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BILBAO, CIUDAD DE ACERO Y AGUA.

Por José Antonio Díaz

Sabemos que el territorio que hoy en día ocupa la Villa de Bilbao estuvo habitado desde tiempos
remotos. Sin embargo, parece que sólo a partir del siglo XI se dio el cúmulo de condiciones
económicas, políticas y sociales que hicieron posible que pudiera constituirse un asentamiento
humano junto a la ría. Conocido como “puebla de Bilbao”, aquel núcleo primitivo contaba a su
favor con los beneficios que proporcionaba una ría navegable y con buen estuario. Una ría cuya
margen izquierda era rica en mineral de hierro, que se trabajaba en ferrerías, mientras que los
pobladores de la margen derecha eran marineros y pescadores, más dados al comercio y al tráfico
mercantil.
Gracias a todos estos factores, unidos a su inmejorable posición geográfica como encrucijada en el
camino de comunicaciones de Castilla con los mares del Norte, y viceversa, aquella puebla
primitiva que se llamó Bilbao comenzó a ser considerada como un lugar aprovechable para las
transacciones comerciales y por lo tanto apetecible de ser poblado. Un lugar cuyos habitantes
decidieron organizarse en una comunidad de hombres libres para así mejor velar por sus derechos y
garantizar su seguridad en tiempos prolíficos en guerras de linajes. Y así, la natural evolución de la
puebla llevó a la fundación de la Villa, extremo que no sólo se hizo a petición de sus habitantes,
sino de todos los vizcaínos.
Por aquel entonces ejercía el poder en el Señorío de Vizcaya Don Diego López V de Haro, El
«Intruso», quien a pesar de haberse enfrentado antaño con en rey de Castilla Sancho IV “el Bravo”,
se alió más tarde con su viuda, la nueva reina de Castilla y León, María de Molina, a quien apoyó
contra sus enemigos, comprometiéndose a defender los intereses de su hijo y heredero, Fernando IV
“el Emplazado”, con cuya hermana, doña Violante, se unió en matrimonio.
Con fecha 15 de junio de 1300, Don Diego López V de Haro constituyó en villazgo la vieja “puebla
de Bilbao” mediante una carta fundacional, o Carta Puebla, dada entonces en Valladolid y
confirmada por el rey Fernando IV de Castilla, el 4 de enero de 1301 en Burgos.
Don Diego estableció la nueva villa en la orilla derecha de la ría del Nervión, en terrenos de la
anteiglesia de Begoña, siéndole otorgado un fuero que a partir de entonces iba a regir la vida de la
población. Este fue el Fuero de Logroño, que brindó a los bilbainos jugosas exenciones de tipo
fiscal y numerosos privilegios jurídicos con respecto al resto del territorio, que formaban otras villas
y la llamada tierra llana, es decir sin murallas, lo que equivale a decir los campos y caseríos del
resto de Vizcaya.
Así, los pobladores de Bilbao estaban exentos de cargas, tributos, castigos, torturas y aportación
personal o dineraria para sostener los ejércitos. Asimismo, al permitirles comprar y vender
libremente, sin pago de portazgos ni peajes en Castilla, vieron como se reforzaba su actividad
económica, al tiempo que dichos privilegios crearon una no disimulada rivalidad con las demás
villas vizcaínas, dado que Bilbao obtuvo también el privilegio de monopolizar el tráfico comercial a
través de la ría, prohibiendo que se cobrasen impuestos en ninguno de los pueblos situados entre la
villa y la desembocadura de la misma.
Durante la Baja Edad Media, en Bilbao y Vizcaya se agudizaron las luchas entre señores y
campesinos, potenciando una conflictividad social que dio paso a la Guerra de los Bandos. Eran
estos la unión de varios linajes o comunidad de gentes unidas, sobre todo, por lazos de sangre, que
peleaban por mantener tanto su poder como las rentas con las que gravaban cualquier actividad
productiva.
Oñacinos y Gamboínos se llamaron aquellos banderizos que tiñeron de sangre los campos de
Vizcaya y las calles de Bilbao hasta que, en 1487, bajo el reinado de los Reyes Católicos, el
Ordenamiento de Chinchilla hizo que las villas quedaran bajo el control de la Corona, aislándose a
los bandos y limitándose su poder.
La época del florecimiento.
