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Breves

reflexiones de nuestros días

Manuel Alejandro Guerrero

Junio 2017

Los tres ensayos que componen estas Breves reflexiones nacen de la inquietud de pensar
acerca del entorno general en el que se despliegan los múltiples ámbitos de la
Comunicación hoy día. Un campo, más que una disciplina, que tratamos de entender y en
el que trabajamos todos los días como docentes e investigadores en el Departamento de
Comunicación de la Universidad Iberoamericana.

Desde luego, tratar los variados temas y dilemas que cruzan la comunicación en nuestro
tiempo es una tarea imposible. Por ello, he decidido mirar los cambios y los procesos que
hoy la intervienen desde tres dimensiones particulares, si bien interrelacionadas, y que
tienen que ver con algunas áreas de trabajo en este Departamento. Desde ahí se
proponen estas reflexiones, que no aspiran a ser más que provocaciones al debate, al
intercambio y a la propuesta. Estas dimensiones, a mi parecer centrales en comunicación,
tienen que ver con el papel del Estado, con la revolución tecnológica y con el aspecto
emocional de la naturaleza humana, que hoy parece tan proclive a canalizarse mediante la
ira, el populismo y la propaganda.

ÍNDICE
1.- ¿Qué esperábamos luego de 35 años de desmantelar al Estado? 3
2.- ¿Cómo llegamos aquí? Telepopulismo: entretenimiento, posverdad y el fin 13
de la ética de la responsabilidad
3.- ¿Hacia la cerrazón? El mundo de la ira y la solidaridad como un antídoto 24

¿Qué esperábamos luego de 35 años de desmantelar al Estado?

Manuel Alejandro Guerrero

La llegada al poder de Margaret Thatcher (1979-1990) en Gran Bretaña y Ronald Reagan


(1980-88) en Estados Unidos significó mucho más que el cambio de partidos en sus
respectivos gobiernos. Fue el inicio de una nueva época que reemplazaba los equilibrios,
consensos y valores reconocidos internacionalmente desde el fin de la segunda Guerra
Mundial por un proyecto global de corte neoliberal, mismo que hoy también está en crisis,
en parte a causa de sus propias contradicciones.

El mundo de posguerra en Occidente legitimó la idea de un Estado con capacidades


efectivas de regulación, de intervención económica y de amplia actividad en las tareas del
crecimiento y desarrollo económico y social. La idea del ‘Estado de bienestar’ (o Welfare
State) encarnaba así los objetivos de los grandes movimientos por los derechos sociales
del último tercio del siglo XIX. El clima de posguerra favoreció, por vez primera en la
historia moderna, los consensos generales suficientes para que el Estado asumiera
responsabilidades sociales frente a su población con el fin de dotarla de pisos mínimos
que redujeran las desigualdades.

Aunque en algunos países europeos ya ocurría, a partir de entonces ya no había duda de


que el Estado debía ocuparse de garantizar la educación, dotar de servicios de salud, crear
redes de seguridad social, y reconocer y defender los derechos laborales (hasta con
seguros de desempleo). Pero también habría de construir y operar la infraestructura de
comunicaciones (la radiodifusión, definida en Europa como servicio público) y
telecomunicaciones (entonces telégrafía y telefonía) y de mantener la propiedad sobre los
recursos naturales estatégicos –agua, electricidad, petróleo. Debe señalarse que en
México, por razones también propias –las nociones de justicia social de la Revolución

3
plasmadas en algunos de los artículos clave de la Constitución, pero sobre todo en el
espíritu de la época—, el Estado asumió muchas de estas tareas, aunque siempre con un
fuerte componente paternalista, clientelista y autoritario.

La idea del Estado de bienestar se anclaba entonces en ciertos valores que derivaban de
los movimientos sociales de fines del XIX, de las lecciones de la crisis financiera de 1929, y
de la experiencia de la segunda Guerra Mundial: justicia, equidad y solidaridad como
bases del sentido de comunidad y de la cohesión social. Este papel del Estado permitió a
muchos países europeos (y a Canadá) consolidarse como naciones de clases medias e
iniciar el despegue económico que posteriormente sería la base de la Unión Europea.1 Es
cierto que este panorama era mucho más cercano a las realidades de países como
Inglaterra, Suecia, Francia, u Holanda, que a la de Estados Unidos, pero incluso en este
último, a pesar de la histórica tradición de desconfianza frente al poder del Estado, la crisis
de 1929 y el ambiente de la guerra, favorecieron la intervención estatal mediante la
política del New Deal del Presidente Franklin D. Roosevelt (1933-1945), que si bien nunca
fue tan intervencionista como en Europa, sí generó cambios importantes: desde reconocer
los derechos de los consumidores y la libertad sindical, hasta la creación de leyes y
agencias para regular a las corporaciones y a los mercados financieros. Algunas de estas
medidas se mantuvieron e inspiraron, por ejemplo, algunos aspectos del proyecto de la
Gran Sociedad del Presidente Lyndon Johnson (1963-1969) en los años 60 en temas de
derechos de minorías, educación y vivienda popular.

En muchos sentidos, los partidos progresistas y de la izquierda democrática tenían mayor


sintonía que los conservadores y de las derechas democráticas con este tipo de Estado,
que no obstante reticencias y críticas, asumieron las responsabilidades de gobierno en el
marco general de estos acuerdos de posguerra. Así, en distintos momentos entre 1940 y
1970, conservadores en Gran Bretaña, demócratacristianos en Alemania Federal, y hasta


1
En México, el periodo entre 1950 y 1980 es también el del surgimiento de las clases medias modernas –
que pasaron de 16.6% a 23.4% de la población total en el periodo— a costa de una reducción efectiva de las
desigualdades. En este mismo periodo, el 10% más rico disminuyó su participación en el ingreso nacional de
45.5% a 39.2%, mientras que los sectores medios lo incrementaron de 36.5% a 43.5%.

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Republicanos en Estados Unidos, dirigieron gobiernos en el marco de un Estsdo de
bienestar.

Sin embargo, para los años 70 este modelo de Estado había generado excesos
burocráticos, costos enormes de operación y déficits fiscales que, en el caso de Europa,
algunos responsabilizaban de la llamada ‘euroesclerosis’ que se vivía. Dice Fernando
Escalante en El neoliberalismo (2015) que:

Los setenta fueron la década decisiva. Ahí inicia la transición cultural hacia el orden
neoliberal. El detonador es la crisis económica, desde luego, pero contribuye
también la inercia del ánimo contestatario de los sesenta, los nuevos patrones de
consumo, la derrota cultural del modelo soviético, y el activismo de las
fundaciones neoliberales; en conjunto, todo ello produce lo que habría que llamar
un ‘giro civilizatorio’, que daría origen finalmente a una nueva sociedad,
intensamente individualista, privatista, insolidaria, más desigual y satisfecha,
conforme con esa desigualdad (pp.110-11).

Es justo en este ambiente que llegan al poder Thatcher y Reagan enarbolando la crítica
neoliberal a un ‘exceso de Estado’, propugnando por acotar sus funciones, su regulación y
su influencia para dar mayores libertades a los actores individuales. Para el
neoliberalismo, toda restricción de la acción del Estado puede traducirse en una ganancia
para los individuos y, a partir de esta forma de ver el mundo, estos líderes transformaron
sus países y marcaron el rumbo del resto. Desde luego, ni Reagan ni Thatcher crearon esta
cosmovisión, pero sí sentaron las bases para su expansión global de la mano de partidos y
movimientos conservadores y de derechas.

A fines de la década de 1930, dos economistas austríacos, Leopold Von Mises (1881-1973)
y Friederick Hayek (1899-1992), alertaban contra los principios de lo que sería el Estado de
bienestar, pues consideraban que no sólo atentaban contra la idea de la libertad
individual, sino que incubaban los mismos males del colectivismo que definía tanto al
comunismo como al nazismo. Después de la segunda Guerra Mundia, Hayek fundó en
Suiza la Sociedad Mont Pelerin (www.montpelerin.org), al lado de otros destacados

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intelectuales como el propio Von Mises, Karl Popper, Milton Friedman y Gerorge Stigler,
con la finalidad de expandir esta forma de ver el mundo entre académicos, tomadores de
decisiones y hombres de empresa. Precisamente éstos últimos comenzaron a sentirse
atraídos por la idea de limitar la acción del Estado en favor de las libertades individuales,
las cuales muy rápidamente se entendieron también como libertades empresariales y
corporativas con demandas concretas de menor regulación e impuestos. Otras
fundaciones surgieron con estos mismos propósitos –la Fundación Heritage, la Fundación
Cato, el Instituto Adam Smith—y financiaron proyectos y facultades en universidades
como Chicago, Virginia y más tarde, la Escuela de Negocios de Harvard y muchas otras
más, que formarían a los tomadores de decisiones de varios países y de los organismos
internacionales en temas financieros, económicos, de negocios y de políticas públicas.

A los principios del Estado de bienestar, el neoliberalismo opone el de la libertad


individual (y corporativa) definida por la natural propensión a competir en el mercado. La
persona es, ante todo, un consumidor y la democracia, un mercado abierto a opciones de
elección. El ciudadano-consumidor tiene el derecho a exigir mejores servicios, pero éstos
sólo pueden ofrecerse en un mercado competitivo. Por lo tanto, no puede ser el Estado,
sino las empresas privadas, las únicas capaces de dotar al ciudadano-consumidor de los
servicios con mejor calidad y eficiencia. El papel del Estado debe entonces ceñirse a
mantener la seguridad, la propiedad privada y a hacer valer los contratos entre
particulares en caso de disputa. Es decir, un Estado que sea fuerte en mantener el orden,
la vigilancia y la propiedad. En cualquier otro ámbito, el mercado es más eficiente, por lo
que no tiene sentido restringir la creatividad corporativa, mantener pesadas burocracias y
cobrar altos impuestos.

Para principios de los 90, la caída de la Unión Soviética y el derrumbe ideológico del
llamado ‘socialismo real’ parecían confirmar que sólo había un camino a seguir: el de las
democracias liberales y de mercado, como apuntó entonces Francis Fukuyama en su libro
The End of History and the Last Man (1992). Ni en el discurso, ni como modelo de
desarrollo hubo nada que pudiera contener ya la ola neoliberal que se apoderó
rápidamente del resto de la Europa Occidental, de las naciones de la Europa Oriental y,

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desde luego, de América Latina. En México, si bien las primeras medidas de este tipo
comenzaron durante el gobierno del Presidente Miguel De la Madrid (1982-1988) en la
segunda mitad de los 80, ha sido a partir del Presidente Salinas De Gortari (1989-1994)
que se convirtieron en la base del modelo económico hasta nuestros días.

El problema con esta visión, en principio tan atractiva para la libertad y la creatividad, es
que en la práctica ha implicado desmantelar las capacidades del Estado para poder
proveer y dotar de servicios con carácter público, es decir para todos y sin discriminación.2
En muchos lugares, se han privatizado los servicios como el agua y la electricidad, se ha
concesionado la construcción de infraestructura a privados y se han vendido las empresas
públicas en áreas estratégicas –como el petróleo y la energía—a grandes corporaciones. El
resultado ha sido el incremento de la desigualdad y de la concentración de la riqueza, la
precarización de las condiciones laborales, y el rápido deterioro de los servicios públicos
de salud, de educación y de seguridad social, al tiempo que se crean hospitales, escuelas y
seguros de lujo privados. Asimismo, se han reducido impuestos para los sectores más ricos
y se han quitado las barreras regulatorias a la inversión, lo cual si bien puede implicar
innovación en productos y servicios, también trae aparejada la falta de vigilancia ante la
corrupción y el abuso financiero y corporativo.

Es innegable que los mercados han generado servicios de gran calidad. El problema es
equiparar bajo las mismas reglas del mercado el servicio de TV Digital y los ‘servicios’
educativos. Aquí resulta obvio –aunque no se suele decir—que al no tener el mismo poder
adquisitivo, los ciudadanos-consumidores tampoco tienen derecho a los mismos servicios.
Si se quiere buena educación, se paga; si se quiere utilizar un puente o una vía rápida, se
paga; si se quiere atención hospitalaria de calidad, también se paga. Lo público cada vez es
menos ‘de todos’, y cada vez más para quienes pueden pagarlo a concesionarios y
privados. Así, mientras las desigualdades crecen, el arrinconamiento del Estado ha


2
Aquí es muy importante precisar que al referirme al ‘desmantelamiento del Estado’, hago referencia a la
disminución de sus facultades y capacidades de acción social, de dotación de servicios públicos, de
redistribución del ingreso y de regulación en los ámbitos corporativos, fiscales y financieros. El
neoliberalismo, en cambio, de hecho ha fortalecido los aparatos de seguridad y vigilancia del Estado. La
guerra al terrorismo –o al narcotráfico, en nuestro caso—ha sido clave para ello.

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disminuido seriamente sus capacidades para atender adecuadamente las crecientes
demandas de numerosos sectores sociales a la deriva en términos de servicios públicos,
educación, salud, seguridad social y condiciones laborales.

En este sentido, visto que lo importante es la rentabilidad empresarial a partir del


consumo y ya no del trabajo, la mera idea de los sindicatos y de las protecciones al
trabajador resultan casi repulsivas, por lo que las redes de seguridad laboral han sido de
los aspectos más rápidamente desmontados. Hoy, una gran parte del empleo pasa por
sistemas de contratación eventual, por proyecto, y por outsourcing sin responsabilidades
para los empleadores y sin garantías para los empleados. Se trata de lo que Boaventura de
Souza Santos llama ‘el fascismo laboral’.

