que
durante los últimos diecisiete siglos se ha cometido contra los comunistas en nombre del
cristianismo, es la farsa y falsificación más grotesca que pueda pensarse» 2.
Frecuentemente se sostiene que fue Ferdinand Tönnies (1855-1936) quien distinguió entre estos
dos conceptos, desde la perspectiva de la sociología. Pero antes incluso que en Tönnies, también
en Karl Marx (1818-1883) encontramos esta distinción, y no sólo aplicada al ámbito sociológico,
sino también a las estrictas relaciones interpersonales que se establecen en la relación subjetiva
ético-económica. En efecto, para Marx la relación comunitaria es aquella que se establece entre las
personas libres, mientras que la relación social es la que existe entre la persona del trabajador (que
Marx denomina trabajo vivo, lebenarbeit) y la persona del capitalista, que aliena del fruto de su
trabajo al primero. La comunitariedad es vista por Marx en términos utópicos al escribir:
«Imaginémonos finalmente, para variar, una asociación de hombres libres, que trabajen con
medios de producción comunitarios (gemeinschaftichen)»4. La ->relación comunitaria es la que se
establece entre los hombres que se relacionan como personas (Beziehung als Personen), y que
conlleva necesariamente una relación de igualdad y de paridad, y no de dominio de una persona
sobre otra, pues cada persona considera a la otra como digna y, por tanto, como un fin y no como
un medio. Por el contrario, en la relación social no estamos ante una relación paritaria y de respet o
del otro como ->otro, sino que es más bien jurídica, cuya forma usual es el contrato; aquí las
personas sólo existen para las otras como medios y no como fines en sí, pues lo que interesa es que
son poseedores de mercancías o de fuerza de trabajo; mientras en la primera relación se encuentra
una persona cara-a-cara ante la otra, en la segunda una persona está más bien frente-a-frente a la
otra, esto es, enfrentadas.
Tönnies hizo clásica esta distinción a través de su influjo en sociólogos como Comte, Spencer,
Durkheim, Weber, Dunkmann -que denomina a la comunidad grupo íntimo- o Cooley -quien
distingue entre grupos primarios o comunidades y secundarios o sociedades-. En efecto, en su obra
clásica Gemeinschaft und Gesellschaft (Leipzig, 1887) distinguió entre dos formas básicas de la
constitución de la sociedad, aunque no suelen encontrarse aisladas por completo entre sí, sino
entretejidas mutuamente. La Gesellschaft es la sociedad o asociación, mientras que la
Gemeinschaft es la comunidad. Para Tönnies esta se basa en las relaciones naturales y en la
convivencia ->interpersonal primaria y cotidiana. Son comunidades como la familia, el clan o la
tribu. En ellas priman los sentimientos de confianza y afecto, y se propicia en un ambiente de
cercanía existencial. Los individuos se conocen personalmente también en el ámbito privado y se
consideran no como medios para conseguir fines distintos de la relación (aunque ciertamente, en la
familia, por ejemplo, también se da el fin de la protección, la reproducción, el apoyo mutuo, etc.),
sino como fines en sí mismos. Por el contrario, en las asociaciones o sociedades la unión o es
azarosa o contractual, pero no natural; es el resultado de una unión más o menos libre y estable
para conseguir determinados fines. Aquí los otros son medios para lograr determinados fines, de
modo que tiene lugar una relación impersonal y no se comparte entre sí la vida íntima, sino la vida
pública, sea económica, política, etc. En la asociación unas personas prestan a las restantes
determinados servicios, que deben ser mutuos y ajustados al derecho. Pero para Tönnies la
verdadera vida social es la vida en común, es decir, la comunitaria, por eso sostenía que es un
contrasentido que se den malas comunidades, cosa que sí puede acontecer en las asociaciones. En
realidad, la comunidad y la asociación no son dos posibilidades excluyentes de la vida en común
entre los hombres, sino dos etapas de la realidad social; pero la comunidad antecede siempre a la
sociedad o asociación.
Por su parte, Max Scheler, aceptando básicamente esta distinción, sostenía que las sociedades
vienen a ser como la decadencia de las comunidades. Lo social surge, según él, como resultado de
la complejidad de la comunidad, ya que esta, por definición, no puede ser muy numerosa, pues en
la masificación las relaciones interpersonales no pueden darse con la cercanía y cotidianidad que
ella indefectiblemente necesita. A Scheler debemos un hermoso concepto, Gesamtperson (persona
colectiva), que posiblemente tome su inspiración en la personalidad comunitaria, que simboliza el
denominado Siervo de Yavé de los célebres cuatro cánticos del libro bíblico de Isaías (42,1-4; 49,1-
6; 50,4-1 la; 52,13-53,12).
Nadie como E. Mounier ha reflexionado tan profundamente sobre la vida personal y comunitaria.
En un impresionante capítulo titulado Revolución comunitaria9, analiza con detenimiento la
importancia de la comunidad para la vida personal y la inexcusabilidad de la vida personal para la
vida comunitaria, que es una «tarea imperiosa» de nuestro tiempo. Mounier comienza su análisis
de los diferentes tipos de comunidad afirmando: «Corruptio optimi pessima (...). Comprendo a
aquellos que tienen miedo del despertar comunitario» 10. Y es que el desorden social ha dejado
huella en las personas; denunciar la ilusión de la revolución meramente social conlleva afirmar la
necesidad de una revolución personal, interior, moral, etc., como condición inexcusable para una
revolución ética, política, económica y social.
Mounier distingue cinco tipos de formas sociales -tipología posiblemente no muy rigurosa, pero
enormemente sugestiva-, hasta llegar a la comunidad personalista. a) El primer tipo corresponde a
las masas o sociedades impersonales. La masa aporta una despersonalización de cada individuo
humano en la tiranía del anonimato, donde deambula el hombre anónimo propio del
individualismo, sin vocación, sin historia, sin pasado y sin futuro en la carencia de la memoria
personal. Es el reino del se: del se dice, se hace, se piensa. b) El segundo tipo es el de las sociedades
del nosotros. Su exponente más usual es el fascismo de cualquier signo. La colectividad fascista
pone su mirada en el líder, el jefe, que posee su falsa mística; aquí el hombre delega su
personalidad, su pensamiento, su libertad y su acción en otro hombre que hará por él, pensará por
él, querrá en su lugar. «Cuando él diga yo, ellos pensarán nosotros, y se sentirán, en consecuencia,
engrandecidos»11 en una sugestión próxima a la hipnosis. Es el mayor peligro que corren las
democracias agotadas, en el momento en que el caos y el desorden hacen que las masas clamen
por la presencia de uno que los salve, aun a costa de su libertad personal. Los fascismos,
intentando organizar el desorden que heredan pasan por debajo del hombre al querer pasar por
encima. La masificación del nosotros es la conjunción de una masa despersonalizada y un hombre
fuerte con ansia de poder y gloria. Pensemos también, en la actualidad, en los fanáticos de un club
de fútbol. c) Al tercer tipo lo denomina sociedad vital, que Scheler denominaba comunidad de vida
(Lebensgemeinschaft), y está caracterizada por los vínculos establecidos entre aquellos que viven
en común un cierto flujo vital, que suele estar poco estructurada y flota ateniéndose al
compromiso de vivir juntos. Aquí incluye Mounier tanto a la familia como a la patria. En ellas cada
miembro cumple una función, como algunas familias que no están excesivamente anudadas, donde
la persona no es irreemplazable. La sociedad vital tiende a replegarse sobre sí, al no estar animada
en su centro por una auténtica comunidad espiritual. d) El cuarto tipo corresponde a la sociedad
razonable, que sí es específicamente humana y que oscila, a su vez, entre dos polos. Por una parte,
la sociedad de los espíritus, donde prima un pensamiento impersonal, caracterizado por un
lenguaje riguroso, con la pretensión de asegurar la unanimidad y el consenso entre los individuos.
«¡Como si el pensamiento pudiera ser impersonal!» y como si fuera posible un esperanto filosófico
que «pudiera reemplazar el esfuerzo de cada hombre singular por dominar sus pasiones
particulares y descubrir los valores objetivos que fundarán su conversación con los hombres»12 ¿Es
posible fundar una verdadera comunidad personalista así? Indudablemente, la respuesta debe ser
negativa, pues un pensamiento impersonal, aunque esté preñado de rigor lógico y conceptual,
«sólo puede ser tiránico», pues para soldar una comunidad con una cohesión interna no basta que
les una un ideal verdadero. En el otro polo se sitúan los que quieren asegurar ese vínculo
«comunitario razonable por una sociedad jurídica contractual, fundada sobre la convención y la
asociación»13. La dificultad consiste en vaciar al pensamiento de su contenido, de modo que se
asemeje asépticamente al lenguaje matemático que no admite réplica posible; el contrato no se
detiene en considerar su contenido, pues «solamente pide a las partes firmar acuerdos sin dolor,
astucia o violencia». A Mounier no se le escapaba que «la impersonalidad del contrato» es una
«falacia casi tan grande como la impersonalidad del pensamiento. Los contratos son establecidos
entre personas desiguales en poder»14, a pesar de que una platónica e ideal comunidad de
comunicación se empeñe en partir, como un postulado a priori, de la igualdad esencial de los
participantes en el debate, en el discurso, en la argumentación, en el contrato o en el consenso:
«La sociedad contractual se ha convertido así en una sociedad falsa y farisaica, cubriendo la
injusticia permanente con una apariencia de legalidad», pues el contrato, lejos de poner en
verdadera comunión a dos hombres, más bien «establece dos egoísmos, dos intereses, dos
desconfianzas, dos astucias, y los une en una paz armada»15. Pienso que la llamada ética del
discurso o de la acción comunicativa, así como los rawlsianos neokantianos y neocontractualistas,
debería tomar nota de esta crítica pre eventu de Mounier. Finalmente, ante la imposibilidad de
fundar la comunidad pasando por el lado de la persona, Mounier sostiene que es posi ble otro tipo
de comunidad, que es la que merece llamarse tal: la comunidad personalista, que podría llevar el
nombre de persona de personas, en tanto que cada persona se realizaría en la totalidad de su
vocación y de sus posibilidades; aquí la comunidad sería el conjunto resultante de cada uno de los
éxitos singulares de cada persona. Aquí cada persona es un fin en sí, cada cual es insustituible y
esencialmente querido por sí mismo. El amor y la libertad de cada persona son los vínculos
aglutinantes donde ninguna imposición debe tener lugar. Llegado a este punto Mounier se vuelve
escéptico ante esta comunidad utópica, afirmando que era la «soñada por los anarquistas, cantada
por Péguy», pero que «no es de este mundo», pues toda comunidad personal terrena es impura. La
solución que propone es, entonces, de índole religiosa: la Iglesia militante realiza la persona de
personas, aglutinando a la humanidad en el Cuerpo de Cristo, a imagen y semejanza de la «propia
realidad trinitaria». Aunque deja un poco de lado este escepticismo al sostener que a esta
comunidad personal, como persona de personas, tenemos a veces acceso en la experiencia «de un
amor, con una familia, con algunos amigos», pero como eventos excepcionales y raros.
Desde una perspectiva más sistemática indicaremos que el Renacimiento y la Ilustración fracasaron
por su eclipse de la persona en pos del ->individuo, del ->sujeto, del ego; y también descuidó el
renacer comunitario en pos de lo social. Constatamos que en nuestros días existen cada vez más
sociedades, pero cada vez menos comunidades, y de ello se concluye la debilidad de los lazos que
unen a los individuos entre sí, sólo capaces de generar vínculos sociales. La decadencia de la vida
comunitaria es la expresión de una sociedad sin ->rostros personales, donde cada persona se
encuentra sumergida en el anonimato del mundo impersonal del se. La ->modernidad ha traído
como una de sus manifestaciones más indeseables la despersonalización en la masa, que
observamos en el uso de un lenguaje impersonal, en la renuncia al compromiso y a batirse por la
verdad, en la indiferencia que provoca la ficticia adhesión a opiniones generales. El individuo no
tiene delante de sí a una persona, sino a otro individuo; de esta forma ha desaparecido el prójimo y
ha hecho su aparición el semejante o el otro yo.
El hombre sin vida interior, sin dimensión de hondura es incapaz de encontrarse verdaderamente
con otra persona; sólo la persona con vida interior está preparada para la vida comunitaria
verdaderamente personal; de aquí se sigue la inviabilidad de una vida comunitaria desde la
posicion individualista. Para que la comunidad sea posible, cada cual debe ser consciente, como
paso previo, de la vida epidérmica y anónima en la que vive. Aunque acontece a menudo que el
individuo volcado en su soledad es fácil carne de masa, propensión a la sugestión hipnótica que
ofrece cualquier líder que hable del nosotros en su forma impersonal y bastarda. Ciertamente que
el mundo del nosotros supone una cierta salida del mundo del se (que carece de dirección), pues
este es el ámbito de la indiferencia, mientras en el nosotros se da una entrega a una causa. Pero
tampoco aquí la persona está libre de la embriaguez común y del sumergimiento en lo impersonal y
siempre amenaza la fácil sugestión. Un ejemplo suele ser el militante de un partido político que
hace dejación de su pensamiento en pos de la ideología de su partido, que enseña lo que le dicta y
que justifica lo que yerra. Ese nosotros es más impersonal y opresor de la persona cuanto más
grande sea. De esta forma, también lo comunitario puede constituirse contra la dignidad de la
persona. La efervescencia de la entrega a la comunidad (incluso de un número pequeño de
integrantes, como en un club juvenil o comunidad de base religiosa) no es signo inequívoco de la
libertad y madurez personal; por el contrario, a menudo suele cegarla la efervescencia de lo
pintoresco, de la militancia constante y cotidiana, que puede producir la ilusión sobre la solidez de
la comunidad. Esto significa que el dinamismo interior no es, eo ipso, signo traslúcido de la verdad
de una vida en comunidad. Esto no significa que ese mundo del nosotros, en tanto que vivido en
pequeñas comunidades, no constituya un entrenamiento necesario y un reforzamiento de ciertos
hábitos loables para una vida en comunidad verdaderamente personal. «Todas las experiencias nos
llevan al mismo punto: imposible alcanzar la comunidad esquivando a la persona, sentar a la
comunidad sobre otra cosa que no sean personas sólidamente constituidas»16. Es decir, en la
comunidad no se da un fenómeno parecido a la transustanciación, en la que de personas con
débiles raíces surgiera una comunidad fuerte y bien trabada; la comunidad no es una
hipostasiación abstracta de la suma de las personas, sino la unión de las personas ya existentes y
reales. Conseguir un nosotros no enfermizo -cuyos ejemplos paradigmáticos los podemos
encontrar en los fenómenos del fascismo, el totalitarismo colectivista, o el cada vez más frecuente
fenómeno de las sectas pseudorreligiosas-, significa que existen yos libres, pues el nosotros no
surge de la sublimación de las personas sino de su realización. Que la comunidad solicite el
esfuerzo y la abnegación de cada miembro puede significar el abandono de lo propio de cada cual,
típico de lo alienador, o la solicitud del más maduro de los actos personales. Por otra parte, del
mismo modo que la persona morirá un día, tampoco debemos extrañarnos de que pase lo mismo
con la comunidad.
El ->hombre ha sido definido, tanto por F. Nietzsche como por A. Gehlen, como un ser deficitario, o
inacabado -lo que no constituye ninguna genialidad, pues, ¿acaso está acabado el universo o ha
terminado el hombre y lo que le rodea de evolucionar?-; es decir, es un ser indigente y como tal se
percibe a sí mismo, percatándose al mismo tiempo de que la necesidad de los demás la siente
como inscrita en lo más profundo de sí. Esto no puede significar, en modo alguno, ningún tipo de
minusvaloración de su ->dignidad intrínseca, de su digneidad, pero sí la afirmación de la
incompletitud existencial de la misma, en tanto que necesita de los otros, de las relaciones
comunitarias, no sólo para sobrevivir existencialmente, sino incluso, a fortiori, para venir a la
existencia misma, ya que la familia (al menos la relación interpersonal sexual de sus pro-genitores a
nivel biológico) le resulta absolutamente imprescindible a la persona. Con razón un personalista
español ha escrito que «somos antes nuestros apellidos que nuestro nombre»21. Salvada esta
necesidad de la relación biológica, también la relación comunitaria cordial y amistosa le resulta a la
persona como un ámbito insustituible de crecimiento personal, en tanto que aporta una cultura, un
universo de valores, una cosmovisión, etc. De esta forma, la ausencia de la vida comunitaria la paga
la persona a un altísimo precio y no sólo en lo concerniente a la madurez psicológica.
La persona no está hecha para la soledad, sino para la comunidad. Siempre nacemos en el interior
de una comunidad natural, la familia, y somos arropados en una comunidad más amplia, cultural,
que nos confiere los elementos que precisamos para nuestro desarrollo como personas. O al
menos, esto debería ser así; cuando no lo es, algo de la personalidad de cada cual se frustra. La
soledad, sobre todo la no elegida y la que se prolonga por mucho tiempo, es la frustración de la
esencial relacionalidad de la persona.
La vida comunitaria se realiza cuando cada uno de los participantes de la comunidad considera
(teóricamente) a los demás como fines en sí, y les trata (práxicamente) como tales.
El escepticismo que Mounier expresa en una comunidad no cimentada en la ->fe religiosa no debe
impedir que una comunidad como persona de personas, a nivel meramente humano, sea un
proyecto buscado y, en cierta medida, también realizable.
M. Moreno Villa
COMUNISMO LIBERTARIO
DicPC
II. LA CORRIENTE COMUNALISTA. Un lugar preminente en este debate es ocupado por la citada
Revista blanca, y su fundador y director, Federico Urales (seudónimo de Juan Montseny), defensor
de una concepción comunalista y agraria del comunismo libertario. Se trata de identificar a este
con una federación universal de municipios, libremente establecida, que implica un retorno al
campo y un equilibrio con la naturaleza, como el espacio exacto de la revolución social. Se quieren
establecer las condiciones de vida natural de las profesiones y rechazar todo lo contrario a un
criterio humanista o a la salud de los hombres. En la comuna no puede existir merma a la plena
libertad de sus componentes, y la buena voluntad, la solidaridad, y un imperativo ético, al
vincularse nuestro bien al bien de todos, nos hará buenos por necesidad. «Entendemos que, con el
tiempo, la nueva sociedad -escribe Urales- conseguirá dotar a cada comuna de todos los elementos
agrícolas e industriales precisos a su autonomía, de acuerdo con el principio biológico que afirma
que es más libre el hombre (en este caso, la comuna) que menos necesita de los demás». Su obra
más significativa es Los municipios libres (Barcelona 1933). En su pensamiento y en el de muchos
otros que lo comparten, no sólo hay una preocupación por los aspectos sociales y económicos, sino
también de rechazo a cualquier organización que profesionalice el poder y la administración, y por
la cultura, la educación, la sexualidad, la salud, la crítica de la religión y la conciencia libre, que
hacen del movimiento libertario una profunda corriente antropológica y civilizadora en lo que tiene
de más perdurable. Otra figura notable de esta posición es la del médico asturiano Isaac Puente,
autor de un folleto de gran éxito: El comunismo libertario. Sus posibilidades de realización en
España (Valencia 1933), para quien la comuna libre, complementada por el sindicato, es la
institución fundamental de la sociedad comunista libertaria: «Del mismo modo que se articulan
entre sí las funciones del ser vivo, lo harían las células municipales de la ordenación libertaria,
según el principio general de que cuando aisladamente cada localidad tiene bien administrada y
ordenada su economía, el conjunto ha de ser armónico y perfecto el acuerdo nacional». Isaac
Puente emplea esa analogía biológica para los comportamientos sociales, muy frecuentes entre los
anarquistas, y, sin renunciar a su concepción comunalista, reconoce la importancia de nuevos
escenarios y protagonismos sociales y económicos: la industria y los sindicatos, y las cooperativas,
para organizar el consumo.
Higinio Noja, que afirmaba que la estructura social evoluciona como cualquier ser vivo. La
capacidad productiva extraordinaria hay que adecuarla a las exigencias de la igualdad social de los
trabajadores. El comunismo libertario debe combinar un alto grado de eficiencia productiva y de
auténtica libertad individual. Noja propone la eliminación del Estado y del capitalismo, la
colectivización de la propiedad privada, y el control de la distribución y el consumo por la
comunidad. La segunda figura es Gaston Leval, francés vinculado desde 1914 al movimiento obrero
español, que publica Problemas económicos de la revolución social española (Valencia 1933) y
Precisiones sobre el anarquismo (Barcelona 1937), saludados como hitos doctrinarios por muchos
de sus compañeros. En la primera obra hace un diagnóstico riguroso de los condicionantes
estructurales para alcanzar un objetivo revolucionario en España, y las medidas a adoptar para
conseguirlo. En la segunda define al /anarquismo como teoría científica sobre la organización social
y económica, que trata de implantar una estructura basada en las relaciones de apoyo mutuo,
creadas por los hombres para su pervivencia, pero lo que no implica la necesidad de autoridad, ni
de aparatos políticos y gubernamentales y se concreta en el comunismo libertario. Leval rechazó la
idea de una 'libertad absoluta, ya que existe una moral social, basada en el sentido solidario
fundamental del anarquismo, y considera el equilibrio entre libertad y organización, sobre la base
del federalismo. Organiza la producción y servicios a partir de un esquema de Federaciones
Nacionales de Industria, y la distribución, mediante una red de cooperativas. La tercera de estas
figuras singulares es la de Diego Abad de Santillán, crítico radical de las arcadias felices, basadas en
el comunalismo, y que resume y sistematiza en su obra las ideas fundamentales sobre la
organización libertaria de la sociedad de inspiración anarcosindicalista. En su obra El organismo
económico de la revolución (Barcelona 1936), plantea un método de planificación económica a
ultranza, a partir de núcleos básicos de organización productiva: los consejos de fábrica o granja,
que, a su vez, deben coordinarse en las secciones de sindicatos de industria. Por encima de ellos, se
establecen diecisiete Consejos de Ramo nacionales, por especialidades, y consejos locales que
aúnan los distintos ramos, y tienen también una coordinación en el Consejo Nacional de Economía.
El Consejo Federal aúna ambas líneas y coordina al máximo la producción y el comercio
internacional. El valor de este esquema, además de ser un excelente resumen del estado de la
cuestión desde esta corriente, se produjo por las inmediatas circunstancias de guerra, y la
posibilidad de aplicarlas a la realidad.
IV. DOS SUPERVIVIENTES Y ALGUNAS REFLEXIONES FINALES. A continuación de esas dos grandes
conmociones universales que fueron la guerra civil española y la II Guerra Mundial, parecería que
todo el mundo anterior hubiera quedado trastocado. De nuestro viejo mundo libertario, dos figuras
notables han sobrevivido como espíritus creadores. De una parte Gaston Leval siguió escribiendo
hasta su muerte en 1978. En 1959 publica Pratique du socialisme libertaire, en donde analiza las
posibilidades de transformación revolucionaria en la Francia y la Europa de aquel momento, y las
condiciones para consolidar la sociedad revolucionaria. Sigue siendo fiel al modelo de las
colectividades libertarias y a la estructura de las Federaciones Nacionales de Industria, Agricultura y
Servicios Públicos, que culminan en una Confederación General de la Economía. Hace un
llamamiento especial a la productividad de los trabajadores para sostener el esfuerzo
transformador. Ya no considera imprescindible la abolición del dinero, e incluso concibe una etapa
de transición en la que convivan diferentes formas de propiedad. Hace hincapié en lo realizable de
inmediato, mediante una alianza del movimiento cooperativo y ->mutualista, de experiencias
autogestionarias y comunitarias de distinta índole. Y especialmente subraya el trasfondo ético de
todo cambio social, y una concepción de civilización nueva... que es, ante todo, un humanismo
práctico, una forma de civilidad..., reconociendo a las relaciones intelectuales del arte y del
pensamiento, el carácter de superioridad,
elementos verdaderamente propios de pueblos civilizados. Se puede y se
debe constituir, desde ahora, una ->comunidad superior que, en el dominio de la cultura, de la
moral aplicada a las relaciones materiales, constituirá un ejemplo de ->socialismo libertario. Pero
no es del todo seguro que lo contrario sea posible: no es del todo seguro que la transformación
económica engendraría automáticamente la transformación moral, la aptitud para superar la
sociedad de clases y de Estado. Al igual que Leval en su última etapa, Abrahán Guillén -fallecido en
1993-, se refiere en sus últimas obras al socialismo libertario, no por suavizar el rigor y radicalidad
de sus propuestas, sino por desechar un término, comunismo, que ahora tiene connotaciones
históricas que lo desnaturalizan y desprestigian. Abrahán Guillén, periodista y analista de la
economía mundial y de cuestiones estratégicas internacionales, vivió intensamente las vicisitudes
del movimiento libertario español antes, durante y después de la guerra civil, y fue un teórico de
los movimientos revolucionarios y sus estrategias en América Latina, después de la II Guerra
Mundial. En sus obras realizó un formidable repaso a las condiciones de la economía mundial,
tanto en su versión capitalista como de socialismo/capitalismo de Estado, para concluir que en la
superación de todas sus contradicciones económicas y sociales, tienen su alternativa liberadora y
desalienante, en virtud de la revolución científicotecnológica, en esa fórmula de liberación del
hombre: Automatización del trabajo + autogestión = socialismo libertario.
Más allá de estas dos reflexiones teóricas, llenas de vitalidad y en gran medida prospectoras de
acontecimientos venideros, creo que la cultura libertaria segregada del pensamiento analizado ha
influido profundamente, desde la década de los sesenta hasta ahora, en la reivindicación de la idea
de libertad y autonomía personal; pero también en las formas solidarias, voluntarias y de
organización autónoma de experiencias sociales y comunitarias, en las convicciones antiautoritarias
y descentralizadoras, en la reivindicación del espacio inmediato y entrañable. Más recientemente
podríamos encontrar su modelo en la búsqueda del equilibrio con la naturaleza y el respeto al
entorno, de las corrientes ecológicas.
Muchas de estas tendencias han recorrido una filiación neo-anarquista o libertaria, incluso desde
su propia independencia actual. Tal vez queda aún por reflejarse esta influencia enun cierto
rechazo de lo superfluo e innecesario, en un cierto estoicismo ético, más exigente si comparamos
tantas sociedades del despilfarro con las carencias agónicas de personas y pueblos que coexisten
en un mismo planeta y tiempo, pero que parecieran vivir en mundos tan distantes como las
galaxias.
BIBL.: ABAD DE SANTILLÁN D., El anarquismo y la Revolución en España. Escritos 1930/ 38, Ayuso,
Madrid 1976; BERNECKER W. L., Colectividades y revolución social, Crítica, Barcelona 1982;
BRADEMAS J., Anarcosindicalismo y revolución en España, Ariel, Barcelona 1973; GUILLÉN A.,
Socialismo libertario, Madre Tierra, Móstoles 1990; LEVAL G., Las colectividades libertarias en
España, Proyección, Buenos Aires 1974; ID, Práctica del socialismo libertario, Madre Tierra,
Móstoles 1994; MINTZ, F., La autogestión en la España revolucionaria, La Piqueta, Madrid 1977;
PANIAGUA X., La sociedad libertaria, Crítica, Barcelona 1982; PÉREZ BAR6 A., Treinta meses de
colectivismo en Cataluña, Ariel, Barcelona 1974.
A. Colomer Viadel
COMUNITARISMO
DicPC
1. ESBOZO HISTÓRICO. Desde principios de los años 80 se ha extendido el uso del término
comunitarismo entre los estudiosos de Ética y de Filosofía Política, especialmente en el ámbito
lingüístico anglosajón. Ciertos pensadores de la moral y de la política como A. Maclntyre, C. Taylor,
M. Sandel, M. Walzer o B. Barber son a menudo calificados como comunitaristas por parte de otros
estudiosos, sin que ellos mismos hayan aceptado explícitamente una calificación semejante. Son
autores muy distintos en muchos aspectos, pero se puede encontrar en ellos cierto aire de familia,
en cuanto que todos ellos han elaborado críticas al individualismo contemporáneo y han insistido
en el valor de los vínculos comunitarios como fuente de la identidad personal. Estamos, por
consiguiente, ante una denominación genérica que abarca en su seno a autores muy heterogéneos,
tanto en lo que se refiere a las fuentes de inspiración -en unos casos es Aristóteles, en otros es
Hegel-, como en lo referente a las propuestas políticas de transformación de la sociedad -unos son
conservadores, otros reformistas, otros radicales, etc
Al margen de la controversia académica que ha enfrentado a los comunitaristas con otros autores a
los que generalmente se considera liberales, también ha aparecido en los años 90 un movimiento
más estrictamente político con el nombre de comunitarismo: un movimiento liderado por el
sociólogo norteamericano Amitai Etzioni, autor del libro The Spirit of Community. Dicha obra
contiene un manifiesto comunitarista que ha tenido cierto eco en los medios de comunicación y en
algunos partidos políticos; pero no está claro qué tipo de relación se puede establecer entre las
propuestas de dicho manifiesto y las tesis filosóficas que defienden los autores considerados
comunitaristas en el ámbito académico. En cualquier caso, nos limitaremos aquí a estos últimos.
Estas críticas que los comunitaristas han venido haciendo a las teorías liberales han sido atendidas
en gran medida por los más relevantes teóricos del liberalismo de los últimos años, como J. Rawls,
R. Dworkin, R. Rorty y J. Raz, entre otros. De hecho, la evolución interna del pensamiento de
algunos de ellos -particularmente del de Rawls, a quien se considera generalmente como el
paradigma del nuevo liberalismo político- se puede interpretar como un intento de asumir las
críticas comunitaristas rectificando algunos puntos de sus propuestas anteriores. No obstante,
como han señalado Mulhall y Swift, un análisis detallado de los textos comunitaristas muestra que
la mayor parte de las ideas que se rechazan en ellos también serían rechazadas por la mayor parte
de los liberales.
Michael Walzer considera que los argumentos críticos que esgrimen los autores considerados
comunitaristas -y a él mismo se le clasifica a menudo como tal-, frente al liberalismo
contemporáneo, son, en realidad, argumentos recurrentes, que no dejan de ponerse de moda
periódicamente (bajo una u otra denominación) para expresar el descontento que aparece en las
sociedades liberales, cuando se alcanza en ellas cierto grado de desarraigo de las personas respecto
a las comunidades familiares y locales. El comunitarismo no sería otra cosa que un rasgo
intermitente del propio liberalismo, una señal de alarma que se dispara de tarde en tarde para
corregir ciertas consecuencias indeseables que aparecen inevitablemente en la larga marcha de la
humanidad en pos de un mundo menos alienante. Los comunitaristas -continúa Walzer- tienen
parte de razón cuando exponen los dos principales argumentos que poseen en contra del
liberalismo. El primero defiende que la teoría política liberal representa exactamente la práctica
social liberal, es decir, consagra en teoría un modelo asocial de sociedad, una sociedad en la que
viven individuos radicalmente aislados, egoístas racionales, hombres y mujeres protegidos y
divididos por sus derechos inalienables, que buscan asegurar su propio egoísmo. En esta línea, las
críticas del joven Marx a la ideología burguesa son una temprana aparición de las críticas
comunitaristas. Este argumento es repetido con diversas variantes por todos los comunitarismos
contemporáneos. El segundo argumento, paradójicamente, mantiene que la teoría liberal desfigura
la vida real. El mundo no es ni puede ser como los liberales dicen que es: hombres y mujeres
desligados de todo tipo de lazos sociales, literalmente sin compromisos, cada cual él solo y único
inventor de su propia vida, sin criterios ni patrones comunes para guiar la invención. No hay tales
figuras míticas: cada uno nace de unos padres; y luego tiene amigos, parientes, vecinos,
compañeros de trabajo, correligionarios y conciudadanos; todos esos vínculos, de hecho, más bien
no se eligen, sino que se transmiten y se heredan; en consecuencia, los individuos reales son seres
comunitarios, que nada tienen que ver con la imagen que el liberalismo nos transmite de ellos.
Ambos argumentos son mutuamente inconsistentes, pero -a juicio de Walzer-, cada uno de ellos es
parcialmente correcto. El primero es verdad, en buena medida, en sociedades como las
occidentales, en donde los individuos están continuamente separándose unos de otros,
moviéndose en una o en varias de las cuatro movilidades siguientes: 1) La movilidad geográfica
(nos mudamos con tanta frecuencia que la comunidad de lugar se hace más difícil, el desarraigo
más fácil). 2) La movilidad social (por ejemplo, la mayoría de los hijos no están en la misma
situación social que tuvieron los padres, con todo lo que ello implica de pérdida de costumbres,
normas y modos de vida). 3) movilidad matrimonial (altísimas tasas de separaciones, divorcios y
nuevas nupcias, con sus consecuencias de deterioro de la comunidad familiar). Y 4) movilidad
política (continuos cambios en el seguimiento a líderes, a partidos y a ideologías políticas, con el
consiguiente riesgo de inestabilidad institucional). Además, los efectos atomizadores de esas
cuatro movilidades serían potenciados por otros factores, como el avance de los conocimientos y el
desarrollo tecnológico.
El liberalismo, visto de la forma más simple, sería el respaldo teórico y la justificación de todo ese
continuo movimiento. En la visión liberal, las cuatro movilidades representan la consagración de la
libertad y la búsqueda de la felicidad (privada o personal). Concebido de este modo, el liberalismo
es un credo genuinamente popular. Cualquier esfuerzo por cortar la movilidad en las cuatro áreas
descritas requeriría una represión masiva y severa por parte del poder estatal.
Sin embargo, esta popularidad tiene otra cara de maldad y descontento, que se expresa de modo
articulado periódicamente; y el comunitarismo es, visto del modo más simple, esa intermitente
articulación de los sentimientos de protesta que se generan al cobrar conciencia del desarraigo.
Refleja un sentimiento de pérdida de los vínculos comunales, y esa pérdida es real. Las personas no
siempre dejan su vecindario o su pueblo natal de un modo voluntario y feliz. Moverse puede ser
una aventura personal en nuestras mitologías culturales al uso, pero a menudo es un trauma en la
vida real. El segundo argumento (en su versión más simple: que todos nosotros somos realmente,
en última instancia, criaturas de comunidad) le parece a Walzer verdadero, pero de incierta
significación. Los vínculos de lugar, de clase social o de status, de familia, e incluso las simpatías
políticas, sobreviven en cierta medida a las cuatro movilidades. Además, parece claro que esas
movilidades no nos apartan tanto a unos de otros como para que ya no podamos hablarnos y
entendernos. Con frecuencia estamos en desacuerdo, pero discrepamos de maneras mutuamente
comprensibles. Estamos, es cierto, situados en una tradición, pero la crítica comunitarista tiende a
olvidar que se trata de una tradición liberal, que utiliza un vocabulario de derechos individuales -
asociación voluntaria, pluralismo, tolerancia, separación, privacidad, libertad de expresión,
oportunidades abiertas a los talentos, etc.- que ya consideramos ineludible. ¿Hasta qué punto,
entonces, tiene sentido argumentar que el liberalismo nos impide contraer o mantener los vínculos
que nos mantienen unidos? La respuesta de Walzer es que sí tiene sentido, porque el liberalismo es
una doctrina-extraña, que parece socavarse a sí misma continuamente, que desprecia sus propias
tradiciones, y que produce en cada generación renovadas esperanzas de una libertad absoluta,
tanto en la sociedad como en la historia. Gran parte de la teoría ->política liberal, desde Locke
hasta Rawls, es un esfuerzo para fijar y estabilizar la doctrina y, así, poner fin a la interminabilidad
de la liberación liberal. Existe cierto ideal liberal de un sujeto eternamente transgresor, y en la
medida en que triunfa ese ideal, lo comunitario retrocede. Porque, si el comunitarismo es la
antítesis de algo, es la antítesis de la transgresión. Y el yo transgresor es antitético incluso de la
comunidad liberal que ha creado y patrocina. El liberalismo es una doctrina autosubversiva; por esa
razón requiere de veras la periódica corrección comunitarista. Para Walzer, la corrección
comunitarista del liberalismo no puede hacer otra cosa -dado su escaso carácter de alternativa
global a los valores liberales- que un reforzamiento selectivo de esos mismos valores: dado que
ninguna comunidad preliberal o antiliberal posee el atractivo suficiente como para aspirar a
sustituir a ese mundo de individuos portadores de derechos, que se asocian voluntariamente, que
se expresan libremente, etc., sería buena cosa que el correctivo comunitarista enseñara a esos
individuos a verse a sí mismos como seres sociales, como productos históricos de los valores
liberales y como constituidos en parte por esos mismos valores.
El otro extremo, igualmente detestable, lo constituyen dos tipos de colectivismo. Por una parte,
aquellas posiciones etnocéntricas que confunden el hecho de que toda persona crezca en una
determinada comunidad concreta (->familia, etnia, nación, clase social, etc.) con el imperativo de
servir incondicionalmente los intereses de tal comunidad, so pena de perder todo tipo de identidad
personal. Por otra parte, aquellas otras posiciones colectivistas que consagran una determinada
visión excluyente del mundo social y político como única alternativa al denostado individualismo
burgués. Tanto unos como otros simplifican excesivamente las cosas, ignorando aspectos
fundamentales de la vida humana. Porque, si bien es cierto, por un lado, que contraemos una
deuda de gratitud con las comunidades en las que nacemos, también es cierto que esa deuda no
puede hipotecarnos hasta el punto de no poder elegir racionalmente otros modos de identificación
personal que podamos llegar a considerar más adecuados. Y aunque también es cierto -por otro
lado- que el concepto liberal de persona puede, en algunos casos, dar lugar a cierto tipo de
individualismo insolidario, no parece que un colectivismo totalitario sea mejor remedio que esa
enfermedad.
VER: COMUNIDAD, COMUNISMO LIBERTARIO, ÉTICA DEL DISCURSO, ÉTICA (FUNDAMENTACIÓN DE LA), ÉTICA
(SISTEMAS DE ), JUSTICIA, LIBERALISMO.
BIBL.: CORTINA A., Ética sin moral, Tecnos, Madrid 1990; ID, Ética aplicada y democracia radical,
Tecnos, Madrid 1993; KYMLICKA W., Filosofía política contemporánea, Ariel, Barcelona 1995;
MARTÍNEZ NAVARRO E., La polémica de Rawls con los comunitaristas, Sistema 107 (1992) 55-72;
MULHALL S.SwwFr A., El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y comunitaristas,
Temas de Hoy, Madrid 1996; THIEBAUT C., Los límites de la comunidad, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid 1992; WALZER M., Las esferas de la justicia, FCE, México 1993.
E. Martínez Navarro
CONCIENCIA MORAL
DicPC
Con la palabra conciencia entra en el lenguaje un término que, en general, goza hoy de gran estima
y es considerado uno de los conceptos clave del ethos actual. En una sociedad pluralista y, en parte,
secularizada como la nuestra, constituye un tema siempre recurrente en la mayoría de las ramas
del saber, un fenómeno que no puede ser soslayado ni siquiera por las teorías que reducen o
rechazan la responsabilidad individual de la persona. No obstante, frente a quienes la exaltan como
el máximo exponente de la autonomía moral y del carácter inviolable de los derechos humanos,
otros muchos atribuyen su vigencia y relevancia al hecho de que funciona como órgano de
adaptación, como factor de manipulación o de simple proceso de socialización. Se trate de ocaso o
de alborada de la conciencia, una cosa es cierta: no existe una terminología unívoca, ni una
definición admitida por todos, ni una opinión unánime sobre lo que con ella se quiere expresar.
Más aún, cabe afirmar que no es Posible definirla, por tratarse de un concepto que abarca diversos
estratos del psiquismo humano y representa una instancia de difícil interpretación. Plenamente
conscientes de estas aporías, es imprescindible adentrarse, a través de múltiples aproximaciones,
en este concepto poliédrico.
1. La antigüedad grecorromana. Ya los escritos egipcios hablan de una instancia que tiene su sede
en el interior del hombre, sigue su conducta con mirada crítica y, llegado el caso, le reprende. Serán
los griegos quienes utilizan el término syneidesis (Demócrito), como sinónimo de saber o entender.
En virtud del subsiguiente proceso, la syneidesis se decanta de saber referido a contenidos morales
a facultad espiritual en la que resuena la voz de Dios; Aristóteles, al subordinarla a la 7razón, la
entiende como una instancia para conocer los principios morales y aplicarlos a cada caso particular;
los estoicos, a su vez, la identifican con la razón (logos) del hombre, que es la chispa del logos del
mundo. En resumen, el concepto syn-eidesis (que Cicerón reproducirá literalmente con la palabra
cumscientia) evoluciona así hacia una noción notablemente marcada por las características de
subjetividad (subjetivismo), interioridad y referencia al mundo lógico-racional y al mismo tiempo
divino.
2. El mundo bíblico. El Antiguo Testamento, al igual que las religiones antiguas, carece de un
vocablo específico, ya que las experiencias relacionadas con la moralidad suelen expresarse
mediante los órganos internos de la persona. En este sentido, el ->corazón (850 veces en el Antiguo
Testamento) es la sede de los pensamientos y sentimientos, es el centro del itinerario ético-
religioso del pueblo de Dios y de cada uno de sus miembros en el horizonte de la alianza. La
conducta humana tiene su fuente en las decisiones del corazón, aunque siempre en el seno de la
tradición comunitaria. Conviene recordar, sin embargo, que el Antiguo Testamento no muestra un
especial interés por el tema de la conciencia, ya que el hombre paleotestamentario tiene una
peculiar concepción de ->Dios, marcada por la inmediatez de su experiencia y por la vigencia
profunda de Yavé como un Dios misericordioso que perdona. Los evangelios sinópticos y los
escritos joánicos acogen y prolongan estas enseñanzas y, al mismo tiempo, las someten a un
proceso de fuerte interiorización y universalización. Por eso mismo, el corazón, los ojos y la luz
interior son las expresiones usadas para denotar la orientación de toda la persona ante Dios. En el
contexto de esta tradición, Pablo toma de la filosofía popular el término syneidesis, que aún oscila
entre los significados de consciencia y de conciencia, incorporándolo al lenguaje cristiano (aparece
31 veces en los escritos paulinos), y traduce las enseñanzas bíblicas a las categorías populares del
mundo helenista. Cruce de la tradición grecorromana y la bíblica, Pablo propugna el estatuto de la
conciencia moral antecedente y de la conciencianorma, con el que se encuentra íntimamente
relacionado el discernimiento moral, así como el estatuto de la conciencia moral subjetiva (cf 1Cor
8-10; Rom 14), despojando así al razonamiento de la conciencia de cualquier carácter mítico. Para
Pablo la conciencia es una magnitud subjetiva cuyo imperio en el orden moral tiene que
compadecerse con la primacía de la ->caridad fraterna, el papel del Espíritu Santo, la permanente
dependencia ante Dios y la reserva escatológica. Quizás la identificación entre conciencia y fe sea el
rasgo más característico de la intuición paulina.
3. De la patrística a la teología medieval. La tradición cristiana mantiene, con las lógicas variaciones
y matices, las dimensiones de la concepción bíblica de la conciencia. A pesar del cada vez más
recurrente influjo del pensamiento platónico y estoico, los Padres de la Iglesia subrayan, sobre
todo, el carácter espiritual de la conciencia en cuanto foco interior del que irradia toda la actividad
ético-religiosa del cristiano que vive según el Espíritu. Dentro de la concepción global y unitaria que
ofrece, la tradición occidental acentúa, a partir de Agustín, su carácter moral. Desde el siglo V se
produjo en el mundo occidental un grave eclipse de la conciencia y durante el milenio siguiente no
afloró una teoría o una doctrina sobre el particular. Ni siquiera la escolástica juzgó necesario, en un
primer momento, dedicar al tema un estudio detallado. Parece que en la creciente tematización y
nacimiento del tratado sobre la conciencia, en la teología cristiana occidental, desempeñó un papel
decisivo una distinción que tuvo su origen en el error de un copista: al traducir el Comentario de
Ezequiel de san Jerónimo, transcribió equivocadamente el término syneidesis por synteresis o
synderesis. Desde entonces el término se usó para distinguir dos magnitudes: la sindéresis o
facultad moral innata y la conscientia, es decir, la magnitud que aplica de forma dinámica las
certidumbres éticas radicales de la protoconciencia a las acciones concretas. Este segundo aspecto,
la conciencia en su función de juicio puntual, es el que acabará polarizando la atención de la
teología moral católica hasta nuestros días. Este esquema básico medieval conocerá diversas
interpretaciones: según la escuela tomista, tanto la sindéresis como la conciencia se ordenan al
entendimiento y son saber racional-práctico; para la escuela franciscana el conocimiento de lo que
es bueno y justo no es producto de la razón sino de la inclinación de la ->voluntad; la teología
mística abre una brecha aún mayor entre sindéresis y razón y, al considerar aquella como la chispa
del alma, devuelve a la conciencia una interpretación sobre todo religiosa. Pero el haber situado la
conciencia en la órbita de la razón en la íntima relación con la ->fe, permitió a Tomás de Aquino
resolver acertadamente el intrincado y proceloso problema de la relación entre conciencia y ley.
II. HACIA UNA VISIÓN HOLÍSTICA E INTEGRADORA. Después de lo apuntado, no es fácil establecer
un concepto actualizado de la conciencia. Esto supone clarificar la polivalencia del término,
articular sistemáticamente sus diversas funciones y ofrecer una interpretación suficiente de su
concepción como lugar hermenéutico de la exigencia moral, la que ha de entenderse al mismo
tiempo como «instancia de inteligencia, de decisión y de control».
1. Diversos significados del término. Con el término conciencia podemos referirnos a distintas
cosas. A veces se usa como sinónimo de adjetivo moral, como en las expresiones: «Se me plantea
un problema de conciencia», o «propongo una objeción por motivos de conciencia». Tal vez su
primer uso semántico sea el que identifica la conciencia con la realidad existencial de la persona
como sujeto moral. Otras veces, a la magnitud correlativa al término conciencia se le atribuyen
características de tipo exclusivamente psicológico, pudiendo representarse entonces en términos
de super yo freudiano. Pero en ocasiones se le atribuyen semánticas muy específicas, claramente
identificables con los roles que, en el campo moral, desempeñan las facultades humanas de la
inteligencia y de la voluntad o con el rol autoparenético del propio sujeto moral. El análisis de los
diversos usos semánticos puede prestar gran ayuda para entender la globalidad del fenómeno y
para evitar los cortocircuitos que se suelen cruzar a la hora de disipar las sospechas relativas a la
conciencia recta.
3. Líneas fundamentales para una concepción holística. Se impone pues, tomar conciencia de que
continuamente nos enfrentamos con concepciones fragmentarias, deformadas e incompletas, pues
se la suele reducir a «juicio de la razón (dictamen) por el que la persona humana reconoce la
cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho». Punto de partida,
pues, y horizonte ha de ser el concepto ampliado de conciencia moral. Permite recuperar los datos
más relevantes de la antigüedad bíblica y extrabíblica: la dimensión interior con apertura a la -
>trascendencia, comunitaria y cósmica de la conciencia; valorar adecuadamente la llamada
conciencia fundamental como sinónimo de la ->persona que se compromete de modo libre,
adoptando una orientación vital que considera esencial para su realización, sin que esto implique
una devaluación del papel derivado que le corresponde en su función de juicio moral, en cuanto
testigo y juez de nuestros actos concretos; integrar como elemento originario constitutivo la
reciprocidad de las conciencias, uno de los frutos más sazonados del ->personalismo; asumir las
críticas y aportes positivos de la interpretación arqueológica, de la autenticidad y ->autonomía
absoluta y, sobre todo, la teleológica de la conciencia, que recoge las sospechas y repartos
provenientes de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales sobre su génesis e infraestructuras;
superar el riesgo del subjetivismo y relativismo éticos propios de una autonomía de la conciencia a
ultranza, y explicar adecuadamente esas dos grandes paradojas de la vida moral: los ->valores
existen sólo a través de nosotros, y al mismo tiempo nos obligan en conciencia, es decir, que la
conciencia no crea propiamente los valores, sino que los inventa (de in-venire) al descubrirlos, los
constituye al reconocerlos y los lleva a la práctica asumiéndolos.
Desde esta concepción holística que la entiende como función o dimensión moral de toda la
persona, en cuyo núcleo más íntimo está enraizada, parece inapelable la ,dignidad y la primacía de
la conciencia. Ella es la norma subjetiva de la moralidad de la persona y la norma última obligatoria
para todos los individuos. Precisamente por tratarse de una magnitud interior y subjetiva, es
necesario tener muy en cuenta sus límites y puntos débiles, advirtiendo la proclividad del ser
humano a la excesiva autovaloración y al error: de aquí el teorema de que obrar según la
conciencia no es condición suficiente para saber si hemos obrado rectamente. En consecuencia, la
conciencia recta, al igual que la razón recta, tiene que abrirse por la universalidad al
reconocimiento de lo real y de las estructuras objetivas de la existencia, especialmente de la
naturaleza humana, y por la ->responsabilidad al nudo de relaciones que la configuran
estructuralmente. En este sentido la filosofía moderna, la ->fenomenología y el ->existencialismo
resaltan que la conciencia es siempre conciencia de algo distinto de sí. Es decir, la conciencia moral
tiene que elegir y decidirse respecto de los bienes de que la persona tiene necesidad y respecto de
las relaciones con el mundo, los otros y el ->Otro, si quiere desarrollarse como ser de deseos.
Habida cuenta de su primacía en el campo moral y de su identificación con su elección en el acto de
decisión, así como de su fragilidad y limitaciones, la conciencia moral debe tender siempre a ser
conciencia cierta, verdadera y desde luego, recta.
III. FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA. Es un error hablar del tema como si se tratara de un capítulo
aislado dentro de la educación de la persona. Su enfoque, sin duda, dependerá del concepto de
,
educación de que se parta y del paradigma ético que se propugne -principio trimembre de justicia,
solidaridad (beneficencia) y autonomía-. Las correspondientes estrategias, si se acepta el concepto
holístico de conciencia que hemos reivindicado, habrán de polarizarse: en la génesis de la
conciencia moral (subestructuras bioquímicas, biopsíquicas y sociales), de modo que favorezcan el
autoconocimiento y el juicio moral en un contexto de ->empatía, comprensión y ->diálogo; en la
capacidad de autorregulación del sujeto mediante técnicas de intervención y modificación de
conducta, que vienen a ocupar el puesto de las ->virtudes y los vicios en la concepción clásica. La
conciencia, pues, debe despertarse y desarrollarse ya desde la primera infancia, pues se ha
comprobado, incluso empíricamente, que la ausencia y/o lagunas de esta primitiva fase de su
formación repercuten fuertemente en la vida moral posterior.
1. Estatuto de la conciencia errónea. Es necesario tener muy en cuenta los límites efectivos
denunciados por las ciencias humanas y prestar gran atención al estado de madurez de la
conciencia (ley de la gradualidad). Es cierto que la persona, constitutivamente ordenada al ,bien,
cuando se decide y toma elecciones concretas, de acuerdo con el conjunto de conocimientos
morales logrados mediante el proceso individual de aprendizaje, a partir de las convicciones-
normas éticas aceptadas por la comunidad y de su experiencia personal, obra moralmente bien.
Pero esto no garantiza que el sujeto que actúa libremente en conformidad con el dictamen de su
conciencia realice siempre lo que es moralmente recto, porque en el complejo proceso cognitivo
para individuarlo en la situación concreta, es posible que la conciencia se equivoque. Por este
error, sin embargo, la conciencia no pierde su dignidad, porque la persona está obligada a obrar
siempre según su conciencia, que es la norma subjetiva próxima y el último juez de la moralidad del
sujeto. Claro está que sólo cuando el error es invencible y no culpable, el sujeto actúa con
conciencia recta, si bien en el plano jurídico corre el riesgo de ser considerado responsable por los
eventuales perjuicios ocasionados.
2. Libertad de conciencia. En esta clave hay que entender también la célebre libertad de conciencia.
No se trata de afirmar un relativismo normativo o meta-ético, sino que corresponde al ->deber de
no obrar nunca contra la propia conciencia. Precisamente a este deber, entendido como derecho
fundamental del sujeto a seguir siempre su propia conciencia, corresponde en los demás el deber
de no interferir o de respetar plenamente su libertad de conciencia. En esta concepción de la
libertad de conciencia como ->derecho humano radica el fundamento ético del pluralismo, la
cooperación al mal y la ->tolerancia, por una parte; el de la desobediencia y de la objeción de
conciencia, por otra. Se explica así la necesidad de una tutela jurídica de este derecho, sobre todo
para salvaguardar la ,libertad real de las personas más débiles y más expuestas a la ->opresión.
Dada la ambivalencia de estas experiencias, no es suficiente invocar tal derecho, sino que es
necesario precisar sus límites a través de la referencia al ->bien común, que, en cuanto entidad
inserta en la historia, tiene que ser constantemente redefinido.
VER: AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA, DEBER, ÉTICA Y MORAL, LIBERTAD, MAL, OBEDIENCIA, OBJECIÓN DE
CONCIENCIA.
BIBL.: BILBENY N., Kant y el tribunal de la conciencia, Gedisa, Barcelona 1994; CHUELLER B., L'uomo
veramente uomo. La dimensione teologica dell'etica nella dimensione etica dell'uomo, Oftes,
Palermo 1987; MIETH D., Conciencia, en Fe cristiana y sociedad moderna XII, SM, Madrid 1968,
159-212; PRIVITERA S., La coscienza, Dehoniane, Bolonia 1986; RUBIO CARRACEDO J., Educación
moral, posmodernidad y democracia, Trotta, Madrid 1996; VALADIER P., Elogio de la conciencia,
PPC, Madrid 1996.
R. Rincón Orduña
CONFIANZA
DinPC
Pues bien, en esta revisión pueden distinguirse tres momentos significativos. El primero se inicia
investigando la propia casa con la sospecha sobre la pretendida asepsia de la ->razón a la hora de
configurar un ordo rationalis tal y como había querido la 'Ilustración. Nace así, en feliz expresión de
Ricoeur, la filosofía de la sospecha, con Marx, Freud y Nietzsche, encargada de poner de relieve
unos antecedentes en los que cabe distinguir el peso de una determinada cosmovisión, de unas
fuerzas ocultas o de una voluntad diferida... que ponen en entredicho esa confianza ingenua en la
que la razón alcanzaba a dar razón de todo desde sí misma.
El segundo momento es el que se refiere a una revisión del papel del método como otorgador de la
seguridad de los conocimientos: la polémica sobre el método, en términos de discusión entre la
tradición positivista y la ->hermenéutica; de la variable analítica del positivismo lógico y la teoría
crítica; así como la nueva filosofía de la ciencia (Khun, Feyerabend, Lakatos)... El desenlace de toda
esta polémica no ha sido otro que el de poner en entredicho la fortaleza y seguridad con la que
aparecían cargadas unas ciencias que creían resumir en sí mismas toda racionalidad posible.
Finalmente, la proclamación del final de esa razón total, que con su ambición quería fundarlo todo,
es lo que sustenta el discurso de la ->posmodernidad como racionalidad fragmentada. El resultado
de todo ello es una crisis de confianza en la razón, que se convierte, por su propia dinámica, en
falta de confianza de la razón en sí misma, propiciando una salida dicotómica. O mantener una fe
en la razón, en la forma de una razonable ->esperanza, al ser la racionalidad el tema recurrente de
la reflexión filosófica. O, a la vista de las situaciones de irracionalidad producidas por este proceso
de racionalización (Weber), declarar sin sentido dicha fe en la razón, tanto en su tarea de
fundamentación (metafísica), como en la de la universalización (ética), o como en su tarea de
legitimación (política), que habían sido sus atributos.
Pues bien, esta situación de impasse de la racionalidad, descrita como crisis de confianza, olvida
que su acta de nacimiento en la modernidad, tuvo la forma de una apuesta por la razón, que tenía
como referente a un sujeto. Y es esta estructura antropológica tropológica la que ha sido olvidada
(Kierkegaard) y liquidada en procesos tales como los de una racionalización total (Hegel) o los de
preeminencia de una racionalidad instrumental (Adorno). Para expresarlo en términos
contundentes: ¿quién puede tener confianza en una razón que no se recata, en su desmesura, en
proclamar la muerte del ->sujeto?; ¿y quién puede asumir un prototipo de razón así para
interpretarse como persona?
En una situación como esta, la ruptura con este prototipo de razón es una ruptura moral y, en ese
sentido, razón crítica de todas las situaciones de in-humanidad o de indiferencia; pero también, y
por su propia dinámica, es una razón ex-puesta, fuera de sí, preocupada por los otros y expuesta a
ser captada y reducida; por eso es moral. Y es que en este mundo de la racionalidad moral, en
tanto que mundo de la posibilidad, el valor del conocimiento no es la seguridad en lo conocido,
sino el juicio final de una razón que, vuelta hacia los demás con toda el alma, no puede permanecer
indiferente y muda. Por eso, la palabra dicha en estas circunstancias es una palabra cargada de
peso, gracias a que la persona se siente concernida de manera absoluta a tener que responder. En
este sentido, la estructura antropológica de la racionalidad que hemos propuesto, descansa, así, en
el hecho de sentirse concernido de manera absoluta; eso que Tillich definía como fe, en tanto que
estructura antropológica, y que exige una razón que requiere una fe en el ->hombre, como
confianza en el hombre que se es. Una confianza que se descubre otorgada en la medida en la que
los otros me soportan -sostienen- y son una invitación a identificarme.
Una razón así, salida de las entrañas del ->sujeto, es una razón cálida, que sabe de otros; que da
confianza y merece la confianza de un discurso cuya primera palabra no es yo sino aquí estoy. La
validez y universalidad del discurso se juegan aquí, en su capacidad para humanizar; en su
capacidad para romper el círculo infernal de la reducción y de la ,violencia; en su capacidad para
romper la pretendida asepsia del conocimiento científico; en su capacidad para hacer saltar el
escepticismo que, como enfermedad mortal, rodea a una razón alejada y fría -inhumana-.
El amor a la sabiduría que es la filosofía, como proyecto reflexivo, descansa en esta confianza en la
que se anudan una intencionalidad hecha de solidaridad primigenia, que espera confiadamente un
juicio de razón pronunciado en un terreno que es el terreno de la moralidad, es decir, de la -
>relación y del ->diálogo.
Esta estructura responsiva que define el marco moral de la racionalidad permite entender modo
philosophico los tres momentos que la experiencia religiosa ha ahormado en torno a las tres
virtudes-base de la fe, la esperanza y la ->caridad, como hilo conductor de la relación religiosa.
Cierto es que la fe en la razón que la ->modernidad secularizó, convirtiéndola en depósito de
verdades descubiertas por su propia fuerza, se ha convertido en una amenaza para la propia razón,
al no poder otorgar un sentido a lo humano. Por eso, ponerse a esperar en una situación así, como
muy bien dijera Bloch, es iniciar una exploración en lo imprevisible como modalidad de un porvenir,
de un tiempo del ya pero todavía no, que es la ->utopía. Sin lo inacabado del mundo, la apuesta
moral por lo humano, por la utopía en Bloch, es imposible.
Con todo, la dimensión moral de la racionalidad, que la estructura responsiva muestra, asume la
verdad de tener que decirse como tarea sin fin. Pero no ante el tribunal de la categoría razón, ni
siquiera ante la categoría esperanza, sino ante los demás. De ahí que la utopía de lo humano se
mida en términos de calidad de relaciones morales confrontadas. Este verdadero hecho de razón, si
así puede llamarse, recompone los dos momentos significativos de la reflexión: da cuenta de esa
situación primera en la que la subjetividad (->subjetivismo) se encuentra como recostada en los
demás; y se apercibe de que la respuesta al porqué desencadenante de la reflexión se convierte en
una cuestión moral. Tener que responder moraliza, así, la situación de una racionalidad vuelta a los
demás -no indiferente- y, por eso mismo, la convierte en una razón confiada, cuya categoría de
verdad no puede ser otra que la de testimonio.
BIBL.: BLOCH E., El principio esperanza, Aguilar, Madrid 1977; GÓMEZ CAFFARENA J., El teísmo
moral de Kant, Cristiandad, Madrid 1983; HEMPEL C. G., Confirmación, inducción y creencia
racional, Paidós, Buenos Aires 1975; JASPERS K., La fe filosófica, Losada, Buenos Aires 1968;
KASPER W., Einführung in den Glauben, Matthias-Grünewald, Maguncia 1972; MARCEL G., El
misterio del ser Edhasa, Barcelona 1971; METZ J. B., La fe, en la historia y la sociedad, Cristiandad,
Madrid 1979; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; MOSTERíN J.,
Racionalidad y acción humana, Alianza, Madrid 1978; ORTEGA Y GASSET J., Ideas y creencias y otros
ensayos de filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1965 9; POPPER K. R., Lógica de la investigación
científica, Tecnos, Madrid 1973; RICOEUR P., Soi-méme comme un autre, Seuil, París 1990; ID, Amor
y justicia, Caparrós, Madrid 1993; TILLICH P., Dynamique de la foi, Casterman, Tournai 1968.
G. González R. Arnáiz
CONSENSO
DicPC
La idea de consenso exige la unanimidad de todos los científicos -cuando se trata de cuestiones
teóricas- o de todos los afectados -cuando se discute sobre normas morales-, cada uno de los
cuales ha de sentirse convencido por los argumentos que han generado dicha unanimidad. Esta
idea no debe confundirse con la regla de mayorías, recurso político, pero no ético, para la
resolución de conflictos. Veamos cómo se establece este debate en el panorama de la actualidad.
El pensamiento de K. O. Apel sobre el consenso hunde sus raíces en el pragmatismo de Peirce. Este
autor entiende que la única meta de la investigación es la fijación de una ->creencia y, para ello, es
preciso un criterio por el cual una frase se gane el ser creída. Para eliminar nuestras dudas, Peirce
considera necesario que seamos determinados por una cierta permanencia externa, por algo sobre
lo que nuestro pensamiento no tenga influencia. Esto lleva a Peirce a proponer como el método
más adecuado para la fijación de una creencia aquel en el que «la conclusión última de cada
hombre sería la misma»1. Es de cir, sería la misma si la investigación se prolongara el tiempo
suficiente. Peirce contempla a la individualidad humana como una consecuencia del error, de
manera que, si todos fuésemos capaces de pensar con corrección, todos llegaríamos a la larga a
pensar exactamente del mismo modo. Peirce defiende que el hombre está ya en el camino hacia la
opinión última, la opinión en la que todos estaremos de acuerdo. Mientras tanto, el hombre puede
alcanzar ya, aquí y ahora, una fijación satisfactoria de la creencia, dentro de lo que Peirce llama «la
comunidad experimental de los investigadores», bajo reserva, por principio, falibilista. A Peirce se
le considera defensor de un socialismo lógico, pues, según su pensamiento, quien quiera
comportarse lógicamente tiene que sacrificar todos los intereses privados de su finitud en aras del
interés de la comunidad ilimitada, que es la única que puede alcanzar la verdad como meta.
Según Cortina, el investigador interesado por la verdad y consciente de sus intereses y convicciones
subjetivos se ve obligado a adoptar las cuatro actitudes que constituyen el socialismo lógico:
autorrenuncia, reconocimiento, compromiso moral y esperanza. Autorrenuncia frente a los
intereses no generalizables; reconocimiento del derecho de los miembros de la comunidad real de
investigadores a exponer sus propios hallazgos y de la obligación ante ellos de justificar los propios
descubrimientos; compromiso en la búsqueda de la verdad; y esperanza en el consenso definitivo.
Estas actitudes son necesarias para poder hablar de objetividad científica, e incluso para poder
argumentar con sentido. Conectando al respecto el pensamiento de Peirce con el de Apel, es
interesante señalar que, según Cortina, Apel transforma este socialismo lógico ampliando la
comunidad de investigadores hasta alcanzar la humanidad en su conjunto.
A nivel práctico, podemos hablar de una transformación ético-discursiva del imperativo categórico
de Kant. El sujeto individual recibe ahora el siguiente principio de universalización para la acción:
«Actúa sólo según una máxima tal de la que tú, por motivo del entendimiento con los afectados o
sus abogados, o -de modo sustitutorio- por motivo de un experimento mental correspondiente,
puedas suponer que las consecuencias y efectos secundarios que previsiblemente se producen de
su seguimiento universal para la satisfacción de los intereses de cada afectado individual, puedan
ser aceptados sin coacción por todos los afectados en un discurso real»5.
Habermas nos ofrece un principio ético discursivo muy similar, que enuncia de la siguiente manera:
«De conformidad con la ética discursiva, una norma únicamente puede aspirar a tener validez
cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo, en cuanto participantes
de un discurso práctico (o pueden ponerse de acuerdo) en que dicha norma es válida» 6. Ambos
postulados están orientados a la praxis, donde se requiere un esfuerzo cooperativo para que el
acuerdo exprese la voluntad conjunta. Para ello es necesaria la argumentación real que lleve a los
afectados a un entendimiento intersubjetivo en el que cada cual quede convencido.
II. EL DISENSO. Entre los que critican la idea de consenso cabe mencionar a Lyotard. Este autor
parte de la opinión de que la modernidad es homogeneizadora, universalizadora y no establece
diferencias entre los hombres; él, en cambio, se adscribe a la posmodernidad, que fomenta el
pluralismo, lo singular -frente a lo universal- y el sujeto decentrado. Lyotard considera que «el
consenso se ha convertido en un valor anticuado y sospechoso»7 y afirma que el saber avanza
gracias a jugadas revolucionarias. Por eso lo que defiende no es el consenso, que violenta la
heterogeneidad, sino el disenso, el saber de diferencias, el progreso por la innovación.
Para Apel, la tesis posmodernista: «Defiendo la disensión como objetivo del discurso», es un
ejemplo típico de autocontradicción performativa entre lo que uno afirma y lo que supone para
que tenga sentido lo que afirma. En este caso dicha contradicción está implícita, pero puede
explicitarse mediante la siguiente proposición: «Represento, como susceptible de consenso, la
propuesta de que en principio deberíamos sustituir el consenso por la disensión como meta del
discurso»8. La autocontradicción performativa se descubre por reflexión trascendental sobre los
presupuestos de la argumentación.
Por su parte, Muguerza considera que Apel y Habermas han puesto un excesivo énfasis en el
diálogo racional, y reclama una crítica que le devuelva la conciencia de la humildad de sus orígenes
socráticos y de sus límites. Para Muguerza, la filosofía contemporánea no se interesa tanto por
encontrar razones seguras cuanto razones de su inseguridad. La filosofía está obligada a prestar
oídos a todo lo que en nuestros días parece quedar fuera de la razón, aunque esto la haga sentirse
insegura. Muguerza escribe: «Sugiero que el diálogo filosófico, como un día los diálogos socráticos,
debiera hoy también ser inconcluyente» 9. Según este autor, conviene que el diálogo quede
abierto, e incluso sostiene que la comprensión intersubjetiva puede ser conciliable con el disenso.
Apel acepta que, en la comunidad real de comunicación, resulta a menudo muy difícil llegar a
consensos. Pero su postura al respecto es que, en el caso de que no podamos superar disensos
fácticos, debemos intentar alcanzar consensos fácticos referentes a las razones de nuestro disenso.
III. OTRAS CONCEPCIONES. Existen otros modos de concebir el consenso. Es el caso del consenso
por superposición o entrecruzado (overlapping consensus) defendido por Rawls. Este autor parte
de las ideas ya compartidas por los ciudadanos inmersos en la tradición del pensamiento
democrático liberal. Dicha tradición describe a los ciudadanos como poseedores de ciertas
facultades morales que les permiten tomar parte en la cooperación social. Rawls propone entonces
una concepción política de la ->justicia como concepción moral para la estructura básica -las
instituciones políticas, sociales y económicas- que no se deriva de ninguna doctrina general
comprehensiva, que acepta la diversidad y está formulada desde el punto de vista de ciertas ideas
intuitivas fundamentales, a las que accedemos mediante el sentido común. Desde esta perspectiva,
sólo cabe aceptar el consenso por superposición, es decir, el consenso en el que esta concepción
política de la justicia es «afirmada por las doctrinas morales, filosóficas y religiosas rivales que es
probable que prosperen durante generaciones en una democracia constitucional más o menos
justa, siendo el criterio de justicia esa misma concepción política» 10. Rawls considera que su
propuesta es una concepción liberal de la justicia que satisface tres requisitos: a) Dado el hecho del
pluralismo, satisface la exigencia política perentoria de fijar de una vez por todas el contenido de
las libertades y derechos básicos y asignarles una especial prioridad. b) Los argumentos que
sustentan juicios políticos no sólo deben ser correctos, sino que se debe poder ver públicamente
que lo son. c) Las instituciones básicas impuestas por dicha concepción promueven las virtudes
cooperativas de la vida 'política: la virtud de la razonabilidad y un sentido de equidad, un espíritu
de compromiso y una disposición a llegar a soluciones transaccionales con los demás, todas las
cuales están conectadas con la disposición a cooperar con los demás en términos políticos que
todos puedan aceptar públicamente, y coherentes con el respeto mutuo.
Por su parte, Rorty defiende que para intentar legitimar filosóficamente una moral políticamente
relevante, él sólo puede proceder desde su tradición, en tanto que base histórico fáctica de
consenso, e intentar poner de relieve persuasivamente la utopía implícita que contiene. Todo lo
demás es, para él, metafísica trasnochada. Rorty parte de una tradición histórico-contingente,
como base fáctica de consenso que no está abierta ni a la formación democrática y cosmopolita de
consensos ni al progreso en esta dirección. Rorty apuesta, como Rawls, por los presupuestos obvios
del common sense de la tradición liberal-democrática en Occidente. Rorty asegura que él, más por
la persuasión que por la fuerza, ha de conseguir que los demás crean que su tradición es
efectivamente la mejor. Pero el término persuasión que es utilizado por este autor como opuesto a
convencer por la fuerza, sólo puede significar aquí convencer mediante razones. Al respecto, Apel
aclara que, en ese caso, serían exigibles argumentos y también criterios racionales para demostrar
ante el extraño que la tradición propia es la mejor. En definitiva, la argumentación entre las
diversas culturas o tradiciones, sólo tiene sentido si suponemos que es posible alcanzar un
consenso intercultural en condiciones de simetría.
NOTAS: 1 C. S. PEIRCE, The Fixation of Believe, en C. HARTSHORNE-P. WEISS (eds.), Collected Papers
1-VI, Weiss, Harvard University Press, Cambridge (Mass.) 1931-1935, § 5.384. - 2 A. CORTINA, Ética
aplicada y de mocracia radical, 78. - 3 ID, Ética mínima, Tecnos, Madrid 1989, 130. - 4 Cf K. O. APEL,
Husserl, Tarski, oder Peirce? Für eine transzendentalsemiotische Konsenstheorie der Wahrheit,
manuscrito inédito (1995) 11. - 5 ID, Diskurs und Verantwortung. Das Problem des Übergangs zur
postkonventionellen Moral, 123. - 6 J. HABERMAS, Conciencia moral y acción comunicativa, 86. - 7 J.
F. LYOTARD, La condición posmoderna, 118. - 8 K. O. APEL, Teoría de la verdad y ética del discurso,
125. - 9 J. MUGUERZA, Desde la perplejidad, 109. - 10 J. RAWLS, La idea de un consenso por
superposición, en J. BETEGóN-J. R. DE PÁRAMO (eds.), Derecho y moral. Ensayos analíticos, Ariel,
Barcelona 1990, 63.
VER: CONTRACTUALISMO, ÉTICA DEL DISCURSO, ÉTICA (FUNDAMENTACIÓN DE LA), ÉTICA (SISTEMAS DE ), EXCLUIDO,
JUSTICIA, PERPLEJIDAD, POLÍTICA.
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía, 2 vols., Taurus, Madrid 1985; ID, Diskurs und
Verantwortung. Das Problem des Übergangs zur postkonventionellen Moral, Suhrkamp, Frankfurt
am Main 1988; ID, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós/LC.E.-U.A.B., Barcelona 1991;
CORTINA A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; HABERMAS J., Teoría de la
acción comunicativa, 2 vols., Taurus, Madrid 1987; ID, Conciencia moral y acción comunicativa,
Península, Barcelona 1985; LYOTARD J. F., La condición posmoderna, Cátedra, Madrid 1989;
MUGUERZA J., Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo, FCE, México 1990;
RAWLS J., El liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996; RORTY R., Contingencia, ironía y
solidaridad, Paidós, Barcelona 1991.
J. C. Siurana Aparisi
CONTEMPLACIÓN
DinPC
I. ESBOZO HISTÓRICO. Contemplar viene originariamente de la palabra griega theoría, que significa
ver. Contemplación es, pues, visión, es decir teoría. El sentido filosófico originario de teoría es el de
contemplación, especulación, el resultado de la vida contemplativa o vida teórica. La teo ría como
contemplación constituye un tema central para Platón, y, más tarde, en un sentido muy parecido,
para Plotino y los neoplatónicos. Platón entiende la teoría, por un lado, como conocimiento de
cosas celestes y de fenómenos de la ->Naturaleza, y, por el otro, como contemplación religiosa de
una estatua divina o de una fiesta de cultos. Frecuentemente une estos dos sentidos de examen
científico y de contemplación religiosa. Esto ya había sido anticipado por algunos presocráticos,
como Anaxágoras, y por el ideal de la vida contemplativa, desarrollado por órficos y pitagóricos. Sin
embargo, la concepción platónica no se limita a la idea de teoría como contemplación intelectual
de esencias o modelos eternos; la contemplación es entendida, muchas veces, como un contacto
directo con las Formas eternas, que es lo verdaderamente real. El verdadero saber del filósofo
consiste en haber visto o contemplado, designando a la contemplación como un contacto místico
con el Ser en su existencia verdadera. En este caso la contemplación corre pareja con la
inefabilidad.
Aristóteles habló de la teoría como la actividad del primer motor, siendo la más alta teoría el
pensar del pensar Para este autor, la vida teórica o la contemplación es la finalidad de la persona
virtuosa; mediante ella se alcanza la felicidad de acuerdo con la ->virtud. Muchos pensadores
antiguos afirmaban la superioridad de la theoría sobre la acción o praxis.
Conviene insistir en que semejante distinción entre teoría y contemplación tiene un alcance casi
únicamente terminológico, no sólo por su común raíz, sino porque cada una de ellas posee una
cantidad considerable de elementos pertenecientes a la otra. Así, se da la paradoja de que la teoría
moderna es pensamiento activo y la acción antigua y tradicional es acción contemplativa, lo que
muestra que estos dos conceptos raramente pueden estar separados.
Hoy, el sentido del término contemplación, búsqueda más o menos metódica de un conocimiento
de las realidades superiores, se refiere exclusivamente al campo religioso o estético, connotando
siempre una cierta liberación de la vida práctica.
La importancia de la vida contemplativa para la vida religiosa es enorme. Grandes religiones como
el hinduismo o grandes disciplinas espirituales como el budismo, reservan un considerable espacio
a la actividad contemplativa y ejercen una verdadera seducción sobre nuestros contemporáneos.
En cuanto a la religión cristiana, ha colocado siempre en primer plano a las comunidades
contemplativas. Los monjes han perpetuado su tradición hasta nuestros días, en que hemos visto
surgir nuevas formas de vida contemplativa o de eremitismo, injertadas en el mundo como su
levadura, tal como propuso Carlos de Foucauld, y comprometidas en la historia, de una manera
profética, siguiendo la estela de Emmanuel Mounier.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. En la Biblia el término contemplación como una cierta forma de
conocimiento, no aparece. En el Antiguo Testamento lo que más se aproxima a la actividad
contemplativa es la actitud de los sabios, que, aceptando el influjo del pensamiento helenístico,
pensaban que la sabiduría es una participación de la sabiduría divina. A través de la contemplación
del universo y de la acción divina en la historia, consiguieron un verdadero conocimiento de Dios y
de su providencia.
En el Nuevo Testamento, las alusiones más explícitas a una actividad contemplativa se encuentran
en las cartas de Pablo. El término no aparece, pero sí la noción de conocimiento espiritual o gnosis.
San Pablo no dice que tal conocimiento sea fruto de una actividad contemplativa, pero no se
excluye esta posibilidad, pues sabemos que dedicaba largos ratos a la oración y que al comienzo de
su vocación cristiana, se retiró durante dos años a Arabia. El conocimiento de que él habla es la
conciencia de su vida en Cristo. Esta proviene de una luz interior, fruto de la presencia del Espíritu,
que transforma la vida de Pablo en una vida en Cristo Jesús. La actividad suprema de la vida
cristiana no es la contemplación, sino la caridad. Aunque la visión beatífica pueda anticiparse en
cierto modo en la contemplación, en definitiva es fruto y recompensa de la vida de caridad.
En la Tradición cristiana, algunos Padres, señaladamente los padres griegos Clemente de Alejandría
y Gregorio de Nisa, asignaron una posición de primer plano a la contemplación. Algunos católicos, y
sobre todo historiadores y teólogos protestantes liberales, señalaron una dependencia demasiado
grande del helenismo, rebajando el valor de la fe y de la caridad operante. Es verdad que algunos
Padres, tributarios de una cultura superior, no pusieron suficientemente de relieve la novedad de
la postura cristiana, ni el primado de la caridad práctica. Además, sin lugar a dudas, aceptaron
demasiado fácilmente la posición neoplatónica, que opone actividad sensible y compromiso en el
mundo, por un lado, y primado de la contemplación noética, por otro.
Desde el punto de vista cristiano es preciso señalar que la contemplación no es un fin a sí mismo;
es una mediación para obtener la unión con Dios; lo que cuenta de manera incondicional es la
caridad. Pero, de cualquier forma, la actividad contemplativa, aunque subordinada a la caridad,
representa un papel importante en la vida cristiana.
Para san Buenaventura, la contemplación o sabiduría es el itinerario que recorre la mente hacia
Dios. Se trata de un desprendimiento de las cosas terrenas, de la purificación, por el ejercicio de la
virtud, hasta alcanzar a Dios y gozar de la paz estática. A la realización de este ideal debe contribuir
la "filosofía, sabiendo que, si el conocimiento no nos hace mejores como personas, es inútil. San
Buenaventura refleja el mensaje de san Francisco de Asís señalando la primacía del ->amor como
clave del universo. El proyecto de Dios es un plan de amor, más que el conocimiento del mismo. Se
trata de vivir en el amor. Por eso su planteamiento filosófico es vitalista.
Para el franciscano Buenaventura la perfección cristiana no consiste en la pobreza, sino en el amor,
que es lo que nos diviniza. El amor es a un tiempo «raíz, forma y fin de las virtudes: raíz en cuanto
las impera y las mueve; forma en cuanto las perfecciona y decora; y fin en cuanto las termina y
consuma, reduciéndolas a Dios y tornándolas aceptables a sus divinos ojos». El amor en la potencia
afectiva del alma, que es la voluntad, como hábito infuso o principio inexhausto de operaciones
multiformes, es vida, y como vida del ->alma, se halla sujeta a la ley del crecimiento. Según va
creciendo en grados, se purifica, se simplifica y se asemeja más a Dios.
El amor es fermento que transforma, fuego que consume y calor que comunica vida, dirección y
movimiento. Todo esto expresa actividad y movimiento. Así, el amor, que es esa purísima llama
encendida por el Espíritu Santo en la potencia afectiva del alma, transmite pujanza vital a todo el
conjunto de obras virtuosas, habilitándolas para sublimarse a lo alto en el seno de la Trinidad, que
es el Amor.
1. El mundo como huella de Dios. El mundo, que ha sido creado por Dios, es un inmenso vestigio de
este. El ser humano de limpio corazón, en cada cosa, persona o acontecimiento, puede descubrir su
presencia: «El esplendor de las cosas nos lo revela si no estamos ciegos». Así, todas las realidades
que nos rodean están llenas de una trascendencia que hemos de descubrir desde la percepción de
su realidad. Es la fe la que nos hace ver lo trascendente en lo inmanente, convirtiendo así a la
creación entera en una transparencia de la densidad divina de la que está cargada.
2. El alma como imagen de Dios. Por el conocimiento de nuestra alma hallamos una verdadera
imagen de Dios. La unidad de nuestra alma reproduce la unidad de Dios; sus tres potencias
(memoria, entendimiento y voluntad) reproducen a la Trinidad, siguiendo el pensamiento de san
Agustín. Dios está absolutamente presente en nuestra alma, y, por lo mismo, es cognoscible. Tan
presente le está, que es más interior a nosotros que nosotros mismos. La idea de Dios implica su
existencia real. Tenemos una idea clara y precisa de la existencia de Dios hasta el punto que no
podemos ignorar que Dios es, pero no tenemos un concepto claro y comprensivo de lo que Dios es.
El conocimiento del alma, de Dios, y hasta de los primeros principios, se lleva a cabo mediante una
luz interior. De la verdad de las cosas tenemos una evidencia relativa; de la verdad de Dios, una
evidencia absoluta.
3. La contemplación como conocimiento y unión con Dios. Corresponde a la vía mística para gustar
las ->alegrías de la unión con Dios. Es el tercer grado de ascensión a Dios, que al mismo tiempo es
un mayor ahondamiento en nosotros mismos, hasta llegar al corazón del alma, al ápice de la
mente, en donde con mayor realidad se halla presente la Divinidad. En san Buenaventura la
contemplación tiene dos sentidos diversos. El primero se refiere a la contemplación intelectual o
imperfecta, que es el don del entendimiento y de la bienaventuranza de los limpios de ->corazón, y
que se caracteriza por la admiración, que se gradúa por la intensidad de luz iluminadora. Viene a
coincidir con la especulación. En la contemplación imperfecta se suspende el discurso, pero no la
actividad intelectual. El segundo aspecto se refiere a la contemplación perfecta o afectiva infusa,
que es la meta de todo conocimiento y de toda actividad: la verdadera sabiduría, que es la
bienaventuranza de los pacíficos. Para san Buenaventura, pues, la contemplación perfecta es un
conocimiento experimental de la suavidad divina que se adquiere pasivamente, en el silencio de las
facultades cognoscitivas, en cuanto a todas sus operaciones naturales, por la unión inmediata y
amorosa del alma con Dios.
En todo este proceso descrito, san Juan de la Cruz destaca la importancia de la noche sobre lo
demás. La primera noche está en clave de subida a través del esfuerzo y el compromiso de la
persona humana. La segunda, en clave de oscuridad interna, donde la persona es renovada por la
acción de Dios. Y como de la primera noche hay muchas cosas escritas, san Juan de la Cruz centra la
atención en la segunda. Es el rasgo fundamental de su enseñanza. No obstante, el esfuerzo de la
persona y la acción de Dios han de estar siempre presentes en todo el proceso, si bien, en este
camino, hay etapas en que se pone más de manifiesto un aspecto, sin olvidar que, en la relación
entre Dios y el ser humano, es el amor la clave de todas las actividades globales y puntuales que
realiza la persona.
La presencia de Dios en el alma es una presencia viva y activa. El don de la contemplación consiste
esencialmente en el hecho de que el alma toma conciencia de Dios que está presente, y obra
sobrenaturalmente en ella. Los modos y los grados de esta toma de conciencia son múltiples.
Normalmente progresa en el sentido de una interiorización cada vez más profunda. Empleando el
símbolo utilizado por santa Teresa de Ávila, el castillo interior contiene múltiples estancias; en la
central se encuentra Dios.
La pasividad supone la conciencia de la gratuidad del amor de Dios, el cual obra cuando quiere y
como quiere. Cada manifestación suya se siente como una gracia y provoca sentimientos de
admiración y de reconocimiento. El fruto principal de esta contemplación es el sentido de la
realidad de Dios. Dios, en efecto, término de un deseo profundo y a menudo doloroso, aparece
como la realidad única, en cuya comparación las criaturas son una nada mientras no han
encontrado su verdadero ->valor en Dios. Se trata, como dice Raimundo Panikkar, de «descubrir a
Dios en el silencio de la vida y dejar que se nos revele el sentido de esta en el silencio de Dios». Así
pues, la contemplación sería «el arte de saber silenciar las actividades de la vida que no son vida
para llegar a la experiencia de la Vida».
BIBL.: CAFFAREL H., La oración interior y sus técnicas, San Pablo, Madrid 19901; DE FGUCAULD C.,
Viajero en la noche, Ciudad Nueva, Madrid 1994; JOHNSTON W., La música callada. La ciencia de la
meditación, San Pablo, Madrid 19945; MARCHESINI A., Siéntate, corazón mío. Aventuras de
contemplación, San Pablo, Madrid 1985; MERTON T., La senda de la contemplación, Rialp, Madrid
1955; MOUNIER E., Obras completas 1 y III, Sígueme, Salamanca 1992; PANIKKAR R., La experiencia
de Dios, PPC, Madrid 1994; RAGUIN Y., Caminos de contemplación, Narcea, Madrid 1982; ScHULTZ
R., Lucha y contemplación, Herder, Barcelona 1975; VÁZQUEZ BORAU J. L., Silencio y palabra,
Horeb, Barcelona 1992; ID, La alternativa mística, Horeb, Barcelona 1995; VOILLAUME R., La
contemplación hoy, Sígueme, Salamanca 1973.
J. L. Vázquez Borau
CONTINGENCIA
DicPC
La contingencia relativa de los entes es manifiesta y, por ello, santo Tomás la toma como punto de
partida para demostrar la existencia de Dios. La tercera vía, parte de lo posile y lo necesario, de la -
>existencia de entes contingentes. Comienza afirmando que «encontramos que las cosas pueden
existir o no existir, pues pueden ser producidas o destruidas, y consecuentemente es posible que
existan o que no existan»3. Los entes que nos rodean son contingentes, no repugna que no existan.
De la aplicación concreta a esta formalidad, que presentan todos los entes, del principio de
causalidad eficiente, obtiene santo Tomás, en primer lugar, que no siendo los entes de nuestra
experiencia determinados a existir por sí mismos, deben tener en otro la causa de su existencia. En
segundo lugar, que no puede prolongarse hasta el infinito la serie de causas subordinadas
esencialmente en la necesidad. Es imposible remontarse al infinito en la serie de los entes no
determinados a existir por sí mismos. Aun cuando el proceso fuese eterno, sería eternamente
incapaz de suministrar una razón suficiente de su existencia, una causa de su necesidad. No se
puede llegar al infinito en las cosas necesarias, cuya necesidad es causada por otras. Se concluye,
por ello, en esta argumentación, que tiene que existir Dios, como ente necesario por ->sí mismo,
existente por la necesidad de su esencia, y que determina a todos los demás entes a existir. Dios es
el primer ser necesario, el ser que tiene aseidad, que existe por su esencia.
II. PARTICIPACIÓN Y CREACIÓN. Admitida la existencia de Dios, para explicar lo que tienen los
entes de contingentes y, por tanto, también de necesarios, el problema del ente contingente
remite al de la creación, ya que puede considerarse la contingencia como una de las relaciones
entre lo creado y el Creador. Desde esta vía de la demostración de la existencia de ->Dios: «Es
necesario afirmar que todo lo que existe de algún modo existe por Dios». Lo que se explica
«porque si en un ser se encuentra algo por participación, necesariamente ha de ser causado en él
por aquel a quien esto le corresponde esencialmente» 4. Los entes necesarios por participación, que
requieren una causa de su necesidad, son causados por el ser necesario por esencia.
La doctrina tomista de la participación en el ser, que implica la de la creación -porque el ente por
participación ha de ser causado por otro-, explica la composición entitativa de las criaturas en
esencia y ser propio o proporcionado a ella. Desde esta explicación de la estructura entitativa de
los entes contingentes, puede concluir: «Es necesario que todas las cosas, menos Dios, no sean su
propio ser, sino que participen del ser, y, por lo tanto, es necesario que todos los seres, que son
más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tengan por causa un primer ser que
es del todo perfecto»5. En el concepto de creación no es esencial que Dios la haya originado en el
tiempo. Santo Tomás admite, incluso, como posible racionalmente el sostener que el ->mundo no
haya tenido un primer día, un primer momento, porque, aun en este caso continuaría siendo
creado. Su duración eterna tendría su causa en Dios. Continuaría dependiendo absolutamente de
su Causa. Crear consiste en hacer algo de la ->nada. Sólo Dios, potencia infinita «saca las cosas de la
nada al ser». Sin embargo, a diferencia de las acciones de las criaturas, este hacer y sacar no
implican «una mutación entre dos términos positivos», porque «la creación no es una mutación» 6.
Por la Revelación, sabe el Aquinate que el mundo tuvo un origen en el tiempo, que ha comenzado a
existir. Proposición teológica, que «es creíble, aunque no es demostrable ni objet o de la ciencia
humana», puesto que «el comienzo del mundo no puede tener una demostración tomada de la
naturaleza misma del mundo»7. Pero advierte que «aunque hubiese existido el mundo siempre, no
por eso sería igual a Dios en cuanto a la eternidad (...). Porque la existencia divina es toda a un
mismo tiempo, mientras que la del mundo siempre sería sucesiva» 8.
A todo lo creado -incluida la persona-, se le predican las perfecciones de modo análogo: «El
nombre de ser no conviene, con todo rigor y propiedad, al ente finito. La criatura es tan sólo en un
sentido disminuido de la palabra (...). El ser en la criatura, no constituye su ser; constituye, a lo más,
su haber; no un haber en propiedad, sino tan sólo prestado en depósito, y del cual ha de estar
dispuesto (como aquellos siervos del Evangelio a quienes su Señor confió unos denarios) a dar en
todo momento cuenta» 9. Bofill, al reconocimiento práctico de esta tesis teórica, le denominaba
«humildad ontológica». Su defecto lleva al desatino, muy alejado del ->personalismo, consistente
en «considerar la criatura como un pequeño absoluto, como un ser todo lo ínfimo que se quiera
comparado con Dios, pero capaz, en definitiva, de encararse con El desde una posición, hasta cierto
punto, independiente. Creemos poder afirmar nuestro yo frente a Dios como algo que nos
pertenece, como algo que se sostiene de por sí, a la manera como nos es posible hacerlo frente a
cualquier tú humano. Tratamos a Dios como ajeno, como exterior a nuestro yo; como si quedara
algún reducto en nuestro ser desde el cual nos fuese posible todavía negociar con Él». El desacierto
de esta actitud, tan frecuente en la vida práctica, está «en concebir la criatura en relación con Dios
como una luz comparada con otra mayor, como algo bueno comparado con otro más bueno, ya
que por grande que fuera la distancia, siempre la criatura podría sumar su perfección a la de Dios, y
esta distancia no sería nunca estrictamente infinita. En realidad, en cambio, la criatura, lo mismo
que el ->valor que ella encarna, no es reductible a un mismo género con el Creador, no puede en
ninguna hipótesis sumarse con El; pura sombra o reflejo de Dios, todo su ser está constituido por la
relación con que Dios la enlaza, dice comparación a Él, como algo bueno con la Bondad, con la
Bondad incircunscrita, ilimitada, que encierra en sí toda perfección, que no puede ganar ni
perder»10'. Las criaturas y Dios no pueden situarse en un mismo plano, ni aun manteniendo una
separación infinita. Hay que pensar siempre que lo creado y su Creador están en niveles distintos, o
mejor, en diferentes dimensiones que, a su vez, entre sí guardan una distancia infinita. De ahí que
el lenguaje humano sobre Dios, cuyo contenido significativo se inicia en el plano de lo creado, sea
en todo caso analógico.
III. LA PERSONA, SER DEPENDIENTE. La contingencia, por implicar la creación y, en último término,
la doctrina de la participación del ser, denota la dependencia de los entes respecto a Dios, del que
han recibido su ser, fundamento último de toda su realidad y de todas sus perfecciones. Sin
embargo «este ser no es algo que nos pertenezca en propio; de suerte que si las criaturas
necesitaron de la acción de Dios para empezar a ser siguen necesitándola de modo ininterrumpido
para seguir siendo, desde el momento que, en sí mismas, nada tienen que sea razón suficiente de
su permanencia, como nada tuvieron que justificase su origen. El ser no es de la razón de ninguna
criatura, y ello hasta tal punto que su misma posibilidad lógica guarda con respecto a Dios una
dependencia absoluta»11.
La creación, considerada desde las criaturas, no es más que «la misma dependencia del ser creado
respecto del principio que la origina» 12. La noción de creación no se refiere únicamente a que Dios
saca las cosas de la nada al ser, en el origen temporal del mundo, como si su función respecto al
mismo hubiese sido la de ponerlo en marcha desde la nada. En este caso, como se piensa en
algunas posiciones filosóficas de la modernidad, la acción de Dios habría estado limitada a un
primer momento del mundo y de su historia; y, luego, tanto la naturaleza como la historia humana
seguirían sus propias leyes inmanentes. Desde esta perspectiva se concibe cualquier intervenci ón
posterior de Dios como una indebida intromisión. Dios no debe estorbar la marcha del mundo ni,
sobre todo, la de la historia social e individual de la persona humana.
Toda obra de los entes creados procede, pues, de dos agentes: de la misma criatura, que realmente
obra, y de Dios, que actúa para toda acción de la criatura. Dios actúa siempre de manera activa,
física e inmediata sobre cada acción del agente creado, para que este actúe. Esta moción divina y
su aplicación concreta es anterior a la acción, tanto en la naturaleza como en el tiempo. Por ser una
moción previa y por ser física, en el sentido que no es meramente atractiva o persuasiva, se la
denomina premoción física. La postergación de la moción divina en el pensamiento filosófico e
incluso en la vida práctica individual, en la vida personal de cada hombre, obedece tan sólo a que
«nuestra inteligencia es obtusa y nuestro corazón endurecido; tan sólo por la superficialidad con
que nos comportamos en la vida resulta posible el que podamos prescindir de Dios cuando, en
realidad, todo ser, todo valor y dignidad dependen de Él esencialmente y tan sólo por esta
dependencia conservan un sentido». A veces quien vive inmerso en lo vulgar y mediocre, sin
considerar esta dependencia, hace trampa, porque él mismo podría confesar que «cuando los
acontecimientos nos abruman demasiado, acallando por un momento el respeto humano hacia los
demás y hacia nosotros mismos, no tememos ya rebajamos quejumbrosamente para buscar
refugio en aquel estado de ánimo que llaman fe los supersticiosos»17.
También, a la tesis de que Dios hace que la voluntad humana obre y lo haga libremente, puede
presentársele la siguiente objeción: «Toda causa que no puede ser impedida produce
necesariamente su efecto. (...) La voluntad de Dios no puede ser impedida (...); luego la voluntad de
Dios impone necesidad a las cosas que quiere». El Aquinate sostiene que ello no representa
dificultad alguna, porque «precisamente, puesto que nada se resiste a la voluntad de Dios, se sigue
que no sólo se hace lo que Dios quiere, sino que se hace de modo necesario o contingente según Él
quiera hacerlo»22. Por su ->voluntad y por su potencia eficacísimas, Dios «mueve a todas las cosas
según su condición; así, de causas necesarias se siguen efectos con necesidad, mientras que de
causas contingentes se siguen efectos contingentemente» 23. Al originar la acción libre, la Causa
primera no destruye la libertad de la causa segunda, sino que la produce y la garantiza. Como
explica santo Tomás: «La voluntad divina no sólo extiende su influjo al efecto producido por la
realidad que ella mueve, sino también al modo de producción que conviene a la naturaleza de esta
causa. Y por esto, repugnaría más a la moción divina que moviera a la voluntad con necesidad, pues
esto no es propio de su naturaleza, que el moverla libremente como corresponde a su
naturaleza»24. La libertad de la persona humana es ->libertad, pero limitada. La persona no es libre
por esencia, sino por participación. La persona no es total o perfectamente libre. Su libertad, al
igual que su conocer y su querer son participados, limitados e imperfectos. No obstante, puede
afirmarse que el hombre es causa de sí mismo, en cuanto en el ejercicio de su libertad, sin dejar de
ser criatura, ni perder su dependencia entitativa y operativa, se forma a sí mismo en su obrar. Al
decidir sobre sí, actuando libremente, se causa a sí mismo, pero como criatura. Afirmaba
Aristóteles que «libre es lo que es causa de sí» 25 Con ello, no realzaba la libertad de la persona,
haciendo de ella el principio de su propio ser y de todo su obrar, sino indicando la existencia de una
libertad, que es disminuida, pero en un grado suficiente como para que seamos responsables de
nuestros propios actos.
NOTAS: 1 Prim. analít., 1, 32, 47b. - 2 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., 1, q. 86, a. 4. -3 ID, 1, q. 2, a. 3.- 4
ID, I, q. 44, a. 1. -5 ID, I, q. 44, a. 1. -6 ID, I, q. 45, a. 2. -7 ID, 1, q. 46, a 2, in c. - 8 ID, 1, q. 46, a. 2, ad
3. - 9 J. BOFILL, Humildad ontológica, humildad personal, humildad social, 109. - 10 ID. - 11 ID, 108. -
12
TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, II, c. 18. - 13 J. BOFILL, o.c., 108. - 14 ID, 109. - 15 S. Th., 1, q.
105, a. 5. - 16 ID, 1, q. 105, a. 5, ad 1. - 17 J. BOFILL, o.c., 108. - 18 TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes,
1, c. 68. - 19 S. Th., 1, q. 105, a. 4, ob. 1 et ad 1. - 20 ID, 1, q. 19, a. 8, in c. - 21 ID, 1-II, q. 55, a. 4, ad 6. -
22
ID, 1, q. 19, a. 8, ob. 2, et ad 2. - 23 ID, 1-II, q. 10, a. 4. - 24 ID, I-II, q. 10, a. 4. - 25 Metafísica, 1, 2,
982b 26. - 26 TOMÁS DE AQUINO, De Potent., q. 3, a.7. - 27 S. Th., I, q. 22, a. 3. - 28 ID, I, q. 44, a. 4,
ad 1.
BIBL.: BOFILL J., Humildad ontológica, humildad personal, humildad social, Cristiandad 7/143
(Barcelona 1950) 108-109; CANALS VIDAL F., Sobre la recomendación de la doctrina de santo
Tomás, Cristiandad X1/239 (Barcelona 1954) 72-76; FABRO C., In torno olla nozione ktomista» di
contingenza, Rivista di filosofia neoscolastica 30 (Milán 1938) 132149; FORMENT E., El problema de
Dios en la Metafísica, PPU, Barcelona 1986; GARCíA LÓPEZ J., Exposición e interpretación de la
Ktercera vía» de santo Tomás para probar la existencia de Dios, Revista de Filosofía 9 (Madrid
1950) 99-115; MARITAIN J., Réflexions sur la nécessité et la contingence, Angelicum 134 (Roma
1937) 281-295; ORLANDIS R., El último fin del hombre en santo Tomás, Manresa 14 (Madrid 1942)
7-25; 15 (1942) 107-117; 19 (1943) 34-53; SERTILLANGES A. D., La contingence dans la nature,
RevScPhTh 3 (Le Saulchoir 1909) 665-681; XIRAU J., Lo fugaz y lo eterno, Centro de Estudios
Filosóficos de la Universidad Nacional, México 1941.
E. Forment
CONTRACTUALISMO
DicPC
Locke confiere más perdurabilidad que Hobbes al derecho natural, el cual, sin embargo, como
corresponde en un contractualista, queda desvirtuado. Al igual que Hobbes, estableció unos
derechos naturales en el estado natural, pero estos: la ->vida, la ->libertad y la hacienda, no
impedían una sociabilidad pacífica y una anarquía ordenada. Con todo, la situación se volvió
insegura al querer tomarse cada uno la justicia por su mano. De ahí la necesidad de convenir un
árbitro o gobierno por consentimiento como negocio fiduciario. Entonces surge la sociedad civil
como perfeccionamiento del estado natural. El poder pactado tiene límites y se rige por la ley.
También subsiste el derecho de resistencia. El marco general del pacto es una constitución. Se ha
de observar la publicación de las leyes, una división de poderes, el respeto de los derechos
individuales y, sobre todo, la ->propiedad, el valor principal del derecho natural. Pero todas estas
referencias al iusnaturalismo resultan inoperantes, porque precisamente el pacto sanciona la
renuncia a los derechos naturales. La misma sociabilidad inicial del estado de naturaleza se
resuelve en una mera abstracción o pura potencia, porque será el pacto el que instituya el pueblo
(pactus societatis) y el gobierno (pactus subiectionis). El papel tan absorbente de la propiedad hace
que el ->Estado se reduzca a una agencia de seguridad de la propiedad. Tenemos, pues, a un
fundador del llamado liberalismo político marcando posiciones del liberalismo económico.
Observemos también que, por más que endulce el estado natural como pacífico y ordenado, su
pérdida voluntaria se realiza en definitiva por el mismo motivo que fundó el absolutismo Hobbes:
el miedo a perder la vida, la inseguridad. Por eso Locke puso el acento en la defensa de la
propiedad. Y a diferencia de los otros contractualistas clásicos, afirma que el pacto es un hecho
histórico y no un mero experimento mental. Asimismo es reseñable la distinción entre el modelo
oficial inglés, con separación de poderes y supremacía del legislativo, y el modelo alternativo, con
supremacía del monarca.
Los utilitaristas y Hegel atacaron este contractualismo clásico. Hume considera que el contrato
original es inverosímil y no mantiene un deber de obediencia, mientras que la utilidad es el único
fundamento de obligación moral. Esta tesis es compartida por Bentham, quien, además, insist e en
negar el derecho natural y los derechos humanos. Hegel, al que podríamos atribuir un utilitarismo
de la ->Razón absoluta como auténtico Leviathán maquiavélico, acusa al contractualismo de
arbitrario y de hacer contingente al Estado. Sin embargo, aun por distinto camino, llega con Hobbes
a una análoga identificación final entre sociedad y Estado absolutista como exigencia moral. En
general, el utilitarismo debiera reconocerse como el grado puro del contractualismo, que incluso
en sus tres formulaciones clásicas parte de un cierto iusnaturalismo. El utilitarismo alcanza el
simple contrato por el contrato, flexible totalmente al juego fluctuante de los intereses inmediatos,
sin condiciones naturales, o de acuerdos generales procedentes de un naturalismo.
Hoy, coligados con el ascenso del neoliberalismo económico (Hayek), y del formalismo o
procedimentalismo en teoría democrática (Kelsen, Bobbio) y de la comunicación (Apel y
Habermas), se abren camino diversos neocontractualismos como ecos actualizados de los clásicos.
La teoría de la constitución, de J. Buchanan, parte de Hobbes para llegar a un Estado constitucional,
limitado por un contrato constitucional tendente a la unanimidad. Insiste en los fallos del gobierno
y reclama la mayor inhibición del Estado. Advierte de un Leviathán oculto en las democracias, pues
el Estado interviene más allá de lo que le permite la constitución. La teoría del Estado, de R. Nozick,
retorna el estado natural lockeano para acabar defendiendo un Estado mínimo -también lockeano-,
sin pasar por el contrato social, que es sustituido por la mano invisible. Ésta guía un conjunto de
contratos privados de mutua protección. El Estado ha de ser una entidad privada que proteja sólo a
quien pague por ello. La teoría de la ->justicia, de J. Rawls, recupera a Rousseau y a Kant para
fundamentar los principios materiales de la justicia social, y propone que las desigualdades
beneficien a todos, de suerte que los bienes primarios sean suficientes para el grupo menos
favorecido.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. El pacto del contractualismo es, ante todo, un contrato de voluntades
a tenor de una negociación de intereses particulares, y no de auténticas razones dialogantes en
busca de la verdad y del ,bien común. Tal contrato no se concibe como perteneciente al marco
jurídico positivo, sino como fundamento de ese marco. Ni siquiera -con la excepción de Locke-, se
considera un hecho histórico, sino una hipótesis explicativa y justificadora de la sociedad y del
Estado. La hipótesis suele recorrer la secuencia: estado de naturaleza-situación de violencia-
contrato-sociedad civil y Estado. Según los autores, la anarquía del estado natural puede ser
pacífica o violenta, social o insociable; pero lo normal es que sea o llegue a ser violenta y sobre
todo insociable. Clave de la justificación es la concepción de pan-polemia, de guerra generalizada a
la que naturalmente estaríamos abocados. Aquí se palpa el pesimismo antropológico. El
contractualismo resalta la insuficiencia letal de la naturaleza humana, así justifica su abolición, mas,
al fin, no deja de considerarla una mera hipótesis sin consecuencias prácticas. Por tanto, aunque
eventualmente invoque algún elemento iusnaturalista, el contractualismo propiamente dicho
constituye la negación y la tergiversación del iusnaturalismo o derecho natural, ámbito de los -
>derechos humanos. Por más que el utilitarismo denuncia las ambigüedades e inconsistencias del
contractualismo, no deja de ser su expresión extrema y pura, y por ello también rechaza el
iusnaturalismo de un modo más rotundo. Se reconozca o no, ciertamente el destino práctico del
contractualismo es el utilitarismo, ya que, de no admitirse unos criterios y valores humanistas,
sólidos y objetivos, enraizados en la rica y estable naturaleza humana, la consistencia de un pacto
general fundante es nula ante el fluctuar de los diversos intereses humanos. La tergiversación que
el contractualismo y el utilitarismo cometen sobre el iusnaturalismo estriba en desviarlo a la ley del
más fuerte, en diagnosticar su debilidad sin reconocer como mayor la suya, y en confundir la lógica
complejidad de su conocimiento con su absoluta incognoscibilidad. Conocer y cumplir el derecho
natural es un magno quehacer de toda la humanidad y de cada persona en su vida, en el que
podemos seguir progresando si no desfallecemos.
VER: CONSENSO, DERECHA E IZQUIERDA, ESTADO, ÉTICA POLÍTICA, ÉTICA (SISTEMAS DE), FEDERALISMO, JUSTICIA,
NACIONALISMO, POLÍTICA.
BIBL.: Bozz1 R., Filosofia del diritto, Roma 1986; BUCHANAN J. M.-TULLOCK G., El cálculo del
consenso, Espasa-Calpe, Madrid 1980; HOBBES T., Leviathan, Londres 1962; LOCKE J., Two Treatises
of Government, Londres 1986; POSSENTI V., Le societá liberali al bivio, Perusa 1992; RAWLS J.,
Teoría de la justicia, FCE, México 1979; ROUSSEAU J. J., El contrato social, Sarpe, Madrid 1983.
P. López López
CORAZÓN
DicPC
Desde su origen etimológico, el vocablo, más que al órgano fisiológico, hace referencia a su
simbología. Proveniente de la raíz indoeuropea krd, que significa corazón, centro, medio, ha dado
origen a la palabra española corazón, entre otras lenguas, como en la griega xapdía y en la latina
cor, cordis. En Homero designa el lugar de las pasiones y emociones, pero también sitúa en la
xapdía el pensamiento1.
En el Antiguo Testamento en corazón (lêb) también encontramos los dos sentidos: el directo o
físico y el figurado o simbólico. El lêb es el centro de la vida psíquica y espiritual del ->hombre y no
sólo de la vida sensitiva; hasta el punto de que se confunde en algunos textos (1Sam 2,35; Dt 6,5)
con el alma -si es que se puede traducir así el vocablo nephes2. En resumen, del corazón humano
surgen los sentimientos y las emociones, pero también es el lugar de la inteligencia y de la -
>voluntad (1Re 8,17).
El mundo antiguo ha utilizado el corazón para designar la totalidad del hombre, con un predominio,
en la civilización occidental, de los conceptos relativos al mundo de los sentimientos (sede de las
sensaciones y emociones), al que se añade en las culturas orientales el aspecto intelectivo (también
es la sede del pensamiento, de la inteligencia). En las religiones orientales, en la bíblica y la
islámica, expresa el núcleo, lo medular de la persona humana, su mismidad. El corazón humano,
como centro de la vida, es el yo del hombre, su parte más íntima, su ->personalidad con toda la
riqueza de sus manifestaciones anímicas, emocionales e intelectivas.
Incluso en la cultura precolombina del mundo náhuatl se concebía a la persona como ->rostro. Lo
propio del hombre maduro es ser «dueño de un rostro y un corazón»; adulto es el que posee «un
corazón firme como la piedra». Y curiosamente, coincidiendo en cierta medida con la tradición
bíblica, la cara (in ixtli) y el corazón (in yóllotl) coinciden en el hombre, simbolizando ambos lo que
denominaríamos «fisonomía moral y principio dinámico de un ser humano»3. Los nahuas atribuí an
al corazón el dinamismo de la voluntad y la concentración por excelencia de la vida personal.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. La reflexión actual nos muestra que las culturas han optado por esta
palabra para designar en el ser humano su centro personal, el motor de sus pulsiones, la sede de su
intimidad, la fuente de sus relaciones afectivas con los otros. No es, pues, de extrañar que el
corazón se entienda como ese punto donde se tocan y convergen las experiencias anímicas, con las
funciones fisiológicas. Esto significa que en el concepto corazón se supera el dualismo platónico
(con su triple división del alma) y emerge de él la convicción de que la persona humana es una
totalidad, un ser unitario. La persona experimenta el corazón como el centro en el que confluyen lo
corpóreo y lo espiritual del hombre, haciendo de ella una unidad. Aspecto, por otra parte, nada
novedoso puesto que la primera carta de san Pedro hablará ya de «el hombre interior del corazón»
(lPe 3,4).
A esta concepción simbólica del corazón como centro de la persona, se une la evidencia de que
todo centro es por naturaleza plural, pues en él se condensa todo lo que el hombre es y, por tanto,
de él nacen la variedad de experiencias, opciones y manifestaciones anímicas que le caracterizan
como persona abierta a los demás. Con la voz corazón, entonces, expresamos la pluralidad de las
experiencias corpóreo-espirituales del ser humano, lo que le define más íntimamente y lo que
mejor puede manifestar de sí mismo. De aquí se deriva que el corazón sea simbólicamente ese
lugar donde la persona humana se descubre a sí misma como tal y desde donde entra en relación
con las otras personas. Allí donde el hombre «puede estar junto a ->sí mismo», y desde la libertad,
comunicarse con los otros, siendo con (mit-Sein) los demás, en la afortunada expresión de M.
Heidegger. Al entender el corazón como el yo de la persona, como su mismidad, solamente desde
el corazón puede salir el ser humano al encuentro del tú (->yo y tú) (M. Buber), del otro, no como
alter ego, sino como totalmente otro (E. Lévinas).
Si el corazón es el centro de las emociones y los sentimientos, lo es también de las relaciones. «El
corazón humano limita en todo momento con Dios y está siempre orientado a los demás hombres»
(K. Rahner). Y porque en su corazón el hombre está junto a sí, nacen de él sus realidades últimas e
íntimas, y las sigue con certeza. El dominio del corazón será, entonces, el señorío del hombre sobre
sí mismo, sobre sus sentimientos, emociones y pulsiones, expresión de la más absoluta ->libertad,
pues sólo se puede entregar al otro quien verdaderamente se posee a sí mismo.
No debe extrañar que los principios morales tengan su sede en la ley del corazón; ley que en el
Nuevo Testamento va unida a la conciencia (Rom 2,15; Un 3,17-20), y que Kant veía como esa
tendencia natural que tiene el hombre de acoger la ley moral. Desde esta concepción simbólica,
Hegel puede afirmar que «no basta (...) que los principios morales, la religión, etc., estén sólo en el
cerebro: deben estar también en el corazón» 9. Pero al nacer la norma del obrar humano de algo
tan subjetivo como puede ser el yo-corazón, tiene el peligro de convertirse, cuando la persona se
encierra en el individualismo, en norma absoluta, haciendo así que la ley particular tenga valor
universal, y es, en este caso, la ley de los otros corazones lo que se hace inflexible y flagelante para
el individuo. De ahí que solamente un corazón enteramente libre sea capaz de relación, dispuesto a
aceptar la verdad de los otros.
Para las religiones, el corazón es el punto donde se unen el espíritu y la materia. Para los hindúes se
ha de considerar el corazón como la morada de Brahma. Para la mística islámica, Alá, al que no
puede contener el cielo y la tierra, está contenido en el corazón de los creyentes, ya que, como dice
uno de sus representantes (Jili), cuando el Corán habla del Espíritu divino insuflado en Adán, se
trata del corazón. Para el mundo bíblico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el
corazón aparecerá como el concepto privilegiado para expresar las relaciones con Dios. El corazón
es así la sede de la religiosidad y el lugar donde el ser humano limita con Dios. Desde el corazón el
hombre se abre a la Trascendencia y entra en relación con el Otro Absoluto, ya que su centro
primario está abierto a Dios y posibilita la apertura al que le trasciende y le llama a ser y a obrar.
III. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS. «Te hablo con el corazón en la mano», decimos cuando
queremos expresar la sinceridad de lo que hablamos. En nuestra entrega y en nuestra relación con
los demás podremos, sin embargo, no tener corazón, o también endurecerlo. Podremos tener un
corazón grande o ser mezquinos de corazón. De una u otra manera el hombre saldrá de su -
>mismidad y quedará encerrado en ella: en, desde y por el corazón. Podrá tener en él su intimidad
guardando las cosas y viviéndolas en su corazón; o podrá dejar anidar en él su individualismo
excluyente y su soledad egoísta; porque cuando la persona se autonomiza de modo absoluto y a
costa del otro, entonces se fetichiza o se encierra en su limitada finitud, cerrando su corazón,
enroscándose en el círculo solipsista de su propio yo; y de esta forma, buscando su crecimiento, se
empequeñece y acaba autoaniquilándose. Y, por el contrario, cuando desde una conciencia
verdaderamente libre, la trascendencia y la comunión se abren a la relación con los demás desde
su intimidad, desde ese punto de encuentro de lo material y lo espiritual que es el corazón, el ser
humano hace de su corazón la expresión de la grandeza existencial y de la dignidad que tiene como
persona.
NOTAS: 1 HOMERO, Ilíada, 21, 547. - 2 Cf G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento I, 204. - 3
M. LEÓN-PORTILLA, Toltecayotl. Aspectos de la cultura náhuatl, FCE, México 19925, 192. - 4 B.
PASCAL, Pensamientos, § 8. 5 ID, § 497. - 6 ID, § 481. -7 ID, § 477. - 8 M. MORENO VILLA, El hombre
como persona, 108. - 9 G. W. F. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, México 1985,
§ 400.
VER: ALEGRÍA, ALMA, AMISTAD, AMOR (AGÁPÉ, ÉROS, PHILÍA), DONACIÓN, VERDAD.
BIBL.: ABBAGNANO N., Corazón, en Diccionario de filosofía, FCE, México 1989', 244-245;
CHAVALIER J., Corazón, en Diccionario de los símbolos, Herder, Barcelona 1988, 341344; HEGEL G.
W. F., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, México 1985; MORENO VILLA M., El hombre
como persona, Caparrós, Madrid 1995; PASCAL B., Pensamientos, Sarpe, Madrid 1984; RAHNER K.,
Corazón, en Conceptos fundamentales de la Teología I, Cristiandad, Madrid 19792, 308317; VON
RAD G., Teología del Antiguo Testamento 1, Sígueme, Salamanca 1978°.
J. F Cuenca Molina
COSIFICACIÓN DE LA PERSONA
DicPC
La filosofía griega no tuvo propiamente una noción de persona porque la noción fundamental que
dirigió su pensamiento fue la de naturaleza. En Grecia «la idea de hombre es ónticamente
relevante, mas no su realización en el individuo singular y concreto. Cuando se ve la
individualización como degradación de la unidad originaria y lo temporal como manifestación
accidental de lo universal eternamente idéntico a sí mismo, ya no hay posibilidad de reconocer al
hombre su valor como realidad única e irrepetible»1. La filosofía, como señala Aristóteles en el
mismo inicio de su Metafísica, nació del asombro, de la extrañeza ante las cosas, por lo otro que yo.
Sólo en un segundo momento se ocupará el hombre griego de ->sí mismo, si bien para verse
siempre como una cosa más, aunque especial. Desde el momento que la noción de ->persona
obtuvo su contenido de la experiencia de la realidad que tuvo el cristianismo, el utillaje conceptual
para desarrollarla fue la metafísica griega, el peligro de acabar en una cosificación de la persona ha
estado siempre al acecho a lo largo de la historia de la ->filosofía. Grecia dejará una segunda e
importante herencia, el logos, como la declaración de lo que algo es: el fundamento último s erá el -
>ser; incluso lo divino acabará por ser un productor de sustancias, de lo que es, pero no del ser.
Desde este «algo» divino se explica el mundo como un proceso necesario, no de creación sino de
generación; en definitiva, remisión al Uno.
La ruptura que introduce el ->cristianismo tiene como fundamento una experiencia de la realidad,
totalmente diferente a la de Grecia, marcada por el encuentro del hombre con Dios, un Dios que ya
no será algo neutro, sino Alguien que se interesa por el hombre, por su historia, hasta llegar a
tomar su misma condición humana. De forma que, desde su mismo inicio, la categoría de -
>encuentro y la de persona se implicarán mutuamente. Entonces la persona, como se caracteriza
por la relación, se realizará plenamente en la medida en que se produzca su apertura. De aquí
surge la distinción entre naturaleza y persona. Los logros de la reflexión trinitaria se aplicarán
también al hombre: El diálogo trinitario lleva a la Creación que, en el caso del hombre, al ser
imagen y semejanza de Dios significa la condición personal y, por tanto, relacional. Si la Patrística se
aplicó a la elaboración conceptual de las personas divinas, la época medieval desarrolló la persona
en tanto que creatura. Será Boecio quien acuñará una definición de persona, «sustancia individual
de naturaleza racional», que hará fortuna durante toda la época medieval. Santo Tomás
reconocerá lo problemático que resulta la aplicación de esta formulación de la categoría de
persona al hombre y a Dios, afirmando que se aplica en sentidos distintos en ambos casos. Esta
línea de pensamiento supuso que Grecia recuperara su predominio y, al insistir tanto en la
sustancia, se desdibujara el carácter fundamental que de la persona había dado la época patrística,
la relación. Trajo consigo además la pérdida de su dimensión corporal. El intento tenía como
objetivo el remarcar la diferencia de la persona frente a las cosas y a los animales, y al existir un
cierto temor a que, si se acentuaba como lo constitutivo de la persona la relación, y ser esta
considerada en la ->metafísica griega un accidente, se pudiera diluir la eminente dignidad que con
el vocablo «persona» se quería expresar. Esta insistencia en la sustancia, y el correspondiente
debilitamiento de la relación, prefiguró de alguna manera los planteamientos solipsistas
posteriores.
La ->Modernidad se inicia con la duda metódica cartesiana que le lleva a afirmar: únicamente
puedo estar seguro de que yo soy, y soy sustancia pensante. «De manera que, tras pensarlo bien y
examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la
concibo en mi espíritu». Y un poco más adelante añade: «¿Qué soy entonces? Una cosa que piensa.
Y, ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que
quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente»2. Los peligros que amenazaban al
planteamiento medieval han acabado por hacerse realidad en la Modernidad: pérdida de la
relación, entronización del solipsismo. Junto a esto, la Modernidad insistirá, de la mano de Kant, en
la ->dignidad de la persona, haciendo hincapié en la dimensión práctica que tiene la razón -una
línea de pensamiento que ha determinado la modernidad filosófica hasta conducirla al idealismo
trascendental-. Un argumento que insiste en que es la ->voluntad aquello que nos asemeja a Dios
en su infinitud y que podemos encontrar ya en Descartes: «Si considero la facultad de entender, la
encuentro de muy poca extensión y limitada en extremo (...). Del mismo modo, si examino la
memoria, la imaginación, o cualquier otra facultad, no encuentro ninguna que no sea en mí harto
pequeña y limitada, y en Dios inmensa e infinita. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser
en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de manera que ella es la
que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios cierta relación de imagen y semejanza» 3.
Kant abre así su Fundamentación de la metafísica de las costumbres: «Ni en el mundo ni, en
general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno
sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad»4. Por su carácter ético, por su voluntad, la
persona humana tiene una dimensión de absoluto que le distingue y le confiere una dignidad
especial: «En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio
puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y,
por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad»5. Además, esa voluntad no actúa
de forma aleatoria, sino que descubre en ella imperativos: «El imperativo práctico será, pues, como
sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro,
siempre como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio» 6.
Desde entonces hasta ahora se han producido en la filosofía moderna diversas transformaciones, si
bien ninguna de ellas especialmente relevantes para el problema que nos ocupa. Tras el titánico
esfuerzo de la patrística, la filosofía no ha sabido sacar el jugo de aquel trabajo. Hacía falta un
nuevo pensamiento (F. Rosenzweig) que fuera capaz de dejar a un lado los supuestos griegos; tal ha
sido la labor que en este siglo XX acometió el personalismo comunitario. Sólo así se podrá ofrecer
un saber primero acerca de la persona, que nos permita afirmar absolutamente su dignidad y evite
su cosificación.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Se puede dar como punto de inicio del personalismo comunitario la
publicación, a comienzos de los años veinte, de las obras de Rosenzweig, Ebner, Buber y Marcel.
Una filosofía que recuperará la ,relación como característica fundamental de la persona, aspecto
que se oscureció y olvidó desde la época medieval en favor de la sustancia racional, más tarde
cogito. Lévinas describe así la aportación fundamental de Buber: «La nueva filosofía del diálogo
enseña que invocar o interpelar al otro hombre como tú y hablarle no depende de una experiencia
previa del otro, quien, en todo caso, no obtiene de dicha experiencia el significado de tú. La
sociabilidad del diálogo no es un conocimiento de la sociabilidad; el diálogo no es la experiencia de
la conjunción entre hombres que se hablan. El diálogo vendría a ser un acontecimiento del espíritu
tan irreductible y tan antiguo, al menos, como el cogito»7. El análisis de Buber está basado en una
intuición fundamental: «Para el ser humano el mundo es doble, según su propia doble actitud ante
él. La actitud del ser humano es doble según la duplicidad de las palabras básicas que él puede
pronunciar. Las palabras básicas no son palabras aisladas, sino pares de palabras. Una palabra
básica es el par Yo-Tú. La otra palabra es el par Yo-Ello, donde, sin cambiar la palabra básica, en
lugar de Ello pueden estar también las palabras Él o Ella. Por eso también el Yo del ser humano es
doble. Pues el Yo de la palabra básica Yo-Tú es distinto del de la palabra básica Yo-Ello. Las palabras
básicas no expresan algo que estuviera fuera de ellas, sino que, pronunciadas, fundan un modo de
existencia»8. Así pues, podemos tomar ante el mundo una doble actitud y, en función de ella, así
será el mundo para nosotros. La primera posibilidad consiste en pronunciar la palabra básica Yo-
Ello. Al hacerlo se entra en el mundo de la experiencia. El Yo se convierte en el punto central de
referencia para todo lo demás, incluidos los otros hombres, que pasa a ser objeto para mi disfrute,
mi manejo, mi uso, para mi saber. Todo lo que se presenta ante mí se convierte en algo para mí.
Nuestra vida en esta situación se convierte en una vida transitiva, una vida en la que sólo cuentan
los verbos con objeto directo: «Yo percibo algo. Yo me afecto por algo. Yo me represento algo. Yo
quiero algo. Yo siento algo. Yo pienso algo» 9. Buber usará, en consecuencia, el pronombre neutro
de tercera persona del singular, Ello, para designar aquello que posee mi vida situada en esta
palabra fundamental. La filosofía habría sido hasta la fecha planteada desde la palabra
fundamental Yo-Ello. Con ella, si intentamos alcanzar al otro hombre en aquello que tiene de
distinto del mundo y le confiere una especial dignidad, no lo conseguimos, pues en el fondo todo es
objeto. Mas, ¿no se alcanza al menos esa conciencia de eminente dignidad para el yo que filosofa?
La respuesta de Buber será también negativa, pues, en estas palabras fundamentales se produce
una correlación esencial que hace que el Yo en ambas palabras fundamentales sea diferente. E n la
palabra fundamental Yo-Ello, yo significa al hombre como individuo o sujeto y no como persona.
Individuo que buscará su contraste frente a los otros, su afirmación a base de la negación del otro,
lo que le imposibilita realizar aquello que le constituye como persona, a saber, la relación.
Totalmente diferente es la situación cuando pronunciamos la palabra básica Yo-Tú: «Quien dice Tú
no tiene algo por objeto. Pues donde hay algo, hay otro algo, cada Ello limita con otro Ello, el Ello lo
es sólo porque limita con otro. Pero donde se dice Tú no se habla de alguna cosa. El Tú no pone
confines. Quien dice Tú no tiene algo, sino nada. Pero se sitúa en la relación» 10. Si en el mundo del
Ello experimentábamos, en el reino del Tú el verbo fundamental será encontrarse, estar en
relación. Si el rendimiento de la experiencia eran los objetos, el fruto del encuentro será la
presencia, la actualidad o presencia. Las características fundamentales del reino del Tú son
exclusividad, inmediatez y reciprocidad. Cuando el Tú me sale al encuentro, puesto que tiene
siempre la iniciativa, llena el orbe. No es necesario un contexto para aprender su significado, que se
torna por tanto absoluto. No necesita del mundo. Es más, como atinadamente ha mostrado
Lévinas, en su manera de presentárseme como rostro me está llevando más allá, reclamando su
primado. Un significado que es, ante todo y primariamente, ético: Tú no matarás. La relación es
además recíproca: «Yo llego a ser Yo en el Tú, al llegar a ser Yo, digo Tú»11. El yo propiamente sólo
se constituye cuando responde al Tú al entrar en relación. Un Yo que se constituye como persona.
Es desde la relación desde donde Yo y Tú llegan a ser tales. Un lugar que Buber designó como el
ámbito del ->entre. Finalmente está la inmediatez que hace de la presencia del rostro del otro un
mandato inmediato. Lo quiera o no, he de responder, mi responsabilidad por el otro es ineludible e
inaplazable. Mi respuesta no puede ser la del mero espectador que describe su objeto, que extrae
de él un conocimiento. Ahora bien, la relación ->Yo-Tú no se queda en un cálido encuentro, sino
que se amplía al nosotros comunitario, a la presencia del tercero que exige las relaciones de
justicia. De ahí que mi responsabilidad por mi prójimo ataña a todo hombre. Relación y ética son
reversos de una misma moneda. Contestar a la pregunta por la cosificación de la persona, en
nuestro momento actual, no resulta complicado tras el análisis de Buber, quien dirá que vivimos en
una sociedad del Ello, donde la persona no cuenta, donde cada uno es individuo. Sociedad que
consiste en la suma de individuos, pero que es incapaz de pronunciar un nosotros, que ha perdido
su dimensión comunitaria. Un mundo que se ha vuelto incapaz de relación.
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; DESCARTES R., Meditaciones cartesianas,
Alfaguara, Madrid 1977; DíAZ C., La persona como presencia comunicada, CCS, Madrid 1991;
EBNER F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; KANT I., Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País,
Madrid 1993; LAÍN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; LÉvINAS E., De
otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, De Dios que viene a la
Idea, Caparrós, Madrid 1995; MARCEL G., Ser y Tener, Caparrós, Madrid 1996; MORENO VILLA M.,
El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ROSENZWEIG F., El libro del sentido común sano
y enfermo, Caparrós, Madrid 1994; ID, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989; RUIZ DE LA PEÑA
J. L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander 1988; ZUBIRI X.,
Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986.
A. Simón Lorda
CREENCIA
DicPC
Creencia, del latín credere, significa la confianza depositada en alguien de que nos devolverá lo que
le hemos prestado (creditum). Tiene, pues, inicialmente un sentido práctico: se confía en que otro
haga algo debido en relación con nosotros. Luego se amplía el sentido y se extiende a lo que otros
prometen o dicen: confianza en la ->palabra, en la ->comunicación. Se diría que esto último es ya lo
específicamente humano. Sin embargo, en todos los seres que poseen alguna forma de
comunicación pueden encontrarse indicios de ->confianza. Así, los animales que viven en algún tipo
de sociedad, se comunican entre sí y muestran su confianza a la comunicación de otros, como los
que detectan a los depredadores, los vigilantes, o los que descubren alimento, etc. Por lo que
habría que pensar que la actitud de confianza credencial posee unas profundas raíces filogenéticas.
Es cierto, no obstante, que en el hombre la creencia posee unos caracteres propios. Por ejemplo, el
de ser consciente, reflexiva. Lo que implica que pueda ser también negativa; y, en todo caso, que
exija normalmente un fundamento o motivo suficiente.
En todo caso, es bastante claro que la vida humana necesita absolutamente de la confianza en los
demás. Sólo así la experiencia personal queda potenciada con la experiencia y los conocimientos de
otros hombres. De hecho, es fácil ver cómo nuestras creencias, lo que creemos, ocupa un
porcentaje muy elevado de cuanto conocemos; esto vale incluso en el campo de los conocimientos
denominados científicos. Nadie puede ser especialista en todo. Por eso, en las mismas ->ciencias,
unas dependen de otras, apoyan sus investigaciones en conocimientos recibidos de otras ciencias:
y los reciben en forma de creencias, ya que no son competentes para justificarlos; como, por
ejemplo, la medicina depende de la fisiología, esta de la biología, esta de la química orgánica, etc.
De aquí la importancia y las insustituibles funciones de las creencias en nuestra vida. Estas
funciones pueden reducirse básicamente a tres: función cognoscitiva; función emocional, en
cuanto suscitan en nosotros algún tipo de ->sentimiento, aceptación o rechazo; y función
actitudinal, en cuanto dan origen a actitudes diversas en nuestra conducta2.
I. EL CONCEPTO DE CREENCIAS. Las creencias humanas pueden ser, y son de hecho, estudiadas por
múltiples saberes: por la psicología, la ética, la lógica, la epistemología, la ->teología, la filosofía,
etc. Dejando de lado el punto de vista de la ->religión y de la ->ética, nos limitamos a los aspectos
psicológicos y gnoseológicos.
En cuanto a la noción misma de creencia, podríamos decir que Tomás de Aquino y Kant coinciden
en colocar este tipo de conocimiento como a medio camino entre el saber y el opinar. El conocer
sería como el sentido general, pues versa sobre todo aquello de que tenemos alguna noticia, sea
como sea. El opinar se aplicaría a aquel conocimiento que se refiere a cosas o verdades, acerca de
las cuales no tenemos una evidencia suficiente; sólo tenemos ciertos indicios o probabilidades. En
cambio, el saber se refiere a un conocimiento de cierta categoría, dotado de una seguridad o
certeza basada en algún tipo de evidencia objetiva o en una demostración o comprobación
personal: sabe, propiamente, el que conoce el qué y el porqué de algo. Entonces el creer es un
asentir mentalmente (el kantiano Fürwahrhalten: tener por verdad) a algo que conocemos, pero sin
evidencia objetiva o sin comprobación personal, sino basados en la autoridad de quien nos
informa. Es lo que sucede en la intercomunicación personal. Coincide con el opinar, en cuanto es
asentir y asentir sin evidencia objetiva; aunque se tenga la evidencia subjetiva de la autoridad del
informador. Por lo que la creencia puede obtener un elevado grado de certeza. En esto se aparta
de la simple opinión y se acerca al saber. No es, sin embargo, un saber estricto, ya que carece de la
evidencia objetiva y de la certeza científica, propias de lo que debe entenderse por saber.
Por consiguiente, entendemos por creencia el asentimiento que otorgamos a ciertas verdades o
informaciones (mensajes, enunciados) fundados o motivados por la confianza y la competencia
(autoridad) de quien nos informa, enseña o comunica algo. Dejamos de lado el sentido impreciso y
general de creencia, tal como se emplea en el lenguaje corriente y hasta en ciertas investigaciones
psicológicas, en las que equivale a pensar o conocer. Pero incluimos el sentido de asentimiento
espontáneo y, a veces, irreflexivo, que prestamos a ciertas informaciones, mensajes o convicciones
recibidas del ambiente social, y que, al decir de Ortega y Gasset, «no las pensamos, sino que actúan
latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos»3. Por ello, son algo
de lo que no se nos ocurre dudar, sino algo con lo que contamos de antemano.
II. ESTRUCTURA DE LAS CREENCIAS. La estructura del conocimiento credencial no deja de ser un
tanto compleja, tanto psicológica como gnoseológicamente. Desde un punto de vista psicológico y
sociológico, en la creencia intervienen, al menos, tres géneros de factores. Está, por un lado, el
agente o informador, comunicante de un mensaje; y, junto con él, los diversos medios o técnicas
de la información, actualmente muy desarrolladas. Está, en otro ángulo, el contenido mismo del
mensaje informativo, lo que se nos dice o comunica y que será luego lo que creemos o dejamos de
creer. Y en un tercer ángulo podemos situar al receptor del mensaje informativo, en cuanto es
quien presta el asentimiento credencial. Así pues, pudiéramos imaginar como un triángulo, cuyo
vértice superior está ocupado por el sujeto mismo de la creencia o receptor de la información; uno
de los ángulos inferiores está ocupado por el emisor o polo activo de la información; y el tercero,
por el contenido mismo del mensaje.
Pero cada uno de estos componentes tiene su complejidad. Así, el sujeto activo o emisor de una
información puede ser considerado, bajo diversos aspectos, ya como testigo (explorador, detective,
investigador...) ya como relator (informador, docente, predicador, profeta, vidente...). Y, en todo
caso, puede funcionar como informador inmediato o como cadena de informadores intermedios, a
través de la cual circula un mensaje. Este suele ser también algo compl ejo, esto es, un discurso
formado por múltiples enunciados o proposiciones, en las cuales se dice (se afirma o se niega) algo
acerca de algo. Así pues, lo que creemos no son ideas o conceptos sueltos, ni palabras inconexas,
sino mensajes que verdaderamente nos informan acerca de algo. Lo que suele hacerse mediante el
->'lenguaje declarativo o predicativo. Por parte del receptor de la información, pero sujeto activo
de la creencia, también hay que distinguir varios elementos, tales como el carácter individual o
social del mismo, los actos correspondientes de asentimiento credencial, y, sobre todo, los motivos
o razones para prestar su confianza a un mensaje, enseñanza o información dados. En cuanto a la
estructura gnoseológica, por así decirlo, de la creencia, parece una nota característica de la misma
el ser un asentimiento a un contenido informativo, a través de la confianza en un informador. Es
decir, pasamos desde el polo receptivo de la información a la aceptación del mensaje, a través del
polo emisor o sujeto activo, que es el informador o maestro. Y ello, en base a los motivos que
tenemos para creer. De aquí la importancia de tales motivaciones.
III. LA VERDAD Y LA CERTEZA EN LAS CREENCIAS. La vida humana apenas puede comprenderse sin
el componente de las creencias. Esto es particularmente evidente en nuestro tiempo, en que nos
hallamos sumidos en un ambiente de comunicaciones cruzadas, de mensajes, de noticiarios, de
testimonios, de relatos, de secuencias de imágenes, aparte de lo que recibimos como tradiciones o
noticias de hechos anteriores, historias, enseñanzas, opiniones... Y no es nuevo advertir que nos
encontramos sometidos a una presión informativa constante, cuando no a una propaganda
descarada, reclamándose para todo nuestra aceptación o nuestra buena fe. Por un lado, formamos
parte de ese mundo de la información, como actores y como receptores; necesitamos
absolutamente de la comunicación como medio obligado e insustituible para adquirir todo un
bagaje de conocimientos. Mas por otro lado, tenemos conciencia de ser manipulados en muchas
ocasiones, literalmente engañados, seducidos o malinformados por muchos de los mensajes
recibidos. En cualquier caso, tenemos la impresión de que carecemos de la suficiente evidencia en
cuanto a lo que debemos creer y a quién debemos creer, o cuándo debemos creer. Que el creer se
presenta como un entregarse al informador, como un firmar un cheque en blanco. Y los estudios
psicológicos para analizar los modos más eficaces de obtener la confianza de la gente, para crear
imagen, no contribuyen precisamente a la confianza en la información, sino quizás a sospechar más
vehementemente que somos utilizados. Tanto desde el punto de vista gnoseológico, como desde el
sociológico, se impone, pues, la adopción de unos criterios o reglas, siquiera generales, que nos
permitan poder dilucidar cuándo y a quién debemos otorgar nuestra confianza credencial. En
resumen, se trataría de saber cómo podemos decidir nosotros, los receptores de un informe,
enseñanza o información, si el sujeto emisor de los mismos es persona digna de crédito o no lo es.
Los criterios generales pueden y deben ser múltiples, según las diversas maneras de recibir la
información, ya de forma inmediata, ya por vía de cadenas informativas, que tienen sus fuentes a
distancia nuestra, ya sea una distancia espacial, ya sea, además, una distancia temporal.
Así, por ejemplo, el conocimiento personal del testigo o informador parece ser un criterio positivo
para aceptar su mensaje. Con todo, se ha de limitar esta confianza al campo específico de su
competencia; y no es suficiente con que sea alguien famoso o muy conocido. Otro criterio puede
ser la coincidencia de testimonios múltiples. Pero ha de ser acerca de la misma materia o tema; y,
sobre todo, se ha de tratar de testigos múltiples y entre sí independientes. Del mismo modo,
podemos acudir a signos externos, como la coherencia de lo que se hace y lo que se dice o enseña.
Dentro de esto, prevalece, sin duda, el testimonio de los que ejercen la autocrítica o se retractan
de opiniones anteriores o enseñan doctrinas contrarias a sus intereses materiales, a su comodidad,
etc.; siendo el caso límite cuando alguien testimonia algo con el sacrificio de su vida.
Mas no solamente hay que buscar razones para creer. También es una forma de creencia el no
aceptar un testimonio en base a motivos negativos. Y estos pueden ser mucho más numerosos que
los positivos. No solamente podemos desconfiar del informador, en cuanto a sus dotes de
observación o colectivas. También podemos encontrar motivos de desconfianza en la capacidad del
informador por la escasez misma de testigos o por el hecho de la discrepancia de testimonios
acerca de los mismos temas; incluso por la modalidad al ejercer el testimonio o la información, por
ejemplo, si se dicen las verdades a medias o de forma equívoca, con doble sentido, o bien
mediante fórmulas metafóricas, brillantes en imágenes innecesarias, o por miedo y coacción,
favoreciendo abiertamente los intereses del informador, etc.
En un plano teórico, diríamos que lo que afirma una persona digna de ->fe y competente en un
campo determinado, debe ser creído. Seria un tanto contradictorio que la persona fuera creíble en
el campo de su competencia y no fuera creída en cuanto afirma respecto de dicho campo. Pero en
el terreno práctico, la dificultad está siempre en decidir quién y cuándo se trata de una persona
digna de crédito. A ello contribuyen los criterios anteriormente insinuados y algunos otros. Con lo
que la certeza que podemos obtener en el conocimiento credencial suele ser más bien de tipo
probabilístico. No obstante, pueden darse casos en que tal probabilidad sea muy elevada. Así,
nadie dudará de la existencia de Napoleón Bonaparte o de que la tierra gira en tomo al sol; aunque
sean conocimientos que obtenemos mayoritariamente por medio de informes credenciales.
BIBL.: AA.VV, La Croyance, Beauchesne, París 1982; ALvIRA T.-MELENDO T., La fe y la formación
intelectual, Eunsa, Pamplona 1979; BEM D. J., Beliefs, Attitudes and Human Affairs, Blemont, Cole
1970; BOCHENSKI 1. M., ¿Qué es autoridad?, Herder, Barcelona 1979; HEIDER F., The Psychology of
interpersonal relatioships, Nueva York 1968; NEWMAN J. H., El asentimiento religioso, Herder,
Barcelona 1960; ORTEGA Y GASSET J., Ideas y creencias, en Obras completas V, Alianza, Madrid
1983; PIEPER J., La fe, Rialp, Madrid 1966; RICOEUR P., Fe y filosofía, Almagesto, Buenos Aires 1990;
ROCKEACH M., Beliefs, Attitudes and Values, San Francisco 1968; STEINFATT T. M., Comunicación
humana. Una introducción interpersonal, Diana, México 1983; VICENTE BURGOA L., Palabras y
creencias. Ensayo crítico acerca de la comunicación humana y de las creencias, Universidad de
Murcia, Murcia 1995; WELTE B., ¿Qué es creer?, Herder, Barcelona 1984.
L. Vicente Burgoa
CRISTIANISMO
DicPC
1. REINADO DE DIOS. Una de las frases más indiscutidas de Jesús de Nazaret es aquella que
manifiesta la voluntad de Dios como «misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 9,13 y 12,7). Se
insinúa aquí una primera crítica de la religión (el sacrificio, o el culto) que presenta a esta como
«excusa» para evitarse la ->solidaridad y el ->amor a los hombres (sobre todo a los más
necesitados), y que es constante en todas las fuentes cristianas. En otra síntesis menos antitética,
el Nuevo Testamento afirma con frecuencia que la verdadera religión (o el verdadero sacrificio) es
precisamente la misericordia (cf Sant 1,27).
2. En el Nuevo Testamento. Lo que acabamos de exponer puede confirmarse con otras muchas
referencias al Nuevo Testamento. Elegiré sólo dos, que ya no son palabra de Jesús, sino reflexión
global sobre el significado de su presencia en la tierra. La Carta a los hebreos (10,5-10) imagina a
Jesús dirigiéndose a Dios en el momento de su venida a este mundo: «No quieres holocaustos ni
sacrificios ni víctimas por los pecados; por eso, aquí estoy yo para cumplir tu Voluntad». Esa
voluntad de Dios que viene a cumplir Jesús es la donación de sí, la misericordia. Y con ello -añade
expresamente el texto de Hebreos- «suprime lo anterior para establecer lo nuevo». Por eso, nadie
podrá «amar a Dios» (al que no ve) si no ama a su hermano al que ve (cf 1Jn 4,20): a quien tal
pretenda le ocurrirá sencillamente que no ama a Dios (citando con más exactitud: que no puede
amarlo). Y, por tanto, que no puede tener religión, por mucho que haya en él de culto o de
sacrificios. En resumen: toda la religiosidad humana no es más que el sueño imposible de atrapar a
Dios. El hombre puede, en cambio (sea religioso o no), dejarse atrapar por Dios, si entrega su vida a
la misericordia. He aquí la novedad fundamental del mensaje cristiano.
II. DIOS FUERA DEL CIELO. Amén de su contenido, la centralidad del Reino en el anuncio de Jesús
evoca un contexto menos religioso y más ateo. El hombre religioso suele suponer que Dios reina ya
en el hecho de su propia religiosidad. Por el contrario, mucha gente no religiosa no puede creer,
porque en este mundo inhumano no parece reinar Dios. Jesús anuncia a Dios partiendo más bien
de ese segundo presupuesto. Por eso: a) anuncia la venida del Reino (lo cual supone su ausencia);
pero b) recuerda a los hombres que sin su cambio de rumbo (conversión) Dios no podrá reinar (cf
Mc 1,15: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed esa buena noticia»). Y la oposición que
encuentra ese anuncio revela no sólo que este ->mundo está en algún sentido dejado de la mano
de Dios, sino también que está en otras manos: en manos de esas potestades que, a la vez, «quitan
la libertad y se hacen llamar bienhechoras» (cf Lc 22,25) y que son el dinero, los poderes políticos y
religiosos y, en la cima del triángulo, esa figura misteriosa de «el príncipe de este mundo» que es
una formulación claramente antitética a la del Reinado de Dios. La conversión que pide el fundador
del cristianismo no es, por tanto, una conversión genérica al ->bien o a la moralidad en abstracto,
sino una conversión a la historia y a los hombres, desde Dios y para orientarlos hacia la fraternidad
perfecta, la cual es la única forma de que Dios reine. Se comprende desde aquí la tentación
frecuente de las Iglesias cristianas que, para dispensarse de esa conversión, prefieren a veces
identificar el Reinado de Dios con ellas mismas o con lo religioso en general. Jesús prevenía contra
esa tentación avisando que Dios no reina allí donde se le dice «Señor, Señor», sino sólo donde se
cumple la voluntad del Padre (cf Mt 7,21). Y es que semejante tentación redundaría en una
equiparación idolátrica entre Cristo y la Iglesia, contra la que reacciona el eslogan (puesto
últimamente de moda y también discutible): «Jesús sí, Iglesia no». La reacción poco matizada de
muchos dirigentes eclesiásticos contra esa frase muestra que no estaban inmunes frente a la
tentación descrita de identificar el Reinado de Dios con la Iglesia. Pues la frase, por un lado,
contiene un elemento fundamental de la identidad cristiana: sólo Jesús es objeto de fe, no la
Iglesia, ya que esto último (como comentaron largamente los teólogos medievales) sería un acto de
idolatría, porque la Iglesia es una creatura. Pero, por el otro lado, la frase citada falsifica también la
identidad cristiana ya que, al creer en Jesús, el hombre se hace necesariamente Iglesia. O, con otras
palabras, no el término pero sí el hecho de creer es intrínsecamente eclesial. Y una fe en Jesús sin
Iglesia, no pasaría de ser un vano intento de cristianismo a la carta.
III. ALGUNAS CONSECUENCIAS PRÁCTICAS. De toda la síntesis anterior se sigue una serie de
actitudes o pautas de conducta que marcan el carácter cristiano de una vida, y de las que vamos a
señalar cinco.
1. En primer lugar, hay que decir que, a la luz de lo anterior, no son verdaderamente cristianos
todos los movimientos de corte «espiritualista» que quieren hacer del cristianismo una especie de
refugio, y del nombre de Dios una excusa para desentenderse de la difícil historia humana. En ellos
se concibe al Espíritu de Dios como ajeno a la carne y no como presente en ella; se prefiere con
frecuencia el culto a la misericordia, y se concibe a Dios primariamente como un Dios castigador o
Dios del miedo, y no como el que -mediante el don de su Espíritu (Rom 5,5,)- quiere ayudar a la
libertad humana a ser misericordiosa. No obstante, hay que dar por supuesto que, a través de
formulaciones, muchas veces falsas o supersticiosas, el hombre puede dar cauce a actitudes
profundamente creyentes y de la mejor calidad religiosa. Por eso todos esos movimientos no
deben ser sin más barridos, sino convertidos. Y esta última actitud integradora también es muy
propia de la identidad cristiana, que considera al Señor resucitado como recapitulador de todo lo
existente (cf Ef 1,14).
2. En segundo lugar, lo expuesto anteriormente obliga a decir una rápi da palabra sobre todo ese
conjunto de prácticas religiosas típicas de todas las religiones y que, también en el cristianismo,
suelen llamarse malamente culto. Lo que llamamos culto no es una necesidad de Dios, sino una
necesidad nuestra; y no aporta nada a Dios, sino que debería aportarlo al hombre. El cristianismo
se mueve en una difícil dialéctica, en virtud de la cual la máxima cercanía de Dios (expresada en su
encarnación y en el Dios-con-nosotros: cf Mt 1,23), no disminuye nada de la absoluta
trascendencia, de la total inapresabilidad e inmanipulabilidad de Dios. La radical pobreza humana
no puede aportar nada a Dios, y el cristianismo empalma aquí con la clásica línea
veterotestamentaria que se conoce como crítica del culto: odio vuestros sacrificios y me aburren
vuestras ofrendas; si necesitara algo, ¿creéis que tendría que pedirlo a vosotros? (cf Is l,llss; Jer
6,20; Am 5,21 ss, entre otros). Sin embargo, hay algo profundamente humano que sí es grato a
Dios (porque en definitiva es un don del Espíritu de Dios), y es la misericordia que brota de una
libertad. Eso es lo que los cristianos aprendieron de Jesús y por eso la vida entregada de Jesús
sustituyó a todos los antiguos sacrificios inútiles y se convirtió en verdadero sacrificio. Y eso es lo
que los cristianos celebran en todas sus reuniones litúrgicas que, por eso, merecen más el nombre
de celebraciones agradecidas (eu-charísticas), que el de culto. El culto cristiano no debería, por
tanto, apartar al hombre de la historia, sino devolverle cambiado a ella, dado que la historia es el
campo de ejercicio de la misericordia. De esa misericordia de la que brota la lucha por la justicia,
como de la justicia brota la paz. Y al afirmar esto, el cristianismo sabe perfectamente que esa
misericordia que hace al hombre dichoso (cf Mt 5,7) es inasequible para el ->corazón humano. Pero
el hombre puede recibirla de Dios en ese contacto misterioso y oscuro con él que se llama oración,
y que consiste, fundamentalmente, no en intentar atrapar a Dios, sino en dejarse atrapar por el
Espíritu de Dios, que va trabajando poco a poco el corazón humano. Ocurre con la oración como
con otra de las mayores y más elementales necesidades humanas, cual es el sueño: el hombre no
puede apresarlo (y los intentos de agarrar al sueño provocan más insomnio), sino que ha de ser
vencido por él.
3. En tercer lugar, y de acuerdo con lo dicho, el cristianismo puede definirse como una «vuelta de la
religiosidad humana a la historia». El campo de la historia humana no es uno de tantos campos
(junto al culto, la naturaleza y otros) en los que puede haber unas obligaciones derivadas del hecho
religioso. Es más bien el campo de la voluntad creadora de Dios a la que el hombre está asociado.
La naturaleza, por ejemplo, puede ser sugerencia de Dios, pero la revelación de Dios está en la
historia. Y el hombre no debe servir a Dios como a él le gustaría, sino como Dios quiere ser servido.
En efecto: característica del hecho cristiano parece ser que, con su enseñanza de la creación (el
mundo no es divino ni malo) y de la encarnación (el mundo es objeto del amor privilegiado de Dios,
que se ha identificado con él), des-encantó o desacralizó y dessatanizó al mundo, permitiendo así el
nacimiento de una civilización del progreso y de dominio de la tierra. Aunque esta observación
tiene su complemento dialéctico: el hombre tomó su dominio sobre la creación como una ocasión
para hacerse «igual a Dios» (cf Gén 3,5) y para dictar él «el bien y el mal» (cf Gén 2,17), con lo que
todo el progreso histórico y la labor del hombre sobre la tierra se hallan hoy originalmente
empecatados. Por eso, hablar de la dimensión teologal de la historia no implica la promesa de
ningún paraíso intrahistórico y ningún reino de la libertad. La vida de Jesús pone de relieve que el
anuncio del Reino y el compromiso con la historia están marcados por el fracaso, la condena y la
cruz. Y, aunque el cristiano debe buscar éticamente la eficacia en su compromiso con la historia,
debe saber también que en ningún lugar se le promete el éxito de ese compromiso, sino que más
bien se le avisa de que puede encontrarse con la cruz y el martirio. Lo único que se le dice al
cristiano es que esa condena y esa cruz están iluminadas por la resurrección de Jesús y que, por
consiguiente, también se construye la historia aceptando el abandono de Dios y las derrotas como
Jesús: «Entregándolas a las manos del Padre» (cf Lc 23,46). De este modo, la vuelta a la historia
deja de ser prometeica, pero sigue siendo teofánica y subversiva. La mejor prueba de ello, es
aquella breve frase con la que Pablo resumía su predicación: «Bautizados en Cristo Jesús, ya no hay
creyente ni pagano; ni siervo y libre; ni varón o mujer Todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28).
Una frase que hoy sigue siendo en la historia tan inaudita como antaño, aunque en la teoría sea ya
un poco más reconocida.
4. Por todo lo anterior, el compromiso con la historia deja de ser lo que la tradición cristiana
condenó siempre como fariseísmo o «justificación por las obras»: un camino en el que el hombre
busca su propia realización, su propia honorabilidad y su superioridad sobre los demás. Es cierto
que todo hombre lleva dentro esa necesidad de buscar la propia justificación. Pero la fe cristiana
avisa que no sólo el camino del deseo (que erige la propia avidez en ley de la realidad), sino
también el de la moral, son caminos equivocados. La única salida del hombre la ve el cristianismo
en la fe de Jesús: la fe en el amor de Dios a este mundo y a mí mismo, la cual inserta al hombre en
esa corriente de amor creativo, liberándole de la preocupación por el propio valer y la propia
justificación (como suele ocurrir, por lo demás, en toda auténtica experiencia amorosa; pero con la
diferencia de que ahora el hombre no es amado por Dios porque valga u obre bien, sino que vale y
obra bien porque es amado por Dios). Es muy importante dejar claro que la vuelta solidaria hacia la
historia sólo será plenamente cristiana cuando libere al hombre de esa sobreexigencia tan típica de
todo ser humano, de actuar siempre ante sí mismo o ante el propio superego, para probarse a sí
mismo, a ver si da la talla y, en definitiva, quedarse justificado. Esto suele formularse también
diciendo que es el Reinado de Dios y no el del propio proyecto, lo que el hombre busca en su vuelta
a la historia.
5. Y por último: si el compromiso con la historia no tiene garantizado un éxito intrahistórico, sino
que está avisado de que puede acabar en la cruz, porque la historia está en manos de libertades
empecatadas, se comprende por qué las fuentes cristianas -por así decir- comienzan con la buena
noticia (evangelio) y acaban con el Apocalipsis. Ya el Antiguo Testamento arranca de una
experiencia de ->liberación, de salida (éxodo) de la esclavitud, pero su final es un conjunto de
literatura más bien tremendista que suele conocerse como apocalíptica. De igual manera, la vida
de Jesús comienza con el anuncio del Reino inminente y termina con unos discursos difíciles (Mc
13; Mt 24; Lc 21) que los especialistas califican como sermones apocalípticos. Incluso en el cuarto
evangelio, que está escrito desde otra óptica, esos discursos parecen quedar sustituidos por la
sencilla frase, más sobria pero también más ambigua: «Mi Reino no es de este mundo» (18,36). La
apocalíptica es un intento de leer creyentemente la historia en los momentos de persecución y de
fracaso, e intenta decir, en definitiva, que la historia está, a pesar de todo, en manos de Dios. A
pesar de la enorme complejidad de esta literatura, podemos afirmar que su característica no es
necesariamente el tremendismo, aun cuando muchas veces parezca ir por ahí el tenor literal de sus
palabras (guerras atroces, catástrofes naturales, estrellas que caen...). Sin embargo ese lenguaje no
pretende anunciar un futuro: no se dicen esas cosas porque vayan a pasar, sino para evitar que
pasen. Y nadie negará hoy que nuestro mundo está seriamente amenazado por calamidades de ese
tipo (catástrofes nucleares, desastres ecológicos, desesperación de los hambrientos...), las cuales
no han de ocurrir necesariamente pero, si se produjeran, serían fruto de la no conversión de los
hombres al Reinado de Dios. En este sentido hay que añadir que la llamada ->teología de la
liberación (que ha recuperado dimensiones fundamentales del mensaje cristiano, pero que ha sido
rechazada y calumniada por muchos sectores instalados del cristianismo burgués), tiene hoy ante sí
la tarea nueva de pasar de un lenguaje liberacionista a una nueva reflexión apocalíptica.
IV. SISTEMATIZACIÓN. Esto es más o menos el cristianismo: el amor al hermano, que deja de ser un
mandamiento moral para convertirse en experiencia teologal y, por eso, con dimensiones
universales y como realizador de todos los mandamientos morales. Ahora, antes de pasar a una
rápida exposición de la trayectoria histórica del cristianismo, permítaseme resumir lo dicho en un
par de observaciones.
1. El centro de nuestra exposición ha sido Jesucristo: pero él nos ha llevado a decir una palabra
sobre Dios (en la cual han ido apareciendo espontáneamente el Padre, el Hijo y el Espíritu), y nos
ha llevado también a decir una palabra sobre la Iglesia, una palabra sobre el hombre y la historia (y
sobre el fin de la historia), y también sobre la relación, celebrativa más que cúltica, de la -
>comunidad cristiana con el Dios al que espera. Cristología, ->Trinidad, eclesiología, antropología,
escatología y sacramentología son, por eso, los tratados fundamentales en cualquier exposición
amplia del cristianismo. Si seguimos ese hilo conductor podríamos condensar la fe cristiana en el
siguiente credo o símbolo. (Aclarando primero que sím-bolo es la primera denominación que se dio
a los credos cristianos, y significa algo así como resumen, composición, conjunto, síntesis; en
oposición a lo dia-bólico: lo que está dividido, desintegrado). Este podría ser, pues, el símbolo a que
nos lleva lo expuesto, y que expondremos con referencias al credo clásico:
a) Todo cuanto existe procede de Dios: no de una manera productiva y preestablecida -como las
obras del hombre-, sino de una manera autónoma, creadora y que culmina en la ->libertad humana
(creo en Dios Padre... creador de cielo y tierra).
b) Dios es Donación de sí y Autocomunicación. Por eso, a pesar del mal (por nosotros y por nuestra
salvación), todo cuanto existe está recapitulado en esa Autocomunicación de Dios (su único Hijo) y
es movido por el Viento de Dios que intenta configurarlo todo de acuerdo con el ->Ser de Dios (El
Espíritu... Señor y dador de vida).
c) De ahí se sigue que el destino de esta historia y de la vida humana es la entrada en la ->Vida
misma del Dios eterno (la vida del mundo futuro).
d) Se sigue también que Dios es Comunión absoluta: no simplemente poder absoluto o sujeto
absoluto. Y esa fe en el Amor ->absoluto es también el contenido de toda fe humana verdadera
(Creo en Dios, Padre..., Hijo... y Espíritu Santo).
e) Se sigue, finalmente, que la vida del hombre en esta tierra está marcada por estos tres rasgos:
-Por la vida humana de Jesús (fue concebido, nació, padeció, murió en fechas y lugares bien
concretos), que le llevó a ser resucitado por el Padre y a enviar el Espíritu, y que da a toda vida
humana una dimensión teologal y teofánica (está sentado a la derecha del Padre).
-Por la intrínseca comunitariedad de la fe en ese Dios, y de todo lo humanamente valioso (creo que
existe la Iglesia, creo en la comunión de los santos).
-Por diversas señales anticipadoras de ese Futuro absoluto (bautismo, perdón de los pecados).
2. Eso sería el cristianismo hacia dentro. Hacia fuera cabría decir también que lo que queda de esta
exposición, como precipitado del hecho cristiano, son casi las mismas palabras con las que K. Marx
resumió su crítica a la religión: «El imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en
que el hombre sea una esencia humillada, esclavizada, abandonada y despreciable, relaciones que
no pueden describirse mejor que con la exclamación de un francés cuando se proyectaba crear un
impuesto sobre los perros: "¡Pobres perros!, quieren tratarlos como a seres humanos"»1. La única
y radical diferencia es que, en el cristianismo, no se trata de un mero imperativo categórico sino de
una "Gracia que (por respetar la libertad del hombre) es a la vez tarea. Porque tampoco se funda
en que «el hombre es el ser supremo para el hombre» sino en que Dios (único ser Supremo) es
Amor y es un Dios de los hombres.
V. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. Sólo después de la exposición anterior es posible echar una ojeada
rápida a la presencia del hecho cristiano en la historia humana. Y todavía, esa mirada deberá ir
precedida por el juicio global de N. Berdiaeff: «No está en tela de juicio la dignidad del cristianismo
sino la indignidad de los cristianos». La historia del cristianismo tiene cierta semejanza con el
esquema de la historia del pueblo de Israel, tal como puede ser captado en el Antiguo Testamento.
En nuestra exposición vamos a seguir de lejos ese mismo esquema.
2. Es por ello comprensible que el llamado giro constantiniano, por el que el cristianismo pasaba de
ser perseguido por el poder, a ser preferido por él, fuese leído por la Iglesia de la época como la
llegada del reinado de Dios. Era un descanso imprescindible, aunque pronto hizo ver sus peligros: el
cristianismo pasó de ser proscrito por la ley a propagado mediante la ley, y de ser levadura a ser
privilegiado. Es significativo que, precisamente en estos momentos, aparezcan los primeros
movimientos intraeclesiales de protesta que, al ser inevitablemente asimilados, irán dando lugar a
lo que luego se llamó la vida religiosa. No obstante, tanto la vitalidad todavía intacta del joven
cristianismo, como la evolución posterior de la historia europea con la oscura noche que siguió a la
caída del imperio romano, mantuvieron al cristianismo relativamente incontaminado durante casi
todo el primer milenio, que hoy constituye, en muchas de sus prácticas, un punto de referencia
para todas las Iglesias cristianas.
3. El giro más discutible en la historia del cristianismo tiene lugar prácticamente a fines del primer
milenio, con lo que se llamó el poder temporal de los papas y la restauración del antiguo imperio en
la persona de Carlomagno. Un giro que puede ser equiparado a la aparición de la monarquía en el
pueblo de Israel, con sus mismas ventajas a corto plazo y sus mismas facturas a largo plazo: la
Iglesia creyó que podía ser como los demás pueblos (cf 1Sam 8,5) y que tenía derecho al poder para
evangelizar al mundo (llegando incluso a la falsificación de la llamada donación constantiniana para
justificar ese poder político de los papas).
4. La primera consecuencia de este giro fue la corrupción personal por el poder en lo que suele
llamarse siglo de hierro, a fines del primer milenio, que marca la época más oscura de la historia
cristiana. La Iglesia sólo logró superar ese profundo bache a nivel de conductas personales, pero no
de reforma estructural: más aún, para emprender esa reforma de conductas personales fue
necesaria una mayor estructura de poder que acabó en un totalitarismo del papado (Dictatus
papae) y llevó a la primera gran división de las Iglesias en el siglo XI, de modo semejante a como se
dividió la monarquía de Israel.
6. El concilio de Trento, como respuesta a la reforma luterana fue, en algún sentido, el concilio del
miedo. Es innegable que realizó una reforma profunda y valiente de la Iglesia. Pero quizás era una
reforma más hecha para evitar la reforma luterana, que para cumplir la voluntad de Dios: los papas
reformaron sus conductas personales, pero no su estructura de poder. Y la Iglesia se reformó quizá
más para sobrevivir que para evangelizar: la condena de las grandes experiencias evangelizadoras
de los siglos XVII-XVIII (Paraguay, China, India), por la misma autoridad eclesiástica que permitía el
tráfico de esclavos, y mientras los papas se dedicaban a ser más soberanos temporales que otra
cosa, parecen confirmar este juicio. En este sentido no es inexacto el nombre de contrarreforma
dado a la reforma tridentina. Es una época similar a aquella en que Israel fue anatematizando a sus
mejores profetas. Se comprende así que uno de los historiadores más fieles a la Iglesia (Daniel
Rops) se pregunte por qué en estos siglos los papas «han tenido que concebir su papel de un modo
que la época ya no aceptaba, empeñándose en seguir siendo unos príncipes italianos, con su
influencia en las combinaciones políticas y el fausto con que rodearon su gobierno, como si sus
obligaciones materiales fuesen más importantes que las espirituales»2.
7. Por eso, la ->Modernidad nacerá fuera de la matriz cristiana, y la Iglesia sólo sabrá condenarla
nada más nacer, en lugar de inculturarse en ella para poder cristianizarla, como había hecho
antaño con el mundo griego. Y esa modernidad que nacía de semillas cristianas (aunque gestada
fuera de la matriz eclesial) crecerá totalmente contra la Iglesia, e intentará llevarla al exilio y a la
cautividad, como la del pueblo escogido en Babilonia. El cristianismo histórico no tuvo la fina
percepción de los hombres del Antiguo Testamento para reconocer en esta hostilidad el juicio de
Dios, que es capaz de realizar su año sabático valiéndose de hombres como Nabucodonosor (cf Jer
21 y 27,5-6): cuando se le quitaron por fin los estados pontificios, eso podía ser fruto de una mala
intención anticristiana, pero era también el medio de que podía valerse Dios para purificar a su
Iglesia. Papas posteriores lo han reconocido así, pero el papa del momento no supo reconocerlo:
compensó con mayor centralización y mitificación espiritual la pérdida de poder terreno. Y aún
conservó el título de Jefe de Estado que, aunque simbólico, es cierto, mantiene hoy a la Iglesia
oficial sentada a la mesa de los poderosos de la tierra, cuando ella nació para compartir como Jesús
la suerte de los ->pobres.
8. El significado histórico del Vaticano II, ya en el siglo XX, puede compararse al regreso de Israel
del exilio («cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar»: Sal 126,1). Por algo se
habló de él como el final de la contrarreforma. Y esta panorámica debe detenerse aquí: después
del Vaticano II ha vuelto a surgir el miedo (provocado quizás por algunas insensateces milenaristas,
comprensibles tras tantos siglos de espera), pero han surgido también infinidad de semillas que
vuelven el cristianismo hacia la misericordia histórica, a través de una experiencia del Espíritu de
Dios presente en el diálogo, en el servicio y en la promoción de la justicia. El cristianismo del futuro
se encontrará ante una doble opción: o una estrategia de supervivencia defensivo-agresiva, que
acabará poniendo «la luz bajo el celemín» (Mt 5,15), aunque pueda tranquilizarse la conciencia
colocando ese celemín ante las cámaras de la televisión. O escuchar la llamada de su Señor,
«aprendiendo lo que significa misericordia quiero y no sacrificio», y encontrando al Dios de Jesús
en el amor a los pobres (como sacramento del amor a todos los hombres), y haciéndole así
presente en la historia. Porque el cristianismo no nació para defender a Dios, sino para hacerle
presente entre los hombres, evitando así las falsificaciones que los hombres tienden a hacer de
Dios.
9. Nota final. A pesar de su extensión, esta voz del Diccionario no es una visión histórica del
cristianismo, sino de lo que sociológicamente podría ser llamado cristianismo oficial o cristianismo
institucional. La verdadera historia del cristianismo transcurre como una corriente subterránea por
debajo de ese armazón visible, y está hecha por los santos (reconocidos unas veces y anónimos las
más); ellos, y no las autoridades oficiales, son ante Dios los verdaderos representantes de la Iglesia.
Ello es así porque el problema que suscita verdaderamente el cristianismo y la pregunta más seria
contra él es la que formuló el Gran Inquisidor de Dostoievski: si no exige demasiado al hombre,
precisamente porque también le promete demasiado. Esta es una pregunta muy seria, aunque
pueda ser también la garantía de que el cristianismo remite al hombre a Dios, pero no a un Dios
hecho por sus manos.
VER: AGNOSTICISMO, ATEÍSMO, DIOS, FRATERNIDAD, JUDAÍSMO, PERSONALISMO, RELACIÓN Y PERSONA, TRINIDAD.
BIBL.: AA.VV, Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; BOFF L., Jesucristo y
la liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1981; GONZÁLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva.
Ensayo de cristología, 2 vols., Sal Terrae, Santander 1979 4; ID, El factor cristiano, Verbo Divino,
Estella 1994; ID, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, Trotta,
Madrid 1991; ID, Acceso a Jesús, Sígueme, Salamanca 1991'; KÜNG H., Ser cristiano, Cristiandad,
Madrid 1977; MARTÍNEZ GORDO J., Dios amor asimétrico, DDB, Bilbao 1993; METZ J. B., La fe en la
historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979; MOLTMANN J., El Dios crucificado, Sígueme,
Salamanca 1975; PENNA R., Un cristianismo posible. Pablo de Tarso, San Pablo, Madrid 1993;
RAHNER K., Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979; SEGUNDO J. L., ¿Qué mundo?,
¿qué hombre?, ¿qué Dios?, Sal Terrae, Santander 1993; SOBRINO J., Jesucristo libertador, Trotta,
Madrid 1991; TILLARD J. M. R., Carne de la Iglesia, carne de Cristo, Sígueme, Salamanca 1994.
J. I. González Faus
CUERPO
(CORPOREIDAD-CORPORALIDAD)
DicPC
La inspiración última del personalismo hunde sus raíces en la antropología cristiana, que trajo
consigo una nueva imagen de Dios y del ->hombre. Para el pensamiento y la sensibilidad del mundo
griego, la aparición de los elementos que configuran el pensamiento cristiano supusieron una
verdadera revolución. Algunos de dichos elementos son los siguientes: La individualidad humana es
un todo indisoluble, cuya raíz está en el alma racional. El hombre no está sometido al destino, sino
bajo un Dios que es él mismo personal, ha dado su persona para cambiar el curso de la historia
humana, y propone a cada persona una relación personal basada en la intimidad, el diálogo y la
libertad. Es, pues, el hombre un ser libre y es un ser encarnado, que se encuentra a medio camino
entre el cielo y la tierra, entre la carne y el espíritu. La encarnación, el compromiso del ser humano
en las estructuras del mundo, le lanza a salir de sí mismo y a presentarse como un ser que no está
solo, que se hace en comunidad y en diálogo. En el problema que nos ocupa es de destacar un
doble aspecto de la asunción del cristianismo por la filosofía. De un lado, los Padres de la Iglesia
adoptaron la filosofía platónica y neoplatónica para su especulación sobre el problema del hombre,
heredando así la noción de cuerpo, y en sentido amplio de materia o de lo sensible, que seguirá
siendo fuente de impureza y algo no propiamente humano. De otro lado, el mundo entero y todos
los entes que lo constituyen son fruto de la creación amorosa de Dios y, por ello, merecen una
consideración positiva: aquello que proceda de Dios no puede ser radicalmente malo.
Desde el siglo XIII, la tradición cristiana se ha mantenido fundamentalmente fiel al esfuerzo por
cristianizar el aristotelismo, llevado a cabo por santo Tomás en su obra, y dentro de ella, a la
concepción del alma humana como forma substancial de la realidad corporal del hombre: anima
forma corporis. Corrigiendo o completando la teología medieval anterior a él, santo Tomás trató de
resolver tales problemas mediante una metafísica y una antropología cristianas, pero de inspiración
auténticamente aristotélica. Algunos puntos esenciales de dicha filosofía son: que el alma es forma
substancial del cuerpo y sólo animando el cuerpo puede el alma realizar lo que esencialmente es;
que lo que llamamos cuerpo es la materia informada por el alma, no preexiste a esta y sin ella no
hay verdaderamente cuerpo, sino materia; que, del mismo modo, tampoco el alma preexiste al
cuerpo, pero sí es incorruptible y puede existir más allá de la muerte; lo más importante, que el
alma no es hombre ni persona, que sin el cuerpo no hay persona humana. La antropología tomista,
culminación de la medieval, constituye una clara superación del dualismo anterior a ella y en el que
incurrirán más adelante los representantes de la modernidad filosófica.
En el siglo XVII Descartes establece la neta separación entre dos substancias autosuficientes y
autónomas: la res cogitans y la res extensa. La distancia entre substancia pensante (la más
propiamente humana) y substancia extensa es insalvable y ha tenido grandes y prolongadas
consecuencias en la antropología filosófica, donde el intento por coordinarlas ha hecho nacer
desde el ocasionalismo malebranchiano y la doctrina de la armonía preestablecida hasta
desembocar en el análisis humeano de la causalidad y el sistema categorial de Kant. Se ha oscilado
entre el monismo espiritualista y el igualmente reduccionista monismo materialista, desde la
psicología racional para la que el cuerpo es un instrumento del espíritu, a la psicología empírica que
ha sostenido la tesis del paralelismo y, en última instancia, el epifenomenismo que niega toda
eficacia a los hechos de conciencia.
Con el comienzo de la ->fenomenología y sus descripciones del estar en el mundo del ser humano,
se ha recuperado el singular status que ocupa el cuerpo en el análisis filosófico de la realidad y del
existir humano. Son especialmente interesantes las aportaciones de Sartre y Heidegger (si bien
dejan de lado cualquier apertura a la trascendencia y niegan la condición de persona del ser
humano), así como los finísimos análisis de Merleau-Ponty. El primer filósofo que llevó a
consideración filosófica el tema del cuerpo en términos de vivencia subjetiva fue el francés G.
Marcel (1889-1973), analizando, desde este enfoque, «esa especie de invasión irresistible de mi
cuerpo sobre mí mismo que es el fundamento de mi condición de hombre y de criatura». Desde
entonces se inició un nuevo modo de acercarse al problema de gran fecundidad y aún por ahondar.
La experiencia del propio cuerpo, experiencia que se da ante todo como un sentir, es la de una
indistinción entre cuerpo y yo. No cabe verlos en una relación de interacción o como sede o serie
de procesos paralelos porque «decir mi cuerpo... es colocar entre el yo, cualquiera que s ea su
significación exacta, y mi cuerpo, cierta intimidad que no tendría cabida en el esquema
paralelista»1. De dicha intimidad tengo experiencia, una experiencia radical; no es una afirmación
teórica refutable mediante una argumentación distinta. Frente a la tesis paralelista sólo cabe
oponer una fórmula negativa: no tiene sentido ni es verdad que yo sea algo distinto de mi cuerpo.
Distinguir, identificar, etc. son operaciones comprensibles dentro del campo de la lógica y que
pueden realizarse en relación a objetos; pero precisamente el cuerpo, en tanto que mi cuerpo, el
cuerpo que vivimos, no es un objeto situado ante mí, no es un objeto entre otros objetos. Si no
puedo considerar mi cuerpo como un objeto, quizá pueda considerarlo como un instrumento del
que me sirvo para percibir el mundo, recuperando así la noción aristotélica de cuerpo. Sin
embargo, los instrumentos son sólo recursos para acrecentar alguna facultad o poder que quien los
utiliza ya posee, como ocurre cuando se utiliza un martillo o unas gafas; estos son potencias que
posee un cuerpo orgánico. Así, si mi cuerpo fuese un instrumento, sólo podría prolongar las
potencias o poderes de otro cuerpo, de manera que según esta tesis, el alma o el yo quedan
convertidos en cuerpo. Se trata, además, de un argumento que remite al infinito: de ser mi cuerpo
un instrumento, lo sería porque amplía los poderes de otro cuerpo, a su vez instrumento de un
tercero, y así sucesivamente. Además, instrumento es algo exterior a mí, un aparato que se
contempla desde fuera y carente de significación personal. No es este el caso del propio cuerpo, en
palabras de Marcel: «En la conciencia que yo tengo de mi cuerpo, de mis relaciones con mi cuerpo,
hay algo que esta afirmación (yo me sirvo de mi cuerpo como de un instrumento) no revela; de ahí
surge esta protesta, casi imposible de reprimir: yo no me sirvo de mi cuerpo, yo soy mi cuerpo». De
igual modo no puedo afirmar que mi cuerpo es algo que poseo, como si fuese un objeto
independiente de mí mismo, sino que mi cuerpo es la condición de posibilidad misma de toda
posesión. Sólo un ser corporal puede poseer algo en el sentido corriente de esta relación de
poseer, dado que poseer es disponer de algo, tener poder sobre ello, de manera que supone la
mediación necesaria del cuerpo. Surge aquí la necesidad de valorar el aserto husserliano: «El único
objeto en el cual mando y gobierno de manera inmediata es mi cuerpo». En tal inmediatez reside,
según Marcel, un matiz peculiar de la posesión del cuerpo, hasta tal punto que no puede definirse
propiamente como posesión el vínculo que me une a mi cuerpo. «Mi cuerpo es mío en tanto no lo
contemplo, en tanto no coloco entre él y yo un intervalo, en tanto no es objeto para mí, sino que
soy mi cuerpo»2.
Todas las contradicciones en las que filosofía y psicología han caído se evitan si, en lugar de
considerar el cuerpo como aparato meramente material, nos colocamos en la perspectiva del
cuerpo vivido. Dicha posibilidad se abre si consideramos la sensación no como un mero recibir
pasivo, sino como una participación. Experimentar es entonces convertirse de algún modo en la
cosa sentida. Podría expresarse igualmente en términos de intencionalidad: lo importante es ver
que la participación reside en un acoger activo, en un dominio determinado, y que, por ser activo,
supone siempre un yo, un para-sí. Así, el hecho de ser un ser encamado se constituye en un
indudable existencial, lo que existe es un yo encarnado en un cuerpo y manifiesto al mundo. Dicha
encarnación no es, propiamente hablando, un hecho, sino el dato a partir del cual es posible
cualquier hecho. Toda existencia se constituye para mí sobre el tipo y la prolongación de la
existencia de mi cuerpo. El punto de vista existencial sobre la realidad no parece poder ser otro
más que el de una personalidad encamada. Si pudiéramos imaginar un entendimiento puro (sin
cuerpo) deberíamos concluir que para tal entendimiento no existe la posibilidad de considerar las
cosas como existentes o no existentes. En definitiva, el hombre está inmerso en el mundo a través
del cuerpo. Mi cuerpo, el que yo vivo, es el punto de partida con relación al cual se ordenan las
cosas, los existentes. No podemos ya hablar de dualismo alma-cuerpo, es más, es preferible hablar
de corporalidad, de carácter corporal del hombre, o del hombre como espíritu encarnado, antes
que de cuerpo, pues así nos acercamos más a una comprensión unitaria de la persona. Mounier
sostenía que «no puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo». Y afirmaba: «Yo soy persona desde mi
existencia más elemental; lejos de despersonalizarme mi existencia encarnada es un factor esencial
de mi ser personal»'. Ser persona es realizar, a través del cuerpo y en unión con el mundo, un
destino, un proyecto fundamental de vida. Porque soy mi cuerpo aparezco ante los demás, soy
presencia para otros, tengo un rostro. Asimismo, la existencia de lo otro, de los otros, se me da en
la experiencia de la encarnación, por ella accedo al dolor e incluso comprendo la muerte. La forma
de ser-en-el mundo viene definida por la corporalidad; a través de mi cuerpo me abro al otro, al
mundo, y es aquí donde tiene cabida mi libertad y mi amor. En mi compromiso con el mundo
siempre puedo fallar, caer en la tentación de considerar mi cuerpo, y con él todo lo demás, como
meros objetos, como meras funciones y, al hacerlo, negar las presencias que se me ofrecen en el
ámbito del ser. «Cuanto más ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón
umbilical que las liga a mi existencia, tanto más afirmaré la independencia del mundo respecto de
mí, su radical indiferencia a mi destino, a mis fines propios, tanto más este mundo se convertirá en
espectáculo sentido como ilusorio, un inmenso filme documental ofrecido a mi curiosidad».
III. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS. ¿Cómo debemos, pues, tratar nuestro cuerpo, tanto en la
reflexión como en nuestro quehacer cotidiano? En primer lugar no podemos reducir el cuerpo,
inicialmente el propio, y consecuentemente el ajeno, a mero objeto. Si así procedemos, le
restamos toda dignidad, deja de ser el acceso al mundo y al otro, que nos presenta en relación de
libertad con el mundo y con los otros. La existencia de los otros se me da en la experiencia de la
encarnación: la forma de ser-en-el-mundo, decíamos, viene definida por la corporalidad, siendo el
cuerpo el órgano de apertura del sujeto a todo lo que es. Porque el hombre es cuerpo, vive
relacionado con los otros, en comunión con ellos. Además, es preciso recuperar y vivir la noción de
dignidad del cuerpo, en tanto que mío y en tanto que de otra ->persona. Pero al hacerlo, no
caigamos bajo la tiranía del cuerpo, riesgo siempre abierto si decido rendir culto a esa bella o
fuerte o placentera realidad material que me acompaña, y que es un cuerpo (pero de la que me
distancio y dejo de considerar como mi cuerpo). El cuerpo es el lugar del placer, pero también del
dolor, del sufrimiento, del amor, de la fidelidad y la esperanza, experiencias estas últimas que me
muestran a mí mismo como un ser abierto al otro. Por ello, todos hemos sentido la tentación de
cerrarnos en el culto a nuestro pedacito de carne, de dedicarnos a cultivar nuestro pequeño jardín
de Epicuro; sin embargo, para lograr una vida personal abierta a la trascendencia, al tú, al otro,
debemos abandonar ese cómodo, y a menudo vacío, bienestar que logramos al cerramos sobre
nosotros.
NOTAS: 1 G. MARCEL, El misterio del ser, 96. - 2 ID, 121. - 3 E. MOUNIER, El personalismo, en Obras
completas III, Sígueme, Salamanca 1990, 469.
BIBL.: AISENSON KOGAN A., Cuerpo y persona. Filosofía y Psicología del cuerpo vivido, FCE, México
1981; LAÍN ENTRALGO P., Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid 1992; MARCEL G., Ser y tener,
Caparrós, Madrid 1995; ID, Filosofía concreta, Revista de Occidente, Madrid 1947; ID, El misterio
del ser, Sudamericana, Buenos Aires 1953; MERLEAUPONTY M., Fenomenología de la percepción,
Península, Barcelona 19943; RUIZ DE LA PEÑA J. L., Imagen de Dios. Antropología teológica
fundamental, Sal Terrae, Santander 1988; ZANER R. M., The problem of Embodiment, La Haya, M.
Nijhoff 1964.
A. M. Sánchez López
CULPA E INOCENCIA
DicPC
1. CULPA. Culpa y culpabilidad son conceptos que pueden ser referidos, en general, a la infracción
de una norma jurídica o de una pauta moral de conducta. En el sentido jurídico, la culpa se basa en
la imputabilidad y tiene como consecuencia la ->responsabilidad de la acción realizada. En el
sentido moral, supone una actitud conscientemente contraria al deber. La culpa como estado
imputado a una persona que ha cometido algo legal o moralmente malo se distingue del
sentimiento de culpabilidad. De hecho, el culpable puede no tener sentimiento de culpa, mientras
que el inocente puede estar abrumado por la carga de una culpabilidad supuesta. Por fin, en el
sentido filosófico, la culpa y la culpabilidad plantean la cuestión de su misma posibilidad: el porqué
de la culpa.
a) La culpa como infracción de un tabú. Esta concepción mecanicista, característica de los pueblos
llamados primitivos, establece una relación directa entre culpa y mal físico, y lleva consigo el miedo
a la cólera vengadora de un dios. Residuos de tal concepción anidan en lo profundo de otras
comprensiones consideradas más evolucionadas. Paul Ricoeur ha estudiado la simbología de la
mancha que contamina desde fuera y el miedo a lo impuro.
c) La culpa como acusación, «autoacusación y autocondenación por la conciencia que vuelve sobre
sí misma» (Ricoeur).
Las fuentes para el análisis del concepto de culpa y de culpabilidad pueden encontrarse en la
tradición de las religiones y de la tragedia clásica y en la tradición del pensamiento racional e
ilustrado.
II. INOCENCIA. El término inocencia designa la ausencia o la exención de falta o culpa. En el ámbito
jurídico, la inocencia es el estado de quien no ha sido declarado culpable. Dos palabras griegas,
ákakos, «sin mal», y ádolos, «sin engaño», expresan el significado del término latino, innocens,
«incapaz de hacer daño». Ákakos es el que no tiene malicia y, por tanto, no engaña. Este término,
utilizado ya por Demóstenes, designa al que no hace daño a nadie de palabra, pensamiento u obra.
Cicerón1 y Agustín2 entendían la inocencia como un estado de la mente que no supone ni hace
daño a nadie. El inocente que «no lleva cuenta del mal» (1Cor 13,67) y cree en la integridad moral
de todas las personas corre el riesgo de engañarse y de ser engañado. No es de extrañar que el
término ákakos, como también el de inocente, admitan una connotación peyorativa en referencia a
una persona excesivamente ingenua y candorosa, carente de toda experiencia de la realidad de la
vida. El término ádolos, supone la ausencia de engaño consciente o de la intención de engañar.
Expresa una cualidad y una gracia consideradas características de la infancia. Los dos términos y
conceptos se refieren principalmente a la simplicidad propia de un niño.
a) El primero se refiere a la incapacidad de cometer mal o pecado. El cristianismo afirma que ello
sólo puede ser dicho de Cristo, carente de todo mal y suma de todo bien.
b) El segundo hace referencia a quien, por debilidad física o simplicidad de mente, no puede o no
sabe hacer daño. Designa un estado negativo: el de quien no conoce la tentación o no ha alcanzado
todavía conciencia de lo que es juzgar y actuar según lo que es bueno y lo que es malo. Tal sería,
según la tradición cristiana, la inocencia de la primera pareja humana, Adán y Eva, imperfectos por
cuanto no habían alcanzado pleno conocimiento del bien y del mal, pero en estado de justicia
original, en el sentido de que se encontraban en el estado de perfección del que eran capaces. No
habían adquirido la perfección del conocimiento ni de la voluntad moral ni, en el plano religioso, de
la santidad (no se ha de confundir inocencia y santidad), pero poseían las cualidades que les
capacitaban para el desarrollo de aquella perfección. La idea de un estado de inocencia antes del
pecado original, idea inseparable de la de caída, responde a la idea cristiana de que el mal no es
algo de naturaleza positiva y ajeno al hombre, sino obra de la propia libertad y voluntad humana.
Próximo a este estado de inocencia del hombre antes del pecado original, es el estado de quien
ignora el mal o no es culpable. El inocente no sólo carece o está libre de culpa, sino que no es
susceptible de culpa, pues en su estado de inocencia la culpabilidad no es posible.
En este sentido, el llamado justo (tsadiq) de los Salmos bíblicos y de la tradición judía confiesa y
declara su inocencia e integridad, e incluso la de su pueblo, y reconoce también de todo corazón la
realidad de su pecado, todo ello mezclado con un profundo sentido de entrega confiada a la
misericordia divina3. El hasid u hombre de Dios es el hombre íntegro que se profesa fiel a la alianza
con su Dios, es consciente de actuar en consecuencia y no confía, sin embargo, en su
autojustificación sino que, a la manera de un niño, pone su confianza en Dios. La inocencia es
siempre, de algún modo, recuperable. La inocencia se manifiesta justamente en la capacidad de
recuperación de sí misma, de la pureza de mente y de una bondad atractiva y contagiosa. Tal es la
personalidad de un hombre o de una mujer de bien, transparente, sin dolo ni engaño. La justicia, y
más todavía la caridad, constituyen la verdadera plasmación de una inocencia adulta. En la
concepción religiosa, la inocencia primordial es proyectada a la plenitud de los tiempos finales
como caridad perfecta. La recuperación de la inocencia está ligada al perdón y, en general, a ritos
de iniciación o de paso. En el Islam, el musulmán que peregrina a la Meca retorna purificado e
inocente como un recién nacido.
La doble proyección de la inocencia al paraíso terrenal de los orígenes míticos y al paraíso celestial
de los tiempos escatológicos trata de expresar un estado ideal de inocencia en el que el hombre es
y se siente libre de todo impulso al mal, no porque estos impulsos no existan, sino porque están
supeditados al pleno dominio de la razón y a una voluntad plenamente libre. La inocencia del
paraíso es el ideal arquetípico de la virtud del redimido, la inocencia recuperada o adquirida más
por un don que por mérito alguno. Las víctimas inocentes de catástrofes naturales como el
terremoto de Lisboa (Voltaire), de las pestes (Camus) o de todas las matanzas de inocentes a lo
largo de la historia, revelan la presencia del mal en el mundo, poniendo a prueba cualquier ensayo
de Teodicea, al tiempo que han suscitado algunos de los textos literarios y religiosos más sublimes
y comprometidos con la historia de los hombres.
NOTAS: 1 Tusc. Disp., III, 8. - 2 Sermones, 178,8. -3 Cf Salmos 25, 32, 51, 86 y 130.
BIBL.: CASTILLA DEL PINO C., La culpa, Revista de Occidente, Madrid 1968; KIERKEGAARD S., Temor
y temblor, Editora Nacional, Madrid 1975; LACROix J., Filosofía de la culpabilidad, Herder,
Barcelona 1980; NIETZSCHE F., El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid 19772; ID, Más allá del
bien y del mal, Alianza, Madrid 19752; RICOEUR P, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1969;
SCHOONENBERG P., Pecado y culpa, en Sacramentum Mundi V, Herder, Barcelona 1974, 347-361;
UNAMUNO M. DE, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid 1980.
J. Trebolle Barrera
CULTURA
DicPC
I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. Bosquejar una biografía del concepto cultura exige irnos muy atrás
en el tiempo, casi al comienzo mismo de nuestra propia historia, donde ya lo encontramos
caracterizando un .mundo, el mundo cultural, frente a otro diferente y opuesto, el mundo de la
naturaleza; universos estos que, a su vez, acotan otros correspondientes estados individuales o
colectivos, el civilizado y el natural, como formas alternativas y posibles de vida. Importante, con
todo, es observar que, si bien entre los extremos de esa dualidad cultura ->naturaleza a veces
media una separación y a veces una armonía, lo que, en cambio, constituye el verdadero problema
es la búsqueda, por parte del hombre, de la paz de la vida natural frente al desasosiego de su
contrapunto, la vida civilizada que, con su artificiosidad, impide al hombre realizarse. En
consecuencia, lo que se dirime en esta tensión es la crítica de un concepto de cultura que,
sobrepasando los márgenes de nuestra naturaleza, en lugar de intentar salvar al hombre, acaba por
oprimirlo o cercenarlo.
Los latinos aplicaron el término de Fultura (de tolere) a las labores agrícolas, término que, con el
correr de los años y dada la similitud entre aquellas tareas y las propias del desarrollo del espíritu,
acabará significando la mejora y perfeccionamiento humanos. Este modo de entender nuestro
concepto, como cultivo humano, constituye uno de los dos significados que históricamente se han
dado de cultura; el otro surgirá al considerarla como el resultado de aquel cultivo.
La cultura como cultivo personal alude a la formación individual en aquello que el hombre es y
debe ser, asumiendo distintas formas, según las épocas. Así, dicho de manera sintética, el
momento clásico entiende la cultura como un proceso de instrucción, gracias al cual la nat uraleza
humana alcanza el ideal contemplativo al que la misma de suyo tiende; el medieval, en cambio,
cifra la cultura, contemplativa también, en la educación de los deberes religiosos y la preparación
del hombre para su salvación eterna; el moderno considera como cultura ese modo, a través del
cual el hombre puede llegar a vivir de la mejor manera en este su mundo, lo que conduce a colocar
la actividad o trabajo junto a los aspectos contemplativos; para el momento ilustradoromántico, la
cultura aparece ya no sólo como un patrimonio universal humano, sino también como un
conocimiento general o enciclopédico del saber; y, finalmente, en nuestro siglo XX, la cultura
bascula entre una multiplicación y una especificación de saberes, la competencia especializada y
una restricción de conocimientos generales; o, lo que es igual, entre el uso profesional de
conocimientos pragmáticos y el cultivo integral de nuestra naturaleza.
La reflexión rigurosa sobre el tema comenzará, empero, en el siglo XVIII de la mano de la t eoría de
la cultura. Para esta los objetivos culturales vienen a ser transformaciones del espíritu, que no
exigen necesariamente su representación física, como sucede, por ejemplo, con los mitos y
leyendas, haciendo con ello posible una consideración de la cultura, entendida como el resultado
del cultivo humano, esto es, de sus concretos pensar, hacer y vivir. Nuevo significado que
competirá con el de civilización en el ámbito de las sociedades humanas (Herder), aplicando luego
ambos conceptos a la organización de los pueblos y al conjunto de las costumbres. Sin embargo, al
intentar distinguirlos observamos notorias contradicciones, como sucede en los casos de Humbolt,
Spengler y Weber entre sí, pues mientras el primero aplica el término cultura a las actividades
tecnoeconómicas y el de civilización a lo espiritual, el segundo asevera que civilización es la fase
final, no creativa, de la cultura, y el tercero identifica civilización con lo material y cultura con lo
espiritual.
Actualmente los sociólogos y, sobre todo, los antropólogos no se refieren con el término cultura
tanto al logro de la excelencia de nuestra naturaleza individual cuanto a los aspectos comunes que
asumen determinadas formas del comportamiento humano, pues así como los animales se atienen
en su actuar a idénticas pautas, los grupos humanos, por el contrario, presentan una gran
diversidad de conductas. Nada tiene, por eso, de extraño el que se piense que «la biografía del
concepto cultura está simbióticamente unida a la génesis y desarrollo de la ciencia antropológica»
(T. Calvo).
Claro que, si bien para los antropólogos es indiscutible la centralidad de la cultura como objeto de
su ciencia, no se ponen de acuerdo respecto al significado de la misma. Memorable es la definición
de cultura que en 1871 dio E. B. Tylor -identificando cultura con civilización-: «...aquel complejo
que incluye conocimientos, ciencias, arte, ley, moral, costumbres y cualquier capacidad y hábito
adquirido por el hombre, como miembro de la sociedad». Pero pasa del centenar y medio el
número de las definiciones de cultura de que hoy disponemos; una dispersión que cabe ordenar
distribuyendo las mismas según pertenezcan a alguna de estas dos orientaciones: la mentalista
(para la que lo propio de la cultura está en las creencias y significados) y la materialista (que
atiende al desarrollo de los objetos en el progreso humano).
Una historia, pues, de los distintos conceptos de cultura se solapa con una historia de la
antropología. Hitos de ambas historias serían éstos:
b) Atención a las culturas individuales, explicando sus similitudes culturales mediante los procesos
históricos de difusión (Difusionismo).
c) Consideración de las culturas como totalidades orgánicas, es decir, como sistemas sociales de
elementos inseparables e interconectados, cuyo estudio sincrónico permite observar el
funcionamiento real de las mismas (Funcionalismo).
d) Lo esencial de la cultura son las estructuras mentales que subyacen a lo que podríamos llamar
estructura social visible: objetos, costumbres, instituciones y creencias (Estructuralismo y, en
particular, C. LéviStrauss).
Partiendo de los dos siguientes modos de entender la cultura, a saber, como «un sistema de
comportamiento que comparten los miembros de una sociedad» (Horton-Hunt), o como «el legado
social que el individuo recibe de su grupo» (Kluckhon), podemos observar, de una parte, la
ocurrencia en dicho concepto de varios estados diferentes de conciencia, en que puede pasarse
desde mi cultura a una nuestra cultura de espectro no amplio, y cerrar con una cultura nacional o
supranacional, compartida ya por numerosos o todos los individuos; y, de otra, a observar una
suerte de estratificación espacio-temporal como delimitadora de las culturas concretas. En tal
sentido constituiría la cultura ese conjunto de presupuestos básicos con los que enjuiciamos el
mundo y nuestro sentido en él, así como también ese conjunto de elementos superes tructurales
como el lenguaje, lo sociopolítico, lo axiológico, lo religioso, lo económico y cuanto, con hechura
humana, forma parte del medio en que vivimos.
La cultura aparece, pues, como algo inseparable de la naturaleza humana, hasta el punto -como
hemos visto- de resultar conformados por ella. Esta conformación se produce a nivel evolutivo y
educacional. A nivel evolutivo, dando lugar a una inflexión que determina la emancipación de lo
biológico, provocando en el hombre no tanto una evolución en términos de individuo, sino de
sociedad (F. Cordón) y a nivel educativo, socializando los procesos biológicos, afectivos y
cognitivos.
La vida del grupo, pues, está determinada por la cultura, por esa manera específica de pensar, de
querer y de sentir que permite luego al individuo responder, tal y como el grupo lo haría, a los más
diversos estímulos y tratar de solucionar sus más graves problemas. Mas es necesario constatar
que no todos los aspectos organizativos de la cultura están a la vista, sino que algunos se hallan
implícitos. Aquellos configurarán la llamada cultura manifiesta, formada por objetos, acciones y
pautas, tales como los tipos de casas, los gestos, el /lenguaje o los principios éticos; y estos la
cultura encubierta, esto es, no observable directamente, como las creencias, los valores, los
miedos, etc., y que, lejos de ser independientes entre sí, suelen formar sistema. De su explicación
pende, pues, la comprensión de las conductas.
Una particular tarea que se autoimpone el ->Personalismo es el estudio de eso que los
antropólogos han llamado cultura ideal -consistente en ese conjunto de ideas que guían la
conciencia de los seres humanos-, debido al influjo que la misma ejerce sobre la conducta y
expectativas de los hombres y las sociedades, al determinar, a veces soterradamente, cómo los
individuos tienen que pensar, hacer o comportarse. No se olvide que el Personalismo surge
precisamente de la toma de conciencia de una situación, a saber, del reconocimiento de que la
civilización occidental ha tocado fondo, pues en ella aparece el hombre como un ser tan
irremisiblemente perdido, que lo insta con urgencia a preguntarse qué es y cómo debe
comportarse como persona. Sin embargo, dicha tarea no es sencilla. De ahí que haya de recurrirse
al estudio de los comportamientos reales -cultura real- de los individuos. De hecho, esto es lo que
hacía Mounier cuando, por ejemplo, reclamaba que era preciso salvar a la ->persona del -
>desorden establecido en que se encontraba, instando a socavar las bases de esos dos sistemas
extremos, el individualismo capitalista y los totalitarismos colectivistas, igualmente parciales y
reprobables.
Habida cuenta, además, de que aquellas normas ideales tienen por fin mantener cohesionado al
grupo y justificar aspectos relevantes del mismo, como su estructuración social, su sistema de
jerarquías, etc., o bien descoyuntarlo para darle una nueva orientación, siempre estaremos ante un
hecho reiteradamente actual y cuyo análisis aparece como impostergable a toda sensibilidad
personalista. Una muestra significativa la tenemos observando con atención las arenas movedizas
de lo ético en la cultura de nuestras sociedades desarrolladas, capaz de primar como valores
fundantes -el dinero, por ejemplo- aspectos arbitrarios, egoístas o simplemente espurios.
III. CONSIDERACIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA. Podemos preguntarnos -y no es, desde luego,
ociosopor la utilidad que el concepto de cultura posee hoy para nosotros. La respuesta no se hace
esperar. Porque si cultura, según hemos visto, consiste en un modo de vida transmitido como
herencia social de un pueblo, está claro que en la misma encontramos los hombres uno de los
mejores medios para entendernos en lo que somos y hacemos. Por eso, tenía razón Kluckhon
cuando la asimilaba a un espejo cuya luna nos facilita una mejor imagen de nosotros mismos y de
nuestro prójimo; en concreto, la unidad esencial de todos los hombres.
Sabemos, por otro lado, que el mundo humano es un mundo social, simbólico e histórico; es válido
decir, cultural, producto nuestro, pese a que el proceso de socialización nos presente sus rasgos
como algo natural y absoluto. En consecuencia, bueno será caer en la cuenta de este hecho, ya que
entonces comprenderemos que no existen prácticas culturales universales, tal y como proclama el
relativismo cultural, sino que todo fenómeno sociocultural únicamente puede entenderse y
valorarse dentro del marco de la cultura que lo genera. Con ello tenemos desbrozado el camino
para el reconocimiento de otras clases de conductas diferentes a la nuestra y buscar -libres de
actitudes xenófobas y racistas-, desde la tolerancia, el modo de relacionarnos con ellas; algo
necesario en un planeta como el nuestro, abarcable ya gracias a los medios de comunicación y
transporte. Resulta, además, por eso mismo, hiriente la connotación peyorativa entrañada en esas
relaciones aparentemente asépticas como "Surte-Norte, Primer mundo-Tercer mundo, Occidente-
Oriente.
Lo dicho antes nos permite hacer todavía una tercera consideración al mostrar el sinsentido que
comporta asumir la propia cultura como una cultura superior a las demás. Desgraciadamente, la
actualidad se encarga a diario de ponernos ante los ojos el doloroso fenómeno del etnocentrismo,
resuelto en todos los casos con una violencia y crueldad inimaginables. Pensemos, por ejemplo, en
las luchas étnicas de los pueblos balcánicos (croatas, serbios y bosnios, entre otros), de Ruanda (los
clanes tutsis y hutus) o las de las poblaciones gitanas y payas.
VER: BURGUESÍA, FILOSOFÍA, IDEALISMO, IDENTIDAD PERSONAL, IDEOLOGÍA, LIBERTAD, MEDIOS DE COMUNICACIÓN
SOCIAL, TRABAJO.
BIBL.: BENEDICT R., El hombre y la cultura. Investigación sobre los orígenes de la civilización
contemporánea, Edhasa, Barcelona 1971; BERGER P L.-LUCKMANN T., La construcción social de la
realidad, Amorrortu, Buenos Aires 1972; KROEBER A. L., El concepto de cultura, Anagrama,
Barcelona 1974; LINTON R., Cultura y personalidad, FCE, México 1976; MALINOWSKI B., Una teoría
científica de la cultura, Edhasa, Barcelona 1972; MUNFORD L., Técnica y civilización, Alianza,
Madrid 1982; SPENGLER O., La decadencia de Occidente, Espasa-Calpe, Madrid 1923; TYLOR E. B.,
La cultura primitiva, Ayuso, Madrid 1975.
M. Sánchez Cuesta
DEBER
DicPC
Vamos a ceñirnos a la acepción moral del término deber que corresponde al inglés ought o al
alemán sollen. En este sentido, el deber moral consiste en una autoobligación, una autolimitación,
cuyo no cumplimiento tiene una sanción interna: el remordimiento de conciencia. Se trata de una
obligación aceptada de modo voluntario y razonado. Intentaremos retomar, desde la filosofía
contemporánea, dos hitos históricos de extrema importancia para nuestro tema: 1) la dificultad,
apuntada por Hume, de pasar del es al debe, y 2) la distinción kantiana entre actuar conforme al
deber o actuar por respeto al deber. Por un lado, vamos a mostrar dos intentos de justificar el paso
del ser al deber en el pensamiento contemporáneo, haciendo referencia a Kohlberg y a Jonas. Por
otro lado, la inspiración kantiana impregna propuestas actuales, como es la ética discursiva que, no
obstante, ya no puede ser considerada, como la kantiana, deontológica en sentido estricto.
Seguidamente mostraremos la diferente postura que toman Cortina y Guisán al distinguir entre
éticas deontológicas y teleológicas (-> teleología). Por último, haremos referencia a los actos que
están más allá del deber exigible moralmente: los actos supererogatorios, según los expone Agnes
Heller.
1. DEL «ES» AL «DEBE». La falacia naturalista consiste en la derivación de enunciados en los que
aparece el verbo debe, a partir de enunciados en los que aparece el verbo es. El autor clásico que
muestra su sorpresa ante este tipo de derivación es Hume1. Del hecho de que las cosas sean de tal
o cual modo no parece concluirse lógicamente que alguien deba hacer esto o lo otro.
Kohlberg demuestra, apoyándose en los datos recogidos sobre respuestas a dilemas morales, que
los hombres, desde la niñez hasta la madurez, pasan por seis etapas del desarrollo moral. La
evolución a través de estas etapas sigue siempre el mismo orden, de menor a mayor, de manera
que, una vez alcanzada una etapa más alta, ya no se puede retroceder. Estas etapas son las mismas
para todos los hombres, independientemente de la cultura, el país o la época histórica a la que
pertenezcan. Partiendo de esta base, Kohlberg afronta el problema de la falacia naturalista2,
haciendo una división de tareas entre dos ciencias: 1) El es lo ofrece la psicología, pues es un hecho
que las etapas del desarrollo moral existen. 2) El debe es la aportación de la filosofía, justificando
por qué es preferible alcanzar etapas superiores en el desarrollo moral. La meta es la etapa 6, en la
cual los sujetos se rigen por principios morales universales. Kohlberg justifica que debemos tender
hacia la etapa 6, con argumentos propios de la filosofía de Kant y el concepto reversibilidad de
Rawls. Hay dos principios básicos en la etapa 6 que expresan obligación moral: 1) Todos los
hombres tienen un valor-en-sí, por ello deben ser tratados como fines y no sólo como medios. 2)
Las pretensiones de todos los hombres deben ser igualmente consideradas.
Jonas supera la famosa brecha entre ser y deber mediante la fundamentación de lo bueno ->bien-
en el ser. El ser de lo bueno tiene en sí la pretensión de venir a la realidad. Esa pretensión se
convierte en un deber tan pronto como existe una voluntad que, a través de la acción, puede traer
lo bueno a la realidad. Con ello la ->axiología se convierte en una parte de la ontología. La
Naturaleza tiene fines, y lo bueno es alcanzar esos fines. Lo malo acontece cuando los fines no son
alcanzados. Preguntarse en primer lugar si los fines son buenos o malos no tiene sentido, pues lo
importante es que lo bueno-en-sí- poseer fines- debe ser. Jonas maneja un concepto de bueno
como independiente de nuestras opiniones o deseos, y por ello lo bueno tiene que ver con el
deber. Así escribe: «Lo independientemente bueno exige convertirse en fin. No se puede obligar a
la voluntad libre a hacerlo su fin, pero se le puede arrancar el reconocimiento de que esa sería su
obligación. Siempre que no se le obedece, se muestra el reconocimiento en el sentimiento de
culpa»3. El problema para Jonas es más bien el paso del deber al querer Por ello nos dice que una
teoría de la responsabilidad -como la que él defiende- está obligada a distinguir dos partes: 1) el
fundamento racional de la obligación de un deber, y 2) el fundamento psicológico de su capacidad
para mover a la voluntad. La primera parte es objetiva y tiene que ver con la razón. La segunda
parte es subjetiva y tiene que ver con los sentimientos.
II. DEBER, FIN Y CONSECUENCIAS. Apel acepta la noción de moral posconvencional expresada por
Kohlberg, y considera que sus dos rasgos son la universalidad y la ->autonomía. Estos dos rasgos
también son propios de la ética kantiana, pero Kant se halla aún inmerso en el solipsismo metódico
de la filosofía de la conciencia, pues no conoce -hecho que le recrimina Apel- ni un concepto de la
intersubjetividad (Tinterpersonalidad) trascendental, ni un concepto de la eticidad realmente
existente, dada con anterioridad al individuo. Apel ha criticado a Kohlberg el incurrir en una ética
de la intención que -como la kantiana- no atiende a las consecuencias. Esto no ocurre en el caso de
Jonas. Para este autor, el imperativo categórico de Kant es abstracto, pues apela a la voluntad de
coincidencia de la razón consigo misma, en un reino hipotético de seres racionales que existen al
mismo tiempo. Según Jonas, lo más importante es que la sucesión de las generaciones en el tiempo
debe continuar Por ello, formula el imperativo categórico así: «Actúa de tal manera que los efectos
de tu acción sean compatibles con la permanencia de verdadera vida humana sobre la tierra» 4.
La parte B de la ética apeliana del discurso se entiende como una ética de la responsabilidad
orientada a la historia, la cual tiene una dimensión teleológica. El télos de Apel -que sirve de
medida para el progreso ético de la humanidad- consiste en la realización, a largo plazo, de las
condiciones de aplicación de la ética del discurso. Esto se logra, en primer lugar, conservando la
comunidad real de comunicación haciendo uso, si es preciso, de la acción estratégica contra la
acción estratégica de los demás y, en segundo lugar, tendiendo, en dicha ,comunidad real, a la
realización de la comunidad ideal de comunicación, donde los conflictos se resuelven a través del
consenso entre los afectados, dialogando en condiciones de simetría. Según Apel, este télos mismo
es un principio regulativo válido universalmente para la acción de cada hombre y, por esto, un
deber incondicional.
Para Habermas, las normas morales -que expresan el deber moral- valen con independencia de su
puesta en vigor, conllevan sanciones internas -como el autorreproche- y definen una situación
metainstitucional. Pero las normas morales, por sí solas, son muy limitadas para regir las acciones
humanas en la realidad. Por ello, precisan complementarse mediante las otras dos dimensiones en
que se estructura la racionalidad práctica: las normas jurídicas y el discurso político. En Habermas,
la realización en la praxis de los principios morales supone acudir a otro tipo de conocimientos no
estrictamente morales -derecho, política, economía, etc-. Estas dimensiones serán racionales si
exigen la participación de todos los afectados por las determinaciones que desde ellas se tomen. El
deber moral básico, en Habermas, consiste en establecer las «condiciones necesarias, pero
generales, para una praxis comunicativa y para un procedimiento de formación discursiva de la
voluntad»7.
Las éticas teleológicas, en cambio, proponen un fin que, en todas ellas -asegura Guisán-, es el
desarrollo y autodespliegue del ser humano, su emancipación y, por consiguiente, su ->felicidad.
Guisán considera superiores las éticas teleológicas o de consecuencias a las deontológicas porque,
según esta autora, las éticas teleológicas garantizan la imposibilidad del estancamiento, el
inmovilismo y el dogmatismo. Sin embargo, como ha apuntado Cortina, este tipo de críticas ya no
son adecuadas para las éticas deontológicas contemporáneas que, como hemos visto en el caso de
la ética del discurso, introducen un télos y tienen en cuenta las consecuencias de las acciones. La
tendencia actual en torno a esta discusión consiste en evitar los extremos y adoptar una postura
conciliadora o híbrida. La propia Guisán nos dice que, en una ética teleológica como es el
utilitarismo, se establecen diferencias entre el utilitarismo del acto y el ->utilitarismo de la regla, y
este último conserva algo de deontologismo kantiano. Guisán llega a afirmar que «la referencia a
principios no ha estado nunca totalmente ausente en las éticas teleológicas» 9.
IV. ACTOS SUPEREROGATORIOS. Los actos supererogatorios son aquellos que están situados por
encima de los deberes generalizables, porque son excesivos, heroicos, propios del santo. Estos
actos están situados más allá del deber merecen nuestra más sincera aprobación por la altura
moral que demuestran, pero no pueden ser moralmente exigidos con carácter universal a todos los
seres racionales.
Agnes Heller se refiere a estos actos diciendo que están situados más allá de la ,justicia, y nos
ofrece algunos ejemplos: «Quien no le vuelve la espalda al injustamente perseguido que busca
cobijo, sino arriesga la libertad, arriesga la vida, para ayudar a esa persona, va más allá de la
justicia. Quien dice lo que piensa, a sabiendas de que, haciéndolo, pone en peligro su trabajo o su
posición social, va más allá de la justicia. Quien da buen consejo en una disputa familiar y se
arriesga a ser odiado por todas las partes en conflicto, va más allá de la justicia»10. Según Heller,
en nuestro mundo presente no es posible ser honrado sin ir, a veces, más allá de la justicia, más
allá de lo exigible moralmente, más allá del deber.
NOTAS: 1 D. HUME, A Treatise of Human Nature, Clarendon Press, Oxford 1975, III, 1, 1. -2 Cf L.
KOHLBERG, From Is to Ought: How to Commit the Naturalistic Fallacy and Get Away with It in the
Study of Moral Development, en The Philosophy of Moral Development: Moral Stages und the Idea
of Justice, 101-189. - 3 H. JONAS, Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethikfür die
technologische Zivilisation, 157. - 4 ID, 36. -5 K. O. APEL, ¿Límites de la ética discursiva?, 235. -6 Cf
ID, Diskurs und Verantwortung. Das Problem des Übergangs zur postkonventionellen Moral, 179-
216. -7 J. HABERMAS, Die neue Unübersichtlichkeit, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1985, 161. -8 A.
CORTINA, Ética sin moral, 95. -9 E. GUISAN, Introducción a la ética, Cátedra, Madrid 1995, 42. -10 A.
HELLER, Beyond Justice, c. 7.
VER: BIEN Y BIEN COMÚN, ÉTICA (FUNDAMENTACIÓN DE LA), ÉTICA (SISTEMAS DE), VALOR, VIRTUD, VOLUNTAD.
BIBL.: APEL K. O., ¿Límites de la ética discursiva?, Epílogo al libro de CORTINA A., Razón
comunicativa y responsabilidad solidaria. Ética ) ,política en K. O. Apel, Sígueme, Salamanca 1985;
ID, Diskurs und Verantwortung. Das Problem des Übergangs zur postkonventionellen Moral,
Suhrkamp, Frankfurt am Main 1988; CORTINA A., Ética sin moral, Tecnos, Madrid 1990; ID, El
quehacer ético. Guía para la educación moral, Aula XXUSantillana, Madrid 1996; GARCÍA MARIA D.,
Ética de la justicia, Tecnos, Madrid 1992; ID, Deber, en CORTINA A. (dir.), Diez palabras claves en
Ética, Verbo Divino, Estella 1994, 71-100; GUISAN E., Introducción a la ética, Cátedra,1 Madrid
1995; HABERMAS J., Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona 1985; ID,
Faktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen
Rechtsstaats, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1992; JONAS H., Das Prinzip Verantwortung. Versuch
einer Ethik für die technologische Zivilisation, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1984; KOHLBERG L.,
The Philosophy of Moral Development: Moral Stages and the Idea of Justice, Harper and Row, San
Francisco 1981; RAWLS J., Teoría de la justicia, FCE, México 1979.
J. C. Siurana Aparisi
DEMOCRACIA
DicPC
La ética en la democracia, por tanto, no resulta ajena o inconciliable con las exigencias más
prácticas de la política, ni siquiera tan sólo un mero presupuesto democrático, sino que viene a
definir el núcleo mismo del ser demócrata y la entraña moral que da sentido a la política. ¿Acaso el
bien común, tantas veces invocado como fin de la política, se reduce exclusiva o principalmente o
un bien material que no afecta a lo espiritual y moral? ¿Pero no se ocupa la política, por ejemplo,
de la educación y la cultura? ¿Pueden los diversos tipos de bien tener un sentido humano si se
desligan de su referencia moral a la liberad? La definición ética de la democracia no representa un
moralismo puritano ni un confesionalismo encubierto, sino una visión más auténticamente humana
de ella, que como concreción eminente de nuestra libertad más íntima no puede ser algo externo o
superficial, ni un simple mecanismo o procedimiento legal. Por encima de todo se es persona
demócrata, se vivencia la democracia, pero no se vivencian unos mecanismos, sino unos valores,
los que precisamente hacen poderosa a toda persona como protagonista de su pueblo y, así, lo
avaloran. Como profundización o dilucidación de un amplio planteamiento antropológico y
humanista, el tronco de la democracia es una moral ciudadana, distinta de las diversas morales
dictatoriales, colectivistas, individualistas o supuestamente formales o procedimentales, las cuales
terminan convergiendo.
Así las cosas, definamos el ser y el valor de la democracia como la vivencia popular de las personas,
centrada en el diálogo, el altruismo y la libertad, en la que se autorrealiza social y popularmente en
su globalidad cualquier persona. La definición ha sido fruto de centrar la democracia en la persona,
la persona en la moral, la moral en la vivencia y la vivencia moral democrática de la persona en el
diálogo, el amor y la libertad populares. Coincide así con el desarrollo histórico de la democracia,
constituyendo un proceso educativo de la humanidad y de sus pueblos. La definición, como
proyección social de la naturaleza humana madura, es la mínima y la máxima de la democracia, la
de lo que somos y de lo que podemos ser, la de lo que es y debe ser la vida democrática. Se trata
de desarrollarnos hacia lo que nuestro ser está llamado.
Esta concepción de la democracia choca hoy especialmente con el procedimiento de autores como
Bobbio y Kelsen, pertenecientes a la corriente formalista, de raigambre kantiana, y contractualista.
La llamada democracia orgánica no es orgánica ni democrática, pues el tejido social democrático
no se amolda a su rígido corporativismo y caudillismo, que desconoce la igualdad y potencia moral
de cada persona. Otra clara tergiversación de la democracia es la marxista democracia popular que
de popular no tiene nada, ya que es una dictadura de partido único. La democracia orgánica y la
democracia popular están suficientemente desenmascaradas, pero la democracia formal de los
procedimentalistas no tanto. Pese a las críticas, sabe presentarse como el menos malo de los
sistemas. Estos formalistas propugnan una democracia aséptica de valores, como simple conjunto
de reglas, procedimientos o instituciones para establecer quién y cómo ha de decidir sobre lo
público con el beneplácito de la mayoría. Pero, contradictoriamente, ellos mismos no dejan de
invocar valores cuando les interesa. Y su supuesto vacío de neutralidad axiológica es aprovechado
para introducir una legislación antidemocrática. Teóricamente, el formalismo es una quimera
impensable, pues cualquier estructura o procedimiento comporta en sí un sentido, un significado, y
se sostiene en función de algo, porque por algo vale. Lo que sí cabe promover es una serie de
valores fundamentales y generales, siendo enjundiosos y humanistas, para que nadie tenga por
qué sentirse excluido. En la práctica el formalismo se ha demostrado inviable, empezando por
casos tan patentes y significativos como el ascenso democrático de Hitler al poder y la victoria en
las urnas de los islamistas argelinos.
Como no hay una democracia orgánica, popular, ni formal, tampoco otras tipologías. La
democracia es una, la profunda vivencia popular de soberanía. Se dialoga o no, se ama o no, se es
libre o no. A partir de ahí, sí hay grados en esa vivencia, siempre perfectible, como su
encauzamiento institucional. Justo en este surge una variedad, según el procedimiento para
organizar la toma de decisiones de interés público. Así tenemos las llamadas democracias
indirectas y directas. No obstante, resulta una distinción más bien académica. Toda auténtica
democracia debe tender a ser lo más directa posible a través de la permanente participación
efectiva de todos en la vida pública. Por otro lado, una pura democracia directa no se ha dado, ni
siquiera en Atenas o Suiza; ni puede darse, porque siempre es necesario delegar una serie de
cargos decisorios o políticos. Además, al acto delegatorio, dentro de unos límites más restringidos
de los habituales del cheque en blanco, representa un acto tan humano como el de otorgarse
confianza entre las personas.
BIBL.: BERTI E., Valor¡ morali e democrazia, Milán 1986; DAHL R. A., La democrazia economica,
Bolonia 1988; DUNN J., Democracia. El viaje inacabado, Tusquets, Barcelona 1995; FISHKIN J.,
Democracia y deliberación, Ariel, Barcelona 1995; LóPEZ P., La definición ética de la democracia y su
fundamentación, Roma 1996; MARITAIN J., Christianity and Democracy, San Francisco 1986;
TocQUEVILLE A. DE, La democracia en América, Aguilar, Madrid 1989; TOURAINE A., Qu est-ce que
la démocratie?, París 1994; VIDAL M., Ética civil y sociedad democrática, DDB, Bilbao 1984;
ZAMBRANO M., Persona y democracia, Anthropos, Barcelona 1988.
P. López López
DEPENDENCIA Y DESARROLLO
DicPC
1. El país dependiente se organiza económicamente al servicio de los intereses del país dominante.
Ello, en unos casos, por la imposición directa de una acción de conquista colonizadora, y en otros,
por la combinación de esos intereses colonialistas -en este caso neocolonialistas- con los de una
oligarquía local, que se constituye así en la pieza intermedia del sistema. Se acaba la posibilidad de
desarrollar la estructura económica preexistente -pobre, pero más o menos armónica- hacia los
niveles más altos. Se destruyen los brotes locales de manufacturación autónoma y se introducen
deformaciones. Frecuentemente, la misma producción de bienes de consumo para la alimentación
es devastada para especializar al país en un producto para la exportación. Se impone un papel
específico en la División Internacional del Trabajo que dirige, en su provecho, el Centro dominante.
Este exporta mayoritariamente productos manufacturados, progresivamente encarecidos, e
importa productos primarios, progresivamente depreciados. Porque en este intercambio lo
determinante, más que el tipo de producto que se exporta o importa, es quién decide los precios
de unos y otros. Y este es el Centro dominante. Las características de los productos de exportación
e importación han variado en los dos siglos largos del sistema. Pero la naturaleza del mismo se
mantiene. Para el país dependiente la determinación externa de su estructuración no se acaba en
lo económico: a su servicio se configuran las formulaciones políticas -más democráticas o más
dictatoriales, según convenga-, y los sistemas sociales y jurídicos. Completándose con una
deformación cultural que llega a la autodenigración de lo propio, a la aspiración, no a ser mejores,
sino a ser otros. Esquizofrenia colectiva que se revela en las pautas de la publicidad, presentadoras
habituales de modelos de belleza, de cánones estéticos, de Norte, con su influjo subliminar que
conduce a asumir la idea de la propia inferioridad, desde el mismo nivel étnico. Ha de añadirse una
observación: el Centro dominante, que pudo ser la Gran Bretaña en una etapa histórica, que pudo
ser también la Europa occidental y los Estados Unidos, que pudo ser para algunos países la URSS y
las naciones socialistas industrializadas, progresivamente va perdiendo su apoyatura geográfica y
nacional concreta, y esta va pasando a manos de las Grandes Corporaciones Transnacionales.
2. La distancia entre los niveles de los países dependientes y de los países dominantes se incrementa
constantemente. Si la distancia entre el PIB por habitante de un país atrasado y el de un país
adelantado podía estimarse de uno a cuatro antes del inicio de la revolución industrial, desde
entonces hasta nuestros días esa distancia se ha convertido en abismo, no ha hecho más que
crecer. El informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas de 1992 decía: «No es de
extrañar que la disparidad del ingreso mundial se haya duplicado durante los tres últimos decenios:
el 20% más rico de la población mundial recibe en la actualidad 150 veces más ingresos que el 20%
más pobre». Los avances industriales y tecnológicos no han servido para mejorar la vida de todos,
sino sólo la de algunos sectores humanos privilegiados. Es necesario concluir que este mundo
insolidario se ha levantado sobre lo que Juan Pablo II ha llamado estructuras de pecado.
Los mecanismos de acumulación internacional de la riqueza actúan en este campo con tanta mayor
virulencia en cuanto que en él no existen -a diferencia del terreno anterior- poderes superiores que
los limiten. Se mueven en un sistema de competencia perfecta, salvo las imperfecciones que el
propio sistema introduce en su servicio. Pueden considerarse entre estos mecanismos:
b) El Servicio de la Deuda externa: Las dificultades de los países dependientes y, con frecuencia, la
inconsciencia de sus gobernantes, han hecho que muchos de ellos acepten empréstitos exteriores
cuantiosos. Pero esos empréstitos hay que pagarlos en un determinado plazo, y mientras tanto
devengan unos determinados intereses anuales. El servicio de la Deuda externa que ambos
factores producen supone cada año una parte más considerable del total que se ingresa por las
exportaciones -en algunos casos, incluso han llegado a superarlo. Muchas veces los intereses son
elevados unilateralmente por el acreedor, haciendo impagable el Servicio de la Deuda. Muchas
veces se recaban nuevos empréstitos para ir pagando los viejos. Pero difícilmente se sale de la
trampa. La cadena se hace cada vez más asfixiante. Y el sacrificio se tiende a repartir desigualmente
entre la población, rebajándose los servicios y atenciones sociales, creándose una Deuda social,
normalmente ignorada. El encadenamiento a los organismos financieros internacionales,
especialmente al FMI (Fondo Monetario Internacional), exige reajustes, imponiendo mayores
cuotas de sacrificio popular. En definitiva, por este Servicio de la Deuda externa se escapa otra
posibilidad de crecimiento en el PIB.
c) Los beneficios de las compañías extranjeras: cantidad también apreciable es la que fluye hacia el
exterior procedente de las compañías extranjeras asentadas en el país dependiente. Sus beneficios,
en proporción mayoritaria, se dirigen al país de procedencia. Si unas empresas han significado,
ciertamente, un empuje en el proceso local, otras han utilizado formas auténticamente
depredadoras. Otro flujo que conduce del país pobre al país rico.
e) Otros mecanismos: Pueden añadirse otros factores, como el pago de royalties, los fletes en el
transporte, la evasión de personal preparado, etc.
Estos flujos negativos coexisten con flujos positivos (nuevos empréstitos, nuevas inversiones,
ayudas de todo tipo, etc). Pero su compresión se queda enormemente corta, es absolutamente
insuficiente. El saldo final es claramente negativo para los países dependientes. Si lo que la suma
de los factores negativos' puede presentar -como en el ejemplo de América Latina- un 6 o un 7%
del posible crecimiento del PIB, lo que puede representar la compensación de los factores positivos
puede significar un 1 o un 2%. El saldo negativo es del 5%. Es decir: de no actuar esos factores, el
PIB podría aumentar cada año en los países dependientes en un 5% más. La velocidad de
duplicación del PIB se aceleraría enormemente.
Podría decirse que los países dependientes ascienden la cuesta del desarrollo económico situados
en una escalera mecánica descendiente: cada año desciende cinco de sus cien escalones. Al que se
une el hecho del fuerte crecimiento demográfico (2, 3 ó más anual), que significa otros escalones
más que han de compensarse para que no descienda el PIB por habitante. Todo lo que no sea un
esfuerzo que supere el 7 u 8% anual es descender en el PIB por habitante. Fidel Castro, en un
cálculo realizado en su discurso del 3 de agosto de 1985, decía: «Aquí se habla de que esa deuda
(externa) está pagada, quién sabe cuántas veces, con lo que nos roban. Sólo el año pasado nos
robaron 20.000 millones por esa vía del intercambio desigual, 10.000 millones por la fuga de
capitales, 37.300 millones de intereses, y de 4.000 a 5.000 por la sobrevaloración del dólar. Son
70.000 millones en un solo año, 70.000 millones saqueados; ingresaron 10.000 de inversiones,
algunos préstamos, y salieron 70.000 millones, que se pueden contabilizar». Al considerar, por su
parte, el flagelo de la inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos, Juan Pablo II
aseguraba en Puebla: «...al analizar más a fondo esa situación, descubrimos que esa pobreza no es
una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas,
aunque haya también otras causas de la miseria». ->'Estado interno en nuestros países que
encuentra, en muchos casos, su origen y apoyo en mecanismos que producen, a nivel
internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres.
3. La distancia entre los salarios de ambas clases de países crecen más intensamente que la
distancia entre los mismos países. Mientras las zonas centrales muestran una distribución del
ingreso que permite a los sectores populares ir elevando sus condiciones de vida, en los países
periféricos el desequilibrio entre sectores ricos y pobres -la injusticia en el reparto de bienes y
servicios- es cada vez más acentuada. Las sociedades dependientes tienden, mucho más que las
desarrolladas, a producir en su seno desigualdades crecientes. Cada vez los sectores más ricos de la
población absorben mayor proporción del PIB, mientras que los sectores más pobres disminuyen
su participación en la riqueza. Esto produce una consecuencia -que bien podría denominarse ley del
bronce del salario colonial (o neocolonial)-: el distanciamiento del poder adquisitivo del salario-hora
del país dominante se produce en forma más intensa que el distanciamiento entre los PIB por
habitante de ambos tipos de países. El poder adquisitivo del salario-hora medio del país
desarrollado cada año significa mayor cantidad de salarioshora medios de los países
subdesarrollados. El distanciamiento en niveles de vida de los trabajadores de ambas zonas crece
constantemente, y con mayor intensidad que el distanciamiento entre las dos clases de países,
medida en PIB por habitante. Se produce una insolidaridad internacional proletaria creciente, por
cuanto el trabajador del país dominante participa progresivamente en la explotación del país
dominado. Contra el viejo ideal del internacionalismo proletario, la reclamación salarial en el
interior del país dominante puede ser atendida sin disminuir la ganancia del capital, obteniendo
más ingresos con una más intensa explotación del proletariado exterior. En el país dominado, el
empobrecimiento -al menos relativo- general del país se hace recaer más intensamente en sus
clases populares, para no afectar a las clases poderosas. La tendencia aparece en todo tiempo,
pero se hace más aguda en épocas de crisis, cuando, según las leyes del mercado, las peores
consecuencias de la misma se echan sobre las espaldas de los sectores más débiles, tanto en la
esfera interna como en la internacional. En América Latina, en la década de los años 80, la renta
por habitante bajó un 10%. ¡Pero el valor del salario medio bajó en un 30%!
NOTAS: 1 Comisión Económica para América Latina y el Caribe, de las Naciones Unidas. - 2 En una
famosa intervención ante la 1ª UNCTAD -Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y
Desarrollo- (Ginebra 1964), Ernesto «Che» Guevara ofreció algunos ejemplos extremos: Ghana
podía comprar en 1955 un determinado tractor con 3.060 kilos de cacao, y en 1960 necesitaba
7.140 kilos. Brasil, en 1955, podía comprar ese mismo tractor con 2.380 kilos de café, y en 1960
necesitaba 4.790 kilos. - 3 Deterioro de la relación de intercambio, Servicio de la Deuda externa,
remesas de beneficios, evasión de capitales, etc. - 4 McNamara, en la UNCTAD de Santiago de Chile
en 1972, decía que había que trabajar en las soluciones, pero que no había que perder el tiempo
buscando las causas, tratando de encontrar al «villano de la función». - 5 Mario Vargas Llosa, en su
radical neoliberalismo, viene considerándola como propia del idiota latinoamericano.
BIBL.: AMIN S., Imperialismo y desarrollo desigual, Fontanella, Barcelona 1976; CARDOso F. H.-
FALETTO E., Dependencia y desarrollo en América Latina, Siglo XXI, México 197824; DEL VALLE C., La
deuda externa de América. Relaciones Norte-Sur Perspectiva ética, Verbo Divino, Estella 1992;
FURTADO C. A., El desarrollo económico: un mito, Siglo XXI, México 19762; GUNDER FRANK A.,
Lumpenburguesía: Lumpen-desarrollo. Dependencia, clase y política en Latinoamérica, Periferia,
Buenos Aires 1973; JUAN PABLO II, Sollicitudo re¡ sociales. Preocupación por los problemas sociales,
San Pablo, Madrid 19934; MUÑOZ H. (ed.), Crisis y desarrollo alternativo en Latinoamérica,
Aconcagua-CERC-ICI, Santiago de Chile 1985; PREBISCH R., Capitalismo periférico. Crisis y
transformación, FCE, México 1981; RODRÍGUEZ O., La teoría del subdesarrollo de la CEPAL, Siglo
XXI, México 19886; ROSTOW W., Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no
comunista, FCE, México 19632.
J. L. Rubio Cordón
DERECHA E IZQUIERDA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN. Comenzaremos con dos citas que nos permitirán situar el tema. La primera es
de Simone Weil: «¿En qué consiste la situación del pueblo? En que hay una clase de hombres que
tienen entre sus manos toda la riqueza que ha creado la humanidad mediante su trabajo, sea en
cuanto a los objetos fabricados, sea en cuanto a los conocimientos; una elite con medios
aplastantes, que dispone con toda naturalidad de la puissance. El resto eran las víctimas del modo
de producción vigente, las masas obreras, ese cuerpo enorme y sombrío (como después diría
Sartre). En este mundo, sólo los seres caídos en el último grado de la humillación, muy por debajo
de la mendicidad, no sólo sin consideración social, sino contemplados por todos como desprovistos
de la primera dignidad humana, la razón, sólo ellos tienen de hecho la posibilidad de decir la
verdad. Todos los demás mienten»1.
La segunda es de Eugenio del Río: «En Occidente, el actual es un período de letargo de las energías
revolucionarias: han caído muchas ilusiones; faltan esperanzas para librar batallas de envergadura;
los movimientos populares constituyen pequeñas parcelas dentro de unas sociedades en las que la
población se encuentra en un estado de extrema atomización y escasa organización; las opciones
políticas subordinadas a los sistemas establecidos parecen ocupar casi todo el terreno visible de la
vida política, mientras que lo realmente alternativo -fuerzas y propuestas de carácter radical-
afirma su presencia con grandes dificultades. Pero, a la vez, esta época difícil, en la que yace
desnaturalizada una izquierda cuya existencia ha marcado un largo período, es también para el
mundo capitalista un tiempo intelectualmente bloqueado, sin capacidad para generar perspectivas
estimulantes; un tiempo en el que no se anuncia la marcha hacia una sociedad mejor sino, como
mucho, la permanencia en lo ya adquirido, visto como punto de llegada o final de la historia. Es una
época en la que no pueden dejar de nutrirse, casi siempre subterráneamente, una cólera sorda por
tanta infelicidad acumulada en las metrópolis occidentales, un hondo malestar por tantas ansias de
realización insatisfechas, una rabia contenida frente a la arrogancia del capitalismo y de sus
servidores. ¿Acertaremos a percibir estas corrientes de fondo? ¿Y a conectar con ellas,
convirtiéndose en fuerza social activa? Comprender el signo de los momentos que vivimos, en
todos sus aspectos variados y contrapuestos, es imprescindible para no confundir el rumbo. Esta
época, asimismo, puede ser fecunda para aprender, estimulante para renovar el pensamiento
crítico, para enriquecer la conciencia revolucionaria. (...) Existe el peligro -sus manifestaciones se
multiplican de día en día- de los saltos teóricos e ideológicos superficiales. Superar el pasado de la
izquierda sin ahondar en los problemas que ese pasado plantea e inclinarse ante los vientos que
soplan con más fuerza no es, ciertamente, una buena solución. Pero, frente a ello, existe el peligro
de atrincherarse en un búnker de ideas tradicionales. Poco se logrará si el espíritu no se deja guiar
por una curiosidad irreductible, rechazando tantas verdades adquiridas que impiden enriquecer el
conocimiento de realidades muy complejas. El empeño requiere valentía intelectual para salir de
los senderos trillados; honestidad para reconocer la invalidez de no pocas ideas que anteriormente
han podido parecer sólidamente fundadas; audacia para afrontar fenómenos sembrados de
problemas, que suscitan numerosas preguntas y proporcionan pocas respuestas. Dirigimos nuestra
vista hacia el futuro con la mente alerta y abierta; con aquellos ojos de los que habló Machado, que
"miran señas lejanas a orillas del gran silencio"»2.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA. Tras estas dos extensas citas introductorias, me apresuro a declarar
que el tema de la relación entre la derecha y la izquierda -considerado por algunos como gastado u
obsoleto- pienso abordarlo desde la perplejidad de la crisis de la izquierda, con las consiguientes
dosis de desencanto y de esperanza que dicha perplejidad lleva consigo. Existen algunos puntos de
apoyo -no exclusivos, pero sí importantes- para diseñar un diagnóstico o punto de partida, entre
los que me atrevo a señalar tres: los nuevos dinamismos sociales, con toda su virtualidad, sus
riesgos de atomización y su posible articulación con los partidos políticos; la conciencia de clase
que pervive, aunque cambia de forma; y el hecho de la alienación cultural, en todas sus
expresiones más o menos burdas o sutiles.
Creo que el ámbito correcto en el que debemos movernos es el de una exigente racionalización y
profundización de la ->democracia. Su intento de redefinición pasa por un planteamiento
equilibrado entre la utopía y el mero posibilismo, sabiendo que la economía y la política son hoy
día valores primarios y se oponen con excesiva frecuencia a un proyecto de emancipación de
mundo. Lo cual es un estímulo para buscar caminos y medios de moralizar la vida pública -en la
lucha por humanizarla, evitando una polarización excesiva en los aspectos socioeconómicos- y de
reconocer toda su importancia al debate ideológico, a la creencia en la fuerza de la racionalidad:
esa racionalidad de fondo de la que hablaba Ágnes Heller y esa luminosa síntesis de razón y de
esperanza a la que aludía Ernst Bloch. La redefinición de la izquierda conlleva asimismo el ejercicio
de una cultura política democrática, participativa. La gran cuestión es cómo encontrar una
izquierda capaz de resolver las enormes diferencias sociales actualmente existentes, de afrontar el
expolio de la naturaleza y la alienación creciente de la población. Fernández Buey ha denunciado la
destrucción acelerada de la continuidad lógica del discurso humano que se da en nuestros días y la
trivialización de ideas y reivindicaciones. La indignación moral que produce este mundo y la pasión
razonada de los desheredados son ejes cardinales de un ámbito de referencia y de actitudes que
bien puede calificarse de izquierdas. En este contexto, la crisis de la izquierda se muestra en toda
su crudeza: la búsqueda de una izquierda antisistema, sustantiva, con un programa propio, que el
mismo Fernández Buey diseña así:
-Cambio de clima en las relaciones entre los colectivos afines (grupos ecologistas, organizaciones
de la izquierda, movimientos sociales de base, sindicatos (,"sindicalismo), etc).
Mucho tiempo y espacio llevaría trazar las señas de identidad de un proyecto político de izquierdas.
Baste con señalar la sensibilidad por la solidaridad efectiva, que se traduzca en actitudes concretas
de cooperación, en actividades que tienen su raíz en la experiencia de la injusticia. La aparición del
libro de Norberto Bobbio3 ha sido una magnífica ocasión para desplegar un debate político sobre el
tema. Bobbio sostiene que el ideal de libertad no sirve inicialmente para distinguir entre derecha e
izquierda porque existen doctrinas y movimientos libertarios tanto en una como en otra. La idea de
libertad sirve para distinguir el universo político, no tanto respecto a los fines como respecto a los
medios. La aspiración a la ->igualdad, en cambio, ha aparecido siempre como la razón fundamental
de los movimientos de izquierda. Hay quien ha sostenido también que el rasgo característico de la
izquierda es la no ->violencia. Retomando el tema de la libertad, Savater concibe dos sentidos de la
misma: la libertas a coactione, entendida como el máximo de trasparencia y de participación, y la
libertas a miseria, como universalización de una política institucionalizada de la libertad, formal y
sustancial. Derecha e izquierda se miden también -según Bobbio- por su actitud frente al poder: la
primera lo considera imprescindible, mientras que desde la izquierda se denuncian sus
potencialidades represivas y deshumanizadoras.
Para Santiago Carrillo4, las fuerzas de izquierda y progresistas deben hacer bloque en torno a la
defensa y ampliación de los derechos humanos. La izquierda debe reclamar una redistribución
radical de la riqueza: la solución de fondo terminaría siendo una forma de socialización de esa
riqueza. Y aboga por una nueva cultura social: la que conviene al ser humano, su bienestar, su
formación, el florecimiento de sus capacidades, con el fin fundamental de la existencia, con arreglo
al cual el trabajo ocupe un lugar diferente, sea una labor relacionada siempre con las aficiones, y en
la que la formación ininterrumpida se extienda, como algo esencial, a lo largo de toda la vida. Es
preciso retornar a una sociedad en que el valor de la fuerza del trabajo para la creación de riquezas
materiales -al cuidado de la ciencia y de la tecnología- sea reemplazado por valores humanos y
culturales: la igualdad y la solidaridad, la educación, la cultura, la ciencia y el arte, el pleno
desarrollo de las cualidades del individuo. Según Carrillo, una izquierda auténtica tiene que incluir
la superación del desfase entre el mundo pobre y el rico, en el centro de su proyecto de cambio;
tiene que situar la emancipación del mundo pobre en el mismo plano que los problemas sociales
existenciales en el mundo desarrollado.
¿Es progresista, es ético situarse al lado de las potencias ricas y poderosas que se esfuerzan por
mantener el status quo frente a los pueblos que luchan por salir de una situación de pobreza y
atraso históricos? Manuel Escudero afirma que nos encontramos ante una nueva noción entre
civilización y barbarie, en torno a cómo hemos organizado social, económica, política y
culturalmente el planeta; es ante esta nueva encrucijada donde tiene que surgir la nueva izquierda,
la de la ->utopía, global. No se puede asegurar de un modo mecánico que esta nueva izquierda esté
liberada del socialismo democrático. Hoy el ,socialismo ya no puede considerarse exclusivamente
como la aspiración de una clase explotada, el proletariado, sino como la solución racional de los
problemas que el capitalismo es incapaz de resolver: el paro, las consecuencias sociales de la
revolución científico-técnica, el desfase entre países ricos y pobres y los peligros de las catástrofes
ecológicas. Se trata de recuperar valores ideales socialistas, de la izquierda, que la socialdemocracia
ha ido dejando por el camino. Se impone la necesidad de una nueva formación política de la
izquierda, que aglutina a partidos, sindicatos, organizaciones sociales, juveniles, feministas,
ecologistas y de otro carácter, participando en un proyecto común, sin perder su especificidad ni su
organización propia.
La nueva izquierda ha de ser movimiento político y cultural. La cultura que promueve es social,
solidaria, colectiva en el mejor sentido, lo que requiere una ->educación popular, la formación de
una nueva conciencia social. Esa nueva izquierda trata de reducir la excesiva diferenciación
existente entre políticos y ciudadanos, así como multiplicar las plataformas de encuentro entre
colectivos afines que mantienen una cierta sintonía. Lo realmente decisivo es crear una sólida
conciencia de izquierda, profundamente internacionalista. El motor de la nueva izquierda va a
residir -según Carrillo- en el mundo del ->trabajo, en las fuerzas de la ciencia y de la ->cultura y en
la colaboración de estas con los movimientos progresistas que se desarrollen en el mundo ->pobre,
que en esta época van a tener un papel propio nada secundario.
NOTAS: 1 S. WEIL, Carta a sus padres, 16 de agosto de 1943. -2 E. DEL Río, Crisis. ¿Socialismo?
¿Comunismo? Crisis social y moral en Occidente, Revolución, Madrid 1991. -3 N. BOBBIO, Derecha e
izquierda. Razones y significados de una distinción política. -4 En su libro La gran transición. ¿Cómo
reconstruir la izquierda?
VER: CONSENSO, CONTRACTUALISMO, DEMOCRACIA, ESTADO, ÉTICA POLÍTICA, FEDERALISMO, IDEOLOGÍA, POLÍTICA.
BIBL.: ARNAR G., Trabajar menos para trabajar todos. Veinte propuestas, HOAC, Madrid 1994;
BOBBiO N., Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política, Taurus, Madrid
1995; CARRILLO S., La gran transición. ¿Cómo reconstruir la izquierda?, Planeta, Barcelona 1995;
ESCUDERO M., La transición al poscapitalismo, Sistema, Madrid 1992; FERNÁNDEZ BUEY F., Nuevos
movimientos sociales, izquierda alternativa y cuestión cristiana, Fe y Secularidad, Madrid 1991;
SARTORIUS N., Un nuevo proyecto político. Construcción al debate de la izquierda, El País-Aguilar,
Madrid 1992.
S. Sánchez Torrado
DERECHO
DicPC
I. LA DIFICULTAD DE DEFINIR EL DERECHO.
Partimos del derecho en la vida diaria, aunque no seamos conscientes de ello (al pagar una multa,
al cobrar un seguro, etc). Pero uno de los problemas fundamentales en el estudio del Derecho es
definirlo aceptablemente. Mientras definir las ciencias positivas, que tienen un objeto muy
específico de estudio, es fácil y se puede hacer con exactitud, la dificultad de definir exactamente
qué es el Derecho, ya señalada por Kant, todavía sigue sin resolverse. Además, no existe un
acuerdo acerca de lo que es el Derecho. En el lenguaje coloquial, el término Derecho no es unívoco,
ni equívoco, sino analógico, es decir, designa cosas diferentes entre sí, pero entre las que existe
alguna relación. Así, cuando decimos: «El Derecho obliga a la protección del honor de las
personas», el Derecho es aquí entendido como norma o ley. Y también cabe entenderlo como las
facultades o potestades que al individuo le conceden las leyes vigentes, como cuando decimos:
«Tengo Derecho a mi libertad de conciencia». Cabe, pues, hacer una distinción entre Derecho en
sentido objetivo, es decir, el conjunto de normas que obligan al individuo a obrar de un modo u
otro, y Derecho en sentido subjetivo, que son aquellas facultades que concede a la persona el
ordenamiento jurídico. En el lenguaje cotidiano, el término Derecho tiene una tercera acepción.
Así, cuando ante una situación que nos indigna (aunque sea legal) decimos que «no hay derecho».
Se utiliza aquí el término en un sentido de juicio de valor, un valor ideal que está por encima de la
ley y por el que enjuiciamos la norma jurídica desde el punto de vista personal; como ocurre, por
ejemplo, en la disparidad de opiniones y juicios de valor respecto a la despenalización del aborto.
En este caso, entendemos el Derecho como -> valor.
Se podrá alegar que el lenguaje coloquial no es un lenguaje técnico que precise el significado
estricto de las palabras. Podríamos pensar que, al estudiar un tratado jurídico de carácter
científico, gran parte de la imprecisión de los términos jurídicos quedarían eliminados y, en
consecuencia, que el propio concepto de Derecho podría ser delimitado con precisión por la ciencia
jurídica. Sin embargo, cuando nos adentramos en el plano de la ciencia jurídica (aunque muchos
autores cuestionan que la jurisprudencia sea calificada como ciencia), nos encontramos con que no
hay una concepción uniforme del Derecho, sino que este término llega incluso a designar
realidades diferentes. De este modo, cabe distinguir tres grandes acepciones analógicas del
Derecho:
1. La concepción normativa. Entiende por Derecho el conjunto de normas que emanan del poder,
normalmente el poder supremo del Estado, bien directamente o por delegación. Así, el Derecho lo
constituyen las leyes y normas dictadas por el Parlamento, el Gobierno y los demás órganos de
poder. Esta es la concepción del Derecho más propia del mundo occidental. Los defensores de esta
tesis son los representantes del llamado positivismo normativista, cuyo máximo exponente es Hans
Kelsen. Según él, el jurista debe estudiar exclusivamente las normas. Kelsen es un positivista, por lo
que, para él, el Derecho sólo tiene dos dimensiones: la normatividad-legalidad (plano del deber ser)
y la eficacia-hechos (plano del ser). Rechaza un plano filosófico o de la legitimidad, pues lo
considera como objeto de un saber especulativo y no científico, del que se han de ocupar la ética o
la moral. Pese a todo, el positivismo de Kelsen se encuentra fundamentado básicamente en el
plano de la legalidad (de la pura norma), es decir, el Derecho consiste en leyes. Pero para muchos
autores este positivismo es ingenuo ya.que las leyes (que son la expresión de un deber ser), muchas
veces no se traducen en hechos, es decir, no alcanzan el plano de la eficacia. Un Derecho es eficaz
cuando sus normas se cumplen de hecho o se hacen cumplir coactivamente con el poder. De este
modo, surge un positivismo más radical, que se va a centrar casi exclusivamente en el plano de la
eficacia, representado por la concepción sociológico-relativista.
2. La concepción sociológico-relativista. Considera que el Derecho no son las normas o leyes, sino
que lo constituyen los comportamientos sociales efectivos y las decisiones concretas de los jueces.
Sostiene que cuando las leyes no son cumplidas de hecho por la comunidad, es como si no
existieran. Es un positivismo más radical que el anterior. Dentro de esta concepción cabe distinguir
entre el sociologismo propiamente dicho, y el llamado realismo americano. Para el sociologismo, el
núcleo fundamental del Derecho no son las leyes, sino los hechos, los comportamientos sociales
efectivos en que se traducen las normas escritas. Así, para Ehrlich, el Derecho consiste en las
costumbres observadas por una determinada comunidad. Para el realismo americano, el Derecho
consiste en las decisiones concretas de los jueces y funcionarios, con las que resuelven los litigios y
los problemas que se les plantean. Afirma también que, aunque tales resoluciones se den bajo la
apelación a una determinada norma escrita, existen muchos factores de muy diversa naturaleza y
ajenos al Derecho, que condicionan la decisión puramente jurídica. Entre estos condicionamientos
externos, cabe citar desde el estado de ánimo y las dolencias físicas, hasta las presiones
extrajurídicas, pasando por las convicciones políticas o religiosas del juez o funcionario.
3. La concepción óntico-valorativa. Supone que el Derecho no puede identificarse, sin más, ni con la
pura ley, ni con las decisiones concretas de los profesionales, sino que además tiene una dimensión
ética. Se preocupa porque las normas y aplicaciones concretas de las mismas no sólo sean legales,
sino justas. Entiende que el Derecho está constituido por un sistema de normas que tratan de
realizar la idea de justicia. Esta concepción, por tanto, subraya el plano de la legitimidad. Una
actitud radical de esta concepción sostiene que una norma injusta no constituye derecho válido.
Pero hay que tener en cuenta que las normas legales nunca podrán ser del todo justas, pues están
hechas por hombres. Se plantea el problema de la resistencia a cumplir la ley injusta, y toda ley es,
en mayor o menor grado, injusta, ya que no es posible que pueda agotar en su plenitud el ideal de
la justicia; y este ideal es el que quiere subrayar esta concepción. Dentro de esta corriente cabe
distinguir varias tendencias: a) el iusnaturalismo: parte de la existencia de una ley natural, que no
es suficiente por sí misma, sino que sus principios fundamentales (-> derechos humanos) han de
ser desarrollados por una ley positiva; b) la ética material de los valores: es una corriente de la ->
ética, representada sobre todo por M. Scheler y N. Hartmann; c) la -> axiología jurídica: defendida
por Recasens Siches. Estas tres corrientes admiten, por encima del plano de la legalidad, la
existencia de unos valores éticos que se han de cumplir a priori (justicia, equidad, etc). Cada autor,
según sea filósofo, jurista o sociólogo, se va a fijar fundamentalmente en un momento del Derecho
o en otro: el filósofo en el de la legitimidad; el jurista en el de la legalidad, y el sociólogo en el de la
eficacia.
Ante esta dificultad para encontrar una definición global del Derecho, en la que aparezcan
integradas las tres dimensiones, hemos de conformarnos con un saber más modesto acerca del
mismo. Aunque el que no podamos dar una definición concreta no quiere decir que no sepamos
nada del Derecho. Así, podemos decir que el Derecho es algo cuya función es ordenar la vida social;
se caracteriza por su función ordenadora.
El orden del Derecho es una parte del orden de la vida social (el orden jurídico). El resto es
gobernado por normas morales, costumbres y reglas espontáneas. Por lo tanto, a la hora de
caracterizar el Derecho, es necesario hallar los criterios diferenciadores que sirven para distinguir el
que hemos dado en llamar orden jurídico, del resto del orden de la vida social, es decir, averiguar
las diferencias entre las normas que integran el ordenamiento jurídico y las otras que coexisten con
el Derecho, pero que no pertenecen a él, como son las normas morales, religiosas,
consuetudinarias, reglas de trato social, etc.
- Crítica al criterio formal. Este criterio nos parece totalmente insuficiente para caracterizar el
Derecho, tanto en la versión de la coercibilidad como en la del procedimiento. En primer lugar, es
insuficiente el criterio de la coercibilidad, porque, según dicho criterio, no hay distinción clara entre
Derecho y fuerza; el Derecho se identifica, así, con la fuerza bruta. En su obra La ciudad de Dios, san
Agustín dice: «Si falta la justicia y el orden de la Ciudad se asienta en la fuerza, la Ciudad y la
República no se distinguen de una cuadrilla de malhechores». En este pasaje, san Agustín rebate ya
la tesis que identifica el Derecho con la fuerza ejercida por el Estado. El criterio del procedimiento
también resulta insuficiente para caracterizar el Derecho, desde el momento que se admite por la
mayoría de los autores la identificación del Derecho exclusivamente con la ley. La ley es una forma
de manifestarse el Derecho, un estado que puede revestir el Derecho, del mismo modo que el agua
adopta el estado líquido, sin que por ello el hielo deje de ser también agua. En el Estado moderno,
el Derecho adopta normalmente el estado de ley, pero no siempre es así: también se nos
manifiesta como costumbre o como principios generales del Derecho (ideas que inspiran todo el
ordenamiento jurídico). El Derecho es, pues, una realidad compleja que puede adoptar diversas
formas (ley, derecho consuetudinario y principios fundamentales del Derecho). Por eso, la
concepción de Kelsen (que identifica el Derecho con la ley promulgada) es insuficiente desde el
momento que admitimos que el Derecho no se limita únicamente al plano de la legalidad, sino que
comprende también el de la eficacia, al que pertenecen las costumbres (no cabe imaginar una
costumbre ineficaz); y el Derecho tiene además otra dimensión: la legitimidad, que comprende los
principios generales del Derecho, principios que han de inspirar las leyes (lo que hoy se llama
Filosofía de la Ley). La concepción de Kelsen deja fuera del ámbito jurídico tanto la costumbre,
como los principios generales del Derecho; identifica el Derecho con la ley. En esta misma línea se
encontraba en un principio el neokantiano Gustavo Radbruch, que afirmaba que el contenido del
Derecho había quedado abandonado a la pugna de los partidos políticos, por lo que no había
criterios estables de justicia; es una postura relativista. Pero desde este relativismo, tan aceptable
jurídicamente será una ley hitleriana, como una de la República de Weimar. Ante esta perspectiva,
Radbruch escribió más tarde una monografía titulada Leyes que no son Derecho y Derecho por
encima de las leyes, en la que supera su relativismo, llegando a reivindicar, en cierto modo, la idea
de un Derecho supralegal, un Derecho natural tradicional. Defiende que, por encima del Derecho
escrito, existen siempre unos principios objetivos de justicia, que hay que tener en cuenta a la hora
de caracterizar el Derecho. El Derecho es, pues, algo que hay que entender en relación con la idea
de justicia.
2. Criterio material. Este criterio trata de caracterizar al Derecho por su contenido, por sus
referencias a las exigencias de la justicia. Este criterio material ha sido defendido por las corrientes
óntico-valorativas, que tratan de buscar los rasgos específicos del Derecho en su contenido, el cual
ha de ser necesariamente un contenido justo. Para una posición más radical, dentro de estas
corrientes ónticovalorativas, el Derecho sería exclusivamente aquel conjunto de normas que
realizarán totalmente los ideales de la justicia; las demás no serán Derecho. La idea de un Derecho
injusto es contradictoria en sí misma. Pero una concepción más realista del criterio material, se
conforma con que el Derecho constituya un sistema de normas que trate de realizar los ideales de
la justicia, en el convencimiento de que no hay, ni habrá nunca, un ordenamiento que encarne
plenamente el ideal de justicia. La idea de justicia no se manifiesta al hombre de una vez para
siempre, en su plenitud, sino que la justicia es objeto de un conocimiento progresivo a lo largo de
la ->historia por parte de los hombres. Los principios de justicia varían en el transcurso de la
historia, de ahí que muchas leyes de épocas pasadas nos parezcan hoy bárbaras (como la que
prescribe que al ladrón se le corte la mano). De todos modos, la única referencia válida a la justicia
para caracterizar el Derecho resulta también insuficiente.
- Crítica al criterio material: Este criterio, por sí solo, resulta también insuficiente, en primer lugar,
por las imperfecciones que todo derecho positivo conlleva, como obra humana que es: es utópico
pensar en un derecho positivo en el que se realicen plenamente todas las exigencias de la justicia.
Además, la concepción de la justicia y, con ella, las exigencias que debe satisfacer el Derecho, varía
en el curso de la historia. El horizonte histórico-cultural de cada momento, es la plataforma desde
la que el hombre contempla los ideales de la justicia; pero esa plataforma no es fija, sino que varía
a lo largo del tiempo.
Siempre va a estar planteado, en relación con el Derecho, el problema de hasta qué punto un
Derecho, en virtud de su injusticia inherente, es tolerable o no: es decir, si hemos de acatarlo como
mal menor, aun siendo algo injusto, o si hemos de rebelarnos contra él, si consideramos que
supera el límite tolerable de injusticia. Es este un problema práctico, y será la -> virtud de la ->
prudencia la que, en cada caso, juzgue qué es lo más conveniente: cuándo conviene obedecer una
ley, en evitación de males mayores, o cuándo hemos de rebelarnos ante una ley manifiestamente
injusta.
La segunda objeción que puede hacerse a la validez del criterio material, por sí solo, es la de que el
Derecho nos obliga a obrar con justicia, pero juntamente con él, existen otras disciplinas que
también se preocupan por la realización de la justicia, como la moral. A la moral lo que le interesa
fundamentalmente es la realización de las exigencias de la justicia; al Derecho también, pero no
exclusivamente, pues este atiende también a la seguridad jurídica. La justicia no sirve, pues, como
único criterio a la hora de caracterizar el Derecho por su contenido. La moral y el derecho son
órdenes normativos diferentes, pero existe una zona que es común a ambos, como la constituida
por las exigencias de la justicia. La diferencia estriba en que, mientras la moral nos obliga a ser
justos para alcanzar nuestra propia perfección individual, el Derecho lo hace para lograr el -> Bien
común, la paz social.
3. Criterio mixto. El criterio mixto supone una combinación de exigencias formales y materiales,
que pueden servir para llegar, si no a una definición del Derecho, sí a una caracterización suficiente
de dicho concepto.
4. Apreciación y contratación de los caracteres o notas constitutivas del Derecho. El Derecho debe
atender a las exigencias de la justicia, de carácter material, y a las de la seguridad jurídica que
proyecta sobre el Derecho exigencias de carácter formal. Veamos cuáles son las exigencias que
implican los proyectos de los requisitos de carácter formal, que pretenden que el Derecho se
convierta en un sistema seguro por referirse a tales exigencias jurídicas:
a) Fijación del órgano competente para crear el Derecho: lo que importa fundamentalmente a la
seguridad jurídica, en todo sistema jurídico-político, es que esté fijado el órgano competente para
el Derecho (órganos competentes son: el Gobierno, las Cortes; no lo son la Conferencia Episcopal,
una central sindical, un partido político, etc). En principio, una declaración de un órgano no
competente no constituye norma jurídica, pues el Derecho es sólo lo que determinan los órganos
legislados para ello.
b) Los órganos legitimados para crear Derecho no pueden crearlo de cualquier modo, sino
ajustándose a determinados requisitos. Así pues, una declaración constitucional no es Derecho,
sino que sólo tiene una importancia de declaración política. Para que exista norma jurídica, esta ha
de ajustarse a unos requisitos de procedimiento previamente establecidos. De este modo, en la
formación de la ley distinguimos: la previa iniciativa legislativa, la fase de estudio de propuestas y
discusión de enmiendas, la fase de rotación, la sanción o firma del Jefe del Estado, la publicación o
promulgación en el BOE. La ley puede entrar en vigencia en el momento de su promulgación, en la
fecha en que esté fijada o, en su caso, cuando no se especifica, a los veinte días (vacatio legis). La
vacatio legis es una medida de seguridad jurídica para que el ciudadano conozca la ley antes de que
esta entre en vigor. Estos requisitos de carácter formal no pasaron desapercibidos a los teóricos del
Derecho natural, como santo Tomás, para el cual las leyes son las normas dadas por las autoridades
competentes, y que son promulgadas. Y el padre Suárez define la ley como el precepto justo y
estable, suficientemente promulgado. La publicidad, pues, es un requisito fundamental para la
seguridad jurídica, si bien, hubo un tiempo en que el contenido del Derecho no era público.
d) Otra exigencia de la seguridad jurídica es la coercibilidad, que consiste en la posibilidad que tiene
el Estado, a través de sus órganos competentes, de imponer coactivamente la observancia de una
norma, o en su defecto, la sanción correspondiente a los infractores. La coercibilidad es
considerada como uno de los caracteres de la norma jurídica, junto con la imperatividad (expresar
un mandato o prohibición) y la generalidad. La coercibilidad significa que el Derecho, de acuerdo
con la seguridad jurídica, se ve defendido a través de un aparato coactivo legitimado de fuerza.
Constituye también, al igual que la justiciabilidad, un requisito natural y no un elemento esencial o
constitutivo del Derecho. Lo usual es que la norma o precepto jurídico sea justiciable y coactivo,
pero hay determinados preceptos que no pueden aplicarse mediante la fuerza, esto es, no son
objeto de coercibilidad. Un ejemplo en el ámbito del Derecho Internacional: al no haber un poder
por encima de las grandes potencias, no se puede obligar a estas al cumplimiento de una norma de
forma directa, sólo a través de medidas indirectas (y no siempre). Junto a estos requisitos de
carácter formal existen requisitos de carácter material, en los cuales el Derecho encuentra la razón
última de su validez.
- La racionalidad y la ordenación del Derecho al bien común. Esto es algo implícito en el concepto
ya expresado de ley, entendido como juicio de la razón y mandato de la -> voluntad.
Efectivamente, la ley se articula en dos momentos: un momento racional, juicio de razón
(ordenatio rationis) acerca de lo justo e injusto, lo conveniente y lo inconveniente, y un momento
volitivo. La convivencia social será imposible si el Derecho quedase reducido a un dictamen de la ->
razón (vis directa), y por ello hace falta ese momento volitivo (vis compulsiva), por el cual el
Derecho manda a la voluntad hacer aquellos supuestos calificados por la razón como buenos, y le
prohíbe coactivamente aquellos considerados injustos.
- Referencia a la justicia como criterio de racionalidad y factor integrante del bien común. La justicia
es un componente necesario del bien común, al definirse este como orden justo, estable y seguro
para la vida suficiente y virtuosa de una sociedad. El orden de la vida social persigue la consecución
del bien común, el cual, a su vez, comprende los requisitos de la justicia y de la seguridad jurídica.
El bien común, como fin de la sociedad, es el resultado de muchos factores (Derecho, moral,
costumbre...), y a la realización del mismo contribuye el Derecho con la justicia y la seguridad
jurídica. De ahí la definición clásica de Dante, en el libro II de su obra De Monarchia: «El Derecho es
la proporción real y personal existente entre los hombres que, si es conservada, conserva la
sociedad y, si es destruida, la destruye».
El Derecho, que es un precepto, se nos presenta a la voluntad como una pretensión de validez,
como algo que quiere obligarnos a que nos comportemos de una u otra forma. Esta pretensión de
validez no viene fundamentada en la fuerza de la coercibilidad, puesto que el Derecho es la
expresión de un sollen (->deber ser) y no de un müssen (tener que ser). Por ello, el Derecho se
presenta como una pretensión de validez amparándose en su carácter de racionalidad y ->justicia.
Este es el motivo por el cual las leyes suelen ir precedidas de un preámbulo o exposición de
motivos, en donde el legislador da las razones de la conveniencia de que se dé la norma y la
observancia de la misma. Lo mismo ocurre en las sentencias judiciales, estructuradas o articuladas
en una serie de considerandos y resultandos, a partir de los cuales el juez dará una solución o fallo,
tras realizar un proceso de exposición de los hechos y motivos por los que se da dicho fallo, y de
innovación de normas jurídicas, si es el caso. Así pues, el Derecho es un sistema de normas
razonables; y en segundo lugar conlleva un dictamen de la voluntad, dada la naturaleza
desfalleciente del hombre, que lo impulsa en muchas ocasiones a no respetar la norma, por muy
razonable que esta sea. En definitiva, la relación del Derecho a la justicia significa que la pretensión
de validez se apoya, no en la coacción, sino en el contenido del Derecho, el cual debe ser justo y
razonable. En resumen, admitimos el criterio tridimensional para caracterizar el Derecho, que en
expresión de M. Reale sería el «conjunto de normas vigentes en una sociedad, para regular las
relaciones de convivencia, según la idea de justicia».
BIBL.: GARCÍA MAYNEZ E., Introducción al estudio del Derecho, Porrúa, México 1980; KAUFMANN
A. Y OTROS, El pensamiento jurídico contemporáneo, Debate, Madrid 1992; MIRETE NAVARRO J. L.,
Introducción a la Filosofía Jurídica, PPU, Barcelona 1991; PECES-BARBA G., Introducción a la
Filosofía del Derecho, Debate, Madrid 1983; RODRÍGUEZ MOLINERO M., Introducción a la Ciencia
del Derecho, Librería Cervantes, Salamanca 1991; RODRÍGUEZ PANIAGUA J. M., Lecciones de
Derecho Natural como introducción al Derecho, Universidad Complutense, Madrid 1983; RAWLS J.,
Teoría de la Justicia, FCE, México 1993; SANTIAGO NIÑO C., Introducción al análisis del Derecho,
Ariel, Barcelona 1983.
J. L. Mirete Navarro
DERECHOS HUMANOS
DicPC
1. FORMACIÓN Y DESARROLLO HISTÓRICO.
Los derechos humanos nacen con la ->modernidad en el seno de la atmósfera iluminista que
inspiró las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Ese contexto genético confiere a los derechos
humanos unos perfiles ideológicos definidos. Los derechos humanos nacen, como es notorio, con
marcada impronta individualista, como libertades que configuran la primera fase o generación de
los derechos humanos. Dicha matriz ideológica, individualista, sufrirá un amplio proceso de erosión
e impugnación en las luchas sociales del siglo XIX. Esos movimientos reivindicadores evidenciarán la
necesidad de completar el catálogo de los derechos y libertades de la primera generación con una
segunda generación de derechos: los derechos económicos, sociales y culturales. Estos derechos
alcanzarán su paulatina consagración jurídica y política en la sustitución del Estado liberal de
Derecho por el Estado social de Derecho. La distinción, que no necesariamente oposición, entre
ambas generaciones de derechos se hace patente cuando se considera que mientras en la primera
los derechos humanos son considerados como derechos de defensa (Abwehrrechte) de las
libertades del ->individuo, que exigen la autoalimentación y la no injerencia de los poderes públicos
en la esfera privada y se tutelan por su mera actitud pasiva y de vigilancia en términos de policía
administrativa; en la segunda, correspondientes a los derechos económicos, sociales y culturales,
se traducen en derechos de participación (Teilhaberechte), que requieren una ->política activa de
los poderes públicos, encaminada a garantizar su ejercicio, y se realizan a través de las técnicas
jurídicas de las prestaciones y los servicios públicos. Entre los derechos sociales más importantes se
encuentran: el derecho al trabajo, a la sindicación, a la huelga, a la seguridad social, a la
participación de los trabajadores en la empresa y al acceso a la propiedad de los medios
productivos, a la salud, así como a la ->educación y la ->cultura.
La estrategia reivindicativa de los derechos humanos se presenta hoy con rasgos inequívocamente
novedosos, al polarizarse en torno a temas tales como el derecho a la paz, los derechos de los
consumidores, el derecho a la calidad de vida, o la libertad informática. En base a ello, se abre
paso, con intensidad creciente, la convicción de que nos hallamos ante una tercera generación de
derechos humanos complementadora de las fases anteriores, referidas a las libertades de signo
individual y a los derechos económicos, sociales y culturales. De este modo, los derechos y
libertades de la tercera generación se presentan como una respuesta al fenómeno de la
denominada «comunicación de las libertades», término con el que algunos sectores de la teoría
social anglosajona aluden a la erosión y degradación que aqueja a los derechos fundamentales,
ante determinados usos de las nuevas tecnologías.
Entre las distintas modalidades o categorías análogas a las de los derechos humanos se pueden
incluir las siguientes:
1. Derechos individuales. El término Derechos individuales se utilizó como sinónimo de los derechos
humanos en la primera fase o generación del reconocimiento de estos derechos, correspondiente a
la etapa de formación y apogeo del Estado liberal. Para la ideología liberal el individuo es fin en sí
mismo y la sociedad y el Derecho sólo son medios para facilitarle el logro de sus intereses. Los
derechos individuales son libertades negativas conectadas con la autonomía de los individuos, que
exigen la abstención o no injerencia de los poderes públicos en la sociedad civil. Con el tránsito al
Estado social de Derecho, que contribuyó a acentuar el significado colectivo de todos los derechos,
esta denominación fue prácticamente abandonada; pero en los últimos años está siendo
asiduamente utilizada, en su versión anglosajona de Individual Rights, en el ámbito de
determinadas teorías jurídicas y políticas neo-liberales (Doworkin, Nozick, Posner...).
2. Derechos públicos subjetivos. La categoría de los derechos públicos subjetivos aparece en el siglo
XIX, acuñada por la Escuela alemana del Derecho público, como un intento de sustituir la idea de
los derechos naturales en cuanto libertades de los ciudadanos frente al poder del Estado, por unos
status subjetivos que dependen de la autolimitación estatal, llevada a cabo a través de unas
relaciones jurídico-positivas que ligan al Estado con sus ciudadanos. Para ello se precisaba
reconocer la personalidad jurídica del Estado, que adquiría la titularidad de derechos y obligaciones
para con los particulares, estableciéndose también la consiguiente tutela jurisdiccional de las
situaciones subjetivas así instituidas. La afirmación de los derechos públicos subjetivos se realizaba,
según la tesis clásica de Jellinek, a través de cuatro etapas: a) el status subiectionis, en el que no
nace ningún derecho para los particulares, que son destinatarios pasivos de las normas estatales;
b) el status libertatis, en el que se reconoce una esfera de libertad negativa de los particulares,
corolario de la abstención estatal de intervenir en determinados ámbitos; c) el status civitatis, en el
que ya aparecen auténticos derechos públicos subjetivos como facultades de actuación de los
ciudadanos en forma de derechos civiles; el status activae civitatis, en el que el ciudadano puede
ejercer sus derechos políticos participando en la formación de la voluntad del Estado. Los derechos
públicos subjetivos, ligados a la concepción individualista propia del estado liberal de Derecho, ha
sido objeto de una profunda revisión tendente a reemplazarlos por la categoría más amplia de los
derechos fundamentales. Así, en el ámbito de la doctrina iuspublicista, se ha considera do
apremiante la exigencia de completar la célebre teoría de los status, elaborada por Georg Jellinek,
con nuevos cauces jurídicos que se hicieran cargo de las sucesivas transformaciones operadas en
las situaciones subjetivas. Se ha hecho, por tanto, necesario ampliar aquella tipología, pensada
para dar cuenta de las libertades y derechos de la primera generación, con el reconocimiento de un
status positivus socialis, que se haría cargo de los intereses económicos, sociales y culturales
propios de la segunda generación surgida con el Estado social de Derecho. En la actualidad la
consagración de la libertad informática y el derecho a la autodeterminación informativa (Recht auf
informationelle Selbstbestimmung), en el marco de los derechos de la tercera generación, han
determinado que se postule un status de bancos de datos por parte de las personas concernidas.
Estos nuevos status, ignorados en la tipología de los derechos públicos subjetivos, se han integrado
en la noción omnicomprensiva de los derechos fundamentales.
Los derechos humanos se hallan en el centro de los más vivos debates teóricos y políticos. La
actualidad y vitalidad de esas continuas revisiones muestra que los derechos humanos se han
instalado en la consciencia cívica de los hombres y de los pueblos. Pero esa difusión creciente de la
idea de las libertades no autoriza a pensar que su realización se halle plenamente garantizada.
Todavía hoy los derechos humanos siguen siendo una promesa incumplida para la gran mayoría de
los habitantes de nuestro planeta. Por eso, es necesario luchar contra el sueño ilusorio y
conformista de que el programa emancipatorio de los derechos humanos ha pasado del mundo de
los ideales al de los derechos y de que se trata de una meta ya superada. La tematización de los
derechos humanos mantiene su vigencia y exige, al igual que en todos los momentos de su
desarrollo histórico, una actitud crítica y reivindicativa.
Otro de los retos básicos en la coyuntura actual de los derechos humanos se refiere a su
universalización. Nunca como hoy se había sentido tan intensamente la exigencia de concebir los
valores y derechos de la ->persona como garantías universales, independientes de las
contingencias de la raza, la lengua, el sexo, las religiones, o las convicciones ideológicas. Pero, como
contrapunto regresivo, a los ideales humanistas cosmopolitas se oponen ahora el resurgir de
nacionalismos de zafio cuño tribal y excluyentes que, como los nacionalismos de cualquier época,
han hecho cabalgar de nuevo a los cuatro jinetes del Apocalipsis: el hambre, la peste, la guerra y la
muerte, en aquellos lugares en los que la barbarie nacionalista ha impuesto su sinrazón.
La pugna entre los ideales cosmopolitas, igualitarios y solidarios, propios del universalismo, frente a
la reivindicación de la individualidad, la variedad y la diferencia propios del nacionalismo han
tenido repercusiones de distintos ámbitos y contextos de la vida jurídico-política contemporánea.
La estrechez del enfoque nacionalista, el exclusivismo e incomunicación de valores (->valor) y
derechos que comporta, devienen cada vez más imposibles en un mundo interconectado. Una
teoría de las libertades que quiera situarse a la altura de los apremios de las sociedades de este fin
de siglo, necesariamente debe suponer un estadio en la construcción del Derecho común de la
humanidad. Queda abierta, como tarea de la doctrina de los derechos humanos de nuestro tiempo,
una elaboración teórica de las libertades, encaminada a hacer posible una universalis civitas en la
que se consagre el auspiciado status mundialis hominis.
BIBL.: BALLESTEROS J. (ed), Derechos humanos, concepto, fundamentos y sujetos 1, Tecnos, Madrid
1992; CASTÁN TOBEÑAS J., Los derechos del hombre, Reus, Madrid 1992°; DWORKIN R., Los
derechos en serio, Ariel, Barcelona 1984; FERNÁNDEZ E., Teoría de la justicia y derechos humanos,
Debate, Madrid 1984; LACHANCE L., El derecho y los derechos del hombre, Rialp, Madrid 1979;
MURGUERZA J., El funcionamiento de los derechos humanos, Debate, Madrid 1989; PECES-BARBA
G., Curso de derechos fundamentales I, Teoría general, Eudema, Madrid 1991; PÉREZ LUÑO A., Los
derechos humanos. Significación, estatuto jurídico y sistema, Universidad de Sevilla, Sevilla 1979;
ID, Derechos humanos, Estado de Derecho y constitución, Tecnos, Madrid 19955; ID, Los derechos
fundamentales, Tecnos, Madrid 19935.
A. E. Pérez Luño
DESEO
DicPC
1. ESBOZO HISTÓRICO.
A Lévinas debemos una conceptualización radicalmente novedosa del deseo; en ella se concentra
el gesto de ruptura con el conjunto de la filosofía occidental, que vertebra todo su discurso:
abandono de una tradición dominada por la ->ontología y consiguiente apertura al ámbito
metafísico franqueado por la ->ética. Pues a esta, y no a la ontología, corresponde, en justicia, la
,
dignidad de proté philosophia. La clave se encuentra en la oposición entre necesidad (besoin) y
deseo (désir). Mientras el primer concepto retorna la noción tradicional de deseo, el segundo -
deseo en sentido lévinasiano- inaugura un nuevo espacio de pensamiento centrado en la
intersubjetividad (->interpersonalidad) ética, encuentro del yo con una alteridad inobjetivable.
Prolongando los hallazgos de la ->fenomenología posthusserliana, Lévinas ha insistido en la
exigencia de revisar la noción idealista de sujeto: frente a la pureza cristalina de la apercepción
trascendental, se reivindica una subjetividad concreta, encarnada y enraizada en la materialidad
del mundo. El sujeto humano, sujeto carnal, es ->cuerpo atravesado por necesidades, finitud
menesterosa y dependiente de los contenidos mundanos aptos para satisfacer sus carencias. Sin
embargo, esa insistencia en la necesidad definitoria de la finitud no conduce a una visión sombría y
pesimista (estado de necesidad como agujero ontológico incolmable; carencia como vacío trágico),
sino que, muy al contrario, se abre a un análisis de la vida sensible en términos de gozo. Sea cual
sea su valor como teoría ética, el hedonismo describiría adecuadamente un factum antropológico
fundamental: vivir consiste en el goce de la propia vida, en el disfrute que acompaña la satisfacción
de las necesidades. Lévinas recrea críticamente la noción de intencionalidad al proponer la
dualidad vivir de .../alimento (frente al binomio nóesis/nóema de la fenomenología clásica), como
expresión de la significación originaria de la sensibilidad; a diferencia de la autosuficiencia propia
de la mónada, el existir humano es transitivo, por cuanto su estado permanente de necesidad lo
hace dependiente de los alimentos terrestres. No obstante, la alquimia del gozo transforma esa
dependencia en independencia y autonomía: apropiándose de aquello que lo satisface, el sujeto
gozoso lo incorpora a su metabolismo interno, reafirmando así su plenitud de existente. En el gozo
adviene la identificación o subjetivación fundamental: el yo es yo mediante la asimilación de lo
exterior, neutralizado en su ->alteridad; la identidad es solidaria de la interiorización de lo externo,
de la supresión de su exterioridad. En cuanto gozado, el contenido mundano se incorpora al
psiquismo carnal. Así se constituye el Mismo al precio del sacrificio de lo Otro. La vida sensible,
espacio del gozo, es el ámbito en que la subjetividad adviene a la existencia; la transitividad del
existir (relación con el mundo determinada por la necesidad) deviene reflexividad de un yo vuelto
sobre sí, acontecimiento egológico, vivir egoísta. Los momentos posteriores de la génesis del yo
(casa, trabajo, posesión) no harán sino confirmar y asegurar su inmanencia radical: la clausura
egológica.
La metafísica del deseo opone a la autonomía del Mismo egoísta una heteronomía irreductible: si
la dinámica del deseo obligaba a arrancar del sujeto deseante y, alcanzado el objeto deseado,
retornar al punto de partida, en la versión lévinasiana es lo deseado quien despierta el deseo,
quebrando la coraza protectora de la inmanencia egológica. Ruptura irreversible. La irrupción de la
alteridad desarticula la identidad del Mismo proyectándolo sobre un exterior inasumible; esa extro -
versión involuntaria impide la vuelta reflexiva del ego sobre sí; es decir, colapsa el proceso de
identificación. Tras la emergencia del Otro, yo ya no soy yo mismo; sin por ello convertirme en el
otro. La alteridad me arrebata mi identidad previa sin ofrecerme recambio alguno.
El deseo metafísico excluye toda perspectiva de satisfacción. Hay, en efecto, relación con la
alteridad, pero, lejos de colmar el deseo, aquella no hace sino acrecentarlo. Se dibuja así la extraña
figura de un deseo que se nutre de su propia ->hambre, de un nexo entre el ego y la alteridad que
se intensifica a medida que crece la separación entre ambos términos. Negatividad para la mirada
ontológica, la insaciabilidad del deseo es positividad metafísica: el deseo es insaciable por ser lo
deseado infinitud o trascendencia que rompe el cierre egológico. En ese sentido, el deseo se sitúa
más allá del ámbito ontológico. Lévinas invoca el pensamiento platónico del ->Bien «más allá de la
esencia» y la noción cartesiana de la idea del ->Infinito presente en el cogito (presencia extraña,
pues el ideatum trasciende la ideación que pretende captarlo, resultando un pensamiento que
piensa más de lo que piensa) como dos atisbos de la extraordinaria situación materializada en el
deseo. De nada sirve ahora el modelo homeostático. No es en el seno de una subjetividad
insatisfecha donde se enciende el deseo, sino que este arranca al yo satisfecho de su satisfacción
para conducirlo a un espacio definido por la inadecuación y el exceso. Si la finitud es solidaria del
gozo, el deseo inaugura el horizonte de la in-finitud: presencia del más en el menos y, a la vez,
negación de lo finito.
Nuestra experiencia colectiva sugiere que la reducción del vínculo social al armisticio que detiene
transitoriamente la lucha a muerte de los egoísmos singulares, sólo alcanza a constituir un espacio
comunitario permanentemente amenazado por la revocación posible de un pacto frágil. Mientras
este se mantiene y las hostilidades no se reanudan, el paisaje social ofrece una pluralidad de
mónadas entregadas al circuito de producción/consumo. Lévinas nos invita a buscar alternativas a
ese sistema despiadado. Su noción de deseo apunta a una reconstrucción del tejido social que no
pase por la premisa del bellum omnium contra omnes. Aunque la superación del aislamiento del
ego solitario obligue a afrontar lo indeseable.
BIBL.: AGUILAR J. M., Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E. Lévinas, Eunsa, Pamplona 1992;
FGRTHOMME B., Une philosophie de la transcendance. La métaphysique d'Emmanuel Lévinas, Vrin,
París 1979; GONZÁLEZ R.-ARNÁIZ G., E. Lévinas: humanismo y ética, Cincel, Madrid 1988; GUIBAL F
Et combien de dieux nouveaux. Lévinas, AubierMontagne, París 1980; LÉVINAS E., Totalidad e
infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser o más
allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid
1993.
J. A. Sucasas Peón
DETERMINISMO E INDETERMINISMO
DicPC
Los términos determinismo e indeterminismo revisten en filosofía significados múltiples, conforme
a los diversos modelos de determinación e indeterminación que puedan darse. Existe un
determinismo físico, según el cual las leyes que rigen el mundo corpóreo son invariables. Hay
también un determinismo psicológico, cuyos defensores sostienen que todos los fenómenos,
incluso los referentes a la libertad, están, en última instancia, condicionados de un modo
ineluctable. Existe igualmente un determinismo sociológico para el que el desarrollo de la sociedad,
y por ende del individuo que en ella se inserta, están regidos por una serie de leyes y de situaciones
históricas, ambientales, económicas, etc. Otro modo de determinismo es el ético-moral. Y
finalmente se habla del determinismo metafísico o teológico, llamado también fatalismo. Hay que
tener presente que estas diversas clases de determinismo difícilmente se hallan en estado puro en
los diversos pensadores que los profesan. Generalmente vienen entremezcladas. Por eso cada uno
de los modos indicados de determinismo son generalizaciones tendentes a precisar mejor sus
sentidos.
I. APROXIMACIÓN HISTÓRICA.
Frente al determinismo rígido, defendido por la práctica totalidad de los científicos y filósofos de la
ciencia de tiempos anteriores, a principios del presente siglo van surgiendo teorías que lo
contravienen; tales son: la teoría cinética de los gases y la de los cuantos de M. Planck. Pero ellas
no fueron más que los primeros pasos de la gran revolución que va a suponer W. Heisenberg con
su principio de incertidumbre, siguiendo las huellas de su maestro N. Bohr. En síntesis y con
palabras de su discípulo W. Strobl, puede formularse así: «Aun cuando conociéramos todos los
actos de un estado actual del mundo en que vivimos..., sin embargo los estados futuros no podrán
calcularse como hechos ya consumados, o predestinados, sino tan sólo halos de inclinación hacia
una mayor o menor probabilidad»10. La razón de ello es que resulta imposible determinar en cada
caso, con precisión, la velocidad y la posición de las partículas elementales, de las que depende el
comportamiento de la realidad corpórea. Esta indeterminación es representada por la fórmula p.
q><h/4pi. En la fórmula, p representa la «coordenada instantánea del momento», q «la
coordenada de posición», mientras que h representa la constante de Planck; p es el coeficiente de
desviación del valor medio de un instante dado, y q el coeficiente de desviación del valor medio de
la posición. Ello significa que no se puede determinar al mismo tiempo, y con total exactitud, la
velocidad y la posición de una partícula en un momento dado. Porque, cuanto más exactamente se
determinase la velocidad, tanto menos se podría determinar su posición y viceversa11.
Como se puede apreciar, las pretensiones deterministas de la física clásica se vienen abajo ante el
principio de incertidumbre; pero no sin reticencias por parte de algunos científicos, entre los que
cabe destacar a A. Einstein. El mismo Heisenberg relata las largas y acaloradas discusiones que
sostuvieron con el creador de la teoría de la relatividad él mismo y su maestro N. Bohr. El congreso
de físicos, celebrado en Solvay (Bruselas), en 1927, hizo de este tema el objeto principal de
discusión. Después de varios días de diálogo, Einstein no se convenció de la racionalidad de la
teoría indeterminista; y a cierto punto, un tanto inquieto, dijo: «El buen Dios no juega a los dados».
A lo que Bohr replicó: «Pero no es asunto nuestro prescribir a Dios cómo tiene que regir el
mundo»12. L. de Broglie testimonia también el rechazo de Einstein al indeterminismo, al escribir:
«Einstein, profundamente hostil a la interpretación probabilista, le oponía inquietantes objeciones
que N. Bohr trataba de superar con sutiles raciocinios»13. El mismo de Broglie se muestra un tanto
disconforme con el indeterminismo, recurriendo para explicar la incertidumbre de los fenómenos
microfísicos a parámetros ocultos, tratando de dar la mano al mismo tiempo a Bohr y a Heisenberg.
Para él, las «incertezas que nos impiden establecer un determinismo causal de los fenómenos en la
escala cuántica serían debidos, entonces, solamente a la ignorancia en que estamos acerca del
valor exacto de esos parámetros ocultos».
Con motivo de la teoría indeterminista de Bohr y de Heisenberg, ciertos pensadores han sacado
unas consecuencias injustificadas, si la teoría se toma en su auténtico sentido; y llegan algunos a
pensar que el principio de causalidad carece de valor, incluso se ha pretendido negar valor
demostrativo a las pruebas racionales de la existencia de ->Dios, que, como se sabe, se fundan, las
más importantes, en ese principio14. Sin embargo, la teoría indeterminista, bien entendida, no
conlleva tales consecuencias. La imposibilidad de determinar cuantitativamente las coordenadas de
un efecto, no prueba que se produzca sin causa. A este respecto ha escrito Strobl: «En la nueva
física no hay ni determinismo ni indeterminismo. Sigue manteniéndose tanto la determinación por
leyes como por causas eficientes». Esta es la concepción del mismo Werner Heisenberg, autor de
las relaciones de indeterminación e incluso de indeterminismo15. Es más, aun cuando las leyes
referentes al comportamiento de las partículas sean estadísticas, si no hubiera cierta regularidad
en él, la Física no sería posible como ->ciencia. Así piensan, entre otros, los premios Nobel L. de
Broglie, Max Planck y Max Born.
Como hemos visto, los materialistas, panteístas y fatalistas suponen el Universo, y cada uno de los
seres que lo integran, sometidos a leyes inexorables y perfectamente determinables. En estos
sistemas no queda lugar para la libertad humana. Pero en los dos últimos siglos han surgido varias
escuelas de psicología que han llegado a la misma conclusión, profesando un determinismo
psicológico. Así para los freudianos, todos los actos psíquicos tienen su razón de ser en su fuerza
motora, en los impulsos y, muy particularmente, en la libido. De modo parecido el conductismo,
iniciado por J. B. Watson a principios de este siglo, defiende también un rígido determinismo
psicológico. Watson ha pretendido elaborar una psicología humana sobre el mismo modelo que la
animal. Para él todos los procesos psíquicos son reacciones condicionadas por los diversos
estímulos. Por ello el conductismo, llamado también behaviorismo, constituye una mezcla de
zoopsiquismo y de mecanismo.
Hay, por contra, un determinismo psicológico que, lejos de anular la libertad, la explica.
Efectivamente, todo acto libre se deriva, en última instancia, de una apetencia necesaria; tal es la
apetencia del ->bien en general. Todo lo que se presenta como bien, y por lo mismo que se
presenta como tal, atrae necesariamente la voluntad. Dada esa apetencia básica, la libertad se
ejerce acerca de los medios que conduzcan no necesariamente a lo que es aprehendido como bien.
Sin esa apetencia necesaria, fundamental, la libertad no se ejercería. Así, la determinación del bien
absoluto y de los mismos medios necesarios, ejercen una determinación absoluta sobre la
voluntad. Por contra, respecto de los medios no necesarios, se halla indeterminada y con potencia
de autodeterminarse. Defienden este determinismo psicológico, todos los filósofos y teólogos de
corte tomista, con el Doctor Angélico a la cabeza.
BIBL.: BLANCO CENDóN F., En Torno al principio de indeterminación de Werner Karl Heisenberg,
Studium 15 (1985) 237-261; BURGE M., Conjunción, sucesión, determinación, causalidad, en Teorías
de la causalidad, Sígueme, Salamanca 1977; FÉVIER P., Déterminisme et indéterminisme, París
1955; HEISENBERG W., Physik und Philosophie, Berlín 1959; RIAZA MORALES J. M., Azar, ley,
milagro, BAC, Madrid 1964; SELVAGGIE F., Causalitá e indeterminismo. Problematica moderna alía
luce della filosofía aristotelico-tomista, Roma 1964; TILQUIN A., Le Béhaviorisme, París 1950.
V. Cudeiro
DIÁLOGO
DicPC
1. INTRODUCCIÓN.
La aproximación al término diálogo no puede menos que ser paradójica, pues, por un lado, nos es
lo más próximo, lo que espontáneamente nos encontramos haciendo en muchos momentos de
nuestra vida; pero, por otro lado, esto más cercano, nos es, desde el punto de vista de su
fundamento e implicaciones, lejano y oscuro. Diálogo es, emprendiendo el camino de lo próximo a
lo fundamental y originario, comunicación mantenida, conversación; por tanto, acontecimiento
relacional que tiene por objeto la comprensión de aquello sobre lo que se conversa y de aquel con
quien se conversa. Y si el diálogo es camino de conocimiento de la realidad y del otro hombre, es
también el método de realización y socialización, ya que somos lo que somos gracias a nuestra -
>relación con otros y la realidad se nos presenta, a su vez, como mundo compartido. Podemos,
entonces, definir el diálogo como una forma de expresión, como una forma de discurso, de
presentación de lenguaje. Todo diálogo, en la más pura tradición socrático-platónica, nace del arte
de la pregunta y la respuesta, muestra el discurso en su vivacidad, y tiene como intención hacer
acceder al otro, al interlocutor, al saber verdadero, que lo es cuando tiene su asentamiento en su
alma y en su esfuerzo. El trabajo por alcanzar la rectitud de la opinión y llegar a la ciencia verdadera
pasa por el proceso de definición, de fijación del sentido, en el que uno y otro, uno con otro,
podemos liberarnos de la particularidad de nuestra opinión para acceder a lo universal. La
diferencia de los interlocutores es mantenida, pues se accede a lo común desde el propio esfuerzo,
en un itinerario personal. Cuando el acceso a lo común borra las diferencias -ya sea que el yo
subsuma al tú o a la inversa, o que ambos se diluyan ante la objetividad del saber impersonal-, el
diálogo no es comunicación sino información.