A finales del siglo XV Bilbao era todavía una ciudad pequeña, pero próspera y económicamente
muy activa, en la que se concentraban toda clase de oficios propios de una urbe comercial e
industrial. Había un cinturón de huertas y viñedos en lo que hoy se conoce como El Arenal, y
también había armadores de barcos, pescadores, tenderos, marineros y ferrones.
Ya por entonces contaba Bilbao con una Cofradía de Mercaderes que en 1511 se convirtió en el
«Consulado, Casa de Contratación, Juzgado de los hombres de negocios de mar y tierra y
Universidad de Bilbao». La finalidad de dicho Consulado no era otra que instituir un régimen de
jurisdicción privativa que sirviese para dirimir los conflictos que surgieran entre capitanes, maestres
de naos y comerciantes, pues no debemos de olvidar que Bilbao era puerta de salida tanto del hierro
producido por la siderurgia vasca, como de la lana de Castilla, y de entrada para mercancías y
textiles provenientes de distintos puntos de Europa.
Bilbao, «el mejor lugar de Vizcaya», según el veneciano Andrea Navagero, vivió no obstante,
momentos de incertidumbre en el siglo XVI: padeció quebrantos económicos derivados de las
condiciones geopolíticas de la época; sufrió inundaciones (“aguaduchus”) en 1553 y 1593, en las
que las zabras (grandes naves de transporte de mercancías) navegaban por las calles derribando
casas y fragmentos de muralla; vivió un pavoroso incendio en 1571, y finalmente sufrió la
demoledora peste bubónica de 1598, ante la cual ni los médicos se atrevían a venir a la villa en
socorro de sus moradores.
El siglo XVII estuvo marcado por los enfrentamientos ya tradicionales entre la Villa y las
localidades limítrofes, que no aceptaban la posición predominante de Bilbao dentro del Señorío de
Vizcaya. Hubo por ello varias revueltas populares de los vecinos, que a base de impuestos
sufragaban tanto los gastos de dichos pleitos como otros derivados del gasto de aprovisionamiento
de los ejércitos de la Corona. La situación estalló finalmente cuando el Consejo de S.M.,
necesitando más recursos, acordó ampliar a Vizcaya el impuesto que cobraba sobre el consumo de
sal. Los bilbainos se opusieron ante esta nueva exacción, alzándose en el denominado «Motín de la
Sal», que finalmente se saldó agarrotando y ahorcando a varios de sus cabecillas, si bien días más
tarde, en abril de 1634, sendas reales cédulas concedían la anulación del impuesto sobre la sal y
traían el perdón para el resto de los hallados culpables.
En 1718 Bilbao sufrió un nuevo conflicto de igual raíz que el anterior, la «matxinada». Por entonces
y aunque la Villa tenía un tamaño modesto, con alrededor de 5500 habitantes, contaba con una rica
burguesía comercial que hacía negocios lo mismo con Madrid, que con Sevilla, Londres, y
Ámsterdam. Aquella burguesía controlaba el Consulado, rivalizando por el poder municipal con
ricos mayorazgos. El traslado de las aduanas del interior (Orduña, Vitoria y Balmaceda) a la costa
(Bilbao, San Sebastián e Irún) para evitar el contrabando, medida bien vista por los mayorazgos y
los notables rurales, que así pensaban quitar poder a los comerciantes. No contaron con que aquel
traslado de aduanas perjudicaba seriamente a los labriegos y pescadores, que vieron como se
encarecían los productos que adquirían (carne, sal, tejidos, etc) sin vislumbrar contrapartida alguna.
Por ello, a principios de septiembre de 1718, y tras haber realizado juntas secretas en los pueblos,
campesinos de los alrededores de Bilbao entraron en la Villa matando al Diputado General, Enrique
Arana, y quemando algunas casas. La situación se calmó únicamente cuando, en noviembre de
aquel años, el mariscal Blas de Loyola tomó militarmente la villa. Posteriormente, un real decreto
de 16 de diciembre de 1722 devolvió las aduanas a su primitivo asiento.
La Guerra de la Convención, que entre 1793 y 1795 enfrentó a España y Francia, hizo que el País
Vasco se convirtiese en escenario de guerra. Así, el 19 de julio de 1794 las tomas francesas del
general Willot tomaban Bilbao, que capituló comprometiéndose a una neutralidad absoluta en el
conflicto.