Ante la desolación del panorama, el discurso neoliberal enfoca la mirada en la


responsabilidad primordial de los individuos para ‘construir su propio destino’, desviando
la atención de todo este proceso, lento y silencioso, de destrucción de las redes de
bienestar y seguridad social. No es casual, a partir de los 80, el incremento de
publicaciones y ‘best-sellers’ que enfatizan los diez pasos para el éxito personal o los
secretos para enriquecerse a partir de la mera voluntad. Si hoy no se es rico, exitoso y
popular es porque no se quiere o porque se carece de ‘emprendedurismo’. Este discurso
también presenta al consumo como el espacio de medida del éxito y de la felicidad
individuales. En este sentido, dice Bauman en Work, Consumerism and the New Poor
(1998) que la pobreza ya no se refleja solamente en la carencia de comodidades y
sufrimiento, sino que adquiere dimensiones psicológicas: no estar dentro de los grupos
que consumen es carecer de ‘una vida normal’, por lo que se vuelve una terrible causa de
angustia, vergüenza y pérdida de autoestima.

El mundo queda entonces dividido entre ganadores y perdedores, donde la pertenencia a


alguno de estos grupos es cuestión de mera voluntad y donde se desestiman contexto y
circunstancias. Paul Verhaeghe en What about Me? (2014) asocia una serie de afecciones
físicas y psicológicas –desde los desórdenes alimenticios hasta la depresión— a un mundo
que justamente exacerba la competencia individualista, la búsqueda frenética del éxito y
la riqueza personal a toda costa en entornos que no favorecen ni promueven la cohesión

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social, los fines comunes o la solidaridad, nociones marginadas y hoy claramente ‘fuera de
moda’.

El neoliberalismo no tiene en su horizonte resolver la pobreza, la desigualdad o la


injusticia, sino generar riqueza, y entre menos regulada, vigilada y fiscalizada, mejor. Y
precisamente el desmantelamiento de las facultades del Estado también le ha restado
capacidad para prevenir y sancionar el abuso y la corrupción política y corporativa.
Corrupción que, justo por estas incapacidades, se ha vuelto no sólo más descarada, sino
también más catastrófica, como demuestran los grandes escándalos corporativos –Enron
y Worldcom--, y el colapso financiero global de 2008 que puso al borde de la quiebra a
países enteros sin que ninguno de los verdaderos responsables tuvieran que responder
ante la justicia.

La crisis de 2008 –gestada por la desregulación que enriqueció inmoralmente a unos


pocos, sin consecuencias—tuvo un impacto terrible en el nivel de vida y el bienestar
global, desatando tasas de desempleo no vistas en décadas, poniendo en riesgo el
patrimonio de millones de personas y forjando una recesión tan profunda que ha
terminado no sólo por desacelerar el crecimiento de países como China e India, sino
también por minar la confianza en el proyecto de la propia Unión Europea. No deja de ser
notable que la receta para salir de la crisis también sea de corte neoliberal: incrementar
los pagos de deuda e inyectar capital por parte de los gobiernos a economías desfalcadas
por la abusiva especulación de unos cuantos. Los recursos, desde luego, han fluido a costa
de mayores recortes al gasto social que inevitablemente generan mayor fragilidad e
incertidumbre en las condiciones de vida de la gran mayoría de la población.

Lo interesante es que, en su momento, algunos de los países con fuerte tradición


socialdemócrata y corporativa –Escandinavia, Francia, Austria, Grecia y Portugal--
intentaron reaccionar contra esta situación de deterioro, desigualdad, corrupción,
impunidad y promesas incumplidas votando a la izquierda en alguno de sus procesos
electorales entre 2008 y 2015 (Tabla 1). Asimismo, entre 2008 y 2012 Estados Unidos y
Canadá canalizaron esta inconformidad fundamentalmente hacia los partidos progresistas
y liberales en una especie de búsqueda desesperada de soluciones ante la incertidumbre,

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la crisis y el sentimiento de abandono. Incluso en América Latina, los gobiernos de Brasil,
Chile, Uruguay, pero también Argentina (sobre todo con Cristina Kirchner), Ecuador,
Nicaragua, Bolivia y, de forma más extrema Venezuela, intentaron reaccionar ante el
desafío neoliberal, aunque en algunos casos con un fuerte componente autoritario
restrictivo de libertades y derechos fundamentales.

Desafortunadamente, esta izquierda por la que se votó tampoco ha sido capaz de


responder a las demandas sociales, ni de ofrecer respuestas más incluyentes, equitativas y
palpables para amplios sectores de la población, lo que ha excacerbado el descontento y
favorecido el momento para el neopopulismo. Pero, ¿por qué fracasa la izquierda en
ofrecer alternativas?

Por la terrible combinación de dos factores. Por un lado, la ya referida disminución de las
facultades del Estado. Por el otro, la pérdida de identidad de la propia izquierda, que
desde la década de los 90 sacrificó sus principios históricos de equidad, justicia y
solidaridad en aras de capturar el voto de ‘un centro electoral’ que aparentemente no
quería saber más de ideologías, con lo que terminó, de hecho, colaborando con el
proyecto neoliberal que ha desvalijado al Estado. En Gran Bretaña, mediante la famosa
‘Tercera Vía’, ideada por el académico Anthony Giddens, asesor del Primer Ministro Tony
Blair, el Partido Laborista adoptó la agenda neoliberal desregulatoria y privatizadora, con
tal de conseguir votos.

Renunciar a sus principios históricos en aras del centrismo, vació a la izquierda de


contenido. Peor aún, haber abrazado pragmáticamente el neoliberalismo en sus
programas, políticas y acciones tampoco significó resolver los problemas ‘de otro modo’ –
de hecho, la desigualdad ha crecido, los servicios públicos se han deteriorado o se han
privatizado, el empleo se ha precarizado—, sino que simplemente la convirtió en una
izquierda light, en una alternativa no-alternativa, que ha comenzado a pagar en las urnas
su falta de soluciones.

Ahora mismo, muchos partidos de izquierda enfrentan serias crisis de legitimidad –como
en España, Gran Bretaña o Francia—, mientras que otros, no lograron mostrar los

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resultados de una lenta y muy dolorosa recuperación de la crisis de 2008. En los procesos
electorales de los últimos dos años cada vez han sido menos capaces de entusiasmar
nuevamente al votante. Resulta incluso preocupante que en países como Finlandia,
Dinamarca o Noruega, donde recientemente ha ganado la izquierda, la segunda fuerza
electoral sea la extrema derecha (Tabla 1). En las elecciones parlamentarias en Europa
Occidental –ésa donde floreció por décadas la izquierda democrática--, de los diecinueve
procesos electorales de 2011 a 2016, ya con la crisis a tope, la izquierda sólo ha ganado en
siete ocasiones y en cuatro de estos casos, la extrema derecha ocupó el segundo sitio
(Tabla 1). Al parecer, para la izquierda, la actual crisis de identidad no tiene solución sin
una total refundación, para lo cual ya no estamos seguros que la mejor forma de canalizar
la participación sea hoy mediante la figura de los partidos políticos.


Tabla 1
Porcentaje de votaciones parlamentarias y de gobierno en países seleccionados de la
Unión Europea, 2008-2016
Año de Izquierda Derecha
País Votación
Austria 2008 29.26 25.98
2013 26.82 23.99***
Francia* 2013 40.91 37.95
2017 66.10 33.90***
España 2008 37.3 39.42
2011 25.32 41.90
Alemania 2009 23.03 27.27
2013 25.70 41.50
Grecia 2009 43.92 33.48
2012 16.78 18.85
Italia 2009 26.13 35.26
2013 29.55** 29.18
Holanda 2009 19.63 20.49
2012 24.84 26.58
Noruega 2009 35.37 22.91
2013 30.84 26.81***
Portugal 2009 36.56 29.11
2011 28.05 37.8
Bélgica 2010 13.7 17.4
2014 11.67 20.36
Suecia 2010 30.66 30.06
2014 31 23.3
Reino Unido 2010 29 36.1

11
2015 34.4 36.90
2017**** 40 42.40
Dinamarca 2011 24.81 26.73
2015 26.3 21.1***
Finlandia 2011 19.1 20.37
2015 21.1 17.7***
Irlanda 2011 19.45 36.1
2016 13.80 25.5
Luxemburgo 2009 21.56 38.04
2013 20.28 33.66
Fuente: http://www.nsd.uib.no/european_election_database.
Sólo se consideran los países de la antigua Europa Occidental, sin Malta ni Chipre.
*En 2017 para la segunda vuelta había dos opciones diferentes al establishment tradicional: el
movimiento En Marche!, de Emmanuel Macron, de derecha moderada, que triunfa, y el Frente
Nacional, de Jean-Marie Le Pen.
**Partido nuevo de carácter cívico ‘Cinco Estrellas’
***Porcentaje de votación de partidos ultranacionalistas y de extrema derecha.
**** En Reino Unido, las elecciones de 2015 dieron al Partido Conservador 330 escaños del
Parlamento (650 totales), con lo que tuvo la mayoría, que para 2017 perdió al obtener sólo 318
escaños, mientras que el Partido Laborista incrementó su presencia en esa misma elección de 232 a
261 escaños.

En los últimos años, si bien han surgido movimientos alternativos críticos, como
‘Podemos’ en España o como ‘5 Estrellas’ en Italia, ‘En Marche!’ en Francia, así como las
olas de apoyo de jóvenes votantes que recibió Obama en su elección de 2008, también
han ido tomando cada vez más fuerza movimientos populistas y partidos de ultraderecha
que sí ofrecen respuestas –descabelladas, insensatas, intolerantes, cerradas, pero
respuestas al fin. A falta de proyecto por parte de los políticos ‘del sistema’ –izquierdas y
derechas democráticas capturadas por el neoliberalismo--, la ultraderecha ha sabido
explotar la incertidumbre y el miedo de la época.

Desde el ángulo del Estado, el mayor riesgo que vivimos es que la propuesta de
reconstituir sus facultades y capacidades sociales y regulatorias se haga entonces, no a
partir de la racionalidad democrática de la autocontención del poder a partir del
reconocimiento de derechos y de la dignidad humana, sino de la emotividad identitaria y
neopopulista de la extrema derecha. Aquí hay que recordar que el Estado, si bien ha
perdido capacidad de respuesta ante los problemas sociales, la guerra contra el terrorismo
ha fortalecido sus facultades de vigilancia y policía en los últimos años. Es por tanto una

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terrible combinación, o en palabras de Gore Vidal en La fine della libertá (2001), señales
infaustas de la fragilidad de nuestras libertades, dramáticamente en riesgo. Pero ante la
falta de imaginación para proponer soluciones diferentes a los cauces neoliberales por
parte de las izquierdas y derechas del establishment, ¿qué otra cosa podemos esperar?

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¿Cómo llegamos aquí?


Telepopulismo: entretenimiento, posverdad y el fin de la ética de la
responsabilidad
Manuel Alejandro Guerrero

Nuestro entorno mediático se define por una enorme variedad de plataformas de


transmisión, una multiplicidad de canales y vías de difusión, una mayor interactividad que
borra en muchos aspectos la línea entre generadores y consumidores de contenidos, y
una verdadera explosión de creatividad. Ante esta sobreoferta, pero sobre todo ante el
flujo creciente que implica la constante innovación tecnológica, los esfuerzos, la inversión
y la publicidad se han orientado a ganar y mantener el interés de las audiencias por el
mayor tiempo posible a través de una economía en donde lo más preciado es justamente
la atención.

Estas tendencias, sin duda, han contribuido al gran momento que hoy se vive en el plano
mundial del entretenimiento en cuanto a formatos y contenidos. Pero también han
afectado dos ámbitos de la comunicación tradicionalmente vinculados con la esfera
pública: la información y la comunicación política, al confundirlas con el entretenimiento y
desestimar la veracidad de hechos y datos, en el caso de la primera, o el compromiso con
una ética de la responsabilidad, en el de la segunda. Son los tiempos de la ‘posverdad’,
que comprometen la viabilidad de una esfera pública abierta, pluralista y dialogante,
necesaria para la supervivencia democrática. La pregunta es, ¿cómo llegamos a este
punto?

Durante buena parte del siglo XX en Europa Occidental, los parámetros regulatorios
definieron a la industria mediática como un ámbito de interés público y a la radiodifusión
como uno de servicio público. Así, por ejemplo, el cine recibía grandes apoyos
gubernamentales directos en los diferentes países, pues se consideraba una forma de

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promover la cultura y el arte, pero también el idioma y la identidad. Uno de los casos más
claros es el de Francia, donde no sólo el gobierno sigue otorgando patrocinios a la
producción cinematográfica, sino que establece cuotas para la distribución y la
presentación de películas no sólo francesas, sino francófonas. Por su parte, la
radiodifusión se consideró, sobre todo, un vehículo clave para la formación cívica, por lo
que las transmisiones dependían directamente de organismos de carácter público que con
frecuencia se encargaban de la creación de contenidos, como en los casos de Francia o
Italia, aunque también se promovía la existencia de creadores independientes, como en
Gran Bretaña. De aquí surgieron los diferentes modelos públicos de la radio y la televisión
europeos, desde la BBC a la RAI, pasando por la descentralización alemana de estaciones y
canales.

