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Historiadores  en  Sudamérica  hispana:    


Intercambios  entre  centro  y  periferia  

Juan  Maiguashca,  York  University,  Canadá.  

Traducción:  Isabel  Mena    

El propósito de este capítulo es ofrecer una visión general de la historiografía de


Sudamérica hispana (SAH) en el siglo diecinueve y en la primera mitad del veinte. El texto no
examina a cada uno de los nueve países de manera individual, sino que toma a la región entera
como unidad de análisis.1 Esta perspectiva es válida porque, durante el período en cuestión,
emergió en esta parte de las Américas un mercado intelectual en común -la república de las
letras- que fue creciendo en tamaño y complejidad. Sin lugar a dudas, durante el período
colonial tardío ya existió un intercambio de ideas y de productos intelectuales, pero la densidad
de este intercambio se incrementó significativamente después de la independencia e incluyó
temas políticos, militares, económicos, literarios e historiográficos. Este capítulo se concentrará
exclusivamente en el intercambio de temas relativos a la historiografía.
La idea de un mercado común de escritura historiográfica fue sugerida (pero no
desarrollada) por Germán Colmenares en Las convenciones contra la cultura. Ensayo sobre la
historiografía hispanoamericana del siglo XIX (1987) hace alrededor de veinte años.
Colmenares sostiene que “los historiadores hispanoamericanos se refirieron constantemente a los
europeos. Todos tuvieron acceso a los mismos autores, generalmente franceses…, pero también
se produjeron intercambios de ideas entre ellos. Las conexiones ideológicas, las afinidades
generacionales, el exilio, las experiencias en común o las incompatibilidades, reales o
imaginadas, permitieron estos intercambios”.2 Más recientemente, Josep Barnadas se ha referido
con mayor énfasis a este cruce de ideas: “se debe recordar”, escribe, “algo que generalmente ha
sido olvidado: las relaciones intelectuales, políticas y económicas que las élites
hispanoamericanas cultivaron entre sí, fueron mucho más intensas que las que tuvieron con
Europa o Estados Unidos”.3 Este capítulo pretende expandir y desarrollar esta noción del
intercambio de ideas al interior de SAH y mirar a los historiadores de la región bajo un nuevo
enfoque.
La república de las letras en SAH no fue un campo homogéneo. Desde muy temprano en
el siglo XIX, dos centros de producción y diseminación histórica superaron a todos los demás:
                                                                                                                       
1
 Los  países  en  cuestión  son:  Argentina,  Uruguay,  Paraguay,  Chile,  Bolivia,  Perú,  Ecuador,  Colombia  y  Venezuela.  
Me  referiré  al  conjunto  de  estos    países  como  SAH  (Sudamérica  hispana).    
2
 Germán  Colmenares,  Las  convenciones  contra  la  cultura:  Ensayos  sobre  la  historiografía  hispanoamericana  del  
siglo  XIX  (Bogotá,  1987),  41-­‐42,  102-­‐103.    
3
 Josep  Barnadas,  Gabriel  René  Moreno  (1836  –  1908):  Drama  y  Gloria  de  un  Boliviano  (LA  Paz,  1988),  68.  Véase  
también  J.R.  Thomas,  “The  Role  of  Private  Libraries  and  Public  Archives  in  Nineteenth  Century  Spanish  American  
Historiography”,  The  Journal  of  Library  History,  9:4  (1974),  334-­‐51.      
  2  

Santiago en Chile y Buenos Aires en Argentina. A pesar de ser las capitales de dos países
separados, deben ser consideradas como una sola entidad porque se encontraban fuertemente
interconectadas en términos intelectuales. El espacio disponible es insuficiente para explicar de
manera detallada cómo surgieron estos vínculos, por lo que basta con mencionar que la política
argentina forzó al exilio a una generación de jóvenes intelectuales que emigró a Chile, en donde,
para su sorpresa, las élites políticas estaban organizando exitosamente un sistema de gobierno
estable. Como llegaron con una gran reputación, no tardaron en ser invitados por el gobierno
chileno a contribuir a una variedad de iniciativas en ámbitos políticos y culturales. A cambio, la
nación anfitriona les permitió no solo ganarse la vida, sino también publicar trabajos innovadores
en política, leyes, literatura e historia. A lo largo de los años treinta y cuarenta del siglo
diecinueve se desarrolló una estrecha colaboración entre intelectuales chilenos y argentinos que
se mantuvo durante el resto del siglo, incluso después de que los argentinos hubieran regresado a
su patria definitivamente.4
El hecho de que hombres de letras de Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia convergieran
primero en Santiago y después en Buenos Aires, ya sea por voluntad propia o por haber sido
forzados al exilio por sus respectivos países, deja claro que el Cono Sur era percibido como un
centro cultural.5 Refiriéndose a René Moreno, el historiador boliviano más destacado del siglo
diecinueve, Barnadas escribe lo siguiente: “Chile fue un refugio para muchos argentinos,
bolivianos y peruanos, así como colombianos e incluso centroamericanos; teniendo en cuenta
que Moreno lo adoptó como su segunda patria, podemos afirmar que se radicó en el epicentro
cultural más importante del continente”.6 El concepto “centro” en el título de este capítulo, por
lo tanto, no se refiere a Europa sino a un polo de desarrollo intelectual que creó un campo de
fuerza, que, a partir de la década de 1840, abarcó a toda Sudamérica hispana durante el resto del
siglo e incluso más adelante. Generalmente se piensa en las relaciones de centro y periferia en
términos de explotación; no obstante, esto no se aplica a este caso. Al contrario, en su mayoría,
estas relaciones se dieron en términos de colaboración. “Centro” se refiere, por lo tanto, al
trabajo combinado de historiadores del Cono Sur entre 1840 y 1940, y “periferia” a la
producción de los historiadores del resto de SAH relacionada de alguna manera con los
desarrollos historiográficos de Santiago y Buenos Aires.
Generalmente se hacen dos afirmaciones sobre la escritura histórica de SAH en el siglo
diecinueve y comienzos del veinte. La primera, que era escrita por los poderosos para los
                                                                                                                       