Tiempo de cambios.
Bilbao prosperaba y crecía. Wilhelm Von Humboldt, que visitó la ciudad en 1799, alabó la belleza
del paseo de El Arenal, “plantado con umbrosas avenidas de tilos”, se hizo eco de “la limpieza y
hermosura del empedrado” de sus calles, y encomió los servicios que prestaban a la comunidad el
hospital y la Casa de Misericordia, que sufragada por los impuestos que pagaban los barcos a su
arribada, repartía entre los pobres las sopas económicas Rumford, a base de huesos, sangre y otros
alimentos baratos.
Inmerso ya en la época moderna, la villa vivió nuevamente un periodo de conflictos con su entorno
rural, que consideraba que sus prerrogativas le perjudicaban. Fue la denominada «Zamakolada»
(por su promotor, el escribano de Dima, Simón Bernardo de Zamakola), a la que siguieron durante
todo aquel siglo no pocas convulsiones sociales cuyo eje central no fue otro que la oposición entre
liberales y realistas, afectos los primeros a la constitución de Cádiz, y los segundos a la foral.
Durante las Guerras Carlistas, Bilbao sufrió tres sitios que fueron forjando su leyenda de ciudad
liberal. El primero de ellos, en 1835, ha pasado a la historia porque durante el mismo murió el
general Zumalacárregui, alcanzado por una bala en las inmediaciones de Begoña. El segundo,
porque Espartero consiguió levantar el cerco sobre la ciudad en la Nochebuena de 1836. Y el
tercero, el de 1873, porque la Villa fue víctima de atroz bombardeo que, en palabras del Conde de
Casa-Fiel, la redujo a un « verdadero montón de escombros y ruinas».
En otro ámbito, la incipiente industrialización y los orígenes del capitalismo en el País Vasco, entre
1841 y 1872, hicieron que la ría de Bilbao se convirtiese en el centro neurálgico de la economía
vasca, dando paso al vertiginoso desarrollo que experimentará la capital vizcaína en el umbral del
1900, presagio quizás de ese Bilbao cultural cultural y cosmopolita del siglo XXI, encarnado a la
perfección por la iridiscente piel de titanio del Museo Guggenheim.