En Estados Unidos, si bien desde el inicio tanto la industria mediática como la


radiodifusión tuvieron como su principal finalidad el entretenimiento y, por tanto,
dependían del financiamiento comercial y publicitario privado, a partir de la Comisión
Federal de Comunicaciones (FCC) –creada por la Ley de Comunicaciones de 1934—
también se fijó el otorgamiento de licencias a compañías que sirvieran al interés, la
necesidad y la conveniencia públicas. Bajo esta premisa las autoridades gubernamentales
y las cortes en Estados Unidos no sólo previnieron la consolidación de monopolios –como
al decretar que la empresa Radio Corporation of America (RCA) no podía ser dueña de las
dos principales cadenas televisivas, lo que daría origen a la NBC y la ABC—, sino que
fomentaron una serie de reglamentaciones y sentencias cuyo objetivo era promover ese
interés público a partir de la diversidad de empresas, de productores y de creadores. En
este sentido, se decretó la ‘Doctrina de Imparcialidad’ (Fairness Doctrine) en 1949 que
requería a los espacios informativos incluir opiniones plurales sobre temas de importancia
e interés público. También se fijaron límites a la propiedad para evitar que los dueños de
estaciones dominantes en cada mercado adquieran más estaciones o se hicieran de los
periódicos en esos mismos lugares. Y para 1970 la FCC decretó las llamadas financial
interests and syndication rules (Fin-syn) que impedían que las cadenas televisivas fueran

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dueñas de los contenidos que transmitían con el propósito de alentar la existencia de
creadores y productores independientes.

En gran medida, las posiciones regulatorias consideraban que la industria mediática no


tenía la misma naturaleza que otras industrias, como la textil o la automotriz,
sencillamente porque se orientaba a la producción y difusión masiva de contenidos que
incidían en la forma en que las personas entendían el mundo y se formaban opiniones
acerca de él. En el fondo se hallaba una concepción de responsabilidad cívica en la que si
bien se reconocía la importancia de la función lúdica del entretenimiento (que en los
modelos comerciales tenía todo el derecho de buscar la rentabilidad y la ganancia),
también se distinguía el componente informativo como una función importante para la
formación cívica de la sociedad. Esta visión sobre la industria mediática y sobre el papel de
la información estaba a punto de cambiar a partir de los años 80.

Esa década ha marcado en muchos sentidos el inicio del despegue del panorama
multimedia que tenemos hoy en día gracias a dos grandes transformaciones: un cambio
en el modelo económico marcado por la desregulación y la privatización, y una profunda
revolución tecnológica. En Estados Unidos, durante el gobierno del Presidente Ronald
Reagan (1980-1988) se cancelaron decretos y reglamentaciones bajo el supuesto de que
mucho del espíritu regulatorio de las décadas anteriores lejos de favorecer el interés
público, en realidad, lo inhibía. En esencia se modificó la forma de entender este interés,
pues ya no se promovería mediante la regulación, sino a través del mercado con base en
la popularidad de los contenidos. Desde esta perspectiva se debía sustituir el paternalismo
gubernamental por el derecho del público a elegir con libertad sus contenidos preferidos –
reflejados en ratings y share. De este modo, los contenidos de interés público serían ahora
aquellos que pudieran satisfacer mejor los deseos e intereses de las audiencias, los más
vistos y, por tanto, los más rentables.

Se puso bajo sospecha la idea de utilizar recursos públicos para fomentar artificialmente
contenidos que sólo unos cuántos querían ver, como también la de mantener reglas
inhibitorias de la creatividad y, sobre todo, de la iniciativa comercial de las corporaciones

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mediáticas. Como resultado, se abolieron la ‘Doctrina de Imparcialidad’ en 1987, las reglas
Fin-syn en 1993 y las diferentes regulaciones que impedían la propiedad cruzada y la
adquisición de todo tipo de medios por parte de una sola compañía en un mismo
mercado, así como los decretos que prevenían la propiedad tanto de contenidos como de
los canales de difusión por parte de una misma corporación.3 Esta nueva visión quedaba
muy bien representada por el entonces presidente de la FCC, Mark Fowler, para quien la
TV era simplemente una ‘tostadora con imágenes’, por lo que no había razón alguna para
distinguir el trato a la industria mediática de cualquier otra.

Los años 80 también atestiguaron el nacimiento de nuevas tecnologías, formas de


presentación de contenidos y formatos. Fue la década del Walk-man, la década en la que
se consolidó la radio FM, la década que popularizó tanto las antenas satelitales para
recepción de TV, como la TV por cable, la década del despegue irrefrenable de los
videojuegos, de la telefonía móvil y de las computadoras personales y, desde luego la
década que cerró con la interfase que conectaría el naciente espacio virtual: la World
Wide Web.

En Europa, el espíritu desregulador, encabezado por el gobierno de Margaret Thatcher en


Gran Bretaña (1979-1990), modificó de manera sustancial la forma en que se había
entendido el papel del Estado y el lugar de lo público en la industria mediática, al plantear
la disyuntiva ante esta ola tecnológica: ¿quién debía invertir en todo esto, el Estado o los
privados? En los servicios de telecomunicaciones –por ejemplo, telefonía móvil y sistemas
de televisión por suscripción vía cable o satelital—surgieron nuevas corporaciones
privadas, mientras que en la radiodifusión los canales públicos quedaron insertos en
barras programáticas en medio de una gran oferta de nuevos canales comerciales.

3
Actualmente sólo se mantiene la restricción de no tener dos estaciones de TV o radio en
un mismo mercado –pero se puede tener propiedad cruzada en estos medios--, y un tope
máximo de 39% de audiencia nacional por cadena. Sin embargo, el nuevo presidente de la
FCC, Ajit Pai, recién nombrado por el Presidente Trump, ha declarado su intención de
revisar la regulación existente a favor de las cadenas. Por ejemplo, en abril 2017,
reinstauró la regla denominada “Descuento de UHF” que permite contabilizar sólo 50% de
la audiencia de esta frecuencia para propósitos del tope máximo referido y así tener más
participación de audiencias sin penalización.

17
Estos cambios regulatorios y tecnológicos favorecieron la instauración de enormes
corporaciones globales a escala nunca antes vista. En 1985, General Electric –empresa
líder en la fabricación de electrodomésticos—adquirió Radio Corporation of America (RCA)
dueña de la cadena NBC, con lo que por vez primera una empresa fabricante de
televisores, también se hacía con la creación y distribución de contenidos. A partir de la
década de 1990, se aceleró este proceso de adquisiciones y fusiones corporativas. En
1994, Time, Inc. se fusionó con Warner, Inc. para crear el conglomerado más grande hasta
entonces en producción de contenidos. Un año más tarde, Disney, Inc. adquirió Capital
Cities (ABC) para conjuntar a un gigante de los contenidos y el entretenimiento con una
plataforma de transmisión, en una transacción que entonces batió récords –19 Mil
Millones de Dólares. Esta cifra quedó empequeñecida con la adquisición de CBS
Corporation (propiedad de Westinghouse, Inc. desde 1995) por parte de Viacom –dueña
ya de MTV, Nickelodeon, TNN, Paramount Pictures, entre otros—por 38 Mil Millones de
Dólares. Desde luego, el récord lo obtuvo America On-Line (AOL), proveedor de acceso y
navegación en Internet, cuando en 2000 adquirió Time-Warner por 166 Mil Millones de
Dólares. El proceso ha continuado en este siglo, pero ahora guiado por las empresas
líderes en tecnología, como cuando Google compró Android en 2005, YouTube en 2006,
Motorola en 2011 o NestLabs y DeepLabTechnologies en 2014 para desarrollar
inteligencia artificial. Habría mucho más ejemplos para ilustrar la forma en que las
compañías mediáticas se han convertido en ramificaciones de grandes conglomerados
que no sólo tienen ya intereses en el mundo multimedia, sino en muchos otros frentes,
desde la industria armamentista hasta la energética o la hotelera. Lo que une a todo, sin
embargo, es una misma premisa de mercado: los productos y servicios sólo pueden ser
rentables y, para ello, en una economía de la atención, deben ser atractivos, divertidos y
entretenidos.

Bajo esta lógica, tampoco puede obviarse que en mercados ferozmente competitivos,
estas transformaciones han favorecido una ola de creatividad e innovación en contenidos
y formatos sin precedente en el mundo entretenimiento. Pero, ¿qué sucede con lo
informativo y lo noticioso?

18
Ante un mar de contenidos por elegir, Christian Schicha en ‘Political Information as
Entertainment’ (2003) señala, con cierta razón, que la adaptación de formatos propios del
entretenimiento por parte de programas informativos, al hacerlos más casuales, puede
resultar también más estimulante para lograr captar la atención de las audiencias. Este
ajuste de lo informativo a la lógica del entretenimiento se conoce como infotainment. En
un contexto de creciente oferta de contenidos a disposición de los públicos, la adecuación
de ciertos formatos del entretenimiento, puede contribuir a hacer más dinámicos e
interesantes los programas informativos. El problema es que por sobre su carácter
informativo o noticioso sean fundamentalmente entretenidos, y en lugar de adaptar
formatos, adopten contenidos, lo que termina por distorsionar la lógica misma de lo
informativo al mover su ancla de la esfera pública hacia el mercado. Vargas Llosa en La
civilización del espectáculo (2012) defiende la importancia del entretenimiento, pero
critica la tendencia a transformar el espectáculo en un valor supremo que banaliza la
cultura y promueve el periodismo irresponsable de ‘chismografía y escándalo’. Así, es
frecuente presentar como información tópicos que muy poco aportan al debate y a la
reflexión sobre asuntos de interés público o bien presenciar mosaicos de ‘noticias’ que
intercalan, por ejemplo escenas de violencia urbana o del crimen organizado con otras
que refieren el precio del vestido de la ganadora del Óscar, con tanta velocidad que se
vuelve imposible darles coherencia, sentido o contexto.

En un inicio, estos cambios en la industria mediática y en la producción y distribución de


contenidos coincidieron en los años 90 –en un mundo post-soviético en el que ser
ideológico quedó ‘fuera de moda’— con una ola democratizadora en Europa del Este que
ya se expandía en algunos países de América Latina. Aquí se buscaba dejar atrás las
experiencias de los regímenes autoritarios mediante la construcción de modelos políticos
basados en la participación cívica, en la formación de partidos políticos, en la competencia
electoral y en la conformación de gobiernos representativos emanados del voto popular.
La coincidencia de estos cambios políticos en el contexto de creciente centralidad de la
industria mediática gestó de manera casi natural el nuevo escenario de competencia por
el poder: las pantallas televisivas. En Estados Unidos, la importancia de la televisión en las

19
campañas electorales data de los años 50, pero a partir de la década de los 90 esta
‘americanización de la comunicación política’, como la llaman Negrine y
Papathanassopoulos (1996), ha sido el vehículo privilegiado para la competencia por el
poder en el resto del planeta.

A partir de entonces, las definiciones partidistas históricas quedaron reemplazadas por el


pragmatismo del marketing político, la proyección del mensaje a la medida de los públicos
y el diseño de la imagen de las figuras políticas. La democracia se concibe entonces como
un ‘gran mercado político’ en el que los ciudadanos pueden elegir con entera libertad a
sus representantes (pero poco más, como diría Schumpeter), que se distinguen ya no por
sus formas de ver el mundo, sino por el diseño mercadológico de su imagen. En tiempos
en apariencia postideológicos, en los que es cuestión de policy y no de politics, todos van
‘al centro’, por lo que nadie se arriesga a desafiar lo establecido y las contiendas tienden a
ser más de formas que de fondo. Perfecto para el momento mediático de la economía de
la atención: al político se le tiene en mente por sus ocurrencias, por su eslógan de
campaña, por su avatar, por su atuendo, por sus actitudes, por sus tuits y ‘posteos’ en las
redes digitales, pero no –ni falta hace-- por sus proyectos y sus ideas.

En su entrada de la Enciclopedia de Comunicación Política sobre ‘Politainment’, Riegert y


Collins (2016) refieren con este término al empalme entre política y entretenimiento que
implica, por un lado, entretenimiento político (political entertainment) que es la manera
en que la industria del entretenimiento utiliza, explota y saca provecho de temas políticos
–por ejemplo, en Saturday Night Live—y, por el otro, la política entretenida (entertaining
politics), que es el modo en que los actores políticos sacan provecho de su visibilidad y
cargos para convertirse en celebrities. La primera acepción es una forma de presentar
temas de interés general en formatos que, al ser divertidos y satíricos, pueden también
contribuir a incrementar el conocimiento público, el interés e incluso hasta la
participación en ciertos temas. La segunda, si bien tiene el potencial para que los actores
políticos promuevan temas y debates sobre asuntos de relevancia, en realidad se ha
empleado esencialmente para promover la imagen personal y la ‘marca’ del personaje.

20
Los políticos aparecen opinando de deportes, en programas de variedades, en portadas de
revistas de sociales, y como protagonistas de las redes digitales.