El prefijo dia indica división y separación (a través de); por tanto, aparece una creación de un
ámbito intermedio (->entre) en el que los logoi (discursos) se entrecruzan. Coexiste la división y
diferencia con lo recogido y reunido. Diálogo no es lo mismo que simple conversación, por la
presencia misma de este entre unificador y diversificador a la vez. ¿Quién no participa en el
diálogo? El que no se arriesga al espacio abierto del entre; el polemista que sólo quiere vencer y
teme poder no tener razón. La manera de abrir este espacio (entre) del diálogo es mediante la
pregunta. La pregunta rompe los límites de las medidas de validez. A diferencia de la afirmación, la
pregunta no suscita ninguna pretensión de verdad apofática. Así pues, frente a una lógica de la
afirmación (proposicional), surge una lógica de la pregunta, una lógica del diálogo. En cada
afirmación subyace, escondido, un momento de cuestionabilidad. El preguntar, lo acontecido en el
diálogo, horada las grandes esferas de validez concebidas desde las preguntas tradicionales por la
verdad. El diálogo nos conduce de esta manera a un universalismo lateral -necesitado de la
apertura a lo otro/los otros-, aunque también anhelante de universalismo en profundidad. Este
caminar en el sentido del diálogo lo podemos ver enriquecerse gracias a las aportaciones de
aquellas tradiciones de pensamiento que han hecho de él centro de su pensar, y, en muchas
ocasiones, también de su vivir. He aquí las fundamentales y significativas:
3. El diálogo y sus condiciones también han pasado a adjetivar una de las teorías éticas más
importantes de nuestro tiempo: la ética discursiva, o éticas dialógicas, del ->diálogo o de la
argumentación, cuyos máximos representantes son K. O. Apel y J. Habermas. Para estos dos
máximos representantes, sobre todo para el primero, el lenguaje adquiere un rango trascendental;
así transforma lingüística e intersubjetivamente la filosofía reflexiva trascendental de Kant. El
nosotros trascendental posibilita el acuerdo intersubjetivo por medio del diálogo, porque toda
argumentación racional o auténtico diálogo presupone una comunidad de comunicación. Los
diálogos efectivos, estratégicos, presuponen el diálogo más fundamental. La posibilidad del
entendimiento queda asegurada desde que nos confiamos al diálogo. En el diálogo, palabra dirigida
a otro (acto de habla), se manifiesta una dimensión ->hermenéutica (entendimiento mutuo) y ética
(reconocimiento recíproco de los interlocutores). Por tanto, el ->consenso al que apunta el diálogo
no es sólo fáctico, sino consenso racional desde la perspectiva de la situación ideal de habla (idea
regulativa y crítica frente a los diálogos fácticos, sólo fácticos y pragmáticos). De esta manera las
éticas del diálogo muestran, desde el reconocimiento del diálogo, el carácter ético de la
constitución comunicativa del hombre. Las características fundamentales de las éticas dialógicas
son las siguientes: son éticas procedimentales (no tratan de los contenidos de la moral, sino de la
forma -procedimientos- para establecer la validez normativa); deontológicas, es decir, su pregunta
central recae sobre la corrección, la validez, esto es, sobre lo justo más que sobre lo bueno -no
quiere decir que no se considere, pero no es lo prioritario-; cognitivas, confían en la razón para
encontrar una justificación de la norma, más allá de la simple aceptación emotiva; y, por último,
universalistas, en la más clara tradición kantiana, pero el principio de universalidad surge
dialógicamente, no monológicamente. El principio dialógico pasa, en definitiva, a constituirse en
principio moral.
Las críticas han sido muchas, y algunas de ellas ya plenamente asumidas hoy en día (reducción de la
moral al derecho, no contemplar la posibilidad del disenso, limitar la acción ética a la reciprocidad,
falta de aplicación a contextos concretos, unilateralidad de lo coactivo, estrechez del concepto de
razón puesto en juego, etc...). De entre todas ellas destacaríamos una, desde la tradición analítica y
fenomenológica, la cual marca la necesidad de encarnar experiencialmente el diálogo, como
sucede, por ejemplo, en la tradición personalista, aunque no sólo en ella. Esta crítica es la
protagonizada por uno de los pocos autores actuales que han hecho del diálogo centro casi
exclusivo de su reflexión; una reflexión, por otra parte, llena de un extraordinario rigor. Nos
referimos a F. Jacques. Este elabora una lógica lingüística para rescatar desde el lenguaje el
programa de una fenomenología de la intersubjetividad y de una dialógica ->yo-tú, y ofrecer un
fundamento trascendental a los análisis lógico-lingüísticos propios de la tradición analítica. Quiere
señalar el camino desde la lógica lingüística a una filosofía dialógica ampliamente entendida.
Jacques ha objetado contra la pragmática trascendental de Apel, que las condiciones generales de
la comunicación son prolongadas demasiado tranquilamente al ámbito de las estructuras socio-
históricas, y también son pasados por alto elementos esenciales del análisis del diálogo. Reprocha a
Habermas y Apel que, por la falta de una concepción radical de la relación humana, la
comunicabilidad no es ella misma fundante, sino fundada en una normatividad socialmente
predada. De esto resulta en dichos autores una tendencia a la sociologización de lo trascendental y,
por otro lado, a que se compense a través de la idealización y universalización, sin que la
comunicabilidad encuentre su propio suelo. Para subsanar esto necesitamos una ->antropología
dialógica (descriptiva), pues las condiciones trascendentales son necesarias, pero no suficientes.
El encuentro que en el auténtico diálogo tiene lugar, es una realidad antropológica que presenta
una exigencia ética. Ahora bien, a pesar de reconocer la profundidad teórica y vital de estos
planteamientos, hay que huir de ciertos misticismos en los que desemboca en ocasiones la
ideología del diálogo. Así por ejemplo, las relaciones económicas, sociales y políticas desarrollan
formas de conflicto a las que no se les puede aplicar directamente y sin ningún esquema
intermediario el modelo de conciliación válido en las relaciones interpersonales del diálogo. Los
conflictos sociales y políticos son irreductibles a la situación de diálogo engendrada por nuestra
experiencia interpersonal. El diálogo cara a cara es un modelo demasiado simple de búsqueda de
soluciones, y no pueden ser enmascaradas relaciones institucionales (fundadas en el valor -
>justicia) bajo relaciones interpersonales (con el prototipo de la ->amistad). No podemos pasar
acríticamente de los ídolos del yo, del individualismo solipsista, a los ídolos del nosotros. Para salir
del solipsismo del lenguaje, del solipsismo del diálogo en el que algunos planteamientos y filosofías
parecen estancarse, habrá que dar el paso del diálogo —entendido muchas veces como monólogo
con reparto de papeles— al testimonio personal y a una reflexión sobre las instituciones sociales,
en las que falsamente se identifica el diálogo con la ausencia de conflictos o su ensordecimiento. La
precisión y los límites de una reflexión sobre el diálogo es necesaria. Si todo fuese diálogo, el
diálogo no sería nada. Reconocer los límites es apreciar su sentido e importancia. Se precisa, pues,
una crítica de la razón dialógica que tome en consideración no sólo la formalidad del diálogo (Apel,
Habermas), sino también la materialidad de la palabra (Buber, Lévinas) para que sigan teniendo
significado las palabras del poeta: «El diálogo que somos» (Hölderlin), aunque sólo lo sea, al
menos, en la utopía.
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; CORTINA A., Razón comunicativa y
responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; DÍAZ C., De la razón dialógica a la razón
profética, Madre Tierra, Móstoles 1991; DOMINGO MORATALLA A., El arte de poder no tener razón.
La hermenéutica dialógica de H. G. Gadamer, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca
1991; GADAMER H. G., Verdad y método II, Sígueme, Salamanca 1992, 203-210; JACQUES F.,
Dialogiques. Recherches logiques sur le dialogue, PUF, París 1979; LACROIX J., El sentido del diálogo,
Fontanella, Barcelona 1964; LAÍN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1988;
MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; RICOEUR P., Amor y Justicia,
Caparrós, Madrid 1993.
T. Domingo Moratalla
DIFERENCIA
DicPC
Una segunda estrategia en la liberación de la Diferencia es la que, sobre la base de una libre
inspiración nietzscheana y spinozista, ha propuesto el filósofo francés Gilles Deleuze. Su obra
Diferencia y repetición (1967) se impone en este ámbito como una referencia ineludible, tanto por
la sistematicidad de su planteamiento, como por la riqueza de sus asociaciones teóricas
(Kierkegaard, Bergson, Freud...). Por cierto que Deleuze reconoce la necesidad de la apertura
heideggeriana a la Diferencia. Pero su estilo de pensamiento está muy lejos de la piadosa gravedad
meditativa del autor de El ser y el tiempo. La energía crítica de su filosofía en general, y la eficacia
peculiar de su pensamiento de la Diferencia, proceden en buena medida de su activa recepción de
una escritura libre y de una gaya ciencia a la manera de Nietzsche. Asimismo, explota, en una
especie de collage, motivos de variada procedencia: de la Historia de la Filosofía (sobre todo
Platón, Duns Escoto, Leibniz, Spinoza, Kierkegaard, Bergson), temas literarios (Artaud, Borges,
Joyce), científicos, etnológicos, estéticos, psicoanalíticos. Ese amplio registro permite confirmar lo
que inicialmente se adelanta como una intuición vaga: que el tópico de la Diferencia está patente
en el aire de la época. De hecho, la interpretación de la época aquí, en clave de inversión del
platonismo, se vincula expresamente al efecto más notable de la liberación de la Diferencia: la
destrucción de la Identidad, el desfondamiento universal y, en suma, la glorificación de los
simulacros. Lo decisivo en el problema de la Diferencia estaría, pues, en el conflicto entre el
simulacro y la resistencia al simulacro. El sentido común, de acuerdo con el principio de la
representación, se resiste con todas sus fuerzas al simulacro, al efecto de una Diferencia no
sometida al principio de Identidad. Toda la cuestión está encerrada en esta alternativa: o bien
pensar la Diferencia a partir de lo Mismo (es lo que hacen la representación y el sentido común), o
bien pensar lo Mismo a partir de la Diferencia. Esto último choca con el buen sentido; pero es que
el pathos de la /filosofía, de esta filosofía, es la paradoja, no la sensatez. Pathos de la paradoja que
se patentiza también en un talante de destrucción, especialmente frente al alma bella. El alma
bella dice: «Diferentes, pero no opuestos», allí donde este pensamiento de la Diferencia encuentra
conflicto, selección, decisión.
Próximo al de Deleuze, por lo que se refiere a su lugar histórico, y desde luego compartiendo con
aquel premisas, contextos e intereses, lo que se suele llamar pensamiento de la Escritura, o
Desconstrucción del logocentrismo, constituye una tercera estrategia en la liberación de la
Diferencia pura. A decir verdad, la trayectoria intelectual de Derrida, sin duda la más relevante aquí
(o cuando menos la primera etapa de esa trayectoria), es seguramente la referencia textual que
con mayor legitimidad cabe interpretar como base de un Pensamiento de la Diferencia. No sin una
parte de ironía y de juego, pero también como indicio de una singularidad diferencial, en la manera
con la que el pensamiento de la Escritura elabora la Diferencia, Derrida escribe a veces esta palabra
con una variación, con una falta de ortografía: Différance (con a), grafía cuya pronunciación, en
cualquier caso, se oye o se entiende como igual a Différence (se ha propuesto alguna vez, para
respetar esa homofonía, traducir Différance por Diferenzia). El eje de las obras que exponen el
programa de la Desconstrucción (La Escritura y la Diferencia, De la Gramatología, La Voz y el
Fenómeno) consiste en una novedosa meditación de los efectos logocéntricos de la escritura
fonética. Por decirlo en función de un ejemplo privilegiado: la implicación del eidos platónico y el
primado de la voz, la fundación fonocéntrica de lo inteligible. A partir de es e tópico, Derrida
reinterpreta temas y motivos del pensamiento contemporáneo que apuntan a un cierre o clausura
del logocentrismo y, así, a una posible salida (no necesariamente del laberinto, pero sí de la ilusión
de la presencia).
Sí se decide, a saber, por la Diferencia como lo totalmente otro, un cuarto tipo de pensamiento
relevante en estos parajes. Se trata de la Metafísica de la Alteridad expuesta en las dos obras
principales de Lévinas (Totalidad e Infinito y De otro modo que ser o más allá de la esencia). A decir
verdad, ni en una ni en otra se destaca explícitamente nuestro tema. Pero se apela a él
implícitamente en la serie de motivos que este pensamiento articula a partir de la Alteridad o la
Exterioridad. La tesis ontológica básica de la filosofía de Lévinas se resume en una Heterología: el
ser se divide en lo Mismo y lo Otro, o, lo que viene a ser lo mismo, el ser es exterioridad. Esta tesis
supone una demoledora crítica de la /Ontología clásica (y también de la Ontología fundamental de
Heidegger) y la afirmación de una posibilidad estrictamente metafísica: el deseo de lo másallá del
ser, de lo otro que el ser. Y la experiencia básica, concreta, de esa metafísica, es la /relación social,
la apertura originalmente moral al /rostro del otro. Así, por un lado, la Diferencia es otro nombre
de la trascendencia, del intervalo entre el ser y lo más-allá del ser (que de todas formas Lévinas se
resiste por buenas razones a interpretar teológicamente). Por otro lado, la Diferencia es lo que hay
entre el mismo y el otro, entre yo y el otro. Esta última Diferencia es, o alberga, en consecuencia, la
posibilidad de ser el uno-para-el-otro, y así, la no-/indiferencia, la implicación del uno con el otro
hasta el punto de la sustitución.
Con frecuencia, a las llamadas Filosofías de la Diferencia (sobre todo con referencia a autores
declaradamente posmodernos, que ciertamente habría que situar en el marco que se ha esbozado,
como Lyotard o Vattimo) se las ha acusado de inmoralismo y de esteticismo. Los presuntos actuales
herederos de la /Ilustración suelen denunciar, en efecto, un riesgo de nietzscheanismo en todo
aquel que cuestiona el tipo de universalismo de la Razón moderna. Ahora bien, lo cierto es que allí
donde se ha pensado la Diferencia en su última profundidad, a saber, como Exterioridad, la / Ética
queda instaurada como la Filosofía primera.
BIBL.: DELEUZE G., Diferencia y repetición, Júcar, Madrid 1988; DERRIDA J., La Escritura y la
diferencia, Anthropos, Barcelona 1989; ID, De la gramatología, Siglo XXI, Buenos Aires 1971; ID, La
Voz y el fenómeno, Pretextos, Valencia 1986; ID, Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid 1989;
HEIDEGGER M., Identidad y diferencia, Anthropos, Barcelona 1988; PEÑALVER P., Desconstrucción,
Montesinos, Barcelona 1990; LÉVINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De
otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; LYOTARD J. F., La diferencia,
Gedisa, Barcelona 1990; VATTIMO G., Ética de la interpretación, Paidós, Barcelona 1991.
P. Peñalver Gómez
DIGNIDAD DE LA PERSONA
DicPC
Vivimos unos tiempos en los que la defensa de los derechos humanos y su fundamentación tienen
un papel capital en el pensamiento antropológico y político. Pero junto a esos intentos, nos
tropezamos también con un hecho: la violación de los derechos más inarrebatables del hombre es
un dato cotidiano en nuestro mundo. La dignidad de la persona está puesta en entredicho en la
práctica en unas proporciones difícilmente imaginables. Por eso, la comprensión de la dignidad de
la persona debe concretarse no sólo en la formulación teórica de los /derechos humanos, sino
también en la actualización práxica de esos derechos en todos y en cada uno de los hombres, pues
la dignidad humana no tiene como término el orden de lo teórico sino el de lo real, pues la persona
no es una idea abstracta sino un ser encarnado. Por otra parte, se dice y se escribe con frecuencia
que la persona es un valor fundamental y que tiene una dignidad propia irrenunciable.
Pero cuando sostenemos eso podemos propiciar una cierta confusión, consistente en pensar que
existen muchos valores y que uno de ellos es la persona, esto es, un valor junto o al lado de otros
valores. Como mucho se dirá -con Max Scheler-, que la persona es el valor fundamental, el
protovalor. No negamos que la persona sea considerada como primer valor en el orden de lo
creado. Pero parece conveniente distinguir entre unos valores que son siempre abstractos y la
dignidad que posee la persona concreta, de carne y hueso. En efecto, desde una perspectiva no
maniquea de la materia, también las cosas del mundo son dignas. Pero la dignidad de la persona y
la de las cosas no tiene el mismo valor, no son magnitudes ontológicamente sinérgicas. Por eso
aquí debemos plantear la asimetría que existe entre la dignidad de la persona y la del resto de
entes existentes, para, en segundo lugar, ensayar un intento de formulación de la dignidad de la
persona de forma incondicionada y absoluta.
I. CONSIDERACIONES ETIMOLÓGICAS.
La palabra dignidad deriva de la voz latina dignitas-atis, que es una abstracción del adjetivo decnus
o dignus, que viene a su vez del sánscrito dec y del verbo decet y sus derivados (decus, decor).
Significa excelencia, realce, decoro, gravedad. El Diccionario de la Lengua Española la define como
la «gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse». Es decir, nuestra lengua
asimila la dignidad humana a la acción personal y al comportamiento práxico, así como al rol social
que se ocupa. Por eso también significa «cargo o empleo honorífico y de autoridad». Pero,
¿podremos acaso afirmar que unas personas son más dignas ónticamente que otras? En el origen
etimológico del hombre como /persona se aplicó este concepto a aquel por ser un ser digno. No es
que el hombre sea digno por el hecho de ser persona, sino que se aplicó este término al hombre en
tanto que era un concepto que expresaba su dignidad. Parece que la expresión dignidad humana
apareció por vez primera en la pluma de san Agustín1. Y santo Tomás vincula la voz persona con la
dignidad, cuando escribe: «Pues, porque en las comedias y tragedias se representaba a personajes
famosos, se impuso el nombre de persona para indicar a alguien con dignidad», es decir, en tanto
que representaban a esos personajes ilustres y famosos 2. San Buenaventura sostuvo que «la
persona es la expresión de la dignidad y la nobleza de la naturaleza racional. Y tal nobleza no es una
cosa accidental que le fuera sobreañadida a esta naturaleza, sino que pertenece a su esencia»3.
1. Dignidad moral y «digneidad» ontológica. Para santo Tomás, como para la mayoría de los
teólogos y filósofos medievales, la dignidad humana se fundamenta en su racionalidad, con la que
el hombre descuella por encima de todas las creaturas. La naturaleza humana es para santo Tomás
la más digna de las naturalezas, en tanto que es racional y subsistente4. Esto significa que la altura
óntica y natural del hombre le posibilita no sólo conocer, sino también saber que conoce; no sólo
poseerse (por su libertad), sino también poder entregarse al otro (sin estar obligado a ello); no sólo
vivir dentro de sí, sino también entrar en comunión con los demás. Esto significa que la altitud
óntica del hombre es, precisamente, la que le posibilita su acción como ser que se adhiere a
valores; en su modo de ser se expresa su modo de obrar. A tenor de su libertad, el hombre puede
ser considerado un ser moral, de forma que es conducido hacia el bien por sí mismo, no por otros.
Pero en el Aquinate encontramos textos en los cuales percibimos la identificación entre la dignidad
personal -óntica- y el comportamiento moral, de modo semejante a lo que después harán muchos,
como Kant. Así escribe el teólogo medieval: «El hombre, al pecar, se separa del orden de la razón y,
por ello, decae en su dignidad, es decir, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existente
por sí mismo; y húndese, en cierto modo, en la esclavitud de las bestias» 5. Y el Aquinate prosigue
afirmando: «Por consiguiente, aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo,
sin embargo, matar al hombre pecador puede ser bueno, como matar a una bestia». De este modo
santo Tomás justificaba la muerte del inmoral (el pecador), al sostener que la persona, al
degradarse éticamente, se convierte en un ser indigno, no sólo moralmente, sino, diríamos,
también ónticamente, y viene a ser, en sus palabras, como una bestia. Precisamente esta
identificación entre la dignidad moral y la dignidad óntica, que encontramos en este texto, es la
que nosotros queremos superar aquí, pues sostenemos que la persona puede degradarse en su
dignidad moral en tanto actúe inmoralmente, pero jamás puede ser tratado como una bestia, pues
conserva siempre su digneidad óntica, ya que el inmoral no deja de tener racionalidad y libertad, ni
de ser persona; no por el hecho de hacer un mal uso de su autonomía deja de ser autónomo. Y
aunque quizás Kant no lo aceptara, la autonomía del hombre no sólo se muestra en que dirige su
vida hacia lo bueno, sino en que puede dirigirla también hacia lo malo; precisamente estas dos
posibilidades son la garantía de su acción libre.
A tenor de lo dicho, la confusión que propicia la referencialidad de la palabra dignidad muestra que
no da cumplida cuenta de la propiedad de la persona en su entidad ontológica. Y esa confusión
aparece cuando se dice que la persona es digna en su acción moral, como en la filosofía ética de
Kant, ya que aquí una persona es más digna que otra -moralmente- si su comportamiento moral es
más elevado, si es verdaderamente autónomo. Pero esto coadyuva a la confusión entre la dignidad
del comportamiento moral de la persona con la dignidad de la persona en sí misma, en su suidad,
en su mismidad. En este sentido introducimos aquí el neologismo de digneidad, esto es,
refiriéndonos a la dignidad ontológica, premoral, de la persona, como ser digno por el solo hecho
de ser persona, e incluso al margen de su comportamiento moral. La peculiaridad intrínseca de la
persona, que sobreabunda ónticamente sobre el resto de los seres finitos, es su más íntima su¡dad.
En este sentido, la dignidad se da en la praxis de la persona y la digneidad es previa a aquella, la
digneidad es el fundamento de posibilidad de la dignidad, pues si bien la persona puede frustrarse
en el desarrollo de su personalidad cuando actúa inmoralmente, su personeidad -en el sentido de
Zubiri- no por ello mengua un ápice. La digneidad de la persona le acompaña siempre, por el hecho
de ser un ser cualitativamente distinto de los entes que le rodean en el universo de lo creado: por
su racionalidad, su relacionalidad, su libertad, su eticidad, su acción práxica y poiética, etc.; es
decir, aquello que la persona y sólo ella posee en el orden de la naturaleza. Estimamos que es
preciso establecer esta distinción, pues un ser humano todavía no nacido no ha llegado a la praxis,
sino sólo a la pasión receptiva y, en este sentido, no puede decirse que sea digno por su
comportamiento moral, pues no tiene tal. De la misma forma, una persona que se encuentre en
coma clínico profundo, sólo recibe las acciones de los otros, pero él no realiza -aunque antes sí lo
haya podido hacer- acción libre alguna. Algo similar cabe decir de un deficiente psíquico profundo,
del loco, del tonto, etc. Su dignidad no viene dada por su acción autónoma en el orden ético, pues
está imposibilitado para ello -y en el enfermo en estado inconsciente, al menos por el momento-,
mas no por esto deja de tener su dignidad intrínseca, esto es, su digneidad. Y lo mismo cabe decir
del inmoral, pues el mismo hecho de realizar un acto inmoral responsable, es expresión de que
puede hacerlo, pues está capacitado premoralmente para ello.
2. La dignidad humana para I. Kant. Pocos como Kant han reflexionado más y mejor sobre la
libertad y la dignidad humana. Pero, ¿dónde radica para la ética de Kant la dignidad de la persona?
En el valor que ella, en su actuar libre, se da a sí misma, en su autonomía, por la que el hombre se
eleva sobre lo natural. Para Kant la autonomía «no es ninguna otra cosa más que la personalidad,
es decir, la libertad e independencia del mecanismo de toda la naturaleza». La ley moral es «santa,
gracias a la autonomía de su libertad» 6. Y también afirma que tiene que «ponerse en el alma
absolutamente el puro fundamento motor moral», mediante el cual el hombre siente «su propia
dignidad»7. Pero, ¿qué hacer, entonces, con el infra-hombre, con la persona que no ha llegado a su
plena autoposesión y autonomía? ¿Qué diremos de la persona que no acepte comportarse
moralmente, del inmoral? ¿No merece el respeto en su persona? ¿Qué diremos de las mujeres y las
personas de piel negra, que, según Kant, no habían llegado a la mayoría de edad y estaban
excluidos del voto? La vía de la autonomía moral, que pretendió fundamentar la dignidad de la
persona, ha fracasado -al menos parcialmente- en su proyecto, si nos situamos desde la
perspectiva de los oprimidos, desde los incultos, los tontos, los deficientes psíquicos, así como
desde el ser humano todavía no nacido, que pareciera, al no ser todavía autónomo, no tener los
derechos propios del ser humano racional, autónomo y libre en acto. Ante esto nosotros
afirmamos que el hombre no es persona porque obre moralmente de forma autónoma, sino que
acontece justo al contrario: por ser persona puede obrar responsable y libremente, de tal forma que
su ser persona es condición de posibilidad necesaria para su obrar moral autónomo y libre. Y por
ello debemos sostener su digneidad como previa a su dignidad comportamental; de no ser así
caeríamos en un actualismo moral que nos parece insostenible.
Por otro lado, una formulación del imperativo ético categórico kantiano postula que las cosas de la
naturaleza física pueden ser utilizadas como un medio, pero que «únicamente el hombre, y con él
toda criatura racional, es fin en sí mismo», pues la persona es «el sujeto de la ley moral», de tal
forma que en el orden de los fines el hombre «es fin en sí mismo, es decir, no puede nunca ser
utilizado sólo como medio para alguien (ni aun por Dios), sin, al mismo tiempo, ser fin» y esto
conlleva que «la humanidad, en nuestra persona, tiene que sernos sagrada»8. De esto puede
deducir Kant que la persona es «el único ser natural en el cual (...) podemos reconocer una facultad
suprasensible (la libertad), y hasta la ley de la causalidad y el objeto que esa facultad puede
proponerse como el más alto fin (el supremo bien en el mundo)». De manera que el hombre,
«considerado como ser moral, no se puede ya preguntar más por qué existe. Su existencia tiene en
sí el más alto fin; a este fin puede el hombre, hasta donde alcancen sus fuerzas, someter la
naturaleza entera»9. Y en otro lugar Kant escribió: «Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser
racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella
voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás
seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin»10. Pero si para Kant la
medida de la humanidad viene determinada por el comportamiento moral en libertad, en
autonomía, ¿qué pensar entonces del malvado? Parece que Kant no sabe qué hacer con él.
En definitiva, pensamos que en este tema Kant se ve atrapado por su distinción, realizada en la
Crítica de la razón pura, entre el fenómeno (lo aparencial y cognoscible) y el noúmeno (que, aunque
Kant afirma como existente, sostiene que nos es incognoscible); esta distinción es la que está en la
base de la ética de Kant que estamos analizando. Kant no puede afirmar que la persona sea un fin
en sí, pues esto se refiere a su noúmeno, a lo óntico, al ser de la persona, sobre la que despliega un
tupido velo; por eso sólo puede postular que debe ser tratado como un fin en sí. Este
posicionamiento gnoseológico y metafísico subyace a toda la propuesta ética kantiana y debería
sostenerse sólo en el caso de que se acepten los presupuestos epistemológicos del idealismo
trascendental.
Pues bien, la digneidad de la persona sólo puede fundarse, o bien desde una perspectiva teológica,
o bien desde una consideración exclusivamente humana, atendiendo a su realidad propia, natural,
al margen de su fundamentación incondicionada última en la digneidad conferida por Dios al
hombre, que le otorga su ser persona, en tanto que convocado a participar de su naturaleza divina,
tal como se afirma en el cristianismo. Desde esta perspectiva, santo Tomás sostenía que «la
persona significa lo más perfecto que hay» en toda la naturaleza13. Y con anterioridad san Agustín
afirmó que «Dios, sabio creador y justo ordenador de todas las naturalezas, concedió al hombre la
máxima dignidad entre los seres de la tierra» 14 . De esta forma, la fundamentación absoluta e
incondicionada de la dignidad de la persona humana en el cristianismo cobra su basamento en la
dignidad otorgada al ser humano por Dios. Si se prescinde de esta fundamentación última, divina,
de la dignidad de la persona, difícilmente se hallará un imperativo auténticamente categórico y
absolutamente incondicionado en el reino de lo absolutamente relativo. En efecto, pensamos que
la consideración del hombre como fin y no como medio, que propugna el supuesto imperativo
categórico kantiano, se convertiría en un imperativo hipotético, condicionado, que permitiría
utilizar al ser humano como medio, si no se sustentara esa imperatividad en la instancia superior
que constituye la dignidad del hombre como la más sublime creatura de Dios, y llamado por este a
su amistad y a la participación de su propia naturaleza en la filiación adoptiva. Por eso, con la
aparición del cristianismo se produjo una revolución histórica sin precedentes, al sostener la
igualdad por naturaleza de todos los hombres, con su digneidad constitutiva, y ello basado en la
afirmación del hecho más extraordinario acontecido en la historia: la encarnación de Cristo, Dios
mismo hecho hombre, que eleva al hombre a una dimensión inaudita. El valor supremo (la
digneidad) de la persona humana y la afirmación de la /fraternidad universal son las grandes
afirmaciones del cristianismo sobre el hombre.
Por otra parte, constatamos que la imperatividad moral la experimenta el hombre como algo que
él no se origina a sí mismo, que no se impone simplemente a sí mismo, sino que, en cierto sentido,
le viene impuesta; la voz de su conciencia no es simplemente la voz del pensamiento del hombre,
sino algo que suena más hondo y que resuena, a veces, aunque no lo quiera e incluso aunque se
oponga a escucharla o a seguirla. Si bien es verdad que la acción moral sólo se ejercita como tal en
la libertad, no es menos cierto que la imperatividad de realizar el bien y evitar el mal -otra cosa son
sus contenidos- no es algo que el hombre pueda decirse que se da, sino que más bien encuentra.
Por esto Millán Puelles ha señalado, contra Kant, que «los imperativos de los cuales nos sentimos
autores son todos, sin excepción, meramente hipotéticos»15. El ser persona del hombre le
posibilita responder a la imperatividad moral y cumplir los mandatos morales, pero no significa ipso
facto que sea el autor de los mismos. Si fuera así, no existiría ningún /valor ético absoluto, en tanto
que quien los establece no lo es; aquí sólo quedarían el relativismo moral, el contractualismo o el
consensualismo, en cualquiera de sus formas. Aristóteles y los escolásticos sostenían que el obrar
sigue al ser, y que el modo de obrar es expresión del modo de ser. Algo semejante puede
establecerse aquí: no puede salir de un ser relativo una imperatividad absoluta. Si aquí existe
imperatividad, no es absoluta; pero al no serlo, ¿es verdadera imperatividad incondicionada? Se
puede exigir que se acaten unas normas morales que pueden haber sido consensuadas, pero su
mandato no puede nunca ser absoluto, pues están referidas a la fuente de donde emanaron, que
no es absoluta. Se trataría, como sostiene Millán Puelles, de un mandato condicionado, pero no
categórico: «Lo absoluto sólo es posible, sin relatividad real de ningún género, en lo que de ningún
modo es relativo realmente a ningún otro ser, y ello sólo se cumple en algún ser individual que no
tenga necesidad de ningún otro»16. Y este ser no contingente no puede ser sino solo Dios.
En definitiva, ¿cómo fundamentar la digneidad absoluta del ser humano, que es percibido como un
ser no absoluto? Difícilmente se podrá llevar a cabo la fundamentación última de tal dignidad
incondicional, si sólo se considera al hombre desde sí mismo: «No nace, pues, del hombre la
dignidad, sino de la gratuidad de Dios», de modo que «la religión es» (...) la «afirmación absoluta
del hombre a la luz de Dios, y ello de tal forma que negando al hombre se niega a Dios»17. Pero
esto no significa, en absoluto, una minusvaloración del hombre considerado en sí mismo, sino sólo
la constatación de que el hombre es un ser que, como dirían los escolásticos, no sólo no es causa
su¡, sino que tampoco es causa per se. ¿No es esto algo obvio? Por el contrario, en lugar de ser el
hombre minusvalorado, se le eleva a un orden de digneidad insospechado si se le percibe
exclusivamente como un tataranieto del protozoo. El hombre, viniendo del mundo material,
representa un salto cualitativo que le aproxima a la divinidad. De esta forma, sólo en el Dios
absolutamente Absoluto puede fundamentarse incondicionalmente la digneidad de la persona
humana, ser relativo absoluto. Y con esto llegamos a lo fundamental: «Después de la magnificación
del más allá del bien y del mal de Nietzsche, ya no podemos seguir contando con un imperativo
categórico quasi-innato en todo hombre, consistente en hacer del bien de todos los hombres la
medida de la propia actuación. No, lo categórico de la pretensión ética, el incondicional tú debes,
no puede fundamentarse en el hombre, en un hombre condicionado en todos los sentidos, sino
únicamente en un Incondicional: en un Absoluto capaz de comunicar un sentido trascendente, y
que comprende y penetra al hombre concreto, a la naturaleza humana y a toda la comunidad
humana. Esto sólo puede ser la última realidad, ciertamente no demostrable racionalmente, pero
que puede ser aceptada en una confianza razonable, independientemente de cómo se la nombre,
entienda o interprete en las diversas religiones» 18.
Esta fundamentación, no obstante, podrá parecer a algunos como fundamentalista, pues servirá, se
dirá, para el que crea en Dios y en ese Dios que es Padre bueno de todos los hombres. Esto nos
obliga a sostener que, como verdadera fundamentación mínima de la digneidad humana, sea
necesario afirmar que entre la naturaleza física en la que vivimos, el hombre, ser relativo y que no
tiene el origen de su ser en sí, es el ser más digno entre los seres de la tierra, pues sólo él puede
amar, sólo él tiene libertad, sólo él puede pensar y saber que piensa, sólo él puede sonreír, sólo él
puede ponerse obligaciones más allá de cualquier instancia instintiva, etc. Pero incluso en este
sentido natural, ¿puede ser la digneidad de la persona objeto de consenso o contrato? En modo
alguno; la persona es el protovalor fundamental, previo, innegociable, el sujeto privilegiado donde
se realizan en concreto los valores abstractos. Es decir, previa a la dignidad de la persona que actúa
moralmente en libertad, y que puede dar razón de sus acciones, se encuentra la digneidad, que
debe ser, en cualquier caso, incuestionable, esté fundamentada en el Absoluto incondicionado o en
su propia naturaleza humana.
La persona humana tiene, pues, dignidad moral cuando se comporta éticamente de forma
adecuada con unos bienes, valores, etc. Pero es, además, el valor más alto en el orden de la
naturaleza; no tiene, por tanto, precio, sino valor, y un valor protológico y protoético; y ello tiene su
base en su digneidad, es decir, su dignidad óntica. Esto es, la persona es digna a priori, incluso
aunque los demás no reconozcan, en un acto de indignidad moral, su digneidad ontológica, e
incluso aunque la nieguen. El canon de la digneidad no puede depender, en modo alguno, del
coeficiente de inteligencia, del color de la piel, de la genitalidad de uno u otro género, del lugar
donde nacemos, de lo que poseemos, etc. Si tal fuera, estaríamos de bruces ante el /racismo o los
totalitarismos en cualquiera de sus perversas manifestaciones; es decir, en la mayor negación de la
dignidad moral de quien lo sostiene. La digneidad de la persona sobresale por encima de las
instituciones nacionales, económicas, de la naturaleza cólica, e incluso por encima del abstracto
género humano, esa etérea humanidad abstracta a la que se refiere el imperativo supuestamente
categórico de Kant. La digneidad de la persona le es intrínseca por su propia naturaleza, incluso
aunque no se admita el origen teonómico del imperativo ético. En forma alguna un Estado político
puede usurpar la dignidad de la persona, ni situarse sobre ella, y ni siquiera se puede situar a su
lado, pues no es una entidad de un valor ónticamente paritario. Además, tanto la dignidad humana
como los derechos humanos que deben reconocérsele prácticamente (no sólo de modo teórico) no
puede emanar simplemente de un consenso fáctico entre los hombres (esto significaría en realidad
una petición de principio y no pasaría de ser un puro postulado, pues los hombres, dotados de
sustantividad, racionalidad, lenguaje, libertad, etc., en todo discurso que busque el consenso sobre
cualquier norma ética, deben a priori reconocerse recíprocamente como personas capaces de
darse a sí mismas normas éticas y, por tanto, se consideran legitimadas a priori por su propia
dignidad para tal fin).
Si se acepta que pueda existir el consenso, se debe aceptar simultáneamente, si no se quiere caer
en contradicción, que este puede no encontrarse, esto es: que se dé el disenso; pero no es posible
de ningún modo aceptar un disenso en el valor intrínseco de la persona humana, en tanto que es
precisamente lo que está siempre presupuesto en cualquier intento de consenso ético entre
hombres libres. Por tanto, la digneidad humana no puede ser objeto de consenso -y tampoco de
disenso-, pues es lo que se presupone como pilar básico entre personas libres que buscan
acuerdos. De aquí se sigue que ningún Estado, ninguna sociedad, ninguna comunidad de
comunicación lingüística, etc. -y por supuesto, ninguna persona individual- pueden establecer nada
que sea contrario a la digneidad de la persona. Ningún colectivo, en tanto que colectivo, es fin en sí
y digno por sí, mientras que la persona sí lo es. Estamos, entonces, contra lo que Hegel relataba del
imperio romano: «Un Estado como tal, es el fin a que sirven los individuos, para el cual los
individuos lo hacen todo (...). Un Estado, leyes, constituciones, son fines; a ellos sirve el individuo»,
de forma que «los individuos libres son efectivamente sacrificados a la dureza del fin» 19. Y
finalmente, la persona no es digna porque deba ser tratada como fin en sí como afirmaba Kant y
otros muchos20, sino que ocurre exactamente al contrario: por ser digna, debemos considerarla y
tratarla como fin en sí y como ininstrumentalizable. Y ello es debido a que ser digno y ser fin en sí
no son exactamente sinónimos; toda persona es fin en sí, pero no se es persona (digneidad) por ser
tratado como fin en sí, sino que debemos tratarnos a nosotros y a los demás como fines en sí
porque somos personas, seres dignos en sí.
NOTAS: 1 De civitate Dei, II, 29,2. -2 S. Th., 1, q. 29, a.3, ad 2. - 3 II Sent. a. 2, q. 2 ad 1. - 4De
Potentia, 9,3. - 5S. Th., II-II, q. 64, a. 2, ad. 3. - 6 I. KANT, Crítica de la razón práctica, 127. - 7 ID, 210-
211. - 8 ID, 127. - 9 ID, Crítica del juicio, 352. - 10 ID, Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, 82-83; precisamente de aquí hace derivar el fundador de la filosofía crítico-
trascendental la segunda formulación del imperativo categórico práctico, que dice así: «Obra de tal
modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio» (ID). - 11 X. ZuBIRI, El hombre y
Dios, 103. - 12 ID. - 13 S. Th., 1, q. 29, a. 3c. - 14 De civitate Dei, XIX, c. XIII, 2; PL, 41, 640. - 15 A.
MILLÁN PUELLES, La libre afirmación de nuestro ser, 398. - 16 ID, 412. - 17 C. DÍAZ, La persona, fin en
sí, 24-25. - 18 H. KÜNG, Proyecto de una ética mundial, 74. - 19 G. W. E HEGEL, Lecciones sobre la
filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid 1994', 207. - 20 Llevado por la equivocidad
kantiana, algunos, como A. Andrés Roig, definen así la dignidad: «Dignidad -el hecho de que somos
fines y no medios-»; en La dignidad humana y la moral de la emergencia en América Latina, 180.
BIBL.: AA.VV., Dignidad personal, comunidad humana y orden jurídico, 2. vols., Instituto Filosófico
de Balmesiana-Editorial Balmes 1994; DíAZ C., La persona, fin en sí, Instituto Emmanuel Mounier,
Madrid 1990'; KANT L, Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid 1975; ID, Crítica del juicio,
Espasa-Calpe, Madrid 1977; ID, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe,
Madrid 1983$; KÜNG H., Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1991; MILLÁN PUELLES A.,
La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Rialp, Madrid 1994;
MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; RoIG A. A., La dignidad
humana y la moral de la emergencia en América Latina, en APEL K. 0.-FORNET BETANCOURT
R.DUSSEL, Konvergez oder Divergenz? Eine Bilanz des Gesprächs zwischen Diskursethik und
Befreiungsethik, Augustinus, Aquisgrán 1994, 173-186; SÁNCHEZ VÁZQUEZ A., Etica, Grijalbo,
México 1969.
M. Moreno Villa
DIOS
DicPC
1. Razón del tema. El tema de Dios es una constante histórica de la cultura y de la filosofía,
pudiendo decirse que el pensamiento humano brota de la necesidad ineludible de descifrar el
enigma del origen y destino del hombre; el pensamiento es, desde el principio, religioso. Una
inquietud que emerge de distinta manera en momentos cruciales, en los que se hace más viva la
conciencia del sentido y de lo irreversible. Aparece entonces la necesidad de un horizonte
(instancia o entidad misteriosa) que sea punto de referencia de toda teoría y de toda praxis para
justificar la realidad global y el orden histórico-social y ético. Semejante inquietud, traducida en
búsqueda incesante del hombre, arraiga en la experiencia de precariedad del acontecer histórico y
del obrar humano. Existe un abismo insalvable entre el modo de dársele las cosas al hombre y
cómo él desea que fueran de verdad. Una evidente desproporción entre lo cobrado y lo anhelado.
Por eso se siente obligado a establecer un doble nivel de realidad, que expresa con las categorías
de /trascendencia e inmanencia. Ambas se refieren a ámbitos ontológicos distintos, pero
correlativos y polarizados. Por inmanente se entiende lo inmediato y tangible, lo perecedero y
superable, lo condicionado. Trascendente significa plenitud ontológica, total consistencia,
independencia absoluta, poder ilimitado. Es lo indefectible y omniperfecto. Aunque los estratos
ontológicos expresados por estos conceptos son irreductibles entre sí, el hombre pasa, sin
embargo, de lo inmanente a lo trascendente, siempre que reflexiona en profundidad sobre lo que
tiene a mano. Este ha sido el iter de su discurso, cuya trayectoria está marcada por el acceso
progresivo a una forma concreta de trascendencia que configura los diversos sistemas históricos.
Sin entrar de momento en ulteriores cuestiones, reducimos a tres los paradigmas pergeñados de
trascendencia: el cosmológico-metafísico de los griegos y escolásticos, el antropológico-subjetivo
de los modernos y ciertos sectores existencialistas, y el ético-social de las corrientes humanistas
actuales. Describimos sus respectivos contextos históricos.
2. Contextos históricos. La tradición filosófica identifica a Dios con la trascendencia, mientras que
considera al /mundo y a la historia como espacio de transición y ve en el hombre una entidad
intermedia entre la consistencia divina y la caducidad mundana. La /cultura actual, en cambio, que
concibe al mundo como hechura del hombre, está marginando la cuestión de Dios porque no acaba
de ver su utilidad, aunque sigue pendiendo de su necesidad, ya que no encuentra en la razón
tecnológica la panacea de sus males. Vistas así las cosas, los contextos de la pregunta por Dios son
harto diferentes. Los reducimos a dos fundamentales, aunque distinguimos diversos tipos de
pregunta en cada uno de ellos.
a) Contexto tradicional. En tiempos pasados el problema del conocimiento de Dios discurrió por
dos caminos, el cosmológico y el antropológico. El primero parte de la comprensión del mundo
circundante, cuya precariedad ontológica obliga al hombre a pensar en una realidad superior que
posibilite su existencia. Es la vía ontológico-metafísica de los griegos (presocráticos, Platón,
Aristóteles, etc.) que, con distinto procedimiento (intuitivo o discursivo), los conduce a un primer
ser, origen y destino último del mundo. La filosofía medieval desde san Agustín hasta F. Suárez,
pasando por la originalidad de san Anselmo, la genialidad de santo Tomás y las modalidades de la
escuela franciscana, transita por esta misma senda. La segunda vía, la antropológica, tiene en
cuenta la peculiaridad del hombre, con su gama de vivencias integrada por conocimientos,
voliciones, /sentimientos y responsabilidades. Este análisis alumbra la conclusión de que la vida
humana es inexplicable sin la presencia de una realidad absoluta, allende el tiempo y el espacio,
que polariza y garantiza, a la vez, la subjetividad humana y sus exigencias éticas. Los balbuceos del
humanismo renacentista (N. de Cusa, G. Bruno) desembocan en el establecimiento de la
racionalidad del universo desde el hombre como /sujeto pensante. Dos son las modalidades más
notables de esta filosofía. Una gnoseológica, distintamente representada por Descartes y Kant,
como cabeza de fila; y otra metafísica, que tiene en B. Spinoza su máximo exponente. El /Absoluto
incondicionado de este es aceptado posteriormente por la "Ilustración y el Romanticismo, que lo
hacen vértice de la razón humana. Herder, Fichte, Schelling y Hegel, lo mismo que Goethe y
Hölderlin, sufrirán la influencia del pensamiento spinoziano.
1. La existencia de Dios. Por no ser Dios un dato experiencial, sino exigencia de la /razón
especulativa, el problema de su existencia adquiere forma demostrativa. Sus primeras
formulaciones se deben al pensamiento hindú y a la filosofía griega. He aquí sus elementos
estructurales: conocimiento confuso del ser en general, razonamiento por vía de causalidad,
establecimiento de un ser absoluto y determinación de su naturaleza específica. Este tramo último
constituye propiamente lo que se viene llamando demostración de Dios. A él se ajustan, aunque en
diversa medida, las formulaciones siguientes.
Este puede ser el resumen: Si hay seres contingentes (que comienzan a ser y dejan de ser), es que
existe un ser necesario por sí, ya que nada puede comenzar a ser, si no es por lo que ya existe y no
cabe una serie infinita de seres necesarios cuya necesidad es causada por otro. La tradición de este
argumento se remonta al motor inmóvil de Aristóteles, causa primera de todo cuanto existe. Kant
critica sus mismos presupuestos, aludiendo a la imposibilidad de aplicar el principio de causalidad a
ámbitos metaempíricos. Hay que reconocer, no obstante, que la prueba tomasiana hace hincapié
en datos fenoménicos que muestran el paso de formas elementales de ser a otras más perfectas,
arguyendo con ello un plus o innovación de realidad y, por lo mismo, la necesidad de una causa
adecuada, que en el caso de la realidad global no puede ser otra que un ser absoluto por encima
del tiempo y del espacio, es decir, Dios.
El nuevo enfoque de la filosofía, que no entiende la realidad desde la sustantividad del mundo, sino
desde la ex-sistencia humana como proceso dinámico con base en la libertad (Fichte, Jaspers,
Heidegger, Sartre), ha contribuido a esclarecer el aspecto personal de Dios. Pero ni Fichte ni Jaspers
comprendieron bien su contenido ontológico. Por eso, el primero lo niega en Dios y el segundo
habla de suprapersonalidad o englobante supremo de lo real. Lo mismo habían hecho G. Bruno y B.
Spinoza y, mucho antes, el monismo espiritualista de Oriente. Pero es el /personalismo
contemporáneo el que ha sabido poner de relieve esta dimensión valiéndose de un análisis riguroso
de la /persona humana. Si esta, a diferencia del individuo, consiste en apertura y respectividad, de
modo que sólo se plenifica en la relación con otras personas por /amor, hay que convenir que en
Dios, plenitud de ser y, por lo mismo, desbordamiento de sí a los demás en un gesto de infinita
generosidad y amor originario, se cumple el aspecto de persona en sumo grado. Más aún, Dios es
la raíz de todo lo personal. «No es una persona, pero no menos que personal» (P. Tillich). En
resumen, si conocemos racionalmente a Dios como ser necesario, puede decirse que lo captamos
también como realidad absoluta y plenitud de ser y, por ello, como vida, espíritu y persona en
grado sumo, cuyos actos específicos son el conocimiento intelectivo, el amor y la libertad. Todos
ellos corresponden al ser personal concreto, en modo alguno entidad genérica y abstracta.
3. Relaciones de Dios con el mundo. a) Panteísmo. Esta ha sido la tentación de todo pensador. Si
Dios es el /ser, ¿qué lugar hay para los entes? De otra forma: ¿cómo tiene que ser Dios para que los
entes sean posibles? Por panteísmo se entiende ordinariamente la doctrina que identifica a Dios
con la sustancia del mundo, aunque no lo haga la suma de todas las cosas. Este sistema es más
religioso que filosófico y nace como reacción al politeísmo, al dualismo (dos principios supremos) y
a la sustantividad de las criaturas, cuya perfección real supondría una merma de la divina. Dejando
sus modalidades religiosas (Hinduismo, Budismo, Taoísmo, etc.), describimos sus formas más
relevantes. Así, el estoicismo concibe a Dios como el logos, principio inmanente a la naturaleza, de
donde todo procede y a donde todo retorna. Lo mismo piensa el neoplatonismo acerca del Uno,
realidad suprema y centro de consumación y síntesis. A partir del s. IX, las filosofías musulmana
(Alfarabi) y judía (Avicebrón), inspiradas en el neoplatonismo y más remotamente en el hinduismo,
ofrecieron signos inequívocos de panteísmo emanatista. Las connotaciones panteístas de algunos
filósofos de la baja edad media (N. de Cusa, G. Bruno) acompañan a su peculiar idea de creación,
según la cual el mundo no es más que la teofanía de Dios (Deus explicitus). Más evidente es el
panteísmo de Spinoza con su Deus sive natura, fuera del cual «no puede existir ni concebirse
ninguna sustancia». En cuanto natura naturans, Dios comprende la totalidad de los seres, que no
son más que manifestaciones y prolongaciones de su sustancia. Más tarde Hegel identifica el
Espíritu Absoluto (Idea) con el dinamismo de la /naturaleza y el devenir de la historia, en el sentido
de necesaria exteriorización suya. Por tanto, Dios es y será lo que la humanidad llegue a ser en su
crecimiento como espíritu, esto es, la historia humana consumada en libertad y solidaridad. Hegel
ve al mundo como pensamiento de Dios que se piensa incesantemente revelándose en él
eternamente. No es que el mundo sea Dios sin más, sino su determinación finita. La solución de
este problema estriba en la distinta manera y proporción en que Dios y el mundo son ser. Mientras
Dios es ser esencialmente (ser por sí), el mundo lo es por participación (lo ha recibido según su
capacidad finita). Que además del ser (Dios) haya entes (mundo) no significa que tenga que haber
más realidad o perfección añadida. Sólo se desarrolla, en plano distinto, la riqueza ontológica
contenida en el ser por sí. Lo aclaramos a continuación.
b) Creación. Este término contiene connotaciones más religiosas que filosóficas. Con originalidad
en la Biblia, es explicitado posteriormente por la tradición judeocristiana. A la filosofía corresponde
indagar su coherencia racional y sentido. Por eso la define como la producción de todas las cosas
de la /nada por Dios o la total dependencia en el ser. La cuestión se plantea entonces desde la
condición creatural de la realidad finita. Si las cosas comienzan a ser, sólo el Ser (Dios) puede
producirlas. ¿Cómo sucede esto? Entre las múltiples interpretaciones posibles, la más convincente
es la de participación por vía de causalidad (santo Tomás). Dios se comunica a los seres haciéndolos
partícipes de su /bien (ser) para que sean. Mas, con el fin de evitar las connotaciones mecanicistas
del término causa, que haría de la acción divina una actividad artesanal, G. Marcel recurre a la idea
de generosa donación de sí mediante la propia acción. Esta concepción es más acorde con la
personalidad de Dios (amor originario) que, como dijera santo Tomás, «no obra por el apetito del
fin, sino por amor del fin». No actúa para recibir, sino para darse. Por tanto, hay que entender la
acción creadora como obra del Bien supremo que, como tal, es difusión y efusión, amor personal.
En este sentido, el espíritu humano, creado a imagen de Dios, es constitutivamente amor y, por lo
mismo, crea en torno a sí un ámbito por el cual el otro queda aproximado a él, se convierte en su
/prójimo.
1. Esperanza frente a utopía abstracta. El ser humano no se agota en su relación con el mundo y
con los otros. Se proyecta allende sus actos concretos hacia una meta última que colme sus
anhelos y dote de sentido a su existencia. De diversa forma ha sido expresada esta tendencia:
Mirarse por encima del hombro (Pascal), tensión entre dos orillas (Nietzsche), falta del aire que
respirar (Unamuno), un todavía no (Bloch). Semejantes expresiones demuestran que el hombre es
un ser que espera ver realizadas un día todas sus posibilidades y alcanzar su plenitud. Apunta a un
estado de /felicidad, traducido en un ser para siempre (Laín Entralgo). Pero la persona humana,
cercada por la finitud de la existencia, solamente puede ser siempre, si por encima de ella hay una
realidad trascendente, polo último de referencia del cotidiano esperar, que la acoja
definitivamente. En otras palabras, el humanismo integral no tiene más cumplimiento que la
Trascendencia divina, puesto que las conquistas históricas son todas penúltimas. «Un estado
adquirido para siempre, es decir, una perfección absoluta» (Teilhard de Chardin).
3. Convivencia en fraternidad. Dios es quien hace posible la vida humana sobre la tierra, porque
sólo la fuerza de su amor contrarresta la natural repulsa de los miembros de la sociedad. El
personalismo comunitario ha puesto de relieve este aspecto, haciendo del /encuentro personal la
esencia de lo humano. Con ello alumbra un marco de relaciones donde es posible la reciprocidad de
conciencias (Nédoncelle) y queda garantizada la plenificación del hombre, que «no puede
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» 2. Pero este
orden espiritual nuevo es obra exclusiva del /Espíritu (Amor) que, al crear al hombre a su imagen,
lo hace partícipe de su bondad. Lo hace amor como Él, creándolo en fraternidad a escala de
humanidad. Ahora bien, esta común /fraternidad arguye necesariamente una paternidad también
común, cuyas características se encuentran en el Dios personal. Signo de esta paternidad es la
gratuidad (/gracia), en virtud de la cual todo conspira en favor de todos. En esta dirección hay que
mirar para divisar el futuro absoluto de la humanidad donde serán restañadas todas las heridas y
enjugadas todas las lágrimas.
NOTAS: 1 I. KANT, La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 19812, 201. - 2
CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 24.
BIBL.: ALFARO J., De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Sígueme, Salamanca 1988; DÍAZ
C., Preguntarse por Dios es razonable, Encuentro, Madrid 1989; ESTRADA J. A., Dios en la tradición
filosófica I: Aporías y problemas de la teología natural, Trotta, Madrid 1994; JÜNGEL E., Dios como
misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984; KASPER W., El Dios de Jesucristo, Sígueme,
Salamanca 1985; KOLAKOWSKI L., Si Dios no existe, Tecnos, Madrid 1985; KONG H., ¿Existe Dios?,
Cristiandad, Madrid 1978; LAFONT G., Dios, el tiempo y el ser, Sígueme, Salamanca 1991; LUCAS
HERNÁNDEZ J. DE S., Dios, horizonte del hombre, BAC, Madrid 1994; MIETHE T.-FLEw A., ¿Existe
Dios? El debate entre un creyente y un ateo, Cátedra, Madrid 1994; ZUBIRI X., Dios y el hombre,
Alianza, Madrid 1984.
J. de S. Lucas Hernández
DISCIPLINA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
El mundo del siglo XXI no parece abrirse de momento hacia demasiadas audacias; el abuelo
Prometeo trabajó excesivamente y por eso el nieto Narciso ha amanecido cansado, huraño,
indisciplinado, caprichoso. Lo suyo no son los hábitos surgidos del esfuerzo de la voluntad, sino los
actos emanados de la irrefrenable arbitrariedad del deseo, y por eso el rigor de la disciplina no
resulta /virtud valorada en épocas como la nuestra, donde el cambio o no se puede, o no se sabe
dar, o se sabe pero en el fondo no se quiere, o si se sabe y se quiere no se cree posible, o no se
espera, o si se sabe, se quiere y se puede ya se ha perdido la capacidad de esperar
disciplinadamente hasta que llegue el día.
Y es que la disciplina de la voluntad dice siempre relación al logro de una meta, mientras que la
indisciplina del deseo remite siempre a las épocas de transición o incluso de confusión, donde las
metas huelgan mientras abundan los métodos (caminos sin más allá cuando les falta la meta). Por
tanto, no cabe opción militante sin la ad-opción de alguna voluntad disciplinada: si existe algún lujo
que el verdadero militante no podría pagarse en modo alguno sería el de abandonar al mero
imperio de su arbitrio la conquista de la fortaleza.
La disciplina, como todas las virtudes, se aprende mejor de la mano de un buen maestro.
Etimológicamente hablando, disciplina viene de discipulus. El discípulo que ha sido bien
disciplinado por su maestro habrá debido amaestrarse en el cultivo de la constancia, de la no
improvisación, de la no precipitación, de la no negligencia. Muchos son los que no conocen de la
disciplina sino su mero cascarón, a saber, la observancia autoritaria de un orden sólo exterior,
mediante la sujeción hipertrófica de la conducta a normas severamente castigadas en caso de
conculcación; y de ahí precisamente proviene el disciplinar, verbo que significa azotar duramente
con disciplinas a alguien, o el autoflagelarse hiperexigente con rigor penitencial o mortificatorio, o
el formarle a los demás e incluso a uno mismo continuos consejos disciplinarios. Y si en esa
dirección toda práctica puede resultar aberrante a poco que nos descuidemos, a veces, por
desgracia, sin recurrir a los excesos, hay que recordar el refrán: «Quien bien te quiera te hará
llorar»; lágrimas y disciplina pueden resultar compatibles, aunque sin pasarse (recordemos, sobre
todo tratándose de la disciplina, aquello de que la virtud se encuentra en el justo término medio).
El disciplinado virtuoso, aprovechando las peculiaridades de su carácter y la naturaleza de su
irrepetible temperamento, se esfuerza por lograr el autodominio, el autocontrol, el señorío de la
propia idiosincrasia, para ponerla al servicio del ideal más beneficioso para todos. En tal sentido,
como ya señalara agudamente D. Hume, «Fabio era cauteloso, Escipión emprendedor. Y ambos
triunfaron porque la situación de los asuntos romanos durante el mandato de cada uno de ellos se
adaptaba a sus genios respectivos. Pero ambos habrían fracasado si estas situaciones se hubieran
dado a la inversa. Es afortunado aquel cuyas circunstancias se ajustan a su carácter, pero es más
excelente el que puede adaptar su temperamento a las circunstancias»1. Así que por la
autodisciplina del propio temperamento viene el control de la propia voluntad, del yo quiero en
libertad, que es antítesis de la incontinencia, pues al incontinente le ocurre lo que señalara Platón2:
en efecto, según Platón las almas de los hombres que se hallan inflamadas con apetitos impuros
incontenibles, cuando pierden el /cuerpo -lo único que les proporcionaba medios de satisfacción-
rondan volando por encima de la tierra acechando los lugares donde sus cuerpos se encuentran
depositados, poseídas de un incontenible deseo por recobrar los perdidos órganos de la sensación,
«como esos pródigos arruinados -comenta al respecto Hume- que, habiendo gastado su fortuna en
vanos despilfarros, se acercan a toda mesa bien provista y a todo grupo de gente en fiesta, siendo
de ese modo odiados hasta por los viciosos y despreciados, hasta por los necios». Desde esa
perspectiva resultaría muy interesante relacionar la disciplina con la abstinencia, y mucho
aprenderían los dietetas de hoy si, leyendo a Porfirio3, ampliasen al menos su obsesión
volumétrica y esteticista, mirando un poco más hacia el fondo del ojo de la virtud de abstenerse sin
incurrir en excesos nocivos. Más de uno comprendería entonces que, desde esa perspectiva, la
disciplina virtuosa se orienta hacia la autarquía, en cuanto absoluta superioridad de la persona
sobre el mundo, ya sea entendida esa superioridad aristotéllcamente, kantianamente, o
bíblicamente; y ello no tanto por menosprecio del mundo cuanto por afirmación de la irreductible
dignidad de la persona frente a todo lo demás: «No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos
refrena. Si te consientes en todos los deseos, te harás la irrisión de tus enemigos. No te complazcas
en la buena vida, no te avengas a asociarte con ella» (Si 18,30-32).
No puede faltar de la disciplina la diligencia, ese estar atento y vigilante, que es como la antítesis de
la pereza, de la holganza, de la intemperancia, de la excesiva relajación, la cual desemboca en fatal
abdicación, conducente al fascismo en última instancia, pues no hubo nunca forma alguna de
fascismo que no aclamase a un sacralizado Führer, intentando conducir al matadero a los
esquilados borregos cuando estos han abdicado de sus propias responsabilidades: «A una piedra
sucia se parece el perezoso, todo el mundo silba sobre su deshonra. Bola de excrementos es el
perezoso, que todo el que la toca se sacude la mano» (Si 2,1-2). Al diligente le suele sonreír la
fortuna, pero si bien el trabajo acostumbra a producir rendimiento, sin embargo el rendimiento no
constituirá para él un fin en sí mismo, ni siquiera en la perspectiva del más eficacista calvinismo o
del más instrumental sionismo. Hacia donde, en primera instancia, conduce la virtud de la
diligencia no es hacia el dinero, sino hacia la asunción del deber, hacia el cumplimiento de las
obligaciones; por eso recomienda Marco Aurelio: «Cuando por la mañana te cueste trabajo
despertar, ten presente este pensamiento: Me despierto para llevar a cabo mi tarea como
hombre»4. Maestro de maestros en el rigor del cumplimiento categórico, E. Kant eleva hasta el
límite del paroxismo la ética del /deber, recomendando una actuación pura y dura, al margen de
cualquier gratificación o recompensa que no fuera la gran recompensa de haber cumplido con el
deber mismo. La disciplina como virtud moral, pues, no buscaría resultados (no sería ética del
resultado), debiendo ser entendida únicamente como expresión de la buena voluntad. Sea como
fuere, en ese sentido constituiría una salvajada, así como la manifestación del más duro
maquiavelismo contrario a la virtud de la disciplina, cierto estilo militarote de disciplinamiento.
La intención pura no basta; el disciplinado no vive de la mera voluntad, por buena que ella fuere.
Su esfuerzo sistemático, cronometrado, medido, mensurado, ha de sujetarse para ser eficaz a una
estrategia y a una táctica, a unos planes, implementarse según el orden de los medios y de los
fines. Ahora bien, no siendo posible mantener el tipo con una diligencia absoluta y sin decaimiento,
¿cómo perseverar en las inevitables horas del cansancio? Para cuando el mal momento llegue,
porque ciertamente llegará, el creyente, sabedor de su propia finitud, solicita para ello el auxilio de
Dios; y en ese sentido hace de toda su vida un continuo ora et labora, un auténtico lab-oratorio.
«Quien añade ciencia, añade también cansancio», sentencia Qohélet. Y Santiago Ramón y Cajal,
acreedor de un Premio Nobel también en lo relativo al esfuerzo, añadía: «El entendimiento
alumbra como las velas, derramando lágrimas». Sin embargo el laborismo por el mero laborismo
no constituye de suyo virtud, a lo más que conduciría sería a la concesión de la medalla al mérito
del trabajo; y por eso una virtud cimentada en el esfuerzo, en la puntualidad, en el método, por así
decirlo, embutida en la sudadera, no podría nunca ser una virtud tensa, desabrida, triste (como
suele decirse: una virtud triste resultaría necesariamente una triste virtud, carente de fuerza, de
altura y de riqueza) y, por eso mismo, se duele y se goza, con ese sabor agridulce que acompaña al
gran esfuerzo, en la medida en que comprueba su valor, sabiendo tomarse con humor las agujetas;
por lo cual la diversión, la eutrapelia, resulta de todo punto necesaria para quien trabaja.
NOTAS: 1 Investigación sobre los principios de la moral, VI, 61. - 2 Fedón 81, c-d. -3 Cf Sobre la
abstinencia, Gredos, Madrid 1984. - 4 Enseñanzas para una conducta moral, 14.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; KANT I.,
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa Calpe, Madrid 1973; HUME D.,
Investigación sobre los principios de la moral, Alianza, Madrid 1993; MARCO AURELIO,
Meditaciones, Gredos, Madrid 1977.
C. Díaz
DONACIÓN
DicPC
El término don proviene de donum: regalo, favor, dádiva, obsequio. El verbo donar implica la cesión
gratuita del dominio sobre una cosa. Por tanto, a priori, y por la vía negativa, y obviamente, un don
no es un intercambio, ni una reciprocidad, ni un derivado de la aplicación de la justicia retributiva.
La misma raíz de la palabra nos marca un esquema interior para comprender su significado y su
uso. La donación implica a una persona que da algo, implica la gratuidad de esa acción, e implica
una aceptación libre o el rechazo de esa acción voluntaria, libre, gratuita. Más aún, el que da, dona
lo que posee y que al otro le falta; por tanto se encuentra en una situación de superioridad, aunque
sea tan sólo relativa a ese acto. Y, en el sujeto que recibe, una situación de carencia o indigencia
relativa, aunque sólo sea en relación, también, a ese acto. Podríamos describir grados en la
donación. No es lo mismo dar un poco del propio tiempo escuchando a otro, que dar los propios
bienes, que sacrificar algo estimado, que hacer un acto heroico para salvar a otro, que dar la vida
por otro, como hace una madre al dar a luz, o alguien que arriesga su vida por librar a otro de la
muerte o de un riesgo manifiesto. También podríamos hacer un análisis de las causas o las
motivaciones para la donación: no es lo mismo dar algo por una motivación intrínseca, que
extrínseca, hacer algo interesadamente o por ser visto, que altruistamente y sin recompensa. Este
nivel nos permite sacar una primera conclusión: la donación parece provocar la salud, el bien, el
placer, el bienestar, el amor en el que la recibe. Y, su contrario, el egoísmo, el encerramiento en sí
mismo, el enclaustramiento, la auto-fagocitación, la soledad.
I. DONACIÓN Y JUSTICIA.
Ricoeur, en su libro Amor y justicia, después de realizar una descripción exhaustiva del amor y de la
justicia, y dejando bien clara la diferencia esencial entre ambos, trata de establecer un puente
entre la poética del amor (lógica de la sobreabundancia, del don, de la gratuidad) y la prosa de la
justicia (lógica de la equivalencia). Ambos son interdependientes: el amor necesita de la justicia
para entrar en la praxis y expresarse en la ética; y la justicia necesita de la fuente del amor para
salir del utilitarismo legalista. La Regla de oro se circunscribe en el ámbito de la filosofía a la
fundamentación ética, desde el ámbito de la teología, a la perspectiva de la economía del don
(sobreabundancia, sobrenaturalidad, que trasciende la equivalencia, la lógica, la prosaica
ecuanimidad, el diálogo, la comunicación ideal). El don supera las perspectivas de la modesta / ética:
desde Habermas a Rawls, pasando por Apel, Mclntyre, Arendt, etc. Estos están limitados al ámbito
de la justicia, y no pueden escapar, o mejor, entrar en la dinámica de la gratuidad. Constreñidos por
la lógica de la razón discursiva y los presupuestos de partida del diálogo y la reflexión ética, se
pierden los beneficios del don, reservados para la inclusión de lo sobrenatural como una condición
previa de la eticidad. El fundamento de la moral sigue siendo un escollo insalvable, una piedra de
Sísifo, para los filósofos; ligera y traslúcida para los teólogos. La libertad es para Ricoeur el
fundamento más allá de la ley o la prohibición ética. Libertad entroncada con el ser ético por
excelencia: el carácter de la persona, que es definido como voluntad y, por tanto, responsabilidad.
Para explicar la radicalidad de la persona, en tanto que sujeto que puede experimentar el don y
hacerse don, no nos queda más remedio que trascendernos, llegarnos hasta el fundamento de la
persona. Pero no se trata aquí de hacer una fenomenología del fundamento ontológico de un ser
personal, sino de darlo por hecho para poder entender lo que es: la potencialidad de donación de
ese ser, la capacidad de caridad, de hacer un gesto de amor autotrascendente.
P. Ricoeur realiza un análisis del amor que se fija en los «rasgos que marcan lo que yo llamaría la
extrañeza o la rareza del discurso del amor...»1. Estos rasgos suponen: a) el vínculo entre el amor y
la alabanza, en el que puede apreciarse cómo el lenguaje del amor, supera las posibilidades de
expresión de la razón ética, se hace himno, poesía; se resiste al análisis (véase el Cantar de los
cantares); b) el vínculo del discurso del amor con el empleo del imperativo: «Amarás al Señor tu
Dios»... «y al prójimo como a ti mismo...» etc., que no pertenece al estatuto de la obligación, sino
del mandato. «El mandamiento que precede a toda ley es la palabra que el amante dirige al
amado: ¡ámame! Esta distinción inesperada entre orden y ley sólo tiene sentido si se admite que el
mandato de amar es el amor mismo, mandándose a sí mismo, como si el genitivo contenido en la
orden fuera a la vez el genitivo objetivo y genitivo sujeto; el amor es objeto y sujeto del mandato;
o, en otros términos, es un mandato que contiene las condiciones de su propia obediencia por la
ternura de su reproche: ¡Ámame!»2; c) el vínculo entre el amor y el /"sentimiento. «El poder de
metaforización que se vincula a las expresiones del amor» 3. Vínculo que permite relacionar todos
los sentidos posibles del amor en una espiral autoenglobante: el éros se transforma en agápe, y el
agápe en éros, el amor que sale de sí mismo, puede retornar a sí mismo fortalecido para volver a
salir, la donación encuentra su retribución, aunque su condición original haya sido no buscarla.
Pero hay un punto más de vinculación del amor con otra de sus rarezas. Más que el sentimiento, es
el don el que vehicula la explosión, allende la ética, del amor. ¿Qué duda cabe que es a este al que
se refiere Ricoeur cuando habla del amor al enemigo?: «El mandato de amar a los enemigos no se
sostiene por sí mismo: él es la expresión supraética de una amplia economía del don... la economía
del don desborda por todas partes a la ética»4.
Ético, el don, sí. Supraético, también. Porque, ya que todo ha sido dado, todo gravita bajo la
economía del don: la creación, en primer lugar, y luego el simbolismo, la ley y la justificación. El
mandato de dar tiene sentido como tal, porque previamente has recibido: porque nos ha sido
dado, demos nosotros. Es decir, porque el origen del don es supraético, se hace posible la ética: da
de lo que se te ha dado. La primera donación es sobreabundante, porque el mandato de donación
también lo es. Este es el fundamento sobrenatural de la lógica del amor al enemigo, el máximo
acto de donación posible.
La Regla de oro queda superada como una forma rudimentaria, primitiva, por el Sermón del
Monte, y el del Reino, que no dejan lugar a la ambigüedad; la Ley es imposible de cumplir para el
hombre -o desde el nivel ético-, porque hacerlo, lo cual implica el advenimiento del Reino, tiene
que experimentarse como un don que viene de lo alto, como Nicodemo, como Pedro, como todos
los que lo han experimentado saben. Si la Ley se lleva hasta el extremo, no parece que sea con el
afán de un bufón sádico que quiere reírse de nosotros, sino, tal vez, con el ánimo de manifestar la
imposibilidad de cumplirla por medios naturales. Santiago (1,17) nos dice: «Toda dádiva perfecta...
desciende del Padre de las luces». Dios aparece como el que toma siempre la iniciativa en todos los
órdenes: desde la creación, hasta en sus intervenciones en la vida de los hombres. Dios regala la
vida, crea, promete y cumple: «A tu posteridad yo doy este país» dice Yavé a Abrahán (Gén 15,18).
Pero previendo la posibilidad de la infidelidad, que se encuentra en lo íntimo de la máxima
donación de Dios (crear a un ser libre, como él es libérrimo, con el que poder relacionarse de tú a
tú, y que le puede despreciar, blasfemar, matar...), Yavé les otorga otro don necesario: la
circuncisión del corazón (Dt 29,21; 30,6), condición del retorno (la teshuvá, el retorno, que según el
midrash es anterior a la misma creación, previendo que la criatura libre iba a ser infiel). La Ley es
un don excelente (Sal 147,19), que habla de la sabiduría de Dios (Si 24,23), pero para cuya
aceptación y cumplimiento también hace falta otro don, un ,/corazón nuevo. El hombre es
impotente para llevarla a cabal cumplimiento. Por eso Dios sale siempre en ayuda del pueblo débil
e infiel, y les saca de la esclavitud con su brazo fuerte, les hace cruzar el Mar Rojo, les protege del
sol, de la sed, y del hambre en el desierto, y después les libra de sus enemigos en la tierra
prometida. Sus dones son inagotables, condescendientes hasta con los caprichos de su pueblo. Aun
cuando la reciprocidad se manifieste como un pacto entre amigos, Dios siempre se anticipa y
siempre perdona las deudas de esa reciprocidad. La retribución es clara en el AT, pero también la
sobreabundancia de Dios, que puede pasar por encima de las deudas contraídas por la infidelidad
del pueblo. El NT supera la ley de la retribución, y la generosidad no menos importante en el AT, se
desmanda. Dios es un manirroto. Se inaugura el tiempo del don exhaustivo de Dios, que hasta se
dará a sí mismo. «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10). Primero Dios da a su propio Hijo (Jn
3,16), dándose, por tanto, él mismo, pues Jesús mismo es Dios, heredero de los dones de Dios (Jn
17). Jesús mismo es donación, «se da a sí mismo en expiación», «da su vida» (Mt 20,28); «su carne
por la vida del mundo» (Jn 6,32.51); «Esto es mi cuerpo que se da por vosotros» (Lc 22,19). Por la
donación de sí mismo, de su vida, se nos regala el Espíritu. Del hombre sólo se pide que deje actuar
a Dios y se abra a su voluntad, a su don (Mc 10,15). Esta iniciativa de Dios acaba sugiriendo que el
hombre que recibe ese don de lo alto se done a su vez a los otros hombres, inaugurando una
cadena de donaciones, unos vasos comunicantes (san Bernardo) que regresan hasta Dios mismo,
que se complace en que sus hijos se amen.
Los dones que reciben los hombres dóciles a la acción del Espíritu -don de Dios por excelencia (He
8,20; 11,7)- les potencian para todo tipo de /carismas (lCor 12), al igual que las gracias de Cristo
resucitado que les sobreabundan (Ef 4,7-12; Rom 5,1521), y que les hacen tener en arras el don
más preciado de todos: la vida eterna, «don gratuito de Dios» (Rom 6,23). Ahora bien, todos estos
dones no son para la contemplación narcisista, sino para hacerlos fructificar (Jn 15), y, además,
desinteresadamente. La retribución, o la reciprocidad, no tienen lugar en la economía del don:
«Dad gratis lo que gratis habéis recibido» (Mt 10,8). Es más, es bueno procurar evitar la búsqueda
de retribución, como es bueno procurar que el ejercicio de esa donación sea secreto, en la medida
de lo posible (Lc 14,12ss). Pues, «toda forma de recompensa constituye una degradación de
energía. La autosatisfacción después de realizar una buena acción (o una obra de arte) es una
degradación de energía superior. Por eso la mano derecha debe ignorar»5.
Esta donación sugerida al discípulo es posterior a la ejercida por el Maestro. Se trata de donar
hasta la propia vida. Todo lo recibido está en función de los otros (1 Pe 4,1Os). Ante esta donación
es poco dar todos los bienes, es poco entregar el cuerpo a las llamas, o tener una fe que mueva
montañas. El discípulo ha de amar «como Él amó primero», nos dice la primera carta de Juan, así
como: «Él ofreció su vida por nosotros», el don de Dios nos llama a «ofrecer nosotros nuestra vida
por los hermanos» (Un 3,16). «Hay más gozo en dar que en recibir» (He 20,35) y «no hay mayor
amor» (Jn 15,13) que dar la vida gratis, como gratis se ha recibido. Ahora bien, ¿hasta dónde hay
que dar la vida? ¿Es una forma metafórica de hablar? ¿Habría que plantear aquí un límite racional
para las desmesuras de la donación? El Sermón del Monte viene en nuestra ayuda: «Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los
que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el
manto no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames»
(Lc 6,27-30). «Estos son los compromisos singulares y extremos que han asumido san Francisco,
Gandhi, Luther King. Y no obstante, ¿qué ley penal y, en general, qué regla de justicia podría ser
extraída de una máxima de acción que erigiera la no-equivalencia en regla general? ¿En el espíritu
de la justicia distributiva, si la máxima de prestar sin esperar nada a cambio fuera erigida en regla
universal?»6.
La donación provoca un escándalo, una crisis, pues obliga al hombre a tomar partido. «O conmigo o
contra mí». No hay términos medios; sólo dos alternativas y ambas decisivas: aceptar y ponerse en
marcha, o rechazar y trabajar en contra. Por el solo hecho de aparecer públicamente, la caridad no
puede no imponer un escándalo y suscitar una crisis. De ahí una doble paradoja. Primero, que sólo
la crisis que abre la palabra de Dios, dicha por Cristo, me ofrece el libre acceso a mi propio
autojuicio y me posibilita decidirme en el sentido que fuere, lo que sin duda quiere decir que
ningún hombre alcanza su crisis -y por ende su verdad última- si no se pone ante Cristo. Después, la
crisis deja crecer su escándalo a la medida del poder incondicionado, pero sin la violencia de la
cruz: «por el solo hecho de que la caridad se muestra, ella se ofrece; y por el hecho de que se
ofrece, solicita encarecidamente ser recibida»7. Pero puesto que la muerte de Cristo significa algo
más que los consabidos tópicos como el de la «muerte de un inocente», a saber, que «declara
inocentes a los culpables» -nos dice Jean Luc Marion-, esa muerte reclama la fe (H. U. von
Balthasar) y por eso precisamente provoca la crisis. Esa decisión crítica es el equivalente prosaico
de la espada que trae Cristo con su venida a la tierra. Al hombre sólo le queda enfrentarse a la crisis
crucial de la caridad, que nosotros podríamos retraducir: o morir por el otro con sentido (/caridad),
o morir todos sin sentido. Es un trato sórdido, pero no se puede esquivar esta tesitura a la que nos
arrastran los mismos acontecimientos de nuestra historia: la mentira, la hipocresía, la vacuidad de
todos nuestros intentos de reconciliación, la impotencia ante la violencia, el desánimo que cunde
hasta en los optimistas. La crisis de la humanidad, del hombre, implica una falta de confianza en su
propia humanidad. Pero la crisis crucial ha tenido ya un desenlace: «La Ascensión... (que) marca la
conversión pascual de toda presencia al don: bendición, sumisión al Espíritu que nos hace actuar
como y en Cristo, misión en totalidad, constituyen las tres dimensiones del don de la presencia en
distancia. Pues si el Verbo se ha hecho carne es menester que en nosotros, después de la
Ascensión, "la carne se haga verbo y el verbo se precipite" (Octavio Paz). Nuestra carne se hace
verbo para bendecir el don trinitario de la presencia del Verbo y cumplir nuestra incorporación a
Él»8.
Es posible la donación, como le es posible a un rico ser generoso, pues la herencia del Espíritu
derramado es total y completa. Derrama sus dones, nos habilita, nos defiende, nos impulsa en las
pequeñas donaciones, tanto como en la donación definitiva, a la que somos llamados desde antes
de la creación del mundo (Mt 13,35). El primer perfecto modelo de donación ya ha sido
presentado: la Pasión; el segundo, se nos revela en la comunión trinitaria (/trinidad). El Padre se
vacía en el Hijo, el Hijo en el Espíritu. Ambos tres son modelo de comunión, modelo de donación, y,
por tanto, iluminan el fin al que conduce esta: donarse es hacerse uno con el otro, entregarse hasta
fundirse en él. Es el amor-fusión del que nos habla J. P. Dupuy: «Si yo soy el Otro, sus victorias
serán siempre mis victorias y jamás mis derrotas»9.
III. CONCLUSIONES.
¿Con quién hacerse uno? No parece ser difícil de responder en cualquier tiempo. «La piedra que
desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular». Recojamos las piedras
desechadas por los arquitectos de nuestra sociedad y encontraremos de inmediato las piedras
angulares, con cuya fusión podrá construirse un nuevo edificio. Donarse, hacerse uno con el otro es
una tarea urgente. No hay tiempo, ni espacio privilegiado, no hay compás de espera ni
planificación; requiere acción inmediata. El amor no sopesa, ni pondera; su razón no es mesura,
sino desmesura. Cada momento, cada ocasión, cada acción, es excusa suficiente para ejercer el
don. No exige grandilocuencia, ni proyectos que nunca empiezan esperando la optimización de la
energía para poner en marcha el don; no admite el cálculo, ni la colaboración -aunque esta pueda
ser idónea para las grandes empresas del don-, sino la simple determinación de devolver gratis lo
que gratis se ha recibido. «En efecto, la caridad se pone en juego en el presente: para saber si amo,
no tengo ninguna necesidad de esperar, tengo que amar y sé perfectamente bien cuándo amo,
cuándo no amo, cuándo odio; (...) la caridad no espera nada, comienza inmediatamente y se realiza
sin demora. La caridad administra el presente. Y justamente el presente, visto desde la óptica de la
caridad, significa también, ante todo, el don. La caridad hace presente el don, ofrece el presente
como un don. Hace don al presente y don del presente en el presente; (...) a propósito de ella no
vale ninguna excusa, ninguna escapatoria, ningún discurso de excusa. Amo o no amo, doy o no
doy»10
NOTAS: 1 P. RICOEUR, Amor y justicia, 15. - 2 ID, 18.- 3 ID, 19. - 4 ID, 27. -5 S. WEIL, La gravedad y la
gracia, 29. 6 P. RICOEUR, 0. C., 31. - 7 J. L. MARION, Prolegómenos a la caridad, 137. - 8 ID, 169. - 9 J.
P. DUPUY-P DuMOUCHEL, L'enfer des choses, 123. - 10 J. L. MARION, El conocimiento de la caridad,
Communio XVI (Madrid 1994) 385.
BIBL.: DUPUY J. P.-DUMOUCHEL P., L enfer des choses, Seuil, París 1982; MARION J. L.,
Prolegómenos a la caridad, Caparrós, Madrid 1993; PASCAL B., Pensamientos, Alianza, Madrid
1981; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993; WEIL S., La gravedad y la gracia,
Caparrós, Madrid 1994.
A. Barahona
ECOLOGÍA
DicPC
El término ecología alude a dos realidades distintas, aunque conectadas entre sí, que suelen
socializarse de manera un tanto confusa: por un lado, la disciplina científica que dentro de las
ciencias biológicas estudia los ecosistemas naturales y sus complejas interacciones, especialidad de
la que surgen aplicaciones al campo de los sistemas sociales, como la denominada ecología
humana; por otro lado, el movimiento social que def¡ende una relación entre el medio físico y la
acción humana fundamentada en el diálogo y el respeto hacia la /naturaleza, denunciando los
problemas ambientales derivados de una política de consumo energético y de recursos, que pone
en peligro la existencia de la vida en el planeta. En el primer caso, el ámbito de actuación es el
científico; en el segundo caso, se trata de una determinada lectura de la realidad, que tiene
implicaciones políticas y culturales. Por eso, algunos autores prefieren denominar a esta segunda
acepción ecologismo, reservando la palabra ecología, más aséptica y descriptiva, para la lectura
científica de los ciclos de la vida en la tierra. En realidad, tal diferenciación no existe en la práctica,
ya que ambos, ecología y ecologismo, tienen un mismo referente etimológico: los términos griegos
oikos = casa (entendida en sentido biológico y planetario), y logos = palabra (entendida como
principio de orientación). La palabra economía tiene la misma raíz que ecología, oikos, pero, de
manera significativa, introduce el nomos, equivalente a lo que pudiéramos denominar reglas de
gestión. Se trata, pues, de dos aproximaciones a la realidad, cualitativa la primera, cuantitativa la
segunda, estrechamente relacionadas entre sí, y en permanente conflicto. Desde una perspectiva
ética, el logos, en la medida en que establece límites y horizontes a las conductas individuales y a
los proyectos sociales, debe organizar y dar sentido al funcionamiento del nomos. Este es el
principio orientador dentro del cual surge el movimiento ecologista, al comprobar que, en la
práctica, la economía triunfa descaradamente sobre la ecología, imponiendo sus criterios, que no
sólo no reconocen límites -puesto que, dentro de su lógica, la idea de establecer barreras al
crecimiento es un error profundo que conduce al estancamiento de la sociedad y de la historia-,
sino que subordinan todos los intercambios y relaciones entre los seres vivos a su valor de
mercado, sin atender a las necesidades básicas de los mismos.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
Las manifestaciones de la subordinación del logos al nomos son numerosas. Los medios de
comunicación social difunden a diario noticias, opiniones, informes, anuncios publicitarios, etc.,
que tienden, consciente o inconscientemente, a justificar el predominio del mercado sobre
cualquier otra realidad: hace unos pocos años, la prensa se hacía eco de un informe confidencial
destinado a documentar la política del Banco Mundial con respecto a los países empobrecidos, en
el que se alertaba sobre la escasa contaminación del continente africano, como posible solución
para otros lugares del planeta con problemas más graves en este sentido. El autor del informe
argumentaba que la lógica económica capitalista suministraba razones evidentes para contaminar
África: los habitantes de este continente contribuyen muy poco al crecimiento del mercado
mundial, mientras que otros clientes más ricos, excelentes consumidores -europeos, japoneses,
estadounidenses- tienen, por lo mismo, más derecho a exigir una política ambiental acorde con su
elevado nivel de vida; por otro lado, la conciencia ecologista, según el informe, surge a partir de un
determinado nivel educativo y cultural al que África aún no ha llegado; además, los africanos
mueren por causas no directamente relacionadas con la contaminación, antes de que esta
repercuta negativamente en su salud; finalmente, la escasa densidad en la ocupación humana del
continente africano hace que los efectos de la contaminación tengan menos impacto en su
población. Probablemente, esta lógica, tan cínicamente expuesta, es la que condujo a algunas
empresas europeas a negociar con los señores de la guerra somalíes la concesión de tierras para
realizar vertidos de desechos industriales altamente contaminantes, a cambio de ayuda económica
para sostener sus parcelas de poder; o la que provocó la desecación del mar de Aral, catástrofe
ambiental de similar gravedad a la destrucción de la Amazonia, y que está condicionando el
ecosistema biológico y social en que viven más de tres millones de personas, incluso desde el punto
de vista genético. Las reacciones de la opinión pública ante noticias como las citadas revelan que el
crecimiento de la sensibilidad frente a las cuestiones ambientales es evidente. Las acciones de
algunas organizaciones ecologistas como Greenpeace han sido y son portada de periódicos y
noticiarios de televisión. Instituciones supranacionales, gobiernos, partidos políticos,
ayuntamientos y otras entidades públicas y privadas incorporan en sus decisiones a corto y a largo
plazo, en sus programas electorales y en sus presupuestos municipales, constantes referencias, en
muchos casos retóricas, a las cuestiones ambientales: la Conferencia de Río de Janeiro de 1992
refleja claramente los debates en torno a las posiciones oficiales y alternativas al respecto. Por su
parte, la publicidad ha descubierto las ventajas de relacionar los productos cuyo consumo
promueve con la estética de lo verde, lo que, de paso, permite lavar la imagen de determinadas
empresas sospechosas de contribuir al deterioro ambiental. Al tiempo que los científicos debaten
acerca del cambio climático, el efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono y otras
alteraciones de la biosfera que pueden afectar al conjunto del planeta, numerosos programas
educativos en ámbitos formales y no formales centran sus objetivos en el cambio de valores y
actitudes frente a la crisis ecológica, especialmente entre niños, adolescentes y jóvenes. Incluso las
viejas doctrinas militares sobre defensa nacional se ven superadas por acontecimientos como el
accidente de Chernobil, que obliga a introducir nuevas nociones de seguridad compartida en el
plano ecológico, superadoras de fronteras y otras divisiones políticas convencionales: el caso del
Mediterráneo es un ejemplo significativo a este respecto.
No existe, pues, ámbito alguno de la realidad social que no se vea frecuentado por los conflictos
ambientales descritos. Semejante éxito es revelador de la gravedad del problema, pero también de
las contradicciones en que se debate dicha fama. Como suele ser frecuente en los tiempos que
corren, lo que empezó siendo un movimiento minoritario, fuertemente comprometido con unas
ideas, en un principio limitadas al conservacionismo naturalista, pero muy pronto preocupadas por
poner en marcha trasformaciones políticas, económicas y culturales a largo plazo, ha alcanzado un
nivel de difusión tal que se ha diversificado notablemente. Los rasgos de esta expansión de lo
ecológico se manifiestan en reacciones de supervivencia doméstica, que tienden a atenuar los
efectos inmediatos de los problemas, preocupándose menos de las causas profundas de los
mismos; en movilizaciones puntuales, fruto de una respuesta compulsiva a lo que afecta de modo
directo a las personas o las comunidades implicadas; o en las relaciones de la problemática
ambiental con cuestiones exclusivamente naturales, sin integrar en las mismas las dimensiones
humanas de dicha problemática.
Un somero repaso a las experiencias habituales en el entorno inmediato, permite aclarar en qué
consiste esta difusa conciencia ecologista que ha ido construyéndose en los últimos años. En una
primera escala de dicha conciencia podemos situar la percepción del problema en el ámbito de lo
cotidiano: el creciente consumo doméstico de papel provoca, como reacción comprometida con la
salvaguardia de los bosques amenazados, la difusión de hábitos de reciclado, aunque no detiene el
aumento del mencionado consumo. En segundo lugar, la ampliación del conflicto en un nivel más
amplio y con una perspectiva de medio plazo: la instalación de una papelera o una incineradora de
residuos provoca de inmediato una reacción de protesta ciudadana en aquellos lugares donde se
va a construir, reclamando su traslado fuera del espacio afectado y, al mismo tiempo, cuestionando
la validez de este sistema para fabricar papel o para eliminar residuos sólidos. El tercer nivel
incorpora una perspectiva planetaria más difícil de comprender y asumir, pero tan necesaria como
las anteriores actuaciones locales, al poner en relación el consumo de papel en las sociedades
informatizadas del mundo occidental y los procesos de empobrecimiento de países situados a miles
de kilómetros de distancia: la presión sobre los bosques cercanos a los cursos altos de los ríos que
nacen en el Himalaya y desembocan en el delta de Bangladesh, por parte de las grandes compañías
madereras, es una de las causas de las catastróficas inundaciones periódicas que sufre el país, al
desaparecer los diques naturales que sujetan la tierra y que impedirían que se viera arrastrada por
las crecidas anuales. La pérdida de infraestructuras, recursos materiales y, sobre todo, vidas
humanas que dichas inundaciones provocan contribuye a aumentar la pobreza y la dependencia
del espacio afectado. Existe, pues, una lectura de la crisis ecológica desde la perspectiva de la
pobreza planetaria. Los disparatados niveles de consumo energético, el despilfarro de recursos no
renovables y el alarmante crecimiento de la contaminación en los mares, los suelos y la atmósfera,
constituyen no sólo una agresión grave, y a menudo irreversible, contra la biosfera, sino también la
manifestación más evidente de la flagrante desigualdad en el reparto de los bienes comunes de la
humanidad. Los debates en torno al precio en biodiversidad que deben pagar los países que
pretendan poner en marcha procesos de expansión económica, el crecimiento demográfico
incontrolado, la defensa de un modelo de desarrollo sustentable desde el punto de vista ecológico,
o las medidas para paliar el deterioro ambiental, desde la prohibición de determinadas sustancias,
pasando por las multas e impuestos por contaminar, hasta el intercambio de deuda externa por
ecología que propugnan algunos países del Sur, son abundantes y necesarios, pero esconden el
verdadero origen del problema: el sistema mundial, basado en el consumo de masas, el beneficio a
corto plazo, el crecimiento económico a ultranza y sin cortapisas y el mercado como único
referente legitimador. De esta manera, el problema ecológico más importante, origen de todos los
demás, tiene una doble cara: hambre para el Sur, consumo para el Norte.
¿Qué hacer frente a este grito de la tierra, que es también el grito de los /pobres? La respuesta del
sistema dominante es continuar creciendo, sosteniendo una especie de /fundamentalismo ecocida
que provocará, en un tiempo progresivamente más cercano, el colapso energético y ambiental, ya
que la capacidad de la biosfera no puede resistir el aumento de la actividad humana generadora de
residuos. Las advertencias sobre los límites del crecimiento, que empezaron a difundirse con
ocasión de la crisis del petróleo de principios de la década de los setenta, no parecen haberse
traducido en una respuesta /política y económica acorde con la gravedad de la situación,
contentándose con declaraciones formales y lamentaciones teóricas ante los velatorios ecológicos
que progresivamente van instalándose en el planeta: la Amazonia, el mar de Aral, el África
sudsahariana, etc. Las consideraciones sobre el crecimiento cero, el desarrollo sin crecimiento, o
los derechos ambientales de las generaciones futuras, quedan fuera de la agenda oficial del orden
mundial hegemónico.
Frente a la huida hacia adelante, existe otra postura de huida hacia atrás, que abomina de la actual
situación y se refugia en una fusión incondicional con la naturaleza, alejada de la historia y de la
realidad. Este fundamentalismo ecólatra constituye una postura minoritaria de carácter intimista,
llena de contradicciones y carente de un proyecto emancipador viable, más allá de la búsqueda
imprecisa de la reconciliación individualista con el cosmos. En el punto intermedio podemos situar
el planteamiento de una austeridad responsable y solidaria, que impulse cambios parciales para
provocar el paso de una sociedad de consumo a una sociedad de suficiencia, atenta a los
pensamientos y actuaciones locales y globales que permitan, por ejemplo, un incremento de los
niveles de desarrollo en el /Sur, con la contrapartida de una seria limitación en el uso de recursos
en el Norte. Esto exige educar para la complejidad, es decir, en unos hábitos culturales atentos a la
interdependencia de todos los fenómenos, y preocupados por la intervención en las diferentes
escalas, de lo cotidiano a lo planetario, en que aparecen. Si el mercado capitalista es la única forma
de organizar la sociedad -y no parece que existan de momento alternativas practicables-, no habrá
prioridades sociales, puesto que el precio que regula los intercambios excluye los bienes colectivos,
en la medida en que no se someten a su dinámica. Sólo las personas y los grupos comprometidos
con el mundo en que viven pueden trabajar para poner sobre la mesa esa ecología social y
culturalmente liberadora, que denuncie la falacia de un sistema que asegurada mayor felicidad
para unos pocos, pero es incapaz de cubrir las necesidades básicas de todos, planteando alianzas
con los afectados no sólo por una cuestión de justicia, sino de supervivencia.
BIBL.: BROWN L. R.-FLAVIN C.-POSTEL S., La salvación del planeta. Cómo desarrollar rara economía
global para el medio ambiente, Apóstrofe, Barcelona 1992; COMMONER B., En paz con el planeta,
Crítica, Barcelona 1992; DURNING A. T., Cuánto es bastante. La sociedad de consumo y el futuro de
la tierra, Apóstrofe, Barcelona 1994; HERNÁNDEZ DEL ÁGUILA R., La crisis ecológica, Laia,
Barcelona 1989; JIMÉNEZ HERRERO L., Medio ambiente y desarrollo alternativo. Gestión racional de
los recursos para una sociedad perdurable, JEPALA, Madrid 1991; MORIN E.KERN A. B., Tierra-
Patria, Kairós, Barcelona 1993; RIECHMANN J.-FERNÁNDEZ BUEY F., Redes que dan libertad.
Introducción a los nuevos movimientos sociales, Paidós, Barcelona 1994; RoSZAK T., Persona-
Planeta. Hacia un nuevo paradigma ecológico, Kaircís, Barcelona 1985.
P Sáez Ortega
EDUCACIÓN Y MAGISTERIO
DicPC
Las voces educación y magisterio están íntimamente ligadas y hermanadas por el discurrir histórico
de sus significados. De las palabras deben sacarse cosas antiguas y nuevas; lo que de antiguo
sacamos nos lo transmiten los hechos que forman parte de eso que llamamos historia.
I. EDUCACIÓN.
Por educación entendemos una influencia decididamente intencionada sobre un ser humano en
crecimiento (físico y psicológico), con un propósito: formarlo y desarrollarlo como tal. Atendiendo a
la etimología de la palabra educación, proviene fonética y morfológicamente de educare (conducir,
guiar, orientar), y semánticamente recoge el concepto de educere (hacer salir, extraer, dar a luz).
De la fusión de ambos conceptos lingüísticos, surgen los primeros interrogantes: conducir, ¿hacia
dónde?; pero, hacer salir, ¿qué? La educación, que consiste en una acción intencionada, es un
hecho personal y comunitario, supuesto que la educación es un elemento esencial y permanente
de la vida individual y social, de la realidad y de la ideal¡dad, de la experiencia y del pensamiento. Y
lo real y lo ideal conforman lo más íntimamente humano de nuestra existencia.
2. La educación en Grecia. Frente a este sentido de la educación del pueblo hebreo, estaría la
educación griega, progenitora directa del sentido de la educación en los pueblos de occidente.
Sócrates, con su mayéutica, ayudaba a sus conciudadanos a dar a luz lo que tenían dentro de sí (e-
ducere). Como rasgos distintivos cabría destacar el descubrimiento del valor humano,
independiente de cualquier autoridad religiosa o política; el reconocimiento de la /razón
autónoma, de la inteligencia crítica; la creación del orden, de la ley, del cosmos; la invención de la
vida ciudadana, del /Estado, de la organización política; la creación de la libertad individual y
política dentro de la ley y del Estado; la invención de la épica, de la historia, de la literatura
dramática, de la /filosofía, de la física y el principio de la competición y selección de los mejores en
la vida y la educación. En cualquiera de los períodos helenísticos, el concepto de educación tiene
dos rasgos esenciales: «Ser siempre el mejor y distinguirse de los demás», es decir el ideal agonal,
que aparece claramente expresado por Néstor en la Ilíada; y el otro rasgo característico sería el de
educar a la totalidad del hombre. La educación espartana preveía educar deportiva y musicalmente
a los jóvenes, al mismo tiempo que militarmente. El ideal humano lo marca el Estado. Sabemos que
en la educación espartana clásica el recién nacido podía llegar a ser sacrificado en caso de no ser
robusto. El espíritu de la educación ateniense se puede expresar con la palabra griega
kalokagathía, en el cual la educación moral y estética unidas al cultivo del cuerpo y la belleza física
predominan sobre lo intelectual y técnico. Aparece un cierto sentido cívico y democrático, por ser
patrimonio esta educación de todos los hombres... libres.
3. La educación en Roma. La educación romana, a pesar del estrecho parentesco con el período
helénico, se desarrolla, lógicamente, más tarde. Sus principales características serían: a) La
importancia de la vida familiar. b) El rol del padre en el ejercicio de la educación. Los hijos
acompañaban a sus padres a los tribunales y aun a las sesiones del Senado, iniciándose así en todos
los aspectos de la vida civil (como indica Plutarco, en su obra Vidas paralelas). c) La necesidad del
estudio individual y psicológico del alumno. d) La acentuación del poder de la voluntad en el
estudio, y la valoración de las actitudes realistas frente al ideal griego. e) La creación de las normas
jurídicas, del Derecho. Quintiliano fue uno de los más influyentes pedagogos tanto en su tiempo
como en épocas posteriores (Renacimiento). Para Quintiliano la educación comienza en el seno
familiar, donde debe ponerse gran cuidado en el ambiente que rodea al niño. Quintiliano defiende
la escuela, y en sus Instituciones oratorias nos recuerda que «el maestro, diestro encargado del
niño, lo primero de todo tantea sus talentos e índole».
4. Edad Media e Ilustración. De la obra de Quintiliano emanaron otros trabajos en el período que
podríamos llamar orígenes de la educación cristiana. Ya en este tiempo (330-380) se encuentran
escritos, atribuidos a san Basilio, en los cuales se acentúa sobre todo el sentido social de la
educación, el sentido de comunidad, la caridad y el auxilio mutuo; el apoyo mutuo que diría
posteriormente Kropotkin. Durante la Edad Media el predominio de la educación cristiana alcanza
todo su apogeo, pero adquiere obviamente un nuevo carácter debido a los nuevos factores sociales
y culturales (la escolástica alcanza su máxima altura y nacen las universidades), el gremialismo de
las profesiones e incluso la expansión del germanismo. Los conceptos de educare y de educere
tienen un punto de inflexión en el Renacimiento. Este, que comienza en el siglo XV, abre una nueva
etapa de la historia de la ,cultura, la de la educación humanista. Si bien es verdad que se trata
esencialmente de una educación de minorías, se nos hace necesario recordar que se redescubre la
,persona humana, libre, incluso de los poderes religiosos o políticos. Destaca Juan Luis Vives, cuya
aportación al servicio de la educación es muy importante. Piensa Vives que es necesario pasar de
los hechos individuales a los grupos, de los particulares a los universales, en clara referencia a los
conceptos psicológicos de la educación. Aconseja a los maestros que deliberen con paternal afecto
el espíritu de sus alumnos, asignando a cada uno el trabajo para el que parezcan más aptos.
Recogiendo todo lo bueno que la pedagogía y la historia de la educación aportó durante los siglos
XVII y XVIII (Revolución francesa incluida), aparece Juan Enrique Pestalozzi. Se encuentra una
notable frase sobre su tumba: «Salvador de los pobres, predicador del pueblo, fundador de la
escuela primaria, educador de la humanidad. Hombre, cristiano, ciudadano, todo para los demás,
para sí nada». Como al profeta, al maestro nada le pagan por serlo, bien al contrario, se paga por
serlo. Como la voz de los profetas clamando en el desierto al pueblo hebreo, así Pestalozzi entendía
el educare: como capacidad humana en la triple actividad de espíritu, corazón y mano, es decir, de
la vida intelectual, la vida moral y la vida práctica, las cuales o se cultivan armoniosamente, de un
trago, o no sirven para que el otro se eduque. En definitiva, la educación es una acción humana,
que cobra su sentido de la intención de mejorar al hombre: «Confío que entre todos/ dejaremos al
hombre/ en su lugar./ ¡Al hombre en su lugar!» (Blas de Otero).
II. MAGISTERIO.
Magisterio nos refiere dos significantes, de forma muy general: 1) el didascálico griego, el cual
transmite ideas; cuando el horario concluye, el profesor se va a casa hasta el día siguiente; y 2) el
hebreo, basado en el compartir, el convivir, el potenciar el seguimiento desde cerca. Es el llamado
magisterio rabínico, cuyos preceptos, que cuenta la historia, hoy nos sorprenden. Así, eran
obligaciones del discípulo llevar las sandalias del maestro, sostenerle en caso de necesidad,
prepararle el camino, guiar el asno en que montaba, recibir la tradición de sus palabras... Estas
prescripciones tenían como objeto no sólo resaltar la figura del maestro, sino, sobre todo,
garantizar la plena dedicación de este a la preparación de las clases y la convivencia con el
alumnado en orden a su condición moral. Así entendido, el magisterio, la profesión de maestro, es
más un oficio, que nos recuerda a la artesanía, e incluso la virtud. Creer en el hombre es un
ejercicio básico a la hora de afrontarlo. El maestro que así entiende su oficio, intenta educar,
humildemente, entendiendo la educación permanente como aquella que traspasa los enanos
límites del horario escolar. Educar es hacer sonar en el interior de los que escuchen que la
/solidaridad es la ternura de los /pobres; sólo así se entiende que la educación sea una necesidad
prioritaria del ser humano. Es decir, el buen maestro re-cuerda (vuelve a pasar por el corazón) al
otro, su discípulo-amigo, que debe rellenar las páginas de su verdad, que aún permanecen en
blanco o a medio escribir. El buen maestro las escribe junto al discípulo, porque para enseñar es
necesario acompañar para, juntos, aprender. El buen maestro genera signos y conductas que
sacuden a la cultura de la ceguera y el olvido insolidarios de los más pobres, de los sin voz. El buen
maestro reconocerá el valor de la vida humana, aunque el sistema económico de su alrededor lo
triture. El valor de la vida humana, entendido desde su concepción hasta su muerte: no se
adquieren los derechos por el hecho de nacer, sino que se posee el derecho a nacer por el hecho
de ser humano. No sólo tienen derechos los que tienen la fuerza o voz para defenderlos, ni sólo
tiene dignidad el que puede ostentarla.
Magisterio, pues, alude a ejercer oficio de maestro. Y se ejerce este oficio arte-sano cuando se
reconoce que somos lo que somos por los encuentros que hemos tenido en la relación maestro-
discípulo. Oficio de maestro, es decir, aquel que descubre la exigencia primera de toda enseñanza:
responder a las necesidades de los alumnos. Y esto a base de mucho estudiar y de mucho servir.
Mucho estudiar, porque para enseñar es necesario formar, y para esto hay que saber qué, cómo y
cuándo enseñar. El magisterio se ejerce con credibilidad para el otro, para el discípulo, para el
alumno, cuando para hablar de paz se es pacífico, cuando para hablar de solidaridad se es solidario
y cuando para hablar del Sur, se asumen los valores del Sur. No se trata de vender felicidad por
comodidad, sino apostar seria y responsablemente por la felicidad personal y comunitaria, que es
el auténtico regalo; y un regalo así, ni se compra ni se vende: se entrega gratuitamente. En la
sociedad en que vivimos se necesitan maestros que hagan suyo vivir de otro modo, oponiéndose al
holocausto de nuestros hermanos sin pan, y sin voz.
BIBL.: ALUMNOS DE LA ESCUELA DE BARBIANA, Carta a una maestra, Istmo, Barcelona 1986";
BACH R., Juan Salvador Gaviota, Vergara, Buenos Aires 1986; BARLOW M., Diario de un prgfesor
novato, Sígueme, Salamanca 1980; DÍAZ C., El valor de ser maestro, Acción Cultural Cristiana,
Madrid 1990; ID, Profesores verdaderos y profesores falsos, San Pío X, Salamanca 1983; ID, Tiempo
para jóvenes maestros de jóvenes, PPC, Madrid 983; HESSE H., Demian, Alianza, Madrid 1989;
MARTÍNEZ REGUERA E., Cachorros de nadie, Popular, Madrid 1988; MAURO DE VASCONCELOS J.,
Mi planta de naranja-Lima, El Ateneo, Buenos Aires 1983; SAINT-EXUPÉRY A., El Principito, Alianza,
Madrid 1992".
G. Romero Izarra
EMPATÍA Y SIMPATÍA
DicPC
El par de términos empatía-simpatía han tenido múltiples usos y significaciones en la historia del
pensamiento. Se trata de términos escurridizos, para cuyo esclarecimiento será conveniente
realizar una primera aproximación, en la que se clarifique el significado corriente de cada uno de
ellos. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua se dan las siguientes definiciones.
Empatía: «Participación afectiva, y por lo común emotiva, de un sujeto en una realidad ajena».
Simpatía: «Inclinación afectiva entre personas, generalmente espontánea y mutua». Esta primera
aproximación nos permite apreciar una notable semejanza: se trata de conceptos que remiten a la
vida emocional de las personas, es decir, ambos términos se encuadran en el campo de los
sentimientos o afectos. Pero también podemos apreciar una sutil diferencia. La empatía se refiere
fundamentalmente a la capacidad de percibir, entender e introyectar la emoción del otro. La
simpatía, además de implicar la sintonía con el /otro, conlleva una respuesta emocional en forma
de comprensión y ayuda ante la situación ajena. De esta primera aproximación podemos deducir,
en primer lugar, que el complejo simpatía-empatía se sustenta en una teoría del sistema emocional
de los seres humanos que, poco a poco, se ha ido viendo como una dimensión esencial de la
naturaleza humana, al lado de la dimensión cognitiva. Y en segundo lugar que, como ambos
términos se encuadran en el mundo afectivo, muchos teóricos se inclinan a verlos como dos
procesos complementarios de la vida emocional en que la empatía precediese y tuviera como
consecuencia un efecto de simpatía. Primero se siente acerca de, es decir, se empatiza, y ello hace
posible un sentir dentro, que posibilita una determinada conducta, es decir, el simpatizar. J. Tizón
engloba ambos tipos de sentir en la identificación proyectiva, que «es la base de procesos tan
fundamentales como la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar de otro, calzarse las sandalias
del otro. Es la base asimismo de la simpatía, del empatizar mutuamente mediante el interjuego de
identificaciones proyectivas e introyectivas». Ahora bien, esta conexión ha propiciado, finalmente,
la disolución de las diferencias; de tal manera que es mejor hablar del complejo empatía-simpatía o
simplemente de empatía por ser un término más utilizado en la actualidad. Una definición rigurosa
de este proceso es la que dan Eisenberg-Strayer al verla «como una respuesta emocional que brota
del estado emocional de otro y que es congruente con ese estado emocional del otro».
I. SIMPATÍA.
Para Scheler, el cuerpo se puede ver desde dos perspectivas diferentes, el cuerpo material (Körper)
que constituye la base de los sentimientos sensibles y define como estados emocionales, están
localizados en determinadas partes del cuerpo, y no tienen conexión con el estrato personal; y el
cuerpo vital (Leib) que es la base de los sentimientos vitales, como angustia, miedo, asco, pudor,
bienestar, malestar, etc... En la etapa fenomenológica toma como punto de referencia este estrato
para elaborar la teoría profunda de la vida emocional. Dentro de los sentimientos vitales, distingue
los siguientes niveles: a) Contagio afectivo: Es un fenómeno emocional de arrastre que se produce
de manera automática e inconsciente entre los miembros de un grupo, sin que ello implique algún
lazo de unión entre ellos; b) Cosentir afectivo o sentir con otro: es sentir una pena o placer en
compañía de otra persona, es una comunidad de sentimientos que establecen las personas cuando
enfocan su interés respecto de un tema o una situación vital. Sentimos lo mismo con otra persona.
c) Simpatía: Se puede definir como una compenetración afectiva en la que captamos los estados
afectivos de los otros y, además, los compartimos sin necesidad de tener los mismos sentimientos.
De ella dimana la congratulación o la compasión cuando se comprende y al mismo tiempo se
participa en las vivencias de otra persona. Dentro de la simpatía se pueden apreciar diferentes
grados: mera participación en lo que otro siente y la compenetración afectiva. Esta última es la
verdadera simpatía y se puede ver como un sentimiento anímico de carácter intencional, capaz de
captar cognoscitivamente un /valor. «Pues únicamente la percepción de la igualdad de valor del
hombre en cuanto hombre (o de lo viviente en cuanto viviente) que se produce en la simpatía (y
que no excluye en lo más mínimo, naturalmente, la diferencia secundaria de valor de los hombres y
de los organismos vivientes en virtud de su esencia), es lo único que tiene y puede tener, por
consecuencia de leyes esenciales, la desaparición de esta ilusión sobre la realidad. Con la igualdad
de valor, se vuelve para nosotros el prójimo también igualmente real y pierde su forma de
existencia de simple sombra referida al yo. De esta obra sólo es capaz la simpatía cuando ejercita
su intención en aquella dirección hacia la esencia (de ahí la esencia del valor o del alter ego y de sus
ingredientes esenciales), de la que es tan capaz como la intuición en la intuición de esencias, el
pensamiento en el pensamiento de ideas». Según Scheler, el yo que es la base de los sentimientos
anímicos. Los define como cualidades intencionales, y su característica fundamental es la de ser
motivados en la medida que siempre son por algo, es decir, tienen relación intencional con un
objeto. Dentro de los sentimientos anímicos se puede incluir la Unificación afectiva que desarrolla
en la última etapa de orientación panenteística. Pertenece a una esfera que denomina conciencia
vital y es la categoría desde la que se completan los fenómenos de la simpatía anteriormente
vistos. En esta etapa distingue claramente entre dos atributos del todo: impulso afectivo, que se
apoya en los fenómenos de la unificación afectiva, y el espíritu independiente del mundo de la vida.
II. EMPATÍA.
El término empatía ha sido una categoría clave de la psicología, tanto en la de corte filosófico como
en la experimental. En la primera se debe destacar la figura de Dilthey, para quien el modo de
conocimiento del mundo espiritual y sus productos se produce por una especie de empatía que
denomina comprensión. Se diferencia del método de las /ciencias positivas, que tienen como
objeto de investigación el estudio de los hechos y procesos físicos. Sin embargo, el objeto de las
ciencias del espíritu es la comprensión de la vida y sus objetivaciones culturales. De una manera
tajante sostendrá Dilthey que este mundo no puede ser explicado por las ciencias positivas. Es un
ámbito de realidad que no puede ser desvelado por el pensar empírico. Es una frontera que no
puede traspasar la ciencia positiva. Por ello propone que la especificidad de estas ciencias exige un
método específico: la comprensión. La comprensión es un modo de captación de la realidad que va
desde el efecto externo a su origen interno, a la vida que lo produjo. Hay, por tanto, cierta
semejanza con el proceder de las ciencias positivas. La diferencia esencial estriba en que esta
conexión no se establece según el rígido principio de causaefecto, sino en una conexión de carácter
empático: pretende revivir lo que ha sido vivido y expresado. La empatía como modo de
comprensión es el proceso en el cual se llega a conocer la vida según sus manifestaciones
sensiblemente dadas. En la actualidad, este modo de conocer empático ha sido recuperado por la
corriente simbólica de la antropología social. Así C. Lisón subraya la necesidad de la empatía como
un modo adecuado de penetración en las creaciones culturales del ser humano. Por ello sostiene
que la consideración de los fenómenos culturales requiere «ponderación, simpatía, comparación y
humanidad».
En el campo de la psicología experimental hay dos perspectivas desde las que se conceptualiza la
empatía: cognitiva y afectiva. La orientación afectiva tiene su origen en el psicólogo Lipps, que
toma el término Einfühlung de la estética para trasladarlo al campo de la psicología y verlo como
un método que nos permite conocer los objetos y a los otros. Titchener tomó el término de Lipps,
lo tradujo por empathy y lo concibió finalmente como un proceso de humanización de objetos, de
proyección de nuestros sentimientos en esos objetos. Freud, influenciado por Lipps, definió la
empatía como la capacidad para entender lo que es esencialmente extraño a nuestro yo en otras
personas. La orientación cognitiva se remonta a las investigaciones de G. H. Mead, que se interesó
por la capacidad de asumir el rol del otro y de adoptar perspectivas alternativas de cara a uno
mismo. Se trata de una visión de la empatía cognitiva que posteriormente prosiguió Piaget,
considerando que en la empatía se hallan complementadas la dimensión cognitiva y afectiva; sin
embargo prioriza la cognitiva. Pero con la aparición de la sociobiología se difumina y termina
disolviéndose la distinción entre simpatía y empatía. El marco teórico en que se encuadran estas
teorías es el paradigma evolucionista elaborado por C. Darwin, cuyas ideas pretenden perfeccionar,
para abarcar en una visión global el mundo de los seres vivos y el mundo social construido por el
ser humano. Su tesis fundamental es la siguiente: «En esta visión macroscópica, las humanidades y
las ciencias sociales se reducen a ramas especializadas de la biología; historia, biografía y ficción
son los protocolos de investigación de la etología humana; y la antropología y la sociología juntas
constituyen la sociobiología de una sola especie de primates». La teoría se puede condensar en dos
proposiciones: a) Todos los comportamientos son adaptativos y están determinados
genéticamente: «Es absolutamente posible que todos los componentes conocidos de la mente,
incluida la voluntad, tengan una base neurofisiológica, sujeta a evolución genética por selección
natural. No hay razón a priori por la que cualquier parte del fundamento del comportamiento
social humano tenga que excluirse del análisis sociobiológico»; b) Los individuos sólo sirven para
asegurar la reproducción de los genes. Partiendo del hecho cierto de que el hombre tiene una
estructura biológica y es producto de la evolución, se pretendió encontrar la explicación última del
comportamiento humano en los genes. A diferencia de Darwin, que fundaba la selección natural en
la supervivencia de los organismos, hoy se acepta que la unidad de selección son los genes. Ello ha
permitido introducir un concepto sumamente relevante en el campo de la biología: el concepto de
altruismo. En él los portadores de los genes son los parientes descendientes y no descendientes.
Pero los organismos evolucionan para ser unos altruistas cuya generosidad se centra en los
parientes. Pero sigue en pie la siguiente pregunta: ¿cómo se pueden explicar conductas que
aparentemente van en contra de la supervivencia del propio individuo? La raíz y el fundamento de
la conducta altruista se encuentra en la empatía, entendida como conducta de carácter afectivo-
cognitivo, desencadenada por la captación y compenetración del estado emocional de otra
persona. Se acostumbra a distinguir entre empatía centrada en 'sí mismo que origina inquietud,
ansiedad y angustia, y empatía centrada en la persona que sufre, que origina un conjunto de
sentimientos que desembocan en el deseo de ayuda, compasión, sentimiento de bondad, etc. Los
seres humanos no son insensibles ante el /sufrimiento y las dificultades ajenas, sino que son
capaces de empatizarlas y, además, de responder activamente; se trata de un factor esencial de la
constitución humana.
El marco teórico desde el que vamos a fijar la naturaleza de estos conceptos es una visión global y
relacional de la /naturaleza humana. Desde el primer supuesto se debe afirmar que el hombre es y
constituye un todo, un sistema unitario vivo y que actúa como un todo. Desde el punto de vista
vital, es la noción de estilo cognitivo como un patrón de comportamiento, que estructura y es
estructurado por un entorno sociocultural, la idea que mejor refleja y aclara el sentido unitario de
la actividad humana. Lo más específico del ser humano es su mente, que no se reduce a un
conjunto de símbolos, representaciones, imágenes o ideas. La mente no es como una caja de
herramientas o mecanismos que pueden estar hechos de fibras nerviosas o silicio, sino que el
punto de referencia para comprenderla será el sí-mismo total e indiviso que actúa a través de sus
creencias. Además, esta visión supone el rechazo de una distinción real entre facultades o
actividades cognitivas, por una parte, y actividades sentimentales o emotivas por otra, dentro de la
mente humana. Solamente desde un enfoque analítico se puede aceptar semejante distinción. Por
ello debemos desterrar este tipo de dicotomías a la hora de comprender la conducta humana.
Desde una perspectiva relacional debemos aceptar que el hombre es un ser que pertenece y es una
parte integrante del medio, globalmente considerado. Medio del que no se puede aislar, pero en el
que no queda disuelto como nos enseña el sentido común, ya que es el contexto en el que se
desarrolla como sujeto individual. Su modo de estar y ser en este medio crea un circuito completo o
campo de acción, configurado por una tensión creadora o tono personal, desde la que interpreta y
valora su situación real y sus posibilidades de acción. A esa tensión o tono es a lo que llamamos
sentimiento o emoción. Cuando esa tensión se genera en un campo constituido por personas,
puede surgir la empatía. Ahora podemos definir de una manera más exacta la empatía como una
tensión positiva ante el otro, por medio de la cual captamos el estado del otro, y además damos
una respuesta positiva y congruente con el estado del otro.
El origen de la empatía lo explica la Biología evolucionista apelando a su valor adaptativo. Para que
la vida de los grupos funcione de una manera organizada, debe existir algún tipo de comunicación
entre sus miembros. El desarrollo de la vida del grupo está constituido por un conjunto de acciones
que garantizan la supervivencia. Para que se consigan ambos objetivos debe haber algún tipo de
comunicación entre los miembros del grupo. La comunicación empática, es decir, la transmisión y
comunicación de los estados emocionales entre organismos, es condición necesaria para que se
alcancen estos dos objetivos. De una parte, genera patrones de comportamiento que refuerzan la
vida del grupo; y de otra, aumenta las posibilidades de supervivencia, tanto individual como social,
en la medida que aumenta la cohesión grupal frente a los peligros externos. Aun reconociendo la
diferencia cualitativa entre los animales y el hombre, también se debe tener en cuenta nuestro
engarce con el reino animal. De ahí que, con las debidas precauciones y correcciones, se pueda
predicar este mismo esquema dentro del campo de la evolución biocultural del hombre. Por ello se
puede hablar de la existencia de patrones innatos de comportamiento, que fundamentan la
empatía humana. Y, desde este supuesto, afirmar que la empatía es un rasgo constitutivo de la
naturaleza humana.
La empatía es condición de posibilidad para el desarrollo individual y social. Desde este supuesto,
se puede afirmar que cumple tres funciones: a) Cognitiva: la empatía proporciona un verdadero
conocimiento de otra persona. Aunque cuando hablamos de conocer, no debemos suponer que
ello implique una representación o una copia de la vida de otra persona, lo cual supondría una
cosificación de la misma, sino que el conocimiento debe ser visto como una actividad que dimana
de la totalidad de la persona, enfocada a la participación y toma de conciencia del modo de ser y
pensar de otra persona. Por tanto, no se trata de un mero conocer o de un conocer objetivo, sino
de una participación o sintonía con el mundo interior de otra persona; b) Unitiva: no solamente
sirve para conocer a otras personas, sino que también es el lazo de unión con esas personas. Es una
actividad en la que se crea una corriente de mutuo afecto, un circuito de experimentación mutua,
una conexión entre personas, que genera una participación de sentimientos. Esta corriente mutua
de afecto tiene un carácter creador. Y es que los hombres se pueden encerrar en sí mismos, pero
necesitan relacionarse con los demás hombres para poder ser verdaderamente hombres. La
/relación intersubjetiva es constitutiva del ser del hombre, un modo de ser universal que
trasciende los esquemas innatos de empatía fijados genéticamente en los animales, para
convertirse en un mundo humano en amor. Amor que no sólo supone un desarrollo individual, sino
que es la base en la que se debe sustentar una sociedad más humana; c) Normativa: de la empatía
dimanan una serie de normas de carácter primario que sirven para regular y afianzar los
planteamientos éticos de carácter racional. Ello nos ayuda a evitar el relativismo ético del todo
vale, en el que han desembocado las éticas que definen al hombre como un ser libre, pero que
descuidan la presencia de unos valores estables que dimanan de la naturaleza humana.
BIBL.: ALLPORT G. W., Personality: A psichological interpretation, Holt, Nueva York 1937; DILTHEY
W., Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, México 1973; EIBL-EIBESFELDT 1., Amor y odio,
Salvat, Barcelona 1995; EISENBERG N.-STRAYER J., La empatía y su desarrollo, DDB, Bilbao 1992;
GURMÉNDEZ C., Teoría de los sentimientos, FCE, México 1981; KATZ R. L., Empathy: Its nature and
uses, Free Press, Nueva York 1963; LIsóN C., Antropología social: reflexiones incidentales, Siglo XXI,
Madrid 1986; MORENO J. L., Fundamentos de sociometría, Paidós, Buenos Aires 1962; SCHELER M.,
Der Formalismus in der Ethik und materiale Wertethik 11, Francke, München 1963; SMITH A.,
Teoría de los sentimientos morales, FCE, México 1978; STEIN E., Zum Problem der Einfühlung, G.
Kaffke, München 1917; TIZóN J., Psicología basada en la relación, Biblaria, Barcelona 1995; WILSON
E. O., Sociobiología, la nueva síntesis, Omega, Barcelona 1980.
L. Álvarez Munárriz
ENCUENTRO
DicPC
Encuentro es una categoría del pensamiento filosófico, elaborada, sobre todo, por la corriente
personalista, que ha desarrollado intuiciones contenidas en la tradición religiosa del /judaísmo y el
cristianismo. Primeramente se utiliza para describir la peculiar forma de relación que tiene lugar en
la relación interpersonal, pero supone una determinada comprensión de la existencia humana, y su
desarrollo conduce a una radical transformación de la teoría del conocimiento, de la filosofía
primera y de la antropología, y desemboca en una peculiar visión ética.
Comenzando por el encuentro como modalidad de la /relación entre las personas, esta se
caracteriza por una serie de rasgos que han puesto de relieve las fenomenologías del encuentro. El
primero de esos rasgos es la respectividad de los sujetos que se encuentran. Tal respectividad
comporta la alteridad insuperable, la resistencia a cualquier intento de fusión, de los sujetos que se
encuentran; y, al mismo tiempo, la referencia de esas dos alteridades. Esa alteridad supone la
trascendencia efectiva de las personas que se encuentran. En el encuentro acontece, pues, la
superación efectiva del afán poseedor y dominador del yo que en el otro se enfrenta con lo
«inaccesible en cuanto tal» (Ortega y Gasset). La respectividad realiza un tipo de relación
cuantitativamente nueva. En ella, el simple hecho de ser, la mera contigüidad, el solo sometimiento
al acto de otro sujeto se transforman en un acto de mutua presencia. Las personas que se
encuentran no existen con la forma de existencia de los objetos, sino que se hacen presentes,
vuelven su ser hacia el ser del otro, existen referidos el uno al otro, requiriendo cada uno con esa
referencia la atención del otro y reclamando así su libertad. El encuentro surge, pues, como
consecuencia de ese mutuo requerimiento que es la existencia como acto de presencia, como
heme aquí de los sujetos que se encuentran.
De ahí la reciprocidad que caracteriza la relación respectiva de los que se encuentran. Los objetos
son simplemente conocidos, deseados o transformados; en el encuentro, los dos sujetos se
conocen, se relacionan activamente. En el encuentro, por tanto, la relación está constituida por dos
libertades en ejercicio, cada una de las cuales crea con su iniciativa el campo de posibilidad para la
puesta en ejercicio de la otra. Basta que uno de los participantes en el encuentro quiera suplir al
otro, que uno de los interlocutores ahogue la voz del otro, o pretenda poseerlo o dominarlo, para
que el encuentro se pervierta. Es decir, que en la relación del encuentro los dos sujetos intervienen
activamente; son, como se ha dicho, el uno para el otro reciprocantes. Y es preciso llevar la
reciprocidad hasta el extremo de que la presencia del otro libera el acto de presencia de mi
relación, y el acto por el que yo le respondo consuma la constitución del otro en otro para mí, sin la
que no existiría como tal otro. Por eso ha podido escribirse con razón que en el encuentro «nos
hacemos ser el uno al otro».
El encuentro comporta, en tercer lugar, la intimidad de la relación. Tal intimidad va más allá de los
rasgos físicos o psíquicos que poseen las relaciones íntimas. Se refiere al hecho de que el encuentro
tiene como sujetos las personas de los que se encuentran y no sólo sus propiedades o sus
funciones.
Todas estas características de la relación de encuentro exigen de los sujetos unas disposiciones
enteramente peculiares. La primera es la capacidad y la exigencia del trascendimiento. Para
encontrarme con el otro necesito dejarle ser otro y, por tanto, renunciar a cualquier forma de
objetivación que lo privaría de su condición de otro, de sujeto. Debo, pues, salir de la órbita que mi
condición de sujeto -en el sentido de supuesto- tiende a definir, y en la que tiendo a inscribir la
totalidad de lo existente, y pasar a ser sub jectum -sujeto en el sentido de ser referido-, que se
actualiza en actitudes como la disponibilidad, la acogida, la apertura hacia el otro, que son la otra
cara de la invocación, el requerimiento, la interpelación que me viene del otro.
La soledad es mucho más que un estado: estar solo, o el sentimiento que se deriva de él. Es una
dimensión de la existencia que consiste en el hecho de que cada sujeto es dueño y responsable de
su vida que sólo cada uno puede ejercer en una decisión irreemplazable, que nadie puede tomar
por otro. Pero la soledad humana no es incomunicación. Esa existencia sólo puede ser ejercida en
el horizonte de un mundo común y en la referencia a los otros sujetos que comparten la palabra, la
razón, la existencia como acto de presencia y la capacidad de ejercer la existencia como llamada y
consentimiento, como requerimiento y respuesta. El hombre es, así, una soledad para la relación
que supone y requiere la soledad.
La apresurada fenomenología del encuentro que acabamos de proponer, basta para manifestar las
consecuencias que este hecho humano primordial comporta en relación con la teoría del
conocimiento, la antropología y la filosofía primera. Ningún filósofo las ha puesto de relieve tan
felizmente como Martin Buber. Para él, como es sabido, el mundo del hombre es doble, según que
el hombre diga el par de palabras yo-ello o el par de palabras "yo-tú. Con lo que yo deja de designar
el sujeto en sí, aislable, y que posteriormente se enfrentaría con otros sujetos o con el mundo de
los objetos. Lo que de verdad existe, como hecho radical, es el ser bajo la forma que expresa el par
de palabras yo-tú y el ser expresado en el par de palabras yo-ello. Con ello, M. Buber supera la
visión de la realidad propia de toda la filosofía moderna, que hacía del yo, como sujeto pensante,
como sujeto trascendental, como conciencia, el punto de partida y la última posibilidad de
explicación de la realidad, y que se condenaba al solipsismo y, consiguientemente, condenaba al
sujeto a la más radical soledad; y pone en el comienzo, frente al principio de la experiencia, que es
la forma de relación vigente en el yo-ello, la relación, es decir, el encuentro, ampliado a todos los
existentes cuando es vivido desde la relación. La descripción buberiana de la relación ha
enriquecido considerablemente la fenomenología del encuentro. El encuentro, la relación no
reducida a experiencia, es espíritu, es amor, es palabra. El espíritu es el /entre de la relación y no el
yo objetivador; pero el espíritu es amor y, sobre todo, es palabra. El espíritu es «la respuesta del
hombre a su tú». De los dos términos de la relación puede decirse que son «pura apelación el uno
para el otro». O, mejor: «Yo y tú somos discursos entrelazándose» (M. García-Baró). «Yo llego a ser
yo en el tú; al llegar a ser yo, digo tú. Toda vida verdadera es encuentro». «Sin el ello no puede vivir
el ser humano. Pero quien solamente vive con el ello no es ser humano». Pero la fenomenología
del encuentro no sólo transforma la concepción de la vida humana, del hombre. Permite el acceso
a una renovada visión de la realidad toda, manifestada en el hecho de que «la relación con el ser
humano es la auténtica alegoría de la relación con Dios», porque las líneas de las relaciones
prolongadas se encuentran en el Tú eterno. Y es que la relación con el absolutamente trascendente
sólo puede ser vivida en términos de total trascendimiento, y este se prepara, se realiza y se
manifiesta en el descentramiento que requiere el reconocimiento de la la alteridad del tú humano.
Siguiendo el camino abierto por el filósofo judío Franz Rosenzweig en su crítica a Hegel, E. Lévinas
prolonga, tras haberlas sometido a crítica, las reflexiones de M. Buber sobre la relación,
enriqueciendo decisivamente la comprensión de la categoría del encuentro. Su punto de partida es
la crítica, más expresa y más desarrollada que en Buber, de la pretensión de la filosofía moderna de
abarcar con el conocimiento la totalidad de lo real, de operar por la conciencia una síntesis
universal, que no deje nada fuera de sí y así se convierta en conciencia absoluta. Frente a esa
nostalgia de la totalidad que parece habitar toda la filosofía occidental, Lévinas sitúa la experiencia
irreductible y última no en la síntesis, ni en la adecuación, sino en el cara a cara de los humanos,
dotado para Lévinas de significación moral. Esta significación moral no viene a añadirse a una
consideración ontológica que vendría tan sólo a modificar. Al ser el cara a cara la experiencia
irreductible, la moralidad tiene alcance previo o independiente. La filosofía primera es una ética. La
relación /interpersonal con su significación ética se caracteriza, frente a la descripción buberiana
del encuentro, por su condición asimétrica. Por el hecho de no ser una relación recíproca. En
efecto, en el rostro, lugar por excelencia de la aparición del otro, se hace presente el otro sin
dejarse convertir en contenido capaz de ser abarcado por mi mirada. El otro se me presenta en su
rostro como orden y petición de respeto, que exige de mí la responsabilidad en relación con él, que
me descubre responsable de él. Así, la no reciprocidad de la relación, la asimetría del encuentro,
significa que el otro se manifiesta por encima de mí, sujeto de una orden para mí, como si en él me
hablase un señor. Al mismo tiempo, la desnudez del rostro del otro le muestra como «el pobre para
el que puedo todo y al que debo todo». El yo, en esta relación, no es ya la conciencia que convierte
en objeto, que integra en la totalidad de lo pensado, sino quien se ve descentrado por el
requerimiento y la exigencia del otro, y capaz de responder a su llamada.
La ruptura del círculo de la totalidad por el /rostro del otro, y la responsabilidad que inaugura, abre
el camino, hace posible el acceso a la idea de infinito. Primero como término de un deseo que se
orienta hacia más allá de su satisfacción, un deseo cuyo término no lo sacia, sino que lo ahonda,
que se alimenta de sus propias hambres y se aumenta con su satisfacción y, a partir de ahí, como
ileidad que no es término directo del encuentro, sino Él en el fondo del tú. Porque la única forma de
que se haga presente sin convertirse en objeto del pensamiento o del deseo humano, integrándose
así en la totalidad definida por el sujeto, es que se manifieste en su envío, en la urgencia que
impele al hombre a la responsabilidad por el otro. «La idea del Infinito en nosotros se concreta en
mi relación al otro hombre, en la sociabilidad que es mi responsabilidad por el prójimo.
Responsabilidad... que ordena en el rostro del otro -a la vez indefenso y lleno de fuerza- un Dios
desconocido».
No es difícil percibir, incluso en una presentación tan sucinta, la novedad que la concepción
levinasiana de la socialidad o la relación con el /otro representa para la antropología, la teoría del
conocimiento y la filosofía primera. El hombre no es ya para sí, conciencia capaz de abarcar la
totalidad de lo real, sino para otro, en la peculiar referencia que comporta la responsabilidad.
«Decir: heme aquí. Hacer algo por otro. Dar. Ser espíritu humano es eso». Esta irrupción del otro
rompe con la /ontología de lo neutro, de lo igual, del ser abarcado por la conciencia en la verdad, y
hace aparecer al Infinito no como un ser otro, sino como de otra manera de ser trascendencia
efectiva que se anuncia, se revela sin desvelarse, sin dejarse ver, sin convertirse en tema, en la
responsabilidad que requiere de mí, que me pide y me impone el rostro del otro. Al responder a
este requerimiento: heme aquí, el sujeto da testimonio del Infinito y en este testimonio se produce
la /revelación del Infinito.
La prioridad de lo santo -lo ético sobre lo sagrado, el temor a degradar la trascendencia del
/Infinito si se lo hace término de una relación de encuentro, la preocupación por preservar la
entidad del sujeto humano, al que una relación como la vivida por los místicos correría el peligro de
fundir y disolver como el fuego a la mariposa que se aproxima a él, han llevado a Lévinas a evitar la
aplicación de la categoría de encuentro a la relación con el Infinito. Por nuestra parte, pensamos
que una fenomenología cuidadosa de la actitud religiosa en sus formas más puras, permite
descubrir una relación que preserva la absoluta trascendencia del /Misterio, que permite la más
alta realización de la persona como ser para otro, como destinatario de una vocación a la
existencia, a la que sólo responde adecuadamente en la acogida y el consentimiento, y que por eso
se deja interpretar y comprender en la categoría del encuentro interhumano, como su alegoría
menos imperfecta, como su mejor analogía. Nada, por otra parte, muestra la pertinencia de esta
analogía como el hecho, subrayado por muchas tradiciones religiosas, y expresamente por la
tradición judeocristiana, de la inseparable relación entre amor humano y conocimiento de Dios,
entre servicio a los otros y encuentro con Dios.
Las reflexiones anteriores, que podrían ampliarse desde otros textos, como los de G. Marcel, sobre
la /fidelidad creadora, ponen de relieve la pervivencia y la fecundidad de la categoría del encuentro
y su capacidad de abrir hacia una comprensión de lo real, que haga justicia a su riqueza de aspectos
y a su condición, al mismo tiempo luminosa e inagotable y misteriosa.
BIBL.: BÖCKENHOFF J., Die Begegnungsphilosophie. Ihre Geschichte-ihre Aspekte, Karl Albert,
Friburgo 1970; BuBER M., Ya y tú, Caparrós, Madrid 1993; BUYTENDEIJK F. J. J., Phénomenologie de
la rencontre, DDB, Brujas 1952; GARCÍA BARÓ M., La filosofía judía de la religión en el siglo XX, en
FRAIJÓ M. (ed.), La filosofía de la religión. Estudios y textos, Trotta, Madrid 1994, 701-729; LAÍN
ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; LÉvINAS E., De otro modo que ser, o
más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid
1995; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; ID, Martin Buber y Dialogue avec Martin Buber, en
Noms propres, Fata Morgana, París 1976, 23-48; ID, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la
exterioridad, Sígueme, Salamanca 19871; MARCEL G., Du refus á l'invocation, Gallimard, París
195614; MARTÍN VELASCO J., El encuentro con Dios, Caparrós, Madrid 19951.
J. Martín Velasco
ENFERMEDAD
DicPC
Definir el término enfermedad siempre ha supuesto una gran dificultad para el ser humano, tal vez
por ser, aún hoy, uno de los aspectos más misteriosos de su naturaleza. La enfermedad es, sin
duda, una de las experiencias vitales más directas que el hombre puede tener de su propia
realidad, de su condición de ser limitado. La enfermedad se presenta como un aspecto
íntimamente ligado a la vida misma, como la cruel paradoja que demuestra la tendencia a la
muerte de un ser, desde el preciso momento en que nace a la vida. Tal vez la enfermedad haya sido
intencionadamente adscrita a nuestras vidas como un perpetuo recordatorio de que la vida es
fundamentalmente lucha. Es obvio que el correlato de enfermedad es salud, que podemos definirla
-al menos provisionalmente- como «el mejor estado posible de bienestar físico, psíquico y social».
I. LA ENFERMEDAD EN LA HISTORIA.
Ya en los anales de nuestra historia, el concepto primitivo de enfermedad, tenía unos fundamentos
mágicos o divinos. Suponía la infracción de un tabú, un hechizo nocivo, la penetración misteriosa
de un objeto en el cuerpo, la posesión por espíritus malignos y la pérdida del alma. Se consideraba
impureza, castigo de los dioses, siendo un exponente ilustrativo de la época los pueblos de Asiria y
Babilonia, cuyos tabúes y compromisos religiosos y morales frente a los dioses, como frente a los
que humanamente los representaban: sacerdotes y reyes, envolvían opresoramente la existencia
del individuo desde su nacimiento hasta su muerte.
Posteriormente, los médicos chinos propusieron una doctrina cosmológica muy bien articulada: el
yin y el yan. Dos principios contrapuestos, de cuya relación dinámica y equilibrio dependen los
procesos biológicos naturales. Cinco son sus elementos cósmicos: agua, tierra, fuego, madera y
metal. El hombre, microcosmos, se halla formado por esos cinco elementos, y en la mezcla y la
dinámica de los mismos posee su base la vida humana. En su desequilibrio o alteración, tiene su
origen la enfermedad. De esta misma línea participaba el concepto hindú de enfermedad, con
tratamientos coherentes con esta concepción primitiva religiosa y moral: exorcismos, ofrendas a
dioses, plegarias, sacrificios rituales, ceremonias mágicas... combinadas con algún recurso herbario
y alguna osada intervención quirúrgica, cuya eficacia siempre quedaba supeditada, no obstante, a
la voluntad de los dioses.
El hombre griego de los siglos IX y VIII a.C. entendía la enfermedad de dos modos: uno
enteramente explicable por causas naturales, y otro que apelaba a una intervención punitiva de los
dioses. Es interesante analizar la idea de enfermedad del mundo clásico a través de la terminología
empleada para referirse a ella: el griego la llama nosos (daño), pathos (padecimiento, pasión,
afección, dolencia), asthenia y arrostia (debilidad); el latín la llama morbus (lo que hace morir),
passio e infirmitas (inválido)... La enfermedad, desde un punto de vista filológico parece
manifestarse como (astheneia) modo deficiente de vivir, malo, aflictivo (pathos, aegrotatio,
dolentia). Galeno veneraba, desde luego, al Dios que concibe como presente en la naturaleza, que
actúa de forma maravillosa; pero en tanto que sabio, él se siente capaz de desvelar muchos de los
secretos de ese Dios. Para Galeno, la enfermedad es siempre una afección del cuerpo; y él en
primer lugar, y más tarde (siglo VI a.C.) Alcmeón de Cretona, desvisten a la enfermedad de la vieja
mentalidad mágica, para aproximar la medicina al terreno del arte y de la ciencia.
La aparición histórica de Jesús de Nazaret introduce un nuevo modelo de referencia, que supondrá
un motivo de reflexión para todas las generaciones posteriores, al sugerir una impronta
revolucionaria en el esquema de pensamiento: Jesús se llama a sí mismo metafóricamente médico
(Mt 9,12; Mc 2,17; Lc 5,31). Cuando le acercan un ciego de nacimiento y le preguntan: «Maestro,
¿quién ha pecado para que este hombre haya nacido ciego, él o sus padres?», Jesús responde: «Ni
él ni sus padres han pecado, sino que esto ha sucedido para que las obras de Dios sean en él
manifiestas» (Jn 9,1-13). Con la primera parte de la sentencia, Jesús rompe el hábito tradicional de
ver en la enfermedad un castigo, un pecado.
En la medicina árabe se comprueba una gran autoridad y relevancia del médico como figura social,
comenzando a diferenciarse el tratamiento a enfermos ricos y pobres. Sus figuras destacadas
serían Rhazes, Averroes y Avicena, el cual señalaría: «El médico juzgará, apoyado en su ciencia de
los signos; sabrá si el enfermo debe morir y se abstendrá de tratarlo». Durante el Medievo (siglo V -
XI), no se experimentaron grandes avances en innovaciones o criterios médicos. Fue la medicina
monástica la que impuso carácter en este espacio, con la atención a los humildes y menesterosos.
Con el transcurrir del tiempo, la diferenciación de las escalas sociales, tan marcadas en esta época,
hizo que el pobre quedara marginado en su atención sanitaria, llegando a aceptar como natural y
meritoria esa discriminación.
El concepto de enfermedad que domina el siglo XIX, viene determinado por el desarrollismo
industrial y su desenfrenada carrera tecnológica, produciendo inmensas bolsas de pobreza que,
unido a la escasa protección sanitaria de la época, originaron las grandes epidemias de este siglo
(tuberculosis, cólera, tifus), que se cobraron un terrible precio en vidas humanas, especialmente en
los grupos sociales más pobres, cuyo bajo nivel económico imponía una vida insalubre. Esta
traumática experiencia produjo una intensa estima del valor de la vida terrena y de la necesidad de
la salud para poder disfrutarla. Este fenómeno, unido al creciente proceso de secularización de la
mente, del hombre del siglo XIX, fue confirmando al médico y a los avances científicos como los
nuevos elementos en los cuales se depositaba la confianza general de la salud.
En este panorama, surge con fuerza salvadora la figura del médico, demiurgo elevado a la categoría
de semidiós, al que exigiremos en cada momento la pócima mágica que nos garantice el derecho a
no estar enfermos, aun recurriendo a lo imposible. La enfermedad supone un motivo de frustración
para el hombre posmoderno, cuya mente secularizada le impide ver otra realidad distinta a la
tangible, otros valores superiores a los terrenos y, por tanto, contempla en ella la forma más cruel
e impotente del fracaso humano, al que hay que eludir, disfrazar u ocultar ante la imposibilidad de
su vencimiento. Por ese motivo, es especialmente importante la idea de enfermedad que podamos
albergar en nuestro fuero interno, ya que, como vemos, posiblemente esté condicionando nuestra
actitud ante la vida y, por tanto, nuestro comportamiento social. En fotografía, es a través del
negativo, como se perfila la imagen que queremos descubrir.
Lo contrario de enfermedad es, sin duda, la salud, el lado positivo de la misma moneda; y la O.M.S.,
en 1946, nos propone la opinión más autorizada de nuestra época, en la que hace referencia al
término salud integral, como «un estado de perfecto bienestar físico, mental y social y no sólo la
ausencia de enfermedad». Esta definición ha venido suscitando, desde entonces, múltiples debates
y duras críticas, por entender que se estaba orillando la dimensión espiritual del hombre, al mismo
tiempo que estos conceptos surgían al calor del estado de bienestar, diseñado en torno a un
modelo de sociedad que margina la realidad sanitaria del tercer mundo; sin embargo, resultó ser
especialmente innovadora por introducir términos que hasta el momento no habían sido
contemplados, como el de la dimensión social, ambiental..., que origina un bienestar que hoy se
entiende como calidad de vida, y que casi se identifica con el concepto utópico de ?felicidad.
Aspectos que, en buena lógica, también se refieren a la realidad de enfermar, y que tenderían, en
consecuencia, a definirla como un vivir deficiente, como una carencia de calidad de vi da y como
infelicidad. Términos, todos ellos, que no tendrían que estar necesariamente relacionados con un
padecimiento físico.
3. Soledad. A diferencia de lo que acontece con el dolor moral y la /alegría, el dolor corporal es el
dolor de cada uno. Es la hora de la verdad, el momento en el que uno se enfrenta con su propia
realidad y se predispone por encima de lo artificial, de lo tangible, de lo superfluo.
4. Anomalía. Sentirse enfermo es sentirse distinto al estado normal habitual. Cada enfermedad
tiene su propio rostro y cada una posibilita, de múltiples formas, un abanico de experiencias
inéditas.
7. Respuesta. En cuanto a experiencia intensa, el enfermo se entrega a ella con autenticidad. Aquí
no valen subterfugios. Aquí uno se implica y toma postura; lucha o se rinde, se enfrenta o se
desespera, rechaza o acepta, aprende o se destruye.
Todos estos fenómenos, que se articulan de forma auténtica y real en el enfermo, suponen un
acontecimiento único e irrepetible en la vida, un pozo sin fondo de experiencias y capacidad
creadora, de las que no se debiera privar al enfermo, y a las que el enfermo tendría que empezar a
prepararse desde su estado sano, para ser capaz de asimilarlas. Al enfermo, al que hoy se le
considera en el proceso sanitario como un sujeto pasivo-paciente, tendrá que pasar a tomar una
actitud activa-autónoma, donde no sea considerado tan sólo como el usuario de una serie de
servicios sanitarios, como si la salud fuese un bien más de consumo, administrado de forma
paternalista por un docto equipo médico. Será el protagonista de su proceso, teniendo el derecho
de ser informado del mismo, y podrá decidir. De tal forma que la experiencia de enfermar, a pesar
de su condición aflictiva, puede presentar componentes de autonomía, solidaridad, creatividad,
enriquecimiento personal..., en definitiva, de felicidad; características, todas ellas, correspondientes
a personas saludables. Este motivo nos llevaría a señalar como sanamente enfermos, a quienes
fuesen capaces de vivirlo así. Mientras que, paradójicamente, es perfectamente posible la situación
de personas que, a pesar de no padecer ninguna dolencia física o enfermedad aparente, carecieran
de una calidad humana de vida en la cual su existencia fuese una condena, su felicidad un
interminable sentimiento de ansiedad, su relación con los demás una continua tortura y su calidad
de vida una mala traducción de la pasión por conseguir cantidad de vida. Es, en definitiva, un
proceso de infelicidad constante, que nos llevaría a calificar como de enfermo a quien se viese
envuelto en él.
BIBL.: AA.V V., Ética de calidad de vida, Secretariado Nacional de Pastoral Sanitaria, Madrid 1990;
Avuso E., Criterios personalistas en sanidad, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1992; DÍAZ C., Yo
quiero. Por una filosofía del querer, San Esteban, Salamanca 1991; ID, Manifiesto para los humildes,
Centro de Estudios Pastorales del Arzobispado de Valencia, Valencia 1993; GEREMEK B., La piedad
y la horca. Historia de la miseria y de la caridad en Europa, Alianza, Madrid 1989; LAÍN ENTRALGO
P., Historia de la medicina, Salvat, Barcelona 1982; ID, Antropología médica, Salvat, Barcelona
1984; MOUNIER E., Introducción a los existencialismos, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca
1990; ID, Tratado del carácter en Obras completas 11,
L. E. Hernández
ENTRE (ZWISCHEN)
DicPC
I. INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.
El sentido más inmediato de esta preposición es el de prelación, y como tal ha sido pensado en la
tradición filosófica occidental.
Aristóteles incluye la relación en todas sus enumeraciones de las categorías. La relación es uno de
los predicados generales con que se puede determinar una cosa, diciendo de ella que está en
relación a otra. Esto presupone que existen cosas entre las cuales puede darse la relación; es decir,
la relación presupone la sustancia, que es lo que designa el ser propio de la cosa. La idea de
relación implica, pues, para Aristóteles, mera referencia a un término extrínseco. Los escolásticos
añaden a esta doctrina aristotélica su distinción entre relaciones reales, presentes en la naturaleza,
y relaciones de /razón, producto del espíritu, así como relaciones mixtas; pero en nada cambia esto
la hegemonía de la ontología sustancialista aristotélica que apenas concede entidad real a la
relación en cuanto tal.
El problema, para la filosofía poskantiana, será, por tanto, el de cómo superar este solipsismo sin
recurrir ya a hipótesis teológicas. Hegel, en este sentido, intentará resolver la fisura entre
pensamiento y realidad, entre individuo y sociedad, suprimiendo la dualidad misma. En la
Fenomenología del Espíritu se describe la odisea de la conciencia que, arrancando de la creencia
ingenua en un mundo externo independiente, termina con la superación de la dualidad del en -sí y
el para-sí a través de un proceso de progresiva autoconciencia. El marxismo, por su carácter
dialéctico, intentará relativizar simultáneamente lo individual y lo social, lo subjetivo y lo objetivo,
pretendiendo una reconciliación de ambas instancias mediante la superación de toda dualidad
procedente de la división del trabajo y otras demarcaciones. Y Nietzsche tratará de salvar la
separación entre fenómeno y cosa en sí negando simplemente la legitimidad de cualquier realidad
que no sea la apariencia misma. Pero va a ser, tal vez, la /fenomenología de Husserl la que va a
despertar expectativas más creíbles de solución a partir de su tematización de la intencionalidad
como estructura fundamental de la conciencia. La intencionalidad es, en un primer momento, para
Husserl, la referencia esencial de la conciencia a un objeto distinto de ella misma, lo que daría
acceso a un nuevo concepto de conciencia como relación con un objeto en la que este se ofrece tal
como es.
Lo que sucede es que, cuando Husserl emprende la tarea de justificar la objetividad del
conocimiento como actividad de la conciencia, vuelve a la egología y al solipsismo de la filosofía
moderna, al establecer como fundamento de tal objetividad, de nuevo, el yo trascendental. La
filosofía de Husserl establece que la conciencia descubre, con evidencia apodíctica, un mundo de
objetos y de sujetos con los que se relaciona en virtud de su esencial intencionalidad. Pero al
pretender explicar este hecho, recurre de nuevo a una hipótesis que no puede demostrar, sino
solamente suponer, y que es el postulado de la intersubjetividad (/interpersonalidad)
monadológica, que garantiza la objetividad de la ciencia y la coherencia de la comunicación social.
Entre los discípulos más inmediatos de Husserl, el problema de la conciencia tiende a verse
rebasado en virtud de planteamientos capaces de evitar las aporías en las que, durante siglos, tal
problema se ha visto sumido. Este es el sentido de la analítica existencial de Heidegger, que trata
de sustituir el análisis de la conciencia por el análisis de la existencia, entendida no como relación
conciencia-objeto, sino como ser-ahí o ser-en-el-mundo. Y es también la motivación primaria que
hace surgir la filosofía dialógica de Buber. Lo común a ambos pensamientos es una reflexión radical
del punto de partida de la filosofía: en lugar del yo pienso estará el hombre en relación. Para
Heidegger, el punto de partida será el ser-en-el-mundo; para Martin Buber la relación yo-tú o el
entre-los dos. Sólo desde un reconocimiento original de que el hombre es constitutivamente un ser
en relación con las cosas y con los demás, puede ofrecerse una base filosófica sólida que explique
la relación, la comunicación y el conocimiento. Se podría decir que este reconocimiento constituye
el paso primordial. Un segundo paso será la vertebración de la explicación, en vistas de la distinción
entre la relación con un objeto y la relación interpersonal, diferenciándose a este respecto
Heidegger y Buber en función del carácter diverso que en cada uno tiene esta tematización
concreta.
Así es como, en último término, la posición de Buber abre un interrogante radical sobre si acaso lo
que él señala es tan sólo la insuficiencia de la filosofía trascendental, para dar cuenta de la
auténtica alteridad del otro, o lo que indica puede ser, tal vez, un límite de la filosofía misma en
cuanto tal. Pues dar por regla al pensamiento no pensar jamás un término sin el otro, no es
invitarlo a pensar un término y después otro a fin de examinar sus relaciones; es invitar al
pensamiento a pensar la relación antes de, o mejor, entre los términos, porque, de lo contrario, la
relación no sería, como tal, un primer término, ni sería el comienzo anunciado. Invitar al
pensamiento a pensar la relación entre los términos, es obligarlo a apartarse de sus formas
habituales de pensar y descubrirle, en este mundo, otro en el que no había tal vez pensado en
realidad. No se percibe esto cuando se hace superficialmente de Buber el filósofo del encuentro, o
el filósofo del /diálogo, porque es sólo al cabo de este esfuerzo cuando se descubre, en este
mundo, otro. Y a esto es a lo que nos invita su filosofía del encuentro o su filosofía del diálogo.
En cualquier caso, lo cierto es que Buber sustrae, de una forma no exenta de problematismo, la
intersubjetividad a la objetividad. Es esa irreductibilidad del encuentro a toda relación con lo
determinable y lo objetivo, lo que queda como principal motivo de la aportación de Buber al
pensamiento contemporáneo. Y ello aun a riesgo de implicar una peligrosa subestimación de la
realidad misma del yo como existencia independiente, capaz de profundizar su objetividad sin
recurrir al otro. En este sentido, Lévinas ha criticado a Buber «no haberse tomado lo
suficientemente en serio la separación». De hecho Buber, por subrayar la relación yo-tú llega a
asimilar peligrosamente esta relación a una relación de reciprocidad, mientras que, en último
término, no puede ser sino el yo el que conoce la relación con el tú sin disolverse en ella.
Estableciendo una simetría entre el yo y el tú se les vuelve intercambiables, se les provee de los
mismos atributos y nada, finalmente, podrá substraerlos en cuanto relativos al conjunto de las
relaciones objetivas, es decir, a la relación yo-ello. Por otra parte, los esfuerzos de Buber por
determinar la noción de zwischen no han conseguido resolver el equívoco que supone su
descripción del encuentro como un contacto formal, sin continuidad ni contenido. La relación yo-tú
queda vacía y etérea. La huida del análisis y la desconfianza respecto a las determinaciones
objetivas no permiten ver que, en la realidad ordinaria del encuentro, la relación con el otro
implica, tal vez, una asimetría. Por un lado el yo, que es acogido en su propia diferencia. Por otro, la
irrupción por el efecto de algo que acontece en él, de la relación con el tú. Este tú lo tiene el yo por
exterior y por encima de él mismo. Es decir, el otro exige el respeto porque no es lo que yo soy, y
en cuanto tal, se presenta como la meta de mi esfuerzo moral. Una nueva ética nace aquí de la
preocupación, Fürsorge, en sentido heideggeriano. Esta nueva ética es, al mismo tiempo, una
nueva forma de comprender el poder de decir yo y, por tanto, responde a la vocación de la
filosofía. No se trata ya, ciertamente, de la libertad que aseguraría el conocimiento de la ,,totalidad
del ser, sino de la responsabilidad que significa también, por su parte, que nadie puede sustituirme
cuando soy yo quien ha de responder.
BIBL.: BUBER M., Schriften zur Philosophie, Lambert, Heidelberg 1962; EBNER F., Wort und Liebe,
Pustet, Regensburg 1935; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 1968; LÉvINAS E., De
l'existence a l'existant, Fontaine, París 1947; MARCEL G., Journal Métaphysigue, Aubier, París 1927;
NÉDONCELLE M., La réciprocité des consciences, Aubier, París 1942; ORTEGA Y GASSET J., El hombre
y la gente, Alianza, Madrid 1981; SÁNCHEZ MECA D., Martin Buber, Herder, Barcelona, 1984;
SARTRE J. P., La transcendance de lego, Vrin, París 1965; SCHELER M., Esencia y formas de la
simpatía, Losada, Buenos Aires 1957.
D. Sánchez Meca
ESPERANZA
DicPC
I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.
Ciertamente la esperanza vino al mundo por la Biblia. Como dice José Jiménez Lozano, hubo un
pueblo de la antigüedad al que no pareció importarle nada el cosmos y ni siquiera la muerte,
aunque sus poetas también supieran cantar la condición efímera del hombre. Ese pueblo sólo tuvo
una obsesión: la /justicia, el sueño de una tierra donde manaban ríos de leche y miel, y donde se
hacía justicia al huérfano, a la viuda y al extranjero. Ese pueblo se puso en camino, y así hubo
historia, no eterno retorno, hubo sentido, se esperó un final que produjera lo nuevo. Se trata, claro
está, de un pueblo «que es el Libro» (Borges). Mientras en Grecia la esperanza no dejó de ser un
engaño, los discípulos de un hijo del pueblo de Israel dijeron que la promesa se había cumplido, se
había inaugurado su cumplimiento. Con la Resurrección del justo asesinado, el Reino de Dios
iniciaba su marcha en la historia. El /cristianismo, nacido de Israel, y que afirma ser el cumplimiento
de las promesas de Israel, aportó la esperanza al mundo, nació con él la esperanza de «un cielo
nuevo y una tierra nueva». Chesterton lo dice bien: «Lo que esa universal y combativa fe trajo al
mundo, fue la esperanza». Por eso, la meditación sobre la esperanza estuvo siempre unida a la
meditación teológica. La esperanza ha sido una virtud teologal más que una pasión del alma. La
época moderna supo poco de la esperanza, al decir de Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la
Ilustración: la /ilustración moderna, que recae en el mito, ratifica la verdad del hecho; así, renuncia
a la esperanza. A pesar de que en Kant se diga que el «¿qué me es dado esperar?» es una de las
cuatro preguntas que ha de responder la /filosofía, y de que se conceda a la esperanza cierto peso
mayor en la balanza de la razón. Pero la esperanza de Kant, como la de los ilustrados, es la
esperanza en un futuro visto de manera optimista; no es tanto aquella esperanza que nacía de la
sed de justicia y que tiene más que ver con los perdedores de la historia. Fue a estos a quienes se
regaló la esperanza. Por eso, quizá el progresismo (/progreso) moderno supo menos de la auténtica
esperanza, y G. Marcel afirma que el mundo moderno ha sido refractario al verdadero esperar.
Puede decirse, desde luego, que en la concepción moderna del futuro no cabía esperanza para los
fracasados y los /pobres.
No es quizá casual, por ello, que sea nuestro siglo, testigo de tantas tragedias, y en el que los
grandes espíritus han visto ya hace tiempo los límites de cierto entendimiento de la modernidad, el
momento en que la reflexión filosófica va a hacer suyo el tema de la esperanza. Como dice Laín
Entralgo, uno de los autores que mejor han reflexionado en España sobre esta cuestión, a partir de
la II Guerra Mundial el regodeo en el desesperacionismo -permítaseme la expresión bloquiana- de
Heidegger o el primer Sartre va a ser sustituido por una nueva confianza en el futuro y un
pensamiento de la esperanza que se empeña en salvar lo humano, a pesar de todo. E. Bloch es,
seguramente, el más importante de los autores que desarrollaron esta reflexión; y no digo esto
sólo porque sea un autor muy querido por mí, sino porque supo ver a la luz de la esperanza toda la
historia y toda la /cultura humanas, toda la lucha del hombre por ser hombre. A la luz de la
esperanza, después de los grandes desastres, Bloch leyó de nuevo la historia y asumió
hermosamente nuestra herencia cultural. De este modo aportó a nuestro mundo, tan necesitado
de reencantamiento, un pensamiento imprescindible. El descrédito actual de ciertas tradiciones
emancipatorias no debiera arrinconar este pensamiento creador y heredero, no reductible a
epigonismo alguno.
Pero, además de Bloch, hay otros autores que reflexionan sobre la esperanza, como los que ya he
mencionado, y otros muchos a los que tendré ocasión de referirme en las siguientes páginas,
recordando algunas de sus ideas fundamentales. No se escapa a estos pensadores, desde Marcel a
Moltmann, desde Laín a Bloch, el asunto del que hemos partido: la conexión entre la esperanza y la
experiencia religiosa. «Donde hay esperanza hay /religión», decía Bloch. Este defiende la esperanza
contra la angustia existencialista. Heidegger y Sartre «no hacen sino reflejar una existencia de
perros». Para Heidegger la esperanza no es un modo auténtico de existir. Pero lo primero que
objeta Bloch, lo mismo que otros pensadores, es que ella forma parte de la condición del hombre.
«No hay hombre que viva sin soñar despierto», decía Bloch, y Laín afirma: «El hombre no puede no
esperar». Ortega y Gasset decía también: «El corazón del hombre necesita siempre una abertura
hacia la esperanza, es decir, hacia el mañana». De forma que la esperanza no es sólo una
determinación de los afectos de espera, sino que pertenece a la condición ontológica del hombre,
como afirmaba E. Mounier. Este autor llega a sostener que aceptar o rechazar la esperanza es
«aceptar o rechazar el ser /persona». «La esperanza es la estofa de que está hecha nuestra alma»
(Marcel). ¿Y qué se espera? La /felicidad, naturalmente. Pero no hay que olvidar que también la
justicia. Por el sueño de la justicia comenzó la esperanza. Es la presencia insoportable del mal lo
que lleva a esperar. Por eso Marcel dice que en el acto de esperar hay una radical inconformidad.
De ahí que la esperanza no sólo tenga un aspecto individual, sino también comunitario y, por ello,
histórico. Esperanza es esperanza para mí, pero también para la humanidad. Esperamos, dice
Bloch, la patria. Entonces, la esperanza, ¿implica la esperanza de superación de la /muerte? Así lo
dirán los pensadores de raíz cristiana, pero también ha de plantearse el problema del último
enemigo todo aquel que quiera abordar estos asuntos en profundidad. Bloch así lo hizo. Porque la
esperanza es la negación de todo amor fati. Y el cristianismo, por ejemplo, la religión de la
esperanza, y que respecto a las cosas de este mundo es altivez y voluntad de no dejarse tratar
como ganado, tampoco se conformó jamás con la tumba.
Pero la spes ha de ser docta spes. La esperanza es rebelión contra el /mal, sueño de justicia y
felicidad, pero también conocimiento del mundo, que se muestra lleno de posibilidades. La
esperanza no es sueño en el vacío, más bien tiene que ver con la /utopía presentida, con la
capacidad de ver la realidad como preñada de futuro, con el saber del mundo y de sí mismo que el
hombre ha acumulado en su historia y en las grandes producciones de su espíritu. Moltmann dice:
«Sólo la esperanza merece ser calificada de realista, pues sólo ella toma en serio las posibilidades
que atraviesan lo real». Y Marcel afirma que esperar es «dar crédito al universo», confiar en la
capacidad creadora de la realidad. Pero esa confianza ha de fundarse en la verdad, como afirma
también Laín Entralgo. O como dice Bloch, de otra manera: «Si la esperanza no es abstracta, sino
que corre en la línea proyectiva de lo adelantado por ella, la esperanza no se encuentra nunca
completamente fuera de lo objetivamente posible en la realidad». Por eso la esperanza no es «sólo
un rasgo fundamental de la conciencia humana, sino ajustado y aprehendido concretamente, (...)
una determinación fundamental dentro de la realidad objetiva en su totalidad».
Mas, ¿qué hacer en esta hora nuestra? Esta es la hora de la decepción de la /razón, del «pesimismo
incondicional que fomenta los negocios de la reacción», como decía Bloch. El viejo progresista que
quiso cambiar el mundo (eso dice) se encuentra ahora tan a gusto, como funcionario del reino de
Mammón. Pero antes he dicho que la esperanza vino al mundo por la Biblia, con lo que podemos
preguntar si la pérdida de la esperanza y la entrega al nihilismo no tendrán algo que ver con la
pérdida de la herencia que nos enseñó el amor a la rebelión. Desesperar es la consecuencia de
tomar totalmente en serio la muerte de Dios. La muerte de /Dios, tomada en serio, conduce
necesariamente al amor fati. Como dice J. Muguerza, «la aceptación total de lo que hay no le
produjo a Nietzsche paz, sino terror». Sólo cuando no se miró al fondo del abismo, y cuando se
salvaron los contenidos humanistas del símbolo religioso, pudo hasta cierto punto esquivarse el
nihilismo a que conduce la muerte de Dios. Pero esta es la hora del fracaso de demasiadas cosas y
de volver a preguntarnos qué debemos hacer. Y quizá lo primero que debemos hacer es
cuestionarnos si tenemos derecho a desesperar, si el recuerdo de las víctimas puede permitirnos el
solazarnos en el amor al desastre y en el regodeo en lo negativo de que han hablado algunos de los
autores más lúcidos del momento. Es hora de plantearnos si no tendremos, como dice Fackenheim,
el mandamiento, el imperativo, de esperar. Desesperar es, al fin, conceder a Hitler otra victoria (y a
Stalin).
III. CONCLUSIONES.
Hay que rechazar esa especie de puritanismo que desprecia todo lo que es hermoso y humano, y
que no sabe ver la presencia de la verdad y de la /belleza en la historia. Porque esta no ha sido sólo
la historia de los vencedores. Hay también una historia del espíritu, la del /sufrimiento que busca
sentido, la de la esperanza de los fracasados, la de las esperanzas humanas plasmadas en el arte,
en la filosofía, en la religión. Decía un día G. Steiner: «Humanista es aquel que recuerda». No hay
humanismo sin el recuerdo de la lucha de los fracasados. Pero el recuerdo de la lucha de los
fracasados no ha de ser celebrar constantemente su funeral, sino que las obras en que el espíritu
cuajó nos siguen mostrando que aquella lucha esperanzada tenía razones para esperar, y que
nuestro deber es precisamente todo lo contrario de dar la razón a los asesinos. Humanismo es
esperanza, no amor fati; pero hay esperanza si hay recuerdo de las manifestaciones de la verdad.
Ahora que se dicen tantas estupideces sobre los relatos portadores de esperanza, resulta que los
individuos que siguen tocando el alma de la gente son aquellos que mejor representan o han
representado la esperanza. La esperanza fue siempre motor de la historia y de la vida, y puede y
debe volver a serlo.
Significa esto que la esperanza no está ya para nada en eso que Bloch llamaba el progresismo
filisteo; para nada, por ejemplo, en un pensamiento anticristiano. Todo esto es viejo, muy viejo,
pensamiento propio de una Europa cansada (débil), que ha olvidado que si la esperanza hace a
veces visionarios, también crea respondones. Necesitamos del reencantamiento, que sólo puede
estar en la asunción de nuestra herencia cultural, de la tradición que nos enseñó el amor a la
rebelión, una tradición que es doble, la de la Biblia y la de la /razón, cuyo mestizaje -que no
confusión- no es sólo deseo para hoy, sino la realidad histórica que floreció durante mucho tiempo
en Europa, donde, como dice Bloch, la razón no floreció sin esperanza ni la esperanza habló nunca
sin razón. Una Europa (desde donde escribimos) que quiera pensar su futuro abierta a la
humanidad y no cerrada en su mundo del dinero y del hastío, y una humanidad que quiera pensar
su futuro, han de hacerse herederas de lo mejor de la razón, y también de aquella palabra que
hace muchos siglos proclamó con rotundidad: «No quedará defraudada la esperanza de los
pobres» (Salmo 9).
BIBL.: AA.VV., El futuro de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1973; BLOCH E., El principio
esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid 1977ss; ID, El ateísmo en el cristianismo. La religión del éxodo y
del Reino, Taurus, Madrid 1983; LAÍN ENTRALGO P, Antropología de la esperanza, Guadarrama,
Madrid 1978; ID, La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano, Alianza, Madrid
19842; ID, Esperanza en tiempos de crisis, Círculo de Lectores, Barcelona 1993; MARCEL G., Homo
viator, Aubier-Montaigne, París 1963; MOLTMANN J., Teología de la esperanza, Sígueme,
Salamanca 19773; ID, El experimento esperanza, Sígueme, Salamanca 1977; MUGUERZA J., La razón
sin esperanza, Taurus, Madrid 1977.
V. Ramos Centeno
ESPIRITUALIDAD
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Espiritualidad designa unas realidades muy variadas, y a veces lejanas las unas de las otras. Así, se
habla de espiritualidad cristiana, judía, musulmana, oriental, etc. Dentro del ,cristianismo, cada una
de las grandes confesiones ha desarrollado una espiritualidad específica: anglicana, católica,
ortodoxa, protestante. Incluso, en el seno de la tradición católica, nos encontramos con una
pluralidad de espiritualidades: la espiritualidad litúrgica, bíblica, monástica, ecuménica, etc.
En cada confesión cristiana se habla también de escuelas de espiritualidad. Así, en la Iglesia católica
tenemos la espiritualidad benedictina, franciscana, dominicana, carmelitana, ignaciana,
foucauldiana y otras muchas, sin hablar de la Escuela francesa de espiritualidad (ss. XVI y XVII), que
fue la que forjó precisamente la expresión espiritualidad. Este término se emparenta con los de
espíritu y /espiritualismo, que indican, desde un punto de vista psicológico, el primado del espíritu
en la explicación de los fenómenos psíquicos; y desde un punto de vista metafísico, afirman que el
mundo se halla constituido, en su fondo último, por lo espiritual. Ambas significaciones se unen
muchas veces cuando se considera que esa substancia espiritual, que constituye el fondo de lo
existente, es de carácter psíquico (espiritualismo metafísico), como ocurre en Leibniz y Lotze. Lo
psíquico es, en este caso, una realidad que tiene diversos grados, que van desde la inconsciencia
absoluta hasta la conciencia absoluta, hasta el espíritu en el sentido más propio del vocablo. Este
espiritualismo más íntimo desemboca con frecuencia en el monismo, que tiende a concebir la
realidad material como fundada en la espiritual, como el aspecto mecánico, extenso e inerte del
espíritu, dando lugar al panteísmo. Existe otro espiritualismo menos íntimo, dualista, elaborado por
los filósofos escolásticos, que es el teísmo, del que a veces se habla simplemente como de un
/idealismo, y a veces como del idealismo pos-Kantiano o absoluto.
Para E. Mounier la espiritualidad personalista constituye una doctrina militante, una ética con
serias implicaciones en el orden social y económico. Para Mounier, creyente convencido, el actuar
es fuente y lugar de la espiritualidad. Los cristianos deben afrontar los problemas de nuestros días,
en vez de refugiarse en el comodismo de las posiciones conservadoras. Se interesó por el
/marxismo, en cuanto aspira a destruir la cosificación del ser humano, originada por el sistema
capitalista de producción, aunque no pudo aceptarlo porque histórica y doctrinalmente niega a la
persona, que para él es sagrada, y su dignidad radica en la /trascendencia; sin esta última, la
persona se desvanece por falta de apoyo. La /persona humana es el movimiento del ser hacia el
Ser. El universo personal está estructurado. Mounier subraya las siguientes notas de la
espiritualidad personalista: la persona, sumergida en la Naturaleza, traspasa a la misma; la persona
se personaliza comunicándose; la persona puede conseguir la libertad; la persona se realiza en el
/compromiso, es decir, en la acción, etc. Para Mounier «el personalismo (...) aprehende cualquier
problema humano en toda la amplitud de la humanidad concreta, desde la más humilde condición
material a la más alta posibilidad espiritual. Las cruzadas son a la vez, por motivos diversos para
cada una de ellas, productos eminentes del sentimiento religioso y de los movimientos económicos
del feudalismo decadente. Es cierto, pues, que la explicación por el instinto (Freud) y la explicación
por la economía (Marx) son una vía de aproximación a todos los fenómenos humanos, incluso a los
más elevados. Pero, en cambio, ninguno, ni siquiera el más elemental, puede ser comprendido sin
los valores, las estructuras y las vicisitudes del universo personal, inmanente en calidad de fin a
todo espíritu humano y al trabajo en la naturaleza»1. Mounier mostró cómo la práctica de la
liberación es parte constitutiva de la vivencia teologal, siendo como es mediación en la que hoy
mismo se manifiesta Dios que salva. Mostró también cómo la acción por la justicia es el momento
de verificar la autenticidad del creer, integrando contemplación y compromiso.
Existe en nuestra época un rechazo a la espiritualidad transmitida del pasado, y que hoy se
considera inadecuada para expresar o animar la actual situación histórica. En realidad, pese a las
sombrías previsiones de Comte, Marx y Weber, profetizando el fin de las religiones, nuestro tiempo
está lleno de movimientos espirituales que demuestran la vitalidad del sentimiento religioso en el
mundo actual. Al principio este interés se orientó hacia formas de espiritualidad asiática, pero en
Norteamérica y en Europa se ha desplazado, en cierta medida, hacia una toma de contacto con los
místicos de la tradición cristiana, de manera especial Juan de la Cruz.
Hay muchas personas con una vida interior muy rica, que no tiene nada de religiosa y que ni
siquiera puede ser considerada como vida espiritual, por más amplitud que se dé a esta última
noción. Hay poetas o artistas que son completamente incrédulos, pero que, sin embargo,
experimentan y comunican una riqueza de imaginación, de pensamiento, de /sentimientos,
totalmente propia. Pueden desconocer por completo la vida religiosa, e incluso no tener ninguna
vida espiritual, si por ella se entiende, al menos, el acceso a una realidad distinta del mundo
sensible y que sobrepasa a la persona. La vida religiosa, en el sentido más amplio de la palabra,
aparece o se mantiene desde el momento que se experimenta de alguna manera una relación, de
la clase que sea, con una deidad trascendente, real o supuesta, y que, en ciertos casos extremos,
puede no ser más que una supervivencia, en nuestra conducta, de aquello que pone en duda
nuestra inteligencia.
La vida interior, que tenemos desde el momento en que adquirimos un desarrollo consciente más o
menos autónomo, no llega a ser vida espiritual hasta el momento en que nuestra vida interior se
desarrolla, no en el aislamiento, sino, por el contrario, en la conciencia de una realidad espiritual,
entendida de la manera que sea, y que sobrepasa la conciencia personal. Pero esta realidad
espiritual no se aprehende necesariamente como divina, e incluso puede suceder que se le niegue
expresamente este carácter. Solamente si el espíritu que la vida espiritual conoce es percibido no
como algo, sino como alguien, la vida espiritual será al mismo tiempo vida religiosa. Si no es así,
por elevada o profunda que llegue a ser la vida espiritual, no llegará jamás a ser, a la vez, vida
religiosa propiamente dicha. «¿No es la religión -antes de toda doctrina y moral, antes de todos los
ritos e instituciones- experiencia religiosa?» -se pregunta Hans Küng-. «Y la experiencia religiosa -
continúa preguntándose-: ¿no es en su forma suprema experiencia mística, como parece ser
habitual, más que en ninguna otra parte, en la India? En el cristianismo se ha sospechado siempre
de los escritos de los místicos (...). Por el contrario, en el hinduismo, más aún, en el centro de la
doctrina hinduista ortodoxa, se reconoce un lugar a la mística, que no es, como en el cristianismo,
un enriquecimiento, sino que constituye la realidad más íntima de la religión»2.
El mismo budismo, concebido para satisfacer la necesidad del ser humano de una espiritualidad, al
margen de toda religión, ha sido incapaz de conservarse en su ateísmo primitivo. De una posición
deliberadamente arreligiosa, se ha evolucionado hacia una nueva religión popular, donde Buda
llega a ser un dios: el dios salvador por excelencia, en sustitución de todos los dioses que estaban
en las preocupaciones de sus discípulos. En el hinduismo y en muchas otras espiritualidades del
extremo oriente, que le están más o menos emparentadas, como el taoísmo chino, la vida
espiritual tiende a una absorción de su propia personalidad en una deidad impersonal. En el
cristianismo, por el contrario, se tiende a la expansión completa de una vida plenamente humana,
al mismo tiempo que plenamente personal, en el encuentro de un Dios que no sólo es también una
persona, sino el ser personal por excelencia.
M. Buber, judío y cuyo pensamiento nutre la espiritualidad de los hassidim, señala que el /judaísmo
está como penetrado por el eco todavía vibrante de la gran experiencia de los profetas. Buber nos
hace notar que una persona no llega a ser para nosotros persona sino en la palabra, en el diálogo.
Alguien a quien jamás se ha hablado; alguien, sobre todo, que no nos ha hablado nunca, no es para
nosotros, en estricta verdad, una persona. Solamente el tú a quien he hablado es para mí alguien, y
ambos diremos nosotros. Dios, el Dios de Israel, el Dios de la Biblia, el Dios de Jesucristo, es
precisamente ese Dios, y el único que puede ser para nosotros no un él, que sigue siendo
impersonal, sino un tú, es decir, verdaderamente alguien. Y en primer lugar, Él es ese tú porque se
nos ha manifestado como el Yo por excelencia: no ha esperado que nosotros tomásemos la
delantera para encontrarnos, sino que ha tenido la iniciativa del diálogo entre Él y nosotros.
La espiritualidad cristiana consiste en una vida espiritual en la que nuestra vida más íntima, más
personal, florece gracias al desarrollo de la relación personal que Dios quiere establecer con
nosotros al hablarnos en Cristo. El desarrollo de la espiritualidad cristiana culmina en la
contemplación, autentificada por el testimonio de la caridad. La fe cristiana proclama que Dios es
Padre, Hijo y Espíritu, y que este Espíritu Santo es la fuente y el alma de toda vida espiritual, que
nunca podrá reducirse a lo puramente psicológico. La espiritualidad cristiana es una vida en el
Espíritu Santo, que está presente y actúa en cada uno de los fieles.
III. CONCLUSIONES.
Pero la espiritualidad puede tener también desviaciones. Vamos a señalar, para concluir, estas tres:
a) Psicologismo. Reducir la vida espiritual a estados de conciencia. Desde finales de la Edad Media,
el ser humano se ha habituado a tal conciencia de sí, ha llegado a estar tan atento a sus propios
estados de alma, que su vida espiritual no podrá prescindir de estos datos. De hecho, la escuela
carmelitana (Teresa de Jesús y Juan de la Cruz) y la escuela jesuítica (en pos de Ignacio de Loyola y
sus Ejercicios Espirituales) han incorporado los estados de conciencia dentro de nuestro desarrollo
espiritual. Pero lo que no es correcto es reducir la espiritualidad a los estados de conciencia.
Ninguna espiritualidad puede ser estudiada adecuadamente por medio de un análisis sólo
psicológico. Es de capital consideración la intencionalidad, el objeto sobre el cual está orientada y
centrada la psicología del sujeto. Prescindir del Alma, es no comprender los pasos, las aspiraciones,
el propio movimiento, si se omite el motor de ellos.
b) Sincretismo. Una persona podría llegar a pensar que por las distintas espiritualidades podemos
franquear y sobrepasar las fronteras de las Iglesias, de las Religiones y de los dogmas, dando por
sentado que todo esto tiende, más o menos, hacia las mismas realidades superiores que
trascienden los dogmas, las Iglesias y las Religiones. Estas actitudes se hallan vulgarizadas en obras
como la Filosofía eterna de A. Huxley -que defendía una nueva religión mística universal, inspirada
en la sabiduría del Oriente, proponiendo experiencias místicas con drogas, que, según él, serían
parecidas a los más altos niveles de experiencia y de concepción de las religiones: a la visión
beatífica de los cristianos, al Siccidanda de los hindúes o al supremo grado de contemplación de los
budistas- y encuentran su justificación en una especie de gnosis que C. G. Jung tendió cada vez más
a superponer a sus análisis psicológicos, con frecuencia geniales, y a confundir con ellos. Hoy esta
tendencia está recogida por la espiritualidad de la Nueva Era.
NOTAS: 1 MOUNIER E., Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990, 467-468. - 2 KÜNG H., El
cristianismo y las grandes religiones, 278-279.
BIBL.: BOUYER L., Introducción a la vida espiritual, Herder, Barcelona 1964; CODINA V., Teología y
experiencia espiritual, Sal Terrae, Santander 1977; GARCÍA C., Corrientes nuevas de la teología
espiritual, Herder, Barcelona 1964; KÜNG H., El cristianismo y las grandes religiones, Círculo de
Lectores, Barcelona 1993; MOLTMANN J., La Iglesia, fuerza del Espíritu, Sígueme, Salamanca 1978;
MOUNIER E., Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992; TEILHARD DE CHARDIN P., El medio
divino. Ensayo de vida interior, Taurus, Madrid 1981.
J. L. Vázquez Borau
ESPIRITUALISMO
DicPC
El llamado espíritu positivo, que se inició con A. Comte, al identificar filosofía y ciencia, ha llevado
consigo, a partir de la segunda mitad del s. XIX, la cancelación del concepto mismo de filosofía. Este
afán reductor de todo lo humano, incluso sus manifestaciones superiores, a hechos naturales, y de
estudiarlo con el método de la ciencia positiva trae consigo: la imposibilidad de toda pretensión de
una ciencia autónoma, distinta de la natural, con método propio, y la negación de los hechos más
propiamente humanos como la /libertad, la interioridad, la trascendencia de la persona, su
apertura a Dios. Contra este reduccionismo reaccionan una serie de pensadores que suelen
agruparse bajo el nombre común de espiritualistas. Lo que les une a todos ellos es su afán por
rescatar la irreductibilidad del hombre a la naturaleza olvidada por los positivistas. Para llevar a
cabo este programa, individúan una serie de eventos que revelan la consistencia propia del mundo
del espíritu, irreductible a la simple naturaleza y necesitando de un método propio para su
esclarecimiento. Sería erróneo mantener que el positivismo hubiera pasado por alto los hechos
humanos, sus productos (arte, moral, religión); pero su afán por conocer para controlar llevaba a
mantener que, incluso a esta esfera, no distinta de la natural, se podía acceder con el proyecto de
la ciencia natural. «Nada existe o puede existir, tanto en el espíritu como en la naturaleza externa,
que no sea un hecho o un conjunto de hechos, sometidos a leyes y determinado por estas leyes».
Obviamente en este proyecto no tienen cabida aspectos como el finalismo de la naturaleza, la
libertad de la voluntad humana en la historia, los fines o valores trascendentes propios de la esfera
moral y religiosa. Si se da cuenta de ellos no podemos salirnos de los límites trazados por la ciencia.
El espiritualismo, por el contrario, centrará todas sus energías para dar a estos hechos un estatuto
propio. No ausente de interés religioso y moral, iniciará un camino a recorrer con medios olvidados
por el positivismo: la auscultación interior o conciencia.
I. HISTORIA.
Parece ser que el término espiritualismo se atribuye a Cousin (+ 1867), aunque el contenido propio
de la filosofía espiritualista goza de gran solera. Plotino con el retorno del alma a sí misma y san
Agustín con su noli foras ¡re..., son hitos importantes en una tradición que encontraría continuidad
en el cogito cartesiano, en el espíritu de finitud de B. Pascal, en la experiencia interna y conciencia
de los románticos, en la experiencia interna de los empiristas. Conceptos, todos ellos, que ponen de
manifiesto una actitud, por la cual el hombre toma como objeto de investigación su misma
interioridad. El espiritualismo propiamente dicho se considera continuador de esta tradición, que
coloca en el centro de su reflexión la conciencia, como alternativa frente a la naturaleza o
exterioridad. El punto de partida es la especificidad del hombre. Esta especificidad hace que el
hombre escape del reduccionismo puramente impositivo, lo que conlleva, a su vez, una crítica al
intento positivista de reducir lo real a lo físico y la filosofía a ciencia natural. Esta se distingue de la
'ciencia por los problemas que trata, por los resultados que obtiene, por los procedimientos que
adopta. Enfrentados al positivismo por su naturalismo y desprecio de los ideales morales y de los
valores trascendentes, igualmente han de hacer cuentas con el Idealismo romántico que ¡dentifica
al Infinito con lo finito, defendiendo la trascendencia al /Absoluto. Dios, en cuanto espíritu
absoluto, y el hombre, en cuanto espíritu finito, son los polos de atracción de la filosofía
espiritualista. «El hombre es espíritu ya que es la única actividad que merece este nombre.
Efectivamente, mientras cualquier otra actividad material es causada y sufrida, el hombre es
actividad causante y agente» (L. Lavelle). El espíritu es irreductible a cosa, objeto, subsiste en virtud
de su mismo ejercicio, es libre iniciativa y comienzo de sí mismo. Él se crea en cada instante y,
produciéndose a sí mismo, «produce también las cosas, así como el sentido de las cosas». El
mecanismo es sustituido por un finalismo que permite reconocer, en cierta medida, la realidad del
mecanismo y, al mismo tiempo, considerarla subordinada a un designio superior que autoriza a
concluir con la existencia de un principio ordenador del mundo. La exigencia de establecer este
principio es otro de los aspectos fundamentales del espiritualismo.
La corriente espiritualista tiene amplia repercusión en toda Europa (Alemania, Inglaterra, Italia), no
obstante haya sido en Francia donde ha tenido mayor eco. La filosofía francesa, según L. Lavelle, es
por excelencia una filosofía de la conciencia. Montaigne inicia esta forma de filosofar que consiste
en una actitud de recogimiento interior, de indagación de la propia espiritualidad. Esta tradición
gala sólo se interrumpirá con el Iluminismo; pero pronto, a comienzos del s. XIX, Maine de Biran
recuperará esta forma de pensar. Para los espiritualistas, este será un maestro de quien todos ellos
se declaran deudores. Figura enigmática es J. Lequier (+ 1862), de vida corta en días, pero larga en
desventuras y tormentos, que acabó sus días en un trágico anegamiento. No publicó nada, ya que
nunca terminó ninguno de los escritos iniciados. Su amigo C. Renouvier -a quien debemos el
término personalismo- le publica en 1865 una serie de fragmentos con el título común:
Investigación de una primera verdad. El problema sobre el que versa la filosofía de Lequier es la
relación entre la necesidad y la libertad. La libertad es el postulado fundamental de la ciencia, que
muestra el orden o la uniformidad de la naturaleza. Ahora bien, un /determinismo absoluto y sin
límites es absurdo. Si todo fuera necesario, caería toda pretensión de cualquier moral. Más aún, la
ciencia misma no puede tratar de distinguir la /verdad del error. Debemos admitir, pues, otro
postulado; la libertad y el postulado de la conciencia. «El hecho: yo busco implica el hecho: yo soy
libre. Es mi conciencia libre la que elige buscar y el hombre es libre porque es patrón del posible»
(...). «Si yo soy libre, soy un ser responsable (...) ¿ante quién?... Como persona responsable, no
puedo ser responsable más que frente a otra persona que debe ser absoluta. Yo puedo atribuir a
esta otra persona irresponsable solamente las perfecciones que son finitas en mi persona
responsable, y que deben ser infinitas en el ser a quien llamaré Dios, persona irresponsable». Otros
clásicos del espiritualismo francófono son E. F. Amiel y C. Secrétan, que centran su reflexión en el
tema de la libertad condicionada, que depende de un ser incondicionado y absoluta libertad. Ese
ser es Dios, el ser absolutamente libre: «Yo soy lo que quiero», esta es la definición de Dios.
También E. Boutroux; el título de su primer escrito es pragmático: La contingencia de las leyes de la
naturaleza. La polémica antipositivista llega hasta la misma raíz del positivismo: su concepto de ley
natural. La variedad de realidades sobre las que versa la investigación científica no es reductible ni
a una uniformidad ni a una necesidad mecánica. La ascensión en la realidad, es ascensión en un
grado de originalidad y de novedad respecto del inferior y no puede, por tanto, ser explicado por
esta. A esta no necesidad de lo anterior Boutroux lo llama /contingencia. El efecto no es
proporcionado a la causa. En el último grado nos encontramos con la vida espiritual, que no puede
provenir de la materia; lo mismo dígase del orden moral. En los grados inferiores, la ley oculta al
ser. Crecer en el ser es crecer en la libertad. A un ámbito superior pertenece la religión. La ciencia
no puede mínimamente oponerse a la fe religiosa, ya que el objeto es diverso. La religión no se
propone explicar los fenómenos, y por esto no le afectan los descubrimientos científicos referidos
al origen y naturaleza de las cosas, «para la religión los fenómenos valen por su significado moral,
por los sentimientos que sugieren, por la vida interior que expresan; ninguna explicación científica
puede despojarlos de este carácter». La religión se funda en dos dogmas fundamentales: la
existencia de un /Dios viviente, perfecto, omnipotente, y la comunión entre Dios y el hombre. En su
intento de criticar al positivismo desde dentro, Boutroux cae presa de sus mismas redes; si la
conciencia es pura interioridad espiritual esto le imposibilita una compresión de la existencia
misma y de la ciencia, en cuanto dirigida a la exterioridad natural. Tampoco hay conciliación entre
espíritu científico y espíritu religioso; este absorbe, sin más, a aquel. Por su parte, O. Hamelin,
sistemático y racionalista, se presenta como idealista, pero no tiene ninguno de los rasgos
históricos del idealismo positivista. Él representa una dialéctica, pero una dialéctica de lo finito, que
considera el desarrollo de las determinaciones finitas hasta la conciencia humana como tal; este
desarrollo no se identifica con el del /Infinito, o sea, de la Razón absoluta; termina con el
reconocimiento de un Dios trascendente, fuera y más allá del desarrollo mismo, y concebido al
modo de Leibniz, como centro de unificación de las conciencias finitas.
1. La filosofía de la acción: M. Blondel. Dentro del espiritualismo, que entiende la filosofía como
una auscultación interior o repliegue sobre uno mismo, merece un relieve especial la llamada
filosofía de la acción. El objeto de su investigación es la conciencia, ahora caracterizada como
voluntad, actividad y acción, más que como facultad contemplativa o teorética. Al igual que el
espiritualismo, la filosofía de la acción es eminentemente religiosa. El iniciador de esta forma de
hacer filosofía es J. E. Newman, quien mantiene que una idea, cuando es verdaderamente viva y
útil, no es una simple posición intelectual, sino que arrastra consigo a la voluntad y, en general, a la
actividad práctica del hombre.
También destaca L. Ollé Laprune; su principal obra es La certeza moral (1880). En ella mantiene que
el predominio en la vida del espíritu corresponde a la voluntad. En el pensamiento más abstracto,
la voluntad está presente como preferencia y elección, porque solamente ella determina la
atención y así estimula y sostiene el pensamiento. Discípulo destacado de Ollé Laprune y figura
principal de este grupo es M. Blondel. Su obra La acción, ensayo de una crítica de la vida y de una
ciencia de la práctica, es un intento de reconstruir la realidad total en todos sus grados, sobre la
base de un único motivo dialéctico; pero, a diferencia de Hegel, Blondel cree que la dialéctica real
es la de la voluntad, no la de la razón. La obra se abre con aquel famoso interrogante: «Sí o no:
¿tiene la vida humana un sentido? Sí o no: ¿tiene el hombre un destino?». Para responder a este
interrogante hemos de ir a la vida misma. Más aún, si nosotros interrogamos a la vida e intentamos
describirla, entonces debemos convencernos de que «hay que transportar la acción al centro de la
filosofía, ya que allí se encuentra el centro de la vida». La experiencia humana no está tipificada p or
la razón, sino por la acción. El hombre actúa y no puede no actuar. Es en la acción donde él expresa
lo más profundo de sí mismo, su voluntad, y es precisamente desde la acción desde donde la
filosofía debe buscar la orientación, el fin inmanente de la misma. El núcleo central en torno al cual
se articula la acción es dado por la dialéctica de la voluntad. El resorte del desarrollo no es la
contradicción, sino el contraste entre la voluntad que quiere y su resultado efectivo, ante el acto de
querer y su realización. Este contraste constituye la insatisfacción perenne de la voluntad y el
resorte inmanente de la acción. Los términos del problema son netamente opuestos. De una parte,
todo lo que domina y oprime a la voluntad; de otra, la voluntad de dominarlo todo o de poderlo
ratificar todo, ya que no hay ser allí donde existe solamente constricción. La filosofía de la acción
parte de este conflicto, muestra las soluciones parciales, que alcanza poco a poco su incesante
resurgir y su definitivo aplacamiento (descanso) en lo sobrenatural. La vida, pues, se desarrolla en
un contraste nunca aplacado entre el poder de la voluntad que la solicita sin descanso hacia nuevas
acciones, y los resultados factuales de este esfuerzo. «Las metas alcanzadas son siempre
inadecuadas, siempre existe una desproporción entre lo que somos y lo que tendemos a ser. La
voluntad querida se pone como un objeto frente a la voluntad que quiere y esta resucita
constantemente, ya que, no siendo nosotros aún los que queremos, estamos en relación de
dependencia frente a nuestro verdadero fin». Según esto, la acción es una iniciativa a priori, que
crea por sí misma las condiciones y los límites por los cuales aparece determinada a posteriori. La
acción voluntaria provoca, en cierto modo, la respuesta y las enseñanzas del exterior, y estas
enseñanzas, que se imponen a la voluntad, están, con todo, implícitas en la voluntad misma. La
acción no puede quedar satisfecha con lo que ha realizado, el hombre no puede querer lo que ya
ha querido, si esto se identifica con sus realizaciones en el mundo finito. Es necesario, por tanto,
que, de alguna manera, pueda el hombre querer, es decir, alcanzar un término en el cual la
voluntad y su realización se adecuen perfectamente. Para que aquel esbozo de ser que está en el
fondo de la voluntad humana complete y tome forma, es menester que el hombre renuncie a sí
mismo y se trascienda. La acción pasa así del orden natural al sobrenatural y afirma exultante este
último. Este reconocer en la naturaleza finita del hombre las exigencias de Dios se denomina
método de la inmanencia. Se trata de un método que, desde la inteligencia del orden natural, hace
brotar la necesidad del sobrenatural.
BIBL.: BERGSON H., Oeuvres, PUF, París 1970; BLONDEL M., L'Actión. Essai d'une critique de la vie et
d'une science de la pratique, PUF, París 1973; HEGEL G. W. F., Fenomenología del Espíritu, FCE,
1991'; GUITTON J.BOGDANOV I., Dios y la ciencia. Hacia el metarrealismo, Debate, Madrid 1994;
LAÍN ENTRALGO P, Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid 1992; MONTENAT C.-PLATEAUX L.ROUX P,
Para leer la creación en la evolución, Verbo Divino, Estella 1985; RUIZ DE LA PEÑA J. L., Las nuevas
antropologías. Un reto a la teología, Sal Terrae, Santander 1983.
J. Yusta Sáinz
ESTADO
DicPC
¿Qué había antes del Estado? ¿Una realidad popular compuesta, a su vez, por colectivos
armoniosos regidos idílicamente por las leyes del apoyo mutuo, tal y como quiere el anarquista
Pedro Kropotkin, apoyo mutuo roto precisamente por la emergencia de la tiranía del Estado? ¿O
fue necesario por el contrario el Estado para evitar el expolio ejercido por los ricos sobre los pobres
en esos pequeños grupos supuestamente idílicos? ¿Vino, en definitiva, el Estado a poner orden y
paz en la darwiniana lucha por la vida, que iría desde la ameba hasta el hombre, o la lucha por la
vida -como sugiere Kropotkin- se tradujo en muerte de la vida precisamente cuando el Estado
comenzó? ¿Quién podría despejar esta incógnita? Toda la historia del pensamiento político se
condensa en ella. Pues bien, aunque en los países más madrugadores, como España, el Estado
apunta en la Baja Edad Media (final del siglo XV), en otros, como en Italia, no se forma hasta el siglo
XIX, largo tiempo durante el cual la idea de Estado evoluciona. En efecto, durante el Medievo
resulta el Estado mera organización coactiva conforme a /derecho y su fin primordial será el
ejercicio de la fuerza hacia el exterior y la protección de la paz hacia el interior; en cambio no se
atribuye cometidos económicos más que con propósitos concretos, y dentro de ciertos límites, no
buscando tampoco el bienestar de los súbditos en general, sino sólo una pequeña parte de sus
intereses, con lo cual grandes sectores quedan entregados al individuo y a sus asociaciones
naturales extraestatales, en cuya vida y funcionamiento sólo interviene excepcionalmente el
Estado en caso de guerra o cuando exige contribuciones. Del mismo modo, grandes sectores giran
en tomo a instituciones (monasterios, municipios, gremios, señoríos) con facultades casi soberanas;
por otra parte todo lo religioso depende de una esfera extraestatal: Roma. Y no sólo distritos
territoriales, sino también ámbitos de soberanía escaparán en masa a la autoridad estatal, al
principio otorgados sólo temporalmente para su explotación, pero luego progresivamente
convertidos en privilegio particular y hereditario, no habiendo una sola ciudad ni una sola región, ni
un solo municipio, ni una sola corporación sin sus fueros y mejoras particulares ni sin sus egoísmos
privados (lo que el Hegel irritadísimo criticará como «pequeño estatalismo»). Así pues, el Estado
pleno sólo surgirá cuando recupere los fragmentos territoriales perdidos, las partículas de
soberanía enajenadas y las potencias intermedias; momento a partir del cual podrá ejercer
directamente el poder de auxilio a los pobres, el cuidado de los enfermos, la dotación de las
escuelas e instituciones culturales, el monopolio de la economía y hacienda pública, hasta lograr la
soberanía en su territorio, con independencia de las demás potencias interiores y extranjeras. Pero
todo esto muy lentamente.
El Estado estamental (de monarquía limitada) será el primer molde en que se vacíe el contenido del
Estado moderno durante los siglos XV y XVI. Corona por un lado y estamentos por otro (nobleza,
clero, municipios, raramente la clase campesina, después la burguesía mercantil e industrial)
constituirán, a partir de ahora, la Administración y controlarán las finanzas del Estado dualista a
modo de fuente de dos caños: Príncipe y estamentos coexisten uno junto al otro, ambos con igual
rango y con derecho propio. Si originariamente los estamentos quedaban obligados a prestar
auxilium et consilium, ahora en cambio el Príncipe mismo habrá de conferirles fuerza como
instrumento para la eliminación de los poderes feudales; más aún, allí donde el soberano se erija
en tirano y déspota serán los estamentos quienes le frenen. Pero los siglos XVII y XVIII ven surgir,
sin embargo, el Estado monárquico absoluto, imponiéndose paulatinamente sobre los estamentos
mediante la centralización, la administración burocrática, la creación del ejército unitario y la
formación de la Universidad, todo lo cual queda consolidado en la Filosofía del Derecho de Hegel
(1821), denominada por Zubiri «madurez intelectual de Europa». Pero también surge durante esta
época, la época de la Ilustración, la doctrina de la resistencia, en cuya base se encuentra la idea de
un contrato de soberanía establecido entre pueblo y Príncipe. En virtud de este contrato ambas
partes quedan vinculadas, obligándose mutuamente a respetar los pactos, pero pudiendo el pueblo
rebelarse en caso de incumplimiento por parte del monarca, perfilándose poco a poco el Habeas
corpus o el Bill of rights (Norteamérica), desde allí trasplantados luego a la Revolución Francesa, en
1789, en forma de Declaración Universal de los Derechos del hombre y del ciudadano. Contra el
Estado monárquico reaccionará en el siglo XIX, ya de forma histórica y no sólo reflexiva, con mucha
contundencia, el movimiento obrero internacionalista, a saber, el /marxismo y el /anarquismo; este
último también enemigo de cualquier dictadura proletaria o «estado» intermedio para la abolición
del Estado.
Desde una perspectiva personalista, el Estado constituye un mal necesario en orden a la gestión de
los intereses universales de todos los ciudadanos, frente al cual la sociedad civil ha de ejercer una
vigilancia permanente, para evitar la absorción de esta por aquel, como siempre pretende el
totalitarismo, así como para impedir que el Estado aplaste a las diferentes nacionalidades
conviventes en el interior de un mismo Estado. Si el Estado muere con el cese de la soberanía y del
«poder como monopolio» (Max Weber), el vínculo de la nación es la conciencia de pertenencia a
un colectivo con mismidad de sentimientos, deseos, lengua, raza, etc., a una misma patria en
definitiva (aunque patria no es lo mismo que nación, pues ciertos colectivos no tienen patria ni
fronteras precisas: judíos de la diáspora ayer, proletariado marxista en el siglo XIX, pueblo saharaui
hoy, etc.).
El Estado es un mal necesario, y eso porque sin coerción, sin algún grado de burocracia, etc., el ser
humano no ha aprendido a vivir todavía. Y no sabiendo, de momento, poner espontáneamente en
común el «todos para uno, uno para todos», ha de recurrir al Estado constrictor, a pesar de
conocer sus efectos perversos: no hay más cera que la que arde; el Estado, como la democracia,
son males menores, cuya aceptación no significa que no hayamos de trabajar por su mejora y hasta
por su extinción. En efecto, hoy más que nunca hemos de rechazar razonadamente toda forma de
estatismo partitocrático que no sea más que una concentración de poder o criptodictadura, y
cualquier forma de democracia meramente formal donde todos votan para que unos pocos vivan
bien y muchos malvivan. El Estado sólo tendría sentido para nosotros, entendido como el pueblo
mismo organizado en un orden institucional tal que, a fin de ser verdaderamente democrático, se
traduce en /autogestión, esto es, en autogobierno organizado, en gobierno comunitario emanado
desde las comunidades libres e iguales, participando activa y responsablemente en la dirección y en
la realización de la tarea común. El Estado, si aún subsistiera allí, tendría una mera función de
suplencia, de auxilio a las iniciativas sociales más difíciles, de subsidiaridad.
Hoy por hoy, el Estado, incluso en su actual configuración, a saber, en su forma de Estado de
Derecho, no representa otra cosa que el monopolio de una oligarquía militar (aparato represivo),
político-burocrática (Administración) y económica (resultado de las anteriores), siempre mantenida
por aparatos ideológicos que la publicitan y reproducen (medios de masa, escuela, etc). Resulta
impensable levantar el edificio personalista y comunitario sobre esos pilares que hacen del
consumo el motor de la historia. Desgraciadamente, el pueblo parece satisfecho con semejante
estructura, o al menos no acierta a canalizar su insatisfacción y su malestar, dirigiendo su vituperio
y su execración cada equis tiempo contra el Gobierno de turno (el pueblo confunde Estado y
Gobierno), y ahí termina todo, para volver siempre por los mismos fueros y desafueros siglo tras
siglo. Lamentablemente, a veces estalla la /masa como un loco lleno de rabia y furor en
determinadas coyunturas especialmente oscuras de la historia. Ciertamente, para la /violencia
nunca hay razón, y el personalista opta claramente por la /paz, por el trabajo, por la
transformación estructural y el testimonio; pero, a pesar de la torpeza ciega, y en el fondo perezosa
y hasta cómplice, del mal, ejercida en la revuelta popular, cuando el Estado se desarraiga del
pueblo constituyéndose en una superestructura del mismo para devenir poderío despótico,
envilecedor y tiránico, supuestamente en favor del pueblo, pero sin el pueblo, realmente contra el
pueblo, entonces cualquier forma de desobediencia civil termina por legitimarse.
Pero el Estado-Moloch sigue ahí, cáncer social que parasita a los pobres, a los que en teoría debería
defender. Lejos de merecer el pretencioso nombre de Estado de bienestar cada día más
despilfarrador, esclerótico, endeudado y al servicio del gobierno de turno, justifica la crítica de los
liberales, crítica en la que sí llevan razón, aunque no en su propia propuesta. En consecuencia, más
que nunca, cuando el pueblo mismo vive adormilado y arrastra los vicios que él mismo denuncia,
hay que recordar que cada pueblo tiene el Estado que se merece y que -desgraciadamente- un
pueblo él mismo corrupto no podrá elevar los planos de otra cosa que no sea un Estado pirámide
de sacrificios. La única solución posible, así las cosas, estará en plantearse la negación y superación
de la lacra estatal a partir del compromiso solidario en favor de un hombre nuevo, que asuma
simultáneamente la transformación de las estructuras y la del propio 'corazón: tal habrá de
constituir para nosotros, personalistas comunitarios, asignatura de obligado cumplimiento, mejor
en junio que en septiembre. Las conclusiones para la vida práctica se imponen.
BIBL.: DÍAZ C., El sueño hegeliano del Estado ético, San Esteban, Salamanca 1987; GARCÍA-PELAYO
M., Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid 1987; HARRIS D., La
justificación del Estado de bienestar: la Nueva Derecha versus la Vieja Izquierda, Ministerio de
Economía y Hacienda, Madrid 1990; MARITAIN J., El hombre y el Estado, Encuentro, Madrid 1983;
PÉREZ V., Estado, burocracia y sociedad civil, Alfaguara, Madrid 1978; PROUDHON P. J., El principio
federativo, Editora Nacional, Madrid 1977; RUBIO J., Paradigmas de la política: del Estado justo al
Estado legítimo (Platon, Marx, Rawls, Nozick), Anthropos, Barcelona 1990; SPENCER H., El individuo
contra el Estado, Orbis, Barcelona 1984; VALLESPÍN F., Nuevas teorías del contrato social: R. Nozick
y J. Buchanan, Alianza, Madrid 1985.
C. Díaz
ESTÉTICA
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Parece que la recuperación de la noción de sujeto tendría que pasar por la vinculación del acto de
la producción artística y el de su recepción, lo que nos llevaría a un proceso hermenéutico que
presupone la unidad en una razón que vincule a creador y crítico, como si en la obra hubiera una
exigencia de sentido que buscara actualizarse bajo la mirada epocal del hermeneuta. Sin embargo,
M. Blanchot, quien ha reconocido dicha vinculación entre ambas tareas, muestra la dificultad para
aceptar dicha razón vinculante, a no ser a partir de la postulación de un comienzo que, aunque
postulado, vendría a ser el solo suelo estable para la significación. Efectivamente, el comienzo
disimularía la cuestión del origen que, en el plano romántico, vendría indicada -como
imposibilidad- en el hiato entre finito e infinito. Precisamente la imposibilidad de pensar el origen a
partir de la razón unificadora marca para Blanchot la distancia infinita entre producción y
recepción, dado que cualquier sentido en el que ambas se unificarían sólo puede ser presupuesto.
Esa infinita distancia entre autor y lector vendría también dada en la misma conciencia del autor,
cuyos momentos dialécticos, en sí y para sí, tendrían que ser mantenidos paradójicamente sin
síntesis posible que pudiera dar cuenta del origen. De este modo, el sujeto, tanto autor como
receptor, siempre se daría en una retirada negligente ante lo otro, con lo que no se puede rozar.
No anda muy lejos de estos S. Weil 14 al referirse al acto creador de Dios como una retirada y
renuncia a su ser para permitir la existencia del mundo, siendo entonces la relación entre ambos
una distancia infinita. Esta distancia entre autor y obra, y entre autor y receptor, e incluso del autor
consigo mismo, es para E. Lévinas15 el lugar de la relación ética. Si a todo esto se suma la reflexión
de M. Heidegger sobre la ocultación de la verdad del Ser en la del ente y el hacerse histórica
aquella al ser poetizada, así como sus repercusiones en el planteamiento hermeneútico y en el
estudio de la recepción de la obra, entonces nos hallaríamos ante una doble perspectiva: por una
parte, la inserción de la obra en la historia, en un diálogo siempre inacabado que abre nuevos
horizontes nunca agotados de significación; por otra, la distancia íntima de la obra y su recepción
ocultan y hacen indispensable -en su movimiento inconcluso- alguna significación dada.
Hablaríamos, pues, de un sujeto que no se entiende como totalidad cerrada y excluyente -árbitro
universal de lo real- sino que, más bien retrocede ante el (lo) otro en un rehusar la unificación
dialéctica que suprimiría la distancia irreductible. Esta consideración sería oportuna en tiempos
como los nuestros, donde la imagen muestra su extraordinario poder constitutivo e instrumental,
tanto en el terreno de lo que se ha dado en llamar hiperrealidad (la imagen construye una realidad
más real que la realidad misma) como en la constitución de identidades, sean estas sociales,
nacionales o étnicas.
NOTAS: 1Reflexiones acerca del texto poético, 1735; Aesthetica, 1750. - 2 1. KANT, Crítica de la
razón pura, Alfaguara, Madrid, 1978, B, 35/ A 21. - 3 Aesthetica, § 1. - 4 I. KANT, Crítica del juicio,
Espasa-Calpe, Madrid 19956, § 12. - 5 Cf H. G. GADAMER, Verdad y método. Fundamentos de una
hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 19883. - 6 1. KANT, Crítica del juicio, IV. - 7 Sobre la
gracia y la dignidad, 1793. - 8 Cartas sobre la educación estética del hombre, 1795. - 9 Fragmentos
de «Athendum». - 10 Scienza nuova prima, 1725; versión definitiva, 1744. - 11 Interpretaciones de
poesía y religión, 1900. - 12 Las transformaciones de lo moderno, 1989. - 13 Sobre algunos temas en
Baudelaire; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. -14 Espera de Dios, 1966. -
15Totalidad e infinito, 1971.
BIBL.: BLANCHOT M., El espacio literario, Paidós, Barcelona 1992; DUFRENNE M., Fenomenología
de la experiencia estética, Fernando Torres, Valencia 1982; FRANK M., El Dios venidero. Lecciones
sobre la nueva mitología, Serbal, Barcelona 1994; GADAMER H. G., La actualidad de lo bello,
Paidós-U. A. B., Barcelona 1991; GIVONE S., Historia de la estética, Tecnos, Madrid 1990; JAUSS H.
R., Las transformaciones de lo moderno. Estudios sobre las etapas de la modernidad estética, Visor,
Madrid 1995; VILLACAÑAS J. L., Tragedia y teodicea de la historia. El destino de los ideales en
Lessing y Schiller, Visor, Madrid 1993; WARNING R. (ed.), Estética de la recepción, Visor, Madrid
1989.
J. Gregorio Avilés
ESTRUCTURALISMOS
DicPC
I. TIPOS DE ESTRUCTURALISMOS.
Resultan interesantes los dos sentidos del término latino structura: a) distribución de las partes
importantes y vistas de un edificio, y b) armadura, que, a nivel del subsuelo (por lo tanto parte no
vista), servía de sustentación a un edificio. Diferenciamos, pues, dos clases de estructuras: una
patente y otra oculta, fundamentando la visible. Destacamos que struere se usaba como verbo
dinámico (construir; normalmente el sustantivo deriva del verbo): una estructura no es sólo (o no
es nunca) algo hecho, sino haciéndose, construyéndose, transformándose. Así pues, definimos al
estructuralismo como un «movimiento filosófico, que busca en la realidad sus estructuras
dinámicas y ocultas/inconscientes».
El estructuralismo es tanto un método como una teoría; o mejor, es un método que genera teorías.
Como es un método heurístico, servirá como herramienta para acceder a la explicación de la
realidad como realidad estructural: como método, porque ha de adecuarse a la complexión del
objeto estudiado; y como teoría, porque todo discurso filosófico trata de desentrañar los
fundamentos últimos del objeto. La diferencia del estructuralismo con los otros métodos y teorías
son obviamente sus prejuicios estructurales: o hay que partir de la base de que las cosas son como
estructuras para así comprenderlas (estrategia metodológica), o habrá que partir de la base de que
las cosas son estructuras (premisa ontológica). Las tres características de una estructura son:
/totalidad, transformabilidad y autorregulación. El estructuralismo opina que las estructuras son
principios explicativos, invisibles e inconscientes para las personas, y, por lo tanto, no inferibles
desde la realidad mostrenca (sensible); de ahí que a sus explicaciones estructurales las denominen
modelos teóricos postulados. Un sistema lo constituyen sus miembros y las relaciones entre sus
miembros. Cuando explicamos estructuralmente un sistema situaríamos los miembros del sistema,
con todas sus peculiaridades y características intrínsecas y únicas; también atenderíamos a las
interdependencias de los miembros, ahora disfrazados en símbolos universales. A la estructura que
explica sólo las interdependencias, prescindiendo de los miembros, se la llama estructura formal. A
los estructuralistas les interesa la estructura formal común del mayor número de sistemas; es más,
sueñan con descubrir la estructura formal de todos los sistemas (encontrarían el principio
explicativo ultimísimo de toda la realidad).
Como precursores del estructuralismo destacamos el modelo filosófico ejercido por los maestros
de la sospecha: K. Marx, F. Nietzsche y S. Freud; y el modelo lingüístico de F. de Saussure. De la
sospecha recoge su intento desmitificador de la gran tradición humanista; de Saussure su método.
De ambos, su visión de la realidad como doble: una manifiesta y encubridora, la otra cubierta
(oculta) y descubridora.
1. Claude Lévi-Strauss. Estudia el parentesco (en Mato Grosso y Amazonia) y los mitos desde su
relectura estructuralista del psicoanálisis de Freud y del marxismo de Marx. Tanto la realidad del
parentesco como la de los mitos es doble. La realidad latente (e inconsciente) del parentesco es la
prohibición del incesto; la función oculta positiva de esta regla -aparentemente negativa- es el
intercambio extrafamiliar, que es el que produce la sociedad, en la cual germina la cultura. Todos
los mitos son variantes de una misma estructura. Tanto la prohibición del incesto como los mitos
son universales. Como todo y sólo lo universal es natural, estamos ante dos muestras de lo
primigenio natural humano desconocido, o ante el inconsciente estructural del espíritu humano,
poseedor de un sistema categorial repetido en cada persona (esta es la teoría metafísica del
inconsciente trascendental).
3. Louis Althusser. Estudia al marxismo desde su relectura estructuralista de las obras de Marx. La
realidad del marxismo es doble: el marxismo ideológico (obra del joven Marx, 1840-1845) y el
marxismo científico (surgido del Marx maduro, 1846-1883). Entre el ideológico y el científico se
acusa una «ruptura epistemológica»: El ideológico -al fundamentarse en las filosofías de Hegel y
Feuerbach- es una teoría idealista, historicista y humanista, casi una religión; el científico -al
enfrentarse a los problemas sociales de la explotación obrera- es una práctica científica, ahistórica
y antihumanista, toda una revolución. Aunque lecturas inocentes (imposibles de hecho) o
esencialistas («religiosas») han tratado o de identificar ambos Marx (por la identidad de la
evolución diacrónica), o de ensalzar al Marx joven, lo cierto es que el auténtico marxismo es el
científico, siendo el ideológico un marxismo burgués.
Respecto al discurso estructuralista, cabe seguir considerando que no todo humanismo es humano
(de ahí que no todo antihumanismo sea ahumano). Además, que la realidad no es evidente (de ahí
que haya que sospecharla y destaparla); y que un /personalismo «bien ordenado no comienza por
uno mismo, sino que coloca al mundo antes que la vida, la vida antes que el hombre, el respeto a
los otros antes que el amor propio» (Lévi-Strauss).
BIBL.: ALTHUSSER L., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, México 1969'; BOLIVAR A., El
estructuralismo: de Lévi-Strauss a Derrida, Cincel, Madrid 1985; DERRIDA J., La,filosofía como
institución, Granica, Barcelona 1984; FOUCAULT M., Arqueología del saber, Siglo XXI, México 1970;
GÓMEZ GARCíA P., La antropología estructural de Claude LéviStrauss, Tecnos, Madrid 1981; LACAN
J., El objeto del psicoanálisis, Anagrama, Barcelona 1970; LÉVI-STRAUSS C., Antropología
estructural, Eudeba, Buenos Aires 1968; BROEKMAN J., El estructuralismo, Herder, Barcelona 1974;
PoUILLON J., Problemas del estructuralismo, Siglo XXI, México 1969'; SPERBER D., ¿Qué es el
estructuralismo? (El estructuralismo en antropología), Losada, Buenos Aires 1975.
F. Muñoz
ÉTICA DE LA LIBERACIÓN
DicPC
La Ética de la Liberación tiene como peculiaridad asumir los grandes temas tratados por las éticas
filosóficas desde la perspectiva de las víctimas de la historia, considerando el proceso de
globalización a finales del siglo XX. Nacida en la década de los 60 en América Latina, intenta
integrar en el presente los diversos procesos de dominación, situándolos dentro de una perspectiva
mundial. Para ello debe: 1) reconstruir los fundamentos filosóficos de la ética; 2) definir claramente
su especificidad crítica; 3) argumentar en referencia a sus oponentes estructurales; y 4) precisar las
orientaciones básicas en los variados frentes de liberación.
Los llamados fundamentos de la /ética deben situarse al menos en tres niveles. a) En primer lugar,
el momento material de la ética. Los defensores más relevantes de una ética material son, entre
otros, la filosofía griega eudemonista, el pensamiento medieval con el concepto de beatitudo, que
se continuó con variantes en el racionalismo moderno, y, más recientemente, los utilitaristas, las
éticas de los valores, y actualmente los comunitaristas. La ética anterior a la /Modernidad se
fundamentaba exclusivamente en los contenidos teleológicos y eudemonistas —desde una
comprensión del contenido de la /felicidad propio de cada cultura, sea la griega, cristiana o
musulmana—. La objeción de las morales formales contra estas éticas consiste en indicar que todo
contenido material es siempre definido de manera particular, por tratarse de impulsos egoístas,
regidos por motivaciones corporales particulares, y los /valores (con pretensión de universalidad)
no pueden sobrepasar el horizonte de una cultura. La /Ética de la Liberación, sin embargo, necesita
una ética material, porque como su punto de partida crítico son las víctimas, que sufren en su
corporalidad el dolor y la infelicidad, necesitan partir del contenido de la ética. Para ello propone
un principio material universal: la obligación ética de reproducir y desarrollar la vida del /sujeto
humano, dentro de una comunidad de vida presupuesta, con pretensión de abarcar a toda la
humanidad. Su criterio de /verdad es la vida y la muerte. Este principio mide la eticidad de toda
norma, acción, institución o sistema de eticidad posible, y es internamente en cada cultura un
principio universal que puede juzgar a la misma cultura, y permitir, además, un diálogo
intercultural de contenidos. b) En segundo lugar, el momento formal de la moral. Los que
propugnan una moral procedimental, tales como I. Kant, desde el liberalismo de J. Rawls, a partir
del pragmatismo de Peirce, K. O. Apel, J. Habermas o A. Cortina, y muchos otros, escépticos de las
éticas materiales, propugnan la universalidad de una razón discursiva como obligación moral en
argumentar hasta alcanzar validez intersubjetiva por el acuerdo de todos los participantes
afectados acerca de lo que debe obrarse (la norma de la acción). Su criterio de validez es la
intersubjetividad simétrica. La Etica de la Liberación subsume este principio formal de
consensualidad, pero lo adopta como el procedimiento moral para aplicar los contenidos del
momento ya indicado de la ética material. La norma, acción, institución o sistema que permite
reproducir y/o desarrollar la /vida de los sujetos debe acordarse con validez intersubjetiva por
simétrica participación de todos los afectados. c) En tercer lugar, el momento de factibilidad de la
ética. Ante la no-factibilidad de los fines imposibles del /anarquismo, deben tomarse muy en
cuenta las circunstancias naturales, científicas e históricas de todo tipo en la efectuación de una
acción futura. Lo acordado válidamente acerca del contenido que permite la vida, debe ahora ser
factible —con factibilidad técnica, económica, política, como lo propone F. Hinkelammert—. La
factibilidad medio-fin de la razón instrumental-estratégica debe supeditarse, en la determinación
de las mediaciones, a los principios material ético (mediaciones de la vida del sujeto humano) y
formal moral (consenso de los afectados en simetría). Su criterio de factibilidad es la eficiencia,
pero desde exigencias éticas. Sólo en este caso la realización de la norma, acción, institución o
sistema lo constituyen como bueno: como factible mediación de la vida acordada libremente por
sus afectados. Con ello habríamos reconstruido los fundamentos de una Etica de la Liberación.
Fundamentar racionalmente esta Etica indica el procedimiento por el que se dan razones para
poder afirmar sus principios. Contra el mono-principismo de casi todas las éticas (cada una de ellas
propone un principio, que al fin siempre es necesario, pero no suficiente para justificar toda acción
posible como buena), la Etica de la Liberación propone al menos los seis principios indicados, y deja
abierta la lista para muchos otros. Cada principio se fundamenta (se argumenta) contra opositores
diversos. Así,por ejemplo, el principio moral de la Etica del Discurso se fundamenta ante el
escéptico. Veamos, como ejemplo, los seis principios, con sus tipos de racionalidad y sus
oponentes. a) En primer lugar, en el nivel de la ética material se ejerce una razón ético-material,
que Hinkelammert denomina razón reproductiva, Lévinas razón ética preoriginal, Zubiri inteligencia
de realidad, etc. Esta razón ético-material expresa enunciados de hecho («Los alimentos son
necesarios para la vida») de los que, mediante un argumento conveniente, permite deducir una
obligación ética (contra la llamada falacia naturalista, que aquí estamos fallando), y por lo tanto un
enunciado normativo: «El ser humano, por ser viviente, debe ingerir alimentos». No es sólo un
hecho, es un deber ético —lo contrario sería suicidio—. Los enunciados normativos ligados a las
necesidades de la reproducción y desarrollo básicos de la vida del sujeto humano tienen pretensión
de verdad universal, valen para toda cultura (en cada una de ellas tiene pretensión de validez y
rectitud), orden de valores, y dicen relación a pulsiones de vida y su cumplimiento fundamental. El
que puede pretender refutar este principio ético es el cínico, o el cinismo de los sabios ascetas 3,
que justifica la muerte (o algún tipo de muerte). Sin embargo, nadie puede justificar la negación de
la vida desde la pura muerte, sino que, al final, es por la vida o algún aspecto de ella por lo que se
pretende negarla. Se cae en una contradicción performativa. b) De la misma manera, en segundo
lugar, en el nivel de la moral formal se ejerce una razón moral discursiva, que se levanta contra el
paradigma de la conciencia, de la razón instrumental o meramente solipsista lingüística. El
oponente es el escéptico, al que se le demuestra que cae en contradicción performativa, ya que no
puede argumentar radicalmente contra toda argumentación, o que al argumentar ya ha
presupuesto pretensiones de validez universales. c) Así también, en tercer lugar, en el nivel de la
factibilidad se ejerce una razón instrumental-estratégica, que si se pretende única y fundamental
lleva a caer en la crítica que levantaron contra ella Horkheimer y Adorno; pero que si se atiene a los
principios ético y moral es perfectamente subsumida en un acto racional mucho más complejo. El
oponente al principio de factibilidad ética u operabilidad es el anarquista, que cree factible lo
imposible, y que, por lo tanto, niega el principio de factibilidad ética, porque niega la posibilidad
ética de toda institución. Cae así en posiciones extremas: o efectúa institucionalmente (el
movimiento anarquista) la negación absoluta de toda institución (la acción directa); o acepta que lo
imposible es posible («Si todos fuéramos sujetos éticamente perfectos las instituciones no serían
necesarias»); o afirma que toda institución siempre es perversa («Toda institución, por disciplinar la
acción hacia un fin, es represión éticamente perversa»). En todos los casos se ha colocado más allá
de la historia o ante la imposibilidad de hacer historia. d) Por su parte, en cuarto lugar, en el nivel
de la crítica-ética se ejerce una razón ético-crítica, cuyo principio (la obligación de criticar el orden
que produzca víctimas y en tanto las produce) es negado por un nuevo oponente: el conservador,
que cree que el sistema vigente es el mejor posible. Un sistema de plausibilidad perfecta, que no
necesitara crítica ni acción alguna tendiente a su legitimación es imposible. Todo sistema histórico
y finito produce necesariamente víctimas (o sería el sistema perfecto, lo que supondría, usando el
argumento de Popper, una inteligencia infinita a velocidad infinita y, además, y no lo dice Popper,
una estructura instintivo-pulsional igualmente perfecta, con lo cual no sería libre, porque desearía
sólo lo más perfecto necesariamente). El conservador a lo P. Berger se contradice
performativamente al intentar argumentar contra toda crítica ética posible del sistema vigente. e)
En quinto lugar, en el nivel de la moral crítica se ejerce una razón crítico-moral, que obliga por su
principio a colaborar racional y argumentativamente con las víctimas contra la validez hegemónica,
dominante o represora; el oponente es el dogmático (del sistema o la vanguardia) que opina que la
comunidad, el sistema o el movimiento al que pertenece (por ejemplo, el Partido bolchevique de
Lenin como criterio de verdad, que ahora llamaríamos vanguardismo dogmático) está en la verdad
y es el único válido. El dogmatismo se contradice performativamente porque ninguna verdad o
validez puede ser absoluta, perfecta, no-falsable por definición. Sería la verdad o la validez absoluta
(y, de nuevo, se necesitaría una inteligencia perfecta a velocidad infinita para alcanzar de una vez
para siempre la identidad de la Realidad y el Pensar, como en Hegel); pero esto es imposible para la
humanidad. Luego toda verdad —en cuanto el acceso a la realidad es histórica—, y toda validez —
en cuanto la intersubjetividad se desarrolla igualmente en la historia— no sólo puede, sino debe
ser falsable en el desarrollo de la historia. Luego, las nuevas verdades y el logro de nueva validez
antihegemónica se levanta sobre la ceniza de las antiguas verdades y consensualidades
hegemónicas. f) Por último, en sexto lugar, en el nivel de la factibilidad crítica se ejerce una razón
liberadora, último momento de la racionalidad (que subsume todos los anteriores momentos
prácticos y teóricos de la razón), y que se ocupa de la construcción efectiva y real de la eticida d
creadora, nueva, que estructura un mundo habitable para las antiguas víctimas. El oponente al
principio-liberación (que obliga a la comunidad crítica a realizar la alternativa factible que ha
decidido consensualmente) es el conservador antiutópico, que cree que la alternativa posible (la
utopía realizable) de las víctimas es el mal absoluto (a lo Popper en los Enemigos de la sociedad
abierta, que en realidad es la ciudad cerrada, vigente y dominadora). Para el conservador no es
posible desde el sistema lo que es posible para la víctima desde su consensualmente estudiada
alternativa factible. Pero el conservador antiutópico se contradice, porque no puede declararse
perversa o peligrosa una alternativa antes de haber estudiado su factibilidad, y sin embargo la
utopía de las víctimas es declarada a priori perversa, con el argumento de que una anticipación
perfecta es imposible. Pero la utopía factible de las víctimas no pretende ser una anticipación
perfecta, sino finita, posible, y el argumento antiutópico de Popper no demuestra la imposibilidad
de la alternativa anticipativa aproximativa (y no perfecta). Es toda la crítica de la razón utópica.
M. Walzer escribe una obra sobre las Esferas de justicia. En un sentido análogo hablaremos de
frentes —en lugar de esferas, porque es una lucha por el reconocimiento— de /liberación. No se
trata de una justicia dada, sino de una justicia por operarse en el futuro con respecto a las víctimas
del presente. Indicaremos, a manera de ejemplo, algunos de estos frentes, para indicar el tipo de
orientaciones generales, abstractas, fundamentales que debe problematizar una Ética de la
Liberación. En cada uno de ellos se deberán aplicar todos los principios y distinciones que hemos
analizado con anterioridad. En el frente ecológico, la vida en la tierra ha sido puesta en peligro de
irreversible extinción. La humanidad va llegando al consenso de que la situación debe solucionarse.
Es en la factibilidad cuando las alternativas son difíciles de adoptar. El sistema capitalista vigente
(que tiende a la valorización del valor, al aumento de ganancia) no puede, desde sus supuestos,
tomar las medidas necesarias para retornar a un equilibrio ecológico. Se trata entonces de alcanzar
una conciencia crítica más radical, considerando a las víctimas: toda la humanidad en algún nivel,
en especial los más pobres y del /Sur, y de manera trágica las generaciones futuras que recibirán
una tierra en vías de extinción de la vida. Es necesario tomar medidas con validez colectiva, desde
la conciencia ética masiva, para que las fábricas, los gobiernos, los usuarios, transformen
radicalmente su modalidad de producir, gobernar y consumir. Los movimientos ecologistas
deberán organizar una praxis de liberación ecológica, individual, generacional y política, que se
enfrente efectivamente a los poderes establecidos (económico, político, cultural, religioso) para
deconstruir lo que origina esta situación, y para crear nuevas condiciones efectivas. En el frente
mundial, desde el comienzo del despliegue del sistema-mundo, y por la aparición de un mundo
colonial, hoy simplemente del capitalismo periférico, la vida es puesta en cuestión por el
empobrecimiento en la mayoría de la humanidad, en especial en el Sur (el llamado Tercer Mundo).
Es necesario crear consenso en cuanto a la necesidad de no transferir más riqueza del Sur hacia el
Norte, por un sistema de explotación (militar, económico, político, etc.) que expropia vida del Sur
para organizar la abundancia en el Norte. La factibilidad de esta redistribución de las estructuras
productivas, de circulación, de servicios, y de consumo, se encuentra ligada al poder militar del
Norte, que defiende sus privilegios por la violencia (desde la conquista de América Latina a finales
del siglo XV). La liberación de la periferia es un movimiento ético que involucra a los «condenados
de la Tierra» —como escribía E. Fanon—. En el frente de la producción, y después del derrumbe del
/socialismo en la Europa del Este (no así en China, Vietnam, Cuba, etc.), el capital, en su etapa de
globalización trasnacional, impone condiciones de explotación a capitales más débiles (por la
competencia), y en especial por un neoliberalismo que pone en riesgo nuevamente la vida de la
humanidad. Se da una continua quiebra de empresas y el engrosamiento de la marginalidad por el
desempleo estructural creciente, grande en el Centro y mayoritario en la Periferia. Además, y a fin
de compensar pérdidas, la fabricación de armas se transforma en una producción lucrativa, pero
que pone en riesgo la vida en una doble dimensión: por ser producción capitalista y por fabricar
instrumentos de muerte. La liberación del sistema actual, que será gradual o rápido en el futuro,
deberá hacer posible la vida sobre la tierra para todos, y no sólo para los propietarios de los
capitales más desarrollados. En el frente propiamente económico, el capital explota al trabajo
obteniendo plusvalor. Nace así una clase obrera, mejor remunerada en el Centro, peor en la
Periferia, pero que comienza a sufrir la presión creciente del desempleo. Masas marginales
atemorizan a los que son explotados, pero tienen un salario —que de todas maneras pierde cada
vez más su valor—. La liberación de las clases asalariadas, por la transformación del sistema
económico que se ha impuesto mundialmente después de cinco siglos, exige extrema creatividad,
también para poder imaginar un sistema donde las masas de desempleados excluidos vuelvan a ser
sujetos productivos. En el frente político la consensualidad democrática es puesta en cuestión
continuamente por el ejercicio despótico y cada vez más corrompido de unos pocos (oligarquías) y
la exclusión de las mayorías afectadas en la participación de las decisiones que tienen que ver
sobre sus vidas. La liberación supone la organización de partidos políticos críticos que sepan
formular el origen de tantas injusticias en el sistema vigente, que sepan, desde el poder,
deconstruir esas estructuras, para realizar las exigidas por la negatividad de las víctimas. En el
frente social los movimientos populares deben defender la reproducción honorable de sus vidas,
por medio de organismos críticos (sindicatos en los sectores productivos, grupos vecinales, de
consumidores, de productores pequeños, etc.) que, como comunidades de presión y práctica
realizativa, no sólo creen conciencia, analicen los aspectos negativos en cada nivel y generen
alternativas, sino tengan la capacidad de realizarlas. En el frente del género, los movimientos
feministas han desafiado el patriarcalismo machista. Será necesario igualmente reformular la
masculinidad para generar una nueva pareja, una nueva familia, donde la dominación sexual sea
transformada por una relación cumplida, no reprimida o patológica, donde el principio del placer
sea manejado, sin evitar su necesaria tensión, en relación al principio de realidad. La liberación de
la libido es un momento central de las alternativas necesarias para la constitución de una
subjetividad humana responsable y creativa.
De la misma manera deberíamos referirnos a frentes tales como: el de los desequilibrios psíquicos,
producto de la sociedad en la que vivimos (los alcohólicos, los drogadictos, las enfermedades
mentales, sociales, etc.); el de las culturas y etnias dominadas, que buscan la promoción de su
identidad; el de la liberación pedagógica de los pueblos negados; el de la primera edad, de las
generaciones jóvenes y la defensa de la niñez, ya que sufren injustamente el fracaso de las
generaciones anteriores; el de la tercera edad, los ancianos declarados descartables por la sociedad
productivista de consumo; el de la discriminación racial, de las razas no-europeas, humilladas y
explotadas por el solo color de su piel; el de los emigrantes empobrecidos, perseguidos por guerras
o nacionalismos que, como indefensos inmigrantes, pareciera que puede hacerse sádicamente con
ellos lo que se desea; el de las religiones que caen en fanatismos violentos, en vez de explotar los
aspectos liberadores, especialmente las grandes creencias universales.
NOTAS: 1 Véase El capital es una ética (c. 10 de mi obra El último Marx, Siglo XXI, México 1985). —
2
Desde la tradición inaugurada por Schopenhauer con su Voluntad de vivir, modificada por
Nietzsche como Voluntad de Poder desde el horizonte del Eterno retorno de lo Mismo, pasando
por Sigmund Freud, como crítica de las pulsiones desde el Inconsciente (Es) al Super-yo (con los
principios de realidad y de muerte como superación del principio del placer), hasta llegar, por
ejemplo, a M. Foucault (que desde la corporalidad critica una ética hipócrita de la exclusión). —3
Como cuando Schopenhauer enseña que hay que superar la «Voluntad de vivir», que es por su
principium individuationis el origen del sufrimiento. Es necesario una autonegación del instinto de
vida para no temer y ni siquiera temer el morir; más necesario es un ser-parala-muerte, ya que el
morir es el verdadero nacer (enunciado explícitamente por Heráclito, Sócrates, Buda, y tantos otros
sabios).
BIBL.: AMIN S., El eurocentrismo. Crítica de una ideología, Siglo XXI, México 1989; APEL K. O.-
DUSSEL E.- FORNET BETANCOURT R., Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación, Siglo
XXI, México 1992; BLOCH E., Das Prinzip Hoffnung, 3 vols., Suhrkamp, Frankfurt am Main 1959;
DUSSEL E., Para una ética de la liberación latinoamericana, t. 1-2, Siglo XXI, Buenos Aires 1973; t. 3,
Edicol, México 1977; t. 4-5, USTA, Bogotá 1979-1980; ID, Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la
liberación, Universidad de Guadalajara, Guadalajara 1993; FANON F., Los condenados de la tierra,
FCE, México 1963; HINKELAMMERT F., Crítica a la razón utópica, CEI, San José de Costa Rica 1984;
ID, Democracia y totalitarismo, CEI, San José de Costa Rica 1990; HORKHEIMER M., Teoría crítica,
Barral, Barcelona 1973; JONAS H., The Phenomenon of Life. Toward a philosophical Biology,
University Chicago Press, Chicago 1982; LÉvINAS E., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la
exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser o más allá de la esencia,
Sígueme, Salamanca 1987; MARCUSE H., Eros y civilización, J. Mortiz, México 1981; MARX K.,
Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Siglo XXI, México, t. 1-3, 1971-
1976; MEMMI A., Retrato del colonizado, Ediciones de la Flor, Buenos Aires 1969; MORENO VILLA
M., Filosofía de la Liberación y Personalismo, Universidad de Murcia, Murcia 1993; SCHELKSHORN
H., Ethik der Befreiung, Herder, Friburgo 1992; SIDEKUM A., Ethik als Transzendenzerfahrung. E.
Lévinas und die Philosophie der Befreiung, Augustinus, Aquisgrán 1993; SIDEKUM A. (ed.), Etica do
Discurso e Filosofia da Libertafáo, Unisinos, Sáo Leopoldo 1994.
E. Dussel
Trataremos de mostrar que la ética del discurso en una clave pragmático-trascendental es una
transformación posmetafísica de la ética kantiana, que puede realizar tres tareas diferentes: 1. En
primer lugar, tiene que proporcionar una fundamentación racional de su validez universal sin hacer
uso del modo tradicional de fundamentación haciendo derivar algo a partir de otra cosa, es decir,
por medio de la deducción, inducción o abducción. En lugar de eso, hace uso de una racionalidad
reflexivo-trascendental y comunicativa de fundamentación. 2. En segundo lugar, tiene que
proporcionar una fundamentación, no sólo para una ética de la /justicia global y la /solidaridad,
sino también para una ética de la coresponsabilidad, es decir, responsabilidad más allá de la
responsabilidad atribuible individualmente, que suponemos dentro del contexto funcional de las
instituciones o los sistemas sociales. De hecho, tiene que proporcionar una fundamentación de la
coresponsabilidad de todos, en el nivel de aquellos discursos de una comunidad de comunicación
que está obligada a realizar la función de una meta-institución con respecto a todas las
instituciones humanas y los sistemas estructural-funcionales. Esta concepción pragmático-
trascendental de la coresponsabilidad, puede que sea la característica más original de la ética del
discurso1. 3. A partir de esta caracterización de coresponsabilidad, también tiene que originar la
realización de una tercera tarea de la fundamentación pragmático-trascendental de la ética del
discurso. Es la delicada tarea, que ya he mencionado, de proporcionar un principio regulativo para
actuar o tomar decisiones en aquellas situaciones en las que tenemos que mediar entre la
racionalidad ética y la estratégica, porque, en nuestra situación histórica, las condiclones de
aplicabilidad para la ética pura del discurso no se dan, o todavía no se han dado2. Suelo llamar a
esta tercera tarea la parte B de la ética.
Volviendo ahora al primer punto, nos ocuparemos, en algún sentido, de la fundamentación última
de la parte A y la parte B de la ética del discurso. Esto se aclarará a partir de los siguientes
argumentos:
Las presuposiciones no-circulares para una reflexión estrictamente filosófica, es decir, en algún
sentido, la situación original de la aproximación pragmático-trascendental a la filosofía teórica y
práctica, en mi opinión, es simplemente la situación de la argumentación. Yo no digo: la situación
del yo pienso, como Descartes, Kant, y todavía Husserl solían decir, sino digo: argumento; y con
ello, necesariamente, incluyo ciertas características que trascienden el solipsismo trascendental o
metódico de la filosofía clásica de la conciencia3; y precisamente estas características adicionales
hacen posible proporcionar una fundamentación última para la ética, es decir: un desciframiento
del hecho de la razón (práctica) kantiano. Pues, por el camino de la estricta reflexión sobre mi
argumentar, yo me encuentro a mí mismo como siendo ya un miembro activo de una /comunidad
de comunicación, o más precisamente: . de una comunidad indefinida ideal de comunicación
supuesta contrafácticamente e incluso anticipada.
¿Por qué tengo que presuponer una comunidad de comunicación real y una ideal? La respuesta de
una reflexión pragmático-trascendental correcta es: porque yo soy, por un lado, un ser humano
empírico que, usando un cierto /lenguaje, estoy obligado a pertenecer a una comunidad particular
y, sin embargo, usando argumentos con pretensiones universales de validez, estoy obligado
también a trascender cada comunidad particular y anticipar el juicio de una audiencia indefinida
ideal, que sería la única capaz de comprender definitivamente y evaluar mis pretensiones
universales de validez. Y estoy obligado a referirme a la audiencia real de un modo como si ya
representara la ideal. Este hecho –lo enfatizo– es confirmado en cada fenómeno de argumentación
seria, especialmente por la argumentación de alguien que –como el escéptico o el relativista– la
niega por medio de su argumento y así, debido a sus pretensiones universales de validez, comete
una autocontradicción performativa. Ahora, esta doble estructura dialéctica de la presuposición de
la comunidad, la cual, por medio de la estricta reflexión, aparece como una pre-estructura no
negable de cada argumentar serio, esta doble estructura, sugiero, proporciona la solución para las
aporías del /comunitarismo y de la /hermenéutica relativista. Pues, por un lado, yo puedo darme
cuenta de ello ahora, puedo y estoy obligado a aceptar todos los argumentos del giro lingüístico-
hermenéutico-pragmático referentes a mi pertenencia a una comunidad particular y mi
dependencia de una pre-comprensión históricamente determinada del mundo de la vida,
incluyendo normas y valores. Pero, por otro lado, puedo darme cuenta también de que, como
argumentador, estoy obligado, no sólo a conectar mi pensamiento con una tradición contingente
de discurso y formación de consenso, sino también a recurrir a ciertas presuposiciones no
contingentes de la meta-institución post-ilustrada del discurso argumentativo. Y es a través de esta
metainstitución del discurso, como cada presuposición contingente de base (background) del
mundo, de la vida y sus tradiciones, puede ser puesta en cuestión. Pues, si este cuestionamiento
radical de las tradiciones particulares no pudiera llevarse a cabo, en principio, no estaríamos
siquiera preocupados por los problemas del relativismo y el historicismo. Ahora bien, ¿cuáles son
las presuposiciones no-contingentes del discurso argumentativo que yo tengo en mente?
Yo creo –aproximadamente junto con J. Habermas4– que hay cuatro tales presuposiciones
necesarias que, todas ellas, están implicadas en el propósito fundamental de cada argumento de
alcanzar un consenso –aunque sólo sea a la larga– con cada posible miembro de una comunidad
ideal de comunicación. Las cuatro presuposiciones de la formación del consenso por argumentos
pueden ser caracterizadas muy toscamente como sigue: a) primera, la pretensión de compartir un
significado intersubjetivamente válido con mis compañeros; b) segunda, la pretensión de /verdad
como pretensión de consentimiento virtualmente universal; c) tercera, la pretensión de veracidad
o sinceridad de mis actos de habla tomados como expresiones de mis intenciones; d) y cuarta, la
pretensión de corrección moralmente relevante de mis actos de habla, tomados como acciones
comunicativas en el sentido más amplio de dirigirse a posibles interlocutores.
Es especialmente la cuarta pretensión la que es importante en nuestro contexto. Ella implica, por
decirlo así, la ética de una comunidad ideal de comunicación. Y esto es lo que yo llamo parte A de la
ética del discurso (que, en algún sentido, es la transformación post-metafísica de la ética kantiana
del reino de los fines, es decir, de la comunidad de los seres racionales puros). Además, hay una
parte B de la ética del discurso, que tiene que ser derivada más tarde del hecho de que la
comunidad ideal de comunicación, después de todo, no existe en el mundo real, sino que es una
anticipación meramente contrafáctica y un postulado o principio regulativo. Toscamente analizada,
la ética de la comunicación ideal implica que todos los posibles compañeros tienen los mismos
derechos y la misma co-responsabilidad para y en la resolución de todos los posibles problemas
que el mundo de la vida pudiera plantear a la comunidad de discurso, es decir, para resolverlos sólo
mediante argumentos, y no mediante /violencia abierta u oculta. Si alguien –digamos un
adolescente que ha leído demasiado de Nietzsche–formulara la pregunta radical post-ilustrada:
¿Por qué debo ser moral, por ejemplo, asumir co-responsabilidad? ¿Hay alguna buena razón –es
decir, una fundamentación racional–para eso?, entonces la respuesta podría ser: ¡Oh, sí! Si estás
preguntando seriamente, entonces tienes la respuesta: pues tú puedes averiguar, a través de la
reflexión radical sobre las presuposiciones de lo que haces, que ya has asumido coresponsabilidad
en el nivel del discurso argumentativo y así has reconocido las normas fundamentales de la
comunidad ideal de comunicación que yo he trazado.
Esto, por supuesto, no significa que ciertas normas de acción materiales, referidas a la situación,
hayan sido ya reconocidas. Al contrario: haber reconocido las normas fundamentales de una
comunidad ideal de comunicación, significa precisamente que las soluciones concretas de los
problemas morales referidos a la situación no deberían ser anticipadas al nivel de la
fundamentación pragmático trascendental. La filosofía no debe deducir soluciones concretas a
partir de principios axiomáticos, como fue postulado por el racionalismo metafísico clásico; las
soluciones concretas a problemas morales concretos deben, más bien, ser delegadas a los discursos
prácticos de las personas afectadas o —de modo sustitutorio, si es necesario— de sus
representantes. No obstante, debe haber una institucionalización de los discursos prácticos para la
solución de todos los problemas polémicos de la justicia social y la responsabilidad a escala global:
esto es, de hecho, un postulado directo para nuestra fundamentación pragmático-trascendental de
la ética del discurso. Esto significa que la ética del discurso es inicialmente formal y procedimental,
pero ello no significa —como cierta gente dice— que sus principios sean sin ningún contenido
sustancial. Pues es bastante claro qué principios regulativos se prescriben para la
institucionalización y la realización de discursos prácticos sobrenormas. Por lo tanto, la trasferencia
discursiva del contenido de las normas fundamentales para el ganador de las normas materiales es
asegurado por la ética del discurso —en contraposición a lo que los tipos más viejos de éticas
formales deontológicas pueden proporcionar—. Es, además, claro también qué restricciones o
reservas se ponen sobre la praxis vital y los valores de individuos y formas de vida socioculturales
diferentes. Pues, por un lado, las normas fundamentales de la ética del discurso no prescriben la
forma específica de la autorealización, o de esforzarse por una vida buena o la felicidad. Por el
contrario, prescriben tolerancia y protección de la pluralidad existente de formas de vida. Por otro
lado, no obstante, la ética del discurso prescribe, de hecho, que todos los individuos particulares y
las formas de vida socioculturales deben someter sus decisiones moralmente relevantes y sus
evaluaciones a aquellos discursos —en foro interno o foro externo— que llevan a soportar la
prioridad de las normas universalmente válidas de la justicia y la coresponsabilidad con respecto a
los problemas comunes de la humanidad. En esta última respuesta sic et non a las pretensiones
neoaristotélicas de una ética de la vida honrada, la ética del discurso pretende dar otra vez una
solución a este dilema aparente de la ética contemporánea. En efecto, desgaja el universalismo de
las normas fundamentales y el pluralismo de las formas de vida, oponiendo a uno contra el otro —
como hacen, por ejemplo, M. Foucault y J. F. Lyotard 5— lo que equivale a crear un pseudo-
problema.
Pienso que, a nivel del discurso argumentativo, que es de hecho el nivel meta-institucional con
referencia a todas las instituciones, convenciones, contratos e incluso a los sistemas sociales
funcional-estructurales6, nosotros —es decir, cada miembro de la comunidad de argumentación—
hemos reconocido, de hecho, un tipo de responsabilidad –o, mejor dicho, de co-responsabilidad—
que nos une juntos a priori a través de fundamentar una solidaridad original con todos los otros
posibles miembros de una comunidad de argumentación. Esta solidaridad original de la co-
responsabilidad alivia a las personas individuales de ser sobrecargadas, sin permitirles eludir su
parte de responsabilidad mediante el escapismo o incluso el parasitismo. Mas, ¿cómo debemos
concebir la trasferencia de la co-responsabilidad original, mediante los discursos prácticos, hacia la
solución de los problemas concretos de nuestro tiempo —dígase de los problemas de la crisis
ecológica o de las relaciones únicamente económicas de la crisis /Sur-Norte?—. Para estar seguros,
al final de esta línea de trasferencia habrá siempre /deberes atribuibles personalmente, pero esta
no es la parte característica de la trasferencia que es sugerida y regulada por la ética del discurso.
La tarea característicamente nueva de la co-responsabilidad, organizada y practicada
discursivamente, mediante acciones completas o actividades, ha de ser realizada en nuestros días
por una red creciente, a escala mundial, de diálogos y conferencias, comisiones y consejos, en
todos los niveles de la política nacional, y especialmente la internacional, incluyendo, por supuesto,
la /política económica, cultural y educacional. Y parece claro que la función de esos recursos y
medios de comunicación de la responsabilidad colectiva de la humanidad, organizada
discursivamente, no es sino una generalización y proyección de la función de la democracia, en
tanto que la /democracia, en su esencia, puede ser fundamentada por la ética del discurso.
Para la ética del discurso es el problema de cómo proceder en esas situaciones –incluso en el nivel
de la comunicación–, donde no sería razonable y, por lo tanto, responsable confiar en la posibilidad
de una solución discursiva de los problemas dados, es decir, de los conflictos. No estoy hablando
aquí de situaciones excepcionales, que en la ética tradicional eran consideradas como casos para la
phronesis (prudencia) de Aristóteles o la Urteilskraft (la facultad del juicio en el sentido de Kant).
Estoy hablando, más bien, de esos casos donde todavía no se dan las condiciones generales para el
seguimiento de normas morales por parte de la gente; por ejemplo, donde el estado de derecho
todavía no se ha establecido o no funciona. Esto no es sólo la situación que se da en muchos países
de nuestro mundo, sino que se da especialmente a nivel de las relaciones internacionales, como,
por ejemplo, las posibilidades de un acuerdo discursivo sobre los problemas ecológicos o sobre los
problemas de un orden mundial justo de la economía están seriamente perjudicadas por esas
condiciones que tengo en mente.
Ahora bien, yo no creo que la fundamentación de la ética del discurso que he sugerido en lo
precedente pierda su validez universal en esas situaciones o a causa de su existencia. Pero pienso,
de hecho, que la fundamentación de la parte A que fue orientada hacia las condiciones de una
comunidad ideal de comunicación ahora tiene que ser suplida por una parte B, que explícitamente
se refiere al hecho de que dentro de la comunidad real humana las condiciones de la ideal no están
(o todavía no están) realizadas, sino únicamente –de hecho– anticipadas por la razón ética. Las
características principales –aunque sean presentadas en forma de esbozo insuficiente– de la
suplementación que requiere ahora son las siguientes:
1. La separación estricta entre la racionalidad de la acción estratégico-instrumental y comunicativo-
consensual, es decir, la ético-discursiva, no puede mantenerse en la parte B de la ética. En su lugar,
necesitamos modos o métodos de mediación entre ellas; es decir, por ejemplo, conforme a la
regla: tanto avance en el sentido de confiar en el discurso como se pueda asumir en vista del
peligro; y tantas estipulaciones estratégicas como se requieran a causa de nuestra gran
responsabilidad por las consecuencias esperables de nuestras acciones.
2. Mientras este primer principio de la parte B equivale a una derivación del principio ideal de la
parte A, el segundo principio, de algún modo, tiene que compensar por las implicaciones
problemáticas del primero. Solicita que nuestras mediaciones de la racionalidad estratégica y
comunicativo-consensual de la acción no sólo deben ponerse al servicio de la crisis de dirección
realmente efectiva, sino que deben, además, ser una realidad humana, es decir, orientarse hacia la
realización de las condiciones de aplicabilidad para la ética del discurso; o, en otras palabras, hacia
la realización de la comunidad ideal de comunicación, dentro de la real.
Continúa diciéndose que ambos principios regulativos de la parte B de la ética del discurso pueden
derivarse a partir de la doble estructura dialéctica de su fundamentación y, además, que incluso el
primer principio de la parte B exige que nuestras desviaciones del principio discursivo ideal en favor
de la acción estratégica están obligadas a ser capaces de ser consentidas por los miembros de una
comunidad ideal de comunicación (esto es, por aquellos que se podría suponer que son capaces de
ponerse a sí mismos en las difíciles situaciones de todos los actores bajo las condiciones de la parte
B).
Finalmente, tiene que enfatizarse, dentro del contexto de nuestro trabajo en este Diccionario, que
–en el nivel de una ética del discurso post-convencional con una pretensión de validez
universalista– también y precisamente la parte B de la ética plantea un problema de la
coresponsabilidad de cada uno, que surge a partir de su pertenencia a una comunidad de
comunicación real y anticipadamente ideal. Por lo tanto, en mi opinión, equivaldría a una regresión
escéptica hacia una etapa tradicional de la moral, si uno intentara separar del todo los problemas
desagradables de la parte B de la ética de la moralidad personal, dígase relegándolos a una esfera
separada de la política que podría yacer más allá de la moralidad, como Hegel sugirió. La
coresponsabilidad por la realización de las condiciones de aplicabilidad de la ética del discurso
alcanza, de hecho, mucho más allá la idea tradicional de la 'responsabilidad atribuible
individualmente dentro de una institución establecida.
NOTAS: 1 Cf K. O. APEL, The Ecological Crisis as a Problem for Discourse Ethics, en A. OFSTI (ed.),
Ecology and Ethics, Nordland Academy of Arts and Sciences, Trondheim 1992, 219-260; ID, The
problem of a Macroethic of Responsability to the Future in the Crisis of Technological Civilization:
An Attempt to come to terms with Hans Jonas «Principie of Responsability», Man and World 20
(1987) 3-40. — 2 Cf ID, Diskurs und Verantwortung, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1988 —3 Cf ID,
The Transcendental Conception of Language-Communication and the Idea of First Philosophy, en H.
PARRET (ed.), History of Linguistic Thought and Contemporary Lisguistics, W. de Gruyter, Berlín-
Nueva York 1975, 32-61; ID, Transcendental Semiotics and the Paradigms of First Philosophy,
Philosophic Exchange 4 (1978) 3-22. — 4 Cf J. HABERMAS, ¿Qué significa pragmática universal, en
Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, Cátedra, Madrid 1989; ID,
Teoría de la acción comunicativa 1, Taurus, Madrid 1987, c. 3. — 5 Cf K. O. APEL, Der postkantische
Universalismus in der Ethik im Lichte seiner aktuellen Missverstdndnisse, en Diskurs und
Verantwortung, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1988. — 6 Cf N. LUHMANN, Soziale Systeme.
Grundriss einer allgemeinen Theorie, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1984.
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía, 2 vols., Taurus, Madrid 1985; ID, Estudios éticos,
Alfa, Barcelona 1986; ID, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; APEL K.
O.-DussEL E.-FORNET BETANCOURT R., Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación, Siglo
XXI, México 1992; BENGOA Ruiz DE AZÚA J., De Heidegger a Habermas. Hermenéutica y
fundamentación última en la filosofía contemporánea, Herder, Barcelona 1992; CORTINA A., Razón
comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; ID, Ética mínima. Introducción
a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 1994°; ID, La ética discursiva, en CAMPS V. (ed.), Historia de
la ética 3. La ética contemporánea, Crítica, Barcelona 1989, 533-576; MARDONES J. M., Razón
comunicativa y teoría crítica, Universidad del País Vasco, Bilbao 1985; MENÉNDEZ UREÑA E., La
teoría crítica de la sociedad en Habermas, Tecnos, Madrid 1978; WELLMER A., Ethik und Dialog,
Suhrkamp, Frankfurt am Main 1986.
K. O. Apel
ÉTICA
(FUNDAMENTACIÓN DE LA)
DicPC
A lo largo de la historia se han ido pergeñando distintas propuestas éticas preocupadas por
reflexionar sobre el hecho de la moralidad. Cada una de ellas trata, de un modo más o menos
explícito, de dar razón de lo moral, que es lo que, en un sentido amplio, denominamos
fundamentar lo moral, y también de ofrecer desde esos fundamentos una orientación para la
acción. Ciertamente, cada propuesta ética tiene su peculiar e irrepetible configuración, pero en
ocasiones resulta posible clasificarlas tomando rasgos comunes a algunas de ellas, que las llevan a
distinguirse de otras, revestidas de rasgos contrapuestos.
Las éticas descriptivas se limitan a describir el fenómeno moral, sin pretender en modo alguno
orientar la conducta. En este sentido, más que de teorías éticas, entendidas como una dimensión
de la filosofía práctica, se trata de reflexiones propias de las ciencias sociales, como son la
antropología, la psicología, la sociología o la historia de la moral. También puede considerarse
como ética descriptiva buena parte de la filosofía del análisis del lenguaje moral, cuyo nacimiento
puede datarse en la obra de G. E. Moore, Principia ethica (1903). Un nutrido grupo de
representantes de este tipo de ética se limita explícitamente a describir qué hacemos cuando
empleamos el lenguaje de lo moral, precisamente porque no desea prescribir la conducta ni
siquiera de forma mediata.
Las éticas normativas, por contra, conscientes de que la filosofía práctica siempre norma de algún
modo la acción, no se conforman con describir lo moral, sino que tratan de dar razón del fenómeno
de la moralidad, sabiendo que, al fundamentarla, están ofreciendo orientaciones para la acción:
están normándola. Claro ejemplo de éticas normativas serían las kantianas, el ,"utilitarismo, la ética
de los valores, o las actuales éticas comunitarias (ética del discurso).
II. ÉTICAS NATURALISTAS Y NO NATURALISTAS.
Las éticas naturalistas entienden que los predicados morales no se refieren a ningún tipo de
cualidades misteriosas, distintas de las que pueden ser empíricamente contrastables. Por el
contrario, consideran que los fenómenos morales son fenómenos naturales, reductibles a
predicados, sean de corte biológico, genético, psicológico o sociológico. En este sentido se han
pronunciado las éticas de corte empirista (emotivismo, utilitarismo), los diversos positivismos
(Helvetius, Comte), y el Neopositivismo Lógico del Círculo de Viena (Schlick, Ayer, Kraft), pero
también algunas corrientes de la sociobiología. Si tomáramos los textos de Nietzsche como una
cierta propuesta ética, cabría considerarla como un cierto naturalismo vitalista de cuño biológico.
Las éticas no naturalistas entienden que los predicados morales son predicados específicos de la
moralidad, irreductibles, por tanto, a cualesquiera predicados naturales. No naturalistas son las
distintas modalidades de intuicionismo (ética material de los valores, movimiento personalista,
teorías de G. E. Moore, de H. A. Prichard, de W. D. Ross), las corrientes kantianas, o las místicas -en
el sentido de Wittgenstein-, que sitúan la moral fuera del mundo, es decir, la consideran
irreductible a los hechos empíricos.
Las éticas no cognitivistas consideran que las cualidades morales no son objeto de conocimiento,
del mismo modo que lo son las naturales. Pero además, en los últimos tiempos la noción de no
cognitivismo se ha ampliado y alcanza a cuantas teorías afirman que sobre lo moral no se puede
argumentar, porque de los enunciados morales no puede decirse que sean verdaderos o falsos y,
por lo tanto, son pseudoenunciados. Sólo los enunciados de hecho susceptibles de verificación o
falsación, constituyen conocimiento. De ahí que -afirman las teorías no cognitivistas-, en las
cuestiones morales, no quepa alcanzar una intersubjetividad racionalmente fundada. En este
sentido se pronuncian las distintas corrientes cientificistas, que niegan a la moral no sólo el carácter
de /ciencia -en lo cual tendrían razón-, sino también el de saber racional. Racional únicamente sería
el conocimiento científico teórico, no los discursos prácticos.
Éticas cognitivistas, hoy en día, son más bien aquellas según las cuales sobre lo moral se puede
argumentar y llegar a acuerdos intersubjetivamente fundados, porque existe una racionalidad
práctica que funciona de forma análoga a como funciona la racionalidad teórica. La racionalidad
práctica tiene sin duda sus peculiaridades, pero es racionalidad y, por lo tanto, sobre lo moral se
puede argumentar y llegar a acuerdos intersubjetivos, racionalmente fundamentados: no es
ciencia, pero sí un saber racional, intersubjetivable. Las éticas kantianas se consideran cognitivistas
en este sentido.
Es Kant quien introduce por vez primera la distinción entre éticas materiales y formales, una de las
más célebres distinciones de la historia de la ética occidental. A su vez Kant señala que las éticas
precedentes eran materiales, mientras que la suya es formal. Las éticas materiales consideran que
es tarea de la ética dar contenidos morales, dar materia moral, mientras que las éticas, formales
atribuyen a la ética únicamente la tarea de mostrar qué forma ha de tener una norma para que la
reconozcamos deontológica; es decir, se ocupan del deon, del deber Por lo que respecta a las éticas
materiales se escinden tradicionalmente, a su vez, en éticas de bienes y de valores. Y las primeras -
las éticas de bienes- se han venido escindiendo también en éticas de móviles y éticas defines.
Veamos, pues, cómo se articulan.
1. Las éticas de bienes. Según estas éticas, para entender qué es la moral conviene descubrir ante
todo el /bien o fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad humana, y
después esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo. La ética occidental,
como teoría elaborada, nació en Grecia como lo que más tarde se ha llamado ética material de
bienes, ya que los grandes éticos griegos (Sócrates, los sofistas, Platón, Aristóteles, los epicúreos o
los estoicos) se preocupan por averiguar cuál es el fin o bien que los seres humanos buscan, para
determinar desde él cómo alcanzarlo, qué debemos hacer. En este sentido podemos decir que,
tanto la mayor parte de las éticas griegas como el neoaristotelismo y los /hedonismos, son éticas
materiales de bienes. No así el neoestoicismo de cuño kantiano, que ha iniciado el deontologismo
formal. Ahora bien, como hemos apuntado, en el seno de las éticas de bienes se produce, a su vez,
una interesante escisión entre las éticas de fines y las de móviles, a la hora de determinar en qué
consiste el bien de los seres humanos:
a) Las éticas de fines creen que para determinar en qué consiste el bien humano es preciso
desentrañar cuál es la esencia del /hombre, ya que, descubriéndola, podremos afirmar que su bien
y su fin consisten en realizarla en plenitud. Por eso acuden a la metafísica, que es el saber capaz de
desvelar la esencia de los seres, y recurren al método creado por Aristóteles, el método empírico-
racional, que parte de la experiencia y prosigue sus indagaciones a través de los conceptos. Eticas
de fines son, por ejemplo, las de Sócrates, Platón, Aristóteles y también las corrientes seguidoras
de Aristóteles que, a través de la Edad Media, llegan hasta nuestros días; muy especialmente el
tomismo, la neoescolástica y algunas corrientes comunitarias actuales.
b) Las éticas de móviles, por su parte, juzgan necesario, para determinar el bien de los seres
humanos, indagar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana: qué bienes
mueven a los hombres a obrar. Para descubrir tales móviles recurren a la psicología y a un método
empirista, capaz de detectar los móviles empíricos de la conducta. En lo que respecta a las éticas de
móviles, vienen construyéndose desde los sofistas y los epicúreos, en Grecia; y en la época
moderna son paradigmáticas las posiciones de Hume y del utilitarismo, tanto clásico (James Mill,
Jeremy Bentham, John S. Mill) como contemporáneo (R. B. Brandt, J. C. Smart, D. Lyons, J. O.
Urmson).
2. La ética material de los valores. En el siglo XX entra en escena otro tipo de ética material,
convencida de que el contenido central de la ética no son los bienes, sino los 'valores. Los seres
humanos no sólo poseemos 'razón y sensibilidad, sino también una intuición emocional por la que
captamos el contenido de los valores -su materia-, sin necesidad de extraerla de la experiencia: la
ética puede ser material sin ser empirista. Y las restantes categorías de lo moral -bien, deber-
pivotan sobre el valor. Max Scheler (/personalismo alemán) es el iniciador de este tipo de ética, del
que son seguidores Nicolai Hartmann, Dietrich von Hildebrand, Hans Reiner, y numerosos
representantes del 'personalismo mounieriano.
La distinción entre éticas deontológicas y teleológicas es una de las que ha hecho mayor fortuna,
pero también una de las que ha generado mayores confusiones, porque para establecer la
clasificación se han utilizado dos criterios diferentes:
A partir de la década de los 70 del siglo XX la distinción entre éticas materiales y formales se
convierte en esta nueva diferenciación. Las éticas procedimentales, igual que las formales,
entienden que la misión de la ética consiste en ocuparse de la vertiente universalizable del
fenómeno moral, que no es la de sus contenidos. Sin embargo, a diferencia de la ética formal
kantiana, considera que lo universalizable son los procedimientos que debe seguir un grupo social
para llegar a determinar si una norma es moralmente válida. La ética nos pertrecha de aquellos
procedimientos racionales que nos permiten distinguir entre una norma tácticamente vigente y
una racionalmente válida. Tales procedimientos pueden ser seguidos por un solo sujeto, como
propone R. N. Hare, en cuyo caso el sujeto realiza un experimento mental por el que
imaginativamente se sitúa en el lugar de otras personas; o bien por distintos sujetos. En este último
caso se encuentran, por ejemplo, la ética del discurso, que propone como procedimiento un
'diálogo, sujeto a unas reglas precisas, entre los sujetos afectados por la norma; y la justicia como
equidad de Rawls, que propone un peculiar proceso deliberativo en una posición original, y una
comprobación de lo adecuado de los resultados, mediante un /consenso entrecruzado (overlapping
consensus). Éticas sustancialistas serían ahora las que entienden que es posible dar contenidos
morales, sea porque una comunidad puede compartir una idea de bien común, en la línea de algún
comunitarismo; sea porque consideran que lo importante en una sociedad democrática no son los
procedimientos que se siguen, sino los resultados a los que se llega. Desde esta última perspectiva,
es preciso fijar los procedimientos desde los resultados, y no a la inversa. Los neomarxismos que
critican el procedimentalismo de la /democracia liberal se encontrarían en esta posición.
Max Weber introdujo en 1919 una muy fecunda distinción entre dos tipos de éticas: las éticas de la
convicción, que ordenan realizar determinadas acciones por su bondad intrínseca y evitar otras por
su maldad intrínseca, sin atender al contexto en que se realizan ni las consecuencias que se siguen
de ellas, y las éticas de la /responsabilidad, que ordenan tener en cuenta el contexto y las
consecuencias, aunque siempre para lograr un bien propuesto. Las primeras profesan, según
Weber, un racionalismo cósmico-ético, es decir, parten de la convicción de que del bien no puede
seguirse el /mal, ni del mal el bien; mientras que el ético de la responsabilidad afirma que no
siempre del bien se sigue el bien, y por eso más vale indicar qué mínimo de mal es éticamente
legítimo para conseguir el bien, contando con las consecuencias previsibles de la acción. El propio
Weber incluye entre las éticas de la convicción el /pacifismo de grupos cristianos que toman al pie
de la letra el Sermón del Monte y, en consecuencia, prohíben recurrir a la violencia porque es en sí
misma mala, y la ética kantiana del imperativo categórico incondicionado. Actualmente puede
decirse, sin embargo, que todas las éticas lo son de la responsabilidad, incluida la mayor parte de
éticas pacifistas, ya que estas repudian la /violencia por su maldad intrínseca, pero también por sus
malas consecuencias: tratan de mostrar empíricamente que con el recurso a la violencia sólo se
consigue iniciar –por decirlo con Helder Camara– una espiral de violencia. Ejemplos muy matizados
de ética de la responsabilidad son la ética del discurso en su versión apeliana y la /ética de la
liberación de Enrique Dussel, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino.
Moralidad y Eticidad son, en principio, dos expresiones utilizadas por Hegel en sus Principios de
filosofía del derecho para designar, respectivamente, a la ética kantiana y a su propia ética. Según
Hegel, la ética kantiana representa la mejor expresión de la libertad hasta el momento, en la
medida en que la /autonomía de la razón y la voluntad representan una forma de libertad más
profunda que la de la razón calculadora hobbesiana. Sin embargo, también cree que es todavía
unilateral, ya que sólo contempla la perspectiva del sujeto, y es abstracta, porque queda en el
querer de la /voluntad. La realización del concepto de libertad exige entonces la plasmación de la
Moralidad en las instituciones, las costumbres, los hábitos de una comunidad política. Pero esto
supone el tránsito de la Moralidad a la Eticidad, del universalismo moral abstracto, a la concreción
de un /Estado ético.
Actualmente las expresiones Moralidad y Eticidad se emplean para caracterizar dos modos de
hacer teoría crítica: a) Adoptan la actitud de la Eticidad las teorías preocupadas por deberes, bienes
y valores concretos, por la vida feliz y las /virtudes que pueden desarrollarse de modo eficaz en una
comunidad determinada, a través del derecho y la política. b) Asumen la perspectiva de la
Moralidad quienes creen necesario mantener un punto de vista abstracto (el punto de vista moral),
no identificado con ningún bien, deber o comunidad concreta. Tres razones, al menos, avalarían
esta posición: lo universal nunca puede identificarse con las realizaciones de una comunidad
concreta; vivir en/libertad exige conservar la capacidad de trascender los grupos concretos;
mantener la capacidad crítica exige no conformarse con lo existente. En suma, los partidarios de la
Moralidad se interesan más por la actitud de las personas que por los bienes que se consiguen, más
por la capacidad crítica que por la adaptación a una comunidad. Estas dos formas de hacer teoría
ética, que en Alemania han llegado a simbolizarse en la expresión ¿Kant o Hegel?, inspiran algunas
de las polémicas más interesantes de finales del siglo XX, fundamentalmente dos tipos de
polémicas.
Por estas y otras razones exige el /comunitarismo recuperar la dimensión comunitaria de las
personas, y fortalecer aquellas comunidades en las que cada persona se sabe indispensable,
porque de su participación depende la supervivencia y progreso de la comunidad, y en las que, en
consecuencia, sabe qué hábitos, qué virtudes debe desarrollar para colaborar en ese progreso;
recibiendo de la comunidad lo que en justicia merece. Comunidad, virtudes y mérito son tres de las
claves que urge recuperar.
El liberalismo político, por su parte, arranca del liberalismo filosófico moderno (Kant, John S. Mill), y
pretende trasmutar una teoría filosófica en teoría política: se trata de generar aquella concepción
moral de la justicia que puede aplicarse a la estructura básica de una soci edad, de forma que los
distintos grupos sociales estén dispuestos de algún modo a apoyarla. En una sociedad pluralista —
entienden liberales como Ronald Dworkin, John Rawls o Charles Larmore—, la única forma de
mantener la /tolerancia, y de asegurar la estabilidad de una constitución democrática, consiste en
mantener una concepción liberal de la justicia, que trate a los ciudadanos por igual, en la medida
en que no favorezca a ninguna de las concepciones de vida buena que conviven en ella.
Un liberalismo universalista estaría, pues, equivocado, porque las personas son individuos
comunitarios, personas dialógicas. También anda-rían errados un colectivismo incapaz de
percatarse de que cada /persona es un interlocutor válido, que jamás puede ser ahogado por la
/comunidad, y un comunitarismo convencional, incapaz de trascender los límites de su comunidad.
Pero tampoco un liberalismo político sería solución filosófica satisfactoria, porque la filosofía no es
política: no trata de negociar acuerdos, de conformarse con los consensos existentes. La filosofía
y,por supuesto, la ética como filosofía moral, trata de fundamentar sus hallazgos en la estructura
de la razón humana: trata de dar razón transcomunitariamente válida.
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía II, Taurus, Madrid 1985; ID, Teoría de la verdad y
ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; CORTINA A., Razón comunicativa y responsabilidad
solidaria, Sígueme, Sala-manca 1985; ID, Ética sin moral, Tecnos, Madrid' 1990; ID, Etica aplicada y
democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; ID, Ética mínima, Tecnos, Madrid 19944; CORTINA A.
(ed.), Diez palabras claves en ética, Verbo Divino, Estella 1994; DWORKIN R., Liberalismo, en
HAMPSIRE S. (ed.), Moralidad pública y privada, FCE, México 1983; HABERMAS J., Con-ciencia
moral y acción comunicativa, Península, Barcelona 1985; HUDSON W. D., La filosofía moral
contemporánea, Alianza, Madrid 1974; LÓPEZ ARANGUREN J. L., Etica, Alianza, Madrid 1981;
MACINTYRE A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987; RAwLS J., Teoría de la justicia, FCE, México
1978; ID, Liberalismo político, Crítica, Barcelona 1995; TAYLOR C., El multiculturalismo y la «política
del reconocimiento», FCE, México 1993; WEBER M., El político y el científico, Alianza, Madrid 1967;
WITTGENSTEIN L., Conferencia sobre ética, Paidós, Barcelona 1989.
A. Cortina
ÉTICA POLÍTICA
DicPC
El ámbito de reflexión denominable con mayor o menor acuerdo ética política construye discursos
normativos orientadores de la actividad pública. Le interesa la explicación mesurada de lo que
debe ser la política desde determinados criterios morales. Por ello, este campo de reflexión ha de
distinguirse claramente de la ciencia política. De esta son característicos los juicios descriptivos que
procuran dar razón de lo que acontece, de he-cho, en los diferentes niveles institucionales de un
país, o de un sistema político. La economía y la sociología política, por ejemplo, aportan
investigaciones pretendidamente asépticas de los comportamientos personales, institucionales y
colectivos encuadrables en lo político. Por el contrario, la denominación de ética política expresa ya
claramente el enfoque prescriptivo que se requiere para orientar las acciones de los diferentes
sujetos implicados en decisiones políticas. Por ello, la reflexión filosófica en este campo habrá de
centrarse en esclarecer cuáles son los presupuestos morales de mayor consistencia teórica, desde
los que cabe guiar el comportamiento político, no sólo de los gobernantes, sino también, y en
menor medida, de los ciudadanos gobernados. Las diferentes /éticas políticas de la historia han
suscitado complejos problemas que atraviesan, con diferentes formulaciones y desde contextos
distintos, siglos de pensamiento hasta nuestro presente. Ejemplo de algunas de estas nucleares
cuestiones son: la tensión entre el elitismo y el igualitarismo (Platón), el diseño del mejor sistema
de gobierno (Aristóteles), los conflictos entre el bien individual y el /bien común (santo Tomás), la
obligación de obedecer a la /autoridad (Hobbes), la defensa de los derechos naturales desde el
poder (Locke), los límites de la representación política (Rousseau), la /libertad individual contra el
poder político-social (Stuart Mili), la base moral de la democracia (Tocqueville), la responsabilidad
de los políticos (Weber)...
Nosotros nos vamos a centrar en dos dimensiones que, sin duda, engloban este ámbito de
reflexión: por un lado, la vertiente de las más relevantes teorías éticas que se han ido
constituyendo en el ámbito filosófico; y por otro lado, las complejas relaciones entre la ética y la
'política, entendiendo por ello la aceptación o el rechazo de criterios morales de la acción política.
Ambos accesos a la ética política están apoyados por destacados pensadores, que le han ido dando
un cariz significativo que han condicionado enfoques recientes.
Es constatable, desde sus orígenes griegos, que la reflexión ética se construye con unas concretas
preocupaciones políticas de fondo. La indagación socrática de los conceptos universales, tales
como el de justicia, suscitó en Platón tanto la teoría de las ideas como el de justificación intelectual
de la necesidad del filósofo-gobernante. Toda la especulación platónica, como bien queda indicado
en la Carta VII, comporta una intencionalidad política: una implacable crítica a la relativista
/democracia ateniense. Este texto autobiográfico del anciano Platón nos ha explicado, por encima
de sus inquietudes personales, las raíces políticas de toda la auténtica reflexión ética y las
implicaciones políticas de toda elevada filosofía moral. Y en no menor medida, también las razones
morales de la reflexión política crítica junto a las consecuencias prácticas del diseño de un /Estado.
Así pues, ya en sus albores griegos, y a través de las sucesivas etapas de la historia occidental, la
ética filosófica ha sido sobre todo ética política; y la teoría política fue, y no puede dejar de ser aún
hoy, normativa y orientadora de la actividad pública. Es más, la función política de la filosofía
(metafísica, epistemología, antropología, ética), por la que abogaba Platón, se nos ha ido
revelando, al cabo de los siglos, como inherente al auténtico pensar. La búsqueda de la justicia es
uno de los argumentos principales del pensamiento occidental desde La República del viejo
ateniense hasta la influyente y polémica Teoría de la /Justicia del norteamericano J. Rawls. Y en
esta larga historia no siempre ha sido posible percibir con nitidez las fronteras entre la ética y la
política. Estudiar al /hombre y las instituciones por él creadas, diseñar las virtudes que le son
propias y los bienes que anhela, desentrañar los mecanismos del poder y sus límites morales, han
sido y son una misma filosofía. Las reflexiones éticas contemporáneas más relevantes se han ido
construyendo con una aguda permeabilidad, tanto a los presupuestos socio-políticos del pensar
moral, como a sus implicaciones para una revisión crítica del sistema democrático. En estas últimas
décadas, filósofos tan influyentes y distintos como Mounier (personalismo), Lévinas
(fenomenología), Ricoeur (hermenéutica), Rawls (contractualismo), Apel (kantismo), Rorty
(paganismo), Maclntyre (aristotelismo)..., se han mostrado conscientes de que sus reflexiones
éticas, o emanan de profundas preocupaciones políticas o constituyen una referencia crítica al que-
hacer democrático. Y esta penetración en el pensamiento político no proviene de una causal
opción de cada pensador, sino que responde a las internas exigencias del propio pensar ético-
filosófico.
Así pues, pronto o tarde, o indirectamente, en la obra de los grandes filósofos de la moral de todos
los tiempos aparece siempre lo político, no como un sobreañadido artificial a la reflexión ética, sino
como el preciso fruto de una semilla plantada en tierra fértil. Al pensar lo más personal del yo o
sujeto moral (felicidad, libertad, racionalidad, valor, deber, virtud...), nos tropezamos siempre con
los pronombres –seres– personales plurales. Y son estos, tan reales como carnales, quienes se
presentan ante mi ser personal reflexivo y actuante, desencadenando el replanteamiento de las
dimensiones y estructuras grupales, sociales y políticas en las que se desarrollan siempre las vidas
singulares. No se puede hoy diseñar la /felicidad individual (éticas eudemonistas) sin contemplar la
felicidad colectiva; ni plantear el problema moral de la libertad (éticas existencialistas), sin
referencia a las libertades políticas; no cabe esclarecer los tipos de racionalidad práctica (éticas
comunicativas) sin percatarse de los tipos de racionalidad que se manejan en las decisiones
políticas, ni es posible esclarecer qué son los /valores y su jerarquía (ética axiológica), sin entrar en
la discusión de los conflictos de valores que se suscitan en las sociedades democráticas pluralistas;
ni tiene lugar un auténtico análisis de la experiencia personal del deber (éticas deontológicas), sin
tener en cuenta los condicionamientos y las exigencias sociales de la conciencia del deber; y para
hablar hoy de la /virtud (éticas aretológicas), es necesario referirse a los contextos sociales,
políticos o profesionales en los que cabe asumir determinados hábitos de comportamiento. Por
todo ello, la dimensión política es tan natural a la reflexión ética, como conveniente la valoración
moral de toda práctica política.
No resulta suficiente mostrar la vertiente política del pensamiento moral; conviene sugerir en qué
sentido puede hablarse hoy de la vertiente ética del quehacer político. Parece poco discutible,
desde la /filosofía al menos, que la actividad política ha de estar regida por criterios morales, si
quiere ser auténtica tarea dignificadora del hombre y de la colectividad, y no mera lucha por el
puro poder. No obstante, dentro de la propia política resulta harto problemático reivindicar
parámetros morales desde los que orientar las decisiones en el ámbito público. Por ello, una tarea
prioritaria de toda ética política que se precie será, a nuestro juicio, la de ofrecer principios morales
que inspiren la práctica política. Cuáles sean estos, su validez teórica, su fuerza normativa y su
fecundidad moralizadora, habrá de ser estudiado con rigor filosófico y con sensibilidad política al
mismo tiempo. En efecto, los principios morales de las decisiones públicas pueden ser extraídos de
la historia del pensamiento ético-político. Una lectura de los clásicos (Platón, Aristóteles, Juan de
Salisbury, Marsilo de Padua, Locke, Kant, Hegel, Weber...), centrada en buscar pautas morales de la
acción política, nos aportaría interesantes referencias para calibrar cuándo estamos ante
comportamientos políticos claramente inmorales, aunque puedan resultar eficaces para alcanzar o
mantenerse en el poder. No es posible aquí presentar con detalle la historia de las relaciones entre
la ética y la política, pero sí sugerir algunos de los principios básicos a los que se ha de someter
toda actividad política. Tales principios, aunque han sido más o menos sugeridos por destacados
pensadores en otras épocas, merecen mayor precisión y actualización para ofrecer una coherente
visión de la política contemporánea desde la ética.
Indicamos sólo los seis más relevantes y al mismo tiempo, por paradójico que parezca,
reiteradamente violados en los sistemas democráticos.
1°) Principio de la receptividad: Todo político habrá de ser receptivo a las críticas y quejas de la
ciudadanía, formuladas a través de diferentes procedimientos; uno de ellos, sin duda, los medios
de comunicación. Las decisiones de los políticos, para que sean morales, habrán de tomarse
teniendo en cuenta siempre la perspectiva de aquellos que serán los más afectados. El rechazo
directo de las críticas que susciten las decisiones políticas nos muestra un comportamiento político
escasamente receptivo a la voluntad ciudadana, y por ende, de dudosa validez moral.
2°) Principio de la trasparencia: Todo político habrá de actuar explicando siempre las intenciones
con las que toma sus decisiones, sacando a la luz pública lo que se pretende conseguir con ellas,
por qué se toman, cómo se van a llevar a término... No han de existir dobles intenciones en la vida
política. Constituye una obligación moral de todo político decir siempre la verdad a la ciudadanía,
no ocultar, tras mensajes ambiguos, intenciones inconfesables públicamente.
3°) Principio de la dignidad: Todo político habrá de actuar considerando a las personas implicadas
en sus decisiones como fines en sí (Kant) y nunca como meros medios. La más grave inmoralidad en
la que puede incurrir un político consiste en utilizar a las personas como instrumentos y objetos
con los cuales conseguir otros fines, aunque sean fomentadores del bienestar social. Esta defensa
de la ,dignidad de toda persona, a la que debe sujetarse cualquier acción política, implica la
salvaguarda rigurosa y la promoción constante de los ,derechos humanos, consagrados en las
constituciones democráticas. Argumentaciones y acciones políticas exculpadoras y violadoras de
esos derechos, en las que subyace la legitimidad de servirse de personas (secuestradas, asesinadas,
torturadas, extorsionadas...) para alcanzar otros fines considerados superiores, constituyen
argumentaciones y acciones gravemente inmorales, además de claramente delictivas. Es este
principio moral el que, desde el /cristianismo y la reflexión ética kantiana, mayor fuerza
moralizadora de la práctica política comporta, además de sostenerse en una sólida base filosófica,
que lo convierte en la piedra angular sobre la que se apoya todo el edificio político-jurídico de
nuestra cultura democrática, tal como la enmarca la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
4°) Principio de los fines universales: Todo político habrá de actuar distinguiendo con suma claridad
lo que son intereses personales o partidistas, de lo que constituyen en verdad fines universales de
una comunidad o una nación. Lo cual significa que aquellas argumentaciones, decisiones o acciones
políticas con las que se procura beneficiar, por ejemplo electoralmente o económicamente, a un
partido político, son inmorales, aunque no sean por supuesto ilegales; y no digamos si se presentan
a la ciudadanía, como suele suceder, revestidas de un aparente interés general, las que se sabe
claramente que son meras estratagemas para aumentar votos o beneficiar a personas particulares.
5°) Principio de servicialidad: En todo sistema de gobierno hay quienes viven, como decía Weber,
de la política y quienes viven para la política. Los primeros se introducen en la vida pública y
anhelan los cargos políticos como medios para acrecentar sus arcas particulares; mientras que
estos últimos son quienes se entregan a la vida política como servidores de una causa, ven en el
acceso al poder un medio para servir a la ciudadanía, no muestran apego sospechoso al cargo, y
expresan con hechos una concepción transitoria de la actividad política. Una referencia para medir
la altura moral de un político cabe encontrarla en este espíritu servicial del poder. Por el contrario,
una clara muestra de la inmoralidad política queda patente en todos aquellos que se sirven del
poder para enriquecerse o enriquecer a los suyos.
6°) Principio de la responsabilidad: La mayoría de los políticos, cuando acusan a otros lo hacen por
«falta de responsabilidad», y cuando se alaban a sí mismos es por haber actuado «por
responsabilidad». Conviene distinguir entre responsabilidad moral, política y penal. Aunque
simplificando, la última la delimitan los jueces, la segunda los parlamentarios o partidos, y la
primera, además de estos, la ciudadanía y los medios de opinión. Es evidente que actuar
moralmente en política es actuar con responsabilidad. Sin embargo, no resulta del todo evidente
qué significa con exactitud la 'responsabilidad en la vida política. Se podrían distinguir, al menos,
tres sentidos, todos ellos complementarios: a) responder a los ciudadanos y sus representantes, a
través de las instituciones democráticas, de todo aquello de lo que se solicite explicación o
justificación; b) asumir como propios los comportamientos ilegales o gravemente inmorales de los
altos cargos subordinados, sin delegar en otros o excusarse en la traición de los hombres de
confianza; c) tomar decisiones, como decía Weber, calculando siempre sus consecuencias
previsibles para una comunidad o nación. Si el principio de la dignidad de la persona lo percibimos
como el más elevado moralmente, el principio de la responsabilidad muestra mayores dificultades
para ser delimitado con claridad; es el más manoseado y, por eso mismo, tergiversado por la
mayoría de los políticos.
La ética política, vista desde la vertiente moral inherente a la actividad pública, a nuestro juicio
habrá de centrarse, entre otros, en dos amplios objetivos: Por un lado, en la búsqueda teórica de
variados principios éticos, que emanarán principalmente de la filosofía moral y política. Desde ellos
se ha de ofrecer una concepción integral y dignificadora de la persona, una justificación y revisión
de los derechos humanos, y una mayor legitimación moral del sistema democrático. Por otro lado,
la ética política también tendrá que ser capaz de considerar con penetración orientadora tales
principios, cotejándolos con las dinámicas de la vida pública, a fin de comprobar si esta se deja o no
valorar por ellos. Con ambos objetivos la ética política podría contribuir modestamente a la
revitalización moral del sistema democrático y, por ende, a una mejor defensa de la dignidad de la
persona, siempre amenazada por la vorágine del poder.
BIBL.: ARANGUREN J. L., Ética y política, Guadarrama, Madrid 1963; AA.VV., Ética y Política en la
sociedad democrática, Espasa-Calpe, Madrid 1981; BUCHEIM H., Política y Poder; Alfa, Barcelona
1985; CAMPS V., Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid 1990; CORTINA A., Razón comunicativa y
responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; DíAz C., La política como justicia y pudor,
Madre Tierra, Móstoles 1992; GINER S., Carta sobre la democracia, Ariel, Barcelona 1996;
HAMPSHIRE S., Moral pública y privada, FCE, Madrid 1983; LÉvINAs E., Ética e infinito, Visor,
Madrid 1991; MACINTYRE A., Justicia y racionalidad, Eiunsa, Barcelona 1994; MAQUIAVELO N., El
príncipe, Alianza, Madrid 1993; MARITAIN J., El hombre y el Estado, Encuentro, Madrid 1983;
OPPENHEIM F. E., Ética y filosofía política, FCE, Madrid 1976; RAwLS J., Teoría de la justicia, FCE,
Madrid 1979; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993; RITTER G., El problema ético del
poder; Revista de Occidente, Madrid 1972; RORTY R., Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós,
Barcelona 1991; TORRES DEL MORAL A., Ética y poder, Azagador, Madrid 1974; WEBER M., El
político y el científico, Alianza, Madrid 1981.
E. Bonete Perales
I. TEORÍAS O SISTEMAS.
Solemos llamar sistemas éticos o teorías éticas (ambas expresiones prácticamente sinónimas) a
doctrinas filosóficas de carácter global, que pretenden exponer el sentido último de los juicios
morales, y ofrecer en consecuencia un criterio de su legitimidad. Ejemplos de tales sistemas o
teorías (en adelante utilizaremos indistintamente cualquiera de estas expresiones) son el
eudemonismo, el /hedonismo, el /utilitarismo, etc.
Esta doble denominación apunta al intento de asimilar la estructuración del discurso ético a las dos
grandes formas de estructuración del discurso teórico: el sistema y la teoría, características
respectivamente de las ciencias formales y de las empíricas. En su forma ideal (o al menos en su
estilización teórica) el sistema parte de ciertos principios o axiomas establecidos sin discusión (y
que pueden, como sucede en las geometrías no euclídeas, estar muy lejos de resultar evidentes), y
procede de manera deductiva a establecer ciertas proposiciones; la teoría intenta, por mediodel
procedimiento hipótesis/comprobación, reducir diversas regularidades observadas de los hechos, y
regularidades más extensas, menos observables, pero en cierta manera más comprensibles.
En su aplicación al discurso teórico, ambas formas de estructuración han tenido sus practicantes y
sus teóricos conocidos. En el caso del discurso práctico, sin embargo, la situación es más confusa.
Tan sólo en el caso de Spinoza encontramos una voluntad consciente de elaborar una ética more
geometrico, a la manera de un sistema formal. Si las consideramos de manera superficial, podría
también pensarse que las éticas de la antigüedad clásica, en la medida en que adoptan el modelo
aristotélico de theoria, constituyen, o intentan constituir, sistemas deductivos, en cuanto en
apariencia no pretenden sino extraer de manera deductiva las exigencias prácticas de la idea de la
naturaleza racional del hombre: la ley natural, en consecuencia, no sería sino un conjunto de
teoremas deducibles de la idea de racionalidad humana. En realidad, las cosas han sido muy
diferentes. El pensador antiguo tiene en el punto de partida una idea muy clara de quae erant
demonstranda, a saber, las normas e ideales morales vigentes en la sociedad antigua (incluida la
desigualdad), y su apelación a la naturaleza racional del hombre, tiene más de realzamiento
retórico que de establecimiento de un principio o axioma teórico.
Un caso opuesto es el de la ética anglosajona, a partir de Shaftesbury. La idea que se hace sobre su
propia metodología es registrada memorablemente por Hume1: se trata de registrar las
valoraciones que están, por así decir, encarnadas en el lenguaje con que describimos las conductas
y caracteres de los hombres, y encontrar el factor o los factores comunes a esas valoraciones. Ese
factor común constituirá el criterio con que podremos enjuiciar ya, desde un punto de vista moral,
las acciones, los caracteres y las instituciones humanas reales. Si, por ejemplo, hallamos que la
utilidad social es el factor único o completamente dominante en nuestras valoraciones, tendremos
la piedra de toque para examinar, teniendo en cuenta por supuesto los elementos histórico-
culturales que intervienen en la idea de utilidad social, la legitimidad o ilegitimidad de nuestras
normas sociales o juicios de valor. Una norma social que no condujera a la mayor utilidad (/
felicidad) social posible quedaría ipso facto deslegitimada.