BILBAO, CIUDAD DE ACERO Y AGUA.


Por José Antonio Díaz

Podemos decir que Bilbao entró en la historia a partir del 15 de junio 1300, fecha en que Don
Diego López V de Haro, El «Intruso», Señor de Vizcaya, fundó la villa mediante una carta
fundacional, o Carta Puebla, fechada aquel entonces en Valladolid y confirmada por el rey Fernando
IV de Castilla, el 4 de enero de 1301 en Burgos. Don Diego estableció la nueva villa en la orilla
derecha de la ría del Nervión, en terrenos de la anteiglesia de Begoña y le otorgó el Fuero de
Logroño.
"En el nombre de Dios é de la virgen vienaventurada Sancta María. Sepan por esta carta quantos la
vieren é oieren como yo Diego Lope de Haro, sennor de Vizcaia, en uno con mi fijo Don Lope Diaz
é con placer de todos los vizcaynos, fago en Bilvao de parte de Vegonna nuevamente población é
villa qual dizen el puerto de Bilvao. Er do ffranco a vos los pobladores deste lugar que seades
francos et libres et quitos para siempre iamas vos et los que de vos vernan de todos pechos et de
todas vereas (…)"
Así reza la carta de fundación de la villa, que aclara se produce sobre el puerto de Bilbao, ya
existente antes de 1300, año en que dicha población ya disponía de un pequeño núcleo semi-
amurallado en el que se asentaban algunas casas-torre y una ermita, la de Santiago, que con el
tiempo acabaría convirtiéndose en Catedral. Ubicada a orillas de la ría del Nervión, la villa contaba
con una edificación fortificada que guardaba el puente que unía ambas. En la margen izquierda, o
Bilbao La Vieja, que como su nombre indica estaba habitada desde antiguo, se trabajaba el hierro en
sus ferrerías, mientras que en la orilla derecha o Casco Viejo, se concentraba la actividad mercantil
y portuaria.
Al recibir la Carta Puebla, Bilbao consiguió para sus pobladores jugosas exenciones de tipo fiscal y
numerosos privilegios jurídicos con respecto al resto del territorio, que formaban otras villas y la
llamada tierra llana, es decir sin murallas, esto es los campos y caseríos del resto de Vizcaya.
Asimismo, al permitirle comprar y vender libremente, sin pago de portazgos ni peajes en Castilla,
reforzó su actividad económica, al tiempo que dichos privilegios crearon una no disimulada
rivalidad con las demás villas vizcaínas.
Aquel primer Bilbao estuvo formado por tres calles, si bien dado el rápido crecimiento de la villa
pronto se ampliaron a siete diferenciadas por los nombre gremiales de quienes las habitaban:
Somera, Francos o Artecalle (en euskera calle de en medio), Tendería o Santiago, Pesquería o
Belosticalle, Carnicería, Palacio o Barrencalle La Primera y Jusera, y Susera o de Allende. Todas
ellas quedaron rodeadas luego de una muralla, cuya construcción se inició en 1334, por orden del
rey de Castilla Alfonso XI, nombrado Señor de Vizcaya en la Junta de Guernica.
Durante la Baja Edad Media, en Bilbao y Vizcaya se agudizaron las luchas entre señores y
campesinos, potenciando una conflictividad social que dio paso a la Guerra de los Bandos. Eran
estos la unión de varios linajes o comunidad de gentes unidas, sobre todo, por lazos de sangre, que
peleaban por mantener tanto su poder como las rentas con las que gravaban cualquier actividad
productiva.
Oñacinos y Gamboínos se llamaron aquellos banderizos que tiñeron de sangre los campos de
Vizcaya y las calles de Bilbao hasta que, en 1487, bajo el reinado de los Reyes Católicos, el
Ordenamiento de Chinchilla hizo que las villas quedaran bajo el control de la Corona, aislándose a
los bandos y limitándose su poder.
La época del florecimiento.
A finales del siglo XV Bilbao era todavía una ciudad pequeña, pero próspera y económicamente
muy activa, en la que se concentraban toda clase de oficios propios de una urbe comercial e
industrial. Había un cinturón de huertas y viñedos en lo que hoy se conoce como El Arenal, y
también había armadores de barcos, pescadores, tenderos, marineros y ferrones.
Shashek, el criado del noble bohemio León de Roshmital y Blatna, que acompañado de un séquito
de cuarenta personas y cincuenta y dos caballos, visitó Vizcaya en 1465, dice en sus escritos que
Bilbao era una «ciudad no muy grande, pero bien poblada, (que) está situada entre montañas y por
la cual pasa un río , sobre el que hay un monte de piedra; de los montes se saca hierro, y algunos
pagos de viña hay junto a esta ciudad, que dista del mar una milla».
Ya por entonces contaba Bilbao con una Cofradía de Mercaderes que en 1511 se convirtió en el
«Consulado, Casa de Contratación, Juzgado de los hombres de negocios de mar y tierra y
Universidad de Bilbao», cuya finalidad era instituir un régimen de jurisdicción privativa que
sirviese para dirimir los conflictos que surgieran entre capitanes, maestres de naos y comerciantes.
Bilbao, «el mejor lugar de Vizcaya», según el veneciano Andrea Navagero, vivió no obstante,
momentos de incertidumbre en el siglo XVI: padeció quebrantos económicos derivados de las
condiciones geopolíticas de la época; sufrió inundaciones (“aguaduchus”) en 1553 y 1593, en las
que las zabras (grandes naves de transporte de mercancías) navegaban por las calles derribando
casas y fragmentos de muralla; vivió un pavoroso incendio en 1571, y finalmente sufrió la
demoledora peste bubónica de 1598, ante la cual ni los médicos se atrevían a venir a la villa en
socorro de sus moradores.
El siglo XVII estuvo marcado por los enfrentamientos ya tradicionales entre la Villa y las
localidades limítrofes, que no aceptaban la posición predominante de Bilbao dentro del Señorío de
Vizcaya. Hubo por ello varias revueltas populares de los vecinos, que a base de impuestos
sufragaban tanto los gastos de dichos pleitos como otros derivados del gasto de aprovisionamiento
de los ejércitos de la Corona. La situación estalló finalmente cuando el Consejo de S.M.,
necesitando más recursos, acordó ampliar a Vizcaya el impuesto que cobraba sobre el consumo de
sal. Los bilbainos se opusieron ante esta nueva exacción, alzándose en el denominado «Motín de la
Sal», que finalmente se saldó agarrotando y ahorcando a varios de sus cabecillas, si bien días más
tarde, en abril de 1634, sendas reales cédulas concedían la anulación del impuesto sobre la sal y
traían el perdón para el resto de los hallados culpables.
En 1718 Bilbao sufrió un nuevo conflicto de igual raíz que el anterior, la «matxinada». Por entonces
y aunque la Villa tenía un tamaño modesto, con alrededor de 5500 habitantes, contaba ya con una
rica burguesía comercial que hacía negocios lo mismo con Madrid, que con Sevilla, Londres,
Ámsterdam. Aquella burguesía controlaba el Consulado, rivalizando por el poder municipal con
ricos mayorazgos. El traslado de las aduanas del interior (Orduña, Vitoria y Balmaceda) a la costa
(Bilbao, San Sebastián e Irún) para evitar el contrabando, medida bien vista por los mayorazgos y
los notables rurales, que así pensaban quitar poder a los comerciantes. No contaron con que aquel
traslado de aduanas perjudicaba seriamente a los labriegos y pescadores, que vieron como se
encarecían los productos que adquirían (carne, sal, tejidos, etc) sin vislumbrar contrapartida alguna.
Por ello, a principios de septiembre de 1718, y tras haber realizado juntas secretas en los pueblos,
labriegos de los alrededores de Bilbao entraron en la Villa matando al Diputado General, Enrique
Arana, y quemando algunas casas. La situación se calmó únicamente cuando, en noviembre de
aquel años, el mariscal Blas de Loyola tomó militarmente la villa. Posteriormente, un real decreto
de 16 de diciembre de 1722 devolvió las aduanas a su primitivo asiento.
La Guerra de la Convención, que entre 1793 y 1795 enfrentó a España y Francia, hizo que el País
Vasco se convirtiese en escenario de guerra. Así, el 19 de julio de 1794 las tomas francesas del
general Willot tomaban Bilbao, que capituló comprometiéndose a una neutralidad absoluta en el
conflicto.