En todo caso, los debates y las ideas sobre los temas de interés público quedan así
perdidos en un mar de contenidos en el que resulta cada vez más complejo distinguir los
asuntos importantes para el interés público de todo lo demás. En la feroz competencia por
la atención de los públicos, todo parecería estar en el mismo nivel. En el programa Tonight
with John Oliver, de HBO, del domingo 7 de agosto de 2016, el conductor dedicó buena
parte del tiempo a plantear las adversidades que enfrenta la función informativa de los
medios cuando éstos se vuelven demasiado dependientes de criterios comerciales
aparentemente orientados por ‘aquello que a la gente le gusta ver’. A su modo incisivo,
brillante y divertido, Oliver planteó que de seguir este tipo de criterios, se volverán cada
vez más esporádicos trabajos de periodismo de investigación como el que condujo el
equipo del periódico The Boston Globe sobre pederastia, caso sobre el que se basó la
película Spotlight, ganadora del Óscar, y en cambio veremos con mayor frecuencia
‘noticias’ sobre gatitos y otras curiosidades. Si bien desde 1991, el académico británico
John Keane (The Media and Democracy) ya denominaba esta propensión de la industria
como ‘censura de mercado’, en realidad la preocupación va mucho más allá de aquello
que no se dice en los medios.

En 1985, Neil Postman, profesor de la Universidad de Nueva York (NYU), publicó un libro
que hoy se vuelve imperativo revisar con cuidado: Amusing Ourselves to Death: Public
Discourse in the Age of Showbusiness. En esta obra escrita todavía en el ambiente de la
Guerra Fría, Postman insiste en que la obsesión de las democracias por representar la vida
en los regímenes comunistas a partir de la novela 1984 (1949) de George Orwell, de un
sistema vigilante y censor (el Gran Hermano) que todo lo ve, todo lo escucha y todo lo
sabe, les ha impedido ver que el verdadero peligro para ellas es más bien interno. Éste, de
naturaleza mucho más sutil –dice Postman—, se encuentra perfilado en Un mundo feliz
(1932), de Aldoux Huxley, y no en la obra de Orwell. Huxley define un mundo en el que la
humanidad vive sin hambre, sin guerra y sin privaciones, aunque para ello se ha creado
todo un sistema de manipulación del pensamiento (incluso a través del sueño, i.e. la

21
hipnopedia) a partir de la eliminación de cualquier ejercicio intelectual que implique
cuestionar el orden establecido mediante el consumo permanente de contenidos
entretenidos, ligeros y sedantes. Y eso es justamente lo que Postman, de forma casi
visionaria, define como las tendencias de un mundo en el que se confunde cada vez más
lo noticioso con lo entretenido, que exige su consumo informativo de forma instantánea,
con menos texto y más imagen, donde no se prohíben los libros pues hay cada vez menos
lectores, que esconde lo importante entre la sobreoferta de lo banal, y en donde a
consecuencia de ello, la sociedad se atrinchera en la pasividad y el egoismo, y la cultura se
reduce a la trivialidad.

Impulsada por una lógica comercial, la industria mediática traslapa lo informativo con el
entretenimiento en fórmulas elementales: las excepciones son los contenidos que se
enmarcan en formatos del entertainment para sugerir temas, ideas y debates; las reglas
son, en cambio, los contenidos insustanciales que se presentan como noticias. Cada vez
hay más gatitos curiosos en las pantallas –sobre todo en las pantallas a través de las que
hoy se lleva a cabo el consumo más personal, intenso y regular. Al perderse los
parámetros de lo informativo en aras de lo entretenido, todo puede ser ‘noticia’. Más aún,
en una industria con un poder de producción como nunca antes, lo ilusorio puede ya no
distinguirse de lo real. Y lo ‘real’ puede ser fabricado.

Es en este contexto mediático donde interactúan actores políticos cuyo discurso para
competir y mantener el poder responde, como se ha dicho, fundamentalmente al impulso
mercadotécnico. Y es esta coincidencia –de contexto mediático y de actores políticos—la
que en realidad genera lo que algunos han definido como ‘posverdad’, seleccionada como
la palabra del año en 2016 por el conjunto de diccionarios que publica la Universidad de
Oxford. En un artículo editorial, la revista The Economist (‘The Post-truth World: Yes, I’d lie
to you’, septiembre 2016) señala que si bien la mentira en la política no es nada nuevo,
hay un cambio en el discurso en el que los llamados a la emotividad ignoran
deliberadamente cualquier referencia a datos y hechos corroborables y comprobables en
un contexto de instaneidad comunicativa y de baja confianza institucional. De continuar
así las cosas, advierte el semanario, ‘el poder de la verdad como un mecanismo para

22
enfrentar y resolver problemas en la sociedad podría verse reducido de forma duradera’.
Habría que recordar que en los regímenes con pretensiones totalitarias, como la Unión
Soviética, por décadas se practicó la dezinformatsiya (desinformación), la distorsión
intencional de hechos y eventos para favorecer la versión oficial. Al mismo tiempo, un
componente clave del discurso populista –sea de derechas o izquierdas, pues a fin de
cuentas carece de anclaje ideológico—es que apela a las emociones por sobre las razones
(por lo que se ajusta muy bien a los formatos de pantallas mediáticas). Lo preocupante en
democracias, como la estadounidense y la británica, dice Daniel Drezner en un artículo del
Washington Post (‘Why the Post-truth Political Era Might Be Around for a While’, junio de
2016), es precisamente que el recurso de la mentira abierta coincide con bajos niveles de
confianza que muestran amplios sectores de la sociedad hacia las instituciones, la
autoridad establecida y ‘los expertos’. Sin embargo, queda aún en el aire la pregunta
sobre por qué es posible ahora ignorar deliberadamente, y sin consecuencias, datos y
hechos, es decir, ¿por qué ya no interesa verificar?

Los políticos, dice Max Weber en ‘La política como vocación’ (1917; reunido en castellano
en El político y el científico, 1967), están obligados en su desempeño a ejercer una ‘ética
de la responsabilidad’, es decir a calcular y a asumir las consecuencias, intencionadas o no,
de sus decisiones y de sus actos. Esta actitud ideal, desde luego, contrasta con la acción
política real, donde las verdades a medias y las falsedades son parte del juego. Sin
embargo, en las democracias, la función noticiosa del periodismo y de los medios ha
jugado justamente un papel de vigilante frente al poder a favor de la ciudadanía –
verificando, contrastando, corroborando lo que los políticos hacen y reportan. De este
modo, a lo largo de los últimos 150 años, las democracias le han otorgado un valor muy
positivo a la función noticiosa del periodismo y de los medios de comunicación como
informadores y vigilantes legítimos a favor de arenas públicas abiertas, libres y
dialogantes. El reconocimiento de este valor por parte de la ciudadanía y de los actores
públicos ha contribuido a moderar y equilibrar acciones y decisiones públicas –pero
también a desvelar mentiras de políticos—con lo que se han favorecido los sistemas de

23
pesos y contrapesos que sustentan la rendición de cuentas en democracia. Esto es
precisamente lo que ha cambiado.

En un mundo donde la industria mediática ha sido pronta en sacrificar lo informativo por


lo entretenido en aras de mantener la ganancia, es justamente el reconocimiento de ese
valor distintivo de lo informativo y noticioso lo que en la actualidad se ha perdido –o al
menos se halla en gravísimo riesgo. La industria mediática misma ha fomentado el
menosprecio del valor de la función informativa y noticiosa. Lo novedoso de la ‘posverdad’
no es entonces que los políticos mientan, sino que ante ello, el papel vigilante de los
medios sea desvalorado, para empezar, desde los propios medios. Si a esto se suma que la
tecnología facilita la confusión entre lo real y lo ilusorio y que la credibilidad en las
instituciones del establishment va a la baja, no sorprende que hoy las mentiras campeen
sin consecuencias en el discurso político, como tampoco la despreocupación de políticos y
de distintos sectores de la sociedad por la veracidad de los datos y los hechos.

De consolidarse estas tendencias, la noción misma de esfera pública perdería


precisamente su naturaleza ‘pública’ para convertirse en un espacio fragmentado de
consumos gregarios de contenidos en su mayoría intrascendentes, aunque entretenidos.
Donde el discurso político contribuya a mantener el espectáculo con base en desplantes
comunicativos y mercadológicos afortunados. Donde se apele a las emociones
movilizadoras y no a las razones reflexivas. Y donde a nadie importe la verdad, pues cada
quien puede crear y creer la suya. En un escenario así, sería impensable un periodismo de
investigación como el que generó el caso ‘Watergate’, se pondría fin a toda pretensión de
una ética de responsabilidad, y se minaría severamente la naturaleza dialogante, abierta y
pluralista de la propia democracia. Estaríamos inaugurando, en cambio, el momento del
telepopulismo.

24

¿Hacia la cerrazón? El mundo de la ira y la solidaridad como un antídoto

Manuel Alejandro Guerrero

Un libro que sin duda merece leerse con atención es Age of Anger. A History of the Present
(2017) del ensayista indio Pankaj Mishra. La obra plantea una serie de reflexiones de lo
más sugerente acerca de la situación actual a la que el autor define como la ‘era de la ira’
(age of anger) en la que el orden global dominado por Occidente ha dado paso a un caos
provocado por el enojo de ‘los perdedores de la historia’. Esta condición se refleja, según
Mishra, en diferentes formas de violencia incubadas en discursos de odio y discriminación
a toda expresión de diferencia –religiosa, étnica, cultural, sexual, etc.—y ha comenzado a
manifestarse políticamente en movimientos como los que defendieron el ‘Brexit’ en Gran
Bretaña, en el repunte de la extrema derecha europea, en el triunfo de Trump o en
gobiernos que han tomado la bandera del chauvinismo y la xenofobia, desde Polonia y
Hungría en Europa, pero también en India y Filipinas, pasando por Rusia y Turquía. Se
trata entonces de un fenómeno de alcance mundial.

Para Mishra, a diferencia de la estabilidad, la certeza y el bienestar que prometía un orden


global definido por el triunfo de la democracia liberal y el mercado capitalista, tal y como
lo propuso en su momento Fukuyama en su obra The End of History and the Last Man
(1992), las crecientes desigualdades y la frustración de grandes sectores frente al
incumplimiento de tal promesa han incubado un repudio intenso contra esta forma de
globalización. La obra de Mishra, sugerente y provocadora, presenta no obstante un
aspecto que, a mi juicio, fuerza comparaciones entre épocas y contextos culturales muy
distintos que terminan por sustentar una visión inescapablemente pesimista y desoladora
ante la que no se vislumbra solución posible.

Él explica la ira, las violencias y sus consecuentes articulaciones políticas en propuestas


chauvinistas, nacionalistas y xenófobas en todo el mundo a partir de causas –las mismas

25
causas por doquier— cuyas raíces añejas se ubican en los últimos doscientos años. Al
respecto, en su prefacio señala que ‘el desorden sin precedentes en lo político, lo
económico y lo social que acompañó el surgimiento de la economía industrial capitalista
en la Europa del XIX, que condujo a las guerras mundiales, a los regímenes totalitarios y al
genocidio de la primera mitad del siglo XX, está infectando ahora regiones y poblaciones
mucho más amplias: aquellas que, recién expuestas a la modernidad a través del
imperialismo europeo, como gran parte de Asia y África, se hunden más profundamente
que el propio Occidente en esta fatídica experiencia de la modernidad’ (p.10).

Sin embargo, más allá de la elegancia del estilo de Mishra, hay algo que el autor no
resuelve en su argumento a pesar de insistir en ello: los ‘perdedores’ no comparten
exactamente las mismas causas de la ira en Filipinas que en Hungría, Irak o Estados
Unidos. Lo que sí se comparte, me parece, son algunos de sus elementos detonantes.
Mishra habla, con razón, de las resistencias a los proyectos de la modernidad y sus lados
más oscuros –por ejemplo, la explotación de la revolución industrial o el imperialismo—en
muchos lugares fuera de Occidente, tema que ha sido central en las obras de autores
como Edward Said. Pero los contextos culturales en donde esto último ocurre y que
atraen, digamos, a ciertos grupos de jóvenes hacia el fundamentalismo religioso en
Nigeria son distintos de aquellos en donde el enojo desembocó en el Brexit. A pesar de
que los estragos de un capitalismo rapaz son mundiales, los efectos son distintos
dependiendo del contexto, por lo que el común denominador entre el joven nigeriano que
se enlista en Bokko Haram y el votante pro Brexit de Manchester no son necesariamente
las causas inmediatas de la ira como arguye Mishra, sino ciertos mecanismos disparadores
de la misma –por ejemplo, ciertas formas en que se reproducen las desigualdades
cotidianamente en contextos de gran interactividad en las redes sociales, y de consumo y
penetración de los medios de comunicación. Las causas de la ira fuera de Occidente, que
si bien pueden tener ciertos aspectos comunes relativos a la formas en que el capitalismo
se ha insertado en el mundo, deben plantearse en la complejidad de sus propios
contextos culturales.

26
Insisto: aquello que, en cambio, sí parece común, al menos para el grueso de las
sociedades más modernas y con aspiraciones democráticas, son los elementos detonantes
de la ira, que son efectos particulares cada vez más visibles en la vida cotidiana derivados
de la coincidencia de tres grandes transformaciones de las últimas décadas. Primero, un
desencanto ante las democracias establecidas debido a la dificultad que han tenido para
responder de forma efectiva e incluyente a las crecientes demandas de amplios sectores
de la población, cuya calidad de vida ha disminuido considerablemente o simplemente no
ha mejorado en décadas. Segundo, el surgimiento de una ‘civilización del espectáculo’ –
retomando aquí el título de la obra de Vargas Llosa—donde predomina lo divertido, lo
inmediato, lo polisémico del entertainment, características que se extienden hoy cada vez
más a lo informativo y en donde el papel vigilante y verificador de los medios se ha ido
diluyendo, lo que ha favorecido la ‘invención de la verdad’ y el amarillismo descarado. Y
tercero, una revolución de las tecnologías digitales que ha abierto a los individuos
posibilidades de interacción, interactividad, producción y creación de sus propios
contenidos a una escala nunca vista en la historia, pero que por sus propios formatos
también favorece el insulto y la descalificación, así como la socialización de contenidos
con fuerte carga emocional. Las dos primeras transformaciones se han tratado en los
apartados anteriores, por lo que aquí se enfatizan solamente sus aspectos detonantes de
la ira.

