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La historia de la Casa Camaleón

¿Usted cree, estimado lector que, el centro de Santiago es un lugar de mierda? Pues déjeme
decirle que le encuentro toda la razón, pero hoy actuaré como su abogado. Primero me
gustaría decirle que entiendo su punto de vista. “El centro” se ha llenado de gente
indeseable: personas de regiones, comercio ambulante, flaites, heladeros, travestis,
peruanos, colombianos, haitianos y otros gentilicios más terminados en “anos”. Santiago es
como esa mina que te partió el corazón sin piedad, con el tiempo le agarraste cariño y ahora,
son buenos amigos por la inminente brutalidad de convivir juntos. La ciudad apesta entre
el calor y el smog, suena como bombo en fiesta con bocinazos, griterío de cabros chicos y
vendedores de última jerga.
Pero hay una belleza, sí, créalo usted, una auténtica belleza que no tiene nada que ver con
una construcción vanguardista para intentar hacer pasar una hueá fea, por una lindura
docta; hablo de una auténtica belleza. Estimado lector, quiero someter a su juicio, un lugar
diferente, distendido de toda vulgaridad, una excentricidad en su máxima expresión; un
lugar que, todavía, guarda con recelo la virginidad santiaguina, el tesoro de los
conquistadores, el espíritu afrancesado que alguna vez lucimos: la casa Camaleón.

Usted no podrá creerlo, pero se encuentra en esas calles que pocas veces uno se topa, justo
en la discordia entre las prostitutas de Plaza de Armas y los transgéneros de San Antonio.
Igual se debe tener cuidado, primero debe caminar hacia los ancianos que juegan ajedrez,
mirar un momento hasta que aparezca la jugada escondida, llamada “mate pastor”, un
movimiento breve que otorga la victoria tras encerrar al rey con una reina y un alfil. Yo no
soy muy bueno para el ajedrez, pero aprendí ese movimiento para poder entrar. En fin,
cuando se da esa jugada, significa que ya han abierto las puertas para ingresar, entonces
usted se dirigirá al Santos, una shopería para el borracho ilustrado en hipismo, carreras de
caballo y vino de caja. Lo primero que hará será desilusionarse, nada de lo que hay ahí podrá
impresionarlo: una mujer sensualmente rellena, con arrugas muy similares a las de una
castaña en almíbar. Paseándose de mesa en mesa, estimulando la decadencia de sus
asistentes, buscando la gallardía de algún pelmaso que ose cortejarla, aunque sepa que solo
sea por su ebriedad. Le dicen “Rosita”, nunca ha revelado su relación con el local, pero dicen
que es pariente de la dueña. Usted deberá sentarse en la tercera mesa, del baño hacia la
puerta y pedirá una fanshop divorciado, cuando Rosita pregunte por la marca de la cerveza,
conteste Heineken. Ella le guardará sus pertenencias y podrá subir al segundo piso, la
entrada a la diversión.

Los que vamos a la casa Camaleón somos gente de gustos sencillos, buscamos beber en
cacho, bailar con una que otra mina que aparezca al paso, reventarnos el cuerpo con drogas
y por supuesto, apostar. Mi padre decía que hay tres saberes que hacen a un verdadero
hombre: primero debe saber bailar, luego hablar sin botar el humo del cigarro y, por último,
las apuestas. La ludopatía era algo que se ha cultivado en mi familia por generaciones, por
lo tanto, comprenderá, que no iba a la casa Camaleón a hacer amigos, sino dinero.
Pasé la mampara con extrema confianza, me sentía un jeque árabe, me habían pagado mi
palito de todos los meses y estaba dispuesto a derrochar gran parte esa noche. Me sentía
con suerte.
La casa Camaleón tiene muchas particularidades, no solamente para entrar en ella. La casa
posee cinco alocados pisos, reglamentados con furia por el plan regulador de la dueña de
casa. En el primero está la pista de baile, en el segundo están las apuestas, en el tercero las
drogas ilícitas y en el cuarto el sexo salvaje. Ahora usted se preguntará ¿y el quinto piso que
no lo ha nombrado? El quinto es un misterio, solamente la dueña de casa y sus amigos más
cercanos lo conocen, para el resto, es un piso lleno de misterios.
No suelo visitar el resto de los pisos, a menos que me exceda. Siempre voy directamente a
la mesa de brisca a jugar mi partida de martes y viernes con Jean Paul, un francés,
establecido en Chile hace más de treinta años; de mediana estatura, una cabellera ploma
que le llega hasta los hombros, lentes con tremendo aumento y siempre con una polera de
cuello polo celeste, según él dice que le da suerte, aunque yo creo que es porque no tiene
nada qué ponerse. También asiste Guillermo Sandoval, aunque todos le decimos
“sendoanal”, un gordo homosexual, pero que siempre anda bien vestido. Debo admitirlo,
tiene un gran gusto por la moda y, para sus sesenta y un años, se mantiene bastante bien.
Tiene estos cortes a la moda, rapados a los lados y largo en el copete, en estos días de
invierno siempre ocupa una bufanda para esconder la papada, pero según él dice que le da
estilo. Este guatón debe fumarse una cajetilla y media diaria por lo menos, jamás he
conocido un religioso tan fiel del cigarro. Por último, está Peer y no, no es alemán. En
realidad, se llama Pedro, pero le encanta alardear sobre su descendencia alemana, que en
realidad solo corresponde a su abuela que se casó con un ex militar de la segunda guerra
que buscó refugio en Chile.