4
 Sol  Serrano,  “Emigrados  argentinos  en  Chile  (1840-­‐1855)”,  en  Esther  Edwards  (edit.),  Nueva  Mirada  a  la  historia  
(Santiago,  1996),  111-­‐116.  Véase  también  María  Sáenz  Quezada,  “De  la  independencia  política  a  la  emancipación  
cultural”,  ibíd.,  91-­‐105;  y  Rosendo  Fraga,  “Argentina  y  Chile  entre  los  siglos  XIX  y  XX  (2892-­‐1904)”,  ibíd.,  143-­‐165.    
5
 Josep  Barnadas,  Gabriel  René  Moreno,  68.  Sobre  el  surguimiento  del  Cono  Sur  como  centro  cultural,  véase  Daniel  
Larriqueta,  “Chile,  Argentina:  indianos  diferentes”,  en  Esther  Edwards  (edit.),  Nueva  Mirada  a  la  historia;  Jeremy  
Adelman,  Republic  of  Capital:  Buenos  Aires  and  the  Legal  Transformation  of  the  Atlantic  World  (Palo  Alto,  Calif.,  
1999);  José  Moya,  “Modernization,  Modernity  and  Trans/Formation  of  the  Atlantic  World  in  the  Nineteenth  
Century”,  en  Jorge  Cañizares-­‐Esguerra  y  Erik  R.  Seeman  (edits.),  The  Atlantic  in  Global  History,  1500-­‐2000  (Don  
Mills,  Ont.,  2007);  Lyman  L.  Johnson  y  Zephyr  Frank,  “Cities  and  Wealth  in  South  Atlantic:  Buenos  Aires  and  Rio  de  
Janeiro  before  1860”,  Comparative  Studies  of  Society  and  History,  48  (2006),  634-­‐668.    
6
 Josep  Barnadas,  Gabriel  René  Moreno,  68.  
  3  

poderosos y que trataba sobre los poderosos. La segunda, que en gran medida tenía un carácter
derivativo, en cuanto la mayor parte de sus marcos intelectuales habían sido tomados de
historiadores europeos.7 No voy a cuestionar la primera afirmación, pero quiero hacer las
siguientes advertencias al respecto. Para empezar, esta caracterización no se aplica solamente a
la historiografía de SAH sino también a la historiografía europea del siglo XIX. Tampoco se
debe olvidar que algunos historiadores de SAH escribieron trabajos sobre los amerindios. Los
trabajos más académicos e influyentes fueron Les Races Aryennes du Perou: Leur langue, leur
religión, leur historie [Las Razas arias del Perú: Sus idiomas, su religión, su historia] (1871) de
Vicente López e Historia de la civilización peruana (1879) de Sebastián Lorente. Sin embargo,
en general, la mayor parte de escritura histórica de entre 1840 y 1890 fue escrita en español por
autores blancos y reflejó la cosmovisión criolla.8
Pasando a la segunda afirmación, la idea de que los historiados de SAH eran “imitadores”
de modelos extranjeros -lo que J.M. Blaut llama “difusionismo europeo”- refleja la creencia
profundamente arraigada de que los europeos crearon el conocimiento histórico (así como otros
tipos de conocimiento) y que los no europeos, incluidos los latinoamericanos, simplemente lo
adoptaron con algunas modificaciones menores.9 Este punto de vista debe ser rechazado. Los
historiadores de SAH no fueron solamente consumidores de ideas foráneas, también fueron
innovadores. Por lo tanto, además de ofrecer una perspectiva general sobre la escritura histórica
en SAH, este capítulo también proporcionará evidencia para respaldar esta afirmación.
Para cumplir con estos dos objetivos, el capítulo se divide en tres secciones. La primera
sección examinará tres debates del siglo diecinueve que tuvieron lugar en el Cono Sur acerca de
cómo debía ser escrita la historia de las repúblicas de SAH. Dos consecuencias de estos debates
fueron la institucionalización de la escritura histórica en la región y el desarrollo de un conjunto
de herramientas destinadas a captar la realidad histórica de SAH de una manera innovadora. La
segunda sección se desplazará del método al contenido e identificará la creatividad de los
historiadores de SAH en su manera de tratar sus historias nacionales respectivas. Por último, la
tercera sección utilizará el caso de Argentina como ejemplo ilustrativo para examinar la
profesionalización de la historia que comenzó a darse en la primera mitad del siglo veinte. Lo

                                                                                                                       
7
 Véase  al  respecto  E.  Bradford  Burns,  The  poverty  of  Progress:  Latin  America  in  the  Nineteenth  Century  (Berkeley,  
1983),  capítulo  3;  Germán  Colmenares,  Las  convenciones  contra  la  cultura,  13,  27,  137;  y,  más  reciente,  Ana  
Ribeiro,  Historiografía  Nacional,  1880-­‐1940:  De  la  épica  al  ensayo  sociológico  (Montevideo,  1994),  15.    
8
 En  la  primera  mitad  del  siglo  diecinueve,  unos  cuantos  escritores  indígenas  trataron  de  exponer    sus    perspectivas  
propias,  pero,  hasta  donde  tengo  conocimientos,  no  hay  ninguna  iniciativa  comparable  en  lo  que  resta  del  período.  
Esta  es  la  principal  razón  por  la  cual  el  trabajo  de  autores  amerindios  no  figura  en  el  presente  capítulo.  Véase  
Vicente  Pazos  Kanki,  Memorias  histórico-­‐políticas  (Londres,  1934),    y  Justo  Apu  Shuaraura,  Recuerdos  de  la  
monarquía  peruana  o  bosquejo  de  la  historia  de  los  incas  (Paris,  1850).  El  primero  fue  un  proyecto  de  varios  
volúmenes  que  nunca  se  completó,  llevado  a  cabo  por  un  boliviano  aimara  que  se  había  convertido  en  un  ferviente  
republicano.  El  segundo,  más  que  un  texto  de  historia,  es  una  genealogía  de  los  monarcas  incas  compilada  por  un  
sacerdote  de  origen  inca.  Se  ha  sugerido  que  el    propósito  de  este  sacerdote  pudo  haber  sido  el  de  presentarse  
como  alguien  capaz  de  restaurar  la  monarquía  inca    en  el  Perú.  En  relación  a  esto,  véase  Catherine  Julien,  
“Recuerdos  de  la  monarquía  peruana”,  Hispanic  American  Historical  Review,  84:  2  (2004),  344-­‐345.    
9
 J.M.  Blunt,  The  Colonizer´s  Model  of  the  World:  Geographical  Diffusionism  and  History  (New  York  1993),  8-­‐17.    
  4  

ocurrido Argentina también tuvo lugar en el resto de la región, aunque un poco más tarde y en
menor medida.