Primera: Desencanto de la democracia

Cada vez con más frecuencia se oye hablar del desencanto ante las democracias
establecidas. Hay que resaltar que no se hayan articulado aún argumentos válidos para
impugnar los presupuestos ni los valores sobre los que se fundamenta la democracia, por
lo que el malestar se concentra en destacar la enorme brecha que existe entre la promesa
democrática y las formas en que efectivamente se encarna en el funcionamiento cotidiano
de los aparatos gubernamentales. Nunca como ahora se han vuelto tan populares y tan
aceptadas las ideas acerca de que la democracia está obligada a fomentar condiciones

27
para ejercer el poder de forma transparente, responsable y con rendición de cuentas, así
como para garantizar condiciones de vida digna en libertad a sus ciudadanos. Lo
paradójico es que hoy estas aspiraciones parecen cada vez más difíciles de alcanzar: al
tiempo que asistimos a escándalos de corrupción y abuso de poder de las clases políticas,
cada vez mayores sectores de la población enfrentan condiciones de vida más precarias y
difíciles. En este sentido, Carlo Galli en El malestar de la democracia (2011) señala que la
inconformidad reside en la (falsa) creencia de que ya vivimos en democracias plenas y, por
tanto, surge una sensación de engaño al contemplar mucho menos de lo prometido. Dice
Galli:

El malestar de la democracia nace del acostumbramiento, de la aceptación acrítica


del discurso de la ‘democracia real’ acerca de sí misma, que se presenta como
obvia y natural, como la realización de la casa del hombre. Pero al mismo tiempo
surge de la experiencia de sus insuficiencias y contradicciones, hoy más agudas que
nunca. Es como si nos encontrásemos en una especie de supermercado de los
derechos, y nos diésemos cuenta que no existe la mercadería (los derechos), que
ha sido sustituida por eslóganes que la publicitan y la proclaman como ya presente;
es más, no sólo falta la satisfacción de los derechos, sino que es frecuente chocar
con dificultades, abusos, frustraciones y marginaciones. La no democraticidad real
de las instituciones democráticas genera una actitud de anomia (pp.81-82).

Como se ha dicho, las insuficiencias de los sistemas democráticos reales para cumplir las
promesas democráticas derivan, en gran medida, del desmantelamiento neoliberal de las
estructuras de los aparatos estatales a lo largo de más de 30 años, lo que ha minado
seriamente sus capacidades regulatorias, redistributivas, de pesos y contrapesos y, en no
pocas ocasiones, de administración e impartición de justicia, mientras que mantiene cada
vez más afiladas sus facultades de vigilancia y de control social.

El avance incontenible de un modelo económico que ha prometido la felicidad en los


mercados de consumo, pero que en realidad ha precarizado la calidad de vida del grueso
de la población, al tiempo que los partidos democráticos del establishment se muestran

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incapaces de impedir el deterioro, genera angustia y miedo que erosionan la confianza no
sólo en las democracias operativas existentes, sino en la propia aspiración democrática.
Ésta es una de las razones de la ira a la que se refiere Mishra, traducible para muchos en
atracción por los discursos de personajes y movimientos políticos que al manipular
hábilmente estos sentimientos, promueven justamente el rechazo al orden existente –y
con ello a la convivencia que conlleva la idea de la democracia.

Segundo: la espectacularización de lo informativo

La segunda gran transformación que ha ayudado a desencadenar esta ira contra lo


establecido tiene que ver con la forma en que los medios, en su búsqueda de públicos en
mercados donde la atención está cada vez más fragmentada, han espectacularizado lo
informativo a costa de la veracidad, el rigor y, desde luego, la ética profesional. Ya se ha
planteado que, en el mediano plazo, el giro de lo informativo hacia el entretenimiento ha
terminado por sacrificar la legitimidad del papel de los medios como vigilantes y
verificadores de datos e información en favor de un entorno mediático en el que, al estar
fragmentado, no sólo cualquier cosa puede presentarse como información, sino que
cualquier ángulo puede ser válido con independencia de criterios periodísticos e incluso
de la propia realidad. Se trata de la conformación de una ‘civilización del espectáculo’ en
donde los públicos globales no sólo se han ido acostumbrando al show, a lo inmediato, a
lo divertido, sino donde lo ‘real’ puede ser siempre fabricado o simplemente no importar.

Ya se ha explicado cómo la desregulación en el ámbito mediático, detonada por el ascenso


neoliberal a partir de los 80, favoreció la consolidación de verdaderos emporios
multimedia con intereses incluso más allá del propio horizonte mediático. Dado que el
objetivo de estas corporaciones ha sido competir por la atención en escenarios más
complejos y con más opciones para los públicos, se ha vivido en los últimos tiempos una
auténtica revolución en el entretenimiento a partir de contenidos cada vez más originales,
novedosos y creativos. Esta lucha por la atención también se ha extendido a lo informativo
y noticioso, pero aquí sus resultados han sido mucho menos positivos.

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Adoptar formatos del entretenimiento en programas informativos, de análisis o de
opinión puede no sólo ser rentable para las organizaciones mediáticas, sino también
puede ser una forma interesante y atractiva para plantear temas de interés común a
públicos cada vez más impacientes, distraídos y, en general, menos interesados en el
consumo noticioso que en otros contenidos. En sus formas más divertidas, el infotainment
o infoentretenimiento tiene ejemplos inteligentes y provocadores en programas como
Saturday Night Live o el programa español Caiga quien Caiga, de Telecinco, Le Iene, en
Italia o bien en formatos como The Colbert Report, el The Tonight Show Starring Jimmy
Fallon.

Sin embargo, este tipo de adaptación del infotainment tiende a ser la excepción, pues la
regla es más bien la adopción de todo aquello que pueda enganchar al público y mantener
su atención como parte de los mismos contenidos informativos. Esto deriva en una
presentación de ‘información’ a partir de combinar eventos que se hacen pasar como
noticiosos, pero que normalmente se presentan sin suficiente contexto y como un
mosaico inconexo al que es difícil darle dimensión y sentido por parte del espectador
promedio –que de suyo tiene en general poco tiempo e interés para profundizar
debidamente en cada tema. A la larga una consecuencia grave para una esfera pública
crítica, abierta y dialogante, que requiere toda democracia sana, es que este tipo de
aproximación al infoentretenimiento se ha consolidado a costa del papel de los medios
como agentes vigilantes y verificadores legítimos de los temas de interés público, en aras
de alcanzar más audiencias y mantener la mayor atención por el mayor tiempo posible.
Esta pérdida de legitimidad favorece, como nunca antes, la tendencia a la posverdad.

Lo que contribuye a la ira a la que se refiere Mishra es entonces una consecuencia directa
de este escenario: no se trata sólo de la trivialización de contenidos que se presentan
como información, sino de la tentación cada vez mayor en cada vez más medios al
amarillismo, al escándalo, a la constante búsqueda de chivos expiatorios y, con ello, a la
manufactura de ‘los otros’ a quienes responsabilizan de la precarización de las condiciones
de vida. Los tabloides –que combinan en sus portadas mujeres con poca ropa,
encabezados amarillistas y fotografías que tienden al escándalo en combinaciones

30
artificiales que pretenden pasar por ‘informativas’—lo ejemplifican muy bien. De forma
contraria a lo que muchos suponían, dice Andy Beckett en ‘The Revenge of the Tabloids’,
publicado en The Guardian el 16 de octubre de 2016, los tabloides están hoy más vivos
que nunca. Entre otros ejemplos de su fuerza, Beckett señala cómo las portadas de The
Sun, The Daily Mail y The Daily Express festejaban rabiosamente el triunfo del Brexit en el
referéndum de junio de ese año.

El 23 de junio […] uno de los sueños más grandes y antiguos de los tabloides se hizo
realidad de manera espectacular, al votar Gran Bretaña por salir de la Unión
Europea y contra las predicciones de los comentaristas de los periódicos de gran
formato. Fue un resultado por el que los tabloides hicieron campaña de forma
tenaz por décadas, aunque nunca tan intensamente –y con menos escrúpulos
frente a los hechos—como en esta primavera y este verano, cuando las primeras
planas del Sun, del Mail y del Express clamaban por el Brexit, mientras hablaban
del gran futuro que seguiría para la Gran Bretaña día tras día con unísono
ensordecedor. Dos días antes de la votación, The Sun le dio diez páginas completas
a los promotores del Brexit.

Beckett señala también otros casos, menos espectaculares que el Brexit, pero igualmente
claros en los que los tabloides terminaron por ‘convencer’ de su agenda tanto a electores
como a tomadores de decisiones en el gobierno. Esta tabloidización de la información
desde luego se ha extendido también a otros programas, formatos y plataformas
noticiosas, por ejemplo la de Fox News, cuya agenda informativa no pocas veces racista,
chauvinista y xenófoba, muy probablemente tuvo un papel clave en la conformación de la
agenda política que pavimentó el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos. El
semanario The Economist en un artículo editorial de febrero de 2017, titulado ‘How a
Media Mogul helped turn Czechs against Refugees’, dice:

En septiembre 7 de 2015, unos días después de que Alemania decidió abrir sus
fronteras a decenas de miles de refugiados que estaban varados en su ruta
migratoria hacia Europa, la administración de TV Prima, una estación checa de TV,

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citó a reunión a su equipo noticioso. La cadena había estado presentando una
mezcla de historias sobre los migrantes, a veces destacando las dificultades que
representaban para los países europeos, y a veces sus propios sufrimientos y
esperanzas. Pero en la reunión, un editor en jefe miembro de la junta directiva,
ordenó a los periodistas retratar a los refugiados exclusivamente como un peligro.
El editor en jefe, Jitka Obzinova dijo, de acuerdo con un audio de la reunión: ‘La
costumbre aquí es que la administración de la cadena es Dios, y uno no cuestiona a
Dios’ […] No es nuevo que la mayoría de los medios en la República Checa, como
en el resto de Europa central y del este, tomaran una posición sensacionalista anti-
inmigrante durante la crisis de refugiados. Lo que llama la atención en el caso de
los audios de la reunión de TV Prima es la forma tan descarada en que la
administración impuso al equipo editorial las formas de cobertura.

En un contexto de espectacularización de lo noticioso en el que la veracidad no importa,


muchos medios han optado no sólo por entretener en lugar de informar, sino por azuzar
el desencanto ante el establishment político actual, así como la incertidumbre de muchos
sectores ante el presente canalizando estos sentimientos a través de un amarillismo
irresponsable –en lugar de una cobertura crítica y esclarecedora de los hechos—que, en
aras fundamentalmente de la ganancia, termina por promover la desconfianza, el miedo y
la ira. En los más de 40 años de investigación acerca del impacto de la violencia de los
contenidos mediáticos sobre los espectadores, la Teoría del Cultivo (Cultivation Theory) ha
mostrado que, si bien no hay evidencia concluyente de que quienes consumen más
violencia tiendan a comportarse de forma violenta, hay al menos dos consecuencias
preocupantes que no pueden soslayarse.

Primera, el consumo contante de violencia en los contenidos mediáticos termina por


hacer sentir a los públicos que el mundo es un lugar lleno de personas peligrosas que
buscan causar daño. Esta sensación no sólo mina la confianza intersubjetiva, sino que
como consecuencia erosiona la cohesión social y puede hacer que las personas consideren
que necesitan mayor protección. Las reacciones frente a ello pueden ir desde la compra
de armas y la búsqueda de lugares cerrados y protegidos para vivir, hasta la aceptación de

32
políticas públicas de mayor vigilancia, gasto en policía y presupuesto militar. La segunda
consecuencia se refiere a que la presencia constante de violencia en los medios puede
terminar por convencer a los públicos de que ésta puede ser una forma legítima de
canalizar el conflicto y las diferencias con sus pares y, ciertamente, con ‘los otros’. Es
decir, que aunque los individuos no la ejerzan de forma física y abierta, la violencia se
normaliza como forma de conducta individual y social. A partir de estos hallazgos es
posible preguntarse sobre las consecuencias de contenidos informativos y noticiosos que
han enfatizado constante y continuamente el racismo, la xenofobia, la desconfianza y la
estigmatización de grupos vulnerables y de ‘los otros’. Se entiende entonces la
responsabilidad del discurso mediático de algunas organizaciones –por ejemplo,
nuevamente Fox News—en fomentar precisamente la ira de nuestro tiempo.