Tiempo de cambios.
Bilbao prosperaba y crecía. Wilhelm Von Humboldt, que visitó la ciudad en 1799, alabó la belleza
del paseo de El Arenal, “plantado con umbrosas avenidas de tilos”, se hizo eco de “la limpieza y
hermosura del empedrado” de sus calles, y encomió los servicios que prestaban a la comunidad el
hospital y la Casa de Misericordia, que sufragada por los impuestos que pagaban los barcos a su
arribada, repartía entre los pobres las sopas económicas Rumford, a base de huesos, sangre y otros
alimentos baratos.
Inmerso ya en la época moderna, la villa vivió nuevamente un periodo de conflictos con su entorno
rural, que consideraba que sus prerrogativas le perjudicaban. Fue la denominada «Zamakolada»
(por su promotor, el escribano de Dima, Simón Bernardo de Zamakola), a la que siguieron durante
todo aquel siglo no pocas convulsiones sociales cuyo eje central no fue otro que la oposición entre
liberales y realistas, afectos los primeros a la constitución de Cádiz, y los segundos a la foral.
Durante las Guerras Carlistas (1833-1876), Bilbao sufrió tres sitios que fueron forjando su leyenda
de ciudad liberal. En el primero de ellos, en 1835, murió el general Zumalacárregui, alcanzado por
una bala en las inmediaciones de Begoña; en el segundo, Espartero consiguió finalmente burlar las
defensas establecidas por el general Eguía, levantando el cerco sobre la ciudad en la Nochebuena de
1836; y en el en el tercero, que se prolongó entre el 28 de diciembre de 1873 y el 2 de mayo de
1874, la ciudad sufrió un fuerte bombardeo que obligó a sus habitantes a cubrir las ventanas de sus
casas con tablones, sacos terreros y cueros de vaca. Acabado el conflicto, el Conde de Casa-Fiel,
que fuese testigo de la entrada en Bilbao de las tropas del general Concha, dio cuenta del estado de
la villa escribiendo que «no había casa con techo, ni balcón con cristales, ni edificio que no
mostrase el terrible choque de las bombas, el paso de las balas y el estallido de las granadas.
Aquello era un verdadero montón de escombros y ruinas».
En otro ámbito, la incipiente industrialización y los orígenes del capitalismo en el País Vasco, entre
1841 y 1872, hicieron que la ría de Bilbao se convirtiese en el centro neurálgico de la economía
vasca, dando paso al vertiginoso desarrollo que experimentará la capital vizcaína en el umbral del
1900. Un desarrollo con luces y sombras, pues frente al progreso y la modernidad que supuso la
creación del nuevo Bilbao, el que iba desde la Gran Vía al Ensanche, se oponía un Bilbao de
infraviviendas y chabolas que se extendía por la periferia urbana.
En el primero se hallaban coquetos chalets unifamiliares y grandes edificios y residencias
palaciegas como la que se hizo construir el Marqués de Chavarri en 1889, o el no menos
espectacular Palacio de la Diputación, obra del santanderino Luis Alardrén; en el segundo se
aposentaba inicialmente la gran masa trabajadora, compuesta por miríadas de inmigrantes atraídos
por el trabajo que generaba la industria.
Bilbao, que en 1870 tenía censados a 32.734 habitantes, paso a tener cerca de 74.000 en 1897. La
ciudad no estaba preparada para ello, dado que en su mayoría estaba circunscrita al casco medieval,
por lo que rápidamente se improvisaron por doquier viviendas obreras carentes de espacio y
salubridad. Un excelente caldo de cultivo para explicar la epidemia de cólera que asoló la villa en
octubre de 1893, lo que en su día llevó a decir a un cronista local que Bilbao «era la población más
mortífera del mundo».
Por suerte aquel Bilbao supo crecer y progresar brindando a sus habitantes numerosas expectativas
laborales, deportivas y culturales. Tras la bonanza económica de los 50, la crisis económica de los
70 supuso un nuevo varapalo para el desarrollo de la villa, que aún habría de sufrir un nuevo
zarpazo con la reconversión industrial de los 80 y las inundaciones de agosto de 1983.
Después, ya en la década de los 90, Bilbao resurge cual Ave Fénix, mutando su imagen industrial,
herrumbrosa y gris por otra más propia del siglo XXI. A partir de entonces se construyen el Museo
Guggenheim (1997) y el Palacio Euskalduna (1999), y la Villa se dota de Metro (1995), un nuevo
aeropuerto (2000), y un gran espacio de Convenciones, el B.E.C. (Bilbao Exhibition Centre, 2004)
entrando en una nueva época en la que muestra una clara voluntad de ofertarse como ciudad de
servicios y capital cultural.