CÓMO ESCRIBIR LA HISTORIA DE LAS REBUBLICAS


DE SUDAMÉRICA HISPANA (1840s-1910s)

El extranjero más eminente en Chile – aparte de Charles Darwin- fue Andrés Bello, un
venezolano que se empleó en el gobierno en 1829 y dedicó el resto de su vida a servir a este país.
Bello fue un erudito que alcanzó la cúspide de su potencial entre las décadas de 1840 y 1850 y
transformó a Santiago en un centro para los estudios históricos: organizó un sistema de
educación que dio importancia al estudio del pasado, enseñó directa e indirectamente a la
primera generación de historiadores aficionados de Chile y Argentina e inició debates públicos
acerca de cómo escribir la historia de Chile y las demás naciones hispanoamericanas recién
independizadas 10 -debates que fueron muy influyentes en toda la región.
En 1844, siguiendo una directiva del gobierno chileno, la Universidad de Chile, en ese
momento bajo el rectorado de Bello, creó un concurso anual para el cual los miembros de la
facultad debían enviar una monografía sobre un tema de historia nacional. Las Memorias
resultantes, publicadas entre 1844 y 1918, fueron examinadas con bastante regularidad,
provocando algunos debates notables.11 El debate más memorable involucró al rector de la
universidad y a José Victorino Lastarria, a los discípulos de éste y a algunos nuevos miembros de
la facultad. Abordando la pregunta “¿cómo se debe escribir la historia chilena?”, Lastarria envió
un ensayo titulado Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema
colonial de los españoles en Chile que desafiaba abiertamente la visión que el rector tenía sobre
la historiografía. Bello respondió y pronto los círculos intelectuales chilenos ardieron en un
debate que duró décadas, primero en Santiago y luego en Buenos Aires. En pocas palabras, la
discusión se dio entre quienes promovían el ad narrandum (la historia narrativa) y aquellos que
defendían el ad probandum (la historia explicativa). Bello apoyaba al primer grupo, Lastarria al
segundo.
Para Bello, la primera tarea de un historiador en un país como Chile era organizar
archivos públicos y bibliotecas, y someter las fuentes recolectadas a un estudio crítico. Una vez
establecida su autenticidad, el siguiente paso era estudiar su significado por medio de una
variedad de métodos cognitivos como, por ejemplo, el método filológico crítico. Solo entonces
podía el historiador utilizarlos en una narrativa cronológica, cuyo direccionamiento debía
encontrarse en los propios documentos. Mientras tanto, todo texto historiográfico debía ser visto
como provisional y sujeto a correcciones de contenido y método. Para transmitirle al lector la
importancia de las fuentes primarias, Bello proponía insertar documentos originales dentro de la
narrativa, puesto que no se trataba únicamente de una cuestión de veracidad, sino de conseguir
                                                                                                                       
10
 Iván  Jaksic,  Andrés  Bello:  Scholarship  and  Nation  Building  in  Nineteenth-­‐Century  Latin  America  (Cambridge  2001),  
caps.  2  y  5.    
11
 Cristian  Gazmuri,  La  historiografía  chilena,  1842-­‐1920  (Santiago,  2006),  capítulo  4.    
  5  

que el lector comprendiese la singularidad del momento y la experiencia vivida. El objetivo era
aprehender el proceso histórico chileno desde dentro, distorsionándolo lo menos posible. Solo
esta clase de escritura histórica, argumentaba Bello, podía producir un conocimiento confiable
acerca del pueblo chileno, de su tierra y de su época, conocimiento sin el cual la construcción de
la nueva nación sería imposible.12
Para Lastarria, en cambio, la historia no era un recuento de todos los hechos, sino
solamente de los más importantes; de ahí la importancia de tener el criterio para seleccionarlos y
utilizarlos en una explicación general. Los hechos tenían significancia histórica, afirmaba
Lastarria, solamente en la medida en que proveían evidencia de la marcha del progreso.
Rechazando a los románticos franceses, Lastarria prefirió el enfoque historiográfico propuesto
por Voltaire en el siglo anterior y por su contemporáneo, François Guizot. Se trataba de una
historia interpretativa, cuyo propósito era trazar el desarrollo de la civilización no solo en Europa
sino alrededor del mundo. Según Lastarria, esto era especialmente importante para Chile y para
las nuevas naciones de Hispanoamérica puesto que, tras haber destruido las cadenas del
colonialismo, estaban en busca de un nuevo orden. Por consiguiente, la historia no podía
contentarse con dar vida al pasado en toda su verdad y plenitud; más importante aún era que
promoviese un futuro republicano, teniendo en cuenta los avances de la humanidad en otras
partes.13
Después de los primeros intercambios de opinión, nuevas voces se unieron y le añadieron
sutilezas al debate. Bello agregó algunos puntos adicionales que vale la pena mencionar. En
primer lugar, sostuvo que ambos métodos, el ad narrandum y el ad probandum, podían tener
cabida en países con una historiografía bien desarrollada, pero no en Chile, en donde la historia
como institución todavía no existía. Insistió en que, bajo tales circunstancias, el método narrativo
era un primer paso esencial. El segundo lugar, Bello previno a la juventud chilena de seguir a
Europa de manera servil. “Jóvenes chilenos”, exhortó, “aprendan a juzgar por ustedes mismos”.
Aspiren a la libertad de pensamiento”.14 Previno que un fracaso al respecto incitaría a Europa a
decir que:

América todavía no se ha deshecho de sus cadenas, que sigue nuestros pasos con ojos vendados, que en sus trabajos
no hay sentido de pensamiento independiente, nada original, nada característico. América imita las formas de
nuestra filosofía, pero no capta su espíritu. Su civilización es una planta exótica que todavía no ha absorbido la savia
de la tierra que la sustenta. 15

Sin embargo, Bello también advirtió el peligro de irse al otro extremo y caer en el nativismo.
Sostuvo que había valiosas lecciones que aprender de Europa: “estudiemos las historias
europeas; observemos muy de cerca los espectáculos particulares que cada una de ellas

                                                                                                                       
12
 Andrés  Bello,  Selected  Writings  of  Andrés  Bello,  ed.,  Iván  Jaksić  (Oxford,  1997),  154-­‐184.  
13
 Cristian  Gazmuri,  La  historiografía  chilena  ,  81–5.  
14
 Bello,  Selected  Writings,  183.  
15
 Ibid.,  184.  
  6  

desarrolla y resume; aceptemos los ejemplos y lecciones que contienen.16 No obstante, insistió en
la primacía de la independencia y la creatividad:

En todo tipo de estudios es necesario transformar las opiniones de los demás en convicciones propias. Sólo de esta
manera se puede aprender una ciencia. Solo de esta manera puede la juventud chilena hacerse cargo de la corriente
de conocimiento ofrecida por la cultivada Europa y contribuir a ésta algún día, enriqueciéndola y haciéndola más
hermosa.17