Desde luego, con este intento de asimilación de las teorías éticas a las teorías científicas (aparte las
dificultades suscitadas recientemente por la idea misma de teoría científica), el problema es que su
punto de partida no son un conjunto de hechos objetivos e independientes de nuestros deseos y
valoraciones, sino una clase de hechos, los juicios morales (o, si preferimos, las normas morales),
que consisten precisamente en esas valoraciones y que están, por lo tanto, afectados al menos de
una doble relatividad: a) relatividad individual, en el sentido que es posible (seguramente dentro
de ciertos límites) la discrepancia entre individuos pertenecientes a la misma /cultura o época
histórica acerca de la legitimidad de ciertas normas o juicios de valor; b) la aún más importante
relatividad cultural o histórica, que aun teniendo sin duda los límites de los prerrequisitos
funcionales de cualquier sociedad2, alcanza límites tan considerables como para sostener
razonablemente que ninguna teoría ética puede considerarse como intemporal, por encima de
cualquier cultura.
Estas consideraciones elementales sugieren la idea de que no puede existir la teoría ética
verdadera, en el sentido de la apelación a un principio (la felicidad, la utilidad social, el
cumplimiento del deber...) que explicara por completo la legitimidad de todos aquellos juicios de
valor morales que estamos dispuestos a respaldar. Muy probablemente la adopción (sea individual
o colectiva) de una determinada teoría ética entrañe necesariamente la pérdida o la desestima de
ciertos conceptos de valor3 que pueden ser muy importantes para la vida moral. No todo tiene que
ser ganancia en el progreso moral, individual o social (si es que se da tal progreso). Puede ser
incluso dudoso que haya de haber una ganancia neta. En todo caso, la adopción de una teoría
implica dar preeminencia a ciertos valores, dentro de los que conforman la vida individual y las
relaciones sociales.
Es esencial, en mi opinión, tener siempre presente este carácter necesariamente incompleto del
discurso y de las teorías éticas, que –no hace falta decirlo– poco tiene que ver con el relativismo
estricto. Sin duda, es conveniente, por razones políticas y culturales, que los valores realzados por
determinadas teorías sean subrayados en una determinada situación histórica (pensamos, por
ejemplo, en la teoría de los derechos humanos). Desde otro punto de vista, hay que tener en
cuenta la diferencia de realizabilidad de las teorías éticas4, y ello no sólo por razones de práctica
política, sino también por coherencia teórica. Pero estas consideraciones no sugieren la idea de
que exista una teoría definitiva. Incluso aquellas teorías que, como el intuicionismo, resultan
definitivamente pobres desde el punto de vista teórico, recogen seguramente ciertos aspectos del
discurso moral que sería imprudente subvalorar.
Por todas estas razones es dudosa la interpretación de las teorías o sistemas éticos como códigos
morales, a la manera de códigos jurídicos. Las relaciones de principios y reglas en las teorías éticas
no es la relación de lo general (no hacer daño) a lo particular (no matar), sino más bien la relación
entre el sentido y la expresión lingüística. Un mismo principio moral (hacer el bien) puede
expresarse en reglas y decisiones muy distintas, según las circunstancias.
Las teorías éticas no sólo pueden diferir por sus conclusiones prácticas, sino que también pueden
ofrecer explicaciones muy distintas de lo que sea la razón práctica (compárense, por ejemplo, la
explicación de la racionalidad práctica que ofrece Kant con la que ofrece Hobbes) y de aquello en
que consista la mejora global del hombre5. En ambos puntos están sumamente influenciadas por lo
que constituye el horizonte cultural de la época. Es imposible, por ejemplo, que un pensador
antiguo, sumergido en una concepción biologista y organicista de la realidad humana, ofrezca una
interpretación instrumentatista de la razón, ni una visión liberal de lo que constituye el bien del
hombre. Ello justifica que, en principio, establezcamos una cesura entre el discurso ético de la
antigüedad clásica y el de la modernidad, lo que no entraña, desde luego, que no existan entre
ellos, en cuestiones importantes, grandes homologías, ni mucho menos que las ideas antiguas, por
ejemplo acerca de la felicidad o la excelencia humanas, resulten irrelevantes para el pensamiento
moderno.
Una clasificación detallada de las teorías (o sistemas) éticas podría prolongarse de manera
indefinida hasta coincidir, de manera casi completa, con los distintos pensadores7. Es usual agrupar
estas teorías en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. La terminología varía aquí
mucho: por deontologistas es frecuente emplear hoy contractualistas, mientras que por
teleologista se usa hoy generalmente consecuencialista o –species per genus– utilitarista. Los
matices implícitos en la elección de la terminología son, naturalmente, importantes; pero se nos
permitirá que los pasemos por alto. La distinción, que si se examinan sobre todo las formas más
moderadas de ambas tendencias puede parecer fútil, puesto que, en los casos concretos, suelen
llevar a las mismas conclusiones, tiene, sin embargo, importancia no sólo lógica, sino cultural y casi
antropológica. Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de
/derecho y de /democracia: la doctrina popular de los /derechos humanos es precisamente el
mejor ejemplo de doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la
moral, guarda gran semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del hombre
práctico, el que busca resultados, el hombre de la actividad económica. No es conveniente pasar
por alto estas homologías de las actitudes éticas con las instituciones centrales de nuestras
sociedades, la democracia y el mercado competitivo, puesto que resultan reveladores de la
naturaleza compleja de la reflexión filosófica. Se nos permitirá, sin embargo, puesto que de esto se
trata aquí, que nos ciñamos a los aspectos lógicos de la distinción.
Las teorías deontologistas señalan la obediencia a la ley como elemento esencial de la acción
moral: sólo obramos moralmente cuando obedecemos a la ley y porque obedecemos a la ley.
Naturalmente los deontologistas no toman la palabra ley en el sentido del derecho positivo, pero
tampoco en el sentido de la antigua ley natural, cargada de contenidos concretos. En la forma más
simple, la propuesta por Kant, la /obediencia se debe a aquellas normas que puedan resultar
universalizables, es decir, que reúnan las condiciones formales (imparcialidad, utilidad general...)
para ser leyes.
Las teorías deontológicas son particularmente populares entre juristas, que favorecen por razones
obvias los comportamientos de obediencia a la ley (basadas, en última instancia, en los derechos
humanos). Sin embargo, no hay ninguna razón para adoptarlas como definitivas. Aunque recogen
bien el elemento de imparcialidad que, sin duda, es parte esencial del juicio y del comportamiento
morales, prescinden, o al menos desconsideran, la idea de consecuencias en términos de bien
humano que puede suponer la observancia a ultranza de las leyes. Por ello cualquier teoría
deontologista necesita ser completada, y en cierto modo fundada, en una teoría consecuencialista
(no diremos utilitarista, porque el utilitarismo sensu stricto presenta notables problemas de
definición). Es la mejora de la condición humana lo que constituye el sentido último de lo que
desde el siglo XVIII llamamos la moral: son las consecuencias en términos de felicidad humana las
que, en último término, definen la calidad moral de una acción. Las leyes morales son útiles como
señalizadores del camino, que normalmente conducen al mayor bienestar humano. Algunos
autores8 han señalado que, aunque teóricamente las leyes no sean sino medios para el bien
humano, en la práctica han de considerarse inviolables, pues nunca podremos estar seguros de que
su violación no engendrará males mayores que los derivados de su cumplimiento. Pero tal
consideración es exagerada si pensamos en casos verdaderamente extremos. Hay posturas
intermedias que prácticamente coincidirán a efectos de la práctica. La consideración de los casos
extremos, sin embargo, es interesante, no sólo como instrumento de análisis cultural de la época,
sino como alternativa de solución de problemas graves.
BIBL.: BARRAGÁN J., La realizabilidad de los sistemas éticos, Télos (Revista Iberoamericana de
Estudios Utilitaristas) IV (1995) 115-143; DIAMOND C., Losing Your Concepts, Ethics 98 (1988) 255-
277; GUTIÉRREZ G., La decisión moral: principios universales, reglas generales y casos particulares,
Revista de tilosofía 1 (1988) 127-155; HAMPSHIRE S., Two Theories of Morality, Oxford University
Press, 1977; HART H. L. A., The Concept of Law, Clarendon, Oxford 1975; MONTOYA J.-GONZÁLEZ
P., Reflexión moral y formas de comunicación, Letras de Deusto 62 (1994) 11-21; MOORE G. E.,
Principia Ethica, Cambridge University Press, 1962; REINER H., Die philosophische Ethik, Quelle &
Meyer, Heidelberg 1964; SIDGwICK H., The Methods of Ethics, MacMillan, Londres 1963; SINGER M.
G., Moral Rule.s and Principies, en MELDEN A. 1. (ed.), Essays in Moral Philosophy, University of
Washington Press, Seattle/Londres 1958; WILLIAMS B., Ethics and the Limits of Philosophy, Collins,
Londres 1985.
J. Montoya Sáenz
ÉTICA Y MORAL
DicPC
No se trata de hacer una síntesis de las diferencias ideológicas que se han ido dando a lo largo de la
historia en torno a estos dos conceptos. Las fronteras entre uno y otro no han sido siempre las
mismas y, con frecuencia, se elegían aquellas que resultaban más convenientes a los presupuestos
ideológicos en que se movía cada autor. La opción, desde esta perspectiva, no estaba exenta de un
cierto interés personal. Por ello, presentaremos algunas posturas más significativas, antes de
ofrecer, al final, la que nos resulta más convincente.
Se da, por tanto, una separación absoluta entre el conocimiento que estudia el ser o analiza los
hechos, y la decisión que cada persona realiza por una conducta concreta. Es la división, mantenida
por muchos filósofos, para explicar la diferencia entre /ética y moral. La primera, como verdadera
ciencia, analiza el pensamiento de cada autor, discute sobre las posibles interpretaciones que
pueden darse a su doctrina, busca sus fuentes e influencias, con los métodos propios de las ciencias
históricas, para conocer lo que se ha dicho sobre la conducta humana. Pero la moral, como ciencia
de valores, pertenece al ámbito de la pura subjetividad, pues es fruto de un proceso emotivo que
no se puede justificar con la razón. Al faltarle la experimentación científica, cualquier otra
valoración, por muy contradictoria que sea, se justifica siempre por una decisión subjetiva y
merece también el mismo respeto. El carácter científico o la sensibilidad de las emociones es lo que
diferencia a la ética de la moral.
Contra la postura anterior, proclama y mantiene la consistencia humana de las normas y deberes,
que no pueden fundarse en otras justificaciones externas, al margen de la credibilidad racional de
sus propios enunciados. El descubrimiento del /bien o del /mal ha de realizarse sin acudir a ninguna
justificación religiosa o trascendente. Eliminar este carácter sagrado es una condición para que la
ética deje de ser heterónoma y represiva. No se acepta ninguna exigencia que pueda
fundamentarse en un origen religioso o cuya motivación última se apoye en la obediencia a /Dios.
Si la ética tiene sentido, hay que encontrarlo al margen de la /fe. La moral que se hace sagrada no
tiene espacio en una sociedad secular, y se hace impermeable a cualquier tipo de diálogo con
nuestra cultura. También aquí, aunque por otras razones, la diferencia es manifiesta y significativa.
Este antagonismo se radicaliza aún más dentro de la /teología protestante. Si antes la moral
religiosa debía sacrificarse en aras de una justificación exclusivamente racional, ahora no cabe otra
opción que una moral estrictamente religiosa, pues sólo se conoce la bondad o malicia de una
acción, cuando el ser humano se hace oyente de la Palabra y se deja dirigir por el mensaje de la
revelación. Cualquier otro intento de orientar la vida mediante los valores humanos, elaborados
con el esfuerzo racional, nos llevaría a un /fracaso absoluto, ya que no existe en nosotros ninguna
capacidad de descubrir el bien con nuestros propios medios.
Ingresar en el área de lo religioso supone haber destrozado los esquemas de una ética lógica y
definida para aceptar sólo los caminos misteriosos y desconcertantes de un Dios que se hace
presente como sorpresa y deja sentir sus exigencias de forma singular e irrepetible. La actitud ética
y religiosa no pueden darse juntas, porque, en la primera, se da la primacía a la ley, mientras que
en la segunda se entra en una relación personal con Dios que puede provocar, como en el caso de
Abrahán, la suspensión de cualquier obligación ética. Cualquier otro intento de fundamentación
racional está abocado a un fracaso irremediable.
IV LA TRADICIÓN CATÓLICA.
Es cierto que el conocimiento de un valor ético es más complejo y difícil que el de una mera
realidad empírica. No es un fenómeno puramente racional, como si se tratara de una operación
matemática o de la conclusión de un silogismo. El /sentimiento y la sensibilidad forman parte de él,
como estímulo y condición previa, para detectar el valor de una conducta en orden a la
dignificación progresiva de la persona, o como obstáculo hacia esa meta. La objetividad de un dato
no se constata sólo con la verificación empírica, ni la ciencia puede reducirse a aquellos
conocimientos que utilicen este único método. En un determinado hecho se descubre también la
riqueza humanista o desintegradora para la realización personal y comunitaria, que determina su
valoración buena o negativa. Si, como acepta un empirismo demasiado reductor, los juicios sobre
una determinada conducta no se fundamentaran nada más que en sentimientos o gustos
personales, todo el patrimonio ético de la humanidad y los derechos fundamentales del ser
humano no tendrían ninguna justificación razonable.
En este contexto, la ética y la moral tienen, ciertamente, un objetivo común. Son ciencias prácticas
que orientan la conducta del ser humano y mantienen, por ello, una misma estructura y finalidad.
La diferencia radica en la perspectiva que las caracteriza. La ética se apoya en la razón humana para
encontrarle un sentido a la vida, descubrir los caminos que llevan hacia ese objetivo, y determinar
las exigencias concretas de nuestro actuar. Mientras que la moral encontraría su fundamento en la
palabra de Dios revelada, que abre hacia un horizonte sobrenatural y ofrece los medios necesarios
para conseguirlo. Se trata de una larga tradición que ha cristalizado en casi todos los manuales. Sin
embargo, la insistencia y el énfasis que se ponga en cada uno de estos elementos —fe y /razón—
da lugar a un doble planteamiento, que se ha convertido en motivo de discusión por sus
implicaciones prácticas.
V. LA MORAL DE FE EN EL CATOLICISMO.
La llamada moral de fe, aun sin negar la importancia de la razón en el descubrimiento de los valores
éticos, subraya la primacía de la fe por encima de todo. La vigencia de lo humano no tiene apenas
consistencia, ya que sólo sirve para confirmar las enseñanzas de la revelación. La filosofía no era
sino una dócil sierva de la /teología —ancilla theologiae—, cuya tarea se centraba en confirmar con
su reflexión los datos recogidos en la palabra de Dios. Fuera de la obediencia a sus enseñanzas, no
existe ninguna justificación convincente. El deseo de dialogar y hacer comunicables los valores
evangélicos no podrá realizarse en el ámbito de la razón, pues el mensaje de Jesús quedaría
reducido a unos esquemas humanos que lo falsificarían con exceso y, además, no son muchas las
posibilidades de éxito en un terreno tan frágil y resbaladizo como el de la moral, donde la
unanimidad se hace difícil en casi todas las situaciones.
La fe, por tanto, no tiene una función decorativa, como realidad complementaria que motiva,
ayuda, confirma, facilita o corrige los valores conocidos por la razón. Su primacía es absoluta, como
el único punto de apoyo válido, más allá de cualquier otro esfuerzo. La moral forma parte de una
cosmovisión cristiana más amplia, que sólo se hace comprensible desde la /revelación. Existen
determinados comportamientos o exigencias aparentemente irracionales, que no se explican por
ninguna argumentación humana. Sólo desde una óptica sobrenatural, que incluye también la
dimensión escatológica, es posible captar el sentido pleno de la vida y de tantos otros
acontecimientos frente a los que el ser humano se siente desconcertado y sin ninguna explicación.
A partir de estos presupuestos, se admite, en primer lugar, la especificidad de la moral católica, que
defiende la existencia de unos contenidos o valores éticos que sólo se pueden captar por la fe y
que resultan, por tanto, inasequibles a una ética racional. Si la gracia transforma y diviniza a toda la
/persona, resulta incomprensible que su actuar no sea también distinto al de aquella otra que no
ha recibido esa recreación. La nueva naturaleza sobrenatural explica la diferencia existente entre
ambas, que afecta a la captación y al comportamiento de cada una. El que algunos o muchos de
estos valores humanos sean compartidos también por otras personas sin fe, no debería tener
mayor relevancia. El hecho se explica porque toda la /cultura de Occidente se ha sentido
influenciada y transida por el impacto del cristianismo. Aunque haya pretendido liberarse de tales
influjos, no es fácil desligarse, como acontece en la misma educación, de las primeras experiencias
que la configuraron. Y aun en la hipótesis de que se acepten por una verificación racional, sólo la
profundidad interior de la experiencia religiosa ofrece las suficientes garantías para un
convencimiento cierto y objetivo.
El magisterio de la Iglesia, desde esta perspectiva, adquiere también un relieve mayor. Si la moral
se encuentra tan vinculada con el mundo de la fe, la autoridad eclesiástica tiene la obligación y la
capacidad de imponer una enseñanza ética, cuya justificación última no radica en los argumentos
racionales aportados, sino en motivaciones teológicas de orden superior. La /obediencia y docilidad
a lo mandado constituyen una garantía mayor que cualquier otra justificación. La incapacidad
humana para conocer con plenitud los valores éticos, sin la ayuda e iluminación de la fe, exige esta
sumisión obediente a lo que sólo se comprende desde una óptica superior. La enseñanza de la
Iglesia no tiene por qué apoyarse en otras razones. Su autoridad es suficiente para aceptar lo que
diga, en el campo de la moral, aun cuando no parezca convincente. Algunos admitirán, incluso, que
ciertas enseñanzas morales alcanzan el grado de la infalibilidad, aunque no hayan sido definidas en
ningún documento concreto. El magisterio no ha podido equivocarse cuando, durante mucho
tiempo y deforma constante, ha propuesto a sus fieles una doctrina como importante y obligatoria
en conciencia. Si el error fuera posible, en estas circunstancias, la confianza de los fieles caería por
tierra con el consiguiente desprestigio.
Como síntesis, podríamos decir que, en esta tendencia, el punto de partida es una visión más bien
pesimista de la razón humana que, para evitar los errores propios de su condición pecadora, debe
apoyarse en la luz y enseñanzas de la revelación. Su meta es defender la plenitud de la moral
evangélica, sin recortes que la despojen de su radicalismo, aunque para ello sea necesaria la
renuncia a los intentos de explicación racional. La fe, por tanto, no sólo descubre, sino que es la
única justificación objetiva de los valores éticos.
Hoy son muchos los que prefieren superar esta división entre ambos conceptos, no sólo por su
misma etimología clásica, sino para insistir en una visión más armónica y complexiva. El ser
humano, en efecto, siente la necesidad, por su propia condición antropológica, de darle un destino
y orientación a su existencia, ya que sus propios mecanismos naturales, a diferencia de los que
existen en el reino animal, no se encuentran ajustados con la realidad. La ética tiene, como función
primaria, crear un estilo y manera de vivir coherente con el proyecto que cada uno se haya
dibujado. Y la moral no es sino la traducción latina del vocablo griego, que busca el mismo objetivo.
Las diferencias introducidas con posterioridad no encuentran fundamento en sus raíces
etimológicas.
Es verdad que la moral, desde una perspectiva teológica, no busca sólo la autorrealización del ser
humano como persona, sino que, a ese nivel, lo que preocupa e interesa es vivir como hijos de Dios
y responder a su llamada, pero lo que Dios manda y quiere en el campo de la conducta es
fundamentalmente lo que la misma persona descubre que debe realizar. Los otros aspectos
trascendentes y sobrenaturales que pertenecen a la revelación no tienen por qué cambiar los
contenidos éticos de una valoración racional, aunque no dejen de tener otras influencias
importantes en el mundo de la praxis. De esta manera, la exigencia de cualquier valor auténtico se
convierte para el cristiano en el eco de una llamada suprema que le invita a realizarse también
como hijo de Dios.
Así se comprende mucho mejor cómo la dimensión humana y religiosa de la moral no son dos
fuerzas incompatibles y antagónicas que intentan apoderarse de ella para convertirla, como si se
tratara de una victoria, en una ciencia secular o profana. No hay que elegir una para dejar en el
olvido la otra. Para el creyente la ética y/o la moral son más bien dos aspectos complementarios de
una misma realidad. Es humana en cuanto que existe la capacidad de descubrirla con la razón, de
hacerla comprensible a otras personas, de justificarla con motivos que revelan su carácter
humanizante. Y se hace religiosa cuando se vive como respuesta a un Alguien que está más allá del
valor, cuando lo que impulsa a su cumplimiento es el amor a una persona, cuya voz resuena
escondida en cualquier exigencia ética.
Así se da consistencia a lo humano, pero sin cerrarse en una pura autonomía secular, que se hace
inadmisible para la fe. Y esta apertura a la trascendencia no elimina, limita o contradice la urgencia
y seriedad en la búsqueda humana del bien.
BIBL.: ACERO J. J., Filosofía y análisis del lenguaje, Cincel, Madrid 1985; CORTINA A., Ética mínima.
Introducción a la filosofia práctica, Tecnos, Madrid 1994'; LÓPEZ AZPITARTE E., La ética cristiana:
¿fe o razón? Discusiones en torno a su fundamento, Sal Terrae, Santander 1988; ID,
Fundamentación de la ética cristiana, San Pablo, Madrid 1994'; LÓPEZ AZPITARTE E.-RINCÓN
ORDUÑA R.-MORA BARTRÉS G., Praxis cristiana 1. Fundamentación, San Pablo, Madrid 1980;
MOLINARO A., Ética filosófica y ética teológica, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral,
San Pablo, Madrid 1992, 670-683; OSUNA A., Derecho natural y moral cristiana. Estudio sobre el
pensamiento ético-jurídico de Karl Barth y otros autores reformados, San Esteban, Salamanca 1978;
SIMÓN REY S., De la posibilidad de una fundamentación y justificación «racional» de los enunciados
éticos, en AA.VV., Ética y sociedad, Eset, Vitoria 1989, 69-113.
E. López Azpitarte
EXCLUIDO
DicPC
Cuando hablamos del excluido nos referimos a la persona del /otro silenciado, aquel que no es
tenido en cuenta en las grandes decisiones económicas, políticas y de otro tipo, a pesar de ser
afectado por las mismas. Pero es también aquel que está más allá de la comunidad de
comunicación propuesta por la Ética del Discurso de Apel y Habermas. Es, sencillamente, el
prescindible para los sistemas totalizadores de cualquier tipo. Son aquellos que pueden incluso
llegar a morir sin que nadie, desde la totalidad, les añore. Podría decirse que son un estorbo para
los sistemas vigentes, los /marginados; son aquellos que no tienen ni voz ni voto; en definitiva, los
nadies. Pero el pobre, también como excluido, es un tema central del actual debate ético,
particularmente el entablado entre la ética del discurso y la filosofía y la ética de la liberación.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
El solipsismo del /yo (que puede excluir al tú) ha sido superado o subsumido por Apel en el
nosotros (que también puede excluir al vosotros). Ese nosotros puede cerrarse, totalizarse, y
argumentar en una comunidad de comunicación real, que puede fundar su discurso en una misma y
común comprensión del ser; que puede argumentar al final, hermenéutica, trascendental u
ontológicamente, sobre lo mismo –aunque ónticamente puedan disputarse /diferencias desde un
acuerdo, o desde un /consenso impuesto por un bloque histórico en el poder, como diría Gramsci–.
Lo esencial, entonces, para una Ética de la Liberación, no es el yo o el nosotros (ni siquiera como
comunidad de comunicación), o la sociedad abierta de Popper, que de hecho puede cerrarse en
una totalización de la Totalidad sistemática, sino el tú, el vosotros, el otro de cualquier comunidad
de comunicación –la exterioridad trascendental a toda comunidad y ontología–, que con Lévinas
podemos denominar la /alteridad metafísica del otro1. En realidad la comunidad de comunicación
ideal de K. O. Apel –en lo que denomina el nivel A, a diferencia del nivel B, que representa la
comunidad de comunicación real– puede postular una exterioridad del otro, no ya como exclusión,
sino como no inclusión, para que no sea representada como inmóvil o sin capacidad de futuro. Pero
también una comunidad libre de dominación tendría que postular el futuro de una comunicación
nueva desde el otro, siempre ya presupuesto, como principio metafísico, desde donde se puede
pasar de lo incomunicado, como libertad que no ha revelado aún el misterio de su alteridad como
/persona, a la comunidad de comunicación creadora y respetuosa de la cuidad del otro. El mismo
Reino de Dios –tema central en Kant– que, como Reino de la libertad, será tratado por Marx, desde
un horizonte de intereses distinto, como /comunidad de comunicación absoluta, esto es, como la
/utopía ideal, pensada como progreso. Siendo el /Absoluto un participante en ella, hay garantías de
infinita posibilidad de nuevo conocimiento. En efecto, el otro estará siempre presupuesto a priori,
trascendentalmente –en el nivel A de Apel–, pero no como fundamento (como el ser), sino como
exterioridad, como la nada, lo que todavía no tiene sentido, como el nadie, del que no se puede
hablar desde la misma comunidad de comunicación.
Desde estas consideraciones, debemos advertir que la filosofía que afirma la comunidad de
comunicación, el nosotros argumentamos que pretende superar el solipsismo de la modernidad –y
que Apel argumenta con maestría y de modo tan bien fundamentado–, no es suficiente para una
filosofía que pretenda partir desde el rostro del pobre, del sufriente, de las personas o pueblos
fácticamente excluidos de la comunidad de comunicación real. En este sentido sostenemos que el
otro es la condición de posibilidad de cualquier argumentación en cuanto tal; la argumentación
debe presuponer que el otro tiene una dignidad y unas razones que ponen frecuentemente en
cuestión los acuerdos logrados por los argumentantes de una comunidad de comunicación real.
Por eso, el mismo Apel se percata de esto cuando sostiene, en referencia a la universalidad de la
norma básica lo siguiente: «Aquí se plantea el difícil problema de tomar en cuenta de manera
adecuada, en la comunidad concreta de argumentación del discurso práctico, las pretensiones
virtuales de los no participantes, pero afectados», esto es, «los miembros de Estados
subprivilegiados (por ejemplo, de los países en desarrollo)» 5. En este caso, el otro, no participante,
el excluido de la comunidad, y por tanto no argumentante, es sólo a posteriori el que recibe el
efecto de un acuerdo en el que no tomó parte activa. Es consecuencia del argumentar, pero no un
a priori de la misma argumentación. Pero el otro no es sólo trascendentalidad en el nosotros
argumentativo, sino trascendental a la misma comunidad de argumentación. De hecho, en la
comunidad de comunicación real, el otro es ignorado, no reconocido y excluido y, en tanto que eso
acontece, se concreta un momento ético de una estructura vigente de injusticia.
II. CONCLUSIONES.
A lo que nos referimos cuando hablamos del excluido es a la descripción explícita del mecanismo
de exclusión fáctica del otro de dicha comunidad, pues, antes de ser afectado ya fue excluido. Es
decir, se trata de describir no sólo las condiciones de posibilidad de toda argumentación, sino las
condiciones de posibilidad del poder participar efectivamente, ser parte de dicha comunidad real,
tomar parte de sus decisiones. Para ello debe tomarse en cuenta explícitamente el momento ético
de la incomunicabilidad y, por esto, la incomunicación silenciada del excluido. Pero para que la
comunidad de comunicación sea verdaderamente ética debe respetar la alteridad y la dignidad del
otro en el seno de la propia comunidad. Para los países infradesarrollados, para el Sur, este no es
un mero tema teórico, sino una cotidiana experiencia fáctica, ético-práctica, desde hace siglos y
hasta el presente. La teoría de la hegemonía, como control del consenso ideológico político,
económico, etc., podría ser útil para mostrar cómo un acuerdo no implica, por el solo hecho de
serlo, que sea humanizador, pues también puede serlo de dominación, de exclusión; un silenciar la
voz del otro, un no ver su rostro. Para que el otro pueda participar en la comunidad de
comunicación (pasando del ser afectado a ser participante), debería reinterpretarse su no-ser, su
ser nadie, en el mundo de la comunidad de comunicación, como realidad excluida en la
exterioridad. Todo comienza con el /reconocimiento de la persona (el esclavo en el esclavismo, el
siervo en el feudalismo, el trabajador en el capitalismo, la mujer en el patriarcalismo, el negro o el
gitano... en el racismo, el niño como persona en la sociedad de los adultos, el parado en el mercado
productivo, el intocable para el sistema de castas hindú, etc.), atribuyéndosele la dignidad que
merece como tal. Es un abrir o levantar la incomunicación, aplicando las reestructuraciones
institucionales o personales que sean necesarias. Pero es fácilmente constatable que esta apertura,
este reconocimiento del derecho y la /dignidad del otro, no la suele conceder el dominador o el
que está en la posición hegemónica, sino que ha sido, es y será fruto de la lucha del dominado, que
afirma que existe y que merece existir como lo que es: una persona. Y para ello es necesaria la
praxis de liberación. Y todo esto con anterioridad al presupuesto de la comunidad de comunicación
y al acuerdo. Estar en la comunidad y estar de acuerdo, es ya ser parte del grupo hegemónico;
poder argumentar implica, en cierto sentido, ser libre de opresión y el fallo principal consiste en dar
esto a priori por sobreentendido. De hecho, la mayoría de la humanidad (el Sur, los nuevos pobres
del cuarto mundo, los fallos del sistema del neocapitalismo hegemónico, las mujeres en multitud
de culturas, etc.), el 75% o más de las personas de la presente humanidad no forman parte, de
hecho, de las comunidades de comunicación reales, en tanto que no son participantes de pleno
derecho y de pleno hecho. Esta inmensa mayoría está enmudecida, silenciada. Recordando la
célebre expresión de Wittgenstein («De lo que no se puede hablar, hay que callar»), pero
cambiando su sentido, podríamos afirmar: «De lo que deberían hablar se les hace guardar silencio;
no interesa lo que puedan decir». Son los /bárbaros, los nadies, aquellos sobre los que ha escrito
Eduardo Galeano: «Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los
ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida (...). Que no son, aunque sean. Que no hablan
idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino
artesanía. Que no practican cultura, sino folclore. Que no son seres humanos, sino recursos
humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en
la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la
bala que los mata» 6. Desde los derechos y la dignidad de estos nadies debe reflexionar una ética
que quiera fundamentarse sólidamente.
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía, 2 vols., Taurus, Madrid 1985; ID, Teoría de la
verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; APEL K. O.-DUSSEL E.-FORNET BETANCOURT R.,
Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación, Siglo XXI, México 1992; CORTINA A., Razón
comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; ID, Etica mínima. Introducción
a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 19944; DUSSEL E., Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la
liberación. Con respuestas de Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur, Universidad de Guadalajara,
Guadalajara 1993; Filosofía de la Liberación, Instituto Teológico de Murcia, Murcia 1996;
MCCARTHY T., La teoría crítica de Jürgen Habermas, Tecnos, Madrid 1992; MORENO VILLA M., El
hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, Filosofía de la liberación y barbarie del «otro»,
Cuadernos salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-282.
La etimología latina del vocablo existencia —ex-sistere (estar fuera)— dice referencia a algo que
está-ahí, manifiesto, constatable y que es efectivamente, frente a otro tipo de realidades no
manifiestas, que son meramente pensadas o pensables. Es decir, el término existencia evoca,
inevitablemente, el de "esencia". De hecho, ambos conceptos aparecen, y han recorrido la historia
del pensamiento filosófico, unidos y contrapuestos. La esencia —ousia, en griego; quidditas, en
latín— define el qué de algo, lo que la cosa es en sí misma, expresa la realidad profunda de un ser y
constituye su naturaleza estable —en oposición a cualquier forma de accidentalidad— y definible
en el concepto. Los escolásticos medievales lo tradujeron en la expresión latina de quid sit res. La
existencia, por contra, expresa que la cosa es efectivamente —an sit res, decían los escolásticos—,
la realidad actual que contiene en sí la razón por la que una realidad existe.
I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.
Los primeros filósofos —a cuya pregunta originaria Heidegger pretendía volver— se interesaron, y
sorprendieron, de manera preferente, por descubrir qué realidades eran realmente existentes y no
meramente aparienciales y fenoménicas. Platón pensó que lo realmente existente era lo inteligible,
el mundo de las esencias puras (Ideas) que, a su vez, era la patria del alma. Pero lo inteligible no es
una realidad a mano, que esté-ahí, sino en el más allá. Aquí, en el reino de la espacialidad y de las
sombras, deambulan las existencias como realidades alienadas. Lo auténticamente real —realismo
idealista de Platón— es decir, las grandes ideas: Bien, Bondad, Justicia, Belleza, no pueden habitar
en el mundo empobrecido y vulgar de las existencias. Esencialista fue san Agustín —no obstante los
tonos existenciales (culpa, caída, pecado, salvación) de sus Confesiones–cuando afirmaba que las
esencias están en el Verbo y que lo que existe tiene existencia por participación en las ideas del
Verbo. Aristóteles, en cambio, situó el ser de la existencia en relación con el ser de la esencia. Algo
existe cuando y si tiene un haber que le es propio. La existencia, en sentido propio, sería sólo la
sustancia primera (tó synolón), lo singular concreto, aquello de lo que puede decirse algo y en lo
que residen las propiedades. La esencia penetra la existencia al modo como la forma penetra
profundamente la materia. El acto propio de la sustancia es existir, de la misma manera que lo
propio de la existencia es hacer que un existente subsista en sí y se manifieste. Santo Tomás
acentuó el aspecto de actualidad de la existencia, y entendió que el esse (existir) —frente a la
concepción de Avicena de que la existencia es mera accidentalidad— es el acto del ente (ens) en
cuanto que este es. Y como la existencia es la última actualidad, la presencia actual de la cosa en el
orden físico de las cosas creadas, hay que hablar de distinción real entre esencia y existencia. La
esencia no implica necesariamente su existencia, aun cuando sea posible su inteligibilidad
(podemos definir el Unicornio aunque tal animal no exista). Pero la existencia propia de cada cosa
es sólo una existencia particular que no existe en virtud de sí misma. El ex de ex-sistir indica
procedencia, el origen a partir del cual las cosas son. Cada existencia particular es una participación
de un ser singular, existente por sí mismo (ipsum esse subsistens), la existencia misma, cuya esencia
consiste en existir. Dondeyne ha visto bien que la de santo Tomás es una filosofía del acto y de la
participación y que el esse divino no anula la presencia en el hombre de su esse propio, de su
consistencia (y contingencia) de criatura. Gilson lo ha expresado diciendo que «todo ser existe
gracias a la fecundación de una esencia por un acto de existir». La vertiente anti-existencialista se
hace conspicua en el cogito cartesiano —sujeto pensante, universal, epistemológico, pero no «de
carne y hueso», que decía Unamuno— y, en general, de toda la filosofía moderna, para cuyos
autores la existencia es una realidad que nada tiene que ver con el ser, sino que es sólo el modo
exterior de la realidad. Con Hegel la vertiente esencialista alcanzó su cenit: «El mundo es razonable
tal cual es y la historia es la manifestación del ser esencial bajo las condiciones de.la existencia. Las
angustias del sino, la culpa y la duda, son vencidas por medio de una elevación, a través de los
diferentes grados de significación, hasta el supremo, la intuición filosófica del proceso universal
mismo». Ante un mundo de meras esencias —«todo lo real es racional y todo lo racional es real»—,
en el que el hombre se había convertido en un sujeto-objeto de conocimiento, sujeto
desencarnado y sin densidad, mera conciencia general, porque, en palabras de G. Marcel, quedó
roto el cordón umbilical del sujeto con la existencia de las cosas, surgió primero la protesta del
último Schelling —el primero en emplear el término existencia en contraposición al esencialismo
del sistema hegeliano—; y después, la rebelión de S. Kierkegaard, el profeta de la singularidad, del
vitalismo, del existencialismo, las filosofías de la existencia y del personalismo. Todos ellos lucharon
por la autoafirmación del yo en un mundo desencarnado, despersonalizado y anónimo, y por la
preservación de la persona.
Es preciso que el pensamiento se encarne en cada hombre y se haga carne de su existencia, había
dicho Kierkegaard. Porque filosofar no consiste en dirigir discursos fantásticos a seres fantásticos,
ya que es a los existentes a quienes se habla. El hombre no es un momento dentro del /Absoluto
(idealismo hegeliano), ni un fenómeno más dentro del orden y evolución cósmicos (positivismo
naturalista). Es el hombre-persona el que está implantado en la existencia, con todo lo que esta
comporta de tensión y duda, de esperanza y temor, de finitud y necesidad, de desesperanza y
humildad. Frente al cogito cartesiano y al constante equívoco idealista del yo empírico o
trascendental, que dan la primacía a lo objetivo y abstracto, hay que situar al singular existente o
existente-tipo que soy yo mismo con mi minuciosa experiencia, plena de nostalgia,
estremecimiento e insatisfacción. El ser de la existencia no puede jamás ser expresado en los
angostos límites de un concepto. La exigencia personal es lo más íntimo e incomunicable, lo menos
universal y definible, es el indubitable existencial (Marcel), la intuición originaria (Bergson), un
acontecimiento (Mounier), el punto de partida de toda significación y comprensión, irreductible a
un momento dialéctico y, por ello, se volatiza en el corsé de un sistema impersonal (Lacroix). La
existencia no es el fin último de la reflexión filosófica, sino el punto central de orientación —o está-
ahí desde el principio o no está en modo alguno—, es su medium (Jaspers), cuyo peso ontológico
obliga al hombre a trascenderse; no es un objeto, ni un espectáculo, ni un problema, sino un
metaproblema; no es una idea abstracta, sino una libertad o el poder de afirmarse o negarse a sí
misma. La ciencia objetiva, el espíritu de abstracción y de sistema —los sistemas son palacios
maravillosos pero inhabitables, según decía Lacroix—, reducen el universo a una red de leyes o
relaciones lógicas, universales y abstractas, lo despojan de su vinculación al hombre como
existencia encarnada y comprometida, o, de rechazo, el mundo se convierte en un espectáculo
desplegado ante la conciencia, en un sistema lógicamente coherente, pero sin encanto y sin
consistencia sensible. Por eso —ha escrito A. Dondeyne—, «a nuestro modo de ver, constituye el
gran mérito de pensadores, tales como Newman, Marcel, Jaspers, el haber mostrado que, al
eliminar la encarnación y, por el mismo hecho, la intersubjetividad que le es inseparable, el
racionalismo acaba vaciando la realidad humana de su sustancia ontológica y de su referencia
intrínseca al Trascendente». ¿Qué sería el yo separado de todo nexo con lo real? Quedaría un yo
genérico, universalmente válido, un hombre abstracto, pero no este hombre que soy yo o aquel
hombre, que es un yo o un tú. La existencia personal que, como tal, es irreductible, desbordante e
inefable es, siempre, existencia compartida.
En el encuentro, la presencia del otro se me ofrece de forma inmediata. No capto la idea de él, sino
la persona misma que se me revela en respuesta personal. «Sólo en el encuentro con otras
personas —ha visto bien Paul Tillich— llega la persona a ser persona, y sigue siéndolo». La rebelión
de las filosofías de la existencia frente a las expresiones de una racionalidad matemática o moral,
de una lógica despersonalizante, de la deshumanización económica, del reino de los objetos
muertos y de la absoluta objetivación, ha situado en primer plano no sólo la necesidad de restaurar
una filosofía de la persona frente a los excesos de una filosofía de las ideas y de las cosas, sino el
descubrimiento del nosotros. Ha constituido una llamada a ser nosotros mismos. Si el / individuo es
dispersión y avaricia, la persona es comunión, comunicación, conversión, libertad y compromiso. El
individuo es la metafísica de la soledad, la persona es la metafísica de la comunidad. La persona es
un dentro que tiene necesidad de un fuera y el fuera de la persona es la / comunidad, que no es un
colectivismo, ni una sociedad anónima, sino una persona que une a las personas por el corazón de
ellas mismas. Las verdaderas comunidades son realmente, y no por metáfora, personas de
personas.
BIBL.: GABRIEL L., Filosofía de la existencia, BAC, Madrid 1974; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo,
FCE, México 1974; JASPERS K., Filosofía de la existencia, Planeta-Agostini, Barcelona 1985;
KIERKEGAARD S., Temor y temblor, Guadarrama, Madrid 1976; LACROIX J., Marxismo,
Existencialismo, Personalismo, Fontanella, Barcelona 1971; MARCEL G., Filosofía concreta, Revista
de Occidente, Madrid 1947; ID, El misterio del ser, Sudamericana, Buenos Aires, 1953; ID, Diario
metafísico, Losada, Buenos Aires 1957; MOUNIER E., Obras completas III, Sígueme, Salamanca
1990; SARTRE J. P., El existencialismo es un humanismo, Huáscar, Argentina 1972; TILLICH P., El
coraje de existir, Laia, Barcelona 1973.
E. Blázquez Carmona
EXISTENCIALISMO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.
Aunque el término existencialismo suele atribuirse a J. P. Sartre -quien ha pasado a la historia como
el símbolo de esta corriente filosófica, no tanto por la originalidad de sus conceptos, cuanto por el
radicalismo de sus expresiones y actitudes-, la expresión fue empleada por primera vez, en 1929,
por el neokantiano E. Heinemann. Sartre, en su histórica conferencia El existencialismo es un
humanismo, pronunciada en París, en 1945, empezaba con esta frase: «Quisiera defender aquí el
existencialismo de una serie de reproches que se le han formulado», reproches que, según él,
venían tanto de las filas marxistas («se nos reprocha que subrayamos la ignominia humana, que
mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio y lo viscoso... que hemos olvidado la sonrisa del
niño, que hemos faltado a la solidaridad humana...»), como del lado cristiano: «Se nos reprocha
que negamos la realidad y la seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los
mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda más que la estricta
gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere». Y, de inmediato, ofrecía esta definición:
«Entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra
parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana»1.
Según Mounier, el pensamiento existencial tiene una larga historia, que él diseña gráficamente
pintando un árbol, el árbol existencialista. En las raíces sitúa a Sócrates, los estoicos, san Agustín y
san Bernardo. El tronco está ligado por Pascal, Maine de Birán, Kierkegaard y la /fenomenología. Y
del tronco salen numerosas ramas. En la parte izquierda coloca a Nietzsche, Heidegger y Sartre. En
las ramas del centro, a Laberthoniére, Blondel, Bergson, Péguy, Landsberg, Scheler, Barth, Buber,
Berdiaeff, Chestov, Soloviev; y en la parte derecha, Marcel, el personalismo y Jaspers 3. Pero el árbol
de Mounier, a pesar de su generosa frondosidad, no ofrece el panorama completo del
existencialismo. Entre otros motivos, porque aquel libro anticipatorio —fue escrito en 1947,
cuando la bibliografía de Jaspers, de Heidegger y del mismo Sartre, era aún escasa— no pudo
recoger el pensamiento de un Merleau-Ponty, de S. de Beauvoir, de A. Camus, Bataille, Hyppolite o
de los teólogos protestantes P. Tillich y R. Bultmann. Tampoco acoge en su fronda al poeta R. M.
Rilke, ni a los literatos Balzac, Stendhal, Proust, Kafka o Dostoievski, considerados, sin duda, como
escritores de temática existencial. Ni da cabida a Unamuno, a Ortega y Zubiri, de claros tintes
existenciales en sus escritos. Todos ellos, con palabras de S. de Beauvoir en Literatura y metafísica,
se esfuerzan «por conciliar lo objetivo con lo subjetivo, lo abstracto con lo relativo, lo temporal con
lo histórico; pretenden captar el sentido en el corazón de la existencia, y si la descripción de la
esencia corresponde a la filosofía propiamente dicha, sólo la novela permite reconstruir en su
verdad completa, singular y temporal, el flujo original de la existencia».
BIBL.: BEAUVOIR S. DE, El segundo sexo, Leviatán, Buenos Aires 1957; BLÁZQUEZ F., La filosofía de
Gabriel Marcel. De la dialéctica a la invocación, Encuentro, Madrid 1988; CAMUS A., El mito de
Sísifo. El hombre rebelde, Losada, Buenos Aires 1953; GABRIEL L., Filosofía de la existencia, BAC,
Madrid 1974; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 1974; HEINEMANN F., ¿Está viva o
muerta la filosofía existencial?, Revista de Occidente, Madrid 1956; JASPERS K., Filosofía de la
existencia, Planeta-Agostini, Barcelona 1985; JOLIVET R., Las doctrinas existencialistas desde
Kierkegaard a J. P. Sartre, Gredos, Madrid 1953; KIERKEGAARD S., Temor y temblor, Tecnos, Madrid
1987; LENZ 1., El moderno existencialismo alemán y francés, Gredos, Madrid 1955; MOUNIER E.,
Introducción a los existencialismos, en Obras completas 111, Sígueme, Salamanca 1990; SARTRE J.
P., El existencialismo es un humanismo, Huáscar, Buenos Aires 1972.
E. Blázquez Carmona
FAMILIA
DicPC
I. APROXIMACIÓN HISTÓRICA.
Para entender la historia de la familia es necesario, ante todo, reconocer que la configuración de la
misma ha estado sometida a un cambio dinámico desde sus orígenes. La familia romana era el
centro de las relaciones domésticas. Pero se trata de una familia que no se corresponde con
nuestro modelo de familia. Lo mejor sería traducir el término latino por casa, algo así como una
máquina para adquirir y mantener la riqueza. En la familia romana se integraban la esposa, los hijos
y el cabeza de todos ellos, el paterfamilias, así como los esclavos y demás propiedades. Los juristas
romanos entendían que el paterfamilias no era un miembro más de la familia, sino que se
posicionaba al margen y por encima de ella. Sólo progresivamente, a partir del siglo III d.C., empezó
a utilizarse el vocablo familia para significar ante todo las relaciones de sangre existentes entre sus
miembros.
A finales del siglo V d.C. se había extinguido prácticamente la autoridad política romana en todo
Occidente. Los primitivos pueblos germánicos que sucedieron a la autoridad romana tenían tres
métodos legítimos de contraer matrimonio: por rapto, por compra y por mutuo consentimiento. El
concubinato era muy frecuente y no estaba mal visto; también se permitía el divorcio con la
posibilidad de volver a casarse, sobre todo durante el primer año de matrimonio, y particularmente
en el caso de los varones. Durante los siglos VI al IX se produce un surgimiento de lo que ha sido
interpretado como un nuevo tipo de estructura familiar y, consecuentemente, una redefinición de
la familia en Europa Occidental. La situación anterior promovía la familia dominante durante el
imperio romano, donde la familia de las clases pudientes difería sustancialmente de las clases más
bajas en lo referente a las uniones familiares. En el reinado de Carlomagno, la familia se había
convertido en un grupo corresidencial basado esencialmente en la relación paterno-filial, y no
dependiendo ya de la clase social a la que se pertenecía. La cosmovisión cristiana agustiniana sobre
el /matrimonio no fue asumida sin dificultades en estos siglos. Constatamos que el divorcio y el
posterior matrimonio, el concubinato y las relaciones extramatrimoniales se mantuvieron como
realidades sociales, singularmente en las clases nobles y pudientes. La familia experimentó un
nuevo cambio dramático a comienzos del siglo XI con la aparición de la llamada revolución papal,
con el contencioso entre Gregorio VII y Enrique IV. Desde entonces, se promovió el desarrollo de
las universidades en toda Europa, lo que posibilitó la renovación de los saberes teológicos y
filosóficos, y singularmente la aparición del derecho canónico. La revolución eclesial y sus secuelas
contribuyeron a remodelar las ideas sobre la sexualidad, el matrimonio y la familia.
La virginidad se mantuvo como ideal de vida, y el matrimonio ocupaba un lugar inferior en la escala
de valores. Los agustinianos bienes (antes llamados fines) del matrimonio se proclamaron como
expresión de los componentes fundamentales del derecho natural y se les asignó un lugar
prominente en el nuevo derecho. En el Decretum de Graciano (1140), primera gran colección de
normas canónicas, se adoptó, como requisito indispensable, la capacidad de elegir libremente la
propia pareja. El débito conyugal terminó por definirse –ius coniugale– y se le confirió la protección
oficial que nosotros asociamos con el concepto moderno de los /derechos. Teniendo en cuenta que
la familia medieval era, en muchos aspectos, una estructura jerárquica y patriarcal, el débito
conyugal sirvió para equilibrar las relaciones. Se trataba de un derecho que cualquiera de las partes
podía exigir y que la otra no podía negar libremente.
El mundo moderno de finales del siglo XX plantea una serie de nuevos retos a la familia. Algunos
afirman que vivimos en una sociedad posmatrimonial. Los sistemas jurídicos de casi todos los
países occidentales ya no apoyan positivamente el matrimonio, entendido de acuerdo con los
bienes agustinianos. La estabilidad simbólica ni siquiera se menciona ya en los modernos análisis
legales; el divorcio se concede fácilmente. Se aceptan socialmente las relaciones sexuales fuera del
matrimonio, a la vez que las nuevas tecnologías facilitan el control de la natalidad y el aborto. Se
plantean nuevos horizontes derivados de los estudios psicológicos acerca de la naturaleza del
afecto humano, que posibilitan el poder formarnos una conciencia más profunda de ciertos
aspectos de la relación matrimonial y familiar.
Casi siempre que se ha producido un gran cambio social e histórico, este ha repercutido sobre la
familia. Dos cambios históricos han modificado fundamentalmente a la familia: 1. La primera
revolución agrícola que hubo en la historia de la humanidad allá por el Neolítico, que fue
fundamental para la estructura familiar. En efecto, generó, porque económicamente posibilitó,
unas estructuras que propiciaron que se creasen diversas formas de estar juntos marido, mujer e
hijos, además de otros parientes y sirvientes. Esta estructura se cristianizó cuando llegó la era
cristiana y prácticamente ha permanecido igual hasta finales del siglo XVIII y XIX (la familia
preindustrial); 2. La revolución industrial ha producido notables cambios en la estructura familiar.
Renovaciones aceleradas que producen serios desajustes y reajustes de asimilación en la
institución familiar.
H. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
En la mayor parte de las culturas del mundo, la familia institucionaliza las relaciones biológicas
intergeneracionales, ampliadas y perpetuadas mediante matrimonios entre grupos de parentesco.
Una de las funciones de la familia consiste en canalizar el potencial procreativo de la sexualidad de
modo socialmente organizado, a fin de que la siguiente generación se forme y se socialice dentro
de unas estructuras estables. Las formas familiares tradicionales han sido de carácter patriarcal y
jerárquico, prácticamente en todas las culturas y civilizaciones del mundo. En muchas sociedades la
pertenencia a una determinada familia condiciona la afiliación política y religiosa de las personas.
En nuestra época, el valor de la familia surge con fuerza, solidez y vigor en nuestro ambiente. Bien
se observa que, poco a poco, van desapareciendo las ingenuas /utopías que profetizaban el final de
la familia, pero también carecen de un mínimo de credibilidad los hueros requiebros a favor de la
institución familiar. No podemos olvidar que la familia se fundamenta sobre la condición humana,
condición frágil, aunque duradera.
Hay una diversidad aceptada de modelos de familia: tradicional, nuclear, posnuclear. En las
modernas sociedades industriales, la familia, en la mayoría de las ocasiones, queda reducida a los
límites del modelo nuclear (la pareja y sus hijos), cuyas tareas y roles expresan la escisión clara y
contundente entre lo público y lo privado, entre el trabajo y el hogar. Aquí la familia ya no es célula
primordial de la producción de una sociedad. Consume lo que no produce. El dinero, que es lo que
prestigia, y el trabajo, que es lo que da seguridad a la vida, se tiene fuera de la familia; se produce
una conmoción intrafamiliar sustancial. Las grandes urbes, con el sistema de trabajo, reducción
geográfica de la casa, diversión fuera de casa..., contribuyen al replanteamiento, y a veces
relajación, del sentido de parentesco y de pertenencia. Otro dato importante es el trabajo
extradoméstico de la mujer, con sus derivados de independencia y relación con las tareas del hogar
y de la educación de los hijos. Cuando empezaron los cambios en la familia, los primeros sociólogos
y otros expertos sobre el tema profetizaron que la familia iba a desaparecer en el siglo XX. Estas
calamidades no se han cumplido, sino que han hecho que la visión sobre la familia y su futuro
inmediato sea más real. La familia presenta varios aspectos fundamentales:
1. El «ser» de la familia. El ser de la familia lo situamos en su función personalizadora. Esta función
humanizadora de la familia se pone de manifiesto en su doble vertiente: en su dinamismo
personalizador y en su fuerza socializadora. La familia es el ámbito adecuado para la conformación
del sujeto humano y la transmisión de valores convertidos en proyectos de vida. La urgente tarea
personalizadora se expresa a través de estos dinamismos: posibilitando la integración del yo
personal; abriendo cauces de una relación psicoafectiva adulta. El /personalismo familiar sólo
alcanza su plenificación en la fuerza socializadora del hogar, gestando un sistema interrelacional
sobre una cosmovisión axiológica que teje el clima familiar: el amor, la justicia y el diálogo;
promoviendo un ser crítico ante las situaciones deshumanizantes y masificadoras de la vida social.
Y podemos señalar como factores motivantes que configuran la institución familiar, en su situación
cambiante, los siguientes:
En la familia europea pesan siglos de tradición burguesa y rural, prejuicios ancestrales de tipo
patriarcal, patrimonial y, a veces, sacra]; un sistema multifuncional, cerrado, de funcionamiento
laboral, económico, asistencial, educativo..., de gran poder. Con sus rasgos positivos, como la
enorme solidaridad social, que producía la compenetración entre padres e hijos, el arraigado
sentido de pertenencia, la seguridad emocional, el sentido grupal de la familia...; en definitiva, una
convivencia familiar totalizante. También mostraba algunos inconvenientes, como su poca
iniciativa y su casi ausencia en el desarrollo de su ser familia; poco preocupada por la persona,
aunque se ansiaba y buscaba a toda costa la solidez del conjunto familiar; el poder jerárquico y
paternalista en su actuación como ser familia...
En definitiva, proponemos una terapia de la pareja en relación a los roles paterno y materno, al
concepto de hogar y de unidad familiar. A la familia, desde su perspectiva humanizante y
personalizadora, le conviene reflexionarse desde una 2'axiología emergente: 1. Un sentido de
destino y de identidad que rompa los límites estrechos de la cultura y de los individuos. 2. Una
superación del concepto vinculante de la consanguinidad. 3. Un impulso de la libertad y la
liberación de todos sus miembros, alejando los mecanismos de posesión, sumisión y dependencia,
y propiciando la solidaridad, la tolerancia y la adultez intra y extra familiar. 4. Un replanteamiento
de la economía con un sentido profundo, social y solidario, cósmico y humano. 5. Un esfuerzo por
desempeñar un rol irremplazable en las funciones de socialización, equilibrio personal-familiar y
gratificación afectiva. Sólo así se puede trabajar y promover un modelo de familia cuyo rostro sea
escuela de diálogo; taller de /fraternidad, gratuidad y solidaridad; educadora de libertad y
responsabilidad, cultivadora de la unidad en la diversidad. Un hogar abierto y comprometido en la
construcción de una persona y un mundo nuevos.
BIBL.: AA.VV., Vuelve la familia, Encuentro, Madrid 1988; BURGUIÉRE A. Y OTROS, Historia de la
familia, 2 vols., Alianza, Madrid 1988; KOENING L., La familia en nuestro tiempo, Siglo XXI, Madrid
1981; LACROIX J., Fuerza y debilidades de la familia, ACC, Madrid 1993; PARADA NAVAS J. L. (ed.),
Perspectivas sobre la familia, Instituto Teológico Franciscano, Murcia 1994; SEGALEN M.,
Antropología histórica de la familia, Taurus, Madrid 1992.
J. L. Parada Navas
FE
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
La impresionante descripción del tirano, que traza Platón en el libro IX de la República, como la de
un esclavo presa del miedo, porque no puede fiarse de nadie, coincide con lo dicho por Jenofonte.
Interesa en este texto la contraposición entre fe y miseria, entendiendo que la mayor miseria es la
privación del mayor /bien, que es la fe. Por eso para Gorgias, «una vida privada de la fe no es
verdadera vida»2. Esquilo nos pone en la pista de la estructura del acto de fe, cuando escribe: «No
son los juramentos los que garantizan su propia fe, sino que son los hombres los garantes de los
juramentos»3. Por otra parte, ya desde los presocráticos, y más desde Platón, se va observando un
desplazamiento semántico de la palabra pistis desde lo fiducial a lo cognoscitivo, asociándola con
categorías como creencias, conocimiento, opinión o /verdad. Un sentido de la palabra, que
también hallamos en nuestro lenguaje ordinario.
No es posible trazar una exposición completa sobre la fe, sin hacer una referencia a la Biblia, la otra
fuente de nuestra cultura. La poderosa influencia de la fe bíblica hace palidecer en este campo la
influencia del mundo clásico. Además, teniendo en cuenta que el existencialismo de nuestro siglo
se desarrolló como una secularización de pensadores cristianos, como Pascal y Kierkegaard, la
concepción de la fe bíblica es algo que debe interesar al historiador de la filosofía. La fe bíblica es,
ante todo, confianza, seguridad fundada en la /fidelidad del que me habla. Implica la interpretación
mediante la palabra y enlaza con la concepción hebrea de verdad. Verdad ('emet, `riman,
'emúnáh), es la cualidad de lo que es seguro, de aquello en lo que podemos apoyarnos. Hay que
entender esto en el contexto de la palabra y de la alianza. La fe es la respuesta a esta palabra y la
aceptación de la alianza. La fe bíblica es prioritariamente fe religiosa, teologal. Pero decimos
prioritariamente, porque en la Biblia también se exige la fe entre los hombres. Así por ejemplo,
«hacer la bondad y la verdad» (Gén 47,29; Jos 2,11) es tanto como obrar con lealtad y fidelidad
para con los otros. Hay en la Biblia alianzas entre los hombres, que exigen fe mutua (cf Gén 26,28;
Jos 9,8; 1Sam 18,3; 1Re 5,26). De esta forma, la Biblia misma nos invita a considerar la fe en un
amplio ámbito analógico. San Juan lo hace de un modo explícito: «Si aceptamos el testimonio de
los hombres, el testimonio de Dios es mayor» (lJn 5,9). Aquí vale lo de analogía, porque la
estructura de la fe teologal y la de la fe humana es la misma; en ambos casos tenemos una relación
interpersonal. Pero, por otra parte, el mismo san Juan deja clara la diferencia entre ambas, debida
a la absoluta superioridad del testimonio divino. El testimonio de Dios merece fe absoluta, el del
hombre no. Gabriel Marcel apunta a esta analogía entre la fe teologal y la fe interhumana cuando
dice que la fe cristiana no puede ser un elemento extraño, que se nos ha lanzado desde fuera, con
el que nada tiene que ver nuestra condición humana. La fe cristiana debe tener una prefiguración
en nuestra existencia misma. Los Padres de la Iglesia y los grandes maestros de la escolástica
medieval se centran en la fe teologal, pero, dado que la fe humana posee la misma estructura,
desarrollan muchos aspectos muy valiosos para el análisis de la fe humana.
Contemporáneo de Kant y crítico del mismo fue Jacobi. Para este, la realidad es directamente
cognoscible, sin que medie la construcción del /sujeto kantiano. A este conocimiento directo,
primordial, lo llama Jacobi fe. Del mismo siglo, pero bastante más joven que Kant y Jacobi, fue
Schleiermacher, que escribe en plena época romántica y concibe la fe como un general sentimiento
de dependencia respecto del gran /misterio, que funda nuestra vida. Más adelante Kierkegaard
vuelve a la fe bíblica, interpretada en un sentido /existencialista y antihumanista
(/antipersonalismo), muy en consonancia con la teología luterana. De Kierkegaard depende en gran
parte Unamuno, igualmente hostil a la razón filosófica y científica, pero no tan fiel a la fe bíblica.
Para Unamuno, el deseo de eternizarse es el núcleo de la pretensión humana, y Dios el garante de
esta pretensión. Pero el hombre no existe a la escucha de Dios, sino que lo crea con su propio
/deseo. La conclusión es triste: «Trágico hado sin duda, el de tener que cimentar en la movediza y
deleznable piedra del deseo de inmortal la afirmación esta».
Dejando a un lado a Kierkegaard,para quien la fe es parte del diálogo decisivo del hombre, nos
preguntamos: ¿tiene sentido hablar de fe, sin otra persona en quien creer? En las filosofías
indicadas, el hombre es un sujeto que desde sí, ya razonando, ya deseando, procede ensimismado,
sin contar con un interlocutor. Realmente el ensimismamiento engendra el peor de los
malentendidos, por cuanto una fe monológica es algo muy semejante a un círculo cuadrado. Es una
aberración filosófica olvidar la índole relacional del ser humano y de sus acciones básicas. De esta
aberración no se libra tampoco Jaspers, pues con su fe filosófica estira al Dios oculto de
Kierkegaard hasta un ocultamiento tan absoluto, que ya no puede sernos un Tú, ni hablarnos. Tan
sólo se nos insinúa nebulosamente en las mil formas de las diversas religiones; formas que no son
palabras, ni siquiera balbuceos (pues los balbuceos son palabras mal dichas), sino cifras de clave
inextricable. Un trascendente que se nos esfuma hacia el más inasible más allá, tras su manto
pomposo, tachonado de cifras. A la fe filosófica de K. Jaspers le falta algo esencial, pues no puede
haber fe allí donde falta la palabra (F. Ebner). La corriente filosófica personalista se ha esforzado en
devolver a la fe su sentido propio. Intentemos trazar una síntesis de lo que es la fe desde el punto
de vista personalista.
Partimos de la experiencia fundamental de hallarnos entre los otros, de comunicarnos con ellos. La
comunicación humana posee una estructura triangular, por cuanto en toda comunicación verbal
tenemos un hablante, un oyente y un mensaje. El hablante comunica un mensaje, que debe ser
aceptado por el oyente. Si el contenido de este mensaje es algo obvio, algo ya comprobado por el
oyente, la aceptación del mismo no necesita la fe. Esta se irá haciendo más necesaria en la medida
en que el testimonio del hablante contenga un mensaje más difícil de comprobar. En esta medida
tendrá que ser mi confianza en la palabra del otro el apoyo de mi asentimiento. La fe es aceptación
de la palabra que oigo. La fe me entra por el oído, por ese modo peculiar de encontrarme con la
realidad, que me la da como noticia, en tanto me hago libremente dependiente de la /palabra del
otro, en tanto me hago oyente de la palabra (como ha destacado el /personalismo alemán de
Ebner y Rahner). En cuanto esta palabra del otro me viene como portadora de verdad, la fe
aparece como un modo de conocimiento intelectual. El objeto de este conocimiento es la verdad
del juicio, que me comunica el que me habla; su índole, la de un acto intelectual, la del
asentimiento a una proposición no verificada, sino atestiguada.
Todo esto es verdadero, pero todo esto es también insuficiente. Ciertamente, contra toda
concepción voluntarista o irracional del acto de fe, hay que mantener como algo esencial del
mismo el momento intelectivo. La fe no es ciega, la fe no es un grito en un vacío de razón (H.
Duméry). La fe nace de la audición de la palabra, la palabra es logos y la fe, acogida consciente de
ese logos. Posee, pues, una primera racionalidad, en tanto en cuanto el que cree entiende los
términos del mensaje que le comunican. Y debe poseer la fe un grado más de racionalidad, en
cuanto el que cree debe saber que el que le habla reúne las condiciones exigidas a todo testigo
fidedigno: debe ser veraz, infundir la presunción sólida de que sabe lo que dice y dar a entender
que habla con toda sinceridad. Sobre esta base presta su asentimiento intelectual el que cree. Pero
este asentimiento es insuficiente. Lo es, en primer lugar, respecto al objeto de asentimiento
intelectual. Este objeto es la verdad del juicio, que no reposa en mi propia comprobación, sino en
otra parte, en la confianza que me merece el que me habla. Pero esta confianza es ya de orden
volitivo. Así, en segundo lugar, el asentimiento intelectual resulta también insuficiente respecto a la
índole del acto mismo, pues el momento intelectivo queda desbordado por el momento fiducial,
que lo funda. Con esto estamos en la pista de la estructura formal de la fe. En efecto, yo acepto el
testimonio, porque me fío del testigo que me lo da. Zubiri prefiere el término entrega al de
confianza. Entrega o /donación significa aquí ir de nosotros mismos hacia otra persona, dándonos a
ella. Claro que no hay que confundir entrega con abandono pasivo. La fe exige apertura al otro,
respuesta a la vocación de ser (G. Marcel). En la fe optamos por el objeto único que es
absolutamente bueno, por la persona. La libertad es, pues, libertad vocacionada a un solo /valor.
Optar fuera de este valor es degradarse en el hombre arbitrario (M. Buber).
Dado que la inteligencia es la que nos abre los términos de nuestra opción, Zubiri concibe la opción
por la persona como voluntad de verdad real, no simplemente de verdad de ideas. En este caso, la
esencia de la fe consiste en la entrega de una realidad personal, en cuanto verdad personal real.
Por esa entrega me apropio mi posibilidad más decisiva. Ahora bien, si tomamos con rigor lo de
/voluntad de verdad, debemos tener en cuenta que la volición tiene como objeto formal el bien. La
voluntad desea la verdad, en cuanto esta es un bien. Por tanto, creo que hay que ir más allá de la
entrega a una realidad personal en cuanto verdad, y transferir la formalidad de la verdad a la de la
bondad: entrega a una realidad personal en cuanto buena; pues la fe involucra la verdad, pero en
cuanto inserta en la bondad de la persona. Esta bondad absoluta de la persona, por la que opta el
que cree, es lo que confiere a la fe su verdadera y específica racionalidad. Es lo que demuestra I.
Manzano en un análisis muy penetrante y valioso sobre la fe como categoría humana. Aquí vale lo
de verum et bonum convertuntur, aunque con cierta inadecuación; por tanto, el bonum desborda al
verum como algo más primordial.
La fe tiene carácter de inicio; por tanto, abre al ser humano el acceso al reino de lo personal. Como
inicio, la fe es algo abierto en una doble dirección, según su doble momento intelectivo fiducial. Por
su momento intelectivo es algo abierto a una ulterior indagación sobre el contenido de lo creído.
En esta indagación pueden surgir las dudas en el plano intelectivo, sin que ello afecte al momento
fiducial de la fe, que es el fundamental. Queda en segundo lugar la fe como inicio, abierta a un
crecimiento de mi afirmación del otro, al que más allá de mi confianza, entrego mi mismo ser con la
firme voluntad de promocionarlo. Entonces la fe ha madurado en amor, como la flor madura en su
fruto. Tomás de Aquino ya afirmó esta conexión entre fe y /amor. Son manifestaciones de la vida
espiritual, la cual es una sola y fuertemente integrada. Aquí es donde tenemos ya los elementos
para una profundización de los implícitos ontológicos de la fe. La persona humana es
esencialmente relacional, actúa esta /relación mediante la palabra, y a la palabra responde la fe
(Ebner, apoyándose en Hamann). Es así como la fe resume el ser del hombre y, además, lo revela.
Presentar una realidad como valiosa, es tanto como invitar a nuestro oyente o lector a que la acoja
como tal y la realice en su vida práctica. La fe empieza siendo un valor por ser una necesidad para
la vida verdaderamente humana. Todo el día nos estamos relacionando con los otros, comprando o
vendiendo, hablando o escuchando, prometiendo o recibiendo promesas. La fe es cotidiana y
omnipresente, como el aire que respiramos. Hay que aspirar y expirar la fe, confiar en los otros y
merecer que los otros confíen en nosotros, porque sin esto nos asfixiamos en una patología
inhumana. La fe es también como el aire, por cuanto parece efectivamente imponderable y etérea.
No se apoya en motivaciones interesadas, en ningún cálculo de dinero, poder u otra ventaja
tangible, alimento para el hombre pragmático, y no digamos para el psicólogo positivista. La fe es el
orden de la persona y, como tal, es gracia y libertad. Liberación, por tanto, de los instintos avivados
por este mundo materializado y consumista que padecemos. En su apariencia imprecisa y etérea,
promete la realización del hombre. Por esto posee la fe una fuerza creativa. Repitiendo la frase de
Unamuno, podemos aceptar aquello de que creer es crear. Claro que no en el sentido en que lo dijo
Unamuno, pues el que cree no crea el objetivo de su deseo. Crea en el más modesto sentido de
que realiza la más decisiva y mejor de sus posibilidades reales, en el sentido de que, creyendo,
establece lazos de confianza con los otros, y en cuanto que, comportándose como un hombre
fidedigno, contribuye a crear un clima de convivencia auténticamente humana. Y esto en todos los
niveles: en el nivel económico, social o político, en el de las relaciones conyugales, familiares o de
los amigos; la fe crea lo mejor de la vida. Crea, en definitiva, la comunidad, la gran utopía de
siempre. Concienciar la fe, vivirla más y más es lo que ayuda al hombre a alcanzar lo mejor de su
existencia.
NOTAS: 1 Hierón, 111, 4. — 2 H. DIELs-W. KRANZ, Die Fragmente der Vorsokratiker II, Berlín 19545,
Fr. 299. — 3 ID, Fr. 276.
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; CORETH E., ¿Qué es el hombre?, Herder,
Barcelona 1963; DONDEYNE A., Fe cristiana y pensamiento contemporáneo, Guadarrama, Madrid
1963; EBNER F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; KIERKEGAARD S.,
La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado, Guadarrama, Madrid 1969; MANZANO I.,
Reflexión sobre la fe como categoría humana, Verdad y vida 156 (1981) 331-351; MARCEL G., Ser y
tener, Caparrós, Madrid 1996; ID, Filosofía concreta, Revista de Occidente, Madrid 1959; ZUBIRI X.,
El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984; ID, El problema filosófico de la historia de las religiones,
Alianza, Madrid 1993.
J. M. Garrido Luceño
FEDERALISMO
DicPC
Asumiendo el significado social teórico, se conviene que por federalismo (del latín foedus = pacto,
alianza) se entiende el conjunto de concepciones que privilegian la cooperación a la subordinación,
la reciprocidad al privilegio, la persuasión a la orden y la ley a la fuerza. Fundamento del
federalismo es la concepción pluralista, su dirección y armonía, el principio regulativo y la
solidaridad. Podemos distinguir entre el significado social-teórico y el práctico-político; se refiere a
una teoría jurídica o política del Estado federal y que indica una visión global de la sociedad de
carácter metahistórico. Uno de los errores más frecuentes, aquí, es la reducción del federalismo a
la teoría del Estado federal. En líneas generales, frente a la tendencia hacia una unidad compacta,
el federalismo se califica como un principio de oposición. Desarrolla el acuerdo entre la persona y
las instituciones por mutuo consenso, sin el sacrificio de la identidad individual, como forma ideal
de organización social universal que quiere realizar la libertad con espíritu de fraternidad, sin
constricción. En el plano práctico-político, por federalismo se entiende también la forma de
gobierno, útil para unir a un pueblo ya vinculado por enlaces nacionales, a través de la distribución
del poder político entre la unidad que constituye la nación. También se entiende por federalismo
un medio político para unificar diversos pueblos, por propósitos importantes, sin destruir la
individual identidad /política. En los dos sistemas descritos percibimos, en parte, la distinción
alemana entre Staatenbund (confederación) y Bundesstaat (federación), términos desarrollados en
la mitad del siglo XIX. Permanece todavía hoy una cierta confusión, porque los términos han sido
usados indiscriminadamente durante muchos años. En resumen, mientras en la federación el
Estado es soberano y tiene poder directo sobre los individuos y la participación de estos a la
formación democrática de la representación, la confederación es un conjunto de Estados que
conservan su soberanía (poderes legislativo, ejecutivo y judicial) y ejercitan un poder exclusivo
sobre los individuos. En la federación los Gobiernos de los Estados están subordinados al central;
en la confederación el Gobierno central depende de la unanimidad de los Estados confederados. En
presencia de conflictos, en la federación se puede recurrir a un tribunal federal; en la
confederación, a su vez, vuelve a prevalecer la fuerza de cada Estado singular y se excluye de hecho
la voluntad popular, porque la voluntad negativa de un solo Estado puede impedir la decisión y el
consiguiente eventual recurso a la fuerza (el ejemplo yugoslavo es iluminador al respecto). Las
confederaciones son una variedad de las alianzas, que concilian las controversias a través de los
órganos diplomáticos. La actualización de un determinado modelo de federalismo, entre las
diversas variantes, depende de la complejidad de la situación histórico-geográfica y político-
económica de cada Estado. Una posible confusión es la que existe entre las instituciones federales y
la descentralización de poderes locales.
Cuando las instituciones federales reservan a las regiones sólo los poderes residuales, operan sobre
todo una descentralización y no propiamente un federalismo. Por eso nos preguntamos ahora si el
federalismo puede resolver los problemas surgidos por los conflictos que se extienden a los países
multilingües y multiculturales. En principio; el federalismo puede ser una solución, a condición de
que cada comunidad nacional evoque para sí el control de las decisiones sobre los problemas
particulares que le conciernen y, al mismo tiempo, se remita a la decisión federal en lo que
concierne a problemas de orden general (como las referidas a los asuntos de la defensa, los
grandes resortes económicos e industriales y el aparato diplomático). En el plano económico, en
particular, la posibilidad de un gran mercado sin rémoras constituye un factor de remolque para un
/Estado federal. Los sistemas federales operan mejor en una sociedad con una cierta
homogeneidad en los intereses fundamentales, que atribuyen la máxima importancia a la
colaboración voluntaria. Finalmente, el hecho de la dualidad de poderes, centrales y regionales,
constituye un factor de /democracia, con mayores garantías de libertad, de estabilidad y de
eficacia.
Destaquemos primeramente el federalismo nacional de los antiguos judíos que, en el siglo XIII a.C.,
realizaron la primera experiencia por mantener unida su nacionalidad, a pesar de las diversas
tribus. Muchos siglos después, la polis griega experimentó la oportunidad de las instituciones
federales como medio de cooperación armónica, sobre todo en el plano defensivo, a través de las
asociaciones de las ciudades-estado (como la Liga peloponesa y la Liga corintia), que dejan entrever
lo que más tarde será la definitiva confederación. Los griegos experimentaron también el Estado
federal como resultante de asociaciones de más zonas. Los límites de estos sistemas fueron
siempre la hegemonía fáctica de alguna ciudad (Atenas, Esparta, Tebas) o de algunas naciones
como Macedonia. En lo referente al mundo moderno, la idea federal sirvió a los intereses de la
defensa (como la Unión de Utrecht de 1570, entre las provincias protestantes de Holanda).
Reformulada en la teoría mutualista de origen bíblico, se reasume por los teólogos federales
ingleses del siglo XVII, que acuñaron el término federal (covenant) en 1645 para describir el triple
pacto de alianza entre Dios y el hombre (foedus operum, gratiae, iustitiae), fundamento de su
visión del mundo. Cuando los padres fundadores del Estado norteamericano decidieron fundar un
Estado federal, la empresa no era fácil. La revolución americana, en efecto, sopesaba la posibilidad
de la extensión del principio democrático entre diferentes Estados que conservaran una
coexistencia pacífica; se contraponían dos corrientes de pensamiento: la unitarista y la federalista,
que debieron llegar a la Convención de Filadelfia de 1787, por la revisión del sistema federal de
gobierno. El compromiso consistió en reunirse bajo el sistema de representación: los unitaristas
querían una representación proporcional y los federalistas deseaban una representación igual para
todos los Estados. Se convino aceptar el primer criterio para la Cámara de Representantes y el
segundo para el Senado. Tal compromiso, querido sobre todo por A. Hamilton, permitió llegar a la
Constitución del primer Estado federal de la historia moderna. En Europa, los viejos Estados, casi
todos de origen dinástico, fueron engrandecidos por sucesivas conquistas. Las tendencias
federalistas se hicieron evidentes en los tiempos de la revolución francesa (los girondinos), aunque
no trajeron el éxito pretendido, sino que tuvieron resultados contradictorios: se afirmó la
tendencia centralista (los jacobinos y Napoleón) y burocrática, especialmente con el Congreso de
Viena (1815). Tal tendencia francesa influyó en Rusia bajo Pedro el Grande, en Prusia bajo Federico
Guillermo I y en Austria bajo José II. Con el surgimiento de las ideas nacionalistas de los siglos XIX y
XX, el federalismo adquirió un particular significado y devino más complejo. Las diferencias
nacionales eran representadas por las diferentes lenguas y en los países con colonias la diferencia
racial vino a ser un factor peligroso para el principio de la igualdad civil. En el período entre las dos
guerras, el éxito autoritario y el surgimiento del fascismo y del nazismo, así como del stalinismo,
hizo resurgir la idea federal como un movimiento de oposición, mientras los movimientos de
opinión en favor de los Estados Unidos de Europa militaban en la resistencia en clandestinidad.
III. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA: EL FEDERALISMO COMO PROBLEMA TEÓRICO DE LA UNIDAD-
DIVERSIDAD.
A. Danese
FELICIDAD
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Los términos felicidad y feliz (y sus sinónimos en las diversas lenguas) han jugado un papel
importante a lo largo de la historia de la filosofía moral. Que la vida moral consiste en la búsqueda
de la felicidad, ha sido sostenido por influyentes doctrinas, de las que quizá el eudemonismo (con
su variante hedonista) por un lado, y el utilitarismo por el otro, sean las más características. Las
diferencias entre ambas son, por cierto, notables: mientras que para el eudemonismo es la propia
felicidad la que constituye para cada uno el bien supremo (summum bonum), y por tanto es la
orientación hacia ella lo que sirve como criterio de la corrección de nuestras acciones, para el
utilitarismo sólo la mayor felicidad general (de todos los seres humanos e, incluso, de todos los
seres capaces de sentir) es el verdadero criterio de la corrección moral, incluso si el ajustamiento a
él comporta, en ocasiones, la propia infelicidad.
A pesar de la semejanza en las fórmulas definitorias (que ha llevado a catalogar ambas doctrinas
bajo los términos de eudemonismo individual y eudemonismo universal, como especies del mismo
género)1, las diferencias entre eudemonismo y utilitarismo son muy profundas. La más patente,
desde luego, es que, mientras el eudemonismo es a la vez una teoría de la acción y una teoría de la
moralidad (en la terminología clásica: ofrece tanto una interpretación de la sanción moral cuanto
del criterio de moralidad), el utilitarismo, al menos en su exponente más sistemático, J. S. Mill 2, se
limita a ofrecer una teoría de la moralidad (una teoría del criterio). Las diferencias, sin embargo, no
se limitan al orden lógico interno, sino que son también de orden histórico-cultural. Concebir la
vida correcta fundamentalmente como búsqueda de la propia felicidad o de la felicidad ajena, son
modos de pensar que corresponden a formas muy distintas de interpretar la relación entre
individuo y sociedad, y suponen seguramente la existencia de estructuras sociales muy diferentes.
Al no poder abordar aquí una historia de las diversas doctrinas éticas acerca de la felicidad3,
dejaremos de lado también el utilitarismo que, en el aspecto que aquí nos ocupa, es decir, en la
determinación de aquello en que consiste la felicidad, se remite generalmente al 7 hedonismo. Nos
ocuparemos, pues, exclusivamente del eudemonismo clásico, y de su variante, el hedonismo
epicúreo.
Hay aún una segunda consideración, más próxima a la constelación de conceptos característica de
la ética moderna. Pues si bien las reglas morales pueden considerarse, en cierta manera, como
limitadoras de la libertad, no es ciertamente razonable considerar esa limitación como
incompatible con la felicidad, sino como una condición de que sea posible. Pues a la idea de
felicidad le pertenece, si no queremos utilizar el término de manera abstracta y, por así decir, en el
vacío, la consecución en notable medida de algunas cosas tales como amor, amistad, buenas
relaciones sociales, un sentido de comunidad, etc.; cosas que, por supuesto, van más allá de las
exigencias de la moral sensu stricto (es decir, de las reglas limitadoras de la libertad), pero que, sin
duda, se fundamentan en ella. Aunque la moral, en una interpretación moderna, no sea de por sí
comunitaria, pues se limita a hacer posible la colaboración pacífica entre individuos
independientes, forma indudablemente la base de cualquier comunidad. Y con ello, podemos
añadir, de cualquier vida humana que merezca ser vivida.
BIBL.: DUMONT L., Homo aequalis: Génesis y apogeo de la ideología económica, Taurus, Madrid
1977; HARDIE W. F. R., The Final Good in Aristotle's Ethics, en MORAVCSIK J. M. E. (ed.), Aristotle,
Macnullan, Londres 1968; KENNY A., Happiness, en FEINBERG J. (ed.), Moral Concepts, Oxford
University Press, Londres 1969, 43-52; MILL J. S., Utilitarianism, en Collected Works X, Routledge,
Toronto-Londres 1969; MONTOYA J.-CONILL J., Aristóteles: sabiduría y felicidad, Ediciones
Pedagógicas, Madrid 1994; REINER H., Die philosophische Ethik, Heidelberg, Quelle & Meyer,
Heidelberg 1964; RYLE G., Dilemmmas, Cambridge University Press, Cambridge 1966;
SCHOPENHAUER A., Aphorismen zur Lebensweisheit, Insel, Frankfurt 1976; SPAEMAN R.,
Glückseligkeit, en Historisches Wórterbuch der Philosophie III, Schwabe, Basilea/Stuttgart 1974,
679-707; URMSON J. O., Saints and Heroes, en FEINBERG J. (ed.), Moral Concepts, Oxford University
Press, Londres 1969; WRIGHT G. H. VON, The Varieties of Goodness, Routledge, Londres 1972.
J. Montoya
FEMINISMO
DicPC
Por feminismo se entiende el movimiento de reacción a la relación desigual y machista entre los
sexos. También comprende las manifestaciones de toma de conciencia de las condiciones de
inferioridad histórica de la mujer y la denuncia del antifeminismo. El uso del término no carece de
ambivalencia. Según algunos, C. Fourier usó este neologismo sosteniendo la igualdad entre los
sexos, en 1837. Para otros, se debe hacer referencia, sobre todo a A. Dumas hijo, cuando publicó
L'homme-femme (1872), un debate sobre las costumbres, en el cual ya usó el término («el
feminismo, permítaseme este neologismo...») para descalificar a sus opositores, partidarios de la
emancipación de la mujer. Ellos recogieron el vocabulario de la medicina de la época, en la cual se
usaba la voz feminismo, con acepción negativa, para calificar a todos los que no entraban en la
regular identidad del sexo. Feminismo era la anormalidad patológica de una feminización de los
hombres y una masculinización de la mujer. Era aplicado, entonces, a aquello que venía a romper
las reglas naturales de la división de los roles, y por ello implicaba un juicio moral, político y
antropológico, ligado al medio de una confusión de las diferencias como fuente de desorden social.
Se intentaba subrayar la interrupción del desarrollo en el estadio de feminismo, correlativo del
término infantilismo. En tal acepción machista, el término no hacía sino reafirmar la tradicional
inferioridad de la mujer, pensada como perteneciente a un estadio de humanidad no plenamente
desarrollado.
Desde el punto de vista de los contenidos, el término feminismo es usado, la mayoría de las veces,
por un lado, para denunciar el agotamiento y la opresión de la mujer, con el objetivo de combatir
los factores de inferioridad en el sistema político, familiar, económico, educativo y, por ello, con
una intención constructiva de condiciones igualitarias; por otro lado, como una reflexión sobre el
sentido del género femenino en sí mismo, como en la llamada cultura de la diferencia; finalmente,
en algunas esferas, se entiende como una afirmación de superioridad, en respuesta a la tradicional
desvalorización del género femenino. En esta última acepción, el feminismo es una reacción
pendular que termina con acordar una prioridad al género femenino en las elecciones prácticas y
en la cultura, acreditando así la opinión de una guerra perenne entre los sexos.
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Desde el punto de vista histórico, no es fácil caracterizar con precisión las diversas fases que el
feminismo ha atravesado, bien porque varían de una nación a otra, bien por la pluralidad de
posiciones presentes en cada fase, o por los desarrollos y paradas alternativas que el movimiento
ha sufrido. Como feminismo se indica, al mismo tiempo, una cierta transhistoricidad ligada a cada
expresión crítica en las confrontaciones de la subordinación femenina; el movimiento de
emancipación que data de la Revolución Francesa, y que se ha desarrollado sobre todo después de
1830, con el derecho al voto que se estableció durante todo el transcurso de los siglos XIX y XX, con
períodos alternativos de estancamiento y de movimiento; con el feminismo de los años 60, los
desarrollos más recientes, calificados como neofeminismo; los desarrollos más maduros de un
feminismo centrado en una antropología de la reciprocidad. En una amplia acepción, se debe
hablar también de feminismo ante litteram cada vez que, en la historia, se hace referencia a
discursos, eventos y personalidades que han puesto el dedo en la llaga de la opresión femenina,
denunciando la injusticia y haciendo lo posible por cambiar las condiciones de desigualdad entre
los sexos. Tal contribución consiste esencialmente en la contestación de la filosofía aristotélica, que
mantenía la teoría de la diferencia de la naturaleza con ventaja de la del hombre (la mujer como
hombre imperfecto), a favor de una teoría de la polaridad entre los sexos, pero esta vez en defensa
de la superioridad femenina.
Es habitual distinguir diversas fases del feminismo, partiendo de un primer período reivindicativo,
que en el siglo XIX tendía a obtener sobre todo la igualdad de los derechos civiles, luchando por la
emancipación. La primera fase ha sido cada vez más dinámica, más comprensiva, llegando a
cuestionar las instituciones, desde la familiar a las instituciones sociales y políticas, alcanzando
hasta la identidad misma de la mujer en los procesos formativos de su personalidad. La larga lucha
por la conquista del derecho al voto es la consecuencia principal de las primeras reivindicaciones;
se ha debido esperar un siglo en los Estados Unidos, un poco menos en Inglaterra, y al final de la
Segunda Guerra mundial en muchos países europeos. Desde el punto de vista práctico se
consideran objetivos de la primera fase emancipadora, aquellos ligados a los derechos más
elementales, como la igualdad en la ciudadanía, la igualdad de condiciones en el trabajo, pero
también peticiones de organización pública de los trabajos referentes a los servicios sociales. El
feminismo americano afrontaba todo lo relacionado con el poder, la distribución de los recursos y
de los privilegios sociales, denunciando las injustas reparticiones entre los sexos y promoviendo
manifestaciones, marchas y actividades políticas de cualquier género, con el fin de sacar a la luz
tales injusticias.
Hacia finales del siglo XIX y principios del XX, muchas organizaciones de la mujer obtuvieron una
serie de servicios para los niños, las escuelas y las familias, que, si bien no cambiaba n la
organización de la sociedad, aligeraban la vida cotidiana de las mujeres, afirmando sus espacios
laborales y libertad personal. Una caracterización diferente del movimiento feminista delinea dicha
fase de liberación, que acentúa la denuncia de una organización de los sistemas centrada en el
hombre, con la mujer en función del hombre, a lo largo de toda la historia humana, y profundiza el
sentido de las convulsiones provocadas en el campo de los procesos generativos, como premisa de
una /liberación radical de la mujer; la mujer había sido pensada durante siglos como el habitáculo
pasivo de la actividad generativa masculina y esto hizo correr ríos de palabras sobre la psicología de
la acogida y de la obediencia.
El neofeminismo de los años 60 tomaba cuerpo en torno a estos temas, especialmente a partir de
América, coagulando un movimiento de masa, a menudo ligado al radicalismo político, a las
reivindicaciones antirracistas y a las protestas estudiantiles. En los años 60 el eslogan: «El personal
es político» significaba haber comprendido que todas las dimensiones de la vida, en casa, en los
puestos de trabajo, en las instituciones políticas, debían ser afrontadas y cambiadas, desde el
momento que la realidad cotidiana e individual era vista como el reflejo de las relaciones de fuerza
en el ámbito político. La práctica del pequeño grupo se afirmaba en los inicios de los años 70, con
formaciones internas en los movimientos colectivos, comunicaciones de experiencias y
socializaciones entre las mujeres y self help, todos los instrumentos de concienciación que hacían
suyos sus problemas privados sin excluir los políticos. Se evidenciaba, por tanto, la cuestión de la
doble militancia, en el partido y en el colectivo feminista, con todos los problemas destinados a la
reorganización de lo social. De esta manera la cuestión femenina se coloca siempre en amplios
horizontes interpretativos, con difusión de posturas colectivas antimachistas, sobre todo entre los
intelectuales de izquierda, pero con comparaciones significativas en todas las áreas ideológicas, de
ahora en adelante, en torno al problema mujer. Es el período de la transformación del feminismo
de elitista a difundido. Una parte del movimiento de las mujeres se aplica al papel crítico
desarrollado en ciertos campos del psicoanálisis (Reich), dominados por una concepción radical de
la liberación sexual, como también a la denuncia de la sociedad consumista y masificada hecha en
la escuela de Frankfurt. Centrado el tema de la sexualidad, reivindicada bien como difer encia de la
ternura femenina con respecto a la agresividad masculina, bien a través de formas de autarquía y
de /hedonismo.
1. La igualdad y la diferencia. En todas las áreas ideológicas, el feminismo vive la difícil búsqueda de
identidad, entre deseo e impotencia, entre liberación y nuevas-viejas jaulas, entre la voluntad de
establecer, al menos, categorías tradicionales, y la incapacidad de prescindir de ellas, en una
fecunda crisis de sentido que cubre todo el arco de lo conocido, encontrando su cúspide más alta
en las mujeres de cultura, cargadas de problemas demasiado radicales como para poderse
contentar con soluciones parciales; todo ello se encuentra en el centro de la crisis contemporánea
de la razón y de la fe (/teología). Impulsado por la crisis del concepto pleno de /igualdad,
considerado contraproducente en tanto que se inscribe como asimilación al hombre, el feminismo
se ha puesto en marcha a la búsqueda de los contenidos de la diferencia. El recorrido actual del
feminismo va bastante bien y a esto hay que añadir el pensamiento existencialista de S. de
Beauvoir, considerada como la escritora más profunda del primer feminismo, pero todavía situada
en la fase de exaltación de la igualdad. En la cultura de la /diferencia es la misma racionalidad la
que define lo humano como ser en crisis, como expresión de la cultura masculina. La igualdad
formal es relanzada como /marginación del lado de las mujeres. Se revisa el concepto de
ciudadanía: el ciudadano ha coincidido tradicionalmente con el hombre macho y la polis griega ha
sido construida con la exclusión de las mujeres. Por esto, en las modernas democracias, además de
la resurgida igualdad formal, sigue siendo central el problema de la representación, dada la
persistente marginación femenina. Se interpela sobre todo a las ciencias para redefinir sobre
nuevas bases identidad y diferencia: biología, sociología, filosofía, teología, están destinadas a
poner en duda los presupuestos de los cuales han partido y el discurso sobre las mujeres va
extendiendo el poner en cuestión al mundo de la cultura, a partir de la perspectiva de la otra mitad
del cielo. Por esto, de la exigencia de legitimación a entrar en la sociedad y en la cultura de lo
masculino, el feminismo actual pasa a la auto-legitimación de crear un linaje, una cultura, una ética
con voz de mujer.
El significado de la identidad depende del contexto, del código que se asume de vez en cuando, y
no de una especie de metafísica del ser. La originaria unidualidad humana hace que la persona no
pueda conocerse si no se reconoce en otra persona. Nq se puede responder a la pregunta sobre el
yo, si no es recurriendo al movimiento en el cual el /yo, relacionándose con un tú, llega a ser uno
mismo. Por esto la conciencia cultural de la relacionalidad parece que no puede excluir una filosofía
y una /antropología de la reciprocidad, que implica la diferencia y la igualdad en el movimiento que
da lugar a la estaticidad de los opuestos. Desde la óptica de la reciprocidad se intenta superar tanto
la pura igualdad como la diferencia abismal, ya sea el concepto tradicional de complementariedad,
ya sea la conciliación perenne de la dualidad hombre-mujer en un artificioso irenismo que oculta
los momentos inevitables de conflicto patente o latente. Ciertamente, la reciprocidad es un juego
de naturaleza incierta, expuesto a los condicionamientos de la psicología de cada uno, de la cultura,
de la economía y de las diversas políticas, de las caídas en el dominio del yo o del nosotros, del
triunfo de las lógicas del dirigente en la vida política, del marido como patrón o de las varias
formas, incluso sutiles, de relaciones, según el modelo sadomasoquista familiar, o del Dios (Padre)
de los teólogos. Esto no quita importancia a la continua búsqueda de igualdad, vista in primis como
respeto de la diferencia, y después también como defensa de los derechos de igualdad adquirida,
contra posibles intentos de reflujo. Las acciones positivas, con las leyes que intentan articularla, se
constituye para centrar la atención en crear condiciones de desarrollo que consientan la actuación
afectiva de la igualdad.
Cierto feminismo tiene sus razones para temer el uso y el abuso del concepto de /persona. Es
necesario reconocer que si el término fuese entendido en el sentido neutro, valdría la crítica de
abstracción, realizada por el /existencialismo, con la diferencia del género que desaparece en la
universalidad abstracta, al no poner en evidencia la alternancia originaria del ser de cada persona
como mujer y como varón. La persona debe juzgar la realidad de las relaciones varón-mujer en las
diversas situaciones de desigualdad, evitando la universalidad del concepto, en el cual está
propuesto el modelo masculino de humanidad. La reciprocidad es extraña también al concepto de
síntesis, porque vive de la búsqueda dinámica de la unidad y las diferencias, que ofrecen
posibilidades en las dos sin fáciles compromisos. En esta, la /sexualidad no aparece como un
apéndice marginal, ni puede fijar la identidad de una vez por todas, tanto por no poder prescindir
de ella como por establecer condiciones perjudiciales. Si uno dice del otro algo con lo que no se
siente identificado, está obligado a modificar, en la relación, el contenido de sus afirmaciones,
hasta que el otro se sienta a gusto. En la reciprocidad ninguno de los dos géneros puede decir la
última palabra sobre el otro, porque sólo juntos forman la humanidad. Reciprocidad significa, en
efecto, cooperación y, por lo tanto, prioridad del vaivén de cambios simbólicos en la firmeza
dogmática, prioridad de la flexibilidad dialógica sobre las cuestiones de la identidad y de lo
específico. Esto se traduce en el respeto de la espontaneidad de situarse cada uno en el interior de
una relación cada vez más única.
BIBL.: BADINTER E., L'un est l'autre. Des relations entre hommes et femmes, Jacob, París 1986;
BELLENZIER M. T., Idea o realtá della donna, Cittá Nuova, Roma 1978; DI NIGOLA G. P., Antigone.
Figura femminile della transgressione, Tracce, Pascara 1991; ID, Donne e politica: quale
partecipazione?, Cittá Nuova, Roma 1983; ID, Uguaglianza e differenza. La reciprocitá uomo donna,
Cittá Nuova, Roma 1988; ID, Il linguaggio della madre. Aspetti sociologici e antropologici, Cittá
Nuova, Roma 1994; ID, Per un'antropologia della reciprocitá, en DANESE A. (ed.), Persona e
sviluppo, Dehoniane, Roma 1990; HARDING M. E., I misteri della donna, Astrolabio, Roma 1973.
G. P. Di Nicola
FENOMENOLOGÍA
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Si dejamos a un lado los antecedentes históricos en uso en la filosofía de esta palabra (de los
cuales, evidentemente, el mayor es el hecho de que Hegel titulara Fenomenología del Espíritu a su
obra fundamental de la primera madurez), se designa como fenomenología a un amplio
movimiento científico y espiritual, extraordinariamente vario y ramificado, y todavía hoy vivo,
apenas reunido si no por el tenue carácter común de remitir siempre a un libro de Edmund Husserl
(las Investigaciones lógicas, de 1900/1901) como a su primera fuente de inspiración. Cuando se
acude a las mismas Investigaciones lógicas, se observa que, mucho más que una definición de lo
que es la fenomenología, Husserl se ocupa de la tarea de practicarla. Se le hace evidente al lector
que el autor de la obra no pone en cuestión que exista una disciplina filosófica fundamental
llamada fenomenología, ni, por consiguiente, que su método y su objeto sean precisamente los
que, de hecho, en el trabajo real, están ya siendo para el investigador1. Dicho de otro modo: la
fenomenología, llamada a ser algo así como el factor común de la /filosofía europea no positivista,
en todo el siglo XX, surgió en su creador sin conciencia de innovación. La causa de este hecho
extraño está en que, en 1900, Husserl se limitó a dar un nombre nuevo a una actividad o disciplina
filosófica que ya era practicada por otros. Husserl llamó fenomenología puramente descriptiva a lo
mismo que la escuela de su maestro, Franz Brentano, llamaba psicología descriptiva. Carl Stumpf,
Alexius von Meinong, Anton Marty y el propio Husserl venían, desde años atrás, publicando
estudios fundamentalmente inspirados en las ideas de Brentano, y sólo la progresiva reflexión
sobre el trabajo que en concreto se estaba practicando, fue lo que condujo a la posterior
disgregación de la escuela —empezando por la capital divergencia de Brentano, en sus años de
vejez, respecto del que él mismo había sido en la época de la cátedra de filosofía en Viena—.
Para estudiar la posición primera de Brentano hay que acudir, sobretodo, a su inconclusa Psicología
desde el punto de vista empírico (1874), que es el primer tratado de fenomenología; y, luego, a los
estudios de 1889 del mismo Brentano titulados Sobre el concepto de la verdad y El origen del
conocimiento moral. Por lo que se refiere a las Investigaciones lógicas, los fragmentos más útiles
acerca de lo que es en general la fenomenología, son la Introducción a la Segunda parte y el Anexo
final. En esencia, lo que la escuela de Brentano pensó es que, ante todo, cualquier objeto posible,
tanto si lo es del deseo, el apetito y el sentimiento, como si lo es de la creencia, como si lo es de la
simple representación, justamente empieza por ser objeto para una vivencia, o sea, objeto para un
/ sujeto —un yo—, que vive justamente ahora en el modo peculiar de este sentimiento, este
querer, esta creencia o esta ensoñación particular. La filosofía abarca —seguían diciendo estos
pensadores—, sobre todo, un conjunto de disciplinas normativas y, quizá, realmente prácticas.
Significa esto que, principalmente la filosofía, trata de establecer leyes normativas en varios
sectores, de los cuales son los centrales aquellos de los que se ocupan la lógica, la ética y la
/estética —a las que puede añadirse la /pedagogía—. En la lógica se procura establecer las normas
que rigen en el pensar correcto, es decir, en aquella manera de ejercer la actividad subjetiva que es
la creencia, de modo que lo que se cree no sea falso. En la ética se procura establecer las normas
que rigen al valorar correctamente la bondad y la maldad moral, y en la estética, las normas de la
estimación correcta de lo bello y lo feo. Sólo la pura representación de objetos está a salvo de todo
intento normativo, porque la fantasía, la visión, la rememoración no admiten criterios más que en
la medida en que se piensa en la perspectiva o de la verdad o de la bondad o de la belleza, que son
siempre puntos de vista superiores a la mera representación. Dar cuenta de las realidades que
auténticamente existen es, sobre todo, el oficio de la física —para la que la escuela de Brentano
recupera el concepto aristotélico, sin renunciar por ello a ninguno de los métodos propios de la
ciencia moderna—. La filosofía no se ocupa tanto de lo que hay o es, como de lo que debe ser,
respecto de los polos ideales llamados /verdad, /bien y /belleza. Pero sucede que no son posibles
las disciplinas normativas más que fundadas sobre una o varias disciplinas puramente teóricas. No
es posible establecer las condiciones necesarias suficientes o necesarias y suficientes, para que
cierto género de cosas sean buenas, bellas o verdaderas, más que estudiando —y no valorando—
en qué relaciones de fundamentación o incompatibilidad, o simple compatibilidad, se encuentran
las cosas de que se trate. Una vez conocidas esas relaciones, cuando añadamos la valoración
positiva de tal o cual carácter, como constituyendo el bien o moral o lógico o estético, tendremos la
posibilidad de traducir las tesis teóricas que ya habíamos reunido en términos, ahora, de normas,
según el siguiente esquema: como para que un A cualquiera sea C es condición necesaria que sea
B, y dado que C es lo bueno en tal o cual orden, todo A debe ser B.
Si combinamos estos dos elementos, generalmente aceptados por los discípulos de Brentano, nos
encontramos con que el material que ante todo debe ser explorado teóricamente, para que
después sea posible establecer disciplinas normativas filosóficas, es justamente el terreno de las
vivencias. Sólo en el dominio de las vivencias de amor y odio, por ejemplo, se puede encontrar la
vida moral. Estudiando las formas múltiples del amor y del odio, del querer y el rehuir, de la
volición efectiva y la simple veleidad o las vagas ganas de algo, cabrá la esperanza de encontrarse
también con algo así como el amor correcto, en torno al cual se orientará, a continuación, la esfera
toda de estas vivencias, no ya como dominio abierto a la exploración teórica, sino como campo de
normas, en la medida en que ciertas formas del querer y el rechazar son condiciones de algún tipo
para la realización del amor correcto. Mutatis mutandis, en las otras esferas de vivencias. Y, de
hecho, la creencia y la representación, que son los nombres genéricos de tales esferas externas al
amor y al odio, dan primero lugar a una fenomenología o psicología puramente descriptiva de las
formas esenciales de la vida en cada una de ellas, para que así se hagan posibles a continuación,
respectivamente, la ética y la estética. En definitiva, de lo que se trata es de que los valores de todo
orden, las verdades y las falsedades y, al fin, los objetos todos de todas las clases imaginables y
pensables, únicamente existen como correlatos o polos o contenidos de la vida subjetiva. En la cual,
precisamente, comienza la psicología descriptiva, distinguiendo los tres grandes territorios que son
el estimar valores, el creer o no en los juicios, y el representar entidades u objetos. Las siguientes
tesis comunes a la escuela de Brentano se dejan entender ahora muy fácilmente. La primera es que
existe un cierto orden entre las esferas de la vida (es decir, de la vida psíquica), porque no es
posible amar sin representar, y no es posible creer sin representarse lo creído; y, muchas veces, no
es tampoco posible amar sin creer que existe o que no existe aquello que se ama. La segunda —la
decisiva— es que todo el saber humano debe tener, en general, fundamentos intuitivos, los cuales,
precisamente, están situados en el orden de lo que la teoría filosófica tenderá a llamar reflexión
psicológica. Porque, en definitiva, todo lo que se puede llegar a saber pasa a través del filtro
psíquico de la creencia o juicio y, en cierto sentido, como acabamos de ver, ya antes, de la
presentación ante el sujeto. Como venía pidiendo la escuela empírica británica, el conocimiento,
tanto el normativo como el meramente teórico, tiene que ser sometido a un análisis general que
consiga mostrar la autenticidad y la efectividad de las vivencias en que el que sabe se representa y
cree aquello que sabe. Pero, sobre todo, debemos prestar atención a que esta consigna de regreso
a los fenómenos mismos, a las cosas mismas, cuenta en la práctica con que el hecho de todos los
hechos, la cosa misma fundamental o el fenómeno fundamental es la bilateralidad de todos los
fenómenos, que consiste, justamente, en que todos ellos son correlatos o contenidos o polos de la
vida. Dicho de otra manera, todo dato intuitivo primordial —para no hablar de los constructos de
órdenes superiores, sino, directamente, de las bases intuitivas de todo el edificio del
conocimiento— es, en realidad, dos datos, o, mejor, la unidad —maravilla de todas las maravillas,
lugar central del asombro filosófico— de dos fenómenos o datos extraordinariamente disímiles:
una vivencia (fenómeno psíquico) y una entidad (fenómeno físico, en la torpe terminología de
Brentano, que debió haber hablado, en todo caso, de fenómenos no psíquicos) sobre la que quizá
están recayendo, además de la mera objetivación o presentación, actividades de la vida psíquica,
tales como su aceptación en la existencia o su rechazo fuera de ella (tal es la esencia del juicio), o
bien su apreciación como objeto que merece alguna clase de amor o alguna clase de odio.
Es clarísimo que, siendo así las cosas, a pesar de lo que explícitamente se quería en la escuela de
Brentano, resulta ser la unidad entre la vida psíquica y lo ajeno a ella el problema filosófico capital,
mucho antes de que lo sean los problemas particulares de las ciencias normativas. Pues bien, en
este punto Brentano, como es su costumbre, acude a la escuela filosófica en la que él decidió
formarse: el aristotelismo (en este caso, el tomismo medieval); y trata de pensar la unidad en
cuestión como aquello que es lo realmente esencial en la vida psíquica, pero salvando el realismo
en el que la física a él contemporánea solía moverse. Esto quiere decir que Brentano plantea desde
un principio el problema de la relación entre la vivencia y su correlato no vivencial o no psíquico,
contando con que ha de ser posible que, al menos alguna vez, los correlatos representados o
juzgados o queridos puedan subsistir también con plena independencia de su eventual entrar en
relación con la vida psíquica. Y precisamente esta es la última razón de que él y sus discípulos
hayan insistido durante tan largo tiempo en hablar en este contexto primordial de psicología y vida
psíquica. Pero vayamos por partes.
Para entender qué significa fenomenología es absolutamente esencial tener bien a la vista que se
partió de la concepción de ella que acabo de resumir, porque, precisamente, toda la originalidad
del posterior pensamiento fenomenológico ha consistido en comprender, paulatinamente, que la
unidad entre la conciencia viva y su correlato exigía ser pensada destruyendo la práctica totalidad
de las presuntas evidencias que admitía Brentano, ya en el punto de partida. La primera de ellas, la
capital, vemos que es la asunción de un ámbito común de realidad absoluta, dentro del cual se
produce el encuentro entre el yo y lo no-yo, y que explora mal que bien la ciencia física
ampliamente comprendida. Pues bien, este supuesto, que condiciona luego todos los análisis
fenomenológicos, hasta el punto de dictar la terminología que debe usarse en ellos, es
precisamente la actitud natural de cuya abstención o epojé hace depender Husserl (desde unos
cinco años después de publicar las Investigaciones lógicas) el destino de toda la fenomenología.
Esta es, por ello, fundamentalmente una metodología, que dio a muchos la impresión de situarse
en un ámbito anterior a la cuestión del ser y, por lo mismo, anterior a la ontología y a las decisiones
metafísicas –independiente, por ejemplo, de la vieja alternativa entre el realismo y el idealismo–.
Por eso ha cabido la posibilidad de variaciones realistas de la fenomenología (iniciadas por los
discípulos de Husserl que, ya en los años de Góttingen hasta 1916 siguieron más la interpretación
dada por Scheler a la metodología intuitivista de la fenomenología que la propia de Husserl).
Desde el punto de vista de las etapas históricas principales que ha recorrido la interpretación de la
fenomenología por sí misma, hay que añadir lo siguiente.
En 1900, Husserl llamaba yo fenomenológico a un simple sector o aspecto (él decía momento) del
yo psicofísico, de la persona humana entendida en el horizonte ontológico proporcionado por la
actitud natural. Tal sector de la realidad no era, en definitiva, más que aquello en mí mismo
susceptible de ser aprehendido en la evidencia absoluta de la percepción adecuada, que, claro está,
se comprendía a sí misma como un modo de la reflexión psicológica (como el método propio de la
psicología puramente descriptiva). La búsqueda de la percepción adecuada se confundía con dos
cosas bien distintas. Por un lado, se interpretaba que se trataba de encontrar los datos apodícticos
en los que se basa todo el conocimiento; por el otro, la percepción adecuada era entendida como
el lugar de la,fenomenicidad primordial de todos los fenómenos –incluida ella misma como
autofenómeno o autoconciencia apodíctica y adecuada–. A partir de 1905 –y públicamente en las
lecciones de 1907, que se publicaron con el título La idea de la fenomenología–, esa doble
comprensión de la percepción adecuada hace estallar el estrechísimo marco teórico del realismo
cientificista de la llamada actitud natural (que, como se ve, no coincide con lo que a fecha de hoy
tenderíamos a denominar así). La conciencia (Bewusstsein) susceptible de autoexamen intuitivo y
apodíctico —o sea, no refutable— pasa a correlato universal del ser (Sein); es decir, ocupa, cada
vez con mayor decisión, su verdadero puesto teórico en el problema filosófico universal del
aparecer de todo cuanto aparece, aunque no haya duda de que continuar empleando la palabra
conciencia se preste a tergiversaciones de sentido opuesto (unas, rememorando sencillamente el
neokantismo o los neoidealismos; otras, de tendencia positivista). De hecho, Husserl dio pie a la
primera de esas malas interpretaciones, hablando muchas veces de conciencia trascendental y de
idealismo trascendental, cuando de lo que efectivamente se estaba tratando era del análisis
experiencial o intuitivo de lo que, en la feliz expresión del fenomenólogo contemporáneo Michel
Henry, no es sino la esencia de la manifestación. Lo que sucede es que el ser real, en la perspectiva
de la fenomenología, no es sino el sentido confirmado por el peculiar rendimiento intencional que
llamamos percepción de cosas; mientras que el ser ideal es, paralelamente, el sentido confirmado
sistemáticamente por rendimientos intencionales peculiares, llamados por Husserl intuiciones
categoriales.
Estas investigaciones del viejo Husserl apenas tuvieron reflejo editorial en su momento. Fueron
conocidas, sobre todo desde que en 1950 —gracias al Archivo Husserl de la Universidad de
Lovaina— comenzó la publicación de los numerosísimos escritos inéditos del gran pensador.
Entretanto, Sartre había popularizado en Francia muchos temas centrales de los trabajos de
Husserl y Heidegger2 y Maurice Merleau-Ponty3, gracias a haber tenido conocimiento directo de
estudios, inéditos todavía, de Husserl, había continuado con originalidad las investigaciones en el
campo de la fenomenología genética —aunque su inspiración ya provenía más de la finitización
radical de la verdad, practicada por Heidegger, que del programa de universal inteligibilidad
posible, al que siempre obedeció el trabajo de Husserl—. En Alemania, los más directos
colaboradores del solitario Husserl de los años 30 (Eugen Fink y Ludwig Landgrebe) se hallaban
también decisivamente influidos por Heidegger, aunque, sobre todo, el círculo de los discípulos de
Landgrebe en Colonia continuó la fenomenología husserliana y dedicó trabajos histórico-
sistemáticos de extraordinario interés a los nuevos textos de Husserl que se iban conociendo4.
NOTAS: 1 El lector de la edición española de las Investigaciones pasa por alto este dato, porque la
traducción, que fue la primera completa que se publicó, en 1929, se sirvió de la segunda edición -
1913 y 1921–, en la que se habían introducido sobre este punto cambios sustanciales, acordes con
la evolución del pensamiento de Husserl. – 2 El ser y la nada es de 1943. – 3 Véase sobre todo su
Fenomenología de la percepción, de 1945. – 4 Entre tanta bibliografía como habría que citar en
este apartado, baste mencionar a Klaus Held.
BIBL.: DARTIGUES A., La fenomenología, Herder, Barcelona 1981; DíAz C., Husserl. Intencionalidad y
fenomenología, ZYX, Madrid 1971; GARCÍA-BARÓ M., Categorías, intencionalidad y números.
Introducción a la filosofía primera y a los orígenes del pensamiento fenomenológico, Tecnos,
Madrid 1993; GóMEZ ROMERO 1., Husserl y la crisis de la razón, Cincel, Madrid 1986; HUSSERL E.,
Investigaciones lógicas, Alianza, Madrid 1982; La idea de la fenomenología. Cinco lecciones, FCE,
México 1982; Meditaciones cartesianas, FCE, México 1985; Ideas relativas a una fenomenología
pura y una filosofía fenomenológica, FCE, México 1949; IRIBARNE J. V., La intersubjetividad en
Husserl, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1987; KOLAKOWSKI L., Husserl y la búsqueda de la certeza,
Alianza, Madrid 1977; ROBBERECHTS L., El pensamiento de Husserl, FCE, México 1979.
M. García-Baró
FIDELIDAD
DicPC
La reflexión sobre la fidelidad ha recuperado su importancia en los últimos años, impulsada por la
creatividad de algunos filósofos personalistas, e incluso por las nuevas corrientes empresariales
norteamericanas, que la entienden como un valor emergente a revalorizar. Aunque también otra
corriente, contraria a estas, considera que la fidelidad es la virtud de los débiles. Así nos dice
críticamente Y. Jolif: «Exceptuando algunos grupos minoritarios —tanto más agresivos cuanto más
aislados se sienten—, la antigua doctrina sobre la fidelidad se ha vuelto demasiado abstracta, ha
perdido su fuerza, está suscitando, incluso, la desconfianza; sospéchase en ella un frío
conservadurismo, un cierto miedo al riesgo, que incitan secretamente a prevenirse contra las
luchas de la vida; no se es fiel a lo que se ha sido, sino para acallar la conciencia de no serlo ya en
absoluto a las exigencias de lo que se debe ser. El hombre fiel ha muerto antes de tiempo; lo que él
llama su vida no tiene más consistencia que la de un nostálgico recuerdo»1. Por otra parte, como
afirma G. Marcel, ¿cómo es posible hablar hoy de fidelidad, en «un mundo cuya estructura es tal
que tolera esto que he llamado una deserción absoluta»?
I. ETIMOLOGÍA E HISTORIA.
El término castellano fidelidad proviene del latín fidelitas-atis y vendría a significar lealtad,
cumplida adhesión, observancia de la fe que uno debe a otro, verdad, sinceridad, constancia en los
afectos y en el cumplimiento de sus obligaciones; en definitiva, denota a aquel que cumple sus
promesas y por ello se muestra digno de confianza. En el Antiguo Testamento podemos apreciar
que el término hebreo verdad, 'emet, deriva de la misma raíz que el término que designa la fe,
`emunah, mientras que la raíz 'mn significa estar seguro, firme, sólido. `Emunah expresa
primariamente lo firme, lo que se mantiene, y en el sentido de las relaciones humanas vendría a
significar fidelidad, lealtad, /confianza. Igualmente, cuando se utiliza en referencia a lo justo,
significaría rectitud o sinceridad. En la versión de los LXX se traduce en todos los casos `emunah por
alétheia (verdad). La Biblia llama en muchas ocasiones a Yavé el «Dios de la fidelidad» ('el
'emuhah), asociando en numerosas ocasiones este término al de hesed, misericordia, como
atributos definitorios de la actividad creadora y salvífica de Yavé. Igualmente, las personas en que
se puede confiar son calificadas de 'emet: «Puse al frente de Jerusalén a mi hermano Janaí y a
Jananías, jefe de la ciudadela, porque era un hombre fiel ('emet) y temeroso de Dios como pocos»
(Neh 7,2). En contraste con el pensamiento griego, el hebreo no entiende la fidelidad de la persona
como una actitud o cualidad en sí misma, pues para el semita lo esencial es lo relacional y, por esto,
la fidelidad se da, o no, en la convivencia entre los hombres. Mientras para los griegos uno es fiel,
para los semitas uno vive fielmente. Entre los romanos la fidelidad era entendida como la buena fe
que debe presidir las convenciones públicas de los pueblos y en las transacciones privadas entre las
personas. En la antigua religión romana, la fidelitas fue personificada y divinizada; su templo se
encontraba en el Capitolio, cerca del de Júpiter. Los poetas le cantaban y la llamaban casta,
sagrada, santa e incorrupta. También la sociedad medieval representa un tipo de sociedad basado
sobre la idea de la fidelidad, entendida como la obligación que tenía el vasallo de presentarse a su
señor y rendirle homenaje, quedándole sujeto y siendo denominado hombre del señor. Este, a su
vez, se comprometía a su defensa y protección y a impartir justicia y desagraviarle. Pero no sólo los
vasallos juraban fidelidad a sus señores; estos, a su vez, debían prestar fidelidad, formando una
estructurada jerarquía de fidelidades. Incluso existió una orden de caballería denominada Orden de
la fidelidad, siendo la más antigua, fundada en 1672 por Cristian V, rey de Dinamarca. Ortega y
Gasset añoraba en cierto modo esta relación basada en la fidelidad: «Durante la Edad Media las
relaciones entre los hombres descansaban en el principio de la fidelidad... Por el contrario, la
sociedad moderna está fundada en el contrato. La fidelidad, su nombre lo indica, es la confianza
erigida en norma... El contrato es, en cambio, la cínica declaración de que desconfiamos del
prójimo al tratar con él, y le ligamos a nosotros en virtud de un objeto material –el papel del
contrato–, que queda fuera de las dos personas contratantes... ¡Grave confusión de la modernidad!
Fía más en la materia, precisamente porque no tiene alma, porque no es persona. Y, en efecto, esta
edad ha tendido a elevar la física al rango de la teología» 2.
En nuestra sociedad percibimos cierta dificultad para adoptar como positivo y vitalmente necesario
el sentido de la fidelidad: ¿por qué hay que autolimitar las posibilidades de cada uno?; ¿hay algún
principio, alguna realidad que me inste a comprometer toda mi existencia en él?; ¿podríamos
adoptar hoy el lema: «Vale más la fidelidad que la vida»? Entre nosotros se dan argumentos críticos
con respecto a la fidelidad. Sirvan como ejemplos los siguientes: a) No hay ninguna esencia del
hombre a la que le haya que ser fiel (J. P. Sartre); por lo tanto no es precisa la fidelidad a una
esencia, el hombre se hace en su existencia, no hay nada predefinido, todo está por hacer. Frente a
una esencia del hombre, este se define como libertad absoluta y como tal no sería nada, sino que
llegaría a ser. b) El cuestionamiento de una noción abstracta y esencialista de naturaleza humana,
que llega a definirse por su interna capacidad de cambio, en la que no bastaría el hecho, sino, sobre
todo, la situación en que se diera. c) La sinceridad como principio rector de la conducta humana
puede ocasionar tanto injusticias como indefensiones. Pareciera que esto fuera deseable siempre,
y no tanto el hecho de tener que representar determinadas acciones si no son deseadas en ese
momento: «El compromiso incondicional y la fidelidad podrían, pues, caer bajo la sospecha de
insinceridad para consigo mismo y para con el otro» (G. Marcel), olvidando incluso la máxima de La
Rochefoucauld: «La violencia que se hace para permanecer fiel al que se ama no significa más de lo
que representa una infidelidad». d) Una ética basada en el ideal nietzscheano de la voluntad de
vivir, y entendiendo vivir como poder, que haría rechazar cualquier moral, excepto la del señor,
opuesta a la moral del esclavo y del rebaño. Bondad, humildad, fidelidad son valores inferiores. El
hombre fiel disimularía su impotencia maquillándola de virtud.
Lo cierto es que ciertas formas de concebir la fidelidad han servido para desprestigiarla, como
cuando se confunde la fidelidad con la simple constancia. En efecto, como dice Gabriel Marcel: «Un
ser constante... puede hacerme ver que se atiene simplemente a no cambiar, que se obliga a no
mostrarse negligente en tal o cual cuestión en que pudiera dudarse sobre si se cuenta con él;
puede cifrar su honradez en cumplir exactamente sus deberes para conmigo, en cuyo caso... su
constancia está, evidentemente, centrada sobre la idea que ese hombre ha llegado a formarse de sí
mismo y en atención a la cual no quiere desmerecer. Pero si su conducta verdaderamente produce
en mí el sentimiento o convicción de ser por tranquilidad de conciencia por lo que se testimonia su
simpatía, de una u otra forma, podré decir de él que es irreprochable, que se muestra enteramente
correcto. Pero, ¿cómo confundir esta corrección con la fidelidad propiamente dicha? Aquella no es
más que un simulacro... En realidad, y hasta en conciencia, no puedo —si no es devaluando
implícitamente las palabras— decir de él que haya sido o sea un amigo fiel»3. Además, la fidelidad
muestra su rostro ambivalente en la frecuente deserción; hay quienes desertan de algo por
fidelidad a un valor que se le aparece como superior; del mismo modo, también hay quienes
perseveran por fidelidad. Pero también hay quienes permanecen exteriormente fieles, con una
aparente fidelidad, cuando con más propiedad habría que hablar del miedo a lo que la ruptura de
esa falsa fidelidad le deparare. Obviamente, la fidelidad no tiene absolutamente nada que ver con
los comportamientos de ciertos animales domésticos, ejemplo de conducta fiel; siendo, en todo
caso, lo contrario, por cuanto el animal no puede ejercer su libertad, no es señor de su vida y, por
lo tanto, al no elegir su vida, no puede considerarse modelo de fidelidad. En verdad, la fidelidad ha
de ser de una manera primordial fidelidad a sí mismo, conformidad con las experiencias propias del
yo, siendo consciente de esa lucha vital entre la sinceridad y la fidelidad a la opción fundamental de
vida: «Una persona no llega a su plena madurez sino escogiendo fidelidades que valen más que la
vida»4. Sin que esto signifique olvido de la alteridad; pero sólo se puede ser fiel al otro si se es fiel a
sí mismo. Ser fiel significa lo contrario del dogmatismo, tanto al dogmatismo racionalista, como al
dogmatismo fideísta; el hombre fiel es aquel que postula la dinámica claridad de las ideas y
creencias frente al fixismo oscurantista de unas y otras. El fiel es, por tanto, favorable al /diálogo,
tanto interior como exterior, en cuanto que supone poner en suspenso sus propias ideas y
creencias, como paso necesario para confirmarlas, o, si es preciso, para cambiarlas o incluso
abandonarlas. La mera y mecánica fidelidad a un principio, simplemente porque es un principio, es
una idolatría. Tanto en los que están sujetos mortecinamente a la ley petrificada como en los
sujetos a la ley del instante, se aprecian actitudes enfermizas que denotan miedo a su propia
realidad. Bien distinta es la aceptación tanto del presente como del pasado y del futuro; vendría a
ser como el pastor que, para lanzar una piedra de atención a su rebaño, realiza un movimiento
hacia atrás, para desde ahí lanzar con mayor fuerza hacia adelante; el hombre fiel es aquel que, en
su apuesta por el futuro, recoge todo lo que es, es decir, sus experiencias, sus tendencias, sus
anhelos, su presente pasado y su pasado presente; en marcha hacia un futuro, que quiere ser, que
gime por ser, que lucha por ser. Como tal realidad dinámica, siempre estará expuesta a la
intemperie de la reflexión personal, a la autocrítica y a la demanda del otro, serena unas veces y
desbocada otras, así como de la experiencia asumida que huye de la falsa seguridad.
La fidelidad, por tanto, es una experiencia de profunda autonomía, por cuanto es libre decisión y
expresión de la /persona; es el hombre mismo el que decide a qué, y de qué manera va a orientar
su propia vida, siendo en este sentido profundamente creadora, pues tiene la posibilidad de
recrear su propia vida, llegando a una especie de segundo nacimiento; siendo consciente de que
uno se reconoce a sí mismo cuando se siente reconocido por el otro, cuando siente que es alguien
para alguien. De no ser así, se vería uno encerrado en una estéril soledad que le conduciría
inevitablemente hacia el solipsismo o hacia la muerte. Por tanto, quiero ser fiel para ser yo mismo,
lo mejor de mi yo-mismo, no sólo el yo fugaz de un momento aislado, sin continuidad, que tantas
veces me reconozco, sino aquel que está enraizado en todo un proyecto de vida asumido
libremente. Es respuesta a esa llamada que cada uno siente desde lo más profundo de su yo; es el
dinámico crisol entre lo que uno siente que debe ser y lo que uno percibe que está siendo. La
fidelidad es provocación, llamada a ir hacia adelante, dejando atrás, y sin volver la vista a ellos, los
sinuosos caminos que trazamos para seguir la invitación, gozosa y siempre costosa, de lo que uno
quiere llegar a ser. La fidelidad, en definitiva, nada tiene de sujeción a una seguridad, y, aunque no
es posible olvidar nuestra historia personal, no está domesticada ni por lo que uno fue, ni incluso
por lo que uno es; en todo caso, se trata de confirmar el señorío sobre la propia existencia y la
apuesta por la vida buena que uno desea. Además, para ser fieles a /otro es imprescindible tener
confianza en el otro, pero «con anterioridad a que tenga lugar la confianza, es decir, el fiarse
mutuamente, debe darse necesariamente la en-fianza, como un momento interior, es decir, el
fiarme yo del otro y el otro de mí» 5.
NOTAS: 1 J. Y. JOLIF, Fidelité humaine et objectivité du monde, LumVie 110 (París 1972) 27. – 2 J .
ORTEGA Y GASSET, El espectador, Salvat-Alianza, Madrid 1969, 125. – 3 G. MARCEL, Filosofía
concreta, Revista de Occidente, Madrid 1959, 174-175. — 4 E. MOUNIER, Le personalisme, Seui1,
París 1965, 68. – 5 M. MORENO VILLA, El hombre como persona, 80.
BIBL.: AYEL V., Compromiso y, fidelidad, Claretianas, Madrid 1977; MARCEL G., Ser y tener,
Caparrós, Madrid 1995; ID, Aproximación al misterio del Ser, Encuentro, Madrid 1987; MORENO
VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1985; MOUNIER E., El personalismo, en Obras
completas 111, Sígueme, Salamanca 1990; NÉDONCELLE M., De la fidelité, Aubier, 1953; WAJSBROT
C. (ed)., La fidelidad, Cátedra, Madrid 1992.
A. Martínez Marcos
FILOSOFÍA
DicPC
La etimológica ática del término filosofía, aproxima a dos conceptos: el derivado del verbo filéo
(filía) —amor o querer con afecto entrañable—, y el anejo a sofía —habilidad, agudeza o
destreza— que se va precisando como sabiduría general, capaz de conjuntar los diversos saberes y
habilidades, unificándolos todos en favor de aquello que se considera objetivo fundamental de una
actividad o fin esencial de la propia vida. Así aparece en Platón1, en la Metafísica y en la Ética a
Nicómaco de Aristóteles, en donde la /sabiduría lleva aneja la previsión de los fines. Siguiendo tales
motivaciones, la filosofía, como amor a la sabiduría, se constituyó y trasmitió como un saber
teórico-práctico dirigido a alcanzar aquellos fines considerados últimos o supremos por cada
filósofo. La propia expresión del lenguaje usual tomar las cosas con filosofía expresa la amplitud de
miras a partir de la cual deben ser juzgadas las cosas, ya que su sentido no es el mismo si se las
repone en una perspectiva de totalidad. Kant compendia esta tradición definiendo la filosofía como
«la ciencia de los últimos fines de la razón humana» 2.
Este significado general introduce varios corolarios: a) La filosofía, en ninguna de sus formulaciones
históricas fue ajena al tiempo y a la experiencia de su autor. b) La amplitud y diversidad de la
experiencia humana es la que ha ido impulsando la heterogeneidad y originalidad de las diversas
filosofías. c) Cada filosofía se configuró específicamente como actividad reflexiva dirigida a la
experiencia vivida, legítima o alienada, para reconsiderar su sentido a partir del fin previsto como
supremo o último. Ella es, por tanto, mediación intelectual entre vivencias experimentadas y fines
propuestos o previstos.
La experiencia sometida a la reflexión no ha sido sólo la sensible sino, por mucha que sea su
amplitud, todo cuanto se hace presente, de algún modo, en la inteligencia, el sentimiento o la
conciencia: experiencia ontológica, axiológica, social, del lenguaje, de la comunicación, de la
afectividad, etc. A su vez, el fin o los fines no han sido homogéneos para las filosofías: la posesión
de Dios, la vida intelectual buena, feliz, apacible y serena en y con los demás, el dominio de la
naturaleza, el placer, el afán de poder, la creación estética, etc. Por eso, para comprender la
filosofía, no es suficiente atender a la diversidad de experiencias, sino también a la pluralidad de
fines. La reflexión, interpuesta entre diversidad de experiencias y fines, tiene en las filosofías el
propósito común de hacer al hombre consciente de su situación y de su responsabilidad ante ella,
para mantener su autonomía frente al mundo de sus experiencias. La filosofía se hace así
equivalente a la salvaguarda de la libertad3. La experiencia se reduce a vivencia impersonal y, por
tanto, irresponsable si no es reflexionada. Lo que supone, no su aceptación, sino el enfrentamiento
con ella, sea para superarla o rectificarla, sea para asumirla razonadamente, esto es, libremente.
Desde un punto de vista puramente racional, la libertad es el fin unificador de todos los demás
fines y el que, por encima de formulaciones heterogéneas, confiere sentido a la historia de la
filosofía como proceso intelectual indisociable de la vida del hombre, si es que él debe ser sujeto de
su propia historicidad.
I. LA DIVERSIDAD DE EXPERIENCIAS.
Lo que ha sido y es la filosofía aparece poco comprensible sin una aproximación a las experiencias
que la motivaron. La experiencia fundamental a partir de la que el griego vivía y pensaba, era la de
reconocerse perteneciente a la Physis o /Naturaleza, realidad originaria de los seres y razón de su
evolución y permanencia. La filosofía, en consecuencia, nace como investigación sobre la
naturaleza (presocráticos). A ella se añadirá la experiencia del hombre como ser que debe convivir
y compartir, no sólo la ciudad, sino la virtud, la verdad y el lenguaje, que va a dar paso a la
investigación socrático-platónica. Por eso, en Platón la filosofía se configura como saber
preocupado por realidades objetivas e indudables, que puedan servir de referencia a lo justo y a lo
injusto, a lo verdadero y a lo falso; y, frente al convencionalismo sofístico, sean el fundamento de
los convencimientos morales, de las significaciones lingüísticas y de las vivencias sociopolíticas. Ese
es, a pesar de su evolución, el objetivo del primero al último de sus Diálogos. A tal preocupación
añadirá Aristóteles la de conocer las causas y principios de los seres, en cuanto a su origen,
constitución y finalidad. De ahí que su filosofía, en particular su Metafísica, se inicie como
investigación sobre las causas4 y pase a ser tratado de la substancia sensible5, para concluir en la
exigencia de una realidad divina, si bien natural, causa y sustancia última, razón eterna del tiempo
y del movimiento6. La filosofía llamada helenística, a partir del siglo IV a.C., será, de hecho, una
reflexión sobre la experiencia moral inmediata, esto es, sobre las formas y normas de vida. El
Estoicismo, unificando teoría y práctica, se orienta al ejercicio moral virtuoso, concluyendo en el
abstine, sustine como ideal de toda vida. A su vez, para el Epicureísmo, la filosofía debe ser el
tetrafármaco que cure al hombre de los cuatro males de la vida: el temor a los dioses, a la muerte,
al fracaso en la vía del bien y a los males y peligros (Carta a Meneceo).
2. Si la filosofía es actividad reflexiva dirigida a nuestra propia experiencia, ello quiere decir que
todo filosofar debe ser actual y personal, sin que esto suponga confinarse en ningún subjetivismo.
Será la reflexión sobre los problemas actuales la que confiera sentido a las filosofías del pasado y
hará razonablemente necesario el recurso a sus modos de ver las cosas. La actividad reflexiva sobre
la actualidad es la contrapartida y la condición de la comprensión de la filosofía misma. Para quien
no se plantea ningún problema, las filosofías resultarán absolutamente incomprensibles. No hay
alternativa entre tradición y actualidad: la filosofía de hoy sería ciega sin la pasada y esta quedaría
vacía de sentido sin la reflexión actual. De ahí la insoslayable urgencia de una ininterrumpida
/hermenéutica de la tradición y de los textos, a partir de nuestro propio horizonte del mundo
(Gadamer, Ricoeur).
Si nuestra experiencia actual es más compleja y extensa que la del pasado, por eso mismo la
filosofía estará más urgida a reflexionarla, en la medida en que al hombre se le hace más difícil
salvaguardar su identidad. La filosofía aparece en nuestros días como condición necesaria para la
subsistencia de la subjetividad, entendida como la capacidad del hombre para reconocerse autor
de sus actos, de sí y de su /mundo. La complejidad de nuestra experiencia se va desarrollando
como una incesante pérdida de dominio del hombre sobre sus propias obras. Heidegger7 denunció
ya esta situación respecto a la técnica, pero el mismo proceso de despersonalización emana de la
política y del ámbito económico, como ya había previsto M. Weber8, y recuerdan hoy D. Bell o el
propio Habermas9. La llamada sociedad de consumo genera un ámbito de usos cotidianos,
deterministas y despersonalizadores, en cuyo anonimato el hombre de hoy vive irreflexivamente.
La obra de M. Foucault es un certero diagnóstico: en la actualidad, el hombre debe reconocerse
más como sometido o sujetado que como sujeto10. Esta situación reclama, con más urgencia y
amplitud, la reflexión, como exigencia individual y como exigencia social. Hoy nuestras
comunidades e instituciones se sienten insatisfechas con los logros de las democracias formales y
con los resultados derivados de los ideales capitalistas (Habermas). Por eso aspiran, no sin
contradicción entre individualismo y cosmopolitismo, a ideales de vida más morales y
humanísticos, difícilmente previsibles y asequibles sin un saber de fines. La filosofía, como actitud y
actividad reflexiva, aparece así como una condición para que las sociedades actuales puedan hacer
frente, tanto a la crispación individualista como a la anónima irracionalidad provocada por la
creciente tecnificación de todas las esferas de la vida. La filosofía deberá ser, no moralismo, pero sí
ética o movimiento de apropiación del hombre por sí mismo, frente a cualquier otro ideal que no
sea el de la subjetividad.
1. En primer lugar, filosofía y /ciencia se distancian por razones esenciales. Es indudable que toda
ciencia tiene que ver con el hombre. Los objetos y los métodos de las ciencias son hoy muy
heterogéneos, pero tienen en común la exclusión de la subjetividad de su propio determinismo
investigador. El saber científico, considerado en sí mismo, impulsado por su propia lógica, es
neutral, cuando no ajeno, a las repercusiones subjetivas y a las consecuencias antropológicas de
sus propios objetivos. En cuanto forma de conocimiento, la ciencia es autónoma, impersonal e
irresponsable, encaminada a un desarrollo imprevisible, en sí mismo desprovisto de fines, aunque
científicos y no científicos soliciten la responsabilidad y la atención también a los fines. Pero, por su
naturaleza, el saber científico se encamina a desarrollar más el poder que el deber del hombre. No
son, pues, sólo cuestiones de método o diferencias de objeto las que distinguen filosofía y ciencia,
sino algo tan profundo como los fines y la lógica misma en la que cada una se inspira: la filosofía, en
una lógica orientada hacia la libertad asociada a los fines del hombre como ser-en-elmundo o como
ser-trascendente-almundo11; las ciencias, en la lógica unívoca del /determinismo investigador
encaminado a conocer y dominar la naturaleza. A pesar de esto, la filosofía y la ciencia actuales
están obligadas a no perder de vista las paradojas derivadas de todo saber no atento a las
prospectivas antropológicas.
2. La filosofía no es asimilable a lo que hoy entendemos por /ideología. Esta puede ser definida
como constructo teórico coherente, encaminado a la práctica, que se presenta como saber o
verdad única y excluyente. La ideología no se dirige, pues, al entendimiento, sino a la voluntad, con
la intención de movilizar actitudes y justificar prácticas. Su objeto no es la reflexión, sino la solicitud
de aceptación, en virtud de principios de autoridad, practicidad, utilidad, conveniencia, etc. La
filosofía, por el contrario, se dirige al entendimiento para obtener el convencimiento razonado a
partir de la reflexión personalizada. No solicita, pues, la adhesión, sino la actitud crítica para que
toda conclusión o decisión lo sean en virtud de la libertad informada. De este modo, las filosofías
pierden su condición de tales en la medida en que se movilizan en favor de otro fin (interés, idea o
ideal) que no sea el del juicio y la acción libres. La historia de la filosofía no es, pues, la historia de
las ideologías, si bien cualquier filosofía puede ser reducida a ideología. Tampoco coincide con la
historia de las ideas, saber neutro cuyo objeto se fija en aproximar al ámbito intelectual de este o
aquel momento histórico. La historia de la filosofía se encamina, no a conocer las ideas de otro
tiempo, sino a interpretarlas para comprender mejor el nuestro.
3. Desde una aproximación puramente antropológica, la experiencia religiosa es una de las más
profundas y permanentes. No puede, por eso, dejar de ser reflexionada, tanto en sí misma cuanto
en su objetivación como saber teológico. La filosofía debe respetar, como en las demás formas de
saber, su propia lógica o racionalidad. Por eso nada tiene que decir respecto a las fuentes de
autoridad de las religiones, muy especialmente de aquellas epistemológicamente concertadas,
como es el caso de la Revelación judeocristiana. La filosofía no puede sino reconocer y respetar la
lógica del creyente y, por tanto, los motivos o razones de la /fe. A la filosofía corresponde, sin
embargo, la obligación de reflexionar la experiencia religiosa como una de las humanamente más
significativas, para solicitar que toda fe sea aceptada libremente y, por tanto, el creyente
comprenda los motivos y fines de su creencia. No se trata, pues, de racionalizar la fe, lo que
supondría su negación, sino de propiciar su aceptación razonada. En consecuencia, no hay
contradicción entre religión y razón, entre teología y filosofía, puesto que ambas son formas de
racionalidad diferenciadas, aunque incardinadas en la misma libertad humana. Una, la filosofía,
circunscribe su sentido al Dasein o ser-en-el-mundo; la otra lo amplía hasta el horizonte que la fe
propone, en cuanto que, para el creyente, el hombre es ser-más-allá-del-mundo.
4. Por último, la filosofía debe ser diferenciada de otras formas de conocimiento vinculadas al
sentimiento, a aspiraciones místicas o a motivaciones inconscientes o esotéricas. Hegel primero, y
Heidegger después12, insisten en que la filosofía se deriva del modo específico de razonar griego,
sin que esto suponga menoscabo para los saberes orientales, místicos, etc. Por su naturaleza
reflexiva, la filosofía es crítica y, por tanto, no asimilable a otras formas de saber en las que se
disuelva la distancia entre el sujeto de la reflexión y el objeto reflexionado. Evitar la fusión de
ambos es condición de toda actitud y saber filosóficos. Esta última precisión nos aproxima a una
convicción esencial para precisar el concepto mismo de filosofía: esta tiene sentido sólo en la
medida en que al hombre se le otorgue la identidad de persona, tanto en el orden esencial como
en el existencial y práctico. Ello supone: reconocer a cada ser humano, dotado de una entidad
propia intrasferible, libre y con autonomía para la acción, con capacidad axiológica y de
responsabilidad, esencial y existencialmente comunicable con las demás personas, sustancialmente
idénticas. Sólo a partir de un ser así, tiene sentido la filosofía como actividad reflexiva, encaminada
a propiciar la realización de la libertad.
NOTAS: 1 Eutidemo, 287-293. – 2 Schriften zur Metaphysik und Logik II, Suhrkamp, Frankfurt 1968,
446; Crítica de la razón pura, A 804ss. – 3 SCHELLING F. W. J., La esencia de la libertad humana,
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires 1950. – 4 Metafísica, 1-4. - 5ID,VII, VIIIyIX.– 6 ID, X11,7-
10.–7 HEIDEGGER M., La pregunta por la técnica, Barcelona 1985. La denuncia de tal situación se ha
convertido en lugar común en la actualidad, siguiendo la sugerencia también de Horkheimer,
particularmente en su Crítica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires 1969.- 8 La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona 1973. – 9 Cf BELL D., Las
contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1977; HABERMAS J., Problemas de
legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires 1975; ID, Conciencia moral y acción
comunicativa, Península, Barcelona 1985. – 10 Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1968. Sus
demás obras concluyen con la misma convicción. – 11 La trascendencia entendida, para el
creyente, como ser-para-Dios; para el no creyente, como ser-para-otro, ser-con-otro. Entendida
también como movimiento de superación de sí por sí mismo y, por tanto, como realización de las
posibilidades de la libertad, el entendimiento, el espíritu en general. E. Mounier acepta esas
diversas formas de /trascendencia como categorías de la persona. – 12 HEGEL G. W. F., Lecciones
sobre la historia de la filosofía 1; cf HEIDEGGER M., ¿Qué es filosofía?
BIBL.: ARISTÓTELES, Metafísica, Gredos, Madrid 1970; DESCARTES R., Reglas para la dirección del
espíritu, Alianza, Madrid 1984; HEGEL G. W. E, Lecciones sobre la historia de la filosofía, 3 vols., FCE,
México 1955; HEIDEGGER M., El Ser y el Tiempo, FCE, México 1971; ID, ¿Qué es filosofía?, Narcea,
Madrid 1978; HEIMSOETH H., Los seis grandes temas de la filosofía occidental, Revista de
Occidente, Madrid 1974; KANT 1., Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1978; MACEIRAS M.,
La filosofía como reflexión hoy, Verbo Divino, Estella 1994; ORTEGA Y GASSET J., Qué es filosofía,
Alianza, Madrid 1982; PLATÓN, República, Gredos, Madrid 1988; RtCOEUR P., Historia y verdad,
Encuentro, Madrid 1990.
M. Maceiras
FILOSOFÍA CRISTIANA
DicPC
La expresión filosofía cristiana aparece en bastantes autores antiguos, entre los que merecen
citarse, sobre todo, san Justino y san Agustín. Para ellos se trataba, bajo ese nombre, de una
auténtica sabiduría teológica, en la que las verdades divinamente reveladas entraban, junto con las
alcanzadas por la sola razón, en un único cuerpo de doctrina. Y esa misma concepción se mantiene
en muchos otros autores antiguos, medievales y modernos, como Salviano, Hugo de San Víctor,
Erasmo, Javelli, Luis de Granada, Formey, etc.
Dentro de los autores modernos es Francisco Suárez el primero que, distinguiendo con claridad la
razón de la fe, y la filosofía de la teología, enseñó expresamente, al comienzo de sus Disputaciones
metafísicas, que la filosofía, aunque es esencialmente distinta de la teología, debe, sin embargo,
ser cristiana, o sea, no sólo no opuesta a las verdades divinamente reveladas, sino también
positivamente conforme a ellas. Y así escribe: «De tal manera desempeño en esta obra el papel de
filósofo, que jamás pierdo de vista que nuestra filosofía tiene que ser cristiana, y servidora de la
teología divina». Por ese camino fueron después otros muchos autores, como Luis Carbón, Juan
Martínez de Prado, Antonio Goudin, Salvador Rosselli y Cayetano Sanseverino. Y en la misma línea
se encuentra también León XIII, al hablar en sus encíclicas, sobre todo en la Aeterni Patris, de
sabiduría cristiana.
Mas la cuestión misma de la filosofía cristiana fue objeto de famosas controversias a partir, sobre
todo, del año 1931, fecha de una reunión de la Sociedad Francesa de Filosofía, dedicada al tema.
Los nombres más representativos de esas controversias fueron Emilio Brehier y León Brunschvicg,
por una parte, y Esteban Gilson y Jacobo Maritain, por otra. Veamos sus distintas posturas.
La expresión filosofía cristiana, dice Brehier, puede tener uno de estos dos sentidos: o que sea una
filosofía enteramente conforme con la fe cristiana y aprobada por el Magisterio de la Iglesia, y
entonces es absorbida por la doctrina de la fe y deja de ser filosofía, o quiere significar que la
religión y la fe cristianas han excitado el trabajo puramente filosófico de la razón natural, en la
investigación y en el hallazgo de una nueva concepción del mundo, y esto, de hecho, nunca ha
ocurrido.
Por su parte, Brunschvicg dice que, como la verdad no puede ser sino una y la misma para todos,
no se debe añadir el adjetivo cristiana a la realidad de la filosofía. El adjetivo cristiana niega el
sustantivo filosofía, porque la revelación cristiana, según se supone, proporciona una verdad
indudable y ya conseguida, y por lo tanto excluye radicalmente la inquietud y la búsqueda de la
verdad, que pertenece a la esencia de la auténtica filosofía.
En contraste con ellos se encuentran Maritain y Gilson. Para Maritain la filosofía, al menos la
filosofía moral, tiene una dependencia esencial respecto de la sagrada teología, a la que debe
subalternarse –y por tanto, también a la fe–, para que sea una verdadera ciencia y esté adaptada a
su propio objeto en la presente condición de la naturaleza humana. La ética, pues, debe ser, no
sólo positivamente, sino esencial y formalmente cristiana.
Por su parte, Gilson defiende que el espíritu de toda filosofía cristiana es teológico. Pero el espíritu
es lo que hay de más formal en la filosofía. Luego, según él, la filosofía de los Padres de la Iglesia y
de los Doctores escolásticos es esencial y formalmente cristiana, y no sólo en cuanto a su parte
moral, sino en todas sus partes. Y parece que a la misma conclusión llega Mauricio Blondel, aunque
este proponga su tesis bajo otro aspecto: el práctico y de la acción vital. La filosofía, viene a decir,
descubre su propia imperfección y su radical insuficiencia en el orden de la vida, y allí reclama
naturalmente un complemento y plenitud, que ella no puede darse a sí misma. Simultáneamente,
sin embargo, viene a su encuentro la revelación cristiana, que le ofrece una completa liberación de
esa miseria y de esa insuficiencia natural. De todo lo cual resulta que la filosofía y la revelación
cristiana se exigen mutuamente y se completan entre sí de modo esencial, con lo que la filosofía
debe ser íntima y esencialmente cristiana. Es el resultado de ese reclamo mutuo entre las
exigencias cristianas de la filosofía y las exigencias filosóficas del cristianismo.
Mas, aparte de esas dos posturas extremas, se han dado otras intermedias.
En primer lugar, la de Desiderio Mercier y otros, que proponen que la fe cristiana no es, no puede
ser, para el filósofo un motivo de adhesión o una fuente directa de conocimientos, sino sólo una
salvaguarda o una norma negativa. Y semejante a esta es la postura de Fernando van
Steengerghen, que considera esencial, en este asunto, la distinción entre el filósofo y la filosofía, de
suerte que si bien se puede hablar con sentido de filósofos cristianos, es un error de bulto hablar
de filosofía cristiana, ya que esta expresión abstracta no puede significar otra cosa que filosofía
esencialmente cristiana, lo que entrañaría una contradicción en sus propios términos.
Otra postura intermedia es la de Luis Bogliolo, quien defiende la tesis de que la llama da filosofía
cristiana es, desde luego, formalmente filosofía, aunque también sea materialmente cristiana;
tiene, pues, de filosofía todo lo que les es propio a los saberes que se apoyan sólo en la luz natural
de la razón, pero tiene también de teología el ocuparse de asuntos de los que trata asimismo la
teología, aunque bajo otra luz.
No debe ser, en primer lugar, teología sagrada, o parte de la teología. Y esto indudablemente
ocurriría si, en su elaboración, se apelara positivamente, como a una fuente directa de
conocimientos, a la revelación divina y a la fe sobrenatural. Estaríamos entonces ante una filosofía
esencialmente cristiana, lo que es imposible. En efecto, lo esencialmente cristiano en la línea del
conocimiento, o es la fe divina, o lo deducido de la fe divina de manera necesaria e intrínseca. Y
entonces la expresión filosofía cristiana tendría este sentido: filosofía de la fe teologal, o extraída
de la fe, o sea, filosofía divinamente creída. Lo que es una contradicción in adiecto, puesto que la
filosofía, en cuanto ciencia, versa sobre lo intrínsecamente evidente (con evidencia inmediata o
mediata), mientras que la fe divina versa de suyo sobre lo intrínsecamente inevidente. Santo
Tomás ha escrito a este respecto: «No es posible que una misma cosa, al mismo tiempo y bajo el
mismo aspecto, sea sabida y creída, porque lo sabido es visto, y lo creído, no visto»1.
Mas, por otra parte, tampoco se puede aceptar la tesis de Brehier, Brunschvicg y otros, que niegan
de plano la existencia, y hasta la misma posibilidad, de una filosofía cristiana. Dicha filosofía
cristiana ha existido de hecho, y sigue existiendo, como es el caso de muchos Padres de la Iglesia y
de los Doctores escolásticos. Todos ellos, aunque principalmente fueron teólogos, también fueron
filósofos, y han aportado, sin duda, al acervo cultural de la Humanidad, un gran caudal de
conocimientos importantísimos, estrictamente filosóficos, como son las doctrinas sobre la unidad y
trascendencia de Dios y de su providencia, del origen del mundo por creación a partir de la nada,
de la espiritualidad y de la inmortalidad personal del alma humana, etc.
Pero si la filosofía cristiana, en muchas de sus manifestaciones, ha existido realmente, y, por otro
lado, no es posible entenderla como una filosofía esencialmente cristiana, es evidente que habrá
que entenderla como una filosofía que, siendo formalmente filosofía, y no teología sobrenatural,
sea, sin embargo, también cristiana, bien materialmente, bien accidentalmente.
La primera de estas posibilidades es la defendida por Luis Bogliolo, para quien la llamada filosofía
cristiana debe ser formalmente filosofía y materialmente cristiana. Lo que quiere decir, en la
práctica, que dicha filosofía habría de ocuparse de los asuntos de que se ocupa la teología sagrada,
pero no desde la perspectiva teológica, y con el método teológico, sino precisamente desde el
punto de vista filosófico y con la metodología propia de la filosofía. Pues bien, el defecto de esta
postura está en que los asuntos propiamente teológicos, por lo menos en su mayoría, no pueden
ser abordados y resueltos a la sola luz de la filosofía. Algunos sí, pero no todos, ni siquiera la mayor
parte de ellos; con lo que la coincidencia material entre la filosofía y la teología sería sólo en parte,
y aun se podría decir que en una parte muy pequeña.
Parece, entonces, que la única posibilidad que queda es que la filosofía cristiana sea formalmente
filosofía y accidentalmente cristiana; que es la postura mantenida por Santiago Ramírez. Para el
pensador español, en efecto, si la fórmula filosofía cristiana ha de tener un sentido real y
verdadero, es necesario que el apelativo de cristiana no sea tomado en sentido esencial o formal,
sino justamente en sentido accidental, o sea, el correspondiente al quinto predicable: algo que se
une de modo contingente a una esencia, y que puede afectarla o no afectarla, sin que varíe la
susodicha esencia. Por eso, la esencia de la filosofía permanece la misma, tanto si es cristiana como
si no. Y si un filósofo cristiano cae en herejía o en infidelidad, no pierde por ello su filosofía, como
pierde realmente su teología un teólogo herético. En una palabra, que la apelación de cristiana
debe atribuirse a la filosofía, no sustancialmente, sino cualitativamente, y como una cualidad
contingente.
Concretando más, hay que decir también que la apelación de cristiana no debe ser meramente
extrínseca o negativa –una mera denominación extrínseca, como dicen Mercier y otros–. Esto no
bastaría para que la filosofía pudiera decirse real y verdaderamente cristiana, porque así comono
es suficiente el que alguien no se oponga o no contradiga a la fe cristiana, para que pueda decirse
realmente cristiano, así tampoco puede bastar con que una filosofía no contradiga a la doctrina
cristiana para que pueda decirse, con verdad y positivamente, cristiana. La fórmula filosofía
cristiana debe entenderse, pues, como una apelación positiva, pero contingente, al igual que en la
fórmula hombre blanco, el apelativo blanco afecta real y positivamente al hombre de raza blanca,
pero sólo de modo accidental y contingente.
La filosofía cristiana así entendida, no sólo constituye un hecho histórico-cultural de primer orden,
sino que se revela incluso como una exigencia perfectiva de la propia filosofía, en cuanto se la pone
en relación con ese otro hecho, asimismo innegable, de la revelación divina y de la llamada
universal de todos los hombres a la obediencia de la fe.
Además, de ese carácter de cristiana sólo pueden derivarse ventajas para la misma filosofía. En
efecto, la fe divina, recibida en el intelecto del filósofo, no sólo no destruye la filosofía de este, sino
que más bien la salvaguarda, la perfecciona y la eleva. Porque la fuerza cognoscitiva de la razón
natural no disminuye al sobrevenir la fe, sino que más bien aumenta y se enriquece con la cercanía
de esa nueva luz sobrenatural. El hábito de la fe divina no sólo potencia a nuestro intelecto en
orden al conocimiento de los misterios sobrenaturales, sino que también lo torna más capaz y
robusto en orden a la investigación de muchas verdades fundamentales que, de suyo, son
naturalmente cognoscibles.
Por un lado, en efecto, la fe instruye a la filosofía acerca de sus limitaciones y posibles fallos, para
que no se exalte en demasía, como acontece en los racionalistas. Pues le da a conocer que, más
allá, y por encima de la razón natural, existen misterios intrínsecamente sobrenaturales, que
exceden, de modo absoluto, las fuerzas de nuestra razón. Y en cuanto a las mismas verdades
acerca de Dios, que no exceden de suyo a dichas fuerzas naturales, también la fe enseña al filósofo
las muchas imperfecciones a que está sujeto en la presente condición del género humano, por el
vulnus de la ignorancia, que oscurece y debilita nuestra razón.
Y, por otra parte, también la fe conforta a la razón contra el pesimismo de los fideístas y de los
agnósticos, enseñándonos que la razón humana, por su propia energía nativa, puede conocer
muchas verdades, de modo seguro e indudable, como los primeros principios (a saber, el de
contradicción, el de identidad, el de causalidad, el de finalidad) y también la misma existencia de
Dios, como causa primera y fin último de todas las cosas, así como la espiritualidad, la inmortalidad
y la libertad de nuestra alma. Todo lo cual constituye una gran ayuda para filosofar rectamente.
Esta es la auténtica filosofía cristiana: una filosofía autónoma dentro de su esfera, que se centra en
sus propios objetos, y los investiga desde sus propios principios y con su propio método, sin ir más
allá de sus fronteras, que son las amplísimas de los conocimientos naturales del hombre en cuanto
tal. Pero una filosofía también armonizable, y armonizada de hecho, con la fe y con la teología
sagrada; que no se opone, por tanto, a ninguna de las verdades divinamente reveladas, y que en
sus desarrollos, plenamente coherentes, permite un uso ulterior de sus asertos en apoyo de la fe,
proporcionando así unos materiales preciosos para la edificación de la sagrada teología.
Finalmente, una filosofía subordinada a la fe de manera indirecta y accidental, pues no deja nunca
de ser formalmente filosófica, ni admite otra iluminación intrínseca que la que procede de la luz
natural de la razón, pero que, valiéndose asimismo de esa luz racional, evita caer en todos los
errores contrarios a la fe, y afina y despliega sus investigaciones de suerte que resulten aptas para
explicar después, o tener alguna inteligencia posterior de los dogmas revelados. De modo parecido
a la actitud propia del hombre cristiano que, al esforzarse por adquirir las virtudes humanas, y al
empeñarse en ser un buen padre de familia, un buen amigo, un buen profesional y un buen
ciudadano, se prepara y capacita para que no resulte en él estéril la gracia de Dios y pueda llegar a
ser un auténtico cristiano.
BIBL.: BOGLIO L., La filosofía cristiana, Cittii del Vaticano 1986; GARCÍA LÓPEZ J., Elementos de
filosofía y cristianismo, Eunsa, Pamplona 1992; GILSON E., La filosofía en la Edad Media, Gredos,
Madrid 19652; GILSON E.-BOHNER P., Die Geschichte der christlichen Philosophie, Paderborn-
Viena-Zurich 1937; Livt A., Etienne Gilson: Filosofia cristiana e idea del límite crítico, Eunsa,
Pamplona 1970; MARITAIN J., De la philosophie chrétienne, París 1933; NÉDONCELLE M., Teología y
filosofía, o la metamorfosis de una sierva, Concilium 6 (Madrid 1965) 97-108; RAMÍREZ J. M., De
ipsa philosophia in universum, Madrid 1970, 768-854.
J. García López
FILOSOFÍA DE LA LIBERACIÓN
DicPC
I. ENCUADRAMIENTO HISTÓRICO.
Antes de comenzar con la exposición sistemática, es necesario situar esta reflexión en el contexto
más amplio de la filosofía latinoamericana, en donde surgió la FL. Conviene aludir a la polémica
filosófica que animó el panorama latinoamericano, que tuvo como principales protagonistas a A.
Salazar Bondy y L. Zea, y en la que también intervino decisivamente E. Dussel. El peruano Augusto
Salazar Bondy planteó en 1968 3 la imposibilidad de una filosofía latinoamericana auténtica y
original, debido a su inserción en una cultura de dominación. Esta toma de postura fue contestada
por el mexicano Leopoldo Zea en un ensayo publicado en 1969 4, donde sostiene que la
complejidad de la vida cultural latinoamericana impide que la filosofía allí realizada pueda ser
rechazada como inauténtica sin matizaciones. Zea piensa que la filosofía latinoamericana se ha
caracterizado por haber sabido adaptar las ideas ajenas, básicamente europeas, a la propia
realidad latinoamericana. Para Salazar Bondy, la América hispanoindia se encuentra en una
situación de dominación, dependencia y subdesarrollo. En semejante circunstancia, la cultura de un
país o continente se ve afectada en todas sus manifestaciones. Sostiene que la /filosofía no puede
realizar un vaciado mental de la situación histórica, política, económica y social, en general, de un
país; y desde esto afirma que, en una situación de dependencia y dominación, la filosofía que se
realice también será una filosofía de la dominación; en definitiva, una reflexión realizada desde una
situación dependiente, resultará ser una reflexión ella misma dependiente. La vinculación entre la
realidad social y la reflexión del filósofo es estrecha, y entre una y otra establece, como se ve, una
relación de causa-efecto. Esto significa que la filosofía latinoamericana carece de originalidad de
facto y que hasta que no se sacuda el yugo de dicha dominación no podrá tener lugar una filosofía
original y auténtica, pues los filósofos latinoamericanos, al pensar la imagen de sí mismos y de su
mundo, lo hacen desde el plagio de alguien que toma como propio lo pensado por otros. Desde
estas premisas debe concluirse, para Salazar Bondy, que la filosofía importada a América Latina no
hace más que encubrir la propia realidad. No sólo América Latina, sino todo el Tercer Mundo, todo
el
Sur está formado por países con una cultura de dominación. La reflexión filosófica del Primer
Mundo pretende dominar e impone culturalmente, también filosóficamente, ese dominio. Pero la
postura del filósofo peruano aparece cargada de determinismo y pesimismo, pues, ¿cuál es el
estadio de plenitud y autodeterminación exigido para que una filosofía sea original y auténtica? ¿Y
cómo y quién establece ese estadio de libertad? ¿Acaso en todos los países dominadores, que
parecen poseer esa autoposesión y libertad, se ha dado una filosofía propia? ¿Existe en esto una
causa que provoque indefectiblemente el efecto del surgimiento de una filosofía auténtica? Por el
contrario: ¿no será necesario realizar una auténtica filosofía mientras se l ogra la ansiada
liberación? Y algo más: esa situación de postración y dependencia, ¿no puede significar
precisamente la urgencia de realizar una verdadera filosofía que estimule y anime una praxis de
liberación?
La propuesta de Leopoldo Zea pretende ser una réplica directa a la postura del filósofo peruano.
Para Zea el quehacer filosófico se cuestiona sobre el ser, siendo el logos, la palabra, su medio
expresivo por excelencia. Lo que sucede es que muchas veces en la historia una determinada
respuesta o logos, ante las preguntas fundamentales del hombre, se presenta como la respuesta, la
única posible, imponiéndosele la misma a otros hombres a través de las diversas mediaciones de
colonización y dominio, sean políticas, económicas, culturales, religiosas, tecnológicas, etc., que
suelen estar casi siempre cimentadas en unas determinadas concepciones filosóficas. Pero los
primeros filósofos griegos no se cuestionaron una filosofía griega, sino que simplemente se
cuestionaban la esencia del mundo que les era cotidiano. En palabras de Zea: «¿Qué clase de
hombres somos, que no somos capaces de crear un sistema, que no somos capaces de originar un
filósofo que se asemeje a uno de tantos que han sido y son claves de la historia de la filosofía?
¿Qué clase de hombres somos?» 5.
No se trata de construir una filosofía de genitivo, que especulara sobre la liberación, sino que
también pretende arrojarse de encima el lastre de un lenguaje filosófico que le impide acceder a la
realidad propia del empobrecido, del oprimido latinoamericano; se trata de una especie de filosofía
fundamental. Es necesario tematizar nuevas categorías filosóficas que posibiliten dar cuenta de esa
realidad, sabiendo que esa realidad no es el Sur como concepción abstracta, sino que es la persona
del otro, la persona sufriente y oprimida por el peso del logos extraño.
Por otra parte, observemos también que el mismo planteamiento acerca de la universalidad o
regionalidad de una filosofía oculta en su seno una falacia: se parte del a priori de que la filosofía es
la filosofía realizada en Europa, es decir, la tematización que sobre el ser, el mundo, el hombre y
Dios se ha hecho aquí. Cuando otro continente o cultura pretende hacer filosofía se le tacha de
regionalista, por el simple hecho de haber tenido el atrevimiento de pensar el ser, el mundo, el
hombre y a Dios, desde un contexto distinto del que hasta ahora venía siendo usual: Europa, ya
helena, ya centroeuropea. Mientras se hizo desde Europa no se planteó con crudeza el dilema
entre regionalismo y universalismo; cuando se hace desde un contextualismo distinto y alternativo,
entonces se acusa a dicho pensar de ser regional, casi tribal, olvidando que también es tribal lo
pensado en la región europea, pues no hay grupo humano que posea el monopolio del
pensamiento. Hoy el sapere aude kantiano ha llegado hasta fuera de los límites de Europa y del
Norte, hasta el Sur del actual sistema geopolítico, económico y cultural.
Pero, ¿es posible entonces una filosofía en un contexto sociocultural de dominación? Es decir, ¿es
posible una filosofía de la liberación de la dominación? Para Salazar Bondy la respuesta era
negativa; para Zea, positiva. Nos parece que tal filosofía esclaramente posible e incluso necesaria,
pero a condición de que esa reflexión sea verdadera filosofía y no se desvincule de los grandes
problemas de los hombres. La historia parece demostrar que los grandes problemas de los pueblos
son los que han dado lugar a los grandes sistemas y movimientos filosóficos. Se trata, para
nosotros, de la tesis contraria a la sostenida por Salazar Bondy. En el Sur dependiente y
subdesarrollado, secularmente oprimido, con carencias evidentes en muchos sentidos, el filósofo
auténtico debe pensar sobre su propia realidad, con el fin de luchar por superar semejante estado
de cosas. La filosofía no es un pasatiempo intelectual; el filósofo aquí no piensa por puro pensar, ni
siquiera porque ame el saber por el saber. Lo que el filósofo auténtico debe amar es al hombre
sufriente, a los pueblos expoliados y enajenados de sus derechos, y reflexionar acerca de las
condiciones causales de su abatimiento, así como la estrategia práctica para superar ese injusto
estado de cosas, pues la filosofía lleva en su entraña la intención de la influencia, del cambio, de
inquietar las conciencias hasta desembocar en la praxis justa que libera a la persona oprimida.
Por el contrario, la FL no se sitúa desde el yoísmo, que descuella desde la modernidad a partir de
Descartes (ego cogito), y que tuvo su antecedente histórico en el ego conquiro del expansionismo
imperial de Europa en los países por entonces colonizados, fundamentalmente a partir de 1492; de
esta forma, el comienzo de la modernidad, incluso antes de sus formulaciones teóricas, tuvo su
adelanto a nivel geopolítico en la colonización que Europa realizó sobre su periferia. La FL se
presenta como un pensar que parte de la existencia real de la /persona pobre, el oprimido, tanto
individual como colectivamente (desde los países y pueblos dependientes). Así pues, se sitúa desde
la exterioridad y /alteridad del otro, desde la persona empobrecida que existe, pero fuera del
sistema políticamente imperante, más allá de donde se dictan las leyes del mercado económico
que les empobrece, y donde esas leyes se ejecutan sin /compasión.
Una filosofía que se realice desde la perspectiva de las necesidades de los oprimidos, y que tome
en cuenta los condicionamientos —históricos, económicos, políticos, culturales y de todo tipo—,
desde la dependencia, no puede dejar de plantearse la liberación de la /opresión, y será, por ello,
filosofía de la liberación. Un pensar despierto y crítico, no encubridor, no puede, si no quiere ser
cómplice de esa realidad, pasar por alto las opciones políticas, económicas, pedagógicas,
teológicas, culturales y de cualquier otro tipo, que condicionan a priori cualquier reflexión; por ello
pone especial atención a la realidad, a lo pretemático y, lejos de prestar los oídos y la pluma a un
pensar pu' ramente abstracto y desencarnado, se sitúa en la posición originaria en la que el
hombre vive cotidianamente: posición de la persona ante la otra persona, relación que puede ser
de respeto o de violencia en cualquiera de sus formas, sutil o patente. Cuando una filosofía se
realiza en una determinada cosmovisión cultural (cosa inevitable) esta termina, casi siempre, por
ser vista como la única realidad, o, al menos, como la mejor realidad. Fuera de los límites de su
cosmovisión se aloja la oscuridad, el /bárbaro, el no-ser; por extensión, los habitantes de la
exterioridad de esas fronteras supuestamente civilizadas son los nadies.
La vinculación entre la filosofía y la dominación aparece perceptible cuando nos percatamos de que
la ontología, la concepción del ser que uno posee, ejerce un claro influjo en la praxis cotidiana y,
desde aquí, se explaya en las concreciones políticas, económicas y culturales, así como en la moral
y en el derecho. Es decir, que la ontología no es neutral, pues históricamente podemos constatar
que ha servido para justificar las concepciones jurídicas de las clases dominantes sobre las
dominadas. El /ser ha sido, desde Aristóteles, el tema básico de la filosofía, reducida, en
consecuencia, a ontología. Pero el ser en tanto que ser es una abstracción tan genérica que ha
terminado, muchas veces, por ahogar al ente concreto, realizando de esa forma un platonismo que
piensa que el verdadero mundo, el inmaculado, es el abstracto y ahistórico. Lejos, fuera del pensar
de la ontología occidental de origen griego, más allá del horizonte de lo propio, en la exterioridad,
está el nadie, el bárbaro (el que no habla o sólo balbucea la lengua griega), el subhombre para el
canon aristocrático del hombre griego. Comenzar a pensar filosóficamente desde una perspectiva
de liberación, significa hacernos conscientes de los condicionamientos que se ejercen desde el
interior del discurso filosófico, hasta convertirlo en una justificaciónideológica del orden vigente,
del desorden mundial establecido. Cuando el filósofo griego piensa el ser, reduce lo que es el ser
únicamente a lo visto por él, a lo controlado por su razón; y Europa, no vista por completo por él,
es reducida a lo bárbaro, al no-ser; sus habitantes son nadies, bárbaros. Posteriormente, cuando
Europa (bárbara según los griegos) piense su propia concepción del ser, comprenderá al ser como
lo visto por ella, relegando a la barbarie lo allende sus fronteras. Y no hay que perder de vista que
las fronteras de un país son guardadas, sostenidas en su ser fáctico, por los ejércitos, con el fin de
evitar la invasión de la barbarie. De esta manera, la ontología y la violencia se abrazan en la
historia. He aquí un ejemplo de la vinculación entre las ideas y la realidad: desde el prejuicio de que
Grecia es el ser, el logos, y los no griegos, los nadies, los bárbaros, surge una ideología que oprime
al que está situado fuera de los muros de la ciudad civilizada. De este modo hay violencia, opresión
del otro, negación del respeto a su alteridad metafísica, existente más allá de los límites de mi
comprensión. ¡Qué lejos se encuentra esta experiencia impersonal y anónima del se griego de una
filosofía que tome realmente en serio el /compromiso ético debido al otro!
Desde la FL se describe una situación del mundo y la cultura presente desde unas consideraciones
distintas a las usuales en la concepción de los europeos y norteamericanos, y muy diferente de la
enseñada en las universidades —no sólo en las del Sur—. La sola presencia de las enormes masas
de personas pobres, la mayoría de la actual humanidad, muestra la cara escondida de la
modernidad, el reverso del ser moderno y del proyecto de la Ilustración y su /utopía de la libertad,
igualdad y fraternidad entre los hombres. En los pobres se percibe cómo el progreso (con su
correlato moderno, en ego progredior) económico, técnico, etc., de unos, se ha podido realizar a
costa de la igualdad esencial de todas las personas; se trata del progressus versus aequalitas. La
razón ilustrada, que parte de la autoconstitución del /sí mismo con el ego cogito, no ha tenido ojos
para ver el /rostro del otro, la otra persona, la otra cultura distinta, los pueblos diferentes, ni para
ver en el /otro a un hermano (fraternidad); es la sola ratio versus fraternitas. La explayación de la
Europa ilustrada, desde 1492, y el surgimiento de la modernidad que extendió imperialmente su
libertad a costa de la sumisión (ego conquiro) de otros pueblos, muestra la lógica opresora de unos
hombres y unas culturas, merced a la negación de la /libertad de otros: opressio versus libertas. La
/igualdad, la libertad y la /fraternidad han sido proclamadas a bombo y platillo por filósofos,
políticos y literatos desde hace dos siglos, aunque particularmente las dos primeras en detrimento
de la tercera. En efecto, en el actual discurso neoliberal en boga, que pretende no tener réplica al
presentarse como el pensamiento único, se hace hincapié en la libertad y la igualdad, borrando por
completo la fraternidad. Así, un exponente de la ideología neoliberal ha escrito: «Nadie en el
mundo industrializado puede hoy imaginar que nuestra situación fundamental vaya a mejorar
abandonando la libertad o la igualdad en que se basan las sociedades modernas»9. Pero al menos
tres interrogantes y matizaciones se abren ante estas palabras: 1) Quizás sirva lo dicho para el
mundo industrializado y de economía terciaria; pero, ¿qué sucede con el resto del mundo, donde
habita la mayoría de la humanidad preindustrial? 2) El ideólogo neoliberal norteamericano, que
pretende asumir la modernidad, ¿dónde sitúa la fraternidad en su discurso?; está, sencillamente,
borrada de su propuesta. 3) Aunque la libertad y la igualdad sean formuladas en los regímenes de
las democracias occidentales constitucionales, es más que discutible que sean logros sociales reales
para todos sus habitantes; incluso en EE.UU. existen millones de personas completamente
inexistentes, nadies reales y nadas ambulantes, que no figuran en ninguna lista ni en ninguna
estadística, pues han nacido y crecido completamente al margen de las instancias oficiales del país;
y lo mismo acontece, por citar otro ejemplo paradigmático de lo neoliberal, en Gran Bretaña. Es
decir, ¿qué experiencia real de igualdad, libertad y fraternidad han alcanzado las masas proletarias
—y los parados, los marginados, etc.— en el Norte y los pueblos colonizados en el Sur? Desde la
perspectiva del beatus possidens, del hombre blanco y burgués, es sencillo denunciar, como hace el
ideologizado Nietzsche, el resentimiento que anida en el alma de los empobrecidos; también es
sencillo condenar la /violencia y el desgarro que en muchos momentos ha empañado la vida de los
pueblos más pobres, sin proponer soluciones a sus agobiantes problemas. Para los pobres no ha
llegado el fin de la historia, aunque a veces sí llega el fin de sus vidas prematura y violentamente.
Por otro lado, hemos de advertir que el nortecentrismo es un culturalismo, que tiene la pretensión
de universalidad de un proyecto realizado en un contexto regional, pero que se propone la
exportación universal. Mas al imponerse una /cultura o un pensamiento sobre otros, no sólo no se
respeta la alteridad de las otras culturas y pensamientos, sino que se muestra, paradójicamente,
como antiuniversalista, pues el universalismo no es uniformación, sino aceptación de la unidad del
género humano con la salvaguarda de las diferencias culturales. Por tanto, es preciso realizar una
crítica al norte-centrismo, en la medida en que tiende a identificar el logos universal con el logos
europeo, o nórdico. Es necesario afirmar que no existe un único logos universal uniforme, sino una
pluralidad de logos concretos, que no tienen que sernecesariamente excluyentes sino que incluso
pueden coincidir en los temas fundamentales.
Sin embargo, hemos de advertir, contra un cierto simplismo en las posturas de algunos filósofos de
la liberación, cuando identifican la /razón europea con la razón ideológica, encubridora del otro y,
por consiguiente, opresora y violenta, que una cosa es que algún tipo de razón (por ejemplo, el
/idealismo absoluto, el colectivismo marxista o el neoliberalismo económico) haya adquirido
características de ideologización, y otra es que se reduzca a la razón europea en general con la
razón sin más, en absoluto. Al realizar esta identificación, algunos exponentes de la FL caen en la
trampa de apuntalar precisamente la pretensión de buena parte de la filosofía realizada desde el
Norte: identifican el uso de la razón realizado desde la cuna de la filosofía con la única razón
posible. Por nuestra parte, percibimos que buena parte de la tematización de la FL es hija de la
razón europea, incluso cuando la critica; y esto demuestra que en el interior de la misma filosofía
europea se halla, incoado, el embrión que posibilita ir más allá de donde la filosofía griega y la de la
modernidad europea han llegado; esto es, hasta la exterioridad del otro, con el fin de afirmar el
principio hermenéutico fundamental de la FL: la razón de la persona pobre, la razón del miserable,
hasta ahora siempreexcluido; sus derechos arrebatados y su dignidad eclipsada.
BIBL.f AA.VV., Hacia una filosofía de la liberación latinoamericana, Bonum, Buenos Aires 1973;
DUSSEL E., Para una Ética de la liberación latinoamericana, 5 vols., Siglo XXI, Buenos Aires 1973s;
ID, Filosofía de la liberación, Edicol, México 1977; ID, 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el
origen del «mito de la modernidad», Nueva Utopía, Madrid 1992; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo,
FCE, México 1991'; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme,
Salamanca 1977; MORENO VILLA M., La filosofía de la liberación «más allá» de la filosofía europea,
en AA.VV., América, variaciones de.futuro, Instituto Teológico de Murcia-Universidad de Murcia,
Murcia 1992, 415-451; ID, Filosofía de la liberación y personalismo, Universidad de Murcia, Murcia
1993; ID, Hacia una teología de la liberación personalista, Acontecimiento 31 (Madrid 1994) 26-27;
ID, Filosofía e pedagógica da libertatáo latinoamericana, Educacáo e Filosofia 16 (Uberlándia, Brasil
1994) 183-205; ID, Acerca do sentido dunha ,filosofío da liberación, Encrucillada 93 (Pontevedra
1995) 33-49; ID, Filosofía de la liberación y barbarie del otro, Cuadernos salmantinos de filosofía
XXII (1995) 267-282; NIETZSCHE F., Más allá del bien y del ramal, Alianza, Madrid 1975'; SALAZAR
BONDY A., ¿Existe una filosofía de nuestra América?, Siglo XXI, México 1992"; ZEA L., La filosofía
americana como filosofía sin más, Siglo XXI, México 1989°.
M. Moreno Villa
FINITUD
DicPC
El término finitud es la sustantivación de los atributos del ser o de los seres finitos, cuya existencia
es presupuesta como su condición. Que los seres son finitos es evidente, como lo muestra su
multiplicidad, diversidad y limitaciones, tanto entitativas como operativas; de no ser finitos, no
podría predicarse de ellos ninguna de tales propiedades. La finitud es, pues, categoría atribuible a
todo /ser, excepto a aquel que, teológica u ontológicamente, sea afirmado como realidad
autosuficiente, esto es, absoluta en ser y perfección, mayor que la cual no pueda ser pensada otra
(san Anselmo). La finitud puede hacer referencia también a aspectos espaciales y temporales para
designar aquello que está delimitado y circunscrito. Sin embargo, el concepto tiene particular
vigencia en la filosofía y en las ciencias antropológicas, para designar la singular configuración del
ser humano al que se reconoce como constitutivamente limitado: ontológicamente contingente,
gnoseológicamente circunscrito, afectivamente desigual. A estas categorías antropológicas se
aplica, sobre todo en la actualidad, el concepto finitud.
Siguiendo la tradición aristotélica, la finitud de los seres se hace derivar de su carácter compuesto,
según la interpretación de raíz más tomista1, o de su /contingencia, según la tradición más
agustiniana, seguida por los comentarios suarecianos (Disputationes metaphisicae). En todo caso,
contingencia y composición se reclaman mutuamente. Específicamente atenderemos a su sentido
en el contexto antropológico, en sus dimensiones ontológica, gnoseológica y existencial.
I. FINITUD ONTOLÓGICA.
Desde Platón, aunque con formulaciones diversas, las filosofías entienden la finitud ontológica
como consecuencia de la /naturaleza finita (compuesta, contingente) del hombre, que se
singulariza y especifica en su carácter temporal e histórico. Esta condición hace posible la
vinculación naturaleza-mal (san Agustín, Kant, Rousseau): el /mal no parece naturalmente esencial
al hombre, sino histórico, pero desde el origen. Para Kierkegaard, en la finitud radica la culpabilidad
misma. En Heidegger, la finitud antropológica se radicaliza, puesto que el Dasein o ser-en-el-mundo
queda condicionado por el propio mundo, y el hombre, por tanto, esencializado por la finitud (Ser y
tiempo). De forma menos radical, la finitud se manifiesta por el carácter faciendum del ser
humano, en cuanto que él es más historia que naturaleza, en lo que insiste Ortega y Gasset al hacer
de la vida la realidad radical2. Feuerbach, sin embargo (La esencia del cristianismo), afirma la
infinitud de la esencia humana, esto es, de la humanidad, sin que por ello sea posible negar la
finitud del hombre individual. Lo que, con otra formulación, reaparece en Nietzsche, afirmando el
carácter temporal y terrenal del hombre, si bien le atribuye la posibilidad, sólo esperable, de su
superación.
Las filosofías existencialistas contemporáneas acentúan todos los aspectos de la finitud afectivo-
existencial. Kierkegaard sitúa al hombre ante la exigencia de superar su propia inadecuación,
pasando de los sentimientos estéticos a los éticos y de estos a los religiosos. Itinerario fracasado,
porque sólo concluye, existencialmente, en la angustia y la desesperación (El concepto de la
angustia, enfermedad mortal). En Jaspers, el /absoluto se manifiesta por cifras, que van de lo
problemático a lo trágico, y testifican una finitud existencial insuperable. En Sartre, la finitud
aparece más como negatividad que como inadecuación, en cuanto que ella es falta, falla, hueco o
defecto, nada irrestañable que anida en la entraña misma del ser, cuya manifestación real es la
vivencia de la existencia como /angustia, falta de sentido y ausencia de /esperanza (La náusea),
puesto que la superación de la /nada supondría también la del ser, en cuanto que ambos se
coimplican (El ser y la nada).
NOTAS: 1 De ente et essentia, VI. — 2 Historia como sistema, VI; El tema de nuestro tiempo. — 3
Meditaciones metafísicas, IV. -4 S. Th., 1, 2, 12-13. — 5 P. RICOeuR, Finitud y culpabilidad 1:
L'homme faillible. -6 B. PASCAL, Pensées, Ed. La Fuma, 1953, 118ss. —7 ID, 147. —8 E. LÉVINAS, De
otro modo que ser, o más allá de la esencia.
BIBL.: HEIDEGGER M., El Ser y el tiempo, FCE, México 19714; KANT 1., Crítica de la razón pura,
Alfaguara, Madrid 1978; LÉVINAS E., De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme,
Salamanca 1987; MARCEL G., El misterio del ser, Sudamericana, Buenos Aires 1953; RICOEUR P.,
Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1969; SARTRE J. P., El ser y la nada, Alianza, Madrid 1984;
UNAMUNO M. DE, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid 1980; ZuBIRI X., Sobre
el hombre, Alianza - Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986.
M. Maceiras
FORTALEZA
DicPC
Existe un sentido biológico de la fortaleza, que es la fuerza bruta, el vigor físico, la salud corporal y
la primavera de la tierra. La vitalidad animal, el tono anímico, el ethos biofísico exuberante,
siempre puede servir como fuente de energía creadora, pero no debe ser tomado como expresión
sinónima de fortaleza virtuosa. Por lo demás también ocurre que, en sentido contrario, muchas
veces personajes frágiles de cuerpo (Gandhi, Teresa de Calcuta) casi desmayados, pavesitas,
aparentemente arruinadas, por cuya garganta apenas fluye un hilo de voz, imponen severa
admiración y respeto desde su naturaleza física derrumbada, porque el vigor moral no es el vigor
físico. En todo caso, la virtud de la fortaleza no procede de la virtú defendida por el renacentista
Nicolás Maquiavelo, esa capacidad de imponerse por la fuerza o por cualquier medio fraudulento
sobre las demás personas, pues nada que no sea bueno para los demás puede ser virtuoso, y por
eso afirma Aristóteles, en el libro primero de su Retórica, que «los justos y los fuertes son los más
queridos, porque resultan ser los más útiles en la guerra y en la paz»1 Por eso hay una fortaleza
mucho más
honda que la biológica, la cual mira hacia el sentido anímico; de ahí que ánimo y fortaleza resulten
sinónimos en la expresión coloquial fortaleza de ánimo.
1. LA VIRTUD DE LA FORTALEZA.
La fortaleza dista mucho de parecer una virtud simple, sobre todo si atendemos a Macrobio2, el
cual enumera nada menos que siete partes de la fortaleza, a saber: magnanimidad, confianza,
seguridad, magnificencia, constancia, tolerancia y firmeza. Y otro tanto piensa Andrónico, añade
santo Tomás, pues también cita siete virtudes anejas a la fortaleza, a saber: eupsiquía, lema (hábito
pronto que capacita para emprender lo que conviene y soportar lo que dicta la razón),
magnanimidad, virilidad, perseverancia, magnificencia y andragacia (bondad viril, valentía). Por su
parte Aristóteles la definió, igual que a las demás virtudes, como el justo término entre la
temeridad y la cobardía; por lo demás, para el filósofo macedonio la cobardía es el peor extravío y
la temeridad en cambio una falta menor. Por su parte san Ambrosio la ensalzó más tarde en el De
officiis con las siguientes palabras: «Es propia de un alma nada mediocre la fortaleza, la cual por sí
sola defiende la belleza de todas las virtudes y custodia los juicios; lucha implacablemente contra
todos los vicios. Incansable en el trabajo, fuerte en el peligro, inflexible contra el placer, pone en
fuga a la avaricia, peste que debilita la virtud». Tan fuerte es la fortaleza, valga el pleonasmo.
Según santo Tomás la fortitudo o fortaleza tiene dos vertientes o aspectos, uno pasivo (sustinere,
soportar) y otro activo (aggredi, emprender). Como recuerda J. L. López Aranguren, «entre ambos
santo Tomás da la primacía al primer sentido de la pasividad, por tres razones: porque el que
soporta sufre el ataque de algo que, en principio y puesto que le ataca, puede reputarse más fuerte
que él, en tanto que quien emprende algo, lo hace porque se siente con fuerzas para ello; porque
quien soporta siente inminente peligro, en tanto que el emprendedor se limita, por el momento, a
preverlo como futuro; y, en fin, porque el soportar supone continuidad en el esfuerzo, en tanto que
puede emprenderse algo por un movimiento súbito» 3. De todos modos, el valor emprendedor de
la fortaleza sólo se demuestra en la perseverancia y en la cotidiana permanencia, habida cuenta
que no es fuerte aquel que tras el primer embite decae, sino aquel otro que persevera en dicho
embite; de ahí la acertada afirmación aristotélica: algunos se lanzan rápidamente a los peligros,
pero cuando están en ellos se retiran; lo contrario de lo que hacen los fuertes4. Más tarde lo
ratificaría el dramaturgo Bertolt Brecht: hay quien lucha un día y es bueno, pero quienes luchan
toda la vida son los insustituibles.
Desde el punto de vista de la pasividad, la fortaleza conlleva la capacidad para aguantar los peligros
y soportar los trabajos, así como para sobrellevar reciamente sufrimientos, congojas, y
penalidades; por eso exclama el estoico Marco Aurelio: «Vergonzoso es que tu alma desfallezca
cuando tu cuerpo no lo hace5. El propio Aristóteles también había afirmado en esa dirección –en el
capítulo III de la Ética a Nicómaco- que «esta virtud se dice de algunos que son fuertes sobre todo
por resistir a la tristeza». Pero la pasividad y la resistencia no apuntan hacia una actitud
conservacionista, retardataria, agobiada y reculante, sino, muy por el contrario, hacia la excelencia
de una actividad sublimemente propositiva, aunque expresada en su forma de reacción o
resistencia, pero al fin y al cabo de una resistencia asertiva, de una resistencia que se afirma
mientras aguanta y contiene; hasta el punto que el ojo de san Agustín vio ya claramente, en su libro
De moribus Ecclesiae, que la fortaleza es «el amor que soporta fácilmente todo por el objeto
amado», añadiendo en otro lugar que es amor al que no intimidan las adversidades ni la muerte,
tal y como escribe san Juan de la Cruz: «Si el hombre se determina a sujetarse a llevar la cruz, que
es un determinante de veras a querer hallar y llevar trabajos en todas las cosas por Dios, en todas
ellas hallará grande alivio y suavidad para andar» 6.
Santo Tomás asegura que el dolor del martirio oculta incluso la alegría espiritual por el acto grato a
Dios, «a no ser que sobreabunde la gracia y eleve con más fuerza el alma a las cosas divinas»7. Por
este motivo J. Pieper comenta lo siguiente: «Ante la áspera y nada romántica realidad que cobra
expresión verbal en el rigor de estas manifestaciones, el entusiasmo fraseológico y las
simplificaciones se diluyen en lo esencial. Pero sólo de ese modo queda libre la mirada para captar
el sentido real de este dato inquebrantable: que la Iglesia cuenta a la disposición para el martirio
entre los fundamentos de la vida cristiana». El martirio aparecía a los ojos de la Iglesia primitiva
como una victoria, aun cuando fuera una victoria mortal: «El que muere por la fe, triunfa; si viviera
sin la fe, sería derrotado», asegura refiriéndose a los mártires san Máximo de Turín, obispo del siglo
V. Y Tertuliano afirma por su parte: «Allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando se
nos lleva ante el juez, quedamos en libertad» 8.
La fortaleza, como virtud, consiste en el sentido moral de la entereza o de la firmeza del ánimo, así
como del autodominio del alma, según afirmaron, primero Aristóteles y más tarde los estoicos que
habrían de entregar el relevo a E. Kant, el filósofo que más insobornablemente defendió la
/autonomía en la vida moral. Mantenerse espartanamente en la verdad, y atreverse a pecho
desnudo a manifestarla en escueta libertad, choca contra todo y contra todos en un mundo
demasiadas veces asendereado, por lo que algunos han denominado «miedo a la libertad».
Mantener erguido el tipo en ese contexto constituye una carga demasiado pesada, precisada de
mucho valor, de mucha presencia de ánimo. Por ello, la fortaleza se acrecienta en la perseverancia:
«De nadie puede decirse que es perseverante mientras vive, si en vida se arruga y no es capaz de
mantener esa su perseverancia hasta la muerte», escribe san Agustín9, pues la perseverancia,
manifiesta en otro lugar, «es la permanencia estable y perpetua en aquello que la razón ha
decidido defender». Y es que la razón se muestra decididamente per se verante (de por sí veraz) en
la medida en que ella manifiesta en /verdad lo que ella misma de suyo es.
Además, mucha fortaleza pide mucha magnificencia, de la cual dice Tulio que es propia no sólo la
administración de cosas grandes y elevadas, sino también la amplia y espléndida reflexión de
ánimo sobre ellas10. La magnificencia se acoge al manto tutelar de la magnanimidad, seno de un
ánima magna, a la que ya los griegos denominaron megalopsijía o grandeza de ánimo: aquella que
se cree capaz de grandes obras y en ellas se dignifica (aunque también puede degenerar en
filotomía, amor al honor). En el libro De quattuor virtutibus asevera por ello Séneca: «Si está en tu
alma la magnanimidad, también llamada fortaleza, vivirás con gran confianza». Y en ese mismo
sentido, Tulio escribe en su obra De officiis: «Queremos que los varones fuertes sean también
magnánimos, amigos de la verdad y de ninguna manera mentirosos». La magnanimidad se nota en
el /rostro, por aquello de que la cara es el espejo del alma; al menos así lo estima Aristóteles
cuando escribe aquello tan sonoro de que «el paso del magnánimo parece lento, su voz grave y su
hablar reposado»11. En cierto modo, recuerda el magnánimo al héroe ético kantiano; como es
sabido, E. Kant –que sustituye la moral de las / virtudes por la moral del /deber– trata de la virtud,
rigurosa y rigoristamente entendida, como «fortaleza moral», es decir, como aquella que procede
de la autonomía de la voluntad no doblegada por ningún impulso o interés ambiental histórico,
social, personal o de cualquier otra naturaleza.
Paradójicamente, cuanto más se presume de fortaleza tanto más suele padecerse de debilidad y de
flojera, por aquello del «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Por eso la auténtica
fortaleza conlleva el reconocimiento de la propia debilidad, y así lo reconoce clara y
permanentemente san Pablo: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis
flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las
injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo: pues, cuando
estoy débil, entonces es cuando estoy fuerte» (2Cor 12,9). Cuanto más fuerte, tanto más débil:
esto es lo auténticamente humano, y no reconocerlo no sería propio de personas fuertes. El
reconocimiento de la debilidad conlleva, por ende, el marchamo de la verdadera autenticidad, la
cual lucha continuamente por disminuir la distancia y el doblez, la ambigüedad y la inconsecuencia.
De ahí que san Juan de la Cruz asegure decididamente respecto de ella que «no es virtud de
principiantes». La auténtica fortaleza reconoce la debilidad, pero la debilidad reconoce asimismo la
fortaleza en Aquel que es la Fuerza de nuestra fuerza y el muro de contención de nuestra propia
debilidad: «En esperanza y silencio será mi fortaleza»14. El hombre que pretenda derrumbar las
murallas del exterior, habrá de levantar alta previamente la fortaleza de su interior, pues nadie da
lo que no tiene. Mas el hombre auténticamente interior se dice a sí mismo con audacia: Dios es tu
fortaleza y, por ende, también tu audacia.
Por lo que hemos visto, la fortaleza se alza como virtud antropológica profunda; de ahí que vaya
mucho más allá de los dos escuderos aguerridos, pero muy peligrosos, que suelen flanquearla
habitualmente: a) En primer lugar va más allá de la valentía, porque se es valiente tan sólo en
determinadas situaciones, mientras que la fortaleza se tiene para todo, en la medida en que es un
hábito bueno, una virtud; b) Igualmente va más allá de la audacia, esa interesante capacidad para
tomar puntualmente decisiones atrevidas, en que la persona que planea y proyecta se arriesga;
comportamiento que, confiando en la fuerza de lo bien pensado, avanza en el terreno de lo no
comprobado todavía por la experiencia, apelando a las posibilidades descubiertas, y cuyo riesgo es
la osadía. Por eso mismo, la valentía y la audacia son hábitos infinitamente mejores que sus
contrarios, la cobardía por un lado, pues allí donde hay cobardía no puede aparecer fortaleza de
ninguna clase, y la enorme variedad de derivaciones degeneradas de la audacia, por otro: la
temeridad, la presunción, la osadía, la ligereza, la frivolidad, la insolencia y otras muchas. En
definitiva, los valientes y los audaces, en cuanto fuertes, distan de los mediocres, ya que avanzan
sus filas hasta el primer lugar de la presencia, y allí actúan. Oigamos al respecto a santo Tomás:
«Por tanto, la virtud de la fortaleza se ocupa sobre todo del temor a las cosas difíciles, que podrían
retraer a la voluntad de seguir la razón. Por otra parte, es necesario no sólo soportar con firmeza
las embestidas de estas dificultades reprimiendo el temor, sino también atacar moderadamente,
por ejemplo, cuando sea necesario eliminar esas dificultades para tener seguridad en el futuro. Y
esto parece propio de la audacia. Por tanto, la fortaleza tiene por objeto los temores y audacias, en
cuanto reprime los primeros y modera las segundas» 15
Esa fortaleza que no grita ni se contonea, que pasa derramando /paz y señorío, apenas sin ser
notada en la superficie, mueve montañas, porque es verdadera fuerza, antítesis de la violencia: «La
verdadera fuerza se ve menos. Reside en la perseverancia más que en el ataque y la duración es su
medida. Permanecer firmes durante los dilatados intervalos en que ningún impulso nos sostiene o
ningún ardor, ni de la sangre ni del alma, están presentes para fustigar: es en ese momento, sin
duda, en el que la fuerza se halla más despojada de todo y ofrece la suprema medida. La fuerza
sólo adquiere grandeza en aquel ser humano que, desde la entraña de su rebelión, mira fijamente
a la serenidad. Esto equivale a decir que la fuerza no se mide por su intensidad, sino por el valor de
aquello a lo que sirve. Se inserta en la justicia como en la temperancia. Su grandeza es la violencia
de una abnegación a vida y muerte. Su medio natural, las historias por las cuales damos la vida. Su
alma, para expresarlo totalmente, la esperanza. Por tanto, la verdadera fuerza nutre los corazones
de miel, no de amargura. La paz de la indiferencia es el cauce por donde penetra la dureza. La
fuerza, por su parte, se distiende en ternura. Suaviter et fortiter, suave y fuertemente. Ahora
entendemos por qué la paz es el distendimiento de la fuerza. La paz, la verdadera paz, no es un
estado débil en que el hombre dimite. Tampoco es una reserva indiferente tanto a lo bueno como
a lo pésimo. Es la fuerza. La paz no se declara, se hace desde el interior»16.
En definitiva, la fortaleza deviene siempre expresión de una vida espiritual profunda, como bien
sabía por experiencia propia E. Mounier: «La única fuerza creadora es la fuerza espiritual. Todas las
demás potencias se revisten y fecundan de lo que toman de ella, pero se esterilizan por el ruido
que le añaden y las polvaredas que levantan. La fuerza no está en el gesto, sino en la presencia sita
bajo el gesto, y que en ocasiones no lo necesita. Un hombre llega un día a la puerta de un
monasterio, cuenta una historia y da a entender que quiere vivir allí; se instala en los jardines. De
su vida no dice una sola palabra. Pero su santidad es tal que las multitudes acuden a él y lo
veneran. Enferma de gravedad y los fieles, a la cabecera de su cama, suplican que les diga una
palabra, una sola palabra que puedan llevar como herencia en sus corazones. Entonces el asceta se
levanta y dice: ¡Fuego!; y se deja caer en el lecho. Al instante el monasterio y la villa entera se
prenden como una antorcha. He ahí las formas silenciosas de la fuerza. Recientemente hemos
observado en la India cómo el prestigio espiritual de un hombre rompía con los prejuicios que
siglos de historia y de profetas no habían conseguido romper. Hay que tener estos pensamientos
presentes en el espíritu, para preservarnos del prestigio del número, de la agitación y de los medios
ricos. Y de todas esas pequeñas ingenuidades sobre la violencia que germinan en la
descomposición de la verdadera espiritualidad»17.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BoLLNOw O. F.,
Esencia y cambios de las virtudes, Revista de Occidente, Madrid 1960; LÓPEZ ARANGUREN J. L.,
Etica, Alianza, Madrid 1981; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en Obras
completas 1, Sígueme, Salamanca 1992; PIEPER J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1988;
TERESA DE JESÚS, Obras completas, BAC, Madrid 1982'; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5
vols. BAC, Madrid 1988-1994.
C. Díaz
FRACASO
DicPC
El término procede del latín fracassare: destrozar, romper, partir. Nos remite al hombre que se ve
afectado por una ruptura, que su yo queda maltrecho porque se ha frustrado una expectativa,
porque un plan o proyecto se ha venido abajo. Tres connotaciones nos vienen inmediatamente:
una misión o proyecto, tarea asignada, de futuro, que el presente trunca de modo violento, pues
implica una fracción en la continuidad que se esperaba de la acción. Malogro, suceso adverso,
«caída de una cosa acompañada de rotura y gran ruido», nos dan una idea de acción de futuro, de
deseo, de esperanza que se hunde por cualquier circunstancia de forma estrepitosa. El término nos
sugiere, a la vez, la idea de una finalidad que hay que alcanzar, y la de un sujeto que, tal vez no sea
consciente de las propias potencialidades. El hombre es un ser teleonómico y, como tal, puede ser
juzgado por el cumplimiento o defección de sus proyectos, de sus expectativas. El hombre por
definición es un ser desfondado, un ser con aspiraciones infinitas; sin embargo, fundamenta sus
pretensiones sobre la nada: está amenazado de muerte desde el nacimiento, de enfermedad y
dolor todos los días de su vida. El /sufrimiento es un perfecto síntoma del fracaso. El problema del
sufrimiento, por tanto del fracaso, es sin duda sacarle provecho, encontrarle sentido. Como sugiere
Esquilo: «Sufrir instruye al hombre», en el sentido que recuerda al hombre, siempre inclinado a
olvidarla, su condición de mortal. Ante el dolor yo me hago una persona, aunque mi libertad y mi
voluntad siempre están a punto para saltar de nuevo hacia los juguetes y consolar
momentáneamente el escozor de la herida. El fracaso es un buen catalizador del infantilismo: nos
muestra la posibilidad del retorno a la infancia, al refugio matricial, al útero, o, por el contrario, a
querer seguir tirando para adelante, arrostrando con las consecuencias de la ruptura del cordón
umbilical. El hombre infantil se regodea en sus fracasos, estos le refuerzan la idea de que nunca
debió intentar nada, que mejor hubiera sido permanecer bajo la protección maternal que
arriesgarse a experimentar mundos hostiles. Y aunque intuya que esos mundos hostiles son
horizontes paradisíacos, encuentros con el sentido maravilloso de la existencia, los desprecia como
la zorra a las uvas ante el miedo de tener que aceptar el fracaso. Para ser persona hay que escrutar
con valentía el rostro amargo de la derrota, como acicate para ponerse de nuevo en marcha,
pensando que todo tropiezo es bueno para ser prudente, que esa piedra quedó atrás, y que hacia
adelante queda el mundo entero por descubrir. «Las personas que buscan autorrealización
directamente, separada de una misión en la vida, de hecho no la logran»1. El fracaso está en
relación con una misión. La misión incluye la posibilidad del fracaso; sin embargo, la
autorrealización no cuenta en principio con él. El objeto de la autorrealización es el éxito, o al
menos algún sucedáneo de este: el reconocimiento del otro, el aplauso, la eficacia, la autoestima;
está contenida en sí misma. La misión es una connotación añadida de gran importancia: está
abierta al otro. No hay realización sin exteriorización, apertura al otro y al futuro.
1. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
El psicoanálisis nos advertía sobre el lado oscuro de la psique: la conducta de fracaso del sujeto que
se encarniza en su propia pérdida. Esta búsqueda casi intencional del fracaso delata una actitud de
autocastigo, que nos llevaría a bucear en la infancia, buscando, a lo mejor, sólo vientos. Pero, por lo
que respecta al sentido eucatastrófico, que queremos darle al sentido del fracaso, es importante
destacar que esta cita apunta a lo que Lacroix llama «la síntesis de la filosofía de Jaspers»: a saber,
«en el fracaso experimentar el ser» 2. Es decir, el sujeto buscaría provocar el fracaso, suscitaría el
obstáculo, imponer una historia, su historia, frente a la arbitrariedad de los hechos y la aparente
indiferencia y tardanza del éxito. Se trata de un afán de superación, de afirmación encubierto.
Como el niño díscolo capaz de forzar con su actitud el castigo, para obtener el reconocimiento,
afirmar su yo, frente a la indiferencia o la sensación de abandono.
Ante el fracaso caben actitudes de retorno a lo mágico. Cuando la realidad no gusta o es frustrante,
o no se le ve salida, se generan una serie de vías de escape mediante procedimientos mágicos. El
mito cumple la función de suplir la deficiencia de lo real; la liberación mítica nace del miedo ante la
realidad. Ahí están los /fundamentalismos y los milenarismos de diverso tipo. Pero ante el fracaso
se dan también conductas de huida hacia adelante, como la culpabilización y la /violencia. Otros
tienen la culpa de lo que le sucede al sujeto, siempre hay un oportuno y arbitrario chivo expiatorio
que carga con las culpas del sujeto, como individuo o como colectividad. Y, casi siempre, la
violencia se presenta como solución terapéutica.
Péguy escribió: «Pondré mi paraíso en todo lo que ha triunfado». Nos dice que existe una tensión
entre lo que el hombre es y lo que está llamado a ser. Lo que ha triunfado, no obstante, lo ha
hecho sobre las cenizas de un gran fracaso: la resurrección se asienta sobre el rechazo, el escarnio,
la muerte de cruz. Esta visión nos abre una perspectiva redentora del fracaso: sólo se trata de un
momento preñado de sentido salvífico, regenerador. Se trata de esperar un poco y dejar pasar el
eco del dolor para empezar a percibir una nueva primavera, el gemir de una criatura nueva tras un
doloroso parto.
El rechazo, el fracaso, la persecución, etc., no son algo ajeno al /cristianismo. Claro que no se trata
de acentuar artificialmente el resentimiento compensatorio de la impotencia o de la debilidad, en
el sentido en el que Nietzsche prejuzga al cristianismo, sino de una opción elegida, consciente, una
actitud heroica, premeditada, de que es conveniente que uno muera para que otro sea, de que «al
que te quite el manto dale también la túnica» es la forma más perfecta de amor, en sentido
positivo, no estratégico, ni compasivo. Las bienaventuranzas bíblicas no nos hacen una proposición
moral, puesto que el Sermón del Monte entero nos proporcionaría la mayor experiencia de fracaso
posible (en la medida en que sería la más excelsa proposición de triunfo), al contemplar en propia
carne la incapacidad de cumplir la nueva ley que intenta sustituir a la antigua: ¿Quién no es
adúltero o asesino o ladrón, si tan sólo con desear a la mujer del otro, o llamar a uno imbécil, o
ansiar lo que es de otro, ya soy tal? ¿Quién se salvará de la experiencia del fracaso? La exageración
de Jesús sólo puede tener un sentido: la imposibilidad es de tal calibre que uno tiene que
apercibirse de que todo es /gracia. De esta forma podríamos afirmar que, en última instancia, el
fracaso no existe como tal en el cristianismo: si todo es gracia, hasta mi libertad y sus acciones se
encuadran en un contexto histórico de salvación. Lo cual no implica mi inhibición de un
comportamiento y una reflexión moral, pero sí que más allá de la injusticia o de la justicia, del pago
o la deuda de uno de mis comportamientos morales, puedo remitirle la justicia, la retribución, a
Dios. Así, la reflexión sobre el fracaso nos conduce a la experiencia de la gratuidad. Cuando todo le
es adverso, el hombre puede descansar frente a sus frustraciones, mirar a lo alto y contemplar el
misterio, esperando incluso cuando no hay /esperanza. Esto es expresado sintéticamente en la
paulina sabiduría de la cruz, que toma su fuerza de la Pascua: «La cruz de Cristo es la única puerta
del conocimiento»6. También aquí aparece el proceso biokenótico como un eje comprensivo: de la
muerte, del absurdo fracaso que supone la muerte, parece surgir la vida, el profundo éxito de la
vida divina en el seno del cosmos. Si es el final, sólo queda la angustia, si no lo es, no hay lugar para
sentir el fracaso como definitivo. «Ninguna certeza supera la certeza con que sé que mi muerte
jamás será el coronamiento de una vida cumplida. Si se me concede ver con claridad que se
aproxima la muerte, es seguro que pensaré no haber hecho aún apenas nada; que aún no es
tiempo; que he fracasado... que sabemos con absoluta certeza que estamos ontológicamente en
precario»7.
II. CONCLUSIONES.
El personalismo suscribe esta necesidad de confrontación con el /rostro del otro como condición
de ser persona; este asumir la historia y la realidad, como un compromiso existencial en proceso,
en lugar de la alienación, la mitificación o el conformismo ante el fracaso, como la solución fácil e
inmediata. El infantilismo que se ampara en la impotencia, la desazón sin esperanza ante las
dificultades, arredrarse ante la adversidad, echarse atrás ante el obstáculo, es la negación del don
de ser persona. Vale la tentación, como humana condición, de no querer afrontar los problemas, o
de tergiversarlos o de imputarles a otros su paternidad, pero no es justificable. El hombre, la
persona, no sólo se mide por sus propias fuerzas, ni por sus capacidades estratégicas o de
planificación, ni por sus conocimientos o por su racionalidad (tantas veces ineficaz frente a los
obstáculos), sino en su capacidad de imponerse la esperanza como norma. La esperanza es el
mejor antídoto contra el fracaso. Mas, ¿cómo esperar cuando tanto dolor, cuando tanto
sufrimiento embriaga nuestra sensibilidad? No parece que la esperanza tenga mucho sentido sin la
/confianza, sin la /fe; y ninguna de las dos tiene sentido si no se abren a una tercera: la /caridad.
Esta última es la mejor arma contra las derrotas parciales, contra esa conducta de fracaso negativa
y egoísta, esa violencia exculpatoria, ese desfondamiento del ser. Donarse a otro siempre es
coronado por el triunfo, si se tiene como garantía la fe. Ese ciclo de /donación está inscrito hasta en
la misma naturaleza. Sus procesos biokenóticos son una clara expresión de la dinámica del fracaso:
algo-alguien muere para que otro viva. Aplicado al fracaso, quiere decir: del fracaso puede surgir el
éxito. En la historia humana existe la esperanza, la fuerza que hace que, en el fracaso y el
sufrimiento, miremos el misterio que se encuentra detrás.
BIBL.: ATLAN H., Entre el cristal y el humo, Debate, Madrid 1990; DÍAZ C., El sujeto ético, Narcea,
Madrid 1983; FRANKL V., La voluntad de sentido, Herder, Barcelona 1988; GARCÍA-BARó M.,
Ensayos sobre lo absoluto, Caparrós, Madrid 1993; GIRARD R., La ruta antigua de los hombres
perversos, Anagrama, Barcelona 1989; LACROIX J., L'échec, PUF, París 1964; ID, Los hombres ante el
fracaso, Herder, Barcelona 1970; LARRAÑAGA 1., Del sufrimiento a la paz, San Pablo, Madrid 1996';
LEwis C. S., Una pena en observación, Anagrama, Barcelona 1994; WEIL S., La gravedad y la gracia,
Caparrós, Madrid 1994.
A. Barahona
FRATERNIDAD
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
La idea de un Dios Padre se encuentra en los comienzos de muchas religiones. Parece como si el
símbolo de la paternidad, en el que confluyen también caracteres inequívocamente maternos,
hubiera acompañado siempre al hombre religioso. Se puede comprobar su existencia en los
orígenes más primitivos del pueblo judío, incluso en el tercer milenio antes de Jesucristo. El
significado de esta paternidad tenía también indudables rasgos maternos. A lo largo de miles de
años, y en íntima relación con los acontecimientos de la historia, el concepto se fue llenando de
significado y se fue abriendo a la universalidad. En el Antiguo Testamento, con los /profetas,
alcanza expresiones llenas de ternura (Is 64,7-8; Os 11,3.8-9; Jer 31,20). Pero es con Jesús de
Nazaret con quien la experiencia de que Dios es Padre llega a una plenitud insuperable: Dios es un
padre lleno de ternura, más allá de lo que pueda serlo cualquier padre o madre; perdona siempre a
todos, incluso a los pecadores, aquellos que se han alejado de él y no aman a los demás; tiene
predilección por los despreciados y /excluidos de la historia; un padre para quien la confianza plena
en él y el amor a los demás es la única ley; en su casa no cabe otro comportamiento que no sea el
del servicio, no la explotación o el dominio de un hombre sobre otro hombre. Esta experiencia, que
él vivió con todas sus consecuencias, ya forma parte, ineludiblemente, de toda experiencia religiosa
y su historia es fuente de vida y de inspiración para cualquier 7 humanismo que pretenda elevar
verdaderamente al hombre. Desde el Renacimiento, una época humanista, en la que el hombre
redescubrió su valor y poder creativo, se fue desarrollando una idea del hombre basada en dos
fuerzas: la razón y la libertad. Y en la Ilustración todavía es posible ver la pregnancia de las ideas
cristianas en la declaración de 1789: «Libertad, Igualdad, Fraternidad». La Revolución Francesa fue
esencialmente un proceso de liberación; pero aquella liberación burguesa se volvió pronto opresiva
y represiva. El camino recorrido desde entonces es sobradamente conocido; pero dejemos
constancia de dos hechos: a) el humanismo, sin Dios, ha llegado a la negación teórica y práctica del
hombre; b) la razón instrumental y matemática, que ha demostrado enormes posibilidades para la
producción y la conquista, también ha demostrado su incapacidad, fuera de una orientación
humanista, para preservar lo más hondo del hombre. Por tanto, sin un respeto absoluto a la
dignidad del hombre, la que se basa en la común paternidad y filiación, las cada vez mayores
posibilidades de la humanidad sólo le sirven para deshumanizarse.
1. Desamor, dimisión, traición. Si hoy las tres cuartas partes de los hombres están en la miseria y el
abismo entre ricos y 'pobres es cada vez mayor, no es debido a una fatalidad inevitable, sino a que
nosotros hemos permitido que suceda. La historia de la libertad es, en gran medida, la que hemos
construido. En el hombre no puede darse separado el pensamiento y la acción. Si es cierto que la
línea de futuro del ser hombre pasa por la fraternidad, sólo está en línea de humanización lo que
construye la fraternidad en el mundo. No construirla es abdicación del ser hombre; dicho de otra
manera, matar. Por acción u omisión, la 'relación que no es de amor con el /otro hombre es un
homicidio y un suicidio, y la vida se niega de muchas maneras.
Sabemos que la persona sólo tiene vida cuando la entrega. Sin embargo, la situación mundial es un
museo de horrores debido a la dimisión de millones de hombres de su valor único como personas,
con una especial 'responsabilidad de los cristianos, de los socialistas y los libertarios, ya que son
ellos los que proclaman en su razón de ser la fraternidad entre los hombres. Su dimisión tiene el
agravante de una traición.
2. El sentido de la vida. Dar /sentido a la vida como personas no es sólo un problema de los pobres:
los no-personas, esto es, aquellos a los que se les priva de las mínimas condiciones para serlo de
una manera libre, aunque nadie pueda quitarles su /dignidad ontológica, su digneidad (M. Moreno
Villa). A la luz de la antropología personalista, no le es posible realizarse como persona humana a
quien no reconoce en el otro un tú digno de amor. La /modernidad ha adquirido ya, como parte de
su manera de entender la humanidad, la universalidad; y hoy no es posible pensar la projimidad
(/prójimo) con categorías sólo locales, pues la mundialización de la economía y de las
comunicaciones van borrando las fronteras entre los diversos pueblos de la tierra. La familia
humana es ya, verdaderamente, la que forman todos los hombres. En este contexto, es inevitable
tener conciencia de la miseria en la que está la mayor parte de la familia. Entonces, la fraternidad,
como meta a la que dirigirnos y como inspiración de cualquier proyecto humano, es irrenunciable y
abarca a todos los hombres.
Así pues, la fraternidad es una convicción personal; es, por tanto, una creencia que se vive en el tú
a tú cotidiano, en el amor interpersonal y concreto; es también una creencia política, que debe
organizar la comunidad de manera que todos los hombres, con sus diferentes maneras de ser
personas, quepan y puedan desarrollarse, comunicarse, vivir. La /política sería la organización
sistemática del amor, un espacio institucionalizado y protegido por el derecho, de los opresores y
de los que no han descubierto aún el valor único y no mediatizable del ser humano. La medida de
la calidad de una /democracia fraterna la da el trato que reciben los más débiles. Todo esto es una
creencia y una utopía, ya lo sabemos; pero el que no sueña con la posibilidad de hacer catedrales
no será capaz ni de hacer una choza. Necesitamos abrirnos a la trascendencia y al ideal para poder
autorrealizarnos, tirar de nosotros mismos. Necesitamos saber lo que queremos para ir haciéndolo
y darnos cuenta de que es posible. La denuncia y el anuncio es la pedagogía del oprimido (P.
Freire). La fraternidad, en un mundo que niega a muchos la libertad, se vive como /liberación.
BIBL.: ALAIZ A., El amigo, ese tesoro, San Pablo, Madrid 1982 6; DÍAZ C., Manifiesto para los
humildes, Centro de Estudios Pastorales, Valencia 1993; GANDHI M., Todos los hombres son
hermanos, Atenas, Madrid 1984°; LAIN ENTRALGO E, Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid
1983; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; SOBRINO J., El
principio misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander 1992;
VEGAS J. M., Introducción al concepto de persona, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990;
SCHILLEBEECKX E., Los hombres, relato de Dios, Sígueme Salamanca 1994; VALLÉS C. G., Viviendo
juntos, Sal Terrae, Santander 1985 4.
A. Calvo Orcal
FUNDAMENTALISMO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Los aspectos fundamentales de la fe que han sido objeto de defensa a ultranza por parte de los
fundamentalistas son: la creencia en la divinidad, el nacimiento virginal y la resurrección corporal
de Cristo, la inminencia de la segunda venida, la expiación sustitutoria y –tal vez el aspecto de
mayor énfasis– la inspiración verbal y la completa inerrancia de toda la Biblia, con lo que se estaba
rechazando su estudio histórico-crítico y reafirmando la literalidad de todos los libros que la
integran (en sus diversos cánones judío, católico y protestante). Cualquier adaptación del mensaje
cristiano a la /cultura es desterrado como algo herético. Uno de sus enemigos más característicos
es el evolucionismo darwiniano. Como consecuencia de esa actitud acrítica, es frecuente que los
fundamentalistas soporten sus posiciones doctrinales con textos fuera de contexto; textos que se
utilizan sin ningún tipo de rigor hermenéutico, y que se convierten en pretexto para justificar
apriorismos doctrinales carentes de / autoridad. En contraste con la actual anomía que lleva a un
progresivo nihilismo (/nada) o, al menos, a un /agnosticismo militante, el fundamentalismo insiste
en la absoluta uniformidad doctrinal, tratando de imponer normas morales muy rígidas,
reglamentando todos los aspectos de la vida privada. La carencia de normas o criterios orientativos
que prevalece en la sociedad actual, unido a un considerable déficit de formación teológica y una
gran pobreza en la experiencia espiritual, forman un caldo de cultivo adecuado para el fomento del
fundamentalismo, justificando así los movimientos de restauración que tratan de recuperar el
orden perdido con motivo del advenimiento de la modernidad, siempre basados en el fundamento
esencial (Biblia, Torá, Corán, Tradición).
Uno de los aspectos más representativos del soporte teológico fundamentalista tiene que ver con
sus planteamientos apocalípticos, referidos al fin de los tiempos y que introducen una especie de
fatalismo ineludible que ocasiona cierta postración e impotencia. En el fundamentalismo cristiano
los mensajes suelen ser: Cristo está a punto de llegar, la inminencia de la venida del Señor y el
rapto de los creyentes; este énfasis paraliza a sus seguidores en cuanto a la formulación de
proyectos de futuro. Pero, simultáneamente, y en abierta contradicción, sus líderes más
representativos no dejan de hacer planes y proyectos de futuro, mostrando su aparente
incredulidad acerca de lo que ellos mismos están predicando. El fundamentalismo, en general, no
es solamente una forma de /teología, es más bien una /ideología que se alía con intereses sociales
y políticos de grupos identificables, contrarios a cualquier tipo de pluralismo. Su empeño no se
limita únicamente a preservar la fe, sino que desea transformar el mundo de tal manera que la fe
pueda ser más fácilmente preservada. En su manifestación más profunda, el fundamentalismo no
reconoce una línea divisoria entre religión y política. La religión no se concibe como algo privativo
del individuo tal y como propicia la /modernidad. De modo que los enemigos básicos son el
liberalismo, el /humanismo y el secularismo, vistos desde sus filas como la encarnación del mal. Se
trata de un movimiento de reacción; reacción contra las herejías de la teología moderna.
BIBL.: AA.VV., El fundamentalismo islámico, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid 1992; CORRAL
SALVADOR C. (ed.), Los fundamentalismos religiosos, hoy, en las relaciones internacionales,
Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1994; Cox H., La religión en la ciudad secular. Hacia una
teología posmoderna, Sal Terrae, Santander 1985; MEYER T., Fundamentalismo: la otra dialéctica
de la Ilustración, Debates 32 (1990) 67-69; SÁNCHEZ VAQUERO J., Ecumenismo. Manual de
formación ecuménica, Universidad Pontificia, Salamanca 1971.
M. García Ruiz
GRACIA-GRATUIDAD
DicPC
Entre los distintos campos semánticos que abre el término gracia: el estético –gracia como belleza,
esbeltez, gracilidad de los movimientos–, el teológico –la gracia de la divinidad, ofrecida al hombre
en distintas manifestaciones según las diversas religiones, especialmente la cristiana–, aquí
fijaremos la atención en el ámbito metafísico y antropológico, en los cuales queda implícito el
estético e incoado el teológico.
Dentro del ser puramente gratuito, las cosas nacen y se sostienen mutuamente en una forma de
integración que compone un excelso poema de fidelidad y que se revela como splendor ordinis. El
mundo se presenta como totalidad ordenada por una red infinita de dependencias constitutivas del
ser individual, que es en cuanto alumbrado y sostenido por la totalidad que le precede y hacia la
cual está vuelto. A todo existente le precede la /nada de sí mismo y proviene del ser de que se
participa por el acto de creación. Por eso el existente es con, con los demás seres. La existencia
establece una comunicación profunda con el ser del cual emerge, y este estar en comunicación es
participación, tener parte en algo; ser es estar-con-en-realidad. En esta gravitación universal del ser
se radica el hombre y tal gravitación se reproduce en él, como ser espiritual, bajo la forma de una
apertura consciente a la realidad que le precede y le constituye y de un impulso primordial de amor
que le lleva a unirse al ser, a sí mismo, a los demás.
El hombre se encuentra con el ser recibido y simultáneamente instalado de modo gracioso en una
realidad interconstituida, en la cual tiene lugar el ajuste creador que él protagoniza en su
existencia, bebiendo del peso ontológico, de la consistencia, del valor y el /sentido de la realidad
que se le ofrece. El movimiento de la existencia humana es una esencialización por medio de la
participación en la realidad. La positiva instalación del hombre en lo real no es sino el acopio racio-
volitivo que él hace de los tesoros que la misma realidad le revela. Así, el hombre lleva adelante su
realización existencial en una sistemática apertura y en un encuentro ininterrumpido con la
realidad que le sostiene. Desde el momento que aparece el existente como emergencia inteligente,
consciente del ser, y reflexiona sobre el ser y el ser propio, el existente es radicalmente abierto. Si
no fuera así, si fuese clauso, no podría conocer el ser, y un existente cerrado ni siquiera sabría que
es un existente y, por tanto, no sería un existente. Es esta una lección importante y reiterada en la
antropología filosófica contemporánea (Scheler, Plessner, Mead, Merleau-Ponty, Portmann), que
desconocía la psicología aristotélica. La persona humana, como Zubiri enseña en un plano más
metafísico, es una esencia y, como tal, una sustantividad, dotada de una suficiencia constitucional
suya frente a las restantes cosas; por tanto, una realidad absoluta. Pero es también una esencia
abierta que, por lo tanto, sólo se puede realizar respecto a las demás realidades y a la realidad
como tal que ella misma no es. Y en tanto que esencia abierta, la persona estará siempre religada
graciosamente a la realidad dominante como su fundamento último que la hace posible1. El
hombre, pues, no solamente se comporta en relación a algo exterior a él, sino que se encuentra
radicalmente abierto y completamente sumido en lo /otro, está ya primariamente en ello, y sólo a
partir de lo otro puede hallarse a sí mismo. El camino del hombre para alcanzar su identidad pasa,
así, por la experiencia del mundo externo, especialmente de los demás hombres que viven la
misma situación.
El destino del hombre le es conferido en trato con las cosas de este mundo, sobre las cuales, en
todo caso, puede él reobrar, y el mundo, modificado a su vez, influirá nuevamente sobre el
hombre, de modo que en la formación de este, su acción propia no es más que un elemento entre
otros. La apertura del sujeto a la realidad positivamente vivida, es una experiencia de índole
afectiva de la misma realidad hacia la cual en el hombre late una tendencia misteriosa de atracción,
de amor mutuo y conocimiento. Esta proyección hacia las cosas le permite sentir el ser como real,
es decir, sentirse a sí mismo y a los demás seres en una mutua vinculación. Aunque, ciertamente, a
este impulso puede el hombre oponerse subjetivamente en el acto reflexivo de la voluntad
personal independiente, quebrando la dinámica natural que conduce a la mutua vinculación y
adoptando la postura orgullosa frente al ser. La acogida cálida de la realidad se vive con un sentido
de profunda gratitud ante ella, gratitud del sujeto asentado con espíritu de pureza e inocencia, de
ingenuidad y piedad (P. Wust), ante algo que lo supera y que se le ofrece graciosamente de modo
inmediato, gratitud como /amor reverente al misterio del ser.
Ahora bien, en esta implantación en confianza dentro de la realidad humana, el sujeto experimenta
una dependencia, constata que tiene necesidad de los otros –y de la naturaleza– como realidades
que no puede dominar totalmente y que, por eso, representan una amenaza para su vida. En esta
implantación se abandona y se hace dependiente respecto a realidades sin las cuales no puede
seguir viviendo y de las que no puede disponer plenamente. De este modo topa el hombre con la
contingencia de su ser, lo eventual de su existencia; experimenta anticipadamente la muerte y la
vida como don recibido y graciosamente sustentado. Así, el signo de gratuidad que, a modo de
trascendental, preside el ser y la existencia humana, se desvela abiertamente en las relaciones
humanas que acontecen al filo de la libertad consciente, y que a su vez se formalizan en el grado
más esencial, en el encuentro interpersonal, en el par fundamental del /yo-tú. Ante el otro, ante el
tú personal, emerge una experiencia originaria, radicalmente diversa de la relación con la
naturaleza o, incluso, con las estructuraciones sociales. La identidad del yo tiene su fundamento en
la confianza suscitada amorosamente por el otro, al que se corresponde con la entrega; y si falta la
invocación inicial ajena o su acogida franca, no hay movimiento de expansión del sujeto. En este
sentido, escribe F. Ebner que la enfermedad del espíritu en el hombre está en la ausencia del tú de
su yo. La /autonomía personal del sujeto no se alcanza en el aislamiento del yo, sino en la
interrelación positiva; el hombre se pierde a sí mismo, pierde el sentido de su propia existencia
cuando pretende fundarse sobre la sola autogarantía de la identidad del ser sujeto y del actuar que
dispone de su mundo. El yo no puede encontrarse a sí mismo, debe buscarse en el tú. Así se
alumbra un reconocimiento que apunta a la fraternidad: «El yo humano se implanta en la
fraternidad: que todos los hombres sean hermanos no se agrega al hombre como una conquista
moral, sino que constituye su ipseidad»2. En esta intersubjetividad, el amor es la realidad suprema
y la más acabada expresión de la gracia vivida por el hombre. Un amor en su definición ideal puedo
comprenderlo sólo como un milagro, algo perfectamente indebido, imprevisto, inmerecido. El
verdadero amor es incomprensible porque es perfectamente gratuito, no procedente de ningún
merecimiento previo, don soberano y libérrimo. Ni el amor, ni la libertad y soberanía de su gracia,
en su carencia de determinación previa, brotan de exigencia alguna del sujeto.
El horizonte de gracia y gratuidad del mundo y del hombre abre la cuestión del origen absoluto de
toda la realidad en la pregunta hondamente existencial ya formulada: ¿por qué hay ser y no la
nada? Heidegger habla de milagro: «El ente es». En realidad, al porqué el ser, ninguna filosofía
puede encontrar una razón suficiente y un filósofo de la ciencia tan criticista como Popper, ante la
triple pregunta por el origen del universo, de la vida y del hombre, habla igualmente de tres
grandes milagros que la ciencia no está en grado de explicar3. Pero si el existente tiene el ser, no es
el ser, que lo sería eternamente; este tener exige una ratio entis que remite más allá del ente finito.
El signo de gracia trascendental y su experiencia categorial postulan un Trascendente de gracia
como principio fontanal. La idea religiosa de creación explica el milagro o milagros que la filosofía y
la ciencia llegan a afirmar. La creación supone la nada como anterior al ser finito y lo explica
cabalmente como don, gratuito, contingente, remitido a una Divinidad personal, en cuyo amor
insondable, inexplicable, está toda explicación. La metafísica del ser como donatividad o gratuidad
es metafísica de lo espiritual Trascendente. Por otra parte, si el hombre vive dependiente de tanta
gratuidad, su consistencia personal demanda la gracia plenaria de ser mantenido en el ser y su
trama experiencial requiere una gratuidad absoluta, que la realidad no está en grado de conceder:
ser objeto de un amor libre de todo interés, ser radicalmente aceptado en la propia limitación,
perdonado en la culpa, sostenido en sus actos de gracia, etc. La vivencia radical de lo gratuito del
ser y la existencia dibuja la actitud de acogida de una nueva comunicación gratuita donde todo don
alcance su razón, se reafirme la circularidad humanizadora de la gracia, y sea satisfecha la
aspiración de plenitud a que abre lo ya recibido.
NOTAS: 1 X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984, 81-100. — 2 E. LÉVINAS, Totalidad e
infinito, 287. — 3 Cf K. PoPPER, El universo abierto, Tecnos, Madrid 1984, 144.
BIBL.: DÍAZ C., Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocén frica y ética de la
gratuidad, Encuentro, Madrid 1990; HERDER J. G., ideas para una filosofía de la historia de la
humanidad, Buenos Aires 1959; LÉVINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977;
MARCEL G., El misterio del .ser, Sudamericana, Buenos Aires 1963; MEAD G. H., Espíritu, persona y
sociedad, Paidós, Buenos Aires 1972'; NÉDONCELLE M., La reciprocidad de las conciencias,
Caparrós, Madrid 1996.
G. Tejerina Arias
GUERRA
DicPC
Un recorrido por las denominaciones con que se han presentado los rasgos más relevantes de la
época contemporánea revela que, a pesar de su larga historia, que se inicia en los mismos albores
de la civilización, la guerra alcanza su dimensión más globalizadora en el siglo XX, hasta convertirse
en el eje aglutinador de los diversos acontecimientos que se suceden a lo largo de esta verdadera
era de la violencia: Paz Armada (1904-1914); I Guerra Mundial (1914-1918); Período de
Entreguenas (1919-1939); II Guerra Mundial (1939-1945); Guerra Fría (1945-1989); Posguerra Fría
(1989-...), son las coyunturas que se difunden en los libros de texto escolares, los medios de
comunicación social, los ensayos y monografías históricas, etc.
Esta omnipresencia de la guerra como protagonista de los hechos clave del mundo en que vivimos
sirve igualmente para justificar el papel relevante de la misma a lo largo del tiempo. Cuando
Heráclito afirmó que «la guerra -pólemos– es el padre de todas las cosas» reflejaba que ya en su
momento se consideraba el enfrentamiento armado organizado entre estados como algo inherente
a la condición social de los seres humanos, un producto natural de las relaciones entre los
hombres. Sin embargo, estas evidencias esconden una especial dificultad para intentar definir qué
es una guerra. Ni la afirmación antes citada, que la convierte en partera de la Historia, ni las
disquisiciones modernas de Karl von Clausewitz, que objetiva su análisis resaltando la condición del
hecho bélico como «continuación de la actividad política (...) por otros medios», son suficientes
para clarificar de qué manera la /violencia deriva en conflicto armado, y cuándo este se transforma
en guerra explícita.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
Esta pluralidad de visiones se refleja también a la hora de establecer una tipología de las guerras.
Las dificultades para llegar a un acuerdo unánime sobre su definición provocan la aparición de
numerosas clasificaciones, cada una con un criterio distinto: geográfico (conflictos locales o
regionales), político (guerras civiles-nacionales o interestatales-internacionales), estratégico
(guerra de guerrillas, sitios de ciudades, batallas convencionales en campo abierto, terrorismo
urbano, etc). Por lo que respecta a las causas de la guerra, dejando al margen el debate sobre el
origen genético de la misma, tanto en su versión condenatoria —como enfermedad aberrante—,
como en su versión exaltadora —como mecanismo o pulsión vital—, se pueden apuntar una serie
de factores o constantes históricas. Los expertos suelen aludir, en primer lugar, al territorio como
un componente esencial en el desarrollo de los conflictos bélicos. La expresión del geógrafo francés
Y. Lacoste, «la geografía, un arma para la guerra», refleja la multiplicidad de usos estratégicos que
la geopolítica del espacio ha tenido a lo largo de la historia. Junto con las fronteras o los enclaves
marítimos y terrestres de valor estratégico, parece una obviedad referirse a los intereses
económicos como causa número uno de las guerras: acceso a recursos humanos y materiales,
control de rutas de interés mercantil, comercio armamentístico, etc. Hoy podemos matizar esta
afirmación: no todos los enfrentamientos armados organizados surgen por factores económicos,
aunque dichos factores suelen presidir el trasfondo de los combates, y evidentemente pasan a un
primer plano a la hora de hablar de las consecuencias de los mismos. Estudios recientes han
resaltado el papel de las mentalidades colectivas en el desarrollo de acontecimientos tan brutales
como las guerras: la necesidad o inevitabilidad del choque debe conformar la moral de quienes
combaten afrontando el riesgo de perder la vida y el trauma de causar la muerte a los semejantes,
en especial desde el momento en que los ejércitos mercenarios de los tiempos modernos dejan
paso a la tropa de reclutamiento forzoso, viendo como algo necesario, e incluso admirable, lo que
es irracional y criminal. Las /ideologías militaristas, las místicas sacralizadoras del
ultranacionalismo, la exaltación de las virtudes heroicas y viriles o la demonización del enemigo,
son algunos de los vehículos ideológicos utilizados por la propaganda belicista para convertir a la
guerra en un valor social positivo. En este sentido, muchas religiones han desempeñado un
poderoso papel como vehículos ideológicos generadores de sentido a la hora de acudir a las armas
para morir y matar, triunfar o ser derrotados. Otro factor importante en la génesis de las guerras es
el poder. Las tensiones entre las elites dominantes; la necesidad de proyectar hacia el exterior los
problemas que podrían hacer peligrar el sistema hegemónico, reagrupando las diferencias en torno
a una conciencia política común, defensiva u ofensiva; o la descomposición del mismo frente al
asalto de su alternativa, presentan diferentes vías por medio de las que los factores políticos se
hacen presentes en la historia de la guerra, tan íntimamente relacionada con la construcción de los
Estados modernos.
En conexión con estos, aparecen los factores o causas sociales. Entendida como institución social,
la guerra reproduce y acrecienta las situaciones previas y paralelas al conflicto que aborda, en el
frente y en la retaguardia: el papel de las diversas edades —se suele afirmar con frecuencia que las
guerras son concebidas, declaradas y dirigidas por los adultos, incluso por los ancianos, pero son
ejecutadas y padecidas por los jóvenes; de ahí su condición de infanticidios diferidos—; las
desigualdades sociales, que se manifiestan en el clasismo como modo de organizar la cadena de
mandos y el papel subordinado de los soldados, que provienen de medios rurales o urbanos,
campesinos y obreros; el papel de la mujer, como recurso propagandístico, territorio a conquistar y
fuerza de trabajo sustitutiva de los varones que acuden al frente, etc. Todos estos factores
funcionan de forma interrelacionada, hasta configurar un discurso histórico del hecho bélico, que
habitualmente se divide en una serie de etapas, con cronologías diversas según los datos que se
manejen.
Desde finales de la Edad Media en Occidente, la construcción de los Estados nacionales supone un
salto cualitativo considerable con respecto a la etapa anterior. El monopolio de la violencia física y
del aparato financiero provoca la aparición de ejércitos estables de mercenarios y de profesionales,
además de la introducción de diversos sistemas de reclutamiento de la población. Las monarquías
modernas, al definir su orden interno, sus fronteras externas y su hegemonía o subordinación con
respecto a las demás, entran en colisión, provocando una serie de conflictos multiestatales, que se
ven acompañadas por los primeros pasos de actividades diplomáticas, tendentes a evitar o
canalizar el enfrentamiento violento, y por una serie de avances técnicos, como el uso de la pólvora
y la difusión de armas de fuego, que provocará muy pronto un desequilibrio militar muy grande
entre Europa y el resto del mundo, lo que está en la base de las guerras coloniales.
A partir de la doble revolución política y económica de finales del siglo XVIII, la tendencia a concebir
la guerra como un fenómeno totalizador es ya imparable. La identificación de los ejércitos con la
nación que los organiza, tras la universalización de la conscripción obligatoria de los ciudadanos,
como contrapartida a la generalización de los derechos individuales y la libertad económica, es
completa. Además, la aplicación de la lógica industrial a la preparación para la guerra, tanto desde
el punto de vista material como desde el punto de vista estratégico, difundirá los postulados del
militarismo de manera casi universal. La época del imperialismo, entre 1870 y 1914, manifiesta de
forma exacerbada todos estos rasgos. La I Guerra Mundial supone la culminación de la guerra total,
en cuanto a aplicación de los medios de producción masiva al enfrentamiento bélico, al tiempo que
manifiesta la primera gran crisis cuestionadora del sentido de la guerra. Tras un primer momento
de apoyo unánime por parte de las respectivas poblaciones implicadas, surge una generación
antibelicista y antimilitarista, en el contexto de la cual aparece la Sociedad de Naciones, que se verá
desbordada por los acontecimientos del período de entreguerras. El surgimiento del /comunismo
soviético y de los diversos fascismos, imbuidos de rasgos militaristas y belicistas muy marcados,
entre el espacio vital y la guerra relámpago, combinado con la crisis política y económica de las
democracias parlamentarias, son factores que explican las características de la II Guerra Mundial.
La explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en 1945, abre una etapa
totalmente diferente a las precedentes. Las armas nucleares de destrucción masiva presiden las
estrategias de la guerra, fría, período caracterizado por la existencia de dos bloques militares que
compiten por la superioridad armamentística de uno sobre otro, subordinando a esta competencia
todos los demás rasgos de sus respectivos sistemas. Bajo el paraguas nuclear se cobijan muchas
realidades emergentes en esos años, desde las diversas guerras que jalonan los procesos de
descolonización del Tercer Mundo hasta la nueva conciencia pacifista frente al holocausto atómico.
La liquidación de los supuestos de la guerra fría, a finales de la década de los ochenta, a pesar de
las significativas reducciones del potencial de armamento de las potencias y los discursos sobre el
nuevo orden mundial presidido por la política pacificadora de la ONU, no ha traído consigo ni el fin
de la disuasión nuclear ni tampoco el de las guerras convencionales.
Pero la historia de la guerra es también la historia de los diversos intentos por erradicarla, o por
atenuar sus perniciosas consecuencias. En el origen de los enfrentamientos bélicos se sitúan sus
primeras lecturas críticas: la historiografía y el teatro clásicos —Tucídides y su Historia de la guerra
del Peloponeso; Eurípides, en Las troyanas; Aristófanes, en Lisístrata o La Paz—, recogieron
testimonios antibelicistas que posteriormente fueron reiterándose a partir de diversos
argumentos. La Iglesia católica, una vez consolidada como institución de poder y control ideológico,
intentó organizar y regular jurídicamente el fenómeno bélico. Arrancando de la Edad Media y
afianzándose en la polémica sobre la conquista y explotación del continente americano, la
teorización sobre la guerra justa y sus condiciones fue elaborada a partir de presupuestos
teológicos. Por su parte, la ética ilustrada defendió el final natural de los conflictos bélicos como
resultado del progreso social hacia la civilización. En la época contemporánea, la alianza entre
antibelicismo y antimilitarismo supone la aparición del pacifismo como uno de los movimientos
sociales más significativos del siglo XX.
El clamor universal contra la guerra es hoy una realidad. De hecho, muchos conflictos entre Estados
o grupos, que antes hubieran provocado enfrentamientos armados, se resuelven ahora mediante
negociaciones y acuerdos pacíficos. Las misiones de paz de los cascos azules de la ONU se
extienden por todo el mundo y, aunque llenas de fallos y errores, suponen un cambio de sentido en
lo referente al papel de las fuerzas armadas dentro de los conflictos. Pero el fenómeno bélico sigue
siendo privilegiado por muchos Estados, grupos e individuos como la forma idónea de resolver los
problemas. La experiencia de las diferentes sociedades y culturas acerca de la guerra permite
establecer una serie de orientaciones para afrontar el hecho bélico desde la denuncia de su
inhumanidad: es preciso pensar en formas alternativas de prevención y resolución de conflictos,
basadas en la /justicia, los /derechos humanos, el /diálogo constructivo y el /respeto mutuo;
además, es necesario analizar en profundidad la lógica de la guerra, que impone sus argumentos y
extiende su cultura con instrumentos muy poderosos, aportando propuestas concretas que pongan
en evidencia su inutilidad para tratar los grandes problemas del presente. La /utopía de un mundo
sin guerras supone, por lo tanto, revelar la posibilidad de convertirlo en realidad, es decir, dejar de
considerarlo un lugar inexistente, apostando por procesos educativos dentro y fuera de las
escuelas, que conviertan la paz y la justicia en algo tangible.
Esto supone combinar la denuncia del militarismo que da razón y sentido al hecho bélico, con una
serie de pasos organizados y sistemáticos que presionen para revisar el sentido actual de las
doctrinas de seguridad y las políticas de defensa, el control y la limitación del comercio de armas,
las propuestas para la creación de una fuerza multinacional de paz verdaderamente operativa y con
capacidad disuasoria, controlada y dirigida por una ONU mucho más democrática y supraestatal
que ahora, etc. Clemenceau dijo una vez que «la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo
en manos de los militares». En fin, desarmar la guerra es desarmar a los seres humanos que la
hacen posible, desenmascarando sus intereses y los mecanismos reales que les llevan a decidir
sobre las vidas y el futuro de sus semejantes.
BIBL.: BOBBIO N., El problema de la guerra y las vías de la paz, Gedisa, Barcelona 1982;
CLAUSEWITZ K. VON, De la guerra, Labor, Barcelona 1992; FISAS ARMENGOL V., Introducción al
estudio de la paz y de los conflictos, Lerna, Barcelona 1987; JOBLIN J., La Iglesia y la guerra.
Conciencia, violencia y poder, Herder, Barcelona 1990; KEEGAN J., Historia de la guerra, Planeta,
Barcelona 1995; PASTOR J., Guerra, paz y sistema de estados, Libertarias-Prodhufi, Madrid 1990;
SEGURA ETXEZARRAGA J., La guerra imposible. La ética cristiana entre la «guerra justa» v la «no-
violencia», DDB, Bilbao 1991; TOYNBEE A., Guerra y civilización, Alianza, Madrid 1976.
P. Sáez Ortega
HAMBRE
DicPC
El sentido etimológico del término hambre proviene del latín vulgarfamen, las acepciones que
apunta el Diccionario de la Real Academia plantean una doble interpretación: como necesidad
biológica del cuerpo y como acicate del ingenio o del espíritu. María Zambrano utiliza la expresión:
«Una desaforada hambre de realidad». En verdad, el hombre necesita tanto el pan como la
libertad. Pero en la historia de la humanidad el hambre aparece como una realidad siempre
presente. El instinto de supervivencia se manifiesta como exigencia biológica de toda persona y
toda comunidad, que instaura un tipo de costumbres y valores en función del ecosistema en el que
se desarrolla cada cultura aborigen, sin olvidar que la alimentación influyó notablemente en la
biología evolucionista.
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Un breve repaso a la historia nos muestra la continua presencia del hambre en la vida de
numerosos pueblos. Así, Hesíodo consideraba el hambre como uno de los males endémicos de la
humanidad: sale de la Caja de Pandora, aunque nos deja en su fondo la esperanza de remediarlo. El
poeta relaciona el hambre con el zángano, cuando dice: «Así, recuerda mis advertencias y trabaja,
Perses, vástago divino, para que el hambre te aborrezca y te ame la bella y casta Deméter y llene
con abundancia tus graneros». También Jesús, en la cuarentena del desierto, pasó hambre; Satanás
le tentó para que convirtiera las piedras en pan; y en el Sermón del Monte, Jesús dice: «Dichosos
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados». Y en la descripción del
juicio final, del Evangelio según san Mateo (Mt 25), dar de comer al hambriento es una señal
inequívoca de pertenencia al Reino: «Porque tuve hambre y me disteis de comer».
El hambre fue considerada en el Imperio Romano como un fenómeno marginal. Las crucifixiones
colectivas eran, en realidad, una tortura elemental: dejarles morir de hambre y sed. A los cristianos
los utilizaban en el circo para saciar el hambre de los leones, y servía de aviso para las rebeliones de
esclavos, que eran los únicos que pasaban hambre.
En el Imperio Carolingio, los campesinos libres apenas subsistían, pero había una clase dentro de
ellos, los libres pobres, que padecían hambre. En el siglo XI, hubo en Europa épocas de hambre y
casos de canibalismo. Epidemias como la peste negra devastaron Europa, causando miles de
muertos por hambre. En el siglo XIV el hambre asoló la península Ibérica y murió cerca de la cuarta
parte de la población. En El Quijote, Sancho Panza es un personaje emblemático respecto al
hambre, y en una plática con su mujer Teresa, esta le dice: «La mejor salsa del mundo es el
hambre, y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto».. Don Quijote, no menos
emblemático que su escudero, lo es en otro sentido, pues tiene hambre de inmortalidad. Y en el
pasaje de la Cueva de Montesinos, Cervantes afina: «¿Y ha comido vuesa merced en todo este
tiempo, señor mío? —preguntó el primo—. No me he desayunado de bocado ni aún he tenido
hambre, ni por pensamiento. Y los encantados, ¿comen? —dijo el primo—. No comen, —respondió
Don Quijote...—»; al final del diálogo se queja de los que dan libertad a sus negros cuando ya son
viejos y no pueden servir; «echándolos de casa con el título de libres, quedan como esclavos del
hambre, y de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte». También en El Lazarillo de Tormes se
habla de pura hambre, al igual que en El Buscón de Quevedo. En 1900 decía Leopoldo Alas, Clarín:
en Andalucía «el terrible problema del hambre continua planteado, la solución se espera».
En la Edad Moderna, tras 1492 y la expansión de Europa en las colonias, se sitúa el origen histórico
de la tragedia del hambre en los pueblos indígenas. Los mayas creen que «la guerra que se
aproxima será a causa del hambre... Porque no existe la justicia... Al hombre pobre no le queda
nada... Se derramará sangre... en todas las naciones». Se les confiscan sus tierras y con ellas su
libertad, y se les condena al hambre. Y no extrañará que recientes investigaciones sobre el hambre
en la época moderna consideren que las hambrunas africanas pudieron ser un factor del
crecimiento de la esclavitud, pues algunas tribus optaron por vender algunos de sus miembros para
salvar al resto de la muerte por inanición. En la misma época, entraron en vigor las poor laws, que
eran, en realidad, leyes contra los pobres. La carestía de los cereales en toda Europa en los siglos
XVII y XVIII provocaron grandes rebeliones campesinas en las ciudades, a causa del hambre.
Muchos ignoran que el Siglo de las Luces fue también denominado el Siglo del Hambre. Así,
Feuerbach decía: «¿Quiere Ud. que las personas sean mejores? Pues entonces, en vez de predicar
contra el pecado, proporcióneles una mejor alimentación. El hombre es según lo que come. La
alimentación es la base de su cultura y de su orientación». La vorágine economicista de especular
con el hambre, jugando con la carestía de los alimentos, nació en el siglo XIX, y así creció
injustamente la riqueza de muchas naciones europeas, generando la deuda externa que ha
empobrecido al /Sur, hasta el punto de que Josué de Castro identifica el mapa del hambre con el
mapa de la colonización europea, y considera el hambre como el iran descubrimiento del siglo XX.
Africa sufre en el siglo XX las consecuencias del reparto de su continente en la Conferencia de
Berlín de 1885. Tras la II Guerra Mundial, el planeta giró en torno a los EE.UU. y la URSS con la
Guerra Fría. Con ella crecieron los imperialismos de uno y otro sentido, así como el hambre.
Desde la instauración del denominado Nuevo Orden Económico Internacional, propugnado por la
ONU en 1974, el hambre no ha hecho más que aumentar, pues fallaron las previsiones de la FAO en
1974: pensaban que en una década se habría erradicado el hambre en el mundo. La resolución del
0,7% del PIB de los países enriquecidos, para el Tercer Mundo, fue una falsa esperanza. El Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial o la OTAN han salvado la paz de los países libres a costa
del hambre. Además, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, de 1948,
motivada principalmente por el holocausto de los judíos a manos de los nazis, no consiguió evitar el
otro holocausto del siglo XX: el hambre, el otro Muro de la Vergüenza, que es la causa de la muerte
de varias decenas de millones de personas cada año. Por esto, en el umbral del siglo XXI no hay
otro reto mayor que la /solidaridad entre el Norte y el Sur. Ya decía Gandhi que los ricos no pueden
hacer fortuna sin la colaboración de los pobres. Si los pobres se convencieran de esta verdad,
tomarían medidas y aprenderían a liberarse ellos mismos, según medios no-violentos, de las
desigualdades que les han llevado al hambre.
Cuando Unamuno afirmaba que «la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y volitivas,
nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla, contradícela», tocaba con el dedo en la
llaga de nuestro tiempo: ¿Cómo es posible que, con la ciencia y la tecnología actuales, exista
todavía hambre en nuestro mundo, en una proporción devastadora que padecen 3/4 partes de la
humanidad? El Manifiesto de B. Russell y A. Einstein en 1955 contra la utilización de la bomba
atómica nos advirtió del peligro de la carrera de armamentos. El Nobel de la Paz de 1995, el físico J.
Rotblat y el Movimiento Pugwash, consideran que la eliminación de la pobreza y el hambre en el
mundo es una prioridad internacional. En la década de los 80 también se elaboró un Manifiesto
contra el Hambre y el Subdesarrollo, firmado por científicos-humanistas y escritores galardonados
con el Premio Nobel.
Es indudable que muchas veces el hambre es provocada por las catástrofes naturales, pero
también es incuestionable que, en mayor medida, el hambre es provocada por el hombre. La
/ecología humana es el nuevo enfoque del problema del hambre. Se ha dicho con razón que «el
principal problema ecológico es el hambre». La hambruna generalizada en África está creando un
problema de deforestación, y se convierte en un obstáculo para cultivar la tierra. Además, en
diferentes informes de organismos internacionales (la Cumbre de la Tierra, de 1993, la Cumbre
sobre Población, de 1994, la Cumbre sobre el Desarrollo Social y sobre la Mujer, de 1995), así como
en los Informes de Naciones Unidas sobre el Desarrollo Humano (PNUD), se constata la
preocupante feminización de la pobreza (las mujeres y los niños son los principales hambrientos de
la humanidad) y el crecimiento del abismo entre el Norte y el Sur. El hambre se ha convertido en un
problema central, no periférico, de las naciones desarrolladas. Y en la Declaración de Barcelona
sobre los Derechos Alimentarios del Hombre, el presidente de la FAO reconocía que la indiferencia
es el mayor enemigo del hambre. El hambre es, entonces, un problema ético, pues en buena
medida está en las manos del hombre solucionarlo; ni los neomalthusianismos, ni el neoliberalismo
aportan razones convincentes en sentido contrario. Y la responsabilidad es hoy mayor que nunca,
pues a nuestros antepasados, acostumbrados a la penuria y la escasez, no les extrañaba el hambre.
Pero hoy esta plaga del siglo XX, y probablemente del siglo entrante, debe consternarnos, al
comprobar que el hambre es un fenómeno técnicamente suprimible. Técnicamente; porque hace
falta que también sea un imperativo moral incuestionable para todos nosotros.
«Nada humano me es ajeno». La sentencia clásica expresa la realidad del hambre, que configura
una nueva significación global, en la que se aglutinan un conjunto de acepciones de orden
histórico, político, económico, demográfico, ecológico, científico, tecnológico, religioso y cultural,
constituyéndose en un eje transversal que atraviesa —nunca mejor dicho— la tierra de Norte a Sur.
La raíz de esta tragedia evitable es de índole moral, hasta tal punto que hoy el referente para
enjuiciar el Estado de Derecho de las naciones, no es sólo la libertad de sus ciudadanos, sino que el
pueblo no pase hambre. Se habla, por ejemplo, en Iberoamérica, de las democracias con hambre
(como en el estado mexicano de Chiapas, región empobrecida a pesar de ser rica en materias
primas y culturas indígenas). El hambre ha sido aliada de muchas revoluciones en la historia; pero
tal vez ahora provoque La Primera Revolución Global, como plantean King y Schneider en el último
Informe del Club de Roma, en el que denuncian el hambre como escándalo y vergüenza de la
humanidad.
En el refranero español, sedimento de la cultura popular, encontramos expresiones como «es más
listo que el hambre» o «pan para hoy, hambre para mañana». En efecto, la primera pulsión del
hombre no es, según Bloch, ni la libido de Freud, ni la voluntad de poder de Adler, ni el Dionisos de
Jung, sino el hambre. Y Unamuno decía que nuestro mundo sensible es «hijo del hambre», y que
«el hambre es el origen del conocimiento», que la esencia del hombre es tener sed de
inmortalidad; en definitiva, hambre de Dios. Antonio Machado también habla del hambre por boca
de Juan de Mairena, en referencia a la India: «Habla su maestro de un influjo atávico de la viejas
razas de Oriente, donde no sólo el ayuno propio de las personas distinguidas, sino el hambre
general y periódica, es la manera más natural de morirse», porque «el hambre no se engaña más
que comiendo». Finalmente, sentencia Machado: «El hombre, para ser hombre, necesita haber
vivido, haber dormido en la calle y, a veces, no haber comido».
La lucha contra el hambre exige un compromiso con la realidad, desde distintos frentes:
1. La persona. No estamos solos en nuestro universo interior, somos libres con los demás o no lo
somos en absoluto. El sujeto es la comunidad del /yo-tú, y juntos somos uno. Sentirme unido con
los otros seres humanos es la solidaridad de la persona: unidad en la diversidad. El lema sería:
espera en ti mismo, con una esperanza comunitaria que empieza en el hombre y acaba en Dios.
2. La familia. La familia es la primera escuela de la solidaridad; por activa o por pasiva, a ser
solidario se aprende o no, en familia. También la austeridad o el despilfarro se descubren en la
infancia. Los hábitos alimenticios conllevan hábitos de gran importancia social. Y mientras en el Sur
la familia constituye la unidad básica de supervivencia, a veces en el Norte es la unidad primaria del
consumo.
6. Los medios de comunicación. La verdad de la realidad debería ser la máxima de los mass media;
pero un muro de silencio se levanta contra las verdaderas causas del hambre. Se cocinan las
noticias del hambre para generar impotencia, cuando no miedo, y anular aquellas noticias que
generen esperanza. Por ello, hay que fomentar la sensibilización en los mass media como un
derecho, y se debe acabar con la actitud mendicante de las ONG hacia ellos.
7.Es necesario comprometer a los partidos políticos, sindicatos y empresarios. Sólo la presión social
mueve a los políticos de oficio. La inclusión de la lucha contra el hambre en los programas de los
partidos ha seguido a los temas medioambientales que ya constituyen una referencia sólida de los
Gobiernos. Sin embargo, el compromiso real en este tema es más complejo y desvela con mayor
profundidad la corrupción que reina en el mundo de la economía. El mundo empresarial tiene una
gravísima responsabilidad en este tema: no se puede comerciar con la /dignidad humana a
cualquier precio, sobre todo cuando la pobreza que genera el sistema produce la muerte de
millones de personas por intereses económicos.
8. La implicación de los Gobiernos. La responsabilidad moral de los partidos que gobiernan es muy
grave. Las estructuras políticas y financieras internacionales atrapan a los gobernantes en la red de
intereses históricos, de cuya inercia es difícil salirse. Los gobiernos del Norte que mantienen a los
gobiernos del Sur, son cómplices de la violación de los /derechos humanos, y el primero es el
derecho a la vida. UNICEF pide 25.000 millones de dólares para erradicar la mortalidad infantil en el
mundo en 5 años, y tiene muchos problemas para conseguir esos medios.
9. Los organismos internacionales. La ONU tiene que ser reformada urgentemente, pues uná
compleja tela de araña de intereses la tiene atenazada. El Consejo de Inseguridad permanente, que
acumula todo el poder, constituido por los 5 países con mayor peso en la industria militar, es el
mejor modo de administrar la /guerra en la organización mundial para la /paz, hipotecada
económicamente. Lo mismo decimos del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la
OTAN, el G-7, la Comisión Trilateral, etc. La presión de los ciudadanos del mundo es difícil que
llegue a estas oligarquías modernas, ya que disponen de una defensa nueva: las tecnologías de la
información.
10. El ecumenismo de las religiones universales. El papel de las Iglesias y los líderes religiosos en
esta cuestión es particularmente importante; su unidad sería solidaridad firme ante otros poderes
avezados en la organización de la injusticia y en la administración de la miseria, como los antes
mencionados. Las Iglesias deberían ser más beligerantes ante los poderes fácticos, económicos y
políticos, internacionales, para defender a esas legiones de cristianos que se juegan la vida por los
pobres.
BIBL.: BEsSIS S., El hambre en el mundo, Talasa, Madrid 1992; DE FELIPE A.-RODRÍGUEZ L., Guía de
la solidaridad, Temas de Hoy, Madrid 1995; DE SEBASTIÁN L., Mundo rico, mundo pobre. Pobreza y
solidaridad en el mundo de hoy, Sal Terrae, Santander 1992; DÍAZ SALAZAR R., Redes de solidaridad
internacional. Para derribar el muro, HOAC, Madrid 1996; MAYOR ZARAGOZA F., Mañana siempre
es tarde, Espasa-Calpe, Madrid 1987; PREMIOS NOBEL, Manifiesto contra el hambre en el mundo,
IEPALA, Madrid 1985; RoTBERG R. 1.-RABB T. K. (eds.), El hambre en la historia, Siglo XXI, México
1991; SÁEZ P., El Sur en el aula. Una didáctica para la solidaridad, Centro Pignatelli, Zaragoza 1995;
SAMPEDRO J. L., Conciencia del subdesarrollo, Salvat, Barcelona 1972.
J. M. Callejas
HEDONISMO
DicPC
El hedonismo (del griego hedoné: placer) es la doctrina que proclama, como fin supremo de la vida,
la prosecución o búsqueda de placer. Es un tema antiguo y actual, tema de siempre, no sólo a nivel
teórico, sino a nivel existencial, tanto en la vida humana individual como en la colectiva.
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Se suele citar como hedonistas, entre los griegos, a Demócrito, a ciertos sofistas, y más
expresamente a los cirenaicos y epicúreos. En la época moderna, si prescindimos de las
considerables diferencias entre los diversos pensadores hedonistas, se ha considerado que han
defendido una moral hedonista los neoepicúreos (Gassendi, Valla), los materialistas del siglo XVIII,
especialmente los materialistas franceses (Helvecio, Holbach, La Metrie) y los utilitaristas ingleses
(J. Bentham, Stuart Mill). En un momento de la filosofía griega, tres posturas dialécticamente
enfrentadas (las de Antístenes, Aristipo de Cirene y Platón) pueden dar luz sobre este antiguo y
actual tema del placer. En el cínico Antístenes hay una postura de rechazo: «Prefiero volverme loco
a gustar el placer». En dirección diametralmente opuesta se mueve la escuela cirenaica, que tiene
su punto de arranque en Aristipo de Cirene, en la cual impera el hedonismo. El /bien y el /valor hay
que buscarlo exclusivamente en el placer, concretamente en el placer que se percibe en la
impresión sensible. «Sólo lo expresado por nosotros como afección o pasión es evidente o
manifiesto»; evidente, porque se trata ahí de una afección sensible presente. Y de este tipo es
precisamente para Aristipo el placer. Tiene, pues, el hedonismo una base epistemológica sensista.
Además, el placer es entendido por Aristipo en un plano totalmente subjetivista y sensista, como lo
entendía Protágoras: «Cada cual tiene en sí mismo la medida del valor y del bien, y toma por
verdadero y real lo que personalmente él siente». En perfecta consonancia con esta vieja
mentalidad, escribirá Bentham en el siglo XIX: «Qué sea la justicia se discutirá y se discutirá sin fin;
pero qué sea la felicidad, eso todos lo saben, porque saben qué es el placer». Pero que n o sea ello
tan simple como quiere Bentham y los primeros cirenaicos, y que no menos que en otros terrenos
está el hombre, también en este, expuesto a los mayores engaños, nos lo testifica otro cirenaico,
Hegesías, quien tan poco satisfecho se sintió con el hedonismo de la escuela, que le hizo
evolucionar a un trágico pesimismo; la gente lo apellidó con el nombre de predicador de la muerte.
Por su parte, Platón dirige siempre sus tiros por igual contra Protágoras, Antístenes y Aristipo, pues
para los tres lo decisivo para la verdad y el valor es la vivencia sensible y el fenómeno subjetivo. La
filosofía de Platón será el camino hacia la /verdad y, con ella, el camino hacia el bien, en la vida
privada y en la pública. Platón se declara en el Filebo en favor de una vida entreverada de placer y
virtud, inteligencia y pasión. Pero el placer jamás lo ha convertido Platón en principio de la
moralidad. Firme como en su actitud frente a los cínicos, al devolver su sentido y valor humano a la
alegría, no lo es menos frente al hedonismo de los cirenaicos y contra todo eudemonismo que, de
un modo u otro, busque el origen y esencia del valor en el placer y en nada más. El placer, en la
medida en que puede entrar como elemento de nuestra vida, debe ser ordenado y dominado por
una medida, una norma de rectitud, razón e inteligencia. Es la conclusión final del Filebo. Ello
quiere decir que el placer puede ser un acompañamiento, pero nunca un principio del bien moral.
La vida ha de reglarse por un orden ideal, que servirá a la par de fundamento razonable para la
alegría y el placer. No todo lo que trae consigo placer es bueno, sino que lo que es bueno trae
consigo placer y contento. «¿Qué género de bien para el justo sería aquel bien que no fuera
acompañado juntamente por un sentimiento de gusto, de algo agradable?»1.
Carlos García Gual afirma que, en la actualidad, «la adopción del lema básico del hedonismo (que el
placeres el bien supremo en un mundo intrascendente) evoca en nuestro entorno la pervivencia de
la lección de Epicuro». Y el psiquiatra Enrique Rojas escribe: «Los retos y esfuerzos (del hombre
actual)... apuntan... hacia la búsqueda del placer y del bienestar a toda costa, además del dinero»2.
El hombre de hoy sólo vive para sí mismo y para el placer; por eso las dos notas más peculiares de
nuestro tiempo son el hedonismo y la permisividad, ambas enhebradas por el materialismo.
Hedonismo significa, entonces, que la máxima del comportamiento es el placer por encima de
todo, cueste lo que cueste, así como ir alcanzando progresivamente cotas más altas de bienestar.
Además, su código es la permisividad, la búsqueda ávida del placer y el refinamiento, sin ningún
otro planteamiento. Así pues, hedonismo y permisividad son los dos nuevos pilares sobre los que
se apoyan las vidas de aquellos hombres que quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en el
caleidoscopio de sensaciones cada vez más sofisticadas y narcisistas; es decir, contemplan la vida
como un goce ilimitado.
Lejos de cualquier planteamiento maniqueo y rigorista, hemos de afirmar que la tendencia al goce
es una disposición natural de la persona. Pero esta tendencia al goce adquiere un significado
especial en la actitud del hombre hedonista, para el cual el goce es el más elevado y exclusivo fin
de la vida, y en el cual la aspiración al goce se transforma y degenera en una pasión absorbente, en
una manía enfermiza. En el hedonista fallan las tendencias transitivas, ya que su temática se
concentra en la concienciación de sus estados cambiantes subjetivados. El hedonista no conoce el
compromiso, ni atiende a los vínculos con las personas y las cosas, ni asume responsabilidad alguna
ni obligaciones frente a ellos3. En esa desvinculación con cosas y personas radica la negatividad de
la actitud hedonista considerada en sí misma y en sus consecuencias, pues perdida la vinculación
con cosas o personas, sólo queda la búsqueda de placer en un sujeto replegado sobre sí,
encarcelado dentro de los muros de su subjetividad egoísta. En efecto, el placer y la felicidad que le
acompañan, es el resultado natural de una vida humana sana, y brota como consecuencia de una
relación interpersonal, desde el vínculo del amor. La inmersión desinteresada, amorosa en lo real,
descubre a las personas y las mismas cosas, y además es gozosa. Una madre, desvelándose noche y
día por su hijo, es profundamente feliz, por ser todo lo que hace expresión de su amor. A otra
mujer que no fuera su madre, en la medida en que tuviera que hacer esa misma labor de atención
por mero interés (sin amor), se le haría desagradable, e incluso insoportable. Si, hipotéticamente,
imagináramos a una madre que actuara por mero interés —para ser feliz— diríamos
acertadamente que no merece el nombre de madre. El hijo acusaría durante toda su vida tal
ausencia de amor.
Muy acertadamente, E. Mounier escribe: «El sexo es más profundo que la civilización, pero la
persona es más profunda que el sexo» 4. Esto significa que el sexo (y el placer anexo al mismo) es
más profundo que la civilización, pero la persona, el amor, es aún más profundo que el sexo (y el
placer unido al sexo). Pero ¡qué volteo, qué trastrueque tan drástico, qué diabólico cuando el
placer (como consecuencia) se pone en primer plano! Ciego, el obseso de sexo-placer queda
cerrado en su propia cárcel y no puede ver... al otro, convertido en objeto de placer. Por el
contrario, el que ve al otro como lo que es —persona— y lo trata de modo apropiado, es decir,
desde el amor, logra, sin proponérselo —como consecuencia y por añadidura—, la /felicidad que el
hedonista se propone como objetivo primero y que de hecho no logra ni puede lograr por la espiral
infernal que él mismo introduce en las relaciones humanas. El que ve al otro en su verdad y lo ama
de verdad (no engañosamente como el hedonista, autoincapacitado para amar verdaderamente),
entra en él y es acogido en lo más íntimo. Hay un mutuo abrirse, darse y acogerse en lo más íntimo,
en el manantial primero, en lo que se es y, consecuentemente, en lo que se tiene. Y así se vive la
felicidad, como personas que mutuamente se entregan desde el /amor que es ternura, que no
domina, que es libre y deja libre al amado, que vuela y deja volar, que no pasa nunca, que es
eterno. En este clima de comunión brota espontáneamente, como una delicada flor, el gozo, la
dicha más sublime, en tanto que gozo de la persona entera, y no sólo de su reducción sensista.
El placer no es, en modo alguno, algo negativo, sino que, usando la terminología de Max Scheler, es
un valor. Lo negativo radica en la actitud hedonista, esto es, en la idolatración del placer por sí
mismo como único fin del hombre. Hemos, pues, de ser conscientes del reduccionismo del mundo
en que vivimos. Alexander Solzhenitsin decía, comparando el totalitarismo soviético con la
decadencia occidental, que esta era consecuencia de un bienestar exclusivamente material y
hedonista: «La situación moral de la Europa libre me parece tan grave como nuestra penuria
económica y nuestra falta histórica de libertades». Pero, dado el medioambiente que nos rodea y
empapa, no nos extrañemos de sufrir la experiencia de encontrarnos resbalando reiteradamente
por la inercia de un hedonismo que, paradójicamente, abre sin cesar nuestro propio infierno,
eternizándolo individual y colectivamente. En consecuencia, sólo una revolución (personal-
estructural) puede sacarnos de esta espiral invertida de autoinfernación a que nos lleva el
hedonismo. Es la revolución de lo obvio, del retorno a lo bueno, a una vida desde el amor.
NOTAS: 1 PLATÓN, Las leyes, 663,a. — 2 E. ROJAS, El hombre light, 17. — 3 P. LERSCH, La estructura
de la personalidad, 113. — 4 E. MOUNIER, Tratado del carácter, 166.
BIBL.: GARCÍA CUAL C., Epicum, Alianza, Madrid 1988; LACROIX J., Le sens du dialogue, Baconniere,
Neuchatel 1955; LERSCH P., La estructura de la personalidad, Scientia, Barcelona 1971; MOUNIER
E., Tratado del carácter, en Obras completas Il, Sígueme, Salamanca 1993; ROJAS E., El hombre
light, Temas de hoy, Madrid 1993; WOJTYLA K., Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1978.
A. Puértolas
HERMENÉUTICA
DicPC
I. ACTUALIDAD E HISTORIA.
El término viene del verbo griego hermeneuein y de las funciones asignadas al dios Hermes. A este
le corresponde ser el mensajero que pone en comunicación a los dioses y, sobre todo, transmitir la
voluntad de estos a los humanos. Esta función mediadora es la que también encontramos en el
corpus platónico: en el diálogo Ion 1 a los poetas se les llama hermenes, intérpretes de la voluntad
de los dioses e intérpretes de otros rapsodas anteriores. A diferencia del arte de la adivinación, al
que acompaña un cierto estado de delirio (mantiké), al arte de la interpretación (hermeneutiké)
acompaña una sobriedad que reclama un esclarecimiento de la verdad que se transmite. Su
función mediadora está cercana a la del /profeta como anunciador directamente inspirado, pero se
amplía también a la mediación humana. En Aristóteles, este es-fuerzo de mediación es el esfuerzo
del discurso, de la expresión, de la argumentación, del enunciado (hermeneia). Un esfuerzo que
consiste en traducir el pensamiento en palabras; un enunciado cuya exteriorización permite al
interlocutor captar lo que la inteligencia quiere transmitir. Esta función mediadora es la que llevó a
los intérpretes de Aristóteles a agrupar sus escritos lógico-semánticos con el nombre De
interpretatione (Peri Hermeneias). En ellos se estudia el enunciado, esto es, la proposición
susceptible de ser verdadera o falsa. Desde entonces, el hermeneuta asegura el logos, interpreta el
sentido, se pregunta por la /verdad a la que responde el enunciado y que accede al lenguaje. Sin
embargo, en la cultura griega, la hermenéutica no designa únicamente la dimensión sintáctica y
semántica del lenguaje; se ocupa de la inteligibilidad en todas sus dimensiones, y por ello incorpora
también la pragmática. La hermenéutica estudia también el estilo, en tanto que habilidad para
comunicar o transmitir un sentido. En definitiva, se trata de un término con el que nos
preguntamos por el proceso de la significación, por el carácter mediador de la inteligibilidad; como
expresión o manifestación externa de una palabra interna, como interpretación de un enunciado
que no se entiende por sí mismo, como traducción de un /lenguaje extraño al lenguaje familiar.
La interpretación del sentido no es una actividad fácil, sobre todo cuando prolifera el todo está
permitido y cuando hay acontecimientos que suponen una ruptura con la tradición. Hacer la
exégesis de un sentido transmitido es un trabajo difícil, en el que no vale la espontaneidad; la
búsqueda de la verdad transmitida reclama un método exegético, para diferenciar la verdadera de
la falsa interpretación. El verdadero sentido de los documentos de la historia, de los textos de los
filósofos o de los textos sagrados está mediado por las múltiples interpretaciones que de ellos se
han hecho en el tiempo y, sobre todo, por aquellos momentos en los que se produce una ruptura
con el canon de interpretación tradicional. Sea porque se trata de la aparición de documentos
historio-gráficos inesperados, sea por hechos como la aparición de Jesucristo o la Reforma, se
rompe la continuidad de una tradición que es preciso reconstruir. Para ello se precisa un conjunto
de reglas de interpretación que actualicen la continuidad del sentido, para que el intérprete no se
precipite en el juicio. Para los pensadores del humanismo renacentista la hermenéutica se
convierte en el conjunto de reglas sin las que resulta imposible restituir el sentido de los textos
(hermenéutica filológica o hermenéutica teológica) y las leyes (hermenéutica jurídica). La
necesidad de un conjunto de procedimientos de interpretación científica y metodológicamente
correctos, no tenía una finalidad arqueológica, sino práctica. En autores como Erasmo y en
proyectos culturales como la Biblia políglota de Alcalá, del Cardenal Cisneros, se pretendía
actualizar la piedad cristiana, conociendo en profundidad las fuentes de la tradición: no hay camino
a la verdad evangélica sin una hermenéutica metódica. En autores protestantes como Lutero,
Flacius o Baumgarten, la oscuridad de las fuentes no se aclara acudiendo a la tradición, sino
acudiendo a la exégesis gramatical, y sobre todo, diferenciando la exégesis de la dogmática. Fue así
como Schleiermacher acometió la tarea de sistematizar las distintas hermenéuticas particulares
(teológica, jurídica, filológica) en una hermenéutica general, como arte del comprender. Desde
entonces la hermenéutica unifica términos hasta entonces dispersos, como los de ars
interpretandi, sensus scripturae, regulae o clavis. Así, la hermenéutica es la disciplina mediadora
que une la pluralidad de gramáticas (diversidad de lenguas) con la universalidad de la crítica
(unidad de la razón). Esta sistematización, que resultaba imprescindible desde el punto de vista
metodológico (por la dispersión de normas exegéticas), también lo será desde el punto de vista
antropológico, para determinar cómo se relacionan la individualidad del intérprete y la
universalidad de la comprensión. Para ello, la hermenéutica debe acercarse al quehacer artístico,
porque más que una técnica (interpretación gramatical), la correcta interpretación es un arte, no
por el que nos introducimos en el alma del autor (psicologización de la hermenéutica, como
pensaba Dilthey), sino por el que comprendemos lo expresado en el lenguaje desde el querer decir
(interpretación psicológica). Más que una técnica o conjunto de reglas para evitar los
malentendidos, la hermenéutica es un saber próximo al arte del /diálogo, porque son dos personas
las que entran en contacto: el autor y el lector. Esta es la razón por la que en Schleiermacher la
hermenéutica se halla fundada en el suelo de la dialéctica como arte del entendimiento mutuo. El
intérprete está constantemente expuesto al error, y por ello sólo puede acceder a la verdad desde
el diálogo e intercambio de ideas con el /otro.
Este retorno reflexivo sobre nuestra propia estructura de anticipación ofrece la posibilidad de
conocer nuestras creencias, prejuicios o situaciones de partida. Tarea que exigirá la consideración
del círculo hermenéutico, que no ha de entenderse como la búsqueda de una verdad en la cual se
está, o como una vulgar petición de principio. El carácter hermenéutico de esta figura lógica
reclama el esclarecimiento reflexivo de la situación desde la que ya siempre comprendemos. El
círculo exige que el juicio que realizamos no sea arbitrario, es decir, que se conozca el espacio
reflexivo desde el que se realiza, con el fin de poner en marcha un verdadero diálogo. Estar abierto
al otro o a la cosa conocida presupone esta tarea crítica. Sin esta clarificación previa, la
interpretación de nuestra situación podría estar al servicio de conceptos populares y opiniones
comunes. La hermenéutica se convierte así en un esfuerzo de crítica para buscar transparencia en
la vida de un serque puede saber la posición que ocupa en la existencia. Más que una opción
filosófica, la hermenéutica pasa a ser una necesidad de toda reflexión crítica que pretenda ofrecer
al /hombre (Dasein) una posibilidad de existir y de hacerse comprensivo para sí mismo. Calificar un
juicio, una tarea o una ciencia como hermenéutica es exigir un proceso de interpretación, de
reflexión y de auto-aplicación.
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía 1-11, Taurus, Madrid 1986; CONILL J., El
crepúsculo de la metafísica, Anthropos, Barcelona 1988; CORETH E., Cuestiones fundamentales de
hermenéutica, Herder, Barcelona 1972; DOMINGO MORATALLA A., El arte de poder no tener razón.
La hermenéutica dialógica de H. G. Gadamer, Universidad Pontificia Salamanca, Salamanca 1991;
ID, Hermenéutica y ciencias sociales, Cuadernos salmantinos de filosofía XVIII (1991) 119-151; ID, La
herencia de Gadamer en K. O. Apel: ¿hermenéutica experiencia) o hermenéutica trascendental?,
Pensamiento 197 (Madrid 1994) 253-266; GADAMER H. G., Verdad y método. Fundamentos de una
hermenéutica filosófica 1-11, Sígueme, Salamanca 1977 y 1992; ID, El problema de la conciencia
histórica, Tecnos, Madrid 1993; MACEIRAS M.-TREBOLLE J., La hermenéutica contemporánea,
Cincel, Madrid 1990; ORTIZ-OSES A., La nueva filosofía hermenéutica, Anthropos, Barcelona 1986;
RICOEUR P., Le conflict des interpretations. Essai d'hermeneutique, Seuil, París 1969; ID, Du Texte á
1'action. Essai d'hermeneutigue, Seuil, París 1986.
A. Domingo Moratalla
HISTORIA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Cuando pensamos en la realidad que nos rodea, lo hacemos desde algo que puede concebirse: el
/hombre, como alguien en quien se realizan los contenidos de aquello que ha sido pensado. Este
proceder humano es actualizado continuamente por los sujetos que habitan ese territorio
discursivo. El sujeto queda así convertido en lo esencial y en lo irremplazable de sí mismo, y en lo
intrínseco de ese todo que desea aprehender. La historia es también, una vez sucedida,
irremplazable, a no ser que se relate desde otro discurso no histórico, lo que entrañaría el
concebirla como texto paradójico y no como un acontecer envolvente. La complejidad y la
modificación con las que hemos ido pensando todas las variantes de nuestra /cultura, la inevitable
disolución de unos hechos que sirven de condición a la resolución de otros y la cautela por nombrar
todo aquello que puede ser causa de homologación histórica, han ido fabricando una categoría, al
menos incierta, acerca del sentido del propio pensar la historia, que debería ser enjuiciado dentro
del marco de otros sucesos, con los que acabaría trenzando un paradigma de esa totalidad con
sentido, que estaría ya expresada, implícitamente, en el origen de dicha reflexión sobre la
narración.
El acercamiento a esta continua transfiguración en los vértices de cada época, es objeto incesante
de diferentes lecturas, que intentan definir lo característico de cada uno de esos pliegues en los
que se consolida el edificio histórico, cuyo destino ya no es el salto malabarista en el tiempo, sino la
utilización, sobre la red protectora de la misma historia, de todos aquellos sucesos que surgen bajo
la mirada atenta de la normativa universal. El cuestionarse acerca de la recuperabilidad de lo
pensado, debe de hacerse también dentro de un momento necesario del fluir histórico. No
podemos sistemáticamente objetivar cada uno de los acontecimientos que tienen lugar dentro del
escenario de los hechos, y pretender al mismo tiempo modificarlos una vez que estos han
sucedido. Reconstruir la /vida es fijarla a cada uno de los modelos en los que ya ha sido pensada y,
desde allí, y sin poder evitar la diferencia entre la acción y su reflexión, intentar la construcción de
un nuevo paisaje, evitando toda confusión con parte de aquel otro acontecer con el que tan sólo le
une ya el haber sido testigo presencial de un tiempo cuya linealidad queda rota para poder
provocar la representación de una nueva universalidad portadora de sentido.
Toda reconciliación es, al menos desde un punto de vista práctico, conflictiva. La contemplación del
mundo como relato y la práctica del discurso bajo el foco de los hechos son dos sentidos que
otorgan una radical ambivalencia al concepto de historia y hegemonizan un orden cuestionado en
multitud de procesos. El /sujeto es el anfitrión y la historia es el lugar de la celebración, el refugio
de los sucesos. Pero la idea de historia como contabilidad de aconteceres no nos obliga a los
mismos conocimientos, ni siquiera a las mismas percepciones en los detalles que la configuran.
Repensar esos fragmentos buscando la esencia humana en el tiempo, sabiendo que este fluye
desde el pasado hasta el futuro, es un constitutivo eminentemente humano. El tiempo, es decir,
devenir y perecer, pertenece al hombre, pero este no es independiente de los sucesos que lo
habitan; más bien al contrario: el hombre se comporta como traductor de lo inverosímil en la
medida en que el avance de su curiosidad le permita. La historia avanza según el grado de
evolución de esa curiosidad. La historia, como lugar de encuentro entre el hombre y sus designios,
ha tenido numerosas confrontaciones en la realización de sus compromisos. Desde Platón,
Aristóteles, Leibniz, Hegel, Dilthey, el hombre ha tenido distintos comportamientos en el modo de
enfrentarse a los hechos. El orden de esta implicación ha ido enlazándose con las grandes
construcciones materiales, que en el tiempo del renacimiento y de la ilustración se contraponen a
los constructor teológicos del Medievo. En la perspectiva de desarrollo progresivo, bajo la atenta
mirada de una razón, árbitra del proceso, la historia se convierte en relato de su propio juicio,
programado para el auge humanista e ilustrado, y al mismo tiempo en reflexión sobre los
fundamentos de su misma legalidad. «El sujeto de la historia ya no es un Dios trascendente al
mundo, que con su providencia dirige los sucesos y destinos del curso del mundo, sino el hombre
mismo. El momento crítico consiste en resaltar que la historia, o la sociedad, con sus instituciones,
normas y leyes, ha surgido históricamente, es decir, ha sido hecha por el hombre» (H. M.
Baumgartner). La historia sigue su curso y, al mismo ritmo que esta, el hombre transita con su
errabundez por los entresijos de su biografía. Porque eso y no más puede constituir al hombre: la
historia y la vida cruzadas por el mismo relato, un relato referido a la persona concreta, que es, en
definitiva, el lugar donde se realizan todos los encuentros.
Cuando el tiempo empieza a expresar, con su mágica voz, el misterioso peregrinar del hombre
desde la caverna hacia la luz, las sombras de su superficie se recortan sobre una realidad oculta,
alumbrando ese conjunto de fragmentos, débilmente convertidos en una unidad llamada /mundo.
Como muestras de esas porciones de tiempo, que en su conversión a hechos dan sentido a la
historia, cabría destacar la de Hegel, según la cual la historia posee una total racionalidad; la de
Marx, que derivándose de una idea más crítica de racionalidad, propugna una infraestructura
económica; el pensamiento cristiano somete a examen riguroso la noción de historia,
desacoplándola de un uso meramente racional y ajustándola a postulados más teológicos. En
cualquiera de esos sentidos, la historia se complejiza hasta volverse /misterio y opacidad. Su
inmediatez es tan efímera que nos convierte en prisioneros de lo caduco, en rescatadores de
momentos. El mundo se convierte así en el pórtico de entrada desde el que accedemos a nuestros
recuerdos, a nuestras vivencias temporales. Aunque conscientes de la sumisión a unos hechos,
estos parecen alejarse cada vez más, al mismo ritmo que avanzamos en nuestro viaje. La conciencia
histórica podría así quedar atrapada entre los márgenes de un horizonte aparente y otro más
recóndito, donde el inquilino de dicho espacio adquiera noción de la situación en la que se halla, y
se encuentre, cara a cara, con el problema de la transparencia, es decir, como una mera cuestión
de iluminación: la luz superficial, indirecta que viene a iluminar el ámbito humano, dando la
apariencia de ser la luz solar, ¿es realmente la que nos permite ver con claridad el paso de unos
sucesos a otros? ¿Es esa luz la que nos enseña cómo debemos mirar la historia, con temor o con
confianza?
La mirada del hombre puede abarcar, hasta ciertos límites, ese lejano horizonte y convertirlo en
una proeza, en la medida en que, a través de un sentido relativista del tiempo, este muestra ser la
luz que consigue hacernos visionar todas las secuencias en las que nos vamos encontrando las
imágenes que forman nuestro entorno natural. Esa observación, que no deja de ser una
observación humana, secciona, a la vez, el espacio y el tiempo, intentando mostrar las
posibilidades propias e inherentes al sujeto histórico, sujeto capaz no sólo de hacer su historia, sino
de ser él mismo historia. Porque la creación de esas coordenadas espacio-temporales coinciden
con la apertura de un extenso mirador cultural, donde el individuo se asoma para ver más de cerca
el producto de su creación; esto es, para contemplar su existencia humana, impregnada de todos
los compromisos (sociales, políticos, económicos, científicos) en los que se ve envuelto el hombre,
como forjador de culturas y, a la vez, como atalaya desde donde sólo sería posible hablar de unidad
entre el fluir histórico como concatenación de una serie de hechos, y la humanización de tales
hechos, si ese sentido de la historia (la creación de un mundo más humano) no estuviera
supeditado a la realización de esa dimensión trascendente, es decir, personal e interpersonal.
Pero la historia no es tan sólo la armonía establecida entre la especificidad de un sujeto único y la
universalidad de unos hechos que lo envuelven. El relato es una relación de sobresaltos, de
regresiones hacia algún lugar específico, detenido en el campo visual de nuestra memoria, y que
sirve también de testimonio a todas las indecisiones y fracasos en los que el hombre, para dominar
los hechos concretos y para realizar en toda su extensión el postulado de su existencia, trabaja y
busca denodadamente los motivos que le impulsan, desde su libertad, a la consecución de esa
importante tarea. Porque la historia es tarea: tarea humana. Condición para el sostenimiento del
mundo: escritura, sabiduría, emoción, dolor, ilustración, progreso, lucha. Sentimientos todos ellos
agolpados en el sujeto concreto, en los millones de sujetos que concretan la geografía histórica. En
la inmensa posibilidad de presentes inmediatos que urbanizan el espacio real en el que vivimos y
que nos dibujan continuamente el perfil de nuestras experiencias. El tiempo como recuperación de
todas las épocas y, también, como el lugar donde se diluyen todas ellas. El tiempo como
reconocimiento de un /infinito donde van a naufragar todos los hechos: /Totalidad o Devenir. Su
presencia, la de la historia, escribe en el rostro de la naturaleza sólo un nombre: caducidad.
«Como principio regulativo, la historia tiene una significación exclusivamente práctica, es decir,
referida a la donación de sentido y a la orientación de la acción en el discurso interpersonal. Por
eso la teoría de la historia, con todas sus implicaciones, es en forma especial un tema de la filosofía
práctica» (H. M. Baumgartner). Y Edward Can en su libro ¿Qué es la historia?, nos dice: «La historia
se convirtió en el progreso hacia la consecución de la perfección terrenal de la condición humana».
La concisa pero rotunda claridad de estas palabras, nos coloca ante uno de los interrogantes más
propicios para ser planteados: ¿cómo se logra reponer el dominio racional en el proceso histórico?
Es decir, ¿cómo se logra el sentido de prosperidad en un intervalo tan transitorio? Pero, ¿qué es el
/progreso? Podríamos reconocer un avance allí donde emerge un ideal. También el peregrinar
desde las fuentes, atravesando la iniciativa humana, se podría considerar como signo de avance.
Viaje iniciático, casi siempre nostálgico, hacia algún punto cuyo centro, recorrido por la duda, se
perfila como el presente, es decir, como término. Kant, Hegel y la mayoría de los considerados
modernos, vaticinan un tiempo de «complejos y de crisis» (un tiempo de aventuras), afirmando así
un «pensamiento en el recuento de las cosas», un paso hacia la intriga en la que se convierten
todos los presentes. Pero esta incertidumbre se coloca ante mí como un ideal al cual tiendo, un
lugar ignoto, lleno de peligros, hacia el que mi audacia me conduce. La complejidad es aliada del
riesgo, y riesgo es lo que entraña todo viaje.
Ese transitar todos los tiempos es algo práctico. La búsqueda es siempre una exploración práctica y
el hombre queda convertido en organigrama donde se concentran todos los lugares por los que
pasa y a los que hay que adecuar todas las descripciones de lo que descubre y contribuye a su vida.
Un inmenso prisma que distribuye los haces de colores en los que se han convertido todas sus
miradas. El rigor con el que Kant (más que Hegel) somete el concepto de historia-tiempo,
haciéndolos testigos de una tentadora congeniación entre sujeto y objeto, supuso el
derrocamiento de un mundo dado, de una meta ya anticipada como respuesta ante el sujeto y dio
paso a una arquitectura más personal donde la construcción surge de la manualidad y de la
eficacia, aunque el sujeto careciera, incluso, del lugar desde el que mirarse. El progreso es
preferentemente cuantitativo, es decir, indica su resultado recontando los hechos en los que se
mide su certeza. Ritmos de producción, descubrimientos acelerados, perfeccionamiento en los
instrumentos, partidas de bienes-consumo, destinadas a la realización última de todo ideal
civilizado. Pero esta preocupación del hombre por recontar todo lo que puede beneficiarle para
conseguir situarse mejor en la historia, es también anticipo del pago que este tendrá que hacer al
descubrir un abismo de ilimitadas pertenencias. La praxis de la conciencia histórica es siempre una
apología del tiempo en el que el hombre va solicitando constantemente su renovación como
proyecto, como constructor de un mundo cambiante, donde su aprendizaje le lleva a estar siempre
experimentando con nuevos materiales, con radicales formas que hacen presagiar negros
nubarrones. Pero sobre todas ellas termina siempre alzándose la luz que su figura proyecta sobre el
mar de sombras en el que, a veces, se convierte su mirada. El hombre queda, así, temporalizado,
diluido entre los paisajes que construye, programado para hacer progresar el tiempo, destinado a
pensar infinitamente el presente. Convertir la evolución en un vagar inquieto y amenazante por
donde el hombre, eterno peregrino, observa el horizonte de su término, haciendo un titánico
esfuerzo por impedir que le aniquile el peso de su sombra. Adecuarse al espacio que nos t oca vivir
el presente y adaptarlo a las nuevas situaciones: contabilizar nuestras posibilidades; historizarnos,
en suma. Pensando el futuro desde lo preestablecido, recuperando para ello las buenas intenciones
de nuestros actos, es no solamente pensar nuestro tiempo, sino también el de las generaciones
venideras, tal y como comenzamos a diseñar todos los principios. Sin nuestra presencia, los
momentos de los que se sirven nuestros actos, quedarían expuestos a convertirse en meras nubes
de polvo, incapaces ya de fabricar nada productivo. El tiempo requiere nuestra intervención diaria.
Sin ese recuento, la historia borraría de su /rostro la sonrisa, caduca pero efectiva, que brota de su
interior, y se convertiría en una historia deslucida y desencantada. «Nada nos pertenece. El hombre
es sólo un eslabón en medio de la sucesión de generaciones innumerables. Cada hombre y cada
generación tienen por tarea recibir la herencia de los que les han precedido y transmitirla a los que
les suceden. Pero en este relevo se produce una transformación, que es la aportación específica, la
huella de cada hombre y de cada generación que actúa en el presente» (J. Melloni).
BIBL.: BAUMGARTNER H. M., Conceptos fundamentales de filosofía, Herder, Barcelona 1978; CARR
E. H., ¿Qué es la historia?, Seix Barra], Barcelona 1970; COLLINGWOOD R. G., Idea de la historia,
FCE, México 1968; GARDINER P., Naturaleza de la explicación histórica, UNAM, México 1961;
HEGEL G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid 19945; KANT 1.,
Filosofía de la historia, FCE, México 19843; MELLONI J., Los caminos del corazón, Sal Terrae,
Santander 1995.
M. García-Aldeguer Garrido
HOMBRE (VARÓN-MUJER)
DicPC
I. CONSTANTES CULTURALES.
Si se pudiera proceder a una química de las representaciones —como exigía Nietzsche—, nos
toparíamos con un subsuelo muy antiguo, sedimentado por el peso de innumerables capas, pero
cuyos precarios restos tienen, paradójicamente, una elocuencia inquietante para nuestra
actualidad: «...la distancia que separa al cazador de su compañera que recolecta, que cosecha, es
comparable a la distancia que separa a una especie humana de una especie protohumana o no
humana» (S. Moscovici). Lo que contiene de abismal esta afirmación no es el tiempo en que nos
sitúa: el comienzo de la caza de grandes animales (hace ± 700.000 años), sino la resistencia que
este desnivel ha tenido ante cualquier otra elaboración cultural. O quizás haya que empezar por
asumir, siendo más responsables del deficiente estado de nuestro pensamiento de lo humano, que
la cultura ha trabajado haciendo imposible la disminución de esa diferencia. Somos aún cazadores y
recolectoras. No sólo en «la biología, psicología y costumbres que nos separan de los monos —
todo esto se lo debemos a los cazadores de antaño—» (S. L. Washburn y C. S. Lancaster), o en
«nuestros más recientes genes [que] proceden indudablemente de esta era» (B. A. Hamburg), sino
en la misma lógica cultural de posibilitación de lo humano.
Hay una constante más raigal que las formas de parentesco o las estructuras lingüísticas, que las
antecede conformándolas: la reducción de la mujer a la irrealidad de no ser hombre. La historia, en
este caso, sólo ha sido el enriquecimiento por repetición de una situación coyuntural de la especie.