Cuando entré al piso de las apuestas ya estaban mis amigos sentados, me esperaban. Pasé
entre los que estaban jugando “pepito paga doble”, hasta llegar a la mesa de las briscas. Me
senté y deje caer cien mil pesos en billetes de diez, amarrados con un elástico haciendo un
bulto cuadrado. – Ya cabros, empecemos el hueveo- les dije. Rápidamente nos tendimos la
mano, nos acomodamos, pedimos unas piscolas y empezamos a jugar. El guatón sendoanal
tenía que repartir, yo esperaba mis cartas mientras prendía un cigarro para acompañar la
futura piscola. Entonces llegó Margarita (¡Santo Dios, qué mujer más linda!) para pedirnos
la orden; Margarita es una mujer de las buenas, esas que son para casarse. Tiene vuelto
locos a todos los de las apuestas, pero sabemos que no elegiría a nadie de nosotros, eso
sería mejor que llevarse el pollón de oro de la noche. Esa noche lucía un vestido negro con
algunos detalles rojos que, a su vez, resaltaban esa tremenda cintura que tenía. Su piel
tostada le daba un toque tremendo a su cuello y barbilla, haciendo que esta pareciera más
refinada que de costumbre; pero sin lugar a dudas, lo más importante era su nariz, una
finísima y puntiaguda nariz que adornaba el resto de sus facciones, sobre todo cuando
estornudaba.
- ¿Lo mismo de siempre? - Esa frase es tan incómoda, con Jean Paul habíamos acordado
hace años que, cuando te dicen algo así en un local de bebidas, significa que ya tienes un
problema con el alcohol en su constancia o lo que es peor, eres un bebedor premium
conocido. Respondimos afirmativamente mientras el guatón terminaba de repartir la mano.
Comenzamos a discutir nuestras cartas con Jean Paul, mientras le decía “gracias” al guatón,
pensaba derechamente “me cagaste hueón de mierda”. Suelo entrar en estas
contradicciones, sobre todo si se trata de dinero. Teníamos doscientas lucas en la mesa, dos
cigarros a medio terminar y un panorama que no se veía nada de bien. Jean Paul tosió dos
veces en tono alto, esa es una señal que tenemos los dos para hacer tiempo. Mientras tanto,
llegaban las piscolas con la cintura de Margarita moviéndose de lado a lado.

Las piscolas sonaron, haciendo juego con mi grito de desesperación de haber perdido mis
primeras cien lucas. Ustedes comprenderán que apostamos cantidades grandes, aumenta
el riesgo y jugamos 4 a 5 manos, la primera siempre es la más grande y conforme avanza la
noche, nos vamos amariconando, pues preferimos gastar en tragos que en rabias.
Conforme pasaba la noche, el lugar se iba desocupando, la gente se iba en orden de
confianza. Finalmente, siempre quedábamos los de siempre, amigos de la señora, pero
nunca tanto para poder acceder al quinto piso. Ya eran casi las cuatro de la mañana, la casa
poco a poco se iba transformando. La música comenzaba a sonar más despacio, varias
personas se ponían hacer aseo, comenzaban a guardar botellas y vasos vacíos

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