Tercera: Del consumo interactivo a la emotividad de la cerrazón

Ahora bien, la tercera gran transformación que hemos experimentado en los últimos
tiempos tiene que ver con una auténtica revolución de las tecnologías digitales que ha
modificado las formas de consumo de contenidos y de interacción de los individuos en
todos los planos, desde lo laboral hasta lo familiar y lo íntimo. La revolución tecnológica
que comenzó hace ya un par de décadas se ha caracterizado por dotar a los individuos de
mayores y mejores posibilidades para comunicarse a través de diferentes plataformas en
principio cada vez más accesibles para cada vez más personas. Ahí están los teléfonos
celulares, por ejemplo, cuya penetración ha rebasado desde hace muchos años el alcance
de la telefonía fija en los países en desarrollo. A ellos les siguieron, casi a la par, las
posibilidades de comunicación mediante el correo electrónico, los sistemas de mensajería
y otros servicios de comunicación de voz e imagen a distancia. Al mismo tiempo hicieron
su aparición las plataformas mediáticas digitales que permitieron escuchar la radio y ver
TV por Internet –de ‘estaciones’ y ‘canales’ que muchas veces existen sólo en el
ciberespacio. Pero esta revolución se ha acelerado en los últimos diez años a partir de los
medios sociales –también llamados redes sociales--, como Twitter, Facebook, Instagram y

33
más, que han acrecentado la capacidad de interacción de los individuos a la par que los
han dotado de la posibilidad de crear y producir sus propios contenidos.

Resulta innegable que el cúmulo de estas tecnologías, y en especial los medios sociales,
han dado mayores capacidades a los individuos para comunicar, crear, intercambiar,
buscar, acceder y distribuir contenidos de todo tipo de forma cada vez más rápida y a
menores costos. Y si bien es cierto que las posibilidades de conectividad aún no alcanzan a
todos –en muchas partes los problemas siguen siendo los básicos de acceso, así como de
precio y alfabetización multimedia—, lo es también que en todo el mundo la penetración
de estas tecnologías continúa paso a paso. Uno de los observadores más entusiastas de
esta revolución tecnológica es, sin duda, Manuel Castells quien en ‘The Impact of the
Internet on Society: A Global Perspective’ (2014) afirma que estas transformaciones están
generando nuevas interconexiones positivas en las personas, así como nuevas formas de
sociabilidad que acerca a los individuos mediante nuevos tipos de vínculos que no sólo
permanecen en la ‘virtualidad’, sino que pueden tener claras repercusiones en el mundo
físico. En sus palabras:

Nuestra ‘sociedad red’ de hoy es producto de la revolución digital, así como de


otros grandes cambios socioculturales. Uno de ellos es el surgimiento de la
‘sociedad para-mí’ (Me-centered society), marcada por una atención mayor en el
crecimiento individual y un declive de la comunidad, entendida en términos de
espacio, trabajo, familia y adscripción general. Esta mayor individualidad no
significa, sin embargo, aislamiento, o el fin de la comunidad. De hecho, las
relaciones sociales se están reconstruyendo sobre la base de los intereses, valores
y proyectos individuales. La comunidad se está formando a través de individuos
que comparten ideas en un proceso que combina la interacción on-line y off-line,
el ciberespacio y el espacio local. A escala global, el tiempo dedicado a las redes
digitales sobrepasaron el tiempo dedicado al correo electrónico en noviembre de
2007, y el número de usuarios de las redes rebasó al de usuarios de correo
electrónico desde julio de 2009. Hoy las redes sociales son las plataformas
preferidas para toda clase de actividades, tanto en los negocios como en lo

34
personal, y la sociabilidad se ha incrementado dramáticamente –pero es un nuevo
tipo de sociabilidad. La mayoría de los usuarios de Facebook visitan el sitio
diariamente y se conectan en múltiples dimensiones, pero sólo en aquellas que los
mismos usuarios eligen. La vida virtual se está volviendo más social que la vida
física, pero es menos una realidad virtual que una virtualidad real, que facilita el
mundo laboral y la vida urbana […] Quizá una de las expresiones más elocuentes
de esta nueva libertad es la transformación de las prácticas sociopolíticas. Los
mensajes ya no fluyen, como antes, sólo de los pocos a los muchos con baja
interactividad. Ahora lo hacen de los muchos a los muchos de forma multimodal e
interactiva. Al desintermediar el control gubernamental y corporativo de la
comunicación, las redes horizontales han creado un nuevo panorama de cambio
político y social.

Si bien el mayor uso de estas redes se orienta al entretenimiento –crecientemente para


consumir, subir y compartir videos—, también habría que reconocer que ha potenciado,
en ciertos casos, el intercambio con fines cívicos y, sobre todo, ha permitido visibilizar
situaciones de injusticia: desde el racismo policial en Estados Unidos hasta situaciones de
acoso contra mujeres, pasando por otras de discriminación contra minorías o abuso
contra la vida de los animales. En todos estos casos, la visibilidad que dan los medios
sociales facilita a las personas la posibilidad de organizarse, promover denuncias públicas,
exigir castigo y dar seguimiento. Bajo ciertas circunstancias (como muestran
investigaciones realizadas por el Departamento de Comunicación de la Universidad
Iberoamericana), personas y grupos han tratado de generar espacios digitales
deliberativos al exigir mayor rendición de cuentas de autoridades que no están
respondiendo a las demandas o que de plano resultan inoperantes. No obstante, más allá
de la acción cívica de algunos, lo que resulta común en este tipo de casos es la sensación
de indignación general que despierta. En una entrada muy interesante de su blog, ‘Is It
just Me, or is the World going Crazy?’ (2016), el escritor Mark Manson dice al respecto:

Las noticias y la información indignante se esparcen más rápido y con mayor


alcance que cualquier otro tipo de información, dominando nuestra atención

35
cotidiana. Esto es bueno y malo. Por un lado, estamos siempre alerta frente a
algunas de las graves injusticias de nuestra sociedad apenas ocurren. Por el otro,
casi todo lo que escuchamos es acerca de las grandes injusticias de nuestra
sociedad apenas suceden[...] En la economía de la atención [como en la que
vivimos], las personas son recompensadas en términos de popularidad [en los
medios sociales] por su extremismo. De hecho son recompensados por hacer
explícitos sus peores sesgos y por fomentar los peores temores en los demás. Son
recompensados por retratar el mundo como un sitio en llamas, sea por el
matrimonio entre personas del mismo sexo, por la violencia policíaca, por el
terrorismo islámico, o por la caída en las tasas de interés. La Internet ha generado
plataformas desde donde se difunden y celebran visiones apocalípticas del mundo
y donde la moderación y la razón se han vuelto demasiado aburridas y difíciles de
sostener. La atención constante frente a cada falta y error de nuestra humanidad,
combinado con una proliferación de voces apocalípticas, nihilistas y narcisistas que
encabezan la atención, es lo que está causando esta sensación constante de que
estamos inmersos en un mundo caótico e inseguro, cuando en la realidad puede
no ser así[…] No te podría decir cuál es el último avance contra el cáncer, ni qué
está haciendo el sistema educativo en mi comunidad para mejorar, pero sí sé lo
que los vecinos y la esposa pensaban acerca del ‘asesino tirador de Orlando’.
Tampoco te podría decir quien está compitiendo en mi distrito por una curul en el
congreso, pero sí sé que un activista por el derecho a las armas en Texas mató a
dos de sus hijas en la calle tras una discusión familiar[…] Así cuando un montón de
información está disponible de forma gratuita a un click de distancia, la atención
suele irse hacia lo más enfermo y grotesco que se encuentre. Y esto termina por
colocarse de forma preeminente en la conciencia de la nación, dominando nuestra
atención y el ciclo noticioso, dividiéndonos en campos cada vez más polarizados.

En un contexto definido por la economía de la atención y en donde los propios formatos


de los medios sociales exigen brevedad, velocidad e instantaneidad, no hay lugar
fácilmente para la pausa y el detenimiento que requieren la reflexión, la razón y la

36
moderación. No hay tiempo que perder. Pero no se trata sólo de tiempo. La combinación
de la pérdida de legitimidad de los medios como verificadores de información con las
nuevas capacidades de los individuos para ‘subir a la red’ cualquier tipo de contenido en
una época que recompensa la inmediatez y lo extremo favorece un mundo en donde ‘la
realidad’ deja de importar como objetivo informativo. Si a esto se suma que la población
urbana con mayor frecuencia consume su información a través de los medios sociales y las
alertas noticiosas de los sitios de su preferencia, pero que estas preferencias justamente
se moldean a partir de algoritmos que configuran un menú específico para cada uno según
sus gustos, el resultado es la fragmentación de esta población en múltiples burbujas en
donde cada una puede tener una versión de ‘la realidad’ distinta sobre un mismo evento.
Sin embargo, al mismo tiempo y con gran éxito se comparten contenidos cortos con fuerte
carga emocional que atraviesan estas burbujas y despiertan la simpatía de un ‘like’ o que
mueven a la indignación y a la descalificación de manera instantánea y sin necesidad de
verificar fuentes ni veracidad. La primera tendencia predomina en el entretenimiento; la
segunda en lo informativo. Aquí otro elemento que detona la ira de nuestros días.

El sentido de la ira

Una vez identificados los detonadores de la ira, a partir de ciertas consecuencias


específicas de la coincidencia de las ya referidas tres grandes transformaciones de los
últimos tiempos, la pregunta es, ¿cómo hacer sentido de ella con el fin de ofrecer una
posible salida? La obra de Mishra propone una explicación, pero no da indicios de dónde
mirar para hallar posibles soluciones, por lo que su obra mantiene un tono pesimista que,
sin duda, es intelectualmente estimulante y provocador. Pero antes de plantear
propuestas, revisemos la explicación que sugiere Mishra, con la que concuerdo
parcialmente.

El autor señala que la era de la ira actual no puede explicarse a partir de la visión liberal
moderna que, anclada en la Ilustración, ha dominado al mundo en los últimos 200 años:
que los humanos somos esencialmente seres racionales que buscamos maximizar nuestro

37
interés y nuestra felicidad, así como disminuir el dolor; que la ciencia y el progreso nos
liberan de miedos, enfermedades y males; y, que a través de la democracia hemos ido
construyendo sociedades más libres e igualitarias. De asumir estos supuestos, dice Mishra
–y aquí coincido—, quienes encarnan y promueven la ira no pueden ser más que sujetos
irracionales y fanáticos, individuos que no han recibido los beneficios de la educación o
que, por desgracia, se hallan hoy en los sectores fallidos de la economía. Desde esta visión
no quedaría más que combatir el fanatismo e incorporar al sistema a quienes hoy se han
quedado afuera. Pero el problema es más complejo.

Mishra sostiene –y aquí difiero en parte—que para encontrar una explicación a la ira
actual es necesario mirar a otra época, fundamentalmente a los autores que, desde fines
del siglo XVIII hasta principios del XX, encabezaron lo que se puede definir como la
‘revuelta intelectual’ (Intellectual revolt) contra el proyecto de la Ilustración. Lo que
estamos viviendo ahora, según Mishra, no es otra cosa que la actualización de esa añeja
revolución cultural contra la Ilustración. Dice el autor:

El alcance de esta crisis universal es mucho más amplia que los temas relativos al
terrorismo y la violencia. Aquellos que rutinariamente evocan el conflicto mundial
de civilizaciones donde el Islam se enfrenta a Occidente, y la religión a la razón, no
son capaces de explicar muchos de los males políticos, sociales y
medioambientales.4 Incluso los exponentes de la tesis del choque [de
civilizaciones] pueden hallar más esclarecedor reconocer, debajo de la retórica
cuasi religiosa, las profundas afinidades intelectuales y psicológicas que los
llamativos aficionados islámicos del califato de ISIS comparten con D’Annunzio5 y
mucho otros radicales seculares flamboyantes de los siglos XIX y XX: los estetas

4
Aquí se refiere fundamentalmente a quienes siguen las tesis del libro de Samuel Huntington, El choque de
civilizaciones (1992), donde señala que…
5
Gabriele D’Annunzio, escritor y político italiano, que luego de tener una participación destacada en la
Primera Guerra Mundial, radicaliza sus ideas nacionalistas y encabeza un movimiento que se opuso a la
cesión de la ciudad de Fiume (hoy Rijeka) a Croacia luego del fin de la guerra. Ahí fundó el Estado Libre de
Fiume, encabezó su gobierno, delineó una serie de protocolos que luego copiarían los movimientos fascistas
en la propia Italia y en Alemania, y dictó sus discursos desde el balcón a la plaza en los que enfatizaba el
honor, el patriotismo y el sacrificio por más una año hasta que el ejército italiano lo expulsó finalmente a
fines de 1920.

38
que glorificaban la guerra, la misoginia y la piromanía; los nacionalistas que
acusaron a los judíos y a los liberales de ser desarraigados cosmopolitas y
celebraban la violencia irracional; y los nihilistas, anarquistas y terroristas que
florecieron en casi todos los continentes contra las alianzas político-financieras, las
crisis económicas devastadoras y las obscenas desigualdades. Debemos mirar las
convulsiones de ese periodo para poder entender nuestra propia era de la ira[…]
Mucha de nuestra experiencia resuena con la de la gente del siglo XIX[…] Entonces
como ahora, era amplia la sensación de sentirse humillados por élites arrogantes y
mentirosas, y atravesaba barreras nacionales, religiosas y raciales (pp.10-11).

