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El 2 de septiembre de 1997 falleció en Viena el psiquiatra y neurólogo austríaco Viktor E.

Frankl a la edad
de 92 años. Su muerte tuvo una gran resonancia entre el mundo científico internacional. No en vano,
Frankl fue uno de los últimos padres fundadores de las distintas orientaciones psicoterapéuticas,
concretamente de la logoterapia y el análisis existencial, y una personalidad mundialmente conocida por
su experiencia como superviviente de cuatro campos de concentración y por los elevados honores con
los que ha sido distinguido, entre los que se cuentan veintinueve doctorados honoris causa. Con él
finalizaba una era que, en lo tocante a las disciplinas de la psicoterapia y la psiquiatría, se caracterizaba
más por la genialidad, el conocimiento antropológico, la intuición y la erudición que por las técnicas de
procedimiento, los escenarios artificiales y los controles estadísticos de eficacia. Así, por ejemplo, su libro
El hombre en busca de sentido, cuya publicación en Estados Unidos se cuenta por millones de
ejemplares, ayudó a más personas en apuros psicológicos de las que el autor pudo tratar durante sus
veinticinco años de actividad profesional como jefe del departamento de neurología de la Policlínica de
Viena. Según una encuesta realizada por el New York Times en noviembre de 1991 acerca de cuál era «el
libro que más ha cambiado la vida de la gente» y en la que participaron miles de lectores, el de Frankl
apareció entre las diez obras más beneficiosas e influyentes, concretamente, en noveno lugar (la Biblia
ocupaba la primera posición).

Para describir brevemente la esencia del pensamiento logoterapéutico, es necesario elegir entre las
muchas y variadas facetas que lo componen. Una faceta «con denominación de origen» es, con toda
seguridad, su oposición frente a las interpretaciones reduccionistas y limitadoras del ser humano. Ya en
su época de joven médico, Frankl se sublevó contra las tesis de Sigmund Freud, su temprano mentor,
según las cuales la infancia traumática o las pulsiones reprimidas guiarían a la persona durante toda su
vida. Igualmente, también hizo objeciones a las tesis de Alfred Adler, según las cuales el motor más
potente de los actos humanos debía verse en el empeño por compensar los sentimientos de inferioridad
arraigados en la persona.

Tras su separación de Adler, Frankl desarrolló una antropología propia cuya declaración principal rezaba:
la persona se caracteriza por una dimensión existencial (es decir, específicamente humana) que le
diferencia del resto de seres vivos y a la que no se pueden trasladar los diagnósticos del ámbito
biopsíquico. Frankl la llamó dimensión «noética» (del griego nóus: «espíritu», «inteligencia»).

A partir de entonces, sus investigaciones se centraron en cómo fertilizar esta dimensión noética para
aliviar y superar los trastornos mentales.

Pronto se demostraría que el mero acercamiento de los conceptos antropológicos de Frankl a los
pacientes tenía ya un efecto curativo. Los seres humanos vivimos en imágenes que nos construimos de
nosotros mismos, de nuestros congéneres, del mundo y, dado el caso, de Dios (lo cual no significa que
tras esas construcciones no haya ninguna situación real).
Si nuestras imágenes se llenan con esperanzas negativas, desvalorizaciones y deformaciones, nos
encontramos mal. No nos gustamos ni nos gustan los demás, tememos a «Dios y al mundo» y percibimos
la vida como una carga constante. Si, por el contrario, las imágenes fueran optimistas y positivas ante la
existencia, nos alegraríamos más a menudo y nos resultaría más sencillo superar las preocupaciones
cotidianas.

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