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Paul A. M.

Dirac era uno de los tantos jóvenes representantes de la nueva física cuántica
surgida en la primera mitad de este siglo. De talento genial, tenía una actitud particular para
captar las relaciones profundas de cada situación física, aún de las más triviales. Le gustaba
teorizar sobre todos los problemas de la vida cotidiana, en lugar de resolverlos mediante la
experiencia directa. Y casi siempre acertaba. Su originalidad en la manera de ver el aspecto
global de los problemas científicos lo llevó a situaciones graciosas: se cuenta que un día,
estando en casa de un amigo, se puso a observar detenidamente cómo la esposa de éste tejía
un suéter y cómo movía las agujas de tejer. A un cierto punto la interrumpió diciéndole:
“¿Sabe una cosa? Mirando la manera en que Ud. teje, he considerado los aspectos
topológicos del problema y me he dado cuenta de que sólo hay otra manera posible de hacer
lo mismo.” Y, con sus largos dedos, empezó a mostrarle cómo se podía tejer de esa otra
manera. “Es verdad –contestó la señora riendo y reconociendo inmediatamente la idea- es lo
que nosotras las mujeres desde hace siglos llamamos la malla al revés”.
Con un genio así, cualquier cosa podía esperarse. Pero tal vez nadie podía imaginar que,
con la misma facilidad con que había descubierto “la malla al revés”, iba también a
descubrir la “materia al revés”.

LA MALLA AL REVÉS, EL MUNDO AL REVÉS

Uno de los problemas de la nueva física era que el electrón y el protón, las dos partículas
básicas de la naturaleza, no eran simétricos del todo. Se sabía que el electrón tenía carga
negativa y que el protón podía tener una carga igual u opuesta, o sea, positiva. Pero la masa
del protón era 1840 veces mayor que la del electrón. ¿Cómo se explicaba eso?
La ciencia desde hacía tiempo se había aferrado al concepto de simetría entre cosas
opuestas, un concepto casi tan antiguo como el hombre. La misma electricidad, con sus
cargas eléctricas, lo había confirmado. Como se sabe, es sólo por convención que las cargas
eléctricas fueron llamadas una, positiva y la opuesta, negativa. Si intercambiáramos los
nombres nada cambiaría realmente, ya que ambos polos son exactamente iguales, sólo que
opuestos entre sí.
En cambio, en el mundo de las partículas, entre una y otra sí había diferencia. Y era una
tremenda diferencia, no de carga eléctrica, sino de masa: el protón pesa unas 1840 veces
más que el electrón. Esto desanimaba a los científicos y muchos de ellos tenían la esperanza
de que algún día pudiera descubrirse el electrón positivo y el negativo.
Y el descubrimiento llegó, pero de modo más profundo e insospechado. El protagonista fue
precisamente Paul A. M. Dirac. Él estaba ubicado dentro de la moda científica de pretender
congeniar felizmente la teoría cuántica y la teoría de la relatividad de Einstein: cuando, a
principios de siglo, Planck dio origen a la teoría del quantum, otro genio, Einstein, había
madurado la gran idea de la Relatividad, que parecía explicar situaciones del mundo muy
diversas entre sí. Sin embargo, bien pronto se admitió que la teoría de la relatividad era más
universal que la del quantum y que los fenómenos cuánticos no podían explicarse
adecuadamente sin recurrir a aquélla. La primera confirmación de esto fue cuando se
constató la transformación de la masa material de las partículas en quanta, tal como lo
predecía la Relatividad. Pero durante unos veinte años había fracasado toda tentativa de
establecer una conexión más profunda entre ambas teorías. Y el primer grande y verdadero
éxito lo obtuvo Dirac en 1928.
Una tarde, el caprichoso científico, estirado en un sillón, estaba pensando en cómo corregir
con la Relatividad una fórmula cuántica fundamental que expresaba las situaciones
energéticas del electrón dentro del átomo de hidrógeno. A un cierto punto, gracias a una de
sus típicas inspiraciones y con simples artificios lógico-matemáticos, logró introducir la
Relatividad en la fórmula, resolviendo ese problema particular.
Pero bien pronto Dirac se dio cuenta de que allí se le estaba revelando otra situación del
mundo, mucho más profunda e importante. En efecto, en esa misma fórmula la Energía
estaba expresada por la raíz cuadrada de algunas magnitudes físicas. Cualquiera que haya
estudiado primaria sabe que una raíz cuadrada equivale a la multiplicación de dos números
idénticos, bien sea del mismo signo o de signos contrarios. Por ejemplo, la raíz cuadrada de
16 puede resolverse multiplicando +4 por +4 o también -4 por –4 o también +4 por –4... Es
un hecho trivial y usualmente se elige el signo que mejor se adapte al problema planteado.
En el caso de Dirac habría sido obvio considerar la raíz con el signo +, ya que en la fórmula
las realidades físicas expresadas bajo la raíz eran la energía y la masa del electrón: ¿qué
sentido podía tener una energía “negativa” o, peor aun, una masa “negativa”? Las
partículas, todas las partículas concebibles, tenían energía y masa..., tal como eran. Ni
siquiera se planteaba el asunto de si eran positivas o negativas. ¿Tendría sentido hablar de
una piedra “negativa” que da un golpe “negativo” en la cabeza? Lo positivo y lo negativo
sólo se refieren a cargas eléctricas, en tanto que cargas iguales se rechazan y cargas
opuestas se atraen.
Pero Dirac pensó que eso era necesario tomar en serio su fórmula, sobre todo en honor a
una regla que resultaba cada vez más válida en física cuántica: en el mundo subatómico,
todo lo que no está prohibido no sólo puede existir sino que de hecho existe. Y no había
ninguna regla, ninguna ley lógica conocida, que prohibiera pensar en partículas con masa
negativa, aun cuando nadie supiera a qué elementos reales del mundo pudiera aplicarse ese
concepto. Más bien, la fórmula que tenía por delante afirmaba que tenían que existir esos
elementos. Y fue así como Dirac predijo la existencia de antipartículas, es decir, elementos
que correspondían a cada una de las tres partículas conocidas para ese tiempo: electrones,
protones y neutrones. Si había una partícula x, debía existir una anti-x (o una anti-partícula
x), que constituía algo exactamente contrario y puesto-al-revés de la partícula normal. En
otras palabras: no es solamente la carga eléctrica lo que debería aparecer invertido en la
antipartícula correspondiente, sino incluso toda la estructura interna, algo así como la
imagen de un objeto ante el espejo.
Cuando en 1930 publicó ese estudio, despertó un coro de protestas amigables y aumentó el
número de chistes que sobre él tejían sus colegas. Pero no más de un año después, el físico
experimental Carl Anderson, estudiando los electrones producidos por el choque de los
rayos cósmicos en la atmósfera, constató que la mitad de los electrones generados por el
choque tenían una carga negativa normal, mientras que la otra mitad tenía una carga
positiva. Pensó inmediatamente que debía tratarse de los antielectrones de Dirac, positivos
por tanto. Experimentos subsiguientes lo confirmaron: fueron llamados positrones. Dirac
había acertado al creer en su fórmula: la antimateria existía realmente. E inmediatamente
comenzó en todos los laboratorios del mundo la caza del antiprotón y del antielectrón.