CUADRO:
Shakespeare y las espadas de Bilbao.
En su obra Las alegres casadas de Windsor (datada en 1597), William Shakespeare hace que en
sendos parlamentos de los actos primero y tercero, Pistol y Falstaff alaben las virtudes de sus
espadas, a las que denominan “Bilbo”. Con este nombre euskérico se designaba por entonces a las
espadas vizcaínas, y parece que más en concreto a las forjadas en Bilbao. Así lo reconocen, entre
otros, el Dictionary of the English Language de The American Heritage y el Shakespeare Glosary,
por más que en muchas traducciones al castellano de las obras del bardo de Stratford on Avon se
omita el vocablo original “Bilbo” para sustituirlo por el más anodino de espada, con el que se pierde
información no sólo sobre el origen de la misma, sino tan bien sobre la calidad de su forja.
Llegados aquí, conviene precisar que desde antes de la Baja Edad Media, siglos XII al XVI, existían
diseminadas por el País Vasco muchas viejas fraguas (haizeolak) en las que únicamente se empleaba
fuerza humana para trabajar el metal. Estas se fueron viendo sustituidas, poco a poco, por las nuevas
ferrerías (zeharrolak) que se beneficiaron del uso de la novedosa rueda hidráulica vertical para
mover los martinetes de la fragua. Ya por entonces los ferreros vascos eran reputados por la calidad
de sus trabajos de forja, que eran muy estimados tanto por el mercado interior como por el exterior.
Así, con el hierro extraído de las minas de Somorrostro, Mutiloa y Zerain, se fabricaba no sólo el
“acero de Mondragón”, muy demandado hasta el siglo XVII para la fabricación de espadas
toledanas, sino el metal con el que confeccionaban las no menos famosas espadas de Bilbao y
Tolosa, y las armaduras, coseletes y picas de Durango (siglos XIV-XV). Ahora bien, la posterior
irrupción el mercado del hierro sueco y más tarde del hierro ruso, hizo que cayera la producción
siderúrgica vizcaína y con ella las otrora famosas armas blancas que tanto alabase Shakespeare.

Médicos judíos en Bilbao.


Se sabe que durante el siglo X y XI fueron varios los médicos judíos que ejercieron en Bilbao, sin
que sufrieran, aparentemente, traba alguna por parte de los vecinos o de la temida Inquisición.
Según el Fuero, Vizcaya tenía por uso y costumbre que no pudieran avecindarse en sus pueblos
moros o judíos, salvo temporalmente, si bien se hacía una excepción con Físicos y/o Médicos, que
sí podían hacerlo con la aceptación de los pueblos.
Esta práctica era habitual en las ciudades castellanas, si bien en Bilbao no encontramos médico
alguno que aparezca claramente como judío, dado que las autoridades municipales de la época
trataban de ocultar el posible origen judeoconverso de sus vecinos. No obstante, sí parecen serlo
algunos que figuran sólo con el nombre, sin apellidos, en los documentos, o bien los que llevan
como apellidos nombres de ciudades como Córdoba, Cartagena, etc.
Los historiadores Enriqueta Sesmero y Javier Enríquez cuentan en su Bilbao Medieval que a finales
del siglo XVI se desató una epidemia de peste bubónica en la Villa, por lo que se solicitaron
médicos de otras ciudades. Muchos se negaron, por miedo, pero sí aceptó un galeno judío, que
mandó quemar las ropas de los bilbainos para atajar la epidemia. Así logró detener la enfermedad,
pero no logró el favor de los villanos, dado que fue condenado por dejarles sin vestidos.
A comienzos del siglo XVII eran tres los médicos que ejercían en Bilbao: los vizcaínos Juan Ochoa
de Dudagoitia y Martín de Anitua, y el portugués Martín Rivero. Comoquiera que los dos primeros
miraban con recelo al extranjero, pensando que les quitaba clientela, le denunciaron ante Juan
González de Salazar, Corregidor del Señorío, pidiendo fuese expulsado de la Villa, dado que no
había probado su hidalguía, como exigía el fuero vizcaíno.
Comoquiera que la demanda de Dudagoitia y Anitua no fue aceptada, éstos recurrieron al tribunal
de apelación de Valladolid, que tampoco la aceptó.
La historia no dice qué fue de aquel Rivero al que acusaban de ser judío, pero sí sabemos que su
vuelta a Bilbao no debió de ser fácil, dado que algunos regidores se empeñaron en impedirlo.