A pesar de ser prácticamente desconocidos a inicios de los años cuarenta, para el final de la
década, Bello y Lastarria se habían convertido en nombres muy populares.
El segundo debate acerca de cómo escribir la historia de las repúblicas de Sudamérica
hispana comenzó en Buenos Aires a inicios de la década de 1860. Fue provocado por la
publicación de Historia de Belgrano de Bartolomé Mitre en 1859. La tesis de Mitre -un
periodista y político que había vivido y trabajado en Chile en los años cuarenta- era que el
General Manuel Belgrano había sido el arquitecto y la personificación del movimiento
independentista argentino. Esta posición implicaba, en primer lugar, la afirmación de que el
proceso de independencia se había logrado en gran medida gracias a la intervención de las
provincias costeñas de donde provenía Belgrano y, en segundo lugar, la perspectiva de que la
mejor manera de entender la historia argentina era a través del estudio de los grandes hombres en
lugar del estudio de la gente común.
Naturalmente muchos argentinos del interior no estuvieron de acuerdo, entre ellos,
Dalmacio Vélez Sarsfield. Este conocido abogado, periodista y hombre público, se dedicó a
rebatir el contenido y el método del trabajo de Mitre. En cuanto al primer punto, manifestó que
la idea de que la Independencia argentina había sido sobre todo fruto de las élites costeñas era
una “opinión injuriosa y calumniosa en contra de la gente del interior”.18 Después, reunió
pruebas para demostrar que sin la contribución del hinterland, Argentina no habría logrado su
independencia. Con respecto al método, sostuvo que la historia de un país no podía ser contada
solamente a partir de los grandes hombres, puesto que la historia de los líderes y la historia de
su liderazgo no son divisibles. Asimismo, argumentó que la Historia de Belgrano de Mitre,
estaba basada principalmente en fuentes oficiales del gobierno. Como tales, reflejaban las
preocupaciones y acciones de la facción que se encontraba en el poder, las luchas internas de las
clases altas y los intereses de la costa. En cambio, la historia del hinterland y de la gente común
estaba ausente. En el análisis final, Vélez Sarsfield concluye que la historia de Mitre era tan solo
la “historia oficial”, mas no la historia nacional. Para escribir una historia nacional, se tendría
que ir más allá de los documentos gubernamentales y escarbar hondo en fuentes de la cultura
popular tales como las leyendas, la costumbre y la tradición oral.19

                                                                                                                       
16
 Ibid.,  182.  
17
 Ibíd.,  174.    
18
 Dalmacio  Vélez  Sarsfield,  Rectificaciones  históricas:  General  Belgrano-­‐General  Güemes,  apéndice  en  Bartolomé  
Mitre,  Estudios  históricos  sobre  la  Revolución  Argentina:  Belgrano  y  Güemes  (Buenos  Aires,  1864),  218.    
19
 Sarsfield,  Rectificaciones  históricas,  217-­‐262,  particularmente  227-­‐288  y  233-­‐235.    
  7  

La respuesta de Mitre no se hizo esperar. Afirmó que, precisamente, porque la historia de


los líderes y la de su liderazgo eran una sola cosa, se debía privilegiar a la primera, puesto que
eran los líderes los que moldeaban a las masas y les daban un sentido de dirección. Se burló de la
idea de utilizar a la cultura popular como fuente para la escritura histórica porque no existían
métodos conocidos para evaluar su validez cognitiva; mientras que las fuentes gubernamentales,
tanto impresas como manuscritas, podían ser examinadas en términos del método crítico. Solo
los documentos que habían pasado esta prueba de validez podían proveer los cimientos de una
historia confiable. En cuanto a la acusación de sesgo clasista y regional, la rechazó alegando que
la tarea del historiador no era la de dar cuenta exhaustiva de todos los actores sociales, sino solo
de aquellos con importancia nacional.20 Los intercambios de opinión continuaron hasta bien
entrada a década siguiente y tuvieron impacto más allá de las fronteras argentinas.
El tercer debate también tuvo lugar en Buenos Aires a principios de la década de 1880
giró alrededor de la tercera edición de la Historia de Belgrano de Mitre publicada en 1877. A
pesar de que, tras las crítica hecha por Vélez Sarsfield a principios de los años sesenta, Mitre
revisó su trabajo exhaustivamente para la nueva edición, la obra provocó una polémica acalorada
y persistente. Esta vez el protagonista fue Vicente Fidel López, abogado e historiador aficionado
argentino, quien, al igual que Mitre, había vivido en Chile en la década de los cuarenta. Frente a
un trabajo repleto de pies de página que aseguraba contar la verdad y nada más que la verdad,
López argumentaba que incluso una historia compuesta por detalles particulares verdaderos
puede ser falsa cuando se la considera en su totalidad. Más importante que examinar la veracidad
de los datos individuales y ensamblarlos en una narrativa, era estructurar los datos dentro de un
todo cuyo significado sobrepasase la suma de sus partes. Según López, esto no se podía lograr
utilizando solamente el método crítico, sino que se necesitaba un enfoque sintético y estético
semejante al del artista. Adelantándose a Hayden White, parecía estar proponiendo que los
patrones de los eventos requerían algo semejante a los protocolos de la literatura. Solo este tipo
de historia, pensaba López, podía tener la capacidad de capturar la originalidad y la totalidad de
la experiencia histórica y, adicionalmente, de atraer y de seducir al lector implantando en su
memoria la experiencia de las cosas pasadas.21
Al igual que en ocasiones previas, la respuesta de Mitre no se hizo esperar. Se mostró de
acuerdo con la idea de que un trabajo histórico puede ser veraz en cada uno de los incidentes
particulares que contiene y, al mismo tiempo, falso cuando se lo toma como un todo. Empero,
argumentó que esto sucedía precisamente cuando autores como López imponían a los materiales
empíricos criterios de selección y de interpretación que no emanaban de los propios documentos.
Admitió que la historia era en parte una obra de arte, pero “la unidad de la acción, la veracidad
de los personajes, el interés dramático, el movimiento, el color de las escenas…, el espíritu moral
y filosófico de trabajo” debía derivarse de fuentes primarias muy bien examinadas. Hacer lo