También se puede afirmar algo similar de las sociedades más complejas, aunque la multiplicación
de las funciones y su segmentación institucional puedan ocultar las suturas más sutiles de las
estructuras elementales que las soportan, y, sobre todo, aunque las recientes adquisiciones -
parciales, pero inmensas- de las luchas / feministas puedan crear el espejismo del deseo y hacernos
olvidar cómo ha sido nuestra historia y cómo aún hoy son reales otras sociedades.
Lo advertía M. Mauss: «Podemos decir [...] que no hemos hecho más que la sociología de los
hombres, y no la sociología de las mujeres o la de los dos sexos». Lo mismo se podría decir de todas
las ciencias humanas. Hoy estamos incluyéndonos en una variación de la perspectiva. Cualquier
esbozo histórico del hombre ya se inscribe en la interacción hombre-mujer y trabaja sobre ese
desnivel límite que sustenta las formas del espacio humano. Puntear esas formas exige seguir un
trazado bifaz. Por un lado se trata de recortar los ejes de las representaciones donde los varones
han deseado pensar su identificación humana, y, descompensadamente, el territorio que
abandonaban a su no-ser, la mujer.
Lo decisivo de esta aproximación es resaltar que las estrategias discursivas utilizadas por los
varones para naturalizar ese desdoblamiento ideal de sí mismos, esa instancia de su deber de
realidad, ha estado presidida por una constante psicosocial: mantener la necesidad de que el grupo
se reconozca en el éxito del varón. Un círculo de coherencias: al tener como único referente su
capacidad de producción de sí mismo, el varón ha podido cambiar los límites genéricos de las
prácticas sociales en función del interés de sus realizaciones personales (económicas, políticas,
psicológicas...). La mujer ha acompañado el proceso; pero sólo la encontraríamos como
contrastación del círculo. Este ha sido el continuum de naturalización de un orden de las
representaciones. «En todas las sociedades humanas conocidas se manifiesta la necesidad del éxito
del varón. El hombre puede dedicarse a la cocina o a tejer o a vestir muñecos o a cazar pájaros
cantores; pero si estas actividades resultan ocupaciones adecuadas para el hombre, entonces toda
la sociedad, lo mismo los hombres que las mujeres, las consideran importantes. Cuando las mismas
ocupaciones son desempeñadas por mujeres, se consideran menos importantes» (M. Mead). El
más y el menos han fijado el límite entre ser persona por /sí mismo (autorreferencial) o ser
/persona por procuración.
Por otro lado consiste en situar los procesos de domesticación del deseo interindividual hombreo-
.mujer (una pulsión instintiva, una necesidad de la especie...) para humanizarlo (= hominizarlo). De
nuevo incrustándose en la lógica del círculo anterior una ausencia radical: el deseo del /otro sólo ha
sido reconocido en el varón; la mujer ha tenido una presencia aceptable amputada de la creatividad
de ese deseo. En el /deseo del otro empieza la honda e interminable fisura cultura/naturaleza. El
hombre ha deseado a la mujer; y la mujer, a través de ese deseo del hombre, ha deseado la
expresión de su propia naturaleza: la maternidad. De ahí que el hombre se trabajara a través de la
cultura y que la mujer fuera retenida por la cultura en el recinto de su naturalidad. Una ficción
exorbitante, pero que mantenía como efecto permanente de realidad la dislocación de los deseos
hombre-mujer y su control asimétrico. Los excesos de parte y parte no eran proporcionados; no
sólo por los efectos, sino más aún, por la aleatoriedad que podían introducir en la misma
posibilidad de su expresión simétrica.
Así se podría detectar un doble movimiento compensatorio. De un lado se naturaliza un ideal del
ser humano (identificado con la representación del varón). De otro lado se idealiza una naturaleza
de la mujer (limitada a su capacidad reproductora: orgánica o simbólica). En el cruce de ambas
líneas se comprime el deseo de realidad y se explican las desviaciones. Esta situación intersticial de
la mujer (no ser referente de sí / ser en el deseo del otro que la naturaliza desde su propio ideal) se
ha expresado como una constante cultural: en su deficiencia de realidad, la mujer produce una
plusvalía social determinante del orden humano. Otro continuum representativo.
En todas las sociedades, las mujeres son un bien de intercambio de los hombres (C. Lévi-Strauss).
Lo que la ha constituido como tal no es su escasez, sino su representación: es el deseo del hombre
lo que la realiza. Y los hombres intercambian el derecho a practicar ese deseo. Ahí, en esa
transacción, la mujer, anticipadamente, ya ha perdido su posibilidad de ser y de desear: circula
como signo. Y sin embargo, en esa pérdida, la transferencia de la mujer produce la plusvalía del
vínculo social, una reglamentación intergrupal que se expresa en el parentesco y las alianzas.
Paradójicamente, esa realidad humana devaluada a nivel individual produce un excedente de
orden a nivel social que envuelve a los individuos que la determinan como bien de cambio. La
bipolaridad se reduplica: la mujer es el soporte de una lógica que tiende a expulsar el desorden al
mismo tiempo que arrastra simbólicamente la sospecha de aleatoriedad y desorden (Eva, Pandora,
Circe...). En el interior de esa doble dualidad superpuesta se ajustan las prácticas humanas
(afectivas, sexuales, educativas, económicas...) que entrelazan la realidad concreta hombre-mujer
en la esfera familiar.
En la última mitad del s. XIX se produce una catástrofe representativa que desplaza estas
constantes históricas. En el cruce de diferentes ejes del saber (medicina, economía, sociología,
pedagogía, historia...) se consolida una forma de procesar el pensamiento que descentra otras
determinaciones del conocimiento hasta hacerlas impracticables. Es el período de transición del yo
a la sociedad, la emergencia del pueblo como resolución del conflicto entre naturaleza y sociedad,
el desplazamiento del determinismo esencial por el determinismo social, la tensión entre lo normal
y lo patológico... Se impone una nueva línea de figurar la realidad humana: el «hombre promedio»
o el «hombre tipo» (A. Quetelet). Su sombra comprime un acontecimiento bifaz: muere el hombre
(Nietzsche) y nace la Antropología (Bachofen, Main, McLennan, Tylor, Morgan). Un movimiento
compensatorio que sólo se concreta desplazando los límites de lo pensable y lo impensable: se
diluye la humanidad central, esa esencia que contenía previamente todas las posibilidades
humanas, y se hacen visibles los hombres en su misma multiplicidad descolocada, una fluctuación
de prácticas y discursos que habían sido catalogados como deficientes o patológicos para la
dignidad ideal de lo humano. Se fisura el perímetro definitivo de el hombre y se abre el movimiento
inabarcable de una pluralidad cultural por recorrer y comprender. La pregunta antropológica por
excelencia: ¿qué es el hombre? (Kant), se desplaza y se fragmenta: ¿cómo son los hombres? En
esta proliferación de una alteridad imposible de reducir a una unidad irrecuperable, se filtra la
posibilidad de inquietarse por «hacer visible a la mujer» (B. M. Thurén).
Aunque la inercia histórica siga considerando a la mujer como una realización humana insuficiente,
la fisura ya está abierta para cambiar la representación de lo humano. Con la disolución de el
hombre también se diluye la mujer; con la emergencia de los hombres también se hacen visibles
las mujeres: el deseo se variabiliza y la posibilidad de verdad se fragmenta. Desde entonces se han
impuesto dos frentes de conocimiento. Uno, leer la historia como poder de verdad del varón.
Genealógico o arqueológico, socio-económico o simbólico, el recorrido consiste en desconstruir un
saber de sí masculino como referencia de la especie; y, ahí, desentrañar las estrategias de
ocultamiento o desviación de la posibilidad de ser de la mujer. Otro, la canalización de un deseo
prospectivo; es la posibilidad de impedir el futuro como repetición. Aquí es donde, quizás, el
problema impide la visibilidad. La exigencia parece claramente asumida: llenar de realidad el deseo
de la mujer a coincidir con ella misma. No obstante, el mismo rigor desconstructor de los procesos
de masculinización de la especie ha puesto de manifiesto la paradoja del momento terminal en que
nos situamos: la mujer quiere ser como el hombre, y se corre el riesgo de masculinizar más aún la
especie, de reproducir los esquemas que se denuncian en el otro exigiendo una compensación para
hacerlos propios, conduciendo así el futuro a una nivelación del deseo, del saber y del poder por
anulación de lo que la mujer podría ser. La desconstrucción ha servido para prolongar los
mecanismos por expansión, no para crear nuevos procesos por desviación. Se sigue en la prisión
del mito cultural que ha identificado la excelencia humana con los valores del hombre. De ahí que
el punto de fluctuación en la desconstrucción que nos sostiene en nuestra actualidad consista,
fundativamente, en una decisión: feminizar la especie. Ahí puede empezar la voluntad de saber de
sí que hay que atreverse a inventar, que sólo será posible si suponemos que podemos crear nuevas
formas de pensarnos humanamente.
Por primera vez desde la caza de grandes animales, estamos inscritos en la posibilidad de pensar lo
humano sin identificarlo con el modo-de-ser del varón. Habría que prolongar la pregunta post-
antropológica de M. Foucault: ¿quiénes somos?, en una pulsión prospectiva: ¿quiénes podemos
ser? nosotros, hombres<-->mujeres apoyados en la travesía de un deseo de reconfiguración de lo
humano. En esta inquietud ya se ha intercalado una perspectiva de /antropología evolutiva con una
fuerza anteriormente impracticable: «... el cerebro humano puede hacer que casi cualquier sistema
parezca natural» (S. L. Washburn y E. R. McCown). ¿Qué determina que tal mundo
(masculino/femenino) sea realmente natural? Una decisión. Y esta no puede ser sino /ética (en
sentido etimológico). Y esta ética no puede ser operativa sino como voluntad de 7 verdad. Toda
decisión-de mundo está contenida entre un excedente de posibles y una deficiencia de realidad.
¿Cómo superar la incertidumbre de existencia? Hay que suponer naturalidad; esto es: acortar la
distancia entre los posibles y lo real, crear el parecer natural. Así la pregunta: ¿quiénes podemos
ser? se desdobla en: ¿cómo acortar la distancia entre los posibles y la realidad, cómo hacernos
parecer a nosotros mismos naturales, hoy, cuando el espacio de normalización de lo humano no
está limitado por el saber de sí del varón, ni por el poder de verdad de su éxito? Hay que negociar
realidad humana.
Si la mujer y el hombre existieran, si la /naturaleza humana fuera real, si las constantes históricas
de tipificación de las funciones hombre/mujer agotaran las posibilidades del cerebro humano,
entonces la negociación sería impracticable. Como no es así, ¿qué se negocia? y ¿quién negocia? Se
negocian las diferencias mismas mujer/hombre; los límites más primarios y extensos de
reconocimiento de humanidad. No el sexo, sino la identidad sexuada de las prácticas de mundo. No
el /individuo biológico, sino los espacios de decisión de la persona entre los posibles y lo real. Y
negocian hombres y mujeres que están en el borde de su propia irrealidad. Pero esta negociación
impone una condición previa —atrofiada por tanta repetición histórica de escisión de la persona—,
un dintel mínimo para que la transacción misma sea posible: no partir del individuo, del yo, sino del
nosotros, de «el otro yo en el yo» (Feuerbach). Decidir desde una analítica de la persona
(trascendental, lingüística o psicoanalítica) es anteponer la división a la unidad, el deber al ser. Así
nos suponemos necesarios. Antropológica, social o existencialmente, lo humano es el nosotros.
Todos somos reales en y por los otros. La alteridad nos antecede para hacernos la identidad. Ahí
nos reconocemos probables. Una fenomenología del nosotros muestra que nuestra fragilidad no
proviene del otro: es en él donde nos inmensificamos ante ella; nuestro inacabamiento no lo
produce el otro: es su presencia la que puede ofrecernos un cumplimiento. Y el primer nosotros es
esaconjunción insecable hombre•-•mujer. Hay que transitar de una ética del deber a una ética de
la felicidad. Pero entonces esta perspectiva nos obligaría a un proceso artesanal al que se resiste
nuestro sólido sentido común, una transvaloración minuciosa de nuestro masivo mundo familiar:
un nomadismo simbólico. Los símbolos que tenemos a la mano están tan sujetos a nuestro temor a
los posibles, que operan como señales de lo imposible. Nuestra imaginación está atávicament e
atada a una geometría de formas que sigue el modelo de la mecánica de los sólidos. Una
consistencia por homogeneidad, una cohesión por limitación: la variabilidad es negación y la
diferencia irrealidad. Es el modelo del ser de Parménides o de la idea de Platón.
En la actualidad, los procesos de conocimiento del mundo están ligados a las secuencias de los
acontecimientos, al desplazamiento de los intersticios. Un pensamiento de fluctuaciones, inestable
en sus límites, continuamente inacabado. No es un pensamiento de estados, sino de procesos (I.
Prigogine e I. Stengers). Y nos encontramos con una paradoja atrayente: ese espacio está ocupado
por la irrealidad de la mujer. Su misma condición biológica, que la prepara para acoger al otro, al
hijo, en su mismo ser, la determina psicosomáticamente al nosotros; es mucho más nosotros que el
hombre. Esta inclusión del yo en el nosotros le da a la mujer una experiencia existencial de la
inestabilidad de los límites y del inacabamiento del propio ser que la dispone a abordar las nuevas
formas de pensamiento de manera privilegiada. Al mismo tiempo, prolongando enespiral esta
condición corporal, su situación histórica de acompañante, de ser por referencia al hombre, la ha
dispuesto epistemológicamente —en su misma voluntad de verdad— para un nomadismo
simbólico del que carece el hombre. La mujer ha sido permanentemente procesiva, y sabe en sí
misma lo que es poder ser en el inacabamiento. Esto si no se deja subyugar o dominar por la
voluntad de verdad del hombre y revierte su deseo de realidad a ser como el hombre.
BIBL.: AMORÓS C., Hacia una crítica de la razón patriarcal, Anthropos, Barcelona 1985; CONILL J., El
enigma del animal fantástico, Tecnos, Madrid 1991; FINKIELKRAUT A., La sabiduría del amor,
Gedisa, México 1988; LÉVINAS E., Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1994; LORITE
MENA J., El orden femenino. Origen de un simulacro cultural, Anthropos, Barcelona 1987; ID, La
filosofía del hombre o el ser inacabado, Verbo Divino, Estella 1992; MEAD M., Macho y hembra,
Alfa, Buenos Aires 1976; MORIN E., El paradigma perdido, Kairós, Barcelona 1974; MOSTERIN J.,
Filosofía de la cultura, Alianza, Madrid 1993.
J. Lorite Mena
HUELLA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Huella es un término de raigambre bíblica, más exactamente, religiosa: a Dios no se le puede ver el
rostro sin morir después (Ex 33,20; Is 6,5; Jue 13,22); a lo sumo, podemos ver su espalda (Ex 33,23),
es decir, únicamente que ya pasó. Su beligerancia contra el paganismo y la idolatría resulta obvia:
ninguna imagen puede re-presentar a Dios, no hay lugar ni presencia que se le adecuen, pues todo
lo desborda.
Esto tiene sus repercusiones filosóficas: la huella pone en entredicho el primado que la /ontología,
al absorber a la trascendencia en el logos de la gesta del ser, reclama para sí. Este combate contra
la ontología resulta indiscernible del emprendido contra el paganismo y la idolatría a él ligada. Más
que adoración de los dioses del pago, el paganismo sería el endiosamiento del lugar mismo; la
idolatría expresaría la fascinación que pro-duce la variopinta multiplicidad de perspectivas que el
propio lugar ofrece, cuya divinidad transparece en la forma de dioses que las mismas adoptan.
Ontología y paganismo comparten la esencial primacía que conceden a la estancia, al ser, al
asentamiento. El lugar es el dios, y a su luz brillan, divinas, las fuerzas que, atravesándolo todo,
hacen que todo gravite en busca del afianzamiento o re-poso que toda identidad consigo implica: al
lugar le debemos nuestro ser. Quizás esta sea, brevemente expresada, la verdad de la ontología,
verdad que E. Lévinas ha pretendido colocar en un segundo puesto. A la luz del negro sol de
Auschwitz, le ha contestado su privilegio al Asentamiento, al /Ser, a la Presencia, a la Luz, y,
correlativamente, a la /Conciencia entendida como Diafanidad: ¿Es la referencia al Ser lo que le da
sentido a lo humano? ¿Es fundamental la ontología?, según titula un ensayo de 1951.
Responder a la pregunta anterior exige ahondar en el suelo de Occidente para descubrir, junto a
sus raíces griegas, sus fermentos judíos; y ello en un discurso que reivindica para sí un estatuto
formalmente filosófico. Requiere mostrar la constitutiva excentricidad del / yo, sin desembocar por
ello en su disolución y en el nihilismo: sin diluirlo en sus genealogías, ni enclaustrarlo en
estructuras, ni desvanecerlo en el juego especular del mundo en el que el Ser da cuenta de sí y
celebra su luminosa posesión o comprensión. Sin insertarlo, pues, en un contexto. A este viene a
discutirle la primacía lo que Lévinas llama /rostro, cuyo rasgo es precisamente el de perforar la
máscara que moldea al personaje en su contexto o, con otras palabras, el ir más allá de cualquier
presencia en la que pueda posarse una mirada.
No hay lugar capaz de fundar la /dignidad del rostro (del /Otro) ni luz que lo vuelva visible. No se
deja apresar siquiera por la disyuntiva entre ser y no-ser; le da la espalda a la luz como Yavé a
Moisés: su reino no es del mundo. Viene de más allá. Es huella: en él silba el presuroso pasar de lo
que no ha tomado asiento ni fue jamás presente. El ser del otro hombre delata un exceso
irrememorable, incontenible en ninguna presencia. No se trata de que en él vengan a confluir
múltiples herencias (genéticas, históricas, sociales). Todas ellas forman parte, en efecto, del bagaje
de cada cual, y, como tal, pueden llegar a ser conocidas. La noción de huella no se refiere a nada
semejante, precisamente porque apunta hacia lo que no puede ser presente; y no lo puede, no por
deficiencia de nuestro conocimiento, sino porque aquello a lo que el rostro remite, aquello cuya
huella es, no cabe en presencia alguna ni es, por tanto, susceptible de conocimiento. Lo peculiar de
la huella no es referir, como el signo al significado, sino diferir, esto es, aplazar sin fin la presencia:
la huella está poblada de olvidos, no de evocaciones; pero de olvidos que la memoria no logra
representar ni siquiera en su calidad de olvidos; son olvidos que alejan el pasado. La huella acusa el
retiro, lo irreversible e inmemorial. La desolación que la huella abre, merced a su /diferencia, nos
visita en la desnudez del rostro, es decir, en la relación cara a cara en la que el /prójimo, libre de las
mediaciones que componen el orden y sin ninguna referencia que lo avale, no ofrece más
credencial que su otredad, su inaprensibilidad absoluta, su extranjería. Es la suya la in-condición del
apátrida, la de quien, en vez de atenerse a los repartos espaciales, apela a las iniciativas del
movimiento y del tiempo humanos. Por la huella, el espacio y el mundo pasan a tener tiempo —o,
más bien, a ser tenidos por él—; ella es la que arroja al ser al torrente anárquico de la diacronía,
que lo desfonda; invierte su marcha, a lo largo de la cual, el ser, ovillándose, realiza su gesta:
adueñarse de sí rememorando su origen o gestación: naciéndose (afianzándose como nación). La
subversión del orden define pues a la huella. No es fácil entender la paradoja que encierra este
término, pues la ruptura que supone de la presencia no debe entenderse como deslinde: el ser y la
presencia de un lado, y la huella y el pasado del otro. No hay yuxtaposición, sino intromisión. La
huella es la espina clavada en el corazón del orden por un pasado que jamás gozó de presencia; en
este sentido, es el paso mismo hacia un pasado más lejano que todo pasado y que todo porvenir:
diacronía, inquietud, desvelo y vigilancia —estallido ético de la ontología—. Y el rostro, «huella de
sí mismo, huella en la huella de un abandono sin que jamás se aclare el equívoco, obsesionando al
sujeto sin mantenerse en correlación con él, sin igualárseme en una conciencia, ordenándome
antes de aparecer conforme al glorioso acrecentamiento de la obligación»1, el rostro es, por
excelencia —por exceso—, el entrometido. No, el rostro no es: irrumpe con presura, sin ser visto:
habla. Expresa el Decir primero: «No matarás», no me poseerás en un ser moldeado a tu medida.
¿Cómo puedo entonces conocer la huella, si el ámbito de la conciencia es la evidencia? ¿Cabe
alguna visión de lo que siempre precede a cualquier presencia? ¿Cabe en alguna experiencia lo
trascendente? La huella reclama un tipo de subjetividad acorde con el exceso cuyo tránsito es.
NOTAS: 1 E. LÉVINAS, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, 157-158. — 2 ID, 176, n. 12 y
177; 183; 185; 123; 177 y 188 respectivamente. — 3 E. LÉVINAS, De Dios que viene a la Idea, 117,
123, 124 y 122 respectivamente.
BIBL.: BLANCHOT M., L'entretien infini, Gallimard, París 1969; LÉVINAS E., En découvrant l'existence
avec Husserl et Heidegger, Vrin, París 1967; ID, Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID,
De l'existence á l'existant, Vrin, París 1986; ID, De otro modo que ser; o más allá de la esencia,
Sígueme, Salamanca 1987; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; ID, Humanismo del Otro Hombre,
Caparrós, Madrid 1993; ID, De Dios que viene a la Idea, Caparrós, Madrid 1995; MALKA S., Lire
Lévinas, Cerf, París 1984; MARION J. L., L'idole et la distante. Cinq études, Grasset, París 1977;
VÁZQUEZ MORO U., El discurso sobre Dios en la obra de E. Lévinas, Universidad Pontificia Comillas,
Madrid 1982.
HUMANISMO
DicPC
Aunque este término parece que fue utilizado la primera vez por F. J. Niethammer en 1808, el
término humanista se viene utilizando habitualmente en Italia, al menos desde el siglo XVI. Como
se sabe, el término se aplicaba a los que, siguiendo a Cicerón, se dedicaban al cultivo de los studia
humanitatis como actividad liberal, frente a los profesionales juristas, médicos o canonistas. Este
uso histórico del término lo conecta con la cultura renacentista; pero lo más habitual hoy es
utilizarlo, al margen de cualquier limitación cronológica, como defensa de cualquier ideal humano,
aunque se sigue aceptando que esta actitud tiene en el Renacimiento una referencia inexcusable.
I. EL HUMANISMO EN LA HISTORIA.
Mucho se discute si aquel humanismo renacentista designa una filosofía o, al menos, un estilo
filosófico nuevo. Así lo creyeron los propios humanistas que se entendieron a sí mismos en ruptura
con la etapa histórica anterior. En su clásico libro La cultura del Renacimiento en Italia, J. Buckhardt
veía en el humanismo una ruptura tajante con el teocentrismo medieval. Uno de los factores que lo
determinan es lo que el historiador suizo llamaba paganismo, que quizá no es tal, sino una nueva
sensibilidad hacia los valores humanos, con independencia de cualquier referencia trascendente;
más bien estaríamos frente al surgimiento de un nuevo antropocentrismo, que toma al hombre
como centro del eje de coordenadas que abarcan toda la realidad. En ello se fundará el tópico
reiterado de la dignidad del hombre, plasmado en la briosa Oratio de hominis dignitate, de Pico
della Mirandola, tema que tiene tras de sí toda la doctrina cristiana de la persona. El otro factor,
llamado por Burckhardt individualismo, se refiere a la suficiencia del /individuo en cuanto
realización concreta de la /persona; esto lleva consigo nuevos planteamientos en los que el
individuo es la referencia última y a él deben subordinarse las instituciones y organizaciones
legales; la humanización es básicamente un proceso individual, y el hombre sólo se realizará dentro
de su propia intimidad, algo que en el campo religioso difundió la devotio moderna y será uno de
los factores importantes de la reforma protestante.
Pero tampoco carecen del todo de razón quienes niegan al humanismo así entendido cualquier
relieve filosófico específico. Aducen que es un movimiento literario, demasiado volcado hacia una
veneración acrítica de las letras clásicas; que no es posible encontrar ninguna línea que unifique
obras tan variopintas como las de Cusa, Erasmo o Bruno; que, finalmente, los usos retóricos
dominantes se perdieron en palabrería incapaz de encontrar alguna solución consistente a los
problemas en debate. Es indudable que, en adelante, el término irá siempre asociado al estudio de
las lenguas clásicas como instrumento privilegiado de formación (Paideia, Bildung), y no lo es
menos que frecuentemente ello se hizo desde una imagen edulcorada y superficial del mundo
antiguo. Por ello, el propio término humanismo generará violentas diatribas y, ya desde el
Renacimiento, su causa parece unida a la del antropocentrismo, la primacía de la retórica y el
individualismo. Esto explica que desde comienzos de la Edad Moderna el humanismo haya sido
invocado, con muy diversos contenidos, como complemento de distintas corrientes.
Para la posterior historia del humanismo europeo, la cultura renacentista, con sus luces y sus
enormes limitaciones, actuará como referencia básica. Allí confluyeron dos líneas de pensamiento
que, por lo demás, son las que alimentan todo el pensamiento occidental. De una parte, la
mencionada remisión a las letras clásicas no tendría sentido si no vehiculasen una imagen del
hombre que es considerada como modelo ejemplar; esa imagen es la de una milagrosa armonía
entre las distintas fuerzas que actúan en la naturaleza humana (sophrosyne) y que alcanza su
culminación en la perfecta simbiosis de bondad y belleza (kalokagathía). De otra parte, está
actuando la idea cristiana de la irreductibilidad de la persona al orden intramundano, con su
consiguiente /dignidad inviolable. Estas dos fuentes –griega y judeocristiana–no han dejado de
generar posibilidades creadoras y también frecuentes conflictos.
Es a partir del siglo XIX cuando la causa del humanismo va a convertirse en campo de encarnizadas
batallas, no sólo teóricas sino también con evidentes repercusiones en muchos órdenes prácticos
de la vida del individuo y de los pueblos. Por una parte, el desarrollo de la ciencia genera entonces
un cientificismo que, en buena lógica, debe engullir todo humanismo posible. Por otra parte, el
sostenido antropocentrismo moderno entra en crisis, y los intentos de mantener la centralidad del
hombre desde una fundamentación puramente racional, que deje de lado cualquier referencia
teológica o religiosa, no tuvo excesivo éxito. A partir de entonces, la cultura parece atravesada por
una gran falla, que simbólicamente podría personificarse en la oposición irreductible entre la
cultura ilustrada y la cultura romántica (con todos los neos que vengan al caso). Esta fractura entre
lo que en nuestros días C. P. Snow llamó «las dos culturas» ofrece una imagen rota de la realidad:
por una parte, estaría el estrato sólido y consolidado del conocimiento científico, con todos los
problemas internos que se quiera, y tentado siempre de abarcarlo todo bajo sus esquemas, algo
que nada tiene que ver con el humanismo; por otra parte, el humanismo parece caminar a
remolque invocando lo que Bergson llamaba «un suplemento de alma» capaz de detener la
avalancha cientifista. Desde entonces, la causa humanista y el propio término humanismo se
oscurecen hasta convertirse en armas arrojadizas, de las que se echa mano en los contextos más
dispares. Se desembocará así en la no concluida disputa entre humanismo y antihumanismo; pero
desde ahora habrá que tener en cuenta que no siempre el antihumanismo quiere ir contra el
hombre, sino que la debilidad teórica de algunos llamados humanismos lleva a pensar que una
adecuada defensa del hombre obliga a tomar un camino expresamente antihumanista.
El carácter polémico del humanismo adopta una actitud vigilante frente a cualquier intento de
sustraer al hombre algo que presumiblemente le corresponda por su naturaleza y, por tanto,
signifique una evasión hacia otra dimensión mediante una pérdida irreparable para la humanidad.
Especial sensibilidad se despierta frente a cualquier intento de someter al hombre, lo mismo a
fuerzas infrahumanas que a fuerzas suprahumanas. En este segundo aspecto, Feuerbach
sistematiza en su libro La esencia del Cristianismo (1841) un humanismo ateo asentado en dos
pilares: una teoría materialista y sensualista del conocimiento y la denuncia de una teología
excesivamente trascendentalista; así, la /religión aparece como una proyección alienante de lo
humano en un mundo suprahumano ficticio, frente a lo cual se propugna su restitución a la
humanidad mediante una reducción antropológica de la teología. Esa obra servirá como cantera de
la que se extraerán la mayoría de los argumentos del humanismo ateo, con las peculiaridades
aportadas por el punto de vista de cada autor: Marx, Freud, los cientificismos y una gran parte de
los existencialismos reiteran una y otra vez el esquema argumental básico. Sin embargo, ello aboca
a un drama, remedando el título de una espléndida obra de H. de Lubac: sin alguna referencia a sus
raíces cristianas la posición privilegiada que se reclama para el hombre aparece como una
propuesta gratuita, el cientificismo más radical es difícilmente contestable y ese cientificismo
engulle todo posible humanismo. Por otra parte, la concepción de la trascendencia que ataca
Feuerbach, aun reconociendo que no le faltan razones históricas, es definitivamente refutable.
En este ambiente, sólo Nietzsche parece haber aportado novedades de relieve, pues si bien alguno
de sus argumentos puede parecer similar a los que acabamos de resumir, su perspectiva
antihumanista parece muy distinta. La famosa expresión «Dios ha muerto», puesta en boca del
hombre loco 1, es el resumen conciso de la descomposición interna de una civilización multisecular,
civilización desviada de raíz el mismo día en que Sócrates suplantó la natural voluntad de poder con
el artificio de una moral a la que el platonismo prestó cobertura metafísica y que el Cristianismo
santificó. La acumulación de conceptos disecados, que fosilizan el dinamismo creador de la vida,
dio lugar a un humanismo mostrenco, hecho a la medida del más despreciable producto de la
humanidad corrompida. Se necesita desbancar un humanismo fatuo, que actúa como obstáculo
para toda innovación creadora, a fin de reavivar las posibilidades de futuro que sigue conservando
la vida. El sentido del /hombre no puede ser el último hombre, ese camello cargado de espaldas e
incapaz de otear el horizonte; el sentido de la humanidad depende de su inmersión en la corriente
creadora de la voluntad de poder y en su capacidad de innovación futura: super-hombre.
No es exagerado decir que las numerosas polémicas del siglo XX no aportan contenidos
fundamentales nuevos; lo que aportan es un nuevo contexto. Los grandes desastres del siglo, como
las dos grandes guerras o la utilización militar de la bomba atómica, convirtieron el humanismo en
una cuestión urgente, como defensa de lo humano contra nuevas amenazas, que incluso hacen
peligrar la misma supervivencia de la especie. Esto hizo que el humanismo fuese mucho más que
una cuestión teórica. En los difíciles años en torno a la segunda gran guerra es cuando arrecia esta
exigencia; la disputa entre las grandes corrientes de la época se presenta como una competencia
para demostrar cuál de ellas está mejor equipada para defender la causa humanista. Tres grandes
corrientes aparecen como principales contendientes: el humanismo marxista, el humanismo
existencialista y el humanismo cristiano.
Las primeras recepciones del /marxismo no muestran ningún componente humanista destacable.
Al contrario, el marxismo es difundido como una ciencia de la sociedad y de la historia, donde el
término ciencia tiene el sentido fuerte que por entonces apoyaba la difundida ideología positivista.
Esta línea ve en el marxismo un rígido sistema, el materialismo dialéctico (Diamat) que, en rasgos
generales, será consagrado como la versión ortodoxa apoyada por los ideólogos oficiales de la
antigua URSS. Por contraposición, el marxismo disidente europeo introdujo, ya desde las históricas
obras de Lukács y Korsch (1923), un determinante componente humanista que, al mismo tiempo,
es siempre una defensa del componente estrictamente filosófico del pensamiento de Marx. Para el
desarrollo de esta línea aportaron un apoyo decisivo la recuperación y posterior publicación de
escritos juveniles de Marx, sobre todo La ideología alemana y los Manuscritos de París de 1844,
aunque luego esto haya provocado la interminable e ideologizada disputa entre el joven y el
maduro Marx. Pero es difícil encontrar ideas comunes para una corriente tan dispersa, si no es su
constante oposición a la interpretación ortodoxa oficial. No obstante, siempre late la idea de que el
objetivo último de Marx no es la construcción de ningún sistema científico, sino abrir camino a un
hombre nuevo, un hombre verdaderamente humano en tanto que liberado de la perversa red de
alienaciones que atenazan su desarrollo. El mantenerse siempre en el ámbito intramundano y el
buscar una modificación de las condiciones reales de la humanidad, fueron las principales cartas
exhibidas por sus defensores para reclamar para este marxismo la causa del auténtico humanismo,
aunque los temas varían considerablemente según los distintos autores.
Cuando comienzan a popularizarse las líneas más radicales del existencialismo, este ofrece una
imagen dramática y desconsoladora de la existencia humana. La singularidad de cada existencia
suspendida sobre el vacío de la nada, condenada a realizarse para no quedar engullida en el abismo
que la rodea, sin ningún tipo de referencia supraindividual válida, convertía el proyecto existencial
en algo que, siendo irrenunciable, estaba abocado al fracaso definitivo. Sartre concluía su
voluminosa obra El ser y la nada (1943) con la desoladora constatación: «El hombre es una pasión
inútil»; y, por los mismos años, A. Camus, en El mito de Sísifo (1942), proponía la figura mitológica
de Sísifo, encarnación del absurdo en estado puro, como parábola universal de toda existencia. A la
acusación de inhumanismo, respondió Sartre en su histórica conferencia El existencialismo es un
humanismo (1946), en la que se destacaba la impronta humanista del existencialismo y, en
realidad, se reclamaba para él la causa del verdadero humanismo. Se trataría de un humanismo
cuyo eje central reside en la libertad, una libertad que, careciendo de fundamento, tampoco tiene
ataduras y, por tanto, exige una responsabilidad total, que sólo parece posible mantener desde una
moral con acentuados rasgos heroicos.
El humanismo cristiano es más complejo porque, aun vertido en las exigencias específicas de la
nueva situación, se apoya en una historia multisecular. Conectado con formas más positivas del
/existencialismo, a través de la fuerte personalidad de G. Marcel, se conservan allí contenidos
importantes de la tradición espiritualista; la influencia de M. Scheler, a su vez, dota a este
humanismo de unos rasgos marcadamente personalistas, que se canalizan a través de la rica
personalidad de E. Mounier, como alternativa a una importante crisis de civilización; por su parte,
el neotomista J. Maritain aporta un decisivo soporte metafísico y, en su obra Humanismo integral
(1936), hace un considerable esfuerzo por desligar la causa de este humanismo de cualquier
individualismo. Se trata, pues, no sólo de reeditar viejas ideas unidas ahora en síntesis más o
menos estables, sino de hacerlas operativas en un momento en que el derrumbamiento de los
valores tradicionales sume a los seres humanos en una fuerte incertidumbre; no obstante, algunas
de esas viejas ideas (así, planteamientos acusadamente sustancialistas) no parecen fácilmente
desligables de contextos que precisamente aparecen incluidos entre los que provocaron la propia
crisis que se quiere superar.
A estas tres grandes direcciones habría que añadir todavía las posturas de corrientes muy
conectadas con el desarrollo de las ciencias. No sería justo afirmar que en el siglo XX falten
posturas cientificistas, pero ya no existe una unión entre ciencia y cientificismo que parezca casi
natural, como sucedía en el siglo anterior. Varias corrientes epistemológicas resaltan el carácter
convencional y limitado del conocimiento científico y, por tanto, denuncian como irracional todo
intento de convertir la ciencia enun absoluto. Así, el pragmatismo, tanto en la obra de F. S. C.
Schiller como en la de W. James, es presentado explícitamente como una forma de humanismo.
Algo similar podría decirse de la influyente obra de K. R. Popper que une a una epistemología
probabilista y falibilista una fuerte defensa liberal de las sociedades abiertas frente a cualquier
tentación de tiranía.
La difusión de algunas de las líneas más radicales del existencialismo y, al mismo tiempo, la fuerte
polémica interna entre las distintas formas de pensamiento que se presentan como humanistas, va
a producir una amplia reacción antihumanista. Heidegger, repensando a fondo algunos motivos ya
presentes en Nietzsche, denunciará en el humanismo un inconsistente subjetivismo
antropocéntrico, estrechamente unido a una metafísica propia de una época ya periclitada, que
nos precipitó en el nihilismo y es incapaz de hacer justicia a las verdaderas posibilidades humanas;
en su Carta sobre el humanismo (1947) el tema de fondo es muy explícito: «Se piensa contra el
humanismo, porque este no coloca suficientemente alto el lugar desde el cual poder empezar a
pensar la humanidad del hombre». Por su parte, el estructuralismo maneja motivos bastante
similares, aunque en este caso servidos bajo el ropaje de un provocador cientificismo de estructura
formalista y casi matemática. Los estructuralistas denuncian la inconsistencia efímera del sujeto, la
limitación histórica de cualquier antropocentrismo, la parcialidad insuperable de cualquier punto
de vista sobre la totalidad de lo humano, frente a la solidez imperturbable deunas estructuras
subyacentes que se revelan a la luz de un análisis arqueológico. M. Foucault provocó un gran
revuelo intelectual al cerrar su brillante obra Las palabras y las cosas (1966) con el anuncio, sin
tapujos, de una próxima «muerte del hombre», una «invención de fecha reciente» y que cabe
augurar que se borrará en un futuro próximo «como en los límites del mar un rostro de arena».
No puede afirmarse que esta acometida antihumanista no haya hecho mella en las formas
tradicionales del humanismo. La denuncia de la estrecha alianza histórica entre humanismo y
conceptos propios de épocas ya agotadas, su lugar natural dentro de una imagen del mundo ya
desbordada por todos lados, son hechos reales. Todo humanismo arrastra siempre consigo una
determinada imagen del hombre, que incluye las notas básicas que delimitan su naturaleza, un
ideal de humanización, una concepción del sentido de la existencia y alguna postura frente a su
destino último; las ideas del hombre presentes en nuestro mundo son múltiples y tienen perfiles
algo vagos, pues no suelen ser resultado de una antropología explícita y bien elaborada; para el
humanismo parece bastar con una idea genérica que mantenga algún tipo de originalidad en el ser
humano frente al resto del cosmos, pero, más allá de ese mínimo, sus contenidos aparecen como
difusos y difíciles de apresar. A pesar de estas y otras dificultades, tampoco es cuestión de ignorar
que la marea de lo inhumano crece día a día, y mucho menos de despreocuparse o resignarse ante
su avance.
Pero la pregunta es si para estas amenazas sirve el viejo humanismo y, en el caso de que la
respuesta fuese negativa, si es posible rehacer y revitalizar ese humanismo; o si, por el contrario,
eso ya es algo inservible e irrecuperable de raíz. ¿Habrá salido el propio término humanismo tan
maltrecho de estas batallas, que la defensa de lo humano exige precisamente olvidarse de
cualquier referencia o cualquier connivencia con el humanismo? No parece que hoy tengamos
ninguna respuesta satisfactoria a esta cuestión y tampoco parece fácil adivinar con cierta seguridad
cuál sería el camino para obtener una respuesta válida para el siglo XXI.
NOTAS: 1 F. NIETZSCHE, El gay saber, Narcea, Madrid 1973, § 125: «¿No habéis oído hablar de
aquel hombre loco que, con una linterna encendida, en la claridad del mediodía, iba corriendo por
la plaza y gritaba: "Busco a Dios "?».
BIBL.: CONILL J., El enigma del animal.fantástico, Tecnos, Madrid 1991; CORETH E., ¿Qué es el
hombre?, Herder, Barcelona 1991; DE LUBAC H., El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid
1990; FARRÉ L., Antropología ,filosófica. El hombre y sus problemas, Madrid 1968; FROMM E. (ed.),
Humanismo socialista, Paidós, Buenos Aires 1968; HELLER A., El hombre del Renacimiento, ED.62,
Barcelona 1985''-; JAEGER W., Paideia. Los ideales de la cultura griega, FCE, México 1942; MOREY
M., El hombre como argumento, Anthropos, Barcelona 1987.
A. Pintor-Ramos
HUMILDAD Y HUMILLACIÓN
DicPC
I. HUMILDAD.
La humildad es una condición y una vinculación; es una situación y es una relación, no con las
cosas, sino con las personas: con los hombres y con Dios. El paulino «¿qué tienes que no lo hayas
recibido?» nos recuerda la situación existencial del hombre, dependiendo continuamente de los
otros, desde que nace hasta que muere; de modo directo y radical, en relación con Di os, y en modo
directo o indirecto con los hombres. La vida que vivo, la cultura que tengo, la ropa que llevo, la casa
que habito, el agua que bebo, la máquina en que escribo, y tantas cosas más me han venido por
medio de otros hombres, aunque yo también haya colaborado desde mi personeidad para asumir
esos valores en mi personalidad.
1. Humildad y personalidad. Con acierto, santa Teresa de Jesús decía que «la humildad es la
verdad». Es como un balance económico, una radiografía, una analítica que no nos deja
engañarnos sobre el estado de nuestra economía o de nuestra salud. Tenemos tal edad, tal
estatura, tales posibilidades –pocas– y tales limitaciones –muchas más–. Por eso, aunque es una
virtud, porque es un hábito que nos facilita el obrar bien, en realidad casi ni tiene mérito en el
hombre, aparte de Jesús de Nazaret, que siendo Hijo de Dios se anonadó a sí mismo, haciéndose
Hijo del Hombre. La misma etimología nos indica nuestra condición, ya que humildad viene de
humus (barro, tierra), y en la revelación bíblica el nombre de Adán procede de adamah, que
igualmente significa tierra o suelo, recordándonos el símbolo de la creación del hombre en el relato
yavistá del Génesis: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (2,7). Venimos de la
tierra, vivimos de la tierra y volvemos a la tierra. Los componentes de nuestro cuerpo podrían
analizarse en un laboratorio como otros minerales. Como dice el conocido himno de la Universidad:
«Post iucundam iuventutem,/ post molestam senectutem,/ nos habebit humus».
La humanidad es realista; conoce el terreno que pisa, y, por lo mismo, camina sobre seguro.
«Mejor es abajarse que descabezarse», dice un refrán. Don Quijote aconseja a Sancho: «Llaneza,
muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala». Hasta desde el punto de vista
pragmático y operativo, la humildad es indispensable en toda empresa, tanto más necesaria cuanto
más grande y complejo sea el proyecto a realizar. Por lo mismo, la humildad verdadera no encoje ni
acompleja, convirtiendo al hombre en pusilánime, cobarde o perezoso. Si conoce sus limitaciones,
conoce también sus posibilidades, que pueden crecer y multiplicarse con su ejercicio. Tampoco la
humildad impide la necesaria autoestima, pero sí evita el autoengaño, el dejarse llevar por
fantasías de poder sin fundamento, que pueden llevar al /fracaso más rotundo, como en el mito de
Ícaro: engreído por verse volando como un águila, olvidando que sus alas eran prestadas y pegadas
a su cuerpo con cera, se elevó tanto hacia el sol, que este derritió la cera, precipitándose hacia el
mar, donde murió, sin que su padre Dédalo pudiera hacer nada por él. La soberbia, tan contraria a
la humanidad, es un espejismo, una visión deformada e hipertrofiada de la propia realidad, que nos
empuja a la apariencia, la presunción y el relumbrón, en un esfuerzo violento, una mentira
continua, unas pretensiones por encima de nuestras propias fuerzas, manteniéndonos como en
vilo, forzados, inseguros, sin paz y sin sosiego, con el miedo de descubrir alguna vez nuestras
muchas carencias, y caer desde lo alto hacia el abismo, como el hijo de Dédalo.
2. Humildad y sociedad. La humildad es una virtud social de gran importancia para facilitar la
convivencia humana. Mientras que la soberbia nos impulsa a pretender ser en todo los primeros y
los más importantes, provocando la envidia y la discordia, la humildad nos ayuda a conocer
nuestros límites, reconociendo los valores ajenos, suprimiendo así los posibles escollos que
pudieran impedir nuestra /relación, nuestra /amistad y nuestra colaboración. No hay ningún
hombre que en el campo del conocimiento tenga todo el saber, ni en el plano de la voluntad posea
todo el bien. Como tampoco hay nadie que no tenga algo de verdad o de bien, ni la persona más
inculta ni el criminal más depravado. Todos necesitamos de todos, en diferente proporción y según
las variadas circunstancias. Por eso, la humanidad, basada en la / verdad, reconoce nuestra
complementariedad, empleando el /diálogo como medio de enriquecimiento mutuo. Cuatro
hombres sentados alrededor de una mesa, tienen cuatro visiones de la habitación; las cuatro
verdaderas, las cuatro diferentes, pero complementarias entre sí. ¿No sería completamente
irracional discutir o pelearse para imponer cada uno su punto de vista como si fuera el único
verdadero, en vez de informarse mutuamente para un conocimiento más completo de la realidad?
La palabra de Dios nos descubre que todos los males del hombre le han venido por el alejamiento
de /Dios, empezando por el primer pecado. Por soberbia, el hombre se cree autosuficiente, se
niega a obedecer, y vuelve la espalda a Dios, siguiendo sus propios caminos, que le alejan
progresivamente de la vida, la paz y la /alegría. Pero Dios no se conformó con esperar en casa al
hijo pródigo, sino que, de común acuerdo con el hijo mayor, este salió a buscarlo, aun a costa de su
vida y de su honra. Si la humildad es la verdad en el hombre, en Jesús no se cumplió, ya que siendo
el Hijo de Dios fue considerado como el Hijo del Hombre, y además fue humillado hasta ser tratado
como blasfemo, falsario y seductor. De este modo, por la humildad y la humillación de Jesús
podemos ser curados de nuestra soberbia, y así emprender el camino de regreso hacia el Padre. Si
por la soberbia nos alejamos de Dios, sólo por la humildad podemos encontrar el camino para
volver a él. Como hombre, Jesús se siente ante Dios Padre como un niño pequeño, «manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29). En el Sermón de la Montaña bendice a los humildes (Mt 5,4).
Viendo a los invitados discutiendo por los primeros asientos del banquete, dice a sus discípulos:
«Tú ponte en el último puesto...», «porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla
será ensalzado» (Lc 14,7-11). Antes de despedirse, en la última cena, lavó los pies a los discípulos,
trabajo reservado a los esclavos, para inculcar en ellos el espíritu de servicio y humildad (cf Jn 13,5).
Y en el momento de su Encarnación, María proclama que Dios «ha mirado la humildad de su
esclava», «ha derribado a los poderosos de sus tronos, y ha encumbrado a los humildes» (Lc 1,46-
55).
Tanto la Carta de Santiago (4,6) como la 1ª de Pedro (5,6) se hacen eco del texto del libro de
Proverbios (3,34): «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes». San Pablo insiste
frecuentemente en la necesidad de la humildad, en seguimiento de Cristo, que «se humilló a sí
mismo» (Flp 2,8): «Revestíos de entrañas de humildad» (Col 3,12); «os exhorto a conduciros con
toda humildad» (Flp 2,3); etc. Toda la tradición cristiana es constante en esta convicción. «¿Quieres
levantar un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primero en poner el fundamento de la
humildad», dice san Agustín. Y san Juan Crisóstomo decía que llegará antes al cielo un carro
cargado de pecados, pero con humildad, que un carro cargado de virtudes, pero con soberbia. «El
humilde verdadero y perfecto rechaza la gloria que se le ofrece, y no busca lo que no tiene»,
escribe san Alberto Magno en El Paraíso del alma. Y fray Luis de Granada afirma que «la humildad
es fundamento y guarda fiel de todas las virtudes».
Amén de la modestia natural que la verdad de la humildad nos impone, teniendo en cuenta
nuestra limitación humana, en la vida cristiana hay que contar también con dos factores
fundamentales, que nos exigen la humildad con mayor gravedad. El primero es que todos somos
pecadores, bien sea con pecados de comisión, de omisión o de motivación: de hacer el mal, de no
hacer el bien o de hacer mal el bien, como los fariseos, que hacían obras buenas como rezar,
ayunar, y dar limosna, pero lo hacían para ser vistos de la gente (Mt 6,1-18). Además, en el plano
del Reino no podemos hacer nada sin la gracia de Dios, ni siquiera decir «Jesús es Señor», como
dice san Pablo (1 Cor 12,3). Esta actitud humilde debe ser propia no sólo de cada uno de los
cristianos, sino de la Iglesia como comunidad. No siempre que los hombres nos rechazan es que
rechazan a Dios o a Jesucristo, sino muchas veces rechazan nuestros pecados, incoherencias y
debilidades. El concilio Vaticano II reconoció humildemente que la Iglesia de la historia no es
todavía el Reino en su plenitud, sino su sacramento; nada menos, pero tampoco nada más1. Y aun
las muchas y admirables obras que produce la Iglesia vienen todas de Dios, no de nosotros; aunque
no sin nosotros. La Iglesia debe cultivar en sus instituciones, comunidades y ministerios un talante
humilde y sencillo, sin lujos ni pretensiones, presentándose ante el mundo como Jesús, que no vino
a ser servido, sino a servir, y a dar su vida por los hombres. Dentro de la comunidad es preciso estar
siempre atentos al peligro de la soberbia y la vanagloria, que pueden provocar la envidia y la
discordia entre unas comunidades y otras, entre unas instituciones y otras, entre unos
movimientos y otros. A veces es más fácil llorar con los que lloran, con los que fracasan, que reír
con los que ríen, con los que aciertan y triunfan. El mundo del clero puede sufrir especialmente
esta tentación, al estar casi siempre en el candelero, debido al propio ministerio, olvidando que
ministro quiere decir criado, servidor, y que «somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos
hacer» (Lc 17,10). En todo y siempre, debemos cultivar en la Iglesia la virtud cristiana de la
humildad, que es una fuente de gracia de Dios, y que también encuentra su gracia entre los
hombres. La soberbia y la envidia, por el contrario, son un veneno, una carcoma que destruye las
obras mejores y hunde a las personas más fuertes y más grandes.
II. HUMILLACIÓN.
Respecto a nosotros mismos, según las diferentes circunstancias sociales y eclesiales, según la
vocación y la inspiración de Dios, cada uno podremos discernir y elegir, en unos casos, luchar o
protestar contra la humillación injusta, como Jesús y como Pablo lo hicieron ante una bofetada; y,
en otros casos, aceptar humildemente la humillación, como el Señor se abrazó a su cruz por amor a
nosotros y nuestra salvación. A veces, sufrir la humillación por un mayor seguimiento de Jesús,
cuya pasión prolongamos en nosotros, puede tener una misteriosa fecundidad eclesial, y suponer
un notable crecimiento en nuestra maduración cristiana.
2. Humildad y caridad. Para Aristóteles, el mundo conoce a Dios y se mueve hacia él, pero Dios no
conoce el mundo, porque supondría para él una humillación y una degradación; en cambio, para el
/cristianismo es Dios mismo el que desciende hacia el hombre para crearlo, y luego para redimirlo.
El amor intratrinitario e interpersonal de Dios se desborda libremente hacia fuera de sí mismo en la
creación del Universo; pero se derrama de modo especial sobre el hombre, al que, aun después del
pecado, sigue amando e invitando a compartir su vida, su amor y su /felicidad. Enviado por el
Padre, y por obra del Espíritu, el Verbo divino se hace hombre para cumplir la misión de salvar al
hombre; y el móvil de este descenso, de esta humillación del Hijo, es el amor de Dios hacia
nosotros. Jesús fue el gran heraldo del amor de Dios con su vida, sus obras y su muerte. En la
última cena revela este amor hasta sus últimas profundidades: «Como el Padre me ama a mí, así os
he amado yo a vosotros» (Jn 15,9).
Como toda forma de seguimiento de Jesús, la humildad cristiana debe estar siempre motivada e
impulsada por el amor. Entre dos que se aman sinceramente, cada uno quisiera honrar al otro aun
a costa de la propia honra. Como se tiende a compartir los bienes materiales, así también se
querría compartir la propia gloria con la persona amada. Los cristianos, movidos por el amor de
Dios «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado»
(Rom 5,5), amamos a Dios como Padre y a los hombres como hermanos; y, por lo mismo,
quisiéramos honrarlos siempre y en todo, y hasta estaríamos dispuestos a renunciar a nuestra
gloria para dársela a Dios y al hombre, como hizo Jesucristo. Si san Agustín decía que «donde está
la humildad, allí está la /caridad», también podríamos decir que donde está la caridad está
necesariamente la humildad. Por eso, escribía Max Scheler: «La humildad cristiana es la imitación
interior, espiritual, de la gran gesta de Cristo Dios, que, renunciando a su grandeza y majestad, vino
hacia los hombres para hacerse, libre y alegremente, esclavo de sus criaturas».
En compensación, si por amor aceptamos dar gloria a Dios, cumpliendo en todo su divina voluntad,
este camino, que parece llevarnos hacia el fondo de la humildad humana, es, paradójicamente, el
que nos levantará hasta la altura de la gloria divina.
A. Iniesta
HUMOR
DicPC
El humor es algo muy serio. Sin duda constituye un problema antropológico de primer orden. Por
ello sorprende que la inmensa mayoría de las referencias que los pensadores y estudiosos han
hecho del asunto o bien son vagas y asistemáticas indefiniciones o bien son estudios sistemáticos
pero reductivistas y epidérmicos. Y lo más problemático: la inmensa mayoría de estos estudios y
alusiones, igualándose en ello a las opiniones más vulgares y explayadas, confunden con grosera
ingenuidad el fenómeno humorístico con lo cómico, lo risible, lo irónico, la parodia, cuando no con
el chiste y la broma. De esta guisa, se afirma que el sentido del humor es ora la capacidad para
captar situaciones cómicas, ora la posibilidad de producirlas o recrearlas, divirtiendo así a los
demás. Por esto se termina impropiamente hablando de buen humor (que no consiste sino en un
mero estar contento) y de mal humor (que no es sino estar fastidiado).
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
Un primer grupo de teorías identifican lo humorístico con lo risible. Señalan que la risa es un
fenómeno universal que tiene una función biológica adaptativa, homeostática o de relajo. Para
algunos es, incluso, un instinto; es esta la posición de H. Spencer y C. Darwin. Más extendida está,
sobre todo en el siglo XX, la teoría psicológica de la risa como simple mecanismo de liberación de
tensiones nerviosas. En segundo lugar encontramos la concepción del humor como reacción ante
un estímulo cómico, ante algo que objetivamente provoca la risa. Así, para Platón, Aristóteles o
Hobbes, el chiste y la risa surgen de constatar algún defecto, deformidad o fealdad en otro. Para
otros este estímulo objetivo, es decir, estímulo anterior e independiente de quien lo percibe, es la
aparición de una incongruencia entre pares de ideas o situaciones divergentes, entre cómo
aparecen las cosas y cómo esperábamos que fuesen. Por esto señalará Bergson que cuando lo
humano, de suyo flexible y creativo, se manifiesta rígida o mecánicamente, produce risa. La
sorpresa en la confrontación de los elementos incongruentes se suele tomar como elemento
indispensable para provocar lo cómico. Representantes de esta postura son Bergson o Koestler. En
tercer lugar, están las concepciones psicológicas que se fijan no tanto en qué es el humor, sino en
quién lo produce. Suele llamarse humorista al que emplea ciertas técnicas para crear chistes,
bromas, situaciones cómicas, divirtiendo así a los demás. De este modo se emplean los juegos de
palabras, rebajar lo humano a nivel animal por medio de la parodia, imitando y caricaturizando,
desmitificando, satirizando, mediante técnicas de desplazamiento de sentido, o provocando
sinsentidos o absurdos. Por último, se constatan en el siglo XX, de mano de la psicología
experimental, un surgir de múltiples teorías que hacen del humor un mecanismo psicológico que
define un cierto comportamiento. La Gestalt define el humor como la repentina reorganización de
una totalidad de elementos por la percepción de uno inconexo con el resto. Para el psicoanálisis de
Freud la risa y lo cómico surgen de la economía en el gasto de energía psíquica, manifestándose así
pulsiones reprimidas que, de otra manera, no podrían aflorar. La energía psíquica es desplazada al
superego, quedando el ego en estado de feliz inocencia. El humor sería el triunfo del principio de
placer.
¿Qué podemos decir ante este piélago de opiniones? En primer lugar constatar que confunden lo
humorístico con lo cómico (que a su vez consiste en la reacción de perder los papeles, de huida y de
descolocamiento, con resultado de risa) ante una situación o pensamiento conflictivo o
incongruente, al que no se le encuentra salida y que permanece como algo ajeno al observador. El
chiste y la broma son articulaciones de lo cómico con lo irónico, con la sátira y otras formas de
caricatura. El humor, en cambio, es pretensión de sentido no con intención dañina, sino de
comprensión y conmiseración. Pero es evidente que no todo lo humorístico acaba en risa. Además,
hay muchas causas de risa no humorística (cosquillas, histeria, mecanismo de defensa...). La risa es,
en efecto, liberación de energía que no se controla; es la ruptura con lo serio. Pero el humor es
algo serio (que no severo); no es dimisión hilarante ante un conflicto, sino un intento de
encontrarle un sentido. No es tanto un divertirse, un dispersarse, o un liberarse del conflicto, como
una integración biográfica. Además, debemos negar rotundamente la objetividad de lo cómico:
depende siempre del contexto cultural, histórico, social. Lo cómico es siempre relativo, mientras
que el humor es una actitud posible para todo hombre. La persona, para construirse como tal, se
las tiene que ver no básicamente con estímulos, sino con la realidad, y no para responder
mecánicamente, sino para hacerse cargo de ella. En esto consiste propiamente la razón formal del
humor: no es tanto respuesta ante una incongruencia conceptual, no es la reacción ante un
estímulo, sino el vérselas con una incongruencia vital o un acontecimiento inesperado. El humor
exige madurez y dominio de sí. Surge algo que sorprende, pero no se pierden los papeles. Se trata,
por tanto, de una flexibilidad creativa ante las circunstancias inesperadas. Por eso, el humor no se
enfrenta a la seriedad, sino a la severidad, a la rigidez. Además, este hacerse cargo de la realidad es
benévolo, sin resentimientos; es constructivo: por eso, la burla, la ironía, ridiculizar, son antitéticos
del verdadero humor. El humor es una actitud de flexibilidad y creatividad ante el discurrir de la
propia vida, y no tanto un conjunto de mecanismos intelectuales o literarios de producción de
objetos risibles. Es posible ser muy chistoso o un gran cómico, por dominar las técnicas apropiadas,
y carecer por completo de humor.
Todas las teorías psicológicas antes citadas son aceptables como explicación de lo cómico, pero no
del humor. Frente a la Gestalt tenemos que señalar que lo que se reorganiza en el humor no son
simples esquemas mentales, sino la propia biografía. Ante la postura psicoanalítica manifestamos
que el humor sería el triunfo sobre el principio de realidad, pero no desde el de placer, sino desde
la libertad personal. El psicoanálisis, al igual que el conductismo, deja fuera a la persona para
ocuparse de mecanismos que supuestamente acontecen en ella; pero el humor es precisamente el
triunfo de la persona frente a las adversidades y resistencias de la realidad, incluyendo s us propias
pulsiones.
Además de todas las citadas, hay otra acepción cotidiana del humor: la capacidad de encajar
serena y valientemente las cargas de la vida. Los estoicos fueron maestros en el proponer el buen
ánimo ante las adversidades. En esta línea, Descartes invitaba a «vencerse a uno mismo antes que
a la fortuna y alterar nuestros deseos antes que el orden del mundo».
Pero el humor es más radical que la simple eutimia estoica, puro voluntarismo que pretende
encarar con fortaleza un Destino implacable. Porque el humor es la afirmación de la libertad
personal, la negación de ciegos determinismos por la admisión de una trascendencia, de un sentido
profundo de la vida, en función del cual se integran las dificultades y situaciones no previstas. No es
el «me romperé, pero no me doblaré» del héroe trágico griego, sino el «me doblaré, pero no me
romperé» que trajo consigo la nueva cosmovisión cristiana, sustenta la propia libertad y un sentido
trascendente para el hombre, hacía de cada hombre no sólo actor y agente de su vida sino su
autor. La persona, dice Zubiri, es una tarea para sí misma porque es suya y porque su vida no le es
dada: tiene que configurarse ante las dificultades e irse modelando en sus actos y decisiones, ir
«esculpiendo su propia estatua». Y ante estas dificultades, caben varias posibilidades: a) resistencia
y rigidez (que trae consigo el llamado malhumor, el sufrimiento y, en última instancia, laangustia y
el quebrarse psíquicamente, neurotizando la personalidad); b) estoica aceptación (la llamada
resignación, que supone siempre una dimisión), voluntarista impasibilidad (valiosa, pero estéril); c)
integración y superación de la misma. Esta será la actitud humorística: la de creatividad ante las
circunstancias adversas o no previstas en el propio proyecto vital, en las propias expectativas, para
asumirlas como nuevas posibilidades para el propio desarrollo personal. El humor es la continua
admisión de la categoría de posibilidad que procede de la serena distancia ante la realidad que me
ha tocado vivir.
II. CONCLUSIONES.
La alegría no es el simple estar contento (fruto de satisfacer alguna necesidad o de poseer algo
anhelado), ni la felicidad (vivencia de la plenitud del propio ser). La alegría es, en realidad, la
vivencia de dar de sí del propio ser hacia la plenitud. No es un mero sentimiento, ni un lábil estado
psicológico. Se trataría más bien de la vivencia del propio ser en camino hacia la plenitud, en
función de un sentido que alumbra este plenificarse.
Descubrir el para qué de la propia vida, es condición necesaria para poder tomar distancia frente a
las acometidas de las adversidades e imprevistos, es decir, para el humor. Este sentido se descubre
en el 7encuentro. Cuando el Yo se abre a un Tú, con respeto a lo que el otro es y con disponibilidad,
se produce un ofrecimiento mutuo de posibilidades con sentido. El encuentro con la realidad y, de
modo eminente, el encuentro con los otros y con el Otro, es la raíz de toda posibilidad y de todo
sentido.
Otra exigencia de la alegría, y por tanto del humor, es la de la capacidad de compromiso creativo
con el sentido encontrado. Sólo desde este sentido puedo tomar distancia humorística de la
realidad. Este sentido me confiere unidad interna (contraria a la dispersión propia de la diversión,
de lo cómico...), que me permite no huir ni dejarme llevar por el resentimiento, sino adoptar una
actitud de humor. Pero esta actitud, que brota de lo más íntimo, exige también silencio interior,
recogimiento, recobrarse a sí mismo en lo más íntimo para, sin diluirse en lo exterior, tomar las
riendas de sí. El humor es imposible para una vida inmediata, sin memoria, sin proyecto, sin
dominio. Sólo llevando una vida personal, frente a toda masificación y todo individualismo
narcisista, frente a toda relación de dominio o fusión, es posible el humor. El humor es, en
definitiva, la manera genuinamente personal de enfrentarse creativa y fecundamente a la realidad.
BIBL.: FERNÁNDEZ DE LA VEGA C., O segredo do humor, Galaxia, Vigo 1983; Mc GHEE E. E., Humor.
lts Origin and Development, Freeman & Company, San Francisco 1979; VÁZQUEZ DE PRADA A., El
sentido del humor, Alianza, Madrid 1976; BERGSON H., La risa, Espasa-Calpe, Madrid 1986.
X. M. Domínguez Prieto
IDEALISMO
DicPC
I. FILOSOFÍA Y SALVACIÓN.
¿Cuál es la razón profunda, la más profunda a la que tenemos acceso, de ese entusiasmo del
pensamiento que se desplegó en lo que hoy se llama Idealismo, y que de hecho son más bien tres
formidables independencias, tres poderosos y obstinados destinos, pero que sólo son eso, tres
entre muchos más, tres que quizás persiguieron lo mismo que casi todos en la época? Pues más
allá de Fichte, de Schelling y de Hegel es preciso ver una legión de espíritus que proyectan también
su luz en aquel firmamento de los primeros años del siglo XIX. Innumerables son los que ofrecieron
su palabra y su juicio ante aquel presente extraordinario, fundacional. Pero, ¿qué buscaban todos?
Ese momento, que tiene mucho de cruda competencia, de lucha intelectual, de agónico combate,
¿en qué cifra realmente la prenda de la victoria? ¿De qué hablaban realmente los idealistas tras sus
ingentes sistemas cerrados y completos? Cuando trasformaban su pensamiento, cuando lo
corregían y lo exponían incansablemente de nuevo, ¿en qué pensaban que habían fracasado? Y un
pequeño enigma posterior: si ellos confesaban permanentemente que, fuese como fuese, seguían
fieles a Kant y a la filosofía crítica, ¿qué es exactamente lo que seguía uniéndoles al viejo sabio de
Künigsberg? Por debajo de tantas diferencias en el fondo y en la forma, y de tan diferentes
aspiraciones, ¿qué había de común entre ellos y Kant?
Es posible que aquello que les unía a la figura del fundador de la /filosofía crítica fuese también
aquello que querían proponer a la época como la verdad más sagrada. Sea como fuese, es cierto
que todos ellos pensaban que iban, por fin, a exponer el pensamiento de Kant perfectamente
acabado, de tal manera que ya nadie pudiera reproducir objeción alguna contra su filosofía. Pero,
¿por qué era tan importante exponer bien a Kant? ¿Por qué este pensamiento les resultaba tan
digno de entusiasmo, merecedor de tan obsesivo trabajo? Podemos suponer que hoy algún joven
doctorando se asoma a la obra de Kant y podemos entender que prenda en él un deseo de
exponerla de forma filosóficamente impecable e irrefutable. Pero lo más que podemos concederle
es una buena calificación académica, o un reconocimiento universitario. Aquellos hombres
pensaban estar haciendo otra cosa. Es más, un doctorando de nuestras facultades puede entregar
a la tarea de leer a Kant media docena de años de su vida, complementada con la lectura de una
ingente montaña de bibliografía secundaria. No nos consta que los idealistas estudiasen
intensivamente a Kant una docena de años, ni siquiera media. Y sin embargo, valoraron lo que
tenían que decir tras su lectura, más o menos profunda, como una verdad radicalmente importante
para su época. Hoy, si cualquier joven doctorando, aspirante a profesor, compartiera esta
pretensión, nos parecería insensata. Y sin embargo, eso eran realmente los idealistas: jóvenes
doctores aspirantes a la cátedra. Y sin embargo, ellos sí pensaban decir una palabra decisiva para
su época.
Así que sólo estaremos en condiciones de comprender qué es el idealismo si antes que nada
descubrimos la posición desde la que hablaban sus hombres. Naturalmente esta posición, que
incluye también sus metas, sus intereses, la función que creían realizar en su presente, todo esto
no se encuentra en sus textos. Es el terreno que pisan y desde el que hablan, y por eso difícilmente
reflexionan sobre él o reparan en él. De hecho, el idealismo, antes que un conjunto de
proposiciones y de tesis, de /creencias y de ideas, es una concepción sublimada de la filosofía. Esta
concepción depende de una valoración radical: la filosofía es la nueva forma de entender y diseñar
la salvación en la tierra. Ya no sirve la vieja /religión, ya no sirve la vieja poesía, ya no sirve ninguna
de las formas en que la salvación se ha abierto camino en la tierra de Europa. Sólo la filosofía
proporciona la salvación. Esta comprensión de la filosofía como la heredera de la religión, y de
cualquier otro rival que haya perseguido su función salvadora (el arte, la ciencia o la política) es la
que reclaman estos hombres.
Pero, ¿por qué esta nueva valoración implica contar a Kant desde el principio, exponerlo
sistemáticamente, elevarlo a la categoría real de sistema irrefutable? Ciertamente, porque Kant, de
ser coherentemente entendido, era como Juan el Bautista, que había sido el precursor del Mesías:
también Kant había extendido la idea de que era preciso librar al hombre de todo lo que
coaccionase la /libertad, la idea de que era preciso acabar con todo lo que impidiese la autonomía
humana, retirase del /hombre la condición de fin en sí y lo sometiese a la minoría de edad de las
épocas tenebrosas del feudalismo. Pero, ¿por qué no había triunfado el programa ilustrado de
Kant? ¿Por qué era preciso defender con otras armas filosóficas esta misma meta de libertad y de
reino de Dios en la tierra?
Lo que los idealistas querían conseguir, con su intento de salvar a la tierra entera, no era despertar
en el hombre el sentido de su libertad individual, de su sentido crítico, de su independencia de
juicio, de su franqueza. Querían entregar no sólo la certeza de que el hombre, el individuo, situado
en la larga marcha de la historia, caminaba por la senda oportuna, senda del /progreso, del
dominio de la naturaleza, del conocimiento de sus propias capacidades y debilidades. No ofrecían
al hombre la austera resignación por no obtener la totalidad de los frutos del esfuerzo humano, a
cambio de la certeza de que otros, quizás sus lejanos herederos, los obtendrían. Tampoco querían
meramente dotar al hombre, al individuo, de la conciencia precisa de sus derechos políticos, de tal
manera que reclamara participación en el destino del Estado, capacidad de control de sus
gobiernos, capacidad de incidir con sus opiniones e intereses en los cuerpos legislativos, y de
intervenir como testigo y juez en las disputas civiles que se abriesen a su alrededor. Todo esto lo
daban por supuesto, desde luego. Pero no era suficiente. Este panorama no dibujaba el reino de
Dios en la tierra, sino que era más bien la forma sencilla de vida, propia de hombres imperfectos,
que se parecía mucho a la forma de vida de los ciudadanos de Estados Unidos o a los burgueses
(/burguesía) ingleses. Esta forma de vida era más bien estrecha, y carecía de todo sentido sublime
de la existencia.
¿Qué querían entonces los idealistas cuando afirmaban la necesidad de que el reino de Dios en la
tierra se hiciera visible de una vez? Sobre todo querían superar una comprensión de la vida que
entregara la última palabra al hombre individual. El reino de Dios, ya fuese en el cielo o en la tierra,
no era un conjunto de individuos libres que se trataban con el respeto distante de los vecinos de las
ordenadas ciudades modernas. El reino de Dios en la tierra, si quería parecerse algo a la vieja
iglesia, no a la Iglesia católica, visible y jerárquica, sino a la iglesia verdadera y escatológica, tenía
que ser un reino comunitario. No se trataba de que los hombres, en la soledad de su casa, tras
hacer balance de pérdidas y ganancias, entendiesen que eran libres, que vivir había merecido la
pena, que algún día la historia recogería los frutos de su trabajo. No se trataba de que cada uno por
su cuenta se viera como libre o sintiera vivo en sí el /deber de respetar a los demás. Se trataba de
vivir con la certeza de que el centro de gravedad de su alma era compartido por los demás
hombres, de tal manera que en su interior no se vieran solos y separados, sino animados por la
misma alma, por el mismo espíritu que los demás. En cada uno de ellos se podía descubrir lo que
estaba en todos. Profundizando en lo más singular, lo que habitaba en el pecho de cada uno, se
podía llegar a lo más universal y común. El reino de Dios en la tierra sólo podía abrirse camino si se
respetaba la idea de un panteísmo espiritual, que pronto encontraría en la idea de vida su soporte
metafísico.
En realidad, Kant jamás había expuesto su filosofía de tal manera que se llegase a eso. Por mucho
que hubiera destacado una estructura trascendental y, por lo tanto, común a todos los hombres,
jamás alentó un sentimiento activo que empañara el estricto horizonte individual de la vida propia.
La estructura trascendental y universal era la propiamente racional, no la sentimental. La forma de
operar aquella universalidad trascendental siempre requería de la /responsabilidad individual
última. Por eso, desde un punto de vista vital, Kant no había propuesto elemento alguno que
permitiera relajar la conciencia individual, ni había encontrado ninguna representación metafísica
—y el axioma panteísta de «Uno y Todo» lo era— que estuviera a salvo de la crítica por méritos
propios. Pero no le había pesado esta perspectiva. Kant no podía imaginar que estuviera animando
a los hombres a vivir como robinsones, aislados, separados, solitarios. El no podía concebirlo, pues
el respeto le parecía la mejor forma de unir a los hombres, lo que más abría la puerta a la serena
/amistad, a la simetría de los favores. Decididamente, Kant no pudo prever su recepción por parte
de aquellos jóvenes idealistas, y sin duda ninguna le decepcionó. El caso es que los idealistas tenían
un concepto de la individualidad mucho más negativo, pues ellos no tenían como referente la
civilizada y educada vida de la pequeña ciudad burguesa. La individualidad había mostrado su
verdadero rostro en una experiencia que Kant no había hecho hasta el final, pero que en cierto
modo los idealistas ya habían identificado. Es cierto que esa experiencia era en buena medida
prematura, en el sentido que todos sus rasgos terribles todavía tenían que presentarse en su
plenitud. Pero los idealistas supieron anticiparla y sentirla apenas apuntó en el horizonte, y por eso
comprendieron que su filosofía debía superar a la de Kant.
III. REVOLUCIÓN BURGUESA E INDIVIDUALIDAD.
Pero el final de la Revolución francesa había mostrado algo muy distinto. Ante todo, que el
aumento de conciencia de libertad tenía como consecuencia una interpretación insolidaria de la
vida. La autonomía pasaba a significar individualismo, necesidad de buscarse la vida de forma
despiadada, lucha intensa por la obtención de nuevos privilegios y diferencias. La soberanía del
hombre respecto de todo lo que le afectara pasó a significar la /indiferencia respecto de lo que
fuera otro destino humano, y la convicción de que el desastre de los otros era fruto de su propia
responsabilidad y /culpa. Frente a los viejos órdenes paternalistas del Antiguo Régimen, esa lucha
de todos contra todos, en que se había sumido el hombre, aparentemente guiado por los nuevos
valores de la libertad y la independencia, fue vista como un retroceso moral, como una pérdida.
Pero no sólo eso. Frente a la vida, llena de representaciones simbólicas, de la existencia tradicional,
la nueva existencia iba quedando desnuda de elementos simbólicos, ante el triple ataque de la
crítica ideológica, de la ciencia como institución monopolizadora de la verdad, y frente a la
concentración de la /voluntad en los intereses materiales, ahora canalizados por el afán de lucro,
por el desarrollo técnico y por el ansia de una /propiedad que poco a poco se movilizaba y que, por
tanto, se tornaba proporcionalmente insegura.
Así que no sólo se perdía conciencia de la unión social, sino que, además, la vida del individuo era
un desierto en el que sólo crecía el cactus de la lucha económica, atravesado, eso sí, por los
pequeños oasis de las experiencias estéticas solitarias. Para colmo, la confianza que se había
puesto en fundar un Estado justo y libre había fracasado. No sólo porque la inmensa mayoría de la
sociedad no tenía plena conciencia de sus derechos políticos, sino porque, finalmente, cuando eran
requeridos por los nuevos poderes del Estado, los hombres eran manipulados por la propaganda
oficial y, vestidos con los nuevos uniformes, eran utilizados de una manera fría, /bárbara y salvaje,
que en modo alguno podía reconocerse como humana. Goya lo vio como nadie en esa época y
dibujó los ejércitos de la libertad napoleónica como lo que verdaderamente eran: una fría máquina
de matar humildes y desesperados seres humanos.
La Revolución francesa, con la que se había identificado la filosofía de Kant, mostró a las claras que
el pensamiento del sabio de Kónigsberg no era capaz ya de ordenar la época. Pero, ¿dónde estaba
el defecto central? Porque no se podía decir que los resultados a los que aspiraba el sistema
kantiano no eran los oportunos. Pero estos fines supremos de la razón no estaban bien fundados
en su obra. Kant no había sabido descubrir la energía que podía asegurar a sus ideales el triunfo. El
idealismo fue un extraordinario esfuerzo de búsqueda de esa energía capaz de dotar a los hombres
de seguridad, de certeza en los fines de la razón. En su esencia, este movimiento aspiró a impedir
que la razón se quedara sólo en el limbo de los principios abstractos. Ahora se trataba de asegurar
su eficacia en la tierra.
Cómo lograrlo, o al menos cómo poner las condiciones para lograrlo, les pareció a aquellos
hombres muy sencillo: reclamando para la filosofía la soberanía misma entre las actividades
humanas, la supremacía radical entre las demás actividades y empresas, como la /política, la
ciencia o la religión, que sólo podían ofrecer interpretaciones parciales de la vida social. De hecho,
la propuesta se basaba en un diagnóstico demasiado sencillo: la filosofía había hallado los
conceptos, pero no había sabido aplicarlos. Antes bien, había logrado destruir críticamente el
poder del Antiguo Régimen; pero sobre el solar histórico que ella había explanado, sólo había
crecido la planta del individualismo. La filosofía crítica no había logrado crear un poder espiritual
capaz de asegurar su realización o, de otra manera, no había logrado ganar al poder con la finalidad
de dictarle sus propias metas y órdenes, amén de sus propios consejos sobre los medios más
racionales y eficaces. Hasta cierto punto, el triunfo del individualismo había sido preparado por
Kant. Este no había previsto ningún poder espiritual, con excepción del propio hombre y de los
órdenes consensuados que cada uno estuviera en condiciones de proponer, junto con los demás
hombres. Para Kant, todo hombre, en la medida en que accediese a la /Ilustración, tenía capacidad
crítica para entrar en la formación de ese poder. Cada uno tenía un poder inalienable en este
sentido.
Para los idealistas, una vez que confirmaron qué es lo que buscaban realmente los hombres del
sentido común de Kant, a saber: riquezas, ventajas y confort insolidario, se trataba de otra cosa.
Era preciso discriminar entre los hombres y dotarlos de diferente autoridad social, según
encarnasen o no las exigencias de la razón con plena autoconciencia y rigor.
El hombre del sentido común, el verdadero héroe kantiano, ahora pasaba a disponer del grado
ínfimo de autoridad social. A todos los idealistas les es familiar, como fundamento último de su
propia autopercepción, la diferencia entre el hombre del sentido común, ahora en cierto modo
ciego y limitado, y la vida del filósofo, plena de valor, ciertamente aristocrática, capaz de indicarle
ahora al hombre sencillo cuál es su deber y su función dentro del orden global de la realidad y de la
sociedad. A todos les resulta necesario un sentido exotérico de la verdad, que camina en la letra de
las creencias religiosas tradicionales, de los mitos viejos o nuevos, genuinos o tecnificados, de la
aproximación literaria a la vida, por una parte, y un sentido esotérico que es monopolio de los
filósofos, que conoce y posee la clave del orden social y del orden racional en el que se integran
todos los elementos parciales de la vida moderna.
Los filósofos, naturalmente los idealistas acreditados en sus sistemas cerrados, no sólo dirigen al
ser común, sino que, además, dirigen a todos los sabios, en tanto que cada uno de ellos conoce
sólo un fragmento de la realidad, mientras que los filósofos conocen ahora la 'totalidad, la función
de cada fragmento de realidad, la forma en que todas ellas se integran perfectamente. El axioma
panteísta del «Uno y Todo» se traduce, por eso, también en la divisa de un orden organicista de la
vida humana, cuyo soberano consciente es el filósofo, el único capaz de garantizar la configuración
de una totalidad orgánica a partir de todos los miembros sociales.
Naturalmente, estos planteamientos llevaron a alterar toda la teoría de la /ciencia y la teoría del
conocimiento de Kant. Ahora ya no se trataba de que cada ciencia tenía su propia materia, su
propio campo autónomo, sus propios problemas, su propia idea regulativa. Ya no era mantenible
aquella tesis de Kant según la cual era imposible deducir unas ciencias de otras, puesto que cada
una de ellas se organizaba alrededor de ideas propias, originarias, intraducibles. No había forma de
unificar la matemática, pues no había forma de unificar la geometría con la aritmética, ya que no
había forma de reducir el espacio y el tiempo. Tampoco había posibilidad de reducir la física a la
química ni viceversa. No había forma de deducir de la química la biología, ni había forma de derivar
la psicología de la biología. Finalmente, no había forma de entender la libertad desde estudio
alguno de la 'naturaleza y de la necesidad. Cada una de estas disciplinas aspiraba a conocer un
fragmento de la realidad, pero no podía configurar un sistema, porque nos faltaba la clave última
desde la que empezar a deducirlas todas. De hecho, nos faltaba ese Uno desde el que dispersar el
Todo.
El idealismo se dio cuenta muy pronto de que lo que había que eliminar de Kant era justamente esa
premisa última: que el hombre siempre está fuera del centro mismo de la realidad, de lo Uno. Era
preciso negar la tesis de que sólo conocemos fenómenos. Era preciso refutar la posición kantiana
de que el hombre está frente a la realidad como expulsado y que, por eso, no puede pretender
construir un edificio de verdad indiscutible, sólido, capaz de establecer un sistema cerrado, al
modo de Spinoza. En una palabra: para Kant el hombre sólo accedía a fenómenos, a realidades
fragmentarias y humanas, no a la cosa en sí, a una realidad que fuese semejante a la que vería una
inteligencia infinita y divina. En cierto modo, los idealistas se vieron como el ojo de /Dios en la
tierra. La unidad de todas las cosas, tal y como podía verse desde Dios, ellos la captaban en su
mágica intuición intelectual, de hecho un primitivo sentimiento de simpatía (/empatía) universal,
más bien confuso y arcaico.
Asentados en esta intuición, ellos pensaban que podían demostrar que su penetración superaba las
superficies de los fenómenos, hasta llegar a tocar el fondo mismo de la realidad. Naturalmente,
hablaban de una experiencia cognoscitiva que superaba los órdenes del espacio y del tiempo. Aquí
estaba la gran diferencia entre los hombres. Quien accediera a este /sentimiento de la unidad y la
diversidad de todas las cosas, la unidad de la identidad y de la diferencia, como decían con
fórmulas casi idénticas Hegel y Schelling, podía reclamar justamente el título de filósofo. Quien
fuera suficientemente miope para hacerse con ella, debería dedicarse a alguna de las tareas
parciales y necesarias para el todo humano.
Sólo esa verdad podía fundar /comunidad. Esta es la certeza que tienen los idealistas. Pues verdad
sólo puede consistir en lo que está por encima de las certezas particulares, en las que cada
individuo se hace fuerte. Los /valores ahora quedaban invertidos. Aferrarse a la certeza subjetiva
representaba el dogmatismo propio de quien aspiraba sobre todo a la autoafirmación de su
opinión, gratuita por cuanto no podía aspirar a presentar los fundamentos últimos de su posición.
La comunidad en que vivían los hombres no podía así surgir desde los procesos de /consenso
configurados por los propios hombres, pues resultaba imposible, desde esa estricta igualdad de
opiniones, reconocer una como superior. En el fondo, para los idealistas todo esto de la
/autonomía radical de la libertad no era sino una pura ilusión, o mejor, ineptitud moral de un
individuo indisciplinado, incapaz de someterse a un orden objetivo dictado por el filósofo. En
realidad, los elementos comunes y determinantes de la existencia de los hombres estaban muy por
debajo de sus vidas y de sus consciencias, no podían escapar a ellos y, fuese cual fuese su
autoconciencia, determinaban su vida con una fuerza que ninguna libertad individual podía
superar. Así, los idealistas profundizaron en el carácter derivado de la subjetividad individual, su
dependencia trascendental de estructuras objetivas que superaban con mucho la débil luz de la
opinión. El filósofo acreditaba su poder racional extremo desvelando esas condiciones comunitarias
de todo hombre, mostrando su necesidad, su juego, su mutua influencia en vistas de la
configuración de un orden plenamente humano.
Aquí, cada uno de los idealistas se especializó en una dimensión de la existencia humana, y creyó
encontrar en ella el punto de apoyo de la palanca que había de mover el mundo. Fichte se dirigió a
los fenómenos de la /conciencia ética, y subrayó la necesidad de una división racional de trabajo
entre los diferentes oficios y profesiones, como concreciones históricas y sociales del abstracto
imperativo categórico moral. El filósofo, por el contrario, debía especializarse en mantener
cohesionada y unida a la totalidad nacional en la que aquellas diferentes éticas sociales jugaban.
Schelling, un talento religioso de primer orden, creyó encontrar ese cemento social en la
renovación de la estructura mitológica del ser humano, reeditando de forma apropiada el ideal
eclesiástico medieval, ahora como iglesia del espíritu o iglesia de Juan. Hegel confió mucho más en
el /Estado como verdadero heredero del trabajo histórico del espíritu, y como institución capaz de
encarnar un sentido universal de la vida, interiorizado en cada individuo como sentido de la
libertad, como el sentido de las funciones sociales, del trabajo.
Finalmente, cada uno de los idealistas propuso una opción por la que el hombre había de salvarse
del oprobioso estado en el que le había dejado la fallida Revolución francesa. Sin embargo, ninguno
de ellos trasformó seriamente la realidad: la división del /trabajo se impuso de una manera
inhumana, y no dirigida precisamente por la idea /ética, sino por la obtención de capital; los mitos
crecieron y se tecnificaron, desde luego, pero no alrededor de la extraordinaria idea de la
comunidad universal, sino que pronto sirvieron al politeísmo pagano de la nación y de la raza: el
Estado no necesitó del aliento de Hegel para imponerse como fuerza fundamental en la
administración del trabajo histórico del ser humano, pero no aspiró a emancipar (/liberación) al
hombre, sino a la lucha imperialista con otros Estados por la hegemonía mundial. Desde el punto
de vista de la historia, los idealistas fueron más bien ilusos. De hecho, hoy apenas podemos
juzgarlos como algo más que individuos megalómanos, y sus sistemas como reacciones
desproporcionadas a una desesperación que tenía, como última razón, unas ansias de salvación
excesivas y continuamente decepcionadas.
BIBL.: COLOMER E., El pensamiento alemán de Kant a Heidegger 1. La filosofía trascendental: Kant,
Herder, Barcelona 1993; ID, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger 11. El idealismo: Fichte,
Schelling y Hegel, Herder, Barcelona 1986; FICHTE J. G., Fiebres Werke, 11 vols., Walter de Gruyter,
Berlín 1971; HARTMANN N., La filosofía del idealismo alemán, 2 vols., Suramericana, Buenos Aires
1960; HEGEL G. W. F., Gesammelte Werke, Meiner, Hamburgo 1968ss; KRONER R., Von Kant bis
Hegel, 2 vols., Mohr, Tubinga 1961''-; MARÉCHAL J., El punto de partida de la metafísica, IV: el
sistema idealista en Kant y en los poskantianos, Credos, Madrid 1959; ROYCE J., El idealismo
moderno, Imán, Buenos Aires 1945; SCHELLING W. F. J., Schellings Werke. Münchner
Jubiliium.sdruck, 12 vols., Beck'sche, München 1927-1954; SCHURR A., Philosophie als System bei
Fichte, Schelling und Hegel, Frommann-Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstatt 1974; TILLIETTE X., La
filosofía alemana de Leibniz a Hegel, Siglo XXi, Madrid 1977; VILLACAÑAS BERLANGA J. L., La
formación de la «Crítica de la razón pura», Universidad de Valencia, Valencia 1980; ID, Racionalidad
crítica. Introducción a la filosofía de Kant, Tecnos, Madrid 1987; ID, La quiebra de la razón ilustrada:
idealismo y romanticismo, Cincel, Madrid 1988; WILLMANN O., Geschichte des Idealismus, 3 vols.,
Wieweg, Braunschweig 1907'-.
J. L. Villacañas Berlanga
IDENTIDAD PERSONAL
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Por identidad personal se puede entender: a) el hecho de que la persona se considere a sí misma
como idéntica o siendo la misma en distintos momentos del tiempo y lugares del espacio; b) el
hecho de que otras personas –cualquier otra persona– pueda considerar a la persona X como
idéntica a sí misma en distintos tiempos y lugares; c) aquello que hace que la persona sea idéntica a
sí misma y posibilita la identificación mencionada en a) y b), tanto la que de sí mismo lleva a cabo el
propio sujeto, como la que sobre él pueden realizar los demás. Entendemos la identidad personal
en el terreno del sentido c), ya que tanto la afirmación «me considero idéntico», como la
afirmación «los demás me consideran idéntico» suponen, si son verdaderas, que en mí haya algo
en virtud de lo cual sea el mismo o idéntico en los diferentes tiempos y lugares. Los planteamientos
a) y b) son sin duda importantes, ineludibles incluso, si se pretende un desarrollo completo de la
cuestión, pero son en cualquier caso secundarios, en cuanto que remiten, más allá de cómo la
persona pueda ser psicológicamente considerada por sí misma o por otros, a lo que
constitutivamente hace que la persona sea idéntica. Se trata de un principio constitutivo, de algo
que la persona es y que no simplemente está en ella. De una parte se requiere que lo identificante
sea permanente, ya que no se trata de la posibilidad de identificar a una persona como siendo de
tal o cual forma en un momento dado, sino de la posibilidad de referirse a ella como siendo la
misma en cualquier momento, tanto pasado como futuro.
Lo que identifica a una persona ha tenido que ser siempre y tendrá que ser siempre lo mismo, es
decir, tiene que ser permanente; de otra forma sería arbitraria la consideración de que es la misma
en los diferentes tiempos y lugares. Pero, por otra parte, no basta que el principio identificante sea
permanente; es necesario que sea, además, constitutivo. Al hablar de identidad personal nos
referimos no simplemente a un distintivo, que puede ser todo lo seguro y significativo que se
quiera, como, por ejemplo, las huellas dactilares, sino a lo que verdaderamente es la /persona, por
más que esto último sea muy difícil de alcanzar y tal vez nunca determinable satisfactoriamente.
II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
El interés especial que tiene hoy plantear la cuestión de la identidad está en que es posible
mantener los distintivos extrínsecos, de la índole del mencionado más arriba, mientras al mismo
tiempo está en peligro la auténtica identidad personal. Esta puede, en efecto, desdibujarse hasta el
borde de su extinción, a la vez que se mantiene, sin embargo, aquel tipo de distintivos que
garantizan la identificación hasta mucho más allá de la muerte. Y puede también estimularse la
conciencia del /individuo de forma que esté firmemente convencido de ser el mismo, a la vez que
la identidad está corroída, o al menos puesta muy en peligro. Igualmente, ante los demás pueden
las apariencias inducir a pensar que la persona es la misma, cuando ya su identidad está muy
deteriorada. Es por ello falso, y frívolo a la vez, pretender plantear el tema de la identidad personal
exclusivamente en términos científicos o psicológicos.
El planteamiento tiene que ser ontológico, más exigente por tanto, más ajustado a la realidad, pero
menos acomodaticio. ¿Por qué razones viene exigido tal planteamiento'? Algunas son de ayer y de
hoy, otras son más bien características de nuestra época, o al menos tienen en ella un especial
relieve. Aquellas las podemos reducir a las siguientes: 1) las diferentes actividades mentales,
teóricas o prácticas, sentimentales, volitivas o intelectivas remiten a un /sujeto que es dueño de las
mismas y al que se le pueden atribuir, pero que es, en todo caso, distinto de ellas. ¿Existe tal
sujeto? ¿De qué índole es? El principio identificante –sea el alma, sea la unidad de cuerpo y alma–
tiene la función de aglutinar y articular, y de dar así continuidad a esas distintas actividades. Es
decir, como la permanencia y la continuidad, que son fundamento de la identidad, no vienen
garantizadas en y por una serie de actividades que, además de distintas, se suceden unas a otras,
parece que ha de existir un algo de carácter permanente que se mantenga en medio de aquellas
actividades. 2) En cuanto a la índole de ese algo, si bien la analogía con las cosas materiales sugiere
que se trata del cuerpo humano, sin embargo los deseos de supervivencia y de inmortalidad han
orientado la búsqueda en una dirección diferente y lo que en 1) se presenta simplemente como
exigencia de un sujeto, como substrato subyacente, aparece ahora como exigencia de un sujeto
espiritual. Esto mismo se acentúa bajo el punto de vista de que las actividades mentales son de una
índole muy diferente de la que es propia de todo lo que tiene que ver con el ámbito espacial. La
continuidad espacial no es suficiente para garantizar la continuidad que han de tener las
actividades de la mente. Mente y extensión son realidades completamente distintas que, por
tanto,'dan lugar a una concepción dualista. Y si la mente es la característica del hombre, es obvio
que la continuidad espacial es del todo insuficiente para expresar la identidad personal.
Estas tres razones, que llevan de por sí a la búsqueda de un principio identificante alejado de lo
inmediato, vienen ya de muy atrás y remiten, prioritariamente y en términos generales, a las
filosofías griega, medieval y moderna, respectivamente. Si la forma de plantear un problema
sugiere ya su solución, esta vendría dada por el concepto de sustancia espiritual, que parece
recoger los tres aspectos mencionados.
Pero hay otras razones que son también de índole ontológica, puesto que se refieren a lo que es y a
lo que hay, pero que tienen que ver especialmente con nuestra época, y son al mismo tiempo muy
diferentes de las anteriores. En este caso no se trata de que determinadas manifestaciones, en
mayor o menor medida extrínsecas, nos remiten a un algo subyacente que garantiza la continuidad
de la persona. Se trata de la llamada de la identidad personal por la toma de conciencia del vacío
de la misma, sea porque se encuentra ya sometida a un deterioro progresivo, sea porque está en
todo caso amenazada. Las razones que llevan a plantear aquí con especial urgencia el problema de
la identidad y que sugieren su solución son las siguientes: 1) el mundo actual se caracteriza, entre
otras cosas, por una reducción progresiva de actividades y manifestaciones a patrones de conducta
y, por tanto, a modos de ser y de comportamiento homogéneos. Lo cual hace que se desdibuje y
pierda vigor la individualidad y, con ello, la persona misma. 2) A la homogeneidad se une la
inestabilidad, generada por la movilidad social, cada vez más intensa y azarosa, que lleva a que la
persona se disuelva dramáticamente, por el desarraigo que ello comporta, en los roles
correspondientes. 3) El progreso de la ciencia y de la técnica en el campo de la medicina posibilitan
intervenciones especialmente audaces en el organismo humano, que se estima pueden poner en
peligro la continuidad de la conciencia y, en ese sentido, la propia identidad personal. Nadie sabe,
al parecer, hasta dónde es posible llegar ni hasta dónde se llegará de hecho en la manipulación
genética o en operaciones que tienen que ver con partes muy sensibles del organismo,
especialmente del cerebro. Lo cual muestra –y no simplemente permite conjeturar– que el cuerpo
es, al menos, elemento integrante de la identidad personal. Y todo ello nos hace ver que el
contenido concreto y el sentido de aquella va a depender de la forma como el hombre responda a
los acontecimientos que en su vida se van produciendo, esto es, de su /responsabilidad.
Algo, sin embargo, debería quedar de tal concepto, aunque en un nivel que no es exactamente el
mismo: por una parte, el principio identificante, para poder garantizar la continuidad de la serie de
actos que son propios de la persona, debe estar dotado de un carácter permanente; por otra parte,
en tal principio debe jugar un papel muy importante la actividad mental, en razón de la exigencia
de responsabilidad, a la que nos hemos referido antes.
Todos estos son fenómenos que se dan en el cuerpo o a través del cuerpo; que no son, si se quiere,
sin el cuerpo, pero que no son el cuerpo. Y hay, además, en tales fenómenos otros dos rasgos. No
se trata de cosas que están ya, sino de actos que son lo que expresan o en cuanto que se expresan
en la realidad. Por otro lado, tales expresiones pasan a formar parte integrante de un mundo, son
modos de ser en los que el sujeto se encuentra y se reconoce. Sin esa proyección de sí mismo en la
expresión y en la praxis no resulta concebible la identidad de una persona. Lo cual significa que
tanto la dimensión espiritual como la dimensión corpórea se dan ciertamente, pero en cuanto que
se conjuntan en un tipo de expresión inconfundible, aunque no fácilmente definible, que mantiene
su continuidad a lo largo de la vida. A la altura del tiempo en que nos encontramos y ante los
peligros que la acosan, la identidad personal es, además, una tarea que la persona tiene que asumir
desde su irreductible /mismidad.
BIBL.: AA.VV., Penser le sujet aujourd'hui, Méridiens Klicksieck, París 1988; FOUCAULT M.,
«Tecnologías del yo» y otros textos afines, Paidós, Barcelona 1995, 45-94; HEIDEGGER M.,
Identidad y Diferencia, Anthropos, Barcelona 1988; NOONAN H., Personal ldentity, Routledge,
Londres 1989; NOONAN H. (ed.), Personal ldentity Aldershot, Darmouth 1993; PERRY J. (ed.),
Personal ldentity, California University Press, Berkeley 1975; RORTY A. O. (ed.), The identities of
persons, California University Press, Berkeley 1976; SHOEMAKER S.-SWINBURNE R., Personal
ldentity, Blackwell, Oxford 1984; WIGGINS D., Sameness and Substance, Blackwell, Oxford 1980.
M. Álvarez Gómez
IDEOLOGÍA
DicPC
1. PERSPECTIVA HISTÓRICA.
En esta tradición marxiana la ideología aparece en una sociedad donde las estructuras sociales de
poder no son totalmente claras o transparentes y han superado, por otra parte, la pura imposición
del poder físico. Es ante el intento de justificación de un poder que, en el fondo, enmascara las
relaciones de poder, los intereses de dominación de una clase sobre otra, o vela los elementos
irracionales, opresores e injustos, donde surge la ideología. Esta es, por tanto, un fenómeno de las
sociedades modernas o, mejor, burguesas.
Se comprende ya que al concepto marxiano de ideología le pertenezca una visión negativa. Lleva
consigo un intento de expresar e interpretar una lingüística, una simbología significativa y
comunicativa, que presenta una relación quebrada, falsa, con la realidad. Intenta mostrar un
momento práctico de dominio de una clase sobre otra, expresado por la vía del lenguaje y las
significaciones, y que lleva ya vicariadas todas las demás prácticas de dominación. Es una visión
deformada y deformante de la realidad social. La ideología es una forma de dominación. Cabe
presentarla como la utilización ad hoc del sistema de significaciones y valores para justificar y
legitimar la existencia de una situación social no libre ni emancipada, es decir, de opresión por
parte de la clase dominante de una sociedad dada.
Se comprenderá que la crítica ideológica sea un momento importante de la lucha por cambiar una
sociedad e instaurar otra. Al núcleo de la crítica ideológica le pertenece la tarea de desvelar la
relación dialéctica existente entre teoría y praxis, desarrollando una teoría crítica que sea algo
distinto de un mero reflejo de lo que se produce en la práctica. La tarea o trabajo desideologizador
será, como vieron Horkheimer y Adorno, un pensamiento fundamentalmente crítico. Una crítica
ideológica que, para superar el ser ella misma otra edición ideológica, debe presentar, además de
verbalizaciones y afirmaciones, una realización histórica de la misma. Dicho al modo marxiano: la
praxis es el lugar donde se prueba y comprueba la veracidad y objetividad de toda crítica
ideológica.
La ideología, por llevar consigo esta relación a un momento socio-histórico concreto, es imposible
de determinar de una vez por todas. Más bien exige la atención permanente a sus desplazamientos
y formas de acuerdo, a las condiciones socio-político-económicas y culturales que habrá que
especificar en el análisis de cada caso y situación. De ahí que ideología sea un concepto histórico
muy ambiguo en su generalización, además de inútil y falso, lo que habrá que evitar mediante la
determinación de su contenido en cada caso.
Habermas –aunque cada vez es más reticente a usar el concepto de ideología– acentúa, sobre
todo, como situación ideológica de nuestro tiempo fenómenos como: a) la apariencia de que el
desarrollo del sistema social se determina a través de la lógica del progreso científico técnico
(tecnocracia, /ciencia y técnica como ideología); b) el desplazamiento de la función de la política,
dentro del sistema social, a evitar disfuncionalidades y riesgos en el sistema económico (función
negativa); c) la despolitización de las /masas, que reciben como compensación una garantía de
bienestar y seguridad social o la promesa de un crecimiento y mejora materiales (compra de la
lealtad de las masas).
La conclusión sería que la ideología actual pierde el aspecto de ideología. Se ofrece como la
realidad misma, sin alternativas. Por esta razón se hace más irresistible, ya que adormece el interés
emancipador de la especie en cuanto tal. Pero Habermas está lejos de concluir un cierre de
horizontes. La dimensión comunicativa, ínsita en la lógica misma del /lenguaje humano y presente
en las institucionalizaciones de la democracia deliberativa y allí donde se ejercita la búsqueda
abierta, crítica y dialógica de los intereses generalizables para todos, constituye un venero de
desideologización y de impulso emancipativo.
BIBL.: ADORNO T., Prismas, Ariel, Barcelona 1962; ADORNO T.-HORKHEIMER M., Ideología, en La
sociología. Lecciones de sociología, Proteo, Buenos Aires 1966; ID, Sociológica, Taurus, Madrid
1971; HABERMAS J., Ciencia y técnica como ideología, Taurus, Madrid 1984; LENK K., Ideologie,
Ideologiekritik und Wissenssoziologie, Luchterhand, Darmstadt-Neuwied 19720; MARDONES J. M.,
Teología e ideología, Mensajero, Bilbao 1979; ID, Capitalismo y religión. La religión política
neoconservadora, Sal Terrae, Santander 1991.
J. M. Mardones
IGUALDAD
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Hablar de igualdad es responder afirmativamente a la llamada del otro. Hay en la vocación ética un
irrenunciable fondo de búsqueda, y eso no está en los libros; la ética es una pasión, pero no una
pasión inútil, sino la búsqueda de un entusiasmo. La libertad es nuestro verdadero fin. La /felicidad
absoluta, si existe, será obra de la gratuidad y del poder de Dios, ya que es evidente que nosotros
no podemos conseguirla por nuestras fuerzas. Lo propio del hombre es la búsqueda, la felicidad del
camino: así podríamos definir la /alegría; esa vivencia que surge cuando estamos haciendo nuestro
verdadero ser, cuando conseguimos la /libertad de ser libres integralmente: libres para amar. La
alegría no requiere como condición indispensable el bienestar, sino el bienhacerse para bienser.
Hablar de la igualdad es hablar de la dignidad y de la libertad en que se fundamenta. La /dignidad
absoluta de todo hombre nos dice que nadie puede tomar a otro como un medio para sus fines,
sino como fin en sí mismo, como absolutamente valioso en sí mismo. La libertad, que es la
posibilidad de ser hombre, es también la posibilidad de reconocer que somos dignos. No es posible
separar el trinomio libertad/igualdad/fraternidad; como tampoco es posible separar el trinomio:
fe-esperanza-amor, con el que se vive, cuando la inteligencia humana:
sentiente/proyectivaafectiva, descubre la absoluta dignidad del hombre. Pero hablar de la igualdad
no parece posible sin recordar, al menos, cómo la hemos vivido en el último decenio de la historia
que hemos construido los hombres.
Según el Informe presentado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano
(PNUD) en 1992: el decenio que va de 1980-1990 se ha caracterizado, en el mundo entero, por el
crecimiento de la desigualdad entre ricos y pobres, bien sean países o personas. En la distribución
de la actividad económica como porcentaje del total mundial: en 1989, los mil millones de seres
humanos más ricos contaban con el 82,7% de los ingresos de la actividad económica, el 81,2% del
comercio mundial, el 94,6% de los préstamos comerciales, el 80,6% del ahorro interno y el 80,5%
de la inversión. En cruel contraste, los mil millones de personas más pobres disponía del 1,4% de
los ingresos, el 1% del comercio mundial, el 0,2% de los préstamos comerciales, el 1% del ahorro
interno y el 1,5% de la inversión. En cuanto a los recursos, la cuarta parte de la población mundial
consume el 70% de la energía, el 75% de los metales, el 85% de la madera y el 60% de los
alimentos. En cuanto a los ingresos: si en 1960 el 20% de la humanidad registraba ingresos 30 veces
más elevados que los del 20% más pobre, en 1990 el 20% más rico recibía 60 veces más. Si,
además, se tiene en cuenta la desigual distribución en el seno de los distintos países, el 20% más
rico de la gente del mundo tiene ingresos por lo menos 150 veces superiores a los del 20% más
pobre. Los mercados globales no operan libremente. Esto, unido a su condición de socios
desiguales, le cuesta a los países en desarrollo más de 500.000 millones de dólares anuales, o sea
10 veces más de lo que reciben en ayuda exterior. Cifra equivalente al 20% de su PNB y a más de 6
veces lo que gastan en prioridades de desarrollo humano: educación básica, sanidad primaria, agua
potable y eliminación de la desnutrición. Las secuelas de esta situación son espeluznantes: dos mil
millones de seres humanos viven en la pobreza absoluta y otros mil millones más en el margen de
la pobreza; mil trescientos millones carecen de agua potable; dos mil quinientos millones no
disfrutan de servicios sanitarios básicos. Alrededor de 75 millones dejan su tierra y se convierten en
refugiados, desplazados, emigrantes legales o ilegales, etc. En el primer mundo, la dualización ha
situado en la exclusión y en la penuria a un 20% de la población; muchos más viven de un trabajo
precario, en condiciones infrahumanas y mal pagado, la desmovilización social y el miedo son
frecuentes, la manipulación de las conciencias es cada vez mayor; y el abismo entre los más ricos y
los más pobres va en aumento. En los países pobres no es la calidad de vida lo que corre peligro: es
la vida misma.
La fraternidad nos lleva a un mismo padre y este sólo puede ser Dios. Es, por tanto, un ideal
religioso que ha impregnado toda la cultura occidental y que hemos abandonado, salvo
excepciones (E. Bloch), al pasar por las experiencias socialistas, trasmutándola en solidaridad,
menos cálida y comprometida, desde nuestro punto de vista. La igualdad sugiere una situación
menos hogareña: la envuelve el aroma de la justicia; parece que la relación entre iguales se da
entre personas de una misma estatura humana, unas mismas posibilidades de partida, una
reciprocidad; sin duda, evoca más la justicia que el amor. Pero tal vez la diferencia no sea más que
aparente. A poco que hurguemos en las razones de la igualdad nos damos cuenta de que aparece
la Fraternidad, si no queremos dejar fuera a muchos, sobre todo a los más débiles. La apuesta es
inevitable. La libertad aparece en la apertura para dejarse afectar y en la conversión a la
fraternidad o al egoísmo. El reconocimiento de la dignidad humana exige una respuesta de amigo.
No hay término medio. Para nosotros, la Igualdad, reclama la Fraternidad, y las dos, la Libertad, sin
la que el amor no es posible.
La realidad más bien desmiente que la igualdad sea un hecho. Ni siquiera la razón es algo que
podemos esgrimir todos los hombres para recibir el título de igual. La igualdad, como la fraternidad
y la libertad, es una /creencia, una mezcla de conocimiento y fe. Nos encontramos, pues, ante una
apuesta: la fe en el hombre, el reconocimiento de su absoluta igualdad ontológica, la aceptación
incondicional de su inviolable dignidad. Algunos darwinistas sociales han pretendido fundamentar
las desigualdades sociales sobre las desigualdades de naturaleza. Esta propuesta es consecuencia
de una gran reducción del ser hombre y de lo que significa la igualdad. Vivir la igualdad es haber
optado por una forma de vivir en la que las desigualdades de naturaleza sean superadas por el
reconocimiento de la absoluta igualdad ontológica de cada ser humano, tanto en el tú a tú de la
relación cotidiana e interpersonal, como en la organización social. La relación interpersonal y la
organización social, por tanto, se fundamentan en una fe previa y sin condiciones en el valor único
de cada persona, en su razón dialogante y en su derecho absoluto a que se organicen las
condiciones para que pueda desarrollarse plenamente. La fe en el hombre vuelve a manifestarse
como una creencia con una dimensión ineludiblemente política. Cuando del hombre se trata es
inevitable hablar de un individuo que se realiza en la comunidad y en la historia. ¿Cómo hemos
llegado a donde estamos?
En el mundo antiguo las desigualdades eran enormes. A cada uno lo suyo, podría resumir la
situación: «Parece que la igualdad es lo justo, y lo es, pero para los iguales; y lo desigual parece que
es justo, y lo es, pero sólo para los desiguales»1. En la antigüedad, ni los hombres más lúcidos
tenían problema alguno en considerar a otros hombres, mujeres o niños, como esclavos. Para
Aristóteles, lo injusto no era la esclavitud, sino tratar a la gente de la manera que no le
corresponde: a los iguales como desiguales y a los desiguales como iguales. Aunque es cierto que
también se abrían nuevos horizontes en un ambiente en el que se aceptaba sin críticas la
esclavitud. Sócrates se afanaba por demostrar a un esclavo de Menón que también él era poseedor
de una verdad universal que habitaba en cada espíritu. Sócrates es el signo de esa igualdad que
reconoce a todos los hombres la misma alma. Sin embargo, la igualdad se situaba, sobre todo, en el
dominio de la política. Tanto la libertad como la igualdad pertenecían a la esfera de la polis, a la
búsqueda desinteresada del bien público. La igualdad se reconocía entre los ciudadanos, pero no se
reconocía a los extranjeros, ni a los esclavos, ni a las mujeres, ni a los niños.
En este contexto, es la tradición judeocristiana la que da un impulso definitivo a la idea de igualdad
esencial de todos los hombres. En el Antiguo Testamento, los hombres tienen en común ser
imagen de Dios; tener el mismo apellido: Adán, que significa hombre, hecho de la tierra; en este
hombre se incluyen todos los hombres; la mujer es reconocida como semejante al hombre: carne
de mi carne y hueso de mis huesos, lo cual supone un gran avance respecto a la mentalidad de la
época, que hacía a la mujer propiedad del varón (Ex 20,17; Dt 5,21). Sin embargo, la
universalización se da en el Nuevo Testamento, que declara definitivamente la igualdad de todos
los hombres: «En Cristo no hay ni libre ni esclavo, ni varón ni mujer» (Gál 3,28).
Pasado el período medieval, la igualdad se impone como una idea-fuerza introducida por las clases
emergentes en el período de la historia en que la aristocracia feudal va desapareciendo. En la
Inglaterra de la Revolución parlamentaria (1700), la exigencia del derecho a la existencia de los
desheredados y la igualdad que promovía la burguesía se unen. Este movimiento se va formando
desde el Renacimiento y culmina en la Ilustración. Desde el siglo XVIII, el ideal de igualdad ya forma
parte de nuestra estructura cultural; no es posible pensarnos sin ella. La igualdad es ya patrimonio
de todos los hombres. Aunque por caminos tortuosos, es indudable que la historia de los hombres,
en su corto recorrido como naturaleza y libertad dentro de la larga línea de la evolución, ha
avanzado deprisa. Hemos sido capaces de descubrir que lo que constituye lo más hondo del
hombre, en su origen, en su historia y en su fin es una profunda comunión. La vida de cada
hombre, desde sus posibilidades de partida, es también la historia, más o menos lograda, de este
descubrimiento. Tal vez los acontecimientos vividos en este siglo nos han vuelto más sensatos y
hemos recuperado, humildemente, la necesidad de creer en el hombre, para poder organizar un
mundo humano. Sobre esta fe, de irrenunciable base ética, está hecha la Declaración Universal de
los Derechos Humanos. Una declaración que constituye la cima a la que ha llegado, por el
momento, la conciencia moral del hombre. El reconocimiento de la dignidad del hombre y de los
derechos que se derivan de esa dignidad. Eludiendo, eso sí, las razones que avalaban la evidencia
de su justicia. Esta Declaración de 1948, ha dado lugar a tres generaciones de derechos.
b) Los derechos humanos de segunda generación son los de /liberación: del /hambre, de la
ignorancia, de la enfermedad, que sólo pueden lograrse con el derecho a la asistencia sanitaria, a la
educación, a una vida digna... Estos derechos son valores de igualdad, y en el empeño de su
cumplimiento han originado el Estado de bienestar en el que el Estado ha ido asumiendo cada vez
más competencias, haciendo, por el otro lado, que los ciudadanos sean más clientes. En esta
situación, la dejación de los ciudadanos es la principal responsable de la debilidad de las sociedades
y del gigantismo estatal. Con estos derechos se trataba de dotar de un apoyo real a las libertades y
fue el socialismo quien les dio un gran impulso. Sin liberación, las libertades no son posibles; sin
libertades, el totalitarismo es una realidad.
c) Los derechos humanos de tercera generación exigen, cada vez más, la /solidaridad internacional.
Derecho a nacer y vivir en paz y en un ambiente sano. Son derechos de solidaridad. Si se vivieran,
nos convertirían en ciudadanos del propio país y del mundo. Por otra parte, no se ve cómo son
posibles los otros derechos, si no se respetan la paz y la naturaleza.
Al hombre no se le dan las cosas hechas. Dado el primer empuje, la realidad está en sus manos. El
hecho diferencial del dinamismo humano, es que la anticipación instintiva propia del animal en su
trato con el mundo, en el ser humano es anticipación consciente y personal, proyecto. Quiera o no
quiera, el hombre vive hacia el futuro. Este sólo existe cuando se propone una meta personal y se
mueve activamente hacia ella. Los conocimientos en biología, astronomía, psicología o sociología
no han impedido optar a quien los tenía, por un darwinismo evolutivo o social. Se requiere algo
más que conocimiento, por tanto, para creer en el hombre como igual. Se requiere escuchar y
acoger la auténtica condición humana y pronunciar un apasionado fiat, hágase. Puesto que la
igualdad no es un hecho y creemos en ella, es menester hacerla.
V. IGUALDAD NO ES UNIFORMIDAD.
La uniformidad es propia de las producciones en serie; del abaratamiento de coste; del rechazo del
conflicto; de la discrepancia y de la crítica; de los ejércitos. La persona, en cambio, es un ser para la
libertad del amor; creativa, dialogante, única, singular; con conciencia de su imposibilidad de ser y
de existir sin los demás; histórica. La igualdad es ausencia de dominación; Diálogo; asunción del
conflicto y promoción de la diferencia como una riqueza. Somos iguales ontológicamente. La
realidad de la historia hay que hacerla. Por eso, sólo un ser libre puede ser igual, porque sólo un ser
libre puede comprometerse por lo que cree.
La igualdad es una creencia. Sólo existe, en la práctica, cuando se ponen las condiciones históricas
para reducir las desigualdades de naturaleza y proporcionar a todos las mismas posibilidades de
realización personal. La igualdad se construye y se mantiene porque hay personas que libremente
dedican su vida a posibilitar que los hombres sean iguales. No se trata de un mundo feliz, sino de
un mundo de personas, una verdadera comunidad. Una comunidad, en la que la libertad, que
tiende hacia el individualismo, y la igualdad, que tiende hacia el colectivismo, se vayan
transformando en fraternidad: síntesis perfecta de la relación intersubjetiva. La única que puede
aupar, más allá de la justicia, al más débil, porque rompe los criterios de reciprocidad. La igualdad
es el espacio de la justicia. Un espacio que, por haber reconocido una fundamentación metafísica –
igualdad de esencia–, recoge todo lo que por el hecho de ser hombre corresponde al ser humano,
al menos lo que hoy entendemos por derechos humanos. Sin embargo, para que la dignidad sea
respetada absolutamente, en todos los hombres, es necesario organizar los medios de tal manera
que garanticen la posibilidad de desarrollo personal de cada cual. Esta organización que respeta la
libertad y la igualdad, y que aspira a la fraternidad, es la democracia.
La /Democracia, históricamente, supone el paso del vasallaje al ciudadano de pleno derecho. Para
que la democracia sea tal no es suficiente el paso político, es necesario el paso moral, que consiste
en asumir, como persona, la propia autonomía. Hacerse cargo, cargar y encargarse de lo que cada
uno puede hacer él, personal y comunitariamente. Mas la democracia es una creencia, una especie
de acto de fe: es admitir que todos los hombres somos iguales y, en consecuencia, organizar todos
los medios para que cada uno pueda desarrollar su peculiar forma de ser persona, su vocación; la
forma personal e insustituible de descubrirse como individuo-comunitario, de adherirse libremente
al desarrollo de su dimensión política, su forma de colaborar en la historia humana. Un demócrata
es el que rechaza el desprecio y la indiferencia, el que no se apropia de los saberes, ni de las
técnicas, para dominar o situarse en posición privilegiada y, por encima de todas las razones en
contra, mantiene inquebrantable su fe en el hombre y en su posibilidad de comunión. El
reconocimiento vivido de la absoluta dignidad humana es la conversión de todo hombre en un
prójimo, una persona diferente e igual a mí, a la que me acerco y con la que decido no emplear los
medios del poder. No está lejos esta actitud de la amistad, cuyos rasgos son: beneficencia,
benevolencia y confidencia.
Tal vez la /justicia –a cada uno lo suyo– parezca un camino más corto. Pero si hemos comenzado
por la fe en el hombre como persona, el camino de la justicia difícilmente puede detenerse en una
relación de frialdad. La fraternidad va de suyo fecundando y promoviendo una relación entre
iguales. La amistad sólo es posible entre iguales. Es un hecho que cuando la relación no es de
amistad deviene, frecuentemente, en opresión en alguna de sus muchas maneras: manipulación,
encubrimiento, imposición. El respeto a la igualdad reclama la disposición a una profunda amistad.
BIBL.: CORTINA A., La Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994; DÍAz C., Manifiesto para los
humildes, Centro de Estudios Pastorales, Valencia 1993; ID, Vocabulario de formación social, Edim,
Valencia 1995; GUTIÉRREZ G., Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca 1990; LACROIX J.,
Crisis de la Democracia, crisis de la civilización, Popular, Madrid 1966; Ruiz DE LA PEÑA J. L.,
Antropología teológica: Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988; ID, El Don de Dios, Sal Terrae,
Santander 1991; ID, Creación, Gracia, Salvación, Sal Terrae, Santander 1993; SCHILLEBEECKX E., Los
hombres, relato de Dios, Sígueme Salamanca 1994; TORRES QUEIRUGA A., Creo en Dios Padre. El
Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Sal Terrae, Santander 1986.
A. Calvo Orcal
ILUSTRACIÓN
DicPC
Algunos han creído que la Ilustración, por ser racionalista, tiene que ser fría y deshumanizadora.
Pero su auténtico fondo es moral y personalista, a pesar de que muchas de sus realizaciones hayan
ido en contra de su propio ser y se hayan desquiciado. Ante todo, no ha de pasar desapercibido
que, tras la defensa de la razón moderna, se descubre la reivindicación de la libertad. Recordemos
que el propio lema ilustrado de Kant, «sapere aude», expresa la mayoría de edad, la madurez, en
último término la 'autonomía humana frente a las heteronomías que aplastan al ser humano1. Por
tanto, constituye una forma de humanismo que confía en el hombre y se compromete en favor de
que su vida sea digna y feliz. Pero este humanismo ilustrado no debe confundirse con un
racionalismo cientificista y tecnicista. Porque, si bien es verdad que una manifestación de la
autonomía moderna es la razón científica y técnica, esta no agota el sentido auténtico y profundo
del uso de la /razón. No es toda la razón la que se usa para el conocimiento científico y técnico. Lo
que ocurre es que este ha tenido una enorme repercusión para ampliar el ámbito de la libertad.
Porque mediante los nuevos conocimientos científicos y la tecnología, el hombre moderno ha
tenido posibilidad de ser cada vez más libre; por ejemplo, al poder controlar mejor las fuerzas
naturales. Y de ahí que se creyera que el progreso racional (científico-técnico), en el fondo,
implicaba un /progreso moral.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
Pero la Ilustración moderna no sólo impulsó el progreso científico, sino que inspiró diversos
proyectos de emancipación social y política, con la pretensión de acercarse a la abundancia de
bienes y a su justa distribución, a fin de poder dar sentido real a su originaria exigencia humanista .
La luz de la razón científica y la eficacia de la razón técnica, como manifestaciones de la libertad,
contribuían a que esta se plasmara socialmente. Por consiguiente, la autonomía humana,
entendida tanto en el orden del conocimiento como en el de la orientación de la acción, ha tenido
que ir haciendo compatible, de diversas formas, la libertad con la seguridad y el bienestar social. La
Ilustración moderna ha puesto en marcha diversos mecanismos para que sea eficaz su defensa de
la autonomía.
1. Mercado, Estado y derecho. El mercado, el Estado, el derecho y la opinión pública son
mecanismos y espacios cuyo sentido estriba en que han de defender a la persona humana. Los
mecanismos económicos han de permitir, e incluso propiciar, que cada persona ejerza su libertad
en relación con los demás, dentro de un marco de tolerancias y pluralismo. La producción y el
consumo no tienen sentido si no es en un marco, en último término, personalista. De ahí que
cuando, por los motivos que fuere, los mecanismos económicos van en contra de la persona, hay
que revisarlos, corregirlos y adaptarlos en lo posible a sus exigencias. Lo mismo ocurre con el
Estado, que es la gran institución política moderna, dedicada a que la autonomía individual tenga
relevancia pública mediante la adecuada organización de la participación de los ciudadanos en la
toma de decisiones. Cuando el Estado no contribuye a solucionar sus problemas reales, sino que se
encierra en sí mismo e impide que otros tomen iniciativas más eficaces, esgrimiendo el argumento
de que sólo él tiene el monopolio de lo público, cuando en la práctica ni sabe hacer lo que debiera
ni quiere reconocerlo, dado que también está regido por grupos de intereses privados, entonces
deja de estar al servicio de la persona y pierde su sentido. También el sentido primordial del
derecho moderno consiste en arbitrar un procedimiento que asegure los derechos individuales de
las personas y, como prolongación para permitir su cumplimiento, los derechos sociales. La
ampliación del mero estado liberal de derecho al estado social de derecho está motivada por un
intento de seguir defendiendo las libertades individuales frente al poder, pero también por el
intento de proteger a quienes necesitan una ayuda especial, al menos cuando están en juego las
necesidades básicas de las personas.
Esta es una de las razones del creciente aumento de las competencias del Estado en las sociedades
modernas; pero la única justificación confesable consiste en que, mediante la presunta
racionalización a cargo del Estado, se prestará un mejor servicio a las personas. Por eso, cuando no
es así, pierde su legitimidad y se abre un proceso de transformación que, aunque lento –como todo
proceso social–, no dejará primero de erosionar y más tarde cambiar los usos vigentes. De ahí que
haya que estar atentos, a fin de que las transformaciones necesarias no vayan también en
detrimento de la autonomía de las personas.
En este sentido, existe un peligro bastante corriente hoy en día: tras la creciente autonomización
de los mecanismos económicos y políticos, se suele confiar en el espacio supuestamente libre de la
opinión pública o del uso público de la razón. Así como hasta hace poco se creía que la /política iba
a ser la vía de solución de los problemas reales, ahora se va trasladando el escenario al ámbito de la
opinión pública, al menos como instancia crítica, desde donde se ejercería la presión adecuada
para que los políticos y restantes agentes sociales cumplieran sus deberes para con la sociedad.
Pero también la tan traída y llevada opinión pública está bastante contaminada. Igual que en los
casos anteriores, su justificación radica en el ejercicio de la autonomía de las personas en el espacio
público. Otra cosa es que la realidad no permita desarrollar su fondo personalista y lo difumine a
través de las enormes distorsiones de los medios de comunicación de masas.
2. ¿Fracaso de la Ilustración? La razón funcional. Tras haber visto que todos los mecanismos
promovidos a partir de la Ilustración moderna no han logrado fortalecer la autonomía personal,
algunos han dictaminado el fracaso de la Ilustración. Pero, a mi juicio, se trata sólo del fracaso de
una forma unilateral y reductora de llevar a cabo el proceso ilustrado. Si se llegara al fondo
personalista de la Ilustración, se podría recuperar, al menos, una fuente imprescindible para
reconstruir, en la compleja sociedad actual, una concepción polifacética del /sí-mismo personal, a
partir del cual el impulso ilustrado moderno tendría un sentido creativo y enriquecedor, en vez de
reductor. Así, por ejemplo, no habría que ceder ante la hegemonía avasalladora del universo
tecnológico ni ante la del individualismo utilitarista, que en forma de imperialismo tecnológico y
económico están invadiendo todas las esferas públicas y privadas y –lo que es todavía más grave–
trastocando las convicciones personales y, por tanto, la /conciencia moral de las personas. Porque
no todos los problemas humanos son técnicos ni pueden resolverse a través de meros esquemas
económicos, tal como habitualmente se entiende. Sólo otra forma de entender la tecnología y la
economía sería adecuada para contribuir a que las personas no se sientan impotentes frente a
estos mecanismos, que sólo reciben justificación si prestan un verdadero servicio a las personas.
Por consiguiente, el imperio de la razón funcional, por muchas virtualidades aprovechables que
tenga, no debería cegar los espacios de la creatividad personal y social, que representan las
/creencias religiosas y la vida moral, ni puede sustituirlas siquiera en sus funciones de cohesión
social y de unificación del sentido cultural. Es verdad que aparentemente el modelo tecnológico y
economicista de la racionalidad ha sido el más eficaz para satisfacer muchas necesidades humanas,
sobre todo de bienestar. Pero esto no implica la eliminación, sino la resituación de la vida personal
de las fuentes de inspiración religiosa y moral. De lo contrario, la Ilustración sería reductora,
depauperadora de la vida personal, en vez de convertirse en una fuente que potencie la vida digna,
rica y creativa, justo cuando se tienen más medios que nunca para ejercer la autonomía personal.
Para superar el eclipse de la vida moral en el diseño de nuestras formas de vida y de nuestros
argumentos vitales, a pesar del continuo uso retórico (nominalista y vacío) de muchos términos
morales, y así superar la mera racionalización técnica y económica (meramente instrumental y
estratégica), es necesario replantearse a fondo nuestro modo de ser y estar en el mundo, la
/relación con la naturaleza, consigo mismo y con /Dios.
3. Humanismo personalista ilustrado. Es necesario esbozar algún proyecto de vida personal, uno de
cuyos necesarios ingredientes proviene de la Ilustración moderna en versión /personalista. Aunque
mucho se ha escrito contra el humanismo moderno y su figura de / sujeto, sin embargo, es bien
cierto que en los últimos tiempos se ha tenido que reconsiderar mucho de lo que, con excesiva
ligereza, se había pretendido prescindir. Y es que la aportación del /humanismo ético kantiano,
como expresión de la Ilustración moderna, es muy difícil eludir por parte de aquellos que quieran
defender realmente la /dignidad de la persona humana2.
El humanismo ético de Kant constituye una doctrina de la sabiduría que reflexiona sobre el /bien
supremo para el hombre, a través de una vida con /sentido; una doctrina de la sabiduría práctica,
en la que se explica que el hombre debe proponerse como fin objetivo al hombre mismo; y una
forma de vida en la que se realice el ser más propio del hombre, de manera que libertad (dignidad)
y /felicidad (bienestar) habrán de ser los ingredientes de una vida valiosa y con sentido. Aquí lo que
está en juego es el valor de la vida humana. El humanismo kantiano abre nuevas perspectivas de
/sentido para la existencia humana en el mundo moderno, donde el /absurdo no sea la última
palabra: la perspectiva del bien supremo da sentido al esfuerzo vital humano. Las perspectivas
constituyen modos de pensar por los que interpretamos y ordenamos nuestro mundo en
horizontes con sentido. La fundamentación kantiana del humanismo representa el punto de vista
del universalismo moral. Es esta una perspectiva necesaria, según Kant, para seguir manteniendo
una vida con sentido.
La perspectiva personalista aporta un nuevo punto de vista más allá del economicismo, de la ley del
precio y de la equivalencia y de la razón funcional. Ya no todo se ha de valorar exclusivamente por
los efectos, el provecho, la utilidad, el éxito, el gusto; es decir, el valor de uso y de cambio. No todo
tiene un precio (comercial o afectivo). La razón ilustrada, que cuenta con un fondo personalista
(como en la versión kantiana), cree saber que hay algo que no puede supeditarse a la ley del precio,
porque posee valor interno, valor de dignidad. La persona humana es lo único de lo que se puede
decir que posee dignidad y no precio.
Esta versión personalista de la razón ilustrada tiene como consecuencia la instauración del
principio de la eleuteronomía, es decir, la recuperación del principio de la libertad interna, que
tanta falta hace. Porque no se puede llevar adelante una vida personalista sin adentrarse en la
interioridad y subjetividad humanas. Es el único medio para superar la cobardía tan generalizada
en nuestras sociedades, en virtud de la fuerza de las convicciones personales. Para lo cual se
requiere la reconstrucción de un sujeto humano, de un sí-mismo personal, capaz de instaurar el
sentido personalista en todas las complicadas esferas de la vida individual y social, frente a la ola de
neoindividualismo que impera como presunto fermento cultural. Un nuevo humanismo
personalista podría ofrecer una alternativa de futuro más creativa y enriquecedora en todas las
esferas de la compleja vida profesional4.
BIBL.: CASSIRER E., La filosofía de la Ilustración, FCE, México 1943; GINZO A., La Ilustración
francesa. Entre Voltaire y Rousseau, Cincel, Madrid 1985; HAZARD P., El pensamiento europeo en el
siglo XVIII, Alianza, Madrid 1985; HORKHEIMER M.-ADORNO T., Dialéctica del iluminismo, Sur,
Buenos Aires 1970; SUBIRATS E., La Ilustración insuficiente, Taurus, Madrid 1981; VON WIESE B., La
cultura de la Ilustración, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1979.
J. Conill
INDIFERENCIA
DicPC
I. APROXIMACIÓN ETIMOLÓGICA.
Puesto que de una actitud vital se trata, no es fácil tematizar la indiferencia. El vocablo latino
indifferentia es usado en los autores clásicos en acepciones diversas. Entre ellas, la que aquí nos
interesa es la que Cicerón remite al griego ádiaforou, indiferente, semejante. Prescindiendo de la
alfa privativa, la indagación etimológica nos lleva a los verbos diaforeo y foreo, llevarse y llevar de
un lado a otro, los cuales nos remiten de nuevo a la raíz latina de indefferens, que, sin el in
privativo, procede de los verbos differo y fero, «llevar de aquí para allá».
En definitiva, en sentido activo, differens viene de differo, el que lleva, el que se atreve a diferir; el
prefijo privativo in nos da su sentido pasivo, y así indifferens sería el que es llevado de aquí para
allá, arrastrado por su indiferencia a no diferir o a no apreciar la diferencia y la distinción. Esta es la
razón por la que, tanto en griego como en latín, la cualidad de la diferencia va asociada a la de
distinción, el provecho y la importancia, de tal manera que StátIopou, la /diferencia, es así mismo
lo que importa y tiene interés; claro que también es la discordia, el cambio de fortuna, e incluso la
catástrofe. Por contra, la indiferencia se asocia a lo común y sin importancia, que se sobrelleva «sin
especial sentimiento ni gozo» (Suetonio), pero también a la semejanza, la conveniencia y la
conformidad.
Esta aproximación etimológica pone el acento, más que en la cualidad abstracta, en el sujeto u
objeto al que se refiere. La indiferencia es la cualidad del indiferente. Y entre las distintas
acepciones nos interesan aquellas que expresan falta de interés, de cariño o afecto en la persona a
la que se refiere. De esta manera, la indiferencia aparece, ante todo, como un modo de actitud o
situación psíquica en la que la ausencia total de preferencia parece haber acabado, no sólo con la
voluntad de elección, sino con la voluntad misma.
«El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor... El que no ama a su hermano, al que ve, no
es posible que ame a Dios, a quien no ve» (lJn 4,8 y 20). Quien no reconoce en el rostro del otro el
rostro de su hermano no puede reconocer en el rostro de Dios el rostro del Padre; quien
sencillamente no mira al rostro del otro no puede ver el rostro de Dios, no le puede reconocer. De
esta manera, la ausencia de Dios y la ausencia del hermano aparecen como las dos caras de la
moneda de la indiferencia. La ausencia de Dios no tiene en nuestro tiempo el aspecto de negación
militante que tuvo en el pasado próximo; la ausencia de Dios se nos presenta hoy más bien como el
eclipse de Dios. De la necrología nietzscheana hay que borrar el «nosotros lo hemos matado» y
sustituirlo por un «nosotros lo hemos dejado morir» o un «no necesitamos a Dios; vivimos sin
echarlo en falta para nada». Así pues, el /ateísmo militante ha dado paso a un ateísmo práctico —
negativo— que ni siquiera se plantea el problema de Dios; la supresión del juicio acerca de esta
cuestión no se debe a la ausencia de argumentos claros a favor o en contra, sino a la ausencia de
interés alguno: exista o no, Dios no es un valor digno de tener en cuenta en la vida.
Más que de una teorización, la indiferencia religiosa consiste, entonces, en una actitud vivida, en
una experiencia, en una sensibilidad o, más bien, una falta de sensibilidad, en cuyo seno el sujeto
Dios no tiene lugar. Puede encontrarse, sin embargo, teorizada en algunas corrientes y autores y en
algunas psicologías reduccionistas, para las cuales la religión no corresponde a ninguna necesidad
específica del hombre. Eso es precisamente lo que está sucediendo en la actualidad: el número de
personas que se consideran ateas en sentido clásico no ha aumentado de forma significativa; sí lo
ha hecho, en cambio, el de las que se consideran indiferentes, hasta el punto de que la indiferencia
se ha convertido en un fenómeno cultural que se asimila como cualquier otro, lo que ha llevado a
algunos a hablar de indiferencia cultural1.
¿De dónde arranca tal situación? La indiferencia es un fenómeno moderno, o mejor, posmoderno,
puesto que al menos la /modernidad creía en el hombre, en la razón y en la ciencia al servicio del
hombre, mientras que la /posmodernidad se ha vuelto escéptica incluso ante las pretensiones
humanistas. Tal vez una mezcla de desconcierto, dudas y hastío, derivados de los enfrentamientos
y las controversias religiosas insolubles que asolaron Europa tras la Reforma, fuera una de las raíces
de la indiferencia. En esta situación espiritual se alimentó el escepticismo de la /Ilustración ante las
religiones positivas y su confianza en una religión natural y racional, superadora de lo que el
ilustrado ya consideraba el fanatismo de las Iglesias en su pretensión de ser todas verdaderas. Estas
raíces fructificaron con abundancia en nuestro tiempo, pues, mientras que, hasta hace
relativamente poco tiempo, la increencia era patrimonio de minorías intelectuales que afirmaban
combatir la alienación, y luego de movimientos obreros militantes irritados y escandalizados por el
mal del mundo, ahora es un fenómeno de masas que afecta a todas las clases sociales, y de manera
destacada a las burguesas: una increencia por apatía, desdramatizada y pacífica, una situación
heredada o, en palabras de J. Guitton, «algo prestado, pero que se convierte en propio por el uso».
A esta inconsciencia del préstamo de actitudes vitales predominantes que se convierten en
propias, es precisamente a lo que Gallagher llama increencia cultural2. Este mecanismo
inconsciente va acompañado, con frecuencia, por otro que Gallagher llama de desolación cultural:
«Las presiones de la cultura dominante dejan a mucha gente bloqueada, en una desolación
cultural, a nivel de disposición o disponibilidad para la fe. ¿Por qué? Porque lo trivial "secuestra" su
imaginación, quitándoles la libertad para escoger la Revelación». La consecuencia sería, pues, la de
una auténtica pérdida de la libertad para la fe 3.
Esta situación ilustra a la perfección hasta qué punto progreso y bienestar económicos han
empujado a muchos —según una conocida expresión de Nietzsche— a «desenganchar esta tierra
de su sol» y a que «el más grande y reciente acontecimiento —a saber, que Dios ha muerto, que la
fe en el Dios cristiano ha caído en descrédito— comience desde ahora a extender su sombra sobre
Europa»4. Lo que Nietzsche anunció solemnemente como grandioso acontecimiento, ha sucedido
en medio de la irrelevancia propia de los acontecimientos cotidianos. Nietzsche fue moderno en el
sentido que planteaba una epopeya de salvación del hombre por el superhombre, liberado de
todas las opresiones religiosas, morales y culturales; su proyecto se encuadra mal que bien en el
conjunto de las /utopías humanitarias del siglo XIX. El fracaso de esas utopías modernas ha
conducido al escepticismo radical de la posmodernidad, con sus secuelas de desconfianzas, de
desapasionamientos y de individualismos, no sólo morales, sino metafísicos. A ello hay que añadir
el hecho de que el bienestar y el /progreso económico, y la consiguiente satisfacción de las
correspondientes necesidades, han conducido a abandonar la búsqueda de sentido último y, en
definitiva, al abandono de toda actitud religiosa, como si esta fuera una necesidad más, cuando en
realidad es una pregunta fundamental. Y quizás pueda sorprender el hecho de que la situación aquí
descrita convive en muchas personas con el mantenimiento de ciertas prácticas religiosas; no debe
olvidarse tampoco que tal hecho sólo es posible en esas personas cuando han vaciado de todo
contenido religioso auténtico dichas prácticas, quedando únicamente en pie su fachada cultural.
Ahora bien, ¿está planteada correctamente esta lucha por la libertad? ¿La subjetividad humana no
es más que afirmación de /sí mismo? Una respuesta absolutamente afirmativa a estas preguntas no
sólo cierra cualquier apertura a la trascendencia, sino también al otro /prójimo que,
inevitablemente real, es visto como una amenaza a mi libertad: «El infierno son los otros». Toda la
existencia no es, entonces, más que una lucha alienante contra los demás, corona da por la
facticidad de la muerte, la última victoria de los otros sobre mí. Por eso, según Sartre, es ilusorio
creer —como hace el optimismo marxista y positivista— en el porvenir y la trascendencia de la
humanidad. He aquí cómo, cuando el escepticismo y la indiferencia se instalan en el horizonte vital,
acaban oscureciendo, no sólo la perspectiva sobre Dios, sino también la perspectiva sobre el propio
hombre. La indiferencia ante el otro es una actitud que consiste en desposeerle de su diferencia en
cuanto otro, es decir, de todo su valor en cuanto otro diferente, subsistente y autónomo; en
desposeerlo de su otredad. El indiferente se convierte así en el único, es decir, en el supremo /
valor, instalado en un conformismo solipsista que dice no necesitar de otra presencia. La
indiferencia es, así, una especie de ausencia querida y buscada. Desposeído de pasión y dominado
por la apatía, su actitud se aproxima al egoísmo y el individualismo, al que Mounier calificó
acertadamente como la «metafísica de la soledad integral»: soledad frente a la verdad, frente al
mundo y frente a los hombres. Injustamente, sin embargo, se confunde la indiferencia con la
/tolerancia, cuando en realidad son contrarias, pues mientras esta tiene en consideración y lo
acepta precisamente en lo que tiene de diferente —de ahí nace la necesidad del respeto—, la
indiferencia lo anula en su valor, al no considerar siquiera su verdad, prescindiendo de su
presencia. Ahí radica precisamente la vecindad entre la indiferencia y el relativismo, pues en este
todo depende del punto de vista propio: una especie de ultra-liberalismo espiritual, un laissez faire,
laissez passer vital enmascarado de tolerancia, que refleja el radical individualismo que penetra
hasta los huesos al hombre hodierno.
La indiferencia ofrece también un aspecto que, con frecuencia, es objeto del olvido. Se trata de la
indiferencia considerada como huida. Desde su nacimiento, el ser humano es un yo-entre-los-
demás; esta relación, en la que el hombre se convierte en guardián de su hermano, puede ser
vivida con angustia o con confianza, y en ambos casos existe la tentación de la huida. La
indiferencia se convierte de esta manera en el supremo esfuerzo por huir del sufrimiento: bien del
/sufrimiento causado por la presencia amenazadora del otro o del sufrimiento que nacería del
amor que compromete y crea lazos indelebles, cuando el / amor no es correspondido o el ser
amado es la fuente de la propia preocupación. En ambos casos, la presencia del /prójimo corre
peligro de desaparecer, bajo la apariencia de preocupaciones más altas y objetivas. Guiado por una
especie de instinto de autodefensa, el indiferente reduce o anula las superficies de contacto ante la
angustia del conflicto o el temor al sufrimiento causado por el sacrificio y el amor.
IV CONSIDERACIONES FINALES.
La indiferencia nace cuando, en las inevitables relaciones intersubjetivas, por unas u otras razones,
el hombre deja de experimentar la presencia del otro como un valor en sí mismo y se convierte en
obstáculo para una libertad pretendidamente ilimitada y exclusivamente afirmadora de la propia
subjetividad. Sin embargo, la libertad y la subjetividad humanas también pueden ser vividas como
afirmación del otro por sí mismo, como apertura y acogida del otro en cuanto / otro. Y no
solamente esto puede ser así; es así. La existencia humana en libertad no puede producirse sin un
marco de referencia, en una completa soledad, sino que sólo se produce en plenitud en el /
encuentro con el otro y con el mundo. La libertad auténtica es apertura y diálogo, pues sólo
afirmando y conociendo al otro, puede el hombre autoafirmarse y re-conocerse como tal.
Esto es así porque toda persona es un ser necesitado y menesteroso, de donde surge la
interdependencia esencial del ser humano. Y precisamente por eso la aparición del otro en la vida
se presenta siempre como un interrogante que espera una respuesta: toda persona es siempre
pregunta y respuesta. Ignorarlas es ignorar la presencia del prójimo, hacerlo ausente; pero también
es disminuirse uno mismo: volverse sordo y mudo. Esta concepción de la existencia como
contingencia interdependiente es incompatible con la indiferencia. La conversión a la persona que
propugna el /personalismo, nos lleva a postular, frente a la indiferencia, la pasión y la compasión.
No se trata aquí de movimientos ciegos o meramente contemplativos, sino de una compasión
activa, comprometida, luchadora, incluso política. Es significativo observar que la palabra
/compasión está ausente del vocabulario usual: ya no se pronuncia sino en rara ocasión, y cuando
no se pronuncia es que no se siente ni se vive. Es necesario, pues, volver a pronunciar activamente
compasión, no sólo para contemplar la presencia del que está próximo, sino también para
reconocerlo en su diferencia y responder a su demanda. Pero reconocerlo exige mirar a su rostro.
Seguramente, en este tiempo de comunicaciones masivas, falta cada vez más una comunicación
intensa, lo que Lévinas llama la «epifanía del semblante». El /rostro del otro puede ser, además, y
con frecuencia, el rostro del afligido e indigente, del /pobre. Entonces la compasión se llama
misericordia: el corazón que late al compás de la miseria ajena cuando el corazón se parte y se
reparte con el que de él es indigente. La misericordia es el poder del débil sobre mí, el poder que
me salva, pues al cambiar mi indiferencia en solicitud me convierte de infierno (Sartre) en
hermano. El hermano es mi salvación cuando, en su debilidad, es el poder que me empuja a
responder: adsum, aquí estoy; cuando por fin mis ojos son capaces de escuchar del otro: adsum.
No es, pues, en la indiferencia altiva donde yo me reconozco, sino en el descubrimiento del otro
donde se me revela la persona, mi persona, y donde se me revela mi grandeza y la grandeza del
totalmente Otro, de Dios. Esta revelación del otro como hermano es la aurora de nuestra persona y
nos pone en presencia de Dios.
NOTAS: 1 M. P. GALLAGHER, Nuevos horizontes ante el desafío de la increencia, 280. — 2 ID, 281-
284. — 3 ID, 286-288. — 4 F. NIETZSCHE, La Gaya ciencia, Narcea, Madrid 1973, 125 y 343.
BIBL.: BUBER M., Eclipse de Dios, Nueva Visión, Buenos Aires 1970; ID, Yo y tú, Caparrós, Madrid
1993; DíAz C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1994; GALLAGHER M. P.,
Nuevos horizontes tinte el desafío de la increencia, RyF 1165 (1995) 279-293; GUARDINI R., El fin de
la modernidad, PPC, Madrid 1995; LÉVINAS E., Humanismo del Otro Hombre, Caparrós, Madrid
1993; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1993';
MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; MOUNIER E., Obras
completas, 4 vols., Sígueme, Salamanca 1988-1993; RICOEUR P., Amor y justicia, Caparrós, Madrid
1993.
L. M. Arroyo Arrayás
INDIVIDUO
DicPC
I. TERMINOLOGÍA.
El Diccionario de la Real Academia recoge, en lo esencial, seis usos del término: 1. Como sinónimo
de átomo. 2. Como sinónimo de singularis, único, particular o irrepetible; es decir, como miembro
singular de una determinada especie o género. 3. Cuando se habla del individuo como miembro de
una determinada institución o como miembro de la sociedad. 4. Cuando se utiliza como sinónimo
de mi persona. 5. Cuando, en sentido inverso, se utiliza para referirse a un sujeto humano, pero de
un modo impersonal. 6. En un uso marcadamente peyorativo, como cuando nos referimos a
alguien con la expresión: «¡Vaya individuo!». Cada uno de estos sentidos apunta a toda una
tradición reflexiva.
Desde la perspectiva del agustinismo platonizante no cabe identificar los caracteres individuantes
con la materia, pues el /alma parece ser, ya de por sí, individual, independientemente del /cuerpo,
persistiendo tras la corrupción de este. Lo constitutivo del individuo, lo que le da su irrepetible
peculiaridad, no es aquí interpretado como base ontológica del individualismo egoísta, como
fuente de pecado. Para el agustinismo, la materia, lo corpóreo, y las tendencias instintivas que le
son propias, ocupan el lugar más bajo en la escala de perfección del ser, y representan un lastre
para el alma del hombre terreno. El individuo humano es tanto más feliz cuanto más próximo a
Dios, y tanto más próximo a Dios cuanto más replegado-en-/sí-mismo y apartado de los sentidos
del cuerpo y del mundo1, pues en esta intimidad del alma consigo misma se hace posible el /
diálogo con Dios. En cualquier caso, este repliegue al que san Agustín nos anima no es nunca de
naturaleza narcisista, pues no se trata de un «complacerse en sí mismo», sino más bien de un
«olvidarse de sí por el amor que se tiene a Dios»2. Este olvido de sí no es tampoco, empero,
disolución de todo amor de sí, pues este amor propio sólo toma la vía del pecado cuando es
negación del prójimo, y, sobre todo, de Dios. Por su parte, santo Tomás insiste en la
comunicabilidad de lo universal, frente a la incomunicabilidad esencial a lo propiamente individual.
La /persona humana vendría definida por tres dimensiones, siendo la individualidad una de ellas
(las otras dos serían la subsistencia y la razón mezclada: intelecto apoyado en los sentidos)3. Lo que
determina la individualidad de un individuo es siempre aquello irrepetible, rigurosamente suyo y,
por lo tanto, insubsumible bajo ninguna forma genérica, lo estrictamente incomunicable, su
materia: «Esta carne, estos huesos y esta alma»4.
Mas la materia es potencia, y por tal, imperfección, raíz ontológica, pues, del pecado, de la
complacencia de sí. Por consiguiente, también para santo Tomás representaría el alma, en tanto
que acto, el momento de perfección de la individualidad humana. No obstante, se nos dice que el
alma, que es una sustancia simple, capaz de subsistir (existir) sin el cuerpo, «es más perfecta unida
al cuerpo»5; es decir, la individualidad le es esencial al hombre y no puede ser ontológicamente
mala. De ahí que el amor propio sea amor absoluto y el amor al prójimo un amor que enraíza en el
amor propio6.
El Husserl de la primera etapa, y aquellos de sus discípulos que siempre prefirieron el enfoque
ontologista de la fenomenología, desarrollaron el tema de la individualidad en la línea de la
tradición. Destacan los análisis mereológicos de la Tercera Investigación lógica. Por un lado, es
cierto que la individualidad de un ente reside en su singularidad, ió &í tí (da -sein) frente al etóoS
(sosein), pero, más exactamente, individuo es sinónimo de concreto o todo real: todo aquel ente
capaz de existir independientemente. El individuo no se reduce, pues, como en el atomismo a lo
simple, sino que también lo complejo puede ser individuo, con tal que tenga capacidad de existir
independientemente. No es, sin embargo, individuo todo lo que por esencia es incapaz de existir
independientemente: las partes no-independientes en general. El giro trascendental de Husserl
sitúa el problema del individuo en un plano radicalmente distinto. Como culminación del solipsismo
metodológico cartesiano, el individuo humano es, por encima de todo, el yo trascendental, ese
bastión absoluto de ser que constituye intencionalmente todo otro ser, incluidas ciertas
perspectivas de sí mismo. El yo trascendental se hace concreto en sus vivencias intencionales, a
través de las cuales constituye un mundo y se constituye a sí mismo como parte de él. Constituye,
en primer lugar, el tiempo como la forma primordial de toda otra constitución (principio de
individuación), y sobre esta proto-forma se constituye a sí mismo, primero como mónada —como
una corriente de vivencias que se suceden temporalmente—; después, como parte de la
naturaleza, como yo empírico: como psique y como psique encarnada (Leib); y, ulteriormente, en la
endopatía (Einfühlung), como miembro de la comunidad de sujetos trascendentales que
comparten un mundo cultural de valores y fines: como yo social.
Edith Stein desarrolló esta concepción fenomenológica del individuo en síntesis con el r ealismo
tomista. El espíritu, aun siendo, como el yo trascendental husserliano, una entidad extranatural,
con una cierta sustancialidad capaz de albergar habitualidades, posee una mayor densidad. Esta
densidad, que se muestra opaca para el propio yo consciente, y que constituye el espacio interior
donde este se mueve en el ejercicio de su libertad, es, justamente, la densidad ontológica de la
individualidad. La individualidad del espíritu no reside, pues, en la singularidad corpórea (tomismo),
ni en el yo trascendental husserliano, sino que es ese Zentrum en el que la persona se configura
como individualidad libre, centro intangible, inefable y misterioso, incluso para sí mismo. Por ello
Stein se sitúa en la línea de la tradición intimista de la mística española: el alma se aproxima a su
ser misterioso centrándose en sí misma y no descentrándose en el mundo.
Para el /personalismo contemporáneo el individuo es considerado, o bien como un componente de
la persona, pero ontológicamente inferior a ella, o bien como, incluso, una degradación de la
persona. En toda esta línea de pensamiento se rechaza todo asomo de solipsismo o de
sobrevaloración del individuo aislado, bien en la forma de las filosofías cartesianas, que
desembocan en idealismo, bien en la forma del intimismo místico, o bien en la vertiente
posmoderna de absolutización nihilista de la individualidad humana. Así, E. Mounier considera el
individuo como persona irrealizada, que no ha activado su /vocación, que ha pervertido su
naturaleza encarnada en un egoísmo posesivo que hace prevalecer el ?tener sobre el ser,
abortando todo compromiso con sus ?prójimos, y que, en fin, renuncia a su carácter comunicativo
rehusando toda entrega. El individualismo burgués contemporáneo no es más que el resultado de
una cierta victoria de las fuerzas dispersivas de la individualidad frente a las fuerzas de
concentración de la persona. En esta misma línea se mueven M. Nédoncelle o G. Marcelle, e
incluso pensadores de inspiración judía como F. Rosenzweig, M. Buber o E. Lévinas, percibiéndose
en estos autores la acentuación del carácter esencialmente social de la persona. Para Rosenzweig
la persona es tanto más real cuanto mayor conciencia tome del carácter ilusorio de su
individualidad. Su lema es: ¡disuelve tu individualidad en la voluntad absoluta!, «¡deja que Dios
quiera en ti!».
El individualismo moderno (posmoderno) es, ante todo, soberbia de la vida, rebelión del yo finito
que pretende absolutizarse. M. Buber subraya —como Nédoncelle— que no es la individualidad lo
que especifica al hombre, sino su carácter personal. El yo personal sólo existe como versión
dialógica al tú. Sólo en el amor relacional surge la persona y toma contacto con lo absoluto. E.
Lévinas cree que el yo se constituye esencialmente en su compromiso originario (anárquico) con el
bien del otro, y se disuelve en el egoísmo que tiende a reducir lo otro a mismidad. La filosofía
occidental, esencialmente individualista, habría traicionado este carácter intrínsecamente
relacional y ético de la persona, habría antepuesto la ontología a la ética y abstraído el presente del
pasado y del futuro. En la línea de Mounier, pero intentando sintetizar múltiples corrientes del
pensamiento contemporáneo (fenomenología, giro lingüístico, hermenéutica, etc.), Ricoeur se
refiere al individuo como una dimensión de la persona, soporte de la estima de sí y del yo que se
expresa en toda praxis (yo declaro, yo prometo). Ese momento de mismidad (sustrato personal de
permanencia) y de identidad en el decurso narrativo de una vida (la identidad que entra en juego
en el cumplimiento de la promesa). Todas estas diversas aproximaciones al problema de la
individualidad personal constituyen más bien perspectivas distintas que posiciones inconciliables.
Por otra parte, para X. Zubiri individuo es todo lo real; o, mejor, cuanto es real, o bien es individuo,
o bien es algo sustentado en uno o múltiples individuos. Realidad es ser de suyo lo que se es,
poseer en propio sus notas y actuar sobre las demás cosas en virtud de ellas. Lo específico de la
aprehensión intelectiva humana es, justamente, aprehender cosas reales. Todo lo real tiene así un
doble momento estructural. Por un lado, toda cosa real es ella misma, no se confunde con ninguna
otra realidad, posee sus caracteres peculiares como formando una cierta clausura, es sí-misma
(suidad) entre las demás realidades. Mas, por otro lado, la talidad de la cosa (su peculiaridad) está
traspasada de una apertura estructural a las demás cosas del mundo, está en comunicación
esencial con ellas, pues el momento de realidad que le es intrínseco (su-realidad) la desborda, no
se agota en ella, sino que la trasciende. Es su inespecífico momento trascendental. Talidad y
realidad (trascendentalidad) son, pues, dos momentos físicos de la cosa individual, sólo separables
en el logos metafísico. Lo trascendental no es lo tras-físico —allende lo físico—, común a las
múltiples cosas físicas, sino lo físico mismo de la cosa en trans, desbordando la cosa en la cosa
(realidad en trans). Por consiguiente, hablar ya de principio de individuación es un modo absurdo
de plantear el problema. No se trata de individuación de especies tras-físicas (ideales), ya que la
realidad individual es lo originario y primordial (no se individúa la especie, sino que se especia el
individuo). También resulta absurdo absolutizar en la cosa cualquiera de sus dos momentos, en
detrimento del complementario, pues la cosa es a la par, mientras es cosa, individualidad talificada
y realidad. Toda cosa mundana está, desde su individualidad, en esencial comunicación con las
demás cosas del mundo e incluso con Dios, pues la realidad late en todas ellas.
Mas hay sentidos y tipos diversos de individualidad. Un primer sentido de individualidad hace
referencia a la singularidad de lo real, al momento propio de realidad intransferible que hace de la
cosa una, esta cosa y no otra, al margen de su especificidad de notas. No obstante, la singularidad
es sólo un momento del individuo; el individuo en sentido estricto (individualidad cualificada) no es
un mero singular vacío de contenido, sino una sustantividad que encierra en sí una esencia, que
tiene una determinada constitución: ese mínimo de notas constitutivas, que en su unidad
sistemática clausurada tienen ya de por sí suficiente riqueza y coherencia (solidez) como para que
el individuo esté siendo, dure. Pero tampoco la esencia, a pesar de ser ya el núcleo primordial del
individuo, es el individuo pleno. Desde el punto de vista de su constitución, el individuo es él mismo
desde que surge como realidad hasta que desaparece como tal; sin embargo, mientras permanece
real nunca es lo mismo desde el punto de vista de su concreción. El individuo en la plenitud de su
concreción es mucho más que su esencia. La esencia determina el ámbito de sus posibles notas
concretas –formales y causales, necesarias y no necesarias, naturales y apropiadas–; pero estas
notas concretas se van adquiriendo en el curso de la existencia, y sólo transcurrida esta podremos
saber qué ha sido tal individuo en su plena concreción. Además, los individuos, por razón de su
esencia constitutiva, pertenecen a tipos distintos de individualidad, tienen diversas formas de
realidad, así como, en función de ellas, diversas maneras de estar en el mundo.
Estas formas de individualidad se sitúan jerárquicamente en una escala que va desde las realidades
de esencia más pobre (como son las meras partículas elementales de materia, que apenas si gozan
de dureza ontológica –son sumamente inestables–), pasando por las diversas especies de seres
vivos que, a medida que avanzamos en la escala biológica, van ganando en autoposesión (en
independencia y control sobre el medio), hasta alcanzar la única verdadera sustantividad
intramundana en sentido estricto: la sustantividad abierta humana, la forma personal de
individualidad. El hombre, por su inteligencia (que modula su afectividad en sentimientos, así como
su tensión vital en voluntad), esto es, en tanto que persona, no es una realidad más /entre las
otras, sujeta a las leyes naturales cósmicas, sino que es una realidad absoluta, absuelta del
determinismo natural en la medida en que está situada frente a lo demás real y frente a /sí mismo
como realidad, lo cual le pone en la inalienable situación de tener que adoptar determinadas
posibilidades entre las múltiples que la realidad le ofrece, es decir, de tener que conformar
libremente su propia figura personal. La persona es la única realidad abierta a su propia figura de
realidad, abierta a la autodeterminación de su propia concreción sustantiva (no es substante,
sujeto – (hipokeiménon–, sino supra-stante -hiperkeiménon–).
NOTAS: 1 SAN AGUSTÍN, Del orden, 1, c. 1, 280-283. — 2 ID, Del libre arbitrio, 111, 15, 423. - 3
SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias de P. Lombardo, Distinción III, C. 2, art. 2.
— 4 S. Th., R 1, C. 29, art. 4. — 5 Sobre las creaturas, a. 2, 2569. — 6 S. Th., Il, y. 26, a. 4.
BIBL.: BUBER M., Qué es el hombre, FCE, México 1960; DÍAZ C., Para ser persona, Instituto
Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; HUSSERL E., Meditaciones cartesianas, FCE, Madrid 1985;
LÉVINAS E., Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993; ID, Totalidad e infinito. Ensayo
sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; LUCKES S., El individualismo, Península, Barcelona
1975; LYOTARD J. F., La condición postmoderna, Cátedra, Madrid 1986; MARCEL G., Ser y tener,
Caparrós, Madrid 1996; MORENO VILLA M., El Hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995;
RICOEUR P., Soiméme comme un autre, Seuil, París 1990; ZUBIRI X., El hombre y Dios, Alianza,
Madrid 1988.
INFINITO
DicPC
En términos generales, una imagen física y una significación negativa se han convertido en los
referentes más socorridos de un pensamiento de lo Infinito. Un pensamiento que, puesto a pensar,
se sentía en la obligación de dar cuenta de la desmesura que supone pensar lo que naturalmente le
sobrepasa. Por eso, nada tiene de extraño que lo Infinito haya sido el telón de fondo, el marco,
sobre el que se ha dibujado la obra del pensamiento occidental, empeñado en dar razón de todo.
Curiosamente esta tematización negativa de lo Infinito con la que se cierra la época clásica de la
filosofía griega, abre la puerta a una consideración en la que lo Infinito pasa a ser un tema de la
filosofía. Dicho en positivo, lo Infinito puede ser tratado y comprehendido; bastaba con hacer una
nueva relectura de los dos caracteres –ilimitado e indefinido– que denotaban el aspecto
imperfecto de lo que no podía ser acto puro, que por definición excluye lo inacabado e indefinido.
La cuestión es si dicho acto como presencia, que es el tema de la /ontología, agota el significado de
todos los posibles; si el pensamiento termina en el conocimiento como saber de conceptos, o si no
remite a una inteligibilidad a cuya luz el pensamiento capta.
El paso dado por Nicolás de Cusa, empeñado en resolver esta tensión desde la propia idea de lo
Infinito, es el puente hacia la consideración del mundo como infinito o, cuando menos, físicamente
indefinido, que va a ser la imagen propuesta por la revolución galileana. De esta manera surge esa
difícil cohabitación de dos infinitos –Dios y Universo– que da al traste con la idea griega de Cosmos
como un todo cerrado, finito y bien ordenado, en favor de un universo indefinido, incluso infinito,
que tiene sus propias leyes. Esta línea de pensamiento, que atraviesa en Descartes, Spinoza,
Newton y Leibniz, culmina el paso del finitismo al infinitismo en la época moderna; un paso en el
que está presente lo que ha dado en llamarse « pathos de lo Infinito» que tan determinante va a
resultar en el giro antropológico de la filosofía.
La certeza, como seguridad de la verdad, que quiere ser el saber de la filosofía, y la indagación de
un criterio que la validase, dan cuenta del giro antropológico de la misma en dos momentos
cruciales. El momento del cogito y el momento de la razón. Para ambos es recurrente remitirse a la
subjetividad para asegurar la certeza, pero mientras en el cogito el criterio me desborda, la /razón
asume la carga de la prueba, al punto de convertirse en razón absoluta. La razón se basta a sí
misma para dar cuenta de todo. La razón es creadora y tiene el poder de poner nombre a todo. Por
eso, nada tiene de extraño que si el modelo clásico del pensamiento de lo Infinito había sido la
trascendencia, el modelo de la filosofía moderna y contemporánea (Heidegger) sea el de la
inmanencia; un modelo en el que las exigencias de absoluto y más allá se absorben en las
estructuras trascendentales en las que la razón se expande y se repliega sobre sí, y se identifica
siguiendo siempre el mismo esquema: reducción de lo Otro a lo Mismo. La idea base para poder
llevar a cabo dicha tarea no es otra que la de entender la subjetividad como fundamento y
autoposición; una subjetividad que tiene el monopolio de la /palabra porque es conciencia de sí,
autoconciencia. La propia relación que podía sostener lo más allá, es descubierta como
autorelación de un pensamiento consigo mismo, en la que se agota el significado y el sentido de ser
sin otro. Ese poder del Yo de decirse a sí mismo, está en el origen de toda reducción de lo Otro y
explica mejor que nada la legitimidad de la /violencia y de todas las versiones políticas del
totalitarismo, que encuentran aquí su justificación filosófica.
Pero cabe preguntarse: ¿todavía puede sostenerse, tras Freud y Nietzsche, que ese yo tiene en sus
manos las claves de su interpretación? ¿No se ha perdido el sujeto entre las marañas de lo
subconsciente, cuando no se le encuentra fenecido, atrapado en las mallas del sistema? El
movimiento romántico ya había denunciado un cierto ambiente irrespirable en la manera exclusiva
y excluyente de pensarse desde la razón. Pero ahora, parecía natural postular una salida a lo
abierto –nueva versión de lo Infinito– que oxigenase un ambiente irrespirable para el Yo. De ello se
percatan, antes y mejor que nadie, Husserl y Heidegger. Su alternativa, no obstante, es una nueva
vuelta de tuerca al modelo griego de filosofía, consistente en la tarea de expurgar obstáculos hasta
llegar a la visión pura y a la revelación del ser que aseguran el máximo saber: Por fin, un saber de
todo y del Todo, un saber infinito. Una certeza total, alcanzada en la feliz identificación de todo
consigo mismo –conciencia intencional–, o consumada en la plena consagración a la escucha de la
voz del Ser.
Pero entonces, ¿dónde queda esa cuasi disposición natural del pensamiento a lo abierto? Desde
luego, bastante malparada en las propuestas de ambos. En Husserl, porque la recurrencia a lo
abierto se resuelve en la infinita apertura de la intencionalidad de una conciencia capaz de
interpretar toda trascendencia, toda /alteridad. No es que lo de afuera no exista, lo determinante
es que no tiene sentido, salvo que pueda ser sabido. Por eso, la intencionalidad, que es la vía de
acceso para dar cuenta de todo a través de la presencia en persona de todo, testimonia la realidad
de lo dado como dato. Tal es el sentido de la satisfacción, que no se reduce sólo a la adecuación
abstracta de lo percibido con la percepción, sino que es disfrute o gozo de una identidad que se
complace en sí misma, reduciendo lo Otro a sí mismo. La intencionalidad de la conciencia, pues,
tiene un fin, es teleológica 4; es un yo quiero y un yo puedo o yo me represento. En realidad, ¿no es
este el ideal de hombre occidental poderoso y satisfecho, a quien le está permitido todo lo posible,
traducción de la expresión de Dostoiesvki «si Dios ha muerto, todo está permitido»? Pero,
entonces, ¿no debe ser denunciada esta capacidad de conocer como una actividad inmoral, cuando
este pensamiento encarnado quiere y puede dar cuenta del otro, de los demás, sin rendir cuentas
de nada ante nadie salvo ante sí mismo? Sin duda que sí.
Pero aun dentro del sistema husserliano, no es ocioso preguntarse si la trascendencia apuntada en
la intencionalidad de la conciencia, queda agotada en el acto de conocimiento, en la identificación
en acto. Dicho de otra manera, si lo percibido coincide y se agota en la percepción y la noesis en el
noema; si no podemos sospechar, con razón, que la conciencia tiene rincones oscuros a los que el
Yo no termina de reducir. Es más, pensado hasta el fin, el modelo de la evidencia, como
movimiento del conocimiento, ¿no requiere para ser tal la vigilancia del yo, como «presencia viva
del Yo para sí mismo»5, presto siempre a despertarse, asegurando así un yo trascendente en la
inmanencia? De ser así, estaríamos ante la superación de un modelo de la identidad y de la
presencia como modelos de conocimiento. Pues bien, esta mala conciencia de la no coincidencia
de la conciencia consigo misma, que debería haber llevado a su crisis, se invierte en conciencia
sospechosa de todo lo que no sea coincidencia entre pensar y ser. Aquí comienza el desafío de
Heidegger: recomponer los estados afectivos de conciencia para comprehenderlos desde el ser, de
manera que la tensión aperturista generada en la intencionalidad, se recupere identificando
pensamiento del ser y ser del pensamiento. Es verdad, sostendrá Heidegger, que la afectividad es la
caja de resonancia en la que primero el ente (yo) reconoce el ser, pero no debe olvidarse que esta
tiene como trasunto a la pura fenomenalidad, a cuya luz el Da-sein descubre el sentido del ser.
El fenómeno al que apunta el propio lema de la fenomenología –a las cosas mismas– es justamente
ese: manifestación o revelación de lo que la cosa misma es en su ser en sí. La crisis de la conciencia
estriba en que hasta ahora, a través de la intencionalidad, dicha conciencia creía tener el poder de
nombrar al objeto al que tenía encerrado como en una caja. No se había percatado de que la
propia condición de objeto exigía la capacidad para manifestarse, condición de su esencia libre,
para lo que había que postular un afuera primordial que no puede reducir. Se quebraba así la
inmanencia de la conciencia, pero el modelo de trascendencia de este infinito se resuelve en la
luminosidad que todo lo envuelve y lo desvela. Y lo que manifiesta o desvela no es sino lo que es en
su ser en sí, trasunto de la definición de Dios –ego sum qui sum–, en el que se resumen la eternidad
y la infinitud de un Ser inmanente, a cuya luz se desvela el ente como el ente que es (Da-sein), en
una especie de consagración o de ek-tasis. Por eso la tarea de pensar no puede ser sino la de
pensar el ser para «dejar que el ser sea» (Heidegger). Pero es, sorprendentemente, un Ser que no
dice nada, que no manda nada; es decir, que no es moral (J. L. Marion).
Este carácter latente de la trascendencia en la filosofía, obedecía a que el modelo que primaba en
la explicitación de la misma era un modelo religioso, contra el que siempre se estampaba el
pensamiento como saber. De ahí el predominio de los términos negativos para expresarla, salvo
cuando se le reconocía habitando otro mundo o se la reinterpretaba desde el propio yo. Haría falta
esperar a Heidegger para escuchar la insólita proclamación de que la tarea del pensamiento era
pensar la trascendencia. El pensamiento no se agota en lo pensable, pues más allá de lo pensable
está lo que da que pensar; y esto permanece como lo impensado de un pensamiento de lo
pensable. Esta es la tarea de un pensamiento futuro que requiere un comienzo distinto al de los
griegos. Pero es un nuevo comienzo con el ser, cuyo modelo es el de la trascendencia en la
inmanencia o la trascendencia inmanente –/ ateísmo–.
La idea de lo Infinito adquiere un lugar central para pensar la trascendencia. En ella se rompe el
modelo de la identidad al poner de relieve la capacidad de un pensamiento para pensar más de lo
que piensa. Pero se necesita una nueva ruptura: salir del ser (Lévinas), como único camino que
garantice la exterioridad no invadida, en tanto que lugar de la trascendencia; y un tiempo que no
sea mi tiempo, un tiempo del Yo. El modelo es el modelo cartesiano de la relación que el yo
establece con lo Infinito, en la que ambos términos se mantienen sin posibilidad de reducción. Pero
el exceso o desmesura que una relación así comporta, ni es ocasión para el desvarío o la locura de
un Yo hasta perderse, ni tampoco es una excusa para la contemplación capaz de llegar a la fusión;
ni siquiera una prueba para la demostración de la existencia de Dios. La figura de esta relación es el
/Deseo6 de lo Otro, que los diversos deseos no colman. De ahí que ponerse a desear como
estructura antropológica, es reconocerse ya inmerso en la vía real de acceso hacia lo Otro.
Justamente esa pasividad de la afectividad en la que el Yo se halla como recostado, como des-inter-
esado, es lo que asegura una proximidad primordial con lo de afuera de sí mismo. Ahora bien,
¿cómo se levanta el Yo de ese estado de postración en el que se encuentra? ¿Cómo comienza a ser
yo? Desde luego, no a través de un acto de conocimiento de un pensamiento. Uno sabe de sí
cuando, en su feliz deambular por lo Otro, nota que hay algo que se le resiste y le hace frente.
Hasta este momento, el Yo ha ido chocándose con lo Otro; ahora se encuentra con uno igual a él.
Este es el acontecimiento primero, el que da que pensar, pero no por su relación con el ser, como
quería Heidegger, sino por su relación con el otro, en la propia moralidad del /encuentro. La propia
palabra, pronunciada en estas circunstancias, es una palabra cargada, moralmente hablando, y no
indiferente; lo que hace que la modalidad del conocer y del saber de sí, no sea la de la
interrogación, sino la de la respuesta: tener que justificarse ante el otro; y el modelo de ser no sea
el de la autonomía sino el de la heteronomía. Un tiempo como ocasión para tener que responder
de mí ante los demás. Nada, ni nadie, puede asegurar que este requerimiento del pensamiento
para pensarse, garantice unas actuaciones morales; pero nada impide que este pensamiento pueda
sospechar que gracias a esta arqueología de sentido trasluce la idea de lo Infinito, por lo que la
cuestión ética es, de entrada, la cuestión primera.
BIBL.: GARCÍA BACCA J. D., Infinito, transfinito, finito, Anthropos, Barcelona 1984; GONZÁLEZ R.-
ARNÁIZ G. (ed.), Ética y subjetividad, Universidad Complutense, Madrid 1994; HEIDEGGER M., El ser
y el tiempo, FCE, México 1968'; ID, ¿Qué significa pensar?, Nova, Buenos Aires 1958; HUSSERL E.,
Meditaciones Cartesianas. Introducción a la fenomenología, FCE, México 1985; ID, La crisis de las
ciencias europeas y la fenomenología transcendental, Crítica, Barcelona 1991; KOYRÉ A., Del mundo
cerrado al Universo in-finito, Siglo XXI, Madrid 1979; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme,
Salamanca 1977; ID, De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995; ID, En découvrant
l'existence avec Husserl et Heidegger, Vrin, París 1974; MARION J. L., Dieu .sans l'étre, Fayard, París
1982; ID, Réduction et donation, PUF, París 1989; MONDOLFO R., El infinito en el pensamiento de la
antigüedad clásica, Eudeba, Buenos Aires 1971'-.
G. González R. Arnáiz
INTEGRISMO
DicPC
Integrismo es un sustantivo derivado del adjetivo íntegro, que en la primera acepción que da el
Diccionario de la Lengua Española significa: «aquello a que no falta ninguna de sus partes»;
también se aplica a «la persona que cumple exactamente y con rectitud los deberes de su cargo o
posición»: un ciudadano (juez, funcionario, etc.) íntegro. Deriva del latín integer-gri. Dos son las
acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española registra para el sustantivo integrismo:
a) «Partido político español fundado a fines del siglo XIX, y basado en el mantenimiento de la
integridad de la tradición española»; b) «Actitud de ciertos sectores religiosos, ideológicos,
políticos, partidarios de la inalterabilidad de las doctrinas». En su sentido actual, la palabra
integrismo es un término de vocabulario polémico, con fuerte significado peyorativo, y que ha
perdido gran parte de su fuerza en la cultura occidental por su confusión o sinonimia con
/fundamentalismo.
Al abordar una aproximación crítica al integrismo, es obligatorio hacer hincapié en que el ser
íntegro (la integridad) es algo verdaderamente fundamental para el ser del hombre. ¿Qué ocurre
cuando uno no es íntegro? Pues que se siente imperfecto, carente y falto de algo; en definitiva,
incompleto. Entonces, denominamos integrismo a esa actitud radical y consecuente con una idea,
valor o principio (religioso, político, social...), al que se considera lo fundamental, y cuyo arraigo se
expresa y se manifiesta con una claridad nítida para su mejor afianzamiento a través de una
doctrina (dogmatismo); doctrina que se tiene que plasmar con autoridad en unas normas de
validez absoluta para todo tiempo y lugar y para las que no cabe la autocrítica. Esa idea, valor o
principio se defiende o impone de forma agresiva si fuera preciso, pues está en juego implantar el
bien y la justicia en una sociedad amenazadora y desviada de lo que el integrismo considera lo
correcto. El integrismo es, por tanto, más un temperamento que una corriente; es toda una actitud
y toda una disposición del hombre (conocimiento, sentimiento, voluntad), que en modo alguno
puede referirse única y exclusivamente a los afiliados y simpatizantes del credo político del partido
integrista o partidos afines.
A la hora de hacer un bosquejo histórico en España, es preciso tener muy presente que una de las
tareas del integrismo es hacer ver que su pensamiento se identifica con la ortodoxia del
Eclesiasticismo Oficial y la verdadera tradición, por cuanto el hecho de ser católico es prioritario y
lo que le confiere identidad, por encima de cualquier militancia política o social. La religión católica
se convierte en el factor decisivo y referencia) a la hora de tomar decisiones en materia personal y
político-social, negando con ello la autonomía legítima de los diferentes ámbitos de la vida. No se
podía transigir sobre los principios católicos, porque la verdad estaba ligada a ellos. El integrismo
constituye una de las tres ramas más importantes del catolicismo político español, junto con el
carlismo y el catolicismo liberal. Su nombre (integrismo) le viene de su defensa a ultranza de la
integridad de la verdad católica y su adhesión a ella sin reservas, así como de su absoluta
intransigencia con el error. El nombre oficial fue el de Partido Católico Nacional y tenía como
presidente a su fundador (1888), Ramón Nocedal. Sus militantes principales procedían del carlismo,
y el órgano de difusión de sus doctrinas fue El Siglo Futuro. La actitud del partido fue siempre la de
manifestarse como enemigo irreconciliable de la sociedad alumbrada por el liberalismo. Fue la suya
toda una radical reacción contra el incipiente proceso de modernización que estaba teniendo lugar
en España. La doctrina del partido queda perfectamente recogida en el discurso que D. Ramón
Nocedal tiene en Burgos (julio de 1889): «Antes que nada y sobre todo, somos católicos (...) y así
nuestra primera acción sea humillarnos ante su Vicario en el mundo, a quien se debe sujetar y
rendir toda humana criatura y decirle: "Habla, Señor, que tus hijos escuchan, ganosos de oír tu voz
y obedecer tus mandatos, con ansia de vivir y morir confesando y defendiendo todas y cada una de
tus enseñanzas" (...). Más nosotros, católicos españoles, de verdad queremos que la historia de
España se reanude y continúe allí donde fue interrumpida por la asoladora invasión de extranjeras
novedades que la desnaturalizan y pervierten (...). Sustentamos que es monstruoso, insoportable
despotismo, que la autoridad temporal, llámese Parlamento, República o César, se constituya
fuente de todo derecho, juez y maestro de doctrinas (...). Quisiéramos asimismo que España,
desgraciada y abatida por el liberalismo, tuviera bríos y pujanza como en los buenos tiempos de su
cristiana fe (...). Amamos y defendemos la libertad, y por eso aborrecemos los horrendos que, con
nombre de libertad de conciencia, libertad de cultos, libertad de imprenta, abrieron las puertas de
nuestra patria a todas las herejías y a todos los absurdos extranjeros y extranjerizados que ya
habían llenado de luto y vergüenza a otras naciones (...). Lo primero y principal es que España sea
bien gobernada, según la norma establecida en nuestras antiguas leyes y enseñada recientemente
por León XIII en sus admirables encíclicas. Y así, dedicaremos todas nuestras fuerzas a preparar el
advenimiento del Estado cristiano (...). Pongámonos a defender la soberanía social de Jesucristo».
En 1901, con ocasión de los debates en el Parlamento sobre las congregaciones religiosas, Ramón
Nocedal invita «a pelear con los partidos liberales, a quienes no yo –dice–, sino León XIII, llama
imitadores de Lucifer». En 1906 el Integrismo fue herido de muerte con la desaparición de Ramón
Nocedal. Entre sus seguidores destacan: A. Aparisi y Guijarro, J. M. Ortí y Lara, F. Sardá y Salvany, L.
Carbonero y Sol, etc. Durante la República española, el integrismo volvió a fusionarse en las filas
carlistas, y Fal Conde dirigió el tradicionalismo desde 1934. En definitiva, todo ello no fue más que
la versión española de las corrientes ultramontanas que en Francia defendía Luis Veuillot desde las
páginas de L'Univers, y en Italia el diario Journal de Roma, junto con el importantísimo órgano
jesuítico La Civiltá Cattolica. El partido desapareció, pero no el integrismo, que se mantiene, se
manifiesta y se proyecta en grupúsculos y partidos políticos, sociales, religiosos, etc.
Tratamos ahora de plasmar las ideas fuerza que a sus partidarios movían, la concepción del hombre
y de la vida que de ellos surgía, y la forma de ser y de estar en la sociedad que ellos expresaban y
adoptaban. Destacamos los siguientes rasgos: Es una actitud de exclusión: el integrismo recusa a
todo hombre que no comparte sus principios. Es una actitud de hostilidad: se sienten amenazados
en su identidad y responden. Es una actitud de rechazo del pluralismo y del relativismo: se ignora la
pluralidad. Íntegro se es sólo de una manera: la suya. Lo católico como fundamento y única fuente
de la verdad: así se nos dice que «se necesitan católicos puros e íntegros: no cedáis un punto en
vuestros principios; manteneos firmes; acordaos que no cabe conciliación de ninguna especie entre
la luz y las tinieblas» (Arzobispo de Génova, 1885). Ante la situación político-social: la regeneración
por la Iglesia como tarea inaplazable. La causa de los males de la sociedad tenía su único origen,
para la mentalidad integrista, en el alejamiento de la religión (/secularización), y poseían una única
solución: la vuelta a la religión. Una actitud dogmática: todo intento de interdisciplinariedad es
considerado como peligroso, como vía de contagio y como claudicación por parte de quien tiene la
verdad. No se discute, sino que se define. El liberalismo es pecado: el liberalismo, «que es herejía, y
las obras liberales, que son obras hereticales, son el pecado máximo que se conoce en el código de
la ley cristiana (...). Ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida (...) y,
por tanto, el liberalismo y los actos son, ex genere suo, el mal sobre todo el mal» (Sardá y Salvany).
Es un sistema cerrado: el integrismo elabora todo un sistema cerrado que lo sitúa fuera de todo
error, de toda duda. Sólo lo que está dentro, y permanece dentro de las coordenadas establecidas
por dicho sistema, permanece puro y conduce a la meta. Constituye una actitud estática: se asume
un talante contrario a todo lo que significa cambio, mudanza, apertura.
Es una actitud heterónoma: el integrismo se ordena hacia la certeza que le proporciona la verdad
absoluta, que está por encima de toda duda. Tiene una concepción dual de la realidad: se reduce
toda la complejidad del mundo a un dualismo: bien-mal, amigo-enemigo. No cabe ningún tipo de
conciliación entre la verdad y el error: o discurrimos como racionalista, discurrimos como
cristianos. La razón es una dimensión secundaria del hombre: se considera que la razón por sí
misma es incapaz de llegar a dar sentido a la vida del hombre. Se posee la verdad más allá de toda
racionalidad.«¡Pobre y desventurada razón!, que rehúsa caminar libre por la segura senda que la fe
le muestra, y se lanza loca, en los tenebrosos laberintos por donde la lleva Lucifer» (Obispo de
Santander, 1906). Una actitud de cruzada: por cuanto se consideran elegidos para llevar a cabo una
misión sobre la tierra, están en posesión de una tarea universal. Una actitud de obediencia: se le
ofrece al hombre estabilidad, seguridad... si se obedece todo lo mandado. Desde la obediencia, el
integrismo redime de la duda y del error. Se aspira al obediente sometimiento. Tiene un lenguaje
apocalíptico: la mayor parte del lenguaje integrista está plagado de referencias a la inmoralidad
político-social que invade a la sociedad. Posee una actitud de sacralización de la vida civil: el
integrismo quiere convertir en leyes civiles todos sus principios, todos sus planteamientos
religiosos. La /religión es quien ha de salvar a la /política. Tiene el pasado como salida: para el
integrismo, toda solución está referida al pasado. En el pasado está lo bueno y lo positivo. El futuro
se siente como amenaza. El hombre bajo sospecha: la concepción antropológica del hombre es de
un pesimismo radical. El hombre es un ser de instintos débiles y de inteligencia engañosa. «Para
vivir como hombres y de un modo conforme a la naturaleza, debemos aprender a renegar de
nosotros, a hacernos violencia y a mortificarnos» (A. M. Weiss, Apología del cristianismo). Una
actitud de rigidez: «Los principios católicos no se modifican ni porque los años pasen, ni porque se
cambie de país, ni a causa de nuevos descubrimientos, ni por razón de utilidad; son siempre los que
Cristo ha enseñado (...). Es conveniente tomarlos como son o dejarlos estar» (Civiltá Cattolica). Una
actitud de unidad: se admira la unidad de creencias, de criterios, de actuaciones; se aspira a que no
subsista más que «una fe, una ley, una norma...». Una actitud de intolerancia: «La /tolerancia es un
veneno que contiene la semilla de la confusión» (Bossuet).
El integrismo tenía muy clara la fórmula: «La suma intransigencia católica es la suma católica
caridad» (Sardá y Salvany). La posesión de la verdad como criterio absoluto: desde el integrismo no
se argumenta, sino que se afirma; no se pide /diálogo, sino sumisión. ¿Cómo se justifica todo ello?
Desde la certeza de la posesión de la verdad absoluta. Y en tanto que propone certezas, al estar en
posesión de la solución adecuada, no es la suya una respuesta de las muchas posibles, sino la única
respuesta.
En definitiva, hoy las actitudes integristas anteriormente descritas en el plano religioso, pueden ser
aplicadas a otras dimensiones de la realidad: política, económica y social, y se proyectan en la vida
cotidiana: integrismo dietético, deportivo, ecológico, nacionalista... y también integrismo
progresista. En suma, integrismo, fanatismo, fundamentalismo, son palabras que se oponen a las
que son las grandes referentes de nuestra organización democrática: pluralismo, tolerancia,
libertades, comprensión.
BIBL.: ARBOLEDA MARTÍNEZ M., El integrismo. Una masonería, Madrid 1929; ARETIN K. O. V., El
Papado y el mundo moderno, Madrid 1970; COLLDEFORNS F. P., Datos para la historia del partido
integrista, Barcelona 1912; HERRERO J., Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid
1973; LABOA J. M., El integrismo, un talante limitado y excluyente, Narcea, Madrid 1985; SARDA Y
SALVANY E, El liberalismo es pecado, Barcelona 1887; URIGUEN B., Origen y evolución de la derecha
española: el neocatolicismo, CSIC, Madrid 1986; VELASCO F., Aproximación al fundamentalismo
político católico actual, IgVi 178-179 (Valencia 1995).
E Velasco
INTERPERSONALIDAD e
INTERSUBJETIVIDAD
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Tras esos primeros momentos, y como dijimos anteriormente, será sin duda en nuestro siglo
cuando eclosione el pensamiento sobre lo intersubjetivo (pero también sobre el /otro, la
diferencia, el /diálogo, etc.), especialmente al hilo, por una parte, de la innovación teórica que
supone la Fenomenología y, por otra parte, en un orden más práctico, de las conmociones que
suponen la primera y segunda guerras mundiales, a las que siguen, en cada caso, grandes giros
hacia la reflexión sobre ese filo agudo entre Yo y Tú al que se refería Buber en sus escritos. A la
vista del inmenso planteamiento de interrogantes sobre lo intersubjetivo que tiene lugar en
nuestro siglo, debe reconocerse, con Lévinas, que nuestro tiempo se habría caracterizado, ante
todo, por ser el de la epifanía del Otro. Pues bien, por lo que se refiere a la aportación teórica de la
Fenomenología, si Husserl se centra en el vínculo entre intersubjetividad y objetividad, Heidegger
explora el Mitdasein (ser ahí-con), Merleau-Ponty la intercorporeidad, y Scheler profundiza la
dimensión afectiva de importantes fenómenos de lo intersubjetivo.
Por otra parte, una gran movilización espiritual como es el pensamiento dialógico, va a consagrar la
reflexón sobre lo interpersonal. Así, en 1923 se edita el importantísimo Yo y Tú de Martin Buber,
habiendo aparecido anteriormente muy valiosas aportaciones de F. Rosenzweig y F. Ebner al
/personalismo alemán. Años más tarde, también en tiempos de posguerra, el existencialismo de G.
Marcel (y la filosofía de la existencia de K. Jaspers) profundizará el ámbito de lo interpersonal, al
tiempo que el personalismo, cubriendo un amplísimo espectro teórico y práctico en el ámbito
global de una reflexión sobre la persona en el mundo contemporáneo, realizará aportaciones
ineludibles. A destacar especialmente la obra de E. Mounier y, con una vocación quizá más teórica,
M. Nédoncelle. Años más tarde, como heredero del pensamiento dialógico, y en heterodoxa deuda
con el élan fenomenológico, E. Lévinas llenará, con su humanismo del otro hombre, el último cuarto
de nuestro siglo, y renovará con originalidad y profundidad los grandes temas de la reflexión sobre
lo interpersonal. También pueden mencionarse, si bien en un sentido alejado de las tendencias
hasta ahora nombradas, las aportaciones a la filosofía contemporánea, debidas a los intentos de la
Escuela de Frankfurt, en su segunda fase (K. O. Apel y J. Habermas), por vincular intersubjetividad y
razón comunicativa.
Inscrita en la cuestión acerca de qué es el hombre, y proyectándose sobre las preguntas por el
conocimiento (qué puedo saber), la ética (qué debo hacer) e incluso, en un sentido más lejano e
inexplorado, la esperanza (qué me cabe esperar), la pregunta por la Relación o el /entre
intersubjetivo/interpersonal ofrece al tema básico de la Antropología (y a la Filosofía en general)
una dimensión de profundidad, cuya ignorancia dejaría irresuelto el drama de la existencia
humana. Así, al marcar la importancia de la relación frente a los términos («al principio es la
/relación» –dirá M. Buber–), la palabra primordial /Yo-Tú se erige, mucho más que simplemente la
relación ego/alter-ego, en soporte experiencial de las ideas de /Comunidad (Gemeinschaft) e
interpersonalidad, frente a la de mera Sociedad (Gesellschaft). Más allá de la simple relación entre-
/sujetos (incluyendo, por ejemplo, la relación hombre-animal), lo interpersonal se constituye como
un entre comprometedor de la /persona (en su ser entero) en el que se alumbra la idea y se deja
orientar la práctica tanto de una razón dialógica como del /encuentro existencial interpersonal.
Intersubjetividad e interpersonalidad se complementan en la medida en que esta designa un modo
de ser de aquella que la plenifica y le concede /dignidad humana y moral, al tiempo que la
desborda e incluso trastorna o inquieta, sometiéndola a exigencias de procedencia y fines diversos.
Intersubjetividad e interpersonalidad se proyectan, al menos, en tres niveles de experiencia: Logos,
Eros y Ethos, y tienen fuertes resonancias en el orden de la relación con el Theos (como las
reflexiones de Buber sobre el Tú eterno y las de Lévinas sobre el vínculo entre apertura al / rostro –
cara a cara–, ética y religión).
Por lo que se refiere al Logos, la filosofía ha reconocido que, sin duda, lo intersubjetivo es esencial
para la constitución del mundo objetivo y la posibilidad de una razón comunicativa y/o dialógica. Su
contrario sería el solipsismo metódico, contra el que hubo de combatir Husserl cuando se acusó a
su fenomenología de caer en él. Básicamente, Husserl se esforzó en mostrar cómo a partir de la
dinámica trascendental de la /empatía se constituye en la experiencia del Otro un mundo
comunicativo del que depende la presencia del Otro como alter-ego, al tiempo que este Otro, en
una relación circular o de feedback, posibilita la Objetividad. Como diría G. Deleuze en referencia
lejana a Husserl, el Otro es, ante todo (al igual que la intersubjetividad), una estructura de la
experiencia, hasta el punto que no sería necesario que el Otro existiese —de aquí, por ejemplo, el
interés que reviste la experiencia literaria y la figura del Otro/personaje como «ego experimental»
(Kundera)—. Importantes en esa estructura de la experiencia serían las mediaciones de tipo social,
cultural, político e institucional que la realizan o dificultan y distorsionan y, por supuesto, la
mediación sígnica y el lenguaje, con lo que el planteamiento trascendental encontraría un
imprescindible complemento empírico-cultural. Con vistas a la configuración de una racionalidad
comunicativa (como exigencia para una ampliación del sujeto trascendental kantiano) K. O. Apel y
J. Habermas se han esforzado en mostrar las condiciones trascendentales-pragmáticas de una
comunidad ideal de diálogo. Por su parte, F. Jacques ha profundizado el paso desde la
intersubjetividad a la interlocución, con especial atención a la lógica y la pragmática. Como se podrá
comprobar, lo intersubjetivo/interpersonal ha puesto en alerta a casi todas las tendencias,
metodologías e ideologías de la filosofía y la cultura de nuestro siglo. Desde esta perspectiva del
Logos y de la racionalidad, la tesis de E. Lévinas, según la cual el Otro no es un escándalo para la
razón, sino la primera enseñanza razonable, se torna por completo comprensible, por más que, por
lo que se refiere al propio Lévinas, este haya apuntado en sus indagaciones, más hacia el ámbito de
la ética que hacia el de la racionalidad (aunque, a su juicio, esta, bien entendida, no podría
apartarse de aquella).
Muy en la cercanía de la dimensión más profunda del Eros, lo interpersonal se ejemplifica de modo
preeminente en la experiencia de la Ich-Du-Beziehung (relación Yo-Tú), con las características de
inmediatez, presencia, reciprocidad, etc., que se adjudican al encuentro con Otro, y que Buber
muestra con maestría en su obra Yo y Tú. En respuesta a un tiempo convulso, Buber subraya la
importancia del ser personal (más que del individuo) en la relación Yo-Tú exclusiva, inobjetiva,
metapolítica... frente a la relación Yo-Ello cosificadora. En esta misma línea —y a la hora de
comprender el vínculo (separación y relación) cara a cara–, Lévinas opondrá la metafísica deseante
del Rostro del Otro en la proximidad (éticamente interpretable como 7 responsabilidad:
humanismo del Otro hombre) a la Ontología, que conoce, posee y domina, y que a su juicio ha
caracterizado a la filosofía occidental en su olvido del Otro (no sólo ni ante todo del Ser). En este
sentido, si en Husserl culmina, a su modo, la dialéctica entre ego y alter-ego (Intersubjetividad en
sentido estricto y técnico-filosófico), que se articula en la Modernidad al incorporarse el Otro al
vínculo Ego-Conciencia-Razón-Objetividad-Comunicación, con su Proximidad Lévinas lleva a su
máxima expresión la crítica al modelo filosófico grecologocéntrico y moderno de la relación con
Otro. En efecto, en el nivel del Ethos, para Lévinas, el acceso verdadero al Otro se da en un
movimiento de trascendencia más allá de la Historia, la Política y el horizonte mismo del Mundo, en
el que lo /Infinito de la alteridad sobrepasa a la /Totalidad, en una experiencia a la que con todo
derecho cabría llamar ética, caracterizada (Lévinas piensa que a diferencia del tuteo buberiano) por
una trastornante asimetría en la relación (el Otro no es para mí del mismo modo en que Yo soy
Otro para él). En esa relación alejada del Poder, el Otro se torna viuda, huérfano, pobre, extranjero
(en sentido bíblico) y, en general, próximo/ prójimo, al que es preciso escuchar (mucho más que
ver o fantasear).
BIBL.: APEL K. O., La transformación de la filosofía, 2 vols., Taurus, Madrid 1985; BUBER M., Yo y Tú,
Caparrós, Madrid 1993; Con J., Filosofía de la relación interpersonal, PPU, Barcelona 1990; EBNER
F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; HUSSERL E., Meditaciones
cartesianas, FCE, México 1985; LÉvINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De
otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Humanismo del otro
hombre, Caparrós, Madrid 1993; MORENO MÁRQUEZ C., La intención comunicativa. Ontología e
intersubjetividad en la fenomenología de Husserl, Thémata, Sevilla 1989; SÁNCHEZ MECA D., Martin
Bubec Fundamento existencial de la inte,romunicación, Herder, Barcelona 1984; SARTRE J. P., El ser
y la nada, Losada, Buenos Aires 1976'; THEUNISSEN M., Der Andere. Studien zur Sozialontologie der
Gegenwart, Gruyter, Berlín/Nueva York 1977'.
C. Moreno Márquez
JUDAÍSMO
DicPC
Propiamente, no se habla de judaísmo, como forma religiosa peculiar, hasta la configuración que la
religión del antiguo Israel recibió en medio de los acontecimientos históricos de la época posexílica
o persa. Y es que la historia de la religión de Israel debe estudiarse teniendo en cuenta la clara
distinción que hay entre el primitivo yavismo, el judaísmo centrado en el Templo y el Libro, y el
judaísmo en los tiempos posteriores a la destrucción del Segundo Templo y la expansión del
/cristianismo. La originalidad extraordinaria, el legado esencial de Israel a la humanidad es el
monoteísmo.
Resulta esencial comprender que con este nombre no se designa sencillamente a la fe religiosa que
cree en la unicidad de Dios. Lo capital en el monoteísmo es la radical trascendencia de Dios
respecto del mundo, el cual no es otra cosa, ahora, que creación absolutamente libre de Dios. El
centro vivo del monoteísmo está en la desacralización inmisericorde de las realidades mundanales
que, aunque canten la gloria del Dios único, no lo simbolizan nunca adecuadamente y mucho
menos aún pueden ser consideradas poderes divinos.
Cuando la recensión P del relato de la creación enumera las obras de Dios (Gén 1), no sólo emplea
para la acción de Dios un verbo (br') que no se utiliza para ningún otro uso, sino, sobre todo, hace
figurar en la lista al sol, a la luna y a las estrellas, a la tierra, los mares y el firmamento, a todos los
animales y las plantas; es decir, a todo cuanto los politeísmos próximos a Israel veían de divino. Y
Dios, además, trasciende los sexos y, por ello mismo, ni siquiera es en verdad divina la fecundidad
de la naturaleza. Por otra parte, Dios, en su obra libérrima, sólo se ha tenido a sí mismo por
modelo: ha hecho lo que ha deseado hacer, y, claro está, la creación es intrínsecamente buena.
Junto a esta noción severa de la /trascendencia absoluta de Dios respecto del mundo, es
importantísimo destacar que el monoteísmo de Israel no surgió repentinamente de la nada. No
sólo no irrumpió en la historia el monoteísmo ya enteramente formado y seguro de sí mismo, sino
que su propio nacimiento in nuce está configurado por una experiencia histórica singular. La
mediación de la historia es, en adelante, para siempre, un elemento característico de la /religión de
Israel, ni siquiera perdido en el judaísmo de la Diáspora o en la comunidad de los pobres de YHWH,
en la turbulenta época persa. Ese acontecimiento fundacional es la interpretación, muy
probablemente debida a la acción de un genio religioso –Moisés–, de la fuga de un grupo de
esclavos semitas del Egipto del Imperio Nuevo, como una intervención de Dios en el tiempo.
Israel pudo vincular al Dios revelado en la Pascua del Exodo con el Dios de los Padres, y así lo hizo
desde los comienzos. Este Dios de los Padres había sido el Dios de cada grupo de seminómadas
preisraelitas, que acompaña la peregrinación de la tribu, y se deja rendir culto en los lugares que
ella visita, sin atarse a santuarios. Hay suficientes indicios en favor de que el nombre del Dios de
Israel, revelado a Moisés en el desierto, era el de algún pueblo kenita –los madianitas– de la región
del Sinaí. Lo importante no está, sin embargo, ni en una cosa ni en la otra, sino en la irrupción en la
historia —no en el tiempo circular del mito— de un Dios tan poderoso, que vence fácilmente a los
dioses innumerables y antiquísimos que protegen al mayor imperio de la época; y que es, además,
un Dios que se manifiesta, desde el principio, apiadándose de los /sufrimientos de un pueblo sin la
menor importancia y sin el menor mérito.
La gratuidad indecible de la acción de Dios en favor del que carece de toda protección humana, ha
permanecido en el núcleo del judaísmo a través de todos los avatares históricos. En el yavismo
primitivo parece haber desempeñado, paradójicamente, un papel importante, favoreciendo el
sincretismo que domina la vida religiosa de la monarquía, en especial del reino del Sur. En efecto,
YHWH –este nombre podría significar algo próximo a yo estaré (con vosotros)– no sólo se ha
vinculado por propia decisión a Israel, sino que ha dejado señales evidentes de que su promesa de
eterna /fidelidad y asistencia está produciendo, ya desde el presente, frutos históricos que cada vez
serán más claros y numerosos. Esas señales de eterna prosperidad son, fundamentalmente, la
dinastía davídica y el Templo. Sión permanecerá para siempre; Israel puede estar tranquilo,
mientras cumpla los preceptos rituales y sacrificiales del culto en el Templo y haya rey en Jerusalén.
Es decir, puede estar tranquilo, incluso después de haberse dotado de instituciones políticas y
religiosas, apenas discernibles de las del entorno cananeo.
A esa situación de ideología sacral, ya casi otra vez mítica y politeísta, responde la actividad
originalísima, genial desde el punto de vista de la fenomenología religiosa, de los profetas de la
conversión. Con ellos avanza a un paso gigantesco la clarificación del monoteísmo. Y lo hace en el
sentido de que estos /profetas, sin disminuir un ápice la concepción de la fidelidad absoluta de
Dios, extraen de ella la consecuencia de que Dios puede muy bien volver su formidable poder
contra su pueblo, en la medida en que este vive en una seguridad que, de hecho, es el olvido de
quién y qué es realmente YHWH. No sólo es el sincretismo religioso creciente, lo que suscita la
protesta durísima de la profecía, sino más aún, la falta de /justicia, la división del pueblo, la entrega
en manos de laspotencias extranjeras. La viuda, el huérfano, el extranjero –el /bárbaro—y el pobre
yacen abandonados, mientras los ricos corrompen a los jueces.
Pero la innovación religiosa que esta crítica supone es que, por primera vez en la historia humana,
las relaciones sociales y políticas cotidianas se alzan a la categoría de lugar privilegiado de la
relación del hombre con Dios. En su comparación, nada significan los sacrificios constantes del
sacerdote. La exaltación del poder de Dios va aquí de la mano con la percepción de su
trascendencia moral respecto del mal en el mundo. Dios no se compromete sin más en la defensa
de los malos, por mucho que haya favorecido graciosamente en otros tiempos a sus padres.
Aquello fue, en verdad, el comienzo de una historia común, de un /diálogo de naturaleza
esencialmente moral, a través del cual el pueblo de la Promesa debe fomentar la pureza moral y la
clara concepción de la santidad del Dios único entre todos los pueblos de la tierra. Los profetas de
la conversión aportaron también al hombre la idea de la seriedad extraordinaria de su
/responsabilidad individual y colectiva. La existencia deja de estar respaldada por el inmutable
orden sacral del mundo; el mundo se vuelve un lugar de combate en precario por el bien.
Esta profundización en la verdadera naturaleza del monoteísmo hizo posible la superación de la
crisis decisiva de la historia judía: la destrucción del templo de Salomón y la deportación a
Mesopotamia de una porción importante de las clases dirigentes del reino. La teología
deuteronomista supone la primera /teología general de la historia y la primera teodicea histórica.
Dios ha empleado contra su pueblo rebelde e infiel a los más grandes dioses de los paganos. Ahora
puede ya verse a plena luz la verdad de que sólo hay realmente un Dios. Pero la justicia de Dios no
es implacable: está ligada a la alianza sellada con el pueblo y a la promesa de redención. La
comunidad de estrictísima fidelidad que se restableció, junto al Templo reconstruido, en la
Jerusalén de la época persa, espera el cumplimiento definitivo de estas profecías de esperanza.
Poco a poco se constituye ahora el canon bíblico, empezando por los cinco rollos de la Torá. La
pureza ritual es parte fundamental de la vida y la esperanza de esta comunidad protojudía. Pero la
decepción aportada por la historia es ahora tanto más terrible. En la misma medida se insiste en
extremar el aislamiento respecto de las gentes, hasta llegar a una situación en que se produce, en
vez de la /liberación política que se creía tan próxima, el cisma de los samaritanos y hasta la
inminencia del asedio de Jerusalén.
Por otro lado, las tendencias sincretistas no fueron nunca extirpadas del todo. La mayor prueba de
ello la ofrece la traducción griega de la Biblia en Alejandría. Pero también ha deparado abundantes
sorpresas la investigación de las instituciones de la colonia de Elefantina, en el Alto Nilo. Y sólo por
la misma causa se entiende la helenización de los mismos círculos judíos de Jerusalén, que sin duda
colaboró en el tremendo acontecimiento del año 167: el primer ensayo sistemático de erradicación
de una religión, llevado a cabo por Antíoco IV contra el judaísmo ortodoxo. No sólo se plantó la
imagen de Zeus Olímpico en el Santo de los Santos del Templo, sino que se quemó cuanto ejemplar
de la Escritura se halló y se prohibieron el sábado y la circuncisión. Desde el punto de vista
religioso, esto significa que el justo, lejos de vivir por su /fe, recibe en este mundo la muerte
martirial. La consecuencia no es tan sólo la inclusión, en la fe de Israel, de la inmortalidad personal
(la resurrección de los muertos: 2Mac 7), sino la dispersión de tendencias que subsistió hasta la
destrucción del Templo por Tito (año 70 d.C.) y, sobre todo, la aparición de la apocalíptica, sin la
cual no resulta inteligible el nacimiento del /cristianismo.
El sanedrín reunido en Yavné, en los tiempos que siguieron a la destrucción del Templo, está en el
origen de la recopilación misnáica de la Ley Oral, a la que se debe, en última instancia, la
supervivencia milagrosa del judaísmo en la persecución incesante de los siglos posteriores. La
Misná pasó a ser el centro de la enseñanza judía, floreciente en el imperio sasánida. De este modo
se convirtió en pocos siglos en el núcleo del inmenso comentario (Guemará) que, junto con ella
misma, compone el Talmud. En él no se da entrada únicamente al material halájico (las colecciones
de leyes), sino también a los relatos haggádicos, hasta cierto punto comparables con las parábolas
evangélicas y con las hagiografías helenísticas. Pero lo más llamativo de la sorprendente retórica de
los textos talmúdicos es que no suelen dejar definitivamente clausurada la discusión que relatan, y,
aun cuando lo hacen, de todos modos se toman mucho trabajo en reproducir cada una de las
sentencias que intervinieron en la controversia, mostrando de hecho la importancia insustituible de
cada una, como un paso en el camino siempre abierto de la interpretación. La lectura talmúdica de
la Biblia se cifra en un esfuerzo de adaptación del precepto a la situación presente, que se basa en
que la interpretación nunca queda cerrada para todo futuro.
Ningún sincretismo ha podido superar el hecho notabilísimo de que los escritos fundamentales del
judaísmo de todos los tiempos evitan la especulación sobre la naturaleza de Dios. Dios, en sí
mismo, permanece perfectamente oculto a la mirada de la sabiduría humana, que, en vez de
intentar la empresa de conocerlo así, sólo se refiere a él a través de la mediación de la Escritura.
Esta verdad rige incluso para la mística de los Palacios y el Carro (la Merkavá descrita por el profeta
Ezequiel), y aun para el Zohar y, en general, la Cábala. Este aspecto tan sobresaliente del judaísmo,
concorde en todas las formas variadísimas de su ortodoxia, y hasta común con las formas
heterodoxas de ser judío, testimonia la fuerza con la que el monoteísmo ético y aun político ha
permanecido siempre siendo el corazón de esta religión. Esto se refleja en cuestiones tan
importantes de la fenomenología religiosa como la oración y la piedad personal, que se hallan
prácticamente siempre referidas a la /comunidad.
La búsqueda personal de Dios se encuentra siempre mediada por el reconocimiento de la
vinculación especial de Dios con el pueblo a través de la Ley. Dios es /amor y justicia a partes
iguales. Por esto ha permanecido en la esencia del judaísmo la mediación de la historia. La
/esperanza es la clave de la vida judía en todas sus formas. Y esta esperanza no está sólo con la
vista fija en el fin de los tiempos, sino que implica actividad decidida por la mejora moral y material
de la situación del mundo. El fariseísmo ha destacado con fuerza el papel fundamental que, en el
advenimiento de la época mesiánica, tiene que desempeñar el trabajo del hombre. Todo lo cual
matiza aún más trágicamente el destino de persecución y exilio sufrido milenariamente por los
portadores de esta sabiduría. Además, en el judaísmo no hay ortodoxia. Todavía en la actualidad
cabe hablar de las múltiples maneras de ser ortodoxo, pero esto significa las múltiples maneras de
cumplimiento de los seiscientos trece preceptos, y no el acatamiento de un dogma definido por
alguna autoridad religiosa. El cumplimiento de los preceptos trata de realizar la santificación de
todos los aspectos de la vida cotidiana.
Otra característica del judaísmo, desde hace dos mil años, es la ausencia de actividad misionera o
proselitismo, en contraste con lo que sucedía en el imperio romano en tiempos de Jesús. Ser judío
es cosa que se trasmite por mera herencia materna, pero, fuera de ello, no es ya nada que se
vincule con raza alguna. A la vez, el judío no considera en absoluto que sólo siéndolo pueda el
hombre vivir adecuadamente su relación con /Dios y con el mundo. El judaísmo lleva sobre sí un
duro peso de deberes, pero no cabe hablar de privilegios en virtud de la elección y la alianza
divinas. Todavía otro rasgo general del pensamiento judío es que su sentido profundo de la
orientación de la /historia, desde la creación hasta los tiempos mesiánicos, comporta una
comprensión del tiempo y de todas las criaturas inversa a la que pensaba Grecia. Habría que tratar
de entender la creación no, en modo alguno, como una degeneración de lo divino; antes al
contrario, como un crecimiento de ser, al modo, quizá, de una evolución creadora. Dios no es el
Imperturbable, ni el tiempo es algo indigno de su atención.
Comenzada en la Haskalá alemana, y relanzada por el neokantismo peculiar del último Cohen,
sigue siendo una crítica radical del primado de la /ontología sobre la /ética. En F. Rosenzweig
adopta la forma de la crítica de Hegel, sobre todo, de la crítica al concepto de /Totalidad, utilizado
como supuesto básico de la filosofía de origen griego. En M. Buber la ruptura de la Totalidad se
expresa en la escisión de la existencia, cuando está marcada por la relación dialogal /yo-tú, de
aquella otra manera de ser hombre que está anclada en la /relación no dialógica yo-ello. Cohen
había reservado a la religión un papel necesario en el sistema de la filosofía crítica, al observar que
la ética kantiana tiene éxito en la constitución del nosotros comunitario, pero que fracasa por
completo si se intenta que ella misma constituya el significado del pronombre tú.
Pero quizá las posibilidades filosóficas del judaísmo rabínico estricto aparezcan, más bella y
hondamente que en ningún otro lugar, en los textos de E. Lévinas, descendiente de la tradición del
Gaón de Vilna. En cierto sentido, podría decirse que el trabajo de Lévinas, que intenta poner un
prólogo judío a la filosofía de los griegos (un prólogo que desdice, en cierto modo, cuanto en ella se
dice), y hacer hablar así en griego a una / sabiduría que proviene de otra fuente, cierra la
posibilidad que se abrió en la teodicea histórica deuteronomista. Lévinas ha traspasado el límite de
males que es la Shoá, la catástrofe traída por los nazis. Esto hace que procure sobrepasar la
radicalidad de la ética kantiana y de la misma religión de la razón de Cohen, en la dirección de la
desautorización de los derechos ontológicos y justicieros de la historia. La distancia irrecuperable
entre Dios o el Bien y el mundo histórico, deja a este abierto siempre a la posibilidad del juicio de
Dios, que se dirige a cada persona en cada instante, como la paz que es capaz de trastornar la lucha
incesante en que consiste el ser. Lévinas ha intentado, pues, una superación no apocalíptica de la
filosofía de la historia y, necesariamente, a la vez, una nueva filosofía basada en la /palabra y la
audición que interpreta, y no ya en la luz, la visión y la neutralidad del ser y de la idea.
BIBL.: AGUS J. B., L'évolution de la pensée juive des temps bibliques au début de 1 'ére moderne,
París 1961; BARON S. W., Historia social y religiosa del pueblo judío, Buenos Aires 1968; BRIGHT J.,
La historia de Israel, DDB, Bilbao 1970'"; BUBER M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1996'; GUTTMANN J.,
Die Philosophie des Judentums, Munich 1933; KONG H., El judaísmo, Trotta, Madrid 1994; LÉvINAS
E., Dif icile liberté. Essai.s sur le judaísme, A. Michel, París 1976''-; NEUSNER J., Judaism, Chicago
1981; NEUSNER J. (ed.), Understanding Robbinic Judaism: From Talmudic to Modem Times, Nueva
York 1974; PAUL A., Intertestamento, Verbo Divino, Estella 1989; SCHECHTER S., Aspects of rabbinic
theologv, Nueva York 1961'-; SCHOLEM G., La Cábala y su simbolismo, México 1989`'; ID, Major
Trends in Jewish Mysticism, Nueva York 19604; TREBOLLE J., La Biblia judía y la Biblia cristiana.
Introducción a la historia de la Biblia, Trotta, Madrid 1993; VERMEYLEN J., El Dios de la promesa y el
Dios de la alianza, Sal Terrae, Santander 1990; VON RAD G., Teología del Antiguo Testamento,
Sígueme, Salamanca 1986`'; WIESEL E., Célébration hassidique, París 1972.
M. García-Baró
JUSTICIA
DicPC
El concepto de justicia constituye una de las piezas más básicas y al mismo tiempo más complejas
del lenguaje moral. Esto es así porque con él nos referimos siempre a nuestra relación con los
demás, ya sean personas individuales, grupos, e incluso el orden social en general. Ahora bien, la
justicia no se ocupa de cuáles son estas relaciones, sino de cuáles deberían ser. En el lenguaje
común, el término justicia arrastra consigo la intuición de que «las personas deben recibir el trato
que se merecen» y, en este sentido, conserva aún todo su vigor la definición de Ulpiano: «Dar a
cada uno lo suyo». Desde el punto de vista individual, según Aranguren, la virtud de la justicia es el
hábito consistente en la voluntad de dar a cada uno lo suyo. Pero esta voluntad puede ser tanto
privada como pública, esto es, puede referirse tanto a los individuos como al orden social en
general. Dependiendo de qué entendamos por lo suyo, tendremos una concepción u otra de la
justicia.
I. ESBOZO HISTÓRICO.
En sus comienzos, el término justicia estuvo relacionado con la juntura, justeza o ajustamiento de
cada uno de los seres, naturales o sociales, dentro de un orden o cosmos ya definido. Para los
griegos, era el orden de la physis, que incluye en sí el de la polis y, en general, todos los hechos
individuales y sociales. El orden del universo es el resultado de este equilibrio de cada una de las
partes que lo componen. La historia del concepto de justicia es la historia de su lenta moralización,
es decir, de su separación de la necesidad natural y de su progresiva dependencia de la voluntad
humana. La justicia no es algo que hay que esperar, sino algo que debemos buscar y procurar.
Este sentido original ha perdurado en el tiempo y explica en parte la tendencia actual a establecer
una estrecha relación entre justicia y ley, entendida esta como orden legal establecido. En este
sentido, ser justo –una persona o una autoridad pública– es cumplir la ley. Pero una cosa es la
obligación legal y la aplicación imparcial de reglas establecidas (sistema de justicia) y otra muy
diferente la justicia como criterio de validez de las reglas vigentes, incluidas las normas jurídicas.
Desde el momento en que podemos enjuiciar también el sistema legal y hablar así de leyes
injustas, aunque hayan sido correctamente promulgadas, estamos diciendo que el criterio de
justicia no puede limitarse al ámbito legal. Justo no es lo mandado, sino lo debido. La justicia, como
concepto moral, es mucho más amplia e incluye a la justicia legal. Es precisamente esta diferencia
entre lo legal y lo legítimo lo que debe explicar una teoría de la justicia.
Platón da los primeros pasos en este proceso, por el que la justicia va adquiriendo una progresiva
dimensión ética. En la República se ocupa de la justicia como una virtud especial, que regula y
equilibra las otras virtudes. Su concepción parte del hecho básico de que las personas somos seres
esencialmente sociales y, en consecuencia, existe una analogía entre el individuo y la sociedad: al
igual que la justicia individual es el resultado de un equilibrio entre nuestras tres facultades o almas
vitales (apetitiva y nutritiva, valerosa y racional), también la polis justa deberá ser el resultado de la
unión armónica entre las diferentes partes de la sociedad: productores, guardianes soldados y
guardianes gobernantes. Cada parte, al igual que cada estamento social, tiene que cumplir su
función específica. La justicia es una virtud, tanto pública como privada, porque mediante esta
armonía se alcanza el máximo bien, tanto de la ciudad como de sus miembros.
Las desastrosas consecuencias del proceso de industrialización, junto con los movimientos
socialistas, sacaron a la luz algo que ya J. J. Rousseau había previsto en su concepción del contrato
social: la justicia no puede definirse sólo en términos de igualdad formal, sino que el ejercicio de la
libertad requiere también determinadas condiciones de /igualdad material, esto es, social y
económica. Hoy en día, cualquier aproximación al tema de la justicia se concibe como una
determinada propuesta de combinación de libertad e igualdad. Dependiendo de cómo entendamos
este par de conceptos, tendremos una concepción diferente de la justicia. En este sentido,
podemos diferenciar en la actualidad dos grandes frentes, posicionados también respecto al estado
social de derecho.
Por una parte, tenemos las posiciones neoliberales, para las que la libertad se entiende como
independencia y esta se mide en términos de propiedades. Para autores como F. A. Hayeck o F.
Friedman, el ideal de justicia implica sólo igualdad ante la ley, puesto que las desigualdades
sociales no son impedimento, sino más bien motor, para el mayor bien de la sociedad. R. Nozick en
su obra Anarquía, Estado y Utopía (1974) defiende desde estas posiciones que el Estado justo es el
Estado con menos competencias que pueda pensarse. Cualquier otro tipo de /Estado que no fuera
mínimo, por ejemplo un Estado dedicado a la redistribución de la renta, violaría los derechos de las
personas. El Estado sólo puede tener las funciones de protección, de justicia (igualdad ante la ley) y
defensa nacional. Existe una justicia de adquisición y transferencia de propiedades que ningún
principio superior puede denegar. Pensar que debemos contribuir con nuestros propios bienes al
bienestar de los demás, es una violación de los derechos de propiedad. En todo caso, serían
cuestiones de /caridad, no de justicia.709
Frente a estas posiciones se mueven hoy en día otros enfoques que presentan la justicia como una
mezcla de libertad e igualdad, pero no limitan la libertad a la independencia, sino que incluyen
también en su sentido la idea kantiana de /autonomía: la capacidad de darnos leyes para guiar
nuestra propia vida, de ser dueños de nuestro destino, tanto individual como colectivo. Para este
concepto de libertad es necesario un concepto más fuerte de igualdad y un concepto de justicia
como justicia social. J. Rawls y J. Habermas son dos buenos ejemplos de este /liberalismo social o /
socialismo liberal, como queramos llamarlo.
En su influyente libro Teoría de la justicia (1972), Rawls se pregunta por los principios que regirían
una sociedad que pudiera denominarse justa. Para ofrecer una respuesta, vuelve a las teorías
contractuales, pero asegurando la imparcialidad de las decisiones. Para ello se sirve de un recurso
expositivo que denomina posición original, donde los posibles miembros de esa sociedad discuten
sobre estos principios con un velo de ignorancia, esto es, sin saber qué lugar ocuparán en esa
sociedad, ni sus potencialidades o facultades. Su propuesta de justicia como imparcialidad, se
define por los dos principios que se supone que serían elegidos por estas personas libres y
racionales, en una posición original de igualdad: 1. «Toda persona tiene igual derecho a un
esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales, que sea compatible con un esquema
similar de libertades para todos; y en este esquema las libertades políticas y sólo ellas, han de tener
garantizado su va lor equitativo». 2. «Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos
condiciones: primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos, en condiciones
de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, deben procurar el máximo beneficio de
los miembros menos aventajados de la sociedad» (J. Rawls).
La ética discursiva de J. Habermas y K. O. Apel constituye uno de los intentos actuales más
ambiciosos para conceptualizar la justicia como criterio de validez de las cuestiones prácticas. Estos
autores distinguen dos momentos dentro de la teoría ética. En primer lugar, la fundamentación del
punto de vista moral, entendido como un criterio de justicia, en la línea neokantiana de establecer
un marco normativo procedimental de actuación. En segundo lugar, la aplicación de este criterio de
justicia a los diferentes ámbitos de la praxis.
Pero este criterio de justicia constituye un horizonte de actuación, un principio ideal que actúa
como una brújula, sin decirnos nunca el camino concreto a seguir. Ahora bien, una reflexión sobre
la justicia nos obliga a responder también al reto de la aplicación de este criterio. En su obra
Facticidad y validez (1993), Habermas estudia la relación entre /ética, derecho y /política, que
pueden considerarse como mecanismos de institucionalizaciones de las ideas morales. El derecho
se entiende entonces como un proceso de positivación y aplicación de las ideas morales. De ahí
que exista en el derecho un núcleo moral sin el que es imposible diferenciar entre lo vigente (legal)
y lo válido (legítimo).
Esta diferencia entre el criterio de justicia y sus posibles aplicaciones, nos permite introducir en
este enfoque discursivo propuestas que reivindican el valor de la comunidad frente a este
universalismo abstracto. Este es el caso de M. Walzer, que en su libro Esferas de la justicia (1983),
entiende la justicia como una igualdadcompleja entre las personas. Esta igualdad puede ser
compatible con la libertad, si la centramos en el control de los bienes sociales, de forma que ningún
/bien sea predominante y tiranice a los demás. La aportación decisiva para una concepción de la
justicia, consiste en darse cuenta de que cada uno de estos bienes tiene su significado social y, con
él, sus criterios propios de distribución. De esta forma estamos obligados a respetar cada una de
sus peculiaridades lógicas, propias de los diferentes ámbitos de aplicación (dinero, /educación,
pertenencia, familia, poder...).
BIBL.: APEL K. O., Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; ARISTÓTELES,
Etica a Nicóntaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; CORTINA A., Ética sin moral, Tecnos,
Madrid 1991; GARCÍA MARZÁ D., Etica de la justicia. J. Habermas y la ética discursiva, Tecnos,
Madrid 1992; HABERMAS J., Escritos sobre moralidad y eticidad, Paidós, Barcelona 1991; LÓPEZ
ARANGUREN J. L., Ética, Alianza, Madrid 1990; MARTÍNEZ NAVARRO E., Justicia, en CORTINA A.
(ed.), Diez conceptos claves en ética, Verbo Divino, Estella 1994, 155-202; RAwLS J., Teoría de Ict
justicia, FCE, Madrid 1978; ID, Justicia como equidad. Materiales para uncí teoría de la justicia,
Ternos, Madrid 1986; WALZER M., Spheres of Justice, Basil Blackwell, Oxford 1983.
D. García Marzá
LENGUAJE
DicPC
El término lenguaje hace referencia a la actividad guiada por un sistema de signos, combinados
entre sí por ciertas reglas. El lenguaje es la actividad verbal específica de los individuos cuando
hablan y escriben.
La reflexión filosófica del lenguaje es tan antigua como la propia /filosofía. Desde Sócrates, muchos
filósofos han llamado la atención sobre la necesidad de analizar el lenguaje con el que describimos
la realidad para mejorar nuestro conocimiento de ella; otros han subrayado la necesidad de
analizarlo por ser el vehículo observable de nuestros pensamientos. Pero es en el final del siglo XIX
y en el siglo XX cuando el análisis del lenguaje, la reflexión sistemática acerca del significado de las
expresiones lingüísticas, no es ya un mero método auxiliar del filósofo. En el siglo XX se presta una
atención prioritaria y sistemática al lenguaje en el que se formulan los problemas filosóficos; el
lenguaje y su significado es el punto de partida de la filosofía. A esta situación, característica de la
filosofía contemporánea, se la conoce con el nombre de giro lingüístico.
I. EL «GIRO LINGÜÍSTICO».
Aunque el giro lingüístico afecta a la mayoría de las corrientes filosóficas de nuestro siglo (su
presencia en la tradición alemana es evidente), el más interesado por el lenguaje es el movimiento
llamado filosofía analítica. Lo que une a los primeros filósofos analíticos es la importancia que
conceden al análisis del lenguaje como método filosófico y la convicción de que la mayoría de los
problemas filosóficos desaparecen mediante el análisis del lenguaje.
El origen del giro lingüístico en la tradición que arranca con G. Frege, puede centrarse en las
limitaciones del lenguaje natural. Un lenguaje natural, como lo es el castellano, puede entenderse
como un código de signos lingüísticos, con una evolución histórica concreta, que utiliza una
comunidad lingüística para comunicarse; es un instrumento sofisticado que utilizamos de modo
satisfactorio para multitud de usos (preguntar, describir, etc). Sin embargo, la imprecisión de
algunos vocablos y la ambigüedad generada por la polisemia o la elipsis en el uso del lenguaje
natural, han supuesto, en contextos como el científico, grandes limitaciones. La investigación
científica requiere un lenguaje más preciso; de ahí la necesidad de los lenguajes artificiales. Los
lenguajes artificiales, como el de la lógica, se caracterizan por estar construidos en un momento
concreto para algún propósito determinado, y han de estar perfectamente definidos. El lenguaje
natural no sólo se consideró inadecuado para la expresión de los contenidos de la ciencia y para su
progreso, sino que también se le consideró inadecuado para la expresión del pensamiento
filosófico. Si este se expresa con un lenguaje formal, como el de la lógica, será más fácil progresar
en la disciplina. En esta línea, Frege (1879) expone el primer lenguaje formal lo suficientemente
desarrollado para la lógica, con el fin de ayudar a los filósofos a resolver sus problemas. Russell y el
Wittgenstein del Tractatus, llegaron a afirmar, además, que los problemas filosóficos tenían su
origen en el uso de un lenguaje imperfecto, que lleva a ciertas confusiones. Con la construcción de
un lenguaje lógicamente perfecto, se llegaría a la desaparición de los problemas filosóficos y, por
tañto, a un cambio radical con respecto a la filosofía tradicional.
El problema, en opinión de Wittgenstein, es que la filosofía tradicional intenta en muchas
ocasiones traspasar las barreras de lo que se puede decir, del lenguaje, hablando acerca de cosas
de las que no se puede hablar. Si se trazan los límites del lenguaje, o los límites de lo que se puede
decir con sentido por medio del lenguaje, se descubre que no se puede decir con sentido nada
acerca de las cuestiones filosóficas. Para trazar los límites del lenguaje, Wittgenstein supone que la
función del lenguaje es describir la realidad y que hay una correspondencia isomórfica entre los
dos. Por lo que, estudiando qué elementos componen un lenguaje lógicamente perfecto, sabremos
de qué elementos está compuesta la realidad y viceversa. El lenguaje con sentido no es más que un
conjunto de proposiciones que describen o figuran algún estado de cosas posible. Las expresiones
que no describen ningún estado de cosas posibles no tienen sentido, pues no figuran nada, no
pertenecen al lenguaje. De este tipo son las expresiones filosóficas. Estas no dicen nada sobre la
realidad, ni lo pretenden, sólo muestran ciertas cosas acerca de la naturaleza del lenguaje y de la
estructura del mundo. La filosofía bien entendida, no puede pretender decirnos nada acerca del
mundo, no es una ciencia natural, no es una forma de conocimiento, no forma parte del lenguaje.
La filosofía es una actividad que consiste en el análisis lógico del lenguaje para distinguir entre lo
que se puede decir y lo que no. Una vez hecho esto, sólo hay que mantenerse vigilantes para no
volver a caer en antiguos errores.
El problema del significado se convierte así en una relación entre tres elementos: la realidad, el
lenguaje y el /sujeto. El significado de una proposición no es simplemente el estado de cosas
descrito por la proposición, sino aquellas experiencias sensoriales que nos permiten afirmar que
esa proposición es verdadera o falsa, o que nos permiten verificar esa proposición. De este modo,
sólo tienen significado cognoscitivo aquellas proposiciones que puedan ser verificadas
empíricamente. Lo que implica que, tanto las expresiones de la filosofía como las de las ciencias
sociales y humanas, carecen de significado cognoscitivo, y que no proporcionan conocimiento
genuino. Las afirmaciones de la filosofía, a lo sumo, tienen un significado emotivo, son afirmaciones
que usamos, bien para expresar nuestros / sentimientos, bien para crear ciertos estados de ánimo,
bien para incitar a otras personas a que realicen ciertas acciones o adopten ciertas actitudes. A la
filosofía, si es que no quiere recaer en el sinsentido de la /metafísica, sólo le queda el ámbito de las
cuestiones lógicas, en concreto, el análisis lógico de las expresiones utilizadas en las teorías
científicas. Esta es una tarea puramente formal, no importa el contenido de las afirmaciones
científicas, sino sólo las propiedades de los signos lingüísticos utilizados y de sus relaciones
sintácticas. Pero las propuestas positivistas del significado excluyen del ámbito del significado
cognoscitivo no sólo a la filosofía, sino también a gran parte de la /ciencia natural; en concreto,
aquella que se expresa en enunciados generales (leyes) no verificables.
III. EL SIGNIFICADO.
De este modo, en los años 50 y 60, se aprecian ataques muy duros a la noción de significado. La
noción de significado, como dice Quine, carece de criterios empíricos de aplicación y es, por ello,
inaceptable en la elaboración de una teoría que nos proporcione conocimiento auténtico. Esta
situación podría subsanarse si la noción de significado se explicara por medio de otras nociones
bien definidas. Así, Davidson reduce la noción intencional de significado a la noción extensional de
/verdad. Su propuesta depende de la investigación de la forma correcta que debe tener una teoría
del significado que dé cuenta de la interpretación de cada una de las oraciones de un lenguaje.
Dicha forma es la de una teoría de la verdad similar á la propuesta por Tarski, y su construcción
depende de la empresa epistemológica de la interpretación radical; empresa que supone la
racionalidad de la conducta humana y la aceptación del principio de caridad. En Davidson ya se ha
perdido el afán por un lenguaje lógicamente perfecto.
1. El significado como «uso». El interés por el lenguaje natural no es, sin embargo, nuevo. Ya
Moore, a principios del siglo XX, insistió en la primacía de los juicios de sentido común para tratar
con los problemas filosóficos, y en la obra tardía de Wittgenstein se centra el interés en el análisis
del lenguaje natural. Los problemas filosóficos, según el Wittgenstein de las Investigaciones
Filosóficas (1953), surgen porque no comprendemos bien sus mecanismos y su naturaleza: es por
ello por lo que el análisis del lenguaje natural nos llevará a disolver los problemas filosóficos
tradicionales. Los filósofos antiguos erraban porque sacaban a las expresiones de los juegos donde
se usan y se obsesionaban con esas palabras aisladas. Un aparente problema filosófico se disolverá
cuando mostremos que hay expresiones que el filósofo ha usado apartándose de las reglas de su
uso cotidiano, dentro de determinados juegos de lenguaje, es decir, dentro de los modelos
simplificados, en los que se describe una situación comunicativa donde uno o más sujetos están
llevando a cabo ciertas actividades a través del uso de las expresiones. El significado de las
/palabras depende de su uso (de las instituciones y de las formas de vida). Una expresión tiene el
significado que tiene porque alguien se lo ha dado; las conexiones entre el lenguaje y la realidad
son el resultado de ciertas prácticas y actividades humanas. Las expresiones las usamos para llevar
a cabo ciertas acciones (jugadas) en el juego de lenguaje en el que sea adecuado usarlas. Emitimos
ciertas palabras y ejecutamos actos de habla concretos; las palabras posibilitan la realización de
tales actos de habla, y saber qué acto de habla se lleva a cabo al emitir ciertas palabras, nos
permite determinar sus significados.
Aprender y dominar un idioma, saber cómo usarlo, es aprender y haber dominado esas reglas, y
ello hace que el uso de los elementos de ese idioma sea regular y sistemático. Reflexionando sobre
el uso de los elementos de un idioma se pueden conocer las condiciones suficientes y necesarias
que gobiernan los actos de habla. Estos son las unidades mínimas de /comunicación, porque para
que una oración-ejemplar sea un caso de comunicación, hay que suponer que fue producida
intencionalmente por un ser semejante a mí y no con cualquier intención. El acto ilocutivo está
gobernado por reglas (constitutivas o regulativas) extraídas de las condiciones necesarias y
suficientes que permiten realizar dichos actos ilocutivos. Tales reglas se determinan por las
condiciones peculiares de cada acto: por las condiciones del contenido proposicional (condiciones
del acto de referir y predicar) y por las condiciones del acto ilocutivo (condiciones preparatorias, de
sinceridad y esenciales). Distintos actos ilocutivos pueden tener en común ciertos actos como son
los de referir y predicar, que tienen en común parte de lo que se hace. Cuando se refiere a lo
mismo y se predica de eso lo mismo, se piensa que debe haber un contenido común que puede
aislarse lingüísticamente del acto ilocutivo. Ese contenido se llama proposición. Una proposición es,
por ejemplo, lo que se afirma en un aserto. Por otro lado, lo que hace que un acto que incluye
sonidos de palabras sea un acto de habla, es que tales sonidos tienen significado, y que la persona
que los realiza quiere decir algo mediante ellos.
¿Cuándo una expresión tiene significado? ¿Cuándo se quiere decir algo? Para responder a estas
cuestiones, Searle se apunta a la propuesta griceana del significado y a su distinción entre
significado de la expresión y significado del hablante. La propuesta de Grice es, según Searle, útil,
en cuanto relaciona la noción de significado con la noción de intención, y en la medida en que en
ella se admite que intentamos comunicarnos algo por medio del reconocimiento de mi intención
de comunicar ese algo. Sin embargo, el principal defecto de la propuesta de Grice, según Searle, es
que no explica que el significado de las expresiones es un asunto de reglas o convenciones. En
último extremo, hay dos elementos que permiten explicar lo que el hablante quiere decir con lo
que profiere; por un lado, lo que el hablante quiere decir se explica apelando a la intención del
hablante de provocar una creencia en el interlocutor, por medio del reconocimiento que este hace
de la intención de aquel; y, por otro, se supone la racionalidad de los hablantes, en la medida en
que estos hacen lo que pueden para que sus interlocutores reconozcan la intención que determina
el significado del hablante. La racionalidad de la conducta verbal de los hablantes se convierte en
estas propuestas, como también lo es en la de Davidson, en un supuesto básico de la posibilidad de
la comunicación. Aceptamos lo que otros nos dicen, adquirimos ciertas creencias, a partir de las
palabras de los interlocutores, puesto que es racional hacerlo así. De hecho, la mayoría de la
información se obtiene en el intercambio verbal.
BIBL.: ACERO FERNÁNDEZ J. J., Filosofía y análisis del lenguaje, Cincel, Madrid 1985; AUSTIN J.,
Palabras y acciones, Paidós, Buenos Aires 1971; DAVIDSON D., Verdad y significado, en VALDÉS L.
M. (ed.), La búsqueda del significado, Tecnos, Madrid 1991, 314-335; FREGE G., Conceptografía,
UNAM, México 1972; GRICE H. P., Significado, UNAM, México 1977; HIERRO S.-PESCADOR J.,
Principios (le Filosofía del Lenguaje, Alianza, Madrid 1986; LAFONT C., La razón como lenguaje,
Visor, Madrid 1993; QUINE W., Palabra y objeto, Ariel, Barcelona 1960; SEARLE J., Actos de habla.
Ensayo de filosofía del lenguaje, Cátedra, Madrid 1980; WITTGENSTEIN L., Tractatus Logico-
Philo.sophicus, Alianza, Madrid 1973; ID, Investigaciones Filosóficas, Grijalbo, Barcelona 1988.
E. Romero González
LIBERACIÓN
DicPC
La liberación tras la que va la Ilustración consiste en la llegada del ser humano a la autoconciencia.
El ser humano se autoidentifica como sujeto con identidad propia, no reductible a la naturaleza, ni
a Dios, ni a los otros seres humanos. Se concibe como libre, autónomo, dueño de su presente y de
su futuro, creador y responsable único en la construcción de la historia y de sí mismo. El sujeto
emerge, al decir de A. Touraine, «como libertad y como creación»2. La subjetividad es el
constitutivo fundamental del ser humano. En los albores de la Edad Moderna, Pico della Mirandola
anunciaba ya el giro antropológico que estamos describiendo. He aquí su texto de 1492: «Oh Adán:
no te he dado ningún puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. Tendrás y
poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú
quieras. A los demás les he prescrito una naturaleza regida por ciertas leyes. Te marcarás tu
naturaleza según la libertad que te entregué, pues no estás sometido a cauce angosto alguno (...).
Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de tu honor, su
modelador y diseñador. Con tu decisión puedes rebajarte hasta igualarte con los brutos, y puedes
levantarte hasta las cosas divinas»3.
La autoconciencia del ser humano como sujeto da lugar a una nueva conciencia que se caracteriza
por ser histórica, científica y crítica. En cuanto histórica, cuestiona de raíz la conciencia fatalista
precedente y entiende la realidad como modificable a través de la praxis humana. El ser humano se
descubre «guardaagujas de la historia» (E. Bloch), y se considera con poder para transformarla. No
hay orden natural alguno ni autoridad sobrehumana que puedan oponer resistencia a dicha
mutación. En cuanto científica, desarrolla la racionalidad como conocimiento de la realidad natural
y humano-social, que tiene su traducción práctica en la técnica. Esta nueva conciencia comporta el
desenmascaramiento de las actitudes míticas, que F. Bacon resumía en las siguientes: «Credulidad,
aversión frente a la duda, precipitación en las respuestas, pedantería cultural, temor a contradecir,
falta de objetividad, indolencia en las propias investigaciones, fetichismo verbal, quedarse en
conocimientos parciales»4. En cuanto a la crítica, es capaz de cuestionar todo, desde la conciencia
dogmática, de matriz preferentemente religioso, en que vivió instalada la humanidad durante
siglos, hasta la propia razón, incluso de su constitución moderna. Es, por tanto, crítica en un doble
nivel: de sí misma y de todo dogma que se le pretenda imponer. «Toda verdad necesita ser
criticada, no idolatrada», aseveraba Nietzsche. «Hemos de liberarnos hasta de las propias cadenas
que nos han liberado», confirmaba Marx. En la respuesta antes referida a la pregunta: «¿Qué es la
Ilustración?», Kant observaba que la minoría de edad en los asuntos religiosos es «la más
perjudicial y humillante»5.
Según esto, dentro de la conciencia crítica juega un papel fundamental la crítica de la religión,
llevada a cabo desde diferentes perspectivas, según diferentes modalidades y con diferentes
acentos. Hay una crítica dogmática, que rechaza toda religión por considerarla producto de la
ignorancia y del miedo, enemiga del progreso y obstáculo para la verdadera moralidad. De distinto
signo es la crítica humanista, que toma en serio la religión y reconoce su radicación antropológica.
Su negación de Dios constituye la condición de posibilidad para la afirmación del ser humano. Otra
modalidad es la crítica económico-política de Marx, que entiende la religión como la «lógica
invertida de un mundo invertido». Marx desenmascara la teología del valle de lágrimas, que
ontologiza y legitima la miseria histórica, al tiempo que explica, ideal y espiritualmente, los
problemas reales y materiales. Otra es la tendencia inaugurada por Nietzsche, crítico por igual de la
confianza ilustrada en la razón, de la fe religiosa, del teísmo metafísico y moral y del ateísmo
frívolo. La muerte de Dios es su mensaje principal y la síntesis de su concepción religiosa. Otra es la
corriente del /ateísmo moral, que considera incompatibles los atributos divinos de la omnipotencia
y la bondad, y niega a Dios ante el escándalo que supondría hacerle responsable o, lo que es peor,
cómplice del /mal en el mundo y del /sufrimiento de los inocentes y de las víctimas en general.
El proyecto emancipador del ser humano diseñado por la Ilustración se ha desarrollado sólo
parcialmente y con no pocas contradicciones. La afirmación del /individuo y el consiguiente
redescubrimiento de la subjetividad constituyeron una aportación y un avance auténticamente
revolucionarios en el terreno de la liberación de la persona. Pero su derivación última ha sido el
individualismo, que no toma en la debida consideración el principio de la alteridad ni el carácter
comunitario de la persona, y el patriarcalismo, que no reconoce a la mujer como sujeto moral y
político. Igualmente importante ha sido la revolución de la /razón, y la nueva conciencia crítica,
histórica y científica de ella surgida, para la compresión y ulterior transformación de la realidad
natural, humana y social. Pero dicha revolución ha desembocado en el imperio de la razón
instrumental, que tiende a sofocar las dimensiones utópica y compasiva, inherentes a la razón. La
razón moderna, a su vez, estrecha sus pretensiones de universalidad y excluye a la mujer del
horizonte del logos, constituyéndose en razón patriarcal. La crítica moderna de la religión libera a
la persona de múltiples esclavitudes mentales, prejuicios, supersticiones y errores, y la ayuda a salir
de la conciencia mítico-ingenua en que pudiera estar instalada. Pero ejerce una doble reducción: a)
la religión se torna asunto privado; con ello se desestima el rico potencial emancipador de
importantes tradiciones religiosas; b) el mundo de los mitos y de los ritos se sitúa del lado de lo
irracional y se elimina del horizonte ilustrado; con ello se olvida que el mito es portador de luz y de
utopía («También Prometeo es un mito», recuerda certeramente Bloch) y que los símbolos
religiosos son portadores de preguntas significativas, de preocupaciones antropológicas y de
mensajes profundos, que difícilmente puede expresar el discurso racional. Con la disolución de los
mitos y de los símbolos se tiende a disolver las cuestiones relativas al /sentido.
La liberación integral de la persona es el objetivo que persiguen las diferentes teologías actuales de
la liberación. Pero no en abstracto, sino en concreto, centrándose en las personas oprimidas y
marginadas por el sistema. El /pobre no es entendido individualmente y aislado de la colectividad,
sino, según la precisa formulación de G. Gutiérrez, «como miembro de una cultura no respetada,
de una raza discriminada, de una clase social explotada... por otra clase social10. Posteriormente la
teología de la liberación ha incorporado al sexismo como componente fundamental de la pobreza
estructural. La liberación de estas situaciones requiere una opción radical por los pobres.
Pero la opción por los pobres no puede entenderse como un acto de /caridad individual de los ricos
para con los pobres, ni como un acto asistencial que sacia el hambre hoy y la mantiene mañana. La
opción por los pobres tiene una significación más radical y exige: estar presente en el mundo de los
pobres, en su cultura y sus valores; compartir su vida, sus esperanzas y sus sufrimientos; identificar
los mecanismos generadores de la pobreza, desenmascarar sus raíces; asumir su causa como
propia, integrarse y participar activamente en sus luchas liberadoras11.
Las teologías de la liberación han sido objeto de las más severas críticas por entender que tienen
una concepción reduccionista de la liberación. Se dice que limitan esta al ámbito inmanente,
intrahistórico, político y estructural, y descuidan su vertiente trascendente, sobrenatural,
estructural y personal. Pero la crítica es desmentida por los textos y las actitudes de los teólogos y
teólogas de la liberación, que intentan superar tanto el monismo como el dualismo antropológico y
abogan por una concepción unitaria e integral de la liberación, que contempla cuidadosa y
matizadamente tres niveles de significación, considerados complementarios, y no excluyentes. a)
En el primer nivel, la liberación intenta canalizar «las aspiraciones de las clases sociales y pueblos
oprimidos» y pone el acento en «el aspecto conflictual del proceso económico, social y político que
los opone a las clases opresoras y pueblos opulentos» 12. Ulteriormente el mismo Gutiérrez y otros
teólogos y teólogas de la liberación, hemos integrado también dentro de este primer nivel las
aspiraciones emancipatorias de las mujeres sometidas a la dominación patriarcal, los anhelos de
liberación de las razas oprimidas, la aspiración de las culturas marginadas a ser reconocidas en
igualdad de condiciones que la cultura dominante, la superación de la discriminación a que son
sometidas las religiones bajo el imperio del cristianismo y el grito de la tierra que busca liberarse
del poder humano depredador. b) En el segundo nivel, la historia es concebida como un proceso de
liberación del ser humano, consistente en el despliegue de todas sus potencialidades y
dimensiones, a través de una pedagogía gradual que busca la liberación del oprimido, generando
en él una conciencia transitiva, crítica y transformadora, e impidiendo la reproducción de las
actitudes del opresor. c) En el tercer nivel, se enfatiza la acción salvadora de Cristo, que libera del
pecado, «raíz última de toda ruptura de amistad, de toda injusticia y opresión»13 y torna libre al
ser humano, para vivir en comunión con Dios y en fraternidad-sororidad con toda la humanidad.
No se trata de tres procesos que caminen en paralelo o se sucedan cronológicamente, sino de un
único y complejo proceso con diferentes momentos mutuamente coimplicados14.
BIBL.: BOFF L.-BOFF C., Libertad y liberación, Sígueme, Salamanca 1982; DUSSEL E., Método para
una filosofía de la liberación, Sígueme, Salamanca 1974; ID, El encubrimiento del otro, Nueva
Utopía, Madrid 1992; ELLACURÍA 1., Liberación, en FLORISTÁN C.-TAMAYO ACOSTA J. J., Conceptos
fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; GUTIÉRREZ G., Teología de la liberación.
Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1972; HORKHEIMER M.-ADORNO T., Dialéctica de la Ilustración,
Trotta, Madrid 1994; METZ J. B., La fe, en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979;
SOBRINO J., Liberación con espíritu, Sal Terrae, Santander 1985; TAMAYO ACOSTA J. J., Para
comprender la teología de la liberación, Verbo Divino, Estella 1991 5; ID, Presente y futuro de la
teología de la liberación, San Pablo, Madrid 1994.
J. J. Tamayo Acosta
LIBERALISMO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.
Al parecer, el término liberal, en sentido político, fue usado por primera vez en España, con motivo
de la aparición del partido de los liberales, en 1812. Con anterioridad a esa fecha no se disponía de
un término específico para denominar al conjunto de ideas y propuestas que más tarde los
historiadores han agrupado bajo el rótulo de liberalismo, sino que se hablaba más bien de las ideas
de la /Ilustración, o de los enciclopedistas o incluso de las propuestas revolucionarias, dado que
muchos de los planteamientos que hoy llamamos liberales fueron adoptados como guía de las
revoluciones llevadas a cabo en Inglaterra (siglo XVII), y posteriormente en Norteamérica y en
Francia (siglo XVIII). Algunos de los mejores especialistas actuales coinciden en situar el nacimiento
del liberalismo en el final de las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVII: la
/tolerancia religiosa se fue abriendo paso trabajosamente en las conciencias de una ciudadanía
harta de guerras fraticidas; al principio, como una concesión realizada a regañadientes, pero
recelosa y pesimista; con el paso del tiempo, sin embargo, esa actitud se fue tornando poco a poco
en aceptación positiva del pluralismo religioso y de la libertad de /conciencia, dando paso a un
nuevo esquema de convivencia que comenzó a tener repercusiones cada vez mayores en todos los
campos de la vida, particularmente en el económico y en el político. Según esta interpretación, el
liberalismo «es el movimiento ideológico y político que tiene su punto de partida en la aceptación
del valor de la tolerancia como virtud básica para una convivencia pacífica en un mundo
abiertamente pluralista» en que se concibe el pluralismo como una oportunidad de mutuo
enriquecimiento, pese a los inconvenientes que pueda reportar.
La ambigüedad que a menudo se observa en el uso del término liberalismo procede, muchas veces,
de una confusión —a veces intencionada, a veces involuntaria— entre las tres dimensiones
principales de la tradición liberal: la política, la económica y la antropológico-filosófica. Sin
embargo, no es fácil decir si la aceptación del liberalismo ha de ser una cuestión de todo o nada. En
nuestros días es posible contemplar cómo algunos teóricos liberales muy relevantes encuentran
plenamente razonable el liberalismo político, pero no se sienten inclinados en absoluto a aceptar la
totalidad de los postulados que se suelen presentar como liberales en el plano de la teoría
económica o en el de la antropología filosófica. John Gray ha descrito la visión antropológica del
liberalismo, conforme a los cuatro rasgos siguientes: /individualismo, igualitarismo moral,
universalismo y meliorismo. Comentaremos brevemente estos cuatro rasgos, desde una
perspectiva parcialmente diferente a la que sostiene dicho autor. En primer lugar, el
individualismo, nacido al amparo de las garantías constitucionales y apoyado en las nuevas
prácticas económicas (desaparición de restricciones tradicionalmente ligadas a la /propiedad
privada, pérdida de las connotaciones negativas del afán de lucro personal), se convierte en uno de
los valores dominantes del modo de vida liberal. Este rasgo puede interpretarse de dos modos muy
distintos. Uno es el que puso de manifiesto C. B. Macpherson en su estudio sobre el individualismo
posesivo, en el que afirma que en los orígenes del liberalismo (siglo XVII) se consideró que el
/individuo humano «es esencialmente propietario de su propia persona y de sus capacidades, por
las cuales nada debe a la sociedad».
Sin embargo, en las obras de algunos liberales importantes de finales del siglo XX, se observa un
nuevo modelo de individualismo, que no responde a las características descritas por Macpherson,
puesto que su concepto de individuo sí reconoce una deuda de este con la sociedad,
particularmente en lo que se refiere alas oportunidades que ella nos brinda para desarrollar
nuestras dotes naturales. El individualismo es el rasgo más denostado por la mayor parte de los
adversarios intelectuales del liberalismo, entre los cuales destaca hoy en día la corriente
denominada /comunitarismo. En segundo lugar, el liberalismo abre paso a una mentalidad
igualitaria en lo que respecta al valor moral de los seres humanos; esta opción en favor de la
igualdad, se manifestó primariamente en la desaparición de la discriminación religiosa y de los
privilegios feudales, pero posteriormente ha ido extendiendo sus implicaciones hacia la abolición
de todo tipo de discriminaciones (por raza, sexo, nacionalidad, etc). Este rasgo no implica, en
ningún caso, la pretensión de alcanzar un igualitarismo económico, que sólo podría mantenerse
mediante un férreo control estatal y con la desaparición de la mayor parte de las libertades
individuales. Sin embargo, sí parece implicar —a juicio de buen número de autores liberales
contemporáneos— un cierto reconocimiento de unos derechos económicos básicos, que
promuevan la /igualdad de oportunidades entre los miembros de una sociedad liberal. En tercer
lugar, el liberalismo suele presentarse como una visión universalista, con respecto a la validez de
los derechos básicos de las personas, lo cual implica la necesidad del reconocimiento de los
correspondientes deberes de respeto a los derechos de los demás. No existe unanimidad entre los
pensadores de la tradición liberal con respecto a la consideración de si ciertos derechos,
particularmente el derecho a la propiedad privada de medios de producción, han de ser
considerados, o no, como derechos básicos. Sin embargo, sí existe un amplio consenso entre ellos
en lo que se refiere a las llamadas libertades negativas (aquellas que consisten en la prohibición de
interferencias arbitrarias en los planes de vida de los individuos) y en una buena porción de las
llamadas libertades positivas (las que implican la existencia de cauces efectivos de participación de
los ciudadanos en la toma de decisiones políticas y económicas que les afectan). En general, el
liberalismo es abanderado de una determinada moral mínima, que considera vinculante para todos
los seres humanos, en la medida en que es la condición de posibilidad de una convivencia pacífica
entre grupos y personas ideológicamente diferentes, y a menudo opuestos entre sí. Y en cuarto
lugar, el liberalismo es una cultura meliorista, en la medida en que considera posible la mejora de
cualquier institución social y de cualquier acuerdo político. Conserva la esperanza de que se
pueden corregir los errores que se vayan detectando en la manera de afrontar los problemas de la
convivencia social. En este sentido es una visión optimista del hombre y de la sociedad, pero este
optimismo sólo es un rasgo común a toda la tradición liberal, a condición de que no se identifique
con un supuesto profetismo del progreso permanente, ni con una supuesta seguridad absoluta en
el advenimiento de un mundo mejor. Esto último fue lo que auguraron algunos pensadores
liberales del siglo XIX, pero no puede considerarse en absoluto como un rasgo compartido por
todos los teóricos del liberalismo. El rasgo general es más bien el de un optimismo condicionado,
que podría expresarse aproximadamente así: «Si se adoptan los principios liberales, entonces el
mundo puede ser mejorado; pero nadie puede garantizar que la humanidad va a adoptar
inevitablemente tales principios».
III. CONCLUSIONES.
En cuanto a las relaciones entre el liberalismo y la democracia, recordemos que Ortega y Gasset
afirmó que son dos respuestas a distintas preguntas: la democracia responde a la pregunta:
«¿Quién debe ejercer el poder?»; mientras que el liberalismo responde más bien a esta otra:
«¿Cuáles deben ser sus límites?». En efecto, la democracia es un concepto que, en principio, sólo
implica la participación del pueblo en las decisiones políticas, pero no contiene, de suyo, una
limitación de los poderes del Estado para prevenir posibles abusos de su propio poder. En este
sentido, una democracia puede cometer excesos que nunca serían aceptables desde el punto de
vista liberal. El liberalismo entiende la democracia, no como un fin en sí misma, sino como medio
para una mejor preservación de los derechos constitucionales de los individuos (el Estado de
Derecho).
P. van Parijs ha propuesto una clasificación de las teorías liberales contemporáneas en dos grupos:
propietaristas y solidaristas. Las primeras son las que insisten en que una sociedad justa no debe
permitir nunca que se arrebate al individuo lo que le corresponde, y procuran definir con bastante
exactitud qué entienden al decir que algo corresponde a alguien (ejemplo de tales liberalismos
serían las propuestas de F. A. Hayek, M. Friedman, R. Nozick y otros). En cambio, las segundas
entienden la sociedad justa como un tipo de sociedad organizada de tal modo que no sólo trata a
sus miembros con igual respeto, sino también con igual consideración, y se esfuerzan en explicar
qué significa concretamente esa igual consideración (ejemplo de este tipo de liberalismo serían las
aportaciones de J. Rawls, R. Dworkin, C. Larmore y otros). En conclusión, puede decirse que el
liberalismo simboliza, ante todo, el afán de preservar cierta esfera de autonomía individual frente a
la autoridad política, y entonces constituye una base imprescindible para una sociedad pluralista,
tolerante y abierta. En este sentido el liberalismo se constituye en adversario de todo tipo de
totalitarismo y en defensor de los derechos humanos. Pero al poseer una mínima y plural
fundamentación filosófica, caben dentro de él una multitud de posiciones diferentes, que no son
igualmente deseables ni, a menudo, compatibles. Por ello es preciso abordar con rigor el estudio
de cada una de las variantes del liberalismo y adoptar una posición concreta frente a cada una de
ellas.
BIBL.: DWORKIN R., Liberalismo, en HAMPSIRE S. (ed.), Moralidad pública y privada, FCE, México
1983; FARREE M. D., La filosofía del liberalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1992;
GRAY J., Liberalismo, Alianza, Madrid 1994; PARns P. VAN, ¿Qué es una sociedad justa?
Introducción a la práctica de la filosofía política, Ariel, Barcelona 1993; RAWLS J., Teoría de la
justicia, FCE, Madrid 1978; ID, Liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996.
E. Martínez Navarro
LIBERTAD
DicPC
I. DIMENSIÓN HISTÓRICA.
El advenimiento del /cristianismo supuso una nueva concepción y una mayor profundización de la
libertad, una perfecta y verdadera libertad moral, desconocida para los antiguos. La voluntad es,
ante todo, libre de coacción, pero este concepto de coacción adquiere un nuevo sentido moral, y es
la relación conciliadora de la perfecta libertad, mediante la gracia, lo que enmarca este
pensamiento. Ahora bien, esta coacción está vinculada a algo interior, es la coacción o esclavitud
del pecado. La nueva concepción teológica interpreta que la verdadera esclavitud del hombre es el
pecado. La gracia divina es la que libera al hombre de esta esclavitud interior, porque sin la libertad
del hombre no sería concebible el pecado y su liberación o Redención, que es lo que da al hombre
la posibilidad de la perfecta libertad espiritual. San Agustín distingue entre libre albedrío, como
posibilidad de elección, y libertad propiamente dicha, como la realización del bien con vistas a la
beatitud. En el obispo de Hipona nos encontramos el problema de la libertad dentro de este marco
teológico, donde predomina la relación de la libertad con la gracia divina, dentro de un contexto
más amplio, indicado por el conflicto entre la libertad humana y la predestinación divina. La
definición agustiniana de la libertad comporta dos elementos: autodeterminación de la voluntad y
orientación al bien. Se esfuerza para conciliar la gracia y la libertad con razones también filosóficas,
afirmando la colaboración de la voluntad humana y la iniciativa divina en la salvación humana.
Si para Spinoza se exige la liberación del hombre de la ignorancia, de la superstición, y de todo tipo
de coacción, esto se convierte pronto en el programa del humanismo moderno. La libertad, desde
entonces, es tema central de la filosofía y la política; pero es vista también como algo que debe
conquistarse. La conciliación que intenta Leibniz entre la libertad y el determinismo será uno de los
temas más destacados en la discusión entre los libertarios (defensores de la realidad de la libertad
contra la necesidad) y los necesitarios (defensores de la realidad de la necesidad contra la libertad).
En este contexto aparece Kant, intentando salvar la libertad humana del /determinismo natural. La
libertad sólo puede darse en el reino del noúmeno como un postulado de la moral. El hombre es
libre porque no pertenece enteramente a la realidad natural, por eso puede ser causa sui, en
sentido moral. Esta distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno, viene a ser paralela a la
distinción clásica entre naturaleza y libertad. No hay que olvidar que, a partir de Kant, gran parte
del pensamiento filosófico .gira en torno a la distinción del binomio: naturaleza-libertad. El nexo
entre el reino de la libertad y la necesidad no supone la pertenencia a dos mundos, sino su
conciliación dentro de una realidad unitaria. La libertad es la ratio essendi de la ley moral; el
hombre es «la clave de bóveda de todo el edificio del sistema de la razón pura y aun de la razón
especulativa comprendido en ella»7. Hegel entiende que la verdadera libertad no es el azar, sino la
determinación racional del propio ser. La libertad es, en última instancia, el ser de sí mismo. En las
posiciones extremas sobre la libertad, es interesante destacar a Sartre, para el que no existen
normas superiores que puedan imponerse a la libertad. Acaba postulando la negación de /Dios en
nombre de la libertad humana. La libertad es absoluta, sin trabas, no conoce vinculación alguna. El
/hombre es existencia, sólo aquello que él mismo se hace con su libre autorrealización. En el siglo
XX aparecen dos grandes doctrinas: las que afirman la posibilidad de la libertad y las que la niegan.
El estudio de la libertad acapara todos los ámbitos posibles del individuo como ser sociológico,
religioso, psicológico, metafísico, etc. Tanto los planteamientos materialistas como los
espiritualistas, tratan el tema de la libertad desde una perspectiva metafísica.
La libertad humana, núcleo y centro de todos los problemas antropológicos que, directa o
indirectamente, hacen alusión a esta problemática, requiere una contextualización adecuada para
su consideración. En este sentido, el enfoque propio de la Antropología actual nos remite al ámbito
biológico para, desde allí, examinar la reflexión filosófica sobre este tema, porque la biología misma
va a constituir un cierto preámbulo a la noción misma de libertad del hombre. Sin embargo, previo
a cualquier estudio, hay que apelar, en primer lugar, a la prueba de la experiencia de la libertad.
Desde un punto de vista estrictamente filosófico, esta prueba directa e inmediata es la conciencia
de la propia libertad. El hombre se hace cargo de sus situaciones y tiene conciencia de que las
resuelve libremente, en virtud de su experiencia, es decir, que la persona que vive en libertad es
consciente de que decide libremente, aunque nuestra libertad no sea tan amplia como pensamos o
quizá sobre nuestras decisiones libres pesan los condicionamientos sociales y físicos, las situaciones
que ya nos vienen dadas. Esta prueba directa de la conciencia de nuestra propia libertad nos lleva a
plantearnos los fundamentos en que se apoya la libertad. Para encontrar el fundamento de la
libertad, la antropología actual (Scheler, Gehlen) propone partir del aspecto biológico de este
término, para establecer, desde allí, una síntesis entre la dimensión biológica y la filosófica y situar
adecuadamente la reflexión sobre la libertad humana. En concreto, la etología comparada nos
proporciona los conocimientos necesarios para entender al hombre como un ser abierto al mundo
de las cosas, a través del conocimiento y del querer, y cómo siendo capaz de «elevar los impulsos a
la categoría de objetos» (Scheler), puede aprehender la manera de ser misma de los objetos en
cuanto tales, es decir, como algo distinto del sujeto. Esta posibilidad de acceder cognoscitivamente
a la totalidad de los objetos, esta apertura universal, recorre todo el pensamiento occidental y se
plasma en la famosa frase aristotélica: «El hombre es, en cierta medida, todas las cosas».
Elegir libremente implica la liberación de todo aquello que esclaviza la libertad (la superstición, la
ignorancia, el miedo, algunas políticas, la mentira, etc.); ser libre es ir liberándose poco a poco de
aquellas trabas que no me permiten tener un dominio o control sobre mí mismo. Poder determinar
mi propia existencia, sin la presión externa o interna, para conseguir ser plenamente yo mismo,
bajo la guía de mis opciones personales meditadas. En este sentido, la libertad como poder de
dominación sobre el propio obrar es el motor fundamental de la liberación. Pero la libertad no es
un fin para sí mismo, sino que tiende a la comunicación con los demás en el mundo. Así la libertad
social, entendida como bien común, hace que esta misma libertad social esté comprometida con la
realización de los valores comunitarios: justicia, paz, acceso a los bienes de la cultura, etc., porque
la libertad en sí misma no es el valor social supremo, pero sí la condición para la realización de los
demás valores. Este valor creativo de la praxis solidaria sólo se realiza en el encuentro auténtico
con el otro. Nuestra libertad, en cuanto orientada constitutivamente hacia el otro y hacia el
mundo, se expresa necesariamente en el reconocimiento y promoción del otro. Desde esta
perspectiva, se entiende que la verdadera libertad es autodonación amorosa del propio ser. La
autodonación voluntaria es el acto más perfecto de libertad. En cuanto que no puede entenderse
un amor sin libertad, pero tampoco sería comprensible una libertad sin /amor. Un hombre con una
vida lograda y plena es aquel que no es prisionero de un mundo cerrado sobre sí mismo, sino el
que es capaz de salir fuera de sí mismo, para unirse amorosamente a otro. La autodisposición de sí
mismo acontece en la decisión frente al otro, en cuanto que nos realizamos en nuestro otro. En la
realización de la unidad de ambos elementos se cumple la libertad.
BIBL.: ALVIRA R., ¿Qué es la libertad?, Magisterio Español, Madrid 1976; DENNETT D., La libertad de
acción, Gedisa, Madrid 1992; GEHLEN A., El hombre, Sígueme, Salamanca 1980; LÓPEZ QUINTÁS A.,
El amor humano, Edibesa, Madrid 1991; LLANO A., Las formas actuales de la libertad, Trillas, 1983;
MERLEAU-PONTY M., La estructura del comportamiento, Hachette, Buenos Aires 1957; MILLÁN
PUELLES A., Léxico Filosófico, Rialp, Madrid 1984; SCHELER M., El puesto del hombre en el cosmos,
Revista de Occidente, Madrid 1936; SKINNER B. F., Más allá de la libertad y la dignidad, Fontanella,
Barcelona 1977.
L. Gordillo
MAL
DicPC
«Se presentó un día Satán, el acusador, en la corte del Señor. Y el Señor le preguntó: "¿De dónde
vienes?". Satán respondió al Señor: "De recorrer la tierra". Y el Señor dijo a Satán: "¿No te has
fijado en mi siervo Job'? Nadie hay como él sobre la tierra. Es un hombre cabal, recto, que teme a
Dios y se aparta del mal". Y Satán, con una mueca de ironía, replicó al Señor: "¿Acaso Job sirve a
Dios de balde? Le tienes bien defendido, como con un muro; le has hecho prosperar y has
multiplicado sus riquezas". Y añadió, como retando al Señor: "Pero ponle la mano encima y déjalo
en la calle; verás cómo te maldice en tu propia cara ". Entonces dijo el Señor a Satán: "Pongo en tus
manos todos sus bienes; pero respeta su vida". Y Satán salió de la presencia del Señor» (cf Job 1,6-
12).
El final de esta historia es bien conocido. Mas lo importante es su lección: el mal físico –/pobreza,
/enfermedad, dolor, abandono, etc.– no es un resultado del pecado. Esta es la tesis del Libro
bíblico de Job, contra lo que pensaban los amigos de este y siguen creyendo todavía muchos: Job
había sido un hombre justo y cabal; sin embargo, hubo de pasar por la desgracia y sufrir la
incomprensión de sus amigos. Y es que, ante el mal, lo único que parece interesarnos es su
eliminación, sin más. Y para ello pensamos que lo mejor es conocer su origen, sus causas; para que
así, anulada la causa, se anule el efecto. Es decir, buscamos rabiosamente conocer las causas del
mal, en vez de intentar comprender su sentido. Es lo que han tratado de inculcarnos, ante este
problema, los mitos de las diversas culturas: responder a la pregunta por las causas, en contra de lo
que parece intentar la Biblia hebrea y el Evangelio cristiano; si bien, en la Biblia todavía hay
resabios de mitologías orientales, como en el Génesis, según el cual los males humanos provienen
del hecho de que el hombre fue arrojado del Paraíso, lugar de felicidad; y ello, por causa de su
pecado de desobediencia a Dios1. Se hace, pues, preciso intentar una explicación del mal desde el
punto de vista de su sentido. Y ello, desde una perspectiva personalista.
I. EL CONCEPTO DEL MAL.
El mal no es un concepto ni primario ni absoluto; no es algo que pueda explicarse sin relación a
otras cosas. El mal implica siempre su opuesto, el /bien; de modo similar, sólo similar, a como el
no-ser sólo puede entenderse en relación con el /ser. Es la experiencia, por la que conocemos el
mal, la que lo muestra así; la experiencia que parece leer directamente en lo real.
Decir que el mal es algo abstracto y que lo que existe son las cosas o los acontecimientos o los
actos malos, es una gran verdad; pero no aclara nada. Ya que recaemos en la pregunta: ¿por qué se
dicen malos tales actos o tales acontecimientos o estados? ¿Por qué no son buenos? Así, la
oposición entre bueno y malo, como algo primario, ha de ser también el camino inicial para fijar el
concepto. Ahora bien, dos conceptos, o sus contenidos, pueden ser opuestos de varias maneras. Y
según esas maneras, se han dado también diversas concepciones del mal.
Según unos, se trataría de dos realidades positivas y contrarias; como viviente y no viviente, como
rojo y azul dentro de los colores, etc. Serían entidades contrarias, dentro de un género común, el
ser. Este no sería esencialmente bueno, sino bueno o malo. Por lo que postulan también causas
positivas y reales contrarias: un Principio esencialmente bueno y un Principio esencialmente malo.
Es la concepción mazdeísta y maniquea; y similar a ella, la de los que juzgan a la /materia como
esencialmente mala y origen de todos los males; lo que no parece ajeno a las concepciones
platónicas, y otras bajo su influencia directa.
Pero resulta que el mal no es la simple negación del bien ni del ser. El no-ser o lo no-bien no
significa que sean algo malo. Lo que no es, no es ni bueno ni malo. Y tampoco el bien y el mal son
como dos opuestos bajo un género común: no hay nada común a ambos; a no ser que se considere
común el sujeto común; pero este es siempre un bien.
Según otros, se trataría de cosas contrarias, como lo real y lo imaginario, lo ilusorio: el mal sería
algo ilusorio y subjetivo. Es la concepción oriental de la religión budista; similar a ella, la concepción
de los filósofos estoicos, que tratan de superar el mal mediante la indiferencia (ataraxía) o la
inapetencia absoluta de /felicidad.
En esta postura se niega, de hecho, la realidad de los males, se los reduce a la esfera de lo subjetivo
o lo imaginario, como una realidad virtual o algo parecido. Mas es claro que los males existen
realmente y hasta hay cosas que se derivan de los males: así nadie diría que un dolor de muelas es
siempre algo subjetivo.
Entonces, según otros, el bien y el mal se oponen como una realidad positiva y otra negativa, en el
sentido de privación: el mal es una privación real en un ente real, que es un bien. Esta perspectiva
aparece ya levemente insinuada por Aristóteles2; pero ha sido desarrollada particularmente por
filósofos de inspiración cristiana: Clemente de Alejandría, el Pseudo-Dionisio, san Basilio, y
especialmente san Agustín3.
Se halla esta sentencia como equidistante, tanto del pesimismo, al que lógicamente conduce la
primera postura, como de un optimismo ingenuo, al que propende la segunda. No se niega la
existencia real del mal, no se lo volatiliza en la ilusión; pero tampoco se exagera su realismo, hasta
llegar a sustantivarlo.
Privar significa despojar de algo que se poseía o a lo cual se tiene derecho por naturaleza.
Presupone, pues, al menos, la posibilidad de una cualidad o actualidad –por lo que no es una
negación absoluta: donde no hay siquiera posibilidad, no se puede hablar propiamente de
privación–. Esto quiere decir que el mal, como privación, presupone un ser como sujeto de tal
privación. En otras palabras, el mal, por grande que sea, no suprime totalmente al /ser.
Y dado que el ser, la cualidad óntica fundamental, resulta algo deseable, es como el acto básico y la
perfección elemental a que todo aspira –ya que todo lo demás presupone esta cualidad básica–; se
sigue de aquí que tener ser, el existir en el mundo, como tal, es ya un bien. Así, el mal no suprime
ese bien fundamental (trascendental) que es el ser; antes bien, lo ha de presuponer en general.
Como hemos dicho antes, la negación total del ser no es ni bien ni mal. Y por ello, no parece
consistente la concepción del mal apoyada en el no-ser. Ni siquiera bajo el aspecto de negatividad
dialéctica, esto es, en cuanto cada ser determinado es, por ello, un-no-ser-otro. Este no-ser-otro
tampoco es un mal sin más. Lo será únicamente cuando el no-ser-otro implique no ser lo que se
debe ser aquí y ahora; es decir, cuando implique privación de alguna cualidad que por naturaleza
se debería poseer.
Lo anterior no permite responder mejor a las clásicas preguntas por la causa del mal. El
racionalismo de Leibniz puso en boga el llamado principio de razón suficiente, según el cual «todo
ha de tener alguna razón suficiente en su existencia». Esto, dicho así en general, entendido como
explicación o sentido de todo lo real, no parece discutible. Pero de ahí pasaron muchos a decir que
«todo ha de tener causa suficiente para su existencia»; entendiendo, además, lo de causa como
causa suficiente. Y esto ya no es ni evidente ni sostenible en general. Pues hay cosas que existen en
el mundo real, al margen de una determinada causa eficiente, como son los hechos fortuitos, los
que son mero resultado de una interferencia de líneas causales (por ejemplo, el encuentro fortuito
de dos personas), o los llamados efectos coincidentales o preterintencionales (per accidens), los
que acontecen como resultado no intentado de algo intentado de suyo (per se), como el que al arar
la tierra se encuentra un tesoro. Tales hechos coincidentales (traducimos así la expresión latina per
accidens, en lugar de accidentales, que resultaría equívoco), rigurosamente hablando, carecen de
causa, como ya había indicado Aristóteles. Y ello porque causa propiamente tienen sólo aquellos
efectos que han sido intentados per se. Lo que no equivale a decir que no tengan explicación o, si
se prefiere, una razón suficiente de su existencia.
Si aplicamos esto al mal, nos encontramos que este ha de tener alguna explicación, alguna razón
suficiente de su existencia. ¿Pero equivale esta a afirmar que ha de tener una causa eficiente o
productiva?
Siendo el mal, como hemos visto, un defecto o privación, parece claro que no puede constituirse en
un fin u objetivo, en algo per se intentado. Y de hecho, el mal por el mal no parece que sea deseado
por nadie. En consecuencia, si no es algo intentado o deseado de suyo, será algo
preterintencionado, algo coincidental, un ser per accidens. En consecuencia, a nadie debe
escandalizar decir que el mal, en sí, carece de causa eficiente o per se. Lo que no equivale a decir
que no sea algo real, como defecto o privación.
Mas por ello mismo debemos rechazar otras expresiones desafortunadas. Como la que dice que el
mal «tiene causa suficiente». Este juego de palabras es una paradoja. No hay ninguna causa
deficiente, en cuanto causa eficiente, sino en cuanto dejar de causar, en cuanto no-causa; luego
tampoco se puede hablar propiamente de causas eficientes deficientes, sino de causas más o
menos potentes, pero eficientes. Y además, ello lleva a plantear el pseudoproblema del origen de
esas pretendidas causas deficientes. Las causas per accidens no tienen por qué ser deficientes, ni
tampoco se debe preguntar de quién dependen, si son causas per accidens.
Por lo que tampoco tiene sentido la expresión de causa permisiva del mal, sobre todo aplicada a
/Dios. Quien positivamente permite el mal es que, o no puede evitarlo o simplemente no quiere,
pudiendo evitarlo. En ambos casos se salva mal la responsabilidad de la causa permisiva. Y no vale
decir que no siempre quien puede evitar un mal está obligado a evitarlo. Esto quizás sirva para un
ser de responsabilidades limitadas. Mas no vale para el Ser que es Bondad Suma. Por tanto,
simplemente no se puede decir con propiedad que hay una causa permisiva del mal; ya que tal
causa sería una causa per se; y el mal carece de causa per se, como se dijo antes.
Entonces, ¿el mal existe sin explicación alguna? Ya hemos dicho que no tener causa eficiente no
equivale a carecer de explicación o de sentido. Pero esto es otro problema, que intentaremos
despejar brevemente a continuación, desde una perspectiva personalista.
Dado que es el hombre quien toma conciencia refleja y quien se plantea acerca del sentido de mal,
parece que es desde el hombre desde donde debemos intentar comprender ese sentido. Incluso si
alguien pretende, desde su fe cristiana, comprender este sentido desde Jesucristo, como Paciente y
Redentor, lo ha de vislumbrar justamente en cuanto Hombre, en cuanto asume la naturaleza
humana. Ahora bien, el hombre que reflexiona y plantea el problema del mal no es un ser más en
la escala zoológica; es el hombre como ser personal, consciente y libre o responsable de sus actos.
Ello significa para nosotros, que no sólo es persona (personeidad: eidos o esencia de persona), sino
también que actúa como persona, como ser reflexivo y responsable (/personalidad: realización de
actos personales), en la afortunada distinción zubiriana 4.
Así tenemos que el pecado del mal físico ha de verse en la integración de este tipo de mal con los
valores positivos en la evolución física de los seres, especialmente de los vivientes. En otras
palabras, la evolución implica necesariamente cambio, mutación. Un ser inmutable no evoluciona.
Pero tal mutación implica que a veces pueda ser involutiva o retrógrada; y que siempre ha de llevar
a la destrucción anterior. Así, por ejemplo, si una planta evolucionara solamente a nivel individual,
a base de crecimiento continuo, llegaría el momento en que ocuparía todo el espacio y todas las
fuentes de energía; y además impediría la evolución propiamente trans-específica. Luego en algún
momento la evolución de los vivientes implica necesariamente su destrucción. La expresión de los
antiguos: «La generación de una cosa implica la destrucción de otra», puede expresarse más
positivamente: «La corrupción de unos vivientes es condición de la generación de otros vivientes».
Así, pues, el mal físico, incluyendo hasta la destrucción o /muerte de la vida precedente, es una
condición necesaria de la evolución de los vivientes o de su conservación. Y visto así, ya no es un
mal absoluto, sino muy relativizado; incluso se halla integrado positivamente en el engranaje
evolutivo del cosmos.
No se trata, por tanto, de que el mal físico, todo mal físico, sea un castigo del pecado; ni siquiera
para el hombre: es condición de la vida material, tal como la conocemos en el cosmos. Con todo, el
mal físico es integrable también en la esfera de lo personal, en cuanto es aceptado libremente.
Adquiere así varias formas: de preservación o dietética (ayuno de ciertos placeres), de penosidad
en el trabajo, de compensación por la injusticia hecha a otros, de redención y entrega por el
/prójimo.
Aunque más difícil de comprender, algo similar puede decirse acerca del mal moral. Este
presupone ciertamente un sujeto personal; no sólo que sea /persona (personeidad), sino que actúe
como tal (personalidad). Es decir, un sujeto que, por una parte, es responsable de sus actos; lo que
implica conciencia reflexiva y /libertad electiva. Por otra parte, implica que es un sujeto progresivo,
racional, que adquiere la perfección moral gradualmente y no de una vez para siempre; es un
sujeto que va realizándose como persona. Tenemos, pues, que al aplicar el carácter de perfectible
o progresivo a la conciencia reflexiva y a la capacidad electiva, estas deben cambiar justamente
para perfeccionarse. Ello supone estadios anteriores más imperfectos: o sea, privados
temporalmente de una perfección a la que pueden aspirar. Los actos, pues, en estos estadios
imperfectos, siendo esencialmente, físicamente, buenos en calidad de actos, acusarán, sin
embargo, algún tipo de imperfección psicológica y moral, de conciencia y de elección. El error no es
un pecado; pero es la condición previa de una mala elección, en lo que consiste el pecado.
¿Puede haber un ser moralmente perfecto desde el principio de su existencia, de modo que no
pueda cometer ningún error ni pecado alguno? Sin duda, eso no es algo absurdo. Pero tal ser ya no
sería humano; no sería un ser perfectible. Con lo que, si todos los seres fueran así, el universo
carecería de ese tipo de bondad, que es la bondad progresiva o perfectible 5. Un universo
absolutamente perfecto desde el principio, no progresivo ni mutable, sería un universo acabado;
pero monocorde y unilateral, monótono y esencialmente inferior en grados de bondad. En
consecuencia, el mal moral se integra igualmente y adquiere su sentido positivo, a través de la
perfectividad de los entes personales.
NOTAS: 1 P. RICOEUR, El escándalo del vial, Revista de Filosofía 5 (Madrid 1991) 191-197. – 2 Cf
Metaphy.s., IX, c. 9; 1051 a 1-20; Et. Nic., 11 c. 5; 11061) 20ss. – 3 Malum est privatio boni debiti:
SAN AGUSTÍN, Enchiridion, e. I I; PL 40, 236. – 4 X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Sociedad de Estudios y
Publicaciones-Alianza, Madrid 1986, 113, 127, etc. — 5 Cf SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra
Gentes, 111, cc. 10 y 71; SAN AGUSTÍN, Enchiridion, c . I I ; PL 40, 236.
BIBL.: BORNE E., Le probléme du mal, PUF, París 1958; CARDONA C., Metafísica del bien y del mal,
Eunsa, Pamplona 1987; DUQUE F. (ed.), El mal: irradiación y fascinación, Serbal-Universidad de
Murcia, Murcia 1993; HAAG H., El problema del mal, Herder, Barcelona 1981; JOURNET C., El mal,
Rialp, Madrid 1965; NABERT J., Essai sur le mal, París 1955; NEMO P., Job y el exceso del mal,
Caparrós, Madrid 1995; PÉREZ RUIZ F., Metgfísicn del mal, Universidad Pontificia Comillas, Madrid
1982; ROSCHINI G., tl problema del mole, Jonica, Roma 1959; SERTILLANGES M. D., El problema del
mal, 2 vols., Epesa, Madrid 1951; VERNEAUX R., Probléme.s et my.stére.s du mal, La Colombe, París
1956; WAELHENS A., Pen.sée mytique el philosophie du mal, RevPhLouv 59 (1961) 315-347.
L. Vicente Burgoa
MARGINACIÓN
DicPC
La percepción de las condiciones de los grupos situados fuera o al margen de la sociedad global, y
la consiguiente noción de marginación, hay que enmarcarlas en la configuración del mundo
moderno. Esta percepción arranca del proceso histórico que abre la /Ilustración hacia la conquista
y pleno reconocimiento de los derechos del hombre, y su extensión progresiva a todos los sectores
de la sociedad. Con esta universalización de los derechos humanos se lleva a la categoría de
derechos la creencia en los principios de /igualdad y libertad de todos los hombres. En el antiguo
régimen el fenómeno de la pobreza, como el de la exclusión social de un sector mayoritario de la
sociedad, no era desconocido como tal fenómeno, pero se percibía como algo natural dentro de la
total organización social, por lo que carecía de importancia relevante. Los afectados no se
consideraban /excluidos, ya que estaban donde tenían que estar, en el lugar que les correspondía
según el orden establecido y no sometido a discusión. La consecuencia primera que hemos de
sacar de lo dicho, es que la percepción de la marginación social nace y crece en el mundo moderno
en el meollo de una contradicción fundamental. La sociedad actual proclama la igualdad de todos
los hombres; los derechos sociales, políticos y jurídicos son reconocidos en las Leyes
Fundamentales de los Estados modernos. Pero estas proclamaciones con apoyaturas normativas,
se mantienen en una sociedad cuya real estructuración se vertebra en la desigualdad social. La
profunda contradicción se produce cuando la misma sociedad que mantiene sustancialmente sus
reales estructuras, productoras de dicha desigualdad, manifiesta o proclama a todos los vientos la
igualdad en dignidad de todos los hombres. La desigualdad se transforma así en injusta
desigualdad. La marginación, como realidad humana y social, denota la falta de conciliación entre
los problemas estructurales de la sociedad con aquella creencia igualitaria que ella misma elevó a
derecho exigible.
La experiencia vivida y la reflexión teórica nos han situado en el meollo de una realidad dinámica,
que sólo es posible desentrañar partiendo de una idea clave. La clave interpretativa es la de
proceso. Todos estos fenómenos sociales constituyen procesos, cuyas dimensiones son demasiado
complejas y profundas como para tratarlas a niveles tan parciales y superficiales como se han
tratado y se siguen tratando. ¿Qué es y qué significa el proceso de marginación social? Es un
proceso objetivo, que se produce en toda sociedad organizada con poder, a través del cual el
desorden establecido —que diría Mounier—, mediante sus mecanismos funcionales, afirma y
consolida las desigualdades estructurales sobre las que se asienta el propio orden social,
reforzando así la solidaridad de los demás grupos sociales. Implica la exclusión del marginado en la
creación y reparto de los bienes sociales y en la toma de decisiones. La condición marginal se
adquiere mediante este proceso, y afecta a las personas y grupos que se encuentran dentro del
mundo de la marginación.
b) Inhabilitación social. El proceso de marginación social produce, en las personas que lo padecen,
la incapacitación o inhabilitación social en los términos más amplios. Esta inhabilitación es
producida por el aislamiento, la incomunicación y el no acceso a los cauces del poder social.
Desde el origen, el niño y el adolescente marginados, por el hecho de serlo, están llamados a vivir
el proceso de formación personal y social de manera bien diferenciada de los otros grupos no
marginados. Y no es de extrañar que así sea, porque esto deriva de la lógica del sistema. Sabemos
que la característica esencial de toda marginación es la afirmación y la consolidación de las
diferencias y desigualdades estructurales, que producen discriminaciones injustas entre las
personas y grupos dentro del sistema. Para distinguir el proceso formativo del niño y del
adolescente marginados, importa destacar aquí la perspectiva con la cual son percibidos
socialmente y cómo son tratados en consecuencia. Esta óptica social frente al marginado es lo que
nos da las claves interpretativas para la comprensión de las interacciones y relaciones personales y
sociales, en que consiste el proceso que describimos. En efecto, estos niños y adolescentes,
marginados desde el primer grupo en el que surgen a la existencia; y con el que tienen que
habérselas: la familia, hasta los grupos buscados o creados por los mismos, van a sufrir en su
cuerpo y en su psique el estigma o marca de esta diferenciación. Se da, pues, una concatenación
lógica entre el proceso objetivo de carácter estructural, que es la marginación social, y el proceso
subjetivo interrelacional en que consiste la formación del individuo humano, mediante la cual este
se va integrando paulatinamente en el medio social, a través de su paso por las distintas
instituciones sociales, que por ello reciben el nombre de agentes de socialización.
V. LÍNEAS ORIENTATIVAS PARA UNA ALTERNATIVA.
Dada la naturaleza del proceso de marginación social y de la problemática que encierra, sólo puede
romperse el círculo vicioso que implica, si se da una transformación en las estructuras sociales que
la imponen. Solamente una transformación sociopolítica y socioeconómica podrá cambiar
radicalmente la condición social del marginado. Pero, ¿cómo transformar estas estructuras?
Dejando aparte las posiciones revolucionarias y cualquier procedimiento espectacular y violento, la
cuestión es si, mediante procesos colectivos en el seno de una sociedad determinada y concreta
como es la nuestra, pueden darse otras vías o actuaciones que traten de influir o propiciar desde la
base la modificación de las estructuras sociales. Esta segunda alternativa no sólo es posible, sino
que es la más adecuada. Si el acceso de las personas o grupos marginados a la fuente y ejercicio del
poder social implica la reestructuración de la sociedad global, es claro, que hay que centrar la
cuestión en términos dialécticos. Todo proceso de cambio para erradicar o aminorar la marginación
social, tiene que plantearse el reducir la contradicción existente entre la sociedad privilegiada y sus
mecanismos hegemónicos excluyentes, y los marginados relegados al gueto.
Pero esto no es sencillo. Es necesario llegar a conjugar la libertad y autonomía de la persona con la
solidaridad social. La libertad exige que el hombre no sea considerado como un objeto, sino como
sujeto del proceso social. La /solidaridad organizada socialmente ha de ser capaz de ejercer la
doble función de la vida social; de un lado, la creación y distribución de los bienes y recursos,
ordenada al bien de toda la comunidad; de otro lado, la participación concreta, libre y ordenada, de
todos los hombres en la definición y realización del /bien común. Entonces, en lugar de excluir a las
personas y poblaciones consideradas superfluas, los mecanismos del sistema social estarían
preparados para garantizar que la distribución de los bienes superfluos, una vez reintegrados a la
comunidad, pueden llegar a sus naturales destinatarios: los necesitados y los marginados,
erradicando así la injusta desigualdad. La acción social tendente a erradicar o aminorar la
marginación social, para ser eficiente ha de darse en el marco comunitario y tener que promover la
implicación y gestión comunitarias. Es el problema de la participación. Esta participación tiene que
venir en marcada en una perspectiva liberadora.
Vistas así las cosas, entramos en una cuestión de fondo, que hemos de despejar para ver claros los
objetivos y los móviles en las distintas propuestas de participación. El verdadero problema no es
que una determinada comunidad o barrio se organice y participe. Lo esencial es el para qué y a qué
niveles. Porque esa participación puede estar simplemente dirigida a procesos de integración
mecánica en la sociedad, incorporando sin más los valores de la misma, o bien puede conducir a la
transformación social. Puede significar una convalidación o un cuestionario social. No es lo mismo
tratar de adaptar o ajustar a los individuos que reajustar sistemas de relaciones vitales, a nivel
familiar, grupal o social, para lo cual hay que priorizar el desarrollo comunitario, con la implicación
y gestión comunitarias. La participación no dependiente y crítica hace al sujeto protagonista de su
propia historia y produce equilibrio en las relaciones interpersonales y sociales. No puede estar
desligada tal participación de la convicción de la necesidad de que se produzcan cambios más
profundos, como ha ocurrido en la perspectiva funcionalista, donde no se ponía en cuestión el
sistema social en su conjunto, generador de las situaciones de pobreza y marginación sociales. El
objetivo no puede ser, por tanto, tratar de neutralizar comportamientos individuales o grupales, sin
neutralizar las raíces estructurales de la miseria, la /opresión y la marginación social. Sólo así, una
vez entendidos en su realidad radical los mecanismos de exclusión social y la necesidad de
afrontación de los mismos, el proceso de cambio para erradicar la marginación social, a la larga,
puede convertirse en un proceso de auténtica transformación social. Sería un proceso
transformador, capaz de eliminar las raíces de la marginación y exclusión sociales, como
enfermedades endémicas de nuestro sistema social. Así, en la medida en que nos introducimos en
los contextos marginales para humanizar la existencia de estas personas y grupos, situados
forzadamente al margen de la historia, estaremos contribuyendo a humanizar también nuestras
vidas personales y las de la sociedad entera.
BIBL.: BERGER R.-LUCKMANN T., La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires
1968; CASTEL R., La gestión de los riesgos, Anagrama, Barcelona 1984; COHEN S., Visiones del
control social, PPU, Barcelona 1988; DURKHEIM E., La división del trabajo social, Akal, Madrid 1982;
GALBRAITH J. K., La sociedad opulenta, Planeta-Agostini, Barcelona 1985; GARCÍA NIETO J., Pobreza
y exclusión social, CCJ, Barcelona 1987; GERMANI G., El concepto de marginalidad, Nueva Visión,
Buenos Aires 1973; INEDES, Hacia la superación de la marginalidad, Herder, Quito 1972; TAMAYO
ACOSTA J. J., La marginación, lugar de los cristianos, Trotta, Madrid 1993; TONI CATALÁ S. J.,
Salgamos a buscarlo: Notas para una teología y una espiritualidad desde el Cuarto Mundo, Sal
Terrae, Santander 1992.
G. M. López Hernández
MARXISMO Y PERSONA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
La despersonalización del ser humano bajo el capitalismo obedece, pues, a una relación de dominio
anónimo mediado cósicamente y, por ende, de enajenación sobre su corporalidad misma. De esta
manera, la afirmación de la sensibilidad humana y del correspondiente desarrollo estético de sus
sentidos, exige la liberación de su subjetividad de dicho dominio. El ámbito sensible-corporal juega
aquí un papel ético fundamental. Según Dussel, la afirmación de la dignidad de la existencia
viviente, es decir, de la persona, es el acto ético primero, que constituye, aun siendo
protolingüístico (previo al diálogo con el otro), el momento originario de la racionalidad práctica en
Marx.
La dignidad del trabajo vivo, de la persona, es sensualmente perceptible en el /rostro del Otro (la
/alteridad en sentido de E. Lévinas); dicha dignidad es previa a la constitución de sentido que se da
en el mundo de vida hegemónico. Únicamente reconociendo la dignidad del trabajo vivo, esto es,
de la persona trabajadora (la afirmación sensible de la existencia viviente del Otro u Otra), antes de
ser subsumida bajo un mundo de vida específico (mundo de vida capitalista, por ejemplo), es
posible tomar distancia ético-crítica con respecto a su posible e históricamente inevitable negación,
por la eticidad de un mundo de vida específico. Con ello pasamos a una segunda determinación del
personalismo en Marx.