DOBLE PÁGINA:

UN PASEO POR LA HISTORIA DEL “BOTXO”


Una buena forma de empezar a conocer la Villa de don Diego Lopez de Haro, también llamada
popularmente “botxo” o agujero por estar encajonada entre montañas, puede ser deambular junto al
río Nervión por el paseo del Arenal. Fue este el antiguo emplazamiento de los primeros astilleros
bilbaínos, convertido en jardín en el siglo XVIII, y desde antaño punto de encuentro por excelencia
de los habitantes de la Villa, que durante largos años lo tuvieron por obligado recinto ferial en las
fiestas de agosto. En uno de sus extremos se haya el Ayuntamiento de Bilbao, obra del arquitecto
municipal Joaquín Rucoba, inaugurado en 1892 sobre los terrenos que desde 1516 a 1836 ocupase
el convento de San Agustín.
Al otro extremo del Arenal, hallamos la iglesia de San Nicolás de Bari, construida entre 1743y
17456 bajo la dirección del arquitecto Ignacio de Ibero y Erkizia. De estilo barroco moderado, el
templo se erigió en honor del patrón de los navegantes, y en su interior, de forma octogonal,
podemos contemplar retablos y esculturas del escultor imaginero toledano Juan Pascual de Mena.
Un poco más lejos y pegado a la ría, se encuentra el Teatro Arriaga, cuya fachada barroca recuerda a
la de la Ópera de París. Inaugurado el 31 de mayo de 1890, en su día marcó un hito tanto por el
empleo de las 600 lámparas eléctricas que sustituyeron a la vieja iluminación por gas, como el
hecho de que los aficionados con posibles podían seguir las actuaciones musicales desde casa,
gracias al teléfono, en audiciones que costaban quince pesetas.
Pegadas al Arriaga se encuentran las Siete Calles, a las que Indalecio Prieto llamase el cogollo de
nuestro Bilbao. Nos hallamos aquí en el núcleo fundacional de la primera Villa, su casco medieval,
pleno de restaurantes típicos, tascas y comercios, así como los monumentos e iglesias más antiguos.
Podemos comenzar nuestro recorrido por la Plaza Nueva. Oficialmente llamada Plaza de Fernando
VII, en conmemoración de la visita que este monarca hizo a Bilbao, la plaza es un espacio público
neoclásico construido entre 1829 y 1849. Tiempo atrás alojó la Bolsa de Comercio y las
dependencias de la Diputación de Vizcaya, y en nuestros días hace con lo propio con
Euskaltzaindia, la Real Academia de la Lengua Vasca.
No lejos de allí se encuentra el Museo Arqueológico, Etnográfico e Histórico Vasco, ubicado junto a
la iglesia de los Santos Juanes. Si ya de por sí el edificio que lo alberga, de estilo barroco y con un
soberbio claustro, merece una visita, su interés se acrecienta al contemplar las colecciones que
custodia esta institución, que se refieren fundamentalmente tanto a la arqueología de Vizcaya como
a la etnohistoria del País Vasco.
Pegada al Museo se halla la iglesia de los Santos Juanes, parroquia de estilo barroco aunque con
elementos renacentistas, construida en el siglo XVII por Martín Ibáñez de Zalbidea. Un poco más
adelante, en el corazón del Casco Viejo, hallamos la Catedral de Santiago, el santo por excelencia
de los bilbaínos, no en vano en 1643 fue confirmado por la Santa Sede como patrón de la Villa. De
estilo gótico, la Catedral fue construida en el siglo XV sobre un antigua ermita que data de la época
de las peregrinaciones jacobeas. Tiene dos pórticos, uno renacentista y otro neoclásico, y en su
interior cuenta con tres naves, con bóvedas de crucería. Destaca por su belleza el coro y el claustro,
construido este último en gótico florido.
También resulta interesante la visita a la Iglesia de San Antón, dado que esta nos remite a los
arcanos de la Villa, no en vano se construyó sobre las ruinas de un castillo defensivo, a partir del
cual se construyeron las murallas que rodearon las Siete Calles. Demolido dicho alcázar en 1366, se
construyó sobre el mismo la dicha iglesia de San Antón, que junto al puente anexo del mismo
nombre, forma parte del escudo de la Villa.
Al otro lado de la ría, merece una visita el Museo Diocesano de Arte Sacro, ubicado en el antiguo
convento de las dominicas de la Encarnación, cuyos orígenes se remontan a los inicios del siglo
XVI, muestra al visitante una amplia sección de platería de piezas locales y americanas, así como
una amplia muestra de ropas litúrgicas del siglo XVI al XX y esculturas, pinturas, muebles, marfiles
y alabastros, de contenido religioso,
Volviendo sobre nuestros pasos, en la parte alta del Casco Viejo Bilbaino hallamos el Santuario de
Nuestra Señora de Begoña, patrona del señorío de Vizcaya. Construida a comienzos del siglo XVI
en estilo neogótico, la iglesia es obra de Sancho Martínez de Arego, y cuenta con una portada de
corte renacentista con un gran arco triunfal, mientras que su gran campanario con espadaña es de
comienzos del s. XX.
En el interior, en el retablo neoclásico del Altar Mayor está el Camarín de la Virgen, cuya pequeña
figura, de 0,93 metros, tallada en madera de tilo, la representa sentada en un taburete sin respaldo,
con el Niño sentado en sus rodillas.
Concluida esta visita al Bilbao medieval, comienza otra que también tiene mucho de viaje en el
tiempo. En la misma podemos contemplar el imponente edificio de la Universidad de Deusto,
inaugurada en 1886; deambular por entre los elegantes edificios de la Gran Vía bilbaína y el
Ensanche, prestando especial atención al Palacio de la Diputación y a la antigua residencia del
Marqués de Chavarri en la Plaza Elíptica; visitar el muy recomendable Museo de Bellas Artes; y,
como no, dedicarle su tiempo a descubrir ese Bilbao del siglo XXI que alberga las Torres de Isozaki,
las pasarelas de Uribitarte y Abandoibarra, y como no, las formas sinuosas de ese Guggenheim con
piel de titanio que cada día se refleja en las aguas del Nervión.