                                                                                                                       
20
 Mitre,  Estudios  históricos,  3-­‐16,  32-­‐42,  47-­‐61,  63-­‐72,  73-­‐85,  130-­‐133,  139-­‐151.    Para  una  descripción  de  este  
debate,  véase  Abel  Cháneton,  Historia  de  Vélez  Sarsfield,  vol.2  (Buenos  Aires,  1937),  478-­‐82.      
21
 Vicente  Fidel  López,  Debate  Histórico:  Refutación  a  las  comprobaciones  históricas  sobre  la  historia  de  Belgrano,  
vol.  3,  (1882;  Buenos  Aires,  1921),  i.  83-­‐112;  ii.197-­‐263,  iii.323-­‐50.  
  8  

contrario era permitir que toda clase de preconcepciones se infiltraran y distorsionaran la


autenticidad de la narrativa histórica.22
Hubo otros debates que tuvieron lugar en el Cono Sur, pero estos tres fueron los que más
resonaron a través de la periferia de SAH. Comenzando por el primero, al examinar los trabajos
más notables que aparecieron en la segunda mitad del siglo XIX en SAH queda claro que la
mayoría de los historiadores del área optaron por el método ad narrandum de Bello. Una lista de
los más importantes incluiría a Diego Barros Arana en Chile, Bartolomé Mitre en Argentina,
Gabriel René Moreno en Bolivia, Mariano Paz Soldán en Perú, Federico González Suárez en
Ecuador y José Manuel Groot en Colombia.23 No obstante, aunque constituían claramente una
minoría, el método ad probandum también tuvo sus adherentes: V.F. López en Argentina,
Manuel Bilbao en Chile y Sebastián Lorente en Perú fueron los más significativos.24
A diferencia del debate de la década de los cuarenta, la discusión de los años sesenta
acerca de los “los grandes hombres frente al pueblo” no tuvo una influencia inmediata. Esto
resulta algo sorprendente en una época en que, desde Venezuela hasta el Cabo de Hornos, los
gobiernos estaban adoptando “reformas democráticas”. No obstante, hay una explicación simple:
el alboroto político de la época imposibilitaba que los historiadores llevaran a cabo sus
proyectos. Una vez pasada la tormenta a finales de los sesenta, el impacto del debate en cuestión
se volvió evidente. Sin dejar de admirar la manera en la que Mitre manejaba el material fáctico,
un distinguido grupo de historiadores de la región comenzó a apartarse de una historia en la que
los individuos eran los únicos agentes históricos, para dar lugar a las entidades colectivas: la
gente en general o grupos sociales o étnicos específicos. Vicente Fidel López en Argentina,
Sebastián Lorente en Perú y Gabriel René Moreno ejemplifican esta tendencia.25
Finalmente, el debate de los años ochenta, “ciencia versus arte”, añadió una nueva
dimensión a la reflexión sobre cómo debía ser escrita la historia de las nuevas repúblicas. A
pesar de que el impacto de este debate todavía no ha sido estudiado, la evidencia existente
sugiere que fue significante. El cientificismo de Mitre reinó hasta el cambio de siglo, momento
en el que la perspectiva estética de López comenzó a ganar terreno. Una nueva generación de
historiadores abrazó esta causa y desarrolló a principios del siglo veinte un movimiento de

                                                                                                                       
22
 Bartolomé  Mitre,  Comprobaciones  históricas:  primera  parte  (Buenos  Aires,  1916),  11-­‐15,  196-­‐208,  347-­‐68;  
Comprobaciones  históricas:  segunda  parte  (Buenos  Aires,  1921),  15-­‐36,  187-­‐90.  Para  un  análisis  más  completo  de  
este  debate,  véase  Ricardo  Rojas,  “Noticia  Preliminar”,  en  Mitre,  Comprobaciones:  Primera  Parte,  pp.  xi-­‐xxxix.  
23
 Las  obras  más  importantes  de  estos  autores  son  las  siguientes:  Diego  Barros  Arana,  Historia  General  de  Chile  
(Santiago,  1884-­‐1893);  Bartolomé  Mitre,  Historia  de  Belgrano  y  la  independencia  de  Argentina,  2  vols.  (Buenos  
Aires,  1859);  Gabriel  René  Moreno,  Últimos  días  coloniales  en  el  Alto  Perú  (Santiago,  1896),  Mariano  Paz  Roldán,  
Historia  del  Perú  independiente  (Lima,  1868);  Federico  González  Suarez,  Historia  de  la  República  del  Ecuador  
(Quito,  1890-­‐3);  y  José  Manuel  Groot,  Historia  eclesiástica  y  civil  de  la  Nueva  Granada  (Bogotá,  1869).    
24
 Vicente  Fidel  López,  Historia  de  la  República  Argentina  (Buenos  Aires,  1883-­‐93);  Manuel  Bilbao,  La  sociabilidad  
chilena  (Santiago,  1844),  y  Sebastián  Lorente,  Historia  de  la  civilización  peruana  (Lima,  1879).    
25
 Los  trabajos  más  representativos  de  esta  tendencia  ya  fueron  mencionados:  Les  Races  Aryennes  du  Perou  de  
López,  Historia  de  la  civilización  de  Lorente,  y  Últimos  días  coloniales  de  Moreno.  
  9  

nacionalismo cultural. Algunos de sus contribuyentes iniciales fueron Ricardo Rojas en


Argentina, Nicolás Palacios en Chile, Ricardo Palma en Perú y Franz Tamayo en Bolivia.26
Estos tres debates y otros que también tuvieron lugar en el Cono Sur durante la misma
época engendraron alineaciones cuasi académicas dentro los países de SAH y más allá de sus
fronteras nacionales, lo que sugiere que la manera tradicional de clasificar a los historiadores de
SAH es insuficiente. Típicamente esta clasificación se ha hecho en los términos de “influencias
externas”: racionalistas, románticos, positivistas, rankeanos, vitalistas, marxistas y demás.27 No
obstante, los intercambios de ideas que he comenzado a explorar siguiendo a Colmenares y a
Barnadas sugieren un desarrollo más endógeno que exógeno. No es cuestión de remplazar un
tipo de clasificación por otra, puesto que ambas son importantes. Pero mientras que la una deja a
los historiadores de SAH como imitadores, la segunda nos permite verlos inmersos en un diálogo
creativo con sus pares. No cabe duda de que este diálogo efectivamente tuvo lugar: historiadores
uruguayos, paraguayos y bolivianos intercambiaron correspondencia y fuentes primarias y
secundarias con sus contrapartes chilenos y argentinos durante sus carreras. Los historiadores
ecuatorianos, colombianos y venezolanos, por su parte, se mantuvieron al tanto de la producción
histórica del sur y viceversa.28 El aumento de este cruce de información entre los países produjo
una nueva sociabilidad intelectual que contribuyó al desarrollo de la escritura histórica de
diversas maneras.
Durante el período entre 1840 y 1890, los historiadores aficionados trabajaron sin
infraestructura y sin apoyo institucional. En ausencia de archivos y bibliotecas bien equipadas,
coleccionaron y clasificaron sus fuentes en sus propias casas. Asimismo, como no existían
revistas especializadas, utilizaron periódicos y revistas generalistas para publicar sus
investigaciones. Por último, debido a que la historia no era todavía una profesión, se ganaban la
vida trabajando simultáneamente como periodistas, novelistas, educadores, políticos, ministros,
diplomáticos, personal militar e incluso presidentes. Bajo estas circunstancias, los escritores de
SAH no tenían los medios materiales o normativos para proteger su trabajo de las interferencias
ideológicas de su etnicidad, su clase, su religión, su partido y del ubicuo modelo europeo.
Estimulados por los debates y el respaldo del Estado, los historiadores inventaron estos
medios faltantes hacia finales de siglo. Comenzaron a crearse un espacio a partir de la creación
de instituciones, sociedades, juntas, academias y entidades similares. Si bien algunas de estas
instituciones aparecieron a principios de siglo, la mayoría surgió entre la década 1880 y la de
1920. Entre las más importantes, en orden cronológico, se incluyen las siguientes: Sociedad
Chilena de Historia y Geografía (1839) en Chile, Instituto Histórico y Geográfico Nacional
(1843) en Argentina, Sociedad Geográfica y de Historia (1886) en Bolivia, Academia Nacional
de Historia (1888) en Venezuela, La Junta de Historia y Numismática (1893) en Argentina,
                                                                                                                       
