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Historia de la flexibilidad

Ella había ido a una entrevista en un centro comercial situado a diecisiete estaciones, dos
transbordos, de metro de su casa, y al cruzar por una gran superficie de electrodomésticos lo vio
de pronto en todas las pantallas. Llevaba una americana de hilo azul clarita, una camisa blanca con
rayas anchas, entonadas, y una corbata de seda estampada, color salmón. Llevaba, además, el
pelo muy bien pegado al cráneo y un gesto grave entre las cejas, acorde con la solemnidad del
letrero que le identificaba como secretario general de una asociación de jóvenes empresarios.

-Podríamos decir que es un contrato joven y dinámico, como tú, porque, ¿puedo tutearte, verdad?

-Claro.

-Pues entonces, fíjate, nosotros ya no vivimos en el mundo de nuestros padres, ¿te das cuenta?
Nadie quiere trabajar toda la vida en la misma empresa, qué horror, y menos en un sector
tecnológico, como el nuestro, que está en permanente transformación… Yo creo que este contrato
es el que más te conviene, porque ni te ata, ni te impone exclusividad, y con un expediente
académico tan brillante como el tuyo, además, tienes tantas posibilidades…

"¡Tengo trabajo! Bueno, son sólo tres meses, una sustitución, y me queda lejos de casa, pero…"

Y aquella mañana, después de haber ocultado celosamente su nota media de 3,76 sobre 4 en
ingeniería industrial, para afirmar que desde niña le atraía el mundo de las perfumerías, la imagen
de aquel sinvergüenza en dos docenas de televisores de todos los tamaños le amargó el paladar.
Tuvo que ir al baño, lavarse la cara y beber agua, antes de encontrarse con fuerzas para
emprender las diecisiete estaciones, dos transbordos, del regreso.

Él, en cambio, estaba en casa, haciendo la comida, y cuando se tropezó con el ex jefe de su hija en
la pantalla no se acordó de él, sino de su padre. No era una frase hecha. El padre había sido su jefe
durante casi dos décadas, hasta que el hijo volvió del extranjero con media docena de títulos de
nombres impronunciables y unas ideas muy claras sobre el futuro de la empresa familiar y la
optimización de sus recursos para obtener los mejores beneficios.

-¿Qué quieres que te diga, Mariano? Ya sabes cómo son estos chicos… -y sonreía-. Bueno, ya lo
sabes tú, con el carrerón que está haciendo la tuya. Y el mío, pues, ya ves, lo está poniendo todo
patas arriba. Que si los equipos no valen nada, que si la logística es un desastre, que si esta
empresa es un monstruo gigantesco y moribundo que está agonizando de puro anticuado…

-Ya, pero a mí me quedan menos de diez años para jubilarme -objetó él-. Y cambiar de contrato,
así, de repente…

-Dinamismo, amigo mío, dinamismo. Es el signo de los tiempos, todos nuestros asesores le dan la
razón, así que… Es una cuestión de pura fórmula, no te inquietes. Yo también he tenido que firmar
uno nuevo, no te digo más.

Escuchó la puerta de la calle y se puso tan nervioso que, al intentar apagarla, el mando se le cayó
al suelo. Sin embargo, cuando su hija se reunió con él, había recobrado ya la calma gracias al
monótono ritmo de la cuchara de madera con la que removía un sofrito de tomate y cebolla, a
fuego lento.
-¡Tengo trabajo! -y al ver entrar a la niña con una sonrisa de oreja a oreja tuvo ganas de brindar
consigo mismo, para celebrar que había logrado ahorrarle ese disgusto-. Bueno, son sólo tres
meses, una sustitución, en las oficinas centrales de una cadena de perfumerías, ¿sabes?, y me
queda un poco lejos de casa, pero… Quién sabe. Menos da una piedra, ¿o no?

-Por supuesto, hija mía, enhorabuena -y soltó la cuchara para abrazarla-. Lo importante es
trabajar. Con lo lista que tú eres… -y la puerta sonó otra vez-. Ahí está mamá.

La mujer de él, la madre de ella, era el único miembro de la familia que había conservado su
trabajo. Quizá por eso, cuando llegó, después de besarles y celebrar a partes iguales la noticia y el
aroma de la comida, se sentó y les miró.

-No os podéis creer a quién he visto en la tele del vestuario mientras me cambiaba de ropa… -les
miró, pero ninguno de los dos levantó la vista del plato-. ¡A Tito, el hijo de don Roberto! Le han
nombrado secretario general de no sé qué cosa de empresarios y… ¡Secretario general, al niñato
ese! Desde luego, es increíble, y anda que lo que estaba diciendo…

Su marido se sirvió gaseosa en dos dedos de vino. Su hija alargó la mano para llegar al cesto del
pan, que estaba en la encimera. Ninguno de los dos se atrevió a mirarla.

-¡Que no saldríamos de la crisis hasta que el Gobierno comprendiera que es imprescindible


flexibilizar el mercado laboral! Eso estaba diciendo, el muy… Que no se acabaría el paro hasta que
inyectáramos en nuestra economía dinamismo, ¿me oyes, Mariano?, dinamismo y movilidad, y no
sé qué… ¡Uf! Menos mal que vosotros no le habéis oído.

-Pues sí -admitió su marido.

-Sí -añadió su hija-. Menuda suerte…

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