IV. CONCLUSIONES.
Según Marx, en un primer momento de dicha evolución predomina una relación inmediatamente
personal o dependiente de las personas: producción sin excedentes para el intercambio:
producción de autoconsumo. En el segundo momento surge, por el contrario, una independencia
personal fundada en una dependencia cólica, que supone un desarrollo sistémico, no sólo de las
fuerzas productivas que permita un excedente productivo, sino también un desarrollo burocrático
administrativo, así como el surgimiento de marcos institucionales políticos y sociales garantes, por
ejemplo en el capitalismo, de la libertad e igualdad jurídicas, etc. El tercer momento, por su parte,
que según Dussel cumpliría con la función crítica de un ideal regulativo en Marx5, consistiría en la
racionalización del intercambio con la naturaleza, por medio de un control comunitario «que lo
lleven a cabo con el mínimo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas (würdigsten) y adecuadas
a su naturaleza humana» 6. Este horizonte crítico, más allá de todo modo de producción
históricamente posible, supone una comunidad ideal de productores, en la que los individuos, a
partir del reconocimiento ético explícito de su vinculación interpersonal y la dependencia de su
vida con respecto a la naturaleza, disponen de la fuerza social que, en su conjunto, les permite
liberarse del trabajo necesario para la reproducción de sus necesidades vitales y acrecentar al
máximo el tiempo destinado al disfrute del desarrollo de sus facultades plenamente humanas. De
esta manera, la concepción personalista de Marx, esto es, la afirmación de la subjetividad humana,
sólo resulta concebible al interior de una comunidad en la que, a manera de horizonte crítico
normativo, el carácter cólico de las relaciones, aparentemente interobjetivas, sea relativizado en
términos de estructuras autonomizadas de poder social anónimo, cuyo estado de enajenación sólo
resulta posible de ser superado a partir del /reconocimiento crítico de mediaciones intersubjetivas
despersonalizadas.
BIBL.: DUSSEL E., La Producción Teórica de Marx. Un comentario a los Grundrisse, Siglo XXI, México
1985; ID, Hacia un Marx desconocido. Un comentario de los manuscritos del 61-63, Siglo XXI,
México 1988; ID, El último Marx (1863-1882) y la Liberación Latinoamericana. Un comentario a la
tercera y a la cuarta redacción de «El capital», Siglo XXI, México 1990; ID, Las metáforas teológicas
de Marx, Verbo Divino, Estella 1993; ID, Filosofía de la producción, Nueva América, Bogotá 1984;
FORNET-BETANCOURT R., Ein anderer Marxismus? Die philosophische Rezeption des Marxismus in
Lateinamerika, Grünewald, Maguncia 1994; MARX K., Contribución a la crítica de la economía
política, Siglo XXI, México 1980; ID, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política
(1857-1858), 3 vols., Siglo XXI, México 1984ss; ID, Zur Kritik der politi.schen Ókonomie (Manuskript
1861-1863), Dietz, Berlín 1982; ID, Zur Kritik der politi.schen Ókonomie (Manuskript 1863-1867),
Dietz, Berlín 1988; ID, El capital, Siglo XXI, México 1985ss; MORENO VILLA M., Filosofía de la
Liberación y Personalismo, Universidad de Murcia, Murcia 1993.
L. M. Sánchez Martínez
MASA Y MASIFICACIÓN
DicPC
En cuanto al plano religioso, se produce en la modernidad una relajación desde la propuesta fuerte
de fe que conllevaba el teísmo, hasta la fe mantenida, pero diluida en el deísmo propiamente
moderno. Cabe decir que, en esta etapa, el hombre centró su /relación con Dios en el ámbito
intelectual, tratando de llegar a él por este medio. Y es que el hombre moderno se halla
deslumbrado por la potencia esclarecedora del entendimiento, expuesta, sobre todo, en los logros
de la /ciencia física posgalileana. Pero en este fervor despreció otras potencias, sin las cuales el
acceso propio a lo divino (al menos entendido de modo personal) está vedado. Las facultades
relativas a la afectividad eran calificadas de secundarias, por ser escasamente susceptibles de
objetivación, así como por su carácter principalmente pasivo, receptivo de lo que viene de más allá
del yo mismo. Pero este énfasis en la esfera intelectual de lo humano y en su carácter
autosuficiente, lleva aneja una rebeldía, en primera instancia dirigida contra la autoridad religiosa,
pero finalmente proyectada contra la autoridad, respecto al hombre, de Dios mismo. Así los logros
de la búsqueda intelectual de Dios y de la rebeldía frente a su autoridad, van desde el Dios de los
filósofos hasta las partidas de defunción de la divinidad (F. Nietzsche).
En esta línea, de acuerdo con Fromm en la denuncia del mal de nuestra época, Zubiri se queja de la
falta de discursos sobre el problema de /Dios por parecer baladí, Unamuno afirma que una fe que
no duda no es /fe, y Ortega clama por que la filosofía vuelva a iluminar Europa. El hombre-masa,
sin embargo, es sordo a estos requerimientos. Posmoderno él, ha recibido los frutos, aun
trabajosamente logrados por la modernidad, de modo expoliador y desvalorizador. La /autonomí a
digna y autoexigente de Kant es, para el hombre-masa, un saberse /sujeto de derechos, pero no de
responsabilidades, un desprecio del brillo de la verdad (lumen naturale en Descartes) y de lo bueno
en sí, que acaba en el propiocentrismo relativista y autoindulgente, donde se hace insalvablemente
costosa cualquier petición de esfuerzo más allá (metafísico /transcendente) de la propia
satisfacción. Y el esfuerzo más costoso para el hombre masificado es el que conlleva el
pensamiento, dado que pensar es ahondar creativamente, desde el suelo de una tradición de
pensamiento, en lo que el mismo hombre pensante es y en la realidad que lo rodea, siendo la más
cercana de las realidades la sociedad, en la que se encuentra con los otros hombres. Tan radical es
la importancia de esta sociedad, que es el origen de la identidad del yo.
Desde el nacimiento observamos conductas que nos afectan y ejercitamos otras que repercuten en
los demás, proyectamos nuestros esquemas de comprensión y nos identificamos con los ajenos,
aprendemos a confiar y a ser críticos de modo equilibrado, si el sistema de influencias que
recibimos es el adecuado para el proceso de individualización. El criticismo moderno ha conllevado
el hipercriticismo relativista posmoderno. Ambos son muestras de perturbaciones del equilibrio
entre confianza y capacidad crítico-creativa. Sistemas intelectuales como el kantismo o el
/marxismo, no cuentan con que la realidad del hombre es menos feliz de lo que ellos pretenden
(no existen ni el héroe moral kantiano ni el proletario ideal de Marx). Y este no contar con la cierta
realidad del hombre, por un deseo de reacción ante un énfasis tradicional en la miseria de la
condición humana, ha conllevado perjuicios mayores que los que intentaba disolver. El hombre
real, no el que la modernidad soñaba, ha recogido el legado de modo irrespetuoso –ingrato que
diría Ortega–, llevando a extremos los principios propugnados por el moderno.
Es triste observar cómo la rebeldía frente a la autoridad tradicional, en sus tres facetas
sociopolítica, moral y religiosa, tiene como último fruto la entrega sin condiciones a una autoridad
inmanente, constituida en su extremo máximo por el Estado, y en el mínimo por los sectarismos de
más bajo corte. En el mismo sentido, el individualismo anejo a la rebeldía moderna contra la
autoridad, se torna, paradójicamente, en el caldo de cultivo idóneo de las tendencias colectivistas
más atroces: el comunismo estalinista y el nazismo. Y ello acontece porque toda negación de la
realidad del hombre como personal-comunitaria, donde el guión significa un nexo real e inevitable,
desemboca en la destrucción, en empresas que arrojan a los hombres y las sociedades unos contra
otros, ajenos a su hermandad superior. Estas son las repercusiones de rango colectivo de la
masificación.
III. CONCLUSIONES.
Sólo siendo personas podemos ser completamente fieles a las sociedades que conformamos. En
cada instante de nuestra vida nos hallamos insertos en sistemas de costumbres que nos dan
confianza, en cuanto nos garantizan la comunicación con los otros, respuestas adecuadas a
nuestras acciones, y que nuestras conductas serán acertadas. Pero la energía que hace trascender
al hombre, una y otra vez, las barreras que parecían insalvables, es la capacidad de vivencia
inmediata —personal y única— de la realidad misma, más allá de los edificios conceptuales que le
conducen hacia ella. De regreso, el hombre debe mostrar a otros lo visto, debe verbalizar lo
inefable para ponerlo al servicio de su colectividad. Esta especie de vía mística se hace imposible si
no superamos obstáculos propiamente modernos (urgencia, superficialidad, utilitarismo, etc.) si no
introducimos en nuestra vida un espacio para la intimidad con nosotros mismos. Es el aserto
verdadero de García Morente la mejor abreviatura práctica de esta definición: «La fuente creadora
de la cultura humana hállase en el individuo viviente, en la soledad personal, en la vida privada».
BIBL.: FROMM E., El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1981; ID, Tener o ser; FCE, Madrid 1986;
GARCÍA MORENTE M., Ensayo sobre la vida privada, Facultad de Filosofía de la Universidad
Complutense, Madrid 1992; GIDDENS A., Modernidad e identidad del yo, Península, Barcelona
1995; MOUNIER E., Tratado del carácter, en Obras completas II, Sígueme, Salamanca 1993;
ORTEGA Y GASSET J., La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid 1986; ID, Ideas y creencias,
Espasa-Calpe, Madrid 1959; SCHELER M., El resentimiento en la moral, Caparrós, Madrid 1993.
E. Martínez Hermoso
MATERIA
DiCPC
I. CUESTIÓN HERMENÉUTICA.
Los dos términos del binomio Materia-Energía constituyen los dos raíles por donde ha transitado
todo el pensamiento occidental, desde los balbuceos míticos, pasando por la representación
religiosa y teológica del mundo, a los esfuerzos por racionalizar la visión de la realidad por parte de
Aristóteles. Las mismas tentativas de la ciencia por descubrir las leyes del orden del universo han
quedado, a veces, entrampadas por esta bipolaridad. De ahí que la mayor parte de los modelos de
pensamiento y visión de la realidad se hayan transformado en -ismos: materialismo, idealismo,
espiritualismo, en un cerrado universo de incomprensión mutua. Es la física moderna la que ha
obligado a «despertar del sueño dogmático», y a poner en crisis estos dos términos como
«inadecuados para expresar las condiciones de posibilidad del devenir de la realidad». Se trata, por
lo tanto, de lo que machaconamente, y con tanto acierto, definían los dos máximos filósofos de la
realidad, Heidegger y Zubiri, como «la imprescindible cuestión hermenéutica» del futuro quehacer
filosófico: liberar de esa zaborra maniquea los dos términos que la visión mítica, teológica y
dogmática ha trasformado en representaciones absolutas y mutuamente excluyentes. Este
esfuerzo de interpretación, pasará necesariamente por la pregunta crucial de si términos como
materia y espíritu resultan todavía adecuados para expresar las condiciones de posibilidad del
devenir de la realidad, tal como vienen propuestas por la física moderna. Una breve panorámica
por antiguos y modernos pensadores ayudará a comprender el esfuerzo titánico por comprender, y
hasta superar, una conceptualización que ha marcado por tanto tiempo la divisoria de las aguas
filosóficas.
Los pensadores latinos adoptaron el término materia (designaba la madera viva del bosque, capaz
de producir retoños, la madera de construcción, en oposición a lignum –la leña para el fuego—; y
de ahí, los materiales necesarios para construir algo) para traducir el griego hylé porque expresaba
el con qué se hace algo y el de qué están hechas las cosas. De ahí el paso a designar el fundamento
de la realidad sensible era breve: materia era el principio (arché) que hacía que las cosas ocuparan
lugar, espacio. Como la hylé griega, pasaba a designar el origen, el sujeto y la causa de las cosas. En
sentido figurado, indicaba así el contenido de un razonamiento, de un discurso, debate o tratado.
Muy pronto el término se cargó de otras resonancias: mítico-religiosas y filosóficas. La materia,
como principio negativo de la realidad sensible, pasó a indicar el origen del /mal, opuesto al bien
(espíritu-inmaterial); la existencia terrena, fue concebida como materialización-encarnación; y la
vida sensible, como una cárcel-tumba. Conceptos que provocaban una espiritualidad entendida
como una purificación continua de los lazos de la materia y como la conquista de la inmaterialidad.
La teología griega (no sólo la platónica), interpretada durante la época helenística y romana por la
teología oriental dualista, pasará este concepto a la neoplatónica cristiana, que terminó por
dominar el entero panorama de la /teología cristiana (a pesar de los primitivos destellos, en el
pensamiento cristiano, de una antropología somática y de la visión de la corporeidad como remate
del dinamismo divino hacia la autocomunicación). Un rasgo que iba a marcar la fisonomía del
concepto hasta nuestros días.
Algo parecido le iba a ocurrir con su caracterización filosófica, por obra de Aristóteles: su oposición
a la forma, en cuanto pasivo opuesto a lo activo, indeterminado a lo determinante. Sin embargo,
en pura terminología aristotélica, la materia es principio (por lo tanto con su dimensión activa), no
sólo elemento: el elemento es el resultado de la disolución de los cuerpos, el principio es
constituyente de la corporeidad misma. La materia como principio, puede indicar la total
indeterminación (materia prima), lo que en la corporeidad todavía no es ni esto ni aquello, y que
puede devenir una cosa concreta (materia secunda), en cuanto susceptible de recibir una forma
determinante. En cuanto total indeterminación, es por esto incognoscible y sólo indirectamente
cognoscible (deducible). En su aplicación a la construcción de las cosas, Aristóteles aplica al
binomio materia forma su teoría de la potencia-acto. La materia sería la potencia de /ser, algo que
puede ser capaz de recibir las determinaciones formales. En cambio, los aristotélicos insistirán en la
materia como carencia, vacío y pasividad (tó pathetikón). Así, la materia sería algo-que-no-es,
idéntica al no-ser, a la /nada. De ahí su definición negativa: la materia es aquello que por sí mismo
no es algo, no es cualidad, no es cantidad, ni nada por lo que un ser pueda decirse determinado. No
era difícil, con esta definición, explicar el devenir como la actividad de la forma=espíritu, un
principio en oposición a la materia, como harían muchos discípulos de Aristóteles y los
neoplatónicos de Plotino. Los estoicos habían tratado, sin caer en el mecanicismo de Demócrito, de
buscar dentro de la materia misma las virtualidades que hacían posible el devenir mismo del
espíritu (logosnous), a través de su teoría de las razones seminales (concebidas como fuerzas con
finalidad propia que marcan el devenir de las cosas), concediendo pleno sentido a la corporeidad y
a la materia. También algunos primitivos pensadores cristianos habían tratado de seguir este
camino hablando del /cuerpo como gloria Dei y de la materia como primum donum Dei, en su
proceso de autorrevelación de lo divino, tratando de fundar la llamada antropología somática
(homo caro Dei, corpus Dei, gloria Dei incorporata). Pero terminó eclipsada por la neoplatónica y
por una interpretación apresurada y falaz del pensamiento de Agustín; su fase neoplatónica fue
tomada por sus discípulos como el pensamiento maduro agustiniano, sin tener en cuenta sus
posteriores reflexiones y sus retractationes, rindiendo así al maestro un pésimo servicio.
Esta intersección de conceptos sobre la materia, llevó este término a una progresiva ambigüedad y
disolución conceptual, haciendo cada vez más difícil su aplicación a la filosofía de la /ciencia como
aproximación a la realidad. De hecho, la conceptualización de la materia como principio negativo,
sea filosófico como religioso-teológico (lo divino como inmaterial-incorpóreo, opuesto a lo
material=corruptible=malo) constituiría durante el Renacimiento y la época moderna una barrera
infranqueable, tanto para la /antropología (y para la misma teología) como para la física y la
cosmología, que tuvieron que abrirse otros caminos.
Tomás de Aquino había tratado de ir más allá en el concepto de materia, mediante una lec tura del
Agustín maduro1: el binomio materia-forma en realidad se resuelve en el más profundo de
essentia-esse (esencia-existencia), de manera que la materia sólo existe unida inseparablemente a
la forma. Duns Scoto irá más allá y destacará la dinamicidad de la materia, abriendo una puerta
nueva al pensamiento del Renacimiento: ya que la materia posee un propio esse, no es, por lo
tanto, mera privación, y su ser potencia significa ya ser un acto en potencia de otro acto.
Precisamente este será el camino que emprenderán los renacentistas, volviendo de nuevo a las
posiciones presocráticas (la materia como tronco vivo de retoños, la hylé como el fundamento del
brotar y del devenir). Y sobre estos fundamentos machacará de nuevo Suárez para dar un nuevo
fundamento a la filosofía de la ciencia. La materia lleva en sí el principio del devenir, en cuanto las
cuatro causas (eficiente, material, formal y final), en realidad son una sola, inmanente a la materia
(Telesio, Giordano Bruno, Campanella). La materia no sólo es el receptáculo de las formas, es la
fuente de las formas2.
Sin embargo, en el trasfondo de estas concepciones de la materia, tanto en los escolásticos como
en la conciencia de la nueva filosofía laica (iluminismo primero y empirismo moderno después)
aleteaba el fantasma de su valoración ético-religiosa. De ahí la explosión de los -ismos absolutistas:
materialismo, idealismo, espiritualismo. Si se examinan bien las aportaciones de los iluministas
(Condillac, Bonnet, Cabanis, Diderot, con su correlación entre cuestiones físicas y moral), o de los
críticos del idealismo alemán (Feuerbach: la materia como único fundamento de la moral; Strauss:
la materia como fundamento de la crítica del /cristianismo), o de la izquierda hegeliana (Marx y
Engels y su fundamentación materialista de la historia y de la sociedad), o del mismo
neopositivismo, se descubre un concepto religioso de la materia, que lleva a una serie de
dogmatismos ideológicos. Es el lastre que se puede verificar en los primeros teóricos del
evolucionismo (materialismo monístico de Spencer, Haeckel) o en los proyectos de la religión
racional de Comte. La ciencia, para estos partidos filosóficos, no dejaba de ser una religión, cuyo
dios es la verificación de todo fenómeno de la realidad, que no puede ser más que sensible. Pero la
ciencia, como acercamiento a la realidad, corría por otros cauces. La disolución definitiva del
concepto llegará con los cosmologistas físicos y con los analistas: para la cosmología de Whitehead,
la materia no juega ninguna función; Alexander tiene que pedir excusas por no poder dar ninguna
definición de materia; Russell definirá por esto la materia como «una línea causal o serie de
eventos ligados por una intrínseca ley causal»; terminando con un juicio que constituye la condena
del concepto clásico de materia: «El concepto de materia resulta para la física menos fundamental
de cuanto se creía». Por esto X. Zubiri no cesaba de repetirnos en sus seminarios: «El esfuerzo
hermenéutico más poderoso está en buscar un concepto adecuado a la física moderna, porque el
de materia no sirve».
Los filósofos de la ciencia del siglo XX han renunciado a servirse de cosmovisiones absolutistas,
sean materialistas, idealistas o espiritualistas, y han preferido colocarse en una posición
metodológica: «Nuestra tarea y gozo es descubrir el mundo en que vivimos» (Weisskopf). Sin
renunciar por esto a la aventura de la interpretación: ahí está el contingentismo (Heisenberg), el
empirismo crítico (Planck) o el realismo relativístico (Einstein). No sólo eran las nuevas teorías de la
composición de la luz (quanta corpusculares y propagación ondulatoria) y de la relatividad general
las que exigían un nuevo concepto de materia más cercano al de energía, sino los mismos
descubrimientos científicos sobre la constitución de la materia: la dimensión y peso de los átomos
(sistema periódico de la clasificación natural de los átomos de Meyer-Mendeleiev), las
trasmutaciones atómicas y la estabilidad del átomo, las partículas elementales, las fuerzas que
intervienen en el microcosmos atómico y, sobre todo, la trasmutación de la materia en energía, y
viceversa (que de esta forma absorbía en un principio más amplio el antiguo principio de la
conservación de la energía), identificando la propiedad fundamental de la materia, es decir la
gravedad, con la inercia que caracteriza la masa (interpretación geométrica de Einstein, que de esta
forma cumplía la aspiración de Descartes y Leibniz de «matematizar la materia en su extensión
dinámica»). Junto a estos descubrimientos, el método científico se afinaba con las leyes
estadísticas y la correspondencia entre diferentes modelos de interpretación, basada en la
probabilidad y la renuncia a una completa visualización del mundo atómico, como aspiraba la
mecánica clásica.
BIBL.: AA.VV., The concept of Manen Notre Dame, Indiana 1963; AMALDI G., Materia e antimateria,
Milán 1961; BUECHEL W., Philosophische Probleme der Physik, Friburgo-Viena 1965; DÓRIGA E. L.,
El universo de Newton y de Einstein. Introducción a la filosofía de la naturaleza, Herder, Barcelona
1985; EINSTEIN A., Sobre la teoría especial y la teoría general de la relatividad. El significado de la
relatividad, Planeta-Agostini, Barcelona 1985; FERNÁNDEZ-ARDANAZ S., Génesis-anagénnesis:
fundamentos de la antropología cristiana en los tres primeros siglos, Vitoria 1990; ID, Elementi di
antropologia somatica nella letteratura latina cristiana (Dalle origini al sec. IV), Antonianum 71
(Roma 1996) 1-34; RAMOS PICÓN E, La doctrina aristotélica de la materia prima, Quito 1964;
SELVAGGI E, La struttura della materia, Brescia 1966.
S. Fernández-Ardanaz
MATRIMONIO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Desde los albores del siglo XX se comenzó a proclamar el crepúsculo del matrimonio y el
advenimiento del concubinato. Sólo en las últimas décadas el matrimonio deja de ser la institución
fundante del hogar y la familia para convertirse, en el mejor de los casos, en la meta a que aspira
una pareja estable. Un hombre y una mujer se conocen y establecen relaciones sin vivir juntos
(relaciones prematrimoniales); después comienzan a convivir de modo duradero (cohabitación
juvenil, pareja estable), o como preludio a un eventual matrimonio (matrimonio a prueba,
matrimonio de hecho, unión libre); cuando llegan los hijos (la parejita y, con frecuencia, el hijo
único) la convivencia se reconduce hacia la celebración del matrimonio (civil o religioso). Gran
número de estas uniones acaban en divorcio, solicitado no sólo por parejas jóvenes como
confesión de un fracaso, sino también por cónyuges de edad avanzada que mal soportan la vida en
común.
El progreso de las uniones libres, el descenso de matrimonios, la tasa de natalidad, que en las
sociedades desarrolladas ha alcanzado mínimos históricos (1'2 hijos por mujer en España, siendo
necesario 2'1 para el reemplazamiento de las generaciones), y el aumento de los divorcios, son
fenómenos complementarios que reflejan nuevas actitudes ante el matrimonio y la familia. Pero
también suscitan numerosos interrogantes: la relación entre /sexualidad, matrimonio y
procreación, ¿es realmente tan fundamental como se ha sostenido?; ¿por qué, cuándo y cómo
surgió el matrimonio?; las transformaciones apuntadas ¿ponen en tela de juicio el significado y
alcance de esa institución o, por el contrario, permiten una configuración poliédrica en una
sociedad pluralista, democrática y multirreligiosa? Finalmente, frente a las situaciones que jalonan
las postrimerías del milenio, ¿cuáles podrían ser las reacciones, propuestas y proyectos de las
sociedades, los Estados y las religiones?
Antropólogos y sociólogos afirman que la /familia conyugal existe de hecho en todas partes, incluso
en las comunidades de organización más primaria. Al parecer se trata de una unión, en el seno de
una comunidad, llevada a cabo por una serie de móviles (fundamentos, fines), que interesan no
sólo a cada uno de los miembros de la pareja, sino también al grupo familiar y social; por todo eso y
por el calado mistérico que impregna los fenómenos del amor y la generación, en la mayoría de las
sociedades va acompañada de ritos y ceremonias que atraen una protección especial.
Consecuentemente, me adhiero a quienes caracterizan el matrimonio como el hecho total por
excelencia, pues implica a la vez tanto un acto político y diplomático, creador de simbolismo, como
un acto mítico y religioso, mezclado con lo económico y lo técnico, que permite organizar la
sociedad.
a) A pesar de las diversas teorías que intentan dar una explicación monotemática sobre el
fundamento y origen de la pareja humana, el único dato firme a subrayar es el siguiente: Ninguna
razón natural permite comprender la obligación de seguir las relaciones sexuales entre una pareja
de individuos a lo largo de toda su vida. Se explica, pues, por el hecho de que la pareja humana se
asienta en un sólido entramado de distinto calado: las pulsiones biológicas del sexo y la
reproducción; la aspiración o necesidad humana de una relación afectiva interpersonal profunda y
duradera; y, sobre todo, factores de orden social y económico como el imperativo de la
legitimación de la prole, la instauración de prestaciones mutuas entre hombre y mujer, así como la
división sexual de las tareas, porque para sobrevivir es necesario asociarse.
b) La hembra de nuestra especie perdió hace menos de cuatro millones de años la facultad de
atraer a los machos sólo en el momento oportuno para la reproducción, por lo que sigue siendo
permanentemente atractiva y receptiva aun después de ser fecundada. La respuesta de la especie,
entonces, fue la formación de parejas monógamas. Los indicios señalan también que no ha habido
encuentros casuales en el fondo de los bosques ni ha existido una promiscuidad primitiva, pues, en
ese caso, la organización familiar del hombre prehistórico habría sido necesariamente más simple
que la de los gorilas o la de los macacos.
e) De aquí nace la tupida y compleja red de normas que determinan con quién puede o debe
casarse cada miembro del grupo dentro de los cauces de la endogamia o la exogamia. Pero sobre
todo, se puede comprender el universal tabú del incesto, prohibición que se conoce de forma
unánime desde los orígenes de la humanidad. No es el resultado de tendencias fisiológicas o
psicológicas de la persona, ni tiene sólo la finalidad de proteger a la descendencia o connotaciones
morales, sino que constituye el primer acto de organización social de la humanidad. Su
universalidad sugiere que se trata de un rasgo propio de la naturaleza humana; pero la
multidiversidad de sus formas nos indica que estamos ante un fenómeno cultural, arquetipo de
todas las demás manifestaciones de reciprocidad.
f) El matrimonio suele establecer una división sexual del poder y las tareas, cuyo efecto es la
interdependencia de los sexos y la distribución de los roles. Lo más probable es que provengan
simplemente de una razonable distribución de tareas, acomodada a las condiciones de vida de cada
pueblo. En todo caso, se puede afirmar que la /igualdad de roles es un dato etnográficamente
desconocido, pues se confirma que en todas las sociedades conocidas se asignan a los hombres las
tareas prestigiosas y a las mujeres las faenas subalternas (/feminismo).
g) La división de tareas instaura entre los cónyuges una mutua dependencia, social y económica,
que aumenta su potencial de productividad; y, en ese contexto, el celibato representa un peligro
para la supervivencia del grupo. Pero el rol económico de la pareja incluye no sólo los medios de
subsistencia, sino también la reproducción. La función demográfica del matrimonio, sin embargo,
es practicada de modo diferente.
h) El matrimonio, estrechamente ligado a la ley del incesto, que realiza el paso de la horda animal a
la sociedad humana, y del, reino de la / naturaleza a la / cultura, al vetar que se confunda la
relación de consanguinidad con la de alianza, origina la estructura simbólica de la familia, en la que
cada miembro es considerado por su relación o no de consanguinidad.
i) Numerosas sociedades no limitan las relaciones sexuales al matrimonio, sin que esto quiera decir
que todo está permitido. La humanidad siempre ha tratado de canalizar la sexualidad mediante
medidas que reforzaran las condiciones biológicas y naturales del emparejamiento y la
procreación, sobre todo a través del matrimonio, tan íntimamente vinculado con la prohibición del
incesto, si bien su contenido y alcance varía sensiblemente según las culturas.
No obstante, serán otros múltiples y complejos factores los que, de forma directa o indirecta,
contribuirán al nacimiento y consolidación del matrimonio moderno: el matrimonio basado en la
atracción de la pareja, monógamo y contraído mediante la declaración pública del consentimiento
matrimonial, impera como el modelo predominante en Europa y América del Norte sólo en el siglo
XIX, si bien es el que hoy se va imponiendo en otras regiones del mundo. En breves y preñantes
pinceladas este puede ser su perfil:
a) La llegada del matrimonio por amor. Lo natural, en los últimos cien años, es que un adulto sano
se case, mientras que antes amplias capas de la población veían recortada, en uno u otro modo, la
posibilidad de contraer matrimonio. Se impone la elección libre y personal del cónyuge por amor,
pasando del «casamos a la hija» a «se nos casa la hija o el hijo». La familia se transforma en una
familia de esposos, es decir, en empresa sentimental, cuya solidez deriva más de la calidad de sus
relaciones que de la necesidad de sus funciones, pues al carácter reservado del / amor, cuyo único
placer sexual autorizado era el coito consumado (el débito), ha sido sustituido por el amorpasión,
de suerte que todo cónyuge es al mismo tiempo esposo y amante. También los matrimonios
antiguos conocían el amor, pero, en general, se amaban porque se habían casado y su amor no era
pasional. Antes se amaban porque se casaban; ahora se casan porque se aman.
b) Nuevo significado de la llegada del hijo. Ahora los hijos son esperados no como una ayuda
material a la pareja, sino como su plenitud y realización. En los últimos tiempos el hijo es un bien
necesario para los padres, que esperan de él que sea una fuente de afecto y de ternura, llegando,
en muchos casos, a vivir y trabajar sólo para él. Este nudo de interdependencias puede originar, sin
embargo, numerosos conflictos. Por otra parte, contrariamente a los clichés difundidos en el siglo
XIX, los niños suscitaban escaso interés y eran los grandes ausentes, tanto en las familias pobres,
como en las nobles y burguesas.
c) Dada la primacía del amor y la afectividad, no es extraño que la institución matrimonial haya
resultado hondamente dañada. Aquí sólo es posible insinuar algunos indicadores. Es bien notoria la
disminución creciente del número de matrimonios y el simultáneo aumento de uniones
extramatrimoniales y de divorcios. Resulta sorprendente, sin embargo, comprobar, según estudios
empíricos recientes, que los solteros aceptan y valoran el matrimonio y la familia, a la vez que
esperan de ellos cosas parecidas a las que esperan los casados. Quizá se debe a que se está
difundiendo una apreciación casi instrumental del matrimonio. Recordemos que cada vez son más
las parejas que no encuentran ninguna utilidad en el compromiso civil o religioso, ni lo juzgan
necesario para el éxito de su convivencia. Además, el número de personas solteras ha comenzado a
crecer tanto entre mujeres como entre hombres.
La mujer ha ido accediendo, de modo lento pero progresivo, al mundo laboral extra-doméstico, de
la cultura y de la política. Ante las dificultades que entraña la vocación profesional de la mujer
junto con su vocación de esposa-amante y de madre, la concepción tradicional jerárquica del
matrimonio tiene que vivir una revolución copernicana, avanzando hacia la concepción del
matrimonio como una /comunidad de iguales, basada en mutuos derechos y obligaciones respecto
de todos los contenidos que constituyen la comunión de vida. Además, la privatización de la
natalidad, debido a la fuerte inversión afectiva y financiera que implica, se ha visto favorecida por
la difusión de los métodos anticonceptivos químicos y la legalización, más o menos amplia, del
aborto. Y, paradójicamente, al desempeñar algunas funciones que antes tocaban a la familia, la
sociedad no parece asumir demasiados riesgos cuando acepta un alto porcentaje de divorcios. Por
eso, la nueva condición del matrimonio ha hecho necesaria la reforma del /derecho, porque la
sociedad no puede permitirse el lujo de soportar un número excesivo de uniones libres si quiere
garantizar su supervivencia.
Este modelo se encuentra a gran distancia del matrimonio tradicional. De ser fundamento de la
sociedad, hoy parece haber pasado a ser sólo un medio para soportar la ausencia de sociedad. Su
privatización ha dado a luz una nueva figura de conyugalidad, precipitado de la combinación de
placer, erotismo, intimidad, afecto, ternura y, al menos tendencialmente, igualdad. Estamos ante
una evolución que constituye un innegable progreso; pero ante la contrapartida que
necesariamente conlleva, muchos se preguntan si este modelo de matrimonio es un ideal
realizable, y si nuestra sociedad no está arriesgando peligrosamente su futuro con esta excesiva
reducción de prohibiciones y la ampliación de permisividades. En lo que no parece haber duda es
en subrayar la profunda brecha existente entre las representaciones ideológicas del matrimonio
como lugar feliz de la gratuidad, la reconciliación y la intimidad, y la práctica cotidiana de la vida
conyugal-familiar.
En realidad, el cuarto modelo visto ya lo es claramente, porque predominan las cláusulas del
contrato y la voluntad de los interesados. Se verifica la disolución de los tres elementos que, a
través de todas las épocas y culturas, se habían mantenido estrechamente vinculados: la pareja
/hombre-mujer se orientaba siempre al matrimonio, con la intención de formar una familia. Se
consideran alternativas al matrimonio, sobre todo, las uniones libres y la cohabitación juvenil
(aunque al alcance, también, de los que no son jóvenes). Ciertamente esto no hubiera sido posible
sin la aparición de la campaña de métodos anticonceptivos relativamente eficaces, al menos como
condición necesaria. Es muy significativo, sin embargo, que más de las dos terceras partes de las
parejas que viven en cohabitación terminan por legalizar su unión, particularmente cuando esperan
o han venido ya los hijos. Sorprende también que la mayor parte de las personas divorciadas
intenten embarcarse de nuevo en la nave del matrimonio.
Hemos constatado que, sobre todo en este sector, hemos pasado de una civilización del /deber a
una cultura de la felicidad subjetiva, centrada en el placer y en el sexo. Pero esto no quiere decir
que todo está permitido. En realidad «se instaura un /hedonismo dual, desenfrenado y
desresponsabilizador para las nuevas minorías, prudente e integrador para las mayorías
silenciosas» (G. Lipovetsky). En primer lugar, el sexo posmoralista, liberado de tabúes y
sublimaciones, debe expresarse con la única e imperiosa condición de no perjudicar al /otro; por
tanto, un cierto número de comportamientos sexuales siguen siendo condenados por la conciencia
social. Esta liberalización, sin embargo, no ha conseguido suprimir las formas de violencia y
agresión, ni siquiera en el ámbito de la pareja.
La nueva frontera ética del matrimonio pasa muy especialmente por el puesto de la mujer en el
seno de la pareja y de la familia. Ella aspira a participar, de hecho y de derecho, en las decisiones
que tradicionalmente se atribuían al marido, y a que este comparta en igualdad la /responsabilidad
del cuidado y la educación de los hijos y el gobierno de la casa, al mismo tiempo que desea poder
integrarse más en el tejido laboral, social y político. En los últimos decenios ha aumentado, en
proporción con su nivel de formación, el peso de la mujer en lo concerniente a decidir el número
de hijos y el momento de tenerlos.
El nuevo significado del hijo y la especialización a que se ve forzada la reducida familia moderna,
han provocado un cambio de actitud de los esposos ante la procreación. Conscientes de ello, la
mayoría de las parejas procuran vivir una paternidad-maternidad responsable en todos los
aspectos del cuidado y /educación de los hijos. Esta co-responsabilidad se ejerce también en el
ámbito de la procreación, gracias al conocimiento y el empleo habitual de los métodos de control
de nacimientos.
La concepción del matrimonio como /encuentro de un hombre y una mujer, que quieren compartir
un proyecto de vida sobre la base de una igualdad en la /diferencia, que incluye también la
posibilidad de experimentar el placer sexual de forma integral, constituye un reto para la sociedad
y para las Iglesias. En primer lugar, porque hay personas que no parecen hechas para el
matrimonio; existen otras que no son aptas, en razón de que sus formas de vida y de relación son
consideradas como trastornos; son numerosas las personas que, por necesidad interna, tienden a
una forma existencial de vida distinta; abundan los esposos que se equivocaron a la hora de elegir
la pareja y/o son incapaces de convivir con el cónyuge. Por otra parte, las personas aptas para el
matrimonio, que congenian bien, gracias a la acertada elección que en su día hicieron, tienen que
afrontar grandes tareas de estructuración y desarrollo, sobre todo hoy día, que la duración media
del matrimonio se ha duplicado o triplicado: la maduración de la personalidad resulta mucho más
difícil y lenta por mor de la complejidad de la vida moderna. La íntima conexión entre matrimonio,
sociedad y /religión, impone a las comunidades, los Estados y las Iglesias el deber de hacer cuanto
pueden para respetar los derechos al y del matrimonio y asegurar a todas las parejas, en
conformidad con su situación, las ayudas económicas, sociales, políticas y culturales que necesitan
para afrontar ese experimentum crucis de la vida (C. G. Jung).
BIBL.: ARZA A., Nuevo concepto del matrimonio, Mensajero, Bilbao 1976; BAIGORRI L., Matrimonio,
Verbo Divino, Estella 1984; EvELY L., Amore e matrimonio, Cittadella, Asís 1968; FREUD S., Tótem y
Tabú, Alianza, Madrid 1982"; HARING B., El matrimonio en nuestro tiempo, Herder, Barcelona
1964; ID, El matrimonio al rojo vivo, Paulinas, Madrid 1970; MARCUSE H., Eros y civilización, Seix
Barral, Barcelona 1968; MARITAIN J., Amore e amicizia, Morcelliana, Brescia 1965; MICHEL A.,
Sociologíe de la famille et du mariage, PUF, París 1972; RINCÓN R., Matrimonio civil, en AA.VV.,
Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, San Pablo, Madrid 1986`, 1419-1441; SCHELSKY H.,
Sociología de la sexualidad, Nueva Visión, Buenos Aires 1962.
R. Rincón
MEDIOS DE
COMUNICACIÓN SOCIAL
DicPC
No se puede comprender ni valorar el influjo de los Mass media sobre la capacidad de juicio sin
tener en cuenta el tipo de influjo que de por sí generan los medios de comunicación. Para lograrlo,
es fundamental examinar el tipo de percepción de la realidad que los Mass media generan en su
mediación cognoscitiva, los principios de selección por parte del comunicador de los materiales
informativos, que se convierten en específicos criterios de valoración de la realidad y que se
ofrecen al usuario como modelos de comportamiento. En esta encrucijada entre percepción de la
realidad, principios de selección de la misma y criterios de valoración (mediación cognoscitiva y
estimativa de la realidad), es donde se inserta la problemática del influjo de los Mass media en el
juicio. La clave de esta inserción está en las modificaciones de la percepción de la realidad (realitas
mediatica) que producen los Mass media y en la conversión de los principios de selección en
criterios de valoración de la realidad y de conducta.
a) En primer lugar, el usuario telemático está sometido a una disolución de la unidad direccional de
la conciencia. Al ofrecer la disponibilidad inmediata de una información instantánea, teóricamente
ilimitada, la telemática favorece una infinita dilatación del presente y una nueva percepción
espacio-temporal, al incorporar pasado y futuro en un único tiempo y lugar. En cierto sentido, la
existencia, determinada basilarmente por el tratamiento electrónico de la información, se va des-
historizando o ahistorizando. Se ha disuelto la idea romántica de una historia en movimiento lineal
progresivo, entre un principio y un fin. Se pierde la dimensión diacrónica de la realidad y la unidad
direccional de la /conciencia, para adaptarse a un movimiento circular-global, sin principio ni fin. Y
esto no sólo porque se desdibuja la sucesión temporal, sino también porque se pierde la dimensión
local. Se desorienta el individuo respecto al lugar espacio-temporal que ocupa su ser en la red de
conexiones de la existencia, fundamentalmente basada sobre criterios de identidad y diferencia.
Esto lleva a la anulación del conjunto referencial que constituye el vector del propio sistema lógico,
provocando un estado de confusión en la percepción analítico-sintética de la realidad y en la
valoración crítica de los acontecimientos, que repercute hasta en el juicio práctico: si no se
distinguen los diversos momentos de la acción, no puede tener lugar el distanciamiento necesario
para emitir juicios y tomar decisiones, porque esto supone la diferenciación entre medios y fines,
entre el antes y el después, entre causas y efectos. La /conciencia debe decidir y actuar al instante:
es el imperativo categórico de un estereotipado carpe diem.
c) En tercer lugar, lo único eterno del hombre ofrecido por la realitas telematica es la experiencia
del substrato cultural común o, por lo menos, la continuidad de la transmisión de los modelos
culturales. Y aquí se entra en lo más vivo del problema de la disolución de lo eterno humano y, por
lo tanto, de la norma objetiva o permanente de la conciencia. El esfuerzo mayor se centra en hacer
lo posible, dentro de lo posible, con un pragmatismo sin horizonte de futuro, sin proyecto.
d) En cuarto lugar, se verifica una insensibilización de la conciencia respecto a los valores. El usuario
se acostumbra a una cosmovisión en la que falta la referencia a cualquier tipo de valor
permanente. La simultaneidad con carácter de universalidad de los productos conlleva una
relativización de los mismos. Se puede exaltar un tema, o eliminarlo, o lanzar mensajes que tienen
el valor de lo efímero, ignorando los valores de referencia. Se puede llegar a juzgar una realidad sin
que la conciencia misma se dé cuenta, ya que no hace más que reflejar juicios estimativos ajenos, o
en su mayor parte camuflados. El peligro mayor es la delegación masiva del poder de desear, de
escoger, de decidir, de la propia responsabilidad de juicio. Y esto, teniendo en cuenta que es propio
precisamente de la realidad telemática el lanzamiento de mensajes subliminares. A todo ello hay
que añadir el hecho fundamental de que los mismos tiempos de la información y los de reacción de
la conciencia son diferentes. Un caleidoscopio de figuras y colores embota, satura y produce
náusea (en un niño, hasta aniquilar la conciencia por exceso de visualización, con la consecuente
pasividad y alergia a toda reacción creativa), llegando a provocar el síndrome de Stendhal, con sus
típicos síntomas de ansiedad, alucinaciones, disturbios visivos, palpitaciones, vértigo. Una especie
de overdose.
e) En quinto lugar, a la filosofía del ser y de lo auténtico sucede una filosofía del /compromiso.
Viviendo en una /cultura del letargo, el individuo se hace insensible al origen y finalidad de los
mensajes, perdiendo el sentido crítico. Entra así en una resignación perceptiva, donde todo tiene el
mismo valor, y que lo lleva al convencimiento de que lo único por hacer es aprender la técnica del
compromiso como estilo de vida.
f) En sexto lugar, la conciencia se libera de toda ilusión ideológica. Las leyes y la sintaxis de la vida
social aparecen como mero fruto de la convención y no tienen ningún fundamento objetivo-
permanente. El único fundamento es el /consenso común sobre los papeles que hay que
representar.
Examinado el tipo de percepción, ¿en qué consiste la realidad mediática? ¿Cuáles son los datos que
pasan a la conciencia, los eventos que forman el tejido de la información? Muchos se —
iran.,quedado fascinados por la tesis de la televisión creadora de una nueva realidad (tele-realitas).
Y es que, a menudo, resulta arduo al mismo estudio semiótico distinguir entre la realidad auténtica
y la realidad transmitida por los Mass media. Sobre todo cuando es la misma televisión la que se
ratifica a sí misma, como un universo hiper-real, más allá de lo verdadero y de lo falso. ¿Existen
eventos auténticos, objetivos? Los que suceden sin la presencia de la cámara televisiva, o sin su eco
en la prensa, están destinados a no incidir en la realidad, en la historia. Suceden como no-eventos.
Los otros, los que pasan por los Mass media constituyen el verdadero alimento de la realidad: ellos
son los verdaderos acontecimientos. Con los bancos de datos se agudiza el problema: estos
constituyen la memoria colectiva de la humanidad. La realidad-crónica se transforma en realidad
informática. En esta transformación se pueden registrar dos movimientos: uno, cuando la
telemática está al servicio de la realidad; otro cuando la realidad está al servicio de la telemática:
un acontecimiento, para pasar a la historia, tiene que ser informatizado, es decir, tiene que ir
revestido de una serie de significantes (un premio literario, una investidura, hasta un suicidio
tienen que ser televisivos...). Todo cambia según sea transmitido por televisión o no.
Los tele-eventos tienden a oscurecer a los espontáneos, porque son más escenográficos, más
fáciles de difundir de manera espectacular, repetidos a voluntad, sujetos a compra-venta. Son más
comprensibles socialmente, más aptos como objeto del comentario y, sobre todo, generan pseudo-
eventos, en una progresióngeométrica. Todo este encadenamiento produce en el usuario una
experiencia vicaria de la realidad, en la que vive por medio de otros. Es la fuerza mediadora de los
Mass media: convertir el medio en mensaje y alimentarse de sí mismo haciéndose imprescindible.
Después de ver el tipo de presentación de la realidad que constituye el núcleo del sistema
mediático, es necesario examinar cómo, con qué criterios o principios se construye esa realidad, y
su percepción por parte del usuario. Es el punto neurálgico de cómo la percepción de la realidad
mediática se convierte en valores y modos de comportamiento. La industria de la comunicación de
/masa (agencias, prensa, radio, editoriales, televisión, bancos de datos) usa una serie de criterios
de selección temática, que se suelen denominar simplemente «reglas para captar la atención del
usuario», en nombre de una pretendida neutralidad ética de la ciencia de la información. Pero, en
el fondo, estos principios de selección temática no son más que específicos criterios de valoración
de la realidad y bien definidos modelos de comportamiento. Con el agravante de que los Mass
media pretenden utilizar estos principios de selección de temas, eventos y noticias, para que
aparezcan como universales los contenidos de sus mensajes, con la intención de reflejar de manera
representativa el mundo entero. En realidad, el conjunto de estas reglas garantiza simplemente
una parcialidad uniforme, y es propiamente la uniformidad la máscara que encubre esa parcialidad.
Todo usuario tendría que tener presentes los siguientes criterios (sin ninguna pretensión
exhaustiva), que dominan el quehacer diario de un profesional de los Mass media en su selección y
emisión de mensajes que enviar al usuario.
a) La primera norma es el éxito. Interesan todos aquellos signos de éxito atribuibles a la fortuna-
suerte personal. Con la celebración del personaje famoso, se trata de hacer soñar y hábilmente se
especula sobre el mito del éxito (ifulguración!) como valor central de la vida, y sobre todos los
medios que a él conducen, por encima de cualquier aspecto ético-moral. b) La segunda norma se
refiere a la originalidad, novedad, /modernidad. El índice de novedad ordena las cosas, no según
una sucesión temporal, sino según una valoración radical, donde novedad corresponde a nueva
verdad y nuevo valor. Al criterio de novedad va estrictamente ligado el de moda (marcha, movida).
Todo lo que se refiere al pasado es algo muerto, no tiene ningún valor (anticuado, retrógrado,
superado, carroza, conservador, tradicionalista... son antivalores). Si alguna vez se usan datos del
pasado, se reciclan como inventos nuevos y originales. c) La tercera es lo personal, privado, íntimo.
A primera vista parecen criterios de selección que afectan a lo concreto, lo realístico, lo individual,
mientras que se usa el interés por lo humano como simple reclamo. La curiosidad por la vida
privada de personas famosas esconde la oferta de modelos de consumo. Se presentan elites al
poder, los stars, la alta sociedad, y se descubren sus vicios y problemas existenciales. No interesa
tanto el hombre, cuanto el héroe con sus debilidades. Interesa además ofrecer el personaje modelo
para mover al consumo de todo lo relacionado con el estilo de vida de tal modelo y,
contemporáneamente, para destruirlo y no romper la cadena del consumo de otros modelos. De
ahí la necesidad de lo efímero. También la vida íntima de personas anónimas sirve para crear
emociones fuertes, capaces de crear más audience. d) Otra norma para suscitar el interés del
usuario es la anormalidad-excepcionalidad. Lo raro, absurdo e imposible es noticia, porque rompe
con lo convencional y con el aburrimiento cotidiano. Pero además, se trata de un criterio de
selección de valores donde lo normal y cotidiano queda menospreciado (no existe). Cuando estas
anormalidades o excepcionalidades van unidas en la crónica al sexo y a la /violencia, tanto mejor.
e) La norma de la agresividad, la brutalidad en situaciones de peligro, la sádica destrucción de la
/felicidad ajena, es usada como reclamo, en cuanto los comportamientos transgresivos que van
contra los otros sistemas de orientación de la conducta (sistemas familiares, educativos, religiosos,
sociales –que por lo tanto no hacen noticia–), crean escándalo que incrementa la atención (véase el
fenómeno del monstruo en primera página). Esta clave hace dispararse una ley de la comunicación
de masa, que se podría definir como ley del adelantamiento ininterrumpido: si han podido acaecer
ciertas cosas, quiere decir que pueden suceder o haber sucedido otras peores. Una cadena de
variables anuncia la llegada del monstruo y, cuando este aparece en la escena, se le considera tal
aunque no lo sea o aún no se haya podido demostrarlo. f) Otro criterio de selección es la
competitividad, en cuanto modelo de vida ofrecido como medio para llegar al éxito. Se exalta una
vida para los más fuertes y vivos, sin escrúpulos y en guerra continua con su entorno. El aumento
de la riqueza es reclamo que va unido a la carrera del consumismo, jugando con la identificación
con el poderoso, es decir, con toda fuerza monetaria, material y física, pero también con la
psíquica, intelectual y cultural. Junto a estos más llamativos están los más sofisticados, como los
referentes a las crisis y síntomas de crisis: el fantasma de la crisis atrae la atención, sobre todo
cuando se trata de instituciones fuertes (Iglesia, Estado, grandes colosos industriales...). En el clima
de inseguridad y peligro, dicen los expertos que se vende más y mejor. En otras ocasiones se utiliza
este fantasma para crear un clima de /obediencia y sumisión. Lo extraordinario, exótico y
extravagante se utiliza para provocar y para normalizar, y para llamar la atención sobre ciertas
categorías sociales marginadas, despreciadas o condenadas (gays, luciérnagas, religiones
esotéricas, orientales...). La regla es que «lo que es extravagante, excéntrico o anómalo, si se
multiplica en millones de copias, pasa a ser objeto de admiración». Sobre todo para las categorías
débiles, como los adolescentes y jóvenes.
Pero no hay que olvidar que todos estos criterios no sólo tienen la función de promoción o
provocación, sino también de censura en relación a categorías y temas no considerados bellos ni
atrayentes, como pueden serlo los minusválidos, la muerte, los enfermos..., y no sólo de promoción
o provocación. Constituyen verdaderos decálogos de reglas de comportamiento y la forma más
sutil para cambiar escalas de valores, hábitos y juicios prácticos.
BIBL.: AA.VV., McLuhan e la metamotfosi dell'uonw, Roma 1984; ABEL K. O., Comunitú e
Connmicazione. Turín 1977; BOECKELMANN F., Teoria della comunicazione di mansa, Turín 1980;
CONRAD P., The Medium and Manners, Londres 1984; FERNÁNDEZ-ARDANAZ S., L'influsso dei
mass-media nena formazione della coscienza rnorale, Bolonia 1989; HABERMAS J., Strukturwandel
der Offentlichkeit, Berlín 1962; MALETZKE G., Psychologie der Massenkommunikation, Hamburgo
1963; MCLUHAN E., Laws of Media, Toronto 1989.
S. Fernández-Ardanaz
METAFÍSICA
DicPC
Las palabras clave, en las que los griegos codificaron sus logros metafísicos, fueron adoptadas por
pensadores judíos, musulmanes y cristianos, adaptándolas a la nueva situación medieval.
Posteriormente, pasaron a engrosar el acervo terminológico de la /filosofía moderna, vertidas a las
lenguas vernáculas, que, a partir del s. XVI, van adquiriendo rango filosófico. Así las cosas, parece
que hubiera una admirable continuidad en la historia de la metafísica. Además, siglo tras siglo, se
ha venido repitiendo, sin cambios aparentes, la definición que de ella diera Aristóteles: «Hay una
conciencia que estudia el ser en cuanto ser (ón he ón) y los accidentes propios del ser»1. Que son,
es lo que todas las cosas tienen en común; de aquí la universalidad de la filosofía primera, que es
como la llama Aristóteles, por oposición a las filosofías segundas, que estudian los seres desde
puntos de vista particulares. Parece, pues, que tenemos metafísica de una vez por todas.
Cabe observar, no obstante, que /ser no ha significado siempre, y para todos, lo mismo. Dentro de
la tradición escolástica hay escuelas que interpretan de modo diferente dicha noción, recibida de
los griegos; en nuestros días, cuando Heidegger, Sartre o Zubiri escriben ser, no están diciendo lo
mismo. Pero más allá de escuelas y autores, existe una diferencia radical de horizontes, que afecta
al sentido último de su comprehensión, de manera que si el padre de la metafísica volviera hoy a la
escena filosófica, podría decir, con más razón que en su tiempo, que «el ser se entiende en muchos
sentidos»2, radicalmente en tantos como horizontes. ¿Qué entendemos por horizonte? La visión
ocular está siempre delimitada por una línea en la que parece juntarse cielo y tierra; la llamamos
horizonte, porque limita la visión; pero, limitándola, abre ante nuestros ojos un campo de cosas
que llamamos panorama. Análogamente, nuestra visión intelectual está siempre circunscrita por un
horizonte que nos posibilita entender las cosas de una manera y no de otra. La intelección humana
es limitada, no sólo en sí misma, sino por razón del horizonte en el que está instalada. El principio
constituyente de todo horizonte es la visión, pero sería quimérico pensar que puede haber un
horizonte vacío de cosas. El horizonte propiamente no se ve, se entrevé a través de las cosas vistas.
Por ello, es difícil percatarse del suyo propio. Sólo cuando nos desplazamos hacia otros horizontes,
podemos entender los que dejamos atrás. Esto supuesto, nace una pregunta decisiva para
comprender la historia de la metafísica y su propia esencia: ¿Cuántos y cuáles han sido los
horizontes por los que ha transitado la metafísica, desde los griegos hasta nuestros días? Tratemos
de responder brevemente.
Las cosas nacen y perecen y, entre la generación y la corrupción, están sujetas a múltiples
mutaciones. Los griegos se sienten extraños a ellas por su variedad, y se preguntan si, por debajo
de los cambios, hay algo que siempre es. En respuesta a este problema, los filósofos jónicos
postulan la existencia de un principio material o arkhé, de donde emergen todas las cosas y a
donde revierten, después de su efímera existencia, para renacer de nuevo. A este principio eterno,
inagotable y siempre joven, lo llamaron physis. Aunque entendida en forma distinta (agua, aire,
fuego, apeiron, elementos, átomos, etc.), lo cierto es que la physis constituyó para la mente griega
el horizonte último e irrebasable de lo que siempre es. Peri physeos se titulan invariablemente sus
poemas. Dentro de dicho horizonte físico, se plantean la aporía de hasta qué punto las cosas son o
fluyen. Parménides apuesta por la consistencia del ser llegando a negar la pluralidad y el devenir de
los entes; mientras que Heráclito acentúa el devenir, reduciendo al mínimo posible su consistencia.
Admitida la inconsistencia de las cosas del mundo sensible, Platón trata de fundamentar su ser en
la realidad de las ideas eternas, subsistentes en un supuesto mundo superior inteligible. Más
realista, Aristóteles confiere a las cosas de este mundo –el único que conocemos– carácter de
sustancias, sujetas ciertamente a generación y corrupción, pero que mientras existen son
autosuficientes y sirven de soporte a las realidades segundas o accidentes, sometidos a continuos
cambios. El mundo entero descansa sobre estos pivotes, en cuya teorización culmina la metafísica
griega: «Lo que antiguamente, ahora y siempre se ha buscado y ha sido objeto de duda: ¿qué es el
ente? (Tí ti) ón), equivale a: ¿qué es la sustancia? (tís e ousía)» 3.
Dentro de este horizonte físico y sustancialista se explica todo, el /hombre y /Dios incluidos.
Aristóteles define al hombre: noéticamente, como «un animal que tiene logos», que vive diciendo
lo que las cosas son; prácticamente, como un animal que «por naturaleza (physei) es político». Pero
añade que, en la polis, «unos hombres son por naturaleza libres y otros esclavos, siendo para estos
la esclavitud tan conveniente como justa» 4. El esclavo, así como el /bárbaro, son definidos como
accidentes: «El que por naturaleza no se pertenece a sí mismo, sino a otro» 5. Y el libre como
sustancia: «El que es para sí y no para otro» 6. Todo horizonte, en cuanto visión del mundo,
envuelve necesariamente una dimensión práctica de carácter ético. La de Aristóteles es una ética
cívica (propia de ciudadanos libres); eudemónica (pensada como perfección de la naturaleza
humana); agathológica (que aspira a una /felicidad inmanente al propio perfeccionamiento). Nada
tiene que ver con consideraciones trascendentes. Aristóteles, desde este horizonte natural, avista
al Theós como la sustancia más noble, que mueve el cosmos como objeto deseado, sin que él
mismo, dada su plena autosuficiencia, se conmueva por nada de lo que pasa en el mundo. Por
supuesto, no es un Dios creador.
Con la muerte de Hegel hace crisis la metafísica moderna, que es relegada al pasado (A. Comte), o
denunciada como un producto ideológico (K. Marx), o declarada muerta en beneficio de la /vida (F.
Nietzsche), etc. Pese a todo, la metafísica renace en el s. XX en forma renovada. Recordemos
algunos hitos que representan el nuevo giro o cambio de horizonte: la institución, y la posibilidad
consiguiente, de «un saber absoluto» (H. Bergson); la «vuelta a las cosas» (E. Husserl); el hombre
como «ser en el mundo» y como «apertura al ser» (M. Heidegger); la «vida como realidad radical»
(J. Ortega y Gasset); el hombre como «inteligencia sentiente» y «animal de realidades» (X. Zubiri),
etc. La metafísica no es un ejercicio de puras abstracciones, ajeno al hombre, sino el
acontecimiento fundamental, por el cual el hombre es hombre. En el nuevo horizonte, la metafísica
es, bajo nuevas formas, realista, /humanista y /personalista, sin desmedro de su esencial
universalidad y radicalidad.
Finalmente, hay que advertir que el carácter trascendental de la metafísica ha sido expresado
históricamente con las palabras clásicas eínai y esse, y con sus correspondientes modernas: ser,
Sein, étre, to be, etc. De esta forma se ha llegado a identificar metafísica con /ontología, hasta el
punto de confundir lo absoluto con lo relativo, el acontecimiento con la /palabra. En nuestros días
ha habido intentos de nuevas interpretaciones, no ontológicas, de nuestra condición humana,
radicalmente metafísica, algunas tan logradas como la metafísica zubiriana de lo real.
NOTAS: 1 ARISTÓTELES, Metafísica, 1003 a 21. –2 lD, 1003 a 33. –3 ID, 1028 b 2. – 4 ARISTÓTELES,
Política, 1255 a 1-3. – 5 ID, 1254 a 14-15. – 6 ID, Metafísica, 982 b 25-26. – 7 Cf el Prólogo a la 2ª
edición de la Crítica de la Razón Pura de 1. Kant.
BIBL.: CONILL J., El crepúsculo de la metafísica, Anthropos, Barcelona 1988; MARÉCHAL J., El punto
de partida de la metafísica, 5 vols., Gredos, Madrid 1957; MARQuíNEZ ARGOTE G., Realidad y
posibilidad, Magisterio, Bogotá 1995; ID, Horizontes históricos de la metafísica, en Ponencias. I
congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, USTA, Bogotá 1981, 245-267; SIEWERTH G.,
Das Schicksal del Metaphysik von Thomas zu Heidegger, Einsiedeln 1959; ZUBIRI X., Los problemas
fundamentales de la metafísica occidental, Alianza, Madrid 1994.
G. Marquínez Argote
MIRADA Y TACTO
DicPC
III. CONCLUSIÓN.
La aparición del lenguaje presupone –a la vez que lo encubre– el reconocimiento de una dimensión
inédita, que aporta la ruptura decisiva con el privilegio de la representación y su complicidad con la
ontología. Bastaría indicar que el fenómeno del lenguaje obliga a suponer una pluralidad de
interlocutores; bastaría, pues, con mentar la esencia dialógica del logos. Sin embargo,
manteniéndonos fieles a la secuencia de nuestro discurso, introduciremos ese factor mediante un
paso más en la analítica de la objetividad. En tanto supone el tránsito de la cosa solitariamente
poseída a un mundo objetivo, la representación requiere el abandono de la esfera egológica y la
apertura al existir pluralista de la intersubjetividad. Sólo la superación del egoísmo permite el
reconocimiento del Otro; por su parte, este implica la generosidad que comparte lo poseído con el
prójimo y que hace posible que lo mío (objeto gozado; propiedad exclusiva) devenga nuestro,
mundo compartido. Tan esencial como la aportación de la idealidad lingüística es el elemento ético
de la generosidad; sin cualquiera de ambos, el orden mundano se desmoronaría. Asoma así la
tercera y última de las decisiones teóricas mencionadas. Con ella se produce el abandono definitivo
del paisaje ontológico en que se asientan veinticinco siglos de especulación occidental («de Jonia a
Jena», como decía Rosenzweig, maestro de Lévinas); en otras palabras, la voluntad nómada que
opone al sedentarismo del pensamiento del ser el gesto del exilio, a la hegemonía del Mismo la
primacía de la alteridad, a la identificación de filosofía y ontología la promoción de la ética al rango
de philosophia proté. Contra Heidegger, Lévinas impugna la subordinación del ente al ser y aboga
por la del Mismo al Otro, del yo egoísta al rostro del prójimo. Situación que significa la apertura de
la vida ética. También esta se deja concebir desde la vida sensible, ordine ethico demonstrata: si la
sensibilidad del gozo adquiere concreción en la apoteosis del presente y la soledad, la
«sensibilidad» ética descubre un horizonte donde lo esencial es la diacronía del tiempo (pasado
inmemorial, pre-originario; futuro no anticipable: sucesión sin principio, anarquía del tiempo) y el
pluralismo de la intersubjetividad. Sensibilidad del yo ético, definido por el dolor de una conciencia
que se sabe culpable y responsable ante el otro; sensibilidad del pathos; pasividad que, más allá de
la «receptividad» a la que apela la teoría del conocimiento, sólo cabe nombrar hiperbólicamente
como «pasividad más pasiva que toda pasividad». Sensibilidad que ya nada debe a la mirada
dominadora del yo soberano (a la que opone —en consonancia con el mensaje bíblico— la escucha
pasiva y obediente de la Voz, la audición de la Ley), pero que, no obstante, asoma ya en una de las
modalidades del tacto: la fenomenología de la caricia describe la búsqueda de lo que se sustrae a la
condición de ente u objeto, búsqueda de lo inencontrable, relación con la trascendencia del futuro;
el erotismo de la caricia apunta, más allá del contacto epidérmico, a la trascendencia de la amada y
al misterio del hijo que vendrá. Sensibilidad ética irreductible al mundo de la representación.
La reflexión levinasiana sobre la sensibilidad, culminando en una ética de lo sensible (ética como
«patética»), invita a transitar otras «sendas perdidas». También en la inmediatez de nuestro
presente, dominado por la mirada a la vez abúlica y salvaje de una conciencia mediática. Al imperio
de la imagen quizá convenga oponer un oído atento a la alteridad, una escucha paciente de la voz
del /Otro.
BIBL.: FAST J., El lenguaje del cuerpo, Kairós, Barcelona 1971; FINKIELKRAUT A., La sagesse de
l'amour, Gallimard, París 1984; JoUSSE M., L'antropologie du geste, Resma, París 1970; LAÍN
ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; LÉVINAS E., De l'existence á
l'existant, Vrin, París 1986; ID, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca,
Sígueme 1977; ID, De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme 1987; ID, Les
imprévus de l'histoire, Cognac, Fata Morgana 1994; LIBERTSON J., Proximity. Lévinas, Blanchot,
Bataille and communication, M. Nijhoff, La Haya 1982; REQUENA TORRES 1., Sensibilidad y
alteridad en E. Lévinas, Facultad de Teología, Granada 1974; VÁZQUEZ MORO U., El discurso sobre
Dios en la obra de E. Lévinas, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1982.
J. A. Sucasas Peón
MISMIDAD
DicPC
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
Antes de aludir a otros aspectos implicados en lo que acabamos de indicar, conviene tener
presente que, en cuanto mismidad, el sujeto de experiencia es irreductible: quien ve, oye,
entiende, siente, obra, piensa, etc., es siempre este sujeto determinado, esta /persona y no otra.
Distintas personas pueden estar viendo o entendiendo la misma cosa, colaborando en un mismo
proyecto, compartiendo incluso los mismos sentimientos; pero nadie puede ver, entender, obrar o
sentir por otro. Y esto que es válido para el sujeto de experiencia como tal, vale también para cada
uno de sus actos, puesto que, en su estricta singularidad, el sujeto es irreductible e insustituible por
/otro. Esto nos pone ante ese fondo de abismática soledad que somos cada uno de nosotros
mismos, no sólo en relación con los demás, sino también en la relación de cada uno de los actos
que nos es presente con el flujo inapresable, inactualizable de lo que hemos sido y con la esencial
indeterminación de lo que nos queda aún por ser. Sobre el suelo frágil de lo que estamos siendo
nos encontramos abiertos a una doble vertiente, pasada y futura, de nuestra vida y, quiérase o no,
debido al carácter irreductible de cada uno de nuestros actos, ante el vacío de nosotros mismos. De
ahí que, no sin razón, a la persona se la haya podido caracterizar como ultima solitudo.
Pero más que eso, interesa aludir a que la irreductibilidad del sujeto de experiencia en cuanto
mismidad, nos coloca ante tres situaciones paradójicas que no admiten una solución o superación
definitiva. a) El sujeto de experiencia se encuentra ante otros sujetos que, de hecho, son tan
irreductibles como él y con los que se comunica. La comunicación puede ser todo lo íntima,
esencial y necesaria que se quiera, pero esto no altera un ápice la mencionada irreductibilidad. La
mismidad hace que el sujeto no sea intercambiable, ni sea reducible a nada ni a nadie, hace
también, en consecuencia, que la comunicación no sea ni pueda ser plena y que, en definitiva,
como modo de ser del sujeto, quede recortada por el ámbito que este describe de antemano como
posible. Pero esta primera paradoja no termina ahí. La mismidad implica que el sujeto, en cuanto
sujeto, es irreductible también para sí mismo. El hombre concreto puede sin duda conocer muchas
cosas, no sólo sobre el hombre en general, sino también sobre sí mismo; pero el sujeto del
conocimiento en cuanto tal conocimiento permanece oculto, ya que no puede ser sujeto y objeto
al mismo tiempo. b) La segunda paradoja está provocada por la insuficiencia o, si se prefiere,
limitación del sujeto de la experiencia. Es él ciertamente quien ve, siente, entiende o apetece, pero
estas acciones, que nadie puede realizar por él, presuponen la existencia o presencia de los
objetos, su índole de verdad o falsedad, de belleza o fealdad, de bondad o maldad, y presuponen,
sobre todo, los conceptos absolutos inherentes a tal índole, sobre todo el concepto de /verdad. La
irreductibilidad del sujeto implica que es en cierto modo incondicionado, pero cuanto más se
acentúe este carácter tanto más resaltará la paradoja de que depende de la presencia y de la
índole de los objetos, así como de la vigencia de determinados conceptos. c) La tercera paradoja
significa que el sujeto, a la vez que, de forma explícita o implícita, reafirma su carácter individual
irreductible, tiene la pretensión de que, sobre todo, sus proposiciones sobre la verdad sean
universales. Tal universalidad no es tan manifiesta en el caso del sentimiento o del deseo, pero no
es menos real. En su singularidad irreductible, el sujeto pretende hacerse valer más allá de aquella,
universalmente. Pero prescindiendo de tales paradojas, el hecho es que la mismidad no es, en
contra de lo que la palabra parece sugerir, un círculo que se cierra exclusivamente sobre sí mismo,
sino, si se prefiere, un círculo de círculos, por cuanto se hace presente, fuera y más allá de sí
misma, en actividades de la que es sujeto, en dimensiones de sí misma, en otras mismidades, o en
el campo amplísimo de cosas y objetos. El equilibrio entre lo que es diferente de ella misma y lo
que representa el núcleo propio, inalienable e irrenunciable, no va a ser fácil de guardar, pero en la
medida en que de hecho se pierda, será preciso reconstruirlo mediante la recuperación del sentido
de la propia mismidad.
La mismidad se hace presente en las actividades atribuibles a la persona en cuanto sujeto de las
mismas. Las que aquí se van a mencionar son las siguientes: en primer lugar, la conciencia misma
en su actividad de hacerse consciente de algo, en su dimensión intencional, sea que tal actividad se
produzca desde dentro, simplemente como resultado de la espontaneidad del sujeto, sea que la
actividad surja de la afección por parte de cosas o acontecimientos. Ejemplo de lo primero puede
ser, por ejemplo, dirigir la mirada al parque y ver los árboles; ejemplo de lo segundo, un dolor de
cabeza que me sobreviene.
En ambos casos, se tiene conciencia de algo que tiene lugar en uno mismo. Pero otro nivel, si se
quiere más profundo, consiste en tomar conciencia de la unidad y continuidad a través de los
distintos momentos y fases por los que va pasando la vida. Ese doble nivel de la presencia de la
mismidad se da también en el ámbito en el que, sin duda de una forma convencional, tiene lugar la
distinción entre imaginación y fantasía. Si por la primera se entiende la representación de objetos
no reales, que se produce en nosotros de una forma que tal vez sea rigurosamente lógica, pero que
aparece como puramente contingente; y por fantasía se entiende más bien la construcción u
ordenación más o menos libre de esos contenidos de la imaginación y la creación de un mundo
interior, que incluso se puede traducir a la realidad, es decir, una actividad directa o
indirectamente creadora, nos encontramos con que la mismidad se va haciendo presente de una
forma cada vez más intensa y explícita, en cuanto que se reafirma en su autonomía. Y esto, que
ocurre con la imaginación y la fantasía, ocurre también con las diferentes manifestaciones de la
razón, como la que tiene lugar, por una parte, en el campo de la vida ordinaria, donde, entre otras
cosas, se establece y ejecuta la relación entre medios y fines, y, por otra parte, en el campo de la
ciencia, y muy especialmente de las actividades eminentemente abstractas.
Podría parecer que en ambos casos la mismidad se retrae o incluso desaparece en beneficio de la
dedicación a las cosas y asuntos que nos ocupan o agobian. Pero no es así. Más bien puede ocurrir
que el sujeto sea tanto más él mismo cuanto con más energía y eficacia se hace presente en cosas
que aparecen como diferentes o incluso extrañas. Y más real, si cabe, es esa presencia en el campo
de la acción orientada por el simple deseo, o de la acción libre y responsable. La tendencia del
deseo, sea en el orden natural o en el orden personal, implica que el sujeto está yendo
permanentemente más allá de lo que en principio cabría considerar como su territorio, ni más ni
menos que para ser más plenamente él mismo, aunque no siempre el resultado responda a esas
expectativas. Por su parte, la acción libre implica que el sí mismo tiene la capacidad de
sobreponerse a los estímulos inmediatos y elegir, entre distintas posibilidades, aquella que
corresponde al principio del bien o de lo mejor. La libertad, que permite al sujeto ser plenamente él
mismo o estar cabe sí mismo, en lugar de verse a merced de lo que es completamente distinto, es
de esta forma la culminación de la mismidad. Pero la mismidad no sólo se hace presente en
actividades de la que es sujeto. Y además, ese hacerse presente no es un proceso lineal y fácil, sin
contratiempos ni cortapisas. Esto se pone de manifiesto, por de pronto, en la forma como se da la
mismidad, en lo que son sus propias dimensiones, y no simplemente en las actividades que en ella
se sustentan. La piedra de toque de la mismidad es que sea capaz de afirmarse como tal en las
distintas fases de su decurso temporal.
Esas fases son tan diferentes entre sí, lo que el sujeto hace y padece puede llegar a parecerle tan
extraño, que le resulta difícil reconocerse a sí mismo en aquello que es pura y simple manifestación
de ese sí mismo. Es como si un sujeto diferente se hubiera introducido en él y le hubiera usurpado
sus funciones. El /lenguaje ordinario está lleno de expresiones que apuntan a este fenómeno. Se
presupone que tiene que haber un hilo conductor de la mismidad a lo largo de sus distintas etapas,
pero es difícil dar con él y su huella se pierde una y otra vez. Esta misma fragilidad se advierte en lo
que se puede considerar como salvaguarda de la actividad mental, tanto teórica como práctica: la
no contradicción. Nada más fácil –puede pensarse– que hacer ver la vigencia de ese principio. Y sin
embargo, se infringe reiteradamente, en los más diferentes ámbitos de la vida, con graves
consecuencias que suponen el fracaso de no pocos empeños teóricos y la desorientación en
muchos proyectos vitales. Y por supuesto, la mismidad, que no necesariamente se pierde por ello,
se ve, en todo caso, duramente confrontada consigo misma una y otra vez. Lo es más aún en el
terreno de la moral, en el que el sujeto, por una parte tiene la sensación firme de encontrarse en
un estado de caída permanente, inevitable, y de la que, sin embargo, se considera responsable; por
otra parte, el sujeto se tiene que enfrentar, de hecho, a su propia culpa, en acciones muy
concretas, respecto no sólo de normas que se consideran como vigentes en general, sino respecto
de lo que él mismo considera como bueno y justo. Más difícil y más arduo, también más expuesto a
contravenciones y fracasos, es el logro y el mantenimiento de la mismidad, que es siempre la de
cada uno, en su relación con otras mismidades.
Estamos, pues, ya en una fase de obligada recuperación de la mismidad, lo que supone que esta
terminará encontrándose en un nivel distinto, esperemos que superior. Los puntos que en tal
recuperación convendría incorporar son los siguientes: 1) reforzamiento del sentimiento propio,
del sentirse a sí mismo en relación no sólo con la propia persona, sino con la naturaleza, con la
historia y muy especialmente con el mundo concreto a que uno pertenece; 2) equilibrio entre la
consideración de lo interno y de lo externo, lo que implica tanto la incorporación de aspectos
fundamentales de la subjetividad y del subconsciente, puestos de manifiesto por el pensamiento
en este siglo (filosofía existencial y psicoanálisis) como el análisis y asimilación de los mismos en
relación con el nuevo puesto del hombre en la naturaleza y en la historia. El concepto de
responsabilidad juega en esto un papel esencial. 3) Apertura al otro en cuanto otro, más allá de su
consideración como simple proyección o, en el extremo opuesto, como amenaza de la propia
mismidad. La palabra esencial en este punto vuelve a ser reconocimiento, que ante todo implica
que el otro pueda expresarse a sí mismo en un juego de reciprocidades, plural y variado, en el que
la mismidad de cada uno no aparezca disuelta en una especie de magma indeterminado. 4) Saber
asumir de antemano las contradicciones y las alteraciones a que la mismidad pueda verse
sometida. Esto no significa algo así como resignación vacía, sino el empeño de captar y apropiarse
el sentido que está presente en todo, en lugar de entregarnos ciegamente y sin reflexión a la
marcha del mundo. 5) Considerarse a sí mismo, en y desde el fundamento último y próximo a la
vez, quien deja ser al ente y hace que, en medio de la diversidad que la acosa, la mismidad persista.
BIBL.: CASSAM Q., (ed.), Self-Knowledge, Oxford University Press, Oxford 1994; HEGEL G. W. F.,
Fenomenología del espíritu, FCE, México 19918; HEIDEGGER M., Identidad y diferencia, Anthropos,
Barcelona 1988; LÉviNAS E., Entre nous. Essais sur le penser-ál áutre, Grasset, París 1991; MISRAHI
R., La problématique du sujet aujourd'hui, La Versanne 1994; RICOEUR P., Soi-méme comme un
autre, Seuil, París 1990; RODRÍGUEZ R., Hermeneútica y subjetividad, Madrid 1993; UNAMUNO M.
DE, El otro. El hermano Juan, Espasa-Calpe, Madrid 1992 6; WILLIAMS B., Problemas del yo, México,
UNAM 1991;
M. Álvarez Gómez
MISTERIO
DicPC
La etimología estricta de misterio todavía no ha sido clarificada por completo. Lo más probable es
que derive del vocablo griego: µysterion, que significa secreto. Es un derivado de los verbos : myo o
myeo yo cierro, del infinitivo myein, cerrar la boca.
En la lengua griega el concepto misterio aparece generalmente en plural (mysteria), designando los
misterios o ritos iniciáticos arcanos a los que sólo unos escogidos e iniciados tenían la posibilidad de
acceder. El testimonio más antiguo de la voz misterios lo encontramos en el oscuro Heráclito1. Y
Aristófanes sostuvo que se llamaban misterios porque quienes los escuchaban debían mantener la
boca cerrada, esto es, no debían contar a nadie lo oído ni lo visto.
El misterio tiene múltiples acepciones, entre las que destacan las siguientes: el rito religioso
secreto, al que sólo tienen acceso los iniciados y a través de los cuales estos alcanzan la salvación
(sotería), mediante la unión mística con la divinidad; desde Pitágoras y Platón, el misterio adquiere
el sentido de una doctrina tan oscura como arcana; también significa una acción mágica; en la
gnosis tiene el sentido de una revelación de Dios, oculta a los no iniciados; también se habla de los
«misterios del cristianismo», así como del «misterio de la vida» o del «misterio del universo»;
igualmente se dice que «esta persona es un misterio», etc.
En definitiva, a lo largo de la historia de las religiones y del pensamiento, el misterio ha tenido una
considerable gama de diferentes interpretaciones. Originalmente fue utilizado por los autores de la
tragedia griega, y lo encontramos ya en el siglo XVIII a.C., para designar las fiestas mistéricas de
Eleusis (donde se celebraban los misterios de Deméter), en las que se entremezclan la magia y la
/religión. Las religiones mistéricas parece que son oriundas de Asia Menor, aunque tuvieron su
apogeo literario en Occidente, en el mundo antiguo, así como en el helenístico y el romano, donde
se desarrollaron cultos mistéricos a Isis, Mitra, Osiris, etc. Aquí, el iniciado, que era arrebatado en
un trance místico, dice llegar más allá de la esfera de la razón, hasta el interior del misterio mismo
de la divinidad, donde el espíritu humano por fin halla reposo y conocimiento, participando del
mismo ser divino, y donde el mystes o iniciado se deifica. También existen derivaciones filosóficas
de los misterios o, mejor, religiones mistéricas que tienen una impronta filosófica, donde se insta a
los iniciados a conservar el arcano, como ocurre con el pitagorismo y el orfismo. El orfismo, por
ejemplo, es una doctrina influida por el panteísmo. La religión órfica asegura que el /alma humana
es inmortal, pero que está mancillada por una mancha original, por lo que el hombre debe ser
purificado en sucesivas reencarnaciones; pero, sobre todo, por la iniciación mistérica, donde el
alma puede unirse místicamente con Zeus, que es el alma universal. La clave del orfismo circula
alrededor de los ritos iniciáticos, donde, entre reencarnación y reencarnación, el mystes expía sus
pecados o faltas. Únicamente los mystes conocen los secretos mágicos que le posibilitan llegar a la
ansiada fusión con Zeus, interpretada con características panteístas. Estos mystes, al morir, eran
sepultados con unas laminillas de oro, donde estaba escrita la profesión de fe órfica, y que le abrían
las puertas del alma universal o Zeus.
En la /teología cristiana el misterio se refiere a la doctrina revelada por Dios, esto es, a la revelación
de los secretos de la vida íntima de Dios y de sus planes sobre el hombre y el universo, que el fiel
debe creer y que, sin ser irracional, está situado más allá de lo que la pura razón especulativa
solitaria puede probar, ya que nunca es alcanzado racionalmente por completo, por lo que a ese
misterio sólo se puede acceder gracias a la revelación que el mismo Dios hace de sí. Cuando Dios
no se revela, el acceso a su conocimiento o bien está vedado al hombre o bien siempre es
desmedidamente precario. Los Padres de la Iglesia, a partir del siglo IV, hablaban ya abiertamente
del misterio para referirse a las cosas y ritos sagrados, y particularmente al sacramento de la
Eucaristía (Mysterium fidei). Los primeros escritores cristianos vertieron la voz mysterion tanto por
su forma latinizada mysterium como por sacramentum, y aunque esta voz con posterioridad pasó a
designar los sacramentos, su significación primera era a todas luces más amplia.
Aunque Zubiri afirma, sin que le falte cierta razón, que «mucha de la terminología de san Pablo
procede de las religiones de los misterios», esto no es en modo alguno un sincretismo, sino que se
trata justamente de lo contrario; pues es en realidad «una utilización de conceptos ajenos para con
ellos actualizar y desenvolver internas posibilidades que existen en el cristianismo. Es lo contrario
de todo sincretismo»3. Observamos, entonces, que si se adoptaron vocablos y conceptos de las
religiones mistéricas fue para revestirlos de un nuevo sentido, completamente diverso. Por esto
podemos vislumbrar claramente algunas diferencias entre las religiones mistéricas y el
cristianismo, siendo las principales las siguientes: a) los dioses mistéricos propiamente no
resucitan, como sí hace Cristo, según confiesa la /fe cristiana. Así, Diónisos, una vez muerto, es
engendrado de nuevo por Zeus, pero no resucitado. Y Adonis, dios de la vegetación, une su ciclo
vital y mortuorio con el resurgir y morir de la naturaleza, en primavera y otoño. Y Osiris, asesinado
por su hermano Set, no resucita, sino que vive en el reino de los muertos o bien es asumido por su
hijo Horus. Y aunque del amante de la diosa Cibeles, Attis, se afirma su resurrección, ello se debe a
un cierto sincretismo, pero enormemente mitigado, que algunos ambientes cristianos realizaron
entre la fe cristiana en la resurrección y el viejo mito; b) la fusión del mystes con las divinidades
mistéricas no conlleva una trasformación moral del iniciado; las religiones mistéricas, en contra de
lo sustentado por el judeocristianismo, desconocen por completo el concepto de conversión
personal, pues lo propio de esas religiones es la asunción enajenadora del iniciado, vía extática y
quietista, en el seno de la divinidad; c) los dioses mistéricos nunca mueren en un acto de entrega
voluntaria, como hace Cristo, sino que son asesinados por otros dioses o héroes, al ser derrotados
por ellos, pero contra su voluntad expresa. Por esto la mayoría de los mitos de los dioses de las
religiones mistéricas se resuelven en una identificación con los ciclos de la naturaleza, cosa
completamente ajena al misterio de la muerte de Cristo. En suma, estas diferencias —y otras
muchas—muestran las enormes desemejanzas entre los ritos mistéricos y el misterio cristiano, con
lo que no estamos autorizados a afirmar el influjo expreso de las religiones mistéricas en el
cristianismo.
En este contexto se entenderá lo que santo Tomás afirma del misterio de Dios: «Lo máximo del
conocimiento humano sobre Dios consiste en saber que no conocemos a Dios» 4. Aunque el
Aquinate no afirma en modo alguno la ininteligibilidad absoluta, sino más bien la necesidad de
respetar el misterio de Dios a tenor de los límites de la razón humana y la desproporción existente
entre el Dios absoluto y su criatura humana contingente. Por eso, de Dios sabemos cosas, aunque
las sabemos más claramente cuando aceptamos la revelación de Dios mismo sobre sí; aunque
también podemos vislumbrar algo sobre su existencia partiendo de la razón humana. Mas, con
todo, de Dios más sabemos lo que no es que lo que es. En definitiva, para el cristianismo la
verdadera gnosis y la auténtica sabiduría se da en la /fe, pues la pístis es la entrada en la gnosis
cristiana, que tiene lugar como respuesta humana graciosa y agradecida a la revelación
interpelante, proveniente de Dios mismo sobre lo que él ha revelado de sí propio. Por esto,
ninguna gnosis eliminará definitivamente en la historia intrahumana el misterio divino, ni hará
superflua la fe.
A tenor de lo que hemos visto, podemos afirmar que acercarse al sentido del misterio significa
acceder a la hondura de la realidad, donde se encuentran las personas, los acontecimientos e
incluso el mundo material, que en tanto que /mundo, es más que mero cosmos físico-cósico. Su
proximidad y su aceptación en la vida humana no conlleva rebajar y menospreciar el ámbito de la
racionalidad, ya que en la irracionalidad encuentra su suicidio el hombre como tal; sino que
significa más bien dejarse afectar por la profundidad de las personas, del mundo viviente y de las
cosas, en lo que tienen de protesta a la tentación de su completa cosificación fisicalista. Pero no se
trata del gusto por lo misterioso en tanto que podría significar la dejación de los deberes de
objetividad y racionalidad del hombre con su mundo, ya que esto significaría la enajenación del
hombre en un supuesto mundo platónico, del que se afirma su verdadera realidad, en la medida en
que despoja a la cotidianidad humana de su necesaria asunción. La aceptación del misterio del ser
y su respeto por parte del hombre no implica en modo alguno el abrazo de lo arcano por el hecho
mismo de ser algo escondido o ininteligible; esta actitud configura en verdad una patología del
mundo humano y no sólo en el orden gnoseológico, sino también en el ontológico, e implicaría la
banalización del ser humano y de su propio misterio personal. Pero también, al contrario, es
degradar al hombre y su complejo mundo espiritual no reconocer que las cosas, y con mayor razón,
Dios en sí mismo y el mundo intrínsecamente peculiar de la persona humana, se resisten a una
aprehensión cognoscitiva acabada y definitiva, pues ningún saber sobre Dios, sobre la persona o
sobre el mundo es completo y permanente. Por eso, desconocer que en el mundo personal no
existe la compleción cognoscitiva es violentar al hombre.
Sin embargo, en la /filosofía se corre a veces el riesgo de dividir la realidad en dos compartimentos
estancos, completamente inconmensurables: lo racional y lo razonable (lo que comprendemos y
podemos pensar y decir) y lo irracional y lo ininteligible (lo que no comprendemos ni podemos
pensar ni decir). Este dualismo ha motivado que muchos releguen el misterio a este último ámbito;
pero quizás el misterio –como en otro sentido, también el mito– se encuentra en medio de los dos.
El misterio no es, propiamente, lo ininteligible, sino lo que la inteligencia humana no puede
comprender completamente, pues remite a realidades no primeramente incomprensibles, sino más
bien inabarcables. Y hemos de estar atentos a no confundir el misterio con lo absurdo, pues este
repugna a la razón; pero no ocurre así con el misterio, que es, rigurosamente, lo que muestra los
límites de la razón al sobrepasarla, sin que por ello repugne como contradictorio per se. De aquí
que Mounier sostenga que afirmar el misterio no significa en modo alguno instalarnos en el falso
confort del arrojo impersonal al mundo de lo misterioso: «El misterio no vale por su oscuridad,
como se cree corrientemente por y contra él, sino porque él es el signo difuso de una realidad más
rica que las claridades demasiado inmediatas. Su dignidad está completamente en su positividad
difusa, en la presencia que anuncia. No es lo suficientemente duro para estar a salvaguarda de
peligro»5.
Por otra parte, desde el pensamiento dialógico se ha insistido en el carácter humanizante del
/encuentro con Dios como paradigma del encuentro interpersonal, también aplicable al ámbito de
lo humano. Autores como F. Ebner, F. Rosenzweig, M. Buber o M. Scheler (/personalismo alemán),
entre otros muchos, insisten en que el hombre se encuentra consigo mismo en el encuentro
gracioso y misterioso con el otro. En efecto, en el orden del mundo personal, ¿quién no percibe
que cada uno es un misterio para sí mismo? ¿Quién puede presumir de ser para /sí mismo como un
libro abierto, que no contenga escondrijos inexplorados en su interior? Y si es así, ¿cómo no serán
un misterio las otras personas para mí? Todo conocimiento de uno mismo y del otro es apofático,
por imposibilidad de apropiación del sujeto cognoscente del misterio propio y del otro. Pero esa
apofaticidad, en el mundo del /otro, es clarificadora y graciosa, pues implica que dependemos de la
revelación que la otra persona nos quiera hacer para poder comprenderla, y eso sin olvidar que lo
que ella nos quiera decir de sí misma depende directamente de lo que ella conozca de sí. Además,
pensar una realidad nunca agota a la realidad misma y, como sostenía Zubiri, no nos es posible
delimitar la totalidad de las notas constitutivas de un objeto, y ni siquiera es sencillo que
conozcamos hasta qué punto esas notas son verdaderamente constitutivas. Y si ello vale para un
objeto cósico, tanto más sirve para pensar a Dios y a la persona humana.
Quizá el filósofo que mejor ha pensado sobre el misterio del /ser ha sido Gabriel Marcel. Para
Marcel el ser está impregnado de misterio, no sólo en lo que concierne a cada ente en particular,
sino al misterio funda-mental, al misterio del ser, al que hace llegar no sólo a ser lo que alguien o
algo es, sino el que hace que algo simplemente sea. Sin embargo, «los filósofos (...) tienen la
costumbre de dejar el misterio bien a los teólogos, o bien a los vulgarizadores, ya sean de la
mística, ya sean del ocultismo»6. Además, para Marcel no cabe hablar del problema del otro, sino
de su misterio, pues un problema es algo que reclama una solución y cuando esta se logre
dilucidar, el problema habrá terminado. El problema, pues, se concibe como algo que no nos afecta
íntimamente, cosa que no sucede con el misterio, sobre todo con el misterio ontológico, el misterio
del ser, que nos envuelve y en cuyo interior vivimos; por lo que nos afecta personal y
esencialmente. Yo existo y estoy aquí, y el otro existe y está ahí; pero ambos estamos acogidos en
la realidad ontológica, que es previa a nuestro propio existir. Por esto el racionalismo falsifica la
realidad y la empobrece, introduciendo en las relaciones interpersonales un abstraccionismo
cosificador; y lo mismo hace el positivismo en cualquiera de sus tematizaciones, pues sitúa a la
persona en el ámbito de lo puramente cósico, con lo que no puede acceder acabadamente al
mundo peculiar de la persona, que es irreductible al mundo cósico. Y si tanto el racionalismo como
el positivismo reducen el misterio a mero problema, desde una consideración acertada de la
complejidad del mundo humano es necesario alzar nuestra voz ante semejante reduccionismo
cosificador, por mucha aceptación que tenga en nuestros días.
NOTAS: 1 Frag. 14. — 2 Gorgias 497c. — 3 X. ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las
religiones, 264. – 4 Quaest. di.sp., 7, 5 ad 14. – 5 E. MOUNIER, Revolución persona-lista y
comunitaria, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992, 203. — 6 G. MARCEL, Aproximación
al misterio del Ser. Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico, Encuentro, Madrid
1987, 21.
BIBL.: BLÁZQUEZ CARMONA F., Marcel, Del Orto, Madrid 1995; BORNKAMM G., Ilua tiplov, en
KITTEL G.-FRIEDRICH G., Grande lessico del Nuovo Testamento VII (edición italiana de MONTAGNINI
F.-SCARPAT G.-SOFFRITTI O.), Paideia, Brescia 1971, 645-716; CASPER B., Das dialogische Denken.
Eine Untersuchung der religion.sphilosophischen Bedeutung Franz Rosenzweigs, Ferdinand Ebners
und Martin Bubers, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1967; ELIADE M., Tratado de historia de las
religiones, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1974; MARCEL G., Aproximación al misterio del ser. Posición
y aproximaciones concretas al misterio ontológico, Encuentro, Madrid 1987; ID, Ser v tener,
Caparrós, Madrid 1996; MARTÍN VELASCO J., Introducción a la,fenomenología de la religión,
Cristiandad, Madrid 1978; Orto R., Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Revista de
Occidente, Madrid 1965; SCHEEBEN M. J., Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona 1950;
ZUBIRI X., El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza-Fundación Xavier Zubiri,
Madrid 1993.
M. Moreno Villa
MODERNIDAD
DicPC
El concepto alcanza un uso cada vez mayor en la historia, la teoría de la historia y la filosofía de la
historia, logrando rasgo canónico con el siglo XVIII. Surge al hilo de una nueva conciencia del
tiempo histórico, por la que se distingue entre las edades Antigua, Media y Moderna (o
Modernidad). Pronto, en el siglo XIX, se añadiría una Edad Contemporánea, referida a los tiempos
novísimos. El momento de la ruptura con la Edad Media viene ejemplificado, según ópticas
distintas, como Renacimiento o como Reforma.
La Semántica de los tiempos históricos, preconizada por R. Koselleck, ha investigado los principales
rasgos históricos con que aparece la nueva temporalización, vinculada al concepto de Modernidad.
Ante todo, lo cronológico o temporal adquiere un significado histórico propio. Así, los siglos
(saecula) se comprenden como unidades coherentes y cargadas de sentido. Se impone el axioma
de la irrepetibilidad, como lo expresa Herder: «No hay dos cosas en el mundo que tengan la misma
medida del tiempo... Así pues (se puede decir verdadera y audazmente), en un tiempo del universo
hay un número incalculable de tiempos»1.
Como canon del conocimiento histórico se erige la teoría de la perspectiva histórica subjetiva. En
consecuencia, se proponen nuevas y variadas lecturas del pasado. La unión de la reflexión histórica
con la conciencia del movimiento del progreso, permitió resaltar el propio período moderno, en
comparación con los precedentes. «También la diferencia tajante entre el tiempo propio y el
futuro, entre la experiencia precedente y la expectativa del porvenir, impregnó el tiempo nuevo de
la historia»3. El propio tiempo aparece como tiempo de transición, no como final o principio. Hay
un cambio de los ritmos temporales de la experiencia: la aceleración, en virtud de la cual se
diferencia el tiempo propio del precedente. Humboldt lo expresó así: «Quien compare, aunque sea
con poca atención, el estado actual de las cosas con el de hace quince o veinte años, no negará que
reina en él una desigualdad mayor que en el doble espacio de tiempo a principios de este siglo» 4.
Por último, se impone una temporalización que entrelaza continuamente las dimensiones del
presente, pasado y futuro. Surgen las teorías y las filosofías de la /historia. El componente espacial
se universaliza. En el componente temporal se incluye el futuro potencial. Con la experiencia de la
simultaneidad de lo anacrónico se desarrolla una historiografía (Droysen, L. von Stein, Marx) que
saca su impulso de un futuro en el que se intenta influir en función de sus diagnósticos históricos.
Una reflexión sistemática sobre la Modernidad no puede menos que dar cuenta de la perspectiva
abierta por los debates suscitados en los años ochenta y la acuñación del término posmodernidad.
A la luz de un planteamiento crítico de los rasgos centrales del programa de la Ilustración, su
continuación en las filosofías de Hegel y Marx y la convergencia de todo ello en el /marxismo, como
concepción del mundo y de la historia, en cierta manera hegemónica en los círculos del
planteamiento crítico en buena parte del siglo XX, desde la perspectiva de la posmodernidad
alcanzan nueva configuración experiencias, acontecimientos y filosofías del siglo XX, en tanto que
consideradas como precursoras de una nueva manera de entender la historia. El rasgo común más
importante del estilo de este planteamiento de /posmodernidad sería la ruptura con el discurso de
los grandes relatos. No obstante, la evaluación del carácter definitivo, o parcialmente periclitado,
de la Ilustración, el mantenimiento o negación de rasgos de continuidad con la experiencia
moderna, tanto en los ámbitos de sentido como en los terrenos económico y político, abre un
amplio abanico de posiciones, desde las que se sigue planteando una lectura de la Modernidad y
del lugar que en ella, o tras ella, ocupa el momento presente.
En el ámbito de la historia, según el resumen de la cuestión planteado por A. Heller, la gran
narrativa de la Modernidad ha sostenido una lectura centrada en un /sujeto colectivo que confiera
unidad al proceso histórico (espíritu del pueblo, proletariado), obteniéndose así un concepto
universal de historia al que se atribuye una dinamis propia, y según el cual la transición desde el
mundo premoderno al moderno se ha producido por un telos oculto, que culmina en el
universalismo como final de la historia, y se mantiene la confianza metafísica en la creencia de la
resolución del enigma de la historia5.
Por el contrario, con la posmodernidad se impone un escepticismo más o menos amplio, por el que
se abren paso diversidad de perspectivas de análisis. Ya no se presupone la transparencia, sino más
bien la inescrutabilidad de la Modernidad. Con la negación de un único sujeto colectivo, ya no
puede sostenerse una única historia universal, ni un principio de movimiento unificador. El mundo
moderno ya no aparece como determinado causalmente desde el premoderno, y la universalidad
alcanzada se considera puramente empírica y no expresión de superioridad6. El paso de la gran
narrativa a la posmodernidad, por lo demás, es entendido por A. Heller como incluido dentro del
movimiento del péndulo de la modernidad, como metáfora dinámica que incorpora, rompiendo el
planteamiento lineal clásico, la constante negación y autointerrogación de todos los logros
modernos.
Uno de los autores que, en las últimas décadas, ha planteado una de las reflexiones más
sistemáticas sobre el concepto de Modernidad ha sido J. Habermas, desde la perspectiva de que la
Ilustración no ha agotado su proyecto emancipador, que no puede considerarse como acabado.
Para ello propone una reflexión sobre el contenido normativo de la Modernidad y lo confronta
tanto con la crítica radical de la razón, llevado a cabo en la filosofía contemporánea, cuanto con el
funcionalismo sistémico de N. Luhmann.
Para Habermas, la Modernidad se revela como una determinada forma de conciencia temporal, en
la que se recogen las experiencias del progreso, la aceleración, la simultaneidad cronológica de lo
asimultáneo, la diferencia entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa. Al mismo
tiempo, y a diferencia del mundo premoderno, se trata de una época que tiene que extraer su
normatividad de sí misma, tiene una necesidad de autocercioramiento intrínseco, que no le puede
venir dado de fuera de ella. Es en la crítica /estética donde este problema adviene por primera vez
a la conciencia, como puede apreciarse en la idea de /belleza sujeta al tiempo, principio sostenido
por los modernos en la famosa querélle. La obra de arte aparece así, en el planteamiento de
Baudelaire, como el punto de encuentro entre actualidad y eternidad.
Donde el concepto de Modernidad adquiere un uso más polémico es en su utilización crítica con
respecto a las teorías que más radicalmente proclaman su adiós a la Modernidad, como es el caso
de la Dialéctica negativa de Adorno, la Genealogía de Foucault o la Deconstrucción de Derrida. En la
lectura que Habermas ofrece de estas teorías, estas no dan cuenta del lugar en que se mueven y se
dejan guiar por intuiciones normativas, que apuntan mucho más allá de aquello a que pueden dar
lugar en lo otro de la razón que indirectamente evocan. Por su parte, Habermas enfoca la salida de
las aporías a que dan lugar estas teorías, recurriendo a un concepto normativo de racionalidad,
extraído de la propia práctica cotidiana comunicativa, y que apunta más allá de la teoría de
sistemas.
Acción comunicativa y Mundo de la vida, como conceptos que remiten entre sí, constituyen la
alternativa ofrecida por Habermas para sustituir al concepto marxiano de trabajo como prototipo
de la praxis social. Se obtiene así una nueva presentación del contenido normativo de la
Modernidad entendida desde la triple consideración del trato con la tradición cultural y el
falibilismo correspondiente, el universalismo inherente a la universalización de las normas de
acción y la generalización de valores y el subjetivismo propio de la individualización. En palabras de
Habermas, «ahora la reflexivización de la cultura, la generalización de valores y normas, la
extremada individuación de los sujetos socializados, la conciencia crítica, la formación autónoma
de la voluntad colectiva, la individuación, los momentos de racionalidad atribuidos en otro tiempo
a la praxis de los sujetos, se cumplen, aumentan, o se refuerzan bajo las condiciones que una red
de intersubjetividad lingüísticamente generada, cada vez más extensa, y urdida de forma cada vez
más fina»8.
Pero una teoría de la modernidad no puede limitarse a dar cuenta de los procesos que se llevan a
cabo en las esferas de la vida cultural, es decir, en la modernidad cultural, sino que tiene que
plantearse, al mismo tiempo, la explicación de los complejos procesos de racionalización social que
asegura la reproducción material de la sociedad. En diálogo con la teoría de sistemas, Habermas
subraya el entrelazamiento entre una economía organizada en términos de mercado y un Estado
que se reserva el monopolio de la violencia. Se abre paso así a la explicación no sólo de las
condiciones de la reproducción material del mundo de la vida, sino también de la cosificación
sistemáticamente inducida de la práctica cotidiana, a que dan lugar los procesos de intercambio a
través de los medios de regulación o control sistémicos.
Según el tipo de teoría que consideremos, el lugar de un concepto de persona (o alguno de sus
referentes próximos) encuentra matices distintos. Los diagnósticos procedentes e inspirados en
Max Weber han tendido a subrayar que los procesos de racionalización que acompañan al
surgimiento y consolidación de la modernidad, han ocasionado una burocratización o dominio de
las organizaciones sobre la personalidad individual, de manera que las sociedades modernas se han
erigido en verdaderas jaulas de hierro para ese individuo. El diagnóstico de la teoría de sistemas ha
acentuado la lógica de la diferenciación de esferas, culminando en una yuxtaposición de
subsistemas, cada uno regido por una normatividad propia, en los que la persona, que sería el
referente de una práctica cotidiana, ya no existe, absorbida por la lógica sistémica.
Por su parte, las teorías que sostienen una crítica radical de la razón también presentan una visión
de lassociedades modernas, en las que no cabe recurso alguno a aspectos de la vida cotidiana,
imponiéndose estructuras, ya sea de dominación, de poder o de sentido. Desde la teoría de la
acción comunicativa, los procesos de racionalización son considerados de una forma más
ambivalente, como fenómenos de profundización en una racionalidad comunicativa inherente al
mundo de la vida y necesaria para los subsistemas dinero y poder, al tiempo que como una
desmundanización y, simultáneamente, hundimiento de los imperativos sistémicos más allá de sus
ámbitos propios. Resulta así posible tanto una consideración del desarrollo del /individuo,
vinculada a los procesos de reproducción cultural, universalismo moral e individuación, cuanto una
cosificación sistémicamente inducida de la práctica cotidiana, en la que los imperativos sistémicos
hunden sus potentes focos y ocasionan las diversas patologías. Por último, A. Heller, en su teoría
del péndulo de la modernidad, subraya la presencia en la conciencia postmoderna de un
reconocimiento del poder de la contingencia y de la inescrutabilidad del mundo moderno, al
tiempo que señala la autonomía relativa de que goza la persona en ese mundo, a pesar de todas las
lógicas en las que se ve envuelta.
NOTAS: 1 J. G. HERDER, recogido en R. KOSELLECK, 1993, 309. – 2 ID, 310. – 3 ID, 314. – 4 ID. – 5 ID,
131-132. – 6 A. HELLER-F. FEHER, 1994, 132-133. – 7 J. HABERMAS, 1989, 29; la cursiva es de
Habermas. – 8 ID, 407. – 9 ID, 409.
BIBL.: AMENGUAL G., Modernidad: Progreso o.final de época, en A. Dou (ed.), Progreso y final de
época, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1990, 49-107; BERMAN M., Todo lo sólido se
desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Siglo XXI, Madrid 1988; BOYERO M.,
Modernidad, en CRUZ M. (ed.), Individuo, modernidad, historia, Tecnos, Madrid 1993, 97-112;
FOUCAULT M., ¿Qué es la Ilustración?, Daimon 7 (Murcia 1993) 5-18; GIDDENS A., Consecuencias
de la modernidad (trad. A. Lizón Ramón), Alianza, Madrid 1993; HABERMAS J., El discurso.filosófico
de la modernidad (Doce lecciones), Taurus, Madrid 1989; HELLER A.-FEHER F., Políticas de la
posmodernidad. Ensayos de crítica cultural, Península, Barcelona 1989; ID, El péndulo de la
modernidad. Una lectura de la era moderna después de la caída del comunismo, Península,
Barcelona 1994; KOSELLECK R., Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
Paidós, Barcelona 1993; VATTIMO G., El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona 1987.
A. Prior Olmos
MUERTE
DicPC
Con la muerte está ocurriendo en nuestros días algo singular. En el plano sociológico, es objeto de
una especie de censura previa, o de conjura de silencio; la sociedad tecnocrática se sabe impotente
ante ella y entonces opta por ejercer a sus expensas el derecho de veto. Lo único que se le ocurre
al respecto es invitar a sus sujetos pacientes a suscribir un seguro de vida (fórmula
involuntariamente sarcástica donde las haya: tal seguro de vida es, en realidad, un seguro de
muerte), o delegar su competencia en instancias especializadas que la tomen a su cargo con
discreción y con el menor grado de perturbación para el mundo de los vivos.
Y sin embargo, en el plano reflexivo del pensamiento, incluso en la narrativa, la filmografía, etc., la
muerte, desalojada por la fuerza de la sociedad tecnopolita, ostenta hoy un llamativo
protagonismo, hasta el punto que ha podido decirse con verdad que el nuestro es un siglo de
muerte. No sólo porque en él proliferan con una estremecedora regularidad las muertes
violentamente inferidas, sino también (y quizá a resultas de este hecho) porque nuestra centuria
ha pensado mucho y bien sobre la muerte. Objeto de estas páginas es exponer sumariamente lo
que ha dado de sí esta intensa tarea de reflexión sobre el interrogante más radical e incisivo con el
que tiene que vérselas la condición humana.
I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.
En el patrimonio cultural que Occidente recibió de Grecia, figuraba –y por cierto en lugar
destacado–la creencia en la inmortalidad del /alma, que dominó durante dieciocho siglos (salvo
raras y secundarias excepciones) la entera temática de la muerte, en su doble vertiente filosófica y
teológica. Tal creencia implicó de hecho una palmaria desatención al problema del en-sí de la
muerte, que se sobrevolaba ágilmente para instalarse de golpe en el problema de la supervivencia.
En vez de una tanatología propiamente dicha, el pensamiento filosófico tradicional confeccionó
diversas variaciones sobre el tema athanasía.
Este consenso secular se rompe en el siglo XIX y la ruptura alcanza en nuestros días proporciones
espectaculares: el hombre actual es prevalentemente escéptico en lo tocante a la posibilidad de
sobrevivir a la muerte. Los sondeos demoscópicos son taxativos al respecto, y las cifras que nos
ofrecen son aún más sorprendentes si se tiene en cuenta que muchos de los que confiesan creer en
/Dios dicen no creer en la supervivencia.
Max Scheler valora de modo bien distinto la pérdida de la /esperanza en una sobrevida. No se
quiere saber de la propia inmortalidad porque no se quiere saber de la propia muerte. Lo que se
está negando con la negación de la inmortalidad es «la entraña y la esencia de la muerte», pese a
que ella atañe a «los elementos constitutivos de toda conciencia vital». Al descarnado «yo debo
morir» se prefiere «un saber de carácter general» acerca de la muerte ajena. Los miembros de la
sociedad utilitarista no saben que tienen que morir su propia muerte; saben únicamente que el
duque de Wellington murió, que algunos hombres murieron, que el /otro muere. En consecuencia,
se impone el estilo de morir como un otro, y entonces, a la pregunta sobre la inmortalidad se la
desposee de apremio; deja de ser significativa.
Estamos, pues, ante un doble diagnóstico: la idea de inmortalidad ha cesado de tener vigencia,
porque el hombre ha despertado a la llamada para construir su mundo, el de este espacio y este
tiempo (Feuerbach); la inmortalidad ha caído en el olvido porque se ha dado en olvidar que yo
tengo que morir una muerte intrasferiblemente mía (Scheler). Merece notarse, en fin, que
Feuerbach parece acreditar la conjetura de Scheler: la negación de la inmortalidad se empareja en
el autor de La esencia del cristianismo con una volatilización de la realidad de la muerte. Que no se
trate, sin embargo, de un maridaje inevitable lo mostrarán los pensadores existencialistas, en los
que la reflexión sobre la muerte, muy detenida y penetrante, no se alía (salvo en Marcel y quizá en
Jaspers) con la tesis de la inmortalidad. Es factible, por tanto, como se sugirió antes, una
tanatología desligada de la persuasión de una supervivencia; puede ensayarse un esclarecimiento
de la muerte sin saltar de inmediato a lo que eventualmente se oculte tras ella.
Heidegger ha popularizado la definición del /hombre como ser-para-la-muerte (Sein zum Tode);
esta es algo más que un suceso óntico-puntual, acantonado en el límite postrero de la vida. Es una
posibilidad perpetuamente presente, «un modo de ser, que el hombre asume tan pronto como
es». Como Scheler había advertido (y no es esta la única coincidencia de Heidegger con él), el
hombre trata de distraerse de esta realidad de su ser, con la tranquilizante opinión pública del se
(man): se muere, uno ha de morir alguna vez, mas todavía no. Se coarta así, en esta huida
encubridora, la posibilidad más propia y auténtica del existente humano, la única que le deja ser en
su poder ser total y acabadamente. Sólo quien encara la muerte con libertad y lucidez cobra la
autenticidad, cumple su destino. Desde este punto de vista, la muerte no es pura negatividad; es la
llave hermenéutica para la comprensión de la existencia; es momento estructural, no puro evento
final, de la /vida; vivida anticipadamente en su permanente inminencia, obliga al ser humano a
estrellarse ante su fin, provocando de rebote su autoasunción, recogiéndolo sobre su propia raíz.
La muerte, en suma, es a la vez término (Ende) y consumación (Vollendung) de la trayectoria
existencial humana.
La crítica a la tanatología heideggeriana ha sido hecha —a veces con cáustica incisividad— por
Sartre. Según él, el vicio de la construcción de Heidegger estriba en individualizar primero la
muerte de cada uno, como algo absolutamente propio, para esgrimir luego tal individualidad
incomparable como singularizadora del existente concreto. El círculo vicioso —nota Sartre— es
palmario. En realidad, añade, «no hay ninguna virtud personalizante que sea particular a mi
muerte». Todavía más; si tras la muerte no hay nada y el hombre es ser-para-la-muerte, ello sólo
significa que es-para-la-nada. Ella supone mi «total expropiación»; hace que mi ser se cosifique, es
«el triunfo del otro sobre mí», me trasmuta en «botín de los supervivientes».
A la interiorización de la muerte sucede, pues, ahora, una exteriorización radical, que permite
concluir al pensador francés que el hombre es una pasión inútil: «Es absurdo que hayamos nacido y
es /absurdo que muramos».
Con el llamado /marxismo humanista, la reflexión sobre la muerte describe un nuevo e inesperado
sesgo. El marxismo clásico desdeñó altivamente la problemática tanatológica, siguiendo en esto las
directrices de Marx y Engels, quienes, a su vez, se inspiraron en Feuerbach: la humanidad (el
hombre-especie) es potencialmente inmortal; la mortalidad es un fenómeno secundario, por
cuanto aparece únicamente cuando la realidad humana se singulariza en el /individuo. Pero esa
muerte individual deja intacto al Hombre (a la especie); más aún, es el resorte del que se vale la
especie para afirmarse en la historia.
Non omnis confundar; absorta est mors in victoria; ambas frases, de inequívoca ascendencia
bíblica, se repiten a menudo en la meditación de E. Bloch sobre la muerte. No es fácil reducir a
unidad los múltiples elementos que confluyen en su tanatología. Por un lado, y desde una
perspectiva rigurosamente científica, la dialéctica muerte-inmortalidad ha de dejarse, a su juicio,
especulativamente abierta. La razón es que no contamos, hoy por hoy, con argumentos
perentorios, en favor o en contra, para dirimirla. Sólo cabe, en consecuencia, «el gran peut-étre del
escéptico Montaigne». La negación dogmática de la inmortalidad es tan poco científica, por el
momento, como su afirmación.
Mas de otro lado —prosigue Bloch—, si el saber dialéctico no posee aún suficientes elementos de
juicio para sustanciar la alternativa, la esperanza utópica propende a la afirmación de un porvenir
en el que «la mejor parte del hombre, su esencia encontrada, será, a la vez el último y mejor fruto
de la historia». Es la tesis de la extraterritorialidad del núcleo humano: el germen auténtico del
hombre no es alcanzado por la muerte, puesto que todavía no ha llegado a la existencia. Cuando
llegue, cuando asome finalmente el horno absconditus que se gesta en la trascendencia del proceso
histórico, la muerte resultará eludida y matada, y el /Ser comenzará a existir, según un modo de
duración nuevo, en un nuevo topos exento de todo asomo de caducidad y contradicción: la patria
de la identidad.
También Garaudy está persuadido de que hay algo en el hombre «inaccesible a la muerte». Si es
cierto que el hombre-individuo (constituido por sus propiedades y posesiones) muere, y muere
totalmente, también lo es que el hombre-persona (definido por las notas de la trascendencia y el /
amor) «goza del privilegio de la eternidad». La opción revolucionaria incluye «el postulado de la
resurrección», porque ser revolucionario significa creer que la vida tiene sentido para todos. Esta
opción ha de aspirar, por tanto, a «una realidad nueva que contenga a todos», lo que sólo es
posible si todos resucitan en ella.
Sea cual fuere el juicio que merezcan estas apreciaciones del marxismo humanista, al menos
procede levantar acta de que late en ellas una intuición sugestiva y susceptible de ulteriores
desarrollos: todo proyecto utópico de transformación de la realidad, todo ensayo de acreditación
de lo humano como valor absoluto, ha de vérselas, si no quiere errar su objetivo, con el misterio
inquietante de esa antiutopía que es la muerte.
3. Así pues, o se admite en el hombre una cierta (?) apertura constitutiva a la trascendencia, o
resulta sumamente arduo esquivar la hipótesis del sin-sentido: o el hombre es / valor absoluto y,
como tal, irreductible a la /nada (cuando menos en su identidad más medular, sea esta cual fuere),
o la muerte significa la victoria de la nada misma, y entonces sólo resta la lógica sartreana de la
arbitrariedad y el voluntarismo subjetivista. El posible tertium quid (no el hombre-individuo, sino el
hombre-humanidad es valor absoluto) ha sido descartado, al desembocar anacrónicamente en la
proverbial deformación idealista que priva de realidad al ser más real (el concreto singular), en
beneficio de la entidad menos real (el abstracto universal: la especie, la humanidad).
5. En todo caso, quien sostenga que el hombre muere para quedar muerto, ha de admitir a trámite,
por un elemental deber de honestidad intelectual, una cascada de no leves interrogantes: los que
versan sobre el sentido de la vida, el significado de la historia, la consistencia de los imperativos
éticos absolutos (/ libertad, /justicia, /dignidad), y en fin, la singularidad, irrepetibilidad y validez
absoluta de la persona. Haber puesto de relieve este real espesor de la pregunta sobre la muerte,
dejando al descubierto el resto de las que en ella se alojan, es sin duda uno de los grandes logros
del pensamiento contemporáneo.
BIBL.: AA.VV., Sociología de la muerte, Madrid 1974; ID, Grenzerfahrung Tod, Graz 1976; ARIÉS P.,
El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid 19873; JANKÉLÉVITCH V., La mort, París 1966; LANDSBEG
P. L., Ensayo sobre la experiencia de la muerte. El problema moral del suicidio, Caparrón, Madrid
1995; Ruiz DE LA PEÑA J. L., El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; ID, Muerte y marxismo
humanista, Sígueme, Salamanca 1978; THIELICKE H., Vivir con la muerte, Herder, Barcelona 1984.
J. L. Ruiz de la Peña
MUNDO Y COSMOS
DicPC
En el lenguaje ordinario las palabras mundo y cosmos poseen acepciones diversas según el
contexto en que se usen. Mundo proviene del latín mundus y puede significar: a) el conjunto de
todo lo que existe, abarcando no sólo el conjunto de las cosas físicas (cosmos) y psíquicas, sino
también los múltiples productos culturales del espíritu humano. Junto a esta acepción generalísima
de mundo, hay otras más restringidas, como cuando mundo denota, b) nuestro planeta y lo que en
él acontece; también cuando denota particularmente c) la vida humana en toda su amplitud. Este
sentido puede especificarse aún más, adjetivando el término según el aspecto de la vida humana
que se quiera especificar. Se habla así del mundo de las finanzas, del mundo filosófico o científico,
etc. Y la palabra cosmos proviene del griego Kósmos, y en el uso ordinario del castellano tiene un
sentido mucho más restringido que el de mundo. Este carácter restrictivo hace cierta justicia a su
procedencia del naturalismo griego, contexto en el que la noción de /persona no había conquistado
aún su auténtico valor ontológico. Así las cosas, cosmos suele designar el universo físico en su
proceso dinámico de formación y evolución. Para el naturalismo de todas las épocas, el hombre, a
pesar de sus peculiaridades, sería un ser cósmico más de entre los muchos habidos, que
actualmente hay, y de los que el cosmos producirá en el futuro. Ya desde los griegos se habla de
cosmogonía, es decir, origen del cosmos, y, por extensión, toda teoría sobre el origen del cosmos.
Es también frecuente el término cosmología, y en la medida en que el lógos significó para la
filosofía griega la ley o la razón determinante del dinamismo cósmico, cosmología hace alusión a la
ciencia del cosmos.
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Los primeros filósofos griegos concibieron el cosmos, desde una óptica fisicista (naturalista), como
el dinamismo de un &pxrj (principio) material originario que iría engendrando todas las cosas –
incluido el hombre– según un logos racional oculto. Sócrates –y su tradición– representa el
contrapunto más destacado a estas posiciones fisicistas. Todo hombre entrañaría un daimon
divino: la conciencia moral que transciende todo el ámbito de la pura naturaleza; sería algo así
como la voz de lo absoluto resonando (per-sonare) en la persona humana, finita y caduca, en tanto
que entidad natural, pero vinculada a la divinidad eterna en tanto que entidad moral. Estos
planteamientos condujeron a su discípulo Platón a seccionar la realidad en dos mundos o en dos
cosmos separados, y sólo conectados por un enigmático flujo ontológico participativo: el mundo de
las Ideas y el mundo sensible o físico. El mundo de las ideas no es, ciertamente, el mundo de las
almas –aunque sí sea su lugar propio y consiguientemente su anhelo–, sino el mundo de los
paradigmas ontológicos eternos e inmutables. El mundo de lo sensible o corpóreo en que vivimos,
es una degradación ontológica de aquel (caída); por ello las almas aspiran a abandonarlo. Sin
embargo, aunque las almas anhelan la vida contemplativa en el reino de las Ideas, quedan
relegadas a estas, por lo que la posición de Platón es más propiamente ontologista que
personalista. Por su parte, Aristóteles, a pesar de rechazar el dualismo ontológico de Platón,
permanece anclado en el horizonte dualista de su maestro al concebir en el hombre la dualidad
entre el alma que emerge de lo físico sublunar (alma vegetativa, sensitiva e intelectiva paciente) y
el alma intelectiva agente que viene de fuera y que es de naturaleza divina, pues sería una
participación del ser de Dios. Sin embargo, Aristóteles hace concesiones muy importantes al
naturalismo, al concebir a Dios como parte del cosmos. Dios es para Aristóteles la inteligencia pura,
el acto puro que mueve teleológicamente el cosmos; pero no es ni trascendente a él ni creador de
él, sino, como decimos, parte de él y coeterno con él. El hombre sería un ser intermedio entre Dios
y el mundo sublunar terrestre, donde reina la generación y la corrupción.
En definitiva, son tres las cuestiones fundamentales en lo referente al mundo y al cosmos: 1) ¿qué
se entiende por mundo y cosmos?; 2) ¿cuál es el origen y legitimidad de estas ideas?; y, 3) ¿cuáles
son –y en qué se fundan– los privilegios ontológicos del mundo propiamente humano? X. Zubiri
propuso una conceptualización que permite abordar estas cuestiones sistemáticamente, dando
cuenta del trasfondo histórico, y suministrando una fundamentación metafísica de la posición
personalista. No puede ya hablarse de un acceso al mundo atópico, desde ningún sitio. La
modernidad ha puesto de relieve que el acceso humano a la realidad es un acceso del hombre, y
que, consiguientemente, la metafísica debe complementarse con la ?antropología filosófica. Este
dinamismo ha llevado, empero, al extremo contrario, hasta el punto de negarse el sentido de la
metafísica en favor de una mera analítica del existente humano. Sin embargo, el acceso humano a
la realidad, aunque humano, es verdadero acceso, y en tal medida entraña un momento de
absoluteidad. Nuestra peculiaridad óntica consiste en aprehender el intrínseco carácter real de lo
real, a la par que sus peculiares caracteres definitorios. No sólo aprehendemos que la cosa es tal o
cual (rojiza, alargada, sonora, etc.), sino que este contenido talitativo queda en el acto intelectivo
con la formalidad de realidad. La inteligencia consiste en estar-en-realidad, y todos los contenidos
que aparecen a ella son entonces contenidos reales, inespecíficamente reales, trascendentalmente
reales. La realidad es trascendental porque trasciende (desborda) cualquier contenido específico,
es más. La realidad es así el momento esencial y radical de comunicación entre los contenidos –
cosas– reales. La inteligencia está ab origine en la realidad, pero se abre progresivamente desde el
campo perceptivo (lo que está siendo actualmente aprehendido) al campo de realidad (lo real
aprehendido y aprehensible en tanto que real) y al mundo (lo real allende la aprehensión). Desde el
punto de vista de la realidad simpliciter, el mundo es la respectividad de lo real en tanto que real,
es la radical apertura (cada cosa abre al mundo). Cosmos, empero, siendo en el mundo, es la no-
independencia talitativa de las cosas reales que lo constituyen. Es decir, que lo que una cosa es en
el cosmos, depende esencialmente de lo que las demás son en él. Por ello únicamente puede haber
un mundo, mientras que múltiples cosmos son posibles, pero también como coetáneos
incomunicados en el mismo mundo. Esta concepción de la realidad como formalidad de la
aprehensión humana no es idealista, aunque sí da cuenta del carácter humano de nuestro acceso a
la realidad. No es idealista porque la aprehensión de realidad no es un acto de la inteligencia sino
una actualidad de lo real en la inteligencia, que presupone ya (prius) la realidad en sí de lo
actualizado (y con ello del mundo) y de la inteligencia misma. El mundo como sentido presupone el
mundo real como su condición de posibilidad. Esta anterioridad de la realidad a su darse en la
inteligencia, se anuncia ya en la originariedad de la experiencia como el sentido propio de la
pasividad. Estar ab initio, en realidad significa para la sustantividad personal que ella no es el origen
de sí misma, sino que está constitutivamente religada a la realidad como su écpxrj. Sin embargo,
esta vinculación constitutiva a lo otro, constituye a la sustantividad humana en persona, esto es, en
sustantividad abierta; su ser-en-el-mundo no está determinado por sus notas sustantivas cósmicas,
no es hipokeimenon –no está por debajo de su esencia cósmica-, sino que es hiperkeimenon, es
persona: por su inteligencia está fuera del mundo de las causas, en el mundo, pero frente al
mundo, y no /entre las cosas como un eslabón extrínsecamente determinado por el dinamismo
cósmico. El cosmos, pues, ha dado de sí una sustantividad, cuya esencia determina una función
trascendental que lo excede: el acceso a la realidad qua real. Así, el mundo de la vida, en su doble
dimensión de mundo como sentido y mundo como narración adoptada, presupone el mundo
simpliciter como su fundamento.
NACIONALISMO
DicPC
En contra de lo que muchos teóricos habían pronosticado, el nacionalismo, como doctrina y como
movimiento político, es uno de los factores determinantes de la vida cultural, política y social de
este final de siglo, y una de las claves interpretativas decisivas para entender nuestro futuro más
próximo. Su carácter específico hace que el nacionalismo se haya expresa-do como doctrina propia,
o incorporado a las más variadas y opuestas /ideologías, como pueden ser la democrática y la
fascista o comunista. De ahí que la opinión pública esté hoy dividida respecto a su consideración.
Para unos, el nacionalismo es una amenaza para la /paz, un impedimento para el reconocimiento y
respeto de los individuos, un enemigo declarado de los /derechos humanos, etc. Es causa directa o
indirecta de la xenofobia, el /racismo y la intolerancia que han definido muchos de los escenarios
de este siglo, desde la Alemania nazi hasta la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. Para otros, el
nacionalismo es la expresión del derecho de autodeterminación de los pueblos, condición
indispensable para disfrutar del derecho al reconocimiento y para el desarrollo de la /cultura e
identidad propias. Ante la uniformización técnica y económica, el nacionalismo significa la última
posibilidad de mantener la diversidad y pluralidad de las formas de vida.
I. ORÍGENES HISTÓRICOS.
Desconocido hasta el siglo XVIII, el nacionalismo tiene en la revolución francesa y americana sus
primeras manifestaciones. Se desarrolla como ideología /política tras la revolución industrial, con el
derrumbe de las viejas estructuras ligadas a la tradición y al mundo rural, por una parte, y ante la
necesidad de legitimación que requieren los estados modernos, por otra. En este sentido, el
nacionalismo, como conciencia de una nueva forma de organización social, es producto de las
dinámicas de modernización económicas y sociales y, como tal, responde a la necesidad de crear
un espacio público cohesionado, más allá de los lazos locales o de parentesco. Las definiciones
tradicionales del nacionalismo como credo o doctrina política que relaciona nación y régimen
político, o también, como defensor de la unidad entre la nación y el / Estado, parecen indicar que
primero existía la idea de nación, y el nacionalismo lo que busca es su conversión en Estado. Sin
embargo, no existe una separación tan tajante entre ambas exigencias. Es el propio nacionalismo el
que ha ayudado a conformar la nación como espacio común que busca su propia estructura
política, y esto precisamente bajo la presión de un Estado que necesita una nueva legitimación.
La palabra nación proviene del verbo latino nasci, nacer. Los romanos llamaban natio a la diosa del
nacionamiento y del origen. En su concepción tradicional, las naciones eran comunidades de
procedencia, que estaban integradas geográficamente y que compartían una lengua común y
costumbres y tradiciones comunes. Pero este concepto nada nos dice del grado de complejidad
que puede alcanzar su estructuración política. El nacionalismo se apoya en un hecho antropológico
básico, ligado a estos rasgos comunes compartidos: la necesidad humana de identificación, de
pertenencia a un grupo social. Alcanzamos nuestra propia identidad porque compartimos con otros
una forma de vida, un mundo común con un pasado, presente y futuro. Ahora bien, esta necesidad
de identidad colectiva ha estado durante muchas épocas asegurada por otro tipo de estructuras
sociales, por ejemplo, por la familia, la tribu o la religión. La fuerza del nacionalismo depende de su
esfuerzo y habilidad por construir un sentimiento de identidad entre personas, al margen, o por
encima de otras lealtades colectivas tradicionales. De ahí se sigue que la nación no es algo natural.
Los lazos comunes existían, pero es el nacionalismo el que se encarga de unificarlos y convertirlos
en un nuevo modelo de racionalidad política, de justificación del poder político.
Uno de los ejemplos más claros de esta construcción de una nueva forma política, lo constituye la
Revolución Francesa de 1789. El Artículo III de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano decía: «El origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún individuo
o grupo de hombres está facultado para ejercer ninguna autoridad que no derive expresamente de
ella». Este concepto republicano de nación hace referencia explícita a la soberanía popular, al
consentimiento de todos, como nueva forma de legitimación del Estado. No es una comunidad de
procedencia, sino un contrato, una nación de ciudadanos. Nación se entiende como un conjunto de
individuos capaces de participar en la vida política común, es decir, personas gobernadas por la
misma ley y representadas por la misma asamblea legislativa. No se trata necesariamente de una
identidad cultural, sino de una identidad de derechos. Lo que define a la nación es el
reconocimiento recíproco de estos derechos. En definitiva, nación como una asociación de
ciudadanos libres e iguales, fundada en el contrato social.
Según J. Breuilly, podemos definir el nacionalismo como un movimiento político que busca obtener
o ejercer el poder del Estado, y que justifica sus acciones con argumentos del siguiente orden:
existe una nación con un carácter explícito y peculiar, los intereses y valores de esa nación tienen
prioridad sobre todos los demás intereses y valores, y esa nación debe ser todo lo independiente
que sea posible, esto es, debe obtener su soberanía política.
La Sociedad de Naciones se encargó de dar el toque final a esta mezcla, al identificar nación y
Estado, denominando naciones a todos los estados soberanos. Pero esta afirmación no debe
hacernos olvidar que son conceptos diferentes, como muestra el hecho de que hay naciones sin
Estado y Estados compuestos por varias nacionalidades.
Al igual que no debemos olvidar que la formación de los Estados nacionales se llevó a cabo,
generalmente, al precio de la represión y exclusión de minorías nacionales. De esta forma, «al
someter a las minorías a su administración central, el Estado nacional se pone a sí mismo en
contradicción con las premisas de autodeterminación a las que él mismo apela» (Habermas).
Existen diferentes tipos de movimientos nacionalistas, que suelen agruparse en tres fases históricas
diferentes: a) La formación de los Estados nación en Europa y EE.UU., en la segunda mitad del siglo
XVIII y comienzos del XIX; b) el período de entreguerras, que afecta a los países del tercer mundo y
al proceso de descolonización; c) finales de los sesenta, en contra de los Estados nacionales
occidentales ya establecidos.
La definición de nacionalismo antes dicha, y el uso posterior de nación para referirse a los Estados
soberanos, parecen olvidar dos cuestiones básicas. En primer lugar, la dificultad de definir los
rasgos definitorios de lo nacional y, en consecuencia, de establecer las fronteras de separación, es
decir, los criterios de pertenencia y de exclusión. En segundo lugar, la legitimación de los Estados
de derecho se apoya básicamente en el /consenso o contrato social entre todos sus miembros,
esto es, en el reconocimiento de la libertad e igualdad de todos, y en los principios de /justicia que
derivan de este reconocimiento. Estos olvidos son la causa de la ambigüedad que arrastran los
nacionalismos, y de las reservas que la opinión pública tiene ante ellos. Hoy en día, asistimos a una
nueva situación que, si bien ha elevado a los primeros planos las exigencias nacionalistas, también
ha explicitado con toda su crudeza la ambigüedad descrita. Por una parte, el derrumbe de los
Estados comunistas ha producido un resurgimiento de las identidades nacionales en contextos
políticos sin apenas tradición democrática. Por otra, las emigraciones masivas de estos países y de
las zonas africanas y asiáticas, está propiciando un tejido social multirracial y multicultural y, con
ello, difuminando la rigidez de las identidades nacionales. Pero además, existe un tercer factor
clave en la definición de esta nueva situación: la pérdida de soberanía estatal. Al igual que la
economía había sido una de las causas decisivas en la formación de los Estados nacionales, es
también ahora la presión económica la causante de la ruptura de los límites de los Estados y de su
integración en estructuras políticas supraestatales. Los Estados ya no son autosuticientes para
enfrentarse a las cuestiones económicas, pero tampoco lo son para controlar los procesos de
información, ni para atajar los problemas ecológicos. El concepto de soberanía que Bodino
concibiera como «la capacidad de legislar sin consentimiento de mayor, igual o inferior», está
dejando de tener sentido para muchos Estados. Un ejemplo claro de ello lo constituye la Unión
Europea.
En la actualidad, la forma de evitar los peligros derivados de la ambigüedad descrita, sin renunciar
por ello a los derechos básicos de la autodeterminación y del reconocimiento, pasa necesariamente
por un nacionalismo que sepa deslindar la cuestión política de la cuestión cultural. Un nacionalismo
que acepte que la /persona es el lugar propio de los derechos y que, en consecuencia, no puede
haber más fronteras que las libremente establecidas por el acuerdo, por el contrato social. No hay
ninguna entidad natural que nos determine el orden político que debemos establecer, ni puede
haber valores disfrutados por las naciones y no por los individuos que las componen. En el
nacionalismo se mezclan dos lógicas diferentes: la lógica de la identidad y la lógica del poder. Las
dos son esenciales y las dos deben guardar relación. De la lógica de la identidad depende la propia
autorrealización, el desarrollo individual y colectivo. Es la encargada de proporcionar una
comunidad de valores e ideales y, con ellos, una cohesión interna, un marco de referencia común,
sin el que no es posible entender después la solidaridad. La lógica del poder, sin embargo, se
encarga de los procesos de formación de la voluntad colectiva, de la organización de la vida en
común y, por lo tanto, de los mecanismos institucionales, con el Estado en primer lugar, necesarios
para su realización. En esta esfera se produce la distribución del poder político, de la capacidad de
decisión sobre lo que nos afecta. Aquí el principio democrático exige que, como norma, todos los
afectados por las decisiones puedan tomar parte en ellas.
En definitiva, un nacionalismo que quisiera dar razón de ambas lógicas tendría su lugar propio en la
sociedad civil, como puente entre las formas particulares de vida y la necesaria abstracción de los
principios universalistas del sistema democrático. Un nacionalismo mediado por esta exigencia de
universalidad supondría, por una parte, la afirmación de los propios intereses y valores, pero, por
otra, la renuncia a su prioridad sobre las «pretensiones legítimas de las demás formas de vida»
(Habermas). En otras palabras, la soberanía nacional debería dar paso a una soberanía
democrática, donde fuera la voluntad de los afectados el criterio único para el establecimiento de
las fronteras.
BIBL.: BREUILLY J., Nacionalismo y estado, Pomares, Barcelona 1990; CASTIÑEIRA A. (dir.),
Comunitat i nació, CETC, Barcelona 1995; DELANNOI G.-TAGUIEFF P. A. (ed.), Teorías del
nacionalismo, Paidós, Barcelona 1993; GELLNER E., Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid 1988;
HABERMAS J., Identidades nacionales y posnacionales, Tecnos, Madrid 1989; KEDOURIE E.,
Nacionalismo, CEC, Madrid 1985; KoHN H., Historia del nacionalismo, FCE, Madrid 1984; LÓPEZ
CALERA N., El nacionalismo: ¿culpable o inocente?, Tecnos, Madrid 1995.
D. García Marzá
NADA Y NIHILISMO
DicPC
I. NADA.
Así pues, aunque se ha discutido sobre la mayor o menor relevancia del pensamiento de la nada en
la /filosofía griega (por ejemplo, son significativas las posiciones al respecto de E. Bréhier y E.
Gilson), lo cierto es que la cuestión de la nada adquirió un rango muy especial en la metafísica, a
partir de la innovación judía y cristiana que conforma un contexto creacionista, conservado y
explicitado en la filosofía moderna y que, en virtud de la recuperación heideggeriana del asunto,
entra de lleno en el sentir contemporáneo (por ejemplo, en J. P. Sartre, en El Ser y la nada).
Estas son las claves de la respuesta de Heidegger a la pregunta que se formula sobre el asunto de la
nada, que conllevan una revisión de la interpretación del modo de ser y estar el hombre en el
mundo, de ahí que Heidegger saque la siguiente conclusión: «Sin la originaria patencia de la nada
no hay mismidad ni hay libertad». Una conclusión que tiene mucho que ver con la cuestión del
fundamento, desde donde nos sentimos impelidos a tratar el tema del nihilismo, cuya inspiración
básica —como también de su peculiar giro hermenéutico5 en relación con el fundamento— se
encuentra en Nietzsche.
II. NIHILISMO.
Aun cuando el tema del nihilismo puede enfocarse desde los más diversos puntos de vista
(histórico, metafísico, teológico, pedagógico, religioso, literario, teatral, político, ideológico,
musical, pictórico)6, a continuación expondremos el sentido del nihilismo desde la perspectiva
nietzscheana, debido a que es tal vez esta la que más hondo ha buceado por los bajos fondos de la
sensibilidad contemporánea7. Desde este punto de vista, «el nihilismo es la conclusión final de la
lógica de nuestros grandes valores e ideales»8. «El nihilismo radical es el convencimiento de la
absoluta inconsistencia de la existencia, cuando se trata de los supremos valores reconocidos; y,
por añadidura, el entender que no tenemos el más mínimo derecho a establecer un más allá de un
en-sí de las cosas que sea divino, que sea la personificación de la moral» 9.
La fe metafísica en las categorías de la /razón conduce al nihilismo; al medir el mundo por las
categorías que se refieren a un mundo meramente fingido, ha de llegar un momento en que todas
esas verdades y valores sean destruidos, devaluados. Todos los nombres del sentido (llámese Dios,
Razón, Bien, Esencia, etc.), que sojuzgaban la vida, son aniquilados, produciéndose un vacío, una
desilusión e incredulidad generalizados. Porque el hombre siente que le falta el sentido y el
objetivo de su vida, cuando la razón, la moral y Dios se conciben como enemigos de la vida y de los
instintos. Los valores considerados supremos se devalúan, falta la finalidad en la vida, carecemos
de la respuesta a la pregunta «¿para qué?». Por consiguiente, este nihilismo no es mera
especulación, sino el producto histórico de una época, el destino de Occidente, convertido en
forma de vida. Consiste en una disminución de poder, una debilidad o enfermedad, cuyo origen
está en el «total extravío de la humanidad de sus instintos fundamentales».
Y la /metafísica es incapaz de sacarnos del nihilismo al que nos haconducido; pues la caída de los
valores cosmológicos se debe a la impotencia y agotamiento de las categorías metafísicas para
interpretar el /mundo, es decir, a la incredulidad en un mundo presuntamente verdadero y valioso,
el mundo metafísico y moral. Pues cuando hemos buscado un sentido en todo acontecer y este no
existe, se pierde el ánimo; y, entonces, se cae en la cuenta de que todas las formas de sentido
confiaban en que se podía lograr algo, en alcanzar alguna meta. Pero con el devenir no se alcanza
meta alguna, ni se logra nada determinado. Así pues, la causa última del nihilismo estriba en el
desengaño de una presunta meta del devenir. Toda hipótesis de un fin como sentido ha fracasado,
puesto que bajo el devenir no impera unidad alguna, como si fuera un valor supremo. Antes bien,
la presunta salida metafísica consistió en condenar este mundo del devenir como si se tratase de
un engaño e inventar otro mundo que existe más allá, como si fuera verdadero. Pero al descubrir
que este mundo está construido en función de nuestras necesidades psicológicas, surge la última
forma de nihilismo, que implica la incredulidad en un mundo metafísico. Y sólo se acepta como
única realidad la del devenir, que impide salirse hacia trasmundos.
La doctrina nietzscheana del eterno retorno constituye una respuesta al reto del nihilismo, porque
para superar la metafísica que lo ha engendrado, hay que redimir al hombre de la venganza; lo cual
sólo es posible cambiando el sentido del tiempo y el valor del devenir. Se ha de lograr una alabanza
y justificación de lo perecedero por sí mismo, y no en función de lo imperecedero. Si la metafísica
surgió del sufrimiento, la mejor solución no consiste en continuar inventando otro mundo, sino en
«crear, esa es la gran redención del /sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida». Los
creadores son los «defensores y justificadores de todo lo perecedero»; los símbolos que hablen del
tiempo y del devenir, alumbrando un nuevo horizonte para la libertad, donde se entrecruzan
voluntad creadora y destino; no ya «la verdad os hará libres», sino «el querer hace libre», «la
voluntad de engendrar y devenir», el destino que «mi voluntad quiere».
Pero para superar la venganza, habrá que vencer la voluntad de /igualdad, que ha impregnado la
lógica y la moral, el orden metafísico teórico y práctico. Sólo la impotencia ha clamado por la
igualdad. En cambio, la / justicia dice que las cosas iguales no existen, que «los hombres no son
iguales» y que «tampoco deben llegar a serlo». Por eso, se debe implantar «más guerra y
desigualdad», por amor y justicia, ya que la vida «tiene que superarse continuamente a sí misma».
«Pero, ¿qué es la vida? Aquí hace falta, pues, una nueva versión más determinada del concepto
vida: mi fórmula dice así: vida es voluntad de poder»10.
La justicia y el amor posmetafísicos son los nuevos signos que indican la superación de la igualación
teórico-práctica. El hombre se redime de la venganza y del sufrimiento, queda abierto a la libertad
creativa. Es posible una nueva forma de existencia sin metafísica, debido a un pensamiento abierto
a los sentidos (posmetafísico y posmoral), donde, rebasando la experiencia del nihilismo, vivimos
sumergidos en el fatalismo lúcido y lúdico, que inaugura un pensamiento radicalmente trágico.
Incipit tragoedia (¿el absurdo como destino?).
El nihilismo nos ha conducido al sentido trágico de la existencia, que nos hace vislumbrar lo
originario y vivir a fondo la tensión conflictiva entre lo real y lo ideal, la necesidad y la libertad, el
azar y el sentido. El sentir trágico produce permanentemente inquietud e insatisfacción, porque no
se fía de ningún optimismo cientificista, de ningún utopismo moral, de ningún pragmatismo
político. Vivir trágicamente significa una radical rebelión, que genera un estado crítico crónico en
todos aquellos que anhelan trasmutar los valores sin más razón para la esperanza11.
La tragedia no es algo de lo que hay que liberarse, sino un nuevo modo de degustar la facticidad.
Esta concepción trágica de la vida ha inspirado en sentido nietzscheano a pensadores como
Unamuno y Camus, no para desvanecerse en la nada nihilista, sino para aprender a vivir de
contradicciones (en ellas e incluso porellas), como en el caso de Unamuno, o bien para reivindicar
un cierto orden en medio del caos, debido a un movimiento de rebelión, por el que lo absurdo se
supera a sí mismo. Así, por ejemplo, el hombre rebelde de Camus ejerce de humanista a partir de la
experiencia del absurdo, no claudica ante la realidad, exige el reconocimiento del valor del hombre,
y reclama la justicia apasionadamente. El humanismo trágico, hecho de rebeldía, decide revolverse
contra lo que considera intolerable: la injusticia. Por eso, aunque «el sufrimiento desgasta la
esperanza», y «ninguna parusía se ha cumplido», Camus cree poder situarse más allá del nihilismo,
en virtud de la fuerza vital que imprime la rebelión contra la opresión y la injusticia, apostando por
la actitud generosa de los que no hallando descanso «se condenan a vivir para quienes, como ellos,
no pueden vivir, para los humillados»12. Más allá del nihilismo, este humanismo, además del
sentimiento trágico de la vida y el nihilismo de la acción, tiene otros rostros, como podría ser una
interpretación de la fórmula zubiriana13, según la cual, apurando la experiencia, tal vez podamos
algún día despertar del sueño nihilista y encontrarnos religados al verdadero fundamento que nos
sostiene y hace ser plenamente lo que somos, desde el fondo de nuestra realidad humana.
BIBL.: CAMUS A., El hombre rebelde, Alianza, Madrid 1986; CONILL J., El crepúsculo de la metafísica,
Anthropos, Barcelona 1988; FINK E., La ,filosofía de Nietzsche, Alianza, Madrid 1976; GADAMER H.
G., Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1977; HEIDEGGER M., La frase de Nietzsche: rcDios ha
muerto», en Sendas perdidas, Losada, Buenos Aires 1960; LEIBNIZ G. W., Tratados, fundamentales,
Losada, Buenos Aires 1946; ID, Principies de la nature et de la gráce, en GERHARDT C. J. (ed.), Die
philosophischen Schriften, Olms, Hildesheim 1965; RuIz DE LA PEÑA J. L., Teología de la creación, Sal
Terrae, Santander 1989; SÁNCHEZ PASCUAL A., (coord.), Metamorfosi del Nihilisme, Fundació Caixa
de Pensiono, Barcelona 1989; ZUBIRI X., Naturaleza, Historia, Dios, Alianza, Madrid 1987'.
J. Conill
NARCISISMO
DicPC
Los griegos sabían mucho. El mito helénico de Narciso ha llegado hasta nosotros con múltiples
variantes, conforme a la costumbre griega de recrear popularmente sus convicciones básicas a lo
largo de los siglos, plasmándolas al fin en versiones muy distintas, e incluso contradictorias en
ocasiones. La variante más popular en la actualidad es la que nos presenta a Narciso como un
hermoso varón, tan hermoso que, por considerarse colmado de perfecciones, se hallaba
enamorado de sí mismo, de forma que no tenía oídos ni ojos para nadie más que para él. Nada de
dioses, nada de héroes, él mismo se autoendiosaba y agigantaba ante sus propios ojos; ninguna
realidad le resultaba ajena a un Narciso autocomplacido, que encontraba en sí mismo la omnitud
de lo real, de modo y manera que mejor que ningún otro caracol hubiera podido gritar: Omnia
mecum porto, lo llevo todo conmigo. Así que este jovencito, bello por antonomasia, ni siquiera
atendía los requerimientos de la hermosa Ninfa Eco, quien, «debido al castigo que le había
impuesto Hera, no podía comunicar a Narciso sus sentimientos, ya que era incapaz de hablar la
primera, y sólo le estaba permitido repetir los últimos sonidos de lo que oía. Cuando al fin
consiguió dar a entender sus sentimientos al amado, fue rechazada. La conducta de Narciso acabó
por atraer el castigo divino: el joven se enamoró de sí mismo al contemplar su imagen reflejada en
las aguas y, desesperado al no poder alcanzar el objeto de su amor ni satisfacer su pasión,
permaneció junto al arroyo hasta consumirse. Se decía que el cuerpo de Narciso había sido
transformado en el río que llevaba su nombre, y también que había dado lugar al nacimiento de la
flor así llamada»1.
I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.
El narcisismo, de todos modos, se nos presenta como una realidad al menos tetradimensional, cuya
fragancia sutil resulta muy difícil de detectar, sobre todo cuando impregna al propio ego
adormecido. Examinemos rápidamente esas cuatro dimensiones.
1. A partir de la mitología clásica, los psicólogos designaron con el nombre de narcisista a quien se
complace en su propio ego, tomado como ombligo cósmico, a quien adora su propio yo con toda
clase de entretenimientos y de fabulaciones, al egoísta refinado que, incapaz de salir realmente
fuera de sí y de asumir la realidad para comprometerse con el mundo y con los demás, se aísla
minusvalorando lo ajeno, y procura llamar siempre la atención con las excusas más refinadas, a fin
de que el mundo entero se dé cuenta de que él se encuentra allí, nada menos que Su Majestad El,
novio en la boda, niño en el bautizo, y, si es menester hasta muerto en el entierro. De tal guisa, el
autocentrismo devora a Narciso, que nunca tiene bastante con ser amado, loado, admirado, y
siempre quiere más, insaciablemente más. Este autismo devorador conduce, con frecuencia, a una
somnolencia irrealista que, en su delirio, no distingue ya el mundo verdadero del mundo
autoidealizado y que deforma sistemáticamente los hechos por mor de una imaginación tan
autocéntrica como eternamente calenturienta, siempre retornarte hacia el ego que
permanentemente reclama luz y taquígrafos, dada su ansia de primer plano. Con frecuencia, el
narcisista embriagado sufre porque, aun creyendo haber alcanzado él mismo la cumbre de todas
las cumbres, oh Narciso olímpico, en el fondo sabe perfectamente que presume de lo que carece;
se irrita muchísimo con el ciudadano que le dice que se equivoca, con quien se atreva a recordarle
que el camino hacia el yo humano no es el de la boa constrictora, y no soporta a aquel que le hace
ver que a la gente se la quiere no sólo por lo supuestamente augusta y excelsa que fuere o pudiere
haber sido, sino que se la quiere lisa y llanamente porque se la quiere, en la medida en que el
querer es querer gratuito, pues «ni se compra ni se vende el cariño verdadero» según canta la
hermosa copla del pueblo llano.
Así pues, desde la perspectiva puramente psicológica, cabe afirmar del narcisista esto: «Es una
personalidad pasiva, dominada por la necesidad de ser vista; la reivindicación egocéntrica es
siempre receptiva: el egocéntrico aparece entonces como un niño que quiere verlo todo, oírlo
todo, formar parte de todo lo que ocurre o se dice a su lado, ser siempre escuchado, servido,
admirado, el primero; en una conversación se encuentra impaciente por anteponer sus propios
recuerdos, las experiencias en las que ha participado, las pruebas que le han convencido; corta la
palabra, se adelanta indiscretamente allí donde no ha sido solicitado; es intransigente en sus
hábitos, en sus manías, en sus creencias, pero más flexible que nadie ante los hábitos, las manías y
las creencias de otro. En cualquier asunto, se muestra impaciente ante toda situación nacida fuera
de él e independiente de él. Es que la conciencia reflexiva se desarrolla hasta el extremo, bajo el
influjo de una cultura de invernadero, y el tema del Narciso se introduce en estas vidas replegadas
sobre la contemplación voluptuosa del yo... Un conservadurismo tenaz, hostil a todo cambio,
reemplaza entonces a la explosión anárquica. Se podría decir que hay dos clases de hombres: los
hombres que están a favor, y los hombres que están en contra, a favor o en contra del mundo en
general, a favor y en contra de lo que viene de fuera, de los hombres, de las cosas o de los
acontecimientos. Es un yo enroscado como un erizo sobre su propia conservación el que forma los
segundos, y este negativismo se produce casi siempre por los desaciertos de la formación» 2.
2. Desde luego nuestra formación habitual no parece la más adecuada, en modo alguno, para
exorcizar los demonios derivados del propio narcisismo académico. No sé si narcisista se nace, pero
desde luego sé muy bien que narcisista se hace, y que una de las formas más habituales de facturar
una mentalidad narcisista es la escolarización, la enseñanza, tanto más narcisista cuanto más
académica. En efecto, lo más frecuente desde el ingreso en la universidad (y aun antes, en el
momento mismo de elegir la carrera de ciencias, con más prestigio) es el despertar de un
redomado narcisismo profesional, que insensiblemente se prolonga en un gregario espíritu de
cuerpo, en un corporalismo sin alma y en un gremialismo sin sociedad, por mor del cual a cada uno
se le hace creer, durante los años de aprendizaje, que la profesión que ha elegido, ¡la suya!, es ¡por
supuesto!, la más digna de las posibles y que, en consecuencia, merece más crédito y mayor
retribución, con lo cual se genera un inevitable orgullo de casta entre el consorcio de profesionales,
siendo el resultado final la pérdida del prójimo, la ignorancia de la dimensión social, la ajenidad
respecto al servicio a los demás seres humanos, por medio de nuestra habilidad o destreza o
cualificación, todo ello a cambio –eso sí– de un prurito academicista, deformado (veneno presente
asimismo hasta en los currículos de los pobres filósofos que carecen de aceptación social), pero
muy difícilmente detectable cuando se está dentro del ambiente que lo exuda, y que E. Mounier
desenmascara con su brillante lucidez habitual, del modo que sigue: «Es fácil ironizar sobre los
cortadores de cabellos en el aire. Existen, en efecto, maníacos de la navaja. Pero, si la verdad
psíquica se mide en milésimas de milímetro, sucede también que la verdad psicológica o moral
reposa sobre una punta más fina que la de un cabello. También el sentido crítico aparece, ante el
rapto emotivo y la obtusión del instinto bruto, como una de las principales técnicas del dominio de
sí mismo. Y concita contra sí el coro unánime de la imbecilidad satisfecha. Pero cuando no está
sostenido por un pensamiento fuerte y atento a lo real, vuelve a la manía de la distinción, al
manierismo revelador de las actitudes de ruptura con lo real. Junto a la necedad primaria, que
confunde las ideas para comprometerlas, está una necedad meticulosa, ataviada con aspavientos
del espíritu, que divide para reinar. Tal es el espectáculo que nos ha ofrecido el hipercrítico en el
mundo moderno. Tomad un texto viviente, una persona viviente, pasadles por el tamiz de una
erudición sin perspectivas, y los aniquilaréis bajo su explicación en menos tiempo del que se
necesita para aprender el método»3.
3. De esos polvos salen luego los lodos del narcisismo histórico, aquel que aqueja a una época
donde se abandonan los proyectos teleológicos, donde se niega la ilusión por lo venidero, en cuyo
lugar el coro de ranas croa en la charca de las inmundicias, presumiendo paradójicamente de
espíritu musical y de exquisita limpieza. El narcisismo histórico se traduce en períodos de
estancamiento, de manierismo, de autolatría, de confusión, de pereza, de incuria: en otras
palabras, de pensamiento débil, aunque los que más presumen de debilidad no tienen otro
remedio que defenderlo con fuerza, con fuerza y –faltaría más– con el auxilio de los poderosos
medios de masa, a quienes les encanta la ajena impotencia para comerte mejor, Caperucita. Por
ese narcisismo se parlotea de fin de la historia con gesto desmayado, pero lo que en realidad se
está vendiendo en tamaño mensaje, no es en absoluto el fin de la historia, sino la perversa
exclusión de los pobres de eso que llaman historia, y que no es historia sino fábula, cuento y
mentira: que no es sino el Jardín de Epicuro, donde una cuarta parte de la humanidad devora las
vísceras de las tres cuartas partes restantes, lo cual no es metáfora, desgraciadamente. De nuevo
damos la palabra a Mounier: «Los períodos de escepticismo, históricamente se han injertado
siempre en los momentos en que el impulso espiritual, agotado transitoriamente por un amplio
esfuerzo de pensamiento creador, se hacía polvo en sociedades discordantes, sin motivación,
habiendo perdido el sentido de la vida. "Tal vez se es ateo, dice Renan, para no ver lo bastante
lejos". Siempre se es escéptico para no ver con bastante amplitud» 4.
4. Pero los narcisismos acechan con rostro perverso y polimorfo, de modo que, junto a ese
narcisismo fácilmente localizable (a decir verdad, con frecuencia no tan fácilmente localizable, pues
más de una vez Narciso es el que llama narcisista al otro), cabe distinguir todavía un narcisismo
individual y social de segundo grado, que emerge cuando, en el día a día de la convivencia, la otra
persona es utilizada al servicio del yo y, en consecuencia, resultaría muy difícil arrojar sobre el
prójimo el narcisismo que encontramos en nosotros mismos, cosificadores, instrumentalizadores,
manipuladores, explotadores, cada vez que tomamos al otro como un simple medio para la
satisfacción de nuestros propios egoísmos, más o menos refinada o torpemente.
Sólo existe un antídoto contra el narcisismo: el /personalismo comunitario, dicho esto sin espíritu
de casta alguna y sin la menor voluntad narcisista, toda vez que no se agota en un solo autor, ni se
reclama de ningún gurú, ni se cierra a ningún hombre de buena voluntad, ni se niega a cualesquiera
aportaciones provenientes de los más recónditos ámbitos del saber y del vivir. No puede ser de
otro modo, porque el personalismo se presenta como una encrucijada pneumática abierta a todos
los seres humanos de buena voluntad, que afirman la radical /dignidad del ser humano como fin en
sí. El personalista se siente obligado a la inevitable autorreflexión, a la permanente intususcepción,
con objeto de reconocer en /sí mismo la carga de egoísmo y de disimetría que puede llevarle a
mirar la realidad, no desde el plano de la igualdad debida, sino desde el plano de la desigualdad
que me otorga privilegio. Por eso se encuentra inexcusablemente precisado de una mirada
analítica, capaz de descubrir el pecado de narcisismo en el propio interior, pecado tan mutante, tan
viscoso, tan proteico, tan hiperbólico como hinchado de soberbia luciferina (es decir, vaciada de
projimidad y embotada de acusación). El personalista sabe bien que el reconocimiento de esa
finitud y de esa culpabilidad únicamente se cura con la conversión, la cual se enraíza en el esfuerzo
de cada cual, pero se agradece como una / gracia, porque sin ella ni siquiera bastaría el esfuerzo. Y
finalmente, el personalista comunitario tiene muy claro que la conversión consiste exactamente en
eso: en el paso de la cerrazón individualista a la comunión.
NOTAS: 1 AA.VV., Diccionario de la Mitología Clásica II, Alianza, Madrid 1980, 446. — 2 E.
MOUNIER, Tratado del Carácter, en Obras completas 11, Sígueme, Salamanca 1993, 567-569. — 3
ID, 697. — 4 ID, 697-698.
BIBL.: AA.VV., Diccionario de la Mitología Clásica, Alianza, Madrid 1980; DE MIGUEL A., Los
narcisos. El radicalismo cultural de los jóvenes, Kairós, Barcelona 1979; DíAz C., Valores del futuro
que viene, Madre Tierra, Móstoles 1995; ID, Nihilismo y estética. Filosofía de fin de milenio, Cincel,
Madrid 1987; MOUNIER E., Tratado del Carácter, en Obras completas II, Sígueme, Salamanca 1993.
C. Díaz
NATURALEZA
DicPC
«Cesemos de ser sobre-naturales» (E. Morin). Quizás sea este el rigor previo que hay que asumir, y
situar la perspectiva como problema. Nuestra tradición nos ha pensado encima, al margen,
enfrente... de la naturaleza, y nos hemos buscado replegándonos en la disyunción, en oposición a
una naturaleza mecánica, homogénea y cuantificada, que nos hundía en unas geometrías
invariables de las que teníamos que liberarnos para poder re-conocernos. Desde Platón, nuestro
sentido común ha sido alimentado en la tensión de oposiciones binarias que fragmentan todos los
espacios de realidad en desniveles insuperables: physis/nómos, cuerpo/alma, materia/ espíritu,
naturaleza/cultura, mundo/ yo, determinismo/libertad... La distancia ha sido ennoblecida como
purificación.
El pensamiento moderno, que aún retiene nuestras realidades, ha mantenido impensable lo que no
es pensado desde la bipartición. La estricta escisión cartesiana de la realidad en res cogitans y res
extensa es la transformación de un dualismo teológico en punto de partida de una metafísica del
mundo, cuyo principal sopor-te deductivo es la producción de evidencias por contraste entre los
dos ámbitos. Kant se propone elaborar una Antropología sistemática que debe contener una parte
fisiológica y otra pragmática. La primera tiene como objeto «lo que la naturaleza hace del
hombre». La segunda, «lo que el hombre, en tanto que ser de libre actividad, hace o puede y debe
hacer de sí mismo». Las perspectivas son complementarias. Sin embargo, Kant descarta la
Antropología fisiológica como una simple pérdida de tiempo: «...se debe dejar obrar a la
naturaleza» en sus determinaciones, y sólo ocuparse de la Antropología pragmática. Su punto de
partida es una constatación: «Poseer el Yo en su representación: este poder eleva al hombre
infinitamente por encima de todos los seres vivientes sobre la tierra. Por ello es una persona». Su
análisis parte de una dualidad inapelable: «Libertad e independencia frente al mecanismo de la
Naturaleza». Se ha seguido este modelo: cortar el entrelazamiento de la naturaleza y de la persona;
y desde esa distancia inabarcable, el ser que es «para sí mismo su último fin», se vuelve hacia la
naturaleza para dignificarla como «uso del mundo». Está en juego una representación de la
naturaleza; y, por contraste, del espacio donde lo humano se repliega sobre sí mismo y se reconoce
como real. Lo que ahí se decide es la manera como se humaniza la naturaleza y se naturaliza lo
humano.
A lo largo del siglo XIX, el camino ideal que el pensamiento había seguido por la naturaleza
newtoniana (kantiana) se fragmenta en múltiples senderos interrogativos. La selección natural de
Darwin contiene tres dimensiones decisivas para la complexificación de la naturaleza —aunque
sólo desplegarán sus virtualidades hermenéuticas en el cruce con las leyes de la herencia de
Mendel (teoría sintética de la evolución: T. Dobzhansky)—: el acontecimiento (novedad de cada
especie), la irreversibilidad (entre el antes y el después de la novedad) y la re-organización (nueva
direccionalidad del orden). Se ha pasado del individuo a la población. La expansión de la
investigación biológica muestra la infinitización de los límites entre la materia y la vida: la
especificidad de los organismos vivientes depende de principios de organización más que de
propiedades vitales irreductibles (H. Atlan). Paralelamente, en el orden de la inteligencia que opera
en esos límites, aparece un procedimiento paradójico: cuando el biólogo se se-para de la
formalización de sus datos verificables y expone discursivamente los procesos de su saber, el
lenguaje se carga de expresiones que no proceden de la biología, sino de la cibernética, la
informática o la lingüística: código, programa, información, comunicación, control, ruido,
autoorganización... (H. Atlan). Una red metafórica de conceptos que, bajo una inicial ambigüedad
de sentido, produce una fecundidad representativa en los intersticios que escapan a la sólida
geometría de los conceptos tradicionales. Se trata de nociones-bisagra entre el pensamiento y la
materia, de una nueva manera de producir pensamiento de organización que choca frontalmente
con nuestra imaginación mecanicista y dualista.
La termodinámica (desde Fourier, y con Carnot, Thomson, Clausius, Maxwell, Boltzmann, Planck...)
modifica la representación misma de la materia. El concepto-eje de fuerza es desplazado y
subsumido por el de energía: la materia se interioriza como actividad; y esa actividad, como
tendencia de una consistencia interna, rompe la continuidad homogénea de los estados. Se pasa
del elemento al sistema. Ha cambiado el soporte del conocimiento exacto. En esta rearticulación
de la objetividad se conforman nuevos ejes de interpretación: sistemas lejos del equilibrio (cálculo
de probabilidad), irreversibilidad (fluctuación, acontecimiento y ruptura de la linealidad causa-
efecto), flecha del tiempo (asimetría temporal y direccionalidad)... Se constituyen nuevos
programas de interrogación de la realidad: no se trata de conocer la situación exacta de todos los
elementos en un estado dado del sistema (lo cual permitía al diablillo de Laplace fijar la necesidad
en la /totalidad), sino la probabilidad de una historia, teniendo en cuenta sus trayectorias posibles
y las transiciones de fase. La relatividad se ocupa «del descubrimiento de invariantes entre
diferentes marcos de referencia». Y en esta perspectiva, produce un efecto epistemológico
inesperado, pero contundente: la aparición de una física con observador. Un efecto decisorio en el
saber de la naturalidad: el observador se variabiliza, se relativiza, se inscribe en el orden físico que
describe («la relatividad se basa en una limitación que se aplica sólo a observadores físicamente
localizados»: I. Prigogine). Desaparece el observador único, el sujeto privilegiado. Las
investigaciones de la teoría cuántica (desigualdades de Heisenberg, ecuación de Schrádinger), las
estructuras disipativas (I. Prigogine), la teoría de las catástrofes (R. Thom)... acentúan tres aspectos
fundamentales en la nueva comprensión de la naturaleza: la transición de una física de estados a
una física de procesos, el cambio de una /razón necesaria a una razón probable, el paso del orden a
la organización. La resultante es una transformación de la representación del orden en la
naturaleza y del concepto mismo de objetividad.
El conocimiento del mundo nunca ha sido tan amplio y poderoso; pero este nuevo pensamiento
tantea lo real en una proliferación de ignorancias, que han transformado el rostro compacto que
nos ofrecía el plenum formarum newtoniano. De un mundo estable y definitivo, se ha pasado a un
universo inestable y en expansión. Las certezas han perdido los contrafuertes de los límites y los
grandes metarrelatos se muestran insuficientes por exceso explicativo. Se producen conceptos-
programas (I. Lakatos) que operan como ejes de instauración de nuevos espacios de visibilidad de
lo real, allí donde las grandes abstracciones producían el vacío de la discontinuidad. Conceptos
como auto-organización, complexificación, fluctuación, acontecimiento, discontinuidad,
irreversibilidad, direccionalidad... forman parte del campo de activación representativa de la
naturaleza. Pero también ha habido que integrar conceptos extraños, expulsados del orden del
saber por la anomalía que contenían, para poder explicar la integración multiforme de los
diferentes niveles de realidad: caos, azar, accidente, mutación, ruido, dispersión... Las fronteras
hermenéuticas entre lo físico y lo viviente, entre lo viviente y lo social, entre lo social y lo ético,
entre lo ético y lo político... entre el mundo y la persona, no se han diluido, pero se han ramificado,
variabilizado: se han fluidificado al desgastarse los bordes geométricos de las formas y al perderse
la relación lineal sujeto-objeto. La naturaleza aparece como una unidad múltiple, policéntrica. Y
ante la crisis que contiene esta presencia de la complejidad generadora de un caos permanente, la
supervivencia del pensamiento se encuentra en un interminable procesamiento analógico de sus
propias posibilidades (G. Balandier).
1. La parte en el todo. En el siglo XIX, una misma bifurcación representativa atraviesa diferentes
espacios de realidad. En biología se pasa del individuo a la población: es la condición de posibilidad
del estudio de la evolución de las especies. En física se pasa del elemento (partícula) al sistema: es
la nueva visibilidad para comprender la entropía y la irreversibilidad en termodinámica. En las
ciencias humanas se pasa del estudio del individuo a la sociedad: es la condición misma de
posibilidad de su constitución. Este desplazamiento es la emergencia del pueblo. No como voluntad
general, que se identifica con su función y poder en la Asamblea, sino como una nueva realidad
viviente que entrelaza materia y espíritu, naturaleza y cultura; un exterior-interior que integra a los
individuos en una unidad superior, con sus propias leyes y dinámicas. El hombre es desplazado por
los hombres; una multiplicidad cuya cohesión no proviene de una esencia interior inmodificable,
sino de una regulación colectiva que permite calcular las variaciones de sus comportamientos: la
normalidad. Los individuos son agrupados alrededor de la masa media.
En este espacio concurren la medicina social, las Escuelas normales, la sociología, la antropología...
Es el espacio humano de la revolución industrial; el soporte de los nacionalismos; el registro
epistemológico del positivismo. El eje de este desplazamiento de perspectiva que atraviesa las
ciencias naturales y las /ciencias humanas es la extensión del uso del cálculo de probabilidades (I.
Hacking). Se pasa del determinismo esencial al determinismo estadístico. La expresión de esta
nueva condensación de lo humano es el hombre promedio u hombre tipo (homme moyen/homme
type) de A. Quetelet. El número entra en la sociedad, se hace coextensivo con ella objetivándola, y
marca la necesidad de la relación causa-efecto en los comportamientos: se estudian las tendencias
al suicidio, a la natalidad, o el grado de felicidad en una sociedad —es la «estadística moral»
(Durkheim)—. El individuo se inmensifica, pero como instancia anónima, atravesada por fuerzas
incontrolables; la persona se minimiza, no sólo como identidad irrecuperable para el cálculo de las
dinámicas sociales, sino como una hiperrealidad que ha perdido sus categorías en el tránsito del yo
a la sociedad, de la autorreferencia esencial a las fuerzas colectivas... —una reserva semántica que
se diluye con la muerte del hombre—. Ahí se sitúa el problema específico de la persona al que se
enfrenta nuestra actualidad: «La crisis de los todos» (J. Ferrater Mora). Hay que volver a plantear el
problema.
En los orígenes escritos de la cultura occidental (Homero), sólo tiene identidad personal el héroe
(aristos); el pueblo (démos) es una masa compuesta por individuos anónimos. La identidad es
superlativa, nunca es común. De ahí que sí mismo (autós) esté relacionado en griego (y en otras
lenguas indoeuropeas) con amo o dueño de la casa, con esposo o maestro, y que, por extensión,
signifique el que tiene la representación del grupo. Así, tiene la connotación de poder en un doble
sentido complementario: potestad sobre los otros y control de sí mismo. En sentido estricto, autós
es «yo soy capaz, yo puedo» (E. Benveniste). Es el soporte perceptual que asumirá legalmente el
ciudadano de la pólis con su capacidad de votar. La voz prósópon se refiere a lo que está frente a
los ojos: rostro, expresión, máscara, personaje, apariencia o, incluso, fachada; pero no a la persona,
a la identidad interior que unifica las acciones del individuo, que sería un significado helenístico
tardío (P. Chantraine). El campo conceptual de nuestra representación de la persona tiene su
origen en el cristianismo. Su composición es precisa: la distinción teológica entre naturaleza y
persona en Cristo (Concilio de Nicea, año 325). En él hay dos naturalezas (divina y humana), pero
una sola persona. La persona es lo que unifica, permitiendo al mismo tiempo distinguir las
operaciones. Con buena lógica, el término griego utilizado no es prósópon, sino hypóstasis, el
fundamento que cohesiona, relacionado con el concepto de ousía, el principio de consistencia de
una realidad. Sin embargo, la influencia de los análisis de Agustín de Hipona y de Boecio sobre las
personas de la Trinidad divina imponen para el Medievo el término /persona, desplazando a
hipóstasis: Persona est naturae rationalis individua substantia (Boecio). El espacio teológico en que
se precisa la representación de la persona, le da a este concepto un valor absoluto, que sirve de
primer analogado para la comprensión de la persona humana. No sólo toda /dignidad humana
proviene de /Dios, sino que la /relación personal consigo mismo sólo es real en la medida en que se
asemeja a la unidad de acción de Cristo. Una perspectiva teológica que, por su misma pulsión
trascendente, exige cortar las ataduras materiales y purificar las dinámicas sociales.
La época moderna inscribe a la persona en los límites de la finitud. El proceso es empujado por la
Declaración de los derechos del hombre, pero su espacio de representación se sitúa en
contrapunto del habeas corpus. Su expresión prototípica se encuentra en el recinto de la razón
práctica de Kant. Hombre, persona y sujeto se entrelazan soldados por un registro común: la
autonomía de un ser que es para sí mismo su último fin. No obstante su anclaje mundano, esta
nueva delimitación de la persona se repliega sobre sí misma en una concepción metafísica de la /
voluntad, que no sólo mantiene la representación dualista frente a la naturaleza, sino que sitúa al
individuo en una apoteosis del desamor, que va a ser desmontada por la creciente presencia del
otro en el siglo XIX (Hegel, Feuerbach, Marx). Los otros se han hecho inevitables; y su presencia
cuantifica al /individuo para hacerse objeto de las ciencias sociales. La fenomenología y el
psicoanálisis, no obstante sus perspectivas contrapuestas, producen un efecto complementario:
explicitar las diferentes capas de construcción de la identidad que diluyen la concepción
sustancialista y trascendental de la persona. El inconsciente (que progresivamente será colectivo),
o los niveles de experiencia (que se ramificarán con el lenguaje, la historia, la técnica o la /religión),
muestran a la persona sujeta a una condición situacional múltiple; no tanto un supuesto como una
instancia por construir. El /estructuralismo variabiliza al /sujeto, lo descompone, y sitúa en primer
plano una inter-subjetividad que problematiza la autonomía de la persona, considerada como un
absoluto constituyente. La lingüística muestra los bordes fragmentados de una categoría que se
debate entre criterios extra-lingüísticos (sociológicos, psicológicos, éticos, políticos...) y unos
enunciados que sólo tienen significado en un sistema de oposiciones morfológicas como son las de
los pronombres personales.
Ante todo, habría que preguntarse si la acepción técnica que adquiere el término con C. Renouvier
(El personalismo, 1903) no conserva, bajo su estricta delimitación teórica, gran parte del campo
semántico con que aparece en 1737: egoísmo. No en cuanto inclinación del individuo a subordinar
el bien común a su interés particular, sino como núcleo de un sistema de pensamiento que, por
razones lógicas y morales, hace girar toda posibilidad de constitución significativa
egocéntricamente: «El conocimiento de la persona, en tanto que esta es /conciencia y voluntad, es
el fundamento de todos los conocimientos humanos». El presupuesto kantiano se prolonga en un
horizonte espiritualista como único recinto para enfrentarse al impersonalismo. Un humanismo
forjado como «una religión laica (...), una religión filosófica, cuyo objeto sería resolver el problema
del / mal»: el materialismo positivista que lo fundamenta y el individualismo social que lo justifica.
Con E. Mounier, y la revista Esprit (1932), este pensamiento adquiere una pertinente y polémica
actualidad. Aunque se mantiene la bipolaridad entre persona incorpórea y naturaleza material,
zanjada con la tensión bien/ mal, el análisis de las estructuras del universo personal acentúan la
relación con el otro a través de la comunicación y del compromiso (engagement), conjugando la
dimensión espiritual y el objeto de la acción, el valor y la mundaneidad, en una filosofía práctica,
cuya principal preocupación es establecer una noción de persona, como resistencia de la
singularidad y la dignidad a cualquier anulación totalitaria o control colectivo. Pero la misma
imprecisión teórica de esa estructura –o sus fisuras frente a otros conocimientos de lo humano–, su
carácter reactivo frente a lo social, preventivo ante lo psicológico y antagónico con la naturaleza,
hace estallar al personalismo en diferentes ejes: una identidad trascendental, una estructura
dinámica, un núcleo ético o un supuesto jurídico-político (C. Díaz y M. Maceiras).
BIBL.: ATLAN H., Con razón y sin ella, Tusquets, Barcelona 1991; BALANDIER G., El desorden. La
teoría del caos y las ciencias sociales. Elogio de la fecundidad del movimiento, Gedisa, Barcelona
1989; CORTINA A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; DÍAZ C.-MACEIRAS
M., Introducción al personalismo actual, Gredos, Madrid 1975; GÓMEZ RODRÍGUEZ A., Sobre
actores y tramoyas, Anthropos, Barcelona 1992; HACKING 1., La domesticación del azar. La erosión
del determinismo y el nacimiento de las ciencias sociales, Gedisa, Barcelona 1991; HEISENBERG W.,
La imagen de la naturaleza en la física actual, Orbis, Barcelona 1986; MoRIN E., El método 1,
Cátedra, Madrid 1981; PRIGOGINE I.-STENGERS 1., Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid
1990.
J. Lorite Mena
NOOLOGÍA
DicPC
Este término significa etimológicamente estudio de la mente o de la inteligencia (del griego noús) y
surgió por primera vez en una época en la que, a falta de pensamiento creador, proliferan los
neologismos cultos, con el objetivo de denominar nuevas –o pretendidamente nuevas– disciplinas
filosóficas. El escolástico luterano Georg Gutke (1589-1634) utilizó el término por primera vez en su
obra Habitus primorum principiorum seu intelligentia (1625) para designar la parte de la /metafísica
que se ocupa del conocimiento de los primeros principios, algo que otros por la misma época
denominaban archeologia. No se trata, como alguien pensó, de una evolución de la noética
averroísta, sino que se integra totalmente en la línea aristotélica de la filosofía alemana; se trata de
un desarrollo del principio aristotélico que ve el entendimiento como habitus primorum
principiorum. Así aparece claramente en la definición que da Calov, poco después, del término de
Gutke: «Noología es el hábito mental principal que contempla la afinidad de las cosas, en tanto que
fluye de los mismos primeros principios del conocer»1. El término, lo mismo que sucedió con gran
parte de la terminología filosófica moderna, debió transmitirse dentro de la escuela wolffiana y,
aunque fue de uso poco frecuente, puede encontrarse en Crusius; incluso Kant2 utiliza el término
noologista, significando racionalista, en tanto que opuesto a empirista.
Este término, ya casi olvidado, pasará al primer plano en la obra de R. Eucken (1846-1920), un
filósofo muy influyente en su tiempo y un notable escritor (recibió el Premio Nobel de Literatura de
1908). Eucken es uno de los filósofos que busca una tercera vía en total oposición al naturalismo
dominante, pero también evitando cualquier idealismo que desligue al hombre de la vida. A veces
se ha calificado a Eucken como vitalista por su insistencia en sumergir al hombre en la corriente de
la vida; sin embargo, esto no significa ninguna concesión al naturalismo, ya que la /vida tiene
diversos grados: «En este concepto [de vida] distingo yo un grado inferior y un grado superior, un
grado biológico y un grado noológico. En el primero, la vida está ligada a la naturaleza; en el
segundo, alcanza independencia y posesión de sí misma; allí se forma un tejido biológico que se
resuelve en el intercambio de elementos aislados; aquí se forma un poder de cohesión que es
capaz de dar a la vida un rico contenido» 3 . Anotemos ahora que el término noología se usa para
indicar una integración de lo mental con la vida, pero en manos de Eucken ello tiende a degenerar
en un eclecticismo poco riguroso, aunque su meta última era propiciar una insistencia en la acción
y en la fuerza de la libertad como humanizadora, que no deja de presentar reconocibles rasgos
neofichteanos. Por la misma época, otros filósofos hicieron un uso del término bastante similar; así,
por ejemplo, H. Gomperz o H. Hóffding; también en estos casos sin lograr generalizar su uso.
No es muy distinto el uso que del término hizo esporádicamente Ortega y Gasset, en un curso de
1915-16, publicado muchos años después con el título Investigaciones psicológicas. En expresa
referencia a la /fenomenología de Husserl, Ortega atribuye a la noología el estudio del sentido
(«conciencia de los objetos») y la contrapone a lo que es el punto de vista de la vida cotidiana y de
las ciencias, que se afanan «con los objetos y sólo con ellos». De este modo, el término viene a
significar lo mismo que filosofía, y las partes que comprendería esa noología serían la semasiología,
la lógica y la ontología.
Sin aparente conexión con esta quebrada línea histórica, Zubiri recurrió al término noología como
denominación del tema básico de su monumental estudio sobre la inteligencia. Al comienzo de
Inteligencia sentiente (1980), aparece el término con el objetivo explícito de distanciarse de la
primacía moderna de una Teoría del conocimiento (saber y realidad son en su raíz «estricta y
rigurosamente congéneres»); pero, al mismo tiempo, se busca un término que pueda abarcar la
intelección en toda su amplitud, sin que quede reducida a una de sus funciones, aunque sea tan
importante como la del conocimiento. Para ello, al margen de cualquier conexión histórica, el
término noología se introduce como un neologismo (al menos semántico), recurriendo
explícitamente a su formación etimológica y en el preciso sentido de estudio de lo que formal y
estructuralmente es la inteligencia. Sin embargo, el uso zubiriano del término va a coincidir con
algunos puntos que también son habituales en los usos históricos del mismo término: también aquí
se repudia cualquier desenraizamiento abstracto de la inteligencia y, al mismo tiempo, esa
inteligencia aparece como esencialmente irreductible a cualquier fuerza infraintelectiva que pueda
invocarse entre sus precedentes evolutivos. Aunque Zubiri hace luego escasísimo uso del término,
este ha adquirido cierta difusión, porque resultó muy cómodo para distanciarse, sin explicaciones
prolijas, de los planteamientos habituales en los campos de la teoría del conocimiento y de la
epistemología; al mismo tiempo, dentro de la propia obra de Zubiri, es término útil para diferenciar
el plano descriptivo, en que pretende moverse su doctrina de la inteligencia, de los planteamientos
estrictamente metafísicos, dominantes en gran parte del resto de su obra. A este uso zubiriano del
término nos referiremos en el resto de este artículo.
¿Qué forma presenta esa alteridad? Esa alteridad queda en la intelección de tal modo, que la cosa
aparece como siendo lo que es de suyo, por las notas que le competen en propio como tal cosa.
Esto quiere decir que la cosa no se actualiza como algo que primariamente se dé en mí (llámese a
este mí sujeto o conciencia), pero tampoco como algo que es en sí, es decir, como algo que tuviese
consistencia extramental e independiente en medio del cosmos; de suyo no tiene nada que ver
todavía con un posible realismo gnoseológico (tampoco, claro está, con la postura contraria). A esta
actualización de la cosa en sus notas como algo de suyo es a lo que debe denominarse realidad; por
tanto, real no designa un tipo de contenidos concretos, frente a otros, como podrían ser los ideales
o los fantásticos, sino tan sólo la forma en la que quedan aprehendidos los contenidos más
diversos, al margen del tipo de realidad que luego resulte aconsejable atribuir a cada uno. Lo que
especifica el acto como formalmente intelectivo es, de modo preciso, la actualización de las cosas
bajo la formalidad de realidad, como siendo de suyo. Esto hace del acto intelectivo algo originario,
en el sentido que es inderivable de cualquier otro tipo de actos, y es imposible entenderlo como
una complicación de actividades estimúlicas.
El carácter impresivo del acto intelectivo hace que la tradicional separación entre sentir e inteligir
aparezca como una afirmación tan gratuita como insostenible; la inteligencia es constitutivamente
sentiente –no sólo necesita de materiales sensibles– y sólo así puede haber actos intelectivos. Es
probable que haya otros actos de sentir que no son intelectivos, como parece suceder con la
sensibilidad animal; pero la forma de sentir a que nos estamos refiriendo, no recibe desde fuera el
complemento de la inteligencia, sino que es ella misma inteligente. Para ello, se hace necesario
rectificar el análisis habitual del sentir; es cierto que cada uno de los sentidos que podemos
analizar, y que se distinguen por la existencia de terminaciones nerviosas, aporta unos contenidos
propios y limitados en cada caso: colores, olores, sonidos, grado de dureza, etc.; pero la forma en
que quedan esos contenidos es en tanto que reales, y esta forma es también rigurosamente
sentida en los contenidos. Hay un sentido de la cinestesia, que parece recubrir el resto de los
sentidos, y que es el que nos presenta la realidad como algo que transciende del contenido
concreto en que aparece; la presenta como una realidad en hacia; lo que ahora no está dado de
modo diferenciado es el término posible de ese hacia, pues eso se presenta como un desafío
intelectivo al que en pasos ulteriores habrá que intentar responder. Al acto originario en que la
cosa está presente como formalmente real, lo denomina Zubiri «aprehensión primordial de
realidad» y lo califica por su carácter absolutamente simple, en el que no cabe distancia entre el
contenido y su forma de realidad, y en el que, por tanto, no es posible diferenciar o determinar la
forma concreta de realidad que corresponde precisamente a esta cosa actualizada. Esa
diferenciación, conforme a la línea y el impulso del hacia dado, es tarea de las modalidades
intelectivas ulteriores, que Zubiri denomina logos y razón; su cometido es determinar, de manera
concreta, el término que pueda cumplir la direccionalidad del hacia, lo cual da lugar a un proceso
muy complejo, un proceso movido siempre por la fuerza de la realidad originaria y que, en el caso
de la /razón, llegará hasta desbordar lo dado dentro de la aprehensión a la búsqueda de un
fundamento; esto sólo podrá hacerse por vías parciales, incapaces por principio de agotar la
riqueza originaria con la que la realidad se impone en la aprehensión primordial.
Con estos rasgos rudimentarios, cabe preguntar: ¿existe una vía propiamente noológica que
permita acceder al concepto de persona y al importante lugar que la persona ocupa dentro del
pensamiento de Zubiri? Sin duda existen en Zubiri otros caminos de acceso; existe, por ejemplo, un
camino genético, en el que la realidad personal aparece como un eslabón evolutivo, con la misión
de hacer frente a una situación a la que no puede responder la conducta estimúlica y que está
posibilitada por una hiperformalización cerebral; este camino antropológico puede radicalizarse
metafísicamente y aparece como la culminación del dinamismo de la realidad misma, como algo
que la propia realidad dinámica da de sí. Cabe también un camino directamente metafísico
mediante el análisis de la disposición estructural de las notas constitutivas de la realidad, algo que
permite identificar la realidad personal como una esencia abierta. Ninguno de esos caminos puede
prescindir totalmente de elementos noológicos; pero lo que querríamos saber es si cabe trazar un
camino hacia la /persona, partiendo sólo de los elementos noológicos –es decir, prescindiendo de
teorías científicas o metafísicas– y qué rasgos destacaría este acceso dentro del concepto zubiriano
de persona. Aunque esto será discutido por algunos, parece que es posible reconstruir un camino
de ese tipo.
El punto clave vendría dado por la constitutiva apertura con que queda dada la realidad. Pero
habrá que determinar en qué formas concretas de realidad se realiza adecuadamente esa apertura.
Parece que esto no puede resolverse, ni siquiera plantearse, en la aprehensión primordial de
realidad; allí existe un indiscernimiento que no permite circunscribir ese ámbito de apertura y no
puede identificarse esto, sin más, con la persona, pues esta no es la realidad, sino sólo una forma
concreta de realidad, por importante que se considere. Pues bien, la realización concreta de la
apertura real exige la diferenciación de realidades que sean constitutivamente abiertas. ¿Qué
significa una realidad abierta? Realidad abierta es la que no se define adecuadamente por las notas
que tiene por sí, sino que necesita conquistar otras que actualmente no tiene; es una forma de
realidad que no se define sólo por el sistema de notas dadas, sino que están dadas de tal manera,
que exigen realizarse mediante un sistema abierto de posibilidades. El problema de las
posibilidades no es sólo el tipo de fundamento que mantengan en la realidad, sino que exigen su
realización y esta sólo puede hacerse mediante un proceso de apropiación de esas posibilidades.
Una realidad que se actualiza mediante actos de apropiación de posibilidades, no puede ser sólo de
suyo; hace falta que, además, sea suya, es decir, que pueda autoposeerse, si bien tal autoposesión
admite luego distintos pasos o grados. Pues bien, suidad llama Zubiri a la característica que
determina formalmente la realidad personal, y es por esa suidad por lo que es una realidad
constitutivamente abierta. Abierta, ¿a qué? Ante todo a la propia realidad que ella misma es, ya
que sólo puede realizarse apropiándose su misma realidad o, dicho de otra manera, sólo puede ser
persona personalizándose; Zubiri llama personeidad al sistema de notas dadas que definen la
estructura de la persona, y /personalidad al proceso de apropiación y realización que emana de
esas notas. Está abierta también, sin duda, a otras realidades y a otras personas, que le
proporcionarán los recursos para esa tarea de personalización. Por eso, toda persona tiene una
dimensión individual, una dimensión social y una dimensión histórica, en las que crea y encuentra
el sistema de posibilidades que la capacitarán de modo concreto para su realización personal.
Gracias a esa suidad, la persona se presenta como un sistema de notas autosuficiente, y queda
suelta del resto de la realidad, siendo en este sentido un absoluto; pero, al mismo tiempo, es
relativa, porque depende de la realidad para llevar a cabo el sistema de sus posibilidades; en suma,
la persona es un absoluto relativo o, con otra expresión utilizada por Zubiri, y que es equivalente,
«una manera finita de ser Dios». Desde la peculiaridad de esa realidad personal podrá plantearse el
problema de un posible fundamento absolutamente absoluto, un fundamento que, para la
persona, tendrá que ser a una último, posibilitante e impelente de su realización personal.
Lo más destacable de esta perspectiva es el lugar absolutamente crucial que desempeña el acto
intelectivo. Como la formalidad de realidad transforma de arriba a abajo el conjunto de lo real, y
esa realidad es una formalidad específicamente intelectiva, el acto intelectivo cualifica
unitariamente todas y cada una de las notas que configuran la realidad personal, incluidas
probablemente las notas somáticas o materiales. Esto parece conducir a un problemático
intelectualismo; pero Zubiri rechazaría esto; el momento sentiente de la inteligencia parece exigir
su enraizamiento con una volición y un sentimiento, que formalmente no deben ser intelectivos,
aunque es patente que sus características propias dependen de esa actualización de las cosas como
reales; por ello, la volición es constitutivamente tendente, de la misma manera que el sentimiento
es siempre afectante. Dentro de estas coordenadas, resulta del todo impensable una realidad
personal que no esté dotada de actos intelectivos, pues no se entendería cómo podría definirse
específicamente por su carácter abierto; pero se puede decir también que resulta impensable un
acto intelectivo que no se insertase en una realidad personal, puesto que tal acto sería inviable,
incluso desde el mismo plano biológico. Sin las realidades personales, la realidad seguiría siendo
abierta, pero no habría ninguna forma de realidad capaz de concretar esa apertura, si no es,
posiblemente, la totalidad del cosmos; con lo cual la apertura quedaría sin concretar y se
convertiría en una amenaza, condenada eternamente a no desplegar sus posibilidades. El carácter
abierto de la persona, su articulación intrínseca de realidades y posibilidades, su dinamismo
constitutivo, son quizá los argumentos definitivos para abandonar el concepto tradicional de
sustancia. Como se sabe, Zubiri lo sustituyó por el de sustantividad, que es un sistema de notas,
articulado no sólo por las características propias de cada nota, sino, sobre todo, por las
características sistemáticas que adquieren esas notas, dentro de la totalidad del sistema. Una
sustantividad exige suficiencia de las notas que la configuran y clausura cíclica de esas notas; pues
bien, las únicas formas mundanas de realidad que podemos asegurar que cumplen esas exigencias
son las realidades personales; fuera de ellas, habría muchas razones para pensar que esa
suficiencia y clausura sólo puede atribuirse a la totalidad del cosmos.
NOTAS: 1 La obra de Calov se titulaba Stoikheíosis noologiké, 1650. – 21. KANT, Crítica de la razón
pura, A 854, B 882. – 3 R. EUCKEN, Recuerdos de mi vida. – 4 X. ZUBIRl, Inteligencia y realidad, 13.
BIBL.: EEUCKEN R., Obras escogidas, Madrid 1957; GRACIA D., Voluntad de verdad. Para leer a
Zubiri, Labor, Barcelona 1986; GÓMEZ GAMBRES G., La inteligencia humana. Introducción a Zubiri
11, Málaga 1986; MURILLO I., Persona humana y realidad en Xavier Zubiri, Instituto Emmanuel
Mounier, Madrid 1992; ORTEGA Y GASSET J., Investigaciones psicológicas, Alianza, Madrid 1982;
PINTOR-RAMOS A., Génesis y formación de la filosofía de Zubiri, Universidad Pontificia, Salamanca
1983; ID, Realidad y verdad. Las bases de la filosofía de Zubiri, Universidad Pontificia, Salamanca
1994; VILLANUEVA J., Noología y reología: una relectura de Xavier Zubiri, Pamplona 1995; ZUBIRI
X., Inteligencia sentiente: Inteligencia y realidad, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones,
Madrid 1980; ID, Inteligencia y logos, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1982;
ID, Inteligencia y razón, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1983; ID, Sobre la
esencia, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1985; ID, El hombre y Dios, Alianza-
Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1984; ID, Sobre el hombre, Alianza-Sociedad de
Estudios y Publicaciones, Madrid 1986.
A. Pintor-Ramos
OBEDIENCIA
DicPC
Creyéndose muy fuertes por ello, todos los débiles son bastante desobedientes, aunque sólo fuera
porque no saben ponerse al servicio de una idea grande superior a ellos mismos; de ahí que sólo
sepan desarrollar una determinada forma de fidelidad para con las propias pasiones o ideas; ahora
bien, al obedecer sólo a sus yoicos y autocéntricos deseos mutantes, únicamente demuestran
capacidad para moverse en el corto radio de lo fragmentario y autorrelativo. Desde luego, no
podríamos afirmar que la obediencia fuera precisamente la virtud favorita de Prometeo, el rebelde,
pero tampoco la de Narciso, el caprichoso; y desde entonces hasta hoy así de mal afamada sigue;
pues, ¿qué entiende normalmente la gente de a pie por obediencia, a estas alturas de la historia?
Mayormente, la ablación de la propia libertad, la castración autoritaria por un déspota, la dejación
del propio impulso; en suma, la sumisión rebañega. «Fiel será mi perro, mire usted», oíamos decir
no ha mucho. Y es que malos tiempos corren para la virtud de la obediencia, sobre todo en un
mundo en el cual los militantes se encuentran ausentes o de vacaciones y en donde todo se
cuestiona; mundo en el que –en el eslabón penúltimo de su decadente nihilismo– se practica
inmisericordemente el magisterio de la sospecha, cual arma letal de aproximación al otro. Pero
acerquémonos obedientemente a la virtud de la obediencia y no la demos por perdida antes de
tiempo.
I. LA VIRTUD DE LA OBEDIENCIA.
Ciertamente estamos hablando de una virtud difícil; afirmación que resultaría de todo punto
superflua, si no fuera porque también dentro de la dificultad existen muy diversos grados. No
existe virtud fácil, pero entre las más difíciles, la obediencia madura y adulta parece especialmente
difícil. Ciertamente hay una manera de obedecer poco adulta, poco madura, que no es sino
mímesis, imitación; y en ese sentido no resulta demasiado digna de encomio, pues –por muy alto y
muy digno que sea el imitado– el imitador que se limite a imitar no conoce aún en profundidad la
virtud de la obediencia, tal y como el propio Francisco de Asís (paradigma de virtud obediencial)
reconocía, según Celano: «Si san Francisco estaba –donde fuera– meditando, Juan el simple repetía
e imitaba de inmediato todos los gestos y posturas de aquel. Si el santo escupía, él escupía; si tosía,
él tosía; unía suspiros a suspiros y llanto a llanto; cuando el santo levantaba las manos al cielo,
levantaba también él las suyas, mirándolo con atención como a modelo y reproduciendo en sí
cuanto él hacía. Advirtiéndolo este, le pregunta un día por qué hace esas cosas. "He prometido –le
responde– hacer todo cuanto haces tú; para mí es un peligro pasar por alto algo". El santo se
complace en la pura simplicidad, pero le prohibe con dulzura que lo siga haciendo»1. Lo cierto es
que se trata de una virtud muy hermosa –aunque no demasiado cotizada–, precisamente por muy
difícil, pues la tal obediencia no afecta únicamente a la individualidad atómica de cada cual
(obedecerse a sí mismo, ser coherente consigo mismo), sino además a la relación misma de los dos
o más sujetos en juego (lo mismo para dejarse mandar que para ejercer el mando), y esa es la
razón por la cual, cuando tenemos que cargar con lo que no nos gusta de los demás, se hace más
difícil actuar que cuando sólo tenemos que superarnos a nosotros mismos. Y en este mismo
sentido, nos parece asimismo tan difícil obedecer a los demás como mandarles, pues ambas
acciones (mandar y obedecer) conllevan muchas dificultades, por ambos lados: tantas más
dificultades para mandar, cuantas más para ser obedecido; tantas más dificultades para obedecer
cuantas más para ser mandado.
Conviene recordar que la palabra obediencia viene del latín oboedientia, término que a su vez
procede del verbo oboedire (ob-audiere), oír, audición. Sobre la importancia de la audición en el
terreno de la virtud, terreno donde los semitas hicieron muchísimo hincapié, también Plutarco de
Queronea, poco después de Cristo, escribió perspicazmente: «El sentido del oído es el más sensible
de todos los sentidos, pues ni la vista ni el gusto ni el tacto producen sobresaltos, perturbaciones y
emociones tales como las que se apoderan del alma al sobrevenirle al oído golpes, estrépitos y
ruidos, por ser mucho más racional que sensible. En efecto, al mal muchos lugares y partes del
cuerpo le permiten apoderarse del alma, introduciéndose a través de ellos; en cambio, para la
virtud, la única entrada posible son los oídos de los jóvenes, en el caso de que sean puros e
inquebrantables a la adulación, y se mantengan desde el principio no tocados por discursos vacíos.
Por eso Jenócrates ordenaba poner a los niños, antes que a los atletas, prendas en las orejas,
porque les aconsejaba que se protegieran de los malos discursos. La mayoría de la gente, al besar
dulcemente a los pequeños, ellos mismos les cogen las orejas y ordenan que aquellos hagan lo
mismo, dando a entender, con este juego, que es preciso querer sobre todo a quienes nos resulten
beneficiosos por las orejas, ya que es evidente que el joven alejado de toda audición y que no guste
de ningún discurso, no sólo permanece inútil y estéril para la virtud, sino que también podría
desviarse hacia el vicio, cual tierra inerte y no cultivada, maleza del alma»2. Así las cosas, Plutarco
recuerda la importancia histórica de la audición, refiriéndose como sigue a los modelos del pasado:
«Espíntaro, elogiando a Epaminondas, decía que no resultaba fácil encontrar a ningún otro hombre
que conociera más cosas y que hablara menos. También se dice que la naturaleza nos dio a cada
uno de nosotros dos orejas y en cambio una sola lengua, porque debe cada uno hablar menos que
escuchar. Ciertamente, en cualquier caso, para el joven un adorno seguro es el silencio. Más
necesario es sacar de los jóvenes el aire presuntuoso y la vanidad, que el aire de los odres, si se
quiere verter en ellos algo de provechoso; de lo contrario no pueden admitir nada, al estar llenos
de orgullo y de arrogancia»3. Finalmente concluye: «No es natural que al salir de la barbería deba
uno ponerse ante el espejo y tocarse la cabeza para observar el corte de pelo y la diferencia de su
afeitado, pero sí lo es, en cambio, al salir de una audición o de la escuela, volver la vista hacia sí
mismo, observando con cuidado el alma, por si, desprendiéndose de algunas de sus molestias y
excesos, deviene más ligera y agradable» 4.
Ahora bien, aunque la obediencia perfecta deba ser recíproca, es decir, co-obediencia, con-fianza,
también puede asumirse unilateralmente. Y entonces se produce la confianza en el otro
jerárquicamente superior, a pesar de que muchas veces el obediente no llegue a comprender el
porqué de las decisiones de su mandatario. Es en este preciso y solemne momento en el que
comienza a manifestarse la verdadera y dificilísima docilidad, por lo cual afirma san Gregorio en su
Moral5 que la obediencia en que interviene la propia afición, por tratarse de algo que nos gusta,
resulta siempre menor o nula, mientras que en aquello que se opone a nuestros gustos, o en
aquello otro que nos resulta profundamente difícil de asumir, la obediencia exige mayor sacrificio,
y por lo mismo deviene más grande. Es precisamente en este momento en el que el obediente
suple la adhesión que le falta hacia su superior con la que él tiene hacia la idea superior de bien.
Gracias a esa adhesión metapersonal, aguantará el tirón en determinadas ocasiones, cosa que de
otro modo podría parecer humanamente imposible en aquellos momentos y circunstancias
decisivas, en que, según habíamos insinuado hace un momento, las órdenes proceden de un
superior al que juzgamos incomprensible, inepto o incluso indigno. Y, en consecuencia, esta actitud
resultaría subjetivamente casi imposible sin el parejo reconocimiento de la propia minoridad ante
aquello que es más grande que uno. Pues, ¿qué sería de la obediencia sin la modestia, sin la
humildad? Las primeras palabras en el vocabulario básico de la obediencia han de ser modestia,
humildad. Quien no sabe de modestia ni de humildad, no sabe absolutamente nada de obediencia.
Mas, ¿cómo sería, a su vez, posible la humilde modestia sin el acatamiento emergido de la propia
libertad? Nunca se debe obedecer por temor servil; no por temor al castigo, sino por amor, pues la
caridad resulta ser una virtud superior a la obediencia, la cual al lado de aquella sólo tendría un
valor instrumental. La obediencia por la obediencia resulta tan inmadura y tiene tan poco sentido,
como la desobediencia por la desobediencia; en el fondo ambas se parecen mucho, ya que en el
fondo no serían más que inercia o egoísmo, razón por la cual nos recuerda E. Mounier: «La
obediencia cristiana está situada en un plano superior. Es un homenaje de ser espiritual a ser
espiritual, en la libertad y en el amor. Hay que hacer la experiencia de la interioridad para entrever
esa mezcla inextricable de renuncia y de iniciativa, de despojamiento y de trasfiguración. No es
abyección, sino asunción»6..
Donde hay libertad hay también desapego, presteza a la hora de partir, abandono de sí mismo,
apertura de las puertas del propio ego en favor de la acogida con un sí incondicional y franciscano a
la entera creación. En definitiva, donde hay libertad no puede faltar la generosidad, la
disponibilidad, tal y como se aprecia en el texto siguiente, que el de Asís vivió en la experiencia de
sus propias carnes: «Otra vez, el bienaventurado Francisco, sentado entre sus compañeros, dijo
exhalando un suspiro: "Apenas hay en todo el mundo un religioso que obedezca perfectamente a
su prelado". Conmovidos los compañeros le replicaron: "Padre, dinos cuál es la obediencia más alta
y perfecta". Y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió:
"Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no
murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si
se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es –añadió–el verdadero obediente: no juzga por qué
se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a
un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno". Otra
vez, hablando sobre el particular, dijo que las obediencias que se conceden por pedidas, son
propiamente licencias; llamó, en cambio, santas obediencias a las que se imponen sin haberlas
pedido. Afirmaba que ambas son buenas, pero más segura la segunda. Pero consideraba máxima
obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la sangre, aquella en la que, por divina inspiración,
se va entre los infieles, sea para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto
a Dios pedir esta obediencia»7.
Por su parte, el jerárquicamente superior debe entender que su poder de hacerse obedecer sólo
puede brotar legítimamente de su decidida capacidad de servicio, conforme a lo que
etimológicamente se contiene en el término latino auctoritas (/autoridad): como ya sabemos, la
palabra auctoritas procede del supino latino auctum, y este a su vez del verbo augere, de donde
surge por su parte el término castellano auge. Así pues, produce auge, aupa, quien actúa como
autoridad, quien hace que el otro al que mandamos logre erigirse cual autor de su propia dinámica
obediencial, quien sabe aupar al que obedece, quien le auxilia (auxi, pretérito perfecto de augere),
quien, en definitiva, toma sobre los propios hombros al otro que obedece y, de este modo, le
confiere auge (augeo). Feliz, pues, aquel colectivo en el cual asume el mando en mayor medida
quien más capacidad para servir desarrolla; feliz aquel colectivo en donde la autoridad y el servicio
coinciden; desgraciado, por el contrario, aquel otro pobre colectivo donde el mando no es, a la
postre, sino imperio, voz en grito, exterioridad de la fuerza bruta que, subiéndose a la tarima o al
púlpito o al promontorio más cercano, sólo demuestra su propio enanismo y que, buscando
obediencia represiva a todo trance, sólo destruye bondades.
Consecuentemente, el superior jerárquico tratará con absoluto respeto y sagrado esmero el poder
que se le ha conferido para ser obedecido, pues, por una parte, ese su poder no le viene tampoco
de sí mismo, sino de su ajustamiento y de su cumplimiento del fin para el que ha sido designado, y
por otra parte, la persona a quien se manda no puede ser tratada nunca como instrumento o
herramienta, ya que ella nunca es un medio, sino un fin en sí mismo. Por eso escribe san Gregorio
que quien prohíbe a sus súbditos realizar una obra buena cualquiera, debe sentirse forzado a
compensar su prohibición con múltiples concesiones, para que quien le obedece, psicológicamente
no se hunda por completo al verse, con tal repulsa, ayuno de todo bien8.
V. DESOBEDIENCIA POR OBEDIENCIA A LA CONCIENCIA EN LIBERTAD.
NOTAS: 1 Segunda biografía de Celano, 190. – 2 Obras morales y de costumbres 1, 166-168. – 3 ID,
170-171.– 4 ID, 177.– 5 Moral 1,1.35, c. 14. – 6 El afrontamiento cristiano, 68. – 7 Segunda
biografía de Celano, 152. – 8 Moral 1, 1. 35, c. 14. – 9 De natura boni, c. 3.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; Textos de
Francisco de Sales, en TISSOT J. (ed.), El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, Madrid 1993;
MOUNIER E., El afrontamiento cristiano, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990;
PLUTARCO DE QUERONEA, Obras Morales y de Costumbres 1, Gredos, Madrid 1985; VON
BALTHASAR H. U., Si no os hacéis como este niño..., Herder, Barcelona 1989.
C. Díaz
OBJECIÓN DE CONCIENCIA
DicPC
Kant es un buen guía para transitar tales parajes, ya que a él se debe el haber introducido, como
una irrenunciable divisa de la ética, la /autonomía moral. Si bien también supo atender al hecho
incontestable de la conciencia moral1. Frente a otras concepciones, por ejemplo la de santo
Tomás2-, Kant afirmará que la conciencia moral no es la facultad que descubre los preceptos a los
que han de someterse las máximas de su conducta si esta quiere ser moralmente buena –esto sería
tarea de la razón pura práctica–; tampoco decide si un acto determinado se nos puede imputar o
no; ni ha de escrutar la razón por la que ha obrado el agente. La misión que tiene encomendada la
conciencia moral es juzgar sobre el asentimiento que damos a las máximas (principios prácticos
que gobiernan la conducta) por las que actuamos, no juzga sobre si aquello era un deber o no
(labor del entendimiento), sino sobre si estamos seguros de que era un deber, si hemos realizado el
juicio de las acciones con todo miramiento. Así entendida, la conciencia moral se podría definir
como «la facultad moral de juzgar que se juzga a sí misma»3. Tal conciencia moral es un hecho
presente en todo hombre –este podrá ignorarla, pero nunca acallarla– y no cabe suponer que sea
errónea, pues no puedo equivocarme sobre si yo he comprobado con mi razón si algo era un deber
o no4. La conciencia moral hace un juicio, no sólo acerca de cómo es nuestro asentimiento, sino
también de cómo debe ser. Este asentimiento debe ser saber y no opinión, es decir, mi tener por
verdadero que algo es un deber, ha de tener suficiencia objetiva y subjetiva, como ya señalara
Kant5- Así pues, el darme cuenta de que estoy seguro de que lo que hago no es ilícito, tiene un
carácter debido. Desde aquí se puede entender la otra definición que da Kant: «La conciencia
(Gewissen, conciencia moral) es una consciencia (Bewusstsein) que por sí misma es un deber». De
forma que el principio supremo de la conciencia sería: «No se debe intentar nada a riesgo de que
sea injusto»6.
Como corolario de este principio supremo, se pueden extraer dos evidencias fundamentales: «La
primera es la de que la plena convicción de la validez de nuestras máximas sólo puede lograrse por
un atento examen de su aspecto objetivo (...). Dicho de otra manera: que el deber incondicional de
obrar en conciencia, implica necesariamente la exigencia, no menos rigurosa, de discernir con los
medios de que dispongamos lo que se debe o no se debe hacer». La segunda evidencia sería la de
que «el carácter más objetivamente verdadero que pueda concebirse de un principio moral, sólo
puede tornarse normativo para un ser que razona cuando es reconocido por este como tal»7. Así,
pues, en todos los casos de objeción de conciencia, mencionados al principio de este artículo, en
los que una persona discrepa con una determinada norma de conducta propuesta por la sociedad,
se supone que dicha persona, si de verdad actúa en conciencia, acepta como máxima de su acción
otro principio distinto, y que dicho reconocimiento tiene a la base un exhaustivo y honrado análisis
de la corrección del principio distinto que va a aplicar. Tal exigencia nos remite, a su vez, al
problema del conocimiento moral; Kant propuso el imperativo categórico como solución al
problema del conocimiento moral. Otras corrientes, como la ética de los valores, han encontrado
más difícil el llegar a determinar la corrección de las acciones, y proponen una serie de criterios que
pueden llegar a orientarnos cuando se trata de situaciones conflictivas entre valores de similar
rango. Tal ha sido el caso de Reiner. Si tales exigencias se cumplen, se ha de respetar su decisión,
pese a que se discrepe con ella. Y, en caso contrario, su pretendida objeción moral está viciada por
espúreos –y habitualmente no declarados– intereses.
Y es que todo comportamiento moral tiene, en realidad, como componente necesario, estos dos
elementos que acabamos de mencionar, pues el agente moral en todo momento ha de justificarse
a sí mismo. Ahora bien, ¿por qué esta justificación? ¿No remite esto a una insuficiencia del /sujeto,
para dar cuenta hasta el final de toda la moral? ¿No cuestiona este hecho de la vida moral la
resolución de la autonomía moral en voluntad de poder?
Kant se plantea en La metafísica de las costumbres la conciencia moral como un tribunal: la
«conciencia moral, tiene en sí de peculiar que, aunque esta su tarea es un quehacer del hombre
consigo mismo, sin embargo, este se ve forzado por su razón a desempeñarla como si fuera por
orden de otra persona. Porque el asunto consiste aquí en llevar una causa jurídica (causa) ante un
tribunal. Pero representar al acusado por su conciencia moral como una y la misma persona que el
juez, es un modo absurdo de representar un tribunal; porque en tal caso el acusador perdería
siempre. Por tanto, en todos los deberes, la conciencia moral del hombre tendrá que imaginar
como juez de sus acciones a otro (como hombre en general), distinto de sí mismo, si no quiere
estar en contradicción consigo misma. Ahora bien, este otro puede ser una persona real o
únicamente ideal, que la razón se crea por sí misma»8.
No podemos dejar de hacer referencia a las resonancias que los datos presentados por Kant tienen
en el /personalismo comunitario y, en especial, en E. Lévinas. Esta necesidad que tiene la razón de
«imaginar como juez de sus acciones a otro, distinto de sí mismo, si no quiere estar en
contradicción consigo misma», ha sido interpretada en una línea totalmente diferente por Lévinas.
Aquí no se trata de imaginar al otro, sino de afirmar su realidad. La presencia del otro la ha
entendido Lévinas bajo la categoría de /rostro: «El rostro es significación, y significación sin
contexto. Quiero decir que el otro, en la rectitud de su rostro, no es un personaje en un contexto
(...). Es lo que no puede convertirse en un contenido que vuestro pensamiento abarcaría; es lo
incontenible, os lleva más allá. En esto es en lo que consiste el que la significación del rostro lo hace
salir del ser, en tanto que correlativo de un saber. Por el contrario, la visión es búsqueda de una
adecuación; es lo que por excelencia absorbe al ser. Pero la /relación con el rostro es desde un
principio ética. El rostro es lo que no se puede matar o, al menos, eso cuyo sentido consiste en
decir: "No matarás"»11. Así pues, para Lévinas, «el lazo con el otro no se anuda más que como
responsabilidad, y lo de menos es que esta sea aceptada o rechazada, que se sepa o no cómo
asumirla, que se pueda o no hacer algo concreto por el otro. Decir: heme aquí. Hacer algo por otro.
Dar. Ser espíritu humano es eso»12. La consecuencia que se extrae de estas afirmaciones es clara:
«Soy yo quien soporta al otro, quien es responsable de él». Así, se ve que en el sujeto humano, al
mismo tiempo que una sujeción total, se manifiesta mi primogenitura. Mi responsabilidad es
intrasferible, nadie podría reemplazarme. De hecho, se trata de decir la identidad misma del yo
humano a partir de la responsabilidad, es decir, a partir de esa posición o de esa deposición del yo
soberano en la conciencia de sí; posición que, precisamente, es su responsabilidad para con el otro.
La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe y que humanamente no puedo
rechazar. Esa carga es una suprema dignidad del único Yo no intercambiable, soy yo en la sola
medida en que soy responsable. Yo puedo sustituir a todos, pero nadie puede sustituirme a mí. Tal
es mi identidad inalienable de sujeto. En ese sentido preciso es en el que Dostoievski dice: "Todos
somos responsables de todo y de todo ante todos, y yo más que todos los otros"13.
NOTAS: 1 La metafísica de las costumbres, 307. – 2 S. Th., 1, 79, 13, ad. resp. – 3 La religión dentro
de los límites de la sola razón, 189. – 4 La metafísica de las costumbres, 255-256. – 5 Crítica de la
razón pura, A 822-823; B 850-851. – 6 La religión dentro de los límites de la sola razón, 189. – 7 J.
M. PALACIOS, La interpretación kantiana de la conciencia moral, 306-307. – 8 La metafísica de las
costumbres, 303-304. – 9 ID, 306. – 10 J. M. PALACIOS, a.c., 305-306. – 11 Ética e infinito, 80-81.–
12 ID, 91.– 13 ID, 95-96.
BIBL.: DÍAZ C., Contra Prometeo, Encuentro, Madrid 1980; JANKÉLÉVITCH V., La mala conciencia,
FCE, México 1897; KANT 1., La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid 1989; ID, La religión
dentro de los límites de la sola razón, PPU, Barcelona 1989; ID, Crítica de la razón práctica, Sígueme
Salamanca 1994; ID, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1989; LACROIX J., Filosofía de la
culpabilidad, Herder, Barcelona 1980; LÉvINAS E., Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; PALACIOS J.
M., La interpretación kantiana de la conciencia moral, en AA.VV., Homenaje a Alfonso Candau,
Universidad de Valladolid, Valladolid 1988, 291-307; REINER H., Bueno y malo, Encuentro, Madrid
1985; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982.
A. Simón Lorda
ONTOLOGÍA
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Es sabido que Aristóteles llamó Philosophia próte a la ciencia primera y universal, en la que estarían
radicadas filosofías particulares o segundas; y que en el siglo I a.C. Andrónico de Rodas ordenó los
catorce libros de filosofía primera después de los de Physica, llamándolos por esta razón
Metaphysica. Esta palabra hizo carrera en la tradición posterior, quizás porque los temas tratados
en ellos eran los más elevados, propios del tercer grado de abstracción. Todavía Descartes en sus
Meditaciones de prima philosophia utiliza ambos nombres. Pero entre sus discípulos aparece, en el
siglo XVII, otro nuevo: Ontología, cuyo uso fue generalizándose hasta adquirir en el siglo XVIII, con
C. Wolff, carta de ciudadanía como sinónimo de Metaphysica Generalis, parte fundamental, en la
que se apoyan las metafísicas particulares: la Cosmología, la Psicología y la Teología natural. En
nuestro siglo, dos importantes obras han terminado aclimatando el término ontología: Sein und
Zeit (1927) de M. Heidegger, en la que se desarrolla una ontología fundamental o analítica del
modo del ser del hombre, como vía hacia una ontología fenomenológica universal; y L 'étre et le
neant (1943) de J. P. Sartre, cuyo subtítulo reza: Ensayo de ontología fenomenológica.
Frente a tales ontologías, que en un momento determinado parecían invadir todo el campo de la
filosofía, hubo una fuerte reacción crítica no sólo desde corrientes distintas, cosa comprensible,
sino en el ámbito fenomenológico mismo. Baste recordar que dos discípulos directos de M.
Heidegger, tan distintos como E. Lévinas y X. Zubiri, afirman, el primero en Totalité et Infini, en
1961, que «la ontología supone la metafísica»; y el segundo, en Sobre la esencia, de 1962, que «el
ser es un acto ulterior de la realidad». Más aún, desde su experiencia judía, Lévinas denuncia: «La
filosofía occidental ha sido muy a menudo una ontología: una reducción de lo Otro al Mismo, por
mediación de un término medio y neutro que asegura la existencia del ser». Ambos relegan la
cuestión del ser a un segundo plano, dando primacía a los entes concretos o a lo real. Cabe
entonces preguntarse: ¿es lo mismo ontología que /metafísica? Este interrogante y las discusiones
que ha desatado, han dejado profunda huella en la más reciente filosofía latino-americana.
Al igual que en Europa, en la renaciente filosofía latinoamericana se inicia el siglo con un giro
positivo hacia la metafísica, en parte como reacción al largo ayuno de la cuaresma positivista, en la
que esta primera generación había sido educada. Sostienen sus representantes la necesidad de
reemplazar la finiquitada paleometafísica por otra nueva, que tendría por objeto, según José
Ingenieros, «formular hipótesis inexperienciales» para ampliar el campo de la posible experiencia.
Para Carlos Vaz Ferreira es indispensable «una metafísica noble, para ser un verdadero positivista
en ciencia». Por su parte, Alejandro Korn sostiene que «la humanidad padece de hambre
metafísica»; pero sólo puede ser satisfecha por «un conocimiento inteligible sin contenido
empírico». Son claras en estos y otros pensadores las huellas de Kant y Bergson. Con ellos nace en
América Latina la filosofía comtemporánea y, por lo mismo, se los reconoce como Generación de
los Fundadores.
Tal sospecha la hizo suya la última generación, por muy diversas corrientes que compartían la idea
de la /liberación latinoamericana y por algunos miembros de la anterior generación, como
Leopoldo Zea, Francisco Miró Quesada y Arturo A. Roig. Esta generación es supremamente crítica
frente a los modelos ontológicos europeos. A. Roig ciertamente acepta la necesidad de una
ontología, pero sin ontologismos, lo cual implica entre otras cosas: «Reconocer (...) que la
preeminencia del ente y del hombre en cuanto tal es el punto de partida y de llegada ineludible en
todo el preguntar por el ser». Afirmar esto es, sencillamente, invertir el orden de la ontología
heideggeriana del ser, que hace que los entes sean, en favor de otra más modesta: la ontología de
los entes que aspiran a ser algo y alguien en la historia, y a los que una y otra vez se les niega esta
posibilidad por los supuestos portadores y voceros del ser. La historicidad, asumida como
fundamento de una posible liberación e integración de nuestros pueblos, sería laesencia de esta
ontología, muy próxima al proyecto historicista asuntivo de L. Zea o al dialéctico de H. Cerutti.
Enrique Dussel, bajo el impacto que le produjo la lectura de Totalidad e Infinito de E. Lévinas,
plantea en términos de absoluta incompatibilidad ontología/metafísica. Y así escribe en /Filosofía
de la liberación (1977): «Contra la ontología clásica del centro, desde Hegel hasta Marcuse, por
nombrar lo más lúcido de Europa, se levanta una filosofía de la liberación de la periferia, de los
oprimidos, la sombra que la luz del ser no ha podido iluminar [...]. La filosofía de la liberación
pretende así formular una metafísica –que no es ontología– exigida por la praxis revolucionaria [...].
Para ello es necesario destituir al ser de su pretendida fundamentalidad eterna y divina [...], y
mostrar a la ontología como la ideología de las ideologías». La metafísica, en sentido dusseliano, es
un acontecimiento ético: la apertura o pasaje al Otro, su reconocimiento teórico-práctico como
negatividad positiva, como exterioridad alterativa, como posibilidad emergente o sujeto histórico
de liberación frente a la Totalidad, a lo Mismo, al sistema opresor vigente, que las ideologías del
Centro justifican. La Ontología de la Europa moderna es la ideología de las ideologías. En cambio, la
Metafísica se constituye en el logos y ethos de una praxis de liberación, con carácter de prima
philosophia.
Dentro de la variedad de enfoques para rescatar lo nuestro, tiene especial importancia la llamada
filosofía inculturada, grupo al que pertenecen, entre otros, Rodolfo Kusch, Carlos Cullen, Juan C.
Scannone. Para esta corriente, la categoría metafísica central es el estar que, a diferencia del ser en
sentido de destacarse y dominar, vigente en la tradición occidental, señala la raíz telúrica de la
América Profunda y el sentido de arraigo y pertenencia a nuestra /cultura. El estar es, pues,
anterior y fundamento del /ser. R. Kusch critica a M. Heidegger por no haber dado la importancia
debida al da del Sein, al estar del ser, que habría que traducir gerundialmente como estar siendo,
en el que el ser depende del estar. Más aún, C. Cullen y J. C. Scannone han mostrado que el sujeto
en el que acontece el estar siendo es el colectivo cultural, el nosotros estamos, que se expresa en la
sabiduría popular, y que la /hermenéutica ha de interpretar recurriendo a la vía larga de las
mediaciones simbólicas. De aquí la importancia que, para esta corriente, tiene P. Ricoeur. Otro
intento de fundamentación de nuestro ser cultural es el de las metafísicas del haber, de Alberto del
Campo y Agustín De la Riga, o de la habencia de Agustín Basabe.
Pese al interés real y al poder de sugerencia que tienen las anteriores propuestas, hay algo en ellas
que personalmente me es difícil asumir: la aparente disolución de la metafísica en la historia, en la
/ética, o en la cultura. No es posible negarle a la metafísica un espacio propio de reflexión
trascendental, sin empobrecerla. Bajo esta convicción, escribí hace veinte años una Metafísica
desde Latinoamérica, inspirada en Zubiri, pero con la mirada puesta en América Latina. En ella
exponía algunas tesis que consideraba importantes: la metafísica como acontecimiento apertural a
la realidad; el carácter impresivo de dicha apertura en el animal de realidades; la condición
sentiente de la inteligencia humana; la realidad como estructura y el hombre como unidad
estructural psicosomática; la /persona como modo de realidad formalmente suya y el ser como
actualidad segunda en la respectividad de los entes en el mundo. Destacaba, en esta metafísica de
lo real, la importancia de algunas tesis para la comprehensión de nuestra realidad y las hacía
confluir en la idea de liberación, entendida como proceso de posibilitación. No soy quién para
calificar mal que bien esta metafísica, escrita desde nuestra situación con una intencionalidad
liberadora. Pero de lo que sí estoy seguro es de que la metafísica de X. Zubiri ha dado lo mejor de sí
misma, para la comprensión de nuestro devenir histórico, en la obra de I. Ellacuría: Filosofía de la
realidad histórica (1990). Se trata de una metafísica intramundana, cuyo objeto es «el todo de lo
real dinámicamente considerado», que no es la Idea hegeliana ni la Materia engelsiana, sino el
sistema de lo real, que, dada su condición procesual, desde la materia da de sí todos los modos
superiores de realidad, sin que sea excepción la realidad histórica. Se trata de un materialismo
incluyente que X. Zubiri llamó materismo, para distinguirlo de los materialismos cerrados o
excluyentes. De aquí la importancia que I. Ellacuría otorga a las bases materiales de la historia,
enfrentándose a las concepciones idealistas y espiritualistas. Asumiendo, por tanto, las fuerzas
emergentes de la evolución en el devenir histórico, formalmente la historia es un proceso de
trasmisión tradente de formas de estar en la realidad, de apropiación y creación libre de
posibilidades. Lo cual exige una praxis de liberación de la que el filósofo no debería estar ausente:
«Si en América Latina se hace auténtica filosofía en su nivel formal, en relación con la praxis
histórica de liberación, y desde los oprimidos, que constituyen su sustancia universal, es posible
que se llegue a constituir una filosofía latinoamericana, como se ha constituido una teología
latinoamericana y una novelística latinoamericana que, por ser tales, son además universales».
BIBL.: CULLEN C., Fenomenología de la crisis moral. Sabiduría de la experiencia de los pueblos, San
Antonio, Buenos Aires 1978; DUSSEL E., Método para una filosofía de la liberación, Sígueme,
Salamanca 1974; ID, Filosofía de la liberación, Instituto Teológico de Murcia, Murcia 1996;
ELLACURin 1., Filosofía de la realidad histórica, Trotta, Madrid 1991; ID, El compromiso político de
la filosofía en América Latina, El Búho, Bogotá 1994; Kus-CH R., América profunda, Bonum, Buenos
Aires 1975; MARQUÍNEZ ARGOTE G., La filosofía en América Latina: Historia de las ideas, El Búho,
Bogotá 1993; MORENO VILLA M., Filosofía de la Liberación y Personalismo, Universidad de Murcia,
Murcia 1993; ID, La filosofía de la liberación «más allá» de la filosofía europea, en AA.VV., América,
variaciones de futuro, Instituto Teológico de Murcia, Murcia, 1992, 415451; RoIG A. A., Las
ontologías contemporáneas y el problema de nuestra historicidad, en AA.VV., Teología y crítica del
pensamiento latinoamericano, FCE, México 1981, 138169; SCANNONE J. C., Nuevo punto de partida
de la filosofía latinoamericana, Guadalupe, Buenos Aires 1990.
G. Marquínez Argote
OPRESIÓN
DicPC
Difícilmente encontraríamos un término al que se pudiera atribuir una polisemia más abundante; a
su antónimo, el término libertad, corresponde una polisemia equivalente. Imitemos a Aristóteles
cuando habla del ser: el ser se dice de muchas maneras; de modo semejante podemos afirmar: la
opresión se dice de muchas maneras. Cada hombre, si fuera lúcido, podría escribir su biografía
como una narración de las múltiples opresiones vividas. Y la historia de cada pueblo podría ser
escrita como la historia de una lucha contra las opresiones que nunca, de una manera u otra, dejó
de sufrir. ¿Qué concepto de opresión podría dar cuenta de esa polisemia, atestiguada por la vida
del hombre y de los pueblos? Comencemos con la significación etimológica: op-primere (ob,
confrontación; premere, ahogar, destruir) significaría destruir algo considerado como hostil. Lo que
es ahogado, destruido, en este caso, es la persona. Como la /persona significa individualidad
inteligente y libre, subsistencia, autonomía, peculiaridad incomunicable, base de la autenticidad,
correspondiéndole por ello un nombre propio, hay que añadir que, con la opresión, se priva al
hombre de su autonomía, de su condición de propietario de sí mismo, de su libertad. Una de las
intuiciones más geniales de Hegel consistió en concebir la vida del hombre —y la historia de la
humanidad— como una conquista de la libertad y atribuir al /Estado, detentador de la eticidad, la
posibilidad, para el hombre, de ser concretamente, realmente, efectivamente libre. La opresión
impide esa posibilidad. En una interesante reflexión, S. Weil coloca la explotación capitalista como
una forma más de la opresión, con lo que está sugiriendo que existen otras clases de opresión:
desaparecida la explotación económica, aún podríamos seguir sufriendo la opresión1. Otra
reflexión interesante es la de M. Walzer, que hace consistir la justicia no en la igualdad, sino en una
desigualdad sin dominación. No se trataría de eliminar las diferencias, sino de que en estas no
exista dominación u opresión2. He ahí cómo la dominación o su alternativa, la liberta d, se expresan
en múltiples formas. Pero el problema también está ahí: ¿es posible evitar la dominación?
El poder permea toda la existencia de la sociedad. Foucault lo ha subrayado con lucidez: el poder
no se agota en su vertiente política; pero, además, la forma represiva (poder-ley y poder-
prohibición) en que se le suele ver, no es la única. Por otro lado, el poder no es visible, como
supone la teorización que cae en las anteriores limitaciones. Sólo se le ve en sus efectos. No es algo
trascendente, sino inmanente; y no posee carácter negativo, sino positivo y productor. El poder no
es esencia, ni principio; está en todas partes y actúa mediante redes: «Hay que ser nominalista: el
poder no es una institución, no es una estructura, no es una cierta potencia de la que estarían
dotados algunos: es el nombre que se le presta a una situación estratégica compleja en una
sociedad determinada». Esos rasgos hacen invulnerable al poder. El poder está en todas partes, y
una de sus capacidades consiste en enmascararse, como en el /lenguaje, que, desprendido de su
relación con la vida, con el deseo y con los otros, puede convertirse en un poder mortífero. Pero
existe, en nuestras sociedades, una forma muy sutil de opresión: se aporta la satisfacción de las
necesidades en un apenas perceptible sistema autoritario y represivo –¿no es también la represión
una forma de opresión?–. Esa represión se lleva a cabo mediante diversos instrumentos, el más
importante de los cuales es el de los mass-media. Este control represivo, para consumir lo que se
produce y no al revés, se lleva a cabo mediante estudios y planificación, con auxilios técnicos. Por
eso, ha podido escribir Marcuse que «uno de los aspectos más perturbadores de la civilización
industrial avanzada es el carácter racional de su irracionalidad»3.
Ello se debe a que la dominación' es un factor de racionalización, «permite convertir una acción
comunitaria amorfa en una asociación racional»7. Pero, paradójicamente, puede contribuir a
procesos irracionales. ¿Qué diría S. Weil si asistiera a la complejidad de nuestras sociedades? Su
diagnóstico sigue vigente: «En tanto haya sociedad, esta encerrará la vida de los individuos en
límites muy estrechos y les impondrá sus reglas. Pero esta presión inevitable no merecerá llamarse
opresión sino en la medida en que, por el hecho de que provoca una separación entre los que la
ejercen y los que la soportan, pone a los segundos a discreción de los primeros y acentúa, de ese
modo, la presión de los que dirigen sobre los que ejecutan» 8.
Con este análisis, S. Weil descubre una tercera gran etapa de la opresión, la opresión por la
función: «Puede decirse, en resumen, que la humanidad ha conocido dos formas principales de
opresión: una, esclavitud o servidumbre, ejercida en nombre de la fuerza armada, la otra en
nombre de la riqueza, transformada así en capital; se trata de saber si en este momento no está
por sucederle una opresión de especie nueva, la opresión ejercida en nombre de la función» 10. Los
/comunismos suprimieron la propiedad privada, pero se doblegaron a la producción tecnificada. La
tragedia consistió en que la eliminación de la propiedad privada no trajo la /justicia: los obreros no
se apropiaron nada. Se aspiraba a la técnica y a la justicia: lo que quedó fue la tecnocracia sin
justicia, y el capitalismo derivó en neocapitalismo, pero, al fin, capitalismo.
5. El desarraigo. ¿Se piensa en la opresión a que viven sometidos los obreros cuando tienen que
vivir fuera del lugar natural donde nacieron y crecieron? Del campo, del pueblo y de la ciudad
habitable, fueron trasplantados a ciudades-dormitorio, a un medio opresor. Es una opresión que
hay que añadir a la que ya sufren por la alienación económica y por las derivadas de esta. Pero
pensemos en otro desarraigo más grave: pensemos en los desarraigados de su patria, trasladados a
un medio hostil y xenófobo, en busca de trabajo mal remunerado, cuando lo encuentran, o
huyendo de la persecución política.
Como afirma S. Weil: «El arraigo es quizá la necesidad más importante y más desconocida del alma
humana»12.
6. Otras opresiones. Sigue existiendo la esclavitud. Siguen existiendo las guerras. Los estados de
sitio y de excepción ponen en entredicho las constituciones, garantía de la /libertad. Siguen
existiendo los secuestros, que —si no acaban en asesinatos inexplicables— roban la libertad a la
víctima y sumen en la inseguridad —otra forma de opresión— a la ciudadanía. Existen los
/nacionalismos tribales, basados en el racismo más irracional, generando guerras innecesarias e
injustas, generando el exterminio: situaciones que recuerdan, de alguna manera, los delirios nazis.
Existe el control que se esgrime en nombre de la seguridad: los temores intuidos por Huxley y
Orwell están insinuándose en la realidad. Por la injusticia que padecemos en el presente, hacemos
que el futuro se vuelva oprimente. El futuro, asociado siempre con la esperanza, deviene motivo de
angustia y de opresión. Por no hablar del pasado, del destino, de la vejez. Se trata de limitaciones
derivadas de la condición finita del hombre: deberían formar parte de lo que Guardini llama «la
aceptación de sí mismo».
No es fácil responder. Los grandes poderes se muestran hoy capaces de digerir y metabolizar todas
las resistencias y todas las rebeliones. Nos limitamos a señalar dos recursos que constituyen dos
reductos irreductibles —valga el juego de palabras—. Las religiones, de manera especial la
judeocristiana, contienen un recurso de gran fuerza: la apelación a la esencial /dignidad de la
persona humana, emparentada con la divinidad —en el cristianismo, con un Dios tripersonal—. Esa
apelación, esgrimida por los profetas y, luego, por Jesús, ayudó a resistir frente a la opresión venida
de diversos frentes. Si nos situamos en un planteamiento laico, disponemos del recurso kantiano,
que se refiere a nuestra conciencia de sujetos morales: somos fines en sí y absolutos y no medios ni
fines relativos. De una manera u otra, con ese planteamiento enlaza Foucault cuando recomienda,
desde una actitud anárquica, luchar contra las totalidades y los sistemas. Ese planteamiento es el
único que puede alimentar la lucha contra todas las opresiones.
NOTAS: 1 Cf S. WEIL, Opresión y libertad. – 2 M. WALZER, Esferas de justicia, FCE, México 1993, 11-
13. – 3 H. MARCUSE, El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona 1969, 39. – 4 C. TAYLOR,
Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994, 44-45. – 5 M. FouCAULT, Tecnologías del yo, 48,
96, 140. – 6 Cf J. VIDAL BENEYTO, El País (Madrid, 16-IX-1995). – 7 M. WEBER, Economía y sociedad
II, FCE, México 1977, 695. - 8 S. WEIL, o.c., 71-72. – 9 ID, 20-21. – 10 ID, 20. – 11 J. LE MOUEL,
Crítica de la eficacia. Ética, verdad y utopía de un mito contemporáneo, Paidós, Barcelona 1992, 58.
- 12 S. WEIL, Raíces del existir, 58.
BIBL.: FOUCAULT M., Microfísica del poder, La Piqueta, Madrid 1979; ID, Tecnologías del yo, Paidós,
Barcelona 1990; ID, Vigilar y castigar, Siglo XXI, 1969; ID, Historia de la sexualidad 1, Siglo XXI,
Madrid 1987; GARCÍA MARTÍNEZ R., Opresión y revolución, Zyx, Madrid 1965; HANDKE P., Gaspar,
Alianza, Madrid 1982; MARX K., Manuscritos económico-filosóficos, Crítica, Barcelona 1978; MARX
K.-ENGELS F., Manifiesto comunista, Crítica, Barcelona 1978; WEIL S., Opresión y libertad,
Sudamericana, Buenos Aires 1957; ID, Raíces del existir, Sudamericana, Buenos Aires 1954.
R. García Martínez
OTRO
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
Durante cientos de siglos los hombres no sintieron ninguna inquietante necesidad de dar cuenta de
la realidad de los otros hombres, pues su existencia aparecía como algo obvio e incuestionable y de
ninguna forma problemática. Tampoco existió en Grecia, la cuna de la filosofía occidental, tal
problema, pues desde la consideración de la unitaria condición natural («física») y orgánica de la
totalidad del cosmos (que abarcaba también a todos los hombres), imposibilitó de raíz comprender
como un abismo infranqueable la realidad de los otros hombres. Así, para Platón, el cosmos era
entendido como un «animal perfecto»1. Y así comprendida la realidad cósmica y humana, ¿cómo
podía ser un auténtico problema la realidad del otro? Para Platón y para muchos pensadores
griegos, el /hombre es identificado con el /alma, de forma que todo diálogo /entre hombres es la
representación verbal de dos almas. En verdad, ni en Grecia ni en la antigüedad pudo plantearse el
problema del otro, pues el puesto del hombre en el cosmos era concebido como una simple o mera
concreción de la abstracta comprensión del ser, y no era vislumbrado estrictamente ni como sujeto
ni como /persona. No obstante, Platón reconocía cinco categorías o géneros supremos: el ser, el
movimiento, la quietud, lo mismo y lo otro (oposición de lo mismo)2. Pero no abordó
expresamente el problema que nos ocupa, pues para sentir realmente el problema del otro es
necesario percibir de veras la propia realidad del otro, su /alteridad, la «otredad» de la que habló
Antonio Machado; y a tal cosa nunca llegó la filosofía en Grecia. Esta, en sus más granados genios,
como Platón, no se entendía a sí misma como replegada o enroscada como un /yo
autoconstituyente, pues lo primario es la incorporación del hombre en lo social, en la polis. Por eso,
para Aristóteles el hombre es dson politikon, por lo que lo pertinente es hablar del nosotros y no
del yo, como hará el hombre moderno occidental. No obstante, el sabio griego no por esto deja de
vivir ensimismado y embebido, de tal forma que, a decir de Platón, el filósofo entabla un coloquio
sobre todo consigo mismo, hasta el punto de que ningún filósofo «sabe ni de su prójimo ni de su
vecino», ni tampoco sabe si los otros «son hombres u otros engendros cualesquiera»3. De este
modo, se ignora lo que el otro es, aunque este desconocimiento no motivó a Platón a cuestionarse
verdaderamente la existencia y la realidad del otro como problema, pues una cosa es ignorar algo y
otra muy distinta es hacer de ese desconocimiento un problema. Así, para Aristóteles el hombre
era un retoño de la phisis, sin que para él existiera el problema del otro como nosotros lo
percibimos. La diferencia entre los hombres es entendida por Aristóteles según la naturaleza, de
modo que existen varones y mujeres, griegos y bárbaros, adultos y niños, e incluso amos y esclavos
(siendo también esta última distinción «natural» y «justa») 4. Para el estagirita, pues, el otro
individuo es otra cosa que habita en el interior de la común liúotiS, pero no estrictamente otro
hombre5.
Para el cristianismo el hombre no es meramente alma, sino un ser unitario y no dual, donde
confluyen en su persona lo corpóreo y lo espiritual. El hombre, creado por Dios «a su imagen y
semejanza» (Gén 1,26-27), y como varón y mujer, tiene una intimidad espiritual y una
responsabilidad, por lo que puede imputársele el pecado y el merecimiento. Y ello no sólo de una
forma colectiva, sino también de modo individual 6. Así, mientras que para Platón el hombre es «la
mente» (voüs), el autor de la carta a los Efesios (un discípulo de san Pablo, sin duda), habla del
«espíritu de la mente» con el que el cristiano es renovado: Ef5,24. Si bien para los pensadores
griegos el hombre era un retoño viviente e individual de la madre Naturaleza, y sólo
accidentalmente otro respecto de él, para los pensadores cristianos, por el contrario, el otro
hombre es un ser corpóreo-espiritual, una persona, creada por Dios de la nada, en cuyo interior
laten las «primicias del Espíritu» (Rom 8,23), que le posibilita percatarse de que Dios es su Padre,
su hermano (Cristo) y su Amor vivificador (Espíritu), y que le llama a su amistad y a compartir su
propia vida, pues el Dios personal (en el Antiguo Testamento), revelado como tripersonal (en el
Nuevo Testamento, por obra de Cristo) interpela al hombre como otro.
Si las dos posturas básicas y primordiales que surgen en relación con el otro son su reconocimiento
y nuestra relación (en múltiples sentidos) con él, entonces la relación con el otro y nuestro diálogo
con él no nos son accidentales, sino constitutivos de nuestro ser como persona. De aquí que
importantes psiquiatras, psicólogos y filósofos estimen que el quicio de las patologías mentales se
sitúa en la dificultad o en la imposibilidad de la relación con lo otro de sí y, en concreto, con los
otros personales; el solipsismo, que era un callejón sin salida especulativo, se convierte así en una
patología.
En fin, desde Descartes hasta hoy, el problema del otro ha sido abordado por numerosos filósofos y
corrientes de pensamiento. No podemos detenernos en una descripción detallada de unos y otras,
por lo que, a grandes rasgos, el panorama queda como sigue:
b) Para Kant, el otro es el término de la actividad moral del yo, el otro del homo phaenomenon y el
del homo noumenon. Para Fichte, lo otro, la alteridad, es el no-yo, refiriéndose a cualquier ser que
no sea el yo, aunque para él el yo es siempre lo originario y fundante. Para salir de la cárcel
cartesiana, tanto Kant como Fichte pensaron sobre el problema del otro, pero situándose en un
postulado ético-práctico, del que se afirma que debe ser tratado como sujeto autónomo e
independiente, fin en sí mismo, como persona, en definitiva.
f) Así pues, desde el Discurso del método cartesiano hasta las Meditaciones cartesianas de Husserl,
tuvo lugar una titánica serie de ensayos filosóficos para conquistar la evidencia de la realidad y la
condición personal del otro.
Dos grandes pensadores de nuestro siglo, Martin Heidegger y Max Scheler han manifestado la
problematicidad del hombre sobre sí mismo. El último escribió: «En la historia de más de diez mil
años nosotros somos la primera generación en que el hombre se ha convertido para sí mismo,
radical y universalmente, en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de
que no lo sabe»11. Y Heidegger, por su parte, sostiene: «Ninguna época acumuló tantos y tan ricos
conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época consiguió ofrecer un saber tan
penetrante acerca del hombre. Ninguna época logró que este saber fuese tan rápida y
cómodamente accesible. Ninguna época, no obstante, supo menos qué sea el hombre. Ningún
tiempo se le presentó el hombre como un ser tan misterioso»12.
De este modo, la reflexión sobre el otro ha sido, y todavía lo es, una gigantomaquia en torno a este
problema. Pero, ¿y si el problema del otro fuera en realidad un seudoproblema? ¿Y si la realidad de
otro fuera para mí una evidencia primaria y prerreflexiva? Eso es lo que se plantearon varios
pensadores desde el primer tercio del siglo XX, para responder afirmativamente. Con estos
pensadores entraba definitivamente en crisis el yoísmo de la modernidad. Los más importantes
fueron: Max Scheler, desde la fenomenología; José Ortega y Gasset desde el raciovitalismo; Martin
Buber, Ferdinand Ebner y Franz Rosenzweig, desde el pensamiento dialógico (/personalismo
alemán); Emmanuel Mounier, Maurice Nédoncelle, Jean Lacroix, y otros, desde el /personalismo
comunitario; y más recientemente, Emmanuel Lévinas, desde la fenomenología de la alteridad; e
incluso Xavier Zubiri, desde el /realismo radical. Esta superación del yoísmo moderno puede
expresarse, por tomar sólo un ejemplo, con estas palabras de E. Mounier: «La experiencia primitiva
de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, preceden al yo, o al
menos lo acompañan»13. Es decir, la persona existe en tanto que existe gracias a los otros (al
menos, hacia sus progenitores, aunque no sólo por ellos); y si alguien se conoce a /sí mismo, lo
hace por los otros. Así, cada uno se encuentra a sí propio en los otros, y no replegándose en su yo
solitario y autosuficiente. Y eso hasta el punto que, sin los otros, y no es una perogrullada, nosotros
no seríamos siquiera un problema, por la sencilla razón de que no existiríamos, pues jamás
habríamos llegado a ser. No es sólo que sin los otros nos eclipsaríamos nosotros como las personas
que somos, con nuestra /personalidad concreta, sino que nunca hubiéramos llegado a ser seres
existentes, nunca tendríamos siquiera nuestra /personeidad, como diría Zubiri.
Existen varios modos de comprender y tratar al otro, en tanto que otro. Examinaremos los
principales.
En este caso, se percibe al otro como algo cósico, omitiendo su esencial condición de persona. Al
considerarlo como algo ante los ojos, es reducido a una cosa más, entre las otras cosas de la
naturaleza. Podríamos decir que estamos en un nivel óntico. Esta es la postura de la filosofía griega,
encabezada por Platón y Aristóteles.
A pesar de que a veces una persona es tratada como un objeto, como una cosa, e incluso como un
medio instrumental, esto es siempre ilegítimo e inmoral, contraviniendo el imperativo kantiano y
siendo ciegos a la /dignidad ontológica del otro, esto es, cegados ante su digneidad. Aunque en un
cierto sentido es legítimo hablar del otro en términos de objeto, como hace la medicina cuando
considera al hombre como un objeto de sus investigaciones, de su diagnóstico, de su cura. O como
cuando una persona es objeto de nuestro amor, de nuestro respeto. No nos referimos aquí a esta
forma de considerar el objeto, sino a la que atiende al sentido etimológico de la palabra: ob-iectum,
como aquello que está, simplemente, arrojado ante nuestra vista, puesto ante nosotros entre otras
cosas que también están ahí, inertes, ante nuestra mirada. En este sentido, la persona, el otro en
todo su misterio, no puede ser término de un conocimiento exclusivamente objetivo, so pena de
rebajar su entidad a la consideración de un puro objeto cósico, como puede ser estimado un reloj o
una mesa. Pero estas cosas jamás podrán ser sujetos, sub-iectum, pues no pueden tener la
dimensión de interioridad, sino sólo la de exterioridad o versión. Incluso en el caso de que
pretendamos convertir al otro en objeto —intencionalmente—, no puede serlo realmente. Por otra
parte, y sintetizando, descriptivamente un objeto tiene las siguientes notas básicas: abarcabilidad,
acabamiento, patencia, numerabilidad, cuantificabilidad, distancia y probabilidad.
Para el sujeto que conoce un objeto, este es comprendido como un ello, quizás incluso como él,
pero nunca como un tú, con el que puedo estrictamente tener un /encuentro. Un valle, por bello
que sea, nunca es un tú para una persona, sino un ello, incluso en el caso en que hablemos del
valle, o nos refiramos al mismo como un él; lo mismo acontece con un perro, por mucha estima
que le tengamos. En cambio, incluso en el caso en que odiemos a una persona, ella es tenida por
un /tú, aunque sea un tú odioso, pero no propiamente como un ello. Precisamente la carga
emotiva que puede suscitar un gran amor o un odio intenso exige que el objeto del mismo sea una
persona, un tú, un otro, y no meramente lo otro.
Existen varias posibilidades cardinales cuando el otro es considerado o tenido como objeto:
a) El otro como obstáculo. El otro es visto como un objeto corpóreo, físico, y, como tal, puede
oponer su resistencia, sea pasiva (como cuando le empujamos), sea activa (como cuando él nos
empuja).
c) El otro nadificado. Quien voluntariamente desconoce la dignidad del otro como persona, le
ningunea, como se dice en México. La inmoralidad de este reduccionismo estriba en que nadie
nace siendo nadie, sino que el nadie lo es por nadificación, por ser reducido o tratado como tal, por
su conversión a nada. En bellas palabras lo ha expresado Eduardo Galeano: «Los nadies: los hijos
de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre,
muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino
dialectos. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son
seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos, que no tienen nombre,
sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los
nadies, que cuestan menos que la bala que los mata»18.
1. Estructura de la relación dilectiva. Basada en una determinada forma de amor, también dilectiva,
puede ser la relación del otro como objeto. Ni el hijo para la madre, ni el amante para su amada
pueden ser continuamente un tú. Como afirma J. Lacroix: «El hombre no puede vivir bajo la mirada
continua de otro»19. En verdad, muchas veces son él, un ello, siendo ese tránsito una cierta
objetivación del otro. En esa conversión podemos discernir dos modos:
b) El otro como objeto de modificación amorosa. Aunque la distancia hacia el otro nunca
desaparece, pues el otro es otro yo y, por tanto, nunca puede ser yo, se da una forma operativa de
amor siempre distante; así, como modifica una madre el cuerpo de su hijo para vestirle, o como
modifica el médico el cuerpo de su paciente cuando le explora para dar un diagnóstico o para
curarle.
2. La comunicación con el otro como objeto. El amor distante, no por serlo impide la comunicación
con el otro. Sus formas básicas son dos: a) El silencio, sea contemplativo (como el del que queda
absorto ante la belleza de una obra de arte), bien operativo (como el de quienes con amor o con su
contrario, el odio, se enfrentan con la resistencia física del otro). b) La conversación funcional o de
negocios. Es la que tiene lugar, por ejemplo, entre quien quiere comprar un coche y quien pretende
vendérselo. También cuando preguntamos a un viandante dónde está una calle, en cierta forma lo
instrumentalizamos: no le atendemos explícitamente como a una persona, sino más bien como una
fuente de información, aunque no es una instrumentalización puramente cósica, pues no se nos
ocurre preguntarle tal cosa a un adoquín de la calle, sino únicamente a alguien al que
consideramos una persona, un otro yo.
1. La relación interpersonal. El acto psíquico con el que nos relacionamos con el otro se funda en el
carácter ejecutivo del yo y su forma final en la coejecución (cuando el otro y yo, cada uno a nuestro
modo, ejecutamos la misma vivencia). No podemos coejecutar su dolor moral, haciéndonos
solidarios con él, empáticamente (/empatía). Yo no puedo convivir el dolor físico del otro, pero sí
puedo convivir su dolor moral; tal es el nervio de la condolencia, pues al condolerme de la tristeza
del otro, también yo estoy triste.
3. Formas dilectivas de la relación interpersonal distante. Son las realizadas con amor instante o
meramente coejecutivo –convivido–, es decir, aquellas en que el amor no alcanza su forma
suprema, sino que es una forma de amor que mueve a adivinar coejecutivamente lo que en su
intimidad es y hace el otro: qué desea, qué piensa, qué siente cuando de forma dilectiva uno se
encuentra y trata con él. Aquí el tú es lo otro, aunque sea en forma de amor intenso, pues con
quien él convive sólo trata de conocerle. Aquí preside la relación el acto de conocer y le conviene la
sentencia agustiniana que afirma: «Non intratur in veritatem nisi per caritatem».
Aquí no satisface un mero conocer, incluso aunque ese conocer sea respetuoso de la otredad de la
otra persona. Ahora no sólo le queremos conocer, sino también entregarnos a él, ya sea porque lo
considero una persona, digno por sí y, como tal, un fin en sí mismo y no un mero medio (amor de
projimidad), ya sea por ser él precisamente quien él es (amor de amistad). Este sería el nivel que
podríamos llamar meta físico, en el sentido de Lévinas.
1. El amor de projimidad. Como en la parábola evangélica del buen samaritano (Lc 10,29-35), este
amor consiste en dar algo al otro, únicamente porque el otro es una persona y nos necesita; su
forma suprema es darse uno a sí mismo al otro.
2. El amor de amistad. En esta forma de amor se ama al otro no por el solo hecho de ser una
persona, sino por ser él la persona concreta que es. Es amor no por ser lo que es, sino por ser
precisamente quien es. Aunque hay que indicar que en el amor constante, el amor de projimidad y
el amor de amistad se funden, sin que por ello se confundan.
3. Tres proposiciones en la estructura del amor constante. a) El amor constante se funda en un en.
No es lo mismo decir: «Creo lo que dices» (en la verdad de tus palabras), «te creo» (creo que tú
quieres ser veraz) y «creo en ti» (creo en tu persona, sea lo que sea lo que digas y hagas). b) La
existencia del hombre se mueve siempre hacia algo, hacia un télos. Pues bien, la meta de la
coexistencia amorosa no es únicamente proyectiva, sino también elpídica, esto es, esperanzada. ¿Y
qué esperan cabalmente los que se aman? Lo esperan todo, como el jugador de lotería que,
cuando juega, espera obtener el premio gordo, pues nadie espera sólo una pedrea cuando juega.
Ese futuro o hacia es, a la vez, indefinido —como lo es todo futuro— y pleno —en cuanto a las
expectativas-. c) Los amantes viven juntos para. ¿Para qué? Para todo lo que la vida en común les
depare, entregándose uno al otro sin estrategias —si es amor sincero—, practicando un amor que
es éros (aspiración y deseo), pero que también es ágápe (efusión hacia el otro).
Por lo visto hasta ahora, nos parece necesario renunciar a considerar a la persona del otro como un
problema en sentido estricto, pues un problema no es tal si no tiene una única solución acabada. Y
si no fuera soluble no sería un problema, sino un imposible. Pero la persona, el otro, en tanto que
realidad libre, viva, difícilmente tiene una solución que la delimite cabalmente y la explique de
forma definitiva. La persona es insoluble por definición, pues su más íntima realidad consiste en ser
un ser misterioso, sólo captable en su mismidad a través de la gratuidad de su revelación. La
persona puede solucionar sus problemas, pero difícilmente resolver por completo su misterio. La
persona es, en este sentido, un ser sin solución, pues si lo hiciera, se disolvería (en latín solutio es
solucionar; pero también disolver). Por esto, para poder acceder a su conocimiento, no existe otro
camino más que el /encuentro cara a cara con ella.
En efecto, un problema es algo con lo que puedo enfrentarme, algo cósico, que admite y reclama
su dilucidación. Con un problema puedo enfrentarme, pero no encararme, encontrarme cara a cara
con él. Sólo es posible encararnos con un otro personal; y cuando nos encaramos enfrentándonos
con él, no le tratamos como a una persona, sino como a un objeto que nos amenaza. Enfrentarme
a un problema es la condición de posibilidad de su solución como tal; enfrentarme con una persona
es tener la garantía de su cosificación, de su disolución intencional como tal. Pero, contrariamente
a lo que acontece con el problema, un /misterio es algo que me compromete. A la distinción
sartreana del en sí y del para sí le falta el esencial ante mí, le falta un otro personal que no sea un
infierno. La persona es la protesta del misterio, es su resistencia, que se presenta como
repugnancia (que lucha) de ser captada y aprehendida acabadamente, desposeyéndola de su más
íntima constitución personal.
Y si a mí mismo me percibo como un misterio para mí mismo, ¿cuánto más lo serán los otros para
mí? Además, ¿quién puede afirmar que se conoce a sí mismo en todos los recodos de su alma, por
completo? No hace falta recurrir al psicoanálisis para probarlo, pues esa autoincognoscibilidad
plena es una evidencia palmaria. Y si sobre mí mismo no puedo decir una palabra absolutamente
definitiva, ¿cómo atreverme a lanzarla sobre otra persona? Por tanto, el misterio del otro no nos es
asible por completo y de forma acabada y plena, pues su ser más íntimo no podemos —aunque lo
pretendamos— aprehenderlo por completo; el otro, por el contrario, debe ser respetado y
reverenciado, como lo más sublime, lo más digno e incluso lo más sagrado que existe en lo creado.
En resumen, ¿qué es, en definitiva, el otro? No es la amarga realidad a que alude Sartre cuando
afirma que el infierno son los otros; pero tampoco es la edulcorada y optimistamente ingenua
realidad del «¡Cielo mío!» de la madre amante: He aquí la fórmula: es una mezclada e indecisa
posibilidad de infierno y de cielo; que el otro y yo, con nuestra respectiva y recíproca conducta, en
alguna medida podemos cielificarla —ser para el otro un cachito de cielo-, cuando nuestra
conducta hacia él sea amor, entrega, /compromiso, /responsabilidad y sacrificio; y en alguna
medida llegamos a infernarla —ser para el otro un pedazo de infierno— cuando nuestra conducta
para con él sea cruel o desabrida. O, simplemente, gravativa: cuando el otro y yo, cada uno por
nuestra parte, seamos el uno para el otro eso que los españoles solemos llamar «un pelma»:
alguien que nos quita la soledad y no nos da la compañía20.
NOTAS: 1 PLATÓN, Timeo, 32 d. – 2 ID, Sofista, 244b-245e. – 3 ID, Teeteto 1746. - 4 ARISTÓTELES,
Política 1, 2, 12526. – 5 Cf E. LÉvINAS, Humanismo del otro hombre. – 6 Recordemos que el paso de
la retribución corporativa a la personal se llevó a cabo con el profeta Ezequiel: 18,4ss. – 7 R.
DESCARTES, El Discurso del Método-Meditaciones Metafísicas, Espasa-Calpe, Madrid 1980', 128-
129. – 8 Cf G. W. F. HEGEL, Fenomenología del Espíritu, FCE, México 1991', 117-119. – 9 ID, 113. –
10 P LAÍN ENTRALGO, Teoría y realidad del otro, 141. – 11 M. SCHELER, Die Stellung des Menschen
unn Kosmos, Berna 1975, 13. – 12 M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México
1954, 175. – 13 E. MOUNIER, El Personalismo, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990,
475. – 14 J. P. SARTRE, El Ser y la Nada, Losada, Buenos Aires 1976', 363. – 15 E. LÉVINAS, Totalidad
e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, 297: «La exterioridad no es una negación sino más bien una
maravillan. – 16 E. MOUNIER, o.c., 473. – 17 ID. – 18 E. GALEANO, El libro de los abrazos, Siglo XXI,
Madrid 1991", 59. – 19 J. LACROIX, crisis de la democracia, crisis de la civilización, 55. – 20 Este
artículo ha sido redactado por el Dr. Mariano Moreno. Generosa e inteligentemente ha sabido dar
expresión precisa a lo más esencial de cuanto sobre el tema «Otro» he escrito. Pero, a la vez, ha
enriquecido el contenido del texto con valiosos complementos, procedentes de su propio saber.
Haciendo constar explícitamente mi agradecimiento cumplo un grato deber (PEDRO LAÍN
ENTRALGO).
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; CASPER B., Das dialogische Denken. Eine
Untersuchung der religion.sphilosophischen Bedeutung. Franz Rosenzweigs, Ferdinand Ebners und
Martin Bubers, Herder, Friburgo 1967; DÍAZ C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós,
Madrid 1993; EBNER F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; LACROIX J.,
Crisis de la democracia, crisis de la civilización, Popular, Madrid 1966; LAíN ENTRALGO P., Teoría y
realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; ID, Sobre la amistad, Espasa-Calpe, Madrid 1986'; ID, Hacia
la recta final. Revisión de una vida intelectual, Círculo de Lectores, Barcelona 1990; ID, Cuerpo y
alma, Espasa-Calpe, Madrid 1992; ID, Cuerpo, Alma, Persona, Galaxia Gutenberg-Círculo de
Lectores, Barcelona 1995; ID, Ser y conducta del hombre, Espasa-Calpe, Madrid 1996; LÉVINAS E.,
Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que
ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; iD, Humanismo del otro hombre, Caparrós,
Madrid 1993; MORENO VILLA M., El Hombre como Persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, La opción
fundamental del ideario personalista y comunitario, Acontecimiento 36 (Madrid 1995) 30-35; ID,
Filosofía de la liberación y barbarie del otro, Cuadernos Salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-
282; ID, Sobre la categoría de «relación» en la reflexión sobre la persona, Scripta Fulgentina I I
(Murcia 1996) 61-76; THEUNISSEN M., Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart,
Berlín 1965.
PACIFISMO
DicPC
Existe un uso vulgar del término pacifismo, que expresa el conjunto de actividades que una o varias
personas realizan, encaminadas a conseguir la /paz. Esta apreciación deriva del pacifismo
entendido como corriente de acción, en orden a hacer la paz. Ahora bien, para tener una visión
más completa de este vocablo, es preciso profundizar más en el sentido del término paz. Occidente
es heredero de la pax romana, entendida como orden social y jurídico impuesto desde el poder;
desde esta perspectiva, la paz se ha caracterizado por ser la cara opuesta de los conflictos bélicos, y
de ahí ha nacido el pacifismo como la contestación más o menos organizada contra las /guerras.
Las insuficiencias de contenido que muestra esta manera de entender el pacifismo obligan a
rescatar el sentido original del mismo. Para ello, beberemos de las fuentes orientales y de la
tradición judeocristiana.
Con la persona de Jesús la paz se visibiliza en dos clases de signos que han de vivirse en tensión
dialéctica: en primer lugar, la actitud de mansedumbre, de no-/violencia activa, de superación del
ojo por ojo judío, de perdón y amor al enemigo; pero, en segundo lugar, ese mismo amor al
enemigo se expresa también en rebeldía frente a la injusticia, en lucha activa contra los distintos
tipos de violencia. El pacifismo de Jesús no intenta vencer sino convencer, buscando no la victoria
de uno sobre otro, sino la doble victoria: la propia y la del /otro. Es un pacifismo que desea romper
la lógica interna de la violencia, caracterizada por la destrucción.
Podríamos concluir parcialmente afirmando que la paz, desde las tradiciones orientales y
judeocristianas que nos preceden, constituye la suma de todas las virtudes, de modo que el
pacifismo tiene carácter de globalidad, equilibrio y armonía, tanto en el interior de la persona,
como en las relaciones sociales, como en la relación del hombre con la naturaleza.
3. Raíz antropológica del pacifismo. El pacifismo es una forma de hacer que se deriva de una forma
de ser. Esta forma de ser integra, en primer lugar, un talante y actitud global ante la vida,
equilibrado, donde el encuentro del hombre consigo mismo, con los demás y con la naturaleza está
transido de armonía. Pero la forma de ser pacifista conlleva igualmente la opción moral por la paz,
como categoría ética con la que construir la propia persona y la sociedad en la que uno vive. Esta
opción nace de la siguiente constatación antropológica:
c) La fuerza del hombre es amor. El amor lo entendemos aquí como fuerza de liberación (Lanza del
Vasto). Es la fuerza del coraje que nace frente a los conflictos y situaciones violentas, superándolas
con la acción pacificadora, esto es, con la fuerza del amor que denuncia el /mal y libera. Desde el
ámbito del amor, el pacifismo no sólo se enfrenta al odio y a la violencia sino también a la
indiferencia que, creciendo en universalidad y cronicidad, tolera y consiente la violencia. La acción
pacificadora como fuerza de amor, sitúa al pacifista en la superación de la dialéctica violencia
(abuso de fuerza). cobardía (anulación de toda fuerza), creando modos de vida más
humanizadores.
No se puede, pues, disociar la paz y la fuerza. Separar ambos términos ha sido uno de los errores
que ha cometido el pacifismo europeo, según Lacroix. Por esta razón conviene detenernos en la
denuncia que el personalismo comunitario realiza hacia el falso pacifismo.
4. Crítica personalista al falso pacifismo. Igual que Bonhóffer habla de una gracia cara y una /gracia
barata, en referencia a las posibles vivencias del cristianismo, así cabe hablar en este caso de un
pacifismo caro (al que apuntan las fuentes judeocristianas y orientales antes citadas) y un pacifismo
barato o blandopacifismo (C. Díaz) que Occidente ha empobrecido y rebajado de contenido en el
transcurso del presente siglo. Mounier, de modo especial, y Lacroix, en menor medida, han
denunciado este falso pacifismo. Mounier critica el pacifismo europeo que se desarrolló en el
período comprendido entre las dos Guerras Mundiales. La crisis de civilización que asoló a Europa
tras comprobar los horrores de la I Guerra Mundial no se tradujo en una acción pacifista militante.
Al contrario, se asiste a la elaboración de un pacifismo barato caracterizado por:
a) La reducción del pacifismo a una suerte de sentimientos loables en sí mismos, pero carentes de
operatividad. Es un pacifismo de rostro amable, dulce y prudente, que encubre la tibieza en las
decisiones personales y la falta de valentía y audacia, al tiempo que configura un pacifismo
claramente evasionista por cuanto se recluye en los grupos de opinión y no salen a la calle a
construir la paz desde la justicia.
b) Se trata de un pacifismo que se limita a reclamar la paz desde arriba y desde fuera, como simples
espectadores. La paz es algo que otros traerán. La pasividad está unida a un fuerte apoliticismo. Es
un pacifismo juridicista, encubridor del desorden establecido y, en el fondo, opresor de la
/persona.
Para Mounier, por el contrario, el verdadero pacifismo, el pacifismo caro, es el que reposa en
sentimientos fuertes y se enmarca en el compromiso, dimensión constitutiva de la persona. Así, la
paz se torna en combate, esto es, en combate pacífico, en actitud de rebeldía y denuncia frente a la
injusticia y frente a los injustos. Los auténticos pacifistas serán los combatientes por la paz, de
carácter decidido y gesto profético, que hacen de la paz una tarea cotidiana. En este sentido,
Lacroix señala, recordando una distinción de Péguy acerca de la paz, que construir la paz (faire la
paix) es la fuente de todas las grandezas, mientras que tener paz (avoir la paix) es la fuente de
todas las cobardías. La paz por la que trabaja el pacifista no es un estado, es una conquista que
supone entrega personal, perseverancia y esperanza.
Continuando esta misma línea argumentativa, entendemos que el personalismo comunitario puede
devolver al pacifismo un sentido propositivo y esperanzador, constituyéndose en motor de una
auténtica /cultura de la paz en nuestro mundo.
Este proyecto tiene como sujeto prioritario a la sociedad civil y debe traducirse en creaciones
culturales que comprometan el significado de la existencia de los hombres y se enmarquen en una
verdadera propuesta de civilización. La paz no apunta a cambios parciales, sino que constituye la
/utopía que alimenta el deseo de reformular por entero los cimientos de nuestro modo de
entender y construir la vida en comunidad, deseo repetidamente planteado por el personalismo
comunitario, de manera principal a través del movimiento Esprit. Así entendida, la paz será una
forma creativa de construir la historia (Lacroix).
Sin entrar en definiciones que reduzcan en extremo el sentido del término, entendemos que la
cultura se articula básicamente como el modo de vida global de una colectividad (modo que incluye
/valores, costumbres, creencias y normas socialmente admitidas). En un tipo de cultura donde
dominan los hábitos agresivos y el desarrollo de la violencia en todas sus expresiones, la cultura de
la paz ha de compaginar la labor de análisis crítico de los procesos de destrucción en marcha, con la
tarea de desarrollar planteamientos, actitudes y proyectos creativos que posibiliten la
transformación del sistema actual; así, la paz se caracterizaría, en verdad, por plantear una forma
de vida alternativa, sin necesidad de encerrarse en cuestiones teóricas, propias de elites
exclusivamente reflexivas. A continuación destacamos algunos de los elementos que debe
contener una cultura de.la paz desde la óptica personalista:
1. Optimismo antropológico. Las culturas violentas suelen partir del presupuesto de que el otro es
un infrahombre —por motivos de raza, sexo, creencias, etc.– al que hay que someter. Cuando el
otro deja de ser un ser humano, queda legitimada la peor de las violencias (campos de exterminio,
genocidios, torturas, etc). Toda forma de exaltación de lo propio y de denigración de lo ajeno, de
exacerbación nacionalista y visión del extraño como agresor, apunta en la misma dirección. El
pacifismo ha de crear una cultura que recupere la creencia en la dignidad e igualdad básica de toda
persona, esto es, confiar sencillamente en el ser humano. Este elemento de confianza podrá hacer
frente al pesimismo antropológico reinante, que se recluye en la incapacidad para el cambio y en la
constatación del dominio de unos seres humanos sobre otros.
2. Satisfacción de las necesidades básicas. La cultura ha de estar al servicio de las necesidades del
hombre; y no se puede hablar de paz mientras estas carencias no se cubran mínimamente. La
cultura belicista ha propiciado un desarrollo económico básicamente injusto, explicitado en un
Norte rico y tranquilo y en un Sur pobre y violento (Luis de Sebastián). En esta situación, el
desarrollo, entendido como desarrollo del y para el hombre, se convierte en el nuevo nombre de la
paz (Pablo VI). Ellacuría denomina a este nuevo modo de desarrollo civilización de la pobreza,
según la cual el objetivo prioritario es garantizar la satisfacción de las necesidades básicas
(alimento, cobijo, atención médica y educativa), que hacen posible a todo ser humano vivir con
dignidad. Esta prioridad conlleva necesariamente la reestructuración económica, en objetivos y
medios, en los países del Norte del planeta.
3. Afrontamiento del conflicto. La cultura de la paz no aboga por la desaparición de los conflictos,
pues son inherentes a la condición humana; lo que impulsa es su afrontamiento con todos los
recursos disponibles. Entendemos por conflicto la oposición entre grupos e individuos por la
posesión de bienes escasos o la realización de valores mutuamente incompatibles (R. Aron). Como
tales, los conflictos son necesarios y, en parte, constituyen el motor del cambio social histórico. La
cultura de la paz ha de procurar que el afrontamiento personal o colectivo del conflicto se realice
desde la lucidez y el convencimiento de que el hombre es eminentemente creador e impulsor de
formas nuevas de estar en la realidad. Esta convicción se refleja mejor en aquellas personas que
Fromm caracteriza como biófilas, es decir, que apuntan siempre al futuro, aportan soluciones
creativas, confían en las posibilidades humanas y utilizan medios no-violentos en la resolución de
conflictos.
III. CONCLUSIONES.
El pacifismo entiende, con Gandhi, que el fin es a los medios como el árbol a la semilla. En una
cultura donde impera el divorcio entre valores y hechos, el pacifismo contempla la coherencia
entre los valores que plantea (fines) y los hechos que practica (medios) como uno de los signos de
credibilidad más destacados. En este sentido, la no-violencia es el medio más inofensivo y más
eficaz para hacer valer los derechos políticos y económicos de todos los que se encuentran
explotados (Gandhi).
BIBL.: ÁLVAREZ VERDES L.-VIDAL M., Paz, en VIDAL M., Conceptos fundamentales de ética
teológica, Trotta, Madrid 1992; FISSAS V., Introducción al estudio de la paz y de los conflictos,
Lerna, Barcelona 1987; GANDHI M., Todos los hombres son hermanos, Sígueme, Salamanca 1974;
GARCÍA V., La sabiduría oriental, Cincel, Madrid 1988; LACROIX J., Faire la paix, Esprit 177 (París
1951) 326-332; LANZA DEL VASTO, La fuerza de los no-violentos, Mensajero, Bilbao 1993; LUTHER
KING M., La fuerza de amar, Aymá, Barcelona 1975; MOUNIER E., Revolución personalista y
comunitaria y Los cristianos ante el problema de la paz, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca
1992; ID, Las certidumbres difíciles, en Obras completas IV, Sígueme, Salamanca 1988.
L. A. Aranguren Gonzalo
PALABRA
DicPC
La Biología actual más cualificada subraya que el hombre es un ser de encuentro1; vive como
persona, se desarrolla y madura mediante la fundación de toda una serie de encuentros: con la
familia, el pueblo, las obras culturales, la tradición, las realidades religiosas... El enc uentro,
rigurosamente entendido, no se reduce a mera vecindad. Implica un entreveramiento de dos o más
realidades que se ofrecen posibilidades para enriquecerse mutuamente. Estas realidades, que
albergan posibilidades y pueden otorgarlas a otras y recibir las que les son ofrecidas, suelo
denominarlas ámbitos de realidad o sencillamente ámbitos, ya que abarcan cierto campo, no se
reducen al perímetro de sus dimensiones espaciales, están abiertas a otros seres de forma activa y
fecunda. Una persona, por tener una vertiente corpórea, es delimitable, asible, pesable, situable en
el espacio y el tiempo. Posee las características de los objetos, pero, en cuanto / persona, no es
situable, ni ponderable, ni asible, ni delimitable. Tiene un carácter abierto, relacional, un tanto
difuso; es todo un campo de realidad. Asimismo, un piano, como mueble, es un objeto; como
instrumento, es un ámbito. Todas las realidades que ofrecen ciertas posibilidades y pueden ser
asumidas por el hombre en un proceso creativo presentan carácter de ámbito. Una misma realidad
puede, por tanto, ser vista bien como objeto solamente, bien como objeto y ámbito a la par, en dos
planos de realidad distintos. Los ámbitos son, por definición, indelimitables, abiertos, relacionales...
El hombre, ser ambital, se desarrolla como persona entreverando su ámbito de realidad con otros
ámbitos. Nuestra vida es una trama de ámbitos sumamente compleja y ambigua, indefinida,
cambiante, inasible. ¿Cómo es posible moverse con un mínimo de seguridad y precisión entre
realidades de este género, que se tornan todavía más ambiguas y difusas a medida que se
relacionan entre sí? Aquí viene en nuestra ayuda un don prodigioso e inestimable: el lenguaje.
El lenguaje tiene el poder sorprendente de dar densidad a los ámbitos, delimitarlos en cierta
medida y hacerlos, así, cognoscibles y comunicables. Un joven y una joven se tratan, y advierten
que crece de día en día su afecto mutuo, pero este se asemeja a una atmósfera inasible, de la que
no cabe afirmar con precisión si es un sentimiento de amistad o ha traspasado ya el umbral del
noviazgo. Pero surge un día la fugaz expresión: «Te amo». Es muy breve y consabida, pero en este
caso está lejos de ser rutinaria: hace surgir ante los jóvenes, bien perfilado, el ámbito de afecto que
se había ido fraguando lentamente. Podría parecer que las dos palabras pronunciadas no añaden
nada nuevo a la relación amorosa, que se había ido tejiendo con gestos de comprensión, ayuda,
ternura, confidencia... Por fortuna, es un error. Al conjuro de tales palabras aparece por primera
vez el ámbito del amor en toda su densidad, su plenitud de sentido, su firmeza. Por eso es tan
gratificante el oírlas. A la inversa, dos personas advierten que entre ellas el amor se está
desvaneciendo para dar lugar a una relación aversiva, que se traduce en gestos destemplados,
ausencias injustificadas, silencios hoscos. Pero se mantiene el entramado básico de la convivencia.
Mas un día se llega a las palabras, como suele decirse, y suena la temida confesión: «Te odio». No
ha habido más gestos displicentes que en otros momentos, pero se pronunció una frase que,
aunque diminuta, adensa todo el ámbito de malquerencia que se había ido formando
paulatinamente. Al mostrar el odio de forma descarnada, se provoca la ruptura del /encuentro,
porque manifestar que se odia supera con mucho el efecto negativo de un gesto brusco, una falta
de atención, una palabra violenta. Indica el deseo de que la realidad odiada no exista: la desplaza
del propio mundo, la anula espiritualmente. Con ello disuelve los vínculos que funda el encuentro.
Y esa disolución cruel la pone ante los ojos, en toda su descarnada dureza, de forma implacable,
contundente, irreversible. Si tomamos el lenguaje como mero medio de comunicación, tenderemos
a pensar que lo que daña, en realidad, es el hecho comentado o el sentimiento expresado, pero no
las palabras pronunciadas. Estas desaparecen en un instante, se las lleva el viento, como dice el
pueblo para expresar, a la vez, su fugacidad y su inconsistencia. Pero no es así. Las palabras crean
ámbitos o los destruyen, no desaparecen cuando su sonido se extingue.
Al adensar los ámbitos, el lenguaje nos permite dominar en alguna medida ciertas situaciones
indefinidas y preocupantes. Sientes un dolor difuso en un costado y te preocupas. El médico le
pone un nombre a tal dolencia. Con ello, todo adquiere límites precisos. Esta precisión indica
dominio de las circunstancias, que puede traducirse, según el tipo de enfermedad, en alivio o en
desolación. El /lenguaje se nos manifiesta como un fenómeno ambivalente. Merced al lenguaje,
podemos tomar distancia de las realidades, verlas en conjunto, sobrevolar el tiempo y el espacio,
aludir a conjuntos de acontecimientos y seres, ensamblarlos en diversas formas de unidad. Esta
distancia funda un campo de libre juego entre el hombre y su entorno, en el que se cuenta su
misma realidad, de la que puede desdoblarse. En ese campo de juego se hace posible elegir, con
vistas a la realización de proyectos. El lenguaje es una fuente de libertad y creatividad. Por el mero
hecho de existir en nuestra vida, el lenguaje nos instala en tramas de realidades y sucesos; nos
sugiere que nuestro verdadero entorno es una red fecundísima de ámbitos que, en parte, debemos
contribuir a fundar, no una «gran cosa» compuesta de muchas «cosas menores», como indicó
Ortega2. Por derecho propio, el lenguaje se constituye en el vehículo expresivo de las diversas
relaciones de encuentro que fundamos en nuestra vida. Debido a ello, ejerce una función decisiva
en el proceso de nuestro desarrollo personal.
Si somos seres de encuentro, debe ser considerado como lenguaje auténtico el que sirve de medio
en el cual se instauran vínculos interpersonales. No procede afirmar que el lenguaje es un medio
para crear encuentros, al modo como decimos que es el medio por excelencia para comunicar
algún contenido a alguien. Cualquier /comunicación que se haga, si se realiza con una actitud de
estima hacia el otro, invita al encuentro personal, al entreveramiento de los respectivos ámbitos
vitales, y crea ámbitos de convivencia. Con frecuencia hablamos largamente sin tener nada
concreto que transmitirnos. No importan los contenidos de la conversación; nos interesa sobre
todo crear amistad e incrementarla. A la inversa, lo más destacado de una conversación sostenida
con mal talante, de forma áspera y hosca, no es lo que se dice sino la implícita voluntad de
subrayar el alejamiento espiritual que uno siente hacia el coloquiante. A veces se afirma que esta
función disolvente de vínculos que posee el lenguaje es tan legítima como la función creativa. Esta
opinión responde a una mentalidad utilitarista y posesiva, que se mueve más bien en plano de
objetos que de ámbitos. Interpreta al hombre como un ser que posee ciertos medios, entre ellos el
lenguaje, y dispone de libertad absoluta de maniobra para usarlos a su arbitrio. Se olvida que el ser
humano es relacional. No está en la existencia cerrado en sí, desligado por completo del entorno, y
dotado del poder de intervenir en este según los proyectos que elabore voluntariamente. El
hombre es un ser de encuentro y, por ello, es locuente. Viene del encuentro amoroso de sus padres
y está llamado a crear nuevas formas de encuentro. Tener el don del lenguaje, o, más exactamente,
ser locuente supone un privilegio inédito en el universo y no puede ser reducido a una facultad de
expresión y comunicación, por importante que esta sea. En un plano anterior y más radical al
hecho de comunicarse, poder hablar significa haber sido constituido de tal modo y hallarse inserto
en un entorno de realidades tales, que nuestro ser procede de un encuentro y está ordenado a
desarrollarse mediante la creación de encuentros. El ser humano es abierto, dialógico, creador de
vínculos reversibles. Por eso siente una tensión originaria hacia el lenguaje, necesita ser apelado
mediante el lenguaje y responder a través de él.
Los teólogos afirman que Dios creó las cosas mandándolas existir, y creó al hombre llamándolo a la
existencia. El sentido de la existencia humana es responder adecuadamente a tal llamada. «La vida
espiritual del hombre está unida íntima e indisolublemente al lenguaje y, lo mismo que este, se
afirma en la relación del yo con el tú»3. «En la palabra está la clave de la vida espiritual» 4. Si esto es
así, resulta claro que el único lenguaje auténtico es el que cumple las condiciones del encuentro y
hace posible al hombre vivir dialógicamente. Esas condiciones arrancan de una opción fundamental
por la actitud de generosidad y amor. Con profunda razón sitúa Ebner, en la base de su teoría
pneumatológica o espiritual del hombre, la convicción de que «la palabra y el amor se implican».
«La palabra recta es siempre aquella que pronuncia el amor» 5. Por el contrario, ha de considerarse
inauténtico el lenguaje que destruye vínculos y hace imposible el encuentro del hombre con otras
personas e instituciones, e incluso con realidades no personales que superan la condición de meros
objetos. Este tipo de lenguaje no responde al sentido radical que implica el hecho de ser locuente,
provenir de un encuentro y estar llamado a crear nuevos encuentros, poder ser apelado y
responder. Es una forma de lenguaje que altera su propia esencia y se fagocita a sí mismo. Se trata
de un antilenguaje. «Hay dos hechos, no más, en la vida espiritual; dos hechos que se dan entre el
yo y el tú: la palabra y el amor. En ellos radica la salvación del hombre, la liberación de su yo de su
autorreclusión. La palabra sin amor: ¡qué abuso del lenguaje! Aquí la palabra lucha contra su
propio sentido, se anula espiritualmente a sí misma y pone fin a su propia existencia» 6.
El lenguaje nos permite tomar cierta distancia y ganar perspectiva para percibir la trama de
ámbitos que da toda su envergadura y su pleno sentido a cada realidad, y descubrir el incremento
de sentido que va adquiriendo todo ser, al hilo del decurso creador de nuevas relaciones. De ahí
que no podamos hacer uso del lenguaje como si fuera un utensilio hecho de una vez por todas. El
lenguaje es una realidad viva. Debemos dar libertad a cada palabra y, en ella, a cada concepto, para
que vivan su vida de interrelación, cobren nuevos sentidos, maticen los ya adquiridos, limen sus
aristas, ganen madurez. Visto y vivido el lenguaje como un lugar de entreveramiento de diversos
ámbitos, que son otros tantos centros de iniciativa creadora y expresiva, descubrimos que es una
fuente de sentido. Goethe aúna varias palabras cotidianas en el dinamismo de un verso: Auf allen
Gipfeln ist Ruh: «En todas las cumbres hay calma». Este verso es un campo de iluminación del
sentido de profundo sosiego que presentan los momentos cumbre de la existencia. No es un medio
para expresar algo ya conocido. Es el lugar en el cual ese contenido queda luminosamente
plasmado, o todavía mejor: se ilumina y patentiza. Lo expresó inigualablemente K. Jaspers en su
magna obra sobre la verdad: «Palabras y frases no son meros signos de cosas, sino expresión de
procesos, recuerdo y suscitación de los mismos; hacen surgir algo que sólo en ellas y a través de
ellas existe»8.
Toda realidad que me ofrece posibilidades para actuar con sentido constituye para mí un ámbito,
sin dejar de presentar una vertiente objetiva. Esas posibilidades encierran para mí un valor, y todo
valor pide ser realizado. Ofrecer posibilidades significa, pues, una apelación, una invitación a
asumir activamente tales posibilidades. Este tipo de recepción activa constituye el núcleo de la
creatividad. Las realidades que nos apelan a participar en una tarea creativa ostentan un carácter
verbal. Tener el sentido de la palabra significa vivir dialógicamente, mantenerse atento a la llamada
de los valores y estar dispuestos a asumirlos activamente. La respuesta positiva a esa apelación nos
hace responsables, en el doble sentido de responder a los valores y responder de los frutos que
produce tal decisión.
Vivir en diálogo implica ajustarnos a la condición de seres que deben realizarse en relación a un
entorno de ámbitos; vivir de forma creativa, responsable, valiosa. La vida dialógica, relacional,
abierta constantemente a formas de encuentro más depuradas y valiosas, nos pone en verdad, nos
otorga una plena identidad personal, nos abre a horizontes de insospechada novedad y riqueza.
Por eso, aunque entraña los riesgos propios de la actividad creadora, la vida dialógica es fuente de
paz y amparo espiritual. M. Buber se cuidó de advertirlo: «Quien dice tú no tiene ninguna cosa, no
tiene nada. Pero está en relación»9. Ser locuente es una característica ineludible de un ser que
procede de una trama de relaciones, y sólo puede existir fundando vínculos de todo orden. El
lenguaje nos otorga el don excelso de poder movernos con cierta seguridad y precisión en un
mundo de relaciones oscilantes, que, visto desde el plano de los objetos, parece un océano de
ambigüedad y labilidad. «Esto es lo que constituye la esencia del lenguaje –de la palabra– en su
espiritualidad: que el lenguaje es algo que se da entre el yo y el tú, entre la primera y la segunda
persona (...); algo que, por una parte, presupone la relación del yo y el tú y, por otra, la
establece»10.
NOTAS: 1 Cf J. ROF CARBALLO, El hombre como encuentro, Alfaguara, Madrid 1973; M. CABADA
CASTRO, La vigencia del amor. Afectividad, hominización y religiosidad, San Pablo, Madrid 1994. —
2 Cf El hombre y la gente, Revista de Occidente, Madrid 1957, 74. - 3 F. EBNER, Das Wort und die
geistigen Realitáten. Pneumatologi.sche Fragmente, 29. — 4 ID, 73. — 5 ID, 151. — 6 F. EBNER, Das
Wort ist der Weg, Herder, Viena 1949, 112, 142. - 7 Fragmente, Aufsfitze, Aphorismen. Zu einer
Pneumatologie des Wortes, Kósel, Munich 1963, 696. — 8 Cf Von der Wahrheit, Piper, Munich
1947, 104. — 9 Yo y tú, Nueva Visión, Buenos Aires 1969, 10. — 10 F. EBNER, Das Wort und die
geistigen Realitiiten, 271-272.
BIBL.: COLL J. M., Filosofía de la relación interpersonal, 2 vols., PPU, Barcelona 1990; EBNER F., Das
Wort und die geistigen Realitriten. Pneumatologische Fragmente, Herder, Viena 1949`; GUARDINI
R., Welt und Person, Werkbund, Würzburg 1950; LÓPEZ QUINTAS A., El secuestro del lenguaje.
Tácticas de manipulación del hombre, PPC, Madrid 1991'-; ID, Pensadores cristianos
contemporáneos, BAC, Madrid 1968; ID, La antropología dialéctica de E. Doten en SAHAGÚN LUCAS
J. (ed.), Antropologías del siglo XX, Sígueme, Salamanca 1979, 149-179; PICARD M., Die Welt des
Schweigens, Renscht, Zurich 1948; SCHOCKEL L. A., La palabra inspirada, Herder, Barcelona 1966;
SIEWERT G., Philosophie der Sprache, Johannes Verlag, Einsiedeln 1962; VERGÉS S., Comunicación y
realización de la persona, Universidad de Deusto, Bilbao 1987; WALDENFELS B., Das Zwischenreich
des Dialogs. Sozialphilosophische Untersuchungen in Anschlu.ss an E. Husserl, M. Nijhoff, La Haya
1971.
A. López Quintás
PAZ
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Lo que nos dice la palabra en su origen latino (pax, pacem): tranquilidad, calma, sosiego de ánimo,
concordia, estado de armonía civil de una nación que no mantiene guerras con nadie, no nos es
suficiente, por ser un concepto demasiado estático, pues el mayor interés de la palabra reside en lo
que supone de relación dinámica entre personas que pueden entrar potencialmente en conflicto.
Todos los términos expresan algo que tiene que ver con una situación, un estado privilegiado de la
existencia humana, tal vez, porque se carece de él o porque se evoca un tiempo imaginado, vivido
o deseado. Pero todos ellos carecen de una connotación básica: suscitan en nosotros el
/sentimiento de no dejar entrever un anhelo. Desde su raíz hebrea, la palabra shalom describe una
serie de connotaciones como bienestar, felicidad, salud, bien y /justicia. En todo caso, constituye
una tarea abierta al futuro y siempre inacabada, pues Israel se ve constreñido por un presente
siempre amenazado, por la experiencia del pasado y la incertidumbre del futuro; y de un futuro,
además, abierto a la salvación. Así, Dios se presenta como un Dios que quiere la paz y la justicia,
que bendice con la paz, que la paz es ideal profético que está sometido a la corrupción (Jer 6,14);
por eso, se presentará como un combate que promete «designios de paz» (Jer 29,11), que apunta a
la escatología, pues los oráculos proféticos terminan ordinariamente con un anuncio de
restauración copiosa; Isaías sueña con un «príncipe de lapaz» (Is 9,5) que dará una «paz sin fin» (Is
9,6). Este «evangelio de la paz» (Nah 2,1) será realizado por el «siervo doliente» (53,5). Esto se vive
en la esperanza de poder contemplar la Jerusalén celestial (Ap 21,2), esperanza comprometida a
realizar la bienaventuranza: «Dichosos los pacificadores» (Mt 5,9), pues esto es vivir como Dios, ser
hijos de Dios.
La dificultad de esta siembra, de este combate pacífico estriba en que «es una tentación
permanente relegar las cuestiones sobre la violencia»1, tal vez por miedo a que descubramos
nuestra implicación en ella, o porque nos encontremos de lleno en la verdad de la espuria génesis
de todos nuestros conflictos y amenazas contra la paz. ¿Pero de dónde surge la agresividad que
aleja de la Paz? Sin duda, la injusticia y sus diversas formas son la causa principal de las tensiones
que enfrentan a unos hombres contra otros; sin olvidar, en la perspectiva económica y política
internacional, el desnivel económico /Sur-Norte. Pero la paz también está íntimamente relacionada
con la búsqueda y el encuentro con la verdad.
1. Tipos de paz. Hay varias concepciones de la paz. La que hoy podríamos definir como «la del
espíritu del hombre burgués», con el autoengaño (que gracias al dolor y al sufrimiento
impredecibles se desmorona): «Mientras no pase nada amenazante, haya seguridad y bienestar se
da la paz»; es una pseudo paz. La espuria paz basada en la sangre que congrega, une y reconstruye
la comunidad, hasta la próxima ocasión en que se necesite nueva sangre para rehacer los vínculos
rotos; es un fruto temporal del hedor de muerte que queda tras la batalla, y dura hasta que se
olvida el olor de los muertos. Pero existe otra paz, la que hay que buscar siempre, siempre precaria,
que siempre se da en esperanza, y que apunta a la escatología, que dimana de una reconciliación
unilateral que no se deja seducir por los períodos de falsa tranquilidad, que va más allá de los
pactos, de las garantías, que es la renuncia a resistirse al mal: «Lo que dicen los mártires no tiene
mucha importancia, porque ellos son testigos, no de una creencia determinada, como suele
imaginarse, sino de la terrible propensión de la comunidad humana a derramar sangre inocente,
para rehacer su unidad»3. Cualquier violencia revela la imbécil génesis de los ídolos
ensangrentados, de las políticas y de las ideologías. Por tanto, hace falta un nuevo tipo de paz. Ha
llegado la hora de perdonarnos los unos a los otros. «El perdón... es la solución por excelencia a
todos los conflictos y a todas las violencias» 4. Y si seguimos esperando, ya será tarde.
2. La propuesta neotestamentaria. Cristo no sólo proclamó una doctrina . sobre el perdón, sino que
ha llevado hasta su definitivo cumplimiento una praxis del perdón. No se trata de bonitas palabras
que huyen del compromiso a la hora de la verdad: «El sufrimiento vicario o sustitutivo no es una
especie de eliminación mágica de la culpa, sino un saltar-a-la-palestra», pues «la lógica de la no
violencia es la lógica de la crucifixión y conduce a los no violentos hasta el corazón de Cristo
paciente5. Al que elige el camino de la paz, le espera ser chivo expiatorio de unas culpas que no
son suyas, cargando con acusaciones mentirosas que servirán para justificar a los ejecutores, que
creerán que, con su muerte, contribuyen a los planes de justicia y paz del mismo Dios. En un primer
momento, cuando leemos en el evangelio, surge el desconcierto: «No he venido a traer la Paz sino
la guerra, he venido a separar al hijo del padre, a la hija de la madre, etc». Pero Jesús no quiere
decir: «He venido a traer la violencia», sino más bien: «He venido a traer una paz tal, una paz de tal
manera privada de víctimas, que sobrepasa vuestras posibilidades y que vais a tener que resignaros
con una explicación de vuestros fenómenos victimarios» 6. Ha venido a deslegitimar las relaciones
miméticas que justificaban la violencia, a desprenderse de todos los recursos sacrificiales que
arrastraban periódicamente a los hombres a los unos contra los otros, a algún escarceo violento. Ya
no podrán echarse la culpa unos a otros de sus desgracias, porque todos habrán descubierto que lo
que les divide y les empuja a la rivalidad y al enfrentamiento es fruto de un engaño, en el cual
todos caemos. La parábola del buen Samaritano, el siervo Sufriente de Isaías, y las
Bienaventuranzas, son buenos exponentes de la propuesta del evangelio de la paz. Sus grandes
defensores universales no han hecho más que poner en práctica estas enseñanzas: Martin Luther
King, M. Gandhi, Lanza del Vasto, Monseñor Romero7.
«La humanidad entera se encuentra enfrentada con un dilema ineludible: es preciso que los
hombres se reconcilien para siempre sin intermedios sacrificiales, o que se resignen a la extinción
próxima de la humanidad (...); la renuncia a la violencia, definitiva, sin trastiendas, se nos impondrá
como condición sine qua non de la supervivencia, para la humanidad misma y para cada uno de
nosotros»8. Muchos piensan, en el colmo de la desesperación y la sensación de derrota moral, que
la única posibilidad de combatir la guerra es con las mismas armas que esta utiliza, pero la historia
nos muestra reiterativamente que no es así. Nunca se terminan de inaugurar nuevas formas de
violencia donde otros nuevos son los oprimidos y maltratados. Los hijos de los vencidos vengarán a
sus padres. «Toda victoria impuesta, tanto en los grandes como en los pequeños conflictos,
obstaculiza una transformación de actitud, y no deja de ser una victoria artificial (...); mediante una
solución impuesta, los antiguos privilegiados no habrán cambiado su actitud: tratarán de inmediato
de preparar la contrarrevolución... La antigua violencia renace bajo un régimen nuevo» 9.