¿Cómo se forman los antipartículas? La fórmula de Dirac también dice lo siguiente: cuando
un quantum de energía suficientemente grande pasa cerca de un núcleo atómico, es capaz
de “materializarse” de golpe, transformándose en un par de partículas contrarias entre sí
(por ejemplo, electrón y anti-electrón o, dicho técnicamente, electrón y positrón).
Naturalmente, es necesario que la energía del quantum sea por lo menos igual a la energía
equivalente a las dos masas materiales de las partículas generadas. Se trata, por
consiguiente, de quanta muy “enérgicos”. Los de la luz ordinaria, por suerte, no lo son
suficientemente y ni siquiera los rayos X. Pero sí lo son los rayos gamma, que representan
la concentración más alta de energía pura.
Una cosa fundamental que el lector ya habrá comprendido es el hecho de que las partículas
sólo (y siempre) se producen en pareja: una partícula de “materia” (digámoslo así) y otra de
“antimateria”. La energía se materializa generando siempre partículas de los dos tipos:
teóricamente, esto se asocia a la presencia simultánea de los signos + y – en la fórmula de
Dirac, tal como es confirmada por los experimentos.
De hecho, en los últimos cuarenta años se han descubierto, además de las antipartículas del
electrón, del protón y del neutrón (que vienen a ser los “ladrillos”, los elementos mínimos
constitutivos de cada átomo), también aquéllas antipartículas de todas las otras partículas
fugaces y efímeras que aparecen durante millonésimas de segundo en los choques
catastróficos de las reacciones nucleares. Muy en general, puede decirse que no puede
existir una partícula sin su respectiva antipartícula. Sería algo así como decir que tampoco
puede existir la derecha sin la izquierda ni el objeto sin su imagen ante el espejo. De ese
modo, el concepto de simetría se ha mantenido intacto en lo más profundo de la realidad
física.
Pero aquí aflora, obviamente, una pregunta importante: si a cada partícula corresponde por
fuerza una antipartícula (positrones, antiprotones, antineutrones), ¿qué función cumplen
éstas en nuestro universo ordinario? ¿Qué sentido tienen o cómo nos influencian? Para
entender la importancia de esta pregunta es necesario decir algo que no hemos mencionado:
cuando una partícula normal pasa al lado de su contraria, no es que ambas se limiten a
neutralizar sus cargas contrariamente eléctricas sino que se “desmaterializan” y, luego de
varios procesos, tienden a convertirse de nuevo en el quantum de energía que los había
generado. Si un electrón hace contacto con un positrón, ambos desaparecen en un haz de
rayo gamma. Y lo mismo ocurre también para los protones y los neutrones, si se aproximan
demasiado a su correspondiente anti...
Es evidente entonces que los átomos de partículas normales no puede estar junto a átomos
hechos de antipartículas: en apariencia serían exactamente iguales pero..., apenas entraran
en contacto, ocurriría una explosión de energía. La materia y la antimateria no pueden estar
juntas.
¿Y entonces? El problema que se presenta es de carácter cosmológico y remite a los
orígenes del universo: es uno de los más fascinantes problemas.

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