26
 Ricardo  Rojas,  Historia  de  la  Literatura  argentina  (Buenos  Aires,  1917-­‐21);  Nicolás  Palacios,  Raza  chilena  
(Santiago,  1904);  Ricardo  Palma,  Tradiciones  Peruanas  Completas  (Madrid,  1957),  y  Franz  Tamayo,  Creación  de  la  
pedagogía  nacional  (La  Paz,  1910).      
27
 Véase,  por  ejemplo,  Edberto  Óscar  Acevedo,  Manual  de  historiografía  hispanoamericana  contemporánea  
(Mendoza,  1992).    
28
 Esta  investigación  está  en  marcha.  Este  capítulo  es  un  reporte  preliminar  de  mis  primeros  hallazgos.    
  10  

Sociedad Academia Colombiana de Historia (1902) en Colombia, Instituto Histórico del Perú
(1904) y Academia de Historia del Perú (1906) en Perú, Sociedad Ecuatoriana de Estudios
Históricos Americanos (1909) y Academia Nacional de Historia (1920) en Ecuador, Instituto
Histórico y Geográfico del Uruguay (1915) en Uruguay, e Instituto Paraguayo de Investigaciones
históricas “Dr. Francia” (1937) en Paraguay. Simultáneamente, se renovaron los archivos
nacionales que habían sido inaugurados en la primera mitad del siglo y se organizaron nuevos:
en Argentina en 1821, en Colombia en 1868, en Bolivia en 1883, en Chile en 1886, en Paraguay
en 1895, en Venezuela en 1914, en Perú en 1923, en Uruguay en 1936 y en Ecuador en 1938.29
Con espacios propios, los historiadores aficionados pudieron comenzar a construir una
comunidad académica más homogénea entre los años ochenta del siglo diecinueve y los años
veinte del siglo veinte. Mientras que la comunidad académica de los años anteriores había
atraído a literatos de todo tipo, esta nueva comunidad reunió a personas cada vez más interesadas
en la historia. Una de las consecuencias de esto fue la emergencia de acuerdos y desacuerdos
acerca de cuestiones cruciales de la escritura histórica. Así, se desarrolló un consenso bastante
amplio sobre tres principios metodológicos: primero, la prioridad de las fuentes primarias en las
narrativas históricas; segundo, la necesidad de aplicar técnicas hermenéuticas tales como los
métodos filológicos y críticos para evaluar la veracidad de estas fuentes, y tercero, la necesidad
de considerar al texto como una composición abierta sujeta a constantes revisiones factuales y
conceptuales.30
No obstante, también hubo cuestiones sobre las cuales los historiadores aficionados no se
pusieron de acuerdo, en especial, cuestiones referentes a estrategias cognitivas que permitieran
captar la experiencia de las nuevas naciones de SAH de la mejor manera. Esto dio pie al
surgimiento de los debates entre “historia narrativa e historia interpretativa”, entre “historia de
los grandes hombres e historia del pueblo” y entre “historia científica e historia artística”. Si bien
es cierto que estos desacuerdos también estaban siendo discutidos en Europa y en otras partes
durante la misma época, esto no quiere decir que los debates en SAH hayan tenido un carácter
derivativo. Al igual que los debates en el Cono Sur, estas discusiones se basaban en material
histórico local y respondían a necesidades locales, lo que apunta al hecho de que la mayoría de
historiadores consumados de la región hicieron un esfuerzo concertado por ensamblar un
conjunto de herramientas apropiadas para hacer frente a su necesidad más urgente: comprender
el traumático paso de colonia a nación.
Esto no pretende descartar o devaluar la importancia de la influencia externa. Siguiendo
el consejo de Bello, los historiadores de SAH hicieron un considerable esfuerzo por aprender de
autores extranjeros. Empero, fueron selectivos en sus lecturas. Ansiosos por justificar la
independencia de España y su predilección por la vida republicana, leyeron a grandes

                                                                                                                       
29
 Para  información  acerca  de  los  archivos  nacionales,  véase  R.R.  Hill,  The  National  Archives  of  Latin  America  
30
 G.  H.  Prado,  “Las  condiciones  de  existencia  de  la  historiografía  decimonónica  argentina”  en  Fernando  Devoto,  
Gustavo  Prado  y  Julio  Stortini  (edits.),  Estudios  de  historiografía  argentina,  vol.  2  (Buenos  Aires  1999),  66-­‐9.  En  
términos  generales,  las  observaciones  de  Prado  acerca  de  la  historiografía  argentina  se  aplican  también  a  los  
demás  países  de  SAH.        
  11  