Los hombres se imaginan, o bien que la /violencia no es más que una especie de parásito del que es
fácil desembarazarse mediante medidas profilácticas adecuadas, o bien que es un rasgo imborrable
de la naturaleza humana, un instinto o una fatalidad que resulta estéril combatir. Pero
desembarazarse de la violencia es una empresa a la que hemos de consagrarnos todos los
hombres. La violencia es esclavitud: impone a los hombres una visión falsa no sólo de la divinidad,
sino de todas las cosas. Para salir de la violencia es preciso, evidentemente, renunciar a la idea de
retribución; por consiguiente, hay que renunciar a la conducta que desde siempre se ha
considerado natural y legítima. Nos parece justo, por ejemplo, responder a los buenos
procedimientos con buenos procedimientos, y a los malos con malos; es lo que han hecho siempre.
Los hombres se imaginan que para escapar a la violencia les basta con renunciar a toda iniciativa
violenta; pero como nadie cree nunca que es él mismo el que la toma, como toda violencia tiene un
carácter mimético, y resulta o cree resultar de una primera violencia que se sitúa en el punto de
partida, esa renuncia no es más que una apariencia que deja siempre las cosas como están. La
violencia se percibe siempre como una legítima represalia. Por consiguiente hay que renunciar al
derecho de tomar represalias, e incluso a lo que muchas veces se atribuye a legítima defensa.
Puesto que la violencia es mimética, puesto que nadie se siente jamás responsable de su primer
brote, solamente una renuncia incondicional puede desembocar en el resultado que se desea.
El problema es que hasta los que se llaman a sí mismos no-violentos se sonrían, siendo entonces
cómplices, ante tamaña ingenuidad, o se autojustifiquen en el recurrido término de la /utopía o
desideratum. Para John Topel se trata de una eutopía, es decir, no un lugar que no existe, sino «un
lugar al que deben aclimatarse en todas sus aspiraciones, y a pesar de todas las dificultades, los
seguidores del evangelio de la paz» 10. A la vista de los testimonios que nos ofrece la historia,
resulta evidente que la consecución de la paz requiere un primer gesto para ser imitado, puesto
que la lucha por la paz es tan mimética como la acción violenta. Lo mismo que esta requiere
alguien que tire la primera piedra para desencadenar una espiral exponencial de reciprocidades
violentas, la paz requiere un primer gesto que suscite un desencadenamiento de una imitación
positiva, que conduzca a los hombres a realizar gestos, actos definitivos de reconciliación, que
puedan ser vistos y seguidos por otros, inaugurando un camino gracias a las huellas marcadas por
los primeros que han dado los heroicos pasos iniciales. «Si no se hubiera encontrado ninguno para
tirar la primera piedra, todos aquellos que hubieran tirado hubieran sido miméticamente inducidos
a no tirar ninguna. Para la mayor parte de ellos, la verdadera razón de la no violencia no es la dura
reflexión sobre sí mismo, el renunciamiento a la violencia: es el mimetismo»11. Porque, ¿cómo
podrá convencer a los violentos la bondad de la paz si no se ven sus frutos personalizados,
historizados, si no se evalúan sus maravillosas consecuencias para la convivencia y la comunión? El
combate es serio, porque nuestro mundo ha asimilado el veneno de la oferta dionisíaca, en la que
el sacrificio sigue siendo un ritual necesario, y la violencia un bien que renueva la faz del eterno
retorno de las cosas, que purifica catárticamente el tedio y las costumbres, las rutinas de la vida.
Pero frente a Dionisos, el Crucificado tiene una palabra universal que decir: «Bendecid a los que os
persigan, haced el bien a los que os odien, no os resistáis al mal».
BIBL.: AA.VV., La violencia de los cristianos, Sígueme, Salamanca 1971; GALTUNG J., Sobre la paz,
Fontamara, Barcelona 1985; GANDHI M., Todos los hombres son hermanos, Atenas, Madrid 1984;
GIRARD R., El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986; Goss-MAYR J. H., El evangelio y lucha
por la paz, Sígueme, Salamanca 1990; HARING B., La no violencia, Herder, Barcelona 1989;
LOHFINK N., Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento, DDB, Bilbao 1990; SCHUTZ R., La
violencia de los pacíficos, Herder, Barcelona 1970; TOURNIER P., Violencia y poder, La Aurora,
Buenos Aires 1986.
A. Barahona
PEDAGOGÍA
DicPC
Etimológicamente, pedagogía proviene del griego pais, que significa niño y ágo, conducir, educar.
Paidagogía es, pues, el arte de enseñar a los niños. En la antigua Grecia, el paidagogos no era el
maestro, sino el esclavo que conducía a los niños al maestro encargado de su enseñanza. El
término pedagogía empieza a ser utilizado a finales del siglo XVI y aparece en la obra de Juan Clarín
La institución cristiana (1536). En el 1762 fue aceptado por la Academia Francesa. Juan Luis Vives
(1492-1540) no utilizó este término, a pesar de escribir al respecto una obra titulada De ratione
studii puerilis, y un tratado de enseñanza, De tradentis disciplinis. En estos ensayos afirma que la
educación debería partir de la experiencia de los alumnos y que, para lograr un mejor desarrollo en
ellos, el maestro debía conocer el carácter de cada uno para enseñarles según su forma de ser.
Igualmente, defendía la educación de las mujeres y que la base de toda buena enseñanza era la
formación de los niños pequeños.
Una pedagogía que quiera encaminarse a ser personalista, debería tener las siguientes
características:
1. Considerar al alumno como persona, dotada de un valor que reside en sí mismo y, a su vez, que
hace que se potencien sus relaciones, creando un clima de respeto mutuo. En consecuencia, no
merecen ser tratadas como simples objetos o números; que por sus características están dotada de
un peculiar valor, no meramente vital o funcional, sino que reposa en sí mismo, en cada uno de los
hombres.
La idea de /persona incluye no sólo las características singulares de cada uno, sino también las
necesidades de apertura a lo que le rodea, especialmente a otras personas.
3. Una pedagogía dialogante, pero a la vez crítica y alternativa, porque el /diálogo esperanzado es
una exigencia existencial. No se puede hablar de diálogo tampoco si no hay esperanza; si existe un
diálogo desesperanzado, el /encuentro entre alumno-maestro estaría vacío de contenido. Pero
dialogar con esperanza no quiere decir inactividad, sino profunda búsqueda, analizando la realidad,
criticándola e intentando transformarla. Además, la comunicación posibilita el encuentro entre las
personas y no puede reducirse a un mero intercambio de ideas preestablecidas, ni exclusivizarse en
detrimento de la reflexión. Si con la palabra se consigue que los niños empiecen a comprender la
realidad y sientan el deseo de cambiarla, el diálogo se impone como camino mediante el cual los
educandos ganan significación como personas. Pero la palabra no ha de servir como instrumento
de manipulación por parte del educador. Se tendrá presente que la capacidad de hacer, de crear,
de transformar de los alumnos no puede ser enajenada ni poco valorada, porque dicha capacidad
se verá discriminada e, incluso, podría llegar a desaparecer. La labor pedagógica habría de ser
independiente y autónoma, y no se puede dejar en manos de políticos ni de economistas. Para
dotar a la escuela de una nueva perspectiva, rigurosa, no corporativista y transformadora de la
realidad, hay que construir un pensamiento autónomo, independiente de las imposiciones,
explícitas o implícitas, tecnológico-económicas, mercantilistas y pragmáticas; con una idea clara de
qué pedagogía y de qué escuela se quiere y para qué personas.
4. Que se apoye en unos valores alternativos a los de una sociedad agonizante, como los
denominaba Mounier, donde predomine una ética de amor y gratuidad, en la que la realidad se
comprenda críticamente, desde una postura personalizada, autocrítica y abierta a la comprensión,
a la misericordia y a la reconciliación. Los valores deben abrir a los niños unas alternativas de
felicidad a su existencia, además de favorecer, a través de la reflexión, la crítica razonada y
objetiva, utilizando como medio para llegar a ello el diálogo, la interpretación y la libre opción de
dichas alternativas, que los alumnos reciben dentro y fuera del ámbito escolar. No se trataría de
una pedagogía que acumule valores, sino de hacer de algunos de ellos (pocos, pero concretos) el
eje sobre el cual gire el aprendizaje. Los niños se han de integrar en el mundo desde una
perspectiva transformadora, y necesitan un apoyo ético. Si estos valores se transmiten de una
manera impositiva y manipulativa, puede que se acepten aparentemente por los educandos, pero
su asimilación será sólo superficial y, en cuanto exista maduración y descubrimiento propio, estos
desaparecerán. Para que los valores arraiguen es necesario que sean presentados y descubiertos a
través de un proceso de percepción, interiorización y análisis, y tendrán que integrarse como un
elemento más del quehacer educativo. El pedagogo o maestro se va a encontrar con una sociedad
que, en la práctica cotidiana, mantiene unos valores opuestos a aquellos en los que pretende
educar: intransigencia, insolidaridad, competitividad, consumismo, etc. Pero esto no ha de servir
de excusa para impedir una pedagogía de valores. El educador debe promover experiencias y
aprendizajes que sensibilicen a sus alumnos frente a graves problemas del mundo actual, más allá
de su estricta obligación profesional.
Por esto, los principales valores alternativos que deberían enmarcar la práctica docente serían la
crítica de la realidad y la solidaridad, entre otros muchos que cabría añadir. Respecto al primero, no
se puede identificar crítica con criticismo, ni es el empeño en resaltar los defectos y las debilidades;
tampoco sería la mera demagogia o la polémica como fin. Por el contrario, la actitud crítica es un
valor básico que garantiza la libertad de las personas, que supone la posibilidad de decidir por uno
mismo, como respuesta ante la alienación y masificación de las personas. Fomentar el espíritu
crítico supondría, por tanto: concebir la /educación como interacción e intercambio, y no como
simple imposición; comprender que, a veces, nuestro deseo va en contra del deseo de la mayoría y
no por ello deja de ser bueno, ya que lo mayoritario no necesariamente es lo correcto; ofrecer al
alumno una multiplicidad de puntos de vista para evitar dogmatismos y puntos de vista sesgados;
fomentar la autoestima en los alumnos, valorando sus opiniones en su justa valía; ser receptivos a
la discusión y valoración de las opiniones ajenas, que en una sociedad multicultural como la
nuestra, es algo especialmente valioso. Fomentar la crítica supone, pues, potenciar las
metodologías cuestionadoras, que plantean interrogantes a resolver, que ayudan a desarrollar las
habilidades comunicativas y, especialmente, que estimulan la imaginación. En lo que s e refiere al
valor de la solidaridad, se entiende que educar en este valor supone aprender a compartir. Significa
que se han de fomentar las fórmulas organizativas que incentiven la /responsabilidad, y que
capaciten para poder organizarse cooperativamente. La progresiva autogestión de grupo al que se
pretende educar, irá ompañada de la supresión de la suba ernidad que genera la reorganización
tradicional del espacio del aula, por una clase dinámica y abierta. Mas todo esto no garantiza un
éxito final.
No obstante, la evaluación de las diversas experiencias de una pedagogía de los valores, permite
establecer con cierta consistencia que la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre el
curriculum explícito y el oculto, suele incrementar la presencia de valores perseguidos por el
pedagogo. Aunque el objetivo primordial de la pedagogía sea la promoción de la persona, tendrá
que promover la construcción de un mundo más justo y facilitará la acción social encaminada a
mejorar la realidad. Es aquí donde debe enclavarse una verdadera educación en / valores. Por
último, es necesario reivindicar un carácter /utópico, que aunque no carezca de contradicciones,
posea grandes o pequeñas esperanzas y satisfacciones. Solamente de esta manera, se construirá
una pedagogía diferente y alternativa, cuyo fin sería la transformación de la sociedad para que, al
menos, sea más justa, libre y, en definitiva, más humana.
BIBL.: BERNSTEIN B., Poder, educación y conciencia. Sociología de la transmisión cultural, El Roure,
Barcelona 1990; DÍAZ C., Oficio de maestro, Narcea, Madrid 1982; DUSSEL E., La pedagógica
latinoamericana, Nueva América, Bogotá 1980; FREIRE E, Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, México
1983; ID, Educación en y para la libertad, Siglo XXI, México 1984; ID, La importancia de leer en el
proceso de liberación, Siglo XXI, México 1991"; KERSCHENSTEINER W., El alma del educador y el
problema de la formación del maestro, FCE, México 1983; MORENO VILLA M., Filosofía e
pedagógica da libertacáo latinoamericana, Educaéáo e Filosofia 16 (Uberlándia 1994) 183-205;
ROMERO G.-Su REDA C., Un oficio sin paredes, Marova, Madrid 1991; ToNUCCI F., Con ojos de niño,
Barcanova, Barcelona 1987; ID, Niño se nace, Barcanova, Barcelona 1985.
C. Sureda
PERPLEJIDAD
DicPC
La perplejidad es un estado de tensión ante dos opciones, que se presentan ambas como válidas
para un sujeto moral. Esta tensión llega a resultar insoportable; por ello es necesario abandonarla.
En la actualidad, dos corrientes se presentan como guías para salir de tal situación de desasosiego:
la /ética discursiva, que propone el consenso como criterio, y el neoaristotelismo, que propone la
vuelta a la eticidad comunitaria. Javier Muguerza rechaza ambas opciones. También rechaza
quedarse en la perplejidad de los /posmodernos, aunque se aproxima mucho a esta corriente.
Muguerza, que se detiene en la perplejidad, sale de ella defendiendo una razón con minúsculas. Su
postura es la de un racionalismo autocrítico, que no admite ni el dogmatismo de un racionalism o
demasiado confiado en /sí mismo, ni el escepticismo. En su pensamiento encontramos un modo
paradigmático de abandonar la perplejidad: la expresión de la autonomía a través del disenso.
La obra de Maimónides Guía de perplejos fue escrita para los que, andando por el buen camino, se
encuentran desconcertados, inciertos y confusos; en una palabra, perplejos ante una encrucijada
que les oprime el ánimo. Esta encrucijada plantea el abandono de la razón o de la fe; por ello causa
una perplejidad acompañada de una insostenible situación vital que exige una guía capaz de llevar
por el camino de la resolución, trabajo a realizar por la filosofía. Muguerza establece un paralelismo
entre Maimónides y Habermas al considerar que ambos se presentan como guías para perplejos.
Habermas recurre a la razón dialógica que postula, como idea regulativa, el contrafáctico consenso
racional, fundamento de todo consenso fáctico. Así distingue entre argumentos válidos, aquellos
que serían aceptados por todos los afectados en una situación ideal de habla, y los argumentos
simplemente vigentes, es decir, los aceptados por una comunidad en un determinado contexto
sociohistórico1.
Habermas da por supuesto que las personas capaces de comprenderse mutuamente han de ser
también capaces de llegar a un entendimiento y ponerse de acuerdo. Esta idea regulativa es el
marco de referencia para la crítica de las instituciones vigentes. Muguerza, en cambio, opina que la
crítica racional a las instituciones vigentes tiene más que ver con la capacidad de disenso que con el
consenso colectivo. Habermas, que asume la /modernidad como un proyecto que hay que
continuar, sitúa entre sus oponentes a los posmodernos, que consideran a la modernidad como un
proyecto fracasado. Los autores de esta corriente rechazan el consenso, como un valor sospechoso,
y se interesan por lo otro de la razón, entendiendo por tal la naturaleza, el cuerpo humano, la
fantasía, el / deseo, los / sentimientos, etc.
Según Muguerza, la actitud de Habermas ante los posmodernos es similar a la de Maimónides ante
los perplejos. La diferencia es que Maimónides habla desde la fe y la religión, y Habermas lo hace
en nombre de la razón y la filosofía. La actitud de Habermas, puesto que percibe en los
posmodernos no sólo perplejidad, sino también descarrío, es quizás aún más indulgente. Por otro
lado, el término perplejo es equiparado por Muguerza con el término habermasiano afectado. Los
afectados por una norma consiguen salir de su perplejidad cuando, después de dialogar sobre las
consecuencias y efectos secundarios de dicha norma, alcanzan el consenso sobre su aprobación o
no, en condiciones de simetría. Ningún interlocutor válido puede, en dichas condiciones, iniciar el
diálogo diciendo: «Afirmo, como correcto normativamente, que x». Más bien tendrá que
expresarse de la siguiente manera: «Afirmo, con intención de someter lo afirmado a vuestra crítica,
y todavía no seguro de si es o no correcto normativamente, hasta que no haya escuchado todas
vuestras opiniones al respecto, que x». Esta actitud, que sin duda ha de tener cualquier miembro
de una comunidad ideal de comunicación, es la propia del perplejo, cuyos rasgos son el
desconcierto, la incertidumbre y la confusión. Según Muguerza, la perplejidad «desde los Diálogos
socráticos de Platón, parece acompañar a todo auténtico diálogo» 2.
Otra corriente que se erige en nuestros días, como Guía de perplejos, es el neoaristotelismo. En el
pensamiento de Aristóteles, partiendo de la naturaleza humana, de lo que el hombre es, se pueden
extraer conclusiones sobre lo que este debe hacer para conseguir su bien, su télos o finalidad
natural. Pero el hombre moderno, según Muguerza, se ha desnaturalizado, ha perdido el ser social
que por naturaleza le correspondía como ciudadano de una pólis; por ello no resulta adecuado
intentar resucitar esta corriente para aplicarla a la actualidad. Los neoaristotélicos defienden una
mentalidad tradicional dispuesta a reemplazar a la ética de los individuos mediante una supuesta
eticidad comunitaria. Esto evita a los sujetos la incertidumbre moral, la perplejidad, pero les priva
también de la /libertad como independencia. Es obvio que los sujetos morales se hallan insertos en
tradiciones y comunidades, pero no debemos caer en la tentación de recluirnos en una sociedad
cerrada. La eticidad hegeliana y neoaristotélica no nos exime de la kantiana moralidad.
La perplejidad es un padecimiento que requiere una cura lenta, si es que la tiene. Este tipo de
padecimiento es el que experimentan, por ejemplo, los posmodernos, perplejos ante la situación
espiritual de nuestra época. Estos no confían en que los ideales racionalistas de la /Ilustración
puedan continuar manteniéndose en nuestros días. Así, ya nadie sostiene el ideal según el cual el
progreso del conocimiento humano –el progreso de la razón teórica– ha de comportar un progreso
moral de la humanidad –el progreso de la razón práctica–. En este sentido nos dice Muguerza que
todos somos, de un modo u otro, posmodernos, a menos que seamos ilusos. Después de
catástrofes como Auschwitz o Hiroshima ya no es posible ser modernos, ni racionalistas, sin una
buena dosis de perplejidad. Este detenimiento en el concepto de perplejidad no supone entregarse
a la irracionalidad, sino simplemente rechazar una razón con mayúsculas. La razón es limitada y
frágil, es razón con minúsculas. Por ello cabe desconfiar tanto del irracionalismo como de los
racionalismos excesivamente ambiciosos, como es, según Muguerza, el de Apel y Habermas.
Muguerza, que escribe desde la perplejidad, afirma: «La perplejidad no es tan sólo, como creo, un
signo de los tiempos que vivimos, sino también, y en cualquier tiempo, un acicate insustituible de la
reflexión filosófica»3. La filosofía es siempre guía de perplejos; a ella le pedimos que nos saque de
la perplejidad; pero, allí donde la urgencia de la acción no nos apremia, la filosofía ha de
proponerse también, como tarea, profundizar en los rasgos que caracterizan a la perplejidad y en
su significado. Aunque un estado de irresuelta perplejidad sería una maldición, hay ocasiones en
que la perplejidad es consustancial al ejercicio mismo del filosofar. La noción de perplejidad va
asociada a la de apoda, a la de asombro, motivaciones originarias de la actividad del filósofo en la
Antigüedad. Así, Muguerza entiende que la filosofía es un conjunto de cuestiones incesantemente
planteadas, de problemas siempre abiertos, de perplejidades que nos asaltan una y otra vez. A
Muguerza le gusta «definir a la perplejidad diciendo que, ante todo, es un estado de tensión»4.
Tensión entre la ignorancia y la certeza. La ignorancia podría pecar de escéptica y la certeza de
dogmática. La perplejidad no es ni dogmatismo ni escepticismo; más bien podemos decir que
constituye el único padecimiento filosófico capaz de inmunizamos contra ambas formas de
intolerancia.
V. RACIONALISMO AUTOCRÍTICO.
La perplejidad no es un mero estado de duda. El que duda entre dos alternativas no defiende, en
principio, ni lo uno ni lo otro; el perplejo, en cambio, tiende a pronunciarse por lo uno y lo otro.
Pero nadie puede instalarse cómodamente en la contradicción. Mientras que la duda patológica se
resuelve en escepticismo que garantiza la tranquilidad, este estado de ánimo apacible nunca se
alcanza en la perplejidad. De ella hay que salir. El perplejo tiene que optar por una u otra
alternativa, y la opción por la razón, frente a la sinrazón, es la opción fundamental. La opción por la
razón, desde la perplejidad, nos conduce a un racionalismo no dogmático. Como dice Muguerza:
«Un racionalismo templado en la perplejidad nunca estará excesivamente seguro de sí mismo, no
depositará una ciega confianza en la supuesta —mas tantas veces desmentida— omnipotencia de
la razón; será, para expresarlo en dos palabras, un racionalismo autocrítico» 5.
Frente a los autores discursivos, Muguerza percibe la tensión entre autonomía y universalidad,
como na perplejidad de la que es difícil escapar. Pero, a la postre, este autor cree posible salir
exitosamente de la perplejidad defendiendo el primado de la autonomía, lo que, en su caso, se
traduce en una defensa del disenso como prioritario frente al consenso. El disenso describe una
actitud transitoria enmarcada por dos consensos, pero su inestabilidad compite ventajosamente,
en ocasiones, con la estabilidad del modelo cerrado del consenso. Muguerza admite, con Peter
Singer y Garzón Valdés, que la ética es un círculo en expansión, de manera que todo disenso es
aceptable si contribuye a la ampliación, y nunca a la reducción, de dicho círculo o coto vedado,
mediante el reconocimiento de nuevos derechos, etc. Siguiendo esta interpretación de la ética, a
Muguerza le parece clara la prioridad del disenso, pues «el consenso en cuanto tal no pasaría de
oficiar a la manera de un registro catastral de expansión semejante a la del coto vedado, cuyos
primeros exploradores y colonos habrían sido los disidentes» 10.
NOTAS: 1 La distinción entre vigente y válido está presente en toda la obra de Habermas; cf
Faktizitdt und Geltung, Suhrkamp, Frankfurt 1992. – 2 J. MUGUERZA, Desde la perplejidad, 36.– 3
ID, 45.- 4 ID, 46.- 5 ID, 662.- 6 J.MuGUERZA,¿Una nueva aventura del barón de Münchhausen?
(Visita a la «comunidad de comunicación» de Karl Otto Apel), 162. – 7 Cf J. HABERMAS,
Erlciuterungen zur Diskursethik, Suhrkamp, Frankfurt 1991. – 8 K. O. APEL, La ética del discurso
como ética de la responsabilidad. Una transformación posmetafísica de la ética de Kant, en Teoría
de la verdad y ética del discurso, 162. – 9 Y A. CORTINA, Ética aplicada y democracia radical, 140. –
10 J. MUGUERZA, Primado de la autonomía (¿Quiénes trazan las lindes del «coto vedado»?), 154.
BIBL.: APEL K. O., Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona 1991; CABRERA J.,
Crítica de la razón perpleja, Crítica 69 (Barcelona 1991) 162-172; CORTINA A., Ética aplicada y
democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; HABERMAS J., Erlduterungen zur Diskursethik, Suhrkamp,
Frankfurt 1991; ID, Faktizitdt und Geltung, Suhrkamp, Frankfurt 1992; LYOTARD J. F., La condición
posmoderna, Cátedra, Madrid 1989; MUGUERZA J., La razón sin esperanza. Siete trabajos y un
problema de ética, Taurus, Madrid 1977; ID, Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y
el diálogo, FCE, México 1990; ID, ¿Una nueva aventura del barón de Münchhausen? (Visita a la
«comunidad de comunicación» de Karl-Otto Apel), en APEL K. O.-CORTINA A.-ZAN J. DE-MICHELINI
D. (eds.), Ética comunicativa y democracia, Crítica, Barcelona 1991; ID, Primado de la autonomía
(¿Quiénes trazan las lindes del «coto vedado»?), en ARAMAYO R. R.-MUGUERZA J.-VALDECANTOS
A. (comps.), El individuo y la historia. Antinomias de la herencia moderna, Paidós, Barcelona 1995.
J. C. Siurana Aparisi
PERSONA
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
El concepto de persona fue formulado por primera vez, estrictamente, en la reflexión teológica
cristiana, al pensar la fe cristológica y trinitaria, sobre todo entre los siglos II-V. Desde entonces el
concepto, que en un principio fue aplicado a los tres distintos (la Trinidad de personas) que
coparticipan de la única naturaleza divina, se usó también para explicar la doble naturaleza (divina
y humana) que existe en la unión hipostática de la única e indivisible persona de Cristo (Concilio de
Nicea, año 325). Después el concepto fue progresivamente aplicado también a la reflexión
antropológica estrictamente filosófica. Pero la dificultad constatable en la evolución de la reflexión
teológica, en la tematización de la persona, y los múltiples equívocos que durante siglos
acompañaron a la teología, en su pensar sobre el misterio de la Encarnación del Lógos y a la
reflexión trinitaria, impregnaron también de una considerable dosis de ambigüedad a la reflexión
filosófica acerca del hombre como persona.
El interés inicial de la reflexión patrística sobre la persona no fue antropológico; es decir, sus
autores no pretendían explicarse filosóficamente a sí mismos, sino el misterio trinitario, así como
también dar cuenta de la unión hipostática que la fe cristiana afirma entre las dos naturalezas
(divina y humana) en la única persona (divina) de Cristo. Sabemos que Tertuliano fue quien vertió
la palabra griega prósópon al concepto latino persona, propio del derecho romano, pero ahora
ampliando su extensión significativa a todo hombre, e incluso al feto humano, pues, decía, «ya es
una persona quien está en camino de serlo». Tertuliano distinguió, asimismo, entre persona y
sustancia, al afirmar que en Dios subsisten tres personas en la única sustancia. Por su parte,
Orígenes introdujo en la reflexión trinitaria el vocablo hipóstasis, al distinguir tres cosas (prágmata)
en la común esencia (ousía) de Dios, que se diferencian, precisamente, por las distintas hipóstasis o
hypokéimenón. Esta fue la solución del cuarto concilio ecuménico, celebrado en Calcedonia el año
451, aunque ya antes, en el Concilio de Nicea (325) se advirtió el riesgo de modalismo que parecía
conllevar el carácter aparente y no sustancial de la persona, entendida como personaje o máscara.
Tanto en la Grecia como en la Roma clásicas existía una indigencia significativa en su concepción de
la persona. En Grecia y en Roma, las personas eran sólo los ciudadanos libres, sujetos de plenos
derechos y deberes (sui iuris esse), y se contraponía –negando que fueran personas– tanto a las
mujeres, como a los esclavos y a los niños, que no poseían plenamente tales derechos. Aquí se
muestra cómo hombre (varón y mujer) y persona no eran sinónimos, pues tanto las mujeres como
los esclavos y los niños eran individuos del género humano (hombres) pero no eran tenidos por
personas libres y con plenos derechos, esto es, dignos por sí mismos. Precisamente la /fraternidad
universal, la /igualdad entre los hombres y la filiación divina que afirma el cristianismo para todo
hombre, permitió ampliar a todos los seres humanos, sin distinción de raza, condición social,
género, edad, etc., su consideración como personas. Por esto, persona hace referencia directa a la
/dignidad del hombre, así como a la relación hacia las otras personas e incluso a la trascendencia
de todo ser humano. En cambio, la reflexión filosófica griega versó sobre una antropología que
difícilmente se libra de la tentación del dualismo; esto explica que la filosofía griega desconociera
casi por completo la tematización sobre el hombre como persona, esto es, concebida en su
auténtico valor ontológico y ético. En efecto, para los griegos el hombre era considerado como un
ser objetivo individual, vinculado a la noción de sustancia y, por tanto, a la de cosa; los griegos
podían denominar prósópon tanto a un hombre como a una mesa, es decir, se refería a cualquier
realidad individual, desde un ser espiritual hasta cualquier objeto cósico. Por ello encontramos aquí
una gravísima carencia en la deficiente antropología griega, al serle desconocido el concepto cabal
de persona.
Esto no significa que el concepto de persona pertenezca en exclusiva al cristianismo, aunque dicho
concepto sea, quizás, la mayor aportación de la reflexión cristiana a la historia del pensamiento. No
obstante, si hacemos una epoché de la reflexión cristiana sobre la persona, difícilmente se logrará
una comprensión cabal de la misma, ni se entenderá el origen de la tematización del hombre como
persona. Por otro lado, la emancipación de la reflexión sobre la persona de la tutela teológica
anduvo pareja a la emancipación de la filosofía de la teología, aunque, en realidad, fueron los
mismos filósofos cristianos (desde san Agustín, santo Tomás, san Buenaventura, etc.) los que
reflexionaron más y mejor sobre la persona, considerada también filosóficamente, y no sólo
partiendo de los datos de la revelación. Aunque no olvidamos que el concepto de persona como
máscara (prósópon) fue introducido en el lenguaje filosófico por el estoicismo popular; y así,
Lactancio concibió a la persona como el representante de un personaje, como un actor del drama
de la vida. De aquí que algunos autores cristianos fueran reacios a utilizar la voz persona para
aplicarla al misterio trinitario, por parecerles ambigua (como sostenía san Agustín, que prefería
hablar de relaciones, porque persona no es un concepto que se encuentre en la Sagrada Escritura),
o por estimar que era demasiado filosófica (como pensaba Hesiquio de Jerusalén).
Como manifestó Zubiri, fue necesario el esfuerzo especulativo de la patrística griega (en concreto,
de los capadocios) para despojar al término hipóstasis de su carácter de sustancia subjetual y
cósica, con el fin de aproximarlo al sentido de poseedor de los derechos jurídicos que los romanos
otorgaban a los hombres libres. Por esto la queja de Zubiri cuando muchos autores ignoran el
origen de la reflexión sobre la persona, olvidando también que «la introducción del concepto de
persona en su peculiaridad ha sido obra del pensamiento cristiano, y de la revelación a que este
pensamiento se refiere»3. Esto es lo capital y significa, por lo pronto, dos cosas fundamentales: a)
los primeros cristianos fueron los que más y mejor desarrollaron especulativamente –junto con el
/personalismo posterior– el concepto de persona; b) pero esto fue posible, y es lo capital, porque la
revelación cristiana sostuvo y sostiene –y era algo inaudito hasta el principio de nuestra era–que
todos los hombres –varón y mujer, niños, esclavos, deficientes, etc.–están llamados a ser hijos de
Dios en el Hijo de Dios, es decir, hijos por adopción en virtud de la /gracia revelada en el Hijo
Unigénito –por naturaleza– del Padre. Desde entonces no se puede admitir que existan unos
hombres que posean dignidad y derechos (y sean sui iuris esse) y otros hombres que no los posean.
No es admisible, por ejemplo, como ha acontecido durante muchos siglos, que el esclavo fuera
considerado un /hombre, y no sea a la vez persona, lo que significa que es radicalmente injusto que
sea esclavo. Por esto, el cristianismo sostuvo desde el principio que no existen jerarquías de
dignidad en el seno de lo humano, que no hay diferencias de plenitud humana entre el varón, la
mujer, el esclavo, el libre, el niño, el adulto, el deficiente, el nasciturus, sino que todos ellos son,
por igual, personas, seres humanos dignos por sí y deben ser tratados como fines en sí, como
personas, al haber sido amados por Dios y siendo convocados a participar de su misma naturaleza.
a) Persona e individuo. Una persona humana es, ciertamente, un individuo (átomo, en griego), pues
pertenece a una especie y se diferencia de los demás individuos en sus características peculiares:
altura, color, sexo, etc. Pero también es un individuo un libro en una biblioteca, pues la
individualidad, con sus características de indivisibilidad e impredicabilidad, no sólo es aplicable al
hombre, sino también a cualquier ser en relación a su especie, ya que se predica también del
mundo vegetal y animal. Pero sostener que el hombre es una persona, es transitar más allá de
cualquier diferencia categorial, y afirmar que su singularidad es única, insustituible y no
intercambiable; precisamente esto es la unicidad de la persona. Esto es, decir del hombre que es
un individuo, es caer en la indistinción y en lo puramente numérico; en cambio de la persona se
predica precisamente su distinción en la indistinción de la genérica naturaleza humana. Por eso,
cuando en una casa un ladrillo se nos rompe y ya no nos sirve, lo desechamos y ponemos otro;
pero cuando un amigo se nos muere, por ejemplo, no podemos sustituirlo por otro, pues cada
persona es única e inutilizable. De aquí que podamos afirmar que una persona no es simplemente
un /individuo, contra lo que algunos piensan. El individuo es «esta dispersión, esta disolución de mi
persona en la materia, este influjo en mí de la multiplicidad desordenada e impersonal de la
materia, objetos, fuerzas, influencias en las que me muevo» 5. El individuo, como tal, se sitúa como
una realidad insular de los otros yos y del resto de las cosas materiales. En este sentido, el
individualismo, dice Mounier, «fue la ideología y la estructura dominante de la sociedad burguesa
occidental entre los siglos XVIII y XIX», que propugnó «un hombre abstracto, sin ataduras ni
comunidades naturales, dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida, que
desde el primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza, el cálculo y la reivindicación;
instituciones reducidas a asegurar la no usurpación de estos egoísmos, o su mejor rendimiento por
la asociación reducida al provecho: tal es el régimen de civilización que agoniza ante nuestros ojos,
uno de los más pobres que haya conocido la historia. Es la antítesis misma del personalismo y su
adversario más próximo» 6.
b) Persona y sujeto. Mal que les pese a los estructuralistas, es indudable que la persona es un
sujeto —pues sujetos son los que niegan que el hombre sea un sujeto—; pero esto debe ser
matizado, pues para los primeros filósofos griegos también era un sujeto (hypokéimenón, en
griego) una mesa o una piedra. Afirmar que la persona es sujeto, es sostener que se autoposee,
que subsiste en sí y que se sabe subsistiendo; y esto no podemos negarlo. El sujeto es, en
definitiva, el yo personal en tanto que sujeto. Pero lo que no existe es un sujeto aislado de los otros
sujetos, pues un sujeto no se reconoce como tal sino ante la presencia de otros sujetos, y no sólo
ante los objetos, como afirman los dualismos; no existe un sujeto puro y aislado de los objetos,
pues ser sujeto implica, de suyo, estar siempre en correlación con el objeto, hasta el punto de ser
inseparables. Por tanto, la subjetividad originaria no se encuentra replegada sobre sí, no es, en
tanto que inesquivable dato originario, algo absoluto y aislado, sino un ser relativo-absoluto, como
sostenía Zubiri; y relativo aquí no quiere decir de poca consideración o superficial, sino relacional.
Por esto,el hombre, que es siempre sujeto, es también, siempre, intersubjetividad; y el sujeto
originario, en el fontanal de su ser y de su actuar, siempre se autopercibe cabalmente como
subjetividad interpelada por otras subjetividades, es decir, es intersubjetividad. El hombre, pues,
no es sujeto si no es intersujeto.
La tentación cartesiana –que intentó superar Husserl en la quinta Meditación Cartesiana, sin
conseguirlo cabalmente– es la de pensar un cogito sin cogitatum, una subjetividad solitaria,
replegada sobre sí misma y encerrada en la cárcel solipsista del propio yo. Otro tanto cabe decir del
sujeto trascendental kantiano, que no consigue escapar de la contradicción que representa ser un
puro sujeto lógico. Por eso, situándonos en el cogito y empeñándonos en residir en su aparente
plácida soledad, nunca transitaremos hacia la comunión de las conciencias (Nédoncelle), la
comunicación de las existencias (Mounier) o de las personas como seres corpóreos-espirituales. El
paradigma solipsista debe dejar paso al paradigma relacional. Finalmente, definir a la /persona
como yo es menguarla enormemente, pues conlleva presentarse como poseedora de sí, como si
siempre el yo fuera autoconsciente de /sí mismo, negando las grandes zonas de penumbra que
ineludiblemente (como sabemos desde S. Freud) envuelven a la persona real, que es espiritual,
pero también de carne y hueso.
La historia del pensamiento nos muestra que ha habido intentos de definición más o menos
plausibles: Para Boecio la persona es sustancia; para Ricardo de san Víctor es existencia; en Tomás
de Aquino es subsistencia; para Descartes es una cosa pensante; en Kant es sujeto fenoménico;
para el personalismo es relación... Mas para comprender lo que es la persona, no es necesario
disponer de una definición cerrada de la misma. Nosotros somos personas y esto es verdad incluso
mucho antes de que nos percatemos de ello. Ser una persona nos es tan cotidiano que importa
menos que nos entretengamos en delimitar en precisos esquemas todas sus notas básicas.
La célebre definición boeciana de persona como «naturae rationalis individua substantia»7 lo que
pretendía era acentuar la racionalidad y la sustancialidad de la persona. Pero este intento nos
parece insuficiente, por prescindir de características fundamentales de la persona humana como la
existencia, la relación, la corporalidad, la historicidad, la condición sexuada, la capacidad de amor,
etc. Por otro lado, esa definición es inválida para ser aplicada a Dios, pues, según ella, cada persona
es una sustancia, con lo que en la /Trinidad no habría tres personas sin haber tres dioses. Por esto
Ricardo de san Víctor se propuso explícitamente definir a la persona pensando en la reflexión
trinitaria, y la definió como «existencia incomunicable de naturaleza intelectual» 8, sustituyendo la
sustancia boeciana por la existencia, de donde sí puede inferirse tanto la relación (ex) como la
consistencia (sistencia). Por su parte, santo Tomás, concibiendo a la persona como subsistencia,
afirma: «Persona significa( id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationalis
natura»9. Pero subsistencia no tiene tampoco una significación unívoca. En efecto, santo Tomás,
inspirándose en Boecio, indica que sustancia equivale etimológicamente a hypóstasis, y que
sustancia significa unas veces esencia (ousía) y otras hypóstasis, por lo que prefiere traducir
hypóstasis por subsistencia; y como persona se tradujo por hypóstasis, entonces concibe a las
personas como subsistencias10.
Es importante renunciar a considerar a la persona como un problema, aunque esto no significa que
enviemos a la persona al ámbito de lo incognoscible. En efecto, un problema es algo que, por
definición, reclama una solución. Y una vez dada esta, se acabaría el problema. De aquí la
ambigüedad de M. Scheler cuando concebía al hombre como «un ser problemático»12. En verdad,
la persona no tiene una solución, por lo que hemos de concebirla, en su espiritualidad, como un ser
misterioso, aunque esto no significa que el misterio implica una incognoscibilidad absoluta; no se
trata de un acertijo, ni de un enigma insoluble. En otras palabras, sobre la persona sabemos
muchas cosas, pero nunca las sabremos acabadamente y por completo, ya que, en la medida en
que la conocemos, más nos percatamos de que todavía nos queda mucho por conocer, pues no
puede ser aprehendida como algo fijo y esclerótico, sino que la viveza de su libertad y
autoposesión mantiene siempre en vilo su comprensión total. No es lo mismo saber que alguien es,
que saber cómo es cabalmente ese alguien, ni saber quién es ese alguien. El misterio personal se
presta a cierto conocimiento, pero siempre que seamos conscientes de sus límites, pues remite a
algo sobre lo que ignoramos más de lo que conocemos, ya que el misterio siempre reivindica su
respeto. Quizás podemos sostener de la persona aquello que afirmaba santo Tomás de Dios: de El
más sabemos lo que no es que lo que es, pues la persona es una realidad apofática. Quizás algo
similar quiso decir el viejo Aristóteles al afirmar que «el sujeto (hvpokeímenón) es aquello de lo que
se dicen las demás cosas, sin que él, por su parte, se diga de otra»13. Es decir, que algo sé de la
persona, de mí, de esta o de aquella. Pero este saber mío nunca es completo, ni sobre mí ni sobre
el otro. Ni perfeccionando a Freud podré saber todo lo que en mí se esconde, ni viviendo durante
siglos frente al otro terminará este por no tener secretos para mí. La persona –la mía, pero sobre
todo la del otro–, es una realidad que se resiste a ser aprehendida por completo, ya que la persona
no puede ser dicha de una vez para siempre, y a su misterio sólo accederé en la medida en que el
otro se conozca a /sí mismo, y en tanto que el otro me lo quiera decir.
Por eso, en la captación de la persona, todo nuestro conocimiento siempre debe ser
reconocimiento, y no sólo del otro, sino también de nosotros mismos, cuando nos percibimos como
la realidad más excelsa de lo existente: somos el único ser de la creación que piensa, que ríe, que
llora, que ama en libertad...
El encuentro sólo puede tener lugar entre personas libres. Si no fueran libres y paritarias en
dignidad, el encuentro sería desigual y no sería verdadero encuentro, pues este, por su propia
constitución, sólo puede acontecer en condiciones de igualdad entre sus protagonistas. Con una
piedra puedo tropezar o no, pero nunca me podré encontrar con ella. Téngase en cuenta que el
encuentro es, normalmente, la realidad más cotidiana de la persona: por todas partes asistimos a
congresos, reuniones, convivencias, etc., expresiones, todas ellas, de encuentros cara a cara
interpersonales, aunque no todos adquieren el mismo grado de intimidad, pues es obvio que no
todos los encuentros interpersonales tienen las mismas características de sublimidad. Es decir,
normalmente, a mayor número de participantes se establece un menor nivel de intimidad
interpersonal; la prueba está en que no es la misma relación la que se establece entre los miles de
personas que gritan enfervorecidas en un estadio de fútbol que la que se establece entre dos
amigos que se cuentan sus intimidades.
En este sentido, las personas no son realidades estrictamente experimentales, como lo son los
objetos cósicos; aunque del hecho de no ser experimentales no podemos deducir que no sean
experienciales. Puedo tener experiencia de una piedra lo quiera ella o no, pues ella no puede ni
querer ni dejar de quererlo. Pero puedo tener experiencia del otro no sólo en la medida en que
trasciendo hacia él, sino también en la medida en que él me permite el acceso hacia sí; y lo mismo
cabe decir desde el polo que transita desde él hasta mí.
La persona, en tanto que tal, no puede vivir encerrada en su interioridad, sino que percibe que la
tensión trascendente es una nota constitutiva inexcusablemente suya. La persona es ser extendido,
sin que por eso sea sólo exterioridad, ya que para serlo de forma verdaderamente personal, tiene
también que ser interioridad y autoposesión. De ahí la importancia dada en el pensamiento hebreo
a la noción de p"nim (/ rostro), que no significa propiamente rostro en singular, pues la terminación
en im del hebreo muestra la forma plural de la palabra, con lo que viene a significar, en verdad,
rostros, significando que no existe primeramente un rostro para sí mismo, sino un rostro para otro
rostro: una persona es cabalmente tal ante otra persona. Aunque aquí debemos evitar cualquier
tipo de actualismo, como si sólo fuéramos personas cuando estamos en acto ante otra persona.
Antes de comprenderse la persona a sí misma como tal, ha contemplado otros muchos rostros
personales; la contemplación de las otras personas es previa, siempre, a la autocomprensión de la
persona como tal. Es decir, el hombre como persona nunca es un ser aislado, sino
constitutivamente dialógico y relacional. Por tanto, en el encuentro con el otro, con un tú, cada
persona se descubre a sí misma como un yo.
Por otra parte, es claro que la persona es el único ser de la creación que aspira conscientemente a
encontrar sentido no sólo a su existencia personal, sino también a la historia humana, e incluso al
universo. Mas por mucho que el hombre apriete sus dientes y sus puños, y aunque todos los
hombres de todos los tiempos apretaran sus dientes y sus puños a la vez, no podrían dotar de
sentido a un universo si este no lo tuviera ya como recibido. Y estimo que aunque la persona tiene
en sus manos, en buena medida, la posibilidad de dotar a su vida de /sentido, conseguir un sentido
último y definitivo no está a su alcance si prescinde de Dios, el ser interpersonal Absoluto, pues
únicamente este es la condición de posibilidad de la garantía radical del sentido incondicionado.
Estimamos que se dan varios momentos en la autopercepción del hombre como persona, entre los
cuales los cruciales son:
c) Momento exterior de cosidad. la persona también está referida hacia las cosas externas,
objetuales; la persona histórica es esencialmente un ser en el mundo. Pero con las cosas, la
persona propiamente no se relaciona, no existe estricta /relación, pues no puede recibir de ellas
respuesta, al no ser sujetos, sino únicamente objectos que están sólo vertidos hacia fuera,
desposeídos de sí; los objetos no poseen autopercepción, sino que sólo son percibidos por un
sujeto personal. Por eso, hacia las personas hay relación y hacia las cosas referencia.
d) Momento de trascendencia. La persona se percibe a sí misma como no poseyendo en sí la causa
de su existir último, sino que debe su existencia, lo mismo que todos los seres, a un ser primero
que sea, en cierta lógica, causa per se —que no causa sui—; es la aseidad de la que hablaron los
medievales. En este sentido, la /religión como religación (Zubiri), lejos de ser una proyección de los
propios deseos hipostasiados (Feuerbach), una alienación o suspiro opiáceo de la criatura oprimida
(Marx), o una neurosis de la humanidad (Freud), es la concreción del ansia de trascendencia que
todo hombre descubre en sí. En cualquier caso, en toda relación trascendental inmanente (la
propia de las personas humanas), está incoada la relación trascendental absolutamente
trascendente, la que vincula a cada cual con el misterio de su origen. La persona es, finalmente,
tensión entre lo que se es (lo recibido en su origen), lo que se puede ser (el proyecto vital
atendiendo a las aptitudes), lo que se debe ser (mediante las opciones que nos adhieren a los otros)
y lo que se quiere llegar a ser (dando cuenta de nuestras potencialidades) y lo que se espera llegar
a ser (y en ello precisamos tanto de los otros personales como del Otro Absoluto).
Aunque estos cuatro momentos no son parcelas aisladas de la /personalidad, sino que convergen
en la unicidad de la persona.
NOTAS: 1 BOETIUS, De duabus nannis et una persona Christi, c. 3; PL 64, 1344. – 2 SAN AGUSTÍN,
De Trinitate 1, 7; PL 42, 914948. – 3 El hombre y Dios, 323. – 4 Cf M. THEUNISSEN, Skeptische
Betrachtungen üher den anthropologischen Personbegriff; en H. ROMBACH (her.), Die Frage nach
dem Mensrhen. Aufriss einer philosophischen Antropologíe, MunichFriburgo 1966, 461490. – 5 E.
MOUNIER, Manifiesto al servicio del personalismo, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca
1992, 627. – 6 ID, El personalismo, 474. – 7 BoETIUS, p.c., PL 64, 1343 D; sin embargo, también
Boecio afirmaba en su obra De Trinitate (c. 6, PL 64, 1254), que todo nombre «referente a las
personas indica relación», para evitar caer en el triteísmo, al aplicar a Dios su definición de la
persona como substancia. – 8 De Trinitate, IV, 22; PL 196, 945. – 9 S. Th., I, q. 26 a. 3. – 10 S. Tb., J,
q. 29, a. 2. – 11 E. MOUNIER, Manifiesto al servicio del personalismo, en Obras completas 1,
Sígueme, Salamanca 1992, 625. – 12 M. SCHELER, Die Stelhmg des Menschen im Kosmos, Francke,
Berna 1975, 13. – 13 Metafísica, VII, 3, 1028 b 36. – 14 Intención también pretendida por Husserl
sin conseguirlo cabalmente, pues al final la egología husserliana no puede afirmar la estricta
alteridad del otro, ya que la intencionalidad del sujeto cognoscente termina siendo la conferidora
de sentido del otro: para Husserl sólo tiene sentido hablar de la realidad existencial del otro, en
tanto que tiene lugar en mí y para mí, pero no ante mí, que es, en verdad, donde tiene lugar la
relación con el otro en tanto que tal.
BIBL.: DÍAZ C., Para ser persona, Instituto Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; DíAz C.MACEIRAS
M., Introducción al personalismo actual, Credos, Madrid 1975; HUSSERL E., Meditaciones
cartesianas, FCE, México 1985; LAÍN ENTRALGO P., Alma, cuerpo, persona, Círculo de Lectores,
Barcelona 1995; MARÍAS J., Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973; MARITAIN
J., Para una filosofía de la persona humana, Club de Lectores, Buenos Aires 1973; MILANO A.,
Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristiane.sinuo antico, Dehoniane,
Nápoles 1984; MORENO VILLA M., El Hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, Sobre la
categoría de «Relación» en la reflexión sobre la persona, Scripta Fulgentina I I (Murcia 1996) 6176;
MOUNIER E., El personalismo, en Obras completas 111, Sígueme, Salamanca 1990; NÉDONCELLE
M., La reciprocidad de las conciencias. Ensayo sobre la naturaleza de la persona, Caparrós, Madrid
1996; ZUBIRI X., Sobre el hombre, AlianzaSociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986; ID, El
hombre v Dios, AlianzaSociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1988'.
M. Moreno Villa
PERSONALIDAD
Y PERSONEIDAD
DicPC
I. ENCUADRAMIENTO HISTÓRICO.
Una breve alusión al horizonte histórico en el que se han planteado y desarrollado las cuestiones
implicadas en las nociones de personeidad y personalidad nos puede ayudar a comprenderlas
mejor. Su historia viene a coincidir con la historia del concepto de / persona. Habría que aludir al
origen de la problemática en relación con la doctrina cristiana de la Trinidad y de la Encarnación, a
su posterior aplicación al hombre, a su desarrollo filosófico en el medievo, en la época moderna y
en el mundo contemporáneo. Tampoco se ha de menospreciar el influjo de la tradición filosófica
griega en los teólogos cristianos que elaboraron el concepto de persona. En el lenguaje teológico y
filosófico, después de la variada reflexión patrística sobre la realidad y el papel de las personas
divinas en los misterios de la Trinidad y la Encarnación, la persona se caracterizó como sustancia.
Se hizo famosa históricamente la definición de Boecio: «Persona es una sustancia individual de
naturaleza racional». Siglos más tarde, dentro de la línea inaugurada por Boecio, santo Tomás
entendió la persona de una manera peculiar. Al distinguir entre las sustancias que son personas y
las que no son personas, advertía que la individualidad se encuentra en las sustancias racionales de
un modo más perfecto que en las otras sustancias, no racionales, pues las sustancias racionales
«tienen el dominio de su acto, de modo que no sólo son actuadas como las demás, sino que actúan
por sí mismas, ya que las acciones están en las sustancias singulares»1. Por esto los singulares de
naturaleza racional, los seres más perfectos que existen en la naturaleza, reciben el nombre de
personas. Según Tomás de Aquino, la noción de persona humana incluye «estas carnes y estos
huesos y esta alma», que son los principios individualizadores del hombre2. Tal manera de concebir
la persona humana presupone el cambio, el desarrollo, la inevitable distinción entre personeidad y
personalidad. Sin dejar de ser la misma desde su concepción hasta su /muerte, cada persona no es
lo mismo. Durante la época moderna y contemporánea, el concepto de persona ha ido
experimentando ciertos cambios fundamentales. Notamos la tendencia a abandonar la concepción
sustancialista de la persona, haciendo de ella un centro dinámico de actos. Se ha tendido a integrar
lo volitivo y emocional tanto o más que lo racional. En esta línea se mueve el M. Scheler
personalista: «La persona es la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más
diversa, que en sí... antecede a todas las diferencias esenciales de actos (y en particular a la
diferencia de percepción exterior e íntima, querer exterior e íntimo sentir, amar, odiar, etc.,
exteriores e íntimos). El ser de la persona fundamenta todos los actos esencialmente diversos»3. Se
intenta escapar así del impersonalismo, el cual nos amenaza en cuanto identificara demasiado la
persona con la sustancia y esta con la cosa, o la persona con la razón y esta con su universalidad.
No faltan quienes pretenden superar las insuficiencias de las concepciones antiguas, medievales,
modernas y contemporáneas de persona. Tras las reflexiones de Zubiri sobre la personeidad y la
personalidad, late una pretensión de ese tipo. Las filosofías anti'personalistas avanzan por caminos
que nos alejan de la realidad concreta del hombre, aun en el caso de ser concepciones humanistas
del fenómeno humano. No extrañe, por tanto, que no acuda a ninguna de ellas como fuente de
inspiración. Si no se puede hablar de persona, mal vamos a poder decir algo sobre personeidad y
personalidad, nociones con las que se trata de perfilar el concepto de persona. Requisito previo
para abordar el problema que plantean las nociones de personeidad y personalidad y sus
relaciones mutuas es que se admita la realidad de la persona humana.
Las distintas concepciones de la persona humana que se han sucedido en la historia de Occidente,
a las que acabo de aludir, implican distintos planteamientos del problema de la personeidad y la
personalidad. Pero no todos esos planteamientos son igualmente aceptables, pues las
insuficiencias en la definición de persona y, en sentido más estricto, de persona humana,
repercuten en la concepción de los elementos del problema. Hay que advertir que la distinción
entre personeidad y personalidad sólo tiene sentido real en el hombre, no en Dios. Pues admitirla
implica el reconocimiento de una potencialidad o imperfección, incompatibles con la realidad de
las personas divinas. Por esto nuestra presentación del problema, que pretende ser adecuada, se
limita al ámbito de la persona humana. Esta distinción conceptual nos obliga a preguntarnos: ¿Qué
es el /hombre? ¿Cómo se hace el hombre? ¿Cuándo hay un /individuo humano? ¿Qué es la
persona humana? ¿Cómo se hace un individuo humano? ¿Qué es lo que nos permite ser los
mismos durante toda nuestra vida? ¿Cómo repercute la actuación de las personas humanas en su
ser? Nos sale al paso el problema de la identidad personal, a través de la variación físicoquímica,
biológica y biográfica de los ?individuos humanos. Se nos invita a repensar con profundidad y rigor
problemas que durante siglos, especialmente desde la antigüedad cristiana, han despertado el
interés de los que han reflexionado filosóficamente sobre el hombre. La distinción entre
personeidad y personalidad no es un mero problema conceptual, sino un problema planteado por
la misma estructura de la realidad humana concreta. En el problema de la articulación de la
personeidad y la personalidad se nos presenta en toda su plenitud y complejidad el problema de la
persona humana. Ahí van implicados, en armoniosa síntesis, los problemas /cuerpo-/alma,
/naturaleza-/historia, /ser-actividad. Pues el hombre no existe en general. Sólo existen las personas
humanas. Y las personas son individuos dotados de sensibilidad, razón, /libertad y /sentimiento.
Aun siendo un mero residuo de lo posible y un ser inacabado, a la persona humana, por más que
les pese o extrañe a los antihumanistas contemporáneos, no se le puede negar su realidad, su
grandeza, su /dignidad. Lo cual se contiene en la realidad a la que aluden la personeidad y la
personalidad. Es necesario integrar la tradición sustancialista y la tradición dialógica. Se es persona
ontológicamente antes del actuar, aunque en ese actuar se construya la persona. El hombre, por
ser inteligencia sentiente y libertad, posee una forma y un modo propios de realidad. Los términos
personeidad y personalidad no designan dos nociones, sino dos momentos de la realidad humana
concreta. Bajo puntos de vista distintos, el significado de ambos términos nos remite al ser y al
actuar del hombre. El ser del hombre podemos considerarlo en cuanto a los elementos
constitutivos del yo, de la persona. El actuar humano cabe ser analizado desde el punto de vista de
la persona que actúa. Entonces tenemos lo que en este artículo, inspirado fundamentalmente en
Zubiri, se llama personeidad. El rasgo fundamental que constituye la personeidad es la cuidad. Esto
significa que la persona es una realidad suya, es decir, que está determinada como absoluta frente
a toda realidad en cuanto tal. Desde el punto de vista de la personeidad, la persona es la realidad
que se pertenece a sí misma. Mi realidad psicofísica constituye mi personeidad, por el hecho de
subsistir en la forma de la autopertenencia. Algo semejante sucede con mi actuar. Si, en cambio,
examinamos la persona humana atendiendo a las modificaciones que, activa o pasivamente, ha
experimentado su ser, o al contenido de sus acciones, que ha modulado su personeidad en uno u
otro sentido, entonces nos hallamos ante lo que aquí entendemos por personalidad. Desde el
momento en que se empieza a desarrollar el embrión humano ya ha adquirido una cierta
personalidad. Su personalidad depende del contenido de las acciones de cada persona y de su
circunstancia bioquímica, social y cultural o espiritual. La personalidad no sólo se refiere al hacerse
persona mediante los contenidos de los propios actos de decisión, sino también a lo que queda en
el ser de la persona como resultado de la influencia sobre ella de los otros o de lo otro.
Personalidad es lo que un ser, desde una determinada personeidad, llega efectivamente a ser. En la
intimidad personal, el hombre va desplegando y construyendo su propia personalidad. La
personalidad es lo que se ha logrado ser, en uno o en otro sentido, o en varios sentidos a la vez
(casos de múltiple personalidad), con lo que ya se era como persona4.
En nuestra vida no solamente realizamos una serie de actos personales, según las propiedades que
tenemos y las situaciones en que nos hallamos, sino que en cada uno de estos actos la persona
humana se va definiendo de una manera precisa y concreta. Por consiguiente, el problema de la
personalidad es, en buena parte, el problema de los actos que ejecuta la persona humana. Hay que
concebir la personalidad, con la excepción de lo que afecta a la persona pasivamente, como
modula ión de la personeidad a través de los actos: como precipitado del contenido de los actos
que la realidad personal va ejecutando. Tanto en la personeidad como en la personalidad,
interviene el espíritu y el cuerpo. Deja de tener importancia la contraposición entre ambos, pu es la
persona se refiere siempre a sí misma como un todo. Por persona entendemos un alguien corporal.
Como afirma J. Marías, cuando digo yo, tú o un nombre propio, pienso en un cuerpo en tanto que
es de alguien 5. La realidad entera del hombre, su cuerpo, su conciencia, su libertad, todo lo que es
y lo que hace, o sea, su personeidad y su personalidad, pertenece al terreno de la persona y es
determinada con el carácter de la dignidad. Para que el hombre pueda hacerse, ha de ser antes
fundamentalmente persona: ha de tener personeidad. Ese antes tiene un sentido ontológico, no
temporal. Se requiere mantener esto contra ciertos personalismos historicistas o actualistas. El
hombre no se reduce a personalidad, como parecen defender algunas concepciones actualistas de
la persona6.
Por más condicionado que se encuentre el hombre por su circunstancia, por más eficacia que le
concedamos en su autoconstrucción, sin personeidad no hay personalidad, ni persona humana, ni
comunidad humana. Sería imposible que tuviera personalidad el que previamente no estuviese
dotado de personeidad. Entonces, cuando decimos que una persona «se está haciendo», podemos
entenderlo en el sentido de que la persona todavía no está hecha. La persona está hecha como
persona. Pero la persona no está acabada. El acto de hacerse persona, en que se construye la
personalidad, tiene como base el ser personal, que para Zubiri es la sustantividad humana. Lo que
nos está indicando que el fenómeno de que la persona se haga en el ámbito de las relaciones
humanas no impone la defensa de un concepto actualista de la persona: defender que la persona
tiene su origen en el acto de la decisión, y que tal acto no se basa en ningún tipo de ser personal
anterior. La persona puede hacerse en los actos y definir su personalidad, porque está hecha en sus
elementos básicos. Ejecute o no sus acciones, la persona humana es algo formalmente anterior a la
ejecución. Consiguientemente, lo decisivo para entender la realidad personal humana es la
interconexión de personeidad y personalidad. En la concepción de persona humana que va
implicada en la distinción entre personeidad y personalidad se integra la individualidad y
subsistencia del propio ser con la construcción de la realidad personal concreta. Pero no es
adventicio que el hombre dotado de personeidad tenga personalidad. Se es siempre el mismo, no
se es nunca lo mismo. Es lo que dice Zubiri cuando afirma que persona es «la unidad concreta de la
personeidad según la personalidad»7. Podemos decir que cambia la persona, y la persona humana
está en perenne cambio, porque cambia la personalidad, no la personeidad. Ahí se basa la
«conciencia de la identidad personal».
NOTAS: 1 S. Tb., 1, y. 29, a. 1. – 2 ID, 1 y. 29, a. 4. – 3 M. SCHELER, Ética II, Revista de Occidente,
Madrid 1942, 175. – 4 X. ZUBIRI, Sobre el hombre, 152. – 5 Antropología metafísica, 42. – 6 Cf B.
LANGEMEYER, Der dialogische Personalismus..., 107. – 7 El hombre y Dios, 56. – 8 Sobre el hombre,
144. – 9 El hombre y Dios, 76.
BIBL.: GUARDINI R., Mundo y persona, Guadarrama, Madrid 1963; LANGEMEYER B., Der dialogische
Personalismus in der evangelischen und katholischen Theologie der Gegenwart, Paderborn 1963;
LERSCH E, La estructura de la personalidad, Scientia, Barcelona 1971; MARÍAS J., Antropología
metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973; MORENO VILLA M., El hombre como persona,
Caparrós, Madrid 1995; MURILLO 1., El enigma de la naturaleza humana, Diálogo filosófico 5
(Madrid 1989) 380391; ID, Persona humana y realidad en Xavier Zubiri, Instituto Emmanuel
Mounier, Madrid 1992; ZUBIRI X., El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1985'; ID, Sobre el hombre,
Alianza, Madrid 1986.
I. Murillo
PERSONALISMO
DicPC
El término personalismo está gravado de una ambigüedad casi crónica. Si acudimos a cualquier
diccionario de filosofía nos encontraremos con que remiten a toda filosofía que afirma la primacía
de la persona sobre la realidad material o sobre las abstracciones idealistas, sea porque sostiene el
valor superior, ontológica, moral y socialmente, de la persona humana o suprahumana, sea porque,
en un sentido más estricto, cifra en el significado de la persona el significado de toda la realidad. Si,
por el contrario, consultamos un diccionario de la lengua española encontraremos un significado
netamente negativo: la adhesión a una persona o a las ideas que ella representa, especialmente en
política, así como la tendencia a subordinar el interés común a miras personales. Se trata del vicio y
la conducta de quien todo lo subordina a sí y del afán desmedido de protagonismo en cualquier
ámbito o actividad. Esta ambigüedad se refleja en el lenguaje cotidiano, en el que domina el uso
negativo, pero también en el lenguaje filosófico, en el que se ha entendido el personalismo como
una forma sutil de designar el individualismo y el espiritualismo desencarnado. Nosotros, estando
atentos a estos malentendidos, tomamos el personalismo en el primer sentido indicado y, de
manera especial, en el que le ha dado Mounier y el grupo nucleado en torno a la revista Esprit. La
acepción personalismo, dice Mounier, es de uso reciente (en torno a 1903 la usa Renouvier para
calificar su filosofía). Pero, continúa, «lo que se llama personalismo no es una novedad. El universo
de la persona es el universo del hombre. Sería asombroso que se hubiese esperado al siglo XX para
explorarlo, aunque fuese bajo otros nombres. El personalismo más actual se inserta, como
veremos, en una larga tradición»1.
El pensamiento de san Agustín, con sus Confesiones, constituye la admirable ejecución, sin
precedentes en la historia, de un programa personalista, por el que el alma del individuo se rescata
y se conquista a medida que conoce la verdad y se conoce en Dios: soliloquio que es un diálogo con
Dios y un coloquio con todos los hombres2. No obstante, se mantienen en el pensamiento
filosófico y teológico cristiano medieval las influencias del intelectualismo griego, que impiden al
cristianismo producir todos sus efectos: la fecunda adopción de las categorías filosóficas griegas
hace, como contrapartida, que siga dominando lo universal sobre lo individual, y la dignidad
absoluta del ser humano, así como la igualdad de todos los hombres en esa común dignidad, se
afirma en el terreno teológico, sin que llegue a tener suficientes repercusiones antropológicas y
sociales. Pero, ya al final de la Edad Media, comienza a delinearse lo que será el humanismo
moderno, especialmente en el pensamiento de Tomás de Aquino, que afirma enérgicamente la
superioridad ontológica de la /persona sobre todo el resto de la realidad y su esencial unidad
sustancial, sanando la tradición cristiana del dualismo que venía arrastrando desde la Alta Edad
Media.
Un paso decisivo en la estimación de la realidad personal, en cuanto irreductible a la naturaleza
subhumana, se da en el Renacimiento. Pese a sus pretensiones de retorno al clasicismo griego, este
período es incomprensible sin el cristianismo, del que prolonga y potencia la veneración por el
hombre: el /Humanismo. Destaca aquí la aportación de la escolástica renacentista de Salamanca:
afirmación filosófica y jurídica de lo absoluto del hombre («bien de sí mismo», dice Francisco de
Vitoria) y de los /derechos humanos, con ocasión de la defensa de los derechos de los indígenas
americanos. Pero es después cuando se van extrayendo algunas de las potencialidades teóricas
contenidas en la tematización del hombre como individuo irreductible. En esta clave cabe
interpretar la potencia del cogito cartesiano, que, pese a sus graves unilateralidades, como la
ruptura de la comunión con la naturaleza y con el otro hombre, supone la «afirmación de un ser
que detiene el curso interminable de la idea y se afirma en la existencia»3, y desemboca en la
tematización kantiana de su valor absoluto o fin en sí, y la proclamación política de los derechos del
hombre.
A juicio de Mounier, son tres los nombres que deben destacarse en el siglo XIX para una historia
del personalismo: Maine de Biran, S. Kierkegaard y K. Marx. El primero, precursor del moderno
personalismo francés, oponiéndose al sensismo mecanicista de su tiempo, tematiza la unidad de la
conciencia y de la espacialidad objetiva, en la que aquella se abre paso. Kierkegaard y K. Marx
representan dos aceradas críticas del sistema hegeliano; el primero en nombre de la libertad
irreductible del hombre y de su dramática situación; el segundo denuncia la abstracción idealista
olvidada de las condiciones sociales y económicas en que se da la existencia del hombre concreto.
Pese a su importancia, estos dos autores son expresión de la fractura razón-libertad antes aludida,
de modo que el primero es proclive a la desviación romántica en versión individualista y
subjetivista, y el segundo se inclina, mediante su materialismo histórico, ante el mito decimonónico
de la ciencia, aplicado a la realidad social e histórica. Pero se va abriendo paso la conciencia de la
necesidad de superar la escisión entre una visión espiritualista del hombre, que lo separa de su
pertenencia terrena, y otra materialista, que quiere reducirlo a mero producto de la evolución, la
presión social o las fuerzas ciegas que operan desde su inconsciente. Diversos autores (Maine de
Biran ya fue uno de ellos) tratan de pensar la realidad y al hombre haciendo justicia a la diversidad
de dimensiones que se dan cita en él, sin sacrificar ninguna. De esta forma se prepara el terreno del
personalismo que fragua en 1932, en torno a E. Mounier y el movimiento Esprit.
Precursor de esa tendencia es R. H. Lotze, que trata de conciliar en su filosofía los principios del
mecanicismo científico, con un espiritualismo que afirma la superioridad de la realidad personal y
de los valores que dan unidad teleológica y axiológica al mundo. El término personalismo hace su
presentación pública con Ch. Renouvier, que titula así una de sus obras. Su filosofía, hecha sobre
todo de negaciones al espiritualismo metafísico, al idealismo alemán y al positivismo naturalista, y
centrada en la reivindicación de la libertad individual, operó como un revulsivo purificador más que
como una propuesta positiva, hasta el punto de que hay quienes piensan que a su pensamiento le
cuadra mejor el apelativo de individualismo.
2. Filosofía de la historia. Dos son los referentes en los que se ha de situar lo que podemos llamar la
filosofía de la historia del personalismo. Por un lado, se comprende a sí mismo como fruto de una
larga tradición, de modo que se puede entender la historia como un largo proceso de
personalización. Pero no automático, ni ciego, consecuencia de mecanismos que escapan a la
libertad del hombre. La existencia personal es una posibilidad superior que se ofrece a todo
hombre, a toda época y toda cultura, y que exige, para ser alcanzada, la decisión de romper con los
automatismos y las ligaduras que la impiden, y de responder a la llamada de exigencias que sitúan
al hombre a la altura de su dignidad. Esta llamada encuentra siempre resistencias y dificultades que
tientan permanentemente a cada uno (individuo, grupo, época) a mantenerse en niveles de
existencia infrapersonales. Por ello, ante la realidad de la historia humana, con sus grandezas y sus
miserias, sus posibilidades y sus inevitables condicionamientos, el personalismo rechaza el
optimismo impaciente de la ilusión liberal o revolucionaria, y el pesimismo impaciente de los
fascismos, y define su posición como optimismo trágico: optimismo, por la posibilidad permanente
de decidirse en favor de la existencia personal; pero trágico, por la conciencia de las dificultades
que amenazan esa decisión, y de que esas dificultades nunca serán despejadas del todo. En
segundo lugar, el personalismo nace filosóficamente como toma de conciencia y como reacción a
una crisis política y económica, pero sobre todo espiritual, y que consiste fundamentalmente en la
fractura cultural que fomenta, en cada uno de sus fragmentos, posturas unilaterales, verdades
parciales, que, absolutizadas, se vuelven contra la realidad humana en lo que tiene de más propio,
genuino y valioso: su dimensión personal. Pese a todas sus conquistas, el mundo moderno,
precisamente por sus unilateralidades, se ha vuelto contra la persona: en el individualismo
burgués, en los movimientos fascistas, que reaccionan espasmódica, enfermizamente contra la
burguesía, en el mismo comunismo marxista, que, recordando toda una vertiente irrenunciable de
la vida personal, olvida olímpicamente otras igualmente importantes.
El personalismo es una toma de postura filosófica, antropológica, ética y política, que pretende
reivindicar la centralidad del ser personal, pero sin absolutizarlo, rindiendo homenaje a la eminente
dignidad del hombre, pero en su condición de criatura, abierta constitutivamente a los otros y a
Dios, y llamada a la comunión con él, pero sin otorgar a la realidad humana la condición divina,
como algunos humanismos modernos han pretendido. Todo ello implica establecer la verdad del
ser humano, haciendo justicia a la pluralidad de sus dimensiones, sin privilegiar ninguna en
detrimento de otras, situando la existencia humana en el mundo, sin romper su pertenencia y su
comunión fundamental con él, pero también sin reducirlo a los niveles inferiores de la existencia
personal. Si la expresión de la primera dimensión de la filosofía de la historia es el optimismo
trágico, en esta segunda vertiente se hace patente una tarea: no se trata de denunciar la
modernidad regresivamente, soñando inexistentes paraísos perdidos, sino de rescatar las
inspiraciones mejores del mundo moderno, para ponerlas efectivamente al servicio de la vida
personal; y esto tiene toda una implicación histórica: «Tras cuatro siglos de errores, paciente y
colectivamente, rehacer el Renacimiento»8.
No es posible explicitar aquí las fuertes implicaciones prácticas que esta concepción tiene y ha de
tener en el campo de la /educación, de la política, de la economía, etc. En todos los campos
prácticos de la actividad humana, la revolución que haga del concreto ser personal el centro real de
sus preocupaciones es y será siempre la eterna revolución pendiente. La eminente dignidad del ser
humano y su limitación metafísica, por la que no se da a sí mismo esa dignidad, hace que no pueda
entenderse esta como una mera emergencia natural, a partir de fuerzas subhumanas ciegas. El
personalismo apunta a una explicación global de lo real, por apelación a un principio espiritual
superior, él mismo personal. Es el problema de la trascendencia, del / Absoluto. Pero no puede
decirse que la filosofía personalista sea ni expresamente religiosa ni, menos aún, confesional. En
realidad la superioridad ontológica y el valor eminente de la persona es accesible a todo el que
mire al ser humano sin prejuicios. La conciencia de la dignidad humana forma parte de la
conciencia colectiva de la humanidad, no tiene como condición concreta de su aprehensión una
determinada fe religiosa. Precisamente la conciencia aguda de las numerosas ofensas que
continuamente se cometen contra la dignidad humana, la experiencia de lo que Ricoeur llama «lo
intolerable», tiene como condición una cierta veneración por esa dimensión personal, presente en
todo hombre, varón o mujer. Es verdad que históricamente la experiencia religiosa, especialmente
el /judaísmo y el cristianismo, han cooperado decisivamente en la configuración de esta conciencia,
pero ello no significa que en nuestros días ella sea accesible sólo a los creyentes. Incluso quienes
niegan los presupuestos de una filosofía personalista, difícilmente pueden substraerse a ese
homenaje implícito a la realidad personal, que es la indignación contra la injusticia en todas sus
formas. Sin embargo, es cierto que la filosofía personalista ha sido elaborada mayoritariamente por
pensadores abiertos a la trascendencia. Y es que, cuando esa conciencia más o menos implícita, se
sitúa en el campo del filosofar y se trata de indagar en profundidad la realidad personal, la
veneración por ella encuentra en la experiencia religiosa su máxima y mejor expresión. La dignidad
humana, el misterio de la libertad, la /responsabilidad asimétrica ante el /otro, lo inefable del tú
humano y la grandeza del amor, la singularidad irreductible de la vocación propia y del /rostro
ajeno, la llamada misteriosa a la autotrascendencia generosa, todas estas dimensiones, imposibles
de reducir a mecanismos evolutivos, a presión social o a astucia de la especie, sólo en un horizonte
más grande que el hombre mismo, anterior y posterior a él, hallan respuesta adecuada.
Si la persona aparece como cúspide ontológica y síntesis de todo el orden del mundo, lógico es
preguntar si el origen primero y el sentido último de todo lo real no estará dotado también de la
dimensión personal, pues de otro modo resulta poco menos que imposible explicitar todas las
joyas que adornan al hombre, y que resumimos en su dignidad personal. Las explicaciones
evolutivas, psicológicas o, en una palabra, inmanentistas, fracasan en su intento y tienen que
acabar reduciendo la evidencia de la dignidad a una ilusión, porque su propia estrechez teórica no
permite deducir lo que es indeducible. En el seno del personalismo, la explicación teórica, aun sin
renunciar a ella, cede ante la fuerza de la experiencia viva, existencial y religiosa del Tú divino, que
sale al encuentro del hombre dialogalmente, estableciendo una /relación personal y comunitaria.
El personalismo no es confesional, pero, abierto a la experiencia entera de la realidad personal,
como pensamiento verdaderamente libre, insistiendo siempre en la centralidad del ser personal y
comunitario, realiza una labor de purificación y /liberación de la experiencia religiosa de las
numerosas adherencias históricas con que inevitablemente se contagia: sus componendas con el
desorden establecido y sus contaminaciones con el espíritu del mundo, como el espíritu burgués,
que la corrompen, dando pie a su rechazo como dependencia inmadura, opio del pueblo o neurosis
colectiva. Si la verdadera experiencia religiosa ha de ejercer una función profética y liberadora en el
mundo, el personalismo, desde su libertad no confesional, ha de realizar una función profética
respecto de la religión, sal para que la sal no se vuelva sosa, para evitar que sea infiel a su
inspiración genuina.
BIBL.: DÍAZ C., La persona, fin en sí, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990; ID, El sujeto ético,
Narcea, Madrid 1983; ID, Corriente arriba. Ensayo de filosofía personalista, Encuentro, Madrid
1985; ID, Para ser persona, Instituto Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; DíAz C.-MACEIRAS M.,
Introducción al personalismo actual, Gredos, Madrid 1975; DOMINGO MORATALLA A., Un
humanismo del siglo XX: El personalismo, Cincel, Madrid 1985; LACRGIx J., Le personnalisme:
sources, fondements, actualité, Chronique Sociale, Lyon 1981; MARíAS J., Mapa del universo
personal, Alianza, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid
1995; MOUNtER E., Obras completas I-IV, Sígueme, Salamanca 1988-1992; VEGAS J. M.,
Introducción al concepto de persona, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1990.
J. M. Vegas
PERSONALISMO ALEMÁN
DicPC
1. BUBER, MARTIN. Este erudito pensador de origen polaco nació en Viena (8-2-1878) y murió en
Jerusalén (13-6-1965). Es, con Max Scheler, el más conocido personalista alemán. Junto con Franz
Rosenzweig, tradujo la Biblia judía al alemán, en una versión que ha marcado un estilo. Fue testigo
de muchos de los mayores acontecimientos de este siglo (desde la barbarie nazi hasta la
constitución del Estado de Israel). Asimismo es conocido por su interpretación de la mística judía
hasídica o chassídica (del hebreo zaddikim: los justos), que tenía su origen en las narraciones de las
que gustaban los judíos polacos del siglo XVIII. En esas narraciones, aventuras o vivencias (erlebnis)
se expresa la experiencia de un pueblo avezado al sufrimiento y a percibir en la historia su sentido
salvífico, en la /relación del hombre con Dios, concebido como un Tú Absoluto. En efecto, para
Buber la persona es un yo abierto al Tú divino, y en esa apertura que le vincula al Absoluto
descubre la persona el entretejimiento de nuestro ser como esencial apertura trascendente. La
noción de persona en el judaísmo se concibe como /rostro, que se dice en hebreo p'nim, que no
significa, en realidad, rostro singular, sino que es una palabra que está en plural (como muestra la
terminación en -im, rostros), pues la /persona es siempre relación. Por eso no es concebible la
persona como un ser encerrado en la cárcel de su pellejo, sino que la trascendencia y apertura al
otro, tanto al Tú Absoluto, al tú (personal) y a lo otro (cósico), le es esencial. El hombre, en su
suidad o en-sí-dad no es por sí un yo si no es para un tú. Cuando el hombre se percibe a sí propio
no puede autocomprenderse como alguien que tiene en su soledad su consistencia, sino que se
percata de su vinculación al Tú Absoluto, que le ha constituido en lo que es y también a los otros
personales, comenzando por sus padres o progenitores. La realidad personal es inexcusablemente
relacional. Pero la relación (Beziehung) entre el yo y el tú no encuentra su consistencia en ninguno
de los dos términos de la relación, sino más bien en el /entre (zwischen) que les relaciona, hasta el
punto de que tener conciencia de sí implica la relación con el tú. Por esto Buber concibe la filosofía
como análisis de la intersubjetividad o interpersonalidad (zwischenmenschichkeit), que encuentra
su paradigma en la relación cara-a-cara que, para la tradición bíblica, se estableció entre Yavé y
Moisés, de forma que su filosofía dialógica no se concibe sin la experiencia de la religiosidad, esté o
no vinculada a una /religión confesional. Esta relación entre Dios y el hombre es la que confiere
sentido a la realidad por entero, y es una relación de gracia y de amor. Sobre esto Buber escribió:
«A los sentimientos se les tiene; el amor ocurre. Los sentimientos habitan en el ser humano; pero el
ser humano habita en su amor. Esto no es una metáfora, sino la realidad: el amor no se adhiere al
Yo como si tuviese al Tú sólo como contenido, como objeto, sino que está entre Yo y Tú»1. Y ese Tú
no es dotado de sentido por el yo, como acontece, por ejemplo, en Husserl, sino que es de otro
modo, de forma que sólo existen para el yo dos alternativas: o bien lo existente es un ser situado
frente al él (el Tú, el otro) o bien es un objeto pasivo (lo otro, el ello)2. No obstante, la relación que
se da entre yo y tú corre el riesgo de convertirse en dialéctica en lugar de en dialógica; mientras
que la primera se propone la síntesis o fusión de los contrarios, la segunda, en cambio, respeta
tanto la /alteridad del otro como la propiedad de sí del yo: «¿Cuándo se transformará la dialéctica
del pensamiento en dialógica? ¿Cuándo se convertirá en un diálogo interpersonal, rigurosamente
reflexivo, con hombres verdaderamente presentes?» 3.
BIBL.: Die judische Mystik, Frankfurt 1906; Cuentos jasídicos, 4 vols., Paidós, Buenos Aires 1978;
¿Qué es el hombre?, FCE, México 1986"; Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; Caminos de utopía, FCE,
México 1955; Eclipse de Dios, Nueva Visión, Buenos Aires 1984 2; Sionismo y universalidad, 2 vols.,
Porteñas, Buenos Aires 1978; Das Dialogische Prinzip, Lambert Schneider, Heidelberg, 1962.
Ebner no nació alemán, sino austríaco, aunque su pensamiento bien podemos incluirlo entre los
pensadores de influjo alemán. Nacido en Neustadt, muy cerca de Viena el 31 de enero de 1882, y
murió el 17 de octubre de 1931, sin haber obtenido reconocimiento intelectual alguno. Ese
reconocimiento todavía no le ha llegado como merece, y sólo en 1995 hemos podido ver publicada
en castellano una de sus obras. Tuvo una sólida formación autodidacta y dedicó sus pocas fuerzas
físicas a su oficio de maestro de educación primaria, pues nunca pudo acceder a la docencia
universitaria. En 1918, recién terminada la primera guerra mundial, escribió su obra principal: La
palabra y las realidades espirituales, precisamente por el mismo tiempo en que otro vienés, L.
Wittgenstein, comenzaba, con su Tractatus, el giro lingüístico que, desde entonces, no ha cesado
de desarticular el /lenguaje, pero sin acceder plenamente al misterio de la /palabra humana como
vehículo de interpersonalización. El lema básico del pensamiento y la existencia vital de Ebner
corresponde al título de una de sus obras: La palabra es el camino (Das Wort ist der Weg). Piensa
que los dos mayores acontecimientos que tienen lugar en la relación entre las personas son la
palabra y el /amor; ambos liberan a cada hombre de la cárcel solipsista y de la soledad estéril. Para
Ebner la palabra es un apocalipsis, una revelación, y ello es la explicitación del más profundo
carácter de la palabra humana.
Algunos filósofos academicistas le acusaron de teósofo, de fideísta, y de realizar una falsa filosofía.
Pero estos juicios más denotan a quienes los emiten que a Ebner. Lo cierto es que es un pensador
fragmentario, poco sistemático y con un estilo reiterativo, que hace pensar, a quien lo lee de forma
superficial y precipitada, que se encuentra ante una reflexión poco sólida. Pero nada más lejos de
la realidad, pues en Ebner encontramos un pensador que se ha atrevido a asumir la propia
existencia en sus manos y hacerla objeto de su análisis minucioso, encontrando que la /palabra y el
/amor interpersonal son los sostenes más firmes en donde descansa la existencia humana. La
aparente dispersión de ideas que percibimos en sus escritos lo que muestran es una enorme
explosión de intuiciones, que sobrepasan a menudo su capacidad para expresarlas de forma
metódica y sistemática. Pero también hemos de tener presente que el ideal filosófico de la
reflexión alemana es, muy frecuentemente, el representado por la /razón abstracta y
desencarnada, representada paradigmáticamente por la filosofía hegeliana, ante la que se
opusieron, ya en tiempos de Hegel, pensadores mucho más cordiales y existenciales, como S.
Kierkegaard —que influye considerablemente en Ebner— o las obras del último Schelling, el de la
Filosofía de la revelación. Mas la hondura de la reflexión ebneriana sobre la vida del espíritu
humano, el caminar por caminos poco transitados en su tiempo y su resistencia a atarse a un frío
esquematismo metodológico filosófico, le abocaron a no ser comprendido como merecía. Pero su
sólida defensa de la dignidad humana, que encuentra en el mundo espiritual de la persona, le
hacen ser un pensador de enormes sugerencias personalistas, como se percibe por su influjo en
muchas de las intuiciones intelectuales tanto de la filosofía dialógica (M. Buber, F. Rosenzweig, T.
Haecker) como de la /teología católica y protestante (K. Rahner, B. Háring, D. Bonhóffer, E.
Brunner). Aunque algunos le acusaron de ello, Ebner jamás cayó en el castrador fideísmo, aunque
manifiesta reiteradamente que encontró la felicidad que anhelaba al entregarse a la obediencia a la
voluntad de Dios, pues sostiene que el hombre es /trascendencia que se muestra en la palabra y
que accede, también mediante ella, al mundo del otro. De esta forma Ebner mostraba a la Europa
de su tiempo, alienada y en crisis, que al hombre le es esencial mirar hacia lo alto y hacia lo hondo,
y no sólo hacia el tópos. Aquí reside, básicamente, su pertinencia para nuestro tiempo.
BIBL.: Virgilio, padre de Occidente, Epesa, Madrid 1945; Metafísica del sentimiento, Rialp, Madrid
1959; Was ist der Mensch, Hegner, Leipzig 1933 (trad. en Guadarrama, Madrid); Schüpfer und
Schdpfung, Kisel, Munich 1949'; Der Geist der Menschen und die Wahrheit, KSsel, Munich 1961.
BIBL.: Pascal Berufung, Bonn 1929; Einfiihrung in die philosophische Anthopologie, Frankfurt 1934;
Ensayo sobre la experiencia de la muerte. El problema moral del suicidio, Caparrós, Madrid 1975
(orig. de 1937); Problémes du personnalisme, París 1937.
V. RAHNER, KARL. El jesuita Rahner nació en Friburgo de Brisgovia (5 de marzo de 1904) y murió en
Innsbruck (el 30 de marzo de 1984). Su vocación intelectual primera fue la historia de la filosofía.
Rahner, posiblemente el teólogo más grande del siglo XX y una mente poderosa como muy pocas,
no sería considerado por muchos como un personalista. Pero cuando accedemos a su inmensa obra
y no nos dejamos cegar ni por prejuicios ni por la dificultad intelectiva de sus mejores escritos, nos
encontramos con una investigación antropológica que bien podemos encuadrar, en muchos de sus
planteamientos y soluciones, como personalista.
Influenciado por el intento de J. Maréchal (+ 1944) de realizar una síntesis crítica entre el
pensamiento tomista y el método trascendental de Kant, Rahner realiza su tesis doctoral, que se
propuso ser tomanista (thomanisch) y no tomista (thomistisch), según la distinción de G. Sóhngen,
es decir, quería partir del mismo santo Tomás, y no de sus intérpretes. Su intento pretendía unir,
original y no sincréticamente, el punto de arranque del filosofar del Angélico y lo aprendido con M.
Heidegger —a cuyo seminario asistió durante dos años—, así como con el método trascendental
tematizado por Maréchal. Piensa Rahner que el conocer humano parte de un dato originario: el
hombre está en el mundo de la experiencia y se cuestiona a sí mismo en el mundo y se cuestiona
sobre el ser de todo lo que le rodea, y también sobre su propio ser. El /hombre es «espíritu en el
mundo»7, y para que «podamos oír, si Dios habla, tenemos que saber que Él es; para que su
palabra no encuentre a uno que ya sabe, tiene Él que permanecernos oculto; para que El hable al
hombre, tiene que encontrarnos su palabra allí donde ya siempre estamos, en nuestra situación
terrestre, en la hora terrestre. Al penetrar el hombre en el mundo convertendo se ad phantasma,
se ha cumplido ya la revelación del ser en absoluto y, en el hombre, el saber de la existencia de
Dios; y, sin embargo, este Dios nos permanece oculto como el más allá del mundo» 8. Es fácil
percibir en estas líneas no sólo la influencia de Heidegger, sino también la de F. Ebner y su hermoso
análisis de la palabra9. Sin embargo, la tesis fue rechazada por su director, Martin Honecker, un
tomista neoescolástico de la vieja guardia, quien consideró que la tesis era insuficientemente
tomista, mostrando su falta de acierto, pues esta obra se ha convertido para muchos en un libro
clásico de la filosofía del siglo XX.
Rahner casi siempre denomina a Dios como el Misterio; y piensa que también el hombre es un
/misterio, que sólo se conoce fragmentariamente, pues no es posible tematizar una naturaleza
humana pura, sino que el hombre tiene una naturaleza humana concreta, dada en el tiempo y el
espacio. Todos los datos científicos que conocemos del hombre no nos proporcionan, sin embargo,
una definición precisa del ser humano. La asunción por Rahner del método trascendental no
significa caer en el /idealismo, sino tomar cuenta de que la cuestión sobre los objetos coimplica,
tanto en la pregunta como en la respuesta, al sujeto que se cuestiona; preguntarse sobre el ser es
también cuestionarse sobre el ser del hombre. Para escapar del idealismo, Rahner insiste en la
necesidad de reflexionar sobre la experiencia histórica concreta de la persona. El hombre es
esencialmente oyente de la palabra (Hórer des Wortes), fundamentalmente de la palabra divina
(que no es especulación humana sobre Dios, sino palabra de Dios sobre el hombre); y es tal, porque
en el hombre existe, en tanto que persona, la condición fundante de abrirse a la autocomunicación
divina, y esta condición es dada por Dios mismo al hombre, en tanto que está incluida en la
voluntad salvífica de Dios, que ha hecho a su creatura capaz Dei. Esta estructura del hombre (el
existencial sobrenatural) no sirve sólo para la escucha de la palabra divina, sino que confiere a toda
la existencia histórica del hombre, en su constitución ontológica, su ser persona para los otros
seres personales. La personalidad del hombre sólo puede realizarse, históricamente, en el diálogo
con el otro tú. Amar al hombre implica amor a Dios y no puede darse el amor a Dios sin amar al
otro humano. La relación personal con Dios es la historia dialógica entre el Misterio divino y el
misterio del hombre. La apertura trascendente del hombre no implica en modo alguno una evasión
de lo inmanente; tanto el trascendentalismo como el inmanentismo son dos ideologías que deben
ser superadas, considerando la totalidad de las notas constitutivas específicas del hombre; la
trascendentalidad y la historicidad se coimplican mutuamente, de la misma manera que lo hacen la
naturaleza y la /gracia.
En medio de la historia mundana, sin embargo, el hombre se autopercibe como persona y como
sujeto; decir del hombre que es persona no es decir algo añadido a su ser hombre, ni es mentar un
aspecto del mismo, sino mencionar su más íntima constitución. La personalidad del hombre tiene
lugar, en sentido ético, cuando admite su ser-persona, cuando acepta el carácter dialógico de la
existencia humana concreta, así como su libertad, su responsabilidad (de sí y del otro hombre) ante
Dios y ante sí mismo. «La personalidad plena radica en la genialidad del corazón, no del
entendimiento»10. Y aunque Rahner sostiene, todavía de una forma que recuerda una filosofía
predialógica, que «el hombre se experimenta como persona que es sujeto precisamente en cuanto
se sitúa ante sí mismo», y lo consigue «como producto de lo radicalmente extraño para él»11, esto
no significa en modo alguno que Rahner sostenga la autoposición o autoconstitución de la persona,
pues esta siempre es oyente de la palabra del otro, sea un Otro Absoluto, sea el otro humano, pues
el hombre, en tanto que es persona, es un ser que trasciende.
BIBL.: Espíritu en el mundo, Herder, Barcelona 1963; Oyente de la palabra, Herder, Barcelona 1967;
Misión y gracia, 2 vols., Dinor, San Sebastián 1968; Escritos de Teología 1-V1l, Taurus, Madrid 1961-
1969; El problema de la hominización. Sobre el origen biológico del hombre, Cristiandad, Madrid
1973 (con P. Overhage); Cambio estructural en la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974; Curso
fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1984'.
Nacido en Kassel en diciembre de 1886, murió en Frankfurt el día 10 de diciembre de 1929. Estudió
medicina, filosofía y derecho. Muy próximo al cristianismo, permaneció fiel a su fe judía durante
toda su vida, llegando a ser rabino en 1923. Colaboró con M. Buber en la traducción del Antiguo
Testamento bíblico al alemán. Rosenzweig critica la forma de conocimiento lógico que, según él,
consiste en la identidad A = A12 y cuyo exponente máximo es Hegel. Desde su tesis doctoral (Hegel
und der Staat, 1920), critica frontalmente el idealismo absoluto hegeliano, uniéndose en ello a
otros como el último Schelling, L. Feuerbach, S. Kierkegaard y su maestro H. Cohen. Para su
superación, Rosenzweig propone un nuevo pensamiento (das neue Denken), que insiste en la
necesidad de partir de la persona histórica concreta del pensador, que debe situarse en su
contexto existencial si pretende acceder a la realidad objetiva. Este nuevo pensamiento supone
una nueva revolución copernicana en el pensar, poniendo a Hegel boca abajo (como decía también
Marx de la obra de Feuerbach respecto a Hegel), de modo que se vean al revés todas las cosas con
respecto al idealismo. Y ese nuevo pensamiento no es algo absolutamente novedoso, pues sostiene
que «el sentido común siempre ha pensado así»13. Y precisamente este sentido común enfermo es
la filosofía idealista. Sin embargo, «el sano sentido común está desacreditado entre los filósofos»14
La reducción del hombre, el mundo y Dios a una sola realidad, por parte de Hegel (el Geist
abstracto y supuestamente divino), le parece a Rosenzweig inaceptable. Pero los filósofos de
profesión se sentirán inquietos ante este nuevo modo de pensar, que no es el correcto, dice con
ironía Rosenzweig, esto es, el academicista encorsetado. La filosofía oficial se ha empeñado, con
sus enrevesamientos, en afirmar que el mundo no es el mundo, que el hombre no es el hombre y
que Dios no es Dios. De este modo, la filosofía, cuanto más oscura y tergiversadora de lo real, tanto
más profunda. El nuevo método del pensamiento debe proponer el hablar, la palabra, sobre el
pensar abstracto e intemporal. El nuevo pensamiento debe partir de la realidad existencial del
pensador, atreviéndose a asumir su propio y peculiar modo de ser temporal. El pensamiento ha
sido el pensar de un pensador solitario; por el contrario, el hablar coimplica tanto al yo como al tú.
El hablar vive pendiente «totalmente de la vida del otro, se trate del oyente de la narración, del
interlocutor del diálogo, o del contertulio del coro». Es necesario, pues, pasar del pensador
pensante al pensador interpelante. En el diálogo tiene lugar lo nuevo, pues ignoramos lo que el
otro va a decir y esa novedad del otro nos afecta profundamente, pues depende de su decir el
tenor de nuestra respuesta, que no estará determinada de antemano.
BIBL.: Hegel und der Sula', 2 vols., Berlín, 1920; Des Stern der Erlósung, Frankfurt, 1921; Kleinere
Schriften, Berlín 1937; Briefe und Tagebücher, 2 vols., La Haya 1979; El nuevo pensamiento, Visor,
Madrid 1989; El libro del sentido común sano y enfermo, Caparrós, Madrid 1994; Franz Rosenzweig.
Der Mensch und sein Werk. Gesammelte Schriften, 10 vols., M. Nijhoff, La Haya 1979ss.
En sus primeros años podemos percibir en su obra la influencia del idealismo de Fichte –a través de
R. Eucken, su maestro–; a partir de 1915 y hasta 1922 –su época de mayor creación personalista–
se aproximó a la /fenomenología de Husserl, aunque con la intención de superar el inmanentismo
egológico del fundador del método fenomenológico, yendo, más allá del sujeto y del emerger de
las esencias en la conciencia cognoscente, hasta el reino de las esencias mismas. Quizás sea Scheler
quien mejor ha explicitado, en el tema de la persona, las intuiciones del método de Husserl. El lema
de la fenomenología husserliana era «a las cosas mismas», pero su intención no pasó de ser
intencionalidad. Será Scheler quien desarrolle el análisis de las esencias de las cosas, tanto en el
plano de la reflexión sobre la persona, como sobre la investigación ética; precisamente Scheler
comienza allí donde terminaba Husserl con su investigación eidética sobre las entidades lógicas.
Para Scheler los valores no son meras ideas, ni son objeto de una construcción consensuada, sino
que son entidades verdaderamente objetivas dispuestas gradualmente, como formas a priori, y
que establecen una verdadera / axiología jerárquica. Las cosas son buenas –son un /bien y un fin–
en la medida en que asumen un /valor. Scheler representa, entonces, una fuerte crítica al
formalismo voluntarista kantiano, que considera que el valor no es sino un acto puramente
subjetivo conforme a la ley moral. Scheler pretende arrojar del mundo de la /ética el carácter de
formalismo abstracto en el que lo sumió la ética de Kant. La ética material de los valores
scheleriana es, no obstante, también /autónoma, pero no en el sentido de que el sujeto inventa o
crea los valores, sino en tanto que libremente se adhiere a ellos, cuando la intuición emocional –
que no es un simple /sentimiento pasivo– con su fuerza intencional se dirige a los valores objetivos
en sí y los descubre.
VIII. WUST, PETER. Nació el 28 de agosto de 1880 en Rissenthal (Saar) y murió el 3 de abril de 1940
en Münster, en cuya universidad fue catedrático de filosofía. Su aproximación al mundo intelectual
se produjo tras su paso por el seminario de Tréveris, en el cual permaneció un lustro. Interesado
por los estudios humanísticos, pronto se aproximó al neokantismo de la escuela de Marburgo
(Cohen y Natorp). Siendo un pensador a cuya vida acompañó frecuentemente el sufrimiento y la
angustia, siempre le interesó más ser hombre que filósofo, como es usual en los grandes hombres y
en los grandes filósofos existencialistas. Como otros personalistas alemanes, fue acusado por los
filósofos academicistas de falta de sistematización en sus escritos. Pero, de nuevo, se trata de un
pensar que lucha por configurar nuevas categorías del pensamiento, adentrándose en el mundo del
espíritu, que no se deja encorsetar y cuyas fronteras son difíciles de delimitar. Su apuesta por la
ingenuidad (Naivitcit) en el hombre no es, en modo alguno, fruto de una candidez acrítica, sino la
/confianza en estar abierto en los brazos de Dios, que es un Padre y que trata a los hombres como
hijos. Hacerse como un niño no es caer en las niñerías; ser ingenuo (en segundo grado, que diría P.
Ricoeur) es, entonces, una difícil tarea que emprende todo el que quiere ser persona, ahondando
en la riqueza de la vida existencial y mística. La persona debe esforzarse por vivir en la inseguridad,
sin dejarse vencer por el escepticismo, cuando no logra acceder a la certidumbre absoluta. Donde
no llega la lógica racional, llega la lógica de la fe, que se alimenta de la oración. Mas no por ello —
aunque algunos le acusaron de esto— cae Wust en el yermo irracionalismo. Afirmar la lógica de la
fe no es una vuelta atrás sobre la lógica racional, sino una superación de esta, venciendo la
tentación y el peligro de la /nada. También es preciso no confundir el irracionalismo con el ámbito
de lo meta-racional, donde está presente aquel Misterio del ser que configura y da sentido a la
existencia humana, preservándola de la desesperación. Por esto la ingenuidad existencial es la
expresión de una apuesta por la /esperanza y por el /sentido de la vida, que tiene su fundamento
en Dios mismo. A pesar de no ser suficientemente conocido, muchos se percataron de la hondura
de sus planteamientos existenciales. Incluso G. Marcel dedicó al concepto de piedad de P. Wust el
capítulo último de su Ser y /Tener
BIBL.: Die Auferstehung der Metaphysik, F. Meiner, Leipzig 1920; Naivitiit und Piettit, P. Siebeck,
Tubinga 1925; Die Dialektik des Gei.stes, Filser, Augsburg 1928; Ungewissheit und Wagnis, Küsel,
Munich 1946 (orig. de 1937); Der Mensch und die Philosophie, Regensberg, Münster 1946.
NOTAS: 1 Yo y Tú, 20. -2 Eclipse de Dios, 43. -3 Zwiesprache, en Das Dialogische Prinzip, 180. —4 T.
HAECKER, Christentum und Kultur, Küsel, Munich 1946', 240. — 5 T. HAECKER, War ist der Mensch,
Hegner, Leipzig 1933, 97; recordemos que ierós significa sagrado. — 6 P. L. LANDSBERG, Ensayo
sobre la experiencia de la muerte. El problema moral del suicidio, Caparrós, Madrid 1995, 103-104.
– 7 La tesis la denominó Geist in Welt. Zur Metaphysik der endlichen Erkenntnis bei Thomas von
Aquin, Innsbruck 1939. — 8 K. RAHNER, Espíritu en el mundo, Herder, Barcelona 1963, 388. - 9 Más
perceptible todavía en su tesis en teología: Hürer des Wortes. Zur Grundlegung einer
Religionsphilosophie, Munich 1941. – 10 K. RAHNER-H. VORGRIMLER, Diccionario Teológico,
Herder, Barcelona 1970, 559. — 11 K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al
concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1984', 48. — 12' El nuevo pensamiento, 22. — 13 iD,
45. — 14 El libro del sentido común sano y enfermo, 13. — 15 El nuevo pensamiento, 61. — 16 Der
Formalismos in der Ethik und die materiale Wertethik. Neuer Versuch der Grundlegung Bines
ethischen Personalismus 11, Berna 1966, 382.
BIBL.: DÍAZ C., Introducción al pensamiento de Martin Buber, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid
1990; LIEBESCHÜTZ H., Von Georg Simmel zu Franz Rosenzweig. Studien zum Jüdischen Denken in
deutschen Kulturbereich, Tubinga 1970; LÓPEZ QUINTAS A., Pensadores cristianos contemporáneos.
Haecker, Ebner, Wust, Przywara, Zubiri, BAC, Madrid 1967; MosÉs S., Systéme et Révélation. La
philosophie de Franz Rosenzweig, París 1982; PINTOR RAMOS A., El humanismo de Max Scheler.
Estudio de su antropología.frlo.sófrca, BAC, Madrid 1978; SÁNCHEZ MECA D., Martin Buber.
Fundamento existencial de la intercomunicación, Herder, Barcelona 1984; VORGRIMLER H., Vida y
obra de Karl Rahner, Taurus, Madrid 1965; WEGER K. H., Karl Rahner. Introducción a su
pensamiento teológico, Herder, Barcelona 1982.
M. Moreno Villa
PERSONALISMO CRISTIANO
DicPC
Parece que el término persona surge en el mundo etrusco, para continuar después en el romano, a
través de la escena teatral, indicando la máscara del actor o el papel que representa. En Roma, ya
por la época de Cicerón, equivale al griego prósopon y señala aquello que se ve, lo que está ante los
ojos, por tanto, faz, /rostro; también la cara anterior de cualquier objeto. Entre los estoicos griegos
y latinos (Séneca), persona llega a designar el individuo humano concreto, en un modo empírico,
no metafísico. Esta pobreza semántica del término, en comparación con el valor que ganará en el
cristianismo, es correlativa a la propia limitación antropológica de la cultura clásica. Grecia disponía
de un pensamiento antropológico, pero no en clave personal, no situando a la persona como la
realidad excelente, sino definiéndola desde lo físico natural, lo que hay, desde la perspectiva
naturalista de su metafísica, que no diferencia al hombre como realidad aparte. El pensamiento
antiguo no concibe al hombre como sujeto soberano de su querer y conocer, y no le asignará post-
mortem nada más allá de la inmortalidad platónica del alma supra-individual o del solo intelecto
activo aristotélico. Frente a la cultura de Grecia y Roma, la revelación judeocristiana aporta un
radical nuevo, el principio absoluto de Dios, origen de toda la realidad e interlocutor soberano del
hombre. Dios no es una instancia anónima o una energía neutra. Desde la definición de Exodo 3,14,
«el que soy», el Dios que está en el aquí y el ahora de la historia de Israel, una compañía que guía y
asiste soberana y amorosamente como interlocutor, hasta la definición al final del Nuevo
Testamento, «Dios es amor» (1Jn 4,8), un principio absoluto, libre y relacional preside la realidad y
el hombre, y desde él el mundo se entiende, no como un orden cósmico de necesidad impersonal,
sino como historia. A la llamada de Dios, el hombre experimenta por primera vez el carácter libre,
responsable, histórico, irrepetible de su individualidad. La misma revelación bíblica ofrece la
conceptualización de esta situación dialogal del hombre con Dios, afirmando que fue creado como
semejante a El (Gén 1,26-30). Y cuando la palabra del ofrecimiento divino se hace humana, el
cristianismo reconocerá al hombre un valor absoluto, como objeto del amor infinito y eterno de
Dios que nace, vive y muere por cada hombre, y por primera vez se afirmará el destino de
eternidad de la individualidad humana en la unidad viva de su alma y su cuerpo. De igual modo, se
revela una fundamental igualdad de los hombres y la fraternidad como modo de relación con los
otros, siendo cada hombre amado de Dios (Mt 25,31 ss).
Cuando el cristianismo inicie su discurso sobre este Dios libre y amoroso, precisará una
conceptualidad nueva. Con el escaso significado que poseía, el término persona viene asumido en
la denominación cristiana de Dios. El origen del concepto es teológico, fruto del trabajoso afán por
precisar la realidad del Dios uno y trino y la realidad de Jesucristo como Dios encarnado; el lenguaje
así forjado se irá trasladando al hombre, imagen suya. Quien primero asume el término es
Tertuliano, echando las bases de la teología occidental del Dios trino, y entregando a la cultura
humana un concepto de excepcional relieve: Padre, Hijo y Espíritu son tres personas que
constituyen una sustancia. Un impulso concreto hacia la denominación de Dios como persona lo
facilitaba la misma Biblia, sobre la que los primeros Padres practicaron la llamada exégesis
prosopográfica, operante en la acuñación de Tertuliano. Los poetas paganos introducían en la
escena personajes (prósopa) en /diálogo para dramatizar el relato, que así se desarrollaba
dialógicamente. Los primeros exégetas cristianos proyectan este recurso en la interpretación de
pasajes bíblicos (Gén 1,26: «Hagamos al hombre a nuestra imagen»), en los que no se trataría de
un artificio literario, sino de un verdadero coloquio de Dios Padre con su Hijo, persona que habla
con persona. Sobre esta línea y el uso de llamar a los individuos personae, Tertuliano afirma que en
la Escritura las voces manifiestan los personajes divinos existentes, y se demuestra la distinción de
tres personae concretas. Con Tertuliano, persona gana valor de individualidad y peculiaridad
opuesto a substantia, que designa el substrato constitutivo de la cosa. En Dios, sobre la unidad de
sustancia, hay tres personas en distinción y unión simultáneas. Tertuliano mismo hablará del
hombre como el individuo particularizado, a quien se dirige alguien, referido a algo, con
personalidad moral y civil. Persona es la realidad inalienable que dice «yo» y establece con el otro
una relación consciente, el individuo que se manifiesta en su actuar como subsistente en sí y
racional. Una modulación ontológica importante imprimirá Basilio de Cesarea en el área griega,
donde se venía usando hypóstasis en vez de persona, generando polémicas entre orientales y
occidentales, toda vez que hypóstasis correspondía en realidad al latino substantia. El concilio de
Nicea (325), frente al arrianismo, afirmará la identidad trinitaria de ousía (naturaleza), sinónimo de
hypóstasis, comprometiendo la aceptación de su enunciado con tal expresión. Basilio propone
como fórmula de entendimiento una ousía, única sustancia en Dios y tres hypostáseis, según el
modo de ser de los miembros de la Divinidad, paternidad, filiación y potencia santificadora. Poco
después, el Concilio de Constantinopla (381) confirma la doctrina de la Trinidad como una única
ousía en tres hypostáseis o prósopa: identidad esencial –consustancial– de tres y diferenciación
personal –hipostática– en el seno de una comunidad perfecta. La distinción de Basilio entre ousía,
lo que es común, e hypóstasis, lo propio, hasta entonces confundidas en el Oriente, ha sido de gran
trascendencia en la constitución de la persona, como lo que es irreductible, singular e individual.
Basilio precisará el significado de hypóstasis, persona, como el concreto acto de ser, subsistencia,
existencia propia y perfecta en sí. Se establece el concepto humano de persona, el hombre imagen
de Dios, que no es miembro de un todo, sino sujeto subsistente, único, irrepetible. En el Occidente
latino, el término persona establecido por Tertuliano, no obstante algunas reservas, termina por
imponerse. San Agustín prestará una contribución definitiva al concepto, introduciendo lo relativo
en la explicación de la Trinidad. Dios es sustancia exenta de todo accidente1, cosa sabida ya; pero
no todo se dice de Dios según la sustancia: se dice también relativo, relativo no accidental2, una
categorización ontológica nueva. Agustín crea así la teología de las relaciones, pero no llega, por lo
general, a situar el término persona junto al de relación, por parecerle excesivamente sustancial,
no relativo, impreciso e inadecuado para los tres subsistentes relativos de la /Trinidad. Si el término
persona gana poco con san Agustín, él hace la aportación impagable de una ontología de lo
relacional, y muy significativa es su doctrina psicológica de la Trinidad, que fija al hombre como
acceso a la comprensión del Dios trino, y que consagra su semejanza, en la desemejanza, con Dios
cuya imagen es.
En el Medievo una reflexión original y sugerente es ofrecida por Ricardo de San Víctor, hoy muy
revalorizada. Ricardo concibe a Dios como misterio de comunión, de donde surgen y en el que se
implican mutuamente las personas. No parte de la sustancia única que se despliega en Trinidad de
personas, sino de la comunión de estas como realidad originaria, y así introduce una nueva
concepción con la que quiere superar el sustancialismo de Boecio: Más que sustancia
independiente, la persona es existentia: realidad singular, consistente y racional (sistentia) que está
naturalmente referida (ex), por tanto relación, comunión, que se constituye no desde sí a través de
la apertura y de la relación con los otros. Con este concepto de persona que cree válido para Dios y
para el hombre, asienta la relación fundamental entre amor y persona. Sin atender mucho a la
elaboración de Ricardo, que conoce, santo Tomás realiza una síntesis propia entre la herencia
agustiniana y la de Boecio, fundiendo persona con la relación: la persona divina no es relativa, sino
simplemente una relación real y subsistente; en Dios, persona es en sentido propio y designa la
relación «per modum substantiae»4. También el hombre es relación, en cuanto apertura
intencional, relación estructural con el ser, y es persona al tener el ser subsistente. La razón
poseída por un ser subsistente en concreto, mediante un actus essendi, confiere la irreductible
dignidad de la persona humana y el actus essendi del hombre proviene de su forma sustancial, el
alma, cuya capacidad de reflexión sobre sí muestra su naturaleza intelectual y su subsistencia. La
autoconciencia y autodeterminación del hombre, fuente de su grandeza, surgen aquí: que la
persona a la que pertenecen subsiste, existe por sí y en sí. La / dignidad del hombre que existe y
está dotado de razón y libertad, se resume en su ser persona5, y en cuanto tal es aliquid Dei, imago
Dei6. Finalmente, con Scoto, en la tradición del agustinismo, termina el gran ciclo creador de la
teología cristiana en torno a la persona divina y a la humana. La escolástica posterior, hasta bien
avanzado el siglo XIX, se mostrará por lo general con escasa creatividad, acosada .o ignorada por el
pensamiento moderno, que se independiza cada vez más del personalismo cristiano; y, desgajado
de la fe, a pesar de hallazgos importantes, no logrará una visión cabal de la persona.
En la /Modernidad, desde el cogito cartesiano, establecido como fundamento autónomo, cada vez
más propenso a una subjetividad absoluta, se bate en retirada la sustancialidad de la persona, que
ahora es yo consciente, /razón, tornándose constitutiva la autoconciencia. Se levanta el
interrogante que sombrea toda la Edad Moderna: si persona es igual a auto-conciencia, toda vez
que esta ha de presuponer la personalidad, un soporte de subsistencia para la actividad que es. La
consolidación del racionalismo europeo, con su cristianismo racional (Locke, Toland) que
desembocará en el deísmo desnaturalizador del personalismo cristiano, se injerta en la crisis de la
fe trinitaria, provocada por la herejía sociniana que, liquidando la Trinidad, se queda con una única
persona divina. Antitrinitarismo y des-sustancialización de la persona son el mismo movimiento en
la cultura europea desde fines del siglo XVII. En el corazón de la /Ilustración, Kant, interpretando la
/religión dentro de la pura razón, disuelve las personas de la Trinidad en atributos divinos. Una
Trinidad es una idea inútil para la razón práctica, y el Dios no trino puede ser considerado persona
como garantía de la moralidad, en cuanto tal idea sirve a concebir el imperativo moral de la razón,
no como subsistencia ontológica.
Apelándose a Dios como clave de éxito de la moralidad humana, Kant elabora una depurada
/antropología ética. Si el conocimiento del yo sólo puede ser empírico, no especulativo, la razón
práctica descubre la categoría de la /libertad, de modo que la persona es «libertad e independencia
frente al mecanismo de la naturaleza entera, consideradas a la vez como la facultad de un ser
sometido a leyes propias, es decir, a las leyes puras prácticas establecidas por su propia razón»7. La
persona es libertad de un ser racional bajo leyes morales que la razón se da, y esta idea de hombre
«despierta el respeto y nos pone ante los ojos la sublimidad de nuestra naturaleza» 8. Desde este
carácter, a nada parangonable, del obrar personal, Kant rechaza toda instrumentalización de la
libertad humana: «El hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo. El es,
efectivamente, el sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad»9. Lo
único lógico en el hombre, fin en sí mismo, será respetar a los demás fines en sí y amar al prójimo
significa convertir en míos los fines suyos.
En la estación idealista, tanto Fichte como Schelling, con un concepto dialéctico de persona que
reclama la oposición, la presencia del contrario, rechazarán la atribución de carácter personal a
Dios por antropomorfismo. Frente a ellos, Hegel elaborará en sus Lecciones de Filosofía de la
religión, un concepto fecundo de persona, sobre la operación primaria de presentar lo verdadero,
no como sustancia, sino como sujeto. La persona es en sí y para sí, es subjetividad concreta y
viviente —como el Dios vivo, actividad absoluta, subjetividad y personalidad infinita, diferenciada
de sí misma, pues para ser uno se hace en tres personas—. No existe la persona sola, es en el amor
donde alcanza vida concreta, y al tiempo universalidad. En el amor que diferencia en la unión se
encuentra la persona a sí misma. El sujeto existe en cuanto se reencuentra en el otro, que en la
Trinidad significa que el /Absoluto se encuentra a sí mismo en las personas divinas. La consistencia
de las personas se funda en la necesaria comunión interpersonal. El ser de la persona es existir en
la /donación de sí al otro y la Trinidad cristiana es la unidad que se realiza en la donación recíproca.
En definitiva, persona es la subjetividad que se realiza en el dinamismo del amor. Si Hegel liquida la
Trinidad subsistente, que sólo existe en cuanto movimiento, proceso dialéctico de donación,
ignorando el amor en sí subsistente, si sobre todo disuelve el Dios trino en su sistema conceptual
absoluto, cierto es también que, al hilo de su explicación del misterio originario del cristianismo, a
él tan caro, ha acuñado una concepción de lo personal de enorme riqueza, que fecundará el
personalismo cristiano en su vertiente dialógica de nuestro siglo. Pero, no obstante los elementos
importantes que sobre la persona ofrece, Hegel no podrá ser considerado personalista.
III. CONCLUSIONES.
BIBL.: ÁLVAREZ TURIENZO S., El cristianismo y la , formación del concepto de persona, en AA.VV.,
Homenaje a Xavier Zubiri, Madrid 1970, 45-77; ANDRESEN C., Zur Entstehung und Geschichte des
trinitarischen Personbegr,ffs, en Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft 52 (1961) 1-39;
DÍAz C.-MACEIRAS M., Introducción al personalismo actual, Gredos, Madrid 1975; LANGEMEYER B.,
Der dialogische Personalismus in der evangelischen und katholischen Theologie, Paderborn 1969;
LÓPEZ QUINTÁS A., Pensadores cristianos contemporáneos, BAC, Madrid 1968; MORENO VILLA M.,
El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; NÉDONCELLE M., Remarques sur l'expression de
la personne en grec et en latín, en Explorations personnalistes, París 1970, 147-189. PAYAN A.-
MILANO A., (eds.), Persona e personalismi, Nápoles 1987; STUDER B., Der Person-Begriff in der
frühen kirchenamtlichen Trinitcitslehre, en Theologie und Philosophie 57 (1982) 161-177; TEJERINA
ARIAS G., Persona. El radical cristiano del humanismo de E. Mounier, Acontecimiento 9 (Madrid
1987) 45-59; ZUBIRI X., El hombre, realidad personal, Revista de Occidente 1 (1963) 5-29.
G. Tejerina Arias
PERSONALISMO ESPAÑOL
DicPC
Aranguren, nacido en 1909 en Avila, estudió derecho y filosofía, y se doctoró en esta última
disciplina en la Universidad de Madrid. Después de la Guerra Civil (donde fue movilizado), accedió,
en 1955, a la cátedra de Sociología y Moral de la Universidad Complutense; pero fue expulsado en
1965, por haber apoyado las reivindicaciones estudiantiles. Debió enseñar, durante años, en el
extranjero (Suecia, Dinamarca, y sobre todo en California). En la transición democrática volvió a su
cátedra en 1976; se jubiló en 1979. Murió en Madrid en 1996. Defensor del /personalismo, fue un
conferenciante y escritor prolífico y colaboró en diversos diarios (sobre todo en El País).
Se nutrió en san Agustín, Unamuno, Eugenio d'Ors, Ramón Ceñal y Marx, pero sobre todo en los
grandes místicos (principalmente san Juan de la Cruz); Aranguren se consagró a un discernimiento
personalista del catolicismo; fue ferviente católico, pero muy independiente, en la frontera de la
heterodoxia. Su descubrimiento de la /persona se operó a través de la valorización (mise en valeur)
del /talante original de cada hombre, disposición anímica innata y fundamental, que orienta e,
incluso, a menudo condiciona nuestras decisiones y nuestros actos. Aranguren se hizo eco de la
contestación de creyentes sinceros contra los milenarios compromisos de la Iglesia con los medios
dominantes y dirigentes, especialmente los del poder económico; reclamó un aggiornamento
radical y un respeto de la modernidad, pero sin renunciar al mensaje evangélico. Fue un pensador
eminentemente crítico, pero de ningún modo negativista. «Cada persona se encuentra
perteneciendo a un grupo que posee su propio código moral. La tarea moral no consiste ni en
someterse ciegamente a él, ni en rebelarse ciegamente contra él... Consiste en la progresiva
moralización del código moral que encontramos vigente en nuestro grupo»1.
En el aspecto concreto y práctico, Aranguren se muestra bastante ecuménico, muy sensible a las
aportaciones válidas del protestantismo, del existencialismo e incluso del marxismo; se yergue
contra la explotación del hombre por el hombre, contra la sumisión tutelar de la mujer, contra el
racismo y el colonialismo, contra el egoísmo individual y fariseo, contra el nacionalismo y el
militarismo, contra el integrismo, contra la estadolatría; fue un renovador completo de la moral,
que fundamentó sobre el amor más que sobre la ley. Sus discípulos son numerosos: Esperanza
Guisán, Adela Cortina, Andrés Ortiz Osés, Gerard Vilar, Carlos Díaz, José Gómez Caffarena, etc.
BIBL.: La filosofía de E. d'Ors, 1945; Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1952;
El protestantismo y la moral, 1954; Catolicismo día tras día, 1955; Crítica y meditación, 1957; Ética,
1958; Ética y política, 1963; La comunicación humana, 1965; El marxismo como moral, 1967;
Propuestas morales, 1983; Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa, 1987.
Arostegui (nacido en 1922 en Ogijares, Granada), licenciado y doctor en filosofía por las
universidades de Granada y Madrid, ha profesado, hasta su jubilación, en el instituto de Enseñanza
Media San Juan Bautista de Madrid. Colaborador de varias revistas (Aporía, Crisis,
Acontecimiento...), es autor de apreciables obras, en las cuales defiende la libertad de la persona y
de la sociedad, contra todas las formas de opresión.
Inspirado por el agustinismo, por los grandes clásicos, por Mounier, se declaró tempranamente
alejado de Nietzsche, para entregarse por entero al personalismo. Historiador de la filosofía, tiene
puesta igualmente su atención en la filosofía de las ciencias (particularmente sobre R. Turró) y en la
estética. Cotidianamente defiende el progresismo social y político, pero sin caer en el esnobismo o
el fácil extremismo.
BIBL.: Una conjuración española contra Maritain, 1952; Esquemas para una historia de la filosofía,
1953; 19782; La libertad, 1968; La persona, 1962; La lucha filosófica, 1975; Arte granadino actual,
1974.
Carlos Díaz, nacido en 1944, en Canalejas del Arroyo (Cuenca), de una familia de docentes, ha
realizado sus estudios superiores de filosofía en la Universidad de Salamanca (1961-1966) y
después en Madrid, donde se doctoró en 1969. Después de haber sido profesor durante varios
años en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, es actualmente profesor de la
Universidad Complutense. Padre de familia numerosa, despliega una gran actividad filosófica y
política; viniendo de la fenomenología y el movimiento libertario, desembocó tempranamente en
el personalismo, donde ha llegado a ser, en la hispanidad, uno de los más ardientes líderes. Autor
de numerosas obras (principalmente sobre Mounier), colabora en muchas revistas (Pensamiento,
Arbor, Teorema, Eidos, y sobre todo en Acontecimiento, el órgano de expresión del Instituto
Emmanuel Mounier, que actualmente dirige); es asimismo un gran traductor, particularmente de
Mounier, de Guyau, de Proudhon, de Hegel, de Marx, de Lacroix; ha realizado una síntesis entre el
anarquismo moderado y el cristianismo.
Toda la reflexión de Carlos Díaz está centrada sobre el sujeto personal, el proyecto metafísico y
cristiano, que no separa jamás del prójimo y de la comunidad. Militante del movimiento obrero,
desde una perspectiva de completa libertad y con un horizonte espiritual constante, ha analizado
lúcidamente la crisis de la civilización capitalista occidental, que constituye el desorden establecido.
El anuncia diversos imperativos urgentes: recuperar la casa de todos, es decir la naturaleza,
manchada por una tecnocracia ávida solamente de ganancia; después de este deber ecológico, es
preciso reconstruir una cultura auténtica y abierta a todos, en el sentido de una sabiduría atenta a
la espiritualidad de la persona solidaria, para lo cual necesitamos un relajo que nos posibilite
reflexionar con calma (en lugar de agitarnos en un trabajo incesante e inhumano); es necesario
luchar constantemente por la justicia social y contra la opresión de los poderosos y de los
burócratas estatistas; en fin, es preciso restablecer la fuente viva del amor, que reside en Dios2. En
la diaria lucha de liberación debe evitarse todo laxismo: ello requiere la ascética y una consagración
de todos los instantes.
Heredia, nacido en Sevilla, en 1940, que profesa en la Universidad de Salamanca desde 1968,
defendió su tesis doctoral en 1971, sobre Salmerón, y dirige, desde 1978, cada dos años, el
Seminario de historia de la filosofía española e iberoamericana en la Universidad de Salamanca.
Discípulo del personalismo, ha escrito varios estudios sobre Mounier. Es vicepresidente de la
Asociación de Hispanismo Filosófico. Ha impartido numerosas conferencias (particularmente en
Francia, Holanda, Estados Unidos, etc). Escribe en Acontecimiento, La ciudad de Dios, Teorema,
Concordia, Cadmos, Cuadernos salmantinos de filosofía. De convicciones profundamente cristianas,
Heredia ha descubierto en el personalismo comunitario de Mounier un modo de pensamiento y de
vida que le es del todo connatural, por la interpenetración de la religión y de la acción social, tan
generosa y atrevida. Considera, por otra parte, el krausismo como una forma de personalismo
avant la lettre, por su preocupación del yo (moi) y del tú (toi), así como su promoción esencial de la
condición política y civil del hombre. Especialista eminente de la filosofía española, Heredia se
muestra sensible a la tradición democrática de España.
Dejando a un lado sus numerosas obras de medicina y las que tratan de España, su producción
filosófica es considerable. Católico ferviente, pero conocedor de toda la cultura profana (Ortega,
Machado, Azorín, Marañón, López Piñero, Freud, Baruk, Heidegger, Sartre, Condorcet, Comte,
Marx, Hegel, Spencer, etc.), Laín se apasiona por la condición de la persona humana y de la
intercomunicación con el otro (autrui), integra los factores somáticos y la vocación espiritual del
hombre, en lugar de disociarlos como hace el dualismo tradicional. Su estudio de la espera
(l'attente) supera al de la esperanza (l'espérance), la cual se sustenta a fin de cuentas en Dios;
precisamente por esto, según él, la actitud religiosa no contradice, generalmente, la actitud
intramundana: se fecundan la una a la otra. La convivencia entre las personas sobrepasa la simple
comunidad; toda sociología debe apoyarse sobre esta dimensión original del ser humano. Como
acontece con Mounier y Zubiri, no hay escisión entre nuestra acción y nuestro porvenir
trascendente. La cosmología se encuentra normalmente en continuidad con la escatología, a
condición de que seamos fieles a la llamada del Infinito. La fenomenología del encuentro debe
abrirnos al Absoluto; de aquí el papel imprescindible de la amistad.
BIBL.: La espera y la esperanza, 1957; La empresa de ser hombre, 1958; Ocio y trabajo, 1960; Teoría
y realidad del otro, 1961; Sobre la amistad, 1972; El cuerpo humano. Teoría actual, 1989; Cuerpo y
alma, 1991.
Nutrido de pensamiento cristiano, Maceiras reserva, sin embargo, un lugar también a los griegos
(particularmente a Pitágoras), a la Edad Media, al cartesianismo, a Kant, a la fenomenología, a la
hermenéutica (sobre todo a la de Ricoeur), a la doctrina de Mounier (sobre la que ha escrito
mucho), a Jaspers, a Schopenhauer, a Kierkegaard y a Bergson. Su personalismo está sólidamente
pensado y definido, contra el viejo sustancialismo escolástico, así como contra el idealismo. Se
puede, en efecto, leer en ¿Qué es filosofía? El hombre y su mundo, estas líneas significativas: «La
persona es una realidad que se hace en su propia existencia. Libertad e inteligencia no se aceptan,
por tanto, como hechos, como realidades dadas, sino como realizaciones que se hacen posibles a
través de las relaciones del hombre con los demás y con el mundo»3. La persona toma todo su
sentido de su destino trascendental; es decir, de Dios; pero la fe no se confunde con la
investigación filosófica, sino que es de otro orden.
BIBL.: Mounier y Ricoeur, 1976; Introducción al personalismo actual (en colaboración con C. Díaz),
1975; ¿Qué es filosofía? El hombre y su mundo (con Prefacio de P. Ricoeur), Cincel, Madrid 1979;
Utopía y realidad en Mounier, 1980; Temas de historia de la filosofía, 1984; Schopenhauer y
Kierkegaard. Sentimiento y pasión, 1985.
Mindán, nacido en 1902 en Calanda (Aragón), en el seno de una familia campesina muy piadosa,
fue pronto sacerdote, y después hizo su licencia en filosofía en la Universidad de Madrid, bajo la
dirección de Ortega y Gasset (también bajo el magisterio de García Morente, Zubiri, Gaos,
Zaragüeta y Besteiro). Profesor, durante toda su vida, en el Instituto Ramiro de Maeztu (Madrid),
donde fue director, impartió cursos en las universidades de Madrid y Zaragoza; director de la
Revista de filosofía, órgano del Instituto Luis Vives de Filosofía (CSIC), animó activamente la
Sociedad Española de Filosofía (en colaboración con su amigo Juan Zaragüeta), participó en muchos
coloquios (como los de especialistas de Rosmini, en Gallarate). Colaborador en numerosas revistas,
ha escrito algunos libros importantes, centrados en el personalismo.
BIBL.: La persona humana: aspectos filosófico, social y religioso, 1962; Historia de la filosofía y de
las ciencias, 1963; Recuerdos de mi niñez, 1992; Implicación mutua de verdad y libertad, Congreso
Internacional de Filosofía (Venecia), 1958.
Pintor Ramos, nacido en 1947, en El Pino (La Coruña), estudiante de filosofía en la Universidad de
Salamanca, es profesor de historia de la filosofía moderna y contemporánea en la Universidad
Pontificia de Salamanca, donde actualmente es el decano de la Facultad de Filosofía. Doctor en
filosofía, es autor de varias obras de valor así como de numerosos artículos en las revistas: La
ciudad de Dios, Cuadernos salmantinos de filosofía, Naturaleza y gracia, Estudios salmanticensis,
etc. Gran especialista en Zubiri, está también abierto a la filosofía francesa y a la fenomenología
alemana. Su conferencia, en la Universidad de Toulouse, en 1981, ha sido muy admirada.
La obra medievalista de Rivera es considerable (sobre san Agustín, san Buenaventura, Duns Escoto,
los Vitorianos, santo Tomás, san Anselmo, san Francisco, Joaquín de Fiore, etc). Sus trabajos sobre
nuestros contemporáneos son igualmente numerosos (de Zubiri a Teilhard de Chardin, por
ejemplo). Pero su inspiración profunda proviene de su concepción franciscana del / amor y del
/diálogo; su meditación sobre el /encuentro de las personas y de las culturas es el nervio de todo
su fervor y de su apostolado intelectual, moral y social; su ontologismo está próximo al más alto
misticismo. Su vocación personalista, que le confiere una coloración irreductible, se afirma
explícitamente en las páginas de los Presupuestos consagrados a Mounier. «Al individualismo de la
derecha capitalista acusa Mounier de haber suplantado la figura recia del héroe clásico de leyenda,
por la prosaica y rutinaria del buen burgués. El héroe se enfrentaba con el momento de peligro, y
con su poder y esfuerzo lo superaba (...). El burgués, por el contrario, confía no tanto en su
voluntad cuanto en su dinero, en la empresa, en los pastiches de nuestra civilización, en la que
todo se consigue con el irritante procedimiento de servirse de otros como de instrumentos (...). A
la izquierda marxista, Mounier achaca su negación fundamental de lo espiritual como realidad
autónoma primera y creadora»7.
BIBL.: Presupuestos filosóficos de la teología de la historia, 1975; Unamuno y Dios, 1985; San
Francisco en la mentalidad de hoy, 1982; Phisis-Diatheke. Naturaleza e historia en el pensamiento
bíblico y aristotélico, Naturaleza y gracia 18 (1971) 343-65; Dialéctica y diálogo, Naturaleza y gracia
20 (1973) 31-53.
X. ZAMBRANO, MARÍA.
Venida del raciovitalismo, María Zambrano ha evolucionado a la vez contra el idealismo y contra el
materialismo ateo, y en pos de una /fenomenología espiritualista y vitalista, donde la dimensión
personalista es preponderante. Ayudada por su método de la razón poética, mediadora entre
nosotros y lo real (contra el logicismo o el intelectualismo), elabora una antropología existencial,
donde el intercambio fraternal entre el yo (le moi) y el otro (autrui) es capital. A sus ojos, la
persona humana, que exige una verdadera primordialidad, es inseparable de las otras personas:
todos estamos suspendidos, conjuntamente, en la misma fragilidad, en el Ser de los seres, que es
en sí mismo una /Trinidad de personas. El hombre está llamado a discernir, poco a poco, al
Absoluto a través de los signos que Dios le dirige discretamente en las claridades de la cotidianidad;
de ahí la atención vigilante a los frecuentes estados psíquicos de la experiencia corriente: angustia,
alegría, tiempo, futuro, vida espiritual y, sobre todo, amor oblativo. «La persona es, por una parte,
imprevisible en sus acciones y modos de conducta: nunca se conoce enteramente a una persona,
aunque esta persona sea la propia; no puede prever con certeza qué decisión se tomará en un
futuro, ni siquiera dadas de antemano las circunstancias. La persona se revela a sí misma y es como
el lugar desde el cual la realidad se revela» 8. «No es posible elegirse a sí mismo como persona sin
elegir, al mismo tiempo, a los demás. Y los demás son todos los hombres» 9.
BIBL.: Filosofía y poesía, 1939; Hacia un saber sobre el alma, 1950; El hombre y lo divino, 1955;
Persona y democracia, 1959; El sueño creador, 1965; La tumba de Antígona, 1967; Claros del
bosque, 1977; Dos fragmentos sobre el amor, 1982; De la aurora, 1986; Senderos, 1986.
NOTAS: 1 Propuestas morales, 1984, 74. – 2 Cf Contra Prometeo, 78-80. – 3 pp. 50-51. - 4 La
persona humana, 128. – 5 Personalismo y existencialismo, 83. – 6 ID, 85-86. – 7 Presupuestos
filosóficos de la teología de la historia, 1975, 77-78. – 8 Persona y democracia, parte III, cap., III,
125. – 9 ID, 165.
A. Guy
PERSONALISMO FRANCÉS
DicPC
I. LACROIX, JEAN.
Nacido y muerto en Lyon (1900-1986), Lacroix ha profesado la filosofía durante toda su vida en el
Instituto de Lyon. Fundó, en 1932, la revista Esprit, con E. Mounier. De 1945 a su jubilación, dirigió
en el diario Le Monde una afamada crónica filosófica, mirador del siglo XX; su irradiación es
perceptible tanto en Francia como en el extranjero.
Es preciso recordar su obra de historiador de la filosofía (sobre Spinoza, Rousseau, Kant, los
tradicionalistas De Maistre y De Bonald, los socialistas franceses, Marx y los existencialistas, etc).
Pero Lacroix es sobre todo un pensador original. Discípulo de Blondel, toma como eje de su
reflexión la /persona humana, enraizada en lo carnal, lo temporal y lo histórico, y que, dotada de
una vocación trascendente, está suspendida en un Dios creador y soberanamente personal. En su
encuentro con la escolástica tomista, Lacroix estima que la persona no se puede reducir a la simple
sustancia individual, más o menos cerrada sobre sí misma. En la estela de Renouvier, Secrétan,
Laberthonniére o Scheler, se levanta contra las /ideologías, que agitan al hombre y su grupo
particular contra los otros grupos, en una pulsión de odio. Por el contrario, el personalismo concibe
a la persona como un centro de irradiación de amor, que consagra «la conciliación de lo uno y de lo
múltiple en la vida del espíritu»1. Lacroix analiza preferentemente, en su advertida parenética
moral, las instituciones comunitarias en las cuales la persona se inserta y se compromete: familias,
profesiones, sociedades jurídicas, naciones, Humanidad, que corren el riesgo de alienarla y que es
necesario dominar a base de vigilancia; nuestros sentimientos desbordan la afectividad y la
subjetividad e implican la razón y la voluntad.
Nacido en 1905 en Lituania, en el seno de una familia judía, Lévinas vivió en Ucrania, y llegó a
Francia en 1923, a Estrasburgo, donde realizó su doctorado (sobre Husserl). Nacionalizado francés,
perdió a casi toda su familia en los campos nazis. Prisionero de guerra en Alemania de 1940 a 1945,
ha sido profesor en las universidades de Poitiers, Nanterre y París IV, desde 1961 hasta 1976, fecha
en la que se jubiló. Murió el día 25 de diciembre de 1995.
Influido primeramente por Husserl (y un poco por Heidegger), Lévinas evolucionó pronto hacia el
personalismo; concede a la moral el primer papel, a través del conocimiento del otro (autrui), a la
luz de la Biblia y del Talmud judío. Nuestro prójimo no es un objeto para el sujeto que es el yo
(moi), sino que él constituye otro sujeto, ante el cual estamos convocados a entrar en
comunicación. La Ley religiosa, a la que estamos invitados a obedecer, nos enseña que «todo
comienza por el derecho del otro (autre) y por mi obligación infinita a su respeto» 2. Lo divino
aparece en el rostro (visage) del otro. La filosofía tradicional ha sido toda ella un reducir al Otro
(Autre) a lo Mismo, lo Múltiple a la Unidad y a la Totalidad; pero ambos son irreductibles.
Concretamente la persona tiene la vocación a hacer la experiencia de lo Infinito, es decir, de la
Trascendencia absoluta, y ello se logra exclusivamente a partir del diálogo con el otro (autrui) y del
amor oblativo. Lévinas analiza, de este modo, el perdón, la libertad en la acogida, la
responsabilidad, la espiritualidad de la pobreza, la promoción de una sociedad universal justa, la
superación de lo sagrado (es decir, de la superstición), hacia la santidad, en fin, hacia la
disponibilidad.
BIBL.: Totalité et infini, 1961 [trad. en Sígueme, Salamanca 1977]; Humanisme de l'autre homme,
1972 [trad. en Caparrós, Madrid 1993]; Autrement qu'étre ou audelá de l'essence, 1974 [trad. en
Sígueme, Salamanca 1987]; Du sacré au saint, 1977; De Dieu qui vient á l'idée, 1982 [trad. en
Caparrós, Madrid 1995]; Ethique et infini, 1984 [trad. en Visor, Madrid 1991]; Hors sujet, 1984;
Essai su le penser á l 'autre, 1991.
Mounier cuenta con numerosos discípulos. Citemos primero los nombres conocidos: Albert Béguin,
Jean Marie Doménach, I. Marrou, Etienne Borne, P. A. Touchard, Lucien Guisard, Mohamed Aziz
Lahbabi (musulmán de lengua francesa), C. Moix, P. L. Landsberg. Citemos asimismo a Léon Jail
(muerto en Vercors por los nazis), Jean Hau (profesor parisino, animador de Pax Christi), Michel
Jouhaud (profesor en la Universidad de Montpelier), Georges Hahn (profesor en la Facultad
Católica de Toulouse), Marcel Menu (responsable administrativo en Caen), Michel Auzou
(sacerdote parisino, consiliario diocesano de los asuntos con el judaísmo), Philippe Wolff (profesor
de historia medieval en la Universidad de Toulouse), André Mandouze (profesor de latín en la
Sorbona), o Alain Guy (profesor de filosofía en la Universidad de Toulouse).
BIBL.: Las obras completas de Mounier han sido publicadas en castellano, con la colaboración del
Instituto Emmanuel Mounier, por Sígueme, Salamanca 1990-1994, 4 vols.
Dejando aparte sus bellas obras de historia de la filosofía (sobre Newman, Friedrich von Hügel y la
filosofía anglicana de 1850 hasta nuestros días), nos encontramos en presencia de un pensador sin
par; su vertebración es una ardiente convicción personalista. Garantía indispensable de nuestra
/libertad, la persona no está acabada del todo, pues tiene como tarea construirse perpetuamente,
en constante comunión con el tú. La ontología tradicional no ha conseguido traducir la
heterogeneidad de cada persona; sólo lo óntico permite distinguirla en cada ente. El nervio de esta
rica mayéutica es la intercomunicación por la mediación del amor de los otros, en el horizonte
divino. Es preciso creer en el progreso o, al menos, trabajar sin descanso para realizarlo. Está
condicionado por la inspiración, que se asemeja a la gracia en este nivel, donde la oración es
esencial: oramos a Dios y Dios nos ora igualmente, a pesar del obstáculo incesante y
desconcertante del mal y de la conflictividad, que únicamente puede vencer Cristo, Hombre-Dios.
A nivel práctico, somos llamados a realizar una /estética en nuestra vida cotidiana, por la armonía
de nuestra intersubjetividad. Pero es preciso elevamos más alto todavía de donde se encuentra la
'Belleza y alcanzar el Bien y la /Caridad, emanantes de las tres personas de la /Trinidad. El amor nos
incita a una multitud de actos concretos, a base de inteligencia y voluntad, que expresa el
voluntarismo idealista. El yo (moi) ideal está todavía más hondo que el super-yo (sur-moi)
psicoanalítico; pero depende de la asistencia sobrenatural de Dios, que nos otorga siempre algún
movimiento para ir más allá.
BIBL.: La reciprocidad de las conciencias, Caparrós, Madrid 1996 (original de 1942); La personne
humaine et la nature, 1943; Vers une philosophie de l'amour et de la personne, 1957; Conscience et
logos. Horizon et méthode d'une philosophie personnaliste, 1970; Intersubjectivité et ontologie. Le
défi personnaliste, 1974; Sensation réparatrice et dynamisme temporel des consciences, 1977
(póstuma).
V. RICOEUR, PAUL.
Nacido en 1913 en Valence (en el Dróme), de una familia protestante, hizo sus estudios de
licenciatura en Filosofía en Rennes. Tras la agregación, enseñó en varios institutos. Estuvo
prisionero de guerra en Alemania de 1940 a 1945. Ha enseñado, además, en la Universidad de
Estrasburgo (1950-1955), después en la Universidad de París-Sorbona (1956-1966) y, finalmente,
en París-Nanterre (1966-1978), así como en la de Chicago (USA). Colaborador asiduo de Esprit y
director del Centre de Recherches Phénoménologiques et Herméneutiques del CNRS, ha hecho la
síntesis del personalismo y de la hermenéutica. Goza de un gran prestigio cultural, tanto en el
extranjero (particularmente en España y en América Latina) como en Francia.
En la cotidianidad concreta es donde tiene lugar una ética vigilante y militante. «Señalar la
verdadera vida, con y por el otro, en instituciones justas»7; la alteridad es la clave de la conciencia
personal. Desde esta perspectiva, la dimensión comunitaria, como para Mounier, es
imprescindible. Para construir una sociedad más justa no hay que escoger entre la reforma
(limitada al campo de lo posible) y la revolución (radical e inagotable): «Hemos entrado en un
tiempo donde es preciso hacer el reformismo y quedar (rester) revolucionario»8. Haciéndolo, no se
deberá estudiar el sujeto humano como una simple parte del mundo, sino considerarlo todo a
partir del existente personal e interpersonal.
BIBL.: Lo voluntario y lo involuntario (2 vols), Docencia, Buenos Aires 1986; Finitud y culpabilidad,
Taurus, Madrid 1982; Historia y Verdad, Encuentro, Madrid 1990 (orig. de 1964); La metáfora viva,
Cristiandad, Madrid 1980; Le conflit des interpretations. Essais d'herméneutique, 1969; Du Texte a
l'action, 1986; Soi-méme comme un autre, 1990; Amor y Justicia, Caparrós, Madrid 1993.
Denis de Rougemont (1906-1985), nacido y muerto en Suisse Romande, licenciado en letras por
Neuchátel, ha trabajado sobre todo en París, donde fundó, con Mounier y Lacroix, la revista Esprit
en 1932. Director literario de varias grandes casas editoriales, denunciador precoz del nazismo,
asumió en los Estados Unidos, de 1942 a 1945, las emisiones destinadas a los franceses.
Personalista de formación protestante, militó ardientemente en pos del federalismo europeo.
BIBL.: Politique de la personne, 1934; Penser avec les mains, 1936; L'amour et l'Occident, 1939; La
part du Diable, 1942; Les personnes du drame, 1944; L'aventure occidentale de 1'homme, 1957;
L'Un et le divers, 1970; Les mystéres de 1'amour, 1978.
VII. WAHL, JEAN.
Nacido en Marsella y muerto en París (1888-1974), Jean Wahl, profesor de diversos institutos, y
posteriormente de varias universidades, doctorado en letras en 1920, llegó a ser profesor en la
Sorbona, desde 1936 hasta su jubilación (con el paréntesis de su destitución por ser judío bajo el
régimen de Vichy y su encarcelamiento en París por los nazis). Fundador del Collége Philosophique,
en 1946, fue también presidente de la Société Francaise de Philosophie y director de la Revue de
Métaphysique et de Morale. Personalista, animador de la revista Dieu vivant, se aproximó al
catolicismo y logró conjugar el existencialismo espiritualista con el personalismo de influencia
kierkegaardiana. Fue, asimismo, un fino poeta.
Wahl abordó la historia del pluralismo de Whitehead, así como la conciencia desdichada de Hegel.
Contra todo idealismo y contra todo panteísmo, optó pronto por el retorno a lo concreto y a lo
cotidiano, contra una filosofía puramente abstracta e impersonal. Bajo el influjo de su principal
inspirador, Kierkegaard, se separó del hegelianismo y exaltó la libertad, la persona, la cualidad, la
temporalidad y la existencia. Influido también por Bergson, utilizó preferentemente la intuición y se
interesó en una sociedad abierta y en una moral personal, sensible a la llamada de la generosidad.
Fue un existencialista teísta, discretamente próximo al cristianismo. Durante mucho tiempo
apasionado por Heidegger, se separó finalmente de él a causa de su nihilismo y de su racismo
larvado. Refutando todo sistema, prefiere expresarse a través de una variedad de análisis del
sujeto y de su prójimo, así como a través de las formas poéticas. Su compleja búsqueda de Dios, a
través de los ambiguos conceptos de tras-ascendencia (transascendance) y de trasdescendencia
(transdescendance), no tuvo descanso.
BIBL.: Les philosophies pluralistes d'Angleterre et d'Amérique, 1920 (tesis); Vers le concret, 1932; Le
malheur de la conscience dans la philosophie de Hegel, 1929; Eludes kierkegaardiannes, 1938;
Existence humaine et transcendance, 1944; Tableau de la philosophie francaise, 1946; Traité de
métaphysique, 1953; Les philosophies de 1'existence, 1954; Poésie, pensée, perception, 1958.
Simone Weil (1909-1943), nacida en París en el seno de una familia judía y muerta en Ashford
(Gran Bretaña), alumna de la Escuela Normal Superior y profesora agregada de filosofía, desde
1931, en varios institutos, trabajó durante 1934-1935 como obrera voluntaria en una fábrica.
Militante del anarquismo trotskista, se unió en 1936 al bando republicano español, al lado del
sindicato libertario de la CNT. De 1937 a 1939 se aproximó al cristianismo (a raíz de un viaje a Asís).
Destituida de su cátedra por las leyes racistas, ganó Marsella de 1940 a 1942, donde conoció al
padre dominico J. M. Perrin, que hizo, como ella, la resistencia. Llegó después a Nueva York.
Finalmente vivió en Londres, al servicio de la Francia libre y murió tísica en un sanatorio.
Antigua discípula de Alain, se fue separando poco a poco, por mor y a medida que ella hacía la
experiencia de la desgracia (malheur). Durante varios años, atendió sobre todo a la revolución
proletaria; después, sin disminuir en su anticapitalismo, evolucionó hacia las preocupaciones
religiosas e incluso místicas, pero de modo muy independiente respecto a la Iglesia. Asumiendo la
prioridad de la persona humana y desconfiando de todo Estado, buscó en los griegos una sabiduría
de equilibrio y /felicidad. Dirigió su búsqueda asimismo hacia los mitos orientales (particularmente
budistas), que no dudó en amalgamar con el Evangelio. «Un día viene –escribe–, donde el alma
pertenece a Dios, donde ella no sólo consiente al amor, sino que verdaderamente ama. Es
necesario, entonces, que ella atraviese el universo para llegar hasta Dios» 9. La dialéctica de Simone
Weil promueve, sin excesiva ilusión, una sociedad personalista y comunitaria, centrada en lo
sobrenatural y apoya-da en el esfuerzo y la renuncia. Su influencia póstuma es vasta.
BIBL.: La Pensateur et la Gráce, 1947 (trad. esp, La gravedad y la gracia, Caparrós, Madrid 1994);
L'enracinement, 1949; La connaissance surnaturelle, 1950; Attente de Dieu, 1950; La conditión
ouvriére, 1951; Oppresion et liberté, 1955; Intuition préchrétienne, 1951.
NOTAS: 1 Les sentiments et la vie morale, 76. — 2 Du sacré au saint, 20. — 3 Escribe Mounier en El
Personalismo, Obras III, 452. — 4 ID, 453. — 5 Manifiesto al servicio del personalismo, Obras
completas I, 993. — 6 Finitude et culpabilité, tomo I, 73. — 7 Soi-méme comme un autre, 59. — 8
Esprit (París) junio-julio 1968, 987. — 9 Attente de Dieu, 96.
A. Guy
POBRE
DicPC
En la década de los 60, la realidad de los pobres irrumpe con fuerza en la sociedad, en la Iglesia, en
las ciencias sociales, y en la teología. Esta irrupción de los pobres es lo que hizo desde entonces
relevante el tema del pobre. Es la década de los 60 la época de crisis de los desarrollismos
populistas y de ascenso del movimiento popular. Se toma conciencia de que la pobreza no es una
fatalidad del destino o producto del vicio, sino producto, fundamentalmente, de la injusticia y fallo
de toda la /comunidad; la mera existencia de la pobreza denuncia toda riqueza como robo y
/violencia.
En la década de los 80, el lenguaje sobre los pobres cambia. No se habla sólo de pobres, sino del
concepto más amplio de oprimidos. Se incluye aquí a los indígenas, oprimidos como pueblo o
nación, a causa principalmente de su cultura; se incluye asimismo a los afro-americanos, oprimidos
racialmente; a las mujeres, oprimidas como tales por el machismo; a los jóvenes y niños, oprimidos
y explotados. También se empieza a incluir, en el discurso ecológico, a la naturaleza y al medio
ambiente, como parte del mundo de los oprimidos. En los países donde se imponen dictaduras
militares aparece también el concepto de víctimas. Se trata de las víctimas de la tortura, de la
persecución y, sobre todo, de los desaparecidos. La victimización de los perseguidos connota su
culpabilización: se elimina a las víctimas, porque, se dice, son culpables (normalmente se las
condena como subversivos o comunistas), lo que da buena conciencia a los victimarios. Helder
Camara, el obispo brasileño de los pobres, lo dice claramente: «Cuando hablo de los pobres, me
llaman santo; pero cuando hablo de por qué los pobres son pobres, me llaman comunista».
En la década de los 90, aparece un nuevo concepto: el pobre como el /excluido. Los pobres, los
oprimidos, las víctimas, son ahora también excluidos. El actual sistema de economía de libre
mercado tiene un modelo de desarrollo que no está pensado para todos; planifica una sociedad
donde no caben todos, donde sobran muchos. El desempleo o paro llega a ser una realidad
estructural y permanente. En el Tercer Mundo no sólo hay un alto desempleo (que supera en
muchos países el 60% de la población), sino que, además, hay grupos significativos de excluidos,
que en algunos lugares pueden constituir una mayoría, que no cuentan para el sistema, ni siquiera
como fuerza laboral de reserva. El sistema es pensado simplemente sin ellos; los pobres son un
estorbo. Los excluidos pueden morir en masa sin afectar en nada al sistema; podemos decir que su
sangre sirve de lubricante al sistema. Son realmente población sobrante y desechable. Los pobres
ya no viven la dependencia, sino la prescindencia y la insignificancia. Hoy día, el ser explotado ¡es
un privilegio!, pues al menos se está dentro del sistema. El hecho masivo de la exclusión plantea lo
que llamamos la pobreza antropológica, es decir, la degradación del ser humano como persona. Lo
trágico es que esta pobreza es interiorizada por el mismo pobre, el cual termina considerándose a
sí mismo como subhumano, subpersona. El efecto de esta pobreza antropológica en la población
integrada y dominante, es la total insensibilidad frente al mundo de los excluidos. El sufrimiento de
los excluidos es considerado como algo exterior a la raza humana y que, en definitiva, no puede
afectarla.
A nivel mundial, la exclusión afecta sobre todo al Tercer Mundo, pues el mundo desarrollado
necesita cada vez menos del Tercer Mundo, y el Norte tiende hacia su aislamiento (mundo
supradesarrollado) sobre sí mismo y a la exclusión del / Sur (mundo subdesarrollado). El Sur es
como un inmenso campo de concentración, donde se malvive o se muere sin que el clamor de los
pobres sea escuchado.
De este modo, el desarrollo tecnológico hace que el sistema productivo dependa cada vez menos
de las materias primas del Tercer Mundo. También el mundo desarrollado cada vez necesita menos
del Tercer Mundo como mercado. En todo caso, es evidente que cada vez necesita menos aún de
su población. La única utilidad que podríamos tener es como lugar de turismo exótico o como
basurero para desperdicios y materias tóxicas. Muchas regiones del Tercer Mundo podrían ya
desaparecer y esto para nada afectaría al mundo desarrollado e integrado. Los problemas éticos o
humanísticos que pudieran suscitarse, serían rápidamente superados por las trasnacionales de la
comunicación, que actúan como encubridoras ideológicas, al servicio de los intereses de los
poderosos del Norte.
Los efectos de la exclusión, como nueva forma de existencia de los pobres, son el primer lugar de
desagregación y fragmentación. Los pobres, al quedar fuera del sistema, quedan también fuera de
todo tipo de organización económica y social. Y, puesto que ya no cuentan, el sistema ya no
interviene en ellos, especialmente no interviene en educación y salud. Esto desencadena todo tipo
de enfermedades masivas, epidemias y pestes, como el cólera, el dengue, la tuberculosis y la lepra.
Enfermedades que causarían irrisión en el Norte enriquecido, como la diarrea, provocan
frecuentemente la muerte en el Sur empobrecido. Estas calamidades son como el grito de protesta
de los excluidos. los /bárbaros, que expresan balbuceando, inarticuladamente, su dolor. Y entonces
el sistema reacciona, pero no superando el problema, sino aislando a los excluidos enfermos, para
que no contagien a los incluidos.
Y entre los excluidos nace también un nuevo tipo de violencia: la violencia del pobre contra el
pobre (violencia fratricida), del vecino contra su vecino (violencia política), del hombre contra la
mujer (violencia machista), del adulto contra el niño (violencia pedagógica), del ser humano contra
la naturaleza (violencia ecológica) y, en fin, de los excluidos como totalidad contra la sociedad.
Pero el mundo de los pobres, de los oprimidos y de los excluidos no es un mundo muerto, pasivo,
condenado fatalmente a la desesperación y a la muerte. El mundo desarrollado normalmente
considera al Tercer Mundo (en sus propios países o en América latina, Africa y Asia) como una
amenaza. Nosotros, por el contrario, consideramos al Tercer Mundo como 'esperanza. El Tercer
Mundo es pobre en dinero, en tecnología y armas, pero es rico en humanidad, cultura y
/espiritualidad. En el mundo de los excluidos existe una voluntad colectiva de sobrevivencia,
resistencia y lucha, creadora de nuevas formas de vida, de nuevas estrategias de desarrollo y de
una sociedad alternativa, donde quepan todos y donde todos tengan vida. Es necesario, entonces,
descubrir esta capacidad creativa de los pobres y oprimidos, para reconstruir una sociedad
alternativa.
En la tradición griega clásica la pobreza era considerada como un vicio y la riqueza como una virtud.
En la tradición bíblica, por el contrario, la pobreza es fruto de la injusticia, un fallo de toda la
comunidad y una desobediencia a Dios. La pobreza no es, fundamentalmente, consecuencia de las
faltas propias, sino fruto de la violencia y el despojo. Otra característica de la tradición bíblica es
que la pobreza real adquiere además un sentido religioso. Expresa la actitud religiosa de
dependencia total a Dios. En la tradición griega clásica la pobreza no era deseable desde un punto
de vista ético o religioso.
Por su parte, la tradición patrística muestra con parresía el carácter inicuo de la riqueza. La pobreza
es consecuencia de esta riqueza injusta. Por el contrario, lo que humaniza al ser humano es su
capacidad de /solidaridad. Dice san Basilio: «En la medida que abundas en riqueza, en esa misma
medida estás falto de caridad». O también Juan Crisóstomo: «Si fuera posible castigar con justicia a
los ricos, las cárceles estarían llenas de ellos». En forma radical también afirma san Jerónimo: «Me
parece muy exacto aquel refrán popular que dice: los ricos lo son por su propia injusticia o por
herencia de bienes injustamente adquiridos». O san Agustín: «Siempre que posees algo superfluo,
posees lo ajeno».
Actualmente solemos distinguir tres tipos de pobreza. a) En primer lugar, la pobreza como carencia;
es la pobreza maldita, no deseada, que deshumaniza y aparta de Dios y del hermano. b) En
segundo lugar, la pobreza espiritual. Es la pobreza como actitud espiritual, que nos libera de la
codicia y del apego a los bienes materiales. c) Por último está la pobreza como compromiso. Es la
pobreza real, asumida voluntariamente, para poder vivir la pobreza espiritual y así poder luchar
contra la pobreza como carencia y como /mal.
Cuando decimos que sólo la pobreza puede superar la pobreza, nos referimos a la pobreza como
/compromiso y a la pobreza espiritual, como método e instrumento para superar la pobreza como
carencia. La pobreza espiritual debe ser vivida a partir de la pobreza real o desde los pobres
históricos, para que no se transforme en una actitud puramente sapiencial, ascética y estética,
legitimadora de la pobreza maldita y real.
La realidad del pobre y de la pobreza debe ser, en primer lugar, analizada y reflexionada en su
dimensión económica, social, cultural y política. Esta es la verdad de la pobreza. Pero también está
el /misterio de la pobreza. En el mundo de la pobreza no todo es explicable y comprensible. Hay
una /cultura de la pobreza, existen valores vividos por los pobres, se da una capacidad de protesta,
de resistencia, de /solidaridad, de /esperanza, y de celebración por parte de los pobres, que escapa
a nuestra capacidad de comprensión y de análisis. Lo que más nos sorprende es la esperanza y la
alegría de los pobres, en medio de la miseria y la exclusión. Quizás aquí tocamos o vislumbramos el
misterio de Dios, presente en el pobre y en el mundo del pobre. Aquí está también la raíz de la
fuerza histórica de los pobres y de la espiritualidad de la pobreza, incomprensible para todo el que
no ha hecho una opción vital en favor del pobre y contra su pobreza. Muchos programas de
desarrollo, de movilización social o política, o incluso la misma evangelización de los pobres,
fracasan por no considerar en toda su profundidad y realidad este misterio oculto en el mundo de
los pobres.
Desde una visión cristiana, la realidad del pobre nos hace tomar conciencia de la pobreza como
pecado, sobre todo como pecado social y estructural. La pobreza hace visible en la historia el
rechazo colectivo y estructural del /amor de Dios. El pecado social también hace visible en la
historia la idolatría como raíz del pecado social. Toda idolatría es una perversión religiosa o una
trascendencia pervertida, que tiene siempre graves consecuencias sociales. Hay idolatría en el culto
mismo al Dios verdadero, o también cuando Dios, en el fetichismo, es sustituido por otros dioses. El
pecado social tiene dos características: no tiene límites y es practicado con buena conciencia. El
pecado personal tiene límite, pues el pecado termina matando al pecador, y además siempre es
vivido con mala conciencia. El pecado social, por el contrario, no tiene límites y es practicado con
buena conciencia, porque es justamente la expresión visible de la idolatría como perversión
trascendente. El pecado social se realiza siempre en nombre de Dios, o en nombre de realidades o
supuestos valores absolutos considerados como dioses. Cuando se oprime o se mata en nombre de
Dios o de dioses absolutizados, entonces se puede oprimir y matar ilimitadamente y con buena
conciencia. La idolatría es lo que da vida y fuerza al pecado social. Por eso la idolatría no es sólo
una perversión espiritual, sino también una perversión social altamente peligrosa. El pecado social
no sólo hace visible el rechazo colectivo de amor a Dios, sino que también hace visible,
históricamente, el carácter criminal de esa perversión religiosa y trascendente que es la idolatría.
La idolatría es el misterio de la iniquidad que pesa sobre el pobre y que transforma su realidad de
muerte en una situación trascendente, es decir, aceptada como voluntad de Dios y, por tanto,
como falsamente insuperable («pobres habrá siempre con vosotros», frase que, como tal y con
este sentido perverso, no se encuentra en ninguna parte de la Biblia).
P. Richard
POLÍTICA
DicPC
Según su etimología, político/a es lo relativo a la polis, término con que los griegos designan la
comunidad (koinonía) más amplia, última, no englobada en otra posterior y superior, resultado y
condición de la plena realización humana. Reviste así la polis, estructural y formalmente, notas
(autosuficiencia, independencia) que pueden verse en otras formas de sociedades últimas,
materialmente muy diferentes. En cuanto miembro de la ciudad se es polites. La constitución
estructural y jurídica de la polis es politeia (que puede también, según los contextos, traducirse, por
ciudadanía, constitución, res publica, /democracia). Traducir polis por Estado, sin más, no dejaría
de suponer cierto anacronismo. La idea de polis entraña, en todo caso, un sentido de plenitud
convivencial que está ya ausente de los términos latinos civitas, civis, civilis con que, literal y
respectivamente, se traducen polis, polites, politikós. Sustantivado el término, política (la política)
será el conjunto, orden o esfera de todas las actividades e instituciones, saberes y haceres, que se
refieren específicamente, de uno u otro modo, a la polis. Con el término política se designa, en
efecto, no sólo un determinado tipo de realidad, sino también los saberes acerca de esta
(descriptivos y/o prescriptivos, teóricos/prácticos; científico-positivos o filosóficos...). Al margen de
las cuestiones que esos saberes plantean, conviene advertir que las propuestas de definición de la
política coinciden hoy con los intentos por acotar y fijar un objeto disciplinar específico a las
ciencias políticas. Por política se entiende también tradicionalmente un arte (forma de saber
práctico inmediato o simple actuar prudencial de quien posee dotes especiales, más naturales que
adquiridas, para la dirección, gobernación o pastoreo de hombres en colectividad). Según otras
acepciones, usuales también en referencia a ámbitos ajenos a su sentido más propio, política es, en
general, el conjunto de supuestos, principios, medios, actividades con que se organiza y dirige un
grupo humano para la consecución de determinados objetivos (la política de nuestra empresa);
conjunto de criterios y objetivos, proyectos, planes y programas de acción, global o sectorial, de
agentes, individuales o colectivos, públicos (la política, fiscal de este gobierno), o privados (la
política de ventas de nuestra Casa). Y con política o políticamente quiere decir, según el contexto,
con cuidado, suavidad, cortesía (fr. politesse).
Definida por referencia al poder, no queda, por eso, la política reducida al conjunto de actividades
e instituciones que tienen por objeto inmediato específico conquistarlo, conservarlo, ejercerlo. La
referencia al poder la hallamos en zonas muy alejadas de esa esfera. Cabe hablar de la ubicuidad
social de lo político. Ocurre, por expresarlo con una imagen clásica, como en una nave, donde todo
lo que se hace y acontece va necesariamente marcado por el hecho de darse en ella, bajo la
dirección de quien marca el rumbo; aunque no toda actividad en la nave, obviamente, consiste en
cuidarla y conducirla. Cualquier realidad en cuanto integrada formalmente en el todo sociopolítico,
y sólo por eso, está ya marcada por una referencia vertical a ese todo y a sus elementos directivos,
es al menos pasivamente política, y merece al menos la denominación extrínseca de política; sin
que esto, de suyo, haya de perturbar la naturaleza de la realidad (institución, proceso, actividad) de
que se trate, ni su orientación a los bienes y fines que le son propios. Por otra parte, las mismas
realidades marcadas con la referencia vertical, política, lo están a la vez también por la
mutuorreferencia horizontal que las convierte en sociales (y a muchas de ellas en públicas: todo lo
político es público, pero no todo lo público es político en sentido estricto). En esa dimensión
horizontal, la sociedad es la sociedad civil (en la acepción hoy más usual del término, muy distinta
de la que le corresponde en otros momentos, textos y contextos). Puede verse el todo sociocivil
como un continuo dinámico, en el que la ubicua genérica condición política adquiere en sus
distintos elementos, en distintos momentos y espacios, diversos grados de densidad o rareza, de
actividad o pasividad. Pero dentro de ese todo, destaca, con contornos muy claros, un orden de
realidades (instituciones, procesos, actividades) que, por su finalidad específica y aun por su propio
contenido, agotan su misma razón de ser en su esencial referencia al poder. Ese orden es la esfera
en la que la cosa pública, que es, por definición, asunto de todos, aparece como objeto específico
inmediato de tareas que son ya asunto profesional de algunos (los políticos).
Cabe distinguir, pues, entre la política que es cosa de algunos, los políticos (política en sentido
estricto); y la política que es cosa de todos, en cuanto lo político afecta a todos, es incumbencia,
derecho y /responsabilidad de todos (política en sentido amplio, pero no por eso impropio). Dentro
de la política estricta se dan, a su vez, distintos tipos de actividades, según lo sean preferentemente
de conquista-conservación o de pacífico ejercicio del poder. La distinción entre la particular esfera
de la política estricta y el todo sociopolítico se corresponde con la que podemos establecer entre el
Estado (parte superior de, pero no a, ese todo, señala Maritain) y el todo mismo en cuanto tal (por
más que en muchos casos se tome la parte, el Estado, por el todo del cuerpo político). Aflora así
también la distinción que se da, aun en las sociedades más igualitarias, entre dirigente y dirigido,
gobernante y gobernado, representante y representado, distinción que se manifiesta en muy
diversos tipos de relaciones (democráticas o no), y encuentra muy diversa explicación en las
distintas teorías sobre el fundamento y origen del poder.
La política, en sentido estricto, se caracteriza por la máxima altura superestructural del plano en el
que se desarrolla, la centralidad de la perspectiva en que se sitúa, la generalidad y publicidad de los
asuntos que le corresponden: es el centro en el que se trazan los planos, se elaboran y ejecutan los
planes de construcción de la polis. La política se caracteriza asimismo por la perspectiva del corto y
medio plazo (a diferencia de la actividad cultural, que puede también obedecer a pretensiones y
proyectos socialmente globales y centrales, pero se mueve en la perspectiva del largo plazo exigido
por la profundidad del plano en que discurre). La política no rehúsa la atención y gestión de
asuntos sectoriales, y aun particulares, pero lo hará necesariamente bajo el punto de vista politico:
sin dejar de tener presente su inserción en el todo. Proliferan hoy movimientos sociales, ONG, etc.,
que se ocupan con asuntos particulares (hasta funcionar a veces como agencias de asunto único).
Tendrá su actividad, sin embargo, sentido propiamente político, en cuanto la encuadren en la
perspectiva de la globalidad del sistema. No todos lo hacen ni todos suponen precisamente una
alternativa ético-política. La política convierte en asunto público todo lo que toca, así como, a la
inversa, todo lo que se sitúa bajo la luz de lo público queda expuesto a ser absorbido por la esfera
política.
En estas consideraciones formales podrán coincidir quienes, no obstante, pretenden muy distinta
amplitud para lo público, lo general y lo político, frente a lo privado, lo particular y lo social. En un
extremo se situarán quienes, desde una concepción totalizante/totalitaria, ensanchan la esfera de
lo público-político hasta la práctica eliminación de cualquier reducto de privacidad; en el otro,
quienes circunscriben lo público al orden público (concepto al que, a su vez, reducen
materialmente los de justicia y bien común público), y asignan al poder la simple función de
mantenerlo. Entre ambos extremos —que ignoran las exigencias del principio de subsidiariedad—
caben muy diversas posiciones. Pero, con independencia de cuál se adopte, la complejidad de las
modernas sociedades parece hacer inevitable el incremento incesante de asuntos para los que, no
sólo se admite, sino que aun se reclama, la intervención de los poderes públicos, incluso por parte
de quienes a la vez consideran, por esto mismo, imprescindible establecer sobre el poder político
nuevos controles proporcionados a esa su creciente potencia técnica.
V. EL FUTURO COMENZADO: COSMOPOLÍTICA.
A donde llega lo humano llega lo social y lo político. La intercomunicación cada vez más estrecha y
densa de mercancías, ideas, personas y culturas que los medios técnicos hacen ya posible,
necesaria e inevitable, conducen a una verdadera sociedad mundial, que habrá de terminar por
constituirse como verdadera sociedad política mundial (cosmópolis estricta), dotada, por lo mismo,
de un verdadero poder político, coactivo, mundial. Este proceso de expansión de estructuras
políticas ya conocidas, se ve cruzado por otro realmente inédito: el nacimiento de verdaderas
telekoinonías, desvinculadas del territorio y el poder en sus formas tradicionales, instaladas en
ámbitos societales aterritoriales, digitales, en los que asimismo no podrán por menos de hacerse
presentes relaciones y estructuras verdaderamente políticas. Este fenómeno de mundialización y
digitalización de la intercomunicación, alberga posibles futuros de muy contrario signo ético-
político: por una parte, crea las condiciones para una más perfecta realización del ideal de la
democracia, de una democracia de veras participativa, con nuevas formas de democracia directa,
nuevas formas de representatividad, de partidos políticos y otros tipos de mediadores
institucionales, menos expuestos al aislamiento y a la tentación oligarcoide; por otra parte, los
mismos avanzados medios de información, si no se hace posible a todos el acceso a su utilización
(la alfabetización digital), y quedan en manos de una reducida clase de iniciados, pueden dar paso
a nuevas formas de totalitarismos, tanto más duros y duraderos cuanto menos advertidos por sus
víctimas. La sociedad política mundial ha de ver su fin específico en el bien común público mundial,
y ha de respetar en las exigencias del principio de subsidiariedad en su escala. Las consideraciones
filosóficas, jurídicas y científicas sobre la naturaleza y exigencias de lo político, son transportables a
esta escala mundial, tarea para la que constituye aportación inestimable el pensamiento de los
grandes maestros españoles del derecho de gentes.
Para saber qué es política no basta describirla: hay que ir a la /ética, la / antropología, la /
ontología, la /metafísica, la /teología. Lo político resulta, por más que inadvertido, ubicuo,
envolvente, insoslayable. Pero su trascendencia para nuestras vidas no es la de una hipóstasis
divina) de la que recibamos la existencia, y para cuyo alimento pueda estar legitimado el sacrificio
de la persona humana. No es lo político algo ajeno, separado, sustante, de donde le venga a la
persona su existencia, sentido y valor; sino que es la /persona, en cuanto tal constitutivamente
política, la que sustenta, da sentido y valor al orden objetivo de la institución política, mediación
impersonal que las personas pre-contienen/pre-segregan, como condición y expresión de su
personal plenitud. Ha de afirmarse que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones
sociales (y políticas) es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene
necesidad absoluta de la vida social»1. Para Aristóteles, no se es plenamente hombre sino en
cuanto se es plenamente ciudadano. La política es así parte de la ética, justo la que se corresponde
con la fase culminativa del proceso de construcción del hombre en cuanto tal. En términos de
Zubiri, «el hombre, como realidad física, es constitutivamente moral», lo moral es así «físico a su
modo», a la vez que «la dimensión de realidad moral que el hombre tiene, es constitutivamente
qua realidad moral, histórica y social»2; y política: la dimensión política no es sino la misma
dimensión moral, considerada en la determinación específica que le confiere la naturaleza del
orden al que está referida: el orden de lo formalmente comunitario-político. El convivir en el global
nosotros político constituye una exigencia vital del animal que habla o, dicho con P. Ricoeur, de la
persona en cuanto capaz de hablar, actuar, narrar y reconocerse como autora de sus actos, de tal
modo que el ámbito de la política es el trasfondo institucional último, la gran mediación
impersonal de toda relación personal, de la misma existencia personal.
NOTAS: 1 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 26. – 2 X. ZUBIRI, Sobre el Hombre, Alianza-
Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986, 366 y 422. – 3 E. MOUNIER, Obras completas
111, Sígueme, Salamanca 1990, 527. – 4 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 75. – 5 Ética a
Nicómaco, IX 11676 2s.
BIBL.: BOBBIO N., Política, en BOBBIO N.-MATTEUCI N.-PASQUINO G., Diccionario de política, 2
vols., Siglo XXI, México 19947; DÍAZ C., La política como justicia y pudor, Madre Tierra, Móstoles
1992; HAMPSHERMONK 1., Historia del pensamiento político moderno. Los principales pensadores
políticos de Hohbes a Marx, Ariel, Barcelona 1996; KYMLICKA W., Filosofía política contemporánea.
Una introducción, Ariel, Barcelona 1994; MARITAIN J., El hombre y el Estado, Encuentro, Madrid
1983; MULHALL S.-SwIPT A., El individuo frente a la comunidad. El debate entre liberales y
comunitaristas, Temas de Hoy, Madrid 1996; OFPE C., Partidos políticos y nuevos movimientos
sociales, Sistema, Madrid 1992; RAPHAEL D. D., Problemas de jilosofía política, Alianza, Madrid
1989; RUBIO CARRACEDO J., Paradigmas de la política. Del estado justo al estado legítimo (Platón,
Marx, Rawls, Nozick), Anthropos, Barcelona 1990; SARTORI G., Elementos de teoría política,
Alianza, Madrid 1992; WEBER M., El político y el científico, Alianza, Madrid 1984".
T. González Vila
POSMODERNIDAD
DicPC
I. CRISIS DE LA MODERNIDAD.
Los descubrimientos espectaculares de la /ciencia, así como la lucha contra el Antiguo Régimen y el
dogmatismo religioso, dotaron al proyecto moderno de una fuerza inigualable; pero en cuanto las
realizaciones prácticas fueron reemplazando a las promesas empezó a erosionarse el prestigio
acumulado. Ya los padres de la sociología fueron bastante críticos con la /modernidad. Max Weber,
por ejemplo, sostenía que el resultado final sería una sociedad inflexible, opresiva, programada
científicamente – «una jaula de hierro»– seguida quizás de una profunda quiebra cultural y de la
muerte de todo sueño humano.
Muchos piensan hoy que el proyecto moderno ha fracasado y una nueva /cultura –la
posmodernidad- está ocupando su lugar. «La modernidad –dice Michel Leiris– se ha convertido en
mierdonidad». Otros (como Habermas) consideran que la modernidad es un «proyecto inacabado»
pero con futuro y, aunque sea necesario enderezar su rumbo, debe sobrevivir para el bien de la
humanidad.
El tiempo nos dirá si la cultura moderna va a sucumbir ante el empuje de las ideas y creencias
posmodernas, o más bien serán estas las que desaparezcan como una moda efímera. De momento,
ni siquiera estamos en condiciones de adivinar cuál será el nombre propio (al estilo de
Renacimiento, Reforma o /Ilustración) por el que un día se conocerá a esta nueva época, que
supuestamente estaría comenzando ahora. Como es lógico, posmodernidad debe ser considerado
tan solo un término heurístico (heurístico, en su forma adjetiva, es lo que sirve para encontrar).
Tener que recurrir a él conlleva una humillación no pequeña, porque el prefijo post revela que, hoy
por hoy, la modernidad es la auténtica sustantividad.
Algunos van más lejos todavía: no solamente el progreso ha resultado ser un espejismo, sino que
también se ha evaporado la /historia. Hay —desde luego— muchas historias pequeñitas. Cada
individuo tiene la suya. Pero todas esas historias pequeñitas se entrecruzan sin que el conjunto de
ellas tenga el menor sentido. La historia en singular se la han inventado los historiadores
seleccionando caprichosamente aquellos acontecimientos que les parecían susceptibles de
enlazarse entre sí, dando la sensación de un todo unitario y lleno de sentido. Con otras palabras: el
precio que ha habido que pagar para que la humanidad viva con la ilusión de estar haciendo
historia es relegar al cubo de la basura cantidades inmensas de materiales que no encajaban en el
esquema. Si los historiadores hubieran pretendido registrar y ordenar todo cuanto ocurre,
encontraríamos ante nosotros una masa absolutamente informe. «La historia es una supersti
b) El segundo consejo que da la filosofía posmoderna a quien no se dirige a ninguna parte y sabe
que el progreso se ha vuelto imposible, es retirarse al santuario de la vida privada, donde se da la
única felicidad —modesta— que el hombre puede conseguir. «Es necesario —dice Raymond
Ruyer— que los cerebros individuales aprendan a producir la miel de la dicha, cada uno en su
alvéolo». Asistimos, de hecho, a una creciente indiferencia hacia las cuestiones de la vida colectiva
(abstencionismo político, crisis de militancia, etc.) mientras sube enteros en el mercado de las
cotizaciones sociales todo lo referente al propio yo: grupos de encuentros, terapia de sentimientos,
cuidado del cuerpo, feedback bioenergético, masaje psíquico, pedagogía del contacto...
Los individuos modernos estaban orgullosos de «la afanosa e incorruptible razón que apremia al
hombre para desarrollar las capacidades en él depositadas y no le permite volver al estado de
rudeza y de sencillez de donde salió» (Immanuel Kant). Hoy, en cambio, se publican libros titulados
La miseria de la razón (Isidoro Reguera), La razón sin esperanza (Javier Muguerza), La crisis de la
razón (Francisco Jarauta)... Es necesario —nos dicen— despertar del sueño dogmático de la /razón:
un /sujeto finito, empírico, condicionado, nunca podrá establecer lo incondicionado, lo absoluto, lo
incontrovertible. Sólo hay lugar para un saber precario.
Surge una pregunta obligada: si ninguna de las cosmovisiones filosóficas, políticas o religiosas que
movilizaron a los hombres modernos están fundadas sobre tierra firme, ¿qué son entonces?
Lyotard responde sin dudarlo un momento: tan sólo «grandes cuentos»; no pueden reivindicar
ninguna objetividad, son simples narraciones. Y además, la experiencia pone de manifiesto que
esas grandes narraciones son peligrosas, porque, antes o después, apelan al terror para imponerse.
El cristianismo recurrió a la Inquisición, el /marxismo a la KGB, el nazismo a los campos de
exterminio, y la civilización occidental a la bomba atómica. Así pues, es muchísimo más higiénico
renunciar a los discursos omnicomprensivos y contentarnos con un pensamiento débil. La razón ha
muerto, pero gracias a los posmodernos nadie llevará luto por ella.
A ello han contribuido también –en opinión de Vattimo– los medios de comunicación de masas.
Adorno preveía que la radio (más tarde también la televisión) tendría el efecto de producir una
homologación general del pensamiento. Pero ha ocurrido justo lo contrario. A pesar de los
esfuerzos de los grandes monopolios de la información, la radio, la televisión y la prensa están
difundiendo las concepciones del mundo más diversas. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas,
culturales o estéticas han tomado la palabra, y el individuo posmoderno, sometido a una avalancha
de informaciones y estímulos, difíciles de estructurar, ha hecho de la necesidad virtud y ha optado
por un vagabundeo incierto de unas ideas a otras.
Abandonada ya la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera, y solicitado por
múltiples racionalidades locales, cada cual compone a la carta los elementos de su existencia,
tomando unas ideas de acá y otras de allá, sin preocuparse demasiado por la mayor o menor
coherencia del conjunto (ya hemos dicho que hoy no manda la razón, sino el sentimiento). El
resultado se parece mucho a esas vallas publicitarias en las que quedan trozos de los distintos
carteles que estuvieron pegados en ellas resultando así un conjunto fragmentario y contradictorio.
En lugar de un yo integrado, la fragmentación parece el destino insuperable del hombre de hoy.
¿Tendremos que contraponer a este mundo fragmentado la nostalgia de una realidad sólida,
unitaria, estable y autorizada? La respuesta de los posmodernos es rotundamente negativa. Esa
nostalgia pondría de manifiesto una actitud neurótica; el esfuerzo por reconstruir el mundo de
nuestra infancia, donde la autoridad familiar era a la vez amenazante y aseguradora.
V. EL RETORNO DE DIOS.
Sin embargo, la nueva cultura no permite que Dios recupere todos sus derechos. El hombre
posmoderno no podrá nunca amar a Dios «con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus
fuerzas y con toda su mente» (Dt 6,5; Lc 10,27 y par.), porque ya hemos dicho que a él le van las
convicciones débiles que se viven sin pasión y se abandonan sin dificultad.
Por último, el individuo posmoderno desconfía de las Iglesias, porque le parecen excesivamente
controladoras del pensamiento y de la conducta. Preferirá vivir su fe por libre y –en el límite–
aparecerá esa religión invisible de la que hablaba Luckmann. En resumen, que no debemos lanzar
las campanas al vuelo demasiado alegremente.
En la posmodernidad no sólo retorna Dios; también los brujos. Estamos asistiendo a un auténtico
boom del esoterismo: chamanismo primitivo, teosofía, sufismo, somanes, vida después de la
muerte, tarot, kábala, alquimia, antroposofía...
En opinión de algunos, todo ello noes más que una reacción ante la incapacidad del racionalismo
moderno para proporcionar un sentido a la vida. «La verdad de la cuestión es esta –nos dice
Roszak–: ninguna sociedad, ni siquiera la de nuestra tecnocracia más secularizada, puede pasarse
absolutamente sin misterio y sin ritual mágico». En cambio Marvin Harris piensa que el boom del
esoterismo no se debería tanto al deseo de encontrar un sentido último para la vida, como al deseo
de encontrar soluciones de tipo mesiánico para los problemas económicos y sociales que han
aparecido en estas últimas décadas: desempleo, inflación, alienación laboral, sentimiento de
aislamiento y soledad, inseguridad ciudadana, etc. En mi opinión, ambos llevan algo de razón. En
los nuevos cultos se mezclan la sugestión, la magia, la búsqueda de lo novedoso o anómalo y
probablemente también auténticas inquietudes religiosas. Es tal su complejidad, que Roszak
defiende en otro lugar la conveniencia de inventar alguna palabra inutilizable para designarlos, por
ejemplo, psico-místico-paracientífico-espiritual-terapeútico.
Lo malo es que, en los nuevos cultos, el repudio posmoderno de la razón y el espíritu crítico suelen
alcanzar el paroxismo, volviéndose sumamente peligrosos. Basta pensar en las sectas destructivas:
Secta Moon, Los Niños de Dios, Movimiento Hare Krishna, Misión de la Luz Divina, Cienciología, etc.
Como es sabido, en ocasiones han llegado a matar, haciendo del asesinato un gesto litúrgico. El
mundo entero se estremeció ante los homicidios cometidos por la comunidad de Charles Manson
y, sobre todo, por lo ocurrido el 18 de noviembre de 1978, en aquel calvero de la jungla de Guyana,
donde Jim Jones, líder de una secta californiana llamada el Templo del Pueblo, y más de 900
seguidores, se quitaron la vida. Así pues, este siglo increíble, que se inició con la confianza en la
ciencia, la razón, la ilustración y la modernidad, se encuentra en sus postrimerías con todo aquello
que ya creía enterrado desde hace mucho tiempo, incluyendo el retorno de los brujos.
Las relaciones entre el cristianismo y la modernidad se caracterizaron, sobre todo en los países de
tradición católica, por una confrontación ideológica total. Existe una herejía, cuya denominación –
dejando aparte cualquier consideración sobre su contenido– no puede ser más significativa: El
modernismo. Por fin, después de mucho tiempo, el Vaticano II nos invitó a poner nuestros relojes
en hora con la modernidad, pero fue precisamente cuando esta conocía la crisis que hemos
descrito en estas páginas. ¿Qué debemos hacer ahora?
Ante todo, excluir cualquier nostalgia de un pasado premoderno. Como es sabido, existe hoy –más
entre los judíos y los mahometanos, pero también entre los cristianos– un notable auge del
fundamentalismo. En opinión de Gilles Kepel, «tanto el discurso como la práctica de estos
movimientos, están cargados de sentido: no son producto de un desorden de la razón o de la
manipulación de fuerzas oscuras, sino testimonio irremplazable de una enfermedad social
profunda que nuestras tradicionales categorías de pensamiento ya no permiten describir. Como el
movimiento obrero de ayer, los movimientos religiosos de hoy poseen una capacidad singular para
señalar las anomalías de la sociedad». Pero una cosa es reconocer eso y otra muy distinta es dar
por buena la terapia que propugnan. Intentar restaurar una sociedad sacral, ni es posible en Europa
ni, desde luego, sería deseable. Ya hemos visto que en la cultura moderna existen grandes valores,
aunque a menudo los encontremos parasitados por contravalores. Si debemos tener algo claro en
este tiempo de profundos cambios culturales, es que no tiene sentido añorar los tiempos pasados.
Tan solo debemos prestar atención, por tanto, al contencioso existente entre la modernidad y la
posmodernidad. En mi opinión, sería peligroso desear la victoria de una cualquiera de ellas sobre la
otra.
El esfuerzo y la autodisciplina que los hombres modernos se exigían a sí mismos eran, sin duda,
despiadados. ¿Acaso no es más humano aquel «trabajar para poder holgar» de Aristóteles, que el
trabajar para trabajar, y así ad infinitum, de los modernos? Pero parece como si la posmodernidad
se hubiera ido al otro extremo desvalorizando completamente el trabajo, el mérito y la emulación.
También parece evidente que el racionalismo extremo de la modernidad mutiló al sujeto, pero es
difícil admitir que la solución esté en sustituir la tiranía de la razón por la tiranía del sentimiento.
Malo era considerar la religión como un residuo premoderno condenado a la extinción porque sólo
resultaban legítimas aquellas verdades que fueran susceptibles de verificación empírica; pero no se
sabe si no es peor todavía prestar oídos ahora a cualquier ayatollah casero, por disparatadas que
sean sus enseñanzas.
Y así podríamos seguir. Lyotard compara la posmodernidad al trabajo propuesto por Freud en La
interpretación de los sueños, es decir, un camino de terapia psicoanalítica por la anámnesis, que
permita aflorar lo reprimido. Todo hace pensar, sin embargo, que en lugar de integrar lo reprimido,
hemos caído víctimas de ello y hemos reprimido lo vivido hasta ahora, con lo cual permanece la
represión y solamente cambia de objeto.
En mi opinión, lo que necesitan las sociedades modernas es integrar una gran parte de lo que han
/excluido, ignorado o despreciado. Podemos decirlo en términos hegelianos: La modernidad
formuló una tesis que pretendía ser verdadera. Fue la fase afirmativa. Sin embargo, era parcial y
por eso ha surgido esa antítesis que llamamos posmodernidad. Es la fase negativa. Ha resultado ser
también parcial, y ahora debemos buscar la verdad a un nivel superior, en la síntesis de ambas.
BIBL.: FOSTER H., (ed.), La posmodernidad, Kairós, Barcelona 1985; GERVILLA E., Posmodernidad y
educación, Dykinson, Madrid 1993; GONZÁLEZ FAUS J. I., La interpelación de las Iglesias
latinoamericanas a la Europa posmoderna y a las iglesias europeas, SM, Madrid 1988; GONZÁLEZ-
CARVAJAL L., Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, Santander 19933; ID, Evangelizar en
un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993; ID, Con los pobres, contra la pobreza, San
Pablo, Madrid 19933; LYOTARD J. F., La posmodernidad (explicada a los niños), Gedisa, Barcelona
1987; ID, La condición posmoderna, Cátedra, Madrid 1986; MARDONES J. M., Posmodernidad y
cristianismo. El desafío del fragmento, Sal Terrae. Santander 1988; PICO J., (ed.), Modernidad y
posmodernidad, Alianza, Madrid 1988; VATTIMO G., El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona
1986.
L. González-Carvajal Santabárbara
PROFETAS-PROFETISMO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
La visión israelita de Dios se centra en los profetas. Ellos nos presentan a un Dios que se vuelve
palabra, principio de comunicación, en el mismo centro de la historia. No es Dios de silencio,
misterio escondido en la contemplación del solitario (religiones de la interioridad). Ni Dios del
sacrificio que se sacia y aplaca con sangre (religiones de la naturaleza). El Dios de los profetas
dialoga con los hombres, abriéndoles a la anchura del encuentro personal y al futuro del juicio y de
la reconciliación final sobre la tierra. Recordemos que el profeta es ante todo un carismático: no es
representante de la institución, ni delegado de un grupo social, sino alguien que se sabe y dice
enviado de Dios. Por eso habla en su nombre y fundamenta lo que dice apelando a la propia
experiencia del Dios que le ha llamado. Para descubrir el / carisma y tarea del profeta son
fundamentales los textos de vocación, pues ellos avalan y definen su propia autoridad como
mensajeros del misterio. Los más antiguos parecen de tipo autobiográfico y han sido formulados
por sus mismos receptores: Amós (7,10-17), Oseas (1,1-9), Isaías (6,1-13), Jeremías (1,1-19),
Ezequiel (1-3). Más tarde, los que han escrito el Pentateuco y la historia bíblica, han utilizado ese
modelo de vocación para condensar en una llamada de tipo profético el sentido de los grandes
personajes del principio israelita: Abrahán (Gén 12,1-9), Moisés (Ex 2-4), Gedeón (Jue 6,11-24),
Samuel (lSam 3), Elíseo (2Re 2,1-18). Todos los grandes personajes de la antigua historia israelita
aparecen así como profetas, portadores de una palabra de Dios para los hombres.
El profeta cree haber recibido una llamada y encargo de Dios y así lo afirma públicamente. El texto
más significativo en que se expresa esta experiencia, sigue siendo el de Isaías 6,1-13, donde se
incluyen los elementos básicos de teofanía (Dios se manifiesta), de rechazo humano (de pequeñez,
de impotencia, de pecado), de confirmación divina, que suele ir acompañada por un /signo, y de
misión final: el profeta recibe la fuerza de Dios para realizar su encargo sobre el mundo. «El año de
la muerte de Ozías vi al Señor», así comienza Isaías su relato testimonial (Is 6,1). Entronizan al
nuevo monarca de la tierra, en ceremonia de fuerte simbolismo sacro, pero Isaías descubre al
verdadero Rey/Señor del cielo, sentado, como un monarca que todo lo preside y dirige desde
arriba. Unos s'eraphim, serpientes voladoras de fuego, se mantienen erguidas a su lado, como
signo paradójico y grandioso de poder. Forman su corte, son expresión de su misterio. Vuelan y
adoran, mientras cantan en himno antifonal la confesión sagrada: Qados, Qados, Qados (¡Santo!
¡Santo! ¡Santo!). El profeta ha descubierto el poder de Dios: «Y temblaron los quicios de las
puertas» (Is 6,4). Su experiencia nos conduce al lugar de la muerte y nuevo nacimiento: hay
terremoto, tiembla el templo; hay voz de grito, como trueno que proviene del mismo ser divino;
hay humo, que es señal de gloria y fuego, como nube que marca la presencia divina sobre el
mundo. Y sobre todo, hay santidad: Dios se manifiesta como fuerza transformante desde el
templo. Evidentemente, el profeta responde con su miedo: «Ay de mí, que estoy perdido». Esta es
la experiencia de aquel que descubre que Dios lleva en sí un poder de muerte, «porque soy un
hombre de labios impuros». A la santidad de Dios, cantada por los serafines, responde
antitéticamente la impureza del profeta, que siente su mancha en el mismo lugar que debía
encontrarse más lleno de pureza (los sephataim, labios). Ya no habla en nombre propio, sino en
nombre de todos los que le rodean: «Y en medio de un pueblo de labios impuros estoy viviendo».
Mira en su entorno, hacia los hombres y mujeres de su tiempo, descubriéndolos igualmente
manchados, en gesto que vuelve a resaltar la importancia de los labios, el lugar de la /palabra. Un
pueblo sin comunicación con Dios: eso es la gente de su entorno. Profeta que no sabe (no puede)
hablar con rectitud: eso es Isaías. El profeta se siente perdido: «Mis ojos han visto al Rey divino».
Conforme a una experiencia antigua, el que mira a Dios tiene que morir. Conforme a la lógica
humana, el texto debería terminar aquí: un hombre mortal ha penetrado en el consejo de Dios, ha
contemplado la fiesta de su coronación, ha visto la gloria de su santidad. ¡No sirve para el mundo!
¡Ha de morir! Pero superando esa experiencia, que tiende a cerrarse en círculo de muerte, emerge
aquí el Dios que actúa en forma creadora, iniciando un camino de vida a través del profeta: el
serafín toma una brasa del altar y con ella quema (purifica) los labios de Isaías, haciéndole profeta
(haciéndole capaz de hablar en su nombre). Aquí tenemos la más honda experiencia de un profeta:
es un hombre que se sabe apoderado por Dios. Ya no tiene labios propios, carece de palabra. El
mismo Dios se le ha mostrado y ha puesto en sus labios de hombre antiguo su más alta palabra de
creación y juicio, de condena y nuevo principio de la historia. El que habla en nombre de Dios, ese
es un profeta. Así, habiendo recibido la palabra de Dios, el profeta se siente débil, amenazado,
tembloroso, en medio de un mundo que quiere seguridades, en medio de unos poderes que
buscan la forma de imponerse sobre la fuerza. Israel no ha querido demostrar la existencia de Dios
por el estudio de la physis, no ha construido sistemas de filosofía. Pero ha descubierto la voluntad
de Dios a través de sus profetas.
Profetas son los hombres que dejan que /Dios sea divino, expresándose en ámbito de fe y
manifestándose a través de una palabra de exigencia ética y de transformación personal. Ellos no
han querido explorar la sacralidad de la naturaleza; no se han puesto a explicar voces de espíritus o
muertos, no han investigado en nubes o serpientes. Desde su misma radicalidad ética, desde la
afirmación del valor de la /persona, escuchan a un Dios que, siendo divino y trascendente, dialoga
con nosotros. Frente a la magia, que pretende controlar la sacralidad cósmica para provecho
propio, se eleva así el nuevo camino del encuentro personal con Dios, a nivel de palabra.
Desaparecen todos los gestos de imposición religiosa; pasan a segundo plano los sacerdotes, lo
mismo que el rey. Dios se manifiesta en una línea que une a Moisés y a los profetas posteriores. La
profecía viene a presentarse así como experiencia de /encuentro personal con Dios, a nivel de una
palabra que nos capacita para descubrir el sentido del mundo y para comprometernos con un
plano de justicia interhumana. Frente a la magia del que quiere fundar su vida en una
potencialidad interna y engañadora de la naturaleza, la profecía aparece como fuente de
revelación personal de un Dios que se expresa en la palabra. Más que las sentencias concretas de
Moisés (codificadas en la Ley), más que los oráculos individuales de profetas que siguen teniendo la
autoridad de Moisés, nuestro profeta ha destacado el hecho de que Dios se expresa por la palabra.
Por eso puede seguir diciendo: quien no escuche a los profetas... deja de formar parte del pueblo
israelita: se escinde, se separa de la comunidad de aquellos que surgen a la vida y se mantienen en
ella a través de esa palabra. El mago era hombre de control: su conjuro y su ritual es positivo si
sacia la curiosidad del hombre, si cura su miedo cósmico, dentro de unas coordenadas de
presencias y poderes espirituales. El profeta no tiene ese control, no quiere manejar a Dios; su aval
es sólo la palabra que escucha y transmite; vivir a la luz de esa palabra y presentarla como sentido
de la historia, esa es su verdad. Dos son los rasgos que le diferencian: Habla en nombre de Yavé
(18,20), situando su vida a la luz de la pura trascendencia de Dios, en gesto de diálogo fundante;
Abre un camino de historia (18,21-22). No es que adivine el futuro, pues sólo el mago es adivino,
dejando al hombre en manos de un futuro que sucederá por fuerza. Por el contrario, el profeta es
el hombre de la palabra en la historia: no decide desde fuera, no impone, no asegura. Hace algo
mucho más grande: sitúa al hombre ante la palabra de Dios, en actitud de diálogo personal. Siendo
hombre de la palabra en la historia, el profeta es hombre de la palabra que denuncia y recrea, en
clave de /justicia. No se aísla en un plano resguardado de misticismo o contemplación interna, sin
más control que la propia tranquilidad espiritual. No habita en un mundo de espíritus
contradictorios, como adivino o mago a merced de influjos que operan a capricho, como
prestidigitador sobre la cuerda floja de una realidad que le resbala. El profeta es hombre de
mensaje comprometido. Elabora una teodicea a través de su misma palabra, que es juicio de Dios,
amenaza de cambio sacra] y exigencia de superación de la magia. Por eso es el hombre de la
teodicea histórica. Sabe que Dios dialoga con el hombre y que ese / diálogo está abierto hacia un
futuro, es decir, hacia la manifestación total del sentido de la historia en la que Dios se manifiesta.
En las reflexiones anteriores nos hemos mantenido en un espacio israelita. Ahora debemos dar un
paso más y recordar que ese camino se ha expandido, suscitando dos nuevas religiones proféticas:
cristianismo e islam. Las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam)
definen, cada una a su manera, el sentido de la profecía. Las tres han surgido gracias a la visión
profunda y a la palabra creadora de unos profetas (Moisés, Cristo, Mahoma), que han sabido
descubrir la voluntad de Dios y la han expuesto y propagado en medio de la historia. En los tres
casos, el profeta es un hombre que sabe escuchar la Palabra de Dios. No es el chamán extático, ni el
contemplativo místico interior, ni sacrificador (sacerdote). Ordinariamente es un hombre de acción,
alguien que se encuentra inmerso dentro de las tareas y trabajos de este mundo y que, a partir de
allí, en el centro de este mundo, descubre y discierne la voluntad de Dios. El profeta es también un
hombre comprometido en la tarea social: ha descubierto la voluntad de Dios y quiere que se
cumpla: por eso denuncia los males de la sociedad, anuncia el juicio de Dios y procura que los
hombres respondan en gesto de conversión y /fidelidad intensa. En ese aspecto, el profeta es un
vigía, un testigo de la obra de Dios entre los hombres. Para los judíos el profeta verdadero y central
es Moisés, a quien conciben como depositario principal de la revelación de Dios, como ratifica la
Misná: «Moisés recibió la Torah desde el Sinaí y la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los
ancianos a los profetas, los profetas a los hombres del Gran Sanedrín» (Abot 1,1). Judío es el que
acepta como normativa la revelación profética de Dios a Moisés, conservada en la Ley escrita de la
Biblia Hebrea y en la oral de la Misná. Los cristianos han interpretado Dt 18,15ss como un anuncio
de Jesús (He 3,22), a quien confiesan como el profeta final, Hijo de Dios y mesías verdadero. Eso
significa que para ellos hay un avance, una historia que lleva del profetismo israelita al nuevo
profetismo mesiánico. Los profetas israelitas forman parte del Antiguo Testamento y su palabra ha
sido asumida, culminada y, de alguna forma, abrogada por Cristo. Sólo Jesús, profeta final y
verdadero, ofrece el Nuevo y definitivo Testamento de Dios para los hombres. Por su parte, el Islam
no admite gradación o progreso salvador entre los profetas: «Decid: creemos en Dios y en lo que se
nos ha revelado, en lo que se reveló a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus; en lo que Moisés,
Jesús y los profetas recibieron de su Señor. No distinguimos a ninguno de ellos y nos sometemos a
Dios» (Corán 2,136). Mahoma ha nivelado de esta forma a los profetas, presentándolos como
representantes y testigos de una misma actitud de /fe monoteísta y de sometimiento a Dios. A su
juicio, todos han dicho lo mismo, aunque esa doctrina ha podido ser desfigurada por sus seguidores
(judíos o cristianos). Sólo él, Mahoma, recogiendo de forma clara y total lo que han dicho los viejos
profetas (especialmente Abrahán, Moisés y Jesús) puede presentarse y se presenta como sello de
la profecía, revelador del Corán eterno para los hombres.
V. ACTUALIDAD DE LA PROFECÍA.
La actualidad de la profecía está vinculada a la vigencia y capacidad creadora de las tres religiones
monoteístas. Los judíos han puesto la Ley de Moisés en el principio de todas las manifestaciones de
Dios. Los profetas escritores que han venido después de Moisés, han avalado esa visión de la ley
originaria, válida por siempre. En algún sentido se puede afirmar que, para los judíos, la profecía
verdadera se ha parado, o ha culminado, en Moisés: lo que vino luego no ha ofrecido un verdadero
avance. Dios lo había dicho todo al revelar su Nombre (Yavé) en el fuego de la zarza, al manifestar a
Moisés su misterio y pedirle que liberase al pueblo cautivo (Ex 3,14). Siendo profeta, Moisés
aparece como hombre del misterio (descubre el fuego de Dios, escucha su Nombre), legislador
(ofrece al pueblo la ley de Dios) y liberador (saca a los hebreos de Egipto). La Palabra de Dios, que
él escucha y transmite a su pueblo, es fuente de experiencia profunda, que se expresa al mismo
tiempo como ley y como principio de /liberación. Quizá podamos afirmar que los judíos identifican
la profecía con Moisés, diciendo que él ha recibido la revelación integral del misterio para el pueblo
de su alianza. Como suponía la Misná (Abot 1,1), después de Moisés ya no existe nueva revelación:
tanto la Escritura como la tradición (recogida en la Misná y el Talmud) se limitan a recopilar y
expresar la misma y única Ley eterna que Moisés ha descubierto al descubrir el fuego de Dios y al
escuchar su nombre. No hay para el /judaísmo dos Testamentos o Escrituras de Dios (como en el
cristianismo) sino dos formas (una escrita y otra oral) de expresar la misma y única palabra que
Dios dijo a Moisés para siempre. Por eso, Moisés no es un profeta sino el Profeta. De manera
consecuente, podemos afirmar que la profecía ha cumplido su misión y ha terminado: se ha
expresado en la Ley, allí perdura y ofrece la voluntad salvadora de Dios para los hombres.
Los cristianos han destacado una historia profética, que debe entenderse a partir de las categorías
de promesa y cumplimiento. Ciertamente, ellos veneran a Moisés, pero no lo separan del resto de
los profetas bíblicos. Los cristianos han invertido la línea dominante del judaísmo, interpretando al
mismo Moisés a partir de esos profetas, situándolo en un camino que conduce a la revelación
mesiánica. Ellos, Moisés y los profetas, son precursores de Jesús: abren un camino que ha venido a
culminar y recibir sentido pleno en Cristo. Entre los dos Testamentos (profetas antiguos y Jesús)
existe una continuidad y una ruptura. Lo antiguo debe cumplirse y terminar, para que llegue lo
nuevo. Por eso los cristianos han conservado la Escritura israelita como verdadera palabra de Dios,
pero la han entendido como Antiguo Testamento de aquello que ha venido a realizarse en Cristo.
Moisés era legislador y liberador más que profeta. Pues bien, siendo también un (el) profeta, Jesús
es, sobre todo, el enviado mesiánico y el Hijo de Dios. Así podemos entenderlo como nueva
creación, el hombre definitivo, ya salvado: Hijo de Hombre universal, que desborda los límites del
judaísmo y de su ley particular para presentarse como signo universal de Dios para todos los
humanos. De esa forma, la profecía se vuelve encarnación; el portador de la Palabra aparece como
Palabra de Dios en persona.
Los musulmanes consideran que la profecía ha sido siempre la misma, aunque sólo con Mahoma ha
logrado expresarse al fin de manera sencilla y segura, en forma de mensaje abierto a todos los
humanos, sin distinción de razas o culturas. El contenido del mensaje profético ha sido siempre el
mismo, de Adán a Jesús, pero los receptores no han sabido conservarlo limpio, lo han mezclado con
otras palabras que no vienen de Dios, lo han adulterado. Por eso ha sido necesario que la auténtica
profecía se exprese de un modo claro y preciso, de un modo condensado y fuerte, a través del
pueblo árabe. Eso es lo que ha venido a realizar de un modo ejemplar Mahoma, que se considera
heredero de todos los profetas. En nombre de ellos dice: «La piedad estriba... en creer en Dios y en
el último día, en los ángeles, en la Escritura y en los profetas, en dar de la hacienda... en hacer la
azalá (oración) y el azaque (la limosna), en cumplir los compromisos contraídos, en ser pacientes
en el infortunio, en la aflicción y el tiempo del peligro. ¡Estos son los hombres sinceros y temerosos
de Dios!» (Corán 2,177). Esta es la fe profética: creer en Dios y en su juicio. En ella se incluyen las
Escrituras (todas las antiguas se contienen en el único Corán), los profetas (enviados de Dios, que
culminan en Mahoma) y los ángeles que son signo del misterio de Dios. Ella se expresa en la
oración (como sumisión al único Dios) y la limosna (como expresión concreta de justicia y /
solidaridad humana). A juicio de Mahoma, la profecía se ha cumplido y se incluye en el Corán.
En sentido estricto, para las tres grandes religiones monoteístas ya no existe nueva profecía, puesto
que ella, la profecía verdadera, ha desembocado y se ha cumplido en la Ley (judaísmo), en el Dios
encarnado (cristianos) o en el Corán (musulmanes). Pero esto nos obligaría a interpretar la profecía
como un elemento del pasado, un capítulo cerrado de la historia humana. Sin embargo, ni judíos, ni
cristianos, ni musulmanes aceptarían este dictamen. Todos ellos, cada uno a su manera, creen que
la profecía sigue viva porque nada de lo que se ha vivido de verdad en la historia ha muerto.
Perdura la profecía en la experiencia del encuentro personal del hombre con Dios. Perdura en la
importancia que, en las tres religiones, reviste la Palabra, como expresión de diálogo de Dios con
los hombres. También se perpetúa la profecía en la exigencia de conversión personal y fidelidad
ética (justicia social) que las tres religiones proclaman, lo mismo que en la visión de la misericordia
de Dios y de su juicio. Sobre este fondo común se podrían hacer algunas distinciones. La profecía
israelita está vinculada a la historia particular del pueblo, pero sigue abierta a la /utopía mesiánica
de la reconciliación universal. El mismo Israel puede y debe presentarse, dentro de la historia,
como pueblo profético, expresión viviente de una /esperanza todavía no realizada dentro de la
historia. La profecía cristiana aparece más centrada en la experiencia de la encarnación de Dios en
Cristo. Saben los cristianos que la historia ha terminado, pero deben mostrarlo con su propia vida,
con el testimonio de su gratuidad activa, en la línea de las visiones del Cordero degollado y
triunfador del Apocalipsis. La misma Iglesia viene a presentarse, según eso, como paradigma de
profecía cumplida: lugar de diálogo de los hombres con Dios, en clave de reconciliación entre los
pueblos. Finalmente, para los musulmanes, la profecía se interpreta especialmente en una línea de
sumisión a la voluntad de Dios. Los que se han sometido, los que han aceptado el mensaje eterno
del Corán, esos son musulmanes (creyentes). La profecía se vuelve para ellos expresión de un
sometimiento gozoso de los hombres al dictado de la voz de Dios.
BIBL.: DEL OLMO G., Vocación de líder en el antiguo Israel, Universidad Pontificia, Salamanca 1973;
EICHRODT E., Teología del Antiguo Testamento 1, Cristiandad, Madrid 1975; GARCÍA DE LA FUENTE
O., La Búsqueda de Dios en el AT, Guadarrama, Madrid 1971; HESCHEL A. J., Los profetas 1-111,
Simpatía y fenomenología, Paidós, Buenos Aires 1973; NEHER A., La esencia del profetismo,
Sígueme, Salamanca 1975; PIKAZA X., Dios judío, Dios cristiano, Verbo Divino, Estella 1996; SALADO
M. D., La religiosidad mágica. Estudios crítico-fenomenológicos sobre la interferencia magia-
religión, San Esteban, Salamanca 1980; SICRE J. L., Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992;
Vox RAD G., Teología del Antiguo Testamento II, Sígueme, Salamanca 1972.
X. Pikaza
PROGRESO
DicPC
La palabra progreso proviene del latín progressus y el Diccionario de la Real Academia Española le
concede dos acepciones: por un lado, «la acción de ir hacia adelante»; y por otro «aumento,
adelantamiento, perfeccionamiento». Asimismo, se considera progresismo a la «actitud de
favorecer el progreso». Y progresar es «avanzar, mejorar, hacer adelantos alguien o algo en
determinada materia».
En el lenguaje común se entiende por progreso la acción o el efecto de crecer y mejorar. Significa
todo un avance o un adelanto producido en el curso del tiempo. Es decir, prevalecen los usos
estimativos o valorativos en el sentido de ir a más y mejor: «Fulano ha hecho grandes progresos en
su profesión». Entonces progreso y progresar adquieren una connotación intencional y sugieren
una línea de logros sucesivos, e incluso prevén la consecución de metas ulteriores.
I. BOSQUEJO HISTÓRICO.
La idea de progreso nace en el mundo moderno y se constituye en uno de los referentes más
importantes del pensamiento occidental, desde el siglo XVIII. La idea de progreso ha formado parte
del alma colectiva y ha determinado, en gran parte, el pensar y actuar del hombre moderno. En
palabras de Guizot, el rasgo distintivo de la civilización es el progreso; esto es, la sociedad actual
cree en el progreso, quiere el progreso y considera el progreso como la marca y la medida de la
civilización. Tanto es así, que el progreso parece un movimiento real y cotidiano más que una idea.
La mayor parte de la gente de todo el mundo vive siguiendo un modelo mental del mundo al que
llama progreso. A la hora de realizar un recorrido histórico, sólo cabe destacar algún aspecto de
este complejo y accidentado término. En primer lugar, es preciso decir que la noción de progreso
es sumamente moderna. No todas las culturas han conocido la idea de progreso, ni en las culturas
que se han conocido se ha tenido siempre conciencia de él. Es lo que sucede con la cultura
occidental: al comienzo, los cambios sociales y culturales son interpretados bajo la forma del
movimiento circular: «No sucede nada nuevo bajo el sol», nos dice el Eclesiastés. Para el hombre
de la Edad Media, la vida no puede ni debe tener otras manifestaciones que las que tiene y, por
tanto, no se buscan ni apetecen innovaciones. El hombre medieval se sabía incluido en un orden
universal, que le aparece como fijo, inmutable y divino. Es toda una concepción estática, ya que no
conoce la idea de progreso. Es con el Renacimiento cuando el hombre europeo vive un afán de
cambio. Cambio que implica la idea de mejoramiento. Otros, sin embargo, no reconocen el
Renacimiento como un progreso sino como un retorno a los maestros griegos y latinos.
Es en la época de la /Ilustración, a través de hombres como Lessing, Vico, Leibniz, Kant y Hegel,
como se va pergeñando la creencia en el progreso. Desde esos momentos, la historia de la
humanidad puede desplegarse como un progreso; puede pensarse como una educación del género
humano, o como una serie de estadios que, al sucederse, se superan y, al superarse, se
perfeccionan. Desde comienzos del siglo XIX, el hombre se ha puesto sin condiciones al servicio de
la idea de progreso (como anhelo de la humanidad hacia el bienestar y la dicha), tendiendo a
legitimar a través de ella los objetivos temporales de su actividad. El progreso es el dogma esencial
de todo el racionalismo moderno y, al confundirse con la idea de la dicha general y el
humanitarismo, se convierte en el gran estímulo y la gran esperanza de los pensadores y los
reformadores del /liberalismo. Faguet divide en dos grupos a los teorizantes de la idea del
progreso, a saber: los que creen en un progreso absolutamente continuo, y los que creen en un
progreso con regresiones. La mayor parte de los pensadores, desde el siglo XVIII, han coincidido en
la /creencia en una marcha progresiva de la sociedad. Turgot fue el primero en concebir lo que
posteriormente A. Comte formuló como la «ley de los tres estadios» en su Cours de philosophie
positive. Según esta ley, la humanidad se eleva desde un estadio mítico-religioso, a través del
metafísico filosófico hacia el estadio positivo, en el cual tan sólo sirve como orientación la ciencia
fundada exclusivamente en el conocimiento racional: «No hay que vacilar –dice Comte– en colocar
en primera línea la evolución intelectual, como principio necesariamente preponderante del
conjunto de la evolución de la Humanidad». Sin embargo, Buckle no creía para nada en la
posibilidad de perfeccionamiento moral de la Humanidad. Su escepticismo le lleva a no ver más
que modificaciones insignificantes. Leibniz profesaba la creencia en el progreso, primero como
aplicación del principio de continuidad, y segundo, como consecuencia del optimismo que le lleva a
decir que «al fin y al cabo, todo conspirará a lo mejor, en general». Por su parte Kant nos dice que
«mediante la lucha y el esfuerzo, todas las facultades humanas han de perfeccionarse, siendo, de
esta suerte, el progreso moral la fuente de los demás, y que las conquistas de cada generación
aprovechan a las generaciones venideras». Más compleja es la comprensión filosófico-histórica del
progreso de Hegel. Para este, el progreso consiste en el despliegue dialéctico de la razón misma. La
/historia sería la realización en el tiempo de los planteamientos antagónicos contenidos en el
concepto racional, posiciones seguidamente superadas en síntesis de orden superior. Hegel coloca
también el punto principal en el progreso espiritual y caracteriza la historia universal como un
«progreso en la conciencia de la /libertad».
Los socialistas como Saint-Simon, Fourier... son verdaderos entusiastas de la idea de progreso.
Marx recalca el carácter dialéctico del progreso (conflictos, /guerras...) como estimulante del
proceso progresivo. A mediados del siglo XIX la idea de progreso pasa a fundamentarse en la nueva
doctrina darwiniana. El promotor de esta tendencia fue H. Spencer, que tuvo su principal
adversario en Schopenhauer. Spencer afirma que la civilización es una evolución, o sea «el
progreso de una homogeneidad indefinida e incoherente hacia una heterogeneidad definida y
coherente». Para Spencer la lucha por la existencia, a medida que se intensifica, empuja al hombre
a nuevos esfuerzos e inventos. Schopenhauer y los suyos consideran que «el pretendido progreso
de la humanidad, no disminuye, antes bien aumenta el cúmulo de sus padecimientos y dolores, ya
que el conocimiento más claro de las cosas, la reflexión, (...) dan al hombre una conciencia más
clara de su sufrimiento, haciendo que este sea más agudo». A la creencia ininterrumpida de
progreso, se opone lo que E. George consideraba como las civilizaciones estancadas, muchas de las
cuales no conocen la idea de progreso y otras miran al pasado como lugar de perfección humana.
Para muchos, las civilizaciones han tenido su período de crecimiento, de estancamiento y de
decadencia. ¿Quiere esto decir que hay que negar el progreso? La respuesta es negativa. No
obstante, el progreso científico ha sido uno de los que más y mejor ha contribuido a la constituci ón
de la idea de progreso. El desarrollo de la /ciencia no sólo ha sido considerado como motor del
progreso de la civilización, sino como uno de los referentes más cualificados para dicho progreso.
A estas alturas de la historia, somos conscientes de que un nuevo dios ha hecho su aparición: el
progreso; al progreso hay que sacrificarlo todo; ante sus dictados todo debe callar y someterse.
Ante dicho panorama, urge desmitificar y desacralizar el concepto; lo cual no significa negarlo o
anatematizarlo. La Humanidad actual cree en el progreso y quiere el progreso, pero también se
pregunta: «Progreso, ¿para qué?». Además, las catástrofes medio-ambientales han contribuido a
desvanecer el optimismo ilimitado en el progreso, en el crecimiento meramente cuantitativo de la
economía. El hombre no puede seguir dedicándose a batir récords sin importarle las consecuencias.
En suma, el progreso científico y técnico no han venido acompañados de un progreso de bienestar
social (progreso moral) para todo hombre y su hábitat. La incertidumbre constituye hoy una de
nuestras características, junto con el reconocimiento responsable de que los modelos de estilo de
vida actualmente más extendidos, son insostenibles en un próximo futuro. Debemos, pues,
preguntarnos: «Progreso, ¿para qué?». La respuesta no puede ser sino: «Con vistas a lograr una
vida más digna».
E. Velasco
PRÓJIMO
DicPC
Los evangelios sinópticos ponen en boca de Jesús de Nazaret estas mismas palabras como el
principal mandamiento que deben cumplir los que le sigan: «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo». Sin duda nos encontramos con una norma ética de una exigencia radical, ya que plantea
amar a la otra persona (prójimo) como a uno mismo. Además, este concepto se amplía en los
evangelios, ya que no se aplica sólo a los que viven próximamente (son conciudadanos), sino que
cualquier persona humana es mi prójimo. La radicalidad y la universalidad de esta propuesta ética
han pasado a nuestro acervo cultural ético, configurando decisivamente nuestras culturas, aunque
para muchos fuera una norma utópica, irreal o insensata. Algo semejante encontramos en otras
latitudes culturales: en la propuesta ética de Lao-Tsé o en el amor o /compasión preconizados por
Buda.
La problemática del prójimo es, en definitiva, la problemática del otro, del tú, del nosotros. Aunque
el tema de la /interpersonalidad no tiene actualmente la resonancia que alcanzó en épocas todavía
recientes, creo que las reflexiones que se hicieron conservan su actualidad, a lo que hay que añadir
la importancia que ha adquirido la reflexión ética en nuestros días y la significatividad de la ética
comunicativa. El tema de la interpersonalidad se presentó no como tarea de una disciplina
filosófica, sino de la filosofía primera. Sin embargo, es preciso entroncar esta temática con las
reflexiones efectuadas sobre la interpersonalidad en el siglo XIX, sobre todo por parte de Fichte,
Hegel y Feuerbach. Según el análisis de José Manzana: «En Fichte y en Hegel el reconocimiento
intersubjetivo es, a un nivel más radical, constitutivo de los sujetos racionales, tanto en cuanto
sujetos individuales, como en cuanto racionales. La praxis teórica y práctica es, en su misma
esencia y constitución, una praxis intersubjetiva: lenguaje, saber, conocimiento, ciencia y toda
actuación práctica, sólo son posibles en el ámbito intersubjetivo; las relaciones intersubjetivas
constituyen su dinámica y les confieren su formalidad y materia humanas. Hegel y también Marx
pusieron esto definitivamente de manifiesto».
Hay que señalar que en tiempos más recientes, la comprensión filosófica del hecho de la
interpersonalidad se ha llevado a cabo fundamentalmente por dos perspectivas, que responden a
dos actitudes o esquemas de pensar: el trascendentalismo y la concepción dialoga]. La reflexión
trascendental surge de la teoría de la intersubjetividad de Husserl. Sus representantes más
característicos serían M. Heidegger y J. P. Sartre. Dentro de este planteamiento, E. Lévinas tiene
una perspectiva original. La reflexión dialógica tiene como representantes más característicos a M.
Buber y a G. Marcel. El personalismo también ha trabajado en esta dirección, y destacados
teólogos han elaborado también su pensamiento en estos parámetros: F. Gogarten, K. Barth, P.
Tillich...
La perspectiva trascendentalista recibe esta denominación porque en ella el otro aparece como
condición de posibilidad de la constitución del yo. Según señala Heidegger en Ser y Tiempo el ser-
en-el-mundo es constitutivamente ser-con-otros (Mitsein) en el mundo. El mundo del Dasein es un
mundo compartido con otros Dasein; los otros que están en el mundo no son utensilios de los que
me sirvo, sino que están-conmigo-ahí, me acompañan. El ser-en-el-mundo y el ser-con-otros no
son dos existenciales, sino el mismo existencial originario en que ex-siste el Dasein: ser-con-otros-
en-el-mundo. La presencia del otro pertenece, por tanto, a la estructura esencial del Dasein.
Incluso cuando el Dasein está privado de comunicación fáctico-real, la soledad aparece sólo como
un modo deficiente o privativo del estar-con. El otro no se hace originariamente presente en una
aprehensión de tipo teorético-cognoscitiva, sino práctica. La solicitud (Fürsorge) por el otro es
cualitativamente diferente de la preocupación referida a los utensilios, aunque también pueda ser
considerada como una modalidad de la preocupación en general, en cuanto comportamiento
práctico frente al mundo en general (mundo de cosas y de otros Dasein).
¿No será posible conciliar ambas posiciones, evitando tanto la posible cosificación del otro como la
simple constatación fáctica de su existencia? Creemos que sí: el camino será tratar de deducir al
otro, pero en el sentido de poner de manifiesto o evidenciar su presencia como auténtico tú. Esta
es, además, la intención profunda de las posiciones actuales más representativas en el tema de la
intersubjetividad: rechazar tanto el solipsismo del yo (constitución y saber del yo
independientemente de la presencia del otro) como la objetivación del otro. Aunque puede
discutirse si en todas las concepciones contemporáneas del otro se salva adecuadamente su
otroidad o alteridad, en todas ellas se afirma que lo realmente originario no es el yo, sino el
nosotros: el yo existe sólo coexistiendo, sabe de sí solamente en y por el saber del otro. Y esto en
contraposición a una concepción meramente solidarista que afirmaría que el otro adviene como
complemento o posibilidad de realización total y perfecta de un yo ya constituido
fundamentalmente en sí mismo.
Por eso, la deducción del otro consistirá en desvelar la presencia del otro (a mi yo) en su estricta
alteridad e inmediatez de donación, precisamente como constitutivo de la existencia humana, en
su dinámica de interrogación y de actuación. Veamos cuál podría ser este proceso. La existencia
humana se nos aparece como /comunicación dialógica. Aunque se pueden considerar otros
fenómenos como el amor, el trabajo o el saber, nos centraremos en la constatación del hombre
como ente que piensa-habla. El lenguaje, como expresión del pensamiento, sólo tiene sentido en
una situación de estricta interpersonalidad, ya que implica la estricta alteridad de quien, desde su
intimidad subsistente, responde. La comunidad de quienes hablan y dialogan es, forzosamente, una
comunidad de auténticos yos. El lenguaje pone de manifiesto a la persona ex-sintiendo
constitutivamente en la esfera de la interpersonalidad o del nosotros.
Si analizamos con atención las preguntas antropológicas fundamentales: ¿qué puedo saber, qué
debo hacer, qué puedo esperar?, veremos que en estas cuestiones se pregunta realmente, no qué
soy yo, sino qué somos nosotros. En primer lugar, el saber es auténtico saber en la verdad cuando
implica universalidad y necesidad. Implica que lo sabido y expresado en el juicio está ex-puesto a la
/comunidad de los sujetos racionales que pueden enjuiciar mi juicio. En segundo lugar la pregunta
por mi comportamiento moral implica esencialmente un saber del otro (¿como cosa, medio o fin en
sí mismo?) y sólo tiene sentido en relación al otro en la medida en que me pregunto cómo debo
comportarme ante él. Finalmente, la esperanza es constitutivamente comunitaria-interpersonal.
Qué será de mí implica qué será de nosotros, ya que mi yo, mi vida, mi felicidad o mi desdicha están
indisolublemente ligados a lo que será vida, felicidad, desdicha del otro con el que estoy vinculado
y forma parte de mi yo. La presencia del otro en la propia constitución del yo, es un dato
fenomenológicamente verificable: en el niño, primeramente acontece la vivencia de los otros que
le rodean, y posteriormente se distancia de ellos, descubriendo que él no es el otro y que subsiste
en sí mismo, como principio de sus actos. En esta autoconstitución del yo, actúa también
decisivamente la llamada de los otros, que le interpelan y se comunican con él. Dicho en términos
trascendentales, el nosotros es el ámbito en el que se determina el yo como yo. G. Marcel lo ha
formulado así: «No puedo pensarme a mí mismo como existente, sino en tanto en cuanto me
concibo como no siendo los otros, como otro distinto de ellos... El yo no existe, sino en tanto en
cuanto se trata a sí mismo como siendo para el otro y en relación a él». El yo se realiza ex-sintiendo
en el mundo y con los otros, con los que comparto el mundo. Es claro que el yo sólo puede
realizarse en los comportamientos de saber, amor, fidelidad, respeto, trabajo... pero estos, a su
vez, resultan inconcebibles e imposibles sin la presencia de los otros. El amor sólo es posible en la
presencia inmediata del otro, en estricta alteridad (como auténtico tú) y en la unidad sin confusión
del nosotros, en el sentido del amor como identidad heterogénea o la más profunda unidad en
perfecta dualidad.
III. CONCLUSIÓN.
Hemos empezado recordando la entraña bíblica del tema y del concepto de prójimo. Leyendo
atentamente los evangelios sinópticos, descubrimos una perspectiva importante que puede ser
motivo de inspiración para la reflexión filosófica.
En los textos en los que se le pregunta a Jesús de Nazaret quién es mi prójimo y cómo hay que
comportarse ante él, el final del relato contado por Jesús invierte sustancialmente la perspectiva de
la pregunta. Se nos pregunta quién es prójimo y cómo hay que hacerse prójimo de aquellos que
están en una situación de desamparo. Prójimo es aquel que se hace próximo de las necesidades y
de los sufrimientos de los otros, de las otras personas.
La otra cara evidente de ser fraternos es comportarse fraternalmente, sin más. La otra persona (su
rostro, su mirada, su situación lo reclama) me interpela radicalmente para respetarla como
persona. El infierno no «son los otros», como diría brutal y escépticamente Sartre, sino el rechazo a
respetar a los otros, mi actitud de no respeto de los otros. Por eso el prójimo no remite solamente
a la persona que de hecho se presenta ante mí, sino que remite a nuestra actitud y a nuestra
/responsabilidad ante el otro. La reflexión filosófica actúa como un bumerán. Lanzamos la cuestión
sobre nuestro prójimo, sobre el otro, y vuelve interrogándonos por nuestra actitud ante él. No hay
prójimo si no somos prójimos.
Finalmente, podríamos seguir interrogándonos: ¿qué es lo que hace posible y, además, justifica
esta afirmación absoluta del otro? Ni la pura decisión de mi libertad, ni la desnuda realidad fáctica
del otro pueden justificar esta afirmación absoluta. La simple libertad de mi decisión justificaría
tanto el libre respeto a la vida humana como su aniquilación. La realidad fáctica puede ser admitida
como algo que simplemente está ahí, pero no puede aparecer como algo que debe ser y que yo
debo afirmar como algo justificado. Es necesario ir más allá de la libertad y de la facticidad del otro.
Hay que admitir que en la afirmación humana interpersonal acontece y se hace presente una
afirmación absoluta del hombre, proveniente de arriba. La trascendencia aparece cuando se
nombra al prójimo. Las corrientes dialógica y personalista apuntan en esta dirección. Un pensador
que ha trabajado fecundamente esta perspectiva, J. Manzana, nos indica: «La única condición de
posibilidad de la presencia del otro ante mí como valor absoluto y término de mi afirmación
absoluta es su afirmación (absoluta) por el /Absoluto. Esta afirmación del otro por el Absoluto es la
que me sale al encuentro en toda relación auténticamente interpersonal, justificándose a sí misma
y convenciéndome absolutamente. Y esta afirmación es la que hace posible, en último término,
toda afirmación interhumana absoluta del otro». Por eso, la presencia del otro, en su resistencia
moral a mi subjetividad dominadora, es experiencia de lo trasmundano, ya que el rostro del
Absoluto que se nos hace presente es el rostro del tú humano, por él iluminado y afirmado. Incluso
la perspectiva evangélica de la presencia privilegiada de Dios en los desposeídos del mundo
(hambriento, sediento, enfermo, encarcelado y pobre) sería un dato fenomenológicamente
verificable de la existencia humana. Donde se quiebra el hombre, aparece el prójimo y sus
exigencias.
BIBL.: BUBER M., ¿Qué es el hombre?, FCE, México 1960; ID, Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993;
HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, Madrid 1980; HUSSERL E., Meditaciones cartesianas,
Paulinas, Madrid 1979; LAIN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983;
LÉVINAS E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; MANZANA J., Selección de escritos, Eset,
Vitoria 1981; MARCEL G., Horno viator, Nova, Buenos Aires 1954; RICOEUR P., Soi-méme comme un
autre, Seuil, París 1990; SARTRE J. E., El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1948.
J. M. Aguirre Oraa
PROMETEÍSMO
DicPC
I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.
Prometeo emerge de la mitología griega. En esta, que para todo parece tener respuesta, el titán
Prometeo pasa por ser el benefactor de la humanidad: él modela a los hombres con arcilla, les
enseña luego a retener para sí la mejor parte de las víctimas que se sacrifican a los dioses, intenta
robar a Zeus el fuego para socializarlo, entregándoselo a los humanos, y por último enseña a su hijo
Deucalión a construir una enorme arca con la que salvar a la humanidad del diluvio enviado por
Zeus. Así las cosas, indignado el olímpico Zeus por todo ello, hace encadenar a Prometeo en el
monte Cáucaso, donde todas las mañanas un águila vendrá a roerle el hígado, ese órgano de la
fuerza necesaria para romper las cadenas, aunque volvía a crecerle durante la noche para alentar
eternamente ese juego de /esperanza y desesperanza; a pesar de todo lo cual, Prometeo
soportaba con dignidad y altivez el suplicio, sabedor de un secreto que podría costar a Zeus su
trono. Por fin, Heracles da muerte con sus flechas al águila y libera a Prometeo, el cual, a cambio,
revela el secreto a Zeus indicándole que no se despose con Tetis, porque esta engendrará hijos más
poderosos que su marido. Un segundo estadio prometeico surge durante el período de la
/Ilustración: la ciencia y el progreso tornarán innecesaria la presencia divina, pues la humana
criatura habrá de alcanzar con sus solos medios aquellas potencias o facultades anteriormente
reservadas en exclusiva a la divinidad, a saber, la fuerza, la providencia, la inteligencia. Trátase de
un prometeísmo epistemológico de doble naturaleza: por un lado, intelectual (el hombre llegará a
saberlo absolutamente todo, sin ningún límite), y por otro, moral (el hombre es bueno por
naturaleza, como asegura Rousseau; no se olvide que por este motivo la discusión en torno al
pecado original constituyó una pieza clave durante toda la Ilustración). Emancipado, pues, de la
divina tutela, que le tendría supuestamente infantilizado, el hombre asumiría sus funciones
adultas, que habrían de agigantarse con el tiempo hasta tocar el cielo con sus propias manos, lo
mismo que el titán Prometeo. El tercer estadio prometeico adviene con Karl Marx, quien ya desde
su tesis doctoral se reclamará seguidor de Prometeo, ahora identificado con el proletariado, que
espera obtener su desencadenamiento definitivo, lo que habría de llegar después de haberse
enfrentado a todos los poderes de este mundo y a todos los poderes de un más allá,
supuestamente aliado con los poderes de este mundo, a saber, el /capitalismo, enemigo frontal de
la clase trabajadora. Este nuevo prometeísmo proletario resultará durante el siglo XIX bastante
común al / marxismo y –sobre todo– al /anarquismo de signo bakuninista. De hecho, constituye
una de las herencias más firmes de toda la Ilustración, y se ha mantenido en buena medida hasta
nuestros días en ciertos sectores, a pesar de la caída del Muro de Berlín.
El prometeísmo, así las cosas, constituye la pretensión de sustituir a Dios por la humanidad,
arrebatándole a Dios sus atributos exclusivos para socializarlos tras habérselos entregado a la
humanidad, que de este modo también quedaría divinizada. El asunto, de todos modos, viene de
muy antiguo. En efecto, ya Sócrates preguntaba a Eutifrón si es justo un acto por estar ordenado
por los dioses, o si, por el contrario, está mandado por los dioses porque es justo. Eutifrón se
adhiere a la primera alternativa, alegando que la piedad es lo que resulta querido a los dioses y la
impiedad lo que no les resulta querido.
Frente a Pelagio, san Agustín, al plantearse la cuestión de si cabría el bonum morale sin la /gracia,
afirmaba que el hombre que se sitúa fuera de Cristo se sitúa asimismo fuera del hombre, aunque a
lo más pueda cumplir la ley natural. El propio santo Tomás asegurará que existen virtudes
naturales verdaderas, aunque imperfectas, y que sin la gracia de Dios el hombre deviene capaz de
llevar a cabo el bien moral, aunque con grandes dificultades y a niveles bastante pobres, toda vez
que el peso del apetito inferior resulta tan fuerte, que malogra hasta las intenciones más nobles,
pues «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom 7,19). Por su parte Tomás Moro
pone en los habitantes de /Utopía, entre quienes se cultiva la tolerancia y el pluralismo religioso, la
exigencia de tres verdades: la inmortalidad del alma, la existencia de Dios, y la sanación en el más
allá, con premios y castigos. Desconfíase de este modo de que el ateo esté en posesión de la moral
suficiente como para cumplir las leyes civiles, hallándose más bien, por el contrario, dispuesto a
quebrantarlas si de ello se derivase algún beneficio, en línea de lo que más tarde afirmara
Dostoievski: si Dios no existe, entonces todo está permitido. El mismo Kant, tras fundar una ética
autónoma, añade que aun así cree razonable esperar en el allende la sanción correspondiente a
nuestras acciones; esperanza que postula, a su vez, estos tres considerandos: que Dios exista, que
nuestra alma sea inmortal, y que habrá sanciones. En la misma línea, por fin, se mueve el
frankfurtiano M. Horkheimer, al menos en lo referente a la idea de que la mente del hombre no
puede soportar la idea de que el criminal triunfe siempre sobre su víctima, demandando por ello
un más allá en que las injusticias perpetradas reciban su pena y las padecidas su compensación.
Por su parte los cristianos no tratan en modo alguno de discutir si ellos son, o han sido, o habrán de
ser en la historia, mejores o peores que los in-creyentes; la cuestión es otra. En efecto, para un
cristiano, lo que está en juego no es el prometeísmo del yo soy mejor que tú, sino el deseo de
caminar hacia el amor, reconociendo el pecado y compartiendo el perdón. El cristiano se reconoce
en los pequeños, pues todo hombre es pequeño al necesitar ser amado, y grande para reclamarse
de lo Grande de donde el /Amor brota. De esta manera, lo natural lo es porque enraíza en lo
sobrenatural, que se nos ha manifestado en el Hijo. Precisamente porque todos nos encontramos
naturalmente pequeños ante el Señor, es por lo que accedemos a lo sobrenatural compartiendo,
orando y dejándonos salvar. Gozosamente, gratuitamente, agradecidamente. Con palabras de
Marcelino Legido: «El amor de Jesús, he-cho gracia, engendra la conversión. Los hombres no se
preparan con sus obras para el encuentro de la acogida; es el encuentro de la acogida lo que les
capacita para dejarse acoger. Convertirse es ser encontrado. El Reino se lo regala el Padre
únicamente a los pobres y a los pecadores, que han llegado a ser tan pobres, que ni siquiera se
quieren justificar y tan sólo esperan el don de quien sabe que les ama. No los justos, sino los
pecadores (Mc 2,17); no los sabios, sino los incultos (Mt 11,25). Sólo los que, como niños que,
siendo pequeños, desvalidos y egoístas, se dejan querer y acoger (Mt 10,14). Esta ternura de la
acogida de los últimos, como único acceso para todos, cumple la vieja esperanza (Ez 34,16; Is 29,19;
Sab 3,17) en este instante de gozo indescifrable (Mt 11,25; Lc 10,21). El esfuerzo de los fariseos y el
de los zelotes, la integración y la revolución, desconocen la gracia, la única fuente desde donde la
tierra puede convertirse en el paraíso, es decir, en mesa compartida de gozo y de alabanza. Por eso
Jesús dedica la mayor parte de su tiempo a anunciar el Reino a los pobres, testimoniándolo con la
cercanía misericordiosa de su amistad... Los hombres, o renuncian a sí mismos o tienen que
abandonar a Jesús. Por eso, en la disyuntiva, prefieren eliminarlo y colgarlo del madero. El Bautista
acepta a los pecadores después de que se hayan arrepentido. Jesús, en cambio, ofrece a todos, y
sobre todo a los pobres, el perdón y la gracia, antes de que se arrepientan (Lc 19,1-10)».
Difícilmente podrá el humano ignorar su finitud y acallar la voz de su nostalgia, recordándole que él
no se encuentra a la altura de su querer, de su poder, de su saber, o de su esperar, cerrado sobre sí
mismo o abierto a una historia meramente inmanente, mera suma de finitudes y de fragilidades
quebradizas, necesitadas de apertura a lo Totalmente /Otro que funda y salva, y que lejos de
despotenciar a las virtudes naturales, las ensancha y fortalece y vivifica desde una perspectiva
teologal. Por eso, la relación de apertura de la naturaleza a la gracia, sigue siendo una de las
cuestiones más importantes y actuales de la antropología persona-lista comunitaria.
BIBL.: DÍAZ C., Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocéntrica y ética de la
gratuidad, Encuentro, Madrid 1980; ID, En el jardín del Edén, San Esteban, Salamanca 1991; ID, Un
poco más y no hay impío, San Esteban, Salamanca 1994; GARCÍA-CUAL C., Prometeo: mito y
tragedia, Hyperión, Madrid 1979; GARIBAY K. A. M., Mitología griega. Dioses y héroes, Porrúa,
México 1989; SECHAN L., El mito de Prometeo, Eudeba, Buenos Aires 1964.
C. Díaz
PROPIEDAD
DicPC
I. ENCUADRAMIENTO HISTÓRICO.
Un breve recorrido histórico pone de manifiesto que la existencia de diversas formas de propiedad
es una constante de todas las épocas. Según la Antropología Económica, las sociedades cazadoras-
recolectoras mantienen formas colectivas de propiedad sobre la tierra, caza y pastos. Aunque
limitada, dado el nomadismo inherente a su forma de vida, mantienen esas sociedades la
propiedad privada sobre bienes muebles como vasijas, adornos y armas. La aparición de la
propiedad privada sobre la tierra parece ir unida al desarrollo de la agricultura, así como a la
creación del Estado. La antigüedad romana conoce las formas más absolutas de propiedad privada,
en la que el paterfamilias extiende la propiedad incluso a los esclavos, como instrumentos
animados, y se confunde, en muchos aspectos, con la potestad sobre la mujer y los hijos. Con todo,
sólo el dominium ex iure Quiritium tenía ese carácter absoluto, perpetuo, ilimitado hacia arriba y
hacia abajo, y estaba libre de impuestos. El Derecho romano proporciona al copropietario tantos
instrumentos para lograr la división de los bienes, que hace de la coposesión una situación
provisional llamada –por naturaleza– a desaparecer. En todo caso, la propiedad privada romana era
compatible con los extensos latifundios, propiedad del imperio.
Durante la Edad Media, los pueblos germanos mantienen formas colectivas de propiedad, con el
desarrollo de una propiedad privada que ya no es la plena del Derecho romano, sino una propiedad
dividida en diversos derechos sobre la misma cosa. El propietario feudal mantiene poderes
políticos sobre los campesinos que trabajan sus tierras. Igualmente el poder político es entendido
en términos de propiedad privada, y se venden, heredan y reparten los reinos como si de bienes
privados se tratara. Con la aparición de factores como el comercio marítimo a gran escala, la
creación de la banca, las manufacturas y la revolución industrial, se lleva a cabo un proceso de
concentración de capital, que todavía caracteriza a la economía actual.
Ahora bien, el uso ha de ser común, y no sólo para los casos de extrema necesidad, sino por la
propia obligación de restituir al común lo superfluo. Para Mounier, siguiendo a G. Renard, la
propiedad sobre la riqueza superflua es mera detentación. Para este personalismo mounieriano, el
propietario que incumple la función social pierde la justificación sobre la propiedad que detenta. El
personalismo no niega la propiedad privada como derecho natural. Lo que deplora es la parcialidad
y manipulación de quienes levantan esa naturalidad para hacer de la propiedad privada un derecho
intocable, o de quienes la emplean para olvidarse de la función social que la grava. Como afirma
santo Tomás, si la propiedad privada es un derecho natural, también lo es el uso común de los
bienes1. Es más, la propiedad privada es de derecho natural secundario, es decir, que se ha
introducido por utilidades consideradas como razonables, tales como la mayor solicitud sobre
aquello que se posee con exclusividad, siendo de derecho natural primario el derecho de todos los
hombres a aprovecharse de los bienes de la tierra.
La propiedad tiene para el personalismo una doble finalidad: personal y comunitaria. Los bienes no
sirven con exclusividad para satisfacer los intereses del propietario, sino que han de cumplir con las
exigencias propias del bien común. La destrucción de la riqueza, llevada muchas veces a cabo con
fines especulativos, sería la más palmaria negación de la función comunitaria de los bienes. Toda
/persona tiene derecho a la propiedad privada correspondiente a las necesidades de una vida
digna. Se trata no sólo de reconocer un derecho de propiedad, sino un /derecho de propiedad igual
para todos, y no limitado a los actuales propietarios. De ahí la pretensión personalista de proteger
no sólo la propiedad actualmente existente, el derecho de propiedad, sino también, el derecho a la
propiedad. La consecución de una propiedad al servicio de la persona, impone la realización de un
principio fundamental: el de la prioridad del /trabajo sobre el capital. El derecho de propiedad está
fundado sobre la actividad creadora del trabajo y no sobre la usura o la especulación. El capital se
legitima no como trabajo acumulado, sino en cuanto crea oportunidades de trabajo.
Probablemente la nota más significativa de la propiedad personal sea la de la universalidad de su
beneficiario. La propiedad personal es una riqueza puesta al servicio de toda la humanidad, sin
barreras de naciones. El mantenimiento de lo que llamaba Mounier la propiedad-nación representa
el atentado más grave a la realización de la propiedad personal, al dividir el mundo en países
propietaríos y países hundidos en las deudas y en la miseria.
BIBL.: BASTONI L., Lavoro e proprietá nel personalismo di E. Mounier, Universitá di Parma, Parma
1975; CASTILLO VEGAS J. L., Personalismo y derecho de propiedad, Grapheus, Valladolid 1992;
Gambra Ciudad R. y otros, Propiedad, vida humana y libertad, Actas de la XVIII Reunión de Amigos
de la Ciudad Católica (Valladolid, 12-14 de octubre de 1979), Speiro, Madrid 1981; MOUNIER E., De
la propiedad capitalista a la propiedad humana, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992,
501-578; OSORIO MELÉNDEZ H., De la propiedad a la revolución. Ensayo de interpretación del
pensamiento social de Emmanuel Mounier, Universidad Católica de Lovaina, Lovaina 1972; SETIÉN
J. M. Y OTROS, Propiedad, vida humana y libertad, Sígueme, Salamanca 1968; SIERRA BRAVO R., La
propiedad personal en la encíclica «Laborem exercens», Cuadernos de Realidades Sociales 29-30
(1987) 317-326.
J. L. Castillo Vegas
PRUDENCIA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Desde el regazo cercano de la virtud, la prudencia se nos aparece como un hábito práctico de
contención por un lado, y de actuación precisa por otro. Algo tendrá el agua de la prudencia, como
para que todos la bendigan. Ya Platón define a la prudencia como sabiduría práctica1, y por eso la
adscribe al gobernante; más tarde Aristóteles la redefinirá como «hábito práctico verdadero,
acompañado de razón, con relación a las cosas buenas y malas para el hombre» 2. No toca a la
prudencia determinar teórica, abstracta o intelectualmente el fin, sino tan sólo los medios
prácticos y concretos conducentes al fin, pues «la voluntad es del fin, la elección de los medios»3.
En esto estaría de acuerdo Kant, el cual, en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres,
habla de la prudencia como habilidad en la elección de medios para alcanzar el máximo bienestar o
la propia /felicidad y, dado que la acción prudencial es medio para otro fin, el precepto de la
prudencia no tiene el carácter de precepto categórico o absoluto, sino el de hipotético, esto es,
condicionado. La prudencia aparece, pues, como faro y luz de la conducta circunspecta, ojo del
alma, según la bella expresión aristotélica; pero su fuerza visual no le viene meramente de ser una
/virtud intelectual, sino de la salud toda del organismo, esto es, de su habilidad práctica para
comportarse ante la realidad. El mero saber moral no convierte a la persona en más prudente;
contra la opinión intelectualista del viejo Sócrates, los buenos no son los que saben, por el mero
hecho de que saben, pues muchas veces vemos lo mejor y lo aprobamos, pero seguimos
decididamente lo que es peor.
Como dijera en sus Máximas Morales el Duque de la Rochefoucauld, «el mérito de un ser humano
no debe juzgarse por sus buenas cualidades, sino por el uso que hace de ellas». Claro está que n o
por su condición de habilidad práctica ha de ser ciega intelectualmente; la prudencia es razón
práctica, pero al fin y al cabo también ejercicio de la razón, pues sin ella no habría virtud. La
prudencia, o mejor, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, lo es de las
circunstancias particulares (prudencialismo, situacionismo), a diferencia de la sindéresis o
conciencia de los principios genéricos, en donde se habrán de insertar luego, en concreto, los actos
concretos de imperio de la conciencia de situación. En el paso de lo general a lo particular, asegura
santo Tomás que la prudencia pasa por tres grados4: deliberación, juicio, mandato o imperio. Esto
no impide que exista también, en mayor o menor grado, la facultad de captar de una sola ojeada la
situación y tomar al instante la nueva decisión; lo cual constituye uno de los ingredientes de la
prudencia perfecta, la solertia, esa visión sagaz y objetiva frente a lo inesperado y súbito. Pero en
todo caso, si bien en la deliberación conviene demorarse lo que hiciera falta, afirma santo Tomás,
la acción subsiguiente a la deliberación debe ser rápida.
La prudencia, pues, es una virtud compleja. Santo Tomás, tras las huellas de la Ética de Aristóteles,
destaca dos virtudes concomitantes con la prudencia: la primera es la eubulía o buen consejo,
hábito por el que nos aconsejamos bien. La segunda la synesis, el sosiego de la sensatez, el imperio
del buen sentido, el despliegue de un buen juicio, el juzgar adecuado y correcto5. Ambas virtudes
concomitantes resultan de todo punto necesarias, «pues parece evidente que la bondad del
consejo y la bondad del juicio no se reducen a la misma causa, ya que hay muchos que aconsejan
bien y no resultan sensatos, es decir, no juzgan con acierto. Lo mismo sucede en el orden
especulativo: algunos son aptos para investigar, porque su entendimiento es hábil para discurrir de
unas cosas a otras, y esto parece proceder de la disposición de su imaginación, que puede formar
fácilmente imágenes diversas; a veces, sin embargo, esos mismos no saben juzgar bien por defecto
de su entendimiento, fenómeno que ocurre sobre todo por mala disposición del sentido común,
que no juzga bien. De ahí que, además de la eubulía, deba haber otra virtud que juzgue bien, y a
esa virtud la llamamos /synesis»6. Pero además de la eubulía y de la synesis prudenciales, santo
Tomás, aunque con más reparos y sin considerarla virtud, ponía junto a la prudencia a la gnome,
esa perspicacia o agudeza de juicio que consiste en la capacidad para juzgar de algún modo las
cosas que quedan fuera de las reglas comunes.
Puede ser denominado prudente, en general, quien calcula meticulosamente: un mal cálculo
podría dar en tierra con el proyecto y frustrar los mejores planes; así que no siempre debe hacerse
ascos a la paradoja de Voltaire: «De las cosas más seguras, la más segura es dudar». Virtuoso es,
pues, el prudente que al obrar piensa en las consecuencias posibles de la acción, el que previene
las dificultades que podrían salirle más tarde al paso. Es prudente quien no manifiesta menosprecio
por los pasos intermedios, quien madura los pasos intermedios señalando responsablemente la
/pedagogía de la acción; en consecuencia, la prudencia se opone al «¡vive peligrosamente!», lema
tan caro al fascismo, que nada tiene que ver con el otro lema, el ilustrado «¡atrévete a saber!», de
algún modo siempre necesario para la maduración de las personas. Y así se entiende también que,
a consecuencia de esa previsión del futuro próximo, así como del futuro remoto, el prudente haya
de ser precavido, como señala Macrobio7.
Los mismos positivistas, tan poco afectos a las virtudes humanas y tan entregados al mero cálculo
de rendimientos, subrayaron desde su óptica eficacista esta dimensión, en que la prudencia se
hace previsión y providencia, bajo el lema «ver para prever para proveer», pues el buen calculador
sabe manejar el tiempo y actuar flexiblemente y con circunspección en el momento adecuado, ni
antes ni después del día y de la hora, en el cruce de la exacta oportunidad, a la que nada sobra ni
falta; lo cual –antítesis de la rigidez– nada tiene que ver con falta de /carácter. Obra
prudentemente, pues, quien actúa sin demasías, ni por exceso ni por defecto; de ahí que la acción
prudencial conlleve una cierta negación del despilfarro y de la exuberancia. Nada demasiado, la
inmoderación pondría de relieve la imprudencia del exceso comprometedor, y por eso afirma
Baltasar Gracián: «Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas. Hay que
hablar como en los testamentos: cuantas menos palabras, menos pleitos» 8. Por tanto, más tiene la
prudencia de arte que de ciencia rigurosa, por lo cual no cabe prudencia sin discreción, de modo y
manera que, en ocasiones, el arte está en «sin mentir, no decir todas las verdades» (Gracián).
Tónica prudencial: buen tacto, circunspección, modestia, carencia de ostentación, no buscar
destacarse. Nada en absoluto tiene en común la prudencia con la hipocresía ni con la mediocridad,
siendo por el contrario virtud importantísima para la vida cotidiana, como bien sabía el pragmático
empirista David Hume: «Quizá a un Cromwell o a un De Retz la discreción pudiera parecerles una
virtud de teniente-alcalde, como la llama el doctor Swift; y siendo incompatible con aquellos vastos
designios a los que les llevó su coraje y su ambición, puede que realmente fuese en ellos una falta o
una imperfección.
Pero en la conducta de la vida ordinaria no hay virtud que sea más requerida, no sólo para alcanzar
el éxito, sino para evitar los más fatales accidentes y desengaños. Sin ella, como ha observado un
elegante escritor, las más altas cualidades pueden resultar fatales para quien las posee; es como el
caso de Polifemo, el cual, al estar privado de un ojo, resultaba más vulnerable por causa de su
enorme fuerza y estatura»9.
Gracias a esos mecanismos prudenciales, pueden los seres humanos llegar a rozar la /sabiduría
verdadera, que es la del vivir adecuadamente conforme al /bien, no sólo –como decíamos– en la
teoría, sino en el comportamiento práctico y vital 10. La sabiduría vital está en la moderación en el
comportamiento, para acomodarle a lo que fundadamente parece sensato, discreto, precavido o
exento de peligro; y por eso los consejos suelen impartirse también muchas veces en su forma
negativa en libros como el Eclesiástico (7,32-36).
El hombre prudente, el maestro, el padre que sabe discernir sin alocamiento, y siempre desde lo
mejor posible: he ahí al tipo de ser humano que nos transmite la sabiduría de la vida, he ahí al que
nos lleva de la mano y desde que somos niños nos enseña a comportarnos prudente y sabiamente:
«Este tipo de hombre, justamente en razón de su perfecta concordancia vital con la norma objetiva
y trascendente, es de hecho, en cada circunstancia concreta, la regla última del acto, esta regla
que, por haber de darse en la contingencia material, no puede ser determinada en todos sus
pormenores por un logos universal»11.
La prudencia es incorporada a la vida como una exhortación para la actitud serena, a fin de que,
por medio de ese buen consejo, nos comportemos correctamente bajo el signo de la
/responsabilidad, y ese es el sentido de la Biblia cuando nos recomienda pensar que tenemos que
morir, a fin de que vivamos nuestras horas con honda prudencia, a la luz de ese recordatorio
realista que ha de presidir todos los minutos de nuestra vida. Un ejemplo entre mil, de esta actitud,
lo encontramos en la parábola evangélica de las vírgenes prudentes, donde la vida práctica se
orienta hacia el cuidado y la procuración de la salvación del alma, como corresponde a la sabiduría
de los santos: «De la manera que en las aguas parecen los rostros de los que en ellas se miran, así
los corazones de los hombres son manifiestos a los prudentes; que se entiende de aquellos que
tienen ya sabiduría de santos, de la cual dice la Escritura que es prudencia» 12.
Mas para llegar a la sabiduría eterna, y al tiempo que no se mueve, el prudente se relaciona con el
tiempo móvil de este mundo mediante un buen manejo de la ocasión. Tulio Cicerón, dándose
perfecta cuenta de la relación que existe entre tiempo y prudencia, señala tres partes de la
prudencia, a saber: la memoria del pasado; la inteligencia del presente; la providencia del futuro13.
Así pues, ¿qué sería de una prudencia que no tuviese suficientemente en cuenta a la historia (tanto
a la historia del individuo como a la historia de la especie) en su calidad de maestra? Pero además
de saber comportarse adecuadamente en el tiempo histórico más común, que es el tiempo de
convivencia en una misma época, el tiempo que nos hace coetáneos (kronos), además de eso, el
prudente tiene mucho que decir sobre el instante (kairós) de cada momento personal e irrepetible,
en donde zigzaguea la astucia. Empero, prudencia y astucia, aunque puedan solaparse
ocasionalmente, no se identifican, pues aquello que en un momento determinado parece un
movimiento astuto, puede resultar a largo plazo un movimiento harto imprudente. Si el prudente
planea a largo plazo (tanto a veces, que su riesgo consiste en destruir con sus entretejidos cálculos
lo imprevisiblemente nuevo, pues la casualidad y la imprevisibilidad de la vida ponen siempre
límites a la previsión calculadora), el astuto no siempre mira hacia el conjunto de la acción ni hacia
la totalidad del proyecto, antes al contrario, se limita a trampear, buscando sobrevenir a las
dificultades del momento por medio de la improvisación. En todo caso, como asegura santo Tomás,
«no resulta lícito llegar a un fin bueno por vías simuladas y falsas, sino verdaderas» 14.
III. CONCLUSIÓN.
También la excesiva prudencia puede volverse finalmente contra sí, resultando imprudente y
negando lo que afirma. El excesivamente prudente rompe la prudencia, porque se pasa de listo y se
hace extraño a la vida, siempre irreductible a corsés burocráticos o a marañas predictivas; ningún
cálculo lógico de posibilidades puede anular la extraordinaria imprevisibilidad de la realidad vital,
sobre todo la del ser humano, por antonomasia lo imprevisible, lo misterioso, lo sorprendente, lo
irreductible a medida, lo inconmensurable: la /persona, en una palabra. Por eso la gente libre se ríe
del falso prudente que nada ha conseguido a pesar de su hiperprudencia, que ha montado un
dispositivo dotado con todas las alarmas y sistemas de seguridad, pero que, a pesar de mucho
trepidar y enrojecerse y lanzar señales aparatosas, termina por no moverse del sitio. Ojo con esos
paralizantes que, desde sus recelosos miedos y desde sus desconfianzas enfermizas, recomiendan
eterna prudencia para no moverse: como sabiamente repetía E. Mounier, «el partido de los
prudentes raramente es el partido de la prudencia».
Muchas prudencias no son más que la manifestación del miedo, y muchas sabias y sensatas
razones se reducen a formas varias de una misma esclerosis vital. Demasiados anquilosados del
espíritu suelen parecer profundos prudentes, cuando no son más que vulgares cobardes. Muchas
veces la prudencia que algunos reclaman a la hora de ir a apagar el fuego de la casa del vecino,
contrasta con el nerviosismo y la impaciencia a la hora de mirar hacia su propia casa, donde ni
siquiera se avista todavía el menor rastro de humo. ¡Tantas formas de prudencia que no son más
que malformaciones polimorfas de una misma apostasía, mediocridades vomitables de la boca del
amor! Una civilización que se acomoda a la prudencia como instinto egocéntrico, termina cavando
su propia fosa, y produce generaciones de degenerados, cada vez más timoratos y encapsulados en
su propio ego.
En definitiva, ni la certeza buscada a través de la prudencia puede ser tanta que sumerja en la
obsesión de la seguridad, ni, como bien decía Tomás de Aquino, «la certeza que acompaña a la
prudencia puede ser tanta que exima de todo cuidado» 15. Cuando se recomienda en el Evangelio
aquello de: «Sed prudentes como serpientes», se reconoce el derecho de la prudencia, aunque
inmediatamente el consejo es completado, añadiendo: «Y sencillos como palomas», con lo que se
limita el prudencialismo y se le preserva del peligro de degenerar en cálculo de astucia.
NOTAS: 1 República, IV, 428a ss. - 2 Ética a Nicómaco, VI, 5, 1 1406 6. - 3 1D, II, 4, III lb 26. – 4 S. Th.,
II-II, q. 47 a. 8. – 5 ID, II, q. 57 a. 6. – 6 ID, 11-II, q. 51 a. 3. – 7 En su libro Super Somnium Scipionis: L.
1, c. 8. – 8 Oráculo manual, 160. - 9 Investigación sobre los principios de la moral, VI, 61. - 10 In Eth.
Nic, n. 1290. — 11 A. GÓMEZ ROBLEDO, Ensayo sobre las virtudes intelectuales, 217. — 12 SAN
JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, 2, 26, 13. — 13 Rhetorica, L. 2, c. 53. - 14 S. Tb., II-II,
y. 55, 3 ad 2. — 15 ID, II-II 47, y. 9 ad 2.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BOLLNOW O. E,
Esencia y cambios de las virtudes, Revista de Occidente, Madrid 1960; GÓMEZ ROBLEDO A., Ensayo
sobre las virtudes intelectuales, FCE, México 1957; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols.,
BAC, Madrid 1988-1994.
C. Díaz
RACISMO
DicPC
La palabra racismo está incorporada al mare mágnum de términos que describen situaciones de
conflicto violento entre los seres humanos, por razones de pertenencia a grupos o etnias
diferentes. Sin embargo, su equivalencia con la xenofobia, el antisemitismo, la discriminación, etc.,
induce a imprecisiones y equívocos, por lo que conviene puntualizar cuáles son sus rasgos
definitorios. Los problemas existentes para señalar en qué consiste el racismo, provienen de los
múltiples aspectos que presenta el término: ¿se trata de una ideología o de un comportamiento?
Existen discursos racistas y conductas racistas que, si bien pueden ir entrelazados, igualmente
pueden existir por separado. ¿Predominan los criterios biologicistas o etnicistas a la hora de
describir sus argumentaciones? El racismo biologicista y el racismo étnico son fenómenos que
surgen en diferentes circunstancias históricas y, aunque produzcan los mismos resultados, no
manejan su discurso justificativo de la misma manera. ¿Afecta a individuos o grupos aislados, o
constituye un sistema organizado de dominación? Dependiendo de las circunstancias de cada
espacio o sociedad, el racismo puede concretarse en hechos puntuales sin conexión entre sí u
organizar todo un régimen político, económico y cultural, como el caso del nazismo alemán o el
apartheid surafricano. ¿Se trata de un fenómeno antiguo o reciente? Algunos expertos defienden
la idea de que el racismo ha existido desde las primeras formaciones sociales, mientras que otros lo
sitúan de manera específica en el mundo contemporáneo. ¿Se trata de un hecho universal, o
particular? Si la construcción de todas las sociedades presenta rasgos inequívocamente
etnocéntricos, el eurocentrismo, forma específica de etnocentrismo, que está en la base ideológica
y cultural del racismo, pertenece al mundo occidental y se desarrolla en los tiempos modernos.
I. EL RACISMO EN LA HISTORIA.
Centrándonos en la historia del término, el racismo, en sentido estricto, comienza a partir del siglo
XVIII, en el mundo occidental. Antes, ni las civilizaciones clásicas, que veían al otro como bárbaro
en sentido etnocéntrico, pero no racista, y que apenas justificaron la esclavitud por razones de
inferioridad biológica; ni la época medieval, cuyas posiciones antisemitas y antimusulmanas se
reforzaban mediante argumentos religiosos, políticos y sociales; ni la conquista y colonización del
continente americano, justificada por razones religiosas, no por superioridad racista, suponen la
implantación del racismo tal como lo entendemos hoy. A lo largo de todos esos siglos, existen
prácticas que podemos considerar racistas, pero en casi ningún caso se alude al determinismo
biológico como justificación de las mismas. La palabra raza no se difunde en textos literarios y
científicos hasta el siglo XVIII. Desde 1750 hasta 1945, se construyen y difunden las principales
teorías del racismo biologicista. Se trata de clasificar y explicar a los seres humanos a partir de la
existencia de razas diferentes, con características que las convierten en inferiores o superiores, y
que transmiten genéticamente dicha condición.
A partir de mediados del siglo XIX, cuando Gobineau publica su Ensayo sobre la desigualdad de las
razas humanas, texto clave para la sistematización de las tesis racistas, tanto el racismo científico
como el evolucionismo cultural sirvieron de base para defender la esclavitud, el colonialismo y las
desigualdades clasistas. La aplicación de estos argumentos a los cálculos políticos se generalizó en
la época del imperialismo: los conflictos interestatales se desarrollaban de la misma manera que
los organismos vivos, en su lucha por la supervivencia de los más aptos. Así, había naciones vivas,
en plena expansión vital, formadas por razas fuertes, y naciones moribundas, que estaban
agotando su ciclo biológico, debido a las razas debilitadas que las habitaban. Su paroxismo llegó en
el período de entreguerras, cuando el estado nacional socialista alemán adquirió un inequívoco
componente racista, tanto en su ideología como en su práctica antisemita, que culmina en el
holocausto de los campos de exterminio durante la II Guerra Mundial.
Estas evidencias no han hecho desaparecer el racismo, aunque han traído consigo un significativo
cambio de argumentos a la hora de justificarlo. El nuevo racismo, presente hoy en las realidades
políticas, sociales y culturales de numerosos lugares del mundo, tiene unas características
etnicistas, cuyo discurso podría resumirse en los siguientes postulados: 1) Es necesario definir,
defender y preservar la identidad cultural interna, frente a los peligros y amenazas procedentes del
exterior; 2) Las culturas no deben mezclarse, dada su incapacidad para asimilarse entre sí, y la
degradación que sufren cuando se producen situaciones de mestizaje, en especial por parte de la
cultura superior; 3) La homogeneidad étnica y cultural es la mejor de las situaciones posibles, tanto
para los individuos como para la organización de los Estados. ¿Cómo se ha llegado a esta
formulación del racismo centrada en la etnia, entendida como grupo humano diferenciado desde el
punto de vista cultural? Una rápida visión de los problemas contemporáneos más relevantes, nos
permitirá entender este cambio de perspectiva. Vivimos en un mundo global e interdependiente en
el que, tras la /guerra fría, los referentes ideológicos generadores de significado en el terreno
político, social y cultural han perdido su simplicidad —comunismo frente a capitalismo—,
haciéndose más complejos y difíciles de afrontar: el mercado, en el plano económico, con sus
intereses centrados en la búsqueda del máximo beneficio a lo largo y a lo ancho de todo el planeta,
y los medios de comunicación social, que a diario difunden, a través de sus canales audiovisuales,
una cultura uniforme y descontextualizada, buscando su aceptación universal en términos de
niveles de audiencia, parecen ser los dos grandes símbolos trasnacionales del nuevo orden
mundial. Esta globalización, que muchos califican de caótica, se enfrenta cotidianamente a una
serie de conflictos que los actores clásicos de las relaciones internacionales —Estados nacionales,
instituciones supranacionales—, no son capaces de gestionar de acuerdo con los principios teóricos
de /paz, justicia y seguridad. El creciente abismo de la pobreza arroja a las personas, a los pueblos y
los países perdedores a la búsqueda desesperada de soluciones, que a menudo pasan por los
enfrentamientos armados o la adhesión a /fundamentalismos culturales o religiosos de diverso
signo.
Los fenómenos migratorios /Sur-Norte son otra de las respuestas frente al callejón sin salida del
hambre y del conflicto social. Estos procesos actuales son una respuesta de largo plazo a la
expansión demográfica, política, económica e ideológica de los europeo-occidentales desde el siglo
XVI, pero, sobre todo, desde finales del siglo XIX. Los procesos migratorios Este-Oeste, tras la
descomposición de los regímenes comunistas del antiguo bloque soviético, se han unido a los
procedentes de los países tradicionalmente situados dentro del denominado Tercer Mundo. Estas
migraciones coinciden con el proceso de integración europea, que pretende construir un espacio
común para los Estados del viejo continente, que a su vez se constituyeron mediante procesos de
intercambio y conflicto entre diferentes culturas, lo que pone en evidencia, una vez más, la
debilidad interesada de la memoria histórica a la hora de entender el presente. De todas formas,
conviene precisar que las migraciones masivas se producen, sobre todo, en el interior de los países
del Sur y entre dichos países, a causa de las guerras, las hambrunas, o las epidemias. El porcentaje
que logra llegar al mundo occidental es pequeño, si lo comparamos con estas otras realidades
menos presentes en los medios de comunicación de masas. La aparición de sociedades
multiétnicas y multiculturales coincide, por tanto, con una época de crisis global, que se refleja
claramente en las grandes aglomeraciones urbanas y en sus poblaciones periféricas. La ausencia de
respuestas a las manifestaciones más inmediatas de esta crisis –desempleo, desmantelamiento del
tejido industrial, degradación de la vida cotidiana, etc.–, está en la base de la aparición de un
malestar social y cultural, caldo de cultivo para la justificación de determinadas ideologías
populistas, xenófobas, cuando no abiertamente parafascistas, o para la extensión de una cultura
de la violencia, que tiene como objetivos inmediatos de su furia irracional y compulsiva, todo lo
que ponga en peligro la identidad, tribal y alienante, de los grupos que la practican. Aunque
también existen factores endógenos en esta abundancia de integrismos ultranacionalistas e
intolerantes. De la misma manera, la proliferación de bandas juveniles violentas en las ciudades
industrializadas, europeas o norteamericanas, presenta causas específicas en cada país o en cada
zona.
Pero, por encima de la superposición de situaciones diferentes, hay algunas claves comunes que
permiten clarificar el sentido general del proceso. Esta oleada de intolerancia étnica se manifiesta
en las sociedades occidentales, frente a los emigrantes extraeuropeos que, según los estereotipos
socializados intelectual y popularmente, cumplen todas las condiciones para convertirse en los
chivos expiatorios del malestar social y cultural mencionado: quitan puestos de trabajo a los
nacionales, sus pautas de conducta son /bárbaras o peligrosas, están relacionados con las prácticas
sociales más degradadas, como la /violencia, la droga, la prostitución, etc. En este contexto
aparecen los nuevos rostros del racismo: ideas, actitudes y actos que afirman la inferioridad de
otros grupos étnicos, a los que agreden, discriminan y segregan sin más razón que sus rasgos
culturales. Es evidente que ambos racismos, biológico y cultural, se relacionan estrechamente. Ni el
primero ha desaparecido del todo, aunque su discurso se haya edulcorado un tanto, ni el segundo
ha surgido de manera repentina: la larga historia de marginación del pueblo gitano es una buena
muestra de un racismo étnico de largo plazo.
BIBL.: CALVO BUEZAS T., Los racistas son los otros. Gitanos, minoría y derechos humanos en los
textos escolares, Popular, Madrid 1989; ID, El racismo que viene. Otros pueblos y culturas vistos por
profesores y alumnos, Tecnos, Madrid 1990; ID, ¿España racista? Voces payas sobre los gitanos,
Anthropos, Barcelona 1990; ID, Crece el racismo, también la solidaridad. Los valores de los jóvenes
en los umbrales del siglo XXI, Tecnos-Junta de Extremadura, Madrid 1995; HIDALGO TUÑÓN A.,
Reflexión ética sobre el racismo y la xenofobia. Fundamentos teóricos, Popular-Jóvenes contra la
Intolerancia, Madrid 1993; LEWONTIN R. C.-RosE S.-KAMIN L. J., No está en los genes. Racismo,
genética e ideología, Crítica, Barcelona 1987; LUCAS J. DE, El desafío de las, fronteras. Derechos
humanos y xenofobia. frente a una sociedad plural, Temas de Hoy, Madrid 1994; WIEVIORKA M., El
espacio del racismo, Paidós, Barcelona 1994.
P. Sáez Ortega
RAZÓN Y RACIONALIDAD
DicPC
I. ESBOZO HISTÓRICO.
La polisemia del término razón es tan amplia, que impide una definición suya clara y directa. Razón
es uno de los conceptos básicos de la filosofía y, en general, está presente en todo lo humano. Por
eso, la historia de la racionalidad se identifica, en buena medida, con la historia del pensamiento.
Dado que reproducir tal historia en breve espacio es poco menos que imposible, optamos por
realizar la exposición desde un punto de vista sistemático. Según este enfoque, los múltiples
sentidos del término razón pueden articularse en dos niveles, que a su vez conectan entre sí: 1)
razón como facultad del pensamiento discursivo y del juicio, y 2) razón como fundamento real e
inteligible de las cosas.
1. La razón como facultad. El vocablo latino ratio significaba cálculo y proporción, y fue tomado por
Cicerón para traducir el término griego logos (y también dianoia, e incluso nohsi). De este modo,
primariamente predominó la idea de que la razón es una facultad o una capacidad de conocer la
realidad no ya sensitiva o imaginativamente, sino de modo discursivo, es decir, hablando,
discurriendo. En nuestro idioma, quedan testimonios de esa tradicional equivalencia: en
determinados contextos, identificamos discurrir y razonar («Carmen discurre bien» equivale a
«Carmen razona bien»). Se entendió, además, que esa peculiar capacidad de comprender lo real
discurriendo, es lo propio y específico del /hombre. De ahí la definición de hombre como «viviente
dotado de razón» (animal rationem particeps). Según esto, los hombres poseeríamos una
peculiaridad, que nos distingue de los animales1, pues por ella somos capaces de comprender y
juzgar cómo son las cosas.
La idea de que la razón es procesual estuvo presente desde el inicio, como manifiesta el término
griego —logos—, que apunta a que el proceso racional necesita de la palabra para realizarse; es
decir, de la distensión temporal propia del /lenguaje.
Sin embargo, esta dimensión procesual a veces pasa a segundo plano, para ponerse de relieve la
idea de razón como capacidad de comprender directa e inmediatamente la realidad. Es decir, se
toma la razón como intelecto o entendimiento. E incluso, en expresiones como razón divina, se
entiende que el sentido discursivo está totalmente ausente. Por eso importa tener en cuenta que
es frecuente tomar el término razón en dos sentidos. a) En sentido general, es racional todo
conocimiento distinto del sensitivo, y así se considera que toda operación del intelecto, discursiva o
no, es racional. Por ejemplo, Kant explica: «Por razón entiendo aquí toda la facultad cognoscitiva
superior»2. b) En sentido restringido, razón se opone a entendimiento, es decir, a los actos
cognitivos superiores no discursivos. Según esto, Kant sostiene que «todo nuestro conocimiento
comienza por los sentidos, pasa de estos al entendimiento y termina en la razón»3.
Considerando que la razón es lo específico del hombre, tenemos que todo lo humano, en
cualquiera de sus dimensiones, está impregnado de racionalidad. De este modo, se pueden
distinguir tantos tipos de razón, como facetas de lo humano y de sus conexiones con la realidad
podamos establecer. Según esto, a lo largo de la historia de la /filosofía se ha distinguido entre
razón especulativa y razón práctica, razón discursiva y razón intuitiva, ratio superior y ratio inferior,
razón analítica y razón sintética, razón abstracta y razón concreta: y también se ha hablado de
razón crítica, dialéctica, histórica, vital, ilustrada, instrumental, técnica, calculadora,matemática,
femenina, perezosa, etc.
Es claro que, con los adjetivos que se dan a la razón (teórica, práctica, instrumental, etc.), no se
pretende establecer la existencia de diversas facultades en el hombre, sino distintos usos de la
misma facultad. De ahí la importancia de no perder de vista que razón, en sentido amplio, es la
facultad del conocimiento estrictamente humano, y no sólo la capacidad de buscar
inteligentemente objetivos apropiados, o la capacidad de dominio técnico de las cosas, o la
capacidad lingüística, etc. Eso son posibilidades o usos de la razón, o dimensiones de la realidad
que ella es capaz de aferrar y exponer, pero permaneciendo siempre su sentido básico de ser una
capacidad de conocimiento discursivo y judicativo de la misma realidad, pues esta es también
racional.
2. La razón como fundamento de las cosas. Consideremos ahora el segundo sentido del término
razón. Lo específico de la razón, frente a las sensaciones y otras formas de conocimiento, es que
ella es capaz de hacerse cargo de qué son realmente las cosas, es decir, de su realidad en sí, de sus
fundamentos. Dar razón de algo, es conocer sus principios y causas reales, de ahí que el
fundamento de las cosas se llame también razón. Esta coincidencia de nombres no procede del
azar, sino que responde a la íntima y necesaria conexión que hay entre racionalidad y realidad. No
todo discurso humano puede llamarse racional, sino sólo el que se presenta con pretensión de
universalidad, de objetividad, de ser una comprensión adecuada de qué, cómo y por qué son las
cosas. De ahí que incluso haya unsignificado de razón —razón como concepto o definición— en el
que se funden ambos significados: razón es nuestro concepto de un objeto y, al mismo tiempo, es
esa misma idea o concepto puesto en la realidad. (La ratio equinitatis es tanto la idea de caballo en
la mente cuanto la idea realizada en un caballo singular).
La conexión entre los dos sentidos básicos de razón hunde sus raíces en la filosofía griega. Podemos
rastrear sus orígenes en el logos de Heráclito o en el nous de Anaxágoras; pero es muy
especialmente en la identificación de Parménides entre pensar y ser4, donde empieza a despuntar
la idea de que el hombre posee una capacidad especial, distinta de los sentidos y de las demás
facultades animales, con la que es capaz de aferrar lo real. De ahí la necesaria vinculación entre
razón-conocimiento y razón-fundamento. La filosofía occidental nunca perdería esta ganancia de
Parménides: sólo a través del pensamiento se capta lo real; sólo lo real es lo verdaderamente
pensable: «Ese es el pensamiento principal. El pensar se produce; y lo que se produce es un
pensamiento; pensar es idéntico a ser, pues nada hay fuera del ser, de esta gran afirmación»5.
La conexión que acabamos de indicar entre razón como facultad y razón como fundamento, abre la
puerta a la comprensión de qué sea en ultimidad la razón. Entre las muchas características de la
racionalidad, la filosofía constantemente ha señalado una como la más propia y específica de la
razón: la universalidad. Eso quiere decir que cualquier expresión de la razón –un juicio o una
argumentación– de suyo exige universalidad: de iure requiere que todo ser pensante la acepte
como verdadera. Es decir, un juicio —o un argumento— formulado como verdadero exige de suyo
que todo ser pensante lo admita como tal. Esta universalidad no sólo afecta a los juicios teóricos
(siete más cinco son doce, en base diez) o a los fácticos, sino también a los prácticos. Si un abogado
dice: «La mejor estrategia para salvar a mi cliente es esta o aquella», tal juicio exige que, dentro de
los límites de la racionalidad práctica, todos estén de acuerdo con él. Es decir, todo el que conozca
al juez en la misma medida que el abogado, conozca igualmente las leyes, tenga la misma
información sobre el acusado, etc., debe juzgar del mismo modo. Ciertamente otra /persona podría
conocer mejor la situación y juzgar de otra manera. Eso simplemente querría decir que el abogado
que emitió el primer juicio, atendiendo al nuevo conocimiento suministrado por esta segunda
persona, debería modificar su juicio, tal como es exigido por la exposición racional.
Para clarificar más qué se ha de entender por universalidad, podemos considerar que lo contrario a
la universalidad de la razón es el relativismo perspectivista. Tal posición pretende que, como
cualquier expresión racional es hecha desde un punto de vista, desde una perspectiva, no exige de
suyo ser aceptada como verdadera, sino que se la admita como un simple punto de vista. Esta
posición adolece de graves dificultades, pues ya su misma formulación es contradictoria: pretende
que se admita que el perspectivismo es lo racional y verdadero. Pero, además, si tal posición se
tomara en serio, destruiría toda obra racional: cualquier afirmación tendría de suyo la pretensión
de no ser aceptada por nadie, sino tan sólo por el que la hace. En efecto, cada sujeto pensante
tendría su propia e irreductible perspectiva y, por tanto, sus verdades procedentes de ella; y así, se
encontraría en la total imposibilidad de hacerse cargo de las verdades formuladas desde cualquier
otro punto de vista. Es, pues, claro que tal situación destruye totalmente la más mínima
posibilidad, no ya de entendimiento, sino tan sólo de diálogo o de la más simple y elemental
comunicación6.
Esto nos conduce a un aspecto capital de la racionalidad: la tensión entre la razón como algo
personal y la razón como algo universal. La razón presenta una estructura paradójica: de iure es
universal, tiene una pretensión de validez objetiva y supra-temporal; sin embargo, de facto está
sometida al tiempo y depende de las condiciones particulares del sujeto que la enuncia. Y, lo que es
aún más grave, es necesario que eso ocurra siempre: cualquier enunciado, toda /verdad, está
sometida al tiempo y depende de la razón particular que la enuncia. ¿Cómo explicar entonces que
algo, que de suyo es universal, de hecho no lo sea nunca?
Hoy día se ha intentado solucionar este problema a través del concepto de intersubjetividad; es
decir, la reducción de la universalidad a intersubjetividad. No se trata, según esta posición, de
encontrar una verdadera universalidad de la razón: tal universalidad, como pretensión de validez
objetiva y supratemporal, no existe. Simplemente hay intersubjetividad; es decir, la pretensión de
que, ante una expresión racional, todos los que tenemos acceso a ella —o los que formamos parte
de una comunidad de subjetividades— coincidamos en aceptar tal expresión como verdadera o
simplemente como válida para nosotros, prescindiendo totalmente de una pretendida validez en sí,
que ni existe, ni puede darse. Un. ejemplo ayudará a entender esta posición. La llamada /ética del
consenso, intenta solucionar el problema de la razón práctica —que también pretende
universalidad— a través de la intersubjetividad. Según esa doctrina, no es posible establecer si una
determinada actuación es correcta o no, buena o mala; simplemente podemos ponernos de
acuerdo –un acuerdo intersubjetivo– sobre su conveniencia o interés para la comunidad. Puede
verse con cierta facilidad que esta doctrina no soluciona el problema planteado. Todos nos damos
cuenta de que una determinada acción es correcta o de interés —no digamos ya buena—, no por el
simple hecho de que todas las subjetividades la consideren así, sino por otros motivos al margen de
las subjetividades concordantes. Es claro, pues, que la conveniencia o disconveniencia de una
acción —y a fortiori su bondad o malicia— no proceden del consenso, aunque sea unánime, sino de
otras fuentes. Ocurre lo mismo en cuestiones de razón teórica: por ejemplo, que siete más cinco
sean doce, o que los átomos sean indivisibles, serán proposiciones verdaderas o falsas no porque
todas las subjetividades de la comunidad científica —o incluso todo ser humano–estén de acuerdo
en ello, sino por otros motivos. Y precisamente esos motivos son. los que las teorías que recurren a
la intersubjetividad ni explicitan ni se atreven a afrontar.
A la postre, es necesario subrayar que la razón, aunque sea la de cada individuo y su actividad sea
particular, tiene la peculiaridad de ser universal, de no depender de puntos de vista, de
presupuestos o condicionamientos personales, sino que, si actúa en cuanto razón, consigue la
universalidad, es decir, es concordante con una –al menos hipotética– razón absoluta –suelta,
independiente de lo individual y empírico–. Aristóteles señala que tal independencia de las
condiciones individuales es posible, porque el acto del entendimiento no es acto de ningún órgano
y, por eso, es atemporal y supraindividual7. Por eso, si dos mentes distintas afirman
razonadamente algo contradictorio, es imposible que ambas realmente razonen; al menos una de
ellas desrazona8. Sin embargo, la atemporalidad del acto de intelección no elimina que la razón, no
como entendimiento, sino en sentido restringido, sea procesual, lo cual implica que los actos
concretos de intelección son parciales —no falsos o inadecuados o arbitrarios o particulares, sino
parciales—, de ahí la necesidad de abrir un proceso teleológico al infinito, en busca de la
intelección plena y total.
III. RAZÓN TEÓRICA Y RAZÓN PRÁCTICA.
Dentro de esos múltiples sentidos de razón, tiene especial interés la distinción entre razón
especulativa y razón práctica, cuyo primer tratamiento extenso y sistemático puede verse en
Aristóteles9, y reviste especial importancia en otros muchos autores, como por ejemplo en Kant10.
La razón no sólo nos suministra un conocimiento sobre qué son las cosas (razón especulativa o
teórica), sino que es también la guía de nuestra acción (razón práctica). Lo propio y específico del
hombre es la razón y, por tanto, que su acción sea estrictamente humana, exige que sea racional,
que esté guiada por la razón. Es decir, /vida humana, vida buena y vida guiada por la razón vienen a
ser expresiones equivalentes.
Todo esto comporta importantísimas consecuencias prácticas, tanto en el orden individual como
en el social y el cultural. La corrección o adecuación de la acción humana se identifica sin más con
la racionalidad práctica. Es decir, una acción es buena si está de acuerdo con la razón, y será mala si
está al margen de la razón. Razón práctica que, por ser razón,está dotada de universalidad. Esto no
significa que sea una razón abstracta que determina en general lo que haya que hacer, sino que, si
un sujeto singular juzga que tal acción es buena, realmente será buena si las razones que aduce
para justificar su acción son realmente racionales, es decir, si posee una universalidad de iure: que
todo ser pensante las deba admitir como válidas. Dicho de otro modo, en la razón práctica —a
diferencia de la teórica— no hay necesidad, pero sí universalidad: no es necesario hacer esto o
aquello, pero si actúo así o asá, he de poder justificar suficientemente mi comportamiento, no ante
esta o aquella razón particular, sino ante la razón sin más; por tanto, todo sujeto racional, en
cuanto racional, ha de admitir la suficiencia de mi justificación. En definitiva, una acción humana no
se justifica porque esté mandada o porque apetezca o porque no haya más remedio que hacerla,
sino que lo único que la justifica es poder decir con verdad: «Hacer esto es racional». Este
planteamiento no implica que, para que una acción humana sea correcta, se haya de prescindir del
sentimiento, de los gustos particulares, etc., puesto que la razón atiende a toda la realidad, es
decir, a la individualidad del /sujeto que obra, a sus condiciones particulares, familiares, sociales,
históricas, etc. Por esto, no se puede determinar a priori lo que es bueno o malo para un sujeto
particular, sino que eso lo ha de hacer cada uno atendiendo a su propia realidad. De este modo,
ante la pregunta de si podemos ser demasiado racionales, la respuesta es indudablemente
negativa: si alguien se dejase guiar sólo por la pura razón, prescindiendo de sus condiciones
particulares o de sus gustos, no tendría un comportamiento verdaderamente racional, pues la
razón prescribe no descuidar ningún aspecto que deba estar presente en la acción.
Desde un punto de vista social y cultural, esta misma universalidad de la razón práctica implica que
no toda cultura o sistema social sea igualmente válido, a pesar de que hoy se pretenda poner todas
las culturas al mismo nivel. La validez de las diversas culturas, de los diversos sistemas éticos, de las
distintas prácticas sociales, etc., dependerá de la racionalidad de los fundamentos que se aduzcan,
de la universalidad de sus concepciones. Por ejemplo, podemos considerar que no goza de la
misma fundamentación racional la magia que la /ciencia moderna, ni las sociedades organizadas
sobre la igualdad radical de los seres humanos que las que propugnan la discriminación racial o el
sometimiento despótico de la mujer al varón, etc.
En suma, lo específico del hombre es la razón, y todo lo humano son formas de racionalidad. Sólo a
través del discurso racional se puede dar razón, justificar suficientemente nuestras concepciones
teóricas y nuestras posiciones prácticas.
NOTAS: 1 «Por la razón somos superiores a las bestias»: CICERÓN, De legibus, 1, 10, 30. – 2 Crítica
de la razón pura, B 863. – 3 ID, B 355; cf B 24. – 4 Fr. 3. – 5 G. W. F. HEGEL, Vorlesungen über die
Geschichte der Philosophie, vol. 1. – 6 Cf ARISTÓTELES, Metafísica, IV, 4, 1006 a 12-18. – 7 Acerca
del alma, 111, 4. – 8 Metafísica, IV, 5, 1009 b 26-38. – 9 Acerca del alma, 111, 10; Ética a Nicómaco
VI. – 10 Crítica de la razón pura, B 661; B 823ss.
BIBL.: ARISTÓTELES, Acerca del alma, Gredos, Madrid 1994; ID, Ética a Nicómaco, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid 1970; ID, Metafísica, Credos, Madrid 19902; BERTI E., Le ragioni di
Aristotele, Bari 1989; BOAS G., The Limits of Reason, Nueva York 1961; FINKIELKRAUT A., La derrota
del pensamiento, Anagrama, Barcelona 1994'; HAYEK F. A., L'abuso della ragione, Florencia 1967;
HEGEL G. W. F., Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, México 1973; ID, Lecciones sobre la
Historia de la Filosofía, FCE, México 1985; HUSSERL E., La filosofía como autorreflexión de la
humanidad, en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental, Barcelona
1991; INNERARITY D., Praxis e Intersubjetividad, Eunsa, Pamplona 1985; KANT 1., Crítica de la razón
pura, Alfaguara, Madrid 1984; KLEIN H. D., Vernunft und Wirklichkeit, Viena-Munich 1975;
LANDMANN M., Anklage gegen die Vernunft, Stuttgart 1976; NATHANSON S., The Ideal of
Rationality, Atlantic Highlands 1985; RESCHER N., La racionalidad, Tecnos, Madrid 1993.
A. García Marqués
REALISMO
DicPC
I. EL INTUICIONISMO.
Junto a estas dos aportaciones positivas, Platón legó también la concepción intuitiva del
conocimiento. Conocer es la captación inmediata, por parte de un sujeto, de un objeto concreto
que está presente ante él. No supone una actividad, porque el sujeto está pasivo ante el objeto,
que se le muestra como ofrecido. El conocimiento intelectual es entendido de un modo análogo a
como se concibe el visual, un ver o intuir algo que está ante los ojos. La afirmación platónica de que
el conocimiento es esencialmente intuir ha sido hegemónica en toda la historia de la /filosofía, tal
como ha indicado insistentemente Heidegger. El filósofo alemán cree que su precedente está en la
tesis de Parménides de que «lo mismo es pensar y ser». Interpreta que en esta identificación está
implícita la consideración de que: «El ser es lo que se muestra en el puro aprehender intuitivo y
sólo este ver descubre el ser. La verdad original y genuina radica en la pura intuición. Esta tesis
resulta en adelante el fundamento de la filosofía occidental»1.
Han sido muchos los tipos de intuicionismos que se han dado en el pro-ceso histórico de la filosofía.
Algunos hasta opuestos, como el intuicionismo racionalista y el intuicionismo empirista, con la
afirmación y negación del innatismo eidético, y con la interpretación inmediata de lo conceptual y
la inmediatez pasiva ante las impresiones. En cualquier caso, siempre se puede encontrar el
denominador común de considerar que en el verdadero conocimiento se da la inmediatez y la
presencia de lo conocido, y la pasividad del cognoscente. Desde este postulado intuicionista, se
interpreta, en cambio, todo lo cognoscitivo, que tiene carácter activo, como secundario y
subordinado. Tal ha sido este predominio del intuicionismo en la filosofía occidental, que, según
Heidegger, se encuentra presente, aunque de una manera inexpresada, incluso en Kant. De manera
que «quien quiera entender la Crítica de la razón pura tiene que grabarse en la mente que conocer
es primariamente intuir. Con esto se aclara que la interpretación del conocimiento como un juzgar
(pensar) está contra el sentido decisivo del problema kantiano. Pues todo pensar está simplemente
al ser-vicio de la intuición» 2. En la doctrina kantiana se afirma la necesidad del pensar para que sea
posible el cono-cimiento, ya que sin el pensamiento las intuiciones sensibles son ciegas3.
Heidegger interpreta que esta tesis kantiana únicamente se refiere al conocimiento humano en
razón de su /finitud. La espontaneidad formadora de conceptos, propia del pensamiento, que
implica una mediatez con respecto a lo conocido, no pertenece, por tanto, a la esencia del
conocimiento en cuanto tal. «La finitud del conocimiento humano debe buscarse, por ello,
primeramente, en la finitud de la intuición que le es peculiar. El que un ser finito necesita pensar
también, no es más que la consecuencia esencial de la finitud de su intuición», que, para Kant, es
única-mente la sensible. «Y sólo así se aclara el papel esencialmente subordina-do de todo
pensar»4. El intuicionismo no expresado de Kant explicaría su fenomenismo, en el orden del
conocimiento posible del hombre, y su agnosticismo, en el orden del conocimiento, que trasciende
el obtenido por la sensibilidad. Sería, en definitiva, el mensaje central de la crítica kantiana a la
razón especulativa.
Como consecuencia de este postulado intuicionista, la realidad queda reducida a objeto. Al conocer
en cuanto tal se le atribuye la exigencia de la dualidad sujeto-objeto, concebida como la de dos
realidades distintas y enfrentadas. Este esquema dualista, según Heidegger, se ha mantenido a lo
largo de toda la historia de la filosofía. Las variaciones que se han ido produciendo, puede decirse
que, en definitiva, han consistido únicamente en la asignación de la primacía de uno de los polos
del conocer. El filósofo ruso N. Berdiaev ha notado que, en este planteamiento dualístico sujeto-
objeto, se ha caído en el grave prejuicio consistente «en oponer al conocimiento un objeto que le
es extrínseco y que debe reflejarse y expresarse en él» 5. En la /modernidad ha sido más acusada la
separación y el enfrenta-miento entre el conocer y el ser, por-que «el lanzamiento del
conocimiento fuera del ser es la consecuencia fatal del racionalismo que, no habiendo sido vivido
hasta el fin, todavía no ha sido superada. No se considera al acto del conocimiento como forman-
do parte del ser, y, por consiguiente, si el conocimiento se opone al ser en tanto que objeto, carece
ya de toda relación interior con él, y no forma parte de su historia. El conocimiento se hace
entonces relativo a algo en lugar de ser algo por sí mismo»6. Añade Berdiaev que si el
conocimiento no permanece en el / ser y se realiza con él, no es posible plantear-se si la realidad es
o no independiente del conocimiento, si es acertada la concepción realista o la idealista, por-que ya
no es posible preguntarse por la esencia del conocer. «El sujeto cognoscente contemporáneo, que
se ha situado fuera del ser, no puede convertirse en el objeto del conocimiento, porque semejante
prerrogativa sólo atañe al ser, en el que no entra y en el que se niega a volver a entrar, al no
admitir que su conocimiento es un acto que se desarrolla en la vida»7.
Consiste en el «obvio, y para todos patente, praecognitum que afirma el hombre, el hombre
individual, cada uno de nosotros los hombres, como sujeto de la actividad cognoscente». La
persona, con la universalidad e infinitud del conocimiento, supera y trasciende su individualidad y
su limitación. Esta omisión de la /persona en la explicación de lo que es el conocer es muy grave,
porque ha provocado «el desarraigo del pensamiento, la escisión de la actividad pensante respecto
del ser de quien piensa, escisión que deforma también el pensamiento y destruye el conocimiento
en su naturaleza misma de manifestación de la realidad» 16. Ello significa también que «el hombre
experimenta el conocimiento ciertamente como una actividad humana; incluso se concibe a sí
mismo, en su naturaleza de hombre, como algo a lo que el conocer sensible, el entender las
esencias y el pensamiento discursivo racional, le convienen por ser hombre»17.