A partir de ahí, Mishra hace un largo recorrido por diversos autores –prácticamente todos
occidentales o educados en sus valores, hay que decirlo—cuyas obras critican, de diversas
formas, el proyecto de la razón propuesto por la Ilustración. Por ejemplo, toma el caso de
la novela Apuntes del subsuelo (1864) de Dostoyevski para ilustrar cómo el personaje
central –un funcionario de bajo nivel—refuta la premisa de que los seres humanos son
siempre racionales y lógicos al actuar de manera consciente en su propio perjuicio y
contra su propia conveniencia. Posteriormente, Mishra enfatiza la idea de ‘resentimiento’
–esa ‘intensa mezcla de envidia, humillación e impotencia’—que si bien tiene sus orígenes
en el pensamiento francés, es Nietzsche quien mejor la define como ‘todo un trémulo
reino de venganza subterránea que se presenta en estallidos inagotables e insaciables’. Es
este sentimiento el que, según Mishra, predomina hoy en muchos lugares del planeta y
que echa por tierra la premisa de la racionalidad humana motivada siempre por la
búsqueda de felicidad y la reducción del dolor, para señalar, en cambio, que la conducta
humana funciona también sobre la base del resentimiento, cuyas raíces más profundas se
encuentran en la oposición al proyecto racional de la Ilustración.

Aquí me parece que Mishra estira demasiado la definición del concepto, pues habría que
recordar que Nietzsche, primero en Más allá del Bien y del Mal (1885) y luego de manera
extensa en La genealogía de la moral (1887), señala que el europeo de su época es
producto de dos tipos de moral, la del amo y la del esclavo. A riesgo de simplificar el
argumento, es posible decir que la primera se basa en la conciencia de la diferencia sobre

39
los demás, en un sentimiento de orgullo con base en su dominio, mientras que la segunda
–la del débil y el oprimido—se funda en una permanente sospecha frente al otro, sobre
todo frente a las virtudes de autoafirmación de los poderosos, por lo que la actitud
definitoria de este tipo de moral es el resentimiento, que niega a los demás y los coloca en
condición de malvados. Si bien es posible comprender el uso del concepto que quiere
hacer Mishra para definir los sentimientos de individuos y grupos hoy día, no es posible –y
baste revisar con cuidado a Nietzsche—situar el origen del resentimiento en la oposición a
la Ilustración, como tampoco fincar aquí la revuelta intelectual contra este proyecto.

En lugar de identificar una revuelta intelectual contra la Ilustración en los diversos autores
que cita Mishra (desde Rousseau a Musil, pasando por Tocqueville, Nietzsche, Weber y
Freud, entre otros), me parece que lo que sí hacen sus obras –como la del ejemplo citado
de Dostoyevski—es identificar rasgos complejos de la naturaleza humana que, en efecto,
han sido soslayados o subestimados en aras de enfatizar la racionalidad como
característica primordial del ser humano.

Ya iniciada la Primera Guerra Mundial, Freud en Consideraciones de actualidad sobre la


Guerra y la Muerte (1915), dice que entre las mayores decepciones que le ha provocado
este conflicto está ‘la brutalidad en la conducta de los individuos de los que no se había
esperado tal cosa como copartícipes de la más elevada civilización humana [… Por lo que]
podemos extrañar sin reservas que en el hombre así educado se manifieste tan
eficientemente el mal [… Aunque] en realidad no hay un exterminio del mal. La
investigación psicológica –o más rigurosamente, la psicoanalítica—muestra que la esencia
más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental,
iguales en todos y tendentes a la satisfacción de ciertas necesidades primitivas[…] Así,
pues, también nosotros mismos, juzgados por nuestros impulsos instintivos somos, como
los hombres primitivos, una horda de asesinos’ (pp.4-5 y 19). Para Freud, nuestro
inconsciente alberga entonces impulsos primitivos que pueden llegar a ser sanguinarios.

Me parece que habría mucho más que ‘impulsos primitivos’ al mal. Poco más de un siglo
antes del apogeo de la Ilustración, al final del tercer acto de Julio César, Shakespeare

40
presenta una escena que retrata esta complejidad humana: luego del asesinato de César y
del discurso de Marco Antonio, la muchedumbre va por la calle enardecida buscando
vengar la muerte de su emperador y en el camino se topan con Cinna, el poeta, a quien
confunden con un conspirador homónimo. Al preguntarle su nombre, el poeta responde,
‘en verdad, mi nombre es Cinna’, a lo que uno grita, ‘¡destrócenlo, es un conspirador!’.
‘Soy Cinna el poeta, soy Cinna el poeta’, insiste. Y otro vocifera, ‘¡destrócenlo entonces
por sus malos versos!’. ‘¡No soy Cinna el conspirador!’, dice desesperado. A lo que
responden finalmente, ‘¡No importa, su nombre es Cinna; arránquenle el nombre del
corazón y entonces déjenlo ir!’.

Los ejemplos expuestos de las obras de Shakespeare y Dostoyevski muestran con claridad
lo que afirma Rüdiger Safranski en El Mal (1997) acerca de que éste es el precio de la
libertad humana, pues el hombre es tan libre que puede prescindir incluso de sus propios
intereses, pues no se reduce tan sólo a la naturaleza elemental. Los seres humanos somos
entonces capaces de obrar libremente, y por ello conscientemente, no sólo contra
nuestros propios intereses, sino para ejercer el mal. La literatura y el cine están llenos de
ejemplos. Se comete el mal porque sí: Meursault –en El extranjero (1942) de Camus—
decide disparar varias veces a un árabe porque hacía un calor insoportable. Porque nos
convertimos en el mal que perseguimos: en la búsqueda y encuentro de Marlow con el
agente Kurz en el Congo en El corazón de las tinieblas (1902) de Joseph Conrad, o su
versión adaptada al cine en Apocalipsis (1979) de Coppola, donde el capitán Willard tiene
órdenes de hallar y matar al coronel Kurz en Vietnam. O porque terminamos por
reconocer el mal en nosotros mismos que puede encarnar, como diría Hannah Arendt, en
formas cotidianas y, en apariencia banales: ahí están los protagonistas de The Sopranos y
Breaking Bad, Tony Soprano y Walter White, esposos y padres cariñosos capaces de
cometer las peores atrocidades.

Así, no es sólo una cuestión de instintos primitivos enclaustrados en alguna parte del
inconsciente, sino de decisiones y acciones conscientes y libres que se decide cometer. La
crisis actual fomenta esta tendencia de la compleja naturaleza humana: un contexto en el
que la concurrencia de tres grandes transformaciones ha gestado elementos detonadores

41
de la ira de nuestros días –insatisfacción con el establishment político democrático, y en
una economía de la atención, alto alcance y difusión de cualquier contenido con fuerte
carga emocional de forma instantánea ante la pérdida de legitimidad de los medios como
verificadores de información y sacrificio del papel informativo mediático por el
entretenimiento que favorece la posverdad. El miedo, la incertidumbre, el hartazgo del
presente –y del futuro—han sido muy bien aprovechados por movimientos y personajes
políticos para evocar esa parte de la naturaleza humana canalizable en odio y rechazo.
Pero, insisto, no es sólo una cuestión visceral.

La semana siguiente al triunfo electoral de Donald Trump en noviembre de 2016, el


Washington Post dedicó una serie de reportajes en los que daba cuenta de las razones del
voto por este personaje en algunos de los estados en los que no se votaba por un
presidente republicano, como Pensilvania y Michigan desde 1988, o Wisconsin, desde
1984. En Pensilvania, un joven jefe de familia, cuyo negocio familiar de venta de servicios
a algunas fábricas de la región había quebrado por el traslado paulatino de los puestos de
trabajo de esas fábricas a otros países, decía sentirse muy frustrado y enojado. Mismos
sentimientos reflejaba una señora mayor de Wisconsin, quien había perdido su casa al no
poder ya cubrir la hipoteca tras la crisis de 2008. En ambos, a pesar de conocer las
posiciones misóginas y racistas, y de reconocer algunas mentiras de su campaña, votaron
por Trump con la esperanza de poder resolver sus problemas particulares. Por las mismas
fechas, el periódico británico The Guardian publicó una serie de artículos sobre el
incremento en la popularidad de los partidos de extrema derecha en los países
escandinavos. En el caso de Dinamarca, un joven danés de 28 años, con ingresos altos y
una maestría en negocios, decía simpatizar con el Partido del Pueblo Danés, pues a pesar
de su discurso supremacista, era el único dispuesto a poner un alto a la inmigración
(percibida como el mayor problema). Estos ejemplos muestran que el voto por
alternativas que promueven un discurso de odio y ensalzan la ira puede ser resultado de
decisiones calculadas y conscientes.

A falta de soluciones por parte de los políticos ‘del sistema’ –izquierdas y derechas
centristas desprestigiadas e ineficientes—, los movimientos y políticos ultranacionalistas,

42
xenófobos y populistas han sabido aprovecharse para impugnar a un establishment
político que no sólo implica rechazar la democracia como sistema, sino también como idea
con todo lo que ello significa de fondo: el repudio a un proyecto civilizatorio cosmopolita.
Estamos, así, en presencia de una nueva oposición: lo abierto contra lo cerrado, con todo
lo que ello implica para la convivencia humana en igualdad, justicia, libertad, tolerancia,
universalidad. ¿De qué manera ha sucedido esto?

La Ilustración, pero desde otro ángulo

En muchos sentidos, el proyecto de la Ilustración ha sido el primer gran experimento de la


humanidad para fundar nuestras acciones sobre nuestra propia responsabilidad, guiada
por la razón, con independencia de cualquier fuerza o divinidad externa al propio ser
humano. Tzvetan Todorov en El espíritu de la Ilustración (2006) sostiene que en la base de
este proyecto hay tres grandes ideas que a su vez derivan en innumerables consecuencias.
Primero, la autonomía, que es reconocer la capacidad del ser humano para criticar,
discutir y poner en tela de juicio todo tipo de ideas e instituciones. La capacidad de
autonomía es entonces una manifestación evidente de la libertad humana, uno de los más
grandes valores de la modernidad. En segundo término, Todorov señala que ‘el espíritu de
la Ilustración no se limita a exigir su autonomía, sino que trae consigo sus propios medios
de regulación’, que se condensan en lo que define como humanismo o la finalidad
humana de las acciones y que tiene que ver, por un lado, con la afirmación de que todos
los seres humanos poseen derechos inalienables y, por el otro, con el derecho a buscar la
felicidad en esta tierra. Finalmente, Todorov recuerda que la tercera gran idea es el
reconocimiento de la universalidad del ser humano que se vincula con la búsqueda de la
igualdad de todos ante la ley. Desde su perspectiva: libertad e igualdad como los grandes
valores de modernidad.

Sin duda, el proyecto de la Ilustración ha destacado fundamentalmente el papel de la


razón como característica central del ser humano, lo cual es claramente comprensible si
los grandes objetivos de tal proyecto implican la liberación del hombre frente a sus

43
miedos, el alivio de sus enfermedades y la mejora de las condiciones de vida en general. El
ejercicio de la autonomía, el reconocimiento de la humanidad en uno mismo y en los
otros, así como la pretensión de universalidad sólo se conciben como resultado del
ejercicio racional y consciente del pensamiento y de la reflexión del ser humano. Los
avances científicos, el reconocimiento de los derechos humanos, la lucha por la equidad,
el valor de la educación, entre otros, así como los múltiples beneficios para mejorar las
condiciones materiales y la calidad de vida que de ellas derivan, son sin duda resultado de
esta visión ilustrada sobre el mundo.

Al mismo tiempo, no obstante, el énfasis en la razón ha significado también un esfuerzo


por ‘domesticar’ la parte primaria e instintiva del ser humano y mantener a raya su natural
tendencia hacia la contradicción al marcar con claridad el camino hacia la construcción de
una comunidad humana más libre, equitativa y plena a partir de la contención, la
tolerancia y la universalidad. Dice Safranski también en El Mal, que ‘quien no es racional,
tampoco es señor en su propia casa. Es menor de edad porque no sabe servirse de su
entendimiento; lo dominan sus pasiones, angustias y falsas esperanzas; es víctima de
todas las supersticiones y todos los dogmas por los que los otros lo dirigen y lo dominan.
El abandono de la minoría de edad comienza con la propia liberación interior’ (p.152).

Sin embargo, este énfasis en la razón también ha derivado en visiones distorsionadas de la


propia Ilustración obsesionadas en soslayar –cuando no denigrar—la parte pasional y
afectiva del ser humano, así como a relegar al espacio de lo irracional todo aquel aspecto
de la naturaleza humana que implique contradicción e incongruencia con la razón.
Desoyendo la advertencia de Umberto Eco quien, en su ensayo ‘Ilustración y sentido
común’ (2001), afirma que ‘es condición indispensable para una ética intelectual ilustrada
estar dispuestos a someter a crítica no sólo cualquier creencia, sino incluso las que la
ciencia nos presenta como verdades absolutas’. Ello ha derivado en dogma de la propia
racionalidad.