historiadores de Roma tales como Livio, Tácito, Barthold Niebuhr y Theodor Mommsen.31
También se interesaron por el destino de la república en su propia época, particularmente por la
tortuosa experiencia de los franceses. Ésta es una de las razones por las cuales volvieron su
atención hacia François-Pierre Guizot y Jules Michelet en las décadas de 1860 y 1870 y, más
adelante en el siglo, hacia Hippolyte Taine.
La mayoría de historiadores de SAH que leían a autores extranjeros se interesaban por
cuestiones metodológicas. Como muy pocos hablaban alemán, el paradigma rankeano no se
conoció directamente hasta la décadas 1940, cuando las obras de Leopold von Ranke fueron
traducidas al español.32 Hasta mientras, diferentes versiones de dicho paradigma llegaron a SAH
a través de una variedad de rutas. Una de éstas fue el positivismo francés que tomó un tinte
alemán a partir de la década de 1870.33 Otra, fue la aparición de algunos libros sobre método que
se publicaron en el cambio de siglo y que popularizaron el punto de vista rankeano tales como
Lehrbuch der Historischen Methode (Libro de texto del método histórico) de Ernest Bernheim en
1889, Introduction aux études historiques (Introducción al estudio de la historia) de C.V.
Langlois y C. Seignobos en 1897, Les principes fondamentaux de l´histoire (Los principios
fundamentales de la historia) de Alexandru Dimitrie Xenopol en 1899, y Cuestiones modernas
de historia de Rafael Altamira en 1904.34 El impacto del paradigma alemán fue, sin embargo, de
corta duración. En las dos primeras décadas del siglo veinte aparecieron modelos competidores
que resultaban todavía más atractivos en los trabajos de Benedetto Croce, Karl Lamprecht,
Oswald Spengler, Lucien Febvre, Marc Bloch y Karl Marx. Mientras que Ranke reducía la
práctica histórica a la historia política, las otras metodologías apuntaban hacia la historia
económica, la historia social e, incluso, la historia total.35 Respondiendo a las necesidades de la
época, la producción histórica de SAH había sido, desde la década de 1840 hasta el cambio de
siglo, exclusivamente política. Esto comenzó a cambiar en las dos primeras décadas del siglo
XX, cuando las cuestiones sobre modernidad económica y social se convirtieron en una
preocupación primordial.36
Más que nuevos géneros historiográficos, lo que buscaban los historiadores de SAH de
la primera mitad del siglo era un método propio. Con respecto a la Nueva Escuela de
historiadores que estaba comenzando a labrarse un nombre propio en la Argentina de los años
veinte, Rómulo Carbia argumentaba que “el propósito de la Nueva Escuela es crear una manera
                                                                                                                       
31
 Para  información  sobre  la  formación  intelectual  de  la  primera  generación  de  historiadores  venezolanos,  véase  
Lucía  Raynero,  Clío  frente  al  espejo:  La  concepción  de  la  historia  en  la  historiografía  venezolana,  1830-­‐1865  
(Caracas  2007).  El  interés  por  la  Roma  republicana  se  extendió  entre  los  intelectuales  de  SAH  durante  todo  el  siglo  
XIX.  
32
 Guillermo  Zermeño  Padilla,  La  cultura  moderna  de  la  historia:  Una  aproximación  historiográfica,  (México,  2004),  
147-­‐54.  
33
 Por  ejemplo,  Revue  Historique  de  Gabriel  Monod,  fundada  en  1876.  
34
 J.  H.  Stortini,  “La  recepción  del  método  histórico”,  en  Devoto  et  al.,  Estudios  de  historiografía  argentina,  ii,  75-­‐
100.  
35
 México  es  el  único  país  en  América  Latina  en  el  que  el  paradigma  rankeano  tuvo  un  impacto  duradero  hacia  
finales  de  nuestro  período.  Véase  Zermeño  Padilla,  La  cultura  moderna  de  la  historia,  capt.  5.  
36
 Véase,  al  respecto,  Sergio  Villalobos,  “La  historiografía  económica  en  Chile:  Sus  comienzos”,  Historia,  10  (1971),  
7-­‐55.    
  12  

americana, y particularmente argentina, de reconstruir eventos históricos, utilizando con este


propósito investigación documental y bibliográfica manejada de acuerdo a los más estrictos
métodos de Bernheim…y hacer que el pasado cobre vida tal como lo quiere Croce”. 37
Simultáneamente, en Perú -la periferia de la región- José Carlos Mariátegui estaba amalgamando
a Marx, Lenin, Georges Sorel y Antonio Labriola dentro de un nuevo entramado
38
interpretativo. De acuerdo a José Aricó, al hacerlo, Mariátegui, no estaba tan solo manipulando
el paradigma europeo, sino que lo estaba “refundando” e inventando de esta manera el
“marxismo latinoamericano”.39 Estos no fueron eventos creativos aislados, sino que estuvieron
relacionados con una creciente intolerancia hacia las cosas norteamericanas y europeas. 40 Esta
tendencia -que se vio acrecentada por la Revolución Mexicana (1910-20) y por la publicación de
Der Untergang des Abendlandes [La decadencia de occidente] (1918)- produjo que a partir de
los años veinte los latinoamericanos en general y los autores de SAH en particular estuviesen
ansiosos por encontrar una identidad intelectual propia. No obstante, no se trataba de un escape
hacia un nativismo estrecho y provincial, al contrario: el objetivo explícito era lograr una síntesis
entre un método en particular y un meta-método que contuviese los principios de una disciplina
universal en evolución.
Empero, las iniciativas de la Nueva Escuela y las de Mariátegui no eran solamente una
respuesta a las circunstancias de la época, erab también producto de una larga tradición. Eran una
continuación de los esfuerzos que hicieron Mitre, Vélez Sarsfield y López en las décadas de
1860 y 1880 para capturar la originalidad de la experiencia histórica de SAH. Revivían las
suplicas de Bello a los historiadores chilenos de la década de 1840, cuando los instaba a luchar
por la independencia intelectual y la creatividad. Incluso se remontan a finales del siglo
dieciocho, cuando, confrontando los ataques en contra de los americanos por parte de autores
europeos tales como Comte de Buffon, Guillaume Raynal, William Robertson, Cornelius de Paw
y otros, los historiadores latinoamericanos escribieron en defensa de su tierra, de sus sociedades,
de su cultura distintiva, e inventaron en este proceso lo que Jorge Cañizares-Esguerra ha
llamado “epistemologías patrióticas”. 41

                                                                                                                       
37
 Citado  por  Julio  Stortini  en  “La  recepción  del  método  histórico  en  los  inicios  de  la  profesionalización  de  la  historia  
en  la  Argentina”,  en  Devoto  et  al.,  Estudios  de  historiografía  argentina,  ii,  96.  
38
 Mariátegui  -­‐  un  ensayista,  no  un  historiador-­‐  trató  de  darle  sentido  al  pasado  del  Perú  para  comprender  mejor  el  
presente    y  proponer  un  plan  de  acción  para  el  futuro.    
39
 José  Aricó,  “Marxismo  latinoamericano”,  en  Norberto  Bobbio  et  al.  (edits.),  Diccionario  de  Política,  6ta  edición  
(México,  1991),  950.  Véase  también  Mariátegui  y  los  orígenes  del  marxismo  latinoamericano  (México,  1978),  
introducción  y  caps.  5  y  6.  
40
 La  imposición  del  “imperialismo  de  la  libertad”  norteamericano  sobre  el  Caribe  y  América  Central  entre  la  
década  de  1890  y  la  de  1930  enfureció  a  los  latinoamericanos.  Además,  la  carnicería  de  la  Primera  Guerra  Mundial  
los  convenció  de  que  la  racionalidad  europea  era  solo  superficial.    
41
 Jorge  Cañizares-­‐Esguerra,  How  to  Write  the  History  of  the  New  World:  Histories  of  Epistemologies  and  Identities  
(Stanford,  2001),  cap.  4.    
  13  

INVENTANDO NACIONES REPUBLICANAS,


(1840s-1910s)

Los historiadores de SAH aprendieron a escribir historia no solamente debatiendo


cuestiones metodológicas, sino también escribiendo un volumen tras otro acerca de sus naciones
respectivas. Puesto que dichas naciones todavía no existían, se puede decir que ellos las
inventaron y viceversa.