Igualmente Berdiaev ha detectado este olvido de la persona. De manera expresa declara: «El
problema fundamental de la gnoseología consiste en saber quién conoce y si el que conoce
pertenece al ser. ¿Cómo comprender y profundizar la premisa del conocimiento, que nos hace
suponer que es el hombre quien conoce?»18. Es el hombre individual e íntegro, la persona
humana, quien conoce; pero «Kant y las teorías idealistas del conocimiento que de él se derivaron,
sostienen lo contrario, con el pretexto de que eso equivaldría a introducir en el conocimiento un
psicologismo y un antropologismo, es decir, un relativismo. Pero no será tampoco elmundo que es
conocido, porque eso implicaría un realismo ingenuo (...). La teoría del conocimiento, derivada de
Kant, sustituye el problema del hombre por su posibilidad de conocer el ser, por el problema de la
conciencia trascendental, por el problema del sujeto trascendental, por el problema del sujeto
gnoseológico, del espíritu universal, o por el problema de la razón divina». Sin embargo, se ha
olvidado al /sujeto del conocimiento, a la persona. La gnoseología poskantiana: «Si no habla de la
conciencia trascendental, habla de la conciencia psicológica, pero ninguna de las dos son el hombre
(...). En realidad, la cuestión fundamental del conocimiento es la de la relación que media entre la
conciencia trascendental –o el sujeto gnoseológico–, y el hombre, la persona humana, viva y
concreta»19.
Ninguna doctrina del conocimiento, para explicar el modo de participación de la persona o el sujeto
cognoscente en el conocimiento en cuanto tal, que trasciende la individualidad y la finitud, puede
cancelar la misma persona humana como sujeto cognoscente. En el realismo también se ha dado
esta posición. Al igual que en el realismo averroísta, es posible asimismo encontrar la negación de
este preconocido en el idealismo: «Aceptamos que la conciencia trascendental posea bases sólidas
e intangibles para el conocimiento, pero no constituye el hombre, pues este se halla condenado a
ser una conciencia psicológica, librada al poder del relativismo. ¿Por qué procedimiento la
conciencia trascendental se apodera de la conciencia psicológica? ¿Cómo se eleva esta última a la
conciencia trascendental?»20. Y el pensador ruso confiesa: «La teoría del conocimiento debe
convertirse en una antropología filosófica, en una doctrina relativa al hombre. Sin embargo, esa
doctrina no debe ser ni psicológica, ni sociológica, sino más bien ontológica y pneumatológica» 21.
Podría decirse que la doctrina del conocimiento tiene que fundamentarse en la doctrina metafísica
del hombre, en su integridad, individualidad y, en definitiva, en su ser propio; y por tanto, en la
metafísica de la persona, que constituye y cimenta al /personalismo. Y en su reivindicación del
personalismo para toda doctrina del conocimiento, ya sea realista o idealista, llega incluso a decir
que «el ser ideal de Husserl no sustrae al hombre del relativismo y del escepticismo. La filosofía
escapa al hombre, pero el hombre no escapa a la filosofía. Para conocer un objeto, según el
método fenomenológico, debo desprenderme de lo humano, debo alcanzar un estado de perfecta
pasividad, debo dar al objeto, al principio mismo, la posibilidad de expresarse en mí. El hombre
debe dejar de existir en el acto del conocimiento, porque este se produce en la esfera del ser ideal
y lógico, pero no en la esfera humana» 22.
Por su parte, el Aquinate, al asumir la imagen clásica neoplatónica del hombre como horizonte de
lo corpóreo e incorpóreo, considera inferior al espíritu humano con respecto a las otras sustancias
subsistentes inmateriales. En la filosofía neoplatónica, el universo se concibe jerarquizado en una
escala de seres superiores e inferiores que, a pesar de su discontinuidad, por sus diferentes grados
de ser guardan una continuidad de orden que sigue la ley de estar unido lo ínfimo del género
supremo con lo supremo del género inferior.
V. EL REALISMO PENSANTE.
También es cierto, tal como indica Berdiaev, que santo Tomás aborda adecuadamente la
problemática del conocimiento. Toda su doctrina del conocimiento, que fundamenta un realismo
no intuicionista, como ha evidenciado claramente Canals, se puede sintetizar en dos tesis
nucleares. La primera es la del carácter locutivo del entender, o que el concepto o verbo mental
surge del entender en acto por este mismo acto. Esta locución intelectiva no es un acto distinto,
sino que pertenece intrínsecamente al mismo acto intelectivo. El entendimiento es, por tanto,
activo o creativo, porque, como afirma explícitamente santo Tomás, «lo entendido, o la cosa
entendida, se comporta como algo constituido y formado por el entender» 23. Esta actividad
locutiva se fundamenta ontológicamente en el mismo entendimiento en acto. «La palabra mental
no surge de nuestro entendimiento, sino en cuanto este existe en acto: pues simultáneamente es
existente en acto y está ya en él el verbo concebido». La palabra mental no emana «según el brotar
de la potencia al acto, sino que es al modo como surge el acto del acto, como el resplandor de la
luz»24. La segunda tesis es que este verbo mental es lo entendido. También formulada por santo
Tomás al indicar que «lo entendido en el inteligente es la intención entendida o el verbo» 25.
Estas dos tesis presuponen, en primer lugar, que la presencia íntima del espíritu en su ser es
anterior y originante de la intelección. La locución intelectual está inseparablemente unida a la
autoconciencia. El /alma humana, por ser una sustancia inmaterial, aunque por su propia
naturaleza deba informar al /cuerpo, es subsistente, posee un ser propio. Por ello, es inteligible
para sí misma, sin necesidad de recibir nada de fuera, aunque de un modo propio, el del
conocimiento habitual de sí mismo, o una disposición permanente, con anterioridad a toda
intelección, que se actualiza en el acto de entender. No obstante, esta última operación no
constituye el conocimiento de sí mismo, ya que basta para ello la sola presencia del alma. Además,
este conocimiento de sí no es una intelección, una evidencia objetiva de la misma esencia del alma,
sino únicamente una percepción intelectual de su existencia. La inmaterialidad, la subsistencia en sí
mismo y la autoconciencia coinciden. Santo Tomás llega a afirmar que «si un arca pudiese subsistir
en sí misma, se entendería a sí misma, puesto que la inmunidad de la materia es la razón esencial
de la intelectualidad»26. Inteligibilidad propia e intelectualidad de las esencias se identifican
formalmente. Sin embargo, en el hombre, por su estructura sensitivo racional, sólo posee una
inteligibilidad habitual, una disposición parecida a la de un hábito cognoscitivo, que le proporciona
una experiencia existencial de sí. Esta autopresencia, aunque sea mínima —porque el espíritu
humano ocupa la última posición en la escala de las sustancias espirituales, tal como indica
Berdiaev, y su participación en el ser es la menor en el supremo grado de vida intelectual—, es
necesaria para explicar la intelectualidad propia del entendimiento humano, potencia intelectual, o
capacidad receptiva respecto a los inteligibles, que han tenido que ser abstraídos de las imágenes.
Si no se tiene conciencia de sí, no se puede asimilar de un modo consciente y obj etivo ninguna
esencia.
El segundo presupuesto de las tesis centrales de la doctrina del conocimiento tomista —la locución
intelectiva y la interioridad de lo entendido—es la afirmación de la apertura del entendimiento. El
conocimiento intelectual no está encerrado en sí mismo, porque es manifestador de la realidad. El
entendimiento en acto constituye un concepto, y en este decir interno, que es una palabra
expresada, se entiende la realidad. Como ha afirmado Canals, «la intelección (...) ha de ser
comprendida como una patentización del ente desde la fecundidad del espíritu» 27.
NOTAS: 1 M. HEIDEGGER, Sein und Zeit, § 169. — 2 ID, Kant und das Problem der Metaphysik, § 27.
— 3 I. KANT, Crítica de la razón pura, A 51. — 4 Kant und das Problem der Metaphysik, § 31. — 5 La
destinación del hombre, 30. — 6 ID. — 7 ID. — 8 S. Tb., I, q. 79, a. 3.- 9 F. CANALS VIDAL, Sobre la
esencia del conocimiento, 43. — 10 Analít. post., 1-1, 71a. - 11 Sobre la esencia del conocimiento,
41, n. 1.— 12 ID, 44.— 13 ID,56.— 14 ID, 64.— 15 ID, 70. — 16 ID, 70. — 17 ID. — 18 La destinación
del hombre, 40. — 19 ID, 40. — 20 ID, 41. — 21 ID. - 22 ID, 42. — 23 De Spirit. Creat., q. 1., a. 9, ad
6. — 24 Contra Gent, IV, c. 14. — 25 ID, IV, c. 11. — 26 De Spirit. Creat., q. 1., a. 1, ad 12. — 27
Sobre la esencia del conocimiento, 274. - 28 ID, 320-321.
BIBL.: BERDIAEV N., La destinación del hombre, José Janés, Barcelona 1947; CANALS VIDAL F., Para
una fundamentación de la metafísica, Cristiandad, Barcelona 1967; ID, Cuestiones de
fundamentación, Universidad de Barcelona, Barcelona 1981; ID, Sobre la esencia del conocimiento,
PPU, Barcelona 1987; FORMENT E., Introducción a la Metafísica, Universidad de Barcelona,
Barcelona 19842; ID, Lecciones de Metafísica, Rialp, Madrid 1992; GILSON E., El realismo metódico,
Rialp, Madrid 1963; HEIDEGGER M., Kant und das Problem der Metaphysik, Klostermann, Frankfurt
1951; ID, Identitiit und Differenz, G. Neske, Pfullingen 1957; ID, Sein und Zeit, Max Niemeyer Verlag,
Tubinga 1972; LLANO A., Gnoseología, Eunsa, Pamplona 1983; MARITAIN J., Distinguir para unir o
los grados del saber, DDB, Buenos Aires 1947; PIEPER J., El descubrimiento de la realidad, Rialp,
Madrid 1974; ROMERA L., Pensar el ser; Peter Lang, Berna 1994.
E. Forment
RECONOCIMIENTO
DicPC
c) Confesión. La confesión es la forma de respuesta que mejor expresa el reconocimiento del otro.
J. Lacroix entiende que confesarse al otro es comunicarse por entero, y tiene como objetivo
establecer una verdadera comunidad de encuentro. Por esta razón, la confesión es entrega, en
cuanto que manifiesta lo mejor del hombre, expresando cuanto hay en él de querido y de sufrido,
su grandeza y su flaqueza. Reconocer al otro no consiste en luchar el uno con el otro para poseerse,
sino confesarse la radical indigencia y menesterosidad que hallan en el fondo de sus personas. La
lucha, de esta forma, queda transformada en perdón, reconciliación y reconocimiento mutuo. Por
la confesión abandono la lucha por someter al otro como esclavo, convirtiéndome voluntariamente
en servidor del otro, no como vencido, sino como covencedor, ofreciéndome y entregándome. Tal
como yo reconozca al otro, así el otro me reconocerá a mí; de esta manera, confesar es rec onocer
o, más aún, reconocerse mutuamente; mediante la confesión de la entrega estaremos reconocidos
y verdaderamente convertidos en ser el uno para el otro.
e) Amor. Las anteriores características son distintas modulaciones de un único acto de amor.
Reconocer al otro es, en definitiva, amarlo incondicionalmente, descubriéndolo como un otro
distinto de mí, y descubriéndonos mutuamente en un más allá, que funda a la vez la distinción y la
conexión: un más allá que se fundamenta en la concreencia, y que se expresa en la vocación
personal. El amor se manifiesta en la mutua transparencia, ya que en el amor se hace transparente
el entre que funda el acontecimiento del encuentro. La mutua transparencia se expresa en el
mutuo reconocimiento, que nos acerca a la persona del otro según su verdadera vocación. El
reconocimiento como amor al otro, opera en este en forma de recreación. J. Guitton afirma que
cuando lo conocido es otro hombre, la conaissance es conaissance, el conocimiento es
conacimiento; y, en efecto, el reconocimiento del otro se funda en la posibilidad de nacer a un
verdadero encuentro, de nacer yo a la posibilidad de un tú que me constituye enteramente como
persona; de nacer el otro a la posibilidad de un tú que igualmente le edifica personalmente, y de
nacer ambos a la posibilidad de un nosotros constituyente de dos personas.
Por ser realidad constitutivamente abierta, el hombre es capaz de abrirse igualmente a la realidad
misteriosa que encuentra en sí mismo, en los demás y en su mundo y que le sobrepasa. Este abrirse
lleva implícito el reconocimiento de una zona de la realidad que resulta enigmática y que no
llegamos avislumbrar del todo. Sin entrar en el desarrollo del proceso personal, que lleva al
hombre a reconocer en su propia realidad personal el problema teologal de Dios (X. Zubiri),
entendido como el problema de la fundamentalidad de la propia realidad y de toda otra realidad, la
persona tiene acceso a la posibilidad de vivir la experiencia religiosa del encuentro con Dios, en
términos de relación interpersonal. Esta experiencia religiosa provoca, en primer lugar, una actitud
de reconocimiento de esa realidad que se nos presenta como misterio, que conlleva: a)
Comprender que no es el hombre quien busca en primer lugar a Dios espontáneamente, sino que
es Dios quien se impone desde su carácter de ultimidad, posibilitación e impelencia; la acción de
Dios se sitúa al margen de nuestra voluntad; b) Renunciar a todo intento de dominio o de posesión;
ante la realidad de Dios, el hombre no puede situarse como ante el resto de las realidades
mundanas, tratando de objetivarlas; c) Situarse existencialmente como una realidad relativamente
absoluta ante quien es la única realidad absolutamente absoluta; d) Operar un radical
descentramiento; el hombre debe salir de sí, ya que el centro de la nueva relación no es él sino
Aquel que tomó la iniciativa del encuentro; e) Admitir a Dios como Sumo Bien último y definitivo,
que responde a las cuestiones últimas de la vida, desplazando a los bienes penúltimos y a las
respuestas provisionales.
BIBL.: LAÍN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; BUBER M., Yo y Tú,
Caparrós, Madrid 1993; DÍAz C., Cuando la razón se hace palabra, Madre Tierra, Móstoles 1992;
LACROIX J., El sentido del diálogo, Fontanella, Barcelona 1968; ID, Crisis de la democracia, crisis de
la civilización, Popular, Madrid 1966; ID, Fuerza y debilidades de la familia, Fontanella, Barcelona
1967; MARCEL G., Ser y tener, Caparrós, Madrid 1995; MARTÍN VELASCO J., El encuentro con Dios,
Caparrós, Madrid 1994.
L. A. Aranguren Gonzalo
RELACIÓN Y PERSONA
DicPC
I. CONSIDERACIONES HISTÓRICAS.
Para el hombre bíblico la fe no consiste en creer en algo, ni siquiera en verdades, sino más bien
creer en Alguien, en un Dios que interpela al hombre, sea de forma personal, para el judaísmo, o
tripersonal, para el cristianismo. Para el semito-cristianismo la fe consiste, por tanto, en una
relación / interpersonal entre Dios y el hombre, aunque no sea una relación paritaria, como debe
ser la que tiene lugar entre las personas humanas. En la relación interpersonal entre la persona
humana y Dios la desproporción existente /entre los dos miembros de esa relación es mayor que la
similitud, pero, en todo caso, es una relación gratuita y libre. El Dios bíblico sale al encuentro del
hombre y establece con él una alianza, porque el hombre puede percibir esa interpelación de Dios,
y es así como el hombre se reconoce a sí mismo como persona, al estar convocado a una relación
de /amistad con El. El que en sí es totalmente /otro, por gracia interpela al hombre, e incluso se
deja interpelar por este; y es de este modo como el totalmente otro es percibido como relación
hacia el hombre.
En el mundo griego, desde el viejo Heráclito, hay destino y eternidad, pero no existe,
contrariamente a la tradición judeocristiana, creación, ni novedad, ni alteridad entre Dios y el
mundo. El hombre griego no es alguien completamente distinto del ente material, no es el vértice
de lo existente, diferente por su cualidad ontológica de las cosas físicas. De la misma forma, no
existe tampoco la relación interpersonal, tal y como la percibimos en la tradición semita y cristiana;
el hombre aquí no es interpelado, ni tiene que dar cuenta de su vida ni de la de sus semejantes,
pues en el destino todo está atado y bien atado, y el hombre sólo se limita a sufrirlo; el griego
carece de responsabilidad, esto es, no debe responder de alguien ante alguien. Se entenderá,
entonces, la importancia que el pensamiento dialógico y ético de E. Lévinas, partiendo de la
influencia del pensamiento semita, concede a la responsabilidad para con el otro2; la
responsabilidad es, básicamente, relación. El hombre griego vivía en un cosmos concebido como
eterno, en donde estaba sometido al designio inmutable del destino; el griego no conoce,
propiamente, la interpelación; conoce el logos, pero no verdaderamente el diálogo ni la relación,
en el sentido en que nosotros la entendemos. Además, su concepción de la historia es circular, en
donde el eterno retorno de lo mismo cierra las puertas a la esperanza de lo nuevo, a la
reconstrucción, a la creación y la recreación; en el destino no hay perdón ni rehabilitación, ni
regeneración, sino sometimiento. El mundo trágico aparece como una puerta cerrada e
impenetrable, en donde sólo queda resignarse al destino que se teje al margen de los hombres.
La falta de comprensión de muchos hacia la categoría de relación, se debe a que están atados a una
interpretación de la categoría de relación tal como la ofrece Aristóteles, aunque no todos
interpretan igual lo que el padre de Nicómaco entiende por relación. Este calificaba a las categorías
como hijos (retoños) o «concomitancias del ser»3. Aristóteles propició una cierta confusión,
perceptible sobre todo entre algunos teólogos y filósofos medievales, entre la sustancia y las
restantes categorías, precisamente por sostener que la primera era una de estas, aunque fuera la
protocategoría. En efecto, según Aristóteles la relación (pros tí), es la categoría que define lo
relativo o referencia de una cosa a otra, como lo que une lo que mide con lo medido, o como la
referencia de una cosa hacia otra. Es uno de los ocho o diez significados fundamentales del ser, es
un género supremo del ser, pero accidental y no sustancial4. Para la reflexión cristiana, por el
contrario, la relación intratrinitaria se identifica con la persona verdaderamente distinta, y no sólo
accidental, mientras que, análoga pero no unívocamente, también la persona humana es relación
sustantivamente, y no sólo adjetivamente. Para Aristóteles las categorías eran ocho, a saber:
sustancia, cualidad, cantidad, relación (tó pros tí), acción, pasión, lugar y tiempo5 (aquí la situación
y el hábito no aparecen), aunque en algunos otros textos añade dos más: situación y posesión.
Como vemos, el número de las categorías varía en las diferentes obras aristotélicas. En los Tópicos
y en las Categorías indica las citadas diez6, mientras que en la Ética a Nicómaco sólo menciona
seis7. Para él, la cantidad y la cualidad son determinaciones intrínsecas de la sustancia, y las
restantes, incluida la relación, son determinaciones extrínsecas. Por supuesto, esto no podrá ser
aplicado a la reflexión teológica trinitaria.
Lo que quería resaltar el filósofo griego es que cualquier predicado atribuido a un /sujeto indica lo
que es el sujeto en cuanto tal (hypokeímenon), o bien alguna determinación del mismo.
Frecuentemente se dice que Aristóteles distingue en las categorías entre la sustancia y los
accidentes, entendiendo por tales las restantes categorías, hecha excepción de la primera. Pero
estimamos que, a diferencia de algunos comentaristas medievales de la obra de Aristóteles, las
categorías que no son la sustancia tienen una mayor densidad /ontológica que el mero accidente,
pues para Aristóteles las categorías expresan los atributos esenciales y más generales de la
realidad, aunque no tengan la primacía que atribuye a la sustancia. Y aunque las categorías son ser
en virtud de su vinculación con la sustancia, no son simplemente equiparables a los accidentes,
sino que expresan los significados fundamentales y primarios del ser, son las divisiones o géneros
supremos del ser. En efecto, una sustancia real y dada en la existencia, puede existir sin un
determinado accidente concreto. Pensemos en una silla de color amarillo; este ser amarillo de la
silla es lo accidental, como es accidental que esté encima o al lado de la mesa; pero no puede darse
en la realidad una silla que no tenga ningún color o que no esté en un lugar ni en el tiempo. El estar
en el espacio y en el tiempo no le es a la silla accidental, aunque sí lo es que esté en un
determinado y concreto lugar en un momento temporal determinado. Por eso, se hace necesario
distinguir entre las categorías —las restantes de la sustancia— y los accidentes. Una sustancia real
que no tenga cualidades es tan imposible como que las cualidades existan separadas de la
sustancia.
En lo referente a la categoría de relación, una pierna no la define Aristóteles primeramente por ser
la pierna de Sócrates (relación), sino por ser la pierna (sustancia) del mismo; pero necesariamente
debe ser la pierna de alguien y este ser de alguien es algo de lo que la pierna no puede prescindir.
El griego considera inconcebible que una sustancia sea, estrictamente, relativa, genitiva; un niño no
se define por ser hijo de tal, sino por ser un individuo del género humano. Así, pues, en las
categorías hay que diferenciar un aspecto genérico, común a todas ellas y que le distinguen de la
substancia, y otro aspecto específico, con el que podemos distinguir unos accidentes de otros.
Estas categorías son ser para Aristóteles, que distingue a cada una de las demás. En definitiva, la
tematización de las categorías que realiza Aristóteles no puede librarse de la importancia
excepcional que tiene, para él, la sustancia, que si bien es la protocategoría, no deja de ser, sin
embargo, una de ellas. Pero esto significa que las restantes categorías corren el riesgo de ver
oscurecida su importancia y son vistas como predicados que reposan a la sombra de la
protocategoría, que descansa sobre sí.
La reflexión cristiana, desde los primeros siglos, en particular desde san Agustín, se separó de esta
doctrina aristotélica de las categorías, al pensar los datos teológicos, interpretando que era
esencial sostener relaciones en el seno de la /Trinidad, pero sosteniendo que dichas relaciones no
podían ser accidentales. El problema, tal como lo plantea san Agustín, consiste en que no es posible
referir a Dios lo que es accidental, sino sólo lo que es sustancial8. Mas al no poder atribuir a Dios lo
accidental, ¿está legitimado atribuirle relaciones? Si estas se toman desde la enseñanza
aristotélica, la respuesta debe ser necesariamente negativa. Además, la categoría de relación en la
tematización aristotélica aparecía tan genérica y de contornos tan poco precisos, que pierde su
entidad disolviéndose en la generalidad de su significado tan extensivo; y es sabido que la
extensión de un concepto redunda en la mengua de su intensión. Un indudable mérito de san
Agustín consistió en quitarse de encima el peso de Aristóteles, pues entre la predicación sustancial
y la predicación puramente accidental debe abrirse una vía distinta, y no necesariamente ecléctica.
El teólogo de Hipona superará a Aristóteles con su doctrina de la relación, que, dejando atrás la
dualidad sustancia-accidentes, muestra que la relación no es ni una cosa ni otra, pues ni es ser in
se, ni es ser in alio; la relación es un ser (ens) cuya enticidad consiste en estar ordenado ad aliud
(hacia otro), sin ser in alio (en otro). En efecto, san Agustín percibe que, si bien de Dios no podemos
predicar la accidentalidad, no todo lo que de él se dice se predica según la sustancia 9. Esta vía
alternativa a la encerrona aristotélica es la relación, pero comprendida no como algo accidental
sino como algo sustancial; de este modo, podemos predicar de Dios relaciones esenciales. San
Agustín se lamentaba de tener que recurrir a la voz persona, llevado por la pobreza del lenguaje,
pues la persona era un concepto que le sonaba a algo absoluto (autónomo, independiente) y no
relativo, ya que persona, aplicado al hombre, significa incomunicabilidad y subsistencia, esto es,
algo sustancial; pero al afirmar tres personas en Dios pensaba que podría caerse en el triteísmo, el
peligro contrario al sabelianismo10; de ahí su preferencia a pensar sobre el misterio del Dios Trino
en términos de relación. Para el doctor africano «persona ad se dicitur, non ad aliud»11.
Precisamente por esto su aportación principal a la reflexión trinitaria consistirá en su tematización
de la categoría de relación, que le parecía más apropiada que la de persona. Para santo Tomás, en
la Trinidad hay personas porque hay relaciones y estas no son accidentales, sino subsistentes12.
Pero otra cosa será aplicar la categoría de relación a la persona humana. En Dios, para santo
Tomás, lo que distingue a las personas es la relación, pero no ocurre así en el hombre, que se
distinguen unos de otros, como las criaturas, por la materia signata quantitate. Tras identificar en
Dios relación (subsistente) y persona, sin atarse al accidentalismo de la relación, cuando el
Aquinate aplica la relación al hombre, vuelve sobre sus pasos aristotélicos y contempla la relación
como accidentalidad: la relación –dice– tiene una débil entidad y es un ser «debilísimo e
imperfectísimo»13, pues no es aliquid o algo a se, sino ad aliquid o pura relación entre dos
términos. De este modo, el concepto de relación, en santo Tomás, cambia de sentido cuando se
refiere a Dios y cuando se refiere al hombre. Y ello no le extraña al Aquinate lo más mínimo, pues
piensa que nada puede predicarse de un modo unívoco de Dios y de las criaturas. Aunque si no
estamos avisados sobre esto podemos deslizarnos en no pocos equívocos.
A diferencia de esta relación interpersonal, no es posible sostener que un objeto puramente cósico
se encuentre en estricta relación con otros objetos igualmente cósicos; por eso preferimos hablar
de referencialidad, para designar la relación existente entre la persona y los entes no personales –y,
por ende, ni interpelantes, ni respondientes–, en lo que tienen de análogo, sabiendo que es más lo
que diferencia que lo que asemeja. El objeto cósico no sabe, ni conoce, ni siente, ni se entrega; por
ello se hace necesario indicar que la referencialidad entre las cosas, sólo es tal para el sujeto
cognoscente. No obstante, esa referencialidad que este percibe entre las cosas, no es algo que el
sujeto simplemente pone en las mismas (como sostendría el idealismo), sino más bien algo que
este descubre, en tanto que percibe las cosas en el interior de un mundo (no sólo un cosmos)
ordenado estructuralmente y que no es una mera yuxtaposición caótica de objetos. En este
sentido, la relacionalidad entre las cosas no puede decirse que sea absolutamente accidental, sino
que, de alguna forma, el sujeto la percibe como constitutiva de los entes. Si no sostuviéramos esto,
deberíamos afirmar, entonces, que la referencialidad es un invento extrínseco de la comprensión
del hombre del mundo, y no correspondería a la existencia, perceptible, de estados de cosas que
forman un mundo, y no un simple cosmos. Cuando nosotros percibimos las relaciones entre las
cosas lo hacemos porque de alguna forma la propia naturaleza de las cosas nos lo posibilita.
El hombre no vive entre otras personas ni en el mundo, de una manera accidental u optativa, sino
que su relación con lo que le rodea es esencial, constitutiva intrínsecamente, tanto de su
personeidad como de su /personalidad (según la afortunada distinción zubiriana); la relación, en la
persona, es algo de suyo. El hombre no es algo estático, sino alguien dinámico; la persona sólo
conseguirá plenificar su ser, en la medida en que se relacione con las demás; la persona no sólo es
estado, sino también quehacer, es aventura por su esencial apertura; aunque, precisamente por
esa apertura, es abertura por la cual la persona puede ser fácilmente herida. La relación
interpersonal es, de alguna forma —sea constructora o sea destructora del otro—, una relación
práxica; de este modo, insistir en que la persona es relacional, es lo mismo que decir que es un ser
práxico. Por su parte, la referencia hacia las cosas, y su trabajo con ellas, es la poiética. Aristóteles
distinguió entre ambos tipos de relaciones cuando sostuvo que «la praxis y la poíesis son
distintas»22.
En la importancia hacia la referencialidad de la persona a las cosas, se hace necesario romper con
la tradición especulativa racionalista de la filosofía desde Grecia, que concibe de un modo
reduccionista al hombre como animal de logos, pues esto, explayándose, es una
unidimensionalidad inaceptable. La ineludibilidad de la praxis y la poíesis humana, fue puesta de
relieve por Marx, como percibimos en sus Tesis sobre Feuerbach, pero también por el pensamiento
personalista. Desde esta perspectiva, en 1953, un personalista británico reflexionaba sobre la
persona a partir de la siguiente tesis fundamental: «Contra la presunción de que el yo es, por lo
menos primariamente, un sujeto cognoscitivo, he mantenido que su subjetividad es un aspecto
derivado y negativo de su naturaleza. Esto corresponde al hecho de que la mayor parte de nuestro
conocimiento y todo nuestro conocimiento primario, surge como un aspecto de actividades con
objetivos prácticos, no teoréticos. Y que este conocimiento es un aspecto de la acción en sí mismo,
hacia el cual toda la teoría reflexiva debe referirse. En contra de la presunción de que el yo es una
individualidad aislada, he sostenido que el yo es una persona, y que esa existencia personal está
constituida por las relaciones personales» 23. Aunque nosotros no podemos sostener que la
subjetividad sea un aspecto negativo de la naturaleza del hombre, pues hemos de evitar,
precisamente desde una visión correlacionista, caer en un praxicismo que considere la racionalidad
como un adjetivo extrínseco a la naturaleza humana. Entre la tentación de absolutizar la acción o la
racionalidad como excluyentes, afirmamos la unidad de la persona real, sin caer en la falacia de
primar uno de estos constitutivos esenciales de la misma, enmarañándonos en la paradoja de la
gallina y el huevo.
III. CONCLUSIONES.
El ser persona del hombre está incardinado en la naturaleza esencialmente dialógica del mismo, y
precisamente la percepción de ser tal, se efectúa en la praxis relacional con el otro, sea /Dios o
sean las otras personas humanas. El hombre está esencialmente convocado a una relación
amorosa, de tal forma que, si desoye esa llamada, se frustra en el hombre su constitución original.
Es necesario levantar la voz y protestar ante la cosificación que sufre la persona en nuestros días.
La persona es intrínsecamente relación, apertura y trascendencia, y no sólo ante las otras personas
que salen a su encuentro, sino también hacia una trascendencia que remite a lo alto y a lo bajo, y
también hacia lo hondo, a lo divino, al último misterio del ser.
NOTAS: 1 De duabus naturis et una persona Christi; PL, 64, col. 1343 D. – 2 De otro modo que ser, o
más allá de la esencia, 52ss. – 3 Ética a Nicómaco, 1096,21a. - 4 Metafísica, Z 3, 1029 a 21. – 5
Metafísica V 7, 10017 a 25; Física V, 1, 225 b 5-7. – 6 Categorías IV, 1 b 25-27; Tópicos I, 9, 103 b
20-23. – 7 Eth. Nic. 1, 6, 1096 a 20. – 8 De Trinitate, V, 3-6. – 9 ID, V, 5,6. - 10 ID, VII, 4,9. – 11 De
Trinitate, 1, 7, nn. 9-11: PL 42, 914-948. – 12 S. Th., q. 29, a. 4. - 13 Cont. Gent. 4, 14. — 14 SAN
BUENAVENTURA, De Trinitate, q. 2, a. 2. – 15 J. A. MERINO, Historia de la filosofía franciscana, 71-
72. - 16 ID, 248-249. – 17 J. LACROIx, Le personnalisme: sources, fondements, actualité, 123. — 18
M. BUBER, Yo y tú, 9. — 19 A. AMOR RUIBAL, Cuatro manuscritos inéditos, 457. – 20 ID, 89. – 21 I.
KANT, Crítica de la Razón Pura, B 258. – 22 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VI, 4; 1140 a 17: Práxis
kaí poíesis éteron. – 23 J. MACMURRAY, El yo como agente. La forma de lo personal, 10.
BIBL.: AMOR RUIBAL A., Cuatro manuscritos inéditos, Gredos, Madrid 1964; BUBER M., Yo y tú,
Caparrós, Madrid 1993; KANT 1., Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 1994'°; LACROIX J., Le
personnalisme: sources, fondements, actualité, Chronique Sociale, Lyon 1981; LÉVINAS E., De otro
modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; MACMURRAY J., El yo como
agente. La forma de lo personal, Barral, Barcelona 1974; ID, Personas en relación. La forma de lo
personal, Barral, Barcelona 1974; MARCEL G., Presence et inmortalité, Flammarion, París 1959;
MERINO J. A., Historia de la filosofía franciscana, BAC, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El hombre
como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, Sobre la categoría de «Relación» en la reflexión sobre la
persona, Scripta Fulgentina 11 (Murcia 1996) 61-76.
M. Moreno Villa
RELIGIÓN
DicPC
En la época romana existen otros términos: caeremonia, cultus, ritus, sacra, para designar el
conjunto de los elementos en los que se expresa y cristaliza socialmente la actitud religiosa. Pero a
todos ellos se impondrá religio, como palabra genérica para designar el conjunto, la totalidad del
fenómeno al que pertenecen la relación subjetiva, las representaciones que origina, las prácticas
cultuales y las instituciones que las regulan. De esta forma, la palabra religio pasa a significar el
hecho religioso, primero, tal como se da en Roma, y posteriormente, tal como se presenta en el
cristianismo, aunque en cada uno de estos contextos aparezca matizado por el sentido que le
otorga la distinta manera de entender su aspecto subjetivo, es decir, la vivencia de la relación y la
relación misma. A partir de la época moderna, la palabra religión –y sus equivalentes en las lenguas
de los países occidentales– comenzó a ser utilizada por las ciencias modernas de las religiones,
sobre todo para designar, en plural, un conjunto de hechos humanos, parte integrante de la
historia de la humanidad, muy variados en sus formas concretas, todas ellas condicionadas
histórica y culturalmente, pero dotados, a los ojos de los cultivadores de esas ciencias, de
suficientes rasgos comunes como para ser designados con la misma palabra con la que se venía
designando el cristianismo. Así, de la religión cristiana se pasó a hablar de religiones y a designar
como religión a cada uno de los hechos: hinduismo, budismo, judaísmo, islamismo, etc.,
comprendidos en ese plural.
No faltaron desde muy pronto estudiosos de las religiones que, al descubrir en algunos de esos
hechos, a los que se aplicaba la palabra, peculiaridades importantes –tales como la ausencia de una
configuración precisa de la divinidad en el budismo theravada–, comenzaron a poner en cuestión la
aplicación a los mismos de ese término común. Posteriormente, esta tendencia se vio reforzada
por el descubrimiento de que cada religión se entiende a sí misma con palabras dotadas de
significaciones diferentes –el hinduismo se comprende a sí mismo como sanatana Dharma, sistema
o ley eterna, la religión musulmana como islam, sometimiento incondicional, etc.– y por el peligro
de colonización cultural que suponía la imposición a todas ellas de un concepto formado a partir
del cristianismo.
Todas estas dificultades hacen cuestionable el uso del término religión para referirse a los hechos
designados desde Occidente como religiones. En todo caso, fuerzan a interpretar el significado
expresado por religión, no como un concepto unívoco aplicable de forma idéntica a todas las
religiones, sino como una noción aplicable a todas ellas de forma sólo analógica, o incluso como un
«símbolo sin pretensión de contenido en el orden conceptual» (R. Panikkar).
Consciente de estas dificultades, sigo utilizando la palabra religión para designar los variados
hechos presentes en la historia de la humanidad, tradicionalmente estudiados por la historia de las
religiones, por estar convencido de que, a pesar de su innegable variedad, tales fenómenos
contienen, en primer lugar, una serie de rasgos comunes, subsumibles por las categorías
elaboradas por las ciencias de las religiones; y, además, una organización homóloga de tales
elementos, expresable en la propuesta de una estructura significativa, que el contraste con la
variedad de las religiones verifica. Así, religión es un término que, en el uso ordinario del lenguaje,
sirve para designar hechos humanos dotados de características comunes, y en el uso más preciso
de las ciencias de las religiones –y más en concreto de la fenomenología de la religión– constituye
una categoría con la que se expresa la estructura significativa que permite identificar a todos esos
hechos, en su extrema variedad de formas concretas, como religiones.
Así, pues, religión no tiene como referente un hecho uniforme. Es un término técnico, una
categoría, construida por la fenomenología de la religión, con la que describe y comprende hechos
muy variados que permiten y requieren ser comprendidos con un nombre análogamente aplicable
a todos ellos, en la medida en que realizan una estructura significativa común. Es evidente que el
contenido preciso de esa estructura, el alcance y el significado de la definición que la expresa,
influirá sobre el número y el tipo de fenómenos a que pueda aplicarse. Así, una definición funcional
de religión, permite la aplicación de esa palabra para designar todos los hechos que coincidan en la
realización de las funciones expresadas en tal definición. En cambio, una definición sustantiva de la
palabra, restringe la aplicación de la misma a aquellos hechos en los que se produzca la referencia
a un ser superior, característica de las definiciones sustantivas. Por otra parte, la mayor o menor
precisión de ese ser superior en la definición propuesta, llevará a una consideración más o menos
estricta del fenómeno al que remite, lo que originará la inclusión en el mismo de determinados
hechos y la exclusión de otros.
Para dar mayor concreción a la definición propuesta y para precisar el significado de la estructura
en ella contenida, desarrollaremos los cuatro elementos que comporta.
Todas las formas de religión coinciden en remitir al hombre a una realidad superior a él mismo que
puede ser representado bajo las formas más variadas. En las formas elementales de vida religiosa
puede aparecer como un supra y un prius (U. Bianchi), algo anterior y superior al hombre, con el
que este entra en relación o en contacto. Numerosas religiones se lo representan bajo una forma
teísta, que puede concretarse como dualismo, politeísmo o monoteísmo. Otras tradiciones
religiosas configuran esa realidad superior en términos monistas, que dan lugar a representaciones
enteramente originales de su relación con el hombre y su mundo. En algunas religiones, entre las
cuales se encuentra el budismo originario, el hombre se vive aspirado por ese más allá de sí mismo
y de todo lo real —incluidos los dioses— de lo que es incapaz de ofrecer otra representación que el
vacío y el silencio absoluto. Para referirme a esa realidad, a ese prius y ese supra en relación con el
hombre, que determina la aparición de todo lo que tiene que ver con la religión, propongo la
categoría de Misterio, dándole un contenido significativo, que, a mi entender, le hace aplicable a
las casi incontables configuraciones que presentan las diferentes religiones. Tal contenido
significativo, comprende los siguientes rasgos esenciales.
a) En primer lugar, su absoluta trascendencia en relación con el hombre, su vida y su mundo. A esa
trascendencia se refieren las religiones con las imágenes de la otredad: «Totalmente otro», su
inaccesibilidad: «Altísimo»; la invisibilidad: «Tú eres un Dios escondido»; la radical y absoluta
diferencia: «Distinto de lo conocido y de lo desconocido»; la incognoscibilidad: «Super
incognoscible»; la inefabilidad: de él solo se puede decir: «No es así, no es así»; su condición de
voluntad que se impone al hombre de manera incondicional; su superioridad absoluta: superior
summo meo. Pero más allá de las imágenes, el sujeto religioso vive la trascendencia del misterio en
el hecho de que sólo puede entrar en contacto con él trascendiéndose, yendo más allá de sí mismo
y experimentando en su presencia los sentimientos de sobrecogimiento —mysterium
tremendum—, de anonadamiento y de indignidad radical, que le lleva a sentirse pecador ante su
santidad absoluta.
b) Junto a este primer rasgo, y como primera manifestación de la coincidentia oppositorum (Nicolás
de Cusa) que es el Misterio para el hombre, el Misterio comprende también su más perfecta
inmanencia en el hombre, su vida y su mundo. De este segundo rasgo ofrecen las tradiciones
religiosas las más variadas imágenes y representaciones. La imagen de la cercanía: Alláh es más
próximo al hombre que su propia yugular; la de la intimidad: «Interior intimo meo» (san Agustín);
la del origen del que surge la vida: «Tus manos tejían mis entrañas»; incluso la de la identidad en el
interior de la trascendencia: «Tú eres eso»; «el atman es el brahman»; «el centro del alma es Dios»
(san Juan de la Cruz); la de su presencia constante, que envuelve la vida toda y acompaña todas sus
vicisitudes. No es difícil mostrar que sólo una mirada superficial verá como contradictorios estos
dos rasgos que el sujeto religioso atribuye al Misterio. Sólo lo absolutamente trascendente puede
ser inmanente de forma absoluta, o, como sugiere Nicolás de Cusa, sólo lo totalmente otro puede
ser al mismo tiempo non aliud, no otro.
c) El tercer rasgo esencial del Misterio es su condición de sujeto activo, su ser en el hombre ocurre
bajo la forma de la presencia, del darse a conocer y del dar de ser, atrayendo hacia sí, reclamando
la respuesta, tomando la iniciativa de la relación o, como dirán después algunas religiones,
revelándose al sujeto. Pascal resumió un tema presente en mil formas en distintas religiones,
cuando atribuyó a Dios: «No me buscaríais si no me hubieseis encontrado». Entendido el Misterio
como una categoría para la interpretación del polo objetivo de la relación religiosa, se comprende
que no se realice de forma idéntica en todas las religiones. Pero el estudio de las religiones muestra
que figuras tan diferentes como el tao chino, el brahman hindú de las Upanishads, el nirvana del
budismo, los diferentes nombres para Dios de los monoteísmos proféticos, ilustran con suficiente
claridad la presencia en todas esas figuras de los rasgos a que acabamos de hacer referencia como
característicos del Misterio. La realidad del Misterio especifica la relación que el hombre religioso
establece con él. También ella aparece configurada en las diferentes religiones en formas
notablemente diferentes, de acuerdo con el sistema religioso en que se inscriben, y con las
condiciones históricas, sociales y culturales en que ese sistema ha surgido. Pero la comparación
atenta de todas esas formas permite descubrir, por debajo de todas ellas, una estructura común
que cada una de ellas realiza de una forma peculiar.
La atención a las formas más perfectas de realización de la actitud religiosa descubre la más
perfecta coherencia y convergencia de todas ellas, en torno a esos dos rasgos esenciales.
Aludamos, como verificación de este enunciado, a la actitud teologal cristiana, al islam, es decir, el
sometimiento incondicional de sí mismo, de los musulmanes, a la fidelidad obediente del judaísmo,
a la bhakti o devotio, es decir, la entrega confiada de sí mismo, propia de toda una corriente del
hinduismo, y el mismo nirvana budista. La actitud religiosa es vivenciada, en las diferentes
religiones, en las múltiples y variadas formas de experiencia religiosa que encarnan, en las
condiciones subjetivas, sociales y culturales, el reconocimiento del Misterio, vívido en la actitud
religiosa fundamental. Todas estas formas variadas de experiencias religiosas, coinciden en
concernir y afectar al sujeto como totalidad; ser vividas al mismo tiempo como oscuras y
sumamente ciertas: «Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche» (san Juan de
la Cruz); repercutir de forma muy viva sobre las facultades humanas, y originar sentimientos
intensos de paz, sosiego, sobrecogimiento, maravillamiento, fascinación.
Las diferentes religiones muestran el centro bipolar del fenómeno religioso descrito hasta ahora en
un sinfín de actos, objetos, personas, lugares, momentos, que constituyen su elemento visible. Es
lo que la fenomenología de la religión denomina el mundo de las mediaciones religiosas. Para
ordenar un mundo tan abigarrado, podemos distinguir en él las mediaciones objetivas, es decir, el
conjunto de realidades de todo tipo, en las que el sujeto religioso ha reconocido a lo largo de la
historia la presencia del Misterio, y las mediaciones subjetivas, es decir, los actos, gestos, palabras y
comportamientos de todo tipo en los que el sujeto religioso de todos los tiempos ha expresado su
reconocimiento de esa presencia. Las primeras pueden denominarse hierofanías, con el
neologismo acuñado por M. Eliade, aun cuando también a las segundas pueda aplicarse ese
término en un sentido amplio. En relación con las primeras, la historia muestra que el hombre de
todos los tiempos ha condensado lo sagrado en realidades mundanas en las que ha visto
manifestada la presencia del Misterio. Las hierofanías están constituidas por realidades naturales
que, sin dejar de serlo, sirven de apoyo para la presencialización de lo sobrehumano. Su número y
su variedad es incontable. Esto indica que ninguna realidad es hierofánica por su propia naturaleza,
ya que todas las realidades pueden llegar a serlo. Las hierofanías se presentan, además, en
sistemas o constelaciones que se corresponden con las condiciones culturales de las poblaciones
que instauran tales sistemas. La historia muestra, además, una transformación permanente de las
hierofanías a lo largo de la historia humana, e incluso en el interior de las diferentes religiones. La
existencia de tales constelaciones de hierofanías permite una clasificación de las religiones, o una
morfología de lo sagrado, de acuerdo con los elementos naturales elevados a la condición de
hierofanía. Todas las hierofanías son, como puede concluirse de lo anterior, otros tantos casos de
símbolos. En ellas se realiza la idea de símbolo como caso peculiar de conocimiento indirecto, en el
que un significante natural epifaniza o hace presente, de forma directa pero mediata, «como el
rostro hace presente a la persona», en «la transparencia opaca del enigma» (P. Ricoeur) una
realidad de otro orden a la que sólo se tiene acceso en la mediación del significante.
El mundo de las mediaciones subjetivas abarca las expresiones de todo tipo, en que el sujeto
encarna y, por tanto, vive y expresa su reconocimiento de la presencia originante del Misterio.
Estas son tan variadas como las facetas o facultades de la persona. Señalemos entre ellas las
espaciales, temporales, racionales (símbolos, ritos, doctrinas), activas (oración, sacrificio, rito),
emotivas, comunitarias, etc. Sobre el conjunto de las mediaciones, la fenomenología de la religión
permite concluir tanto su necesidad como su relatividad. Su necesidad, porque la relación con el
Misterio, por parte de un sujeto corporal, mundano, como el hombre, sólo es posible en la
mediación de lo objetivo y lo mundano; su relatividad porque las mediaciones no son el /absoluto,
ni se confunden con él, sino que remiten a las condiciones personales, históricas y culturales de los
sujetos que las instauran. Por último, la naturaleza de las mediaciones y las propiedades que las
caracterizan permiten deducir lo esencial del proceso hierofánico como la proyección, por parte del
sujeto, de la presencia inobjetiva del Misterio con que está agraciado en las realidades de su
mundo y en los gestos expresivos que configuran su vida.
La estructura de la religión aquí resumida aparece realizada en las numerosísimas formas que
contiene la historia de las religiones. Todas ellas se dejan organizar en las tipologías de las
religiones, diferentes entre sí, de acuerdo con el criterio desde el cual se establecen. Tales
tipologías permiten poner de relieve los rasgos que comparten las diferentes familias de religiones
y las peculiaridades de cada una de ellas. Por otra parte, el mejor conocimiento de todas ellas, que
han procurado las ciencias de las religiones, y el encuentro de los sujetos de las diferentes
religiones, están conduciendo a que las relaciones entre ellas estén pasando de la ignorancia
recíproca y de la exclusión de las unas por las otras al diálogo interreligioso, y en muchos casos, a la
colaboración de muchas de ellas en la solución de los problemas que padecen las poblaciones que
las viven.
J. Martín Velasco
RESPETO
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Una breve consideración de este término nos hace definirlo como un sentimiento de
reconocimiento, propio del ámbito interpersonal, aunque, como veremos, puede estar referido
intencionalmente no sólo a lo personal. Aquel que guarda respeto o que tiene respeto es el que,
dicho de una manera aproximativa, fija la vista, mira por, considera, toma en consideración, piensa
en, atiende, etc... Muchas maneras perifrásticas de mencionarlo cuando su definición se nos
presenta tan difícil. La dificultad no ha de desanimar el empeño, pues estamos ante uno de esos
conceptos que, sin estar plenamente tematizados en las teorías éticas o políticas, juegan
operativamente un importante papel. Y es un concepto, también, de consecuencias no menos
decisivas para la práctica. Yendo más allá de las consideraciones lingüísticas primeras, podemos
decir que se trata de un /sentimiento de consideración y reconocimiento, de /valor intrínseco, hacia
una persona, hacia algo en general o hacia una ley. El respeto implica, por este reconocimiento de
valor intrínseco, una obligación aceptada.
En la línea de esta renovación y relectura de la ética kantiana del respeto podemos mencionar a P.
Ricoeur, en la tradición personalista y fenomenológico-hermenéutica. Para él, el tema del respeto
pone sobre el tapete la cuestión de la segunda persona. La presencia del otro, el otro como
persona, pide ser fundada en una posición de ser que excede todo método descriptivo (científico,
fenomenológico, etc.) y exige, más bien, una función práctica de la conciencia, un postulado de la
libertad. La posición absoluta del otro en el respeto, es el fundamento siempre previo a un
discernimiento del aparecer del otro; no puedo pensar al otro, sin suponerlo como otro (prioridad
de la razón práctica sobre la razón teórica). La apertura sobre el mundo de las personas habrá que
buscarla, pues, no del lado cognoscitivo, sino afectivo. En este intento se encuentra Ricoeur con el
planteamiento de M. Scheler. Para Ricoeur, este peca de confusión, pese a nacer contra la
confusión. La presencia del otro no conduce al angelismo, ya que la relación con el otro puede
estar marcada por la simpatía, pero también por el conflicto, por la negatividad. Por eso, para
Ricoeur, la simpatía no es el mejor camino para adentrarnos en la cuestión de la intersubjetividad,
de la /alteridad. Reconocer a otro es obligarme de alguna manera (fuente de deber), limitar mi
deseo al otorgar al otro el derecho a existir de cierta manera; el otro es centro de obligación para
mí, marca mi comportamiento, mi dirección hacia él. El respeto hace que no me confunda con el
otro, justifica críticamente la simpatía. El respeto evita que la simpatía (/amor-/amistad) se pierda
en el romanticismo, en un misticismo mal interpretado; gracias al respeto comparto la /alegría y el
/sufrimiento de otro como siendo el suyo y no el mío. El respeto es la forma práctica y ética que
adopta la simpatía. El respeto, aunque sentimiento, no tiene nada que ver con la confusión, como
decimos, y de hecho la evita. Consigue que el ideal de amor o amistad no se convierta en una
manera de encubrir los problemas con sólo los buenos sentimientos; por ello, la preocupación por
el otro, el cuidado del otro, el cariño hacia el otro, cuando ha pasado por la dureza del respeto, y
evita la simpatía identificante y anulante, se convierte en solicitud crítica.
No hay que oponer, por todo esto, una ética formal del respeto (lo que sería una lectura parcial de
la ética kantiana que hemos mencionado y, lo que es peor, una lectura parcial de la experiencia
ética) y otra material de la simpatía (amor o amistad). Hay un reconocimiento del otro ligado al
momento formal de la ética. Esta posición de realidad de las personas (ejercida por el respeto) es
un reconocimiento práctico. El respeto protege contra la indiscreción, contra la curiosidad vana del
saber. La idea de respeto alcanza su definición para Ricoeur en lo que denomina formalismo
práctico, que es el formalismo de la idea de persona, bajo la idea de humanidad –personalidad de
la persona–. La idea de humanidad es una proyección que nos proponemos y representamos, no la
enumeración de los humanos sino la significación comprensiva de lo humano. En la forma de
persona me propongo un fin en mi acción, que es al mismo tiempo una existencia. La persona es
una forma de tratar a los otros y tratarse a sí mismo. Este trato a la persona se labra en el
sentimiento moral del respeto. Retomamos, pues, el análisis kantiano del respeto, pero ampliando
muchos de sus componentes, pues el respeto no puede entenderse originariamente como respeto
a la ley, del que el respeto a la persona no sería más que una particularización.
Podemos preguntarnos: ¿qué debemos respetar?; ¿qué es digno de respeto? Aquello que exige
respeto y, por tanto, pide también responsabilidad es, básicamente, aunque no sólo, la /persona.
La persona es digna de respeto en todas sus aproximaciones, en todas sus capacidades. De entre
ellas destacamos cuatro: la capacidad de lenguaje, la capacidad de acción, de narración y de
responsabilidad ética y política. Respetar la capacidad de lenguaje del otro significa, por un lado,
reconocerle la capacidad de expresión y autodesignación, gracias a la palabra; y por otro, la
posibilidad de su intercambio en el diálogo. Reconozco a otro como persona cuando no le niego la
posibilidad de participación comunicativa en lo que se siente afectado o interpelado. El otro, como
persona, es respetado en su capacidad de acción, cuando pongo los medios necesarios en mi poder
para que lleve a cabo su hacer lo más intencionalmente posible, y permito su reconocimiento en su
propia iniciativa, pues así acreciento la estima de sí mismo. Respeto al otro como sujeto de
narración cuando ofrezco, o al menos no niego, la posibilidad de elementos de sentido en su /vida,
de cohesión, de estructuración; es decir, considero al otro como un ser con una vida narrada
independiente de la mía, no subsumible nunca totalmente ni en la propia trama de mi vida, ni en la
de ningún proyecto colectivo; lo considero único en su ser personal (ipseidad). Y por último,
respeto al otro como sujeto moral, cuando cuido que la posibilidad de obrar en nuestro poder
común no desemboque en procesos de victimización, que van desde la violencia hasta la tortura, es
decir, la amenaza del mal presente en la relación disimétrica entre yo y otro, un agente y un
paciente posible de mi acción, y viceversa.
V. CONCLUSIONES.
El respeto a la persona en la pluralidad de sus capacidades ha de combinarse con los más diversos
ámbitos. El respeto a la persona es también respeto hacia la /naturaleza; es el respeto lo que se
juega en las aplicaciones de la ciencia de la vida (dominio de la reproducción, material genético,
dominio del córtex cerebral); es el respeto lo que se exige en la economía mundial —lo que se pone
en juego en las relaciones /Sur-Norte–; también se presenta, o se ha de presentar, en toda forma
de comunicación; y también es el respeto crítico lo que necesitan las instituciones políticas. Los
ámbitos de respeto parecen quedar bastante claros cuando nos referimos a la vida personal,
cuando las capacidades que la definen se encuentran en ejercicio pleno o, al menos, en buena
parte. Pero cuando estas capacidades disminuyen, parece que podemos pensar que disminuye el
nivel de vida personal y, con él, el respeto debido. Nos encontramos ante la difícil e importante
cuestión de los límites. Así, por ejemplo, una persona que viera limitadas ampliamente sus
capacidades (estado vegetativo), o sus posibilidades totales (estado embrionario), perdería el
derecho al respeto; sin embargo, le reconocemos ciertos derechos basados en el respeto.
Pero preguntamos: ¿por ser /derechos adquiridos, o por tratarse de vida y, en cuanto tal, merecer
respeto? Si fuera esto último, llegaríamos a planteamientos de amplias miras. Si la vida, lo vivo,
posee un valor básico, le correspondería un sentimiento de respeto; habría así, pues, diversas
categorías o diferentes grados de respeto, pues no es lo mismo vida humana desarrollada, vida
vegetativa, una montaña o la realidad en su conjunto como posibilidad de vida. La realidad merece
un respeto tanto por sí, como por su condición posibilitante. La realidad, y en ella lo vivo, merece
respeto por ser /bien común y posibilitante. Vemos, pues, cómo una vez que salimos de la idea del
respeto a la persona en plenitud de capacidades –necesaria, pero insuficiente–, el respeto se
diversifica y problematiza, en función de aquello mismo que es objeto de respeto. La evolución del
hombre se ha caracterizado por el aumento de su poder, lo que todavía resulta más claro en el
siglo XX. Allí donde hay poder se encuentra una fragilidad producida por ese mismo poder, que
demanda mayor ejercicio de responsabilidad; la cual sólo es posible desde el sentimiento de
respeto y por la acción movida por este sentimiento. Para ello habrá que echar mano de la
imaginación ética, y así atender las plurales interpelaciones de aquello que solicita nuestro
cuidado, nuestro amor, bajo la forma más universalizable y compartida, que no es otra que la del
respeto.
BIBL.: GÓMEZ CAFFARENA J., Respeto y utopía, ¿dos <‹fuentes.» de la moral kantiana?,
Pensamiento 34 (Madrid 1978) 259-276; ID, La coherencia de la filosofía moral kantiana, en
MUGUERZA J.-RODRÍGUEZ ARAMAYO R. (eds.), Kant después de Kant, Tunos, Madrid 1989, 43-63;
KANT 1., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid 1983";
RICOEUR P., Soi-méme comme un nutre, Seuil, París 1990; ID, Sympathie et respect
(Phénoménologie et éthique de la seconde personne), Revue de Métaphysique et de Morale 59
(París 1954) 380-397.
T. Domingo Moratalla
RESPONSABILIDAD
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Parece que el sustantivo responsabilidad puede fecharse en una época relativamente reciente, a
finales del siglo XVIII, y se introduce sobre todo en el campo jurídico. El adjetivo responsable, por el
contrario, parece emplearse bastante desde la Edad Media. El término está en correspondencia
con los conceptos respondere, responsum, usuales en la vida jurídica romana. Así, responder
significa defender una cosa en un juicio o justificar una acción, de tal manera que debe
responderse a una acusación. Simultáneamente responsabilidad se usa en el mundo de
representaciones cristianas, donde significa la necesidad de justificación del hombre ante /Dios
como juez supremo. De esta manera conceptos pertenecientes al mundo y al derecho romanos,
son trasladados al mundo de la fe cristiana. Desde ahí, conceptos como responsabilidad, a través
de la afirmación cristiana de la singularidad y el valor infinito de cada /persona, adquieren una
relevancia moral decisiva. La aparición del término responsabilidad a finales del siglo XVIII no se
debe al azar. Coincide con el interés de los juristas por la regla de indemnización del perjuicio
ocasionado. En virtud del derecho de cada uno a obtener justicia, y del principio de igualdad d e
todos ante la ley, la preocupación fundamental de los juristas de los códigos civiles modernos fue la
reparación de los daños causados. La aparición del Código civil marca un cambio histórico: en
adelante, la responsabilidad de todos garantiza los derechos de cada uno. La idea moderna de
responsabilidad ofrece dos aspectos que es preciso diferenciar, pero que hay que preguntarse si no
están irreductiblemente ligados: la responsabilidad jurídica y la responsabilidad moral. Ambas
quizás sean las dos caras de una misma moneda, que se ha ido acuñando históricamente. La
responsabilidad moral se distingue de la jurídica en el sentido de que no es una institución, sino un
fenómeno de conciencia subjetivo. Ella no comporta otra sanción que la de los sentimientos más o
menos dolorosos, como el remordimiento. La única autoridad ante la que el sujeto es llamado a
descubrirse moralmente responsable es el juez interior, con el que Kant designa la instancia
suprema de la moralidad. La conciencia moral es «la toma de conciencia de un tribunal interior en
el hombre». Por eso las categorías de /sujeto, persona y responsabilidad están mutuamente
implicadas.
Los filósofos modernos que han buscado esclarecer de forma sistemática la existencia humana han
señalado que, desde el momento en que hay otros seres humanos, aparece una responsabilidad
inexcusable frente a ellos, que se impone a nuestra conciencia. Mi libertad es, de manera originaria
y constitutiva, una exigencia frente a otra libertad: en consecuencia la libertad debe hacerse
responsable de sí misma frente a esta otra libertad. Pero esto implica también hacerse responsable
de esta otra libertad. José Manzana afirmaba: «La elección consciente por la cual exsiste el
hombre, implica, por lo tanto, la atención a una posible universalidad y el consentimiento con la
libertad de los otros y, en último término, con todo hombre». Pero sabemos (fue la gran crítica de
Fichte, luego recogida por Marx, aunque lo negara) que la acción moral del hombre, su
responsabilidad moral, no puede reducirse a una ética de la intención y de la interioridad, sino que
tendrá que consistir en el establecimiento de las condiciones reales de una comunicación e
interacción interpersonal y social en libertad. La corriente dialógica, el personalismo, la Escuela de
Frankfurt, la fenomenología incluso, han insistido en las consecuencias interpersonales, sociales y
políticas de la responsabilidad del hombre. Husserl hablará de que el fenomenólogo tiene como
profesión, por vocación, la responsabilidad por el ser humano de la comunidad humana; es un
funcionario de la humanidad, que trabaja para la humanidad en cuanto tal, debiendo ser el
portavoz de los intereses supremos de los seres humanos en cuanto seres humanos. Mounier, que
defendía la necesidad de conjugar a Marx y a Kierkegaard, señalaba que la responsabilidad hacia
las otras personas, fundamentada en el amor y en la comunión, se realiza, «cuando la persona
toma sobre sí, asume el destino, el sufrimiento y la alegría, el /deber de los otros». Nada de
solipsismo, ni de individualismo. Quizás por ello el concepto de responsabilidad hacia la persona
deba adoptar el clásico término filosófico de emancipación o el más reciente de / liberación. Ser
responsable de la suerte y de la libertad de los otros significa liberar al hombre de todas sus
servidumbres y opresiones. Por eso la responsabilidad no tiene sólo una dimensión interpersonal
(que le es absolutamente constitutiva), sino unas implicaciones mucho más amplias, sociales y
políticas. En palabras de José Manzana: «La meta del empeño humanista es la humanización de la
realidad de la convivencia humana, superando tanto la disociación entre interpersonalidad
(privada) y sociedad, como la falsa subsistencia abstracta de evidencias que giran sobre sí mismas,
y se alimentan de su propia sustancia desencarnada.
El empeño humanista deberá, por lo tanto, poner de manifiesto los condicionamientos y las
implicaciones mundanosociales de las relaciones interpersonales, y buscar la mediación y el
tránsito de las exigencias morales al campo de las decisiones prácticas». Pasar de las exigencias
éticas a la concreción de las decisiones prácticas supone análisis de la situación (tanto interpersonal
como estructural), y /empatía para poder hacerse responsable en verdad de los desafíos a los que
nos enfrentamos. Si la realidad se convierte progresivamente en una realidad mundial planetaria,
la responsabilidad, en consecuencia, también debe convertirse en planetaria, en cosmopolita.
Desarrollar una responsabilidad de dimensiones éticas y políticas, dentro de una realidad
planetaria, y con una conciencia planetaria, consiste, fundamentalmente, en responder a los
desafíos que tienen planteados las mayorías de nuestro planeta, a su grave situación de pobreza,
de explotación y de inhumanidad, si no queremos permanecer enclaustrados en nuestra ceguera
etnocéntrica occidental.
Solamente a partir de una reflexión y una acción responsabilizada vitalmente (de manera afectiva e
intelectual) con la situación de las mayorías populares y de los pueblos oprimidos, se hace posible
producir fermentos de liberación capaces de establecer un espacio social verdaderamente humano
para todos. Sentirnos y hacernos responsables de las otras personas, tiene evidentemente una
dimensión universal y global inexcusable, que va más allá de las relaciones interpersonales de
respeto y amor. Además de esta responsabilidad social y política universal señalada, quisiera
indicar tres campos de responsabilidad que han emergido históricamente en estas últimas décadas
y que requieren también una atención importante: la ecología, las culturas y la condición femenina.
El ser humano no sólo es un ser interpersonal e histórico; es un ser cósmico, que se hace con y en la
/naturaleza. Por eso necesitamos activar una responsabilidad ecológica, que de ninguna manera es
extrínseca a la condición humana. Cada vez somos más conscientes de la necesidad de cambiar
nuestros esquemas teóricos y prácticos de dominio de la naturaleza, que nos han llevado por una
pendiente desenfrenada de expolio utilitarista y desigual de nuestro cosmos. Debemos trabajar por
un equilibrio de la /relación hombrenaturaleza, para no deteriorar o destruir nuestra propia
condición de seres cósmicos. Debemos domesticar y dirigir racionalmente nuestra ciencia y nuestra
/técnica, para que no quede abandonada a su propia lógica, la racionalidad instrumental, y pueda
ser encauzada conforme a finalidades humanas de libertad, disfrute y justicia para todos.
Las personas están viviendo dentro de culturas propias, que les proporcionan enraizamiento,
sentido y finalidades para su vida y para su actuación. Cada cultura es una parte del caleidoscopio
plural y multiforme de la cultura humana universal. Responsabilidad hacia las culturas significa
respeto al libre desarrollo de las mismas y promoción de intercomunicaciones culturales que las
enriquezcan. Con frecuencia la mundialización de la economía y de la industria cultural, con el
dominio de los medios de comunicación de masas por las culturas dominantes, arrasa las culturas
más pequeñas, impidiendo el desarrollo autónomo de sus potencialidades. También aquí «el pez
grande se come al chico», como en muchos campos de la vida humana. Por eso es necesaria una
labor de resistencia que permita un universo de pluralidad de culturas en respeto e
intercomunicación. De modo parecido a como sucede entre las personas, las intercomunicaciones
culturales sólo son positivas desde el profundo respeto a la propia autonomía y libertad de cada
cultura.
El mundo femenino, lo femenino, ha emergido en nuestras sociedades con la fuerza de esos oleajes
de fondo que no conocen límites ni respetan convenciones ni latitudes. En todas las sociedades,
aunque no con la misma intensidad ni con el mismo ritmo, bulle esta problemática que busca
superar los parámetros patriarcales y varoniles tradicionales. Responsabilidad significa reinventar
nuevas relaciones y nuevos roles entre los hombres y las mujeres, de manera que puedan
transformarse el ejercicio del poder, las relaciones socioeconómicas, las producciones culturales...
con la ayuda de las sensibilidades femeninas. De nuevo, se trata de acoger y respetar la diferencia
que enriquece y comunica.
BIBL.: CORTINA A., Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Sígueme, Salamanca 1985; ID,
Etica aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; DussEL E., Etica comunitaria, San Pablo,
Madrid 1986; KANT I., Crítica de la razón práctica, EspasaCalpe, Madrid 1975; LADRIÉRE J., Vie
sociale et destinée, Gembloux, Duculot 1973; ID, El reto de la racionalidad, Sígueme, Salamanca
1977; LÉvINAS E., De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID,
Etica e infinito, Visor, Madrid 1991.
J. M. Aguirre Oraa
REVELACIÓN
Y EPIFANÍA DEL OTRO
DicPC
Juzgar a la Historia a propósito del /mal que ella enmascara al racionalizarlo, supone poner en
entredicho el primado de la presencia y, correlativamente, el de la conciencia, así como encausar la
conciliación de presencia y conciencia que alcanza su apoteosis en la conciencia de sí. En ef ecto, en
esta, la presencia se cumple al darse a la conciencia, y la conciencia queda satisfecha al entregarse
a la presencia que la vuelve transparente para sí misma. Las sombras y los desfallecimientos que
desgarran su caminar en pos de semejante reconciliación, en un Absoluto diáfano, aparecen como
hitos necesarios y justificados, y por ende justos. Partícipes del brillo que emana de la verdad
cumplida, dichas sombras componen un juego de luces del que, por ella misma, la conciencia no
logra salir. Arrostrar y rasgar la trama que tales reflejos han tejido, requiere oponer resistencia al
poder apropiador de esa red asimiladora que es lo Mismo. Ahora bien, sólo será resistencia, si al
poder no le opone otro poder, pues, en tal caso, habría claudicado al servirse de la lógica del rival,
que consiste en reducir lo Diferente para asimilarlo a lo Mismo. Si Poder y Mismo son
intercambiables –el Poder puede reducir lo otro a lo mismo-, la resistencia al poder sólo podrá
venir de lo Otro, esto es, de lo diferente al Poder: de la desprotección más absoluta. Lo Otro por
excelencia tiene, pues, que ser lo que me aborda de cara en la desnudez de su rostro: el /otro
hombre. El rostro del desvalido es la epifanía de lo Otro, y su resistencia, por ende, sólo puede ser
ética. Este tipo de resistencia se define por poner en cuestión el poder como tal, por desafiar al
poder del poder, y no a su debilidad. Por todo ello, el rostro no es visto; habla. Se resiste a ser
prendido en la visión, que lo asimila a esquemas previos.
Precisamente a dicho desgarro es al que se refieren los términos epifanía y revelación: una
manifestación que no pertenece al dominio del ser, que desborda toda visión y toda comprensión;
una manifestación de lo imprevisible, de lo ajeno, al ámbito de lo manifestable, y que se convierte
en expresión, esto es, en una suerte de manifestación elevada al infinito y, por ello, incontenible,
cuyo espacio apropiado de revelación pasa a ser el lenguaje, en el que el otro me habla, en lugar de
hablar de mí, y yo le hablo, en lugar de hablar de él. Sólo el rostro, epifanía o /huella del Otro,
posee la extraña fuerza capaz de arrancarnos de la totalidad que amenaza con engullirnos. A tal
efecto, la primera argucia de esta consiste en llevarnos a la creencia de que nos hallamos inmersos
en una farsa que se despliega y alcanza su sentido, en la escena del mundo y de la Historia, sin
contar con nosotros. Quebrar el monolitismo de dicha pretensión totalitaria sólo se puede a partir
del Otro, de su revelación que es discurso, desde la exterioridad que me interpela en el rostro,
rostro que, por consiguiente, ha de inspirar una nueva /Razón. Esta, frente a la Razón ajustadora
por arrasadora, alberga el recuerdo de los destrozos que ha producido semejante allanamiento.
Sería una Razón Profética o Anamnética, y, como su nombre indica, se caracterizaría por estar
animada por el 'sufrimiento de los vencidos. Como tal Razón compasiva, sólo ella puede remover
los tiempos que corren, el presente dominante, y hacer posible algo nuevo, otro tiempo. A través
de dicha memoria irrumpe, en el transcurrir del tiempo y a modo de revelación, la palabra
salvadora, porque la salvación, si la hay, es «la interrupción del tiempo presente» 2. Todo lo cual
entraña un nuevo concepto de experiencia, entendida como experiencia doliente, que se
compadece o conduele del dolor de las víctimas. Lo peculiar de este concepto de experiencia
estriba en que, en lugar de digerir las quiebras y armonizar los desajustes, carga con lo que la
rompe, con lo que la roe o remuerde: con el mal. No se trata de ningún dolorismo complaciente,
sino de la experiencia de lo inasumible; experiencia, en suma, de lo que no cabe convertir en objeto
de experiencia: quizá sería, por ello, más riguroso hablar de revelación, y no de experiencia del mal.
Pero también por lo siguiente. Si la experiencia comporta cierta pasividad que, intelección
mediante, el aparato trascendental integra comprensivamente cual experiencia, el mal, entendido
exceso y, por tanto, como inasumible, entraña una pasividad más profunda que la inercia –una
sensibilidad cuya hondura es /vulnerabilidad–, pasividad que, en realidad, es una conmoción del
alma, y que significa una rotura de la lógica del poder, el cual, frente al mal radical, queda
impotente. Por lo mismo, más que del /sujeto trascendental de una experiencia, pues no hay tal,
hablaríamos, como hacen Lévinas y Nemo, de psiquismo humano o de alma, respectivamente, es
decir, de aquello cuyo ser es condolerse del mal, y que excede del entramado que la narración
histórica compone con los avatares. Sacudida por el mal, el alma está llamada a convertirse, a
voltearse, pasando de sujeto intencional a ser blanco de una llamada. Más que la conciencia, la
caracteriza la vigilia, en la que su /mismidad está habitada por lo Otro que la inquieta y la convoca
a lo que, más profundo que ella, excluye toda apropiación que la reafirmase y en la que se
repusiera o se reposase. Sin cobijo en el que embotarse, el alma vivencia lo que Descartes llamó «la
idea del Infinito en mí», como su ininterrumpido insomnio o desgarramiento en el que,
desviviéndose, vive su responsabilidad para con su hermano. Todo esto representa una inversión
de la conciencia intencional, que ha pasado de ocupar el polo activo, a ocupar el polo pasivo como
objeto de la interpelación. Ya no es ella la que, en calidad de sujeto constituyente, establece la
medida de su responsabilidad, por los efectos que su obrar haya podido producir en una sociedad
auténtica, configurada por «voluntades que se conciernen por su obrar», a la vez que se «observan
cara a cara»: «Mi intención no mide exactamente el sentido de mi acto». En otros términos, «la
significación objetiva de mi acción prima sobre su significación intencional»3, lo cual significa que la
llamada excede de la respuesta que quepa darle: ¿sobre qué se fundan el hablar y el escuchar:
sobre la posibilidad o, más bien, sobre la imposibilidad de corresponder a la llamada, sobre la
posibilidad o, más bien, sobre la imposibilidad de escuchar? Si la llamada apelase a una posibilidad
previa en nosotros de escuchar, nosotros seríamos su origen, como «si estuviera inscrito en hueco
en nosotros, ya reclamado por nosotros; como si fuéramos nosotros quienes llamáramos a la
llamada». Para ser de verdad creativa, la llamada comienza por desagregar «todo cuanto se haría
fuerte de ser por sí mismo antes de la llamada, o con independencia de ella». Por ello, es «la sola
imposibilidad de escuchar la que puede oír la llamada»: «Nada corresponde a esa llamada..., la
respuesta es la imposibilidad de cualquier correspondencia». La imposibilidad de corresponder
significa que apelar, llamar a alguien a la palabra, implica que este no se la guarde, pues,
incontenible como es, le desborda; implica, en suma, que el interpelado, a su vez, la dé: recibir la
palabra para darla.
A tenor de lo dicho, cabría preguntarse cómo es ese origen de la palabra que, en sí mismo, es ya
llamada. Si es llamada, quiere decirse que la palabra reclama una respuesta, esto es, que «la
llamada responde –sin lo cual ni siquiera sería una llamada– de la posibilidad que tiene de ser oída,
de constituir una llamada para alguien, de apelar a alguien»4. Pero, como hemos dicho, no hay
respuesta a la llamada que la satisfaga, lo cual quiere significar que toda respuesta evidencia un
vacío en el que anida la palabra, un desajuste entre la llamada y la respuesta que se le devuelve,
una carencia de la respuesta que la pregunta está reclamando, un desequilibrio por el que se torna
o se reconoce, en sí misma, llamada a otras voces. El origen que apela, dispone de la distancia que
separa llamada y respuesta, y que separa incluso a la respuesta de sí misma, en la (des)medida en
que esta se entiende insuficiente. La palabra originaria es, pues, otredad: una misma intriga vincula
la llamada con la escucha de la llamada y con la respuesta a la misma, de manera que, como
escribe Lévinas, «la llamada se oye en la respuesta». Y aquí volvemos a tropezar con el problema
de la /libertad, pues si tan estrecha es la unión de llamada y respuesta, ¿qué hay de mi libertad de
responder? ¿Acaso no queda anulada, pues toda llamada, a lo que parece, acarrea su respuesta?
No, y precisamente por la paradójica razón de que es mi respuesta a la llamada la que decide
acerca de su estatuto mismo de llamada: esta no lo es, mientras no sea acogida como tal. Puedo
perfectamente ignorarla, hacerme libremente oídos sordos. En esto radica la intransferible
'responsabilidad de mi libertad: en que responde del Infinito, del cual da –o no– testimonio. La
llamada la encuentro, no antes de responderla, sino en la respuesta misma, pues mi respuesta es la
audición apropiada a la llamada y mi obediencia precede a la escucha de la orden: «El retorno se
designa en el ir»5.
Tal es el sentido profundo del profetismo, que no consiste en hacer presente el futuro, sino en
señalar en dirección de la causa errante, siempre anterior, en sí misma anárquica, irrepresentable,
de la que mi responsabilidad es la huella. Respuesta, pues, que sólo se torna tal respuesta si, en
lugar de pretender acceder directamente al Bien deseable, se desvía hacia el menesteroso, la
víctima, hacia el que no encuentra cobijo en el orden y nos saca, indeseable, de las casillas: esta
«irrectitud... alcanza más altura que la propia rectitud» 6. Porque pretender una respuesta directa al
/Absoluto equivale a considerarse, como señala F. Rosenzweig, «únicamente como el
bienaventurado destinatario de la Revelación», esto es, «solamente como objeto del amor divino»,
lo cual lo separa del mundo y lo encierra en /sí mismo, ya que sólo desea ser el bienamado de Dios.
Fundido con su Dios, confiado y soberbio, reniega del mundo para considerarlo, a lo sumo, como
algo puesto «completamente a su disposición, justo para subvenir a las necesidades momentáneas
del instante en el que le conceda una mirada»7. Este es el peligro de inmoralidad que entraña la
pretensión de abordar directamente el Bien. Por el contrario, una relación ética con el Absoluto ha
de ser tal, que no quede enredada en la /violencia propia de lo sagrado, esto es, requiere un ser
separado o ateo: separado del Bien o Absoluto. En esta perspectiva, la relación con el mundo
cambia, porque este ya no es una pertenencia del único existente, sino que está marcado por la
exterioridad característica de las otras personas, cuya libertad es exterior a la mía y contra la que
mi poder de apropiación se muestra impotente: «El mundo de la percepción manifiesta un rostro:
las cosas nos afectan como poseídas por los demás». La justa respuesta implica la imposibilidad de
una plena correspondencia. Unido a ello, va también concebir la trascendencia como humillación.
Esta /humildad de la verdad trascendente, hay que entenderla en dos sentidos estrechamente
ligados: por un lado, como ese abajamiento que comporta el que la gloria del Infinito se exprese en
su pobreza; por el otro, como su dependencia con respecto a la acogida que el respondente le
conceda al responder «del apátrida, de la viuda y del huérfano». Volvemos a encontrarnos con el
rasgo característico de la revelación: «Podemos preguntarnos si la primera palabra de la revelación
no debe proceder del hombre como en aquella antigua plegaria de la liturgia judía en la que el fiel
da gracias, no de aquello que recibe, sino del hecho mismo de dar gracias» 8.
NOTAS: 1 E. LÉVINAS, Totalidad e Infinito, 208, 217 y 212. –2 R. MATE, La razón de los vencidos, 24.
– 3 E. LÉVINAS, Entre nosotros, 33 y 34. – 4 CHRÉTIEN J. L., L' appel et la réponse, 33, 34 y 15. – 5 E.
LÉVINAS, De otro modo que ser, 227. – 6 ID, De Dios que viene a la Idea, 123. – 7 F. ROSENZWEIG, L'
Étoile de la Rédemption, 245 y 216.- 8 E. LÉVINAS, Entre nosotros, 31 y 74.
BIBL.: CHRÉTIEN J. L., L' appel et la réponse, Minuit, París 1992; DÍAZ C., De la razón dialógica a la
razón profética, Madre Tierra, Móstoles 1991; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca
1977; ID, De otro modo que ser, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Entre nosotros, PreTextos, Valencia
1993; ID, De Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995; MATE R., La razón de los vencidos,
Anthropos, Barcelona 1991; NEMO P., Job y el exceso del mal, Caparrós, Madrid 1995; RoSENZWEIG
F., L' Etoile de la Rédemption, SeuilEsprit, París 1982; ID, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989.
ROSTRO
DicPC
I. REFERENCIAS HISTÓRICAS.
La palabra rostro está adquiriendo, en las últimas décadas, notable relevancia filosófica, desde una
perspectiva antropológica y un punto de vista ético-metafísico. Dos protagonistas ilustres de este
acontecimiento han sido y son los filósofos Julián Marías y Emmanuel Lévinas. Especial atención
merecen también algunos representantes de la llamada « /filosofía de la liberación»: Enrique
Dussel, Juan Carlos Scannone, etc.
Es una relevancia que antes nunca la tuvo. Hasta el momento presente, en ningún diccionario de
filosofía, de los que conozco, figura la palabra «rostro» como un artículo independiente. Sólo se
suele aludir a su significado en los artículos dedicados al cuerpo o a la persona. Un recorrido por la
historia de la /teología y de la filosofía de Occidente hasta nuestro siglo, nos revela que el
significado de esa palabra suele aparecer en las reflexiones sobre el /hombre, la persona humana y
el /cuerpo humano, o en las doctrinas trinitarias y cristológicas. De manera especial, la historia
filosófica de la palabra rostro va inseparablemente unida a la del término persona. Al hablar, sobre
todo, de la persona humana, se valora directa o indirectamente el papel del rostro. El significado
actual de la palabra rostro, tal como esta se emplea en filosofía, en teología y en el lenguaje
cotidiano, se remonta, a través del pensamiento antiguo, medieval, moderno y contemporáneo, a
la tradición griega y bíblica. Dos expresiones principales merecen particular atención: la palabra
griega prósópon y la hebrea panim1. Parece que el significado fundamental de ambas es la parte de
la cabeza humana con la que se ve y que otros ven. Pero también poseen otros significados, más o
menos relacionados con el que acabo de mencionar: la parte de delante de un ejército, la máscara
de un actor, el papel que representa un actor o personaje teatral, la mirada, toda la persona de un
hombre, de los dioses o de Dios, el lado visible de un objeto. Por mi parte tomo la palabra rostro en
un sentido preciso: todo el cuerpo humano, en especial su cara, como expresión y presencia de la
realidad concreta de la persona humana.
Las personas humanas, tal como de ellas tenemos experiencia, forman una íntima unidad con los
cuerpos en que se manifiestan. Pensamos, hablamos, sentimos con nuestro cuerpo. Somos cuerpo.
El hombre concreto es el hombre de carne y hueso. El tema del cuerpo nos lleva al tema del rostro,
que no es un trozo de piel cualquiera, una mera región del cuerpo. La expresión rostro alude a la
dimensión irreductible del /individuo humano (a su interioridad autoconstructora) en cuanto se
manifiesta en su cuerpo. Nos remite a una imagen ante todo visual. Pero también implica
sensaciones auditivas y táctiles. No es sólo su cara; son sus manos, sus pies, su cabeza, su vestido o
su desnudez.
Primera condición de posibilidad de que exista el rostro es la realidad del cuerpo humano. Con
nuestro cuerpo y por nuestro cuerpo sentimos el mundo exterior, su realidad, en tanto que mundo
de cosas y en tanto que mundo de personas. Solía decir Ortega y Gasset que mi mundo (minerales,
plantas, animales y hombres) es real porque resiste a mi cuerpo.
Del rostro vamos a la /persona. Las relaciones interpersonales adquieren realidad concreta por
medio de nuestro cuerpo transfigurado en rostro. La apariencia sensible de su rostro nos permite ir
más allá de sí misma, hacia la interioridad personal, inmediatamente inaccesible. Pues en el rostro
acontece la persona. Por eso la persona es visible en el rostro. El rostro del otro transparenta su
persona en su carácter único.
La mediación del rostro es imprescindible en nuestras relaciones con las otras personas. Gracias a
unos gestos, a un semblante, a palabras habladas o escritas, notamos junto a nosotros la presencia
o ausencia de otra realidad irreemplazable dotada de interioridad personal.
No creamos, sin embargo, que el rostro del otro se identifica con su cuerpo. No es lo mismo tener
experiencia de su cuerpo que de su rostro. La manifestación de la otra persona se realiza en cuanto
el cuerpo del otro adquiere la peculiaridad del rostro. Hacen del cuerpo humano un rostro sus
movimientos expresivos. En este sentido, un poema o una sonrisa pueden ser elementos del rostro
de un individuo humano. Los rostros de Dante, Cervantes y Juan de la Cruz perviven en sus
respectivas obras: Divina Comedia, Quijote y Llama de amor viva.
Mi experiencia me obliga a establecer dos órdenes muy distintos entre los entes que componen mi
mundo: los entes que son para mí simplemente lo otro (una piedra, una planta, un animal) y los
que experimento como los /otros (otras personas u otros yos). Sólo por una brutal reclusión en sí
mismo, puede un ser humano dejar de ver un rostro en cualquier ser humano. Históricamente han
conducido a esa reclusión distintos motivos: racistas, nacionalistas, religiosos, etc.
Veo a un cuerpo que se acerca hacia mí y sonríe y me tiende la mano en ademán de saludo. Y a
través de ese modo de comportarse el cuerpo del otro, percibo su intención y su sentimiento:
desea saludarme y me quiere. No lo puedo saber de modo cierto. El rostro es esencialmente
ambiguo. Sus realizaciones externas no se identifican con la intimidad de que brotan. Sólo me es
posible creer que esa persona tiene tales intenciones o sentimientos. Aun la mayor confianza en la
sinceridad y buena voluntad del amigo que nos mira, sonríe, abraza y habla no nos asegura
totalmente que no haya tras esas apariencias una actitud interior distinta.
Pero el que no pueda adquirir un conocimiento absolutamente seguro de las interioridades del
otro no significa que no experimente la presencia de otra persona. Sus acciones o gestos y palabras
me la hacen patente. Una observación atenta descubre en los individuos humanos, a través de su
rostro, capacidades de las que carecen otros individuos vivos: peculiares capacidades para el amor,
el odio, la envidia, la admiración, el conocimiento... La imagen del rostro designa la persona entera,
que, a través de él, se revela o se oculta.
Desde Descartes hasta Husserl asistimos a la creación de una titánica serie de ensayos filosóficos
con el fin de conquistar la evidencia de la realidad y la conciencia humana del otro. Max Scheler,
Martin Buber y José Ortega y Gasset piensan, en cambio, que la realidad del otro es una evidencia
primaria, prerreflexiva. Entra en crisis el famoso yoísmo moderno. La existencia humana, en una de
sus dimensiones constitutivas, es apertura a los otros. Muchos escritos de Heidegger, Marcel,
Jaspers, Sartre, MerleauPonty, Zubiri y Lévinas, figuras destacadas de la filosofía del siglo XX,
confirman esta perspectiva, donde juega una función insustituible el cuerpo de los otros. Como voy
insistiendo, más que resultado de una reflexión, mi acceso al otro es fruto de una experiencia.
Esta experiencia del rostro, que nos manifiesta a la otra persona, no suscita simplemente en
nosotros las preguntas: ¿qué es el hombre?; ¿qué es el ser que puede pensar, hablar, crear?;
¿quién soy yo? Tales preguntas quedarían incompletas sin planteamos otro interrogante: ¿quién
eres tú? Cuestión que no puede ser contestada sin la colaboración del tú. Lo cual sucede porque en
el otro he descubierto una fuente misteriosa de iniciativas que escapa a mi control, a mi capacidad
objetivadora. El otro no es mero término de mi conocimiento e iniciativas, sino fuente también de
conocimiento e iniciativas.
La presencia de los otros en sus rostros nos invita a tomamos en serio el pluralismo personal. No
podemos excluir el tú de ningún ser humano, ya sea blanco o negro, cristiano o agnóstico,
demócrata o fascista, obrero o empresario, pobre o rico. Ni siquiera nuestro enemigo deja de tener
un rostro.
En el mundo de que tengo experiencia no sólo hay cosas, sino también personas. Existen junto a mí
otras realidades que no se dejan dominar como cosas. El hombre, por medio de su actividad, posee
la capacidad de interponer barreras infranqueables a la cosificación.
Si en mi relación con el otro percibo su rostro, no puedo dejar de reconocer su realidad personal.
Gracias al rostro nos encontramos con otras personas, sean amigas o enemigas. Por más que
prescinda de esa identidad personal, a fin de conseguir objetivos que me he propuesto, en mi
intimidad sé que el otro no es un animal o una cosa, porque tiene un rostro.
Por rostro entendemos —ya se ha dicho— el hombre concreto, al que se ve y a quien se oye, a
quien me hace presente el sentido del tacto u otros sentidos. Vemos sus ojos, su boca, sus manos,
sus pies, todo su cuerpo, vestido o desnudo, sus palabras escritas. Oímos el tono peculiar de su
palabra hablada. Siento la acción de su cuerpo sobre el mío en el saludo o en la relación erótica.
Huelo su perfume. Saboreo una comida preparada por él. Todas esas sensaciones me transmiten el
mensaje de la existencia presente o ausente del otro, con su peculiaridad intransferible.
La aparición más expresiva del rostro del otro, que permite los encuentros interpersonales más
íntimos, es el lenguaje hablado y escrito. Las palabras encarnan nuestros pensamientos y
sentimientos más íntimos, nuestros deseos, esperanzas y proyectos. Por medio de ellas nos
relacionamos con las otras personas. En el rostro del otro, la persona se hace /palabra. Sobre todo
a través del lenguaje, es como conozco al otro hasta los repliegues misteriosos de su intimidad.
Todo esto nos lleva a reflexionar sobre el diálogo personal. Llamo personal al /diálogo en que la
palabra, el silencio o el gesto se convierten en verdadero rostro. Poco importa que este diálogo sea
agresivo o amoroso. Lo decisivo es que los interlocutores revelan su intimidad, en cuanto tal
revelación resulta posible.
¿Qué percibo cuando el otro me habla? Escucho lo que me cuenta: sus experiencias, pensamientos
y vivencias. Me fijo también en su modo de contarlo: las palabras escogidas, el ritmo, el tono, la
mímica facial y otros detalles semejantes. El tema del diálogo no es necesario que recaiga sobre su
persona. Me puede haber hecho una maravillosa revelación indirecta de su intimida d, aunque
jamás haya hablado expresamente de sí mismo. Gracias a lo que me dice sobre sí y a cómo habla
acerca de sí o de otras cosas, los rasgos universales de su humanidad se van llenando con notas
particulares, hasta que logro captar su perfil concreto e irreductible. Algo semejante le puede
suceder a él conmigo.
La dinámica del diálogo personal incluye, al mismo tiempo, revelación y misterio, comunicación y
silencio, saber y creencia; sin olvidar que no pertenece menos a su realización concreta la
oposición, incluso dentro de la misma persona, de egoísmo y generosidad, de agresividad y amor.
Martín Buber nos dice que el tú, el otro, no tiene fronteras. Un árbol limita con otro árbol, no se
puede comunicar con él; las personas no limitan unas con otras, pueden comunicarse entre sí. La
experiencia fundamental de la persona, aclara Mounier, «no consiste en la separación, sino en la
comunicación»3, hasta el punto que el diálogo personal acrecienta y confirma el ser personal de
cada interlocutor, aun en el caso del diálogo conflictivo. Es a través del diálogo con un tú como el
yo toma conciencia de sí mismo.
La realización perfecta del diálogo personal, que para los representantes del personalismo dialógico
es la única auténtica, implica el amor, manifestado en generosidad o donación de la propia riqueza
personal, y en acogida de los dones personales del otro, en respeto de la dignidad y libertad del
otro. Por consiguiente, la propaganda manipuladora, tentativa utilitaria de hacer al otro conforme
a ciertos modelos económicos y políticos, hoy tan poderosa, no tiene nada que ver con el diálogo
personal.
¿Cómo evitar que la organización y la técnica, imprescindibles en toda sociedad humana, y más en
la nuestra, estandaricen al hombre concreto? Ante todo, siendo conscientes de esta amenaza de
alienación o vaciamiento personal. El otro no es el cliente, el votante, el médico, el camarada de
partido, sino la otra persona a la que hablo y que me habla.
Claro que hablar por hablar no lleva a ninguna parte. Pero el diálogo personal me facilita ver en el
rostro del otro al prójimo que me necesita.
A Kant le parecía inconcebible que alguien dotado de razón pudiera dudar de que el hombre sea un
fin en sí mismo y tratarle exclusivamente como un medio. Lo impensable, sin embargo, ha sido
pensado y puesto en práctica. Vivimos en el siglo de Auschwitz, de Gulag e Hiroshima. Y lo que es
más grave, como apunta Javier Muguerza, «sabemos que es posible hacer tal cosa racionalmente,
esto es, de acuerdo con usos de la razón o patrones de racionalidad, cuyo divorcio de toda
consideración ética ha sido sancionado por la modernidad» 4.
Pienso que hay un camino seguro hacia una actuación que nunca pone en peligro al otro: el de
descubrir siempre en el rostro del otro el rostro del prójimo, y amarlo como a nosotros mismos. Lo
que es un prójimo se muestra en el actuar y situación de unos hombres concretos. Merece el
nombre de prójimo todo aquel o aquella a quien se puede hacer bien y todo aquel o aquella que
ayuda a cualquier necesitado. ¿Y quién no está, al menos, en la primera categoría de personas: la
de los necesitados de ayuda? Todos somos prójimos unos de otros.
Del hombre que cayó en manos de salteadores no se dice ningún dato (Lc 10,30-35). No
importaban los detalles. Era un individuo humano. Mi amigo es, y no puede no ser, tal persona
determinada. Mi prójimo puede y debe ser cualquier hombre necesitado de ayuda.
No hay excepciones. Lo mismo en sentido pasivo que activo, prójimo puede ser cualquiera. La
afirmación de Feuerbach: «El hombre es Dios para el hombre —Homo homini Deus est—» habría
que sustituirla por otra de significado más auténtico: «El hombre es prójimo para el hombre». En el
rostro del otro alienta siempre mi /prójimo.
El /amor al prójimo define al hombre tal como lo ha sido ya muchas veces. La /donación generosa
es posible. Se va más allá del eros y del amor de /amistad, hacia la agápe o el amor al prójimo sin
condiciones.
Amor al prójimo quiere decir amar al hispano y al yanqui, al capitalista y al socialista, al asesino, al
tonto, al loco, al negro, al enfermo y al viejo; amarlos desde ellos mismos, en sus rostros, no a
partir de ideologías totalizadoras que se convierten en totalitarismos deshumanizantes, que por el
bien del género humano, por la liberación de los pobres, no dudan en sacrificar a millones de
individuos humanos. Recordemos a las víctimas del nazismo y de la revolución comunista en Rusia,
a tantos pobres inocentes asesinados por grupos terroristas de izquierda (Brigadas Rojas, Eta,
Sendero Luminoso...). En nombre del pueblo, los totalitarismos de /derecha y de /izquierda han
cometido verdaderas atrocidades.
Nunca el individuo humano ha de ser sacrificado en aras de un todo impersonal. La ética del amor
al prójimo nos pone ante el rostro del otro en su peculiaridad irrepetible, en su enigma
indescifrable, y nos invita a ayudarle. Quien en el rostro del otro ve el rostro del prójimo, nunca lo
utilizará como medio, sino como fin. Auschwitz y el Gulag se harían irrepetibles.
Un giro verdadero del curso de la historia consiste en crear una sociedad donde la ambición esté
desterrada de cada individuo y donde, en lugar de la rivalidad, reine el amor mutuo. Sin la
decadencia (la actitud del camello, de quien se humilla y carga con todo, se somete al tú debes,
ama a los enemigos), a la que estimaba y odiaba Nietzsche 5, no cabe esperanza de un mejor futuro
humano.
No estoy, sin embargo, de acuerdo con Lévinas en que la ética sea la filosofía primera. Siempre
puedo preguntarme por qué he de interpretar el rostro del prójimo como un mandato de amor,
independientemente de cualquier satisfacción personal. Y esa pregunta, que no es previa a mi
experiencia del otro, sí puede serlo a mi obligación de amarle. De lo contrario el mandato al amor
del rostro del otro se convierte en mero sustituto del imperativo categórico de Kant.
¿Por qué he de amar a mi prójimo? ¿Tiene el otro derecho a que le amemos? ¿Tenemos derecho a
que él nos ame? ¿Por qué he de respetar y amar al otro hombre? ¿Dónde radica la dignidad
absoluta del prójimo? No queremos dejar de aludir a estos problemas.
V. EL ROSTRO DE DIOS.
La ética absoluta del amor al prójimo no creo que pueda darse sin presuponer un fundamento
teológico que la sustente. Sólo a la luz de Dios, donde radica en último término la dignidad
humana, podríamos afirmar absolutamente al prójimo. Lo que ha dado pie al eclipse de Dios en
Occidente, ha sido una imperfecta comprensión del amor interhumano. Amor a Dios y amor al
hombre no son incompatibles. Si todo hombre es rostro —huella e imagen— de Dios, entonces
amar al hombre es amar a Dios. La relación con el otro hombre se convierte en relación con Dios.
Según esto, más que eclipsar a Dios, el amor al hombre puede llegar a ser la clave para la
comprensión auténtica de Dios y del amor a Dios.
BIBL.: DíAz C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1993; FINKIELKRAUT A., La
sabiduría del amor, Anagrama, Barcelona 1988; FUHRMANN M.-KIBLE B. T.-SCHERER G.-SCHÜTT H.
E-SCHILD W.-SCHERNER M., Person, en RITTER J.-GRÜNDER K. (eds.), Historisches Wórterbuch der
Philosophie VII, Schawabe und Co. AG, Basilea 1989, 269-338; LAÍN ENTRALGO E, El cuerpo
humano. Teoría actual, Espasa-Calpe, Madrid 1989; LÉVINAS E., Totalidad e infinito. Ensayo sobre la
exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; LOHSE E., Prósópon, en Theologisches Wórterbuch zum
Neuen Testament VI, Stuttgart 1959, 769-781; MARÍAS J., Antropología metafísica, Revista de
Occidente, Madrid 1973; MORENO VILLA M., El Hombre como Persona, Caparrós, Madrid 1995;
MURILLO I., Persona y rostro del otro, Madrid, Instituto Emmanuel Mounier 1991; VAN DER
WOUDE A. S., Panim, en Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento Il, Cristiandad,
Madrid 1985.
I. Murillo
SABIDURÍA
DicPC
Así empieza hablando el texto del sabio (Prov 8); pero al llegar al límite de su discurso, guarda
silencio respetuoso y deja que sea la dama sabiduría quien lo haga, enseñando al joven buscador el
camino de la maduración religiosa y afectiva. Ella es raíz de convivencia: capacidad de amor, vida
compartida. Pero, en el momento culminante, cuando esos problemas se vuelven personales, el
hombre calla y deja que se exprese la mujer-sabiduría. Ella es conocimiento cordial: llena el
corazón y aparece como epifanía de Dios, amiga/esposa de los sabios. Frente a la mala mujer que
destruye al hombre incauto, encadenándole en manos de su propia pequeñez y su violencia, viene
a revelarse la mujer sagrada, amiga-esposa de los hombres. Estamos cerca del motivo de Diótima
en El Banquete de Platón, pero quien habla en nuestro caso no es la sacerdotisa de un templo, sino
la misma Sabiduría de Dios que toma forma de mujer. Ella, persona de hondo amor y garantía de
maduración humana, es el signo o encarnación de la verdadera sabiduría. No habla para sacarnos
de este mundo, en escala ascendente que lleva al Sumo Bien o lo divino, sino para fundar el mundo
y dar sentido a nuestra historia. Por eso, más que un eros espiritual, ella ofrece un amor integral
que sólo puede entenderse y desplegarse en camino de experiencia vinculada al conjunto de la
vida. Esto es la sabiduría para el varón: saber amar, descubrir en la mujer el hondo centro y sentido
de un camino en que nosotros podemos desplegarnos como seres afectivamente realizados.
La Sabiduría suprema se ha encarnado en un Libro sagrado, una norma de gracia y de vida que
expresa el misterio de Dios y sostiene la vida del hombre en la tierra. Estamos en la línea de eso
que será la esencia del futuro y eterno /judaísmo: son israelitas aquellos que, sabiéndose elegidos
por Dios con pueblo y templo, descubren la presencia suprema de su Dios en el Libro-Ley en que
meditan, del que viven, en el que esperan. La Sabiduría se ha vuelto palabra de vida social, fijada
para siempre en un texto sagrado. Por eso, el sabio se hace escriba, un maestro del libro de la Ley.
Lo que antes era racionalidad afectiva, sigue siendo racionalidad social, pero expresada como
racionalidad textual, a través de un libro hecho principio de existencia para una sociedad
determinada. Esta concreción legal de la sabiduría nos puede parecer extraña, pero en ella se
contiene un valor que el occidente moderno ha corrido el riesgo de olvidar: el conocimiento más
profundo tiene carácter comunitario, tanto en su origen como en su expansión (es sabiduría
aquello que compartimos con otros). No aprendemos en soledad; no llegamos al misterio de una
forma aislada. Nuestra más honda sabiduría está ligada a la experiencia de una comunidad que Dios
mismo ha fundado, expresando en ella su misterio a través de un libro fundante. Compartir la vida
de ese pueblo, descubrir el misterio de ese Libro de la vida, eso es la Sabiduría. Saber es vivir en
comunión de pueblo, saber es convivir. Amar en común, eso es Sabiduría.
El libro de la Sabiduría, escrito en griego, poco antes de Jesús, ofrece dentro de la Biblia Griega
(LXX) el testimonio más fuerte de racionalidad de Dios. Su trama resulta paradójica. Por un lado,
afirma que la Sabiduría no triunfa externamente sobre el mundo: por eso los sabios/justos mueren
a manos de los impíos (Sab 1-5). Por otro lado, ella se expresa en forma de racionalidad política,
ofreciendo una especie de manual para gobernantes justos, capaces de expresar la Sabiduría en
este mundo (Sab 6-19). «Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, multiforme, sutil, ágil,
penetrante, incontaminado... incoercible, benéfico, amigo de los hombres... Y aunque es una, lo
puede todo; sin salir de sí todo lo renueva y en todas las edades, derramándose en almas santas,
hace de ellas amigos de Dios y profetas. Porque Dios no ama sino al que convive con Sabiduría»
(Sab 7,22-28). Esta es la definición más precisa y larga que la Biblia ofrece de la Sabiduría,
entendida como revelación de Dios y hondura del mismo ser humano. Es evidente que ella
pertenece a Dios: es la expresión de su poder, despliegue de su divinidad. Quizá pudiéramos decir
que Dios no crea cosas para luego abandonarlas fuera de sí mismo, sino que se despliega de forma
personal en ellas, como inteligencia fundante que las sostiene y enriquece desde dentro. Pero, al
mismo tiempo, la Sabiduría pertenece a los humanos: por su conocimiento amoroso y por su vida,
ellos habitan y culminan en el mismo ser de lo divino. La Sabiduría no es sustancia de Dios, si
tomamos la palabra en plano objetivista; tampoco es realidad del mundo en ese plano. La
Sabiduría pertenece al Dios que se despliega hacia el mundo y al hombre que vive y se realiza al
interior de lo divino.
Dando un paso más, podemos afirmar que, siendo hondura y valor originario de todo lo que existe,
ella dirige la historia y se explicita a lo largo del camino israelita, para bien de los humanos. La
Sabiduría es expansión y presencia bondadosa de Dios, que se revela de manera peculiar en el
camino de la historia de su pueblo escogido. Ella es don social, experiencia de participación
nacional. Pero, al mismo tiempo, debemos recordar que sigue perteneciendo al plano de la vida
afectiva, al lugar en que el hombre conoce en (por) el amor, como suponían los textos ya citados.
Pero antes era ella la que se ponía a la puerta de la vida, invitando a los humanos. Ahora es un
hombre, Salomón, rey sabio, el que la llama: «Yo la amé y busqué desde mi juventud, traté de
hacerla mi esposa y quedé prendado de su hermosura. Su intimidad con Dios manifiesta su
abolengo, el Señor de todas las cosas la amó... Resolví, por tanto, hacer de ella la compañera de mi
vida, sabiendo que sería mi consejera para el bien y mi consuelo en las tristezas y las penalidades»
(Sab 8,2-3.9). Sigue estando al fondo el simbolismo del Banquete de Platón, pero el sabio
enamorado viene a presentarse ahora como rey del mundo. Sabio no es aquel que se clausura en
ejercicio de contemplación aislada, sino aquel que, enamorado por la vida de Dios, puede gobernar
y dirigir el mundo entero. De esa forma se vinculan por la Sabiduría el enamorado y el político, el
que conoce la intimidad afectiva y el que organiza la vida pública. Evidentemente, el sabio no apela
al poder de las armas, no impone su fuerza con sangre. Sabio verdadero es el que vive conforme al
misterio del amor de Dios, y de esa forma puede dirigirlo todo amorosamente sobre el mundo.
Lógicamente, esa forma de Sabiduría nos desborda y no podemos conquistarla como premio de un
esfuerzo intelectual, ni es paga o resultado de unas obras. Siendo amor auténtico, ella viene a
presentarse como gracia. Por eso la tenemos que buscar en gesto de oración confiada, suplicante.
No hay sabiduría sin encuentro con Dios, sin unión de corazones. Lógicamente, sólo será sabio
quien sepa pedir, poniendo su vida en manos del Dios de la gracia (Sab 9,1-2.4.9-10).
Esta es la oración del sabio rey o gobernante que traduce el amor de Dios (Sabiduría) en principio
de /justicia política. Esta es la oración de aquellos que descubren la Sabiduría como fuente de
conocimiento y acción social. Frente a todo racionalismo especulativo, sobre todo tecnicismo
científico, la sabiduría de Dios se define como experiencia de amor, abierta hacia la organización
social, es decir, hacia la justicia. Sabios verdaderos son aquellos que acogen la vida como don:
«Meditando estas cosas dentro de mí, y considerando en mi corazón que la inmortalidad está en la
comunión con la Sabiduría...» (Sab 8,17). En el fondo de nuestro conocimiento existe un principio
de amor que desborda las fronteras de la muerte. En este contexto ha planteado el libro de la
Sabiduría el tema de la inmortalidad, entendida como syngeneia o emparentamiento con la
Sabiduría. La inmortalidad no es algo que se espera sólo para después, en clave de apuesta de
futuro, sino un nuevo modo de vivir sobre la tierra. La sabiduría abre al hombre un horizonte de
libertad hacia el final de la historia, liberándole del miedo al fracaso o destrucción eterna. El sabio
no teme la ?muerte, por eso puede disfrutar de la vida, en un camino de historia que viene
enriquecida por la fidelidad de Dios. Desde aquí, nuestro libro define la Sabiduría como experiencia
comprometida del sentido de la historia (Sab 10,1-2.10-16). Esto parece hallarse cerca de Hegel,
cuando interpreta la historia como teodicea.
Pero la historia de Hegel tiene un carácter racional y violento. Por el contrario, la historia de que
habla nuestro libro ofrece un carácter sapiencial y gratuito: es la historia de la revelación de un
Dios que se abre como fuente y espacio de amor para los hombres. Así lo han entendido los judíos,
descubriendo la presencia amorosa de Dios en el despliegue de su puebl o. Así lo han afirmado los
cristianos al confesar que la Sabiduría de Dios se ha expresado plenamente en Cristo. Pero el libro
de la Sabiduría ha dado un paso más. Dios no se desvela sólo en el camino de la historia. La
Sabiduría de Dios se manifiesta en el mismo misterioso ser del mundo. Sabio es el hombre que mira
y descubre las huellas de Dios en un mundo que ahora viene a presentarse como cosmos, como
belleza desbordante, signo de misterio religioso: «Torpes por naturaleza son todos los hombres
que han ignorado a Dios y por los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni considerando
sus obras reconocieron al artífice de ellas, sino que tuvieron por dioses rectores del mundo al
fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los luceros del cielo»
(Sab 13,1-2). Pasamos de la teodicea de la historia a la teodicea del cosmos, de la sabiduría
intimista y social a la presencia misteriosa de Dios en el mundo. Ciertamente, las cosas no son Dios,
pero tampoco pueden entenderse como pura opacidad, signo de muerte, lugar donde reina el
destino. Ellas aparecen inmersas en el halo de la Sabiduría, se vuelven palabra de Dios para el
hombre. Frente a todo objetivismo, Israel ha dado primacía a los valores personales, en context o
de /diálogo e historia. En cuanto pura naturaleza, separado de Dios y de los hombres, el mundo no
tendría consistencia. Pero visto a nivel de Sabiduría, ese mismo mundo se desvela como palabra de
Dios, lugar de manifestación de su misterio para los humanos. Aquí culmina la visión de la Sabiduría
en el Antiguo Testamento. Ella es conocimiento de amor, es capacidad de comunicación social y es,
finalmente, misterio sagrado del cosmos. La Sabiduría de ese conocimiento cósmico no se logra por
medio de la ciencia, ni a través de la pura especulación racional. Esta es una Sabiduría en la que
sigue expresándose el amor que todo lo vincula. En puro argumento de ciencia o filosofía, la
naturaleza se cierra en sí misma. Pero el sabio (hombre de amor que conoce) descubre al fondo de
ella algo más alto: Dios mismo se expresa como fuente y misterio de Sabiduría en el conjunto del
cosmos.
La Biblia ha sido fuente de sabiduría en algunos de los pensadores más representativos de nuestro
tiempo, tanto judíos (H. Cohen, F. Rosenzweig, M. Buber, E. Lévinas), como cristianos (Mounier,
Nédoncelle, Ricoeur, Girard). Ellos descubrieron lo que proponemos como conclusiones: a) La
Sabiduría es un conocimiento amoroso. Frente al racionalismo separado de la vida, debemos
recordar que los hombres pensamos también, y sobre todo, con el corazón (Pascal). No olvidemos
que en la Biblia el modelo de conocimiento supremo es aquel que vincula en amor al varón y a la
mujer. Ellos, al amarse, son los sabios, como sabe el Cantar de los Cantares. b) La Sabiduría es
conocimiento social. Frente al individualismo de los que suponen que pensar es aislarse de los
otros, la Sabiduría bíblica aparece como una forma de pensamiento encarnado: conocemos con el
pueblo, en referencia a los más pobres, en compromiso de encarnación social. c) La Sabiduría es un
conocimiento religioso. Sólo se puede hablar de Sabiduría allí donde el ser humano, penetrando
con profundidad dentro de sí mismo, se descubre desbordado y fundado en Dios. La razón
autosuficiente, idolatrada, es lo contrario a la Sabiduría. La razón en diálogo con Dios, eso es la
Sabiduría. Hasta aquí son comunes las experiencias de judíos y cristianos (y musulmanes). A partir
de aquí se destacan algunas diferencias. d) La Sabiduría es conocimiento encarnado. Este es un
tema que el Antiguo Testamento ha dejado abierto y que el cristianismo ha desarrollado desde la
afirmación fundamental de Jn 1,14: «La Palabra se hizo carne». Carne se ha hecho la Palabra de
Dios en Jesús; y carne de encuentro mutuo, de comunicación cercana, visibilizada en gestos
concretos de servicio mutuo, ha de hacerse la palabra de los hombres. e) La Sabiduría de Dios y de
los hombres se identifica en el fondo con el Espíritu de Cristo. Esta es ya una afirmación
expresamente confesional, que sólo los cristianos pueden asumir. Ellos siguen aceptando con los
judíos el camino de la sabiduría expresado en los libros antes estudiados (Prov, Si, Sab...), pero dan
un paso más al interpretar la Sabiduría de Dios en clave de encarnación estricta y /trinidad.
BIBL.: BARUCQ A., Le Livre des Proverbes, París 1964; BONNARD P. E., La Sagesse en Personne
annoncé et venue, Jesus-Christ, Cerf, París 1966; DUBARLE A. M., La manifestation naturelle de Dieu
d'aprés l'Ecriture, Cerf, París 1976; ID, Los Sabios de Israel, Escelicer, Madrid 1958; FESTUGIÉRE A. J.,
L'ideal religieux des grecs et l'evangile, París 1981; MACK B. L., Logos und Sophia, Vandenhoeck,
Gotinga 1973; PIKAZA X., Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 1993; SCHÓKEL L. A.,
Proverbios, Cristiandad, Madrid 1894; VON RAD G., La Sabiduría en Israel. Los Sapienciales y lo
Sapiencial, FAX, Madrid 1973.
X. Pikaza
SECULARIZACIÓN
Y SECULARISMO
DicPC
I. SECULARIZACIÓN.
1. El concepto de secularización surge en el ámbito de las guerras de religión de los siglos XVI-XVII,
y designa fundamentalmente la práctica de confiscación de bienes eclesiásticos que tenía lugar en
los territorios donde prevalecía la Reforma protestante. Tal ejercicio de poder no contaba con una
clara legitimidad jurídica, se trataba de forzar el paso de unas propiedades religiosas a propiedades
civiles o seculares, dado que la Reforma, al menos en sus expresiones más maduras, no dejaba
espacio ni para la vida religiosa regular ni para una clase jerárquica de carácter feudal, basada en la
propiedad de tierras. La discutida cláusula jurídica de la expropiación protestante, que creó una
figura a propósito, sirvió después como precedente para justificar en el siglo XIX ejercicios
similares, asociados a los procesos revolucionarios, o al menos de reordenación política, que se
iniciaron en Francia y que se extendieron a lo largo de ese siglo por toda Europa. También en este
caso se utilizó la palabra secularización (en Baviera, por ejemplo), y también fue vivida por quienes
padecieron sus consecuencias como un ejercicio arbitrario e injusto del poder, que, por otro lado,
no cumplía los fines sociales que pretendían amparar o legitimar dichas medidas.
2. El término secularización centró un debate que tuvo lugar en Alemania a mediados de nuestro
siglo y del que fueron protagonistas K. Loewith, C. Schmitt y H. Blumenberg. Lo que se dilucidaba
en esa discusión eran los orígenes y sentido de la /modernidad. Loewith y Schmitt afirmaban que
muchas de las ideas centrales del pensamiento moderno y de la teoría política, como la de
progreso o libertad, no eran sino una forma secularizada de expresiones religiosas, referidas a la
/teología de la historia, a la salvación del individuo o a las bases de la sociedad. Blumenberg, por el
contrario, defendió la legitimidad de la época moderna, que no tiene nada de expropiación
falsificadora de ideas ajenas, sino un carácter de levantamiento contra imposiciones culturalesy
sociales que impedían la libertad del pensamiento y una acción emancipada de toda determinación
exterior. Ese debate se prolongó o fue retomado en los años 80 para referirse a la secularización de
la filosofía, o bien a la /filosofía moderna como instancia secularizadora, reflexión que reducía
cualquier pretensión de sacralidad. Pero ya antes de esas intervenciones, que conectan con la
sensibilidad posmoderna, se había advertido sobre la imposibilidad de una completa secularización
filosófica –tampoco cultural– que pudiera prescindir completamente de las distinciones que la
instancia religiosa garantizaba (L. Kolakowski).
3. La sociología ha tenido que ver desde su origen con la religión y con su crisis social; es difícil
localizar los orígenes del concepto en ese ámbito; es más fácil, sin embargo, referirnos a los
grandes debates que se han producido en torno al mismo, sobre todo en tiempos recientes. Una
teoría de la superación social y científica de la religión la encontramos en A. Comte, en K. Marx y en
E. Durkheim. Un discurso más explícito sobre la secularización, aunque sin el sentido que se ha
dado después a ese término en el campo de las ciencias sociales, puede encontrarse en Max
Weber, quien identificó de forma más compleja las causas del declive de las creencias y, sobre
todo, de las actitudes motivadas por la religión; entre ellas, el proceso de desencantamiento o
pérdida de la dimensión sagrada de una buena parte de la realidad, y las dificultades que la religión
encontraba para coexistir en medio de una sociedad cada vez más diferenciada en ámbitos con
valores propios, como la economía, la política o la ciencia. El debate contemporáneo, de todos
modos, se centra en torno al carácter más o menos ideológico de dicha categoría, que de alguna
forma encubriría un prejuicio por parte de muchos sociólogos sobre la inutilidad moderna de la
religión (o su no pertinencia sociocultural), frente a quienes defienden el carácter neutral y
puramente descriptivo de la categoría de secularización; y en segundo lugar, sobre la tendencia
real hacia una mayor secularización en las sociedades avanzadas o, por el contrario, hacia una
especie de pos-secularización que implicaría un retorno de la religión, e incluso dejaría espacio para
una profusión de nuevas formas de religiosidad. En el fondo se repropone el debate filosófico sobre
la posibilidad de una superación total de la religión, o sobre la naturaleza del ser humano y su
necesidad de referencias sagradas.
4. El último contexto polémico se sitúa dentro de la teología, en relación a las posibles lecturas de
ese concepto. Desde al menos los años 50 de nuestro siglo, se formuló una línea de reflexión
denominada teología de la secularización, sobre todo en campo protestante, que reconocía la
bondad de los procesos histórico-culturales que habían conducido a desacralizar el mundo, gracias
al impulso judeocristiano, y que permitía distinguirlo de forma más clara del ámbito de la salvación,
que podía ser afirmado sin ambigüedades (F. Gogarten); o bien, en otra versión de dicha teología,
se pretendía encontrar en un mundo completamente secular el verdadero humus del /cristianismo,
que se sentía llamado a fecundarlo y a darle un tono más fraterno (P. Tillich, H. Cox). Esas teologías
maduraron hasta bien entrada la década de los 80, aunque ya en los 70 habían surgido las primeras
contestaciones, que advertían sobre la negativa rendición de la /fe a las condiciones que imponía
un mundo secular, o el no haber calibrado de forma suficiente el alcance y las consecuencias
desastrosas de la nueva situación. Las necesidades pastorales que se plantean en el presente, y que
en la Iglesia católica se han expresado bajo el paradigma de la nueva evangelización, ponen
nuevamente de actualidad el debate sobre la entidad de la secularización, el juicio sobre sus
valores y las posibilidades prácticas de anunciar el 'cristianismo en ese nuevo contexto.
II. SECULARISMO.
A partir de este panorama, que quiere reflejar los contextos polémicos en los que surge y se utiliza
el término secularización, se puede concluir que, a pesar de la existencia de propuestas contrarias,
no puede prescindirse hoy de ese concepto, a la hora de observar la sociedad y la dinámica de lo
religioso. Es difícil encontrar un consenso sobre lo que realmente queremos decir con esa palabra;
de forma provisional, al menos, nos referimos a la situación sociocultural en la que la /religión
pierde capacidad de influencia, el individuo tiene total libertad para seguir un credo religioso, y se
produce una consecuente disminución de la participación en los ritos de una /comunidad creyente,
y un menor nivel de aceptación de las propuestas de fe y de carácter moral por parte de los
ciudadanos de una sociedad.
b) La privatización de la fe, que responde a una decisión personal, y que no puede ser impuesta por
nadie, tampoco por una tradición. Ello provoca que la decisión creyente se vea sometida a factores
que las Iglesias no pueden controlar, y que se remiten incluso a una situación de mercado, en el
sentido que el ' individuo se siente confrontado con una multitud de ofertas de sentido global con
pretensiones de validez.
c) Continúan, de todos modos, siendo válidos los diagnósticos que formulara Weber sobre el
desgaste de las «religiones de 'fraternidad», sobre todo a causa de su contraste conlos sistemas
sociales más avanzados, como la economía, con sus exigencias materiales; la política, como
estrategia de poder; y la ciencia, como sistema autónomo de conocimiento, que hoy alimenta
además buena parte de la conciencia crítica que se vierte contra las iglesias.
No hay que perder de vista, de todos modos, que el hecho de la secularización convive hoy con
tendencias francamente opuestas, que más bien afirman la vitalidad de lo sagrado, la búsqueda de
lo sobrenatural y mágico, o bien valores absolutos a los que poder adherirse ante la angustiosa
ausencia de seguridad. Sin embargo, dichas tendencias no siempre se traducen en un retorno a las
Iglesias o a las religiones tradicionales, y a menudo plantean problemas que profundizan la
situación de crisis religiosa que afrontan esas Iglesias.
En relación a las consecuencias de la secularización, nos encontramos con problemas y déficits que
obligan a revisar los presupuestos críticos de quienes promovieron la idea de una tranquila
superación moderna de la /religión. Ciertamente el problema es, ante todo, de la misma institución
religiosa, que experimenta la ausencia de una parte considerable del apoyo social de que había
gozado, que encuentra dificultades en la promoción de su anuncio o en el relevo de sus miembros
más vocacionales. Ciertamente no es todo negativo en este nuevo contexto, que seguramente
garantiza más la sinceridad y coherencia de la adhesión creyente o que promueve formas de
presencia y de anuncio originales y de gran vigor. Sin embargo la secularización expresa una
sensación de amenaza para la continuidad del cristianismo en las sociedades más avanzadas, no
sólo por el perceptible alejamiento de ciertos estratos de población, sino también por la gran
relativización de la /autoridad moral de sus ministros, por la confusión doctrinal y por la
desagregación comunitaria en que suele manifestarse.
Las consecuencias son también palpables a nivel de sociedad civil: la pérdida de presencia religiosa
se traduce en no pocos síndromes individuales y sociales, a causa de la dificultad para encontrar
sustitutos que puedan satisfacer las exigencias de identidad, seguridad, esperanza y consuelo, o
incluso de la fundación y motivación moral, que prestaban las religiones o, de forma más particular,
el cristianismo. La anomía, o falta de orientación vital, ciertas patologías sociales, o el alejarse de
valores e ideales, sin los que resulta imposible la supervivencia de la sociedad, sonmuestra de dicha
crisis. De todos modos, también en este caso el diagnóstico debería apreciar la ventaja histórica
que supone la secularización como separación del ámbito político, económico y científico respecto
del ámbito religioso, ventaja que no siempre es evidente y que, no obstante, obliga a una
constante búsqueda de nuevos modelos de interrelación.
La secularización obliga a replantear a nivel práctico muchas de las ideas y de los modos de
actuación del creyente y de las Iglesias en nuestros días. En principio, el nuevo contexto de
pluralismo cultural obliga a las Iglesias a abandonar planteamientos propios de una situación de
monopolio religioso, cuando se daba por descontado que las necesidades religiosas de los
individuos sólo podían ser satisfechas en el ámbito de la iglesia local. La nueva situación es de
concurrencia, e implica un mayor esfuerzo por presentar la propia oferta religiosa como la mejor y
más convincente. No se trata sólo de una cuestión publicitaria o de proselitismo, sino de
coherencia y calidad de la fe que se vive y se ofrece.
Por otro lado, la situación de pluralismo que determina el contexto secular obliga a valorizar el
pluralismo interior a la tradición cristiana, que debería poder contactar sensibilidades diversas y
ofrecer una fe rica y plural, capaz de expresarse en modos siempre nuevos y responder a la
búsqueda de cada uno.
No por último, la secularización obliga a una cierta provisionalidad, tanto a la reflexión creyente
como a sus prácticas, ya que no se garantiza de antemano si un discurso o un modo de vivir y
transmitir la fe seaadecuado en las nuevas circunstancias. Buena parte de nuestros esfuerzos de
actualización de la tradición cristiana deberán afrontar el riesgo del error y la necesidad de
corrección, a partir de los resultados que obtenga su puesta en práctica. Nos preguntamos, no
obstante, si el cristianismo al menos, como religión de la gratuidad, puede someterse sólo al
criterio de la eficacia, a la hora de juzgar sus modelos de reflexión y sus prácticas.
BIBL: BELLAH R. N. Y OTROS, Hábitos del corazón, Alianza, Madrid 1989; BERGER P. L., Para una
teoría sociológica de la religión, Kairós, Barcelona 1981'-; HERVIEU LEGER D., Vers un nouveau
christianisme? lntroduction a la sociologie du christianisme occidental, París 1986; LUHMANN N.,
Funktion der Religion, Frankfurt 1977; MARTELLI S., La religione nella societá post-moderna, tra
secolarizzazione e desecolarizzazione, Bolonia 1980; MOUNIER E., Personalismo y cristianismo, en
Obras completas 1, Sígueme, Salamanca, 1992, 847-904; OVIEDO L., La secularización como
problema. Aportaciones al análisis de las relaciones entre fe cristiana y mundo moderno, Valencia
1990; WEBER M., La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en Ensayos sobre sociología de
la religión, Taurus, Madrid 1983, 23-167.
L. Oviedo Torró
SENTIDO DE LA VIDA
DicPC
Si queremos otorgar al vocablo sentido todo su alcance, hemos de distinguirlo cuidadosamente del
término significado. En los diferentes contextos, cada vocablo –lo mismo que cada realidad y cada
acción– añade a su significado básico un matiz especial. Ese matiz es su sentido. Beber un vaso de
vino es un hecho que presenta siempre un significado básico.
Su sentido cambia si se bebe en solitario o en compañía, de modo rutinario o con espíritu festivo. El
rojo y el verde tienen un significado propio inalterable. Ponlos en vecindad y verás cómo adquieren
una coloración especial, un sentido peculiar. La experiencia nos revela que el sentido abarca más
que el significado.
Para captar el sentido de una acción basta analizar esta en sí misma. El sentido sólo se revela
cuando se contempla tal acción en una trama de acciones interconexas. Tienes hambre y ves un
cestillo de manzanas apetitosas en la entrada de una frutería. Para ti tiene un gran significado el
tomar una y comerla. Te apetece, te gusta, te sacia. Ese gesto está colmado de significado. Significa
mucho para ti. Pero ¿tiene sentido? La manzana que te apetece comer no es abstracta, se halla en
un contexto concreto: pertenece al frutero y no puedes apropiártela sin concertarlo con él.
Concertar algo significa entrar en una red de interrelaciones y ajustarse a sus leyes. El sentido sólo
se nos alumbra cuando tomamos cierta distancia y contemplamos una acción o realidad en su
contexto. El sentido presenta una condición relacional. Por ser relacional, el sentido es cambiante;
puede incrementarse o amenguarse, adquirir nuevos matices o tornarse más elemental y tosco. Si
deseo dominar una realidad, tiendo a rebajarla a condición de objeto, de medio para mis fines
interesados, no a verla en toda su complejidad, como un mundo de relaciones. La mirada
contemplativa, respetuosa, colaboradora ve, por ejemplo, el pan y el vino como el fruto de una
confluencia múltiple de elementos: campesino, semillas, cepas, tierra, lluvia, viento, sol... El sentido
de los términos pan y vino se enriquece al máximo merced a esta forma relacional de ver. El que
sólo ve en el pan un medio para saciar el hambre no altera su significado básico, pero amengua la
amplitud de su sentido1. La comprensión de los términos fundamentales de las disciplinas que
estudian el enigma del ser humano, pende no sólo de nuestro grado de inteligencia y preparación,
sino también, y no en último término, de nuestra actitud ante la vida: actitud dominadora y
prepotente, o bien respetuosa y solidaria.
La cuestión del sentido surge con el ser humano. El animal no necesita planteársela. Tiene que
desarrollarse, pero su desarrollo está predeterminado con firmeza implacable por la especie. Por
eso no puede equivocarse nunca al actuar. Le basta seguir sus instintos para asegurar su
pervivencia y la de la especie. El ser humano debe también crecer por ley natural, pero tiene el
privilegio de saberlo y de precisar el modo de llevarlo a cabo. El hombre es un ámbito, no un mero
objeto, y se desarrolla como persona creando nuevos ámbitos a través del /encuentro. El
encuentro es fuente de luz y de sentido. Al encontrarme con otras personas y formar comunidades,
siento que configuro mi vida de forma ajustada a las exigencias de mi realidad personal, a lo que ya
soy y a lo que estoy llamado a ser. Esta llamada es mi vocación y misión. Cuando mis opciones
fundamentales, mis hábitos y mis actos se orientan hacia el cumplimiento de esta misión y esta
vocación, la marcha de mi existencia se realiza en el sentido adecuado, en la dirección justa. En la
misma medida tiene sentido. El sentido no es algo que el hombre pueda tener estáticamente, como
un objeto; lo adquiere y posee dinámicamente, al entrar en relación creadora con otras realidades.
El ser humano, por bien dotado que esté en cuanto a potencias, no puede ser creativo a solas.
Tanto en el nivel biológico como en el espiritual, la fecundidad es siempre dual. Cualquier
actividad, aun la más intensa, sólo puede tener sentido cabal si asume activamente ciertas
posibilidades que le vienen dadas de fuera. Aprendo un poema de memoria; lo declamo una y otra
vez, fraseando de modo distinto, alterando los ritmos, buscando el ajuste perfecto de forma y
fondo... Muy pronto sentiré que el poema me pertenece, aun siendo distinto de mí. Dejó de serme
distante, externo y extraño para hacérseme íntimo. Ahora ya no me viene dictado de fuera; lo
proclama mi voz interior, y yo participo de él creadoramente. Lo configuro al dejarme configurar
por él. Esta actividad bilateral o reversible configurar-ser configurado sólo es posible en el plano de
los acontecimientos creadores, no en el de los procesos meramente artesanales o productivos. La
vida humana se desarrolla en nivel creador, vinculándose a otros ámbitos y haciendo surgir
ámbitos nuevos de mayor envergadura. Cuando uno acierta a ver que su entorno vital está
constituido no sólo por objetos, sino también por ámbitos, descubre que el sentido de la vida es
fruto de la actividad creadora de encuentros fecundos. La idea de sentido pende de la concepción
que se tenga del ser humano.
Nuestra vida se desarrolla y adquiere, por ello, sentido cuando cumplimos el deber de elegir en
virtud del ideal verdadero de nuestra existencia. Ese ideal viene dado por la creación de formas
valiosas de unidad con las realidades circundantes. Al elegir de este modo, comenzamos a ser
libres, por cuanto tomamos distancia de nuestras apetencias inmediatas, sobrevolamos la situación
y optamos en virtud de una realidad distinta de nosotros y sumamente valiosa. Si ese deber que
asumimos lo consideramos como algo impuesto desde el exterior, nuestra libertad interior es
todavía incipiente: nos liberamos del apego a nuestras apetencias, pero permanecemos sumisos a
una instancia externa y ajena. Mas, cuando llegamos a amar ese ideal, lo interiorizamos de tal
forma que lo sentimos como una exigencia interior. Con ello, nuestra elección a favor del ideal
gana espontaneidad y la libertad interior se hace perfecta. Uno se torna transparente al ideal. Este
se hace presente en toda nuestra actividad. Tal presencia transfigura nuestro ser y actuar y lo
colma de sentido. Nuestra vida tiene pleno sentido cuando no necesita tender hacia el ideal,
porque este se ha convertido ya en su más íntima razón de ser y en el impulso de su acción. El ideal
juega entonces la función de valor supremo, el que aúna dinámicamente todos los demás como
una clave de bóveda.
El sentido de nuestra vida brota cuando somos responsables, en el doble sentido de que
respondemos al valor que polariza todos los demás y respondemos de los frutos de tal respuesta.
Esta recepción activa del valor es una actividad creativa. Y toda forma de creatividad es dual,
implica al menos la colaboración de dos realidades. Por eso, exige una actitud de apertura
desinteresada. Si atiendo en exclusiva a mis intereses, me bloqueo en mí mismo, no me abro, ciego
las fuentes de la creatividad y del sentido. De ahí que, si quiero descubrir el sentido de mi
existencia en un momento determinado, no debo preguntar qué partido le puedo sacar a la vida,
sino qué solicita de mí la vida en esa circunstancia. Si alguien espera algo de mí y yo satisfago sus
deseos, mi vida se carga de sentido, pues se ha orientado hacia el verdadero ideal; se ha puesto en
verdad, ya que se ha movido en el plano de la creatividad y ha cumplido las leyes del crecimiento
personal. A la inversa, el que sólo se preocupa de lo que puedan reportarle los seres del entorno,
tiende a reducirlos a medios para sus fines, con lo cual los rebaja a condición de objetos y hace
inviable la actividad creativa. En consecuencia, vacía su vida de sentido, porque no funda
encuentros ni crea nuevos ámbitos de vida; se reduce a manipular objetos. Sitúa su vida en un
plano inferior al debido, se aleja de su verdad existencial, agosta su capacidad creadora. Así, el que
confunde el /amor personal con el mero erotismo corre peligro de reducir la otra persona a mera
fuente de gratificaciones. Esta vida de relación interesada puede tener un significado intenso,
incluso conmovedor, pero carece de sentido, por la razón decisiva de que no sitúa su
comportamiento en el plano de la creatividad, sino en el del manejo arbitrario de una realidad
gratificante. Esta falta de autenticidad y ajuste a las condiciones del propio ser, se traduce en
mengua de sentido. El sentido de la vida humana es acrecentado por la actitud integradora de
diversos planos de realidad: por ejemplo, el sensible-corpóreo y el espiritual, el objetivo y el
ambital. Es amenguado, o incluso anulado del todo, por la actitud reduccionista que se mueve
exclusivamente en los niveles más elementales de realidad y actividad. Cuando me dejo llevar por
los valores inferiores, que arrastran, y dejo de lado la llamada de los valores superiores, que atraen
respetando mi libertad, no actúo de forma integradora, sino unidimensional, infracreadora. No
cargo mi vida de sentido; la oriento en una dirección falsa.
IV. EL SENTIDO Y LA ARMONIZACIÓN DE AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA.
Cuando uno adopta una actitud integradora y se abre. al encuentro de realidades vistas como
ámbitos, crea con estas un campo de juego común, en el cual las relaciones espaciales aquí-ahí,
dentro fuera, interior-exterior, lo propio-lo ajeno... quedan felizmente superadas. En el aspecto
físico-corpóreo, dos amigos están el uno fuera del otro, porque dos cuerpos no pueden ocupar el
mismo lugar. Pero, en el aspecto lúdico-creador, se hallan en la intimidad de un mismo campo de
interacción. Lo que les viene de fuera ya no es necesariamente externo y ajeno; puede serles
íntimo. Y el entregarse a ello, o tomarlo como impulso de su obrar, no supone una entrega a lo
ajeno, por tanto una alienación o enajenación, que carece de sentido en un ser llamado a regirse
autónomamente. Al vivir de modo creativo, el esquema /autonomía-heteronomía deja de aparecer
como un dilema, para presentarse como un contraste. Soy de verdad autónomo al ser heterónomo.
Me guío por criterios propios al asumir activamente criterios de acción fecundos para mi vida y
convertirlos en íntimos, sin dejar de ser distintos. Al vivir uno personalmente esta integración de la
autonomía y la heteronomía, se siente plenificado, colmado, desbordante de sentido.
Algo semejante cabe decir de la fecundación mutua de la /libertad y las normas. Si acepto de forma
pasiva una norma o un precepto, no los convierto en íntimos; siguen siendo externos, extraños y
ajenos, y, al dejarme guiar por ellos, me alieno y pierdo mi identidad personal, mi autenticidad. No
actúo con la debida autonomía e independencia. Mi vida pierde el carácter personal que le
compete. No tiene sentido. Está rebajada de rango, envilecida. No se halla en la verdad, sino en la
falsedad. Ahora comprendemos lúcidamente que el sinsentido o absurdo procede siempre de la
falta de creatividad, y esta arranca de un error de principio: partir de una voluntad interesada de
dominio, reducir los seres del entorno a meros objetos y limitar la actividad al manejo de
realidades objetivas o reducidas a objetos. La Literatura del absurdo supo reflejar con verismo
sobrecogedor la imagen depauperada que ofrece el hombre que ha descendido casi al grado cero
de creatividad: en vez de entusiasmo, siente aburrimiento y tedio; en lugar de alegría, experimenta
tristeza; en vez de esperanza, abriga desesperación. Su vida aparece totalmente vacía, y, al
asomarse a esta oquedad, siente vértigo espiritual, y con él angustia, desesperación, y una
desolada soledad. Este vacío angustioso y desesperado supone una falta absoluta de sentido. No
sin profunda razón afirman hoy reputados psiquiatras –como V. Frankl y la logoterapia– que el
vacío existencial es la causa más frecuente de los desarreglos psíquicos del hombre actual.
Formulada así, de modo general, esta pregunta no admite una respuesta convincente. El sentido
brota merced a la actividad creativa, y los seres humanos sólo somos creativos en cada situación
concreta. Alguien sufre un accidente, y tú te revelas al ver su mutilación. Tu irritación te lleva a
pensar que la vida carece de sentido. No pierdas el tiempo en hacer consideraciones generales
sobre la vida. Ponte a ayudar a ese ser menesteroso, y verás cómo vuestras vidas concretas se van
llenando de sentido. En el encuentro, el sentido se hace palpable, denso, sugerente, reconfortante.
Para captar el sentido, más allá del significado, hay que ampliar el horizonte vital: los criterios de
interpretación de la vida, las pautas de conducta, las perspectivas desde las que podemos
contemplar nuestra existencia y sus avatares. Un torero se quedó paralítico por un accidente y, al
verse incapaz de ejercer su carrera, se quitó la vida. No supo el infortunado ver su vida futura
desde una perspectiva distinta a la que había acariciado anteriormente. No acertó a ensanchar su
horizonte de creatividad, que no se limitaba al ejercicio del arte del toreo, sino que pudo haber
adoptado otras formas no menos dignas y fértiles. De haberlo hecho, su vida no le hubiera
parecido absurda, indigna de ser vivida, sino desbordante de posibilidades de adquirir sentido. Con
un poco de imaginación creadora, podía haber esbozado otras líneas de acción, sobre la base de
sus capacidades actuales, y dar lugar a multitud de encuentros de diverso orden. Cuando se sintió
abatido hasta la muerte por la tragedia de la sordera, Beethoven recomendó a su hermano Carlos,
en su testamento de Heiligenstadt, que no dejase de practicar la virtud, pues gracias a ella había
superado la tentación de recurrir al suicidio. Por virtud entendía Beethoven la defensa de la
libertad de los demás, la entrega al servicio del necesitado (Fidelio), la fidelidad a las raíces últimas
del ser, que radican en «el Padre amoroso que se halla por encima de la carpa de las nubes» 2; en
definitiva: la solidaridad humana en todas las vertientes de la vida. Esta actitud acogedora suscita la
honda alegría que nos eleva a cimas inigualadas en el último tiempo de la Novena Sinfonía. Según
Bergson, la alegría «anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha
reportado una victoria; toda gran alegría tiene un acento triunfal»3.
La creación de formas muy valiosas de unidad exige esfuerzo e implica riesgo, ya que para
encontrarnos debemos abrirnos a los demás de forma generosa, confiada y sincera, y esta actitud
puede no ser correspondida, e incluso traicionada. De ahí la tentación de buscar el amparo y la paz
interiores en modos de vida infrapersonales, infracreadores, infrarresponsables, que no son
capaces de encuentro, pero tampoco de lucha programada. Desde la I Guerra Mundial se advierte
en Europa un sentimiento de nostalgia por los estratos de ser infrahumanos. Se añora la soledad
del árbol (Calígula, de A. Camus), la veracidad del animal y del vegetal (Franz Marc), los tiempos
primitivos en que el hombre era principalmente bestia y tenía instintos seguros como el animal
(Ortega); se siente temor ante la inteligencia y se busca la necesaria unidad con el entorno a través
de modos de intuición empastante (H. Hesse); se acusa al espíritu de ser contradictor del alma (L.
Klages). Estos intentos de vivir la vida con plenitud, pero sin riesgo, llevan en sí la garantía del
fracaso, porque el ser humano está configurado para el encuentro con las realidades del entorno,
no para la fusión o el alejamiento. Si me fusiono embriagadoramente, me pierdo como persona. Es
la estación término del vértigo de la ambición de disfrutar. Si me alejo para dominar, bloqueo mi
desarrollo personal. Es la última fase del vértigo de la ambición de poseer. En ambos casos, mi
situación de desamparo espiritual se hace extrema. Si bajamos al nivel del animal, no logramos la
peculiar forma de paz de quienes no necesitan programar su existencia porque sus instintos
aseguran su ajuste al entorno y su pervivencia. El hombre no es un ser que tenga las características
del animal y otras específicas, de modo que, abandonadas estas, adquiera la condición de un mero
ser de instintos y reflejos condicionados. El hombre nunca puede renunciar a su condición
inteligente, aunque su actividad creadora se halle bordeando el grado cero. Por el hecho de no
ejercitar la capacidad de elegir en virtud de un ideal y asumir valores elevados, el hombre no
adquiere instintos seguros, instintos que aseguran su existencia. Sus instintos o tendencias no
están de por sí orientados hacia la meta que marca el pleno logro del hombre. Se hallan
indeterminados, de modo que pueden conducir al pleno desarrollo de la persona o a su asfixia
total. En aparente paradoja, la única vía que se ofrece al hombre para lograr amparo es
despreocuparse de dominar la situación y adoptar una actitud de entrega confiada. A través del
riesgo que ello implica, puede, en algunos casos, lograr el auténtico encuentro; y, en él, la plenitud
de sentido. Esta se alcanza únicamente mediante la integración de todas las energías que alberga el
ser humano, no mediante la renuncia a las más elevadas y exigentes4. Cuando el hombre supera la
escisión interior e integra los distintos planos de realidad que confluyen en su ser, vive una
experiencia sobremanera gozosa: descubre nítidamente las posibilidades eminentes que le abre la
unidad, y siente que su vida adquiere una dimensión inédita, una profundidad insospechada. Este
modo profundo de ver y sentir la vida entraña una plenitud de sentido.
Si una persona amplía su horizonte humano en dirección al Infinito, confiere un rango nuevo y
superior al sentido de su vida. Esta experiencia excepcional de sentido la realizamos cuando
respondemos activamente a la palabra que nos trae un mensaje de riqueza sobrehumana y
fundamos una relación de encuentro con el /Absoluto. El que haya vivido esta experiencia al menos
una vez en la vida verá su existencia enriquecida con ese horizonte de sentido, que lo invitará
constantemente a superar toda realización precaria de sí mismo y llevar a pleno desarrollo su
vocación y su misión. Ese horizonte supremo viene dado por la fe religiosa, entendida radicalmente
no sólo como un frío asentimiento intelectual a ciertos dogmas, sino como la adhesión personal al
Ser Supremo. El encuentro con la forma de realidad absolutamente perfecta eleva al hombre a lo
mejor de sí mismo, al máximo despliegue de sus aspiraciones más nobles, y le produce
sentimientos de entusiasmo y felicidad plena. Con razón afirma S. Kierkegaard, en su obra
programática La enfermedad mortal, que «el antídoto de la desesperación es la fe» 5. Esta implica
entrega, vinculación, amor. Aquella supone un encapsulamiento egoísta en sí mismo y la ruptura
de todo vínculo amoroso. La fe, vinculada a la confianza y la fidelidad, está en la base del proceso
creador de encuentros que suelo denominar éxtasis. La desesperación es la fase del proceso de
vértigo que precede a la destrucción de la propia personalidad. Responder activamente a toda
invitación al /encuentro, es condición ineludible para conferir sentido pleno a la vida, a la propia e
incluso a la de otras personas, que están llamadas a dejar de sernos extrañas y convertirse en
íntimas. Ese paso se da en la experiencia de participación. Al participar, el hombre se trasciende a sí
mismo y descubre que «lo más profundo que hay en mí no procede de mí» (G. Marcel). El hombre
alcanza su sentido cabal (plenificación) cuando orienta su vida en el sentido (dirección) que marcan
las condiciones de la actividad participativa. Aprender a participar, en el pleno sentido de la
palabra, es la meta de toda formación humana auténtica. Al hombre no le viene dado de antemano
el sentido de su propia existencia, como un objeto que pueda ser poseído y retenido. El sentido
constituye, así, para el hombre una meta y una tarea siempre renovada, un reto que lo insta a
trascender en cada momento los hitos ya alcanzados.
NOTAS: 1 «Hay que insistir en que el sentido último de las cosas, y en general del cosmos material,
no está simplemente en su finalización humana, que sería en el fondo una forma de utilizarlas,
sino, más radicalmente, en hacerlas ser según su realidad más original» (J. M. COLL, Filosofía de la
relación interpersonal 1, PPU, Barcelona 1990, 89). — 2 Expresión de la Oda a la alegría, de F.
SCHILLER, que figura en la Novena sinfonía de Beethoven. — 3 Cf L'énergie spirituelle, PUF, París
1944"-, 23. — 4 Cf A. LÓPEZ QuINTÁS, El arte de pensar con rigor y vivir de forma creativa, 645-655.
— 5 No existe ninguna desesperación «cuando en la relación consigo mismo y al querer ser sí
mismo el yo se apoya lúcido en el poder que lo fundamenta» (S. KIERKEGAARD, La enfermedad
mortal o de la desesperación y el pecado, Guadarrama, Madrid 1969, 245).
BIBL.: BENZO MESTRE M., Sobre el sentido de la vida, BAC, Madrid 1986; FRANKL V., El hombre en
busca de sentido, Herder, Barcelona 199512; ID, La voluntad de sentido, Herder, Barcelona 19945;
FROMM E., La patología de la normalidad, Paidós, Barcelona 1994; GÓMEZ CAFFARENA J.,
Metafísica, fundamental, Revista de Occidente, Madrid 1969; LóPEz QUINTAS A., El encuentro y la
plenitud de vida espiritual, Claretianas, Madrid 1990; ID, El arte de pensar con rigor y vivir de forma
creativa, PPC, Madrid 1993; ID, La cultura y el sentido de la vida, PPC, Madrid 1993; ID, La
formación para el amor, San Pablo, Madrid 1995; MAY R., Libertad y destino en psicoterapia, DDB,
Bilbao 1988; ROF CARBALLO J.-DEL Amo J., Terapéutica del hombre. El proceso radical del cambio,
DDB, Bilbao 1986.
A. López Quintás
SENTIMIENTO
DicPC
Para acercarnos al término sentimiento, primero debemos diferenciarlo del término sensación. Esta
se sitúa en la esfera tendencial-instintiva del hombre y procede de la operación de los sentidos; se
entiende generalmente como un fenómeno cognoscitivo primario, por el que captamos las
cualidades de los objetos materiales. El término sentimiento se refiere a la esfera psíquico-afectiva,
y es difícil precisar su significado, pues tanto puede referirse al conjunto de la vida afectiva o
psíquica, como tener un significado más preciso. En el primer sentido, sentimiento es sinónimo de
afectividad, y se referiría, en general, al modo como el sujeto, la persona, es afectado por el mundo
circundante. El segundo es más particular, y se refiere a uno de los modos concretos que afectan al
sujeto; los otros serían: emociones y pasiones. Pasiones puede referirse al modo clásico en que se
denominaban los sentimientos y, en general, la vida psíquica; y venían consideradas como no
pertenecientes a la esfera racional, es decir como no libres. Hoy, más bien, se denominan así las
inclinaciones o tendencias de gran intensidad. Es decir, las pasiones son fenómenos pasivos, no
mediados por la /voluntad, que se experimentan como fuerzas que arrastran. Se distinguen de las
emociones en su duración, y de los sentimientos en que están orientadas a conseguir el objeto que
desencadena la pasión, mientras los sentimientos tienen un carácter indiferenciado. El significado
de las emociones está relacionado con su significado etimológico: emovere, que significa agitar: la
emoción es un modo de sentirse afectado, que va acompañado de una cierta conmoción somática,
es decir existe una correlación clara entre la conmoción psicológica y la conmoción corporal.
Sentimientos serían todos los demás fenómenos afectivos. Es decir, los afectos que pertenecen a la
esfera libre y espiritual del sujeto. Se caracterizan por:
2. Son estados generalizados, a diferencia de las emociones y pasiones, que están ligadas a
estímulos y reacciones somáticas más o menos conscientes.
3. Son estados que marcan el presente; aun cuando se evocan, se viven en presente, es decir,
indican al sujeto el aquí y ahora de su situación, desde su perspectiva en tanto que tal /sujeto.
Los sentimientos, o también pasiones para la reflexión clásica, han sido siempre parte necesaria del
pensamiento: todos los grandes pensadores se han interesado en ellos de un modo u otro. Hay dos
líneas generales en su consideración, que confluyen en el siglo XX. La primera, más antigua, tiene
como principales representantes a Aristóteles y su continuador medieval, Tomás de Aquino. Para
estos, los sentimientos están relacionados con las tendencias del hombre. Las tendencias no son
para Aristóteles, como para la modernidad, las inclinaciones del sujeto marcadas por su
instintividad, es decir, por las necesidades básicas de su ser biológico; sino que constituyen, en
general, la respuesta del viviente a un fenómeno de tipo cognoscitivo. El sentimiento sería la
tendencia sentida por el sujeto, la percepción interna de la tendencia; es decir, no constituyen un
nuevo objeto del sentir interno. Desde este punto de vista, no hay distinción, por ejemplo, entre
estar y sentirse alegre. Precisamente por su relación con las tendencias, los sentimientos incluyen
en sí una valoración de la realidad en términos de atracción o rechazo. Es decir, los sentimientos se
distinguen por su intencionalidad. Así aparece la clasificación de los sentimientos o pasiones en
función de su objeto; por ejemplo, el miedo se relaciona necesariamente con una situación de
peligro, presunto o real, pero percibido como tal por el sujeto, que en esto no puede engañarse:
nadie siente miedo por una situación de peligro que sabe que es falsa; para sentir miedo, el sujeto
debe percibir, de algún modo, el peligro como real.
Descartes inicia la otra gran línea de consideración de los sentimientoso pasiones. Para Descartes
son un algo que se siente, y que se siente de modo infalible, pues no es posible sentir una pasión y
equivocarse. Ese algo es un pensée y se refiere sólo al alma. Sus causas próximas nos son
desconocidas. Se distinguen así de las otras percepciones referidas a los objetos externos o al
cuerpo. Hume, siguiendo básicamente a Descartes, hace una clasificación de las pasiones en
directas (que se producen por la asociación de placer y dolor): alegría, tristeza, miedo, esperanza,
desesperanza, seguridad, etc.; e indirectas (que surgen de la comparación de placer y dolor
asociado a un objeto, con el placer y dolor asociado a otro): orgullo, humildad, amor, odio, envidia,
piedad, vanidad, etc.
El enfoque del tema de los sentimientos viene configurado en la modernidad por el tratamiento
iniciado por Descartes y Hume, y da lugar al emotivismo en el campo moral y también al enfoque
positivista, en el que arraiga la psicología como ciencia experimental. En esa línea de pensamiento
se sitúa en nuestros días, por ejemplo, James, de quien procede la conocida expresión: «No
lloramos porque nos sentimos tristes, sino que nos sentimos tristes porque lloramos»; James
comparte la tesis de que los sentimientos son estados mentales conectados causalmente con los
cambios corporales y la conducta, aunque ha invertido los términos: aquí es la respuesta la que
origina el sentimiento. Para los behavioristas (Skinner), los fenómenos psíquicos son eventos
mentales que se identifican no con los patrones de respuesta, sino con predisposiciones previas del
sujeto. Todas estas posturas han sido criticadas por Wittgenstein, al poner de manifiesto que un
puro evento mental subjetivo no podría dar lugar a un lenguaje comprensible para la generalidad,
sino sólo a un lenguaje privado, incomunicable por tanto: no podríamos saber lo que los otros
indican, por ejemplo, cuando dicen que están tristes.
Además de estas dos líneas generales, habría que señalar el influjo de Pascal, muy importante en
las corrientes del siglo XX. Con sus raisons du coeur («el /corazón tiene razones que la razón no
entiende»), Pascal introduce la importancia fundamental de los sentimientos en el conocimiento
de la subjetividad y, por tanto, de la persona. Pascal pone en guardia frente a los racionalismos
excesivamente abstractos en la consideración del hombre: la verdad, sin la participación decisiva
del corazón, corre el riesgo de extenuarse.
Estas líneas de pensamiento confluyen en los que van a ser los principales influjos directos del
/personalismo: el /existencialismo (Kierkegaard, Heidegger, Sartre, Marcel), que al centrarse en lo
existencial, otorgan la preeminencia al sujeto singular e irrepetible; y la /fenomenología (Husserl),
que proporciona un sistema para el estudio de la interioridad, de modo que la más importante
clasificación de los sentimientos, aún hoy, es la de Max Scheler, siguiendo el método
fenomenológico. Scheler concede a los sentimientos la capacidad de conocer los valores que
constituyen la guía de la conducta humana.
El papel de los sentimientos para un pensamiento personalista, viene dado por los siguientes 4
puntos:
3. Los sentimientos hacen connaturales a la persona los valores que guían la conducta humana. En
la tradición moral criticada por la /modernidad, los pilares de la ética son las /virtudes, hábitos
operativos buenos, y toda acción ética se dirige a la obtención de las mismas. Los sentimientos, por
no ser actos libres, eran considerados de modo general como indiferentes. La moralidad empieza
allá donde comienza la actuación voluntaria del sujeto. Sin embargo, esto supone una concepción,
en cierto modo, estratificada del sujeto y, sobre todo en los modos populares en que era (y todavía
es) explicada la moral, introduce una contraposición entre sentimientos y /razón, entre cabeza y
corazón: una partición en el interior de la persona. Esa contraposición es exacerbada por la ética
formalista kantiana, fuertemente criticada por los personalistas. Sobre la ética kantiana, sin
embargo, se ha construido la ética de la modernidad, la ética del funcionario, quien para cumplir el
deber tiene que dejar aparte sus sentimientos. Se trata de una ética que transforma las relaciones
en relaciones de justicia (yo-él) y deja entre paréntesis las relaciones personales (/yo-tú), que se
basan en el amor.
Desde una visión personalista, la persona es siempre una tarea para sí misma, su realización pasa
precisamente por la integración de todos los dinamismos (biológico, afectivo, intelectual). En esa
integración, los sentimientos juegan un papel primordial, ya que anticipan y refuerzan la actividad
cognoscitiva, e inclinan a valorar positiva (o negativamente) las acciones. Hay que tener en cuenta
que los sentimientos entran de lleno en la esfera espiritual de la persona. Será sobre esta
valoración sobre la que Scheler edificará su doctrina de los valores, que es un lugar fundamental
para la posterior elaboración ética. Los valores vienen señalados por los sentimientos. Scheler,
además, jerarquiza esos valores (y, por tanto, los sentimientos) en valores del placer, vitales,
estrictamente espirituales (estéticos), de la justicia, de la verdad, de lo santo o de lo religioso. Esta
jerarquía es para Scheler objetiva. Es decir, los sentimientos nos dan una valoración de la realidad
sobre la que se funda la acción humana libre (que es el tema de estudio de la ética). A la libertad
del hombre, por tanto, no le basta abarcar sólo la voluntad y la razón, sino que también debe influir
y modificar la configuración de los sentimientos. Esta es la tarea de la formación del hombre
bueno. La reflexión clásica ya había puesto de manifiesto que las acciones repercuten siempre
sobre el sujeto que las realiza, pero el énfasis ahora está puesto en que el hombre, con su libertad,
se hace, se realiza a sí mismo; para esto debe configurar también sus sentimientos. No se trata de
una moralidad del placer, ya que (como señala Ricoeur) placer y felicidad no se identifican: el
placer se dirige a la obtención de emociones y la felicidad a la consecución de la plenitud humana
con un sentido integral. Este es el objetivo de la moral de cuño personalista: una moral de plenitud
humana.
4. La intersubjetividad está vehiculada por los sentimientos. No se puede entrar en la vida de otra
persona al margen de sus sentimientos, ya que son precisamente estos los que indican la
subjetividad. El encuentro con el otro como /persona, la dinámica de la relación yo-tú, en
contraposición a la relación yo-él (Buber), se realiza a través de los sentimientos, que posibilitan el
ponerse en el lugar del otro (dinámica de la empatía). Desde ahí se hacen posibles y reales las
relaciones personales, el encuentro de persona a persona: básicamente la relación de amistad y la
relación de amor. El encuentro se da en la relación, en la intersubjetividad. La relación es el puente
entre las dos subjetividades. La persona es un ser altérico; lo primario cronológicamente no es la
individualidad, sino la /alteridad. Es la dinámica afectiva la que permite la captación del tú. En que
este encuentro con el tú sea real, la persona se la juega. Todas las patologías psicológicas (y
también morales) interfieren precisamente esta relación vital y se conciben como obstáculos a la
relación intersubjetiva, aislando a la persona en una individualidad cerrada, como la mónada de
Leibniz. Desde el punto de vista de los sentimientos, las patologías se sienten como miedos. Son
sentimientos positivos los que abren a la persona (/alegría, /esperanza, etc.); son negativos los que
la encierran (tristeza, desesperanza). Algunas veces la patología se inclina al sentimentalismo, que
—según Fromm— está constituido por «sentimientos en estado de total desapego. Proporciona un
simulacro de vida afectiva, sin enlace con la realidad, pródigo en lágrimas y miserable en actos».
Con el sentimentalismo se consigue hacer funcionar el mundo psíquico del sujeto, pero
desconectado de un propio mundo personal, desconectado de todo posible /compromiso. En vez
de buscar al /otro, la persona se concentra en su propia subjetividad; el otro no interesa, interesa
sólo el efecto, la señal que produce en mí. Por el contrario, el encuentro real con el otro, genera el
compromiso: la entrada real del otro en mi vida.
La relación personal por antonomasia, es la relación de amor entre un varón y una mujer, pues el
/cuerpo, y sus diferencias, es el cruce de caminos del encuentro entre el yo y el tú. La persona
también es su cuerpo (Marcel). La relación de /amistad es un aspecto necesario, aunque pueda
tener una existencia propia, de la relación de amor. El /amor es el principio de la dinámica afectiva
que lleva a descubrir la propia plenitud en el encuentro con el tú. El amor, como sentimiento, es la
realización conjunta de dos personas, que se hacen una, que verdaderamente se encuentran. El
amor se inicia en el enamoramiento (como la amistad en la simpatía). El enamoramiento es un
proceso de los sentimientos (básicamente admiración y encantamiento, según Ortega), que
conduce a esa apertura del ser al otro. El sentimiento que desencadena el enamoramiento e
impulsa siempre el proceso del amor, es el sentimiento de soledad. Desde este prisma, el amor se
podría describir como la superación de la soledad. Cuando no es desviado por el sentimentalismo,
el enamoramiento abre realmente las puertas de la persona y lleva a la real absorción
(encantamiento) del amante en el amado y viceversa, pues el amor siempre es recíproco (o debería
serlo). Además, la admiración pone las bases del respeto mutuo, donde se edifica la convivencia.
Como vemos, los sentimientos proporcionan la base para ese encuentro real entre dos
subjetividades. Se producen así las condiciones para una real autodonación mutua, que siempre es
un proceso en el tiempo, es decir, con sus dificultades, pues la persona siempre viene envuelta en
cosas («para vivir no quiero islas, palacios, torres, qué alegría más alta vivir en los pronombres»,
nos dice Salinas). Esta dialéctica viene dada porque la persona es un / ser material que se da en el
tiempo y, por tanto, siempre está abierta a un proceso de mejora; y a la vez, la persona sigue
siempre la ley de la totalidad: se da toda entera en todos sus actos, o no se da (Scheler). Todo este
proceso constituye esa plenitud imprescindible, y a la vez innegable, para la persona, que se llama
amor.
Llegados a este punto, resulta obvio que la /educación sentimental (Marías) es totalmente
necesaria en una sociedad que quiera respetar a la persona. Se trata de una de las tareas más
urgentes con las que se enfrenta la cultura hoy, pues es una cultura impregnada de desarraigo y
con un tinte materialista. Señalamos esquemáticamente los puntos principales de esa educación,
siguiendo el mismo orden de la parte sistemática.
1. Proporcionar criterios para una adecuada valoración de todo lo que significa el mundo propio de
la persona y de las / comunidades, desde la familia hasta el entorno sociocultural. La carencia en
este aspecto origina el desarraigo, que lleva a una fuerte despersonalización.
2. Adecuada atención a todos los aspectos de la formación sentimental más propiamente personal;
se trata aquí de proporcionar en la educación una connaturalidad con los valores personales en
dialéctica con las cosas. Se trata, en definitiva, de lo que se llama madurez afectiva de la persona.
Nos encontramos frente a una /cultura consumista, basada en una prioridad de las cosas, que
produce también una fuerte despersonalización de las relaciones. Se trata de formar en la moral de
la /felicidad y no del éxito.
BIBL.: ARREGUI J. V.-CHOZA J., Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Rialp,
Madrid 1991; BUBER M., ¿Qué es el hombre?, FCE, México 1960; HILDEBRAND D. VON, The heart.
An analisis of humane and divine affectivity, Franciscan Herald Press, Chicago 1977; LEwts C. S., La
abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1990; MARCEL G., El misterio del ser, Buenos Aires, 1964;
MARÍAS J., La educación sentimental, Alianza, Madrid 1992; ORTEGA Y GASSET J., Estudios•sobre el
amor, Salvat, Madrid 1985; PASCAL B., Pensées, Le livre de poche, París 1963; RICOEUR P., Finitud y
culpabilidad, Taurus, Madrid 1970; SCHELER M., Ética, Losada, Buenos Aires 1948; ID, Esencia y
formas de la simpatía, Losada, Buenos Aires 1958; WOJTYLA, K., Persona y acción, BAC, Madrid
1982; ID, Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1978.
A. Esquivias
SER
DicPC
I. EL ENTE.
En su nacimiento la Metafísica, según Heidegger, se centró en el ente y olvidó el ser. Con Platón y
Aristóteles, padres de la /Metafísica occidental, «el ser como elemento del pensar es
abandonado»1, mientras que en el pensamiento premetafísico de los presocráticos «se busca lo
que es el ente, en cuanto este es. La filosofía está en camino hacia el ser del ente, esto es, hacia el
ente con respecto al ser»2. Desde entonces, estima que «en ninguna parte encontramos la
experiencia del ser mismo. En ninguna parte nos encontramos con un pensar que piense la verdad
del ser mismo (...). La historia del ser comienza (...) con el olvido del ser»3. Se explica así la
identificación del ser con el ente. «El olvido del ser, en que está sumida la metafísica, es el olvido
de la diferencia del ser frente al ente. La historia del ser, la metafísica, es el olvido de la diferencia
del ser frente al ente»4. La crítica heideggeriana parece válida, porque este olvido del ser ha sido el
responsable de la reducción del ente al orden esencial, cuyo punto culminante se da en la
modernidad, que se consuma con Nietzsche. Sin embargo, independientemente de estos juicios de
Heidegger, debe reconocerse que existe una metafísica, que arranca de Aristóteles y que desarrolló
santo Tomás, que difiere radicalmente de la metafísica racionalista. En ella no se abandona la
dimensión existencial de la realidad, ni se da un olvido del ser, que queda diferenciado de la
entidad.
Se considera en esta Metafísica del ser, que debe llegar hasta un primer principio, la base de todos
los demás principios constitutivos. Aristóteles, al definirla como «la ciencia que contempla el ente
en cuanto ente, y lo que le corresponde de suyo» 5, establece que este substrato es el ente. El
objeto de la Filosofía primera es, así, el ente, pero con una formalidad propia, la del ente en cuanto
tal. El ente no sólo es el objeto de la Metafísica, sino también el primer conocido del
entendimiento. Siguiendo a Aristóteles, afirma santo Tomás: «Aquello que primeramente concibe
el intelecto como lo más evidente, y en lo cual vienen a resolverse todas las demás concepciones,
es el ente»6. El concepto de ente es el primero de todos los conceptos, porque es lo que
primeramente concibe el entendimiento. Explica en otro lugar que «el ente es el objeto propio del
intelecto, y así es el primer inteligible, así como el sonido es lo primero que se oye»7. Al igual que
el sonido, por ser el objeto formal propio del sentido del oído o el aspecto bajo el cual alcanza lo
que conoce, es el primer audible, el concepto de ente, puesto que todo lo que conoce el intelecto
lo conoce como ente, es, en este sentido, la primera aprehensión del entendimiento. De ahí que
este primer inteligible se encuentre como en el fondo o en el límite de todos los demás conceptos.
Se halla siempre como el elemento último de cualquier análisis conceptual: «La representación
intelectual del ente está incluida en todo lo que el hombre piensa» 8. De esta afirmación se sigue
que «es necesario que todas las otras concepciones del intelecto se formen añadiendo algo ente».
Sin embargo, con esta conclusión aparece la siguiente dificultad, indicada a continuación por santo
Tomás: «Pero al ente no se le puede añadir nada que sea como una naturaleza extraña a él, al
modo como la diferencia se añade al género, o el accidente al sujeto, porque cualquier naturaleza
es esencialmente ente»9.
II. LA TRASCENDENTALIDAD.
«Se dice que algo se añade al ente, en cuanto expresa algún modo de él que no viene
explícitamente expresado por el nombre mismo de ente»11. Cualquier otro concepto que no sea el
de ente, por ser distinto, tendrá que adicionar algo, y precisamente al de ente, ya que este se
encuentra en el trasfondo de todo concepto; lo añadido deberá estar contenido en él, dada la
máxima universalidad del ente. Lo único que puede adicionarse al ente es un modo del mismo
ente, que se encuentre en él, pero no explicitado en su concepto. Tal adición consiste en explicitar
un contenido implícito, que es en lo que consiste el modo. Todos estos modos del ente pueden
agruparse en dos grandes tipos, porque esta adición o explicitación «puede ocurrir de dos maneras.
Primera, que el modo expresado sea algún modo especial del ente. Sabido es que se dan diversos
grados de entidad según los cuales se toman los diversos modos de ser, y que, con arreglo a estos
modos, se obtienen los diversos géneros de las cosas» 12. Todos los conceptos que no son el de
ente, no se identifican con él, porque lo expresan, pero disminuido en su amplitud. Cada uno de
ellos significa el ente, pero no todo el ente. Se pueden ir agrupando por sus elementos comunes o
genéricos, hasta llegar a unos géneros supremos, ya irreductibles a otros superiores y también,
como se ha dicho, al concepto de ente. Estos géneros, que continúan expresando modos
peculiariares del ente, son las diez categorías o predicamentos, indicados por Aristóteles: la
sustancia, la cantidad, la cualidad, la /relación, el hábito, el cuándo, el dónde, la posición, la acción
y la pasión. La segunda manera es: «Que el modo expresado sea un modo que acompañe de forma
general a todo ente»13. Estos modos tienen la misma universalidad que el ente, porque no lo
limitan ni en su comprehensión ni en su extensión. Como el concepto de ente, tampoco son
géneros, porque convienen a todo ente, incluso a todas las categorías, y, al igual que el ente, se
denominan, a partir de la Summa de Bono de Felipe el Canciller, trascendentales, por trascender el
orden categorial. Por su universalidad no genérica, los trascendentales se denominan propiedades
generales del ente. Sin embargo, sólo lo son en un sentido analógico, puesto que no son sus
accidentes propios, algo que se derive necesariamente de la esencia del ente. Las propiedades
trascendentales no brotan de ninguna esencia sustancial, ni tampoco inhieren a ninguna sustancia,
como hacen las propiedades accidentales, sino que se identifican plenamente con el ente. Son sus
propiedades, en el sentido que, sin dejar de igualarse con el ente, despliegan una faceta suya, que
queda así manifestada expresamente. Lo que los trascendentales añaden al ente, en cuanto que lo
explicitan, no es nada real, puesto que cada uno de ellos tiene el mismo contenido que el del ente.
Lo añadido es algo meramente de razón. No es real, sino conceptual. Se deriva de ello que no
significan únicamente lo que explicitan o adicionan al ente, sino también el mismo ente, pero en
cuanto fundamento de lo que añaden.
Los trascendentales, por identificarse totalmente con el ente, son idénticos absolutamente entre sí.
Son, por ello, equivalentes o convertibles en las proposiciones. Pueden, en el juicio, permutarse
entre ellos, como sujeto y predicado. Los trascendentales se identifican realmente entre sí. Sin
embargo, cada uno de sus conceptos correspondientes son distintos, ya que todo concepto
trascendental explicita un matiz diferente del concepto de ente. Las nociones trascendentales se
refieren a la misma realidad, pero la manifiestan cada uno de ellos con un aspecto distinto. Los
trascendentales son siete, es decir, el ente y sus seis propiedades: cosa (res), unidad, algo (aliquid),
verdad, bondad y belleza. La res incluye los mismos constitutivos del ente, pero destacando la
esencialidad. La unidad significa el ente con la negación de la división interna, o con la afirmación
de la indivisión o de la identidad. El aliquid significa el ente en cuanto distinto o separado de los
demás. El algo añade al ente la afirmación de la división externa, o la negación de la identidad con
los demás. La /verdad trascendental queda definida como la conveniencia o adecuación del ente al
entendimiento. En su conveniencia o respectividad al entendimiento, el ente aparece como
verdadero, en cuanto apto y adecuado para ser entendido. Bueno es el ente en su referencia a la
voluntad, o el ente en cuanto que, por ser perfecto, es perfectivo de la misma y de su sujeto. Esta
relación, que se añade al ente, al igual que la de la verdad, no es real, porque el ente no está
ordenado realmente al entendimiento, ni tampoco a la voluntad. Son estas dos facultades las que
dependen del ente, porque lo necesitan para pasar a su acto. Por último, la /belleza es una de las
especies del bien, al que añade la diferencia específica del conocimiento, porque bello es lo que,
conocido, deleita, es decir, lo que agrada por su mera presencia y no por su posesión, como lo
bueno.
III. LA EXISTENCIA.
Como concepto trascendental, el ente no puede ser definido. Está fuera de todo género y, por ello,
no hay otro superior que permita situarle, determinando su sentido. Sin embargo, santo Tomás fue
más allá de Aristóteles describiendo su significado y analizando sus contenidos. El ente lo
caracteriza como lo que tiene ser14, la esencia que tiene ser. Pudo llegar a esta innovación,
importantísima y de grandes consecuencias para la Metafísica y la /Antropología, con ocasión del
planteamiento de Avicena de la problemática de la existencia. El filósofo musulmán, que también
consideraba que el ente es el primer inteligible, había descubierto que, al entender la esencia de
los entes, no se comprende su existencia. Si se entienden los entes, que se perciben como
existentes, se obtiene un concepto esencial, desde el cual no es posible dar razón de la existencia
que tenía: «La existencia no es un atributo que venga exigido por ciertas clases de esencias, sino
que les es dada como algo que les sobreviene»15.
La existencia es así un predicado existencial, que por ser extrínseco totalmente a la esencia, debe
excluirse de la Metafísica, que debe limitarse a la contemplación de las esencias de los entes.
Aprovechando esta exposición de Avicena, que desemboca en una metafísica esencialista,
imprevisiblemente santo Tomás cambia la perspectiva, porque lejos de apartar la existencia en la
descripción del ente, la utiliza para explicar la misma constitución de la entidad o de su esencia. En
cuanto está en posesión de su existencia, o de su ser, tal como prefiere denominarla el Aquinate, la
esencia se constituye como tal. Explica que «el ser se dice triplemente. De un modo se dice ser a la
misma quiddidad o naturaleza del ente. Así, por ejemplo, se dice que la definición es la oración que
significa lo que es el ser; la definición es, pues, la quiddidad de la cosa. De otro modo se dice ser al
mismo acto de la esencia; como al vivir, que es propio de los entes vivos, es acto del alma, no acto
segundo, que es operación, sino acto primero. Del tercer modo, se dice ser a lo que significa la
verdad de composición en las proposiciones, según que es se dice cópula; y, según esto, está en la
inteligencia componente y dividente cuanto complemento de sí, pero se funda en el ser de la cosa,
que es el acto de la esencia»16. Santo Tomás no utiliza nunca el término ser en el primer significado
de esencia. Tampoco le parece adecuada la tercera acepción. En ella se emplea el término ser en el
sentido de es o de cópula del juicio. Con ello queda referida la existencia o el hecho de existir,
porque la verdad del juicio consiste en la adecuación o conformidad de lo pensado con la realidad.
Si en una proposición verdadera se unen o separan dos conceptos, es porque lo representado por
ellos, en la realidad, está del mismo modo. Expresa, por tanto, lo que es o existe. Ser propiamente
significa el acto de la esencia, el acto de los actos esenciales, un acto que, sin ser esencial, es
poseído por los que constituyen a la esencia. Tan radical es la actualidad del ser, que la misma
existencia deriva de él como uno de sus efectos. Se desprende de ello que el ser no es la mera
existencia, el simple hecho de estar fuera de las causas o presente en la realidad extramental, algo
constatable por los sentidos. Explícitamente declara santo Tomás, en el último texto citado, que «el
ser es por lo que algo es», aquello que hace estar en la realidad. No es un mero estado, sino su
causa. La existencia, con respecto al ser, es uno de sus efectos. Se distinguen, por tanto, como un
efecto secundario de la causa que lo origina.
El ser realiza esta función existencial o realizadora, que hace que el ente ya constituido esté
presente en la realidad; pero además, ejerce otra, más básica, que puede denominarse
entificadora, porque convierte a la esencia en ente: «El ser es la actualidad de toda forma o
naturaleza, pues no se significa la bondad o humanidad en acto, sino en cuanto significamos el ser.
Así, pues, es preciso que el mismo ser sea comparado con la esencia, que, por esto es algo distinto
de ella, como el acto a la potencia»17. Santo Tomás comprende a la esencia no sólo como acto
esencial, sino también como potencia o capacidad con respecto al ser, el cual es así su acto, no
constitutivo de la esencia, sino del ente. Esta relación potencial-actual entre la esencia y el ser, no
tiene un significado idéntico a la potencia y acto aristotélicos, porque se toma no con un sentido
unívoco, sino análogo. La esencia y el ser no se relacionan igual que la materia y la forma, ni la
sustancia y los accidentes, porque los dos constitutivos del ente no sólo son distintos, sino que
además pertenecen a un orden distinto. El ser, acto del ente, es la actualidad de todos los actos
esenciales. Es el acto de los actos. Por esta razón, el ser no puede advenir al ente como un acto
último, o como la última actualidad, como han enseñado algunos, que completaría a los actos
esenciales ya perfectamente constituidos como tales. El ser es la primera actualidad, que
fundamenta y constituye a todos los demás actos. El ser es la forma de las formas. Siendo acto, el
ser es perfección, porque «toda cosa es perfecta en cuanto está en acto. Imperfecta, por el
contrario, en cuanto está en potencia, con privación del acto»18. Asimismo, de que sea acto
primero y fundamental, se sigue que no es una mera perfección, sino la máxima, constitutiva de
todas las del ente. «Todas las perfecciones pertenecen a la perfección de ser; según esto, pues, las
cosas son perfectas en cuanto de algún modo tienen ser» 19. En último término, las perfecciones del
ente tienen su origen en el ser, no en la esencia. El ser no es una perfección más que se añada a
otras que, por tanto, surgirían de la esencia, sino que es la perfección suprema, y, como tal, no
puede perfeccionarse: «El ser es lo más perfecto de todo, pues es comparado a todo como acto.
Pues nada tiene actualidad a no ser en cuanto es; de donde el mismo ser es la actualidad de todas
las cosas, y aun de las mismas formas. De donde no es comparado a otro como el recipiente a lo
recibido, sino más bien, como lo recibido al recipiente» 20.
V. LA ESENCIA.
El papel de la esencia, en el ente, es doble. Sus dos funciones están indicadas en esta definición:
«Por ella y en ella el ente tiene ser» 21. La primera podría denominarse condicional, porque la
esencia es la condición para que el ente pueda tener el ser. Por ella, o gracias a ella, el ente puede
estar constituido por el acto de ser. La esencia es lo que hará posible que el ser pueda ser recibido.
Debe precisarse que este cometido lo realiza la esencia en su sentido abstracto, puesto que, por
ella, el ente pertenece a una especie precisa, requisito indispensable para tener ser. La segunda
función de la esencia es la de sustentar el ser. La esencia es el sujeto o recipiente del acto de ser.
De ahí que en esta definición se dice que en ella el ente posee su ser. Esta función sustentadora la
hace únicamente la esencia individual, que es así sujeto del ser. Al decirse que la esencia recibe o
sustenta al ser, no hay que entenderlo en el sentido de que sea su sujeto, como si fuese una
realidad receptora de otra realidad. La esencia, desde el orden entitativo, no es absolutamente
/nada, es únicamente el grado o medida de limitación del ser. Si los entes difieren entre sí es
porque el ser propio de cada uno está limitado en distintos grados. La esencia expresa este nivel de
imperfección.
Una de las consecuencias más importantes de la doctrina de la participación del ser es la doctrina
metafísica de la persona: «El ser pertenece a la misma constitución de la persona»22. El principio
personificador, el que es la raíz y origen de todas las perfecciones de la persona, es su ser propio.
La /personalidad, lo que convierte a la naturaleza en persona y hace que esta sea distinta de los
otros entes sustanciales, es el ser. Puede parecer que la noción de /persona, por esta perfección
suprema, básica y fundamental, y no genérica, que significa formalmente, sea un trascendental. Sin
embargo, no puede considerarse tampoco como trascendental, como un concepto no genérico ni
específico de máxima extensión, convertible con el de ente. La persona carece de esta
universalidad. En todo caso, por trascender todos los géneros y todas las categorías, puesto que no
puede explicarse por determinaciones sobre géneros o especies, ni por ninguna de las categorías,
como si fuese algo meramente sustancial o accidental, hay que concebirla como inmediatamente
participante del ser. Aunque todas las perfecciones del ente se resuelvan en último término en el
acto del ser, la persona, sin mediación de algo esencial, directamente se refiere al ser. Por ello,
debe comprenderse como vinculada al ser, y a los trascendentales que funda: la unidad, la verdad y
la bondad. En este sentido, la persona tiene un carácter trascendental y, por ello, es lo que posee
más ser; y, por lo mismo, lo más unitario, lo más verdadero y lo más bueno. Si el principio
personificador, el constitutivo formal de la persona, fuese alguna propiedad esencial como, por
ejemplo, la racionalidad, la libertad, la capacidad comunicativa o relacional, o cualquier otra
característica, por importante y necesaria que fuese, el hombre no sería siempre persona. En el
transcurso de cada vida humana, estos y todos los atributos de la esencia individual humana
cambian en sí mismos o en diferentes aspectos.
a) Puede afirmarse, en primer lugar, que la realidad personal se encuentra en todos los hombres.
Ser persona es lo más común. Está en cada hombre, lo que no ocurre con cualquiera de los
atributos humanos. Todos los hombres y en cualquier situación de su vida, independientemente de
toda cualidad, relación, o determinación accidental y de toda circunstancia biológica, psicológica,
cultural, social, etc., son siempre personas en acto. b) En segundo lugar, debe decirse que todo
hombre es persona en el mismo grado. No hay participación en el ser personal humano. En cuanto
personas, todos los hombres son iguales entre sí, aun con las mayores diferencias en su naturaleza
individual; y por ello, tienen idénticos derechos inviolables. Los niños, los ancianos, los enfermos
mentales, el hombre en su fase embrionaria, todos los hombres en cualquier condición, son
siempre personas humanas. Nunca son ni pueden convertirse en cosas. Y son personas sin
diferencias en el orden personal. No hay categorías de la persona en cuanto tal. Como hombres
somos distintos en perfecciones; como personas, absolutamente iguales en perfección y /dignidad.
c) Por expresar directamente el ser, en tercer lugar, en la noción de persona se alude al máximo
nivel de perfección, dignidad, nobleza y perfectividad, muy superior a la de su naturaleza. Tanto
por su naturaleza como por su persona, el hombre posee perfecciones; pero su mayor perfección y
la más básica es la que le confiere su ser personal. La persona indica lo más digno y lo más perfecto.
«La persona es lo más perfecto que hay en toda la naturaleza»23. La persona, por significar esta
perfección suprema, básica y fundamental, y no genérica, expresa también lo que posee más ser.
d) En cuarto lugar, la persona es el concepto más completo de todos, porque dice referencia a
todas las estructuras del ente, categoriales y trascendentales. La persona expresa la totalidad
humana, todos sus constitutivos, los esenciales, los accidentales, y el ser como constitutivo formal.
e) La persona es una totalidad entitativa. Además, y precisamente por ello, en quinto lugar, la
persona significa siempre lo concreto y singular. Las cosas no personales, son estimables por la
esencia que poseen. En ellas, todo, incluida su singularidad, se ordena a las propiedades y
operaciones específicas de sus naturalezas. De ahí que los individuos únicamente interesan en
cuanto son portadores de ellas. Todos los de una misma especie son, por ello, intercambiables. No
ocurre así con las personas, porque interesa su individualidad, que intenta expresar el nombre de
persona, que no es así ni un nombre común, en sentido estricto, ni propio. A diferencia de todos
los demás, la persona humana es un 'individuo único e irrepetible. Cada persona o individuo
humano es único e insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga
relación, algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se refiera a él mismo. Un
nombre que indica su carácter individual y valioso por sí mismo. Sólo las personas tienen nombre
propio. El nombre propio se puede extender de la persona, su objeto directo, a su entorno, que
tiene un nombre propio no por sí mismo, sino por estar referido a las personas. La persona es
mucho más inefable que cualquier otra cosa individual, y hasta que el individuo humano. La
individualidad personal incluye, por una parte, la de su naturaleza sustancial, individualizada, como
las otras sustancias compuestas, por sus principios individuantes de orden también esencial; por
otra, la mayor singularización que le proporciona la posesión de un ser propio y proporcionado a
esta esencia. Este ser personal hace que la persona se posea a sí misma, por medio de su
entendimiento y por medio de su /voluntad. f) El ser propio de la persona, en un nivel de mayor
participación, le confiere la autoposesión, que puede considerarse en sexto lugar, otro de los
caracteres propios de la persona. Esta posesión personal se realiza por medio de la autoconciencia
intelectiva, o experiencia existencial de la facultad espiritual inteligible e intelectual. Gracias a ella,
aunque en un grado limitado, la persona se posee intelectivamente a sí misma. La posesión propia
de la persona se lleva a cabo también por su facultad espiritual volitiva. Con esta autoposesión, la
persona se ama a sí misma, de un modo natural y necesario, pero no desordenadamente, porque
entonces este amor de sí se convertiría en egoísmo. Por su autoposesión, o por ser dueña de sí
misma, la singularidad de la persona es más plena que la de los demás entes sustanciales. g) Por
último, en séptimo lugar, la persona, por su bondad individual, fundada en su ser propio, es capaz
de ser fin en sí misma y, por tanto, es también capaz de ser amada por sí misma. Sólo la persona
puede despertar un amor pleno, el 'amor de donación recíproca, que se constituye por una unión
afectuosa y origina una comunicación de vida personal. Puede decirse que la persona es un ser
capaz de amar y ser amado con amor de donación, o como lo que es sujeto y objeto de amor no
posesivo.
Estas siete características de la persona, explican la siguiente tesis personalista de santo Tomás:
«Todas las ciencias y las artes se ordenan a una sola cosa: a la perfección del hombre, que es su
felicidad»24.
NOTAS: 1 Brief über den Humanismus, § 55. - 2 Holzwege, § 80. — 3 ID, § 243. - 4 ID, § 336. - 5
Metafísica, IV, 1, 1003a 21-26. — 6 De Veritate, y. 1., a. 1. — 7 S. Th., 1, 5, 2. — 8 ID, 1-11, 94, 29.
— 9 De Verit., q, 1, a. 1. — 10 De ente et essentia, c. 1 . — 11 De Verit., y. 1 , a. 1. — 12 ID. — 13 ID.
— 14 In Metaphy.s., 1, lect. 1, 2419. — 15 AVICENA, Metaph., Introd. — 16 In Sent., 1, d. 33, y. 1, a.
1, ad 1. — 17 S. Tb., 1, 3, 4. — 18 Cont. Gentes, 2, 68. — 19 S. Th., 1, 4, 2. — 20 ID, 1, 4, 3, ad 3. —
21 De ente et es.sentia, c. 1. - 22 S.Tb., 111, 19,1, ad 4.— 23 ID,1,29,3.- 24 In Metaphys., 1, Iect. 1,
2419.
BIBL.: BOFILL J., La escala de los seres o el dinamismo de la perfección, Cristiandad, Madrid 1950;
FORMENT E., Ser y persona, Universidad de Barcelona, Barcelona 1983 2; ID, Persona y modo
substancial, PPU, Barcelona 19842; ID, Filosofía del ser, PPU, Barcelona 1988; ID, La dimensión
personal del ser humano, en LoMBA J. (ed.), El arte de vivir; Obra Cultural-Ibercaja, Zaragoza 1994,
49-63; GONZÁLEZ A. L., Ser y participación, Eunsa, Pamplona 1979; Gulu I., Ser y obrar PPU,
Barcelona 1991; HEIDEGGER M., Brief iiher den Hummnisnms, Francke, Berna 1947; ID, Holzwege,
Klostermann, Frankfurt 1950; LOBATO A., Ser y belleza, Herder, Barcelona 1965; MARITAIN J., Siete
lecciones sobre el ser y los primeros principios de la razón especulativa, DDB, Buenos Aires 1943;
MARTÍNEZ PORCELL J., Metafísica de la persona, PPU, Barcelona 1992; TOMÁS DE AQUINO, La
verdad. Selección de textos, Cuadernos de Anuario Filosófico, Pamplona 1995.
E. Forment
SEXUALIDAD
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
Esta complejidad de su naturaleza ha hecho que su análisis se realice a partir de ópticas muy
diferentes e, incluso, antagónicas. Hoy vivimos en una sociedad pluralista, donde todo lo
relacionado con el sexo se fundamenta en múltiples visiones antropológicas, que determinan y
condicionan el rostro que cada uno presenta de la sexualidad. Sin hacer ahora un estudio histórico,
nos limitaremos a dibujar los rasgos de una doble antropología, que ha influido de manera
constante, antes de ofrecer la que parece más aceptable y deducir algunas conclusiones.
1. Antropología espiritualista. Desde la antigüedad más clásica, han existido corrientes, que
podríamos adjetivar como demasiado espiritualistas, en las que la dimensión corpórea y placentera
se valoraba como algo negativo y peligroso. Lo digno era mantener la fuerza del logos (razón) por
encima del alogon (lo irracional), el mayor enemigo de la virtud. El sabio modera sus instintos, evita
cualquier tipo de placeres, renuncia a sus deseos sexuales para obtener un dominio de sí lo más
absoluto y completo posible. Lo más opuesto a la dignidad humana era el obnubilamiento de la
razón, que desaparece, sobre todo, con el placer sexual. El mismo acto matrimonial se consideraba
como algo indigno y animalesco. Otras ideologías añadieron a esta atmósfera cargada de sospechas
y recelos nuevos aspectos pesimistas, que han ido teniendo múltiples traducciones históricas, hasta
los tiempos más recientes. Pero todas comparten un mismo punto de partida: la desconfianza y el
menosprecio de la condición sexual humana.
A pesar de que muchos no compartan estas exageraciones, la visión de esta realidad ha sido
también bastante pesimista y negativa en otras épocas y culturas. La experiencia demuestra que,
en la educación, no se ha sabido transmitir un mensaje de estima y aprecio por esta dimensión. Es
cierto que se trata de una zona resbaladiza, en la que no caben tampoco ciertas ingenuidades, pero
poner en guardia y avisar del peligro ha provocado también un temor excesivo. Con el deseo de
alejar a la gente lo más posible de estos riesgos, se consiguió el efecto contrario: el sexo se ha
convertido para muchos en una verdadera obsesión. Si la primera exigencia pedagógica de todo
buen maestro y educador, requiere apreciar y estar enamorado de la asignatura que se enseña , no
parece que este mensaje se haya transmitido en nuestra educación.
2. Antropología biológica. Pero, por otra parte, como la sexualidad aparece tan atractiva y
tentadora, siempre se han dado antropologías que buscaban una plena reconciliación con el sexo.
Aunque con tonalidades diferentes, el denominador común es ahora el reconocimiento del placer
como un fenómeno que puede abrazarse sin ningún temor; el derecho a seguir las apetencias
biológicas y naturales, a las que no se puede renunciar siti caer en la represión; la exaltación del
gozo sexual como fuente de bienestar y alegría; la denuncia y aniquilamiento de todo obstáculo
que impida la búsqueda de cualquier satisfacción. El interés se centra en el análisis de sus
componentes biológicos. Su funcionamiento queda regulado por los mismos mecanismos
automáticos que aparecen en el mundo de los animales.
La superación de los antiguos miedos y tabúes se realiza con una visión demasiado biológica, donde
se marginan todos los componentes afectivos de la psicología humana. Si antes se despreciaba
todo lo corpóreo y sexual como indigno de la persona, para fomentar un /espiritualismo
descarnado, ahora se cae en una consideración casi zoológica, como si la sexualidad humana no
fuese cualitativamente distinta de la que se observa en el reino animal. El rigorismo de una
tendencia, como la absoluta permisividad de la otra, parten de una antropología común: la
absoluta separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo
racional y lo biológico. Si la persona está constituida por dos elementos antagónicos como el
/cuerpo y el espíritu, existe el riesgo de subrayar la supremacía de uno con el correspondiente
desprecio del /otro. El espiritualismo exagerado quisiera hacer de la persona un espíritu sin sexo,
que ensucia y esclaviza. Mientras que el permisivismo biológico elimina lo trascendente, para
dedicarse al disfrute del placer que nos ofrece la anatomía humana. La opción entre angelismo y
zoología aparece como la única alternativa posible.
3. Antropología personalista. Y es que todo intento de acercarse al ser humano desde una óptica
dualista, está condenado al fracaso, por el riesgo de convertirlo en un ángel o en una bestia. Sólo
una antropología mucho más unitaria hace posible una visión humanista de lo que simboliza y
expresa la sexualidad. Aunque nuestras estructuras anatómicas tengan una cierta analogía con las
del mundo de los animales, encierran un significado bastante diferente. Existe una realidad —
llámese /alma, principio vital, estructura, etc.— que nos eleva por encima de cualquier otro ser
viviente. El cuerpo no es un simple elemento de la persona, sino que, al estar vivificado por ese plus
que nos especifica como humanos, se convierte también en 'palabra simbólica y en sendero por el
que nos comunicamos con los demás. De ahí que su expresividad más profunda no se descubra si
leemos sólo el mensaje de su anatomía o de las leyes biológicas que lo determinan. Un médico, por
ejemplo, tendrá que estudiar los mecanismos complejos de la visión o de las articulaciones para
mover la mano, pero el que conozca sólo la anatomía de estos órganos no podrá comprender
nunca su más auténtico significado, hasta que no se enfrente con unos ojos llenos de ternura, o
sienta el cariño de una caricia. Y es que la 'mirada y la mano de una persona no sirven sólo para ver
o palpar, sino que simbolizan y manifiestan el cariño oculto en el corazón. El cuerpo queda, de esta
manera, elevado a una categoría humana, henchido de un simbolismo impresionante. Cualquier
expresión corporal, aparece de repente iluminada, cuando se hace lenguaje para comunicar un
sentimiento. Es la ventana por donde el espíritu se asoma hacia afuera, el sendero que utiliza para
acercarse a otras personas, la palabra que posibilita cualquier encuentro o 'revelación. Sólo hemos
querido subrayar esta dimensión comunicativa para caer en la cuenta, desde el principio, de que lo
corporal tiene un sentido trascendente, de apertura, más allá de un valor simplemente biológico. El
cuerpo humano es algo más que un conjunto anatómico de células vivientes. No es cárcel ni
sepulcro; realidad sucia o denigrante. Es la epifanía de lo que el espíritu quiera transmitir. Y, como
en toda palabra, lo que vale e importa es el mensaje que nace del 'corazón.
Ahora bien, esta corporalidad aparece bajo una doble manifestación en el ser humano. El /hombre
y la mujer constituyen las dos únicas maneras de vivir en el cuerpo, cada uno con un estilo peculiar
y con unas características que lo especifican. Pero estas diferencias no radican tampoco en una
determinada anatomía, sino que condicionan nuestra forma de ser masculina o femenina. Dos
vocaciones diferentes que matizan los componentes psicológicos, afectivos y espirituales de cada
persona. La experiencia de todos los tiempos ha constatado un fenómeno universal: la llamada
recíproca y complementaria entre estas dos formas de existir y comportarse, que provoca una
irradiación psíquica agradable entre ambos sexos. Este mutuo enriquecimiento, constituye la
sexualidad en su sentido más amplio, como algo distinto a la genitalidad, que hace referencia a la
base reproductora del sexo y al ejercicio de los órganos adecuados para esta finalidad.
De la misma manera que insistíamos en el carácter simbólico del cuerpo, esta fuerza erótica, por la
que el hombre y la mujer se sienten seducidos, revela también una invitación al encuentro.
También el erotismo, en su sentido más profundo, juega un papel importante en el mundo de los
signos. Es una fuerza que sugiere, moviliza, atrae, estimula hacia la comunión, donde entran
también el placer, la sexualidad y hasta la misma genitalidad; pero revela y manifiesta, justamente
por su carácter de mediador, la existencia de algo que colme la nostalgia de plenitud. Se apoya,
pues, en el cuerpo humano, se siente atraído por las múltiples llamadas que lo seducen, pero
nunca se acerca a él o lo ofrece como simple realidad biológica o instintiva, como puro instrumento
de placer, sino que lo descubre como portador de un mensaje humano, y lo presenta como palabra
significativa que invita a una comunión personal. Su carácter atractivo y complementario impide la
vulgaridad, el aburrimiento, la rutina, la mera instintividad, creando una atmósfera de misterio,
encanto, respeto, búsqueda y admiración. Pero no se trata de una técnica refinada para disfrutar
del placer o de un estudio científico sobre los mecanismos biológicos que lo favorecen o
disminuyen. La corriente erótica subraya, por encima de todo, la supremacía de la persona, va más
allá de la pura biología, hace del cuerpo un camino que no acaba en el gozo de su posesión. Es el
encuentro con el otro lo que anhela, la apertura hacia una entrega personal, como un don que
regala para ofrecer un poco de alegría e ilusión, y como signo de su propia indigencia y soledad,
que mendiga también una limosna para su vacío interior. Quedarse en el gozo del cuerpo es
convertirlo en un objeto de placer, instrumentalizar a la persona, dejar que ese dinamismo humano
se reduzca a simple pornografía.
Todavía existe un paso ulterior, en el que el hombre y la mujer alcanzan una comunión más honda
y vinculante. El impulso sexual lleva, en ocasiones, hasta el abrazo de los cuerpos como la meta
final de un acercamiento progresivo. Su objetivo no se reduce exclusivamente a la búsqueda de la
procreación, como se ha subrayado siempre en épocas anteriores. Ni siquiera en el reino animal,
como se ha demostrado en múltiples estudios, los mecanismos genitales tienen su explicación
última en los procesos biológicos y hormonales. El ritmo del instinto queda influenciado por la
presencia de otros elementos que, en lenguaje humano, se vinculan con el psiquismo, la conquista
y la ternura. Estas influencias psicológicas adquieren en el ser humano un relieve mucho mayor.
Para la entrega absoluta hay que superar una serie de barreras inhibitorias, que impiden la
satisfacción inmediata del /deseo. Son muchas las actitudes internas, y hasta sociales, que
dificultan el acercamiento genital, y cuya función consiste, además de otras posibles explicaciones,
en una revalorización de los actos instintivos para llenarlos de una riqueza simbólica y expresiva.
Para que las puertas de nuestra intimidad psicológica y sexual se abran a cualquier persona, se
requiere una previa conquista que convierta al extraño y desconocido en el amigo y compañero del
que uno se puede fiar sin temores. De esta forma la genitalidad manifiesta también su dimensión
unitiva. Su mismo exceso y abundancia, en la especie humana, encuentra aquí su mejor
explicación: además de para procrear, que sólo se realiza en muy contadas ocasiones, su misión
radica en ser un vínculo de cercanía y amor personal. La entrega corporal es la fiesta del amor, la
palabra repetida de dos personas que se han ofrecido su corazón para compartir con totalidad su
existencia.
V. LA EDUCACIÓN SEXUAL.
Una /antropología personalista es la única que puede encauzar la libido. Desde una sexualidad oral
hay que conducir a la persona, mediante una educación lenta y constante, hacia una sexualidad
genital, que se caracteriza precisamente, como apuntan los psicólogos, por su aspecto oblativo y
por su actitud para un cariño /interpersonal y auténtico. Las diferentes fases que atraviesa, por
encima de los términos alegóricos utilizados, marcan una línea progresiva, hasta hacer del sexo, en
todos sus niveles, una palabra dócil, capaz de expresar el amor y la ternura. Las energías y
pulsiones del instinto no desaparecen, sino que se encauzan e integran de manera armoniosa en
una profunda comunión.
Cuando Freud afirma que el niño es un «perverso polimorfo», quiere decir que la maduración de la
libido no es un regalo que nos ofrece la naturaleza, sino fruto de una educación que también nos
enseña el idioma del sexo. Hay que recorrer el camino que lleva desde los primeros balbuceos
infantiles hasta la posibilidad de un lenguaje adulto. Por ello, la formación sexual no consiste en
ofrecer unos simples conocimientos de las funciones y mecanismos biológicos, a los que tantas
veces se reduce la enseñanza escolar, sino que supone una verdadera obra de artesanía, que
configura al impulso para hacerlo portador de este mensaje simbólico.
Y es que, en la conducta humana, existen acciones que podrían adjetivarse como útiles y
productivas, porque sirven para obtener un fin determinado, algo que nos conviene y gratifica. La
comida es un remedio para eliminar el hambre, como el estudio es beneficioso para obtener un
título y ganarse la vida. Pero hay otras, que no están destinadas a producir ningún efecto, sino a
manifestar de forma clara y visible la actitud del que las realiza. Por debajo de las simples
apariencias, se descubre una riqueza expresiva, cargada de humanismo. Cuando se deja un ramo
de flores sobre la tumba o se da un beso para saludar a una persona, no se pretende ninguna
utilidad o interés, pues se trata sólo de un gesto que manifiesta el recuerdo del corazón o la alegría
de un encuentro. La sexualidad, sin embargo, como otras acciones de la vida, encierra un carácter
simbólico y, al mismo tiempo, utilitario por la compensación y el placer que reporta. Sirve para
expresar el amor interior, según hemos visto, y gratifica hondamente a la persona que la vive. La
ambigüedad de estas acciones resulta evidente. Sobre ellas cae la amenaza de que pierdan su
dimensión simbólica para reducirse únicamente a su aspecto placentero. La educación y la moral
pretenden mantener este equilibrio para que no se margine ninguno de los dos aspectos. Que el
amor no se espiritualice de tal manera que olvide el juego, la pasión y la fiesta. Pero que estos
elementos no ahoguen tampoco la función simbólica y expresiva, para que el sexo quede siempre
transido por la presencia del cariño.
La experiencia del simple placer es demasiado pequeña para responder a las expectativas que
despierta, y siempre produce la honda amargura de una promesa incumplida, la sensación de vacío
cuando, al desaparecer, brota de nuevo la soledad y el abandono. Sólo el cariño consigue cerrar
cualquier herida humana, para no dejar el dolor de la insatisfacción. En esta vivencia afectiva es
donde el placer adquiere su verdadero sentido, pues se revela como expresión de una conducta
que no se sostiene en él, por su carácter frágil y quebradizo, sino por un impulso que lo trasciende,
y permanece incluso cuando ha desaparecido. El placer se vive, entonces, no como un objetivo
primario, sino como un símbolo de la entrega amorosa y un soplo que la anima y densifica.
Es cierto que la imagen del amor que se dibuja en nuestra sociedad es muchas veces una auténtica
caricatura, un producto falsificado de su verdadero rostro. El arte de amar no es fácil de aprender
en una cultura donde no interesa conocer sus exigencias humanas y psicológicas. Pero si esta
asignatura se olvida, la sexualidad caerá en la vulgaridad e insignificancia.
BIBL.: AA.VV., Estudios sobre sexualidad humana, Morata, Madrid 1967; ANATRELLA T., El sexo
olvidado, Sal Terrae, Santander 1994; FROMM E., El arte de amar. Una investigación sobre la
naturaleza del amor, Paidós, Barcelona 199415; FUCHS E., Deseo y ternura. Fuentes e historia de
una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio, DDB, Bilbao 1995; GALLI N., Educación sexual
y cambio cultural, Herder, Barcelona 1984; KOSNIK A. (dir.), La sexualidad humana, Cristiandad,
Madrid 1978; LÓPEZ AZPITARTE E., Ética de la sexualidad y del matrimonio, San Pablo, Madrid
1994'-; SIMON M., Comprender la sexualidad hoy, Sal Terrae, Santander 1978; VALSECCHI A.,
Sexualidad, en Rossl L.-VALSECCHI A. (dirs.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, San
Pablo, Madrid 1974.
E. López Azpitarte
SÍ MISMO
DicPC
I. MISMIDAD Y RELACIONALIDAD.
A medida que se asciende en el mundo de la /Naturaleza y de los vivientes se encuentra una mayor
unidad, hasta llegar al sí mismo propio de la /persona. Por debajo de la Naturaleza, en los
utensilios, no hay mismidad, porque sólo son en el haz de remitencias que los vuelven disponibles;
en aislamiento pierden su identidad. Así, la escalera está para escalar los andamios, estos para
apuntalar el edificio, este para congregar a los asambleístas... En la Naturaleza en su conjunto, y en
los organismos individuales, en cambio, las partes cooperan y se reparan mutuamente en función
de la /totalidad. Los elementos naturales desaparecen unos en otros, a través de la acción y pasión
correlativas, o simplemente debido a la ausencia de solución de continuidad entre las partes
extensas (tal como entre el río, el valle, la montaña y las rocas). La sustantividad corresponde al
todo energético del que se benefician las partes, y en el que se emplazan de modo necesario.
Correlativamente, la relacionalidad no privilegia a uno u otro de los términos, sino que los relativiza
al conjunto del Universo.
Cuando se pasa al mundo de los vivientes, cada planta actúa desde sí, como una unidad
diferenciada, tal como lo manifiesta la fotosíntesis o conversión que el vegetal hace de la materia
inorgánica en orgánica. Pero los tropismos y taxias de las plantas son meramente direccionales, sin
estímulos determinados que actúen sobre algunas de sus partes, y sin la correspondiente actividad
de búsqueda. Al vegetal le falta la referencia de sus estados orgánicos a un centro, como es el
sistema nervioso en el animal, y le faltan también los instintos específicos, que orientan la actividad
animal hacia el mundo en torno. Con todo, en el animal la /relación viviente-/mundo externo no es
todavía entre dos realidades diferenciadas, porque los instintos reemplazan la acción voluntaria
que parte del yo, y porque el entorno al que se abre es sólo la prolongación de sus estructuras
instintivas.
En los niveles inferiores al /hombre se advierte ya que el conjunto es tanto más sí mismo cuanto
más es uno, cuanto más triunfa sobre lo /otro. De este modo, tanto las partes internas como los
correlatos a que remiten los todos, no existen por su cuenta, sino que son reclamados por el
conjunto uno, tal como ocurre en una vivienda, un viviente o una estructura, los cuales albergan la
alteridad, ya en sí mismos, ya como término de relación1. La unificación en el hombre, por el
contrario, no significa sólo la integración de lo otro en él, pues no es el sujeto el que reduce a sí al
objeto, sino que más bien se abre a él. La relación del sí mismo con lo otro ha variado de
orientación.
El sujeto se recobra a sí mismo desde lo otro, que no es asimilado por él a sí, como en la planta o
en el animal, sino más bien acogido como contradistinto. En sí mismo incluye, de este modo, la
apertura a lo otro. Hay limitación recíproca, en la medida en que hay también dependencia del
sujeto respecto de lo que no es él. La apertura connota aquí negatividad: no soy aquello que
conozco ni aquello que quiero, sino que me enriquezco con ello. La conciencia del sí mismo como
un yo implica, por tanto, la conciencia de lo que no es el yo, como lo que le asigna los límites en el
conjunto de lo que es. En la conciencia de que yo soy, el yo se destaca en el horizonte de lo que es,
delimitándose frente a todos los otros que se perfilan sobre el mismo horizonte del ser.
Pero el sujeto encuentra la /alteridad no sólo fuera, sino también en su propia duración extática,
distendida entre lo que ya no es y lo que no es todavía. Ahora bien, ¿cómo es posible que dure, si
sólo el presente puntual es actualmente y, por tanto, el pasado y el futuro carecen de consistencia
efectiva? La única respuesta posible está en la permanencia del yo a través del tiempo. Es peculiar
del ser del yo un presente no puntual, no acumulativo con otros momentos temporales a los que
remitiera o en los que se desvaneciera. Su presente tampoco es de modo pleno, ya que
continuamente se rebasa a sí mismo, a la medida de la temporalidad no cumplida. La permanencia
del yo no consiste, pues, en estar más allá de la temporalidad, sino en ser a través del tiempo. El
pasado y el futuro no son sólo en la memoria y en la anticipación respectivamente, sino que
pertenecen potencialmente al propio /ser.
La permanencia intratemporal del yo se plasma en que vive todo él en sus vivencias pasajeras. El yo
resulta indescriptible al margen de sus modos de referirse a lo otro en las vivencias. A través de
estos modos de referirse, el yo encauza el rayo de la mirada. La intuición de lo otro no puede ser,
por tanto, un recibir pasivamente, puesto que tiene al yo por correlato de la donación, por foco de
irradiación de los actos. El yo es siempre en acto en sus vivencias2. La presencia constante del yo
hace de sus vivencias no un encadenamiento, sino una corriente en flujo.
Sin embargo, el yo consciente emerge al acto desde las capas no conscientes del alma, desde sus
potencialidades. Así, por ejemplo, soy consciente de mis capacidades latentes en la vivencia de la
resistencia que me opone el mundo. El sí mismo no puede ser enteramente esclarecido y
dominado por el yo consciente y volitivo. Lo cual se muestra asimismo en el hiato entre expresión y
percepción, entre la conciencia de lo externo y la conciencia temática de sí, el pensamiento
indivisible y su expresión articulada, la palabra parlante y la palabra hablada... De un modo general,
la precedencia de los pronombres me y mi sobre yo son muestra de esta opacidad inicial del sujeto
personal.
Siguiendo a X. Zubiri 3, con el me la persona se hace patente en cada uno de sus estados y vivencias
en tanto que suyos: me tomo una taza de café, me doy un paseo, me encuentro bien... La voz
media expone esta primera reflexividad del sujeto que acompaña a los actos singulares. Un
segundo nivel de reflexividad se alcanza cuando se adscriben al sujeto idéntico esas vivencias: la
persona se destaca entonces del conjunto de sus vivencias, como en «me ocurrió a mí el pasear»,
«se sucedieron en mí tales y cuales actos...». Sólo cuando el sujeto tematiza su identidad propia,
delimitándola de todo lo otro, y hasta de sus mismas vivencias, tiene lugar la comparecencia de sí
mismo como yo, hasta entonces no hecho manifiesto. El yo es la actualización lingüística de un sí
mismo, que previamente se ha patentizado como me y como mí: es antes el que me suceda a mí
mismo que veo que el identificarme como yo, sujeto del ver.
Podemos denominar con Heidegger facticidad a este estar-ahí del sí mismo, anterior a su
conciencia expresa como yo. Pues bien, la facticidad del sí mismo se reconoce también como
alteridad, de un modo específico, en la proyección de sus posibilidades en el mundo. Pues, como
advierte Heidegger, el sí mismo no se comprende directamente, como estando ahí ya dado, sino a
través de sus posibilidades mundanas estructurales, en tanto que posibilidades en las que él se
proyecta y con las que estructura el mundo4.
La identidad del sí mismo no es en tales casos la de lo mismo en medio de la diversidad, sino la del
sujeto singular en su ipseidad. La esfera de pertenencia de cada sujeto, precedente y posibilitante
de la posesión, atestigua su ipseidad. El sí mismo no se muestra ahora como un término común de
adscripción de predicados, un particular básico, sino como agente que se implica a sí mismo al
valerse del lenguaje. Al acceder al sí mismo pragmáticamente, se rebasan los límites de lo
mundano, expuesto públicamente, según advirtiera Wittgenstein. La confusión entre ipseidad y
mismidad está en la base de las críticas empiristas a la identidad del sí mismo de la persona,
renovadas en nuestro tiempo por D. Davidson y D. Parfit, según ha mostrado Ricoeur7.
En primer lugar, por medio del relato, tiene lugar una anticipación del personaje sobre la trama: el
curso narrativo es cerrado y, a lo largo de la intriga, se forja el perfil completo de cada uno de los
actores. Pues bien, la práctica social, pese a estar siempre abierta, incorpora rasgos de la narración,
ya que los agentes anticipan parcelas de su /vida, unifican mediante el recuerdo su pasado,
introducen distintos cortes narrativos en el conjunto de su acción social... En vez de estar sumidos
en una red interactiva de roles siempre en curso, se distancian de ella cada vez que se comportan
como narradores —ya sea anticipando o recordando— de uno y otro fragmento del continuo
biográfico9.
En segundo lugar, el significado objetivo de las acciones sociales, o rol en general, intercambiable
de unos a otros actores, no se solapa con el significado subjetivo que cada uno de los agentes
presta a su acción, por cuanto la temporalidad no es la misma según la corriente de conciencia de
que se trate10. Por ejemplo, en el /diálogo viviente, cada interlocutor ha de descomponer el
mensaje transmitido por el otro, en un movimiento inverso al de recomposición que el oponente
efectúa con sus signos lingüísticos, para cifrar en ellos lo que quiere transmitir: las temporalidades
biográficas respectivas se entrecruzan, sin llegar a coincidir en ninguno de sus estadios.
Correlativamente al sí mismo aparece el otro sí mismo. Lo otro no designa ahora las alteraciones
que se suceden en el interior de lo mismo, ni tampoco las diferencias que separan entre sí a las
mismidades, sino una otredad más radical. Así lo expone el /rostro, en el cual el otro viene desde
más allá, está aconteciendo sin llegar a resolverse en la fijeza de un concepto. El otro se impone al
sí mismo, no como un alter ego, ni como un ejemplar más de un tipo común a ambos, sino como
quien, al interpelar como otro, revela al sí mismo en su responsabilidad. El huérfano, el extranjero y
la viuda son, en efecto, el otro que me hace responsable de su hospitalidad11. Y como el otro no
puede nunca despejarse por estar siempre viniendo desde fuera, hay en este darse no acabado,
infinito, un preludio de la Infinitud de Dios12.
La revelación del sí mismo por el otro, implica el cese de toda intención y de toda iniciativa por
parte suya. El pasado y el futuro dejan de ser modificaciones del presente intencional, como son
respectivamente la rememoración y la anticipación en la conciencia. En la visita, por el contrario, el
otro se anuncia para mí indistintamente como un pasado sin comienzo y como un futuro sin
término.. La apertura al futuro como a lo que es irremisiblemente otro, y la vuelta a un pasado que
precede a toda huella registrable, coinciden, en efecto, en el cara-a-cara con el otro13.
BIBL.: FINANCE J. DE, La victoire su l'autre, en Personne et valeur, Université Gregorienne, Roma
1992; HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 1951; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito,
Sígueme, Salamanca 1977; ID, Le temps et l'autre, PUF, París 1983; ID, De otro modo que ser, o más
allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; MEAD G. H., Espíritu, Persona y sociedad, Paidós,
México 1990; RICOEUR P., Temps et récit, 3 vols., Seuil, París 1983; ID, Soi-méme comme un autre,
Seuil, París 1990; SCHUTZ A., Der sinnhafte Aufbau der sozialen Welt, Suhrkamp, Frankfurt 1993;
STEIN E., Endliches und ewiges Sein, en Werke II, Herder, Friburgo 1986; TUGENDHAT E., Self-
Consciousness and Self-Determination, MIT Press, Cambridge 1986; ZUBIRI X., Sobre el hombre,
Alianza, Madrid 1986; ID, La estructura dinámica de la realidad, Alianza, Madrid 1989.
U. Ferrer Santos
SINDICALISMO
DicPC
I. DESARROLLO HISTÓRICO.
El nacimiento y desarrollo del movimiento sindical está unido al nacimiento y desarrollo del modo
de producción capitalista. Es, por tanto, un movimiento que da sus primeros pasos a finales del
siglo XVIII, se va configurando a lo largo del siglo XIX, y alcanza su madurez a finales de ese siglo,
continuando posteriormente su evolución y modificación, para ir respondiendo adecuadamente a
las sucesivas transformaciones del sistema social, económico y político. En los primeros decenios
de las revoluciones burguesas, posiblemente hasta poco después de la Revolución Francesa, las
reivindicaciones de los trabajadores no se diferencian demasiado de las de la burguesía ilustrada,
aunque ya se notan las divergencias en cuestiones de fondo, como la constitución de ' democracias
censitarias o en episodios más concretos y luctuosos como la ejecución de Babeuf.
No obstante, será a lo largo del siglo XIX cuando se vaya produciendo un progresivo
distanciamiento, que terminará en una clara ruptura en las revoluciones de 1848. Es entonces
cuando autores como Marx, Engels o Proudhon se dan cuenta de que el movimiento obrero debe
tener una organización autónoma enfrentada con la burguesía. En 1864 se funda la I Internacional,
dando cumplida cuenta de una de las aspiraciones que ha animado siempre el movimiento obrero:
el internacionalismo; pues sólo con la unión de los trabajadores de todo el mundo se lograría hacer
frente al /capitalismo y a la burguesía. En 1871 se produce en las calles de París el primer
enfrentamiento realmente serio y radical entre la burguesía y el proletariado, al intentar este
construir una sociedad sin explotadores ni explotados, en lo que ha pasado a la historia con el
nombre de la Comuna. El enfrentamiento no puede tener peor final para los trabajadores, con un
saldo enorme de muertos y detenidos en la durísima represión posterior. A partir de ese
acontecimiento, los intereses de los trabajadores serán defendidos de forma clara en dos ámbitos
diferentes; por una parte, en algunos países se van constituyendo partidos políticos que buscan
una estrecha relación con los sindicatos, y que llevan al parlamento las propuestas de estos. Así
sucede, por ejemplo, en Alemania e Inglaterra. En otros casos, los sindicatos se limitan a su propio
ámbito de /trabajo, bien porque consideran que no deben incidir en temas que no son de su
competencia, bien porque, por el contrario, rechazan frontalmente las posibilidades de los
sistemas parlamentarios, que consideran indisolublemente vinculados a los intereses de la
/burguesía. El hecho es que, en los últimos decenios del siglo XIX y primeros del siglo XX, las luchas
sindicales alcanzan una enorme fuerza y virulencia. En algunos casos se trata simplemente de ser
reconocidos legalmente por las leyes; en otros casos, las reivindicaciones van más allá, y se lucha
en cada fábrica o en sectores de la producción, e incluso a nivel de todo un Estado, por la mejora
de las condiciones de existencia, recurriendo a diversos procedimientos de lucha, desde el boicot y
el label hasta la huelga general. Se logra un enorme poder de convocatoria, con una gran carga
simbólica, con las movilizaciones exigiendo la jornada de ocho horas que aglutinan al movimiento
obrero, con el 1 de mayo como fecha significativa del enfrentamiento con la burguesía.
Pero el sindicalismo experimenta su primer gran fracaso en la I Guerra Mundial, cuando, a pesar de
haber propuesto hacer frente a una guerra que sólo interesaba a los capitalistas y estaba en contra
de las aspiraciones internacionalistas y pacifistas de los trabajadores, no puede impedir que los
trabajadores terminen acudiendo al frente de combate, para matarse entre ellos en defensa de
intereses patrióticos. No obstante, en medio de ese enfrentamiento, se consigue una importante
victoria, la Revolución Rusa, con la implantación del primer Estado obrero en la historia, por más
que desde un primer momento se vieran algunos problemas que indicaban que el modelo estaba
muy lejos de lo que proclamaba defender. Ya antes, en México, se había conseguido igualmente el
reconocimiento constitucional de muchas de las aspiraciones de los trabajadores. Tras la I Guerra
Mundial, en el marco de enormes convulsiones sociales, se van agudizando las revueltas
proletarias, que se agravan con la gran depresión de los años 30. Una vez más, el movimiento
obrero es derrotado en diversos países de Europa, en especial en aquellos en los que el fascismo o
el nazismo consiguen imponerse. La última batalla importante entre el movimiento obrero y la
burguesía capitalista se libra en España. Es aquí donde, liderado por un sindicato y con la
colaboración de otro, se va a intentar el último gran experimento de una organización social
basada en los principios solidarios del sindicalismo; sin embargo, el enorme y sugerente esfuerzo
no logra subsistir más de un año y es derrotado, primero por sus supuestos aliados, y
posteriormente por la gran /derecha de siempre. Ante los excesos desmesurados del fascismo y el
nazismo, se desencadena una nueva Guerra Mundial, que contribuye a resolver los problemas
generados por la gran depresión. Después de la guerra, comienza en Europa un pacto tácito entre
la burguesía y los sindicatos, que permite en unos pocos años sentar las bases de lo que ha venido
a llamarse /Estado del Bienestar o Estado Social de Derecho. Los sindicatos logran ver reconocidas
muchas de las aspiraciones que habían animado sus luchas: mejores condiciones laborales,
accediendo a parte de la plusvalía generada por su propio trabajo; vacaciones pagadas; sanidad y
enseñanza gratuitas; prestaciones sociales para la enfermedad y la vejez... El sindicalismo se
convierte en un interlocutor válido del sistema, lo que en gran parte permite alcanzar un notable
avance económico y social, al menos en los países altamente desarrollados. Más duras son las
condiciones de los sindicatos y los sindicalistas en otros países, en los que siguen sufriendo duras
persecuciones, y en los que no se reconocen prácticamente ninguna de las conquistas conseguidas.
Al menos en una parte no despreciable de la humanidad, más de cien años de duras luchas han
ayudado a mejorar sustancialmente las condiciones de vida de la clase trabajadora, aunque no
hayan permitido alterar radicalmente los fundamentos del sistema capitalista.
Hablar en general de sindicalismo, puede inducir a confusión, dado que ha habido profundas
diferencias entre los diversos modelos de intervención sindical. La aspiración a la unidad de la clase
trabajadora ha sido siempre un ideal que se quería alcanzar, pero no una realidad operativa,
excepto en algunos momentos puntuales. Esa unidad se basaba en un postulado teórico,
mantenido por la mayor parte de los teóricos del /socialismo y del sindicalismo: por encima de
cualquier otra consideración, los trabajadores están unidos por unos mismos intereses, generados
en la situación de explotación y /opresión en que viven. Su lucha final será siempre la misma, la
abolición de la explotación, y las diferencias se situarán más bien en los medios que ayudaran a
alcanzar esa meta final. Los hechos han mostrado más bien lo contrario, y la I Internacional murió
al poco de haber sido fundada, pasando a formarse poco después una II, una III y hasta una IV
Internacionales, que convivieron junto a otros movimientos sindicales que nada querían saber de
esas internacionales. Si nos atenemos a los hechos, no se puede hablar, por tanto, de unidad de los
trabajadores. Esos mismos hechos hacen que sea muy difícil hablar de modelos sindicales puros,
por lo que la tipología que a continuación exponemos, tiene más bien un carácter interpretativo
que descriptivo.
Las divergencias se dan, en parte, porque la evolución histórica ha exigido ir adaptando el modelo
de acción sindical a diferentes contextos; se deben también, en parte, a que no todos los
sindicalistas han compartido los mismos objetivos; por último, obedecen también a razones del
contexto social en que se ha desarrollado la acción sindical y a la reacción de las respectivas clases
dominantes. a) Por un lado, tendríamos todos aquellos sindicatos que han procurado restringir su
actuación estrictamente al marco de las relaciones laborales, intentando mejorar las condiciones
de vida de la clase trabajadora, en especial de aquella que estaba en el marco de acción del
respectivo sindicato. En ningún momento se han planteado poner en cuestión el modo de
producción capitalista ni han querido dar ningún protagonismo a la acción sindical como modelo de
una posible gestión diferente de la sociedad. Este modelo ha predominado en países anglosajones
y, de forma especial, en los Estados Unidos; aprovechan la fuerza que puedan desplegar en los
procesos de negociación colectiva, para imponer los intereses de sus afiliados. En algunos casos,
este tipo de sindicalismo ha sido llamado por los otros sindicatos sindicalismo amarillo, apelativo
despectivo que aludía a su condición de colaboradores en última instancia del sistema económico
de explotación. b) Un segundo gran bloque estaría formado por aquellos sindicatos que también se
han limitado a la lucha económica en el marco de las relaciones laborales, pero eran conscientes de
la necesidad de una transformación revolucionaria de la sociedad. Ahora bien, optaban por una
división del trabajo: unos partidos políticos afines se encargarían de obtener las transformaciones
legislativas que garantizaran ese cambio social en profundidad, y lo harían participando en la vida
/política parlamentaria. Este modelo es el seguido, por ejemplo, por la UGT, en España, y por las
Trade Unions, en Inglaterra, estas últimas próximas al modelo anterior. También puede ser, en
parte, el modelo impuesto en la III Internacional por los partidos comunistas de inspiración
leninista; ahora bien, en este caso, más que una división del trabajo, hay una subordinación de la
lucha sindical a los objetivos de la lucha política, tal y como son diseñados por la vanguardia
consciente del proletariado que está presente en el partido. c) El tercer y último gran bloque,
recoge la tradición presente en los primeros sindicatos de oficio, y es desarrollado
fundamentalmente por Sorel y por el sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo. La lucha
sindical se dirige directamente a la transformación revolucionaria de la sociedad, aboliendo el
sistema capitalista de explotación y opresión; de ahí la importancia dada a la huelga general, como
instrumento de lucha que desborda con mucho el marco de la negociación colectiva. Se preocupan,
desde luego, por mejorar las condiciones de vida de la clase obrera, pero apuntando siempre a una
intervención en la transformación de la sociedad, objetivo último de la clase obrera. Prescinden de
los partidos políticos, bien porque, en la línea anarquista, consideran que la acción política
parlamentaria es fuente de opresión y perpetuación de un sistema inicuo, bien porque consideran
que el sindicato, lugar en el que se agrupan los trabajadores, es autosuficiente para plantear una
organización alternativa de la sociedad. Como decimos, si bien son tres líneas de trabajo claras
desde un punto de vista analítico, en la práctica no están tan claras las divisiones. Ningún sindicato
puede renunciar seriamente a la negociación colectiva como medio de mejorar las condiciones
materiales de existencia de los trabajadores. Del mismo modo, ningún sindicato renuncia
completamente a esa perspectiva de transformación radical de la sociedad; aunque permanezca
aletargada, vuelve a aparecer en algunos momentos de su actuación.
El caso de España es significativo, aunque no ocurra exactamente lo mismo en todas partes: una
desmesurada estructura burocrática se esfuerza permanentemente por negociar con Gobierno y
empresarios; en alguna ocasión recurre incluso a las manifestaciones de fuerza, como huelgas
generales, pero la burocracia es incapaz de gestionar y sacar partido de esas grandes
movilizaciones, que cada vez van disminuyendo ante unos trabajadores poco participativos. Por
otra parte, su capacidad de transformación social se ha visto seriamente mermada por el
protagonismo adquirido por otros movimientos sociales, que con alguna frecuencia tienen más
capacidad de cuestionar el sistema imperante. No se ha diseñado todavía una fórmula de
colaboración estable entre movimientos sociales y sindicatos, lo que resta a ambos capacidad de
intervención. Al mismo tiempo, en épocas de transformaciones aceleradas del sistema productivo,
los empresarios y el propio Gobierno están aprovechando la coyuntura para reducir las conquistas
alcanzadas, y el elevado porcentaje de desempleo o de empleo precario merma notablemente la
capacidad de confrontación del sindicalismo. Es más, es normal comprobar que, en los momentos
en que se producen movilizaciones duras para hacer frente a las agresiones contra los
trabajadores, los grandes sindicatos suelen ir a remolque de esas luchas y tienen tendencia a
frenarlas para poder pasar a la mesa de negociaciones, perdiendo gran parte de sus elementos de
presión.
Existen, por tanto, serias dificultades para el sindicalismo en estos momentos. Es cierto que
vuelven a darse duras condiciones de vida y trabajo, que van a exigir una nueva actuación solidaria
de los trabajadores, en el marco de estructuras estables como las sindicales, si no quieren perder lo
mucho conseguido. Pero es igualmente cierto que el sindicalismo, en especial el más
transformador, el que se enfrenta directamente al sistema, ha perdido fuerza, y que el sindicalismo
de negociación nunca va a ser capaz de hacer valer el interés de la mayoría trabajadora frente a los
intereses de empresarios y Gobiernos. El camino pasa, por tanto, por la recuperación de modelos
de enfrentamiento y elevada participación, de movilizaciones y luchas contundentes, sin olvidar la
permanente labor de la negociación cotidiana, para mejorar las condiciones de trabajo y vida.
BIBL.: AA.VV., Sindicalismo del mañana, IgVi 170 (1994); ANTONIAllI S., Repensar el sindicalismo,
HOAC, Madrid 1986; DÍAZ-SALAZAR R., ¿Todavía la clase obrera?, HOAC, Madrid 1990; GARCÍA
MORIYÓN F., Sindicalismo y política, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1991; GORz A., Los
caminos del paraíso, Laia, Barcelona 1987; OLAIZOLA J. M.-BERRO J. M., Sindicalismo y
transformación social, Los libros de la Catarata, Madrid 1993; WRIGHT E. O., Clase, crisis y estado,
Siglo XXI, Madrid 1983; ZUBERO 1., Los sindicatos españoles ante el cambio tecnológico, DDB,
Bilbao 1993.
E. García Moriyón
SOCIALISMO
DicPC
En la historia del pensamiento social y político, se han rastreado las raíces del socialismo en la
teoría política de Platón, expuesta en La República, por su defensa de la comunidad de bienes de
todo tipo y la abolición de la propiedad privada a todos los niveles: económico, social y sexual.
Aunque posteriormente, en Las Leyes, cambió su pensamiento, Platón mantenía en La República
que la propiedad divide a los hombres mediante la barrera de lo mío y lo tuyo, mientras que la
comunidad de bienes devuelve la unidad. Donde no existe la propiedad, nada es mío ni tuyo, sino
que todo es nuestro. También se daba gran importancia al comunismo de la iglesia cristiana
primitiva y a los elementos comunistas existentes en la vida monástica de la Edad Media y se
redescubrían estas raíces en la revuelta campesina de 1381 o en la insurrección campesina
comunista encabezada por Thomas Münzer en el siglo XVI.
Una referencia importante es la obra Utopía (1516) de Tomás Moro. En ella, Moro realiza una
crítica feroz de la sociedad de su tiempo, de sus injusticias, de las luchas religiosas y de la
intolerancia, y propone una ciudad ideal que no se halla realizada todavía en ningún lugar concreto.
De ahí su nombre: Utopía (no lugar). El punto clave en su planteamiento reside en la ausencia de
propiedad privada. Moro, inspirándose en Platón, propone la comunidad de bienes. Una vez que
han desaparecido las diferencias de riqueza, desaparecen también las diferencias de status social.
Por eso los habitantes de /Utopía llevan a cabo, de forma muy equilibrada, los trabajos propios de
la agricultura y de la artesanía, de manera que se eviten las divisiones sociales, que son
consecuencia de la división del trabajo. El trabajo no dura más de seis horas, para dejar espacio a
las diversiones y a las actividades artísticas. Los habitantes de Utopía son pacíficos, se ajustan al
sano placer, admiten diferentes cultos religiosos y saben aceptarse recíprocamente.
La obra de Tomás Campanella La Ciudad del Sol (1602) bosqueja la estructura de una república
idealmente perfecta, gobernada por un príncipe sacerdote, Sol o Metafísico y asistido por tres
príncipes ayudantes: Pon, Sin y Mor, esto es, Poder, Sabiduría y Amor. Las características de esta
ciudad ideal, ordenada minuciosamente por hombres de ciencia, son la comunidad de bienes y de
mujeres (siguiendo a Platón) y la religión natural.
I. SOCIALISMO LIBERTARIO.
Quizás el Manifiesto de los iguales (1796), de Francois Ndel Babeuf, es el primer pronunciamiento
político socialista. Defendía la socialización de la tierra y de la industria como algo necesario para
completar la revolución iniciada en 1789. Consecuentemente, propugnaba el mismo derecho
natural al disfrute de los bienes de la naturaleza, la obligación universal del /trabajo, el derecho
universal a la educación y la necesidad de abolir tanto la riqueza como la pobreza, en interés de la
felicidad humana. Para realizar esto, veía necesario implantar un liderazgo dictatorial
revolucionario.
Saint-Simon (1760-1825) consideraba que la historia está regida por una ley de progreso no lineal,
consistente en una alternancia de períodos orgánicos y de períodos críticos. La edad moderna es
una época crítica, por lo que hay que avanzar hacia una nueva época orgánica, regida por el
principio de la ciencia positiva. En esta nueva época, el poder espiritual corresponderá a los
hombres de ciencia, y el poder temporal a los industriales. La ciencia y la tecnología se encuentran
en condiciones de solucionar los problemas humanos y sociales. En su obra El Nuevo Cristianismo,
Saint-Simon bosquejó el advenimiento de la sociedad futura como un retorno al cristianismo
primitivo: una sociedad en la que la ciencia constituirá el medio de alcanzar aquella fraternidad
universal que «Dios prescribió a los hombres como su regla de conducta», «mejorando con la
mayor plenitud y la mayor rapidez posibles la existencia moral y física de la clase más numerosa».
Saint-Simon y sus discípulos insistieron en la idea de eliminar la /propiedad privada, anular el
derecho de herencia y planificar la economía, tanto agraria como industrial. La acción del Estado
debería estar inspirada en un criterio supremo: a cada uno según su capacidad (regla de la
producción), a cada uno según sus obras (regla de la distribución).
Robert Owen (1771-1859) ha sido considerado el fundador del socialismo y del cooperativismo
británicos. En un primer momento confió en cambiar a los hombres a través de la transformación
de las condiciones de vida y de trabajo, y por la educación. Convirtió su fábrica en un modelo (para
la época) de condiciones de trabajo, salud y atención escolar, intentando persuadir a otros
empresarios para que hiciesen lo mismo, y al Parlamento para que promulgara medidas en favor
de los obreros. Habiendo fracasado en estos intentos, dedicó la segunda parte de su vida a
promover el movimiento cooperativo y las uniones de trabajadores, propugnando un socialismo
utópico de corte cooperativo, no promovido por el Estado, sino por la acción voluntaria de los
adheridos.
Charles Fourier (1772-1837), discípulo de Saint-Simon, considera que en la historia existe un plan
providencial que incluye al hombre, su trabajo y la manera de configurar la sociedad. Dios ha
colocado unas pasiones humanas que hay que satisfacer. Para respetar el plan armónico de Dios, la
organización social debe hacer el trabajo atrayente para el hombre. La civilización, con su régimen
de la libre competencia, donde cada uno persigue sus propios intereses, sin atender a los de la
comunidad, aumenta la miseria y arruina los valores morales. Por eso Fourier propugna que las
pasiones sean liberadas y dirigidas hacia su máximo rendimiento. La organización más adecuada
para esto era la falange, conjunto de 1620 personas que residen en un falansterio. Los falansterios
son unidades agrario-industriales, donde cada uno encuentra posibilidades de satisfacer sus
inclinaciones y producir lo que le guste. Hay igualdad entre el hombre y la mujer. Los niños son
educados por la comunidad y hay una completa libertad sexual. Un Unarca dirigirá las actividades
del falansterio, pero de manera descentralizada. Con ello se entrará en la edad del Nuevo Mundo
Societario.
Louis Blanc (1811-1882) puede ser considerado como un precursor del socialismo democrático
moderno. Fue partidario de un socialismo basado en la propiedad pública, combinada con la
dirección de la industria por los obreros. Además, abogaba por un sistema parlamentario
democrático, basado en el sufragio universal, que defendiera la democracia industrial y la
distribución del producto social, con arreglo a las necesidades de los hombres. El inventó, o al
menos popularizó, la divisa: «De cada uno con arreglo a su capacidad; a cada uno con arreglo a sus
necesidades».
La implantación del comunismo se realizará por etapas. En una primera fase, después de la ruptura
de la sociedad capitalista, se construirá el socialismo. En esta fase será inevitable cierta desigualdad
entre los hombres, especialmente una desigual retribución del trabajo prestado. La máxima será:
«A igualdad de trabajo, igualdad de salario». La siguiente fase consistirá en la instauración del
"comunismo, con la desaparición de la división del trabajo y la división entre trabajo intelectual y
trabajo manual. Entonces la sociedad podrá escribir sobre su propia bandera: «Cada uno según sus
capacidades, a cada uno según sus necesidades». La validez científica del comunismo depende de
la demostración de la tesis de que este es el desenlace inevitable del desarrollo de la sociedad
capitalista. La obra de Marx, El Capital, está dedicada a demostrarlo. Partiendo del concepto de
plusvalía, valor producido por el trabajo asalariado del que se apropia el capitalista, su análisis se
orienta a demostrar las dos tesis fundamentales que deben justificar el advenimiento del
comunismo: la ley de la acumulación capitalista, por la cual la riqueza tendería a concentrarse en
pocas manos, y la ley de la depauperación progresiva del proletariado. La sociedad capitalista será
destruida por sus contradicciones internas.
Para Bakunin (1814-1876) lo importante era agitar a las masas y dejar a su capacidad espontánea la
tarea de crear el nuevo orden social. Marx concebía la Internacional como un movimiento que
actuaba bajo una dirección central y unificada, aunque con libertad para las secciones nacionales.
Bakunin y sus aliados eran enemigos declarados de Dios y del Estado en todas sus formas, por ser
los enemigos principales de la libertad humana. Marx también era contrario a Dios y al "Estado,
pero el Estado enemigo era el de los feudalistas y capitalistas, al que había que derrocar y
reemplazar por un Estado popular, dirigido por la clase trabajadora. Bakunin, por fin, era contrario
a colaborar con los políticos radicales y los movimientos burgueses, mientras que Marx reconocía la
necesidad de apoyarlos cuando tratasen de implantar reformas favorables a los intereses de la
clase trabajadora: ampliación de derechos políticos, reducción de la jornada de trabajo...
Después del fracaso de la Comuna de París (1872), y dividida internamente, la Primera
Internacional entró en crisis y desapareció formalmente en 1876. Tomó su relevo la Segunda
Internacional, creada en 1889. La función de guía en el movimiento obrero internacional fue
asumida por la socialdemocracia alemana, cuyo ideólogo era Karl Kautsky, marxista ortodoxo. En el
Congreso de Bruselas (1891) se formularon propuestas para lograr la jornada laboral de ocho horas
y una legislación laboral adecuada. En el Congreso de Londres (1896) se decide la expulsión de los
anarquistas, y en el Congreso de Amsterdam se condena el revisionismo reformista de Berstein y se
mantiene la posición marxista clásica. El Congreso celebrado en Stuttgart, en 1907, después del
fracaso de la revolución rusa de 1905, debatió el tema de la huelga general y criticó el colonialismo
y el militarismo. En este punto se aprobó una decisión que comprometía a los partidos socialistas a
impedir la guerra por todos los medios, o, sí hubiera estallado, a lograr que acabara lo más
rápidamente posible y precipitar así la caída de la dominación capitalista. Sin embargo, los partidos
socialistas fueron incapaces de colocar la solidaridad de clase entre los trabajadores de los distintos
países por encima de los intereses nacionales. La guerra se desencadenó con la aprobación o la
neutralidad de numerosos partidos socialistas.
Por esta razón, y por el triunfo revolucionario de los bolcheviques en Rusia, la Segunda
Internacional se desmembró en 1917. Nació la Tercera Internacional en 1919, con el partido
comunista de la Unión Soviética como guía, con la intención de unir y movilizar a todos los
verdaderos revolucionarios, para que lucharan contra sus Gobiernos reaccionarios y contra los
falsos socialistas. Su objetivo era el establecimiento inmediato y universal de la dictadura del
proletariado, con vistas al derrocamiento del capitalismo en todo el mundo, a fin de suprimir la
propiedad privada de los medios de producción y transferir estos medios «al Estado proletario,
bajo la administración socialista de la clase trabajadora». Lenin desarrolló planteamientos
originales respecto a la concepción marxista clásica. Frente a la idea de que la Revolución socialista
debería producirse en un país tras otro, a medida que el /capitalismo se desarrollara y encontrara
contradicciones internas insalvables, sostenía la idea de una única e indivisible Revolución mundial,
que se produciría cuando el capitalismo mundial, considerado como una estructura única, aunque
compleja, llegara al punto en que sus contradicciones internas, previstas por Marx, precipitaran su
caída. La razón de que la revolución se hubiera iniciado en Rusia, y no en un país de capitalismo
avanzado, obedecía a que la cadena del capitalismo se había roto por el eslabón más débil, con lo
que se abría una oportunidad que debía aprovechar el proletariado del mundo entero. Pero el
proletariado no se halla por sí solo en condiciones de madurar una conciencia política
revolucionaria, y se encuentra con frecuencia desorganizado e ignorante. Se necesita un selecto
grupo de revolucionarios, el partido comunista, que constituya la vanguardia del proletariado.
Organizado y consciente, organiza y vuelve consciente a la clase obrera en su camino hacía la
revolución socialista.
En una etapa posterior, ante las dificultades internas existentes en la URSS, y ante el acoso de los
países capitalistas, la política de la Tercera Internacional y de los partidos comunistas se centró,
bajo la égida de Stalin, en la defensa del socialismo en un solo país, apelando a los trabajadores del
mundo entero a subordinar sus intereses a los de la Unión Soviética, como protagonista del
socialismo en un mundo hostil. La victoria del nazismo en Alemania obligó a los comunistas a crear
Frentes Antifascistas. Ante el fracaso de esta política, Stalin cambió nuevamente de línea y llegó a
un acuerdo con los nazis, variando de nuevo, forzosamente, cuando Hitler lanzó su ataque a la
Unión Soviética, en 1941. Como consecuencia de la victoria aliada en la II Guerra Mundial, algunos
países de Europa central y muchos de Europa oriental, liberados por las tropas soviéticas,
adoptaron regímenes dirigidos por los partidos comunistas.
La Segunda Internacional siguió una vida lánguida, muy circunscrita a la vida de los partidos
socialistas europeos, mientras que la Tercera Internacional se extendió más, en América Latina,
Asia y parte de Africa. Sin embargo, a partir de la II Guerra Mundial, la Segunda Internacional se
revitalizó en Europa, accediendo al poder sola o en coalición, y practicando una política reformista.
Mao-Tse-Tung elaboró una perspectiva original dentro de la teoría y la praxis marxistas.
Adaptándose a su realidad nacional, Mao elaboró una estrategia revolucionaria y militar, que partía
del campo para cercar y englobar alas ciudades, en una lucha antíímperialista (nacionalista) y
revolucionaria. Curiosamente, los campesinos constituyeron su fuerza militante central (nueva
heterodoxia marxista). Alcanzó el poder en 1949.
Tras esto se produjo la muerte de Stalin (1953), la denuncia de su política autoritaria por Jruschev
en el Congreso del partido de 1956, el aplastamiento de la rebelión húngara (1956) y la
implantación de regímenes de inspiración marxista en Cuba (1959) y Argelia (1962). También hay
que mencionar las graves tensiones ideológicas y militares entre la URSS y la República China en la
década de los sesenta, y el aplastamiento soviético de la Primavera de Praga (1968), que buscaba
un régimen socialista compatible con el ejercicio de libertades políticas y pluripartidismo. Más
tarde, en la década de los setenta, se implantaron gobiernos de inspiración marxista en Vietnam,
Camboya, Laos y algunos países africanos: Angola, Mozambique, Etiopía...
III. CONCLUSIÓN.
Finalmente, convendría indicar dos puntos de singular importancia para la comprensión del
fenómeno socialista, en sus dimensiones política e ideológica. En primer lugar, la caída del régimen
soviético tras el intento de perestroika política y económica de Gorbachov, lo que produjo al final el
derrumbamiento del sistema unipartidista soviético, el desplome de la economía estatificada y la
desmembración de la Unión Soviética. Como consecuencia de ello, en los países socialistas del Este
europeo, dominados por la geopolítica soviética, se producen bruscos cambios hacia el
pluripartidismo y la economía capitalista, que culminan con la caída del muro de Berlín. Todo un
símbolo de la caída de un modelo de socialismo burocratizado y autoritario, que ha perdido
vigencia real. En segundo lugar, hay que destacar la inestimable riqueza de planteamientos
neomarxistas que se han dado desde los años cincuenta hasta nuestros días. Estos planteamientos
han abierto nuevas perspectivas en el campo filosófico, político y económico, y han influido en las
concepciones y en las actuaciones, tanto de los partidos comunistas y socialistas, como de
colectivos sociales y religiosos, para redefinir las metas del socialismo, sus estrategias y sus
diferentes componentes. El austromarxismo, el marxismo humanista, la Escuela de Frankfurt, el
eurocomunismo, el socialismo autogestionario..., han dejado su impronta en el pensamiento
socialista. Estamos en tiempos de crisis y de perplejidad para el socialismo (o los socialismos), tras
los cambios sociopolíticos e ideológicos acaecidos. Estas transformaciones hacen necesario y
urgente repensar el socialismo, sus propuestas ideológicas, sus planteamientos políticos y
económicos en la búsqueda de una sociedad y unas personas más emancipadas a nivel planetario.
Las viejas divisiones entre socialistas, comunistas y anarquistas se han resquebrajado. Hay que
repensar muchas cuestiones: socialismo y democracia, economía de mercado y planificación
colectiva, mercado mundial capitalista y alternativas socialistas, socialismo y emancipación
nacional, socialismo y culturas diferenciadas, socialismo y religión... El futuro del socialismo
depende precisamente de nuevos replanteamientos y de nuevas prácticas adecuadas a las nuevas
situaciones sociopolíticas y económicas. Es necesaria la redefinición socialista de los viejos
conceptos de 'libertad, 'igualdad y 'fraternidad.
BIBL.: ALBERDI R.-BELDA R., Introducción crítica al estudio del marxismo, DDB, Bilbao 1986; COLE G.
D. H., Historia del pensamiento socialista, 7 vols., FCE, México 1957-1963; FETSCHER 1., El
marxismo. Su historia en documentos, 3 vols., Zero-Zyx, Bilbao-Madrid 1973-1976; LICHTHEIM G.,
Breve historia del socialismo, Alianza, Madrid 19903; RODRÍGUEZ DE YURRE G., El marxismo, 2 vols.,
BAC, Madrid 1976; VRANICKI P., Historia del marxismo, 2 vols., Sígueme, Salamanca 1977;
WooDCOCK G., El anarquismo, Ariel, Barcelona 1979.
J. M. Aguirre Oraa
SOLIDARIDAD
DicPC
Estas raíces se harán presentes, de forma distinta, en pensadores como Cicerón o Séneca, donde el
conjunto de sujetos es el género humano, donde se piensa la convivencia desde un apetitus
socialis, una sociabilidad natural, una tendencia a la ayuda mutua y una comunalidad básica en el
uso de los bienes. Dos conceptos importantes para el estoicismo, como pietas y humanitas, serán
de una gran utilidad en santo Tomás. En este, la piedad y la humanidad no son resultado de una
elaboración conceptual, sino / virtudes propias de aquellos que participan de un sentir común que
obliga, prioritariamente, a quienes tienen vínculos de sangre (familias) o vínculos de ciudadanía
(patria). Más que de un vínculo de solidaridad sería preciso hablar de un vínculo de fraternidad
familiar, ciudadana o universal. El salto hacia la solidaridad de los modernos se produce cuando la
comunidad política necesita legitimarse por sí misma (estado moderno), es decir, cuando el vínculo
tiene que explicarse desde la inmanencia de la historia humana, sin apelación a una autoridad
religiosa o trascendente. El vínculo social pierde entonces parte de la fuerza que tenía y se
convierte en una cuestión de simpatía, de afecto compartido, de benevolencia o de beneficencia
que acompaña a la virtud de la justicia. Con ello, la solidaridad se convierte en opción de una
voluntad libre que, siendo egoísta por naturaleza, también puede ser altruista, si ha recibido la
educación adecuada. La solidaridad deja de plantearse desde el orden de la necesidad social, para
plantearse desde el orden de la formación y /libertad personal. Además, el poder ya no podrá
legitimarse desde una solidaridad espontánea, sino que deberá gestionar las solidaridades
existentes, apelando a contratos, consensos, constituciones y solidaridades racionales, construidas,
en cierta medida artificiales y dependientes de un permanente consentimiento. Una gestión de la
que no podrán desentenderse los modernos Estados, para que la justicia no sea únicamente una
cuestión de leyes escritas, sino de razones naturales compartidas.
a) Kant es una referencia importante para acceder a una solidaridad no contrapuesta ni enfrentada
con el principio de autonomía. La verdadera conciencia moral exige una valoración suprema del
bien integral de todas las personas; además de tratar a cada persona como fin en sí, es preciso
considerar las relaciones sociales desde un posible reino de los fines, como espacio de fraternidad
cuya realización dependerá de la promoción del supremo bien. El hombre no sólo es merecedor de
solidaridad, sino producto de ella, porque su autonomía no hubiera sido posible sin un mínimo
afecto y cuidado. Estaríamos ante una solidaridad kantiana, complementaria con el principio de
/autonomía. Algunos pensadores contemporáneos, como K. O. Apel y A. Cortina, siguen
manteniendo esta complementariedad, basándose en las investigaciones sobre la /comunicación
humana. Otros, como Habermas, prefieren pensar la complementariedad entre la solidaridad y la
/justicia, socializando el principio de autonomía, porque considera que esta depende de la
integración y participación social.
b) Podemos hablar de una solidaridad anarquista, cuando el vínculo social se piensa en términos de
/autonomía y supervivencia individual. El vínculo tiene un origen y un destino individual, no es una
característica de las instituciones o grupos, sino de los individuos. Cuando los grupos o instituciones
se califican como solidarios lo hacen impropiamente, porque la lógica de la solidaridad es la lógica
de la reciprocidad y del apoyo mutuo (Kropotkin), no atribuible a instituciones, sino a /individuos
(Fourier). Para los primeros anarquistas del /socialismo utópico, la solidaridad se presenta como un
ideal moral supremo, capaz de fundar los deberes de una humanidad nueva, capaz de nutrir una
utopía combativa, de la que nacerán toda suerte de mutualidades. A medida que avanza el siglo XIX
y, sobre todo, a medida que el /socialismo utópico es desplazado por el socialismo científico,
cambia el significado de la solidaridad dentro de la propia tradición socialista. Deja de ser el
principio que inspira un orden social nuevo, para convertirse en el principio que puede generar
estabilidad y seguridad en el orden viejo. Con la publicación, en 1896, del libro de L. Bourgeois La
solidarité, se inicia el gran decenio del solidarismo, como una ideología apuntalada gracias a un
mejor conocimiento científico de las especies (Darwin) y los grupos (Comte). El solidarismo se
presenta como una ideología laica, pragmática y reformista, que se convertirá en la ideología oficial
de la III República francesa. La solidaridad es el nuevo principio con el que se organiza el Estado
francés y con el que este se convierte en gestor de una comunidad pensada en términos orgánicos;
una comunidad que ha encontrado el ideal moral supremo, capaz de fundar los deberes de una
humanidad reconciliada.
Esta solidaridad está en la base del corporativismo, en la medida en que este nace de la acción de
órganos coordinados y subordinados entre sí con funciones específicas y diferenciadas. Por ello, no
se trata de un vínculo biológico, sino biográfico, determinado por la ocupación, actividad, profesión
o función que cada sujeto realiza. A diferencia de Durkheim, M. Weber destaca en la acción
solidaria la imputación a todo el grupo social de la acción individual. Además de la /igualdad y
fraternidad, se trataría de una solidaridad determinada por la unidad e indivisibilidad de la
responsabilidad frente a terceros, de ahí que la solidaridad no sólo defina el tipo de dominación
que llama carismática, sino las responsabilidades que contraen las empresas que han hecho
posible la aparición del /capitalismo.
En las llamadas a la solidaridad que hace la cultura contemporánea, no sabemos con precisión si se
apela a un sentimiento, a una virtud, a un /valor, a unos derechos, a un principio de organización
social, o a un principio de ordenación cósmica. Este desconcierto se acentúa cuando autores
liberales, socialistas o socialdemócratas como R. Rorty, J. Habermas o G. Lipovetsky –para no ser
tachados de colectivistas– defienden la solidaridad desde razones individualistas. A su juicio, la
solidaridad no es incompatible con el individualismo, sino que lo modera y l imita, convirtiéndolo en
un individualismo solidario. Pero la irrupción de la solidaridad dentro de la ética y la filosofía
política, no puede explicarse sólo como una moderación o suavización de propuestas
individualistas, sino como la emergencia de un paradigma alternativo. Esta advertencia es
importante para no confundir la solidaridad con la cooperación, la integración o la cohesión social.
Lo que se exige con ello es una comunidad humana sólida, en la que ningún individuo quede
excluido de los /derechos y de las obligaciones. El problema que entonces se plantea es doble:
primero, resolver las dimensiones que debe tener, es decir, si se trata de una comunidad tribal,
estatal, continental, cultural o planetaria; y segundo, establecer el tipo de vínculo capaz de generar
obligaciones comunes, incluso con aquellos que no son /prójimos. Desde un punto de vista ético,
no podemos conformarnos con la solidez de la /comunidad. Si la cooperación, la integración y la
cohesión se utilizan para subordinar la autonomía personal al grupo, la tribu, la nación o el Estado,
entonces estamos ante una solidaridad sociológica, cultural, política o jurídica, pero no ante una
solidaridad ética. El precio de la solidez comunitaria no puede ser la autonomía personal, porque
entonces nos situaríamos en el nivel convencional de una moral cerrada, donde la solidaridad no
sería más que la obediencia a la ley y el sometimiento al orden establecido. En este sentido, la
solidaridad ética apela a la solidez de una comunidad abierta, donde la lógica de la justicia no
quede reducida a la lógica de la cooperación mercantil o el /consenso constitucional. Una lógica
que no podría plantearse en términos individualistas, porque reconoce que cada hombre no sólo
merece la solidaridad de los demás, sino que es resultado de ella. Se trata de una lógica más
constitutiva y básica que la de acción, que no tiene tanto que ver con el dar de la cooperacton,
cuanto con el darse de la generosidad. En definitiva, la solidaridad podrá entenderse de una forma
más precisa cuando reconozcamos que lo éticamente relevante depende tanto de una lógica de la
acción como de una lógica de la /donación.
BIBL.: BGURGEOIS L., Solidarité, Armand Colin, París 1896; CAMPS V., Virtudes públicas, Espasa-
Calpe, Madrid 1990; CORTINA A., Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid 1993; DÍAZ
C., El anarquismo como fenómeno político-moral, Zyx, Madrid 1978; DOMINGO MORATALLA A.,
Ecología y solidaridad, Sal Terrae, Santander 1991; ID, Responsabilidad bajo palabra. Desafíos
éticos para una democracia joven, Edim, Valencia 1995; DUVIGNAUD J., La solidaridad. Vínculos de
sangre y vínculos de afinidad, FCE, México 1990; KROPOTKIN E., El apoyo mutuo, Madre Tierra,
Móstoles 1989; ROSANVALLON P., La crise de l'Etca providence, Seuil, París 1981; RORTY R.,
Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona 1991; VAN PARIJS P., ¿Qué es una sociedad
justa? Introducción a la práctica de la .filosofía política, Ariel, Barcelona 1993.
A. Domingo Moratalla
SUBJETIVISMO
Y SUBJETIVIDAD
DicPC
I. SUBJETIVISMO.
Casi todas las lenguas modernas europeas poseen el término correspondiente como modificación
del latino subjectivismus. En cuanto tal, es un abstracto del adjetivo subjetivo, que, a su vez, hace
referencia a sujeto (sub-jectum). Su contenido está en oposición a objetivismo y,
correspondientemente, a objetivo y a objeto (objectum). El /hombre es un ente complejo, de
estructuras dinámicas endógenas, y que está con respecto a lo demás que él no es como un ser
afectado, o capaz de ser afectado reaccionando, en con-secuencia, de este o aquel modo.
Esta sucinta descripción del ser del hombre nos ayudará a comprender qué se entiende por
subjetivismo, según los casos. En general, se llama subjetivismo o bien el estudio de las estructuras
dinámicas endógenas y sus productos (psicoanálisis en general), o bien la preferencia a considerar
las afecciones desde el punto de vista de cómo las cosas nos afectan. Es normal que las cosas nos
afecten de muy diversa manera, en dependencia no sólo de las estructuras internas heredadas,
sino también en función de estructuras adquiridas por educación u otros factores. Debido a estas
estructuras, las cosas nos afectan de muy variadas maneras y en conformidad con el /sujeto
concreto que así es afectado. En consecuencia, el subjetivismo indica, generalmente, una
valoración preferente al modo cómo las cosas nos afectan, juzgándolas desde este ángulo. Si se
fuerza este aspecto subjetivo del modo cómo las cosas nos afectan, podemos caer en un
subjetualismo radical, en el sentido que nuestros juicios, valoraciones, etc., son válidos sólo para mí
o para un sujeto concreto determinado. Se confunde, pues, en este caso extremo, el mero modo
de sentir subjetivo con lo real o lo real se identifica con el mero sentir subjetivo, sin referencia a lo
objetivo. En general, toda comprehensión del hombre admite un cierto subjetivismo, ya que lo que
se recibe, por hablar en un lenguaje de viejo abolengo, se recibe al modo del recipiente. El
subjetivismo adquiere con-notaciones y significados especiales dentro del ámbito de la gnoseología
y, correlativamente, en el de la ontología. Desde este punto de vista, hay un subjetivismo radical en
todas aquellas filosofías que niegan valor alguno objetivo a nuestros conocimientos. A tal
subjetivismo extremo lo podemos calificar de escepticismo y solipsismo. Fue profesado en la
antigüedad, al menos como tendencia, por los sofistas y pirronianos. Permanece como tentación
permanente en el transcurso del pensar filosófico hasta nuestros tiempos. Muy concretamente, en
Nietzsche y Sartre.
Frente a ese subjetivismo, hay que considerar objetivismo al subjetivismo trascendental de Kant,
así como al subjetivismo de la conciencia, en la Fenomenología actual. Según Kant, el yo pienso, o
apercepción trascendental, es el responsable último de la objetividad y, en este sentido, es el
sujeto (lógico-activo) que impone y justifica el carácter objetivo de nuestros conocimientos. Para
Husserl, la conciencia trascendental se constituye como punto cero, de donde surgen las
intenciones vertidas hacia el objeto, o que intentan decir lo que el objeto es en sí,
independientemente de sus condiciones concretas.
Desde otro punto de vista, tenemos que designar también como subjetivismo a las corrientes
empiristas de filosofía, según las cuales los meros datos empíricos se organizan, después de dados,
de acuerdo con leyes puramente mentales. Distinta de este subjetivismo ha de ser considerada la
interpretación del hecho científico como esencialmente dependiente del observador, según la
interpretación de la así llamada escuela de Copenhague o de Bohr.
Por fin, mencionemos el subjetivismo ético, inscrito y que concierne a la manera de justificar la
norma ética de la acción. Según este subjetivismo, la norma del 'bien o 'mal obrar es una norma
estrictamente subjetiva. Y aquí, de nuevo, aparece la distinción según que el sujeto esté
considerado meramente como sujeto psicológico empírico, sujeto ontológico, pero
individualmente caracterizado, o como un sujeto trascendental, de esta o aquella catadura. De una
manera particular, se ha asumido este subjetivismo en la así llamada ética de situación.
En lo que antecede no se han descrito todas las modalidades posibles de subjetivismos que pueden
darse, ni todos los subjetivismos que se han dado de hecho en la historia del pensamiento. Se han
indicado algunos, y pertenecientes a campos diversos, para hacer caer en la cuenta, primero, de
que calificar de subjetivismo a un sistema se ha de hacer en concreto; y, segundo, que esta
calificación se hará siempre en dependencia de qué criterios se tienen para poder calificar a un
sistema en cuestión de ser tal. En casos extremos, calificar un sistema de subjetivismo está
justificado. Más difícil es cuando se trate de sistemas intermedios. De todos modos, parece ser el
criterio mejor de discernimiento, al dejar valer al objeto que se presente como él es y darle un
valor preponderante.
II. SUBJETIVIDAD.
El hombre, en cuanto ente viviente y personal, está constituido endógenamente por estructuras
que no sólo lo hacen capaz de recibir, a su modo, impresiones de fuera, sino que está dotado de un
dinamismo interno propio de alta calidad. La psicología basada en el método introspectivo, el
psicoanálisis y una cierta 'ontología actual del hombre, así nos lo manifiesta. La mística tradicional
cristiana había hecho ya de la subjetividad como el lugar preferencial, y hasta único, de las grandes
transformaciones realizadas en nosotros por la acción divina sobrenatural.
Estructuralmente visto, tanto en perspectiva estática como dinámica, el hombre aparece como un
edificio o sistema cerrado de momentos que soportan y fuerzas dirigidas en función de una clave
que le da consistencia y que llamamos /yo o, mejor, /persona.
En la mística occidental hubo como una doble manera de exegizar esta subjetividad: por una parte,
la tendencia de comprender la subjetividad a base de proyección objetiva. Una proyección objetiva
que era como una exegización o explicitación de lo subjetivo. Baste recordar, dentro de la mística
cristiana, los títulos de las obras de santa Teresa (Las Moradas) o san Juan de la Cruz (Subida del
monte Carmelo) para intuir inmediatamente el sentido de la afirmación. Los místicos nórdicos, sin
embargo, tienden a comprender más directamente la subjetividad, en cuanto se sumergen
inmediatamente en las profundidades del alma, hasta llegar al último reducto o la luz originaria
(Funklein o Scintilla) de la misma (Eckhart, etc). El así llamado Idealismo alemán no hace más que
prolongar la comprehensión filosófica de esta subjetividad de la mística renana o, más
generalmente, nórdica.
BIBL.: GÓMEZ CAFFARENA J., Metafísica,fundamental, Cristiandad, Madrid 1983; HARTMANN N.,
Metafísica del conocimiento, Losada, Buenos Aires 1957; LAÍN ENTRALGO E., Teoría y realidad del
otro, Revista de Occidente, Madrid 1961; MILLÁN PUELLES A., La estructura de la subjetividad,
Rialp, Madrid 1967; MORENO VILLA M., El Hombre como Persona, Caparrós, Madrid 1995;
MOUNIER E., Introducción a los existencialismos, en Obras completas 111, Sígueme, Salamanca
1990; RÁBADE ROMEO S., Estructura del conocer humano, Gregorio del Toro, Madrid 1966;
SCHELER M., Realismo e idealismo, Nova, Buenos Aires 1962.
I. G. Manzano
SUFRIMIENTO
DicPC
En la vida necesaria de los animales el sufrimiento aparece como un dato más de su existencia
biológica. También en el ser humano la presencia del sufrimiento es una constante: «Es el pan que
nunca falta en la mesa humana (...). Donde está el hombre, allí estará, como una sombra, el
sufrimiento» (I. Larrañaga). Pero lejos de aceptarlo con naturalidad, el sufrimiento se le revela al
hombre como un enemigo, un escándalo atentatorio a su condición y anhelo de libertad. En
consecuencia, el sufrimiento nos fuerza a una tarea doble: enfrentar su crudeza inmediata y,
además, convertido en angustioso problema humano, racionalizarlo en búsqueda de explicación y,
cualquiera que sea el modo posible, de superación.
El acercamiento al problema del sufrimiento no ha sido el mismo en todas las culturas. Zaratustra
pregunta: «¿Cuál es el origen del dolor?». Y basa su respuesta en un dualismo metafísico, que
explica a su vez el dualismo físico; la lucha entre el espíritu del bien y el espíritu del mal, se
evidencia en sus frutos de dicha o dolor en la vida de los hombres, y así será hasta el triunfo final
del espíritu del bien. Con una inquietud más práctica, Buda se cuestiona: «¿Cuál debe ser nuestra
actitud ante el dolor?», procurando una respuesta interior y personal que nos permita situarnos
más allá del dolor; la tarea del hombre será recorrer el camino interior, crucificando el ego y sus
deseos, hacia la energía pura sin pensamiento alguno, la experiencia del nirvana: «¿Cuál es, pues, la
noble verdad de la cesación del sufrimiento? El completo cesar y desvanecerse del deseo, el
abandonarlo, el renunciar a él, el liberarse y despegarse de él» (Buda). En el Occidente
judeocristiano las preguntas se multiplican ante el propósito, no ya de evitar el dolor, sino de
interpretarlo. El sufrimiento aparece estrechamente vinculado al mal, supone ingredientes de culpa
y castigo y, sobre todo, interpela a un Dios que se presenta a sí mismo justo y bueno en medidas
perfectas. Si una pregunta puede resumir todos los interrogantes, esta sería: «¿Por qué, Señor?».
En efecto, las huellas de la reflexión acerca del sufrimiento nos llevan al principio mismo de nuestra
cultura. El texto bíblico de Job es referente obligado.
El cristiano necesita como nadie abordar radicalmente el horror múltiple del sufrimiento. «Al creer
en un Dios personal, el cristianismo viene a decir que hay a quien preguntar por el doloroso enigma
del mal» (M. Fraijó). No sólo procura enfrentar del mejor modo el dolor; tiene ante sí, además, la
contradicción entre ese dolor y su /fe en la presencia cercana del Dios bueno, que se dice
todopoderoso, pero que no evita el desgarro del mal: «¿Por qué, Dios mío, tan terribles rodeos
para llegar a la salvación, por qué el sufrimiento de los inocentes, por qué la culpa?» (R. Guardini).
¿Dónde está Dios cuando sufrimos? ¿Cómo puede permanecer impasible? ¿Acaso no quiere
evitarlo? ¿Tal vez no puede? La reflexión del cristiano parece exigir la explicación del sufrimiento y,
no menos, la justificación de Dios. Desde la Biblia, el primer aldabonazo nos llega con el libro de
Job. Este hombre, piadoso y temeroso de Dios, se ve de pronto engullido en un torbellino de
sufrimiento, sepultado bajo el peso de un exceso de mal (P. Nemo), que rebasa toda su capacidad
de resistencia y de comprensión. Su bondad moral no le ha librado del dolor; sus esfuerzos no le
han puesto fin; ninguna reflexión le permite comprenderlo. Y lo que es aún peor: Dios no atiende
su oración (24,12). Contra todas las convicciones de su fe, se impone la falsedad de aquella
ecuación que Dios parecía sostener, por la cual se aseguraba la prosperidad del bueno y la ruina del
malo; Dios ya no acude como garante de su cumplimiento. La experiencia de Job lo prueba. Pero
este hombre reacciona de un modo peculiar: no huye. «Y allí, sin moverse, en medio de la noche,
en lo profundo del abismo, Job, a quien Dios trata como si fuese un enemigo, no apela a ninguna
instancia superior, ni al Dios de sus amigos; sino a ese mismo Dios que le oprime» (G. von Rad). Su
clamor tendrá respuesta por parte de Dios, aunque no en el modo que él espera. Dios se limita a
recordarle la infinita distancia que les separa a ambos, su perfecta soberanía y la pequeñez del
hombre. Pero Job percibe entre las palabras mucho más que simples reproches a su condición
limitada: Dios se le ha hecho cercano, está junto a él. Y Job cae de rodillas para adorar. En su
adoración, plena de humildad y claudicación, se le revela una verdad más honda que cualquier
explicación de su padecer concreto. Para cuando recupera los bienes que había perdido, a pesar de
ellos, Job ya ha recuperado la /paz interior, porque ha hallado sentido a su dolor delante de Dios en
adoración. De aquel proceso terrible, Job salió enriquecido en sí mismo, y con una percepción
renovada de Dios: «De oídas te había conocido; más ahora mis ojos te ven» (42,5).
Jesucristo inaugura un pacto nuevo entre Dios y los hombres. Su Evangelio es buena noticia
también ante el sufrimiento. De hecho, «el Evangelio empieza donde termina el libro de Job» (H.
Küng). Pero su respuesta, eso sí, es paradójica y asombrosa: «La grandeza extrema del cristianismo
proviene de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural
del sufrimiento» (S. Weil). Sólo con la óptica de la fe cabe contemplar al dolor, no como a un
enemigo, sino como la posibilidad terrible, pero siempre útil, de despertar a nuestra verdadera
condición y, ante Dios, restaurar la plenitud de nuestra vocación más propia. Consecuencia
inmediata de la percepción del sufrimiento a la luz del Evangelio es su valor pedagógico: «El
sufrimiento (...) como fuente de saber» (S. Weil). O dicho con mayor rotundidad: «Sin sufrimiento
no hay sabiduría» (I. Larrañaga). Del sufrimiento, se dice en inglés, podemos salir bitter o better,
amargados o mejorados, perfeccionados en nuestro ser. Nadie en su sano juicio daría como bueno
el dolorismo masoquista, pero, en medio de una sociedad pusilánime, que concibe el dolor como
mal-en-sí-mismo y huye de él a cualquier precio, no está de más recordar que el sufrimiento
despierta al hombre de su acomodo y le fuerza a poner en juego lo más propio y oculto de sí.
«Sufro, luego existo» (Unamuno).
Como una descarga vital, el dolor, sacude todo adormecimiento, fulmina la inmadurez y lleva al
hombre, a menudo por fuerza, a niveles mucho más hondos de comprensión de sí mismo y del
mundo. Sólo la fe vital en /Dios, personal y dinámica, hace posible la fecundidad pedagógica del
dolor: «Nos alegramos también en los sufrimientos, conscientes de que los sufrimientos producen
la paciencia, la paciencia consolida la fidelidad, la fidelidad consolidada produce la esperanza, y la
esperanza no nos defrauda...» (Rom 5,3-5). Aun el mayor dolor puede ser asumido si nos aparece
provisto de /sentido; mucho peor que el peor dolor es sufrirlo sin propósito que lo dignifique. De
ahí la fuerza de la declaración cristiana: «Cualquier sufrimiento integrado en Cristo pierde su
desesperanza y su misma fealdad» (E. Mounier). Esa paradójica victoria se manifiesta en
expresiones múltiples. En un sentido profundo y difícil de comunicar, fuera del lenguaje de la fe, el
cristiano acepta el sufrimiento haciendo suyo el testimonio del apóstol Pablo: «Completo en mi
carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia» (Col 1,24). La Biblia
insiste, además, en otros efectos terapéuticos del sufrimiento en el cristiano, por más que en sí
mismo nunca sea recibido con agrado: refina la fe (IPe 1,5-7), contribuye a la madurez (Sant 1,2-4),
permite exponer las obras de Dios (Jn 9,1-3), conforma al hombre a la imagen de Cristo (Rom 8,28-
29), produce verdadero /carácter (Rom 5,3-5).
El sufrimiento se hace comprensible y asumible para el cristiano, sólo a través de la fe y, como Job,
en actitud de adoración: «Adorando, todo se entiende. Cuando las rodillas se doblan, el corazón se
inclina, la mente se calla ante enigmas que nos sobrepasan definitivamente, entonces las rebeldías
se las lleva el viento, las angustias se evaporan y la paz llena todos los espacios» (I. Larrañaga). La fe
se revela como el único instrumento capaz de dar al hombre una percepción de su propio dolor,
que vaya más allá de la inmediatez de la herida (física o moral). La fe, lejos de constituirse en
adormidera, abre los ojos del alma a una verdad mucho más cierta que las apariencias de verdad
ante los ojos de la carne. Fruto de su fecundidad pedagógica, la meditación en el sufrimiento ha
puesto de manifiesto, sobre todo a los cristianos, la realidad asombrosa del dolor de Dios y sus
consecuencias para la vida humana concreta. Es bien conocido el relato del niño anónimo
ejecutado en el terrible campo de exterminio de Auschwitz. Obligados los prisioneros a contemplar
aquel horror, y ante la prolongada agonía del pequeño, alguien gritó: «¿Dónde está Dios?»; la única
respuesta posible era: «Dios está ahí, colgando con ese niño de la soga». Así lo intuye y describe el
poeta: «Lo vi muy bien,/ aquel niño judío/ que estaba allí esperando/ a que se abriesen/ los hornos
crematorios de Auschwitz.../ Lo vi muy bien,/ llevaba una túnica ligera/ ceñida con un cordón de
esparto./ Tenía doce años,/ la misma edad de Cristo/ cuando se escapa de su casa/ a discutir con
los doctores del Templo./ Puede ser que aquel niño/ fuese el mismo Cristo.../ El hombre que todos
crucificamos» (León Felipe). Dios no sólo no es indiferente ni apático ante el sufrimiento humano,
sino que se compadece de las víctimas, comparte con ellas su suerte y su dolor.
Del desarrollo de esas intuiciones se han elaborado las fecundas teologías del dolor de Dios (K.
Kitamori), la teología del Dios crucificado (J. Moltmann). La debilidad de Dios no significa
menoscabo en la afirmación de su poder; sí revela, en cambio, con mayor nitidez su carácter
personal y su cercanía al hombre, sobre todo al hombre que sufre, sufriendo con él. Esta peculiar
ausencia del Dios poderoso nos hace vivir «ante Dios, sin Dios» (D. Bonhóffer). Nuestra debilidad
reclama más bien la compañía del (otro) Dios capaz de librarnos siempre del dolor, pero en tal caso
no estaríamos ante el Dios de la Biblia, sino ante una proyección humana que reduce el carácter
divino a simple «benevolencia senil» (C. S. Lewis). Quien es capaz de ver a Dios compartir su íntimo
dolor, sabe bien del inmenso poder renovador de dicha experiencia. El cristiano cree que Dios es
omnipotente, pero sabe también que ese poder no se manifiesta en plenitud sobre la tierra: «La
omnipotencia de Dios pasa por la impotencia de la cruz de Jesús» (M. Fraijó).
En definitiva, sólo quien sufre se halla en verdadera disposición de compadecerse del dolor ajeno.
Del mismo modo que Jesús: «Pues no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de
nuestras debilidades» (Heb 4,15). Del mismo modo que el buen samaritano, hombre curtido en
sufrimiento y desprecios: «Sólo se compadece el que padece: un samaritano, un despreciado, en
suma, uno que sufre. Sólo el que ha sufrido puede conmoverse, porque, de alguna manera, al
presenciar el dolor revive su propio sufrimiento» (I. Larrañaga). Esa compasión no siempre puede
aportar soluciones concretas pero, a menudo, tampoco el sufriente las necesita; reclama sobre
todo simpatía, cercanía a su dolor. El cristiano sabe también que la esperanza de superación
definitiva del sufrimiento sólo es posible en clave escatológica: «No hay teodicea sin escatología»
(W. Pannenberg). La victoria final debe tener, por tanto, una dimensión cósmica que restituya el
equilibrio de toda la creación. Esa victoria escatológica ha sido ya anticipada en la resurrección de
Jesucristo, y verá su perfección, no en la historia, sino al final de la historia. Entonces Dios
«enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el
primer mundo ha desaparecido» (Ap 21,4).
BIBL.: LARRAÑAGA 1., Del sufrimiento a la paz, San Pablo, Madrid 1996'2; LEwis C. S., El problema
del dolor, Rialp, Madrid 1992; NEMO P., Job y el exceso de mal, Caparrós, Madrid 1995; PARK S. S.,
Desde el torbellino, Andamio, Barcelona 1991; WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid
1994.
E. Buch Camí
SUJETO
DicPC
La historia del sujeto corre pareja a la historia del pensamiento. Y así como en esta se producen
determinadas inflexiones que modifican nuestra comprensión del mismo, así también esas inciden
en nuestra manera de asumir el sujeto.
La Antigüedad clásica, ya por su aristocratismo y concepción mítica, ya por el reiterado recurso a
términos espaciales y categorías fijistas, a la hora de entender y valorar la realidad, no terminó de
ver con claridad que la transformación del hombre en sujeto pasaba, indefectiblemente, por la
recuperación de su carácter individual, es decir, por hacer de él un sujeto de derechos y libertades,
y no por considerarle un ejemplar específico al que cupiera intercambiar por cualquier otro. Esto
llevará a la gran filosofía a mirarlo como ser racional, como sujeto. Aristóteles es paradigmático al
efecto, al conectar el concepto de sujeto con el concepto de sustancia. Por eso, en uno de los usos
que le asigna, el sujeto –subiectum, hypokeimenon- aparece no sólo como fundamento de la cosa
concreta existente o sustancia primera, incluso hasta el punto de llegar a identificarse con ella, de
ser garante de su identidad individual, sino también y en tanto que sustancia, a ser asumido como
clave explicadora de todo el orden natural. Y como, a su entender, la perfección humana reside en
«la perfecta actuación del hombre según su actividad específica» o, lo que es igual, en el
conocimiento, el hombre en cuanto sujeto será el hombre con logos, el ser racional, ya que el
/hombre es lo que es, precisamente, por su entendimiento.
La Modernidad trae aparejada la autonomía del sujeto, débil en su primer período (Renacimiento,
Reforma), fuerte en su segundo (Ilustración); es decir, exclusivamente antropocéntrica. Descartes
lleva a cabo ese importante giro, propugnando el sujeto-conciencia. El sujeto-conciencia es el yo
pensante (res cogitans), un yo cerrado sobre sí mismo y consistente en su propia actividad. En
tanto que subjetividad pura, no sólo se funda a sí mismo, sino que se convierte en fundamento –al
ser responsable de su estructura u orden– de la consistencia de la realidad física (res extensa).
Estamos ante un dualismo de doble consecuencia: primera, al ser concebido el yo como un sujeto
pensante, se introduce una ruptura en el interior de cada hombre, cuyo cuerpo ya no parece
pertenecerle; y, segunda, la primacía del sujeto frente al objeto convierte a aquel en /razón
autónoma, vale decir, en una razón cuyo ejercicio no podrá en modo alguno ser coartado o
regulado desde fuera. Locke y el Empirismo se proponen indagar la construcción del conocimiento,
lo que exige buscar correlatos ontológicos a los conceptos metafísicos, entre los cuales se halla el
de sujeto. Su conclusión será que, desde el punto de vista empírico, es imposible conocer la
identidad de una sustancia inmaterial, sita en un aquí y un ahora; por lo tanto, la afirmación de
dicha identidad se hará desde la consciencia que poseemos de nosotros mismos y, cuando todo
resto de sustancialismo desaparezca, desde la mera creencia (Hume). De este modo, el sujeto
pierde su carácter de subiectum, reduciéndose a un relampagueo ininterrumpido de momentos de
conciencia.
Con la voz sujeto podemos querer referirnos a asuntos muy distintos, por lo que es importante
conocer en qué sentido tratamos de usarla o la empleamos concretamente. Entre los principales
campos en que dicho término aparece, cabe destacar el gramatical (sujeto como expresión del
sujeto lógico); el jurídico (sujeto capaz de obligaciones y derechos); el económico (sujeto titular de
un poder de disposición de bienes, que realiza determinadas efectivas transacciones) y el filosófico,
donde cabe distinguir las acepciones lógica (sujeto de quien se afirma o niega algo), ontológica
(todo lo que puede ser sujeto de un juicio) y gnoseológica (el sujeto cognoscente).
Claro que el sujeto no siempre fue visto y entendido de esta manera. El sujeto aparece como una
realidad diacrónica, algo que ha ido históricamente configurándose y que, igualmente, los hombres
hemos ido también, poco a poco, descubriendo. No ha sido esta, sin embargo, una tarea fácil.
Incluso hoy hemos de tener cuidado para no situar en una alternativa excluyente esas dos líneas
constituidas por los órdenes teórico y práctico: aquella sancionando con precisión quién es y qué
no es sujeto, y esta invalidando con la negación de la conducta lo determinado por la primera.
En la comprensión de lo que sea el sujeto, han tenido mucho que ver los presupuestos en que cada
constelación cultural ha pivotado y asegurado su sentido. Nada tiene, por eso, de particular que en
una visión cosmocéntrica, el hombre no sólo apareciera como una realidad de segundo orden,
colocado sobre un espacio que le precede y supera, sino que fuera reducido también a evento de
una especie, a ejemplar sustituible de la misma. Únicamente cuando, con el /cristianismo, su
comprometida individualidad apareció como algo original e irrepetible, se estuvo en condiciones de
hablar de sujeto, ya que sólo entonces el hombre fue visto como una básica modalidad del ser en
sí. Y es que ser sujeto equivale a poseer subjetividad, viene a decir, conciencia de que la cualidad
que lo define y demarca de cualquier otra cosa es la posesión de libertad, de una voluntad libre. El
hombre así se autopertenece de manera irrenunciable.
Por consistir la subjetividad en libertad, el peso de la responsabilidad del decidir puso al hombre en
soledad ante sí mismo, situación de la que sacaría las oportunas consecuencias la /Modernidad, al
cuajar el proceso de emancipación y /secularización, pues lo segundo, la secularización, colocó al
hombre ente sí mismo al borrarle a Dios de su horizonte, mientras que lo primero, la emancipación,
sería la consecuencia lógica de tal hecho, dando lugar a ese proceso metonímico, por el que el
hombre acabaría identificando su ser sujeto con su razón.
Justamente por eso, por esta relación de necesidad entre la verdad y la libertad, el sujeto se hará
autónomo, asumiendo un talante crítico que lo obliga, por un lado, a liberarse de todo un cúmulo
de proteccionismos que le impiden ser él mismo y, por el otro, a ejercitar públicamente su libertad.
La sociedad se convierte así en el crisol de la subjetividad, pues sólo cuando la libertad tiene un
espacio en donde puede ejercerse, cuando a las opciones les cabe hacerse realmente efectivas, es
posible en rigor hablar de libertad, ya que esta reclama una encarnación práxica, esto es, hacer del
hombre, de todo hombre, un verdadero sujeto de los derechos políticos y sociales; protagonista, en
fin, de la /historia.
El Personalismo siempre luchó en favor de la conquista de esta libertad real, pues es consciente de
que de ella depende, en buena medida, hacer del sujeto persona, por más que esta tarea no
finalice nunca, al no ser la persona un objeto o cosa, sino más bien una experiencia –un /yo
necesitado de un tú– que sólo cabe vivir, no definir. En consecuencia, no le es posible al hombre
desentenderse de la sociedad, antes bien hundir en ella sus raíces como en su humus más fértil, ya
que cuando eso no ocurre, cuando el sujeto se desentiende de la sociedad, o bien porque se
autoclausura o bien porque otros se lo impiden, queda despersonalizado, rebajado de nivel, al
fraguar en una subjetividad ahistórica, descontextuada, frontal negación del nosotros comunitario,
que lo determina como persona.
Pese a tales discursos, el sujeto, sin embargo, continúa estando ahí como una realidad compacta y
ontológicamente fundada. Y pese a ser verdad que el proceso de socialización determina su
manera de verse y entenderse, no menos lo es que tal inculturación sólo es posible por las
capacidades a priori que nuestra biología presenta: un ser-proyecto. Esto es, precisamente, lo que
convierte al hombre en subjetividad libre, lo que, en consecuencia, le da una individualidad, una
/autonomía y una originalidad que hacen de él un fin, que impiden toda clase de mediación, que
imposibilitan su aniquilación.
Pues bien, en la medida en que el hombre se hace a sí mismo, gracias a esta su imbricación con los
demás y con el mundo, se transforma a su vez en legítimo sujeto, porque entonces, y sólo
entonces, accede al rango humano por antonomasia, a saber, al de persona, al de un yo volitivo, al
de un yo que, al recuperar al tú, adquiere rostro propio. Es la meta del Personalismo que, por eso,
no sólo «se distingue rigurosamente del individualismo y subraya la inserción colectiva y cósmica
de la Persona» (Mounier), sino que también denuncia, y a su nivel trata de contrarrestar, esa
alienante toponimia /sur-norte, cada vez más separadora de los mundos del progreso y la pobreza,
e incluso, dentro de las sociedades civilizadas, del poder del dinero y el desamparo de su carencia,
casos ambos de inhumanismo, al impedir que el sujeto se desarrolle como persona.
BIBL.: ACEVEDO J., Hombre y mundo, Universidad de Chile, Santiago de Chile 1983; DÍAZ C., El
sujeto ético, Narcea, Madrid 1983; ID, El puesto del hombre en la filosofía contemporánea, Narcea,
Madrid 1981; FOUCAULT M., Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1968; LÉVINAS E.,
Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993; SÁNCHEZ CUESTA M., Cinco visiones de
hombre, Visor, Madrid 1993; VATTIMO G., Más allá del sujeto, Paidós, Barcelona 1989; YELA M., La
estructura de la conducta. El sujeto y la respuesta, en Homenaje a Julián Marías, Espasa-Calpe,
Madrid 1984.
M. Sánchez Cuesta
SUR-NORTE
DicPC
El denominado conflicto Norte-Sur o Sur-Norte es uno de los términos claves en que se sitúan las
grandes encrucijadas de la crisis del final de siglo que vivimos. La mayor parte de los problemas que
cotidianamente sacuden la conciencia audiovisual planetaria aparecen referidos a esa bipolaridad
espacial: flujos de refugiados, catástrofes bélicas, crisis ambientales, epidemias de hambre y
pobreza, explosiones de violencia urbana, enfrentamientos étnicos, movimientos migratorios, etc.
El término Sur-Norte engloba, pues, todas aquellas realidades que, desde finales de la II Guerra
Mundial y los inicios del proceso de descolonización, afectaron a los pueblos, Estados, economías,
sociedades y culturas afroasiáticas y latinoamericanas, y que, de manera progresiva, han ido
configurando la realidad mundial del presente.
Las coyunturas históricas contemporáneas han utilizado diversas denominaciones para referirse a
las características de los espacios mencionados. Dichas denominaciones no sólo responden a la
situación específica de los países de Africa, Asia y América Latina, sino que también aluden al
mundo occidental, al que toman como referencia para intentar una definición subordinada al
modelo dominante, para adoptarlo o para cuestionarlo. Así, por ejemplo, el término Tercer Mundo,
que apareció en 1952. El original francés, Tiers Monde, aludía, por un lado, al Tercer Estado de la
época de la Revolución Francesa, comparando la situación de sus miembros antes de 1789 con la
de los pueblos colonizados, o en proceso de descolonización, cuya emergencia provocaría, como a
finales del siglo XVIII, un cambio revolucionario; por otro lado, a la cuantificación de esa nueva
realidad: tiers monde se puede traducir literalmente como un tercio del mundo. La expresión se
difundió, especialmente en el mundo anglosajón, con otro significado, de carácter ordinal: el
Primer Mundo era el industrializado por el capitalismo occidental; el Segundo Mundo era el
colectivizado por el /socialismo oriental; el Tercer Mundo agrupaba a los países en vías de
incorporación a los sistemas mencionados, definidos todos por una situación de atraso con
respecto a los modelos dominantes.
Por lo que respecta a la palabra Subdesarrollo, surgió de forma paralela a las independencias
políticas de las antiguas posesiones coloniales europeas. Desde finales de la década de los
cincuenta, y a lo largo de los sesenta, los países subdesarrollados, y sus contrarios, los países
desarrollados, se definen sobre la base de criterios estadísticos y cuantitativos: tasas de natalidad y
mortalidad elevadas, renta per cápita escasa, mayor porcentaje de la población campesina sobre la
dedicada a actividades industriales o de servicios, elevado índice de analfabetismo, etc. Los
cambios en estos índices marcarían el inexorable paso hacia el desarrollo, a través de una serie de
etapas prefijadas por la experiencia histórica de los países más ricos del planeta. El término No
Alineamiento tiene claras connotaciones políticas, y se enmarca, como los anteriores, en el
contexto de la /guerra fría y la descolonización. La Conferencia de Bandung, en 1955, marcó el
intento de una presencia /política coordinada de los Estados del Tercer Mundo frente a las dos
superpotencias, por entonces enfrascadas en las tensiones de la guerra fría. El movimiento de los
países no alineados, que expresaba más un deseo que una realidad, adquirió carta de naturaleza
oficial en 1961, en la Conferencia de Belgrado. La expresión Periferia proviene de los análisis de la
llamada Sociología de la /Dependencia, cuyos teóricos defienden la idea de que el subdesarrollo es
el resultado de las relaciones que el Centro, núcleo originario y eje básico del /capitalismo mundial
dominante, mantiene con la Periferia del mismo, formada por los países de pendientes, dominados
por la /pobreza y la explotación neoimperialista, que acrecienta el desarrollo y el progreso de las
potencias que controlan el sistema.
A partir del Informe Brandt, publicado en 1981, se comenzó a difundir el término Sur, por oposición
a Norte, en cuyo hemisferio está la mayoría de los países industrializados. Sin embargo, los criterios
utilizados en esta expresión son discutibles, puesto que hay países empobrecidos en el hemisferio
Norte y países ricos en el hemisferio Sur. Los países ricos, según criterios economicistas
convencionales, ocupan, sobre todo, las latitudes templadas del hemisferio Norte, entre 25° y 65°,
lo que frecuentemente se utilizó, y aún se utiliza, como argumento para defender el determinismo
climático como origen de la desigualdad económica y cultural entre los pueblos de la tierra, sin
tomar en consideración la existencia de países pobres en las zonas templadas de los dos
hemisferios. No obstante estas imprecisiones, la denominación ha hecho fortuna, ya que recoge
atinadamente las dimensiones globales del problema a que hace referencia. Dichas dimensiones
han sufrido un vuelco interpretativo a finales de la década de los ochenta, tras la caída y
descomposición del bloque soviético. Desde 1945, la bipolaridad Este-Oeste no sólo organizó el
planeta desde el punto de vista geográfico, sino que difundió formas de comprender la realidad
que iban más allá del juego estratégico de las dos superpotencias y que, sobre todo, ofrecían
respuestas para situar cualquier conflicto o problema, de la procedencia, escala o ámbito que
fuera, dentro de un orden constituido y previsible. Las nuevas naciones que comenzaron a surgir de
los restos del imperialismo europeo se convirtieron de inmediato en lugares destacados en la
confrontación ideológica y política de EE.UU. y la URSS. Ambos bandos poseían, además, la receta
infalible que llevaría a estos países pobres, en unos casos hacia el desarrollo y la riqueza; en otros,
hacia la definitiva /liberación del yugo imperialista. Dichas recetas, aunque opuestas en sus
objetivos, partían de una misma creencia en la inevitabilidad del triunfo de su modelo
correspondiente, como destino final de las sucesivas etapas que estos países debían recorrer. En el
resto de los aspectos de la realidad, este esquema se repetía de forma más o menos matizada y, lo
que resulta más relevante aún, se socializaba a través de vehículos de comunicación e información
enormemente influyentes, que respondían a los intereses de los grupos políticos, económicos y
militares dominantes.
La caída del /comunismo rompe con esta interpretación bipolar de la época de la guerra fría. Pero,
lejos del optimismo inicial por parte de los ideólogos duros del bloque capitalista, que proclamaban
sin complejos un nuevo reinado de paz y prosperidad tras la definitiva derrota del enemigo, una
serie de acontecimientos, puntuales en algunos casos, coyunturales y de largo plazo en otros, han
desmentido semejantes hipótesis, poniendo en evidencia que la crisis contemporánea va más allá
del final de la confrontación nuclear entre bloques, y afecta a las estructuras profundas del sistema
mundial.
Si bien no es fácil establecer la secuencia de causas y factores que explican los problemas actuales
entre el Sur y el Norte, resulta relativamente sencillo hacer un recuento de sus síntomas, puesto
que se hacen presentes en cualquiera de los espacios físicos y humanos del planeta. Desde el punto
de vista ambiental, los numerosos conflictos generados por un modelo de crecimiento incontrolado
que no tiene en cuenta los límites de la biosfera para poder regenerarse. Que, por otra parte,
afecta a la entraña misma de la sociedad de consumo de masas, esto es, a la población privilegiada
del planeta, apenas un 20% del total, que acapara las 3/4 partes de los alimentos, fuentes de
energía, industrias, y otros bienes económicos. Esto explica que el 80% restante no tenga acceso a
los niveles mínimos de consumo, de cara a la satisfacción de sus necesidades básicas, puesto que
esto garantiza el sostenimiento de dicho modelo, que puede conducir al colapso global del orden
económico y social creado bajo su amparo. Este desequilibrio ecológico no sólo se manifiesta en
fenómenos como el cambio climático, la superpoblación o la destrucción de la capa de ozono,
provocados por el acelerado consumo de recursos, sino también en el desigual reparto de los
mismos, lo que condena a millones de personas a vivir en una especie de apartheid mundial, en
medio del hambre y la miseria.
La confusión, nada inocente desde el punto de vista de la cultura dominante, entre crecimiento
cuantitativo y desarrollo cualitativo, contribuye a dificultar la búsqueda de soluciones que prioricen
las dimensiones humanas, sociales y culturales dentro de un posible nuevo orden ecológico local y
mundial. En el plano económico, estamos asistiendo a un proceso de mundialización de los
intercambios que rompe con las economías nacionales y generaliza el poder del mercado, incluso
por encima de los Estados. La cara oficial de esta globalización económica son los diversos procesos
de integración, que en Europa, América o el Pacífico están buscando la creación de espacios
económicos interrelacionados de la forma más intensa posible, si bien en todos los casos aparecen
centros que ordenan y periferias subordinadas. Pero existen otros procesos de integración
paralelos, que actúan por todo el planeta con creciente poder: por ejemplo, la recolocación de las
empresas trasnacionales allí donde las condiciones laborales y las restricciones ambientales son
más favorables a sus intereses, con el consiguiente deterioro social y ecológico de países cuyos
Gobiernos aceptan este chantaje y compiten entre sí por ofrecer las mejores ofertas; la segregación
de poblaciones enteras, náufragos de este modelo de maldesarrollo, que no tienen nada que
comprar o vender en el supermercado mundial, viéndose apartadas de los circuitos comerciales
convencionales, y pasando a los de la asistencia humanitaria o la acción paliativa de las
organizaciones no gubernamentales; el crecimiento de la economía informal, tanto en el Norte —
bajo la presión del paro crónico y de la revolución tecnológica—, como en el Sur —como respuesta
de emergencia ante la necesidad de sobrevivir—, que se ha convertido en un sector autónomo con
respecto a las redes convencionales, por donde igualmente transitan negocios ilegales de
dimensiones planetarias, como el narcotráfico o las armas; finalmente, la globalización de los
medios de comunicación, desde la iconosfera televisada hasta las más sofisticadas redes
informáticas, que han convertido el acceso a la información en una fuente de poder y acumulación
de riqueza.