Cuadros:
DÓNDE COMER.
Difícil pregunta para planteársela en Bilbao, no en vano la Villa cuenta con profusión de
restaurantes en los que saciar las ansias de comensales y gourmets.
Si le gusta el bacalao, y aquí consideraremos lo contrario como un pecado, acuda al Guría o al Bola-
Viga, aunque también acertará, y mucho, si se decanta por la suculenta cocina del Goizeko Kabi o el
Zortziko. Y si lo desea, también puede comer más económico, de pintxos. Dónde quiera, y de
preferencia en el Bitoque, en la calle Rodríguez Arias, 32.

DÓNDE DORMIR.
Siendo Clío una revista de historia, no cabe aquí sino sugerir un alojamiento acorde con las
circunstancias. Nos referimos al Hotel Carlton, edificio de estilo francés terminado de construir en
1926, y declarado hoy en día Monumento Arquitectónico, Histórico y Cultural.
A lo largo de la historia se han alojado en él personalidades de la talla de Albert Einstein, Federico
García Lorca, Ava Gadner y el 007 Pierce Brosnan. Durante la Guerra Civil fue sede del Gobierno
Vasco, conservándose aún el búnker que lo alojaba, así como el Salón Aranzazu, desde cuya
ventana el lehendakari Agirre saludaba a las tropas.
Pero además, Bilbao ofrece una variada oferta hotelera en la que se incluyen el Silken Gran Hotel
Domine y el Hesperia Bilbao, ambos con excelentes vistas al Guggenheim.

DULCE COMER.
Contaba Antonio Trueba que ya en 1814 había cafés en Bilbao, generalmente regentados por
italianos o suizos. Destacó entre ellos un tal Pedro Franconi, con fama de excelente pastelero, que
asociado a su paisano Franco Matossi, dio en abrir el célebre Café Suizo, del que derivaron
sucursales en numerosas ciudades de España.
Estos cafés-pastelerías eran los lugares de reunión preferidos por los ciudadanos, que allí
degustaban una amplia variedad de chocolates y pasteles. De entre ellos, y típicamente bilbainos,
han llegado hasta nuestros días los bollos de mantequilla, las carolinas (invento de un pastelero para
agradar a su hija inapetente, del mismo nombre), y sobre todo los pasteles de arroz, cuyo origen
parece estar en los pasteles filipinos que traían a Bilbao los marinos que hacían la carrera de Indias.

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