El desarrollo científico, el conocimiento de la naturaleza y el avance tecnológico a lo largo


del siglo XIX fortalecieron esta perspectiva en el plano público, llegando a considerar la

44
posibilidad –como planteaba el positivismo—de ‘descubrir’ leyes equivalentes a las del
‘orden natural’ para la vida en sociedad. Al conceder la victoria absoluta a la razón sobre
el resto de la naturaleza humana de forma incuestionable –violentando su propio
principio de auto crítica—lo que cometemos, en palabras de Safranski en El Mal, no es
otra cosa que:

[…] integrar las demás partes o, cuando no sea posible, reprimirlas o eliminarlas. A
partir de ahora lo irracional, las pasiones que nos esclavizan, pasarán a ser el mal
[…] Quien no admite que la ciencia le dicte lo que es bueno para él, debería
llamarse ‘malo’ si esta expresión misma no hubiera de considerarse como un fósil
de la época precientífica. Por ello es preferible hablar de necedad, de error, de
conducta nociva e improductiva. En cualquier caso una ley fundamentada
científicamente, que me prohíbe hacer algo que yo como ser racional propiamente
no puedo querer en interés propio, no habrá de considerarse como una limitación
de la libertad. Pues libertad significa en este contexto maniobrar entre las leyes
necesarias que conocemos y acomodar a ello los propios fines. Desde un punto de
vista ‘científico’, puede también construirse un mecanismo racional de la sociedad
que prometa conseguir lo óptimo posible (pp.153-155).

En los límites de esta perspectiva distorsionada de la Ilustración se han generado excesos


cientificistas perjudiciales para la libertad y para la igualdad como los que criticaba Max
Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-5) al referirse al peligro
que representaba la excesiva racionalización de la vida social que, al sujetarla al control, al
cálculo y a la eficiencia, la encerraba en una ‘jaula de hierro’ de la que no había escape. La
obsesión de sujetar las pasiones a la razón, ha llegado a establecer, en no pocas ocasiones,
la racionalización como fin que se recrea en sus propios medios.

Desde luego, los peores excesos de esta visión del mundo se encuentran en el empleo de
la técnica para la destrucción humana –los campos de exterminio, las armas de
destrucción masiva--, como señalaron, entre muchos otros, Walter Benjamin, Theodor
Adorno, Max Horkheimer y Hannah Arendt, así como en los modelos de planeación

45
centralista estilo soviético hoy casi todos derrumbados. Igualmente perniciosa, aunque
mucho menos estridente, hay que decirlo, esta visión sobrevive exitosamente hoy día en
ámbitos que van desde los negocios hasta la filosofía, pasando por las finanzas, la
administración, las políticas públicas y la economía, entre otras áreas del conocimiento,
desde donde se elabora y se legitima, por ejemplo, una concepción tecnocrática sobre los
problemas sociales estructurales profundos. Así, hoy en día al hablar sobre pobreza, desde
algunas miradas de la política pública, no se le concibe como una consecuencia de
diversos tipos de desigualdades, sino como un problema ‘técnico’, de medición, donde
resulta un gran avance ‘reducir la pobreza’ en décimas porcentuales. Resulta difícil hallar
aquí la ‘finalidad humana’ a la que se refería Todorov.

Es esta visión técnica sobre el mundo, existente en ámbitos gubernamentales y de toma


de decisiones, tanto en sistemas comunistas como capitalistas, ha encarnado de manera
más arraigada, una vez colapsada la Cortina de Hierro, sobre todo en la ‘tecnocracia’
administrativa de los sectores financieros y económicos globales. La expansión del
neoliberalismo a partir de los años 80 no se explica sin la presencia latente de esta visión
técnica sobre el mundo –pues ambas se basan en concepciones parciales de la libertad—
que le va a permitir operar con mayor facilidad y celeridad los procesos de
desmantelamiento de las facultades regulatorias del Estado. La mancuerna es perfecta:
una ideología de la acumulación por la acumulación soportada y operada por una
tecnocracia de la eficiencia por la eficiencia. Y en gran medida es esta mancuerna la que
ha gestado las condiciones de la crisis económica, política y de ética pública de nuestro
tiempo.

Es así que ante este desmantelamiento de las facultades del Estado, los políticos y
partidos del establishment resultan incapaces de imaginar soluciones ante las enormes
crisis económicas, los problemas de corrupción del sector público y privado, la creciente
desigualdad de ingreso y el deterioro de la calidad de vida de grandes sectores, pues ellos
mismos son causa y consecuencia. Si a ello se agrega un contexto donde los medios han
visto disminuida seriamente su legitimidad como agentes vigilantes y verificadores, en
donde la tecnología permite a cualquier persona ‘subir’ cualquier cosa a Internet, en

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donde la velocidad de las redes privilegia la difusión de lo emocional, es posible
comprender mejor la forma en que todo esto ha servido como caldo de cultivo para
personajes y movimientos políticos que buscan atizar la ira en su beneficio. Las palabras
del Ministro de Justicia británico Michael Gove, durante su campaña pro-Brexit, reflejan
muy bien este momento: ‘La gente está harta de los expertos’.

Esta apelación a la ira de nuestros días por parte de estos grupos muestra, sin embargo,
algo más preocupante. La evocación a despertar la parte pasional y emocional de la
naturaleza humana implica considerar que la crisis económica, política y de ética pública
que vivimos es resultado del cúmulo de las promesas incumplidas no solamente de los
gobiernos democráticos existentes, sino del proyecto mismo de la Ilustración –no de sus
derivaciones distorsionadas. Por ello, el No en Colombia, el Brexit y las victorias de los
populistas xenófobos no significan únicamente el rechazo completo al modelo de
globalización actual, sino a algo más profundo que suponen fracasado: un proyecto
civilizatorio cosmopolita y racional que conforma la base de una nueva oposición entre lo
abierto y lo cerrado, donde éste último se alimenta de la desconfianza ante la tolerancia,
el entendimiento, la libertad, la igualdad y la universalidad. En pocas palabras se trata de
un rechazo frente al otro.

Es un desafío a lo mejor de un proyecto que, si coincidimos con Habermas en El discurso


filosófico de la Modenidad (1985), se halla aún inacabado, por lo que es necesario
replantear su promesa que, con todo lo dicho hasta ahora, ya no podría ser a partir de las
mismas bases que han derivado en los excesos cometidos, sino desde una mirada
diferente que haga mayor sentido de lo propiamente humano que todos compartimos. Es
aquí donde es posible imaginar una nueva defensa de la libertad y de la igualdad, pero
desde una nueva perspectiva. Y esta perspectiva podría partir del valor que justamente ha
sido relegado en la Modernidad, el de la fraternidad, entendida fundamentalmente a
través de la solidaridad.

Solidaridad como un posible antídoto

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Dice Victoria Camps en su ensayo ‘Solidaridad, responsabilidad, tolerancia’ (2010) que la
justicia es la virtud central de la ética, pues ‘donde no habita la justicia, ni siquiera como
ideal o como búsqueda, la dignidad de la persona es mera palabrería’ (p.3). Sin embargo,
advierte Camps, la justicia es imperfecta por tres razones: primero, porque atiende
razones e intereses generales, por lo que no puede atender todas las diferencias de cada
caso particular. Segundo, porque nunca llega a realizarse del todo. Y tercero, porque la
vida misma es injusta y la igualdad natural es un mito. Es por ello, sostiene la autora, por
lo que debe atenderse otro valor adyacente a la justicia, que es el de la solidaridad al que
define como la capacidad para ‘mostrarse unido a otras personas o grupos, compartiendo
sus intereses y sus necesidades, en sentirse solidario del dolor y sufrimiento ajenos’ (p.4).
La solidaridad debe entonces entenderse, de acuerdo con Camps, como condición de la
justicia y como compensadora de sus insuficiencias.

Habría que decir que la importancia de la solidaridad en esta discusión va más allá de la
compensación de la justicia –que en sí misma es por demás esencial—, hacia la impronta
de sentido humano que este valor le otorga a los otros dos valores que han sustentado el
proyecto de la Ilustración: la libertad y la igualdad. Mediante la solidaridad, encarnación
de la fraternidad, es posible dar otra mirada a estos dos valores y rescatar la promesa de
humanidad contenida en la Ilustración. Sería innegable obviar que la lucha por la libertad
nos ha legado todo un entramado filosófico, legal y político orientado a la promoción de
garantías y derechos fundamentales de los individuos, así como también que la búsqueda
de la igualdad ha permitido imaginar un mundo en el que la justicia se imparta sin
distinciones, se reconozca el derecho a la diferencia, y se plantee la redistribución desde la
política y la economía.

Con todo, sin el tamiz de la solidaridad la lucha por estos valores se sustenta, en última
instancia, en la desconfianza y carece de contención ante excesos: los de la libertad que
promueven una sociedad orientada por el egoísmo consumista y los de la igualdad que
culminan en la supresión autoritaria de la diferencia. Bauman en Vida de Consumo (2009)
y Lipovetsky en De la ligereza (2016) dan cuenta de los excesos de la primera y la
experiencia soviética de los de la segunda. Tanto el mercado como el proyecto socialista

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han sido hijos de la razón, pero también lo han sido sus distorsiones. La solidaridad dota
de espíritu humano a la búsqueda de libertad y de igualdad, pues nos hace conscientes del
otro, no como ajeno, sino como semejante y establece, en esta visión, sus límites en el
reconocimiento de la dignidad humana indivisible, inalienable, irrenunciable. Añadiría
además dentro de la esfera de la solidaridad como mirada renovada hacia la promesa de
la Ilustración, la importancia de reconocer la propia responsabilidad en el uso que
hacemos de la razón con base, nuevamente, en la dignidad humana. Para Rorty, en
Contingency, irony and solidarity (1989), tenemos la obligación de sentirnos solidarios con
los demás a partir de nuestra humanidad común, que radica en la importancia de
reconocer las diferencias (género, raza, religión, etc.) sin abdicar del ‘nosotros’ que nos
define y abarca a todos. Se habla entonces de una solidaridad que no pretende
recreaciones nostálgicas de comunidades utópicas, sino reconocer la humanidad común
en la diferencia, cuyo límite de ejercicio es la propia dignidad humana.

En una breve, pero magistral colección de ensayos y conferencias –Encuentro con el otro
(2007)--, Ryszard Kapuscinski reflexiona acerca de una doble identidad en las personas,
una que nos conduce a compartir necesidades, sentimientos, estados de ánimo, y una
segunda que tiene que ver con categorías raciales, con las especificidades culturales, con
las creencias y hasta con la cocina. Estos dos rasgos componen en gran medida nuestra
identidad, indisociable de conexiones emocionales que se suelen pasar por alto.
Kapuscinski reflexiona también acerca de las nuevas formas en que nos encontraremos –o
enfrentaremos—con el otro en un mundo que, en apariencia, es cada vez más pequeño y
está cada vez más conectado. Se trata de transitar a través del reconocimiento, del
respeto, de la comprensión. Aquí habría que recordar al filósofo francés de origen lituano,
Emmanuel Levinas –a quien refiere también el propio Kapuscinski--, cuando insiste,
primero en Totalidad e infinito (1961) y luego en De otro modo que ser (1990), en que la
naturaleza más íntima del ser humano radica en su capacidad ética para reconocer y
acoger (accueil) al Otro en su propia subjetividad, intransferible e infinita, y no sujeta a
conceptualizaciones, ni a clasificaciones previas, pues ello implicaría el riesgo de la
objetivación, de la imposición y del dominio. Pero hay más.

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Pretender rescatar la promesa de la Ilustración renovando el reclamo por la libertad y la
igualdad desde la solidaridad no es una tarea sencilla en un mundo que tira, por todas
partes --los mercados, la política, el consumo—hacia la fragmentación, hacia el egoísmo,
hacia el úsese y tírese y hacia la incertidumbre. En estas circunstancias si se renuncia a
mirar el mundo desde la solidaridad difícilmente se lograrán enfrentar los problemas más
graves de nuestros días que precisan soluciones que sólo pueden plantearse en colectivo:
desigualdades, calentamiento global, contaminación y, sobre todo, incapacidad de
entendernos y de reconocernos como semejantes. La solidaridad del siglo XXI no puede
sino apostar, en primera instancia por el pensamiento crítico, que no sólo –recordando a
Eco—nos mantenga dispuestos a someter a crítica cualquier creencia e idea, de donde
provengan, sino que nos mueva a reconocernos en los otros a partir de la diferencia y la
variedad humana, cuyo límite solidario es justamente la dignidad humana. Se trata
entonces de una concepción de la solidaridad que refresque la demanda por la libertad y
la igualdad, las reoriente y las contenga, como el antídoto contra la cerrazón y como
oportunidad para transformar (pero no volver a negar) la ira (la emoción negativa) y
canalizarla mediante el encuentro con el Otro en compasión (el sentimiento solidario) y
comprensión (la razón solidaria) para defender, así, la legitimidad de lo abierto.

A reserva de discutir lo siguiente con mayor detenimiento, concluyo aquí, con ánimo de
generar intercambio, con un esbozo de dos ámbitos que adquieren gran responsabilidad
en esta oportunidad de mirar el mundo desde la solidaridad, a condición de replantearse,
revisarse y renovarse: el periodismo y la educación. Se piensa aquí en un periodismo para
la solidaridad que acoja los valores y principios ya mencionados para una esfera pública
más abierta, pluralista, tolerante y dialogante que pueda extenderse –como ya sucede,
pero aquí desde otra mirada—hacia los temas de la vida privada. Y en una educación para
la solidaridad que enfatice, no la adquisición mecánica y funcional de ‘conocimiento’
(skills), sino una formación amplia de personas capaces de entender, comprender y

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ponerse en el lugar del otro, que abarque de lo privado a lo público.6 Solidaridad, en lo
público y lo privado, como antídoto a la ira que hoy promueve la cerrazón.


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Véase, por ejemplo, la obra de Pedro Ortega Ruiz y Ramón Mínguez Vallejos, Los valores en la educación,
Barcelona: Ariel, 2001.

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