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La familia de Carlos IV
A sus cuarenta años, el que ahora es
conocido en todo Madrid como Don
Paco se ha convertido en un
consumado retratista, y se han abierto
para él todas las puertas de los
palacios y algunas, más secretas, de
las alcobas de sus ricas moradoras,
como la duquesa de Alba, por la que
experimenta una fogosa devoción.
Impenitente aficionado a los toros, se
siente halagado cuando los más
descollantes matadores, Pedro
Romero, Pepe-Hillo y otros, le brindan
sus faenas, y aún más feliz cuando el
25 de abril de 1789 se ve favorecido
con el nombramiento de pintor de
cámara de los nuevos reyes Carlos IV y
doña María Luisa de Parma.
La enfermedad y el aislamiento
Majas y Caprichos
El horror de la guerra
El 3 de mayo de 1808, al día siguiente
de la insurrección popular madrileña
contra el invasor francés, el pintor se
echa a la calle, no para combatir con
la espada o la bayoneta, pues tiene
más de sesenta años y en su derredor
bullen las algarabías sin que él pueda
oír nada, sino para mirar
insaciablemente lo que ocurre. Con lo
visto pintará algunos de los más
patéticos cuadros de historia que se
hayan realizado jamás: el Dos de mayo,
conocido también como La carga de los
mamelucos en la Puerta del Sol de Madrid, y
el lienzo titulado Los fusilamientos del 3 de
mayo en la montaña del Príncipe Pío de
Madrid.
En Los fusilamientos del 3 de mayo, la
solución plástica a esta escena es
impresionante: los soldados
encargados de la ejecución aparecen
como una máquina despersonalizada,
inexorable, de espaldas, sin rostros,
en perfecta formación, mientras que
las víctimas constituyen un agitado y
desgarrador grupo, con rostros
dislocados, con ojos de espanto o
cuerpos yertos en retorcido escorzo
sobre la arena encharcada de sangre.
Un enorme farol ilumina
violentamente una figura blanca y
amarilla, arrodillada y con los brazos
formando un amplio gesto de
desafiante resignación: es la figura de
un hombre que está a punto de morir.
Los fusilamientos del 3 de mayo
Durante la llamada Guerra de la
Independencia Española (1808-1814),
Goya irá reuniendo un conjunto
inigualado de estampas que reflejan
en todo su absurdo horror la sañuda
criminalidad de la contienda. Son los
llamados Desastres de la guerra, cuyo
valor no radica exclusivamente en ser
reflejo de unos acontecimientos
atroces, sino que alcanza un grado de
universalidad asombroso y trasciende
lo anecdótico de una época para
convertirse en ejemplo y símbolo, en
auténtico revulsivo, de la más cruel de
las prácticas humanas.
El pesimismo goyesco irá
acrecentándose a partir de entonces.
En 1812 muere su esposa, Josefa
Bayeu; entre 1816 y 1818 publica sus
famosas series de grabados,
la Tauromaquia y los Disparates; en 1819
decora con profusión de monstruos y
sórdidas tintas una villa que ha
adquirido por 60.000 reales a orillas
del Manzanares, conocida después
como la Quinta del Sordo: son las
llamadas "pinturas negras",
plasmación de un infierno aterrante,
visión de un mundo odioso y
enloquecido. En el invierno de 1819
cae gravemente enfermo pero es
salvado in extremis por su amigo el
doctor Arrieta, a quien, en
agradecimiento, regaló el cuadro
titulado Goya y su médico Arrieta (1820,
Institute of Art, Minneápolis). En
1823, tras la invasión de los Cien Mil
Hijos de San Luis, contingente del
ejército francés venido para derrocar
el gobierno liberal, se ve obligado a
esconderse y al año siguiente escapa
a Burdeos, refugiándose en casa de su
amigo Moratín.
En 1826, Goya regresó a Madrid,
donde permaneció dos meses, para
marchar de nuevo a Francia. Durante
esta breve estancia el pintor Vicente
López Portaña (que se encontraba en su
mejor momento de prestigio y técnica)
realizó un retrato de Goya, cuando
éste contaba ya con ochenta años.
Enfrentado al viejo maestro, de rostro
aún tenso y enérgico, López Portaña
llevó a cabo la obra más recia y
valiosa de su extensísima actividad de
retratista, tantas veces derrochada en
la minucia cansada de traducir
encajes, rasos o terciopelos con
aburrida perfección. Este lienzo, hoy
en el Museo del Prado, es el retrato
más conocido de Goya, mucho más,
incluso, que los también famosos
autorretratos del pintor.
Saturno devorando a un hijo (detalle)