Todos estos fenómenos nos alejan de las formulaciones históricas de la teoría capitalista, y obligan
a buscar nuevas respuestas de resistencia y cambio bastante más complejas que las manejadas por
las interpretaciones clásicas. En el terreno de la política internacional, asistimos a una serie de
intentos fallidos por parte de los actores tradicionales de las relaciones exteriores, en la gestión de
conflictos que desbordan su capacidad. En este sentido, se habla de un sistema mundial,
sobrepasado por las circunstancias, que reacciona con reflejos y hábitos heredados de épocas
anteriores frente a cuestiones muy difíciles de afrontar de esa manera: conflictos como los del
Golfo, Somalia, Chechenia, Ruanda o Bosnia-Herzegovina, dejan patente que la violencia bélica
sigue siendo un instrumento legitimado implícita y explícitamente por la comunidad internacional
para el sostenimiento del poder estratégico o el control territorial. El activo papel de los cascos
azules de la ONU en sus misiones de paz por todo el mundo, en medio del debate sobre la
injerencia humanitaria para proteger a las víctimas de las guerras, está sometido, sin embargo, a
las contradicciones derivadas del choque de hegemonías regionales entre las grandes potencias
que, a la espera de una difícil reforma estructural de envergadura, siguen controlando el
mencionado organismo. Por otro lado, los problemas ambientales y sociales han roto las fronteras
estatales, que delimitaban los viejos conceptos de seguridad militar, planteando la necesidad de
buscar alternativas basadas en la cooperación para el desarrollo, la seguridad ecológica o la
defensa no ofensiva, lo que se traduce en un progresivo, si bien limitado, acuerdo teórico sobre la
necesidad de desmilitarizar las relaciones internacionales. Otra cosa es la realidad: el papel del
comercio armamentístico convencional entre los Estados o el mantenimiento de los arsenales
nucleares, incluso en zonas de un elevado potencial de inestabilidad como los territorios de la
antigua URSS, obligan a relativizar las declaraciones formales a este respecto. Esta manifiesta —y a
veces culpable— incapacidad para enfrentarse a los complicados problemas que afectan al planeta,
se refleja muy claramente en la crisis social planetaria.
Las transformaciones ecológicas, económicas y políticas de los últimos años han acabado
rompiendo la dicotomía clásica entre riqueza y pobreza, aplicada respectivamente a los países del
Norte o desarrollados y a los países del Sur o subdesarrollados. La presencia de crecientes procesos
de pauperismo en las áreas enriquecidas del planeta, así como la existencia de fortunas
multimillonarias en los lugares más empobrecidos, se interpretaban antes de manera aislada y
excepcional, aludiendo a las peculiaridades de las zonas donde se manifestaban tales fenómenos.
Pero los circuitos de acumulación capitalista funcionan en la práctica en íntima conexión en el
Norte y en el Sur, al igual que la pobreza de las mal llamadas áreas subdesarrolladas está
profundamente interrelacionada con la de los lugares centrales del sistema. En definitiva, hay
muchos sures en el norte, y muchos nortes en el sur. Mientras tanto, las capas intermedias de la
pirámide social mundial se ven progresivamente reducidas o debilitadas por la crisis
socioeconómica y cultural. Las metrópolis reflejan como ningún otro lugar estas tendencias. De ahí
que hayan sido calificadas como espacios del desorden, puesto que en las grandes ciudades
actuales se sintetizan y entrecruzan problemas ambientales, económicos y culturales, afectando
gravemente a sus habitantes. La degradación de la vida en los barrios periféricos, los episodios de
violencia urbana, o las tensiones derivadas del crecimiento de la multiculturalidad, debida a los
aluviones migratorios, son algunas manifestaciones significativas de este desorden global.
Por último, la crisis contemporánea presenta una dimensión cultural, que podemos entender como
origen o como proyección de los problemas descritos. Por una parte, se pone en evidencia la
dificultad de encontrar formas nuevas de pensar el mundo, desde unos valores que rompan con los
sólidamente establecidos en la mentalidad colectiva y en las elites dirigentes. Cuando en el
momento presente se habla de crisis de valores, más que a la ausencia de fundamentos éticos que
permitan vivir en la compleja sociedad del presente, la expresión alude a la /abundancia de
propuestas dispares, superpuestas como en una especie de hipermercado ideológico, sin criterios
ni referencias sobre las que fundamentar la elección de aquellos que permitan construir la /paz, la
7 justicia y la 7 solidaridad, como herramientas para el diálogo entre el Sur y el Norte. Estas
carencias suponen, por otro lado, la consolidación de una serie de fenómenos, como los
ultranacionalismos étnicos, los fundamentalismos religiosos, o las oleadas de racismo y xenofobia,
respuestas-refugio que apelan a la irracionalidad, la intolerancia o la despersonalización totalitaria,
huyendo hacia el grupo tribal como seña de identidad que elimine el miedo a la libertad o el vértigo
ante el vacío de respuestas tranquilizadoras, sobre realidades cada vez más plurales desde el punto
de vista humano y cultural. Esta balcanización de la sociedad civil se enfrenta, en los países del
Norte, con unas /democracias de baja intensidad, que no son capaces de generar una verdadera
participación popular, en el tejido de una cultura de resistencia solidaria y cooperativa, al tiempo
que, en los países del Sur, se refuerza con una serie de formas políticas poco proclives a la defensa
de los derechos humanos y a la acción transformadora desde la base. Las mediaciones
audiovisuales cumplen un papel decisivo en la percepción que la cultura dominante tiene de sí
misma y de sus propósitos uniformizadores y alienantes. La simple enumeración de las
manifestaciones del conflicto Sur-Norte, como centro de la crisis de nuestro tiempo, dibuja un
panorama más bien sombrío. En este contexto, proponer acciones como la cooperación, el diálogo
intercultural o la solidaridad con los desfavorecidos, fuera de las opciones privadas por
motivaciones morales, parece muy poco realista.
Sin embargo, y a pesar de la ausencia de proyectos globales, o precisamente por ello, existen
numerosos grupos, organizaciones y movimientos, que pretenden hacer realidad un conjunto de
alternativas constructivas y emancipatorias, en aquellos lugares concretos donde viven y actúan.
Desde estos espacios-islas en medio del naufragio, se están construyendo modelos culturales que
permiten comprender el mundo de manera crítica y activa, desarrollando un conjunto de
propuestas que, sometidas a sus correspondientes contradicciones internas y a los límites que
imponen los intereses dominantes, van introduciendo la necesidad de la cooperación y la
solidaridad como herramientas para el cambio hacia la paz y la justicia. La opción por el Sur cobra
de esta manera una dimensión planetaria, en la medida en que propone una nueva civilización de
la pobreza, como respuesta al desafío de los grandes problemas globales del presente.
BIBL.: AA.VV., Desafio para el Sur, FCE, México 1991; BAIROCH P., El Tercer Mundo en la
encrucijada. El despegue económico del siglo XVII/ al XX, Alianza, Madrid 1973; EMMERIl L., El
enfrentamiento Norte-Sur. Un polvorín en el mundo moderno, Paidós, Barcelona 1993; GEORGE S.,
La trampa de la deuda. Tercer Mundo y dependencia, CIP-IEPALA, Madrid 1991; LATOUCHE S., El
planeta de los náufragos. Ensayo sobre el posdesarrollo, Acento, Madrid 1993; MORENO VILLA M.,
Filosofía de la liberación y barbarie del «otro N, Cuadernos Salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-
282; RouILLÉ D'ORFEUIL H., El Tercer Mundo. Claves de lectura, Sal Terrae, Santander 1994; RUFIN
C., El imperio y los nuevos bárbaros. El abismo del Tercer Mundo, Rialp, Madrid 1993; SÁEz P., El Sur
en el aula. Una didáctica para la solidaridad, Seminario de Investigación para la Paz, Zaragoza 1995;
SEBASTIÁN L. DE, Mundo rico, mundo pobre. Pobreza y solidaridad en el mundo de hoy, Sal Terrae,
Santander 1992; ZIEGLER J., La victoria de los vencidos, Ediciones B, Barcelona 1988.
P. Sáez Ortega
TALANTE
DicPC
El término talante indica, ante todo, la disposición anímica, el estado emotivo por el que una
persona se siente de una forma determinada ante /sí mismo y frente al mundo. «El hombre, cada
hombre, se encuentra siempre en un estado de ánimo. Ahora bien, el estado de ánimo en que nos
encontramos condiciona y colorea nuestro mundo de percepciones, pensamientos y
sentimientos». Así pues, el talante «es un hábito emocional de carácter entitativo, este qualis est
unusquisque que determina, o al menos condiciona, su modo de enfrentarse con la realidad»1. Por
eso, quien se halla poseído por el odio, por la envidia o por el resentimiento, transfiere al mundo
exterior su propio estrago y se niega a la hermosura de los seres y la bondad de las acciones, o se
reconcome ante una alegría ajena, al sentir sobre sí la mirada de unos ojos puros. Y, por el
contrario, es bien conocida la virtud transfiguradora del amor.
El talante puede figurar, o desfigurar, las cosas. De ahí que «cada ejercitación demanda, exige, el
talante adecuado». Lo que biológicamente aparece como tono vital o temperamento es, en cuanto
anímicamentevivido, el talante. Esta prelación espiritual del estado de ánimo no sólo ha sido
sentida por los poetas, sino que también ha sido reconocida filosóficamente. Este, y no otro, es el
sentido de la frase de Fichte de que «la filosofía que se elige, depende de la clase de hombre que se
es». Esta primacía del talante, ¿acarrea el subjetivismo y la incomunicación de la verdad personal?
A primera vista, parecería que cada hombre es determinado inexorablemente por su talante y que
este constituye una especie de compartimiento estanco al que corresponderá una verdad
puramente relativa a él. Efectivamente, «cada estado de ánimo nos defiere un aspecto de la
realidad, hasta el punto de que lo que en el habla usual se llama la experiencia de la vida no
consiste en otra cosa que en la articulación jerarquizada de los estados de ánimo por que se ha
pasado, en haberla ido viviendo a través de todas las situaciones existenciales, a través de todas las
edades, coloreada por las diversas vivencias correspondientes al niño, al adolescente, al joven, al
hombre maduro, al viejo»2.
Si cada estado de ánimo nos descubre una cara de la realidad, ¿significa que el talante ha de
encerrarnos, inexorablemente, en una herméticaincomunicabilidad? No necesariamente. Siempre
es posible actuar sobre el ánimo, modificando su estado. Aquí radica la diferencia, desde el punto
de vista ético, entre el pathos (temperamento) y el ethos, carácter o personalidad moral. El pathos
se tiene, se nace con él, pero el ethos se forja. Cierto que hay un condicionamiento fisiológico y
biológico del talante. «Todo el mundo sabe por experiencia hasta qué punto nuestra disposición
anímica depende del estado de salud en que nos encontramos, del cansancio, de la irritación o
sedación de nuestros nervios»3. Pero si toda actividad espiritual se alza sobre una base fisiológica,
también es cierto que se puede modificar. La poesía, por ejemplo, constituye uno de los modos de
obrar sobre el estado de ánimo propio y ponernos en comunicación espiritual –este es el modo de
conocimiento llamado de simpatía–con el estado de ánimo ajeno. Pero no sólo la poesía, también
la música, la filosofía, la /religión, etc.
I. JERARQUÍA DE TALANTES.
Esta actitud significa que no se da un talante químicamente puro (sería propio del hombre
adámico), porque el ser humano es, constitutivamente, sensibilidad y razón, aun cuando
predominen, en cada caso, la una o la otra, como ocurre –por ejemplificarlo históricamente– en
Lutero (prototipo de hombre arrastrado por su talante) y en Calvino, quien encarnó una forma de
vida rígida, conceptual, poco teñida por la sensibilidad. El término medio de interpenetración y
equilibrio de estado de ánimo y razón es «el de cualquier católico normal».
El dominico Bollnow, en su libro Esencia y cambio de las actitudes, expuso con clarividencia la
distinción entre talante y actitud. El apoyo en una tradición, la seguridad, el descanso en una fe
racionalmente justificada, la posesión de una firme concepción de la vida, convierten el talante en
actitud, es decir, dan /sentido a la vida, le prestan estilo. De tal manera que puede afirmarse que la
actitud no es sino un talante informado y ordenado, un talante penetrado de lógos, como una
segunda naturaleza. Y, junto al talante y la actitud, hay que situar, por su diferencia de arraigo, el
estado anímico profundo y fundamental, en el que consistimos y que determina nuestro modo de
ser, porque no es lo mismo ser alegre que estar alegre, ni llorar que vivir hundido en la aflicción.
Hay, en suma, una jerarquía de estados de ánimo que se reducen a la autenticidad y a la
profundidad. Y el temple anímico fundamental, aquel desde el que se vive y del que se vive, el
temple último radical es siempre religioso o irreligioso.
¿Es la religión una proyección del talante?; ¿determina, o codetermina, nuestro talante no sólo la
intelección, sino también la vivencia religiosa?; ¿colorea el talante, de algún modo, la religión que
se vive y en la que se vive? Según el principio tomista, «la gracia edifica sobre la naturaleza, no la
destruye». Pero también es verdad que la gracia edifica la naturaleza. El hombre nuevo de san
Pablo es también, por obra de la conversión, nuevo en su ser natural, en su disposición anímica, en
su actitud vital. El hábito o vivencia continuada de cualquier religión, dando al alma una idea de la
vida, un ethos y un ideal nuevos, la transforman, a veces hasta de raíz, poniéndola en conformidad
con ellos. Aunque con exageración, no en vano se ha dicho que «el hábito es una segunda
naturaleza»; cuánto más el hábito religioso: «Quien cree en un Dios colérico, arbitrario y terrible,
acaba haciéndose pusilánime y aterrado, o bien estoicamente desesperado. Quien confía en un
Dios bondadoso, equitativo y amante, se torna sereno y alegre o termina convirtiéndose en
perezoso y temerariamente seguro de su salvación» 4.
Si Fichte dijo que la filosofía que se elige depende de la clase de hombre que se es, con mayor
razón puede afirmarse que cada cual busca la religión que mejor se acomoda a su habitual
disposición de ánimo. O, en otras palabras, cada ser humano propende a abrazar la fe que mejor se
adecua a su modo psíquico de ser y, aun la fe recibida, la vive según su personalísima idiosincrasia.
No vive la religión, sino su religión.
Tanto si se admite que la religión hace o, incluso, transforma al hombre, como si se prefiere decir
que es el hombre el que elige su religión o una religión recortada a su medida, la conclusión viene a
ser la misma: que las religiones se distinguen entre sí objetivamente, sin duda; pero también por la
estructura psíquico-estructural normal y habitual, impresa en los adeptos de cada religión. Y a ello
contribuye la situación en que se vive.
El hecho de vivir en una situación de mundo religioso o irreligioso, de mundo católico o
protestante, influye decisivamente en la conformación antropológica de las personas. Ortega y
Gasset, en un texto preciso y claro, lo expresó así: «Imaginen ustedes dos individuos de carácter
opuesto, uno muy alegre, otro muy triste, pero ambos viviendo en un mundo donde Dios existe. Al
pronto tendremos que atribuir gran importancia a esa diferencia de caracteres en la configuración
de ambas vidas. Mas si luego comparamos a uno de esos hombres, por ejemplo, al alegre, con otro
tan alegre como él, pero que vive en un mundo distinto, en un mundo donde no hay Dios, caemos
en la cuenta de que, a pesar de gozar ambos del mismo carácter, sus vidas se diferencian mucho
más que la de aquella otra pareja, distinta de carácter, pero sumergida en el mismo mundo» 5.
La situación religiosa influye, conforma, permite incluso discernir el ateísmo católico del ateísmo
protestante —sirvan los ejemplos del antes católico Stefan George y de André Gide, protestante sin
fe—, pero ello no significa, en modo alguno, la pretensión insensata de reducir la religión —mucho
menos el catolicismo— a mera cultura.
Hay personas que, por naturaleza, propenden al destino religioso, en cuyo caso —acorde con la
máxima de santo Tomás— la gracia perfecciona la naturaleza. Por el contrario, en otras se produce
una disconformidad natural con la gracia, y entonces esta reedifica la naturaleza, produce no sólo
una conversión natural —adaptación del temple anímico al requerimiento de la religión—, sino,
además, sobrenatural. Pero, en todo caso, la religión que se cree y en la que se vive, conforma al
hombre con más fuerza que cualquier otra condición o influencia. Según como sea nuestro Dios, así
seremos nosotros. La religión no es sólo cultura, aunque también lo es; es el núcleo central de toda
filosofía y, en general, de toda cultura.
NOTAS: 1 J. L. LóPEz ARANGUREN, Obras completas I: Filosofía y religión, Trotta, Madrid 1994, 217.
— 2 ID, 220. — 3 ID, 221. — 4 ID, 227. — 5 ID, 227. — 6 ID, 234.
BIBL.: AA.VV., Teoría y sociedad: homenaje al profesor Aranguren, Barcelona 1970; BLÁZQUEZ E,
José Luis L. Aranguren, medio siglo de la historia de España, Ethos, Madrid 1994; GUY A., La théorie
du talante chez J.L. L. Aranguren, en AA.VV., La nature humaine, PUF, París 1961, 292-296; ID,
L'ambivalence du talante religieux selon Aranguren, en Mélanges André Combes III, París 1968,
469-480; LÓPEZ ARANGUREN J. L., El buen talante, Tecnos, Madrid 1985; ID, Catolicismo y
protestantismo como formas de existencia, en Obras Completas I: Filosofía y Religión, Trotta,
Madrid 1994, 209-413; ID, Talante, juventud, moral, Madrid 1975.
J. L. López Aranguren
E. Blázquez
TÉCNICA
Y TECNOLOGÍA
DicPC
La técnica, contra lo que se suele pensar, es anterior a la ciencia: cuando interviene la ciencia, la
técnica deviene tecnología: la tecnología es el resultado de la aplicación de la ciencia a la técnica.
Pero la técnica es tan antigua como la humanidad; pueden darse sociedades humanas sin
instituciones jurídicas o políticas, pero no sociedades humanas sin técnicas, pues no es una
actividad entre otras, sino el complemento necesario de toda actividad. Max Weber la ha definido
del modo siguiente: «Técnica de una acción significa el conjunto de los medios aplicados en ella»,
añadiendo que «con respecto a la acción concreta, esa aportación técnica (desde la perspectiva de
la actividad total) constituye su verdadero sentido y los medios que emplea son su técnica. En este
sentido, hay una técnica para cada forma de actividad: técnica de la oración, técnica de la ascética,
técnica del pensamiento y de la investigación, técnica mnemónica, técnica de la educación, técnica
del poder político, técnica administrativa, técnica erótica»1, etc.
La técnica constituye un rasgo exclusivo del hombre, por el que se distingue del animal. Las
técnicas más elementales se dirigen a la satisfacción de necesidades y a la evitación de dificultades,
defendiendo incluso al hombre de la hostilidad de la naturaleza, frente a la cual sería inferior al
animal, si no dispusiera de la técnica. Ortega y Gasset ha visto muy bien esta dimensión de la
técnica: «El hombre empieza cuando empieza la técnica»; y «no hay hombre sin técnica» 2. Y es que
el hombre es un ser excepcional: su ser no es una realidad acabada, sino por hacer, quehacer:
proyecto, programa, invento. La técnica permite al hombre cumplir ese programa, mediante la
manipulación y reforma de la naturaleza. Porque, para el hombre, estar en el mundo, existir,
supone tanto facilidades como dificultades; estas podrían impedir el cumplimiento del programa o
proyecto: para garantizar ese cumplimiento, el hombre dispone de la técnica.
Ahora bien, la aparición de la /burguesía en el mundo de la producción significó, entre otras cosas,
la aplicación de la ciencia a la técnica. A partir de aquel momento, el hombre logra un auténtico
reinado sobre la naturaleza. En esa aplicación de la ciencia a la técnica consiste precisamente la
tecnología, que podría definirse como una técnica científica. Tal novedad se situaría, por tanto, en
torno al Renacimiento: es la opinión de la mayoría de los estudiosos, aunque no son pocos los que
piensan que la tecnología en sentido estricto, es decir, tal como la entendemos hoy, surge con la
revolución industrial de los siglos XVII y XIX. Sin embargo, sería posible identificar la actividad
tecnológica, e incluso la tecnología como reflexión sobre la técnica, en la época de los griegos, a los
que B. Gille no duda en atribuir «una voluntad deliberada de conjugar el esfuerzo científico y el
esfuerzo técnico» y «una técnica que busca su racionalidad y apela a los principios que la ciencia
acaba de descubrir»3. En cualquier caso, podemos afirmar que toda tecnología es técnica, pero no
a la inversa.
La técnica ha sido objeto de estudio por parte de multitud de filósofos y científicos. Aludiremos
sólo a algunas concepciones de la misma: la cristiana, la explicación de Xavier Zubiri y la de J. D.
García Bacca. La cosmovisión cristiana ve en la técnica el dominio de la naturaleza, que se convierte
en servidora de la libertad del espíritu; y, en el fondo, es liberada. Ese es el sentido que Denis de
Rougemont ha visto en el texto de san Pablo: «La creación entera está aguardando, en anhelante
espera, la manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que también ella será librada de
la esclavitud de la destrucción... para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom
8,19-21). Comenta De Rougemont: «Hay aquí un programa grandioso de acción sobre el cosmos,
que se ofrece al hombre... Lo que la naturaleza espera del hombre es una acción que domine y
libere, no una reverencia devota y temerosa» 4. Zubiri critica la concepción aristotélica, de acuerdo
con la cual la técnica aparece como contrapuesta a la naturaleza: a la técnica no le competen los
productos naturales, sino solamente los productos artificiales, los artefactos. Según Zubiri, la
técnica humana puede obtener los mismos resultados –productos– que produce la naturaleza,
desde las partículas elementales hasta los cuerpos compuestos y «es dable creer que no se halla
remoto el día en que se produzca la síntesis de algún tipo de materia viva» 5. El hombre, gracias a la
técnica, puede reproducir los entes que, antes, quedaban reservados a la naturaleza; y, por tanto,
la técnica no se limita a los artefactos, contrapuestos a los productos naturales: alcanza también a
estos.
García Bacca ofrece un concepto de técnica, en la que intervienen dos dimensiones. En primer
lugar, la emancipación del hombre respecto de la naturaleza: en un comienzo, el hombre era mera
creatura, hasta que, gracias a la técnica, logró convertirse en «Señor de lo natural»6. En segundo
lugar, el hombre no se limita a emanciparse de la naturaleza, sino que se dedica a manipularla; esta
manipulación posee un alcance omnímodo, si se tiene en cuenta que García Bacca considera al ser
natural como posibilidad múltiple, como caos, como campo para la actividad del hombre; cada
decantación real es un ente. Ahora bien, todo ente es ser, haz de posibilidades, no es algo definitivo
o esencial. Por eso, el hombre puede traspasar al ente y entrar en su ser, haciendo salir otros entes,
otras decantaciones reales. Y, así, unos entes pueden ser transformados en otros entes; ello se
logra mediante la técnica. De ahí que, si se atiende a la etimología de los términos, la técnica sea
entendida como metafísica. Y el hombre deviene «empresario del universo..., metafísico»; y
«empresario entitativo»7, que puebla de novedades el universo. La técnica da al hombre tal poder,
que García Bacca no duda en hablar, para definir al hombre, de teología en vez de antropología.
Y he aquí una posibilidad que aterra: la humanidad podría entrar en una etapa en la que el
protagonista de la evolución ya no sería el /hombre, sino la técnica misma. Hottois ha acuñado el
término tecno-evolución para referirse a una nueva etapa de la evolución, diferenciándola de las
dos precedentes: la bio-evolución, etapa de la vida anterior a la aparición del hombre, y la logo-
evolución, etapa de la historia humana, caracterizada por el logos. Se podría asimismo acuñar el
término tecnosfera, paralelo al de tecnoevolución, apoyándonos en los utilizados por Teilhard de
Chardin cuando distingue la noosfera, nivel del espíritu, de la biosfera, nivel de la vida, y de la
geosfera, nivel de la materia. Que inauguramos una nueva etapa, caracterizada por el
protagonismo de la ciencia y de la técnica, ambas en indestructible alianza, nadie podría negarlo.
Pero es asimismo innegable que esa nueva etapa es inaugurada por el hombre, aunque este
termine siendo sacrificado y, por tanto, perdiendo el protagonismo en ella: una posibilidad que
está ahí, frente a nosotros. Afortunadamente, existe la posibilidad de que el hombre presida y
protagonice, además de inaugurarla, esa nueva etapa.
Desde siempre ha existido un recelo miedoso respecto a las innovaciones aportadas por la
evolución de la técnica. Es un recelo frente a la dimensión prometeica y fáustica del hombre, que
podría poner en movimiento ciertas fuerzas incontrolables. La incorporación de la máquina a los
procesos de la producción y a la vida cotidiana de los hombres desencadenó un miedo, que fue
calificado de miedo del siglo XX (E. Mounier). Cuando parecía superado ese miedo, emerge con
caracteres apocalípticos otro miedo, provocado esta vez por el aceleradísimo desarrollo
tecnológico, pudiéndosele llamar miedo del siglo XXI, aunque germina ya en las postrimerías del
siglo XX.
«La cultura se ha constituido en sistema de defensa contra las técnicas» 8 porque se tiene la idea de
que los objetos técnicos son inhumanos; se odia a la técnica como se odia al extranjero. Pero para
que la cultura cumpla con su papel de manera cabal, debe ser capaz de ver la realidad técnica como
hija suya, como una realidad humana y cultural. En el terreno del conocimiento, son inmensas las
posibilidades que la técnica ofrece al hombre, especialmente en el campo de la informática, de
modo que nos encontramos a punto de realizar, mediante el acceso a los bancos de datos más
sofisticados, el sueño de los Enciclopedistas.
La ciencia y la técnica pueden asimismo ayudar a justificar la opción realizada. Pueden, además,
contribuir a que una acción o una realidad determinadas se muestren, frente a otras, como las más
dignas de ser buscadas, perseguidas, veneradas, pudiendo exigir la inmolación y el sacrificio. De
esta manera, se refuerza en gran medida la /responsabilidad y se abren campos nuevos para la
ética. Por otra parte, ciertos rasgos de la actividad científico-técnica constituyen un paradigma de
la acción humana. Esta actividad sustituye, ante los procesos naturales, la pasividad por la
iniciativa, promoviendo procesos artificiales, que permiten obtener efectos que no se obtendrían
de otra manera. Y puede sustituir la actitud instintiva por una planificación, que reduciría los
condicionamientos y las contingencias de la herencia y de los mecanismos innatos.
Se pueden, así, detectar cierta afinidad y cierta analogía entre dicha actividad y la propia de la
voluntad libre: la primera, por su carácter creador, operativo, transformador, se convierte en el
símbolo de la segunda, en su acción ética y en su acción histórica. Dos ámbitos, antitéticos en una
primera instancia, devienen análogos y afines. Por otro lado, al reducirse los determinismos de la
naturaleza, se ve reforzada la libertad de la voluntad. Y la imaginación científica promueve la
invención ética. En ambas es, por lo demás, decisiva la re-flexión crítica.
Pero la información combate también la esclavitud y la alienación en otros ámbitos. Todo el mundo
conoce la influencia del cine, la televisión y la aviación en el desarrollo de los pueblos atrasados. La
información proporcionada por. los aparatos puede resultar positiva en tales sentidos y puede
multiplicarse, siempre que no sea secuestrada.
La técnica forma parte de la cultura. Sólo los hombres, afirma De Rougemont, somos responsables
de los males posibles ocasionados por la técnica. Y, en tal sentido, la técnica lo que hace es
colocarnos frente a nuestras más graves opciones, obligándonos a «reconsiderar de la manera más
concreta la cuestión de los verdaderos fines de nuestra vida y de la verdadera naturaleza del
hombre». De Rougemont añade este interrogante: «¿No residiría en eso su más extraordinario
milagro?»11. Estamos ante un problema de adaptación. Situaciones semejantes fueron ya
superadas por el hombre. Cumplida esa adaptación, accederemos a un nuevo humanismo, capaz
de incorporarse a la técnica, y que habrá que llamar humanismo de la técnica, dejando esta de ser
«una de las zonas más obscuras de nuestra civilización» 12. Para que eso ocurra, hemos de
introducir el problema moral en la cuestión de la técnica y de la tecnología. Hoy existe una fuerte
consciencia de la necesidad de que el desarrollo de la técnica sufra la mediación de la moral. ¿Qué
moral? Esta cuestión se sale del marco de nuestra reflexión. Ahora nos limitamos a afirmar que
debe intervenir la moral. Esa necesidad fue percibida ya por los griegos. La idea central del discurso
mítico expuesto por Platón en su Protágoras, se refiere a que el progreso comprende no sólo las
técnicas industriales, que, distribuidas entre grupos capacitados, funcionan mediante la división del
trabajo, no siendo, por tanto, cuestión de todos, sino también la técnica social y /política, que sí
obliga a todos. Las donaciones divinas y el robo de Prometeo constituyen una versión mítica de la
capacidad que la naturaleza presta a los hombres para adaptarse al medio y sobrevivir: el ejercicio
de esa capacidad, la aplicación de esas técnicas, significa un progreso, un ascenso. Mas tal progreso
se desmoronaría si los hombres no dispusieran del recurso ético-político: serían víctimas de la
superioridad física de los animales y, si estos fuesen domina-dos, aun existiría el peligro de que los
hombres se destruyeran mutuamente. Pero, decididos a usar «el sentido moral y la justicia», añade
el mito platónico, los hombres consiguieron que «en las ciudades hubiera orden y lazos creadores
de amistad»". Aplicado a nuestro problema, la /ciencia y la técnica contribuirán a los conflictos y a
la destrucción, si los hombres no practican el sentido moral y la /justicia, en una palabra, si la razón
instrumental no se subordina a la razón moral.
NOTAS: 1 M. WEBER, Economía y sociedad, FCE, México 1977, 47. – 2 J. ORTEGA Y GASSET,
Meditación de la técnica, 17 y 53. – 3 B. GILLE, Les mecaniciens grecs, Seuil, París 1980, 8 y 28. – 4
D. DE ROUGEMONT, Le cheminement des esprits. L'Europe en jeu II, Baconniére, Neuchátel 1970,
126. – 5 X. ZuBIRI, Sobre la esencia, 85. – 6 J. D. GARCÍA BACCA, Elogio de la técnica, 74. – 7 J. D.
GARCÍA BACCA, Metafísica, 446-447 y 463. – 8 G. SIMONDON, Du mode d éxistence des objets
techniques, 9. – 9 J. FOURASTIÉ, La moral prospectiva, Cid, Madrid 1968, 93. – 10 ID, 204. – 11 DE
ROUGEMONT, a.c., 141. – 12 G. SIMONDON, a.c., 252. – 13 Protágoras, 322 C.
BIBL.: GARCÍA BACCA J. D., Elogio de la técnica, Anthropos, Barcelona 1987; ID, Antropología
filosófica contemporánea, Anthropos, Barcelona 1982; ID, Metafísica, FCE, México 1963; GARCÍA
MARTÍNEZ R., Técnica y moral, Anthropos, Barcelona 1996; Go-FFI J. Y., Philosophie de la técnique,
PUF, París 1988; HOTTOts G., Humanisme et évolutionisme dans la philosophie de la technique,
Revue Internationale de Philosophie 161 (1987/2); ORTEGA Y GASSET J., Meditación de la técnica,
Revista de Occidente, Madrid 1968; QUINTANILLA M. A., Tecnología: un en-foque filosófico,
Fundesco, Madrid 1989; SIMONDON G., Du mode d éxistence des objets techniques, Aubier, París
1989; ZUBIRI X., Sobre la esencia, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1962.
R. García Martínez
TELEOLOGÍA
DicPC
I. NOCIÓN DE TELEOLOGÍA.
El término teleología proviene de los dos términos griegos Télos (fin, meta, propósito) y Lógos
(razón, explicación). Así pues, teleología puede ser traducido como «razón de algo en función de su
fin», o «la explicación que se sirve de propósitos o fines». Decir de un suceso, proceso, estructura o
totalidad que es un suceso o un proceso teleológico significa dos cosas fundamentalmente: a) que
no se trata de un suceso o proceso aleatorio, o que la forma actual de una totalidad o estructura no
es (o ha sido) el resultado de sucesos o procesos aleatorios; b) que existe una meta, fin o propósito,
inmanente o trascendente al propio suceso, que constituye su /razón, explicación o sentido. En
términos de cierta tradición filosófica, esto equivaldría a decir que dicha meta o sentido son la
razón de ser del suceso mismo, lo que le justifica en su ser. Como se ve, el carácter teleológico de
un suceso se opone a su carácter aleatorio. Sin embargo, de ahí no podemos deducir que
teleológico y necesario (en su acepción epistemológica de legaliforme), sean coincidentes. Un
suceso es necesario relativamente a un cierto marco de referencia si, dadas ciertas condiciones, es
lógicamente imposible que dicho suceso no tenga lugar en la estructura ontológica de dicho marco.
No obstante, decir de un suceso que es teleológico relativamente a un marco de referencia,
significa que existe una tendencia, propensión, etc. en tal marco a desarrollar ciertas formas o
estructuras que ceteris paribus (i.e., manteniendo ciertas variables constantes) tendrán lugar, y
respecto a las cuales tal suceso es una fase, etapa o momento de su desarrollo.
Obsérvese, finalmente, que mientras lo necesario es lógicamente incompatible con la
indeterminación, lo teleológico es compatible en cierto grado con la indeterminación, aunque un
suceso o proceso teleológico no es, en sí mismo y en relación a su fin, indeterminado. De ahí que
en ocasiones se haya hablado de distinguir dos tipos de necesidad: la necesidad física y la
necesidad teleológica.
Fuera del ámbito ontológico, la teleología se dice de la acción humana y, así, de los denominados
proyectos, planes, decisiones futuras, objetivos globales vitales, etc. En este caso, el carácter
teleológico de un suceso o acontecimiento (la acción humana) cumple las notas anteriormente
mencionadas: la acción teleológica no es la acción arbitraria, la que responde a intenciones
momentáneas, a caprichos o deseos del momento sin ninguna articulación superior; por el
contrario, responde a una intencionalidad (fin), conscientemente explicitada, del agente y
articulada generalmente dentro de un sistema teleológico (fines últimos e intermedios) que
constituyen su proyecto vital. Ahora bien, para que una acción sea teleológica no es suficiente con
que responda a un fin consciente del agente; es preciso también que dicho fin haya sido asumido
consciente y críticamente. De otro modo, la estructura teleológica de un proyecto vital personal se
opone, en tal caso, a las formas de vida miméticas, inerciales, irreflexivas y alienadas.
De las cuatro causas que, según Aristóteles, se necesitaban para explicar exhaustivamente un
fenómeno, hay dos que nos interesa especialmente destacar en relación a la cuestión que nos
ocupa, a saber: la causa eficiente y la final. La causa eficiente la constituye el agente (o agentes)
que en su acción (interacción) determinaron el suceso actual a explicar, y corresponde a lo que
usualmente hoy entendemos como causa en sentido estricto. La causa final, por su parte, la
constituye el fin (o meta) al que el suceso se halla destinado. Esta diferenciación es importante,
dado que ha venido a constituirse históricamente en dos modelos paradigmáticos de explicación de
la naturaleza, con sus respectivas ontologías: el modelo causalista (con su respectiva ontología de
individuos, sucesos y relaciones legaliformes entre los mismos, ajena por completo a postular
propósitos o finalidades en lo que acontece) y el modelo finalista (que asume sólo parcialmente el
modelo causalista, esto es, sin el postulado de cierre ontológico según el cual «eso es todo lo que
hay»).
Resumiendo, el modelo finalista no niega el modelo explicativo causalista, sino que lo subsume. Lo
que no se acepta es que la explicación por causas eficientes se constituya en un principio
metodológico y ontológico absoluto. Su éxito en ciertos ámbitos (r ciencias físicas y naturales) se
debe exclusivamente a la especificidad de dichos ámbitos; pero su extrapolación a cualquier otro
ámbito sería una inferencia falaz: trivialmente observable en las ciencias humanas y sociales, donde
los fines (intenciones, intencionalidad) son parámetros irrenunciables en la explicación de la acción
individual o colectiva; menos trivialmente, aunque problemáticamente aceptable, en lo que
respecta a ciertas áreas teóricas de las ciencias biológicas (por ejemplo, teoría de la evolución)
donde, para algunos autores, la suposición de que la aparición de la inteligencia y la consciencia
pueda y/o deba explicarse como resultado del azar y la legalidad fenoménica ciega, es, cuando
menos, resultado de un desideratum metodológico y no una /verdad experimental o un dato de
observación.
2. El criterio teleológico hace imposible el aprendizaje moral. Las normas y valores morales deben
ser aprendidos. Sin embargo, si siguiésemos una concepción teleológica, el aprendizaje de lo que es
moralmente correcto se haría imposible, dado que no pueden preverse todas las circunstancias en
las que la otra persona deberá actuar, ni tampoco los resultados de sus acciones posibles, por lo
dicho anteriormente. Por otro lado, una regla general como «actúa de modo que aumentes al
máximo el beneficio o utilidad esperada», se haría inoperante en la práctica. A falta de una regla a
priori que me indique lo que es bueno o malo hacer, podría confundir mis intereses personales con
lo que es moralmente correcto hacer.
3. El criterio teleológico pone en peligro el principio de cooperación en el que se basa toda la vida
social. Y esto básicamente porque, en unos casos, es preciso actuar sin necesidad de conocer las
intenciones de las demás personas; y en otros, es preciso poder confiar en que los otros actuarán
de una forma concreta. La vida social sólo es posible si cada individuo espera que los demás vayan
a comportarse o a respetar ciertos principios, normas o convenciones con carácter general, y no
que vayan a comportarse según estimaciones de consecuencias.
4. El criterio teleológico carece de una escala de valores humanos. Según las Éticas Teleológicas,
como no hay actos buenos o malos en sí, sino dependientes de las circunstancias y de las
consecuencias, no hay derechos inviolables. Y esto parece llevarnos inexorablemente a la
conclusión de que, en ciertas circunstancias, podría considerarse legitimado el sacrificio de los
intereses (o de los /derechos fundamentales, como el de la vida o la libertad) de algunas minorías,
en función de considerar los intereses de ciertas mayorías más deseables en general.
No obstante, aunque dichas dificultades pudieran parecer decisivas, no es así. Las posibles réplicas
a las mismas pueden enunciarse como sigue:
2. Pueden ser enseñados como acciones moralmente correctas aquellas que, en la práctica y de
modo general, han mostrado dar los mejores resultados. Por ejemplo, ser responsable con los
deberes propios, valorarse a sí mismo por lo que se es y no por lo que se tiene, ser solidario con los
demás, etc., son acciones que tienen, por regla general, mejores resultados que sus acciones
contrarias o que el no llevarlas a cabo. Por consiguiente, son valores o acciones que pueden
considerarse correctos o válidos a priori.
4. La ética teleológica no implica necesariamente que no existan derechos inviolables. Lo único que
enuncia es que, en una situación determinada, la acción moralmente correcta es aquella que
produzca los mejores resultados. El punto de vista teleológico puede aceptar perfectamente
derechos inviolables (a la vida, a la intimidad...). Para ello basta mostrar que, en cualquier
circunstancia, o en la mayoría de las circunstancias, dichos resultados son los mejores resultados
posibles. Por ejemplo, mentir tiene, por regla general, malas consecuencias morales.
Por consiguiente, según la tesis teleológica, no es moralmente correcto mentir (en general). La
insolidaridad, por regla general, tiene malas consecuencias morales. En consecuencia, no es
moralmente correcto ser insolidario.
BIBL.: AA.VV., Proceso al azar, Tusquets, Barcelona 1986; ALVIRA R., La noción de finalidad, Eunsa,
Pamplona 1978; ARISTÓTELES, Moral, a Nicómaco, Espasa-Calpe, Madrid 1978; BOREL E., Las
probabilidades de la vida, Orbis, Barcelona 1986; MACINTYRE A., Historia de la ética, Paidós,
Barcelona 1988; MONOD J., El azar y la necesidad, Orbis, Barcelona 1985; MOSTERÍN J.,
Racionalidad y acción humana, Alianza, Madrid 1987; PRIGOGINE L, ¿Tan solo una ilusión? Una
exploración del caos al orden, Tusquets, Barcelona 1983; TRESMONTANT C., Ciencias del universo y
problemas metafísicos, Herder, Barcelona 1978; VON WRIGHT G. H., Explicación y comprensión,
Alianza, Madrid 1981.
S. Sánchez Saura
TENER
DicPC
Uno de los temas principales del Antiguo Testamento es cómo ser realmente libres. Esta historia
comienza con Abrahán, que debe dejar su país y su clan y marcharse a una tierra desconocida. El
segundo héroe es Moisés. En la historia de Moisés y su pueblo, el desierto es el símbolo de la
liberación. El desierto es el lugar de los nómadas que sólo requieren lo necesario para vivir. Dios les
alimentaba con el maná y cada uno recogía según lo que necesitaba para comer. Aquí se formuló el
principio que encontramos en la tradición libertaria, y también en Marx: «A cada cual según sus
necesidades». Otro concepto básico en relación a este tema es el Shabbat. Este más que un día de
descanso físico tenía como sentido verdadero restablecer una verdadera armonía entre los seres
humanos, la naturaleza y Dios. En el sábado no se persigue tener nada, sino sólo el /ser personas
en comunión. La visión del Tiempo Mesiánico es otra de las grandes aportaciones del judaísmo a la
cultura. Se trata de un tiempo histórico en que la /propiedad no tendrá sentido y las guerras
terminarán. Los Profetas renovarán la visión de libertad humana; verse libre de las cosas y
protestar contra los ídolos era el objetivo de su enseñanza.
El Nuevo Testamento continúa las protestas del Antiguo Testamento sobre la posesión de riquezas.
El Sermón de la Montaña alaba a los /pobres en tanto que Dios es su Padre y su defensor. La
renuncia radical a lospropios derechos y el mandamiento del amor a nuestros enemigos, exige la
renuncia total al egoísmo. En relación a las cosas, se pide una renuncia radical a las estructuras del
tener. La /comunidad más antigua condenaba la acumulación de riquezas (Mt 6,19-21). Este
rigorismo ético de rechazar la orientación al tener, también se encuentra en las órdenes
monásticas del / judaísmo, como los esenios, así como en todas las órdenes religiosas que ha
generado la historia del cristianismo.
También en los Padres de la Iglesia se mantiene esta actitud ante las riquezas. Así san Justino dice:
«Nosotros que amábamos la riqueza y las posesiones sobre todas las cosas, hoy día tenemos
propiedades comunales y las compartimos con los necesitados». Y la Carta a Diogneto sostiene:
«Cualquier país extraño es la patria de los cristianos, y cualquier patria les es extraña». Tertuliano
enseñó que el comercio tiene el peligro de la idolatría y san Basilio decía: «Al que se apodera del
vestido de otra persona se le llama ladrón; pero el que no viste al pobre y puede hacerlo, ¿no
merece el mismo nombre?». Santo Tomás de Aquino enseña que la propiedad privada está
justificada cuando es para satisfacer el bienestar de todos. En la tradición oriental, es el budismo
clásico quien más insiste en la importancia de renunciar a cualquier deseo de posesión, como
camino de liberación del deseo, que encadena al sufrimiento.
La fuente clásica de las ideas del maestro Eckhart (1260-1327) sobre el modo de tener, se
encuentra en el sermón del monte. «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino
de los cielos». La pobreza fundamental es la pobreza interior, que define así: «Es un hombre pobre
el que no desea nada, ni sabe nada, ni tiene nada». Estar vacíos de conocimientos debe entenderse
como no considerar nuestro saber como una posesión; estar lleno de conocimientos pertenece al
modo de tener. Eckhart también analiza las relaciones entre el tener y la libertad humana. La
verdadera libertad es aquella que se ve libre no sólo de tener cosas, sino también libre del propio
egoísmo, como camino para amar y ser productivo. La negación y el vacío de uno mismo será el
camino de todos los místicos, para llenarse de la plenitud de Dios, que es en donde se encuentra la
verdadera posesión. Para K. Marx el dinero es el dios del alma judía, pero también de la sociedad
burguesa. Es un dios universal, como sostiene en su obra La Cuestión judía. Este dios destruye los
valores y deshumaniza al hombre, hasta el punto que el hombre se convierte en mercancía, que se
compra y se vende por dinero. Es un poder que se ha convertido en dominador del propio hombre.
«El ha desposeído de su propio valor al mundo entero, al mundo del hombre lo mismo que a la
naturaleza. Para el hombre, el dinero es la esencia alienada de su trabajo y de su ser, y esta extraña
esencia domina al hombre y este la adora». El dinero pone como centro el egoísmo en las
relaciones sociales humanas y reduce la dimensión comunitaria del hombre. El tener entraría en lo
que M. Heidegger llama la existencia inauténtica, que consiste en la disolución de nuestro yo en el
se (se dice, se hace). Es un proceso de desarraigo y alejamiento de /sí mismo. Es lo característico
del hombre /masa del que nos habla Ortega y Gasset, y cuyas consecuencias se resumen así: «Este
proceso de integración y masificación general encuentra su expresión en la vida reglamentada de
las grandes urbes, donde el individuo de finales de siglo XX intenta huir de la frustración,
entregándose a diversiones y pasatiempos hueros como el deporte, el coche, la televisión o el
vídeo, sin hablar de las minorías, cada vez más amplias, que han sucumbido a la tentación maldita
de la droga, el juego o la delincuencia. En el fondo, hemos vuelto a la Roma del panem et circenses.
Entonces, como ahora, el grito, el aturdimiento o el vicio como salida a la esterilidad ambiente»1.
Siempre ha sido constante en la Doctrina Social de la Iglesia la crítica y la condena del tener; pero
se podría sintetizar esta crítica en las dos encíclicas del papa Juan Pablo II: Laborem exercens y
Sollicitudo rei socialis. En la primera, al relacionar el trabajo y la propiedad, dice: «La propiedad
nunca se ha entendido por la Iglesia de modo que pueda constituir un motivo de conflicto social en
el trabajo. Se adquiere mediante el trabajo y debe servir al trabajo (de modo especial, la propiedad
de los medios de producción). Los medios de producción no pueden ser poseídos para poseer. El
único título legítimo para su posesión (propiedad pública o propiedad privada) es que sirvan al
trabajo y que hagan posible el destino universal de los bienes. No conviene excluir la socialización,
en condiciones oportunas, de ciertos medios de producción. Las enseñanzas de la Iglesia sobre la
propiedad se apoyan en los conocidos argumentos de santo Tomás. La enseñanza de la Iglesia
sobre la propiedad trata de asegurar la primacía del trabajo. Sigue siendo inaceptable la postura
del rígido capitalismo (que defiende la propiedad privada de los medios de producción como un
dogma inviolable en la vida económica). Este derecho se debe someter a una revisión constructiva,
en la teoría y en la práctica»4.
También es digno de citar el texto de la Sollicitudo rei socialis, en lo que dice a la relación tener y
ser: «La encíclica del papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada,
entre el tener y el ser; que el Vaticano II había expresado con palabras precisas. Tener objetos y
bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su
ser; es decir, a la realización de la vocación humana como tal. Ciertamente, la diferencia entre ser y
tener; y el peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al
valor del ser; no debe transformarse necesariamente en una antinomia.
Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que
son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la
injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios, destinados originariamente a todos.
Este es, pues, el cuadro: están aquellos —los pocos que poseen mucho—que no llegan
verdaderamente a ser porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran
impedidos por el culto del tener; y están los otros —los muchos que poseen poco—, los cuales no
consiguen realizar su vocación humana fundamental, al carecer de los bienes indispensables. El mal
no consiste en el tener como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía
de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de
su disponibilidad al ser del hombre y a su verdadera vocación.
Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que
debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes
indispensables para ser, sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a esta,
el desarrollo se vuelve contra aquellos mismos a quienes se desea beneficiar» 5.
1. En el tener como posesión, la relación con el mundo es de cosificación y de propiedad. Este tener
se contrapone al ser; por ser se entiende una relación auténtica, no superficial, con el mundo y con
las personas. Este modo de existencia del tener, surge del mal uso de la propiedad privada,
considerada como un derecho primario intocable. Lo importante es adquirir propiedades y se trata
de un modo de tener que excluye a los otros, transformando a los otros y a las cosas en algo
muerto: «En el modo de existencia de tener, una actitud interesada en las propiedades y en las
ganancias necesariamente produce el deseo (y desde luego la necesidad) de poder. Para dominar a
otros seres humanos necesitamos usar el poder para doblegar su resistencia. Para mantener el
dominio sobre la propiedad privada necesitamos el poder para protegerla de los que quisieran
quitárnosla, porque ellos, como nosotros, nunca tienen bastante; el deseo de tener propiedades
privadas produce el deseo de usar la violencia para robar a otros, de manera abierta u oculta. En el
modo de tener, nuestra felicidad depende de nuestra superioridad sobre los demás, de nuestro
poder, y en último término, de nuestra capacidad para conquistar, robar y matar. En el modo de
ser, la dicha depende de amar, compartir y dar»6.
3. El tener existencial se da porque existen algunas cosas que nos resultan imprescindibles para
vivir. Así podríamos poner nuestro cuerpo y su cuidado, como el alimento, la vivienda, la
educación, los bienes básicos, etc. Las dos primeras formas de tener pertenecen al carácter
adquirido del hombre; mientras que el tener existencial es algo innato, que no entra en conflicto
con el ser íntimo del hombre. Se trata de un tener puramente funcional frente a una propiedad
institucional o posesiva. «La propiedad funcional es una necesidad real y existencial del hombre;
mientras que la propiedad institucional satisface una necesidad patológica, condicionada por
ciertas circunstancias socioeconómicas. El hombre debe tener un cuerpo, morada, herramientas,
armas y vasijas. Estas cosas son necesarias para su existencia biológica. Pero hay otras cosas que
necesita para su existencia espiritual, como ornamentos y objetos de decoración; en suma, objetos
artísticos y sagrados y los medios para producirlos. Pueden ser propiedad, en el sentido de que el
individuo los utilice exclusivamente, pero son propiedad funcional» 9.
Tener es un modo fundamental del existir y no el modo básico de situarse ante el mundo. Sólo en
Dios coincide el tener con el ser. En el hombre existe siempre la privación y la contingencia. El
haber es un sustituto del ser, una aspiración a Dios detenido en lo múltiple de las cosas.
«Constatamos que todo el destino de la posesión humana oscila entre dos polos. El de la facilidad:
gozar de los placeres del tener, que son los de la persona autónoma, sin querer darse, mediante un
enriquecimiento del ser, las condiciones primeras de la posesión del mundo. Ya qu el otro –queda
por saber si el hombre puede alcanzarlo por sus solas fuerzas– en que el tener es asíntota del ser,
se olvida en el ser; aquel otro en el que yo no poseo, sino porque no he pensado antes en tener,
sino en ser, o sea, en amar. El burgués se deja definir de buen grado como propietario: no hace
más que querer tener, para evitar ser. Pero los pobres de espíritu poseen el mundo» 10.
La sociedad industrial tiene como centro la propiedad privada, como algo inviolable. El carácter
social en esta cultura está en el deseo de adquirir propiedades y aumentarlas. Se hace hincapié
unilateral en el consumo material. «En su búsqueda de la verdad científica, el hombre dio con el
conocimiento que podía utilizar para dominar la naturaleza y tuvo en esto un éxito formidable.
Pero el hincapié unilateral que el hombre puso en la técnica y en el consumo material, hizo que
perdiera contacto con él mismo y con la vida. Al perder la fe religiosa y los valores humanistas
ligados a ella, se concentró en los valores técnicos y materiales y dejó de tener capacidad de vivir
experiencias emocionales profundas, y de sentir la alegría o la tristeza que suelen
acompañarlas»11.
Pero el placer mayor del hombre no está en poseer cosas materiales, sino seres vivos. Así, en la
sociedad patriarcal, de alguna manera el padre es dueño de la esposa y de los hijos. El desplome
del antiguo tipo patriarcal posesivo es sustituido por la propiedad de amigos, salud, viaje, Dios, el
propio yo, etc. El liberalismo e individualismo, que en un sentido positivo es liberarse de cadenas,
se convierte en sentido negativo en el interés por alcanzar el éxito personal, a veces a cualquier
coste, el tener y disfrutar.
Sin embargo, el apego a la propiedad que floreció en el siglo XIX, ha cambiado de signo hoy, pues
antes se compraba para conservar, pero hoy se ha fetichizado el insaciable y estéril consumo.
Adquirir, tener, usar y desechar, es el nuevo círculo vicioso del consumista; y que ha entrado sobre
todo en la sociedad actual, a partir de la década de los sesenta. En la sociedad posmoderna se
concibe la felicidad como consumo de objetos. «El punto de referencia absoluta de toda esta
estrategia es la felicidad entendida como consumo hedonista. Se trata, pues, de la salvación por los
objetos; objetos que procuran la satisfacción de necesidades provocadas artificialmente» 12.
Está claro, entonces, que esta sociedad industrial, a donde nos ha conducido es hacia un nihilismo y
materialismo craso, y no a la /liberación en que soñaron muchos ilustrados. «Hegel creía que la
historia caminaba hacia la apoteosis del espíritu universal o Weltgeist; hoy vemos que ha
conducido a la entronización del materialismo más descarnado. La peste materialista invade el
mundo occidental, y con ella, la mentira de la publicidad, el terror del consumo, la regimentación
de la existencia, la instrumentalización de las relaciones interhumanas, el culto brutal al éxito, la
insolidaridad como norma de conducta, y la guerra hobbiana de todos contra todos como valor
supremo.
Siguiendo a Proudhon podríamos decir: "Los dioses se han ido: el hombre no puede hacer más que
aburrirse y morir en su egoísmo"» 13. En definitiva, el tener y su diosa, la poderosa economía, son
valores supremos y fetichizados; quien anda tras las huellas de semejante ídolo debe rendirle
tributo a un alto precio: la deshumanización; pues quien sólo desea poseer se encuentra poseído a
sí mismo por su posesión. No sin razón, Mounier afirmaba que «sólo poseemos lo que podemos
dar; lo que no podemos dar no lo poseemos, sino que nos posee a nosotros». Lo que viene a ser: lo
que nosotros tenemos, frecuentemente nos tiene a nosotros.
NOTAS: 1 H. SAÑA, Opresores y oprimidos, Ayuntamiento de Santa Lucía, Gran Canaria 1991, 9. — 2
E. MOUNIER, Manifiesto al servicio del personalismo, Taurus, Madrid 1967, 10. — 3 E. FROMM,
¿Tener o ser?, 142. - 4 Magisterio pontificio contemporáneo II, BAC, Madrid 1992, 848-849. — 5 ID,
918-919. — 6 E. FROMM, o.c., 15. - 7 R. YEPES, Claves del consumismo, Palabra, Madrid 1989, 63.
— 8 E. FROMM, Del tener al ser, 124. — 9 ID, 132. — 10 E. MOUNIER, Obras completas I, 507-508.
— 11 J. REY TATO, Psicología humanista, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1992, 23. — 12
AA.VV., En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona 1990, 86. — 13 H. SAÑA, o.c., 11.
BIBL.: BELL D., Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid 1987; FROMM E.,
¿Tener o ser?, FCE, México 1978; ID, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, FCE, Madrid
1985; ID, Del tener al ser, Paidós, Barcelona 1991; HORKHEIMER M., Crítica de la razón
instrumental, Buenos Aires 1973; LERSCH P., El hombre en la actualidad, Gredos, Madrid 1982;
MARCEL G., Ser y Tener, Caparrós, Madrid 1995; MARX K., Manuscritos: Economía y filosofía,
Alianza, Madrid 1970; MOUNIER E., Obras completas I, Sígueme, Salamanca 1992; PLAZA S., El
pensamiento religioso de Erich Fromm. Análisis crítico, San Pablo, Madrid 1993; SAÑA H., El
capitalismo y el hombre, Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1967.
S. Plaza Aguilar
TEOLOGÍA
DicPC
I. CARACTERIZACIÓN GENERAL.
Por su etimología evidente la palabra teología remite a un tratar sobre Dios (Theós). Al mismo
tiempo, el componente logos indica un tratar segundo, no inmediato, sino reflexivo y sistemático:
consiste, por tanto, en el esfuerzo metódico de los creyentes por comprender, fundamentar y sacar
las consecuencias de la propia fe en los diversos niveles de su aplicación. Lo cual permite
comprender, ya de entrada, dos características fundamentales. 1) La teología es una realidad
ubicua: hay teología allí donde hay religión, pues todo creyente tiende necesariamente a esa
explicitación segunda. Por eso ha de superarse el hábito occidental a pensar que sólo existe la
teología cristiana: existen igualmente una teología islámica, hindú, budista... Y, sobre todo, este
hecho permite comprender la importancia actual del diálogo interreligioso. Las religiones son
distintos modos de referirse a una misma realidad –Dios, lo Divino, el Misterio, la Trascendencia, lo
Absoluto, la Nada...– y compete a las teologías la elaboración de las diferencias, en su capacidad de
complementarse o corregirse, de apoyarse o de refutarse, en vistas a una comprensión mejor y a
una vivencia más universalmente humana. 2) La teología es una magnitud histórica: cada una
constituye el resultado de un lento y complejo proceso de constitución, en interacción múltiple con
otras religiones y teologías, con la filosofía, y en general, con la cultura y con los diversos desafíos
sociales. De ahí su carácter vivo, tanteante y, en ocasiones, conflictivo.
En Occidente son los presocráticos quienes la inician de modo sistemático: aplicando el logos al
mythos, buscan una comprensión más profunda y coherente de lo divino (con logros como el de
Jenófanes), superando todo antropomorfismo y afirmando ya de Dios: «No semejante a los
mortales ni en su cuerpo ni en su pensamiento», «sin trabajo, mueve todas las cosas con el solo
pensamiento de su mente», «todo él ve, todo él piensa y todo él oye»1. La palabra aparece por
primera vez en Platón2, con la clara intención pedagógica de establecer normas para la adecuada
explicación a la juventud de los mitos, leyendas e historias de los dioses. En Aristóteles adquirirá un
tinte decididamente especulativo, al constituir el culmen de la reflexión acerca del Primer Motor3.
Los estoicos introdujeron una triple división: mítica (estudio crítico de los mitos), física (estudio
filosófico de la naturaleza de lo divino) y política (que atiende a la legislación y al culto público
estatal). No es difícil ver anunciados ahí algunos de los rasgos fundamentales de cualquier teología.
Dentro de ese horizonte general, nació la cristiana, a la que en adelante atenderemos de manera
específica.
1. La teología como «sabiduría verdadera». Era inevitable que, al entrar en el mundo helenístico, el
cristianismo se encontrase con la filosofía y tuviese que confrontarse con ella. No tanto como
enfrentamiento teórico cuanto como sabiduría global de la vida. El Evangelio, con su herencia
bíblica, era ahora la alethé philosophía. Algunos Padres, como Taciano y Tertuliano, adoptaron una
postura excluyente: sólo el cristianismo es verdadero. Otros, como Justino y la Escuela de
Alejandría, fueron inclusivos: en Cristo, como Logos en persona, culminaba y se plenificaba la
verdad que, como semillas vivas, estaba ya en las distintas filosofías, sobre todo en Platón.
Confrontación y diálogo se movían, de todos modos, en el mismo plano unitario y concreto, donde
Escritura, doctrina eclesial y razón, se percibían conjuntadas en una síntesis pastoral que no
renunciaba a las pretensiones teóricas, que hacia el final –con distintos estilos en Oriente, con san
Juan Damasceno y en Occidente con san Agustín– alcanzan síntesis verdaderamente grandiosas. La
invasión bárbara hizo que, al refugiarse en los monasterios, la teología se hiciese monástica: por un
lado, conservó el pasado copiando y extractando; por otro, se hizo contemplativa y sapiencial,
alimentando la piedad.
2. La teología como «ciencia». El renacer medieval induce una mayor densidad teórica. Dentro de
la tradición monástica, san Anselmo busca demostrar, mediante las rationes necessariae, la
coherencia interna de la fe, una vez que ha sido conocida (el hombre pecó con ofensa infinita; esta
sólo podría ser reparada por alguien que, siendo hombre, fuese a la vez Dios; luego tuvo que haber
Encarnación). Abelardo, perfeccionando la quaestio (razones a favor, razones en contra e intento
de conciliación dialéctica), elevó el rango especulativo. El proceso culmina en santo Tomás, con la
asunción de la filosofía de Aristóteles: la teología quiere hacerse ciencia rigurosa, donde los articuli
fidei (verdades de la Escritura y del dogma) fungen de principios que, apoyados en verdades de
razón, permiten sacar las conclusiones teológicas (scientia conclusionum).
El avance fue grande —ahí están las Summae—, pero el precio también. La teología se hace cada
vez más racionalista y abstracta, perdiendo en gran medida la concreción vital e histórica de la
experiencia bíblica, a favor del intemporalismo abstracto de las esencias griegas. Y, sobre todo, la
fe y la razón se separan radicalmente, quedando la primera entregada, cada vez más, al
sobrenaturalismo bíblico y al autoritarismo dogmático, y cortándose la segunda de su
enraizamiento vivo en la experiencia trascendente. La división ulterior entre teología natural y
teología dogmática brotará de esta raíz, así como la relación en exceso conflictiva entre teología y
filosofía de la religión. La teología franciscana, sobre todo con san Buenaventura, seguirá un
camino más sapiencial, quedando como testigo permanente de la otra posibilidad.
4. Teología dogmática y teología fundamental. Toda esa dinámica se radicalizó con la entrada de la
/Modernidad. La crítica de la Escritura, la autonomía de la razón, la subida del sujeto, el proceso de
'secularización y el avance del /ateísmo, crearon un clima en el que la fe se vio cuestionada de
manera radical. Ya no bastaba aclarar dogmáticamente los contenidos de la fe, dando por supuesta
tanto su validez como la continuidad de la tradición. Ahora, con radicalidad creciente, era preciso
fundamentar ambas cosas: que la fe tiene razones que validan su /verdad, y que los cambios
históricos no implican un corte con los orígenes o una infidelidad a sus intenciones. Fue la tarea de
la teología fundamental, que en adelante estará ya siempre al lado de la teología dogmática y verá
cómo sus tareas se ahondan y multiplican sin descanso. La emancipación de la /filosofía como
marco general y, dentro de él, los distintos frentes culturales y sociales, suponen un desafío
constante. En realidad, inducen un cambio epocal, que obliga al replanteamiento global del entero
ámbito religioso, tanto a) en el ámbito teórico, para mostrar no sólo su verdad, sino incluso su
significatividad en una cultura que ha abandonado definitivamente los cauces patrísticos y
medievales, como b) en el ámbito práctico, para hacer patente que la fe no se opone al progreso
humano, sea científico o, sobre todo, social y político. El desafío es tan radical, que K. Rahner ha
llegado a afirmar que hoy toda teología tiene que ser (también) fundamental; y J. B. Metz ha
señalado que la fundamentación ha de ser también hacia dentro, hacia la «incredulidad en el
creyente». Si a esto se une que, a nivel institucional, los modos de organización y gobierno en la
Iglesia no han logrado todavía actualizar debidamente su herencia medieval, se comprende la
dificultad y complejidad, pero también la riqueza, con que ha de enfrentarse la teología actual.
1. Hacia una nueva unidad fe-razón. El desafío constituye también la puerta hacia una nueva
reconstitución. Su misma radicalidad indica que no se trata de un avatar de superficie o de
determinadas modas teóricas, sino de una urgencia puesta al descubierto por el trabajo de la
historia. La excesiva y creciente distancia entre fe y razón, entre revelación y trabajo cultural había
distanciado a la religión de la vida real, haciéndola aparecer, literalmente, como algo caído del cielo
y, por lo mismo, sin enganche vivo con los problemas humanos. La crítica bíblica, primero, al hacer
ver que la palabra de Dios aparece sólo como palabra humana dentro del esfuerzo de los hombres
y mujeres por encontrar un sentido a sus vidas, demostró el enraizamiento de la revelación. Esta no
es ajena a la razón, sino su modo religioso de ejercerse; modo especificado por el descubrimiento
de que es Dios quien determina toda la realidad y, por tanto, también a ella misma. Las
consecuencias son decisivas. Ante todo, de ese modo —como ya lo había diagnosticado Hegel— se
reconstruye a un nuevo nivel la unidad entre fe y razón: esta ya no se encuentra ante la /revelación
como ante algo ajeno, que deba aceptar porque sí, sino ante otra forma o uso de sí misma, que a su
debido nivel puede y debe verificar en su verdad o falsedad. La palabra de la revelación constituye
una auténtica mayéutica histórica, en el sentido que no remite la persona a fuera de sí misma, sino
a su propia y definitiva realidad, invitándola a reconocerse en esa interpretación que la muestra
constituida y habitada por la presencia divina. La teología trascendental, tal como la ha
propugnado sobre todo K. Rahner, constituye la muestra más original, fecunda y significativa. Por
otro lado, se comprende mejor que la revelación no es patrimonio exclusivo del cristianismo: toda
religión es revelada, en cuanto supone un modo específico de captar y articular la presencia
salvadora de Dios dentro de una cultura determinada. Esto no significa una nivelación de todas las
religiones, pues cada modo puede ser más o menos perfecto, con deformaciones mayores o
menores, y estar en un estadio más o menos evolucionado. Pero sí abre la posibilidad, y aun la
necesidad, de un diálogo real y efectivo entre las religiones, que hoy constituye justamente una de
las grandes tareas de la teología. Finalmente, el proceso mismo ha obligado a que la fe se encarne,
es decir, se confronte con las diferentes dimensiones de la realidad en que se mueven los
creyentes. Esta confrontación, que empezó con la ciencia (astronomía con Galileo y biología con
Darwin) y la historia (el proceso de la crítica bíblica), tiene que prolongarse con las distintas ramas
del saber. Importancia especial reviste al respecto todo lo referente al lenguaje, tanto en las
cuestiones críticas del análisis lingüístico, como en las de /hermenéutica (de algún modo toda la
teología consiste en una hermenéutica que intenta comprender y actualizar lo que está expresado
en los textos de la Biblia y en los monumentos de la tradición). Las teologías narrativas encuentran
por este costado sus mejores ejemplos y su legitimación definitiva.
2. Las nuevas teologías. Esta profunda renovación que el cambio cultural ha inducido en la teología,
tenía que traducirse, por fuerza, en nuevos modos de realizarla en concreto: es lo que
normalmente se expresa al hablar de nuevas teologías, que caracterizan los intentos de renovación
en el siglo XX.
a) Al principio, revistieron un carácter más sectorial, señalando, o bien nuevos frentes temáticos,
como la teología patrística o la bíblica, o bien nuevos estilos que intentaban aproximarla a la
vivencia espiritual o práctica: tal fue el caso de la teología kerygmática, hacia los años treinta, la
cual, frente a la teología científica o universitaria, quería servir de manera más inmediata para la
predicación y para la orientación de la vivencia religiosa. De todos modos, la renovación se dejó
sentir, en su verdadera consecuencia, cuando la teología decidió habitar los nuevos continentes
descubiertos por la modernidad: el sociológico, ante todo, y más tarde el psicológico; a ellos hay
que unir, con características especiales, el nuevo protagonismo de la mujer.
c) La teología desde la psicología profunda. Esta modalidad no suele —todavía— recogerse en los
manuales. Pero todo indica que constituye una auténtica revolución pendiente que afectará al todo
de la teología. Lo pide la historia cultural: así como el continente marxiano ha promovido la
teología política, el descubierto por Freud tiene que promover una teología que trate de
comprender la fe y vivificar la espiritualidad desde las nuevas posibilidades abiertas por el
descubrimiento del inconsciente. De hecho, a través de su impacto en la teología moral y en los
estudios de psicología religiosa, ha estado ya dejando sentir su influjo con más fuerza de lo que
pueda parecer. Por eso no es casual que su presentación expresa y formal, por E. Drewermann,
esté causando un impacto tan grande. Su aplicación más inmediata está en la clarificación crítica de
la conducta moral y de la vivencia espiritual: los nuevos conocimientos de la profundidad
psicológica permiten y aun exigen una revisión muy honda de los principios tradicionales, el
esclarecimiento de las motivaciones y condicionamientos de las conductas prácticas, así como el
recurso a nuevos medios de curación y cultivo positivo. En un nivel más hondo, posibilita
enriquecer la lectura misma de la experiencia religiosa, tanto en la originación de los procesos
reveladores como en la interpretación y actualización de la revelación acontecida. La nueva
valoración de los procesos inconscientes, simbólicos y afectivos, el recurso al material arquetípico
depositado en los cuentos, las leyendas y los mitos, y sobre todo en todas las narraciones religiosas
de la humanidad, con especial atención a las bíblicas, con su culminación en Jesús el Cristo, abren
posibilidades inéditas. Posibilidades que, en realidad, no son ajenas a muchos recursos de la
teología patrística y monástica, pero que hoy resulta factible explotar con un mayor rigor en el
método y un más amplio alcance en las consecuencias. La lectura de la Biblia (y también del
dogma) adquiere de ese modo una viva actualidad, al ser concebida no como un mero recuerdo del
pasado, sino como un descubrimiento de la presencia divina manifestándose, hoy como entonces y
como siempre, a través de la complejidad de la psique humana. Tratándose de un proceso todavía
en marcha, quedan cuestiones por aclarar y acentos por equilibrar. Sobre todo, será indispensable
precisar con cuidado la relación hermenéutica con los métodos histórico-críticos en la
interpretación de la Biblia, y la relación práxica entre los procesos individuales, la pertenencia
institucional y la inserción en los procesos sociales.
d) La teología feminista representa un movimiento global, cuya importancia viene definida ya por
el simple hecho de que trata de hacer justicia a la otra mitad de la humanidad. No es una teología
acerca de la mujer, ni siquiera una teología femenina, en el sentido de un cultivo tópico de las
cualidades femeninas, sino una teología global, por la que las mujeres quieren convertirse en
sujetos activos de su fe y de su reflexión sobre la misma. Se constituye definitivamente bajo la
influencia conjunta del movimiento feminista y de la teología de la liberación. Esto explica su fuerte
carga reivindicativa, que en algunos casos ha llevado al extremo de una simple inversión
(ginecocentrismo frente a androcentrismo), o incluso a un alejamiento del cristianismo (sin
comprender que, en definitiva, es este quien, a pesar de sus fuertes inconsecuencias históricas, ha
hecho posible el propio /feminismo). Pero en sus manifestaciones más maduras constituye una
auténtica, y necesaria, revolución que rompa el unilateralismo, tanto de la teología como de la
práctica eclesial. En realidad, representa el único camino para una teología integral y, por tanto,
normalizada. Se comprende que haya de moverse en los dos frentes, teórico y práctico. En el frente
práctico, trata de romper las estructuras patriarcales de una Iglesia unilateralmente administrada
por varones, buscando la realización —no sólo la proclamación— de la igualdad radical proclamada
en el núcleo bíblico: «Varón y mujer los creó» (Gén 1,27) y en Cristo «no hay varón ni mujer» (Gál
3,28). En este sentido, la cuestión del sacerdocio femenino sigue constituyendo todo un síntoma y
un símbolo de lo insatisfactorio de la situación. En el frente teórico se abre el campo inmenso de
una reinterpretación integrativa de todos los temas fundamentales de la teología, más allá de los
modelos androcéntricos. Empezando por una lectura no sexista de la Biblia. La imagen misma de
Dios debe ser liberada, de suerte que, trascendiendo ambos sexos, recupere su feminidad y pueda
ser llamado y vivido con igual derecho como padre y como madre. La Cristología constituye
igualmente un punto crucial, aclarando el carácter meramente fáctico de la masculinidad de Jesús,
que salva y se identifica con todos en cuanto persona, y no en cuanto varón. La figura de María
reviste una significación especial, debido a la ambigüedad de su tratamiento tradicional: su rol de
exaltación de la mujer y proclamación de su dignidad resulta obvio; pero, tematizado por varones,
tendió a ser sesgado hacia valores de sumisión, retraimiento privatista y alejamiento del cuerpo; se
trata entonces de preservar su influjo, pero sin jugar la virginidad contra el sexo y el matrimonio, y
sin convertir la humildad en sumisión; de ahí lo importante de destacar su dimensión profética,
mostrándola como culminación de un modelo humano —para la mujer y para el varón— de
realización personal y entrega comunitaria, desde la apertura a la presencia salvadora de Dios.
e) Todas estas modalidades dibujan un panorama teológico enormemente rico y movido, cargado
de tensiones y de promesas, no siempre perceptible desde fuera. Por otra parte, las diferencias
entre la teología católica —más unitaria, pero menos avanzada en general, debido al mayor y a
menudo excesivo control institucional—y la evangélica —menos unitaria, pero más libre y con
mayor agilidad y sintonía cultural— tiende a desaparecer, sobre todo a partir del Vaticano II,
adoptando un rostro cada vez más ecuménico. Esto, unido al diálogo con las demás religiones, está
generando un nuevo clima, que, sin duda, promete una mayor universalidad: será, en efecto, un
clima menos agarrado fundamentalísticamente a la letra de los propios textos o tradiciones, más
receptivo a las incitaciones de la cultura, y más abierto a la presencia de lo Divino en la realidad
total, sobre todo en los corazones de todos los hombres y mujeres.
NOTAS: 1 Fr. 23. 26. 24 — 2 República, 379a. — 3 «Filosofía primera» o «teología filosófica»:
Metafísica, XII 610.
BIBL.: BEUMER J., El método teológico, BAC, Madrid 1977; BOFE C., Teología de lo político. Sus
mediaciones, Sígueme, Salamanca 1980; BOFE L.BOFF C., Cómo hacer teología de la liberación, San
Pablo, Madrid 19882; CONGAR Y., La fe y la teología, Herder, Barcelona 1970; FORTE B., La teología
como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca 1991; GUTIÉRREZ G., Teología de la
Liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 199010; KERN W. NIEMANN E J., El conocimiento
teológico, Herder, Barcelona 1986; MOLTMANN J., Teología política. Ética política, Sígueme,
Salamanca 1987; ID, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1989 5; PANNENBERG W., Teoría
de la ciencia y teología, Cristiandad, Madrid 1981; TORRES QUEIRUGA A., Teoloxía e sociedade,
SEPT, Vigo 1974; ID, Creo en Dios Padre: el Dios de Jesús, como afirmación plena del hombre, Sal
Terrae, Santander 1986.
A. Torres Queiruga
TOLERANCIA
DicPC
En nuestro mundo, los conflictos relacionados con el binomio igualdad-diferencia son frecuentes.
Numerosas instituciones insisten continuamente en la urgencia de promover actitudes individuales
y colectivas democráticas y tolerantes para superar dichos conflictos: la ONU proclamó 1995 como
Año Internacional de la Tolerancia; abundan las campañas municipales, autonómicas, sindicales,
incluso de organismos supranacionales, sobre el tema; las llamadas a la tolerancia activa por parte
de numerosas organizaciones no gubernamentales de diverso signo, dedicadas a la atención a
inmigrantes, la promoción de los valores de convivencia y diálogo en medio de situaciones
marcadas por la violencia o la cooperación con los pueblos del Tercer Mundo; además, los medios
de comunicación social informan sobre las múltiples convocatorias de actos de todo tipo
relacionados con el tema: manifestaciones, acampadas, cadenas humanas, jornadas de protesta,
etc. Semejante abundancia y variedad de propuestas no sólo es reveladora de la incidencia
audiovisual de una determinada moda, o de la hipotética fuerza de la sociedad civil, sino, sobre
todo, del progresivo avance de las ideas y acciones contrarias a las defendidas por las opciones
mencionadas. La necesidad de hacer explícitos determinados valores y actitudes, que en unas
sociedades formalmente democráticas constituyen su propia definición y forman parte del
patrimonio de derechos adquiridos por las personas que viven en ellas, como el diálogo cívico
como medio para abordar los enfrentamientos ideológicos, el respeto a las minorías étnicas y
culturales, o la justicia en el acceso a los bienes sociales por parte de los desfavorecidos, pone en
evidencia la distancia que separa la teoría de la realidad; por otro lado, manifiesta la debilidad de
las estructuras que dan forma al denominado tejido social, frente a las amenazas de dislocación y
pérdida de sentido, que son el caldo de cultivo de la definición y difusión de opiniones y
comportamientos antidemocráticos, xenófobos, /racistas, discriminatorios, sexistas, etc.
A la hora de definir de forma operativa conceptos tan polisémicos como /democracia, tolerancia o
/solidaridad, es preciso atender, en primer lugar, a la compleja historia de los mismos, puesto que,
de esta manera, podemos entender mejor la multiplicidad de significados que se despliegan en el
presente a propósito de las ideas apuntadas. En todo caso, se trata de una historia en negativo.
Dicho de otra manera: poseemos muchos más datos y referencias acerca de las diferentes
manifestaciones de intolerancia, discriminación o persecución por causa de ideas o creencias a
través del tiempo y en las distintas sociedades humanas, que de los procesos contrarios; y no
porque estos no existiesen en cualquier tiempo o lugar, sino porque el discurso dominante
procuraba silenciarlos o marginarlos. Además, la posibilidad de dialogar con otras culturas, o la
defensa de la /igualdad e integridad de todos los seres humanos, como garantía para el
reconocimiento de su diversidad, son ideas relativamente recientes, cuyos antecedentes hay que
rastrear con cuidado, ya que los indicios no son muy abundantes, y están situados en un espacio y
un momento del devenir histórico, sin los cuales no pueden comprenderse. Aunque las referencias
que vamos a realizar están organizadas desde la perspectiva europeooccidental, existen otros
modos de entender el concepto, procedentes de espacios culturales no occidentales, que conviene
tener en cuenta, por su incidencia en el presente que vamos a analizar después.
Durante la /Ilustración, gran parte de las ideas sobre el respeto a creencias, costumbres y formas
de vida que no coincidían con las dominantes, se secularizó y, aunque las prácticas políticas e
institucionales mantuvieron ese afán represor de las diferencias, la defensa de la libertad de los
individuos –que todavía se definían como occidentales, varones, blancos y de deter minada posición
socioeconómica– abre las puertas a las revoluciones burguesas y a la propuesta de universalizar
determinados derechos, entre los que se cuenta el de la /diferencia. El conflicto por convertir la
virtud individual de la tolerancia religiosa en un valor social / secularizado, es decir, fuera del
ámbito de lo privado y orientado a la construcción de estructuras estatales donde sea posible la
libertad y el reconocimiento de la diversidad de opiniones y modos de vida, constituye el
complemento necesario de la lucha por la igualdad –dentro de la segunda generación de /derechos
humanos, la que aparece en torno a los llamados derechos sociales– y jalona todo el siglo XIX y el
inicio del siglo XX. Las dos guerras mundiales y el período de entreguerras (19141945) suponen una
exacerbación de los postulados ideológicos y de las prácticas políticas contrarias a la tolerancia: el
genocidio de judíos, gitanos y otros grupos étnicos, o la planificación calculada del exterminio de
disidentes políticos e ideológicos, y de personas con discapacidades físicas o psíquicas, practicados
por las diferentes formas de totalitarismo durante estos años, constituyen una de las más atroces
experiencias humanas en la construcción de sistemas políticos y culturales basados en la más
absoluta intolerancia ideológica y social.
Tras la traumática experiencia de 19391945, que supuso la derrota de los fascismos y el comienzo
de la guerra fría, el mundo posterior a la II Guerra Mundial busca el reconocimiento de unos
derechos humanos aplicables a todos los habitantes del planeta, donde queden reconocidas las
posibles variables que afectan a las personas –sexo, etnia, religión, hábitat, etc.–, como el mejor
medio para evitar una conflagración tan terrible. Esta sanción universal de la igualdad en la
diferencia, auspiciada por organismos supranacionales como la ONU y sus organizaciones
especializadas –la UNESCO en particular–, es el escenario donde se debaten los problemas
derivados de su puesta en práctica: las discriminaciones sexistas, las reacciones xenófobas, las
legislaciones abierta o veladamente racistas, las persecuciones por ideas políticas o religiosas, son,
por el momento, algunos de los síntomas de que el largo camino hacia la tolerancia no ha hecho
más que comenzar. Este esbozo histórico permite comprobar que la construcción de la tolerancia a
lo largo del tiempo, afecta no sólo a los grandes hitos de carácter cultural –los contactos de la
civilización occidental con los pueblos latinoamericanos o afroasiáticos en abstracto–, sino también
a los espacios interiores de las sociedades europeas, con respecto a la valoración de la diferencia y
la apuesta por una sociedad más libre y justa, lo que afecta a las minorías étnicas o religiosas,
aunque también a las mujeres, los ancianos, los niños, los homosexuales, las personas con algún
tipo de discapacidad y, en general, cualquier grupo que se salga de los arquetipos y normas
establecidas.
Por último, conviene señalar que la tolerancia no puede llevarse a la práctica sin la compañía de
otros /valores y actitudes, que permitan concretarla en la realidad. Lo que convierte a dichos
valores y actitudes en opciones que dignifican y dan sentido a la vida de las personas no es sólo su
superioridad /ética con respecto a sus opuestos, sino también su capacidad para generar espacios
sociales donde sus propuestas se conviertan y se utilicen en la vida cotidiana. Hay que evitar el
secuestro de la tolerancia como un tema exclusivamente escolar y académico. Sin un proyecto
social y cultural construido desde abajo, que las instituciones y poderes públicos podrán facilitar o
dificultar, pero no diseñar de forma monopolizadora, el tratamiento educativo de la tolerancia
revelaría muy pronto sus engaños —mera declaración de intenciones, que oculta una serie de
intereses ideológicos y políticos—, y conduciría a la frustración personal y colectiva de quienes
vivieron la posibilidad de comprender e intervenir en su entorno de otra manera, pero nunca
tuvieron la oportunidad de hacerlo. Se trata, pues, de un proceso permanente que no concluye en
la escuela, sino que se amplía hacia la realidad, al tiempo que recibe el impulso y el trabajo de los
movimientos sociales, las plataformas de solidaridad, las organizaciones no gubernamentales, etc.,
para orientarlo y darle unas bases conceptuales y estratégicas amplias y profundas.
BIBL.: CALVO BUEZAS T.FERNÁNDEZ R.RoSÓN A. G., Educar para la tolerancia, Popular, Madrid
1993; KAMEN H., Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, Alianza, Madrid
1987; LOCKE J., Carta sobre la tolerancia, Tecnos, Madrid 1985; MORSY Z. (ed.), La tolerancia.
Antología de textos, Popular, Madrid 1994; REDINO BLASE S., El buen salvaje y el caníbal,
Universidad Nacional Autónoma, México 1992; VOLTAIRE E, Tratado de la tolerancia, Crítica,
Barcelona 1992.
P. Sáez Ortega
TOTALIDAD
DicPC
Puestos a hablar en términosde historia de la filosofía, la búsqueda de la /verdad que quiere seguir
siendo la filosofía, se ha resuelto de dos maneras: o se la ha relacionado con el esclarecimiento de
la esencia del /ser, en tanto que fundamento o substrato; o, a base de reducciones, se la ha ido
identificando con la verdad del Yo sobre /sí mismo. De manera que saber del ser y saber del Yo
terminan siendo conocimientos que aseguran su verdad, teniendo como base la identidad; bien sea
como identificación de ser y pensar, o bien como identificación de lo que pienso con lo que soy. Por
eso cabe decir con Zubiri que, en la idea de verdad, quedan indisolublemente entrelazadas tres
dimensiones: el ser, la seguridad y la patencia1. En este sentido, no es de extrañar que la filosofía,
desde sus inicios, haya cuidado con esmero esa ciencia primera dedicada al esclarecimiento de la
verdad del ser, en la seguridad de que lo determinante de la verdad de un ser venía otorgada —
mejor sería decir visualizada— por una identificación de ser, pensamiento y logos, que aseguraba,
vía identidad, la comprehensión del ser del ente. De esta manera, la ontología pasa a ser una suerte
de infraestructura de la filosofía, al punto que la historia en Occidente puede identificarse con la
historia del ser. Una historia que arranca con la tesis parmenídea, origen de lo que más tarde será
la metafísica, y que ha permanecido intacta, asegurando que el espesor del ser salga a la luz, pero
ya esclarecido, dominado, es decir, elevado a concepto. De ahí que el ser del ente resida en la
presencia –patencia, concepto— dejando fuera de sí el pasado y el futuro, pero también el
movimiento que pudieran conducir a lo afuera del ser. La propia seguridad y perfección de este
esquema propuesto, exigía el paso a una theología que asegurase una teoría del Ser supremo en
tanto que inmutable, cerrando el paso a cualquier situación de incertidumbre o sorpresa. Todo era
ser y el ser era todo.
Esta teologización de la ontología como ciencia del ser, delineada en Aristóteles y desarrollada en
la filosofía medieval, culmina cuando de los dos sentidos de los que había salido revestida la ousía
—substancia—, comienza a predominar la de autofundación. Una idea que cuadraba
perfectamente con la idea moderna de subjetividad, entendida como autoposición, certeza de sí
mismo, transparencia y, en definitiva, reflexión constituyente. De nuevo la identidad, pero ahora la
identidad del Yo consigo mismo, se convertía en pauta de verdad, de toda verdad. Todo lo que no
pasara por las manos del Yo, no existía o, al menos, era irrelevante. El riesgo demasiado subjetivista
y formalista que la modernidad asumía con Descartes y Kant, se estampa en La ciencia de la Lógica
de Hegel, con una vuelta a la ontología, que es, a la vez, su acabamiento. En Hegel, curiosamente,
el ser asegura la inmediatez que es inherente a la idea misma de comienzo. Por eso, es un ser puro,
indeterminado, lo inmediato indeterminado, que postula en su indeterminabilidad el vacío puro,
para que tal indeterminabilidad pueda ser, y en la que el ser puede pasar a su contrario, la nada. Es
este paso el que asegura la síntesis, gracias a la dialéctica en la que transitan lo Uno en lo Otro y lo
Otro en lo Uno. Todo es posible en el ser; es más, la alternativa no es salir del ser, sino más bien
todo lo contrario, penetrar cada vez más en la realidad de su concepto. En el ser, en tanto que
indeterminado, está todo desde el principio. Por eso, el saber no es sino saber del ser, que en su
fase final es el Saber absoluto; identificación del ser con la Idea, esto es, el pensamiento en su
acabamiento —sistema—. El sistema es el todo y nada hay fuera de él. Todo puede ser
representado, aprehendido. Aquí lo importante no es el Yo que piensa, sino la capacidad de un
pensamiento que sabe de ser, esto es, de un saber absoluto que no tiene que confiar en nada ni en
nadie. Se basta a sí mismo. Nada tiene de extraño, pues, que pueda proclamar que «la Lógica es la
forma absoluta de la verdad» 2. Por cierto una «lógica» demasiado cercana a lo que Heidegger
denomina ontotheológica entendida como autodespliegue del ente en su totalidad, en búsqueda
de un fundamento (logos) que es el Ser que se funda a sí mismo. Por eso es preciso anunciar el
fraude de la metafísica, principal responsable del olvido del ser, y junto con ella proclamar el fin del
humanismo. Es más, sólo en la escucha del Ser —que curiosamente no manda nada—, a cuyo
servicio está el Dasein, se alcanzaría la reconciliación del pensamiento y del ser, identificando
pensamiento del ser y el ser del pensamiento —inmanencia radical—.
Pero entonces, ¿quién puede asegurar que la ontología no es sino pura tautología, un decir de lo
Mismo que no puede sino resolverse en una logología, en un puro decir de/sobre sí mismo?
De una u otra manera, la ontología ha intentado dar cuenta de todo, y el reto que ha asumido es
dar cuenta de lo de afuera. Nada tiene de extraño que su tema sea el de la /relación, al punto que
puede decirse, con razón, que «la ontología es la esencia de toda relación con los seres e incluso de
toda relación en el ser»3. La subjetivización que sufre la filosofía en la modernidad, introduce un
matiz importante, pues al ser la conciencia o el Yo el criterio para la fundación de la verdad, el tema
de la relación se antropologiza, en la medida en que su tarea es dar cuenta de lo otro que Yo y, más
en concreto, del otro. A ambos cometidos se intenta llegar, como siempre, a base de reducciones
en las que el concepto –en su sentido etimológico de captar– y la comprehensión resultaban
letales para lo Otro. El sentido del ser lo expende un Yo que sabe, es decir, un Yo que presencializa
y dota de sentido cuanto toca por su relación con lo Mismo. No obstante, la servidumbre del
concepto y de la representación ponía de relieve, aunque fuera en precario, el sostenido fracaso de
toda reducción, pues por más que se le intentaba someter, lo Otro siempre aparecía de nuevo. Esta
peculiar trascendencia se termina cuando Heidegger postula que el sentido del ente se da en
relación con el horizonte del ser. Tal afirmación es posible, porque en la nueva ontología, el
conocimiento del ser en general, presupone una situación de hecho del espíritu que conoce. Ya
nada impide, es más, la exigencia de verdad –como certeza– postula la identificación de la
comprensión del ser y la facticidad de la existencia temporal. Y es que, dada la transitividad entre
comprensión e «intención significante» (Husserl), nada tiene de extraño que Heidegger proclame la
comprensión del ser como comprensión de la totalidad del comportamiento humano. Al fin, una
ciencia primera que da cuenta de todo: de lo afectivo, del trabajo, de la vida social y hasta de la
muerte. Nuestra existencia se interpreta en función de su entrada en lo abierto del ser en general.
No hay lugar a la sorpresa allí donde el sentido del ser queda determinado por una relación de
disponibilidad del ente para con el Ser. Esta referencia al Ser asegura los dos movimientos
fundamentales del conocimiento: la racionalidad y la universalidad. Ahora bien, la tematización del
mundo de la vida y la inteligibilidad del ente percibido en el horizonte del ser, ¿dan cuenta del dato
primero de que el hombre es para el otro hombre? Dicho de otra manera: ¿es esta relación, en su
terminación, ontología?
Decir no, aquí, no pasaría de ser una cuestión postural, si no fuera por que la historia, en gran
medida, no es sino la historia de todos los intentos llevados a cabo por el hombre para reducir todo
lo que no fuera él, a sí mismo. En todo ello late la clara tendencia a resolver lo Otro en lo Mismo, el
ente en el Ser. Por eso, debe ser denunciada como una historia de la /violencia contra la
singularidad, a la que trata de reducir por medio del neutro conceptual, revestido de concepto,
sistema, sujeto o Ser; y que ha propiciado, y legitimado, todas las formas de totalitarismo en las
que está patente la reducción de lo Otro a lo Mismo y el olvido de que «el hecho fundamental de la
existencia humana es el hombre con el hombre»4. Sólo desde aquí es posible superar la alienación
del ente concreto, que se produce desde la neutralidad del ser (Heidegger) y la alienación de la
subjetividad sacrificada en aras del Estado (Hegel).
Reconocer la primacía de la razón práctica es reconocer la primacía de una relación con el otro,
la/alteridad, –verdadera situación de humanidad–, en la que se da la inteligibilidad primera. Por
eso, puede decirse que la ética es previa y anterior a la ontología; y, por eso, es preciso encontrar
otra /trascendencia, que no sea la del concepto, hacia la que pueda abrirse el ser individual sin
quedar reducido. Decir esta relación en la que se da el sentido, es la tarea que asume una filosofía
del diálogo, inaugurando así el nuevo pensamiento como alternativa a las tres épocas que han
caracterizado a la filosofía europea: la antigüedad cosmológica, la edad teológica y la modernidad
antropológica5. La virtualidad de un pensamiento que se quiere presentar como alternativa, lo será
en la medida en que sea capaz de verbalizar esta relación de sentido. Para ello cuenta con la idea
de lo /Infinito que asegura lo otro que yo, es decir, la exterioridad o la trascendencia, pero también
con la categoría de /encuentro. La exteriorización del encuentro en el cara-a-cara no sólo permite
la manifestación del otro en una relación de no-violencia, sino que otorga un nuevo sentido a la
subjetividad, que se ve en la obligación de tener que responder ante el otro. Pero el encuentro no
es una nueva experiencia de la que echar mano para reducir lo distinto a Mí, aun a través de la
experienciaamorosa6; es un acontecimiento. El acontecimiento primero en el que se da la
significatividad de lo humano. Pronunciar una palabra aquí, en tales circunstancias, equivale a
instaurar un /diálogo, en el que encuentra eco la palabra originaria –¡heme aquí!–, como expresión
de la disponibilidad del Yo para el otro. Aquí comienza la significación y el sentido, cuando la
palabra pronunciada ante el otro me exige y me manda. Por eso, ni el autismo es el movimiento
primero del Yo, ni el solipsismo, como palabra cerrada, puede convertirse en palabra primera con
la que medir la certeza de una subjetividad perdida para siempre (Freud). La relación producida en
el diálogo, a través de esa propiedad caliente de la palabra ante el otro, otorga un nuevo sentido a
los dos momentos fundamentales del conocimiento: la racionalidad y la universalidad. Al primero,
porque remite al Yo a una verdad que me precede, pero que no es anónima, porque me manda y
tiene rostro; a la universalidad, porque en la moralidad del encuentro se rompe toda potencia
generalizadora de una razón que se descubre quebrada por el Otro. En adelante, la disponibilidad
para con el otro mide la trayectoria de una subjetividad que se sabe ya teniendo que responder de
él a perpetuidad.
Tras esta trayectoria, la vuelta al ser que es el lenguaje de la filosofía, ya no puede ser
impunemente ni un regreso al ser, ni siquiera una vuelta a otra manera de ser. Para decir la
relación, que era el cometido de la ontología, es preciso decir lo otro que ser, lo más allá del ser,
que la moralidad del encuentro exterioriza, pero que se muestra incapaz de ser dicha del todo. El
«paso atrás» de Heidegger, o la «desconstrucción» de Derrida, son otras maneras de decir la
necesidad de reinterpretar nuestra historia, que ha sido la historia del ser; en definitiva, una
historia de la reducción, de la totalidad o del logo-centrismo. Quizá por ello, la tarea del pensar, tal
vez no sea más que la de dar cuenta de lo impensado que nos gobierna y que nos permite presentir
otro comienzo. Mientras tanto, la filosofía que quiere ser saber de verdad, sabe que ya nunca
podrá escindir los dos usos de la razón. En ello le va la vida, y en ello le va la humanización de lo
humano. Por eso aquí, en esta tesitura, pensar se convierte, sin más, en una cuestión moral.
NOTAS: 1 X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Alianza, Madrid 1987, 38. — 2 G. W. E. HEGEL,
Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, México 1985, § 19. - 3 E. LÉvINAS, Entre nosotros.
Ensayos para pensar en otro, PreTextos, Valencia 1993, 16. — 4 M. BUBER, ¿Qué es el hombre?,
FCE, México 1973, 147. — 5 F. ROSENZWEIG, El nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989, 49ss. — 6
J. L. MARION, Prolegómenos a la caridad, Caparrós, Madrid 1993, 87ss.
BIBL.: ARENDT H., Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid 19872; AUBENQUE E, Le probléme
de l'étre chez Aristote, PUF, París 1983; DERRIDA J., La escritura y la diferencia, Anthropos,
Barcelona 1989; ID, Del espíritu. Heidegger y la pregunta, PreTextos, Valencia 1989; LE GOFF J.,
Totalité et distance. Spirituel et politique dans la réflexion de Mounier, Esprit 1 (París 1983) 131133;
HEIDEGGER M., El ser y el tiempo, FCE, México 19918; LÉvINAS E., Totalidad e infinito. Ensayo sobre
la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia,
Sígueme, Salamanca 1987; MARION J. L., Réduction et donation. Recherches sur Husserl, Heidegger
et la phénoménologie, PUF, París 1989; RICOEUR P., Soiméme comme un autre, Seuil, París 1990.
G. González R. Arnáiz
TRABAJO
DicPC
Hay dos maneras básicas de llenar de significado la palabra trabajo: como la actividad total del
hombre, su hacerse haciendo su vida, siendo agente, autor y actor de ella; y el trabajo en sentido
moderno, es decir, como una actividad que se ejerce en la esfera pública, demandada, definida y
reconocida como útil por otros y, como tal, remunerada por ellos. No podemos hacer en el hombre
una separación entre su actividad remunerada y el resto de su vida. Precisamente esta
característica es uno de los grandes errores de la /modernidad.
El hombre no es un mero producto natural. «El hombre es una realidad que, para poder ser lo que
es, está antepuesta a sí misma en forma de ideal» nos dice Zubiri. Es el lugar de la /naturaleza en el
que la naturaleza se sobrepasa a sí misma. Nos vivimos como naturaleza y nos comprendemos
como libertad. El hombre es un dinamismo estructurado, capaz de pensar, elegir y crear por sí
mismo. En esta capacidad, la use bien o mal en su vida, reconocemos su / dignidad. Todo lo que el
hombre ha llegado a ser, es el resultado de un proceso de selección natural, en el que ha surgido
una estructura dinámica nueva, dotada de propiedades y capacidades rigurosamente inéditas,
inexplicables, desde las inherentes a la estructura dinámica de la que procedía por evolución. El
hombre fue libre, imaginativo y proyectivo desde su aparición sobre la Tierra; gracias a la actividad
de su cerebro, ha llegado a ser lo que hoy es. El cerebro es el inmediato agente de ese avance.
Aunque también podemos recordar a Proudhon, y decir que el hombre lleva el espíritu en el hueco
de su mano. En cualquier caso, hubo un salto enorme e innovador de las estructuras minerales a
las estructuras vivientes; y un salto menos espectacular, pero enormemente revolucionario, ocurrió
en el rincón del universo en el que se comenzó a responder a la presión del mundo y a verse y
hacerse a sí mismo, de una manera inteligente, imaginativa y libre. Hasta la aparición de la primera
y rudimentaria conciencia, hubo miles de millones de años de dinamismo inconsciente. Tras los
primeros pasos, titubeantes sin duda, de un ser libre, el dinamismo va incorporando un
componente decisivo: la libertad. Desde este momento, naturaleza y libertad humana ya no podrán
separarse, comienza la historia. En todo el asombroso dinamismo histórico, siempre ha sido el
hombre un ser activo, siempre ha sido un trabajador de sí mismo, con los demás, en el mundo. El
dinamismo anónimo de la naturaleza, llegado el hombre, acampada la libertad por estos inhóspitos
parajes, comenzó a tener un nombre, una /identidad. No se trataba de una actividad a la espera,
era ya una actividad esperanzada. La actividad humana, consciente y libre, imaginada, creada,
proyectada. Esa actividad que el hombre no puede dejar de hacer, porque dejaría de ser; esa
actividad que en unos momentos es productiva; en otros, juego; en otros, arte; que siempre está
compuesta de pensamiento y acción. Esa actividad es su vida. La naturaleza se trasciende a sí
misma en el hombre que actúa en respuesta a una llamada procedente de su interior, del mundo y
de los demás.
La actividad del hombre es hacer su vida, y en su vida, hacerse. Sin embargo, desde la moderna
sociedad industrial, se ha adueñado de la /cultura una forma de entender al hombre y a su vida,
que tiene como característica fundamental la escisión de trabajo y vida. La moderna sociedad
industrial se entiende como una sociedad de trabajadores. En ella, el trabajo es el factor más
importante de socialización, ya que por él se tiene acceso al reconocimiento social, a ser un
verdadero ciudadano en toda la amplitud del término: sujeto de derechos y de deberes. El trabajo
con fin económico siempre ha sido la actividad humana dominante. Pero sólo es socialmente
dominante desde el capitalismo industrial, hace apenas doscientos años. El dominio de este
concepto de trabajo en la sociedad lleva aparejada la consideración del trabajo como un deber
moral, como una obligación social y como la vía de acceso al éxito personal. Esta ideología del
trabajo tiene por cierto que cuanto más trabaja cada uno, mejor para todos; que los poco
trabajadores o los malos trabajadores perjudican a la sociedad y no la merecen; que quien trabaja
bien y mucho, triunfa; así como que fracasa el que lo hace poco y mal.
Actualmente, esta ética del trabajo está de capa caída. Ya no existe la unión entre más trabajo y
mejor; tampoco es cierto que trabajando todos mucho, mejor para todos. El proceso de producción
ya no tiene necesidad de que todos trabajen a tiempo completo. ¿Qué se puede hacer en esta
situación? En primer lugar, es preciso distinguir entre empleo y trabajo. Un empleo es un trabajo
que se realiza para recibir un dinero. Para nosotros, el trabajo es la actividad total del hombre. El
dinamismo por el que se autorrealiza. Su vida entera. Otros tiempos y otras culturas han visto las
cosas de otra manera. En la Antigüedad, el trabajo necesario para la satisfacción de las necesidades
vitales era considerado una ocupación servil, propia, por tanto, de esclavos, no de ciudadanos.
Trabajar era someterse a la necesidad, y un ser libre debía estar por encima de ella. Sin embargo, la
actividad económica no estaba, en conjunto, regida por la racionalidad económica. En nuestra
sociedad moderna ha cambiado radicalmente la valoración del trabajo. Hoy ya no es propio de los
esclavos, sino de los ciudadanos, de tal manera que el que no tiene trabajo, tiene muy difícil la
ciudadanía plena. El ámbito de la economía también ha sufrido un profundo cambio al pasar de la
esfera familiar, en la que se desarrollaba la mayor parte de la actividad económica, a la esfera
pública. La racionalización económica del trabajo, ha sido la tarea más difícil que el /capitalismo
industrial ha tenido que llevar a cabo. Para hacer calculable el coste del trabajo, era preciso hacer
calculable su rendimiento, poder medirlo en sí mismo como una cosa independiente del
trabajador. Como simple fuerza de trabajo. Fue una auténtica revolución, una subversión del modo
de vida, de los valores, de las relaciones sociales. La invención de algo que no había existido
todavía. El tiempo de trabajo y el tiempo de vivir estaban desunidos. El trabajo, sus herramientas,
sus productos, adquirían una realidad separada de la del trabajador y dependían de decisiones
ajenas. La monetarización de la vida, puesta a precio en esta cultura, es un poderoso factor de
desintegración social, cuyos efectos vienen a añadirse a los de la predeterminación funcional de las
tareas subdivididas.
Frente a esta racionalidad económica, pero irracionalidad desde el punto de vista humanista, es
necesario recordar: a) Un objeto tiene valor cuando es producto del trabajo humano. El valor de
uso de un objeto producido es nada menos que vida humana objetivada. b) La acumulación, como
dominación del otro, el pobre, es homicida. c)El sujeto del trabajo, la persona humana, es la única
fuente creadora de valor. El valor es tan sagrado como la misma vida humana. Por ello, como
afirma la Biblia, robar a alguien el valor de su producto es matarlo (Si 34,22). d) El hombre, por ser
persona y libre, tiene con respecto a su propia vida una relación de dominio. La vida objetivada del
sujeto en el producto de su trabajo es suya, es propia. En esto estriba el derecho absoluto de la
persona sobre el producto de su trabajo. e) Acumular dinero es acumular vida humana. El capital
pretende crear la ganancia desde su propio seno. Para ello, es necesario previamente reducir al
trabajador a la nada. f) Pretenderse único, solo, desde sí, sin deber nada a nadie, es el carácter
idolátrico del capital y de los prometeos y neodarwinistas actuales. Separar el capital, como algo
consistente en sí, que merece ganancia, del trabajo, como algo consistente en sí, que merece
salario, es olvidar que todo el capital es trabajo objetivado y, por tanto, sólo trabajo. g) Sólo hay
auténtica /liberación cuando simultáneamente hay liberación de la relación social capital-trabajo,
por la promoción de un mundo más humano para todos, por la plena perfección humana. h) La
irracionalidad instrumental y económica que ha dominado desde la industrialización, ha c onstruido
un mundo en el que las tres cuartas par-tes de los hombres son pobres.
V. CONCLUSIÓN: EL TRABAJO COMO DESAFÍO HUMANISTA.
Los hechos nos dicen que, sin dejar de crecer, la economía necesita cada año un 2% menos de
trabajo. No hay trabajo a tiempo completo para todos. Esta lucha por una reducción en las horas
de empleo, supone luchar por una nueva forma de organizar la sociedady sus recursos. Supone que
nuestra identidad no dependa de nuestro empleo. Supone, asimismo, que nuestra integración
social tampoco dependa del empleo. En una sociedad que no lo necesita, el empleo no debe ser la
llave para poder ser un ciudadano pleno: un hombre con plenos derechos y plenos deberes, que no
necesita mendigar de nadie que le respete su dignidad. La vida tiene sentido sin un trabajo pagado.
La posibilidad de vivir dignamente debe ser independiente del tiempo dedicado al empleo. Sin
embargo, el potencial de liberación que contiene un proceso no se pone en acto más que si los
hombres se apoderan de él para hacerse libres. Y esto no ha ocurrido; al contrario, las
desigualdades entre las personas y entre los pueblos se están haciendo cada vez mayores. Es
imprescindible poner la técnica y sus posibilidades al servicio de una economía y una organización
del trabajo diferentes, nacidas de unas opciones políticas nacionales e internacionales, que pongan
los medios para respetar la absoluta dignidad de todos los hombres. El hecho de que la mayor
parte de los hombres sean pobres, incluso miserables; el hecho de que, desde la industrialización,
la pobreza haya ido en aumento, así como las desigualdades entre personas y países, es una
realidad ineludible y cruel, que debe reorientar todas las posibilidades humanas, con el fin de que
este homicidio callado, pero inexorable, se detenga.
Desde la perspectiva que hemos alcanzado al principio, el hombre es un ser trabajador que se hace
en todo lo que hace. El giro cultural que exige la nueva situación no es trabajar menos, sino estar
menos tiempo empleados a sueldo. Se trata de hacer pasar al primer plano las dimensiones
gratuitas del hombre, sin olvidar la dimensión ética: el servicio o projimidad; el amor o fraternidad;
el arte, la fiesta. Recuperar un mundo en el que el hombre vuelva a ser valor en sí mismo, y deje de
estar puesto a precio. Es menester recuperar la grandeza única del ser hombre. Poner todas las
capacidades creadas históricamente, a su servicio. Desenmascarar a los asesinos. Impedir que sigan
matando. La defensa de la dignidad humana no admite descanso. El hombre es un ser trabajador,
pero, sobre todo, es una persona y esta sólo es posible en comunidad. El trabajo humano
encuentra su sentido y su fin cuando, fecundado por la fraternidad, se convierte en una vida
entregada al servicio de las personas, con una opción preferente hacia los más pobres. Así lo ha
percibido la tradición judeocristiana, cuando afirma que el sábado es para el hombre; no hay ley
que pueda limitar el trabajo en favor del hombre. Hoy, la separación entre la vida y el trabajo
permite situaciones en las que el interés intrínseco de un trabajo no garantiza su sentido, y su
humanización no garantiza la de las finalidades a las que dicho trabajo sirve. La técnica nos permite
producir sin tocar el objeto y matar apretando botones sin tener que mirar a un muerto a la cara.
No necesitamos ver el rostro del pobre y la barbarie es indolora y mucho más fácil. La herramienta
que sirvió para transformar la naturaleza y preservarla, se convierte hoy en lejanía de la naturaleza
y ocultamiento del dolor del hombre. No es necesario renunciar a los avances de la /técnica, pero
es imprescindible orientarlos con urgencia al servicio de todos los hombres.
BIBL.: CORTINA A., La Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994; DíAz C., Manifiesto para los
humildes, Centro de Estudios Pastorales, Valencia 1993; DUSSEL E., Ética comunitaria, San Pablo,
Madrid 1986; GORZ A., Metamorfosis del trabajo. Fundación Sis-tema, Madrid 1995; ID, Los
caminos del paraíso. Laia, Barcelona 1986; LACROIX J., Personne et Amour, Seuil, París 1995; ID,
Crisis de la democracia, crisis de la civilización, Popular, Madrid 1966; Ruiz DE LA PEÑA J. L.,
Teología de la creación, Sal Terrae, Santander 1986.
A. Calvo Orcal
TRASCENDENCIA
DicPC
A la hora de encarar el significado del vocablo, algunos suelen distinguir entre el ámbito de la actio
transiens, es decir, la que no permanece en el agente, y el ámbito del sobrepasamiento y del
excessus. Parece más justo definir el concepto trascendencia oponiéndolo siempre a inmanencia,
ya sea en una esfera limitada, y así hablaríamos de trascendencia inmanente, ya sea en lo ilimitado,
y entonces tendríamos la trascendencia propiamente dicha. En la época contemporánea, el uso de
la primera aparece en el contexto de diferentes análisis gnoseológicos y, con frecuencia, va unida a
una devaluación de la segunda.
1. Trascendencia como indistinción anterior a toda mundaneidad. Para ciertos investigadores, las
concepciones primordiales, que, por lo general, se expresan a través del mito, entienden la
trascendencia como lo absplutamente coincidente consigo mismo, la pura no-dualidad, sin que ello
suponga ningún tipo de panteísmo. En efecto, no es que la Realidad suprema o, mejor, la Realidad
verdadera se identifique con todos y cada uno de los entes del mundo, sino que, en rigor, sólo hay
la ecuación Realidad = Realidad o Dios = /Dios, de manera que las demás cosas no poseen sino un
ser ilusorio. Otros, sin embargo, sostienen (y es la tesis que consideramos más justa), que la
trascendencia primordial no implica, en modo alguno, la anulación del /mundo. Semejante idea de
la trascendencia no va ligada a ningún tipo de emanacionismo, sino que está en el origen del
mundo, en virtud de un dejar ser que hace posible el surgimiento de aquel a través de un acto que
se parece más a la creación hebraico-cristiana que a la noción cabalística de zimzum, aquel retirarse
del /Absoluto que posibilita la génesis del mundo. No se trata, en efecto, de una simple no
aniquilación de cualquier alteridad, sino de su positiva vocación al /ser.
5. La trascendencia moderna y su tema dominante. De ahí que la confluencia entre fe y razón sólo
se mantenga durante un tiempo, y se rompa definitivamente en la época moderna. Acontecimiento
que ocurre gradualmente, y que es desencadenado por el bifronte proceso de emancipación de la
razón: como racionalismo, recibe su impulso primordial en Descartes, y abre la puerta a una
disolución de la trascendencia en la inmanencia; en tanto que empirismo, renuncia a cualquier
racionalización de la realidad concreta, lo que concluye en una inmanencia depauperada, para la
que la cuestión de la trascendencia apenas si se plantea. El intento kantiano de mediar entre
ambas concepciones trata de «poner límites a la razón para hacer posible la fe», y quizá hubiese
corrido mejor suerte de no intervenir la crítica de Fichte, que inaugura el /idealismo y desemboca
en la definitiva disolución de la trascendencia en la inmanencia, no obstante la apariencia
contraria, a saber, la supuesta absorción de la inmanencia en el Absoluto del que emana.
Otro frente lo constituye Nietzsche, que describe las distintas etapas a través de las cuales el otro
mundo se convirtió paulatinamente en una fábula; su célebre «Dios ha muerto» quiere ser la
constatación del hundimiento de la trascendencia metafísica, un diagnóstico cuyo impacto en las
mentes de filósofos y no filósofos, debe más a los mecanismos de fascinación que al rigor. El tercer
frente del pensamiento negativo lo constituye Marx, que otorga a la trascendencia un sentido
inmanente, centrado en la construcción de la nueva humanidad, pero hipotecado por la inversión
positivista que lo habita.
Más allá de las corrientes neopositivista y cientifista, cuyas insuficiencias en el tema que nos ocupa
son obvias, las tentativas de desconstrucción del logocentrismo, desarrolladas por distintos autores,
no parecen superar con claridad el horizonte de la trascendencia heideggeriana. En lo que se
refiere al pensamiento posmoderno, se empantana, por lo general, en un agnosticismo nivelador,
en tanto que la New Age, verdadero cajón de sastre de motivos ocultistas, pugna por una visión
neopagana de la trascendencia.
La gradación kierkegaardiana entre el hombre estético, el ético y el religioso, adquiere aquí una
recurrencia inesperada: caracterizada la /posmodernidad por el primer estadio, marcado por el
agnosticismo, las mentes más lúcidas se aprestan a abordar el segundo, estableciendo las bases
para una mostración ética de la trascendencia. Pero queda el tercer estadio, en el que la
aproximación a la trascendencia, de índole religiosa, se enfrentará a una opción final: acceder a
una trascendencia que disuelve al hombre en pura ilusión, o abrirse al misterio de un Dios «cuya
gloria es el hombre viviente», para hablar con san Ireneo. Pero, para realizar esto último, hemos de
comenzar por incorporar lo más válido del ensimismamiento oriental y su aguda comprensión de la
inmanencia. Sólo así dejará de ser mero tópico la afirmación según la cual «el cristianismo es más
que una religión», y estaremos en franquía para experimentar la trascendencia de Dios como la
distancia creadora que posibilita la existencia humana. Una existencia que se realiza en la
indisolubilidad de mismidad y projimidad, y en la que la afirmación de la dualidad y de la diferencia
no es más que la condición previa para el amor que todo lo reúne. No en vano el circuito amoroso
en que Dios consiste, necesita de un bipolo, a través del cual va y viene la corriente del Espíritu
para, a partir de aquí, insertar a la humanidad (como dicen tantos místicos) en el seno de la
Trinidad.
Por otra parte, dado que el hombre es imagen de Dios, la trascendencia divina se refleja en la
alteridad humana: sólo reconociendo la distancia que nos separa del prójimo, estaremos en
condiciones de entablar con él un diálogo que merezca tal nombre; y sólo en la medida en que
aceptemos la diferencia, nos acercaremos al misterio del otro.
BIBL.: CIMADEVILLA C., Universo antiguo y mundo moderno, Rialp, Madrid 1964; CHESTOV L.,
Spéculation et révélation. L'áge d'homme, París 1981; D'ENCAUSSE J., La philosophie de l'éveil, Vrin,
París 1978; GORDON P., L'image du monde dans l'Antiquité, Arma-Artis, París 1981; JASPERS K., La
fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1962; LÉVINAS E., De otro modo que ser, o más allá
de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; MOUNIER E., Introducción a los existencialismos, en Obras
completas III, Sígueme, Salamanca 1990; OTTo R., Lo santo, Taurus, Madrid 1965; ZUBIRI X., El
hombre y Dios, Alianza, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1984.
E. Saura Gómez
TRINIDAD
DicPC
1. El Arrianismo. Este ha tenido la grandeza racional de unir dos presupuestos que parecen obvios y
profundos, elaborando así una visión judeo-helenista muy coherente del cristianismo. De esa forma
ha elaborado una herejía que resulta, al mismo tiempo, racional y piadosa: a) Conforme al
presupuesto racional, tomado del platonismo, el arrianismo piensa que la realidad ha de
entenderse en forma escalonada, como un despliegue ontológico que va pasando de lo más
perfecto (el Dios trascendente) a lo menos perfecto (el mundo inferior); como intermediario entre
aquel Dios inaccesible y nuestro mundo perdido, se halla el Logos. Nos encontramos lejos de Dios,
necesitamos alguien que lo acerque, lo revele. Ese es el Logos, el Cristo, que estando por encima de
nosotros, se encuentra sin embargo bajo Dios; b) Conforme al presupuesto de piedad dicen los
arrianos que Jesús ha sido un individuo sumiso y obediente a Dios. Esta es su grandeza y el ejemplo
que ha podido ofrecernos. Resulta osadía quererse hacer divino, era soberbia sentarse junto a Dios.
Jesús no ha sido soberbio ni osado sino humilde servidor del misterio. Por eso le vemos bajo Dios,
como servidor, un intermediario que sufre por nosotros y revela en /obediencia el gran misterio. La
razón y la piedad se hallaban de parte del arrianismo; por eso, lógicamente, pudo pensarse que un
día el imperio romano (helenista) se haría arriano, tanto por política (el emperador necesita
fomentar la sumisión), como por piedad (nosotros, con Jesús, somos libres).
2. El concilio de Nicea (325). Pero la Iglesia tuvo que rechazar esas posturas para mantenerse fiel a
su experiencia original, tanto en plano religioso como filosófico. Así lo hizo en el concilio de Nicea
(año 325), que sigue siendo la fecha clave del /personalismo dentro de la Iglesia cristiana. a) En la
perspectiva religiosa, Nicea afirma que la piedad no consiste en el sometimiento o la obediencia de
una persona a la otra, sino en la comunión de iguales; por eso, la confesión nicena de la
consustancialidad entre el Padre y el Hijo constituye el principio y salvaguardia de todo
personalismo cristiano. Frente a la falsa virtud pagana (arriana) del sometimiento, ha destacado
Nicea la verdad suprema de la comunión personal. No somos súbditos, sino hermanos y amigos,
compartiendo la misma esencia de la vida; b) En la perspectiva filosófica, la verdad no consiste en
la aceptación de una especie de continuo divino descendente, que vincula en una especie de todo
sagrado lo más alto (el Dios separado) y lo más bajo (la humanidad mundana). La /verdad está en la
distinción que se abre a la unidad, entendida como encuentro de personas. Dios es divino, sin
necesidad de /mundo; por eso no crea el mundo externo ni se encarna en Cristo para resolver
alguna especie de carencia sino para expresar en forma finita su misterio infinito. Por su parte, el
mundo es mundano, no necesita hacerse en Dios (perderse en lo divino) para alcanzar de esa
manera su grandeza.
En estas formulaciones del dogma de Nicea seguimos fundando nuestro personalismo cristiano,
tanto en perspectiva de piedad como de pensamiento. Se escuchan de nuevo en nuestro tiempo
las voces de nuevos arrianos piadosos que defienden el sometimiento eclesial o teológico y la pura
obediencia religiosa. Frente a eso debemos elevar el principio dogmático de la consustancialidad
personal, de la /igualdad en el diálogo. Fuente y garantía divina de ese diálogo personal, sigue
siendo la fe trinitaria. Además, también es importante el dogma de Nicea en clave de pensamiento.
Hay en el fondo de nuestra /cultura un miedo a lo humano que se expresa de dos maneras muy
distintas, aunque en el fondo convergentes. Algunos quisieran que el hombre fuera una especie de
apéndice de Dios, un último eslabón de lo divino. Otros desean introducirle del todo en la materia,
haciéndole un momento del despliegue cósmico. Unos y otros parecen negar lo que él tiene de más
propio: su identidad humana, su capacidad de /encuentro personal, en libertad creadora. La
formulación trinitaria que está al fondo de Nicea tiene dos grandes consecuencias. Ella independiza
a Dios, dándole un contenido interior de diálogo consustancial y definiéndole como encuentro de
personas iguales, en diálogo de amor. Ella independiza al ser humano, haciéndole autónomo,
personal, responsable de sí mismo: el hombre pertenece al mundo y se encuentra vinculado con
Dios, pero su identidad se expresa en el nivel humano del encuentro libre y el diálogo entre iguales,
que se funda en el /misterio trinitario.
1. Consecuencias para la experiencia cristiana. Desde una clave experiencial, debemos recordar que
la Trinidad no ha formado para los capadocios o cristianos del siglo IV un objeto de teoría. Ella ha
sido más bien un presupuesto y condición de su experiencia creyente. Podríamos decir que ella
aparece como hermenéutica primera o más profunda del misterio cristiano: a) La Trinidad es, ante
todo, una exégesis del misterio de Jesús, tanto en su vinculación a Dios (en su /relación con el Padre
y el Espíritu) como en su apertura hacia los hombres (en su mensaje y don pascual). El Dios
cristiano es comunión de amor que se expresa como don fundante (Jesús brota de Dios) y como
entrega personal (Jesús pone su vida en manos de Dios), culminada en la comunión (el encuentro
de amor donde todo llega a su verdad perfecta). Sólo como expresión total del evangelio tiene
sentido la Trinidad cristiana. Frente a las tríadas de tipo naturalista (padre, madre, hijo), religioso
(Brahma, Vishnú, Shiva) o filosófico (Uno, Mente, Alma), los cristianos ofrecen el testimonio
supremo de su experiencia mesiánica: fuente y sentido personal del evangelio, eso es la Trinidad
para ellos; b) La Trinidad es hondura divina que implica y despliega Espíritu en la Iglesia; es la
experiencia de una comunión divina culminada y perfecta, que suscita y fundamenta toda
comunión humana. Dios es comunicación, decimos. Por eso, la Iglesia es experiencia de vida
compartida: encuentro de hermanos que regalan, reciben y comparten la vida en amor fuerte. Esta
es la palabra: el Dios encarnado en Jesús se revela y despliega en la Iglesia (sin dejar de ser divino)
como proceso culminado y comunión perfecta. Eso es lo que la Iglesia llama el Espíritu Santo; es lo
que han defendido con toda fuerza los padres del concilio de Constantinopla. Ellos aparecen de esa
forma como los mayores defensores de la /teología personalista.
Ahora trazaremos algunos de los intentos más significativos de formulación cristiana de la Trinidad.
Descubriremos, centrándonos en los elementos antropológicos del tema, que en el fondo de ellos
se expresa toda la búsqueda filosófica del occidente cristiano.
1. Trinidad intrapersonal: san Agustín. En una obra de impresionante lucidez, que ha inspirado gran
parte de la reflexión filosófica de occidente, san Agustín interpreta la Trinidad a partir del
despliegue de la mente humana, que se conoce y se ama a sí misma, en proceso de
autorrealización consciente. Soy humano (Padre de mí mismo) al conocerme (haciéndome idea,
Hijo) y al amarme (asumiéndome a mí mismo, Espíritu Santo). La Trinidad avala y da sentido al
proceso de personalización individual (en conocimiento y amor) del ser humano. Es bueno este
modelo, está en el fondo de gran parte de la teología occidental (san Anselmo, santo Tomás de
Aquino). Pero posiblemente olvida o deja al margen el aspecto comunitario de la Trinidad, el
carácter dialogal de la persona. No basta, para que exista persona, el diálogo interior del ser que se
conoce y ama a sí mismo; quizá debamos añadir que una persona (divina, humana) sólo se conoce
y ama en la medida en que se abre a los demás.
2. Trinidad interpersonal: Ricardo de San Víctor. Desarrollando una línea esbozada por el propio san
Agustín, Ricardo de San Víctor ha expuesto en el siglo XII el más perfecto de los esquemas
dialogales de la Trinidad: sólo es persona (Padre) quien sale de sí mismo, haciendo así surgir al otro
(Hijo), para compartir con él un mismo amor (Espíritu Santo). La personalización no es resultado de
un despliegue individual (como en la línea anterior) sino un proceso de donación y encuentro entre
varios sujetos. La comunidad perfecta, realizada en lo divino, como fuente de toda comunión
humana, eso es la Trinidad. Este esquema nos sigue pareciendo muy valioso. Fundamentalmente
aceptamos su análisis del amor: el descubrimiento de la Trinidad como misterio de gloria y de gozo,
de amor que disfruta, de realización afectiva.
Pero debe ser ahondado desde una visión más profunda de la encarnación (el Hijo de Dios se hace
persona en lo humano) y de la pascua (pertenece a la persona la muerte, la entrega en favor de los
demás).
3. Trinidad como historia del Espíritu: Hegel. La realidad fundante y plena se define, para Hegel,
como movimiento y vida: por eso se disocia de sí misma (se dualiza, en antítesis de Padre e Hijo),
para superar después la disociación (Espíritu), en un proceso que podemos entender como historia
de Dios. Hegel ha querido vincular en su esquema trinitario todo lo que existe: la revelación
cristiana aparece a sus ojos como expresión de la verdad (despliegue lógico) del Espíritu y como
verdad de la misma historia, entendida ya como teodicea, es decir, como despliegue y suma del
mismo ser divino. Nos parece positivo el esfuerzo trinitario de Hegel, pero quizá corre el riesgo de
nivelar la historia concreta de Jesús y de negar la libertad del ser humano. Más que una Trinidad de
personas podemos hablar aquí de una dialéctica de ideas, enfrentadas de algún modo en clave de
batalla. Es positivo que Hegel haya acentuado la antítesis: sin enfrentamiento (lo que los latinos
llamaban oppositio) no existe relación entre personas. Pero corre el riesgo de entender esa
oposición en forma de /violencia, ratificando así la lucha entre las personas. Por otra parte, en el
modelo hegeliano parece que los individuos pierden su valor, quedan englobados en una especie
de sistema necesario, en el que no existe verdadera libertad, ni amor auténtico.
5. Trinidad como historia. Son muchos los autores que, desde diversas perspectivas, están
destacando el sentido de la Trinidad como historia de Dios, aunque después maticen y distingan
sus afirmaciones. J. Moltmann ha destacado la implicación escatológica de la Trinidad, vinculada al
despliegue total del ser humano. B. Forte pone de relieve el aspecto revelatorio de la historia, con
rasgos que vuelven a acercarnos a la mística del silencio: la verdad de la persona se encuentra más
allá de la palabra. L. Boff y los teólogos de la /liberación han acentuado la vinculación entre libertad
y trinidad, en camino de donación personal abierta a la participación comunitaria. Estos intentos
nos parecen buenos, pero es posible que no hayan estudiado de forma suficiente la relación entre
el despliegue de Dios y el tiempo humano, en claves de encarnación y pascua.
1. La Trinidad forma la base y sentido del camino eclesial, por eso su misterio no puede plantearse
a nivel puramente teórico. Conseguir una buena formulación trinitaria, independiente de la vida
personal y comunitaria de los fieles, sería un engaño, una mentira, porque la Trinidad pertenece al
campo de la teología práctica, tanto o más que al de la teología especulativa. La Trinidad es tema
para discutir, porque es sobre todo un misterio para vivir (hacer del mundo expresión del
encuentro de amor de las personas divinas), y para celebrar (convertir nuestra existencia en
alabanza de gloria). Por eso, frente a los que quisieran resolver la Trinidad para aparcarla pasando
a otros problemas, tenemos que decir que el misterio trinitario nunca se podrá resolver, no
lograremos dejarlo nunca atrás, porque nosotros mismos estamos inmersos en ese misterio.
Conocer y vivir la Trinidad es vivirnos a nosotros mismos.
2. Tenemos que encontrar categorías trinitarias de tipo evangélico, es decir, que broten del
mensaje, muerte y pascua de Jesús. En esa línea venimos elaborando, desde hace algún tiempo,
unas categorías personales en clave de gratuidad (Dios Padre es fuente gratuita de todo lo que
existe), pobreza (el Hijo lo recibe todo del Padre y todo lo entrega otra vez al Padre, en favor de los
hombres) y universalidad (la comunión del Espíritu en Dios es fuente y sentido de toda comunión
interhumana). Estas categorías necesitan elaborarse en forma personal, pues juzgamos que los
nombres de Padre, Hijo y Espíritu Santo siguen siendo fundamentales en la simbólica trinitaria.
Pero ellas nos permiten superar unos esquemas de pobre personalismo intimista, abriéndonos al
despliegue total de la economía divina, conforme a la famosa afirmación de K. Rahner: la Trinidad
inmanente (Dios en sí) es la misma Trinidad económica (la que se revela en la historia de la
salvación) y viceversa. Quiero recordar, sin embargo, que el término pobreza (adaptado a la
encarnación en pequeñez y a la muerte en cruz) ha de entenderse de forma dialéctica: el Hijo se ha
hecho (es) por nosotros Pobre siendo rico (poseyendo toda la riqueza de Dios). Por otra parte, la
universalidad del Espíritu ha de entenderse en clave de comunión cristiana, como signo del
despliegue total de Dios en nuestra historia.
3. Quizá el mayor de todos los problemas trinitarios, en clave formal, sea el de la identificación de la
persona del Espíritu Santo. En la línea de nuestra exposición, el Espíritu se puede interpretar de dos
maneras. a) Puede entenderse como tercera persona, es decir, como aquel que brota de la unión
del Padre y el Hijo, en la línea de un nuevo /sujeto o centro relacional de amor. En esta perspectiva
se le ha venido concibiendo de ordinario, cuando se presenta simbólicamente la Trinidad como
encuentro de tres sujetos. b) Pero el Espíritu puede interpretarse también como la misma unión
dual, como el amor común que vincula al Padre y al Hijo. No sería un tercero, sino la misma
dualidad (amor ambital) entendido como persona. En este caso se podría decir que la Trinidad está
formada por dos personas con carácter de sujeto y por una tercera persona con carácter de amor
común. Estas dos visiones plantean grandes problemas y consecuencias de tipo antropológico.
Evidentemente, es difícil resolver estos temas, y de un modo especial los planteados en el último
apartado. Ellos nos sitúan en el centro de la antropología teológica, entendida como temática que
se vive y piensa. Quizá podamos decir que la Trinidad, vinculada como está con la encarnación, es
el único misterio cristiano, el misterio que más da que pensar, pues es aquel que más nos hace
vivir. De esta forma retornamos a los temas planteados al principio. Hay signos trinitarios en las
más diversas religiones y experiencias, como los Padres de la Iglesia habían indicado, con símbolos
tomados de este mundo: raíz, tronco, ramas; fuente, río, mar; fuego, llama, luz... Sin embargo, el
único signo verdadero es el mismo ser humano, en su despliegue personal y comunitario. Además,
está pendiente en clave trinitaria el diálogo interreligioso. En relación con los budistas, la trinidad
plantea la posibilidad de hablar de Dios, de encontrar signos que puedan expresarlo. Frente a los
avataras del hinduismo y sus tres posibles formas de hablar de lo divino, los cristianos debemos
destacar la encarnación histórica del Hijo de Dios en Cristo y la vinculación del Espíritu con la vida
eclesial. Más intenso e importante ha de ser el diálogo trinitario con las religiones monoteístas. En
relación con los judíos, el tema es la divinidad del mesías, muy relacionada con el tema del
mesianismo (en pobreza), y el sentido de la universalidad cristiana (que supera la visión particular
de Israel como pueblo escogido). En relación con el Islam, el diálogo tendrá dos centros: por un
lado habrá que mostrar que la visión popular de la Trinidad que ofrece el Corán (Dios, María, Jesús)
no responde a la raíz del cristianismo; por otro lado, habrá que mostrar el carácter personal de la
revelación de Dios (que no se expresa en un Corán escrito, sino en la persona de Jesús). En ambos
casos, el diálogo trinitario nos llevaría a los problemas que hemos visto al tratar del arrianismo. Allí
sigue estando, a nuestro juicio, el gran problema filosófico y religioso en torno al misterio trinitario.
BIBL.: BoFF L., La Trinidad, la sociedad y la liberación, San Pablo, Madrid 1987; FORTE B., Trinidad
como historia, Sígueme, Salamanca 1988; MILANO A. (ed.), Persona e personalismo, Dehoniane,
Nápoles 1987; MOLTMANN J., Trinidad y Reino de Dios, Sígueme, Salamanca 1983; O'CARROL M.,
Trinitas. A Theological Encyclopedia of the Holy Trinity, Glazier, Wilmington 1987; PANNENBERG
W., Teología sistemática I, Univ. Comillas, Madrid 1994; PIKAZA X., Dios como Espíritu y Persona,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1989; ID, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 1993, 515-
532; ID, Trinidad y comunidad cristiana, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990; PIKAZA X.-
SILANES N. (eds.), Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992;
RovIRA BELLOSO J. M., Revelación de Dios, salvación del hombre, Secretariado Trinitario, Salamanca
1988.
X. Pikaza
UTILITARISMO
DicPC
I. EL UTILITARISMO EN EL XIX.
Por utilitarismo se entiende una concepción de la moral según la cual lo bueno no es sino lo útil,
convirtiéndose, en consecuencia, el principio de utilidad en el principio fundamental, según el cual
juzgar la moralidad de nuestros actos. Es posible encontrar algunos esbozos de la doctrina
utilitarista en A. Smith, R. Malthus y D. Ricardo, si bien se trata de una doctrina moral y social que
halla sus principales teóricos en J. Bentham, James Mill y J. Stuart Mill. Para estos autores, de lo
que se trata es de convertir la moral en ciencia positiva, capaz de permitir la transformación social
hacia la felicidad colectiva.
J. Bentham, como hiciera el epicureísmo, estoicismo y Espinosa, considera que las dos
motivaciones básicas, que dirigen o determinan la conducta humana, son el placer y el dolor. El ser
humano, como cualquier organismo vivo, tiende a buscar el placer y a evitar el dolor. Sólo dichas
tendencias constituyen algo real y, por ello, pueden convertirse en un principio inconmovible de la
moralidad: lo bueno y el deber moral han de definirse en relación a lo que produce mayor placer
individual o del mayor número de personas. Decir que un comportamiento es bueno, significa que
produce más placer que dolor. Al margen de esto, según Bentham, los conceptos morales no son
sino entidades ficticias. La felicidad misma no sería sino existencia de placer y ausencia de dolor.
Bentham complementa este postulado básico con la aceptación de los siguientes supuestos o
principios, que constituyen su sistema: 1) que el objeto propio del deseo es el placer y la ausencia
de dolor (colocando así el egoísmo o interés propio como el fundamento del comportamiento
moral); 2) que todos los placeres son cualitativamente idénticos y, en consecuencia, su única
diferenciación es cuantitativa (según intensidad, duración, capacidad de generar otros placeres,
pureza –medida en que no contienen dolor–, cantidad de personas a las que afecta, etc.); y 3) los
placeres de las distintas personas son conmensurables entre sí. En otros términos, si el segundo
principio suponía una indiferenciación cualitativa de los placeres para un mismo individuo, este
afirma una indiferenciación cualitativa inter individuos. En efecto, si el origen o la modalidad de la
sensación placentera (como la del dolor) son variables irrelevantes, el bien global de una persona
cualquiera queda determinado unívocamente por el sumatorio de las magnitudes de las distintas
modalidades de sensación. Esto tiene también un corolario, y es que, si lo dicho se asume
consecuentemente y la tendencia natural de todo ser humano es hacia la maximización de su
placer y minimización del dolor, los medios elegidos para ello son irrelevantes prima facie. La
cláusula prima facie indica no que cualquier medio sea bueno, sino que (siendo las consecuencias
las mismas –en términos de satisfacción–) la elección de uno u otro sería moralmente indiferente.
Hechas estas asunciones, es fácil ver que los asuntos morales podrían dirimirse fácilmente
recurriendo a un simple cálculo utilitarista de las opciones o alternativas de acción puestas en
juego. Finalmente, la atención hacia otras personas (denominada en los sistemas morales
tradicionales bajo los términos de altruismo, bondad, amor, etc.) tiene cabida en el sistema de
Bentham, pero en la medida en que satisfagan los postulados anteriormente mencionados, es
decir, en cuanto contribuyan a la satisfacción del interés propio. En la medida en que una persona
necesita ser amada, para así eliminar el dolor de su soledad, en esa misma medida debe ocuparse
de los demás, con el fin de que los demás también se ocupen de uno: los deberes para con los
demás, son deberes en la medida en que los demás nos puedan resultar útiles.
J. Stuart Mill, por su parte, asume la máxima general utilitarista, según la cual, la tendencia natural
de todo individuo hacia la felicidad presupone el esfuerzo por aumentar el placer y disminuir el
dolor. Sin embargo, nocoincide con Bentham en la necesidad de admitir los tres principios
anteriormente citados. Respecto al primero arguye que la felicidad propia no es alcanzable
totalmente sin, de una u otra forma, procurar también la felicidad de los demás. Además, Mill
admite el sacrificio, la renuncia o el comportamiento, en general, no interesado como una actitud
moral que, en ciertas circunstancias, puede coincidir con la propia teoría utilitarista (matizando que
dicho sacrificio no constituye un bien en sí mismo, sino un bien en la medida en que contribuya a la
felicidad de los demás). Así, en El Utilitarismo, se nos dice: «En la norma áurea de Jesús de Nazaret,
leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: "Haz como querrías que hicieran contigo y ama a tu
prójimo como a ti mismo"». Respecto a lo segundo, Mill no cree en una indiferenciación cualitativa
de los placeres; al contrario, habla de la necesidad de distinguir placeres superiores de otros
inferiores. Finalmente, reconoce que si esta diferenciación cualitativa debe observarse en una
misma persona, ya no podemos hablar coherentemente de la comparabilidad de los placeres entre
diferentes personas. Ciertamente, es preferible (moral y utilitariamente hablando) una persona
que ha conquistado los placeres intelectivos, aunque insatisfecha en otros terrenos, a una
satisfecha en los placeres sensoriales, pero vacía de los contemplativos. En este punto, el
utilitarismo de Mill tiene rasgos de Aristotelismo, epicureísmo (que no hedonismo craso) y
estoicismo innegables.
Estas diferencias entre los sistemas de Bentham y Mill, ha permitido que se distingan entre dos
actitudes utilitaristas subyacentes a cada sistema: un utilitarismo psicológico (Bentham) que
pretende el análisis desapasionado —y no desprovisto de cierta ironía— de las motivaciones del
comportamiento individual y colectivo, y un utilitarismo idealista (Mill) cuya pretensión es destacar
que ciertos valores éticos tradicionales (libertad, compasión, igualdad, etc.) son lo que más
conviene (utilitaristamente hablando) al ser humano.
Esta nueva forma de utilitarismo, ha adoptado los métodos de análisis propios de las teorías
matemáticas de la decisión y de la teoría de juegos. Algunos autores significativos dentro de esta
original forma de análisis ético, son J. Rawls (quien elabora una teoría de la /justicia, basándose en
tales modelos de investigación), J. C. Harsanyi (para quien los juicios correctos acerca de la justicia
derivan de una situación de imparcialidad e igualdad de oportunidades, ambas definidas según el
aparato formal de la teoría de la decisión y juegos), D. Gauthier y D. Parfit (quienes han analizado la
moralidad como resultado de la conducta racional, en contextos de interacción estratégica), etc.
Por un lado, las tesis utilitaristas del siglo XIX (Bentham y Mill) pretendían ser, antes que un sistema
teórico abstracto, un instrumento de reforma social y política, vinculadas a reivindicaciones de
corte socialista, en una realidad caracterizada por la explotación, la miseria o indigencia de las
clases obreras (D. Ricardo) y el problema del crecimiento indiscriminado de la población en un
medio adverso (Malthus). En este sentido, podemos considerar el utilitarismo
(independientemente de las singularidades de su sistematización teórica y de su suficiencia o no
suficiencia) como una sensibilización filosófica hacia la realidad social, y como una defensa del
/individuo frente a su disolución /ética, económica y política. Por otro lado, el utilitarismo (en
cuanto moral consecuencialista o teleológica) se opone a la moral superflua, al /deber por el deber
(ética kantiana), al dogmatismo, al precepto moral que no se halla legitimado o justificado
teóricamente (en función de sus consecuencias); en definitiva, se halla opuesto a toda moralidad
que obstaculiza al hombre el gozo terreno y su felicidad. El utilitarismo, en su modalidad
racionalista, implica y fomenta asimismo el análisis y la reflexión sobre nuestra conducta moral, el
/diálogo y el /consenso (es decir, la tolerancia), sin reconocer otra instancia superior a la razón
como legitimadora de lo moralmente correcto. En otros términos, se trata de una moral que sitúa
en primer lugar la /autonomía del sujeto, dentro de un marco de racionalidad: no de una
racionalidad concreta y dogmática, sino de una racionalidad abierta, tolerante y dialógica.
BIBL.: CAMPS V. (ed.), Historia de la ética, 3 vols., Crítica, Barcelona 1989; CORTINA A., Ética
mínima. Introducción a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 1994°; GAUTHIER D., Morality and
Advantage, Philosophical Review 76 (1967) 460-475; ID, Reason to be Moral?, Synthese 72 (1987)
5-27; JAwLs J., Teoría de la justicia, FCE, Madrid 1985; KUTSCHERA F. V., Fundamentos de ética,
Cátedra, Madrid 1989; MACINTYRE A., Historia de la ética, Paidós, Barcelona 1988; MILL J. S., El
utilitarismo, Aguilar, Madrid 1971.
S. Sánchez Saura
UTOPÍA
DicPC
Inquietum est cor nostrum. Somos carencia y deseo; somos sed de goce infinito e infinita capacidad
de /sufrimiento, nosotros que en todo somos limitados, como dice Ernst Bloch. Por eso, la
preocupación por el sufrimiento es el punto de partida del pensar. No estamos a gusto con
nosotros mismos, buscamos y esperamos nuestro /rostro aún no desvelado. El pensar siempre se
dio en el anhelo de un vivir sin sufrimiento, sin indignidad, sin / alienación, sin la /nada. La utopía
es el sueño de una vida mejor y verdadera, el sueño de la humanidad del hombre. Por eso estuvo
presente desde que el hombre se soñó como humano, se manifestó desde que el hombre se irguió
sobre la naturaleza en todas aquellas formas en que la humanidad apareció.
La palabra utopía la inventó Tomás Moro, es sabido. Pero la idea acompañó desde siempre a la
humanidad; aunque en nuestro mundo mediterráneo, donde quizá se la pensó mejor, la utopía
siempre llevó en su rostro los rasgos de la sed de /justicia que brota de la Biblia y del ideal de
racionalidad del sueño griego. Tomás Moro tiene detrás a Platón e Isaías, al Evangelio y a la
filosofía griega, como también a toda la rica historia cristiana. Y cuando ve lo que es la «revolución
de los ricos» (que la llamó Chesterton), no acepta el naciente mundo del dinero, sino que salta
hacia adelante, repensando el futuro contenido en los viejos sueños del pasado. Y es ese rechazo
del mundo del dinero, que Moro alaba en Platón, y que siempre está presente en la condena
bíblica de los ricos, el que sigue alentando en tantas utopías posteriores, en toda la época
moderna, en que ese mundo del dinero, sin embargo, seguía creciendo; aun cuando, a la vez, el
sueño de la justicia y el ideal del paso erguido prepararon nuevos amaneceres.
En el siglo XIX, de nuevo tras otra revolución de los ricos (que suelen darse y triunfar siempre que
fracasan o son traicionadas las revoluciones de los /pobres), las utopías conocen un nuevo
esplendor. Los ideales de justicia, de racionalidad, de /fraternidad, fueron formulados de nuevo por
Owen, Fourier, Cabet, etc. A Marx no le gustaron demasiado, es verdad, estos anhelos. Su exigencia
de praxis y de análisis crítico le hizo sospechar de estos bellos pensamientos, a él que precisamente
también había de arrebatar a muchos hombres en pos de una bella idea. Pero por mucho que
Engels se empeñe en hacer pasar al socialismo «de la utopía a la ciencia», la idea de utopía como
quimera no deja de ser una idea típica del positivismo del XIX, como dice F. E. Manuel. Aunque,
como también recuerda este autor, desde La asamblea de las mujeres, de Aristófanes, la utopía
siempre ha tenido quien la haga objeto de burla.
El siglo XX iba a traer sorpresas; y aunque en él, como efecto de los muchos desastres ocurridos, va
a abundar la literatura antiutópica (Orwell, Zamiantin, Huxley, etc.), también será quizá el siglo en
que mejor se ha reflexionado sobre el concepto de utopía. Desde Geist der Etopie de Ernst Bloch
(1918), no han hecho sino aparecer libros, escritos y estudios en que el concepto de utopía es
analizado, criticado, defendido, interpretado de los más diversos modos y por los más diversos
autores; aunque puede que sea Bloch precisamente elque en El principio esperanza (esa summa de
las utopías, como se ha dicho) haya hecho la reflexión más profunda sobre el concepto de utopía,
sobre el carácter utópico del hombre y del mundo mismo, mostrándonos con claridad que la utopía
no se reduce a la utopía social.
El vocablo utopía con el significado de quimera ha de quedar, por tanto, sólo para el lenguaje
vulgar, aunque sea desgraciadamente el que utilizan casi siempre nuestros habladores públicos y
sus adláteres. Pero utilizar utopía en ese sentido vulgar no deja de denotar hoy, la mayor parte de
las veces, cierta bruteza. Porque quizá tradujo mal Quevedo en su día: «No hay tal lugar». Más bien
habría que decir: «Todavía no existe, pero debe existir, nos interpela, se hace presente en nuestros
sueños de humanidad, en el arte, en la /filosofía, en la /religión, en nuestras luchas».
El hombre, a pesar de todo, no aguanta el /mal. La utopía es, como dice P. Ricoeur, repudio de lo
existente, en tanto que nos es inadecuado, en tanto que no debiera ser. Quevedo vio bien la
presencia en Moro de este rechazo y crítica de lo injusto e inmoral: Moro, dice, «vivió en tiempo y
reino, que le fue forzoso para reprender el gobierno que padecía, fingir el conveniente». En la
condición moral del hombre va implícito su carácter utópico, y la exploración, inv ención y
anticipación del futuro debido. Por eso J. Muguerza puede hablar no sólo de que «la filosofía moral,
política y social no puede renunciar a instalarse en la utopía», sino incluso del carácter utópico «de
toda ética sin más». Porque, ¿qué es la /ética sino una utopía de la humanidad?
Por eso no hay que confundir para nada utopía e ideología. Como dijo Mannheim, y repite Ricoeur,
la /ideología es la justificación de lo perecedero, mientras la utopía siempre ha tenido que ver con
el sueño de lo que debe y puede llegar a ser real, y con lo que en la historia ha llegado a ser real y
verdadero. Y, como dice Bloch, lo que queda, al fin, de las ideologías pasadas, de los modos de
representación del mundo de épocas pasadas, es justamente aquello que en ellas había de utópico,
lo que en ellas apuntaba hacia adelante.
Porque la utopía es verdad, dice P. Tillich. «¿Por qué es verdad? Porque expresa la esencia del
hombre, el fin propio de su existencia. La utopía muestra lo que el hombre es esencialmente, y lo
que debería tener como telos en su existencia». Que no es verdadero el mero mundo de los
hechos; si no, ¿qué sentido tendría que la víctima por antonomasia de la historia pudiera decir, que
nos recuerda Bloch: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz»? Y no olvidemos en qué
situación precisamente dijo tales palabras esa víctima. Por eso la utopía tiene que ver con la
voluntad, con la negación de lo negativo y la voluntad del bien. Bloch define así la utopía: «Utopía
es la voluntad acrisolada al ser del todo».
Pero la utopía no es voluntad pura que se asienta en la nada. Para Bloch, por ejemplo, la utopía es
una posibilidad real que está en la latencia y tendencia del mundo. Ningún defensor de la utopía es
puramente voluntarista. Lo es porque cree en la posibilidad del hombre y de lo existente, porque
no admite el amor fati como solución ni verdad de lo real, porque espera, dado lo que sabe de la
realidad, lo que degusta de la misma. El pensamiento utópico conoce el mal y ante él reacciona;
pero conoce también el /bien, su presencia en lo real, su deseo por el hombre, su preapariencia
(Vorschein) en las grandes y pequeñas creaciones del espíritu humano. El utopista no ve la realidad
abocada a la nada, sino preñada de posibilidades a las que quiere ayudar a ser realidad, y que
muchas veces han llegado a ser realidad.
El hombre sabe del mundo, el hombre conoce el mundo; y el hombre sabe del hombre, sabe lo que
le hace humano. Y lo que sabe el hombre no sólo está en la ciencia; lo que el hombre sabe de la
humanidad se expresó sobre todo en el arte, en la religión y en la filosofía. Ernst Bloch así lo afirma.
En todo gran arte, en toda filosofía verdadera, resplandece el rostro del hombre. Ninguno de ellos
se reduce para nada a expresión de su tiempo, sino que anuncia una humanidad humana posible
que se enfrente radicalmente al sinsentido. Contra la imagen del búho de Minerva afirma Bloch: la
filosofía es «actividad subversiva, (...) lenguaje de una realidad en trance de instaurarse (...). Si una
gran filosofía enuncia el pensamiento de su tiempo, enuncia también lo que le falta a ese tiempo y
lo que llegará a vencimiento en el mundo que viene».
Aunque es en la religión sobre todo, y sobre todo en la religión cristiana, donde la utopía se
expresó con más radicalidad. Sólo en ella está la exigencia de justicia absoluta y de futuro absoluto,
de manera que lautopía religiosa cristiana, la utopía del Reino de Dios y del Hijo del Hombre,
supera incluso las fronteras de la /muerte: resurrección de la carne. Por eso Bloch afirma: «La
religión está llena de utopía y la utopía es enteramente su porción más central, la omega del
pueblo libre en un fundamento libre». Porque si «donde hay esperanza hay religión», donde hay
religión hay utopía. La conciencia religiosa, piensa Bloch, es inseparable de los eternos problemas
de nuestro anhelo, y en toda la historia de las utopías sociales hay religiosidad cristiana hecha
sociedad. La conciencia religiosa fue la que nos enseñó, sobre todo, la no verdad de este mundo, y
la que desde la Biblia nos enseñó a mirar hacia el futuro y a confiar en la verdad de la esperanza;
porque si todos los pueblos sitúan la época dorada en un pasado fabuloso, sólo el pueblo judío
supo poner en el futuro la justicia y la verdad del hombre.
¿Seremos capaces de renunciar a esta herencia en este momento de triunfo de Mammón? ¿Qué
hacer ahora tras tanto derrumbamiento? ¿Podremos seguir hablando de utopía ahora que nos
resulta hasta ridículo aquel final de la utopía, de Marcuse?
Mas si la utopía forma parte de la condición del "hombre, este no puede renunciar a la misma sin
renunciar a su humanidad. No podemos vivir sin metas, sin metas sociales y personales. Sin ella,
como dice Mucchielli, somos un navío a la deriva. En ningún sentido, tampoco en el social, el
hombre puede conformarse con el presente. Refiriéndose a la situación de España, decía hace unos
años Sergio Vilar: «Al no tener utopía, el presente resulta estéril: sólo se sobrevive en una serie de
reproducciones simples de lo que ya fue y fuimos». El fracaso de muchas utopías ha traído
estancamiento y putrefacción.
Ahora bien, en esto sí que hay que rechazar todo /fundamentalismo: no podemos, para reformular
metas, olvidar los crímenes del utopismo y del apoderamiento totalitario de la historia, de la utopía
como experimento nihilista. En la época que nos toca vivir, es necesario rechazar en toda defensa
de la utopía cualquier resto de progresismo filisteo. El progresismo filisteo es nihilista en su verdad.
Niega la presencia de la verdad en la historia, niega que la humanidad del hombre haya estado
siempre también en sus obras. Por eso es totalitario, no cree realmente en el futuro, lo interpreta
simplemente como un presente prolongado, y en el pasado no encuentra más que error y
embuste. Pero no cabe verdadera utopía sin descubrir la presencia de la razón en la historia. Sólo
esto puede dar confianza en el futuro. Los totalitarismos del siglo XX se caracterizaron (y se
caracterizan) por quemar libros, por querer borrar las semillas de humanidad del pasado, la semilla
bíblica –muy especialmente en el hitlerismo y, de otras maneras, en el estalinismo–. Así aniquilaron
lo humano y su esperanza, y construyeron el infierno.
La utopía verdadera ha de rechazar toda quema de libros, pues ha de comenzar por el
reconocimiento de la grandeza del hombre, por asumir su historia, llena de dolor, sufrimiento e
injusticia, pero también de verdad, heroísmo, /belleza y bien. Ninguna utopía tiene sentido en
desconexión con la historia. Ninguna utopía puede ser experimentar hipótesis abstractas, aunque
sean hipótesis de Marx. La utopía ha de ser búsqueda de la verdad del hombre, que está en la
tendencia de la historia y en las anticipaciones del pensamiento y de la razón. «Utopía sin razón es
ciega» (Carlos Díaz).
Nos queda, pues, la utopía sin utopismo, la utopía con minúscula, si queremos, la que ama a la
humanidad y su /historia, la que se reconcilia con esta; sin quema de libros, sin catarismo,
buscando el mestizaje y mutuo enriquecimiento de tradiciones, sin usar a los hombres, sin ser estos
medios de la economía, sin insultar sus ilusiones, sin proyectos fuera de su medida, sin desconstruir
nada. A la utopía nada humano le es ajeno, todo lo humano le es hermoso. Y en este momento,
contra el mal y la negación de lo humano que de nuevo amenazan, no hay que renunciar a la
expectativa de un novum. Sin utopía, la razón se empobrece, se reduce a /razón instrumental, y se
cae también en el totalitarismo: «Razón sin utopía es vacía», sentencia Carlos Díaz. El rostro del
que sufre, la humanidad pisoteada y traicionada, nos siguen interpelando como a Moro. Y también
hoy tenemos el deber de denunciar el presente y proyectar una vida humana. La humanidad ha
soñado sueños demasiado bellos para aceptar ahora esto como realidad: «Jerusalén, si me olvido
de ti, que mi mano derecha se me seque» (Sal 137,5).
BIBL.: BLOCH E., El principio esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid 1977ss; ID, El ateísmo en el
cristianismo. La religión del éxodo y del Reino, Taurus, Madrid 1983; DIAz C., De la razón dialógica a
la razón profética, Madre Tierra, Móstoles 1991; MANNHEIM K., Ideología y utopía, Aguilar, Madrid
1989; MANUEL F. E. (ed.), Utopías y pensamiento utópico, Espasa-Calpe, Madrid 1982; MANUEL E.
E.-MANUEL F. E, El pensamiento utópico en el mundo occidental, 3 vols., Taurus, Madrid 1984;
MORO T.-CAMPANELLA T.-BACON F., Utopías del Renacimiento, FCE, Madrid 1980; NEUSUSS A.
(ed.), Utopía, Barral, Barcelona 1971; RAMOS CENTENO V., Utopía y razón práctica en Ernst Bloch,
Endymión, Madrid 1992; RICOEUR E, Ideología y utopía, Gedisa, Barcelona 1989; SÁNCHEZ MORA
E., Utopía y praxis, Trillas, México 1980; VILAR S., El viaje y la utopía. Iniciación a la teoría y a la
práctica anticipadora, Laia, Barcelona 1985.
V. Ramos Centeno
VALOR
DicPC
La palabra valor deriva del latín valere: ser fuerte, de buena salud, capaz de..., particularmente de
ser cambiado, igualar... El sustantivo valor aparece en el latín medieval con el sentido de fuerza (en
la guerra), coraje, poder, sobre todo de cambiar y comprar. Ha pasado así a las lenguas neolatinas,
con el sentido de coraje y, en la época moderna, con el sentido de precio y de aquello que funda el
precio. Parece ser que el empleo propiamente filosófico de la palabra aparece hacia la mitad del
siglo XIX, con Lotze. La filosofía de los valores o /axiología (de axios: digno, válido) ha propiciado: a)
una desconfianza, debido a la crítica hacia el pensamiento especulativo; b) cambios en las
condiciones de vida y las perspectivas sobre la realidad, debido particularmente al progreso
científico-técnico y a los trágicos sucesos de la época contemporánea, cambios que ponen en tela
de juicio los valores admitidos y que hacen aparecer otros nuevos. Hemos de destacar en particular
la violenta crítica de los valores tradicionales que hace Nietzsche. La axiología se diversificó –sobre
todo en cuanto a la naturaleza y al fundamento de los valores– según las corrientes filosóficas de la
época: neokantiana (Rickert, Munsterberg): los valores son categorías; psicologista (Ribot): valores
fundados sobre estados de conciencia; sociologista (Durkheim, Lévy-Bruhl): la sociedad como
fundamento de los valores; fenomenologista (Scheler, Hartmann, D. von Hildebrand): los valores
tienen un status ideal que hace pensar en las ideas platónicas; existencialista (Sartre): el valor es
pura creación de la libertad. Sin olvidar, claro está, la filosofía del espíritu (Le Senne, Lavelle) y la
tomista, en las que nos inspiraremos.
I. VALOR Y BIEN.
Para cada uno de estos valores distinguiremos lo positivo y lo negativo, pero también lo subjetivo y
lo objetivo: un hombre inteligente escribe un libro inteligente. Mencionemos, en fin, los valores de
utilidad, que se relacionan directamente con los valores precedentes, pero pueden valer más que
algunos, en tanto que estos manifiestan una inteligencia (D. von Hildebrand).
Los valores morales (y los valores religiosos) están mucho más unificados que los precedentes; lo
singular es aquí preferible. Su exigencia es absoluta. No hay «suspensión de lo ético» (en contra de
Kierkegaard). El valor religioso auténtico incluye el respeto del valor moral y este esquematiza en
cierta manera a aquel: los dos se abren a lo Absoluto. El ateo que reconoce auténticamente lo
absoluto del deber es menos ateo que el que no lo cree. Estos valores pueden ser inducidos por
medio de valores inferiores, por vía de asociación o de simbolismo y esquematismo. Un educador
simpático tiene más posibilidades de hacer admitir los valores que propone. La sensibilidad hacia lo
Bello incita a buscar la belleza moral. Algunas formas artísticas inspiran más que otras, suscitan
más, por ejemplo, el sentimiento de lo sagrado. Pero a veces el valor inductor toma la apariencia y
ocupa el lugar del valor inducido. El patriotismo ayuda a un pueblo a conservar su fe, pero puede
también sustituirla, degenerando en /nacionalismo pagano, etc. El icono se convierte entonces
enídolo. Los valores pueden ser asumidos por valores superiores. La salud es un valor vital, pero
ocuparse de ella tiene un valor moral. Hay un valor moral en el respeto de los valores según su
jerarquía y su urgencia (las cuales no siempre se corresponden). Todo lo que existe –sea en la
naturaleza o sea obra del hombre– lleva en sí un valor ni siquiera percibido: destruirlo, devastarlo
sin una razón válida, no es moralmente indiferente. Aquí todavía existe un peligro de inversión. El
valor asumido puede absorber al valor que asume (cuando, por ejemplo, el cuidado de la salud se
convierte en la norma suprema).
Existe una ceguera ante los valores; nos referimos al valor en su extensión más amplia, pues no
hacerlo así sería toparnos con un hombre sin deseo, sin aspiraciones, sin ninguna preferencia, al
que el mundo se le presentaría en un estado de completa indiferencia. Pero un hombre así no
podría siquiera vivir. La ceguera en los valores, pues, se sitúa en el plano de la percepción, haciendo
que no se vea, que no se comprenda cómo es posible apreciar, aprobar, estimar, amar, desear esta
o aquella cualidad, esta o aquella actividad y, consecuentemente, la cosa o la persona que son su
sujeto o su agente. La ceguera se extiende también a los antivalores, y es una ceguera de este tipo
la que hace decir de una persona que no tiene sentido moral. Entre ciertos límites, la ceguera en los
valores es un fenómeno corriente. En la mayoría, y quizás en todos, el campo axiológico conlleva
unos huecos o zonas neutras. Esta ceguera parcial está a menudo disimulada o corregida por el
conformismo social, que hace compartir los juicios de valor admitidos en el medio. Es lo que
sucede cuando se trata de manifestaciones concretas del valor (una obra de arte, pero también un
acto heroico que, dejado a su juicio espontáneo, encontraríamos quizás como absurdo o fuera de
lugar).
La ceguera puede ser colectiva; la época clásica estaba ciega a los valores del arte gótico, y hasta
las aportaciones de Rousseau, también a la belleza grandiosa, al encanto salvaje de la montaña. La
corrección –no la curación– puede ser obtenida con el recurso a los valores análogos o más
generales. Así como, según Baudelaire «los perfumes, los colores y los sonidos se responden», así
ocurre con los valores. A un sujeto insensible a los valores de la música y para quien una sinfonía de
Beethoven no difiere de una cencerrada, pero que sabe apreciar la belleza de los colores y de las
formas, es posible hacer comprender que otros encuentren alegría en las formas sonoras de la
melodía y la armonía. Nuestro hombre no gustará de la música, pero no se sorprenderá de que
pueda gustarle. Constatamos que la metáfora es aquí de gran ayuda, y gustar es ya una metáfora.
El caso es evidentemente más difícil allí donde falta toda percepción P estética. Entonces
deberemos recurrir a valores envolventes, más generales, cuyo prototipo para nosotros se situará
frecuentemente en un nivel inferior. Lo bello, por ejemplo, será inducido a partir de lo agradable
(como en la conocida definición: quod visum placet); la dirección en la que, en el campo axiológico,
se sitúa el valor no percibido de la música, será indicado a partir de los efectos que ella produce en
el alma: mece, consuela, conmueve, exalta, enorgullece, hace olvidar el tiempo, etc.
Un extraterrestre que bajara a nuestro planeta y viera a los hombres corriendo hasta cansarse
detrás de un objeto redondo y ligero, pasárselo, arrebatárselo, en medio de una masa delirante, no
comprendería sin duda qué interés pueden tener estas maniobras y por qué ta nta gente se
entusiasma por unos gestos que, a sus ojos, representarían quizás un desgaste de energía. Para
hacérselo comprender habría que explicarle la psicofisiología humana, su necesidad de actividad
gratuita, su carácter social y competitivo, etc. Si esto no fuera comprendido, por falta de
experiencia apropiada, deberíamos remontarnos más alto, hasta unos datos que nos sean
verdaderamente comunes. A partir de lo que nuestro extraterrestre verá, puede ser que vea algún
interés en lo que le parecía sin interés. Presentirá en qué dirección debería encontrarlo, imaginará
alguna analogía más o menos satisfactoria con sus propias experiencias axiológicas. Sin embargo,
su comprensión del valor del deporte será exterior e indirecta; no habrá una verdadera percepción.
Pero no impedirá a nuestro visitante escribir, o al menos comunicar a los otros según el modo de
comunicación en uso en su planeta, unos sabios estudios sobre el comportamiento deportivo de
los terrestres...
La ceguera en los valores no se confunde con la ignorancia de lo que les funda. Tal ignorancia hace
que el valor no sea percibido, pero si, una vez levantada la ignorancia, la percepción se produce, es
que no había ceguera. Por otra parte, un hombre dotado de un oído normal, puede ser
perfectamente informado de las leyes de la acústica y de la composición musical; puede conocer
los grandes géneros musicales y las obras de los grandes músicos, incluso enseñar todo esto con
competencia, y ser, sin embargo, incapaz de gustar de verdad la belleza de un trozo de Mozart o de
Ravel. El valor que disimula y corrige la ceguera puede ser un valor más noble que el conformismo
social del que acabamos de hablar, más noble incluso que el valor no percibido. Podemos
interesarnos por lo que no nos interesa, aunque nos parezca insignificante, por espíritu del deber,
para hacer un favor, etc. A veces surgirán otros valores a orillas del vacío abierto por la no-
percepción. Un profesor ciego a la belleza literaria, pero encargado de enseñar literatura,
transmitirá el gusto por lo bello a unos alumnos bien predispuestos, usando citas bien escogidas,
un texto claro y adecuado, etc. Las cualidades pedagógicas suplirán, quizás con ventaja, su falta de
sensibilidad artística. Aunque es raro que el resultado sea muy brillante.
La sordera a los valores presenta un carácter distinto: el sujeto percibe el valor en cuestión, le
gusta, puede hablar de él con finura y no sólo de forma cerebral. No sólo hablará de la experiencia
de otros, sino también de la suya. Pero de este valor que él siente, él no siente más que una débil
llamada. Excelente conocedor de la música, capaz de degustar con delicia y competencia un trozo
elegido que en ese sentido en el que debo estimarlos, si quiero tener un juicio justo a este
respecto. Y este juicio justo es una tarea que me es propuesta. El heroísmo que declara nuestro
predicador, vale para él por el hecho de que vale para la razón o, si se prefiere, que vale en sí; hay
un valor al juzgar a los valores como válidos en sí.
1. Decir: «Este valor no vale para él», puede significar que dicho valor no figura entre los que el
sujeto reconoce como suyos y que no siempre corresponden a aquellos de los que reconoce su
valor. Puede pasar, en efecto, que nuestro predicador hable de una manera puramente
convencional, y ría en su corazón de lo que hace llorar de emoción a su auditorio. En este caso
habría que hablar más bien de ceguera de los valores, con alguna circunstancia agravante, sin duda.
3. En este último sentido, en fin, un valor no existe, no vale para mí si, aunque oiga su llamada,
hago como si no la oyese, rechazando responderle. Sordera voluntaria y fingida, como las ondas le
traen, no se le ocurrirá renunciar, para oírla, al confortable calor del hogar en una noche de
invierno. En este sentido, una vida moral mediocre no supone para nada que sea insensible a los
valores de la generosidad, del sacrificio, de la santidad, del heroísmo. El predicador que exalta la
belleza de una vida entera entregada a Dios y a los /pobres, pero que no parece demasiado
deseoso de seguir él mismo este ejemplo, no es por esto uno de esos hipócritas que, como los
fariseos del Evangelio, «dicen y no hacen». No hay lugar tampoco para imaginarlo desgarrado por
la consciencia de su infidelidad a lo que reconoce como su ideal. No: simplemente, los valores que
él predica, sinceramente no le dicen nada; en realidad esos valores no valen para él.
Pero esta expresión del valer del valor debe ser precisada:
1. Un valor vale para mí, incluso si lo ignoro o lo miro como antivalor, tan pronto como él me
concierne, me conviene, me perfecciona realmente –ontos, se diría en griego– según mi verdadero
ser. El juicio es, entonces, el de la razón sincera, del espectador imparcial y desinteresado, o
digamos mejor: de la /Razón absoluta. El valor vale en sí para mí. Cuando el predicador se contenta
con predicar los valores morales comunes, es evidente que valen en sí para él, por muy infiel que
pueda ser de hecho.
2. Puede tratarse de valores más especiales, que no me conciernen, a los que no llego por las
circunstancias, por mis cualidades naturales, mi estado concreto de vida, etc. Puedo decir que
valen para mí en la medida en la que son valores verdaderos; es del que queda sordo al grito de
angustia del desgraciado. Esta sordera no explica el rechazo a seguir el valor, sino que más bien se
confunde con él –como su cara cognitiva– toda decisión y todo rechazo a decidir, siendo a la vez
elección motivada y motivo elegido.
Por muy distintas que sean, las tres últimas formas de inexistencia del valor para un sujeto tienen
entre sí estrechas relaciones. Esto nos invita a pensar la diferencia entre ceguera y sordera ante los
valores, y a determinar mejor su naturaleza y fundamento. Podemos decir que la ceguera
concierne más bien al elemento cognitivo de la percepción de los valores y la sordera al elemento
afectivo. Por esto pide ser precisado, pues el elemento cognitivo, aquí, implica ya un elemento
afectivo y es más bien en un defecto de este elemento donde hay que buscar la causa de la
ceguera. El juicio de valor no se reduce a un juicio de constatación o de descripción: es necesaria la
mediación del deseo o de algún otro afecto. La proposición: «Este coche es excelente», no equivale
a «este coche es rápido, espacioso y económico». Lo que hace valioso a un coche para un campeón
de rallyes no es lo que lo hace para un padre de familia.
¿Se dirá que el deseo mediador es él mismo un hecho de conciencia, cayendo de derecho bajo la
descripción, no menos que las determinaciones físicas que lo condicionan, de tal manera que el
juicio de valor no diría nada sobre el estado del sistema sujeto-objeto? Eso sería olvidar: a) que el
juicio de valor no parece de ningunamanera significar o describir un estado del sujeto: juzgar que
está mal mentir no es lo mismo que decir: «Yo desapruebo la mentira» o «la mentira me produce
horror» (y aquí hay que dar la razón a A. J. Ayer); b) que la libertad se inserta en el juego de los
afectos ('sentimientos, tendencias, emociones) y valores que les corresponden, privilegiando unos
respecto a otros: yo puedo, por ejemplo, adoptar libremente un punto de vista utilitario, que me
convertirá en ciego a los valores del arte, aunque terminaré por apreciar un cuadro sólo por su
valor comercial. J. P. Sartre, en su Esquisse d'une théorie des émotions, y después en L'étre et le
néant ha radicalizado esta intervención de la libertad: esta intervención es real, incluso si los
afectos son más modestos de lo que Sartre parece afirmar; c) que el juicio moral, en particular,
pone en juego elementos que escapan a la descripción objetiva, pues el valor que ellos enuncian
concierne directamente a la libertad en su profundidad existencial. El acto moral es el acto libre por
excelencia; la elección en la que el /sujeto se compromete verdaderamente, y en la que es
entonces imposible de deducir o de describir en términos de objeto, es la elección ante el Valor
que regula la elección de los valores.
Pero la decisión libre no constituye el valor, sino que lo supone. Hay una primera percepción que
suministra la materia del juicio de valor: la conciencia de una cierta relación de conveniencia entre
las tendencias, las inclinaciones, las aspiraciones, etc., del sujeto. Nada más banal, y parecería
volver a un psicologismo bastante llano, pero hay que añadir enseguida que estos afectos no son
todos afectos de la sensibilidad. O, si se quiere, hay una sensibilidad espiritual, racional. Hay un
amor espiritual en el que santo Tomás ve el acto fundamental del querer1. La inteligencia no es
una mirada impasible sobre las cosas, a la manera de una cámara: ella es llevada por el dinamismo
que levanta el ser entero hacia el más-ser, aspira a la /verdad; en el fondo, y antes de cualquier
intervención del querer, ella simpatiza con todo lo que es. Así, puede abrirse a los valores que valen
en sí, a valores que son convenientes con la Razón universal o, lo que es lo mismo, con el sentido
del /Ser. Pero hay también afectos espirituales más particulares, que componen la fisonomía
singular, irreductible e irreemplazable de cada sujeto personal, y expresa la manera como participa
de la subjetividad absoluta, su manera de sentirse como un Yo. Se puede ver aquí el principio de
una ceguera parcial, pero inevitable ante los valores. Sin embargo esta ceguera no es la que retiene
nuestra atención, precisamente porque ella es universal y necesaria. La verdadera ceguera
aparece, por el contrario, como un defecto que no debería ser y que, por tanto, podría no ser.
BIBL.: AYER A. J., Lenguaje, verdad y lógica, Eudeba, Buenos Aires 19652; DE FINANCE J., Ensayo
sobre el obrar humano, Gredos, Madrid 1966; ID, Grundlegung der Ethik, Pontificia Universidad
Gregoriana, Roma 1968; ID, Éthique Générale, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1988 2; ID,
Personne et valeur, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1992; LE SENNE R., Traité de morale
générale, París 1942; REINER H., Bueno y malo, Encuentro, Madrid 1985; RODRÍGUEZ DUPLA L.,
Deber y valor, Tecnos, Madrid 1992; SCHELER M., Ética, 2 vols., Revista de Occidente, Buenos Aires
1948; WOJTYLA K., Max Scheler y la ética cristiana, BAC, Madrid 1982.
J. De Finance
VERDAD
DicPC
Al tratar la cuestión de la verdad, suele señalarse la distinción existente entre las acepciones
hebrea y griega. La voz hebrea para designar verdad es 'emeth, cuyo radical ('aman) significa
sostener algo firmemente para que no caiga. Entre los sinónimos que acompañan o sustituyen a
`emeth, el principal es `emunah, /fidelidad. Por su parte, el término griego correspondiente a
verdad es alétheia que –mediante su a privativa– indica la condición de desvelamiento,
descubrimiento o des-ocultamiento del ser. Así, alétheia remite a una dualidad: lo que aparece
ante nosotros y el fundamento de lo que aparece o, en otros términos, la auténtica verdad. De
modo que la noción griega de verdad remite a lo permanente, mientras que la hebrea refiere a un
aspecto más bien dinámico. Por eso, para indicar la verdad, el griego dice de algo que es, y el
hebreo, amén (así es).
I. REFLEXIÓN HISTÓRICO-SISTEMÁTICA.
En Grecia, la preocupación por la verdad estuvo inicialmente ligada a la búsqueda del arché en
cuanto que este expresa la razón de ser, el fundamento, la verdad más profunda de las cosas. Esto
se deja ver en Parménides de un modo especialmente patente. En el Proemio de su Poema aparece
la diosa, mostrando las posibles vías de investigación: «La una, que es y que es imposible no ser, es
el camino de la persuasión (porque acompaña a la Verdad); la otra, que no es y que es necesario no
ser, esta, te lo aseguro, es una vía totalmente indiscernible, pues no podrías conocer lo no ente (es
imposible) ni expresarlo». De las vías citadas, la primera es el camino de la verdad, la segunda, del
error. La vía de la Verdad es enunciada en muy pocas palabras: «Sólo un discurso como vía queda:
es»1. El ser, la verdad, tal como es pensada por Parménides, ha de ser eterna, inmutable: el cambio
es impensable, contradictorio. La realidad no se presenta, en primera instancia, como
corroborando esta concepción. Surge, pues, una dicotomía entre lo que nos presenta la experiencia
ordinaria y lo que captamos intelectualmente. El ápeiron de Anaximandro, el número de los
pitagóricos, tampoco constan a los sentidos, también suponen una ruptura entre las dos fuentes de
conocimiento. Sin embargo, es Parménides el primero que lo pone de relieve e insiste sobre tal
distinción: la razón nos proporciona la verdad, mientras que las sensaciones que proceden de los
sentidos no son sino apariencias.
Platón sitúa la verdad en el cosmos noetós; la verdad de las cosas está en su eidos, y este está
separado. Las cosas sensibles gozan de cierta participación del eidos y, por ello mismo, gozan
también de cierta verdad. Pero para captar esa verdad, el filósofo debe salir de la caverna y
contemplar lo mutable a la luz de lo inteligible. En Platón se observa un influjo de Parménides (las
Ideas que son eternas, inmutables... como el ser parmenídeo), junto a un intento de justificar lo
sensible, el ámbito de nuestra experiencia. Por su parte, en el Cratilo2 afirma que «es verdadero el
discurso que dice las cosas tal como son, mientras que el que las dice tal como no son, es falso», lo
cual supone ya una referencia a que la verdad comparece no sólo en el ámbito donde el ser se da,
sino en el ámbito en que el ser es expresado. Aristóteles ofrece una teoría de la verdad mucho más
acabada. La tesis básica sobre la que se articula su pensamiento en este punto es que la obra del
intelecto es (...) la verdad: el producto propio de la razón es la verdad. En dependencia de los cinco
usos de la razón indica que «las disposiciones por las cuales el alma realiza la verdad (mediante la
afirmación y la negación), son en número de cinco» 3.
Por otra parte, Aristóteles distingue tres dimensiones de la verdad: la vertiente lógica, la semántica
y la pragmática. Tales vertientes están presentes tanto en la verdad teórica cuanto en la práctica.
En el Órganon se subraya especialmente la dimensión lógica de la verdad, a la que se considera
como verdad-coherencia. Entre sus escritos lógicos cabe destacar el De interpretatione, donde
sienta la doctrina que ha llegado hasta nosotros de que sólo es susceptible de verdad el discurso
enunciativo, pero no los ruegos, imprecaciones, órdenes, interrogaciones. En el conocimiento tiene
lugar la patentización de la verdad, pero no en el plano del concepto, sino en el del juicio o relación
de conceptos y en el del razonamiento o relación de juicios. En la Metafísica está más presente la
dimensión semántica, o la verdad como adecuación. El ente se dice de muchas maneras, como
sustancia, como accidente, como potencia y acto, como verdadero... Establece que «no están lo
falso y lo verdadero en las cosas [...J, sino en el pensamiento» 4. Si la dimensión semántica se refiere
al significado del concepto o del juicio, la vertiente pragmática remite sobre todo al uso concreto.
En líneas generales, la Edad Media mantiene las tesis de los antiguos, con algunas modificaciones
procedentes del papel conferido a la divinidad. Así, en Agustín de Hipona cabe destacar su obra
Contra academicos, en la que establece el estatuto del filosofar como búsqueda de la verdad. La
Verdad está en (o es) Dios, pero el hombre encuentra verdades parciales. En cuanto que son
verdades, participa de la divinidad, al tiempo que cumple el objetivo de la /filosofía. En cuanto que
son parciales, testimonian que la tarea no ha terminado: hay que seguir buscando. El objetivo de
Agustín no es nunca estrictamente teórico ya que sostiene que la verdad ha de ser buscada, porque
esta es la respuesta al deseo de /felicidad que todo hombre experimenta en su interior: hay que
conocer a Dios, en cuanto que el conocimiento de ese objeto es condición para su posesión; así, el
deseo es el motor del planteamiento agustiniano: non intratur in veritatem nisi per caritatem.
Dentro de la filosofía medieval se ha dicho, a veces, que algunos autores, los averroístas latinos,
sostuvieron la doctrina de la doble verdad, que consistiría en afirmar como verdaderos,
simultáneamente, cuerpos doctrinales incompatibles entre sí. En el caso a que nos referimos se
trataría de la doctrina revelada y de la doctrina filosófica. El análisis detenido de los escritos de
tales filósofos ha mostrado que no mantuvieron tal tesis; tal doctrina, al parecer, nunca tuvo
defensores. Por su parte, Tomás de Aquino recoge las tres dimensiones de la verdad presentes en
la filosofía de Aristóteles, subrayando que la verdad «se dice primeramente de la composición o
división del entendimiento; segundo, de las definiciones de las cosas, en tanto que en ellas está
implicada la composición verdadera o falsa; tercero, de las cosas mismas, en tanto que se adecuan
al entendimiento divino o están ordenadas por naturaleza a adecuarse al entendimiento
humano»5. La verdad, pues, se halla en el entendimiento, si bien hay que distinguir ya que «en el
intelecto divino está la verdad propia y primariamente; en el intelecto humano lo está propia y
secundariamente; pero en las cosas está de manera impropia y secundaria, pues sólo está en ellas
por relación a las otras dos verdades» 6.
Por su parte, Kant, en función de la distinción entre materia y forma del conocimiento, se plantea la
posibilidad de un criterio de certeza suficiente y universal: «Por lo que a la materia concierne, no
puede exigirse ningún criterio general sobre la verdad del conocimiento, puesto que tal criterio es
en sí mismo contradictorio»8. Respecto a la forma del conocimiento, la cuestión es otra: «El criterio
meramente lógico de verdad –la conformidad de un conocimiento con las leyes universales y
formales del entendimiento y de la razón– constituye una conditio sine qua non, esto es, una
condición negativa de toda verdad» 9. Cuando Hegel intenta establecer el objeto de la historia de la
filosofía, plantea que la filosofía persigue conocer la verdad. «Pero la historia relata lo que ha
sucedido en un tiempo, y en otro ha desaparecido... Si partimos de que la verdad es eterna,
entonces no cae en la esfera de lo pasajero y no tiene historia. Pero si tiene una historia, y en tanto
que la historia consiste solamente en presentarnos una serie de figuras pasadas del conocimiento,
entonces no se puede encontrar en ella la verdad; pues la verdad no es algo pasado»10 Esta
aparente contradicción es superada al concebir la realidad como el autodespliegue del Absoluto, de
modo que la verdad está en el todo, en el sistema. La verdad de un momento del proceso es
verdad, pero ha de ser dialécticamente superada y conservada en el momento siguiente. Quizá la
noción que más se ajuste a la concepción hegeliana sea la de totalización del pasado, donde el
último momento, en cuanto que es último, contiene en sí la totalidad de los momentos que lo han
hecho posible.
En fin, ante las críticas, se elabora la llamada formulación débil del principio de verificación: «Sólo
tienen sentido las proposiciones verificables, sea o no posible su verificación actual». Frente al
verificacionismo del neopositivismo lógico, hemos de señalar el falsacionismo postulado por
Popper, quien sostiene que la metodología científica debe orientarse a la refutación y no a la
verificación de las teorías. Popper, en vez de hablar de verdad, habla de verosimilitud o
aproximación asintótica a la verdad. No existen teorías que podamos considerar como
definitivamente verdaderas. Lo que hay son teorías que todavía no han sido refutadas y, por ello,
son consideradas como provisionalmente verdaderas. Husserl se mantiene en la tradición clásica
que concibe la verdad como concordancia entre pensar y ser, tanto en el plano universal como en
el de aprehensión de objetos singulares; de ahí que su investigación se dirija fundamentalmente a
«reducir a claridad esencial la posibilidad de enunciados válidos sobre objetos universales (o sobre
objetos singulares, como objetos de los conceptos universales correspondientes)»11. Husserl
confía en que la capacidad intelectiva humana es capaz de conocer la verdad y construir el ámbito
del saber, ya que «la razón objetiva no conoce límites...; al ser en sí corresponden las verdades en
sí y a estas, a su vez, los enunciados en sí fijos y unívocos» 12. Hay que destacar que el último
Husserl acentúa más la vertiente práctica y teleológica de la verdad, coincidiendo con su
concepción de la humanidad, en marcha hacia niveles cada vez más altos de autocomprensión.
La verdad teórica se da en el ámbito de los saberes teóricos o especulativos. Aquí no cabe un más y
un menos: la verdad se opone al error. En este tipo de verdad, predomina la vertiente adecuación:
si hay adecuación al ser de la cosa, hay conocimiento, hay verdad; si no hay adecuación, no hay
conocimiento, no hay verdad. Así, si conocemos cierta relación entre los catetos y la hipotenusa del
objeto llamado triángulo rectángulo, tenemos la verdad conocida como teorema de Pitágoras, y
esto es verdad porque tal relación remite al ser real del objeto, y cualquier ser pensante que piense
sobre ello ha de concluir del mismo modo; en caso contrario, no conoce lo que es tal relación, no
está en la verdad. Por su parte, la verdad práctica requiere de nuestra decisión. El ejemplo clásico
es la ley. La ley, en cuanto obra del intelecto que se adecua a un estado de cosas, es verdadera. Por
otra parte, la ley no es inmutable: debe ir cambiando, puesto que el estado de cosas es también
mutable. Tanto en el dominio práctico cuanto en el teórico, conviene distinguir lo que es objeto de
opinión, creencia, y lo que pertenece al ámbito de lo verdadero. Varias opiniones contrarias son
compatibles simultáneamente, la verdad se opone al error, no a la opinión. La constitución cabal
del ámbito del saber teórico, requiere recuperar una concepción de la razón plural, que actúe
desde el inicio mismo del saber. Esto excluye como radicalmente falso cualquier tipo de opción
intelectual: el punto de partida no es la opción, sino la intelección. La historia de la filosofía
moderna, que reduce la razón a discursividad, necesitando por ello una opción como principio del
saber, funda sistemas de pensamiento como ámbitos de discursividad incomunicables; baste
señalar que tal concepto de racionalidad ha entrado hace tiempo en crisis, abocando a lo que
conocemos como derrota, o rechazo de la razón, características de la /posmodernidad. El dominio
de la verdad práctica abarca clásicamente dos ámbitos: el técnico y el ético. El saber hacer cosas y
el saber hacer esa cosa tan peculiar que es nuestra propia vida. El carpintero sabe hacer sillas, pero
el buen carpintero sabe hacerlas bien; de modo paralelo, el buen hombre es el que sabe hacer bien
su vida, esto es, dirigir la propia vida de acuerdo con la razón, que capta tanto las propias
cambiantes posibilidades cuanto las circunstancias sociales, históricas... también variables.
NOTAS: 1 PARMÉNIDES, Poema, Fr. 2 y 8. — 2 385 b. — 3 Ética a Nicómaco, VI, 3, 1139 b 16. - 4
Met., VI, 4, 1027 b 26-27. — 5 De veritate, q. 1, a. 3, c. — 6 De veritate, q. 1, a. 4, c. — 7 S. RÁBADE,
Estructura del conocer humano, G. del Toro, Madrid 1969 2, 230. — 8 Crítica de la razón pura,
Alfaguara, Madrid 199410, A 59. - 9 ID, B 84-A 60. - 10 G. W. E HEGEL, Lecciones sobre la historia de
la filosofía I, FCE, México 1985, 14. — 11 Logische Untersuchungen, 1, § 26. - 12 ID, § 28.
BIBL.: ÁLVAREZ GÓMEZ M., La verdad, Diálogo filosófico 6 (Madrid 1990) 355-391; BALLESTER M.,
Apuntes sobre el concepto de verdad, en GARCÍA MARQUÉS A.—GARCÍAHUIDOBRO J., Razón y
praxis, Edeval, Valparaíso 1994, 113-135; CUÉLLAR L., El hombre y la verdad, Herder, Barcelona
1981; DAROS W., El concepto filosófico de verdad, Pensamiento 39 (1983) 63-87; GADAMER H. G.,
Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1977; GUZMÁN L. DE, El problema de la verdad, Herder,
Barcelona 1964; GARCÍA LÓPEZ J., Doctrina de santo Tomás sobre la verdad, Eunsa, Pamplona
1967; ID, Tomás de Aquino. La verdad, Cuadernos de Anuario filosófico, Pamplona 1995; MARTÍN R.
M., Verdad y de notación, Tecnos, Madrid 1962; PUTNAM H., Razón, verdad e historia, Tecnos,
Madrid 1988; RÁBADE S., Verdad, conocimiento y ser, Gredos, Madrid 1974; SIMON J., La verdad
como libertad; El desarrollo del problema de la verdad en la filosofía moderna, Sígueme, Salamanca
1983; TARSKI A., La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semántica, Nueva
Visión, Buenos Aires 1972.
M. Ballester
VIDA
DicPC
2. El saber de la Totalidad: el primado del «bíos theoretikós». Más allá de los presocráticos, que se
mueven todavía en el intervalo entre la solía y la filosofía, la concepción platónica habla de la /
Totalidad como un Viviente único, formado por el Demiurgo y que incluye todos los vivientes. La
vida se entiende aquí en el marco del Alma del mundo, y se particulariza en los diferentes seres a
partir de las Ideas, formas separadas de las cosas que, arraigadas en el Bien, fundamentan la
jerarquía de los entes del cosmos, otorgándole a cada uno su naturaleza. No obstante la distinción
entre vida orgánica o vitalidad (zoé), propia de la Naturaleza, y vida humana (bíos, dividida a su vez
en varios niveles), no existe una separación fundamental entre ambas. En Aristóteles, en cambio,
aparece la vida como entelequia, como forma de los seres vivientes, como actualización de una
potencia, de manera que, a los ojos del pensar filosófico, la vida empieza a contemplarse desde una
perspectiva inmanentista: las formas que definen la vida son otras tantas /almas cuyo principio de
individuación reside en la materia, no separada de la forma, como en el caso de Platón. Al mismo
tiempo aparece una progresiva interiorización delbíos humano, que tiende a desindividualizarse
para desembocar en la vida inmortal, en el bíos theoretikós, meta a la que apunta en último
término la existencia del filósofo. Y aquí cabe reseñar cómo los planteamientos platónicos y
aristotélicos se manifiestan recurrentes en la filosofía posterior, en la que la hipostatización o
sustancialización de la vida se repite en uno u otro sentido, al menos dentro del ámbito no
sometido todavía a la influencia del cristianismo.
5. El dualismo moderno y sus avatares. Tras las vacilaciones del Renacimiento, en el que afloran
tendencias panvitalistas y pampsiquistas, en las que cabe detectar reminiscencias del pensamiento
presocrático, la separación cartesiana entre la res cogitans y la res extensa, alma y /cuerpo, hombre
y naturaleza, dará lugar a una concepción mecanicista de la vida, según la cual esta no sería más
que una propiedad de la materia que compone el organismo, y de las fuerzas a él inherentes, de
manera que el conjunto viviente no es más que la suma de sus partes. Y esta corriente mecanicista
se impuso en el pensamiento moderno, a diferencia de otros movimientos más equilibrados, cuyo
influjo fue escaso. Dejando a un lado el pensamiento cartesiano, son relevantes las reflexiones de
Kant y Hegel: el primero, por su manera de dar cuenta de la teleología de la vida, que nos remite a
una realidad situada entre la estricta subjetividad autoconstituyente y la pura condición de objeto;
el segundo, por su aproximación genética al fenómeno de la vida, imposible de concebir a partir de
meras categorías abstractas, y que reclama una nueva lógica, la lógica dialéctica. Sigue una
reacción pendular que, partiendo del conflicto entre razón y vida, tiende a subrayar la
irrepetibilidad de la vida y su carácter irracional. Varias corrientes se manifiestan aquí: desde el
vitalismo nietzscheano (que pone de relieve la oposición entre verdad y vida, sometiendo aquella a
esta y tratándola de error necesario), hasta las tesis de Ortega, que, desde perspectivas más o
menos fenomenológicas, buscan superar el conflicto entre vida y /razón, insistiendo, es verdad, en
el primer elemento de la polaridad; pasando por Dilthey, que desarrolla una teoría de las
concepciones del mundo, que hace de la vida el sustrato integrador de la /diferencia racional, sin
olvidar el bergsonismo, que pugna por una intuición ajustada al impulso vital originario. Una
antítesis más violenta encontramos en algunas filosofías de cuño existencialista (en otras se
percibe un cierto equilibrio), que radicalizan el polo vital y tratan de obviar el logocentrismo
tradicional a través de un pensar que lleva la singularidad vital al paroxismo. Ahora bien, semejante
exageración, que relega al olvido algunas de las intuiciones más importantes de Husserl (sin hablar
de otros autores conectados con la /fenomenología y el /personalismo), hace difícil una
comprensión equilibrada de la realidad vital. No en vano nos hallamos ante una peculiar inversión
de los supuestos hebreos y griegos del pensamiento occidental. Inversión que adopta otro cariz en
las concepciones más o menos fáusticas de la ciencia y la tecnología, que reducen la vida a mero
problema o a objeto manipulable, y que ya fueron sometidas a crítica por no pocos pensadores de
índole humanista. Situación que ha provocado recientemente un movimiento de reacción: la New
age, caracterizada por un acercamiento posmoderno al fenómeno de la vida, en el que se
entremezclan elementos de inspiración ocultista con intuiciones vinculadas a un neopaganismo
híbrido.
En última instancia, la moderna antítesis razón-vida se deriva de la divergencia entre logos y pístis,
oculta tras la convergencia (a veces, casi identificación) medieval entre ambos. No fue la
concepción platónica de la vida (en la que, de todos modos, se echa en falta una integración de la
vida humana, del bíos como corporeidad) la que terminó imponiendo sus fueros, sino la
aristotélica, de carácter naturalista y organicista. Y así, la trasposición de la revelación divina en
categorías aristotélicas, tuvo como consecuencia (a pesar de las correcciones introducidas por la
/teología cristiana) una cierta identificación de ambos universos, de manera que la concepción
naturalista de la vida viene a superponerse a los datos de la fe, creando momentáneamente la
ilusión de una coincidencia entre ellos. Con lo cual quedan oscurecidos algunos aspectos de la
doctrina revelada: por ejemplo, la deiformidad de la vida humana, cuya indisociable condición
corpóreo-espiritual viene modelada a imagen del Creador y destinada a alcanzar un día la plena
semejanza con él en la vida eterna, más allá de la mera inmortalidad aristotélica; o bien, la
incorporación de la creación entera y de la vida universal al proyecto salvífico a través de la
Encarnación. Sin embargo, la forzada identificación entre logos y pístis no tiene consecuencias tan
nefastas como ese frustrado retorno a los griegos bajo el que se enmascara el inviable proyecto de
emancipación definitiva de la razón moderna.
En el tema que nos ocupa, el dualismo cartesiano de alma y cuerpo o de espíritu y vida no hace sino
repetir la dicotomía griega entre alma inmortal y cuerpo perecedero, con una agravante: la de
transformar el organismo griego en puro mecanismo. Nos alejamos así de la physis griega (en la
que el corte entre materia y vida se resolvía de manera relativamente equilibrada, gracias a la
doctrina de la jerarquía de las formas) y, más todavía, de la experiencia de la vida universal,
presente, de alguna manera, en las religiones más antiguas y que, en definitiva, está ligada a una
sofía cristiana avant la lettre, algunos de cuyos aspectos no fueronbien recogidos por la reflexión
teológica posterior.
Se trata, pues, de recuperar los elementos más válidos de esa concepción no separativa de la vida.
Y, a este propósito, parece oportuno recoger algunas intuiciones de la fenomenología
trascendental, que, centradas en el mundo vital, tienden a superar el abismo entre subjetividad y
objetividad, de manera que la visión ingenua de una vida al margen de la conciencia, y viceversa,
queda privada de fundamento. Semejante Lebenswelt, que trasciende la separatividad cartesiana,
se presenta así como una vía de acceso (una vez agotada la racionalidad instrumental) a la
experiencia de la vida primordial, lograda ahora más allá del estado prerreflexivo. Desde aquí cabe
relativizar la perspectiva cientista y abordar con rigor la secuencia materia-vida-conciencia-
autoconciencia, es decir, las distintas fases de manifestación de la vida primordial en su progresivo
despliegue, a la vez que deviene posible una aproximación adecuada a la vida personal, que
culmina en la vida eterna. No se trata de recaer en el animismo o en concepciones pan-psiquistas
más o menos apresuradas, sino de recuperar fenomenológicamente lo que constituye el proceso
de interiorización de lo real, que, extendiéndose desde las formas inferiores de vida a la realización
más lograda de la vida personal, no hace sino preparar el camino a la perfecta semejanza con Dios
efectuada en Cristo, a la que es llamada la humanidad entera (resulta curioso constatar que, en
hebreo, el valor cabalístico del vocablo vida es el mismo que el de Elohim). Y es interesante
observar cómo en la evolución de la conciencia humana se recapitulan las principales fases del
desarrollo de la vida universal: conforme el ser humano deviene consciente de los distintos niveles
de la vida, cuya síntesis es, pasa de la casi indistinción prerreflexiva del recién nacido a la fusión con
el principio del anciano despierto, a través de un proceso de diferenciación progresiva que abarca
hasta el final de la juventud, y de un impulso integrador, que es la tarea de la madurez.
Las reflexiones anteriores nos llevan, en primer lugar, a fomentar una actitud de respeto a la vida
universal. En este sentido, no es necesario buscar orientación fuera de la tradición o del ámbito
cristianos: la espiritualidad franciscana nos ofrece suficientes motivos de inspiración. Por otra
parte, el cántico de Daniel 3,57-88 o el Salmo 148, por traer a colación algunos textos bíblicos, nos
muestran asimismo la forma correcta de concebir el /diálogo de Dios con todas las creaturas, y la
alabanza que ellas, consciente o inconscientemente, le profesan. Incluso el Magisterio de la Iglesia
se hace eco del tema y alude a la fraternidad que nos liga al alma animal, a la vez que suministra
intuiciones para dialogar con aquellas religiones que hacen del respeto a toda vida un principio
básico, y para sintonizar con todos los hombres de cualquier credo que (como un Beethoven, un
Mozart o un Messiaen) sienten el pálpito de la entera creación.
BIBL.: CIMADEVILLA C., Universo antiguo y mundo moderno, Rialp, Madrid 1966; DILTHEY W.,
Introducción a las ciencias del espíritu, Revista de Occidente, Madrid 1966; GORDON E. L'image du
monde dans l'Antiquité, Arma-Artis, París 1981; HEGEL G. W. E, Fenomenología del Espíritu, FCE,
México 1966; HUSSERL E., La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental,
Alianza, Madrid 1991; ORTEGA Y GASSET J., El tema de nuestro tiempo, Espasa-Calpe, Madrid 1964;
SCHUMACHER E. F., Guía para perplejos, Debate, Madrid 1981; SUDBRACK J., La nueva religiosidad,
San Pablo, Madrid 1990; UEXKÜLL T. V., El hombre y la naturaleza, Zeus, Madrid 1960.
E. Saura Gómez
VIOLENCIA
DicPC
I. INTRODUCCIÓN.
El término proviene de una raíz indoeuropea que remite al concepto de vida (bios, biazomai; vivo-
is: vida, fuerza). Pero esta referencia etimológica nos da una visión positiva de la violencia. Estas
connotaciones, en la actualidad, estaría mejor reservarlas para aplicarlas a la agresividad, como nos
sugieren K. Lorenz y P. Tournier. Esta tiene también un cariz positivo, mientras que violencia se
utiliza comúnmente para señalar el magma conflictivo, irascible, impetuoso, iracundo y brutal en el
que se mueven las relaciones entre los hombres. Todos estos sinónimos configuran la descripción
del concepto de violencia. Es todos y cada uno de ellos, pero es más que su simple suma. Hoy la
violencia, tal vez por su contexto de uso, se ha impregnado de negatividad. Pero la violencia, en su
origen, es un factor generador y estructurante de las sociedades humanas.
Se trate de violencia física, verbal, ideológica, sutil o descarada, esta se encuentra omnipresente en
todas las relaciones interindividuales. Toma casi un carácter ontológico, como perteneciente al ser
humano constitutivamente, cuando se la estudia desde la antropología. Por definición, la violencia
es interminable, puesto que ella se engendra a sí misma. La venganza no tiene límites. Los
hombres, espontáneamente, han encontrado diversas soluciones eficaces, de forma temporal,
contra ella, pero basadas siempre, a su vez, en la propia violencia. Lo sagrado es una de estas
soluciones, tal vez la primera en el orden histórico; y por ello lo sagrado es violento. La identidad de
la violencia y lo sagrado es el correlato que sostiene la obra más comentada de las últimas dos
décadas, La violencia y lo sagrado (R. Girard): Hieros, que procede del védico isirah (fuerza vital),
implica a la vez la violencia-fuerza destructora y la violencia-orden constructora. La aplicación de
hieros a todos los instrumentos para hacer violencia, es un primer dato filológico de su asociación
inextricable. Esta identidad exige una nueva teoría del sacrificio. Y esta violencia de lo sagrado tiene
una fundamentación antropológica, articulada en torno al concepto de mimesis. El'hombre es un
ser mimético, que imita la conducta de un modelo, que a la vez es su obstáculo, para la apropiación
de los objetos. En una /relación de estas características no puede dejar de estallar el conflicto. Dos
manos que se tienden a la vez hacia un mismo objeto no pueden dejar de suscitar la violencia,
tanto más cuanto que los objetos en los que confluyen los deseos antagónicos son los más raros o
escasos. La /antropología, como la etología, constata que esta es la raíz de todo conflicto.
Esta violencia de carácter mimético es actualísima, aunque sea una constante en la historia de la
humanidad. La fascinación que ejerce sobre los hombres, en general, su ambivalencia (utilidad
constructiva y arbitrariedad destructiva simultáneas), junto con la atracción que congrega a todos
los pensadores que sobre ella han opinado, desde Platón a Freud, pasando por Marx y Nietzsche, y
a todas las disciplinas, desde la filosofía a la economía, hacen que este concepto no pueda pasar
desapercibido. Pero todos ellos tienen en común una lectura de violencia sesgada por la
culpabilidad. Otro es siempre el que, con su conducta, justifica mi violencia: el poeta, el padre, el
capitalista, o la hipocresía servil de los débiles. En el terreno de lo cotidiano: mi familia, mis jefes,
los vecinos...
Este análisis de Girard, si cabe, es más penetrante que el de sus predecesores, pues contacta con el
núcleo histórico y sociológico de este término, al ponerlo en relación con lo sagrado. Según Girard,
no hay duda alguna de que existe un lazo entre los dos tipos de violencia (la que divide y la que
une), que vincula a la sociedad humana y la religión con esta violencia ambivalente en un todo
comprensivo. Este lazo descansa sobre la explosión de la violencia ritual, que Girard atestigua en
multitud de ejemplos, y que extingue la violencia recíproca que amenaza con dividir y enfrentar a la
comunidad. Tournier pone en relación el concepto de violencia girardiano con el de libido
freudiano. La violencia de Girard y la libido de Freud aparecen, cada una, como una fuerza
indestructible, una fuerza de la naturaleza y de la vida, que se puede rechazar, pero jamás destruir,
y que se dirige sobre otro objeto cuando una censura le cierra el paso. Una fuerza que siempre
busca y encuentra un objeto.
Hay una palabra, familiar a los psicoanalistas, que se incorpora a la lengua: carga. Al igual que la
libido, la violencia es una fuerza espontánea e indestructible que se elige un objeto, que puede
cargarse en el rival y conducir a un enfrentamiento con él, pero que también es capaz de unir a los
dos rivales si, juntos, la cargan en una víctima expiatoria. Y experimentan un gozo intenso, casi
divino, en esta reconciliación que va a cimentar su comunidad. Pues en el fondo ya se aman cuando
pelean (un fenómeno de transferencia). La libido y la violencia son dos aspectos de una misma
realidad, distintos, opuestos incluso,pero solidarios como las dos caras de una moneda. Esto
explicaría que el amor se transforme tan fácilmente en violencia y la violencia en /amor, que haya
violencia en el amor y amor en la violencia. Esto concuerda con lo que dijeron Hacker y Lorenz: que
la violencia no es un simple reflejo de la frustración del amor, sino que está allí como fuerza
autónoma que busca un objeto para sí. Pero hay una diferencia fundamental para distinguirlas,
pues la libido tiene el carácter de instinto vital, y el hombre carece de mecanismos que le impidan
llevar su violencia hasta el final, como es el caso de los animales; por lo tanto no cabe hablar de
instinto en la violencia humana. El hombre no posee genéticamente una fuerza inhibitoria de la
agresión mortal, como es el caso en los animales. Puede llevar su violencia hasta el final. El fondo
del problema de la violencia es el problema del mal y su gran paradoja, o sea, que estamos
llamados a la perfección, a la reconciliación, y esta parece imposible. Como dice Kant: constatamos
la insociable sociabilidad humana.
Pero la historia ha alumbrado también soluciones: el derecho, como forma de control racionalizada
de las fuerzas violentas, que empieza por la Ley del Talión y acaba en el juridicismo actual (que
mide analógicamente la culpa), el teatro-trágico, las fiestas, los ritos, la misma filosofía, como
violencia crítica y expulsora del mito y de las otras filosofías, las instituciones surgidas de la
modernidad, etc., tienen un hilo conductor, y este radica en que sólo por el homicidio, por el
sacrificio –cuando el homicidio es legitimado–, se resuelve momentáneamente la rivalidad, la
reciprocidad, la simetría de las conductas humanas, las injusticias, la violencia. Sólo expulsando al
otro, al doble, al par, es como se consigue crear la diferencia, el orden, la jerarquía, las estructuras;
regular la vida social. Los analistas del sacrificio coinciden en darle a este un significado homicida:
«La acción principal del sacrificio humano es matar».
La doble faz de toda divinidad antigua, maléfica y benéfica, constitutiva del orden y causante del
desorden, es la monstruosidad primera y esencial. Descubrir este doble juego de la violencia, así
representado, es acceder a la génesis de todo lo divino y sobrenatural; porque cuando una de las
partes o rivales muere víctima del otro, o de la solidaridad de otros indiferenciados (multitud,
legiones, turbas) contra uno solo, esa muerte alivia las tensiones de los vivos, que refuerzan su
unidad por la unanimidad desarrollada contra esa víctima. Así pues, la víctima, en un principio
inculpada del desorden, de la confusión, de la indiferenciación trágica, es ahora encumbrada como
benefactora; la muerte violenta libera una energía benefactora para la vida de la comunidad. Lo
maléfico y lo benéfico es una dualidad intercambiable y ambivalente. Siempre hay violencia y
muerte en el origen del orden cultural, y la muerte decisiva es, generalmente, de un solo miembro
de la comunidad. Con ella vuelve la diferencia que da a los individuos su identidad, se restaura el
orden perdido debido a la crisis sacrificial, a la crisis de las diferencias. Así, la violencia se positiviza,
pues trae consigo el orden y el equilibrio perdidos.
El doble juego de la violencia y lo sagrado coinciden, se identifican. La violencia, al igual que lo
sagrado, también es ambivalente; los hombres no la adoran en cuanto tal, sino en cuanto es
portadora de la paz, de la única que conocen. La no-violencia aparece como un don gratuito de la
violencia y esta apariencia de gratuidad es debida a que los hombres sólo son capaces de
reconciliarse, unirse, si es contra un tercero; son unánimes contra uno. Cada sacrificio repite en su
ritual el mecanismo eficaz que restauró el orden la primera vez: la unanimidad violenta contra la
víctima. Por eso, en las sociedades primitivas, el sacrificio cruento reviste un carácter profiláctico
que trata de hacer volver a los miembros del grupo al seno de la comunidad; pero en las
sociedades complejas, con una estratificación social marcada, la función del sacrificio es, sobre
todo, reguladora de la violencia. Esta catarsis ritual se realiza a través de dos sustituciones: en la
primera, la violencia fundadora sustituye con una víctima única a todos los miembros de la
comunidad; en la segunda, exclusivamente ritual, sustituye una víctima sacrificial por la víctima
propiciatoria, en un intento de imitar exactamente la violencia fundadora.
La no-violencia es un método de praxis política, social tanto como personal, y viceversa. Porque, a
veces, como nos sugiere Ricoeur: «La violencia que uno rechaza se carga a crédito de otra violencia
que no ha impedido o que incluso ha estimulado. Por tanto, si la no-violencia debe tener un
sentido, tiene que realizarlo en la historia que ella de antemano trasciende; tiene que tener una
eficacia que cambie las relaciones entre los hombres»1. Y esto desde dos perspectivas: que la paz
que yo defiendo en el plano de las relaciones humanas, públicas o colectivas, se traduzca luego en
las interindividuales; y al revés, que la molicie de mi paz individual, no me inhiba de la búsqueda
conjunta de la paz colectiva. Hay que pasar, según Ricoeur, de la ética a la moral, porque es la
violencia la que lo exige: «La moral es la figura que resiste la solicitud frente a la violencia y la
amenaza de violencia. A todas las figuras del mal de la violencia responde la prohibición moral.
Aquí reside,sin duda, la razón última por la cual la forma negativa de la prohibición es
inexpugnable»2.
¿Cuál es la condición a priori que avala toda propuesta pacífica? Que el rostro del otro no sea para
mí una máscara indiferenciada; que el otro sea un tú buberiano, sin el cual mi yo no pueda ser. Sólo
así será gracia para mí escuchar y poner en práctica: tú no matarás, es la «primera palabra del
rostro, una orden. En la aparición ante mí del rostro hay un mandamiento. Ese rostro es el que me
impide matar»3. El siervo de Yavé es la respuesta cristiano-personalista: el otro es un hermano, no
un extranjero, ni un enemigo potencial; por eso no resistiré a su mal, aunque en ello vaya mi vida,
lo cual no me inhibe de decir la verdad y luchar por ella. Pero esto sólo es posible con ayuda de la
gracia, abriendo mi acción a la trascendencia. Es decir, si existe un totalmente Otro que está
cercano a mí, amándome cuando yo ejerzo mi violencia sobre El... y El está en el rostro de todos los
otros. Pero la acción no-violenta no es, pues, un puro testimonio moral: «Exige una estrategia
capaz de darle una eficacia real... estrategia (que) se esfuerza en poner al servicio de la acción no
sólo la sencillez de la paloma, sino también la prudencia de la serpiente. La prudencia: no
ciertamente, la mentira, la falacia y el fraude, sino la lucidez, la clarividencia, la oportunidad, la
audacia, la imaginación y la habilidad» 4. «Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra»
(Mt 5,4).
NOTAS: 1 P. RICOEUR, Historia y verdad, Encuentro, Madrid 1990, 212. – 2 ID, Ética y moral, Diario
16 (Madrid, 27 de enero de 1990). - 3 E. LÉVINAS, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991, 77-78. – 4 W.
MULLER, Vous avez dit «pacifisme»?, 35.
BIBL.: GIRARD R., La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1982; ID, El chivo expiatorio,
Anagrama, Barcelona 1986; HARING B., La no violencia, Herder, Barcelona 1989; LOHFINK N.,
Violencia y pacifismo en el Antiguo Testamento, DDB, Bilbao 1990; MAY R., Power and innocence,
Nueva York 1972; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en Obras completas I,
Sígueme, Salamanca 1992; ID, El personalismo, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990;
MULLER W., Vous avez dit «pacifisme»?, París 1984; ID, Estrategia de la acción no-violenta, Hogar
del Libro, Barcelona 1980; TOURNIER P., Violencia y poder, La Aurora, Buenos Aires 1986.
A. Barahona Plaza
VIRTUD
DicPC
La noción de virtud se ha ido perfilando en un largo proceso histórico, que tiene ya un hito
importante en la misma filosofía griega, sobre todo con Aristóteles. En un sentido muy general se
ha solido llamar virtud al principio del movimiento o de la acción. Es lo mismo que energía,
potencia activa o capacidad de obrar o de hacer algo. Pero en un sentido más restringido, la virtud
ha venido a ser entendida como la perfección de la misma potencia activa, tanto si es una
perfección que la potencia tiene por sí misma, como si se trata de una perfección sobreañadida, a
modo de hábito operativo.
Según esto, hay que reconocer la existencia de dos tipos de potencias activas. Unas rigurosamente
determinadas en orden a sus actos, de suerte que obran siempre de la misma manera y producen
los mismos efectos, que son las potencias naturales. Otras, no unívocamente determinadas a sus
actos y efectos, que son las potencias activas propiamente humanas o racionales, como son el
intelecto y la voluntad (racionales por esencia) y los apetitos sensitivos (racionales por
participación), y que necesitan una perfección sobreañadida, un hábito operativo que las capacite
para obrar rectamente en orden a su fin; perfección y hábito que reciben entonces, con más
propiedad, el nombre de virtud. Pero la virtud, entendida de esta segunda manera más restringida,
todavía puede encuadrarse en el orden cognoscitivo o en el orden apetitivo. Si se sitúa en el orden
cognoscitivo, tenemos las llamadas virtudes intelectuales, que, según Aristóteles, se distribuyen en
cinco géneros, a saber: inteligencia, ciencia, /sabiduría, /técnica y /prudencia. Mientras que, si se
sitúa en el orden apetitivo, tenemos las llamadas virtudes morales, que son las virtudes en su
sentido más propio, como la /justicia, la /fortaleza y la temperancia. Por lo demás, la prudencia,
que es virtud intelectual por su sujeto, puesto que arraiga en el intelecto, es también virtud moral
por su objeto, dado que su campo propio de aplicación son los asuntos morales.
Centrándonos ahora en la virtud moral, recojamos aquí estas dos definiciones clásicas de la misma,
una de ellas propuesta por Aristóteles, y la otra procedente de san Agustín. La definición
aristotélica dice así: «Virtud es lo que hace bueno al que la posee y torna buenas las obras del
mismo»1, mientras que la agustiniana reza de este modo: «Virtud es una cualidad buena de la
mente, por la cual se vive rectamente, y de la que nadie usa mal» 2. Ambas definiciones recogen lo
esencial del pensamiento clásico acerca de la virtud y, en ese sentido, señalan una cumbre.
Después, con la irrupción del actualismo moderno y contemporáneo, se desvirtúa el papel de las
potencias activas, y consiguientemente, el de los hábitos y las virtudes. En la actualidad, los
moralistas rehúyen hablar de virtudes y, en el examen del enriquecimiento moral de la conducta
humana, terminan por asignar a la noción, mucho menos precisa, de valores el cometido reservado
anteriormente a las virtudes.
Teniendo en cuenta esas dos definiciones, podemos concluir que la virtud, en su sentido más
propio, que es la virtud moral, es aquella perfección de las facultades operativas del hombre,
especialmente de su voluntad, que asegura un obrar libre, ajustado a las más profundas exigencias
de la misma naturaleza humana, haciendo así al hombre bueno sin más o de modo absoluto: «Hace
bueno al que la posee y torna buenas las obras del mismo» (Aristóteles). Concretamente, se trata
de una cualidad o, mejor, de un hábito operativo bueno, que radica en las potencias racionales del
hombre, y que hace que este viva rectamente, sin que pueda usar mal de ella: «Es una cualidad
buena de la mente, por la que se vive rectamente y de la que nadie usa mal» (san Agustín).
Las virtudes morales son varias y conexas entre sí. Centrándonos sólo en las fundamentales o
cardinales, la primera, guía de todas las otras, es la prudencia, que radica en el intelecto, en cuanto
razón práctica. Perfecciona la buena deliberación, por la aplicación de la ley moral general a los
casos particulares, y prepara una buena elección y una buena ejecución. La segunda es la justicia,
que se inclina eficazmente y de modo estable a buscar el bien de los demás. La tercera es la
fortaleza, que refuerza el ánimo para no sucumbir ante los obstáculos que puedan impedir o
dificultar la práctica de la justicia. Y la cuarta es la temperancia, que modera los atractivos
sensibles, para que no nos aparten del bien de la razón. Y estas cuatro virtudes están de tal manera
enlazadas unas con otras, que no es posible llegar a poseer una de ellas, en estado perfecto, sin
poseer así mismo las otras, también perfectamente. No se puede ser prudente sin ser justo yfuerte
y temperante; y no se puede ser justo sin ser prudente y fuerte..., y así sucesivamente.
Las virtudes en general, los hábitos operativos buenos, son como otras tantas energías supletorias,
sobreañadidas a las energías más radicales, que se concretan en las distintas potencias operativas
de índole racional. Lo admirable de ello es que esas nuevas energías nacen y crecen por la
repetición de actos de las mismas potencias en que se reciben. De suerte que las susodichas
potencias, al emitir sus propios actos, reobran sobre sí mismas, acrecentando así su propio poder,
sus propias energías nativas. Se trata, por lo demás, de un hecho constatado por la experiencia
ordinaria, puesto que, sin los hábitos, cuando comenzamos a usar de nuestras potencias racionales
(nuestro intelecto, nuestra voluntad), podemos muy poco, y es su uso continuado y esforzado el
que las hace cada vez más hábiles y mejor dispuestas en orden a la realización de empresas mucho
mayores, que en un principio de ningún modo podían arrostrar. Esas nuevas energías arraigan en
nuestras potencias racionales. Primero en el intelecto, en sus distintos usos: uso intuitivo, tanto
especulativo como práctico, con las virtudes de la inteligencia y la sindéresis, y después su uso
discursivo, ya en el orden especulativo, con las virtudes de la ciencia y la sabiduría, ya también en
su uso práctico, con las virtudes de la prudencia y de la técnica. En segundo lugar, arraigan en la
voluntad, concretamente en su uso libre, con la virtud de la fortaleza y sus anejas, en el irascible, y
con la virtud de la temperancia y sus anejas, en el concupiscible.
A las virtudes, sobre todo morales, se las llama también hábitos electivos, porque pueden ser
usadas por el sujeto que las posee cuando quiera. Es verdad que disponen e inclinan al bien obrar,
pero no de manera automática, ni mucho menos irresistible, sino con la suavidad y la complacencia
de lo que, sin ser natural en sentido estricto, es, sin embargo, congruente con la naturaleza,
adecuado a ella. Es cierto que de la virtud moral «nadie puede usar mal», pero eso no quiere decir
que el que posee una virtud moral pierde la libertad para obrar contra ella. Dicha libertad se
conserva siempre, tanto si se usa de la virtud, obrando rectamente, como si no se usa de ella, sino
que, actuando al margen de la misma, se obra en contra de la rectitud moral. Por consiguiente, una
virtud no es un encorsetamiento de la conducta, ni un anquilosamiento de la libertad. Es todo lo
contrario: una preciosa ayuda para obrar, libremente, en congruencia o de acuerdo con nuestra
propia naturaleza específica.
Los /valores, en el terreno moral, se presentan, las más de las veces, como ciertos ideales
concretos que, cual otros tantos polos de atracción, imantarían la conducta humana. Se quiere con
ello evitar que sea el sentimiento del /deber, que con frecuencia se manifiesta como una exigencia
poco atractiva, con una cara adusta y descarnada, el que haya de regir, por sí solo, la conducta
moral. Aunque a veces los mismos valores se muestren como metas difíciles, no dejan, por ello, en
ningún caso de ser atractivos, y el secundar esos atractivos tiene que resultar por fuerza más
estimulante y hacedero, que el estricto cumplimiento de unas normas simplemente impuestas.
Esta es, sin duda, la ventaja con que se presentan hoy los valores, sobre todo en el campo de la
educación moral de la juventud. Pero esto no hace superflua esa otra categoría moral de las
virtudes. Porque las mismas virtudes pueden muy bien ser presentadas como ideales atrayentes. La
/solidaridad, por ejemplo, es obra de la justicia y del /amor, y la /paz, por su parte, tampoco es
posible sin la justicia, la fortaleza y la renuncia al egoísmo. Pero además, las virtudes tienen una
ventaja que los valores, por sí solos, no poseen, y es el acopio de energía moral que las mismas
virtudes suponen. Y es que, por muy atractivos que se presenten los valores, su realización, o su
incorporación a nuestra vida, exigirá siempre un esfuerzo, esfuerzo que no podrá realizar el que
carezca de las fuerzas necesarias para ello. Pues bien, son precisamente las virtudes las que nos
proporcionan esas fuerzas, ya que ellas mismas son otras tantas fuerzas o energías supletorias y
sobreañadidas, que potencian aquellas energías más radicales, y en principio más débiles, en que
consisten las propias potencias operativas de índole racional.
NOTAS: 1 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 5; Bk 1106 a 15—16. — 2 SAN AGUSTÍN, De libero
arbitrio, II, 19; ML 32, 1268.
BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1. II y VI; GARCÍA LÓPEZ J., El sistema de las virtudes
humanas, México 1986; LÓPEZ ARANGUREN J. L., Ética, Revista de Occidente, Madrid 1958;
MCINTYRE A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987; PIEPER J., Las virtudes fundamentales, Rialp,
Madrid 1976; RAMÍREZ, S., De habitibus fundamentales, Madrid 1973; TOMÁS DE AQUINO, Suma
de Teología, I-II, qq. 49-60 y 63-67; ID, De virtutibus in communi.
J. García López
VOCACIÓN
DicPc
I. INTRODUCCIÓN.
Del latino vocatio-onis, designa la acción de «llamar» a alguien para algo. Aunque el significado
usual suele identificar la vocación con la vida religiosa, esto es sin duda un reduccionismo, y lo es
en dos sentidos: el primero y más amplio, porque la vocación no puede referirse únicamente al
ámbito de la /religión; y en segundo lugar, porque la vocación religiosa suele identificarse, no sólo
en Occidente, con la llamada a abrazar un modo de vida celibatario, sea referido a los que reciben
el sacramento del Orden –en el /Cristianismo–, sea a los que emiten unos votos de consagración a
Dios, o sea a los que esa vida de celibato la consideran necesaria para lograr un determinado
propósito. Por eso, nosotros nos referimos aquí al sentido más amplio que tiene el concepto.
En el griego clásico los vocablos kaléo (llamar) y klesis (llamada) no tienen un significado
primariamente religioso. Por otro lado, el sentido de vocación interpersonal que hallamos en la
tradición religiosa bíblica es desconocido por completo en el mundo griego, sin que sea la menor
causa el que los dioses griegos no eran concebidos como entidades estrictamente personales, y no
convocaban al hombre a su amistad ni a su intimidad, como sí encontramos, encambio, en la
tradición cultural semito-cristiana. Y no puede ser de otro modo, habida cuenta que los griegos
desconocían por completo el concepto de /persona.
En su sentido genérico, pues, la vocación se refiere a la llamada que todo hombre experimenta, sea
en el interior de su propia conciencia, sea merced a la convocación que le viene de fuera de sí,
mediante otras personas, o incluso instados por el Otro Absoluto. Mas tampoco debemos descartar
una vocación que el hombre pueda experimentar a través de las cosas naturales, como percibimos
hoy de modo acuciante con el creciente problema ecológico1. La vocación es, así, aquella
convocatoria que la persona percibe o descubre, y que le impele a buscar su plena realización
humana nutriéndose de ciertos /valores superiores, humanizantes, porque la persona es,
precisamente, una vocación a esos valores. Y cualquier persona medianamente equilibrada y
resuelta quiere, no sólo perseverar en su ser personal, sino también enriquecerse interiormente
orientando su vida, en lo que tiene de suya, en una forma que posibilite la realización de su
proyecto vital como ser humano. De este modo, la calidad de la vocación personal viene mediada y
discernida por la calidad de nuestro /compromiso personal hacia la causa del hombre, y por la
adhesión y realización de sus valores plenamente humanizantes. No existe dicotomía legítima entre
nuestra causa y la causa de los otros, por lo que una vocación individual que olvidara o pasara por
encima de la vocación de los otros hombres en su personificación, sería por completo ilegítima e
inmoral, pues un hombre sólo llega a ser persona cuando percibe a los demás hombres como
personas y acepta que tienen una /dignidad inanebatable. Y por lo dicho hasta ahora, nos
percatamos de que la palabra vocación es análoga e incluso equívoca.
En el crecimiento personal, es necesario permanecer atento a las propias fidelidades interiores, las
que delimitan una vida auténticamente humana de una vida que consiste en conformarse al mero
sobrevivir, diluyéndose entre los acontecimientos que nos asaltan y nos zarandean. La adhesión a
lo momentáneo, el cambiar continuo de quehacer, el realizar lo que los otros hacen por el mero
hecho de que lo hacen, el apegarnos a las dictaduras de las modas fugaces, el andar perenne y
enfermizamente pendientes de qué dirán o qué pensarán los demás sobre nuestra vida, sobre
nuestras obras o acerca de nuestras opciones existenciales, van vaciando de contenido sustancial la
propia vida en lo que tiene de proyecto vital personalmente encarrilado y dirigido. Deambular por
la vida cambiando de rumbo, como una veleta distorsionada de continuo por el viento, hace que la
vida personal se nos presente como una vacuidad sólo configurada de retazos o trozos sueltos de
vida, cuando no como una completa frustración de nuestro proyecto existencial.
La adhesión a las mejores fidelidades, las que diseñan el /sentido de nuestra vida, articulan nuestra
vocación dotándola de contenido y coloreando nuestra vida. Y de la misma forma que cuando
sentimos un gran dolor por la muerte de una persona amada, por la traición de un amigo, por una
circunstancia que se nos va de las manos, ese acontecimiento nos imprime su carácter en todo lo
que hacemos, pensamos o decimos, impregnando de tristeza toda nuestra vida, así también
cuando disponemos de un proyecto vital que pone en marcha todas nuestras ilusiones y energías,
nuestro quehacer se transfigura, y también, con nuestra alegría, se nos iluminan todas las cosas,
hasta las más cotidianas y vulgares, de forma que nos contemplamos a nosotros mismos con un
/sentido para vivir. Quizás las personas, los acontecimientos y las cosas permanezcan inalteradas a
nuestro alrededor, pero la adhesión firme a las fidelidades y el empeño constante en su
consecución o, en su caso, nuestra deserción hacia ellas, hace que nuestra percepción de lo que
nos rodea cambie esencialmente para nosotros, pues a menudo las circunstancias externas
cambian o no dependiendo de que cambie o no nuestra mirada sobre ellas; y que nadie me acuse
por esto de idealista.
Por otro lado, las mejores fidelidades son hacia las personas, más incluso que hacia los valores. Por
esto, no existe una adhesión vocacional que excluya a los otros, hasta el punto que toda presencia
de otra persona ante nosotros es ya una vocación a su encuentro y una invitación a asumir
fidelidades hacia ella. Y aunque poder escuchar la voz del /otro o contemplar su rostro puede ser
una /gracia —aunque también puede convertirse en un /sufrimiento—, no siempre somos
sensibles a la llamada del otro, del mismo modo que el otro no siempre atiende nuestra apelación.
Entre todas las llamadas del otro, la que más nos mueve (nos con-mueve) es la que viene del grito
del dolor o de la mirada que implora nuestra ayuda. El otro doliente o sufriente nos pro-voca (nos
llama ante o frente a nosotros); nos con-voca (nos llama hasta llegar a él), instando a nuestra
conversión, a vertirnos hacia él para socorrerlo, para liberarlo, para, al menos, sufrir con él, a su
lado (/empatía-simpatía).
III. VOCACIÓN Y LIMITACIÓN PERSONAL.
Las decisiones que el hombre toma no brotan de una libertad incontaminada y abstracta, sino
siempre situada y concreta, como lo es su protagonista. En forma alguna la libertad de un hombre
posee unas potencialidades ilimitadas, ni siquiera si se trata de una persona recién nacida. Y ello
por varios motivos:
2. Del mismo modo, nos condiciona el ambiente vital, la cultura, la familia, los amigos, los
adversarios, la Weltanschauung —el sistema de valores y creencias en el que nacemos y que nos es
connatural o habitual—. Tenemos un color de piel o de ojos concreto, una altura física
determinada, una estructura psico-anímica concreta, etc.
3. Nuestra vida pasada, con las opciones tomadas y los caminos descartados, hacen que nuestra
vocación futura vaya teniendo una angostura cada vez más delimitada. Quien se ha entregado al
alcohol durante decenios, difícilmente podrá convertirse en un atleta, por muy fuerte que perciba
ahora tal vocación, pues los años pasados y la decadencia física provocada por ese vicio lo hará
imposible. En el lenguaje filosófico clásico se diría que los hábitos nos marcan desde dentro, como
una segunda naturaleza.
4. Finalmente, la irreversibilidad no sólo de las opciones libres, sino también de los eventos físicos,
hacen que, aunque nuestra vocación posterior sea otra, ya no podamos cumplirla. Así, una mujer
que descubre en las cercanías de su vejez su vocación de ser madre, ya no podrá cumplirla, pues el
implacable tiempo transcurrido frustra definitivamente esa vocación. De aquí la necesidad de
tomar las decisiones capitales de nuestra vocación cuando todavía es el tiempo oportuno, pues a
veces es muy difícil, cuando no imposible, rectificar. Aunque un solo acto humano no suele marcar
de una vez y para siempre a una persona, pues un solo día frío no hace invierno, lo cierto es que
existen actos aislados del hombre que pueden dividir su existencia en dos partes irreconciliables,
aunque no necesariamente esto debe ser algo traumático. Naturalmente, si un hombre pone fin a
su vida suicidándose, se acabó para él todo futuro histórico; y si una persona es padre o madre, no
puede evitar serlo o haberlo sido. En este sentido, más que atender a los actos aislados de la
totalidad de nuestra vida, hay que prestar atención a nuestras actitudes básicas, las que entretejen
nuestra existencia en lo que tienen de opción fundamental y vital de la persona.
Por otra parte, la vida personal, aunque puede ser comprendida en sus distintos aspectos básicos
(su trabajo, su mundo afectivo, el familiar, etc.), puede abarcarse en una sola mirada, hasta poder
ser entendida como una totalidad. Aunque nunca esa totalidad es una abstracción que pueda
desatender cada uno de los actos particulares del hombre, sino que, al contrario, en cada opción
particular se ve implicado todo el hombre. Pero en esto conviene diferenciar lo que en el hombre
son sus actos no elegibles (el latir del corazón, la función respiratoria, etc.), que el hombre realiza
sin que ejercite en ellos su libertad, y sus opciones morales, los actos plenamente queridos y
proyectados por el hombre como explícitamente suyos. Estos son los que nos revelan lo que cada
cual hace con su vida, la figura del hombre, la plasmación de su /personalidad y de su /carácter.
Cuanto menos vida ha vivido una persona, cuanto más joven es, no sólo son más numerosas las
posibilidades de su vida, sino que también son más elásticas y menos fijadas; las opciones para
configurar su vocación vital son mayores, y de un abanico más grande y rico. Pero en la medida en
que la persona comienza a elegir, y hacerlo es siempre optar por algo y rehusar a algo, el hombre
se enmarañará en la trama de su vida y, a la vez que con cada decisión se abren ante él nuevos
caminos, también va dejando atrás, en cada elección, otros posibles horizontes, muchos de ellos
abandonados para siempre. Cada decisión y cada opción compromete todos los proyectos
ulteriores, siendo a veces imposible rectificar, y siendo absolutamente imposible hacer que el
tiempo retroceda y que nosotros no hayamos vivido lo que ya hemos vivido; el tiempo es
irreversible, como lo es nuestra vida ya vivida.
Conviene que nos detengamos, sin pretensión de exhaustividad, en caracterizar los rasgos
fundamentales de la vocación personal.
1. La propia vocación personal nunca está esclarecida de una vez y para siempre. Hemos dicho que
la vocación es algo que, o bien nos viene de fuera (de los otros, o de ciertas circunstancias), o bien
de nuestro propio interior. Pero lo que nunca suele suceder es que el hombre adquiera conciencia
de su vocación existencial como algo que le venga de una sola vez y para siempre de forma
acabada. El hombre libre nunca suele saber con certeza y sin dudas cuál es su vocación definitiva y
última; además, nada ni nadie le obliga a realizar de un modo irreversible lo que debe hacer con su
vida. Pero lo que no admite duda alguna es que el pasado es esencialmente irrevocable; e incluso
en el caso en que unos acontecimientos negativos sean o puedan ser perdonados e incluso
redimidos, esto no significa que lo que ha pasado pueda volver a pasar de nuevo tal y como
aconteció. Aunque la vocación es algo que podemos estar cumpliendo, no puede dejar de
prolongarse al devenir, sea próximo oremoto. Pero lo esencial del futuro es que siempre es incierto
y, justamente por esto, mantiene siempre su oscuridad e imprevisibilidad completa.
Ninguna persona posee una vocación que sea percibida, ni por ella misma ni por los demás, en
todos sus rasgos acabadamente y sin fisura alguna. El desarrollo de la vida de la persona,
esencialmente dinámico, así como su inserción en la historia, en el espacio y el tiempo, en una
cultura y en una situación social determinada (en sus niveles principales: económico, político,
laboral, etc.), su propia evolución interior, su /carácter particular, etc., hacen que la figura propia
de su vocación personal deba siempre ser discernida, aceptada, configurada, renovada, e incluso, si
es el caso, repudiada.
El confrontamiento con la realidad hace que nuestra vocación deba ser de continuo discernida. Si
ella es ilusoria o falaz, la realidad se ocupa normalmente de dejarla en su sitio, de frustrarla o
afianzarla. Saber despertar de una ilusión, percatamos de la imposibilidad de nuestro proyecto, es
un sano ejercicio que atestigua que vivimos verdaderamente en la realidad. Cuando esto sucede, el
hombre sincero y adulto debe saber abandonar ese proyecto, por doloroso que pueda resultarle.
Aunque también debe poder elegir, ante las dificultades, a menudo muy grandes, en la
construcción de su vocación, en seguirla a pesar de la dureza de las decisiones a tomar, o incluso
cuando su seguimiento nos suponga un desgarro interior, que siempre suele ser purificador de
nuestras auténticas intenciones (que no hay que descartar que sean torcidas en cierto sentido),
nuestros intereses y posibilidades reales. De este modo, de la misma forma que hemos de
emprender nuestra vocación con ilusión, es preciso que nos desilusionemos de ella, pues es la única
forma de poder verla sin dejarnos llevar por apariencias y autoengaños. Sólo desde esta desilusión
podremos verdaderamente ilusionamos positivamente en nuestro proyecto vital, desde la
consistencia del que está aposentado en la realidad y no en la falsa complacencia del engaño.
2. La vocación personal nunca es una sola, ni lo es a una sola cosa. El hombre no es un ser
unidimensional y no puede construir su existencia atendiendo a un único aspecto, sino que su vida
y la riqueza de sus matices hacen que más que hablar de vocación, sea necesario hablar de
vocaciones. Así, uno se percibe como instado a optar por tener o no convicciones religiosas,
políticas, económicas, culturales, familiares, etc. El hombre, animal cultural, debe configurar su
existencia en la adhesión a valores, fidelidades e ideales que no se refieren a un solo campo de su
existencia, sino a todos los principales eventos en los que se ve inmerso. Así, aunque uno sienta
fuertemente una llamada a formar una familia, a vivir con la persona que ama, etc., eso no excluye
que también deba tomar posición ante los problemas políticos; debe elegir si votar o no votar en
unas elecciones (y lo haga o no, ya configura su vocación hacia lo político), y debe también decidir a
qué persona o partido político vota, e incluso si él quiere participar en la vida política partidista,
etc. Todas estas cosas también son vocaciones, en cuyas opciones el /hombre da cuenta de su
existir encarnado. La persona, en fin, aunque tiene un solo /rostro, tiene una encarnación
vocacional poliédrica y no absolutamente unívoca.
3. Entre las vocaciones de la persona suele existir una vocación dominante que es el motor del resto.
Hemos visto que el hombre tiene diferentes vocaciones. Pero de entre ellas suele destacar una,
que es, sea la que sea, la que configura y colorea esencialmente nuestra vida, haciendo que, desde
ella, optemos en un sentido o en otro por las demás. Y es un rasgo plenamente humano el que la
persona madura ejercite la opción fundamental de su vida en la adhesión a unos valores esenciales
que son los que ella considera que constituyen su vocación básica. En este sentido, la vocación
dominante es contemplada tan íntima como esencialmente para la persona, que esta termina
siendo identificada con aquella. Así, valga de ejemplo, un misionero que ha elegido compartir su
vida con los más empobrecidos y que ha optado por entregar su existencia completa al servicio de
los demás, se percibe a sí mismo esencialmente como misionero, y todo el resto de sus vocaciones
(familiares, económicas, políticas, culturales, etc.) son elegidas a tenor de que puedan ser
complementadas con la vocación más importante.
4. Elegir nuestro «estado de vida» es una concreción precisa de nuestra vocación. Entre las opciones
que se nos presentan en nuestra vida, una de las más importantes es elegir nuestro estado de vida,
es decir, si queremos permanecer solteros, casados, célibes, etc. Pero sucede frecuentemente que
nuestra vocación, en lo que tiene de designación de nuestro estado de vida, e incluso de nuestra
dedicación profesional, no coincide con nuestros gustos. Nos vemos, entonces, haciendo algo que
no nos satisface y que es, normalmente, un medio para nuestro sostenimiento económico o social.
Aquí el hombre se siente íntimamente enajenado y, aunque no siempre pone necesariamente en
riesgo la construcción de su /' personalidad, muchas veces hace que viva una vida frustrada y
mecánica. De aquí la importancia, incluso la suerte, de trabajar en lo que nos place y en aquello en
lo que nos sentimos realizados. Con mayor razón cabe decirlo de la persona que ha logrado vivir en
el estado de vida que percibe como parte de su vocación personal, o incluso de quien puede
compartir su vida con la persona a la que ama y por la que es amada.
5. La vocación esencial de todo hombre es a ser persona. No existe opción más importante que el
hombre pueda tomar que la de considerarse a sí propio como un fin en sí mismo, y nunca como un
medio para nada. No es legítimo optar por una vocación, por fuerte que esa llamada sea percibida,
que implique un rebajamiento de la propia dignidad. Precisamente, la elección de un proyecto vital
o vocación se toma porque el hombre percibe que, de ese modo, desarrollará plenamente su ser
personal. Así, por ejemplo, en el caso de que alguien experimente la llamada a introducirse en un
grupo o secta, del matiz que sea, o a asumir una ideología determinada, esta vocación nunca puede
ejercitarse a costa de que el hombre deba renunciar a su propia dignidad. No existe ninguna
vocación, por imperiosamente que la persona la perciba, que sea más digna que su propia dignidad
personal. Una vocación es digna de ser aceptada por la persona sólo en el caso en que esa vocación
no conlleve una mengua de la ontológica dignidad de la persona.
Tan lúcida como escépticamente, Zubiri afirmaba que «es dudoso que todo el mundo tenga
vocación. Para tenerla hacen falta aptitudes, pero no se sabe si se ha tenido vocación más que
cuando la vida va a terminar. La mayoría de los hombres viven sólo un trozo de su vida» 2. Con
certeza el filósofo español sostiene que la vocación se percibe con más claridad a posteriori que a
priori, es decir, que cuando de veras nos percibimos con una fuerte vocación es cuando ya la
hemos desarrollado, esto es, al final de nuestra vida. Zubiri entendía la vocación como un sistema
de intereses, lo que no deja de ser cierto, pero que difícilmente agota todo lo que la persona
percibe como vocación. Pero una cosa es que el hombre entreteja minuciosamente su sistema de
proyectos o la totalidad de su vida entendida como proyecto global (cosa que difícilmente se ve
consumada acabadamente y de una vez para siempre), y otra es que exista persona alguna que
carezca por completo de vocación, ya sea por la llamada que la persona percibe de las otras
personas, del interior de su propia conciencia, de Dios o incluso del mundo natural.
6. Nuestra vocación nunca depende en exclusiva de nosotros mismos. Incluso cuando percibimos
con claridad cuál es nuestra prioritaria vocación, su cumplimiento implica tomar en cuenta a los
demás. En efecto, muchas de nuestras opciones fundamentales repercuten en los demás,
particularmente en los que nos son más cercanos; y ello no puede ser de otro modo, pues el
hombre es un ser social y es persona comunitaria. Por esto, una persona no puede moralmente
seguir una vocación que signifique realizarla a costa de infligir un mal –pretendido– a los demás, en
el sentido de construirla precisamente en la medida en que realiza un mal a otro, pues no es
legítimo pretender lograr un bien a través del uso de medios inmorales. Esto no significa que
siempre la vocación deba ser por completo inocua hacia los otros. Así, si uno es policía y detiene a
un ladrón, le inflige a este –desde su perspectiva– un mal. Naturalmente, no nos referimos a ese
mal subjetivo. O también, sirva como ejemplo, si el misionero al que antes mencionábamos, debe
elegir entre seguir su vocación dejando en su país de origen a sus padres, deberá sopesar el mal
que eso implica –en la perspectiva de sus padres, si es el caso– y la urgencia del seguimiento de su
vocación.
La vocación no puede quedarse sólo en el socrático «conócete a ti mismo», sino que, superando el
determinismo griego, la vocación consiste en poder «construir uno mismo su propia vida», en la
medida en que le sea posible, sin que esto signifique, contra los individualistas, que uno pueda
hacerse a sí mismo sólo desde /sí mismo, y únicamente consigo mismo, pues nosotros siempre
necesitamos de los demás. De este modo, el «construir uno mismo su propia vida» debe corregirse
añadiendo: «Con los demás». Por esto la vocación no tiene lugar cuando el hombre no puede
disponer de su vida hasta el punto de ser su verdadero autor en lo concerniente a las grandes
decisiones.
La vocación, en lo que tiene de esencial, como proyecto personal, es siempre quehacer; y una vez
que los rasgos básicos de ella han sido logrados, no por esto el hombre puede dejarse ir a sí mismo,
desatendiendo y desentendiéndose de su vocación; esta es una perenne tarea, una praxis, tanto en
su proyección previa como en su mantenimiento y en su futuribilidad. La vocación nunca deja de
tener un componente esencialmente futurizo, pues el tiempo que todavía nos aguarda, y que es
nuevo –radicalmente in-vivido por nosotros–, y los acontecimientos que nos salgan al paso, y las
opciones básicas que vayamos tomando, nos irán diciendo si nuestra vocación se cumple o si
todavía la percibimos como nuestro propio proyecto en ejecución. Pero aunque la vocación sea
quehacer, compromiso constante y proyección de futuro, no significa que estemos condenados,
como sostenía A. Camus en El mito de Sísifo, a que toda nuestra vida se vea continuamente
frustrada y deba siempre estar comenzando de nuevo inútilmente, sabiendo que la tarea
emprendida es inútil; esta concepción pesimista y circular del tiempo y de la vida humana, propia
del mundo griego, es completamente falsa e inaceptable, y sumerge al hombre en una
desesperanza que le conduce al absurdo y al quietismo; en definitiva, a la /nada y el vacío4.
8. En la construcción de la propia vocación hay que compaginar su llamada con nuestras aptitudes.
Es posible que alguien tenga vocación a algo, pero que no pueda realizarlo. Así, alguien puede
sentir una fuerte vocación a ser médico para poder ayudar con su arte a los demás, y no dispone de
la necesaria inteligencia para conseguir acabar los estudios. En este caso, no puede negarse que se
tenga esa vocación, pero esta choca con la imposibilidad de la falta de aptitudes. No obstante, esto
sirve para nuestras vocaciones secundarias –como es ser médico–, pero no sirve para nuestra
vocación principal –ser persona–, pues todo hombre, sean cuales sean sus aptitudes y capacidades,
dispone de todo lo fundamental para serlo, por ser digno en sí, al margen de la brillantez de sus
capacidades. Y cuando esto no es así, es porque la persona se encuentra en una situación de
postración injusta, de la que debe luchar por salir ella misma o bien ser liberada por otro; de aquí la
importancia del respeto y de la actualización de los /derechos humanos. En este sentido, la /justicia
debida a uno mismo y a los otros, se presenta como una condición esencial para la propia
realización del hombre como persona y para el cumplimiento de su vocación existencial.
Para concluir, he aquí cómo describe J. G. Fichte al hombre que ha encontrado su vocación,
pasando desde el autoengaño, el error, el dolor y la confusión, hasta la liberación interior: «¡Oh! ¡Y
cuántos días de mi vida pasé en la oscuridad, amasando error sobre error, y teniéndome por
sabio!» (...). «Bendigo la hora en que me decidí a pensar en mí mismo y en mi destino. Todas las
dudas están disipadas; sé lo que puedo saber, y no me preocupa lo que no puedo saber. Estoy
liberado; en mi espíritu reina perfecta armonía y claridad, y empieza a vivir una nueva y más
hermosa existencia» (...). «Me siento una criatura nueva. Mis relaciones con el mundo exterior han
cambiado. Los hilos que me ataban a las cosas exteriores, provocando mis sentimientos, se han
roto para siempre, estoy libre y yo mismo soy un mundo tranquilo e inmutable (...). Mi corazón se
ha libertado para siempre de la confusión y el error, de la incertidumbre, de la duda y de la
angustia; mi corazón está limpio de tristeza, de arrepentimientos y de concupiscencias» 5.
NOTAS: 1 Por eso no hay que olvidar aquella advertencia que Nietzsche ponía en boca de su
Zaratustra, en el sentido de que el hombre, o el superhombre debe ser fiel a la tierra, a su propio
estatuto ontológico terreno; aunque en forma alguna esto conlleve que aceptemos el
reduccionismo materialista nietzscheano, al que nos oponemos resueltamente. — 2 Sobre el
hombre, 657. — 3 Ética, 283. — 4 El que esta sea una concepción falaz no significa que no haya
tenido fervientes partidarios, particularmente en épocas de crisis. Por eso no debe extrañarnos que
también los tenga en la actualidad, que no sólo vivimos en una época de crisis, sino de crisis
vertiginosa. — 5 J. G. FICHTE, El destino del hombre, 160, 162 y 164.
BIBL.: ALAIZ A., El amigo, ese tesoro, San Pablo, Madrid 1996 8; BENZO MESTRE M., Sobre el sentido
de la vida, BAC, Madrid 19865; DE ECHEVERRÍA L., La vocación, esa misteriosa luz, BAC, Madrid
1978; DíAz C., Esperar construyendo, Instituto Teológico de Murcia, Murcia 1994; FICHTE J. G., El
destino del hombre, Espasa-Calpe, Madrid 1976; LÓPEZ ARANGUREN J. L., Etica, Revista de
Occidente, Madrid 1976'; LÓPEZ QUINTAS A., La cultura y el sentido de la vida, PPC, Madrid 1993;
VAN KAAM A., Ser yo mismo. Reflexiones sobre espiritualidad y originalidad, Narcea, Madrid 1977;
ZUBIRI X., Sobre el hombre, Alianza Editorial-Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986.
M. Moreno Villa
VOLUNTAD
DicPC
De la voz latina voluntas proceden los diversos términos en las lenguas neolatinas, tal como
voluntad en español, volonté en francés, volontá en italiano, etc.; Wille en alemán, Will y volition en
inglés, etc. En el dominio de la voluntad nos encontramos con un término sujeto a la ley del «se
dice de muchas maneras», a la que están sometidos los conceptos más fundamentales y más
usados, tanto en el /lenguaje ordinario como en el lenguaje filosófico. Ya hacemos un buen corte si
consideramos a la voluntad, junto al entendimiento, como una actividad superior del hombre, y
perteneciente, por lo mismo, a la parte superior del hombre. Tomamos este término en un sentido
general, y en un sentido más preciso y propio. Tomada en su sentido general, la vamos a
desarrollar en cuanto la comprendemos en perspectiva histórica. En su sentido propio y preciso,
trataremos de comprenderla en cuanto señalaremos su estructura óntica fundamental.
Como sentimiento general, los hombres de todos los tiempos han estado convencidos de la
voluntariedad de muchas de las acciones que realizamos y, en consecuencia, de estar dotados de
obrar voluntario o de voluntad. El problema de su comprehensión y de su determinación, asoma y
aparece cuando el hombre, a nivel de reflexión, trate de dar cuenta de qué es la voluntad. El tema
de la voluntad aparece, ya entre los griegos antiguos, como un sentimiento difuso, conexo con el
de la responsabilidad e imputabilidad de nuestras acciones; sobre todo, con el de la
responsabilidad e imputabilidad del obrar bien o mal. Y esto dentro de un mundo, regido y
gobernado por la necesidad y determinismo más descarnado, al que el hombre también pertenece
de lleno. A pesar de esto, al hombre se le hacía responsable de sus actos porque él tenía un cierto
dominio sobre los mismos.
Ya desde el comienzo de la filosofía griega, lo que es voluntad se fue reduciendo a lo intelectual del
entendimiento. Sobre todo en Sócrates, en su polémica contra los sofistas, contra Protágoras en
concreto, se hace una reducción absoluta y simple de la voluntad al entendimiento. Su posición se
expresa en la afirmación de que nadie es malo a propósito o voluntariamente, sino por ignorancia.
En su discípulo Platón subsiste la misma idea de fondo, si bien haya motivos para creer que moderó
este racionalismo exagerado. Es verdad que, para él, un entendimiento completamente iluminado
arrastraría tras de sí toda voluntad en la realización del bien contemplado. Pero este no es el
estado que experimentamos. El /bien sensible y el bien que es medio, no arrastran de modo
necesario. En todo caso, pertenece al entendimiento deliberar sobre lo mejor y lo peor, que es el
fundamento de obrar de esta o aquella manera, a saber, en la prosecución del bien visto
(concupiscencia) y la eliminación de los obstáculos que impiden conseguirlo (parte irascible).
Con san Agustín entramos en un nuevo mundo de ideas y contenidos. Es normal que la voluntad
adquiera caracteres propios. El mundo de san Agustín es un mundo creado libremente por /Dios.
Pero sigue siendo un mundo trágico en sí, o materialmente considerado, y lo es, sobre todo, el
mundo del hombre o que implique al hombre. El mundo, también el del hombre, es lugar de lucha,
si bien el desenlace esté bien determinado: la salvación o la condenación. Hay un mundo creado
por una voluntad creativa de Dios, en el que hay una voluntad salvífica, en el sentido de que Dios
quiere que todos los hombres se salven. Frente a esta voluntad que crea y quiere salvar, está el
hombre. El hombre con una tendencia profunda y ansia de salvación (la famosa inquietud del
corazón), pues que está creado a imagen y semejanza de Dios. Pero, por otra parte, están
precisamente las condiciones naturales de este mundo, que consisten, radicalmente, en que la
salvación acontecerá no de modo necesario: Dios, quien nos creó sin nosotros, no nos salvará sin
nosotros. Y comienza la historia de los dos amores, tanto a escala individual como a escala de la
historia de los hombres viviendo en sociedad. La voluntad, en este sentido, es una especie de peso
en el hombre, en virtud del cual está enderezado dinámicamente hacia el Bien Sumo o Dios. Por
este peso o /amor estamos llevados a donde nos sentimos llevados. San Agustín hace de ese
impulso del amor el centro dinámico del ser del hombre. Y para él, nada más claro que la voluntad
es esencialmente libre. Una y otra vez recurren en sus escritos los términos de voluntad libre (libera
voluntas), de libre albedrío de la voluntad (liberum voluntatis arbitrium), como realidades que
están intrínsecamente juntas o siendo lo mismo. La aceptación de los mandamientos, así como la
de los consejos evangélicos, tienen sentido por cuanto están dados en función de nuestro libre
obrar, o para ser aceptados en /libertad voluntaria. De aquí que nuestra voluntad no sería tal, si no
supusiera dominio de sí y de sus actos. En virtud de lo mismo, la voluntad es un poder
determinarse que excluye toda necesidad, tanto interna como externa. En este sentido, el
voluntarismo indica lo más esencial del ser del hombre. Pero es un voluntarismo definido por la
libertad. También para san Agustín es válido el dicho de que «nada queremos si no nos es
previamente conocido». Pero este conocimiento previo a la decisión es sólo una condición. La
voluntad se decide dentro de un ámbito iluminado, como el ver necesita de un ámbito físicamente
iluminado por la luz. Pero la luz física no constituye el ver. Sólo que tratándose de la voluntad, el
acto mismo de ella es libre en su posición y no como el ver que es necesario.
Con santo Tomás nos encontramos con una comprensión de la voluntad, en la que la influencia de
Aristóteles es preponderante, con un intento de asumir lo mejor de san Agustín. La posición de
santo Tomás, compleja sin duda, la podríamos expresar en las afirmaciones siguientes: en primer
lugar, hay una distinción real metafísica entre las potencias o facultades y el alma, por una parte, y
por otra, entre las facultades. La voluntad, pues, es una facultad del alma o de la parte superior del
hombre. En su esencia, la voluntad es de índole del apetito. Y como quiera que s ea un apetito del
alma, es un apetito intelectual (appetitus intellectivus), en virtud del cual está vertido a su bien
conveniente, esto es, al Bien en general. Por su naturaleza, la voluntad es pura pasividad, y se
activa por el bien conocido y presentado así por el entendimiento. En este sentido, se dirá que el
entendimiento es raíz y causa formal y eficiente no sólo de la posición de la voluntad en general,
sino incluso de la libertad. Pero la ejecución misma del acto lo realiza la voluntad. Escribe el
Angélico de modo resumido: «Hay que afirmar que el apetito intelectivo es una potencia distinta
del apetito sensitivo. Pues la potencia apetitiva es una potencia pasiva que, por naturaleza, es
movida por lo aprehendido. Por eso lo apetecible conocido es motor no movido, mientras que el
apetito es motor movido, como se dice en el III de Anima y en el XII Metafísica»3. En esta
comprehensión de la voluntad como apetito intelectivo, y que sigue al conocer o voluntad como
motor movido, va insertando santo Tomás, de una manera sumamente hábil, otros aspectos, tal
como el de la libertad, carácter este que se da sólo con respecto a los bienes finitos y relativos, o
que tienen razón de medio para la consecución de un fin, sobre todo el fin último. La función
deliberativa del entendimiento es también determinante con respecto a la libertad. La voluntad,
así, viene concebida en un doble plano: en cuanto potencia creada por Dios creando al hombre,
inserta en su estructura una finalidad, en forma de tendencia natural, hacia el Bien en general, por
una parte; y por otra, debe realizar libremente sus acciones concretas como medio de consecución
de ese fin último. La comprehensión tomista de la voluntad está, por una parte, en estrecha
dependencia de la filosofía de Aristóteles y, en consecuencia, prima lo intelectual sobre lo volitivo
(superioridad en dignidad del entendimiento, visión de Dios como momento primario y esencial
como fin último, etc.), así como de su finalismo naturalista; por otra parte, es teólogo cristiano:
Dios es el Sumo Bien que ha creado los entes con una naturaleza de índole de tendencia hacia un
fin, y al hombre, en cuanto naturaleza superior, capaz de El. En estas circunstancias de ente creado,
el hombre tiene que contribuir de alguna manera a su salvación, mediante un buen obrar que no
puede ser más que el buen uso de su voluntad. En qué medida santo Tomás haya integrado, sin
soluciones ad hoc, los momentos de una y otra comprehensión, es difícil decirlo. Aquí no lo vamos
a tratar tampoco. Lo cierto es que la comprehensión tomista ejerció y ejerce hoy una influencia
muy significativa. La interpretación básicamente intelectualista de la voluntad tomista recibió una
interpretación intelectualista clara y rígida, en sus discípulos. En Godofredo de Fuentes adquirió
este intelectualismo su expresión más vistosa.
Escoto niega en el hombre la distinción real metafísica entre el alma y sus facultades. Y esto,
porque las facultades no son accidentes necesarios del alma. Por el contrario, las así llamadas
facultades son actividades y no entidades. El alma contiene dos modos de actividades, entre sí
formalmente distintas: entender y querer (libremente). Entender indica obrar por modo de
naturaleza, y querer por modo de libertad. Son dos modos de actividades que se excluyen como
trascendentales disjuntos en el orden del obrar. Y a este nivel, las potencias se distinguen entre sí,
y no por sus objetos. Tanto el entendimiento como la voluntad son capacidades a recibir. Es más:
son capacidades a recibir y de recibir cualquier objeto. También a Dios, si este quiere libremente
darse a conocer o a querer. De sí, son capacidades pasivas sin límites a recibir cualquier objeto.
Pero, bajo este aspecto, no son activas en ningún sentido. Es lo que Escoto designa, con respecto a
la voluntad, como una voluntas ut natura. El anverso de estas capacidades a recibir cualquier
objeto, es de carácter de lo puramente activo; esto es, ellas son puro acto actual en sí. Sólo que
requieren el objeto para actualizarse, ya que son finitas. Puesto el objeto, tanto el entendimiento
como la voluntad, en cuanto actividades cuasi infinitas, se actualizan ex se. Y si se trata de
laactividad libre, ex se y, además, se determinat. La actividad libre consiste en un autodeterminarse
desde sí. Y en consecuencia, es dueña de sí y del modo de actuarse: de esta o de aquella manera,
con respecto a este o aquel objeto, de no determinarse o determinarse. En definitiva, la voluntad
es actividad libre. Tanto el objeto con respecto al entendimiento, como este con respecto a la
voluntad o libertad, juegan un papel de concausa parcial. La función del entendimiento como
prerrequisito del obrar libre tiende a ser comprendido como mera condición con respecto a la
decisión libre. Resumiendo: independientemente del modo concreto y factual cómo estén entre sí
conjugadas estas actividades (diversamente en cada caso), lo cierto es que ellas, la actividad
natural y la libre, son dos actividades formalmente diversas, en el sentido que se excluyen
disjuntamente, según la disjunción trascendental, en el orden del obrar. En segundo lugar, son dos
actividades, esto es, son dos principios y modos originarios de comenzar o principiar una acción.
Esta idea de voluntad = libertad pasó de Escoto a Ockham y de este a una cierta corriente
voluntarista libertaria posterior: la de Descartes en concreto, quien la aplica, sobre todo, a Dios.
Con Kant entramos también en una cierta ambigüedad. En general, la voluntad (Wille) está
comprendida estructuralmente como una potencia de determinarse, según representaciones, de la
razón (Verstand) o de la inteligencia (Vernunft), a poner una acción en vistas a la felicidad o en
vistas a una acción éticamente buena absolutamente. En general, todo apetito es una fuerza de
autodeterminación porrepresentaciones. Cuando estas representaciones son hechas por
imaginación o por conocimiento sensible, esta determinación es puro instinto. Su desenlace o
realización acontece con necesidad (nótigung). Si la representación está hecha por concepto de la
razón u objetos conocidos, la autodeterminación se hace conforme con lo conocido. Su realización
acontece libremente en el sentido del willkür o en el sentido del libre albedrío. Pero si la
representación está hecha por el entendimiento puro (Vernunft), tenemos una voluntad que se
autodetermina y se identifica con la liberad en sentido fuerte, esto es, determinación de sí por el
puro deber manifestado por la inteligencia (Vernunft). Por una parte, pues, la voluntad es
autodeterminación por objeto sensible (o imaginado) o por objeto conocido (por la Verstand o
razón). En todo caso, si la voluntad se guía por el aspecto de complementación o felicidad que esos
objetos presentados me procuran, es acción prudencial heterónoma. Si no es en vistas a mi
felicidad, será una acción de tipo de juicio técnico. En todos estos casos, hay libertad en el sentido
de libre albedrío, esto es, libre decisión. Sólo la voluntad es tal cuando es libertad, esto es, cuando
se autodetermina por el bien que la autodeterminación misma es. Esta autodeterminación y esta
posición de la voluntad por sí, desde sí y en vistas a sí misma es un actuar en el dominio de lo
inteligible, esto es, autonomía absoluta de la inteligencia. Como se ve, la voluntad como libertad en
el orden del inteligible, realiza el supremo grado de la inteligencia (Vernunft). Una inteligencia que,
en cuanto facultad cognoscitiva, es de inferior rango a su realización en libertad autónoma. Esta
filosofía de Kant ejerció un poderoso impulso en concepciones posteriores, en las que la voluntad
fue considerada como un impulso ciego a obrar, como en el sistema de Schopenhauer o como un
libre albedrío absoluto, sin sometimiento alguno a instancia alguna, cual lo es en Nietzsche.
Hoy la situación es embarazosa por lo que respecta a la voluntad. Por una parte, en la filosofía de
inspiración freudiana o, más en general, de inspiración materialista (materialismo dialéctico,
materialismo biologista de los etólogos, etc.), se tiende a concebir la voluntad, exenta esta vez de
libertad, como un impulso constitutivo y de índole especial, dirigido hacia empeños exitosos
diversos, mientras que, desde otro punto de vista, la voluntad está reducida a la libertad en el
sentido del más completo libre albedrío, en la que consiste el hombre sin más (Sartre), pasando por
la interpretación cientificista en donde se tiende a negar tanto lo volitivo como lo libre. De gran
importancia, sin embargo, se avalan los análisis fenomenológicos y personalistas de la voluntad. En
vistas a una cierta compleción de decires sobre la voluntad, tendríamos que mencionar y discutir
afirmaciones tales como voluntad de ser (conatus essendi, de Espinoza), voluntad de vivir de
Schopenhauer, voluntad de poder de Nietzsche, voluntad de venir a la conciencia de índole
freudiano, voluntad de creer de W. James, voluntad de liberación en la /Teología de la Liberación,
etc.; así como eso de la libertad de conciencia, libertad de /religión, libertad de pensamiento, etc.
Estas afirmaciones, más que una doctrina sobre la voluntad o sobre la libertad, son una especie de
eslóganes condensados, que suponen ya la existencia de la voluntad o de la libertad, si bien
comprendidas en un ámbito situacional determinado.
La historia del concepto, por el momento, nos ha hecho tomar contacto con una realidad
determinada, situándonos, al tiempo que nos instruye sobre opiniones diversas en función del
propio sistema, así como de la enumeración de momentos que, sin duda, pertenecen al contenido
esencial de lo que es voluntad. Nuestro intento actual será el de tratar de integrarlos, dándoles
unidad, en vistas a hacernos una cierta idea de lo que es voluntad. Pienso que el mejor camino para
lograrlo es el de una consideración de la voluntad vista en perspectiva de conducta humana,
involucrando una cierta /fenomenología de carácter óntico. Visto así, el hombre aparece como un
centro activo personal, que recibe activa y afectivamente de sí mismo y de lo otro, de esta o
aquella manera, creando así el supuesto dé lo voluntario. En la tradición agustino-franciscana se
destacó pronto este aspecto de afectividad, como constitutivo de la intimidad del hombre, que fue
recogido después por Kant en su comprehensión del sentimiento anímico o Gemüt. A partir de este
centro personal afectivo, el hombre se comporta con respecto a lo que le rodea de las más diversas
maneras. Concretamente, en cuanto ente necesitado, instintiva, cognoscitiva o volitivamente. En
cuanto ente necesitado y reducido en instintos, el /hombre, ente dasajustado por naturaleza, trata
de encontrar su ajuste, conociendo y queriendo. Conocer y querer indican dos conductas
superiores propias del hombre, en cuanto ente que ha de tener que buscar el modo de habérselas
para poder vivir sin más.
El momento más distintivo del comportamiento humano, y que todos los pensadores conceden, es
el de la /responsabilidad e imputación de las acciones, si no de todas, al menos de aquellas que se
hacen voluntariamente; actiones sunt suppositorum, las acciones son de los sujetos o entes, decían
los antiguos: un perro, por ejemplo, muerde, come o corre ante la pieza de caza que se le presenta.
Sin embargo, no podemos hacerle responsable de esas acciones; todo lo más, le podemos hacer
responsable de la materialidad de esos comportamientos. Estos comportamientos son instintivos
en el perro. El comportamiento instintivo significa una respuesta automática a los estímulos que le
vienen dados. Hay, sin duda, en el comportamiento instintivo una estructura endógena y cerrada
del instinto en el animal que le impele y que es el supuesto de la conducta instintiva. Pero lo que
caracteriza a esta conducta es el automatismo en que se realiza y hace conducta al presentarse el
estímulo. Y es justamente este automatismo de la respuesta lo que diferencia al comportamiento
volitivo del instintivo. Entre la voluntad y el objeto, comprendido como estímulo o como realidad,
la voluntad, antes de obrar, introduce un «peculiar mecanismo de dirección» que diría Klages, o un
esquema que supone, por una parte, una especie de eliminación ydesengranaje del mecanismo
automático; y por otra, concede al hombre posibilidades múltiples de respuestas variadas. En
virtud del mismo, las acciones puestas en función de este mecanismo de dirección, son acciones
plenamente imputables al hombre, o hacen de este ser el autor pleno y formal de lo realizado. Este
mecanismo superior de dirección no versa y obra sola y exclusivamente sobre las conductas
deseosas o apetitivas del hombre. En efecto, su dirección puede recaer sobre acciones cuyos
objetos no son deseados.apetitivamente, como, por ejemplo, querer realizar una acción virtuosa
ardua o construir un coche. No creo que se tenga apetito a construir un coche, aun cuando su
construcción comporte una voluntad de realización del mismo.
El hecho de que se aplique la voluntad como control de apetitos, no nos debe llevar al engaño de
que la voluntad tenga como campo único de ejercicio el dominio de las apetencias. Estas, las
apetencias, el desear en general, tiene una estructura similar al del puro instinto, salvo que su
mecanismo, en cuanto apetito o instinto del hombre, supone una liberación natural del mecanismo
automático de respuesta. Por esto, pueden ser controladas por el mecanismo superior de
dirección. Este mecanismo superior de dirección supone conocimiento intelectual, sin duda. Nihil
volitum, quin praecognitum, «nada queremos, si no es previamente conocido», o «sólo podemos
querer lo que previamente hemos conocido», se dice, y con razón. El mecanismo superior de
dirección sólo se concibe como actuando en un campo iluminado por el entendimiento. Pero este
campo iluminado por el conocer, es sólo una condición objetual para la realización de la voluntad.
Diciéndolo así, todavía se dice demasiado. En efecto, este mecanismo superior de dirección es
capaz de conceder al objeto conocido un valor de motivo, que supera al objeto conocido en cuanto
conocido. Así, conceder valor absoluto a una entidad conocida como relativa o finita por el
entendimiento. Se obrará /bien o /mal (esto es otra cuestión), pero la voluntad es capaz de dar un
plus más al objeto conocido que, en cuanto objeto conocido no posee. Incluso un objeto conocido
como absoluto, y que es realmente absoluto, como Dios, necesita de esta valoración superante por
parte de la voluntad como para que pueda ser querido.
La teoría que hace del conocer ser causa, formal o no, y raíz del querer, se fundamenta en dos
supuestos que son falsos. El primero es que la voluntad sea una potencia metafísicamente distinta
del /sujeto volente. El segundo es que la voluntad sea de índole apetitosa o appetitus intellectus.
Contra esto hay que decir que el yo, en cuanto centro personal sujeto de sus actos, está constituido
intrínsecamente por la actividad cognoscente, volente y afectante (puesto que finito), que son
entre sí formalmente distintas. Estos aspectos no son entidades ni formas, sino que son tres
posibilidades de conducta constitutivas, en el orden del obrar, del centro personal en cuanto tal. Y
en cuanto actividad volente o actividad volitiva, posee una estructura propia que no es de índole de
apetito de lo conocido como bien. Su estructura propia es la de una actividad de autodominio de sí
y de su acto, como diría san Agustín. Y justamente porque es tal, pone las condiciones necesarias
de la autoimputación o fundamenta la autoimputación. Conocer en cuanto conocer, no es algo que
se me pueda imputar. El yo cognoscente es ciertamente el /sujeto del conocer. Pero lo es en el
mismo sentido a como el perro es el sujeto de sus acciones. Sólo cuando la conducta surge de este
principio superior de dirección volitivo, se me puede imputar algo. Sólo a partir de esta
comprehensión de la voluntad, se puede hablar de egoísmo concupiscente o de amor extático. En
breve: este potente mecanismo superior de dirección puede recaer sobre apetencias y obrar
conforme a ellas o no, o sobre objetos conocidos y obrar conforme a ellos o no; pero, en última
instancia, consiste en una autonomía propia en el sentido de autodominio de sí y de su acto.
Después, que no se trate de una autonomía de realización absoluta, sino inscrita en la situación, es
otra cuestión. Pero el hecho mismo de estar situada y de realizarse en la situación, supone este
autodominio de sí y de su acto, y determina el modo de enfrentarse con la situación o el modo de
asumirla. Estas condiciones situacionales, en última instancia, pertenecen a las condiciones
objetuales de su realización, pero no condicionan ni prejuzgan el autodominio de sí y de su acto,
que el ente volente posee como actividad propia original.
NOTAS: 1 ARISTÓTELES, Et. Nic., III, c. 5. — 2 ID, I, 13. — 3 S. Th. q. 80. art. 2.
BIBL.: DÍAZ C., Yo quiero, San Esteban, Salamanca 1991; GÓMEZ CAFFARENA J., Metafísica
fundamental, Cristiandad, Madrid 1983 (cc. IX y X); HILDEBRAND D. VON, Etica cristiana, Herder,
Barcelona 1962, parte II; LERSCH P., La estructura de la personalidad, Scientia, Barcelona 1968;
THORP J., El libre albedrío, Herder, Barcelona 1985; WUKMIR V. J., Psicología de la orientación vital,
Luis Miracle, Barcelona 1960; ZUBIRI X., Sobre el sentimiento y la volición, Alianza, Madrid 1992.
I. G. Manzano
VULNERABILIDAD
Y EXPOSICIÓN
DicPC
Se trata de abordar uno de los vértices del triángulo conceptual en el que, por motivos expositivos,
articularíamos el pensamiento de Lévinas: 1) el yo, cuya subjetividad se define por la vulnerabilidad
o exposición; 2) el otro hombre, cuya revelación y epifanía es el rostro, y 3) la trascendencia o el
/Infinito, cuya huella anuda, con el lazo de la responsabilidad ética, los dos términos anteriores,
otro y yo. Son tres prismas para hacer ver el exceso que la ética (el Otro) significa con respecto a la
ontología (lo Mismo). En el caso particular que nos ocupa, dicho exceso significa la alteración
absoluta del yo, su volteamiento más que su aniquilación: aniquilado, el yo dejaría de ser, pero no
se alteraría. La alteración se hace sentir hasta el punto de romper la identidad subjetiva. Más
exactamente, ese hacerse sentir es la alteración misma, una alteración que se define como
sensibilidad, y una sensibilidad que hay que concebir como quebranto y dolor del yo:
vulnerabilidad. No sólo lo otro en mí, sino lo otro contra mí, dentro de mí. De modo que afirmar
que el yo es sujeto, ha de entenderse en el sentido de que está sujetado al prójimo, cuyo rehén es.
No es un yo emprendedor, que haya asumido voluntariamente compromiso alguno de solidaridad
con el débil. Por el contrario, se ha encontrado con la exigencia o el mandato que el rostro le dirige
como primera palabra suya: No matarás. Es su pasividad lo que se acentúa, hasta el extremo de
privarlo del menor atisbo de iniciativa. La subjetividad se consume, pues, como hemorragia que
ningún coágulo puede sustanciar: puro débito, pozo sin fondo y perseguido, sin lugar donde
reposar ni interior donde esconderse: expuesto absolutamente. La sensibilidad significa invertir el
conatus essendi en un haber-sido-ofrecido-sin-reserva1.
A estas consideraciones ha llegado Lévinas, a partir de la cuestión siguiente: ¿A qué está llamado el
hombre? ¿A despejarle al ente un claror donde relumbre el ser? ¿A abrirle un hueco por donde el
Todo se muestre a sí mismo? Si es así, se entiende que la /Totalidad, al hacerse presente a sí
misma, no se añade ni se quita un ápice, sino que se ajusta a sí misma en una perfecta
coincidencia: como si en este retorno a sí misma no hubiera salido nunca de sí. La interioridad del
sujeto entonces, cual vidrio incoloro, ni quita ni pone, limitándose a dejar que la Totalidad de
cuanto es, representándose, se duplique. Ahora bien, ¿no significa esto reducir la subjetividad a
mero lujo del ser? Lévinas se propone mostrar que el yo está convocado a una intriga distinta de la
aventura ontológica. Para ello, el modo como aborda la cuestión no es accidental, al trasladar a su
reflexión y a su escritura la /alteridadque rebasa y altera al yo mismo, y que llega incluso a
desquiciarlo: nos referimos a lo que podríamos calificar como método hiperbólico, auténtica via
eminentiae, consistente en tensar la cuestión hasta el límite, extremarla, elevarla a la potencia
infinita, exasperarla. El exceso es la figura que adopta la alteridad, y que asalta al lector, en una
escritura a trallazos, con frecuencia sin verbos y cosida a guiones. Cartesiano en esto hasta la
médula, y con el fin de impedir que el yo quede o sometido a la economía del ser o reducido a
mero lujo suyo, enfatiza la diferencia constitutiva de la subjetividad, hasta el punto de que el yo,
pulverizado, se esfuma. En esto culmina, en efecto, el esfuerzo por evitar que la alteridad se
ensimisme, que la diferencia se recoja en una identidad, y que el diferir se totalice en un presente.
Para ello, el bisturí levinasiano penetrará en su seno en busca de lo que, anterior a la conciencia,
caracteriza más fielmente a la subjetividad: el /sí mismo, cuyo rasgo peculiar es la recurrencia. El sí-
mismo, pura llaga de /responsabilidad para con el otro, no puede reponerse de la dolencia que lo
corroe; está, así, incapacitado para coincidir consigo mismo, para totalizarse como yo: lo suyo es
vivir dentro de sí, exiliado de sí o, mejor dicho, más que vivir, desvivirse. Al yo nada le duele, y no
porque no haya dolor, sino porque es tal la extensión de su herida, que no queda sitio para él: el
dolor es el exilio; ni siquiera cabría decir que yo soy dolor, pues que este no deja ser, no consiente
mantener ninguna identidad. Abrumado por el dolor, el yo se desvanece, se desmaya. No puede
extrañar entonces que Blanchot haya hablado de «subjetividad sin sujeto» o de «tiempo sin
presente, [y] yo sin yo»2.
Estos extremos han sido objeto de crítica por parte de diferentes pensadores, por lo demás
cercanos en lo esencial al pensamiento de Lévinas. En efecto, desgajar al yo del mundo mediante el
método hiperbólico, lleva a confundir las alternativas, las cuales —señala J. L. Chrétien— se
vuelven, una vez puestas en ese punto extremo, indiferentes entre sí: más allá de la esencia, vivir y
morir no se distinguen; el Infinito que, en la relación cara a cara, precede a la justicia, acaba
confundiéndose, por su propia desmesura, con el caos, y, por ello, con la injusticia; el Otro tanto
puede ser el maestro como el ofensor o el verdugo. Todo lo cual cristaliza en la paradoja, que
también este autor denuncia, de sostener que el yo se despoja de su talante imperialista y de su
soberbia, al cargar sobre sus hombros con el universo entero, como responsable de todo y de
todos cual Atlas. Como en la misma línea ha señalado P. Nemo, la criaturidad del hombre, tan fina y
profundamente analizada por Lévinas, no entraña sólo la exposición desprotegida ante la Ley, sino
también ante el proyecto que Dios tiene de salvar su creación, cosa que requiere ver en el
sufrimiento del yo no sólo una exigencia de responsabilidad para con el otro, sino además una
carga demasiado pesada para el propio yo solo.
Sin salir de este debate, creemos que merece especial atención la reflexión que ha desarrollado P.
Ricoeur. Si Husserl intentó que el alterego derivara del ego, Lévinas, en contraste con él, le reserva
al Otro la iniciativa de investir de responsabilidad al yo. Señala al respecto Ricoeur que, en el uso
sistemático del exceso en su argumentación, Lévinas ha solapado el yo con el gran género
ontológico lo Mismo, y el otro con el género lo Otro, polarizándolos de manera tal, que resulta
impensable reconocer que también el Otro es un sí mismo, es decir, que es como yo, alguien capaz
de decir yo, esto es, semejante a mí. Ello se debe a que, en Lévinas, la identidad de lo Mismo va a la
par con una /ontología de la totalidad, conforme a la cual es peculiar del sí mismo su voluntad de
cerrazón en sí o de separación; lo que provoca que la alteridad sea concebida como absoluta
exterioridad, es decir, como distancia equivalente a la ausencia, o como Otro con el que no cabe
ninguna relación, y de la que queda, pues, absuelto. Obsérvese la paradoja a la que ha conducido el
paroxismo utilizado como método: el yo-mismo ha de ser pensado a partir del Otro —de quien
proviene la palabra primera: «No matarás»—; y, como ante todo hay que evitar que el yo torne
hacia sí afirmándose y ensimismándose, se acentúa la asimetría existente entre el yo y lo Otro,
subrayando para ello la altura y la exterioridad de este último, de modo que los términos en
relación quedan absueltos de la misma relación. Que en la /relación no guarden relación entre sí,
sólo es posible si se elimina cualquier / entre, esto es, si desaparece toda medida común y, en su
lugar, prima la desmesura de un Infinito que sólo se deja acoger haciendo sentir su propio exceso:
como carga abrumadora para el yo o, más exactamente, el yo como carga para sí mismo.
Todo esto comporta concebir la existencia casi exclusivamente como un peso que lastra al
existente, de manera que su experiencia primordial no es el gozo, sino la fatiga: lo propio del yo es
estar excesivamente lleno de sí, pero no satisfecho; más bien, saturado. Como si, en lugar de gozar
de sí, a la existencia se le enredaran los pies en el yo existente, y anduviera a trompicones. De ahí,
el concepto de recurrencia que define al sí mismo, definido por la pérdida hasta el agotamiento, y
no por la plenitud. El yo jamás es gozo de sí, siempre lo es de otra cosa; por eso también está en sí
mismo alterado hasta la extenuación, dolencia de expiación que no conoce consuelo. Pero, como el
mismo Ricoeur señala, sin dejar por ello de reconocerle al Otro la iniciativa, es preciso modular con
tonos distintos la concepción de lo Mismo y su relación con lo Otro: si lo único que determina al yo
es la voluntad de repliegue, de aislamiento y de sordera, difícilmente podría este responder.
¿Cómo podría oír la llamada y acogerla como propia, si le fuese tan extraña y, con ello, tan ajena?
II. LA INTERPELACIÓN.
La reflexión y el debate que la obra de Lévinas ha propiciado no han hecho más que empezar, y no
es su menor virtud la de haber marcado, en pleno desnortamiento nihilista, una nueva y fecunda
dirección a la investigación que se embarca a la búsqueda del que, en palabras de J. L. Marion, haya
de tomar el relevo del sujeto. Este autor propone como sucesor, tras el desastre del Yo, la figura
del interpelado, que se caracterizaría por estos cuatro rasgos: 1) Convocación: cuando se produce
la llamada, el interpelado se siente destinatario de una reclamación, lo suficientemente poderosa
como para tener que acudir y rendirse ante ella. Sacudido y alterado, ha de renunciar a su
autarquía, sin perder por ello su identidad, que pasa a ser la de un me destinatario de una
convocatoria, cuyo origen permanece oculto, y no la de un yo, fuente de la apelación. En suma, la
individualidad es relativizada por partida doble: a) al ser precedida y producida por una relación, y
b) al ser esta de origen desconocido. 2) Sorpresa: resultado de una convocación, el interpelado se
reconoce prendido y dominado por un éxtasis que se le ha impuesto y lo destituye como sujeto
intencional: más que dueño de un mundo de objetos, se siente sobrecogido en un éxtasis, cuyo
origen permanece indeterminado. 3) Interlocución: esta opera la reducción a lo puramente dado, lo
que exige suspender en el yo todo cuanto no proceda de la reclamación misma, dejando, por ello,
reducido a este a la pura donación de un mi/me: «Yo me recibo de la apelación que me da a mí
mismo» —escribe Marion—. Ni el nominativo (Husserl), ni el genitivo (del ser: Heidegger), ni el
acusativo (Lévinas), corresponderían al estatuto del interpelado, sino el dativo: «Dativo dado,
ablativo donante, el mí/me se pone, por así decir, en oblación». 4) Facticidad: el interpelado
soporta la apelación como un hecho que le precede. La palabra primera fue siempre una palabra
oída y siempre incomprensible, que lo primero que dice no es ningún sentido ni saber ninguno, sino
la alteridad de la iniciativa que abre al hecho de que un don me adviene, y que de él procedo. Por
ello, nunca coinciden apelante y apelado: este nunca puede oír perfectamente la apelación, a la
que, además, llega siempre con retraso, y, en cuanto apelado, siempre le resulta el apelante
exterior y anterior. «El hecho de la apelación -apelándome antes incluso de que yo oiga algo- me
hace desde el origen diferir de este origen y de cualquier yo que sea». En otras palabras, el yo no es
su propio origen y, en su ser, se siente diferir de sí mismo, es decir, se reconoce dado a sí mismo
como un mí/me por la apelación que lo ha reivindicado antes de ser. Según Marion, lo único propio
capaz de respetar la separación diferenciadora/diferidora característica de la apelación, es el
responsorio, en el cual el interpelado recoge la convocación y la admite como algo que,
efectivamente, le adviene y es para él una carga. El responsorio significa que la alteración me
concierne, y, sin desvirtuarla, es reconocer que la apelación le precede gratuitamente: «La gracia
da el mí a sí mismo antes de que el yo se aperciba»3. Se trata, pues, de concebir la pasividad del
/sujeto, de manera que esté marcada por el don, más que por la fatiga, y ello sin ceder a ñoñeces
dispuestas a ignorar el lastre que arrastra consigo la existencia. Primar el don, pero sin desconocer
la fatiga: siendo infatigables por haber sido agraciados con el don de la fuerza de asumir la fatiga,
es decir, por poder agradecer el mismo dar gracias. El sí mismo interpelado (heme aquí) se
recuperaría como yo (aquí estoy) al traducir su vulnerabilidad en acción que responde a la llamada
y se sabe, en el agradecer, respuesta a una dádiva, de la que da testimonio. Esta recuperación no
significaría regresar al Yo imperialista y separado, sino componérse(las) para no desvanecerse por
el quebranto al que el yo queda en sí mismo reducido, y, convertido en un yo nuevo, ser capaz de
reconocerse / huella del exceso sobre el ser.
NOTAS: 1 E. LÉVINAS, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, 133. — 2 M. BLANCHOT,
L'Écriture du désastre, 53 y 30. — 3 J. L. MARION, El sujeto en última instancia, 452, 453 y 458.
BIBL.: BLANCHOT M., L'Écriture du désastre, Gallimard, París 1980; CHALIER C., Lévinas. La utopía
de lo humano, Río Piedras, Barcelona 1995; CHRÉTIEN J. L., De la fatigue, Minuit, París 1996;
LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de
la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; MARION J. L., El
sujeto en última instancia, Revista de Filosofía 10 (Madrid 1993); MARTÍN VELASCO J., El encuentro
con Dios, Caparrós, Madrid 1995; NEMO P., Job y el exceso del mal, Caparrós, Madrid 1995;
RICOEUR E, Soi-méme comme un autre, Seuil, París 1990; ID, Amor y justicia, Caparrós, Madrid
1993.
YO Y TÚ
DicPC
Mientras el tú ha sido objeto de atención por parte de los filósofos sólo en fechas relativamente
recientes, se pueden distinguir, por lo menos, tres significados principales y progresivos del yo en el
ámbito de la historia de la filosofía: el yo como conciencia, el yo como autoconciencia, y el yo como
/relación. Conviene prestar atención a esta diversidad de significados porque es en virtud de la
evolución que tiene lugar /entre ellos como se configura el significado y la relevancia que en la
actualidad tiene para el pensamiento filosófico la cuestión de la relación yo-tú.
Frente a este modo de concebir el yo, que se caracteriza, sobre todo, por su enfoque claramente
individualista, la segunda acepción, que entiende el yo como autoconciencia, parece pretender
superar la unilateralidad y parcialidad que tal punto de vista implica, y completarlo con una
perspectiva de generalidad en la que la verdad relativa de cada yo empírico pueda quedar
integrada. Esta idea del yo como autoconciencia, que alcanza su apogeo en el seno del Idealismo
alemán, surge, en realidad, de la distinción que Kant realiza entre el yo como objeto de la
percepción y el yo como sujeto del pensamiento en sentido trascendental, es decir, como unidad
de la apercepción pura. Sólo sobre la base de esta distinción ha podido Fichte elaborar su doctrina
del yo infinito, cuya actividad consiste en poner la totalidad de lo que es, estando esta limitada
exclusivamente por el no-yo. El no-yo alude aquí a lo dado en la percepción como distinto del yo, es
decir, designa ese choque de lo real sobre nuestra conciencia, en virtud del cual podemos distinguir
lo que es una representación del /mundo y lo que sólo es una mera imagen de nuestro espíritu. No
obstante, Fichte deduce el no-yo a partir del yo, es decir, muestra que el no-yo es el producto de
una actividad inconsciente del yo y, por lo tanto, que es producto de la actividad práctica del
hombre en el mundo. Pero este no-yo, como mundo que se opone al yo, es realmente, en el
planteamiento de Fichte, no sólo el índice de la actividad infinitamente creadora del sujeto, sino
también de nuestro destino moral. Y esto supone que este no-yo no se confunde con los otros, o
sea con el tú. Es decir, a pesar del marco idealista de su reflexión, Fichte es uno de los primeros
filósofos de la intersubjetividad, que preludia ya la concepción del yo como relación entre
individuos a través de la comunicación, que será la concepción característica de nuestra filosofía
contemporánea. Lo que sucede es que los inmediatos seguidores de Fichte, y Fichte mismo, no van
a proseguir en la dirección de esta sugerencia, sino que van a profundizar más bien en lo que
representa el yo como autoconciencia.
Es sabido que el espíritu del pensamiento contemporáneo no ha seguido los derroteros que se
seguían de la filosofía de Hegel, desarrollándose, frente al auge idealista de lo general y lo
abstracto, una fina sensibilidad por lo concreto y existencial. En el marco de esta nueva
sensibilidad, surge la tercera acepción del concepto de yo como relación. En este contexto, el yo
aparece ya en conexión con el tú en una de las modalidades de su relacionalidad, siendo la otra la
relación cognoscitiva sujeto-objeto. Para Kierkegaard, por ejemplo, el yo es básicamente relación
con uno mismo y relación con los demás; Heideggercomprende la noción del yo a la luz de su
concepción del ser como seren-el-mundo; y Scheler la desarrolla ya expresamente como referencia
esencial a un tú o a un ello, en una aplicación original de la idea 7fenomenológica de
intencionalidad. Y es que, entre otros grandes problemas que el énfasis idealista en la concepción
del yo como autoconciencia había transmitido al pensamiento contemporáneo, uno de no poca
envergadura era el de la justificación filosófica de la realidad de los otros sujetos como /otros o
distintos del yo propio.
Pero hay más. El núcleo propio de la aportación de Buber estriba, no sólo en su reivindicación de
una relación de interpelación (relación yo-tú irreductible a la relación sujeto-objeto y, por tanto,
esencialmente distinta a la percepción asimilante de los otros y de lo otro en su naturaleza o en su
esencia, que no aboca en último término a verdades u opiniones expresadas en forma de juicios,
como la experiencia de cualquier clase de objeto), sino que esa relación yo-tú, descrita por
oposición a lo que Buber designa como yo-ello, se afirma como relación originaria y fundamental
respecto a relaciones de instrumentalización, de objetivación y de uso. O sea, originariedad de la
sociabilidad, por oposición a la estructura sujeto-objeto, no siendo esta necesaria como
fundamento de aquella.
Esta filosofía buberiana de la relación yo-tú, en la que se retraduce lo esencial del mensaje del
hasidismo, insiste, pues, sobre todo, en la diferencia de la relación yo-tú frente a toda relación de
objetivación y uso. Y es esta diferencia la que determina la posición de Buber frente a la diversidad
de las cuestiones que se le plantean, ofreciendo a la complejidad de su obra el hilo conductor que
recorre y unifica el todo. También esta diferencia tiene su trasfondo teológico en la prohibición
judaica de formarse imágenes de Dios, a partir de la cual el judío distingue los dioses de los
gentiles, en cuanto ídolos (meras creaciones humanas, proyecciones subjetivas de sus deseos o
temores), respecto de Yavé, el Dios que no se deja comprender ni utilizar. Por eso, en las
descripciones que hace Buber de la relación yo-tú se deja escuchar todavía, por debajo del lenguaje
filosófico, el eco de aquella fe profética que se oponía de manera tan radical a la idolatría y al
ritualismo propiciatorio e interesado, que degrada y falsea la auténtica relación con Dios.
La relación yo-tú es, para Buber, sobre todo una relación inmediata (es decir, sin intermediarios), y
se caracteriza por tener lugar como presencia de ser a ser. Se entiende aquí por presente lo que
persiste, no el instante matemático que sólo es un ahora. Por el contrario, en la relación yo-ello no
cabe este presente, pues los objetos que el individuo conoce y utiliza están en el tiempo que pasa.
Como para Heidegger, también para Buber el hombre es ser-en-el-mundo. Pero en su caso, ser-en-
el-mundo significa existir como /ser (Wesen) a través de cuyo ser (Sein) lo que es (das Seiende)
puede llegar a ser reconocido como algo independiente y uno (Seinszusamenhang). En esto radica
la especificidad de lo humano y la razón de su diferencia frente a los demás seres: sólo para el
hombre el mundo puede no ser el simple correlato necesario de unas necesidades vitales. Construir
una totalidad puede equivaler, entonces, a realizar la unidad del mundo en el que el hombre está.
Es, por tanto, mediante la relación con lo que está frente a mí en su entera presencia, y frente a lo
cual yo mismo estoy presente con todo mi ser, como se articula el mundo como todo y como uno.
No se deduce de ello que sea yo quien articula la unidad del mundo, estableciéndome yo mismo a
distancia. La Urdistanz es aquello en lo que estoy, como la situación desde la que puedo entrar en
relación.
Se puede comprender fácilmente, después de lo dicho, que Buber se defienda con firmeza de los
juicios que ven en su teoría del encuentro una mística. Y es que, en su opinión, esa acción en la que
se afronta la realidad desde una comprensión de ella, previa a las distinciones sujeto-objeto,
sagrado-profano, teoría-praxis, muy poco tiene que ver con una mística en la que el yo se sumerge
y se diluye en lo absoluto. Precisamente la condición de la relación yo-tú es la individualidad real de
quienes participan en ella. A su vez, el lenguaje como diálogo hace del encuentro una relación en la
que los términos nunca forman una totalidad, sino que el tú sigue siendo en ella trascendente y
otro respecto del yo. Y así es como se expresa en Buber, una vez más, un tercer motivo teológico
hebreo: la resistencia del /judaísmo a cualquier forma de divinización del hombre, en idéntica
medida a como se opone al pensamiento de la encarnación de Dios.
Uno de los ámbitos en que mejor se muestra la productividad de este pensamiento de la relación
yo-tú es, sin duda, en el de la Hética. La distinción radical entre la relación cognoscitiva yo-ello y la
relación yo-tú del diálogo, y la independencia total de esta relación respecto a aquella, adquiere,
en efecto, un significado positivo al abrir la perspectiva de una nueva ética y un nuevo orden del
sentido. Pues desde la perspectiva de Buber la ética no comienza ya ni con el valor de unos valores
que valen ontológicamente en sí a la manera de Ideas platónicas, ni a partir de una previa
tematización, conocimiento o teoría del ser que va a parar al conocimiento del yo, del cual la ética
sería una consecuencia, ni tampoco empieza en la ley universal de la razón. La ética comienza ante
la alteridad del otro, ante el tú o ante el rostro, como gusta decir Lévinas, un rostro que implica mi
/responsabilidad por su expresión humana, la cual no puede, sin alterarse, ser tenida
objetivamente a distancia.
BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; ID, Das dialogische Prinzip, Lambert Schneider,
Heidelberg 1962; LÉVINAS E., Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca
1977; LbwITH K., Das Individuum in der Bolle des Mitmenschen, K&ser, Munich 1928; MARCEL G.,
Le Mystére de l'Étre, Aubier, París 1951; ORTEGA Y GASSET J., La percepción del prójimo, en Obras
completas VI, Alianza, Madrid 1983; ROSENZWEIG F., Gesammelte Schriften, 10 vols., M. Nijhoff, La
Haya, 1979ss; SÁNCHEZ MECA D., Martin Buber, Herder, Barcelona 1984; THEUNISSEN M., Der
Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart, Gruyter, Berlín 1965.
D. Sánchez Meca