Después de independizarse de España, los habitantes de SAH optaron por la creación de


un nuevo orden económico, social, político y cultural que requería la invención de nuevas
identidades. Durante el período colonial, los latinoamericanos se habían identificado, de acuerdo
a las circunstancias, ya sea con la dinastía borbónica, con la fe católica o con América.
Alternativamente, también se habían considerado miembros de un grupo étnico (andaluz, vasco,
quechua, aimara, guaraní, africano, etc.), de una clase social o de una localidad. Ahora el
problema era que ninguna de estas identidades resultaba relevante para los nuevos Estados
nacionales. Se requería de una identidad intermedia, de una patria mediana del tamaño de
Argentina, Chile, Bolivia y demás. Para complicar el asunto, no se trataba solamente de una
cuestión de magnitud, sino también de una cuestión cualitativa: la nueva identidad debía ser
republicana. Por lo tanto, los latinoamericanos de principios del siglo diecinueve tuvieron que
imaginar no solo una comunidad nacional, sino también una comunidad republicana.42 Los
historiadores aficionados jugaron un papel crucial en la invención de este ser compuesto y de los
atavíos conceptuales y emocionales que éste necesitaba. Dada su propensión a discutir,
debatieron interminablemente sobre el tema. Dos sets de estos debates sobresalieron
particularmente. El primero trató acerca de la pregunta sobre los orígenes nacionales y, el
segundo, acerca de la clase de modernidad que los latinoamericanos querían para sus
comunidades imaginadas. Al contrario de las cuestiones metodológicas que fueron discutidas
sobre todo en el Cono Sur, la identidad nacional fue debatida ardientemente en cada uno de los
países de la región. Por esta razón, esta sección se apartará momentáneamente del modelo
centro-periferia y circulará libremente de norte a sur, deteniéndose solo en aquellos lugares en
los que se encuentren buenas ilustraciones de escritura identitaria y que precisen de un análisis
detenido.
Los orígenes republicanos fueron rutinariamente discutidos en términos de “tiempo” y
“espacio”. A pesar de que estas dos dimensiones muchas veces aparecieron juntas, resulta útil
tratarlas por separado puesto que se utilizaron argumentos diferentes para la discusión de cada
una de ellas. Desde el punto de vista temporal, el conflicto se dio entre “ruptura y continuidad”,
mientras que desde una perspectiva espacial, el enfrentamiento fue entre “Europa e
Hispanoamérica”.
                                                                                                                       
42
 Investigaciones  recientes  han  demostrado  que  las  identidades  nacionales  y    las  identidades  republicanas  
evolucionaron  al  mismo  tiempo  y  en  compleja  relación  las  unas  con  las  otras.  Véase  Anthony  MacFarlane  y  
Eduardo  Posada-­‐Carbo  (edits.),  Independence  and  Revolution  in  Spanish  America:  Perspectives  and  Problems  
Londres,  1998.    
  14  

Los debates con una perspectiva temporal estuvieron marcados por tres dimensiones: la
generacional, la ideológica y la geográfica. A mediados del siglo diecinueve, la primera
generación de historiadores de SAH argumentaba que la independencia marcaba el nacimiento
de una nueva identidad, que implicaba dejar atrás el pasado colonial español y perseguir los
valores de los países del norte del Atlántico como Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. No
obstante, en la segunda mitad del siglo diecinueve, esto cambió. La segunda generación de
historiadores suavizó su postura hacia el pasado colonial y favoreció la idea de una continuidad
selectiva. De esta manera, los orígenes nacionales podían remontarse sin problema a la época
colonial, puesto que ésta sí contenía elementos dignos ser rescatados. Rafael Baralt en
Venezuela, José Manuel Restrepo en Colombia y Manuel José Cortés en Bolivia son buenos
representantes de la primera generación, mientras que Diego Barros Arana en Chile, Sebastián
Lorente en Perú y Federico González Suárez en Ecuador representan bien a la segunda.43
La versión ideológica del debate “ruptura versus continuidad” implicó un enfrentamiento
entre liberales y conservadores a lo largo de toda la región. Hablando en términos generales, los
liberales censuraban los valores hispánicos económicos, sociales, políticos y culturales y
favorecían, por lo tanto, la ruptura. No así los conservadores, quienes no solo encontraban estos
valores respetables en sí mismos, sino también esenciales para la organización de las nuevas
repúblicas. En donde mejor se observa este conflicto es en Colombia, un país en el que la
ideología jugó un papel muy importante a la hora de definir identidades, particularmente en la
segunda mitad del siglo diecinueve. Tras haber presenciado el desarrollo del liberalismo en ese
país, José Antonio Plaza y José María Samper escribieron trabajos defendiendo esta tendencia y
abogando por una identidad nacional liberal. En cambio, José Manuel Groot y Sergio Arboleda
se opusieron a estas ideas y denunciaron dichas historia y dicha ideología. En lugar de una
identidad nacional liberal, proponían una conservadora, enraizada en los valores hispánicos y en
los de la Iglesia Católica.44
La tercera y última versión de los debates con una perspectiva temporal fue la geográfica.
Esta vez, los protagonistas eran todos historiadores liberales que tenían puntos de vista diferentes
sobre el tema de la identidad dependiendo del lugar desde el cual estaban escribiendo. Los
historiadores del Cono Sur no veían al período colonial como un desastre no mitigado. Sin duda,
condenaban sin reservas al gobierno español, pero acreditaban a los colonizadores el haber
desarrollado embrionarias sociedades democráticas en los márgenes, sociedades que comenzaron
a florecer a penas los españoles fueron expulsados. En este sentido, para personas como
                                                                                                                       
43
 Las  siguientes  obras  ilustran  las  perspectivas  de  la  primera  generación:  Rafael  Baralt,  Resumen  de  Historia  de  
Venezuela  (París,  1841);  José  Manuel  Restrepo,  Historia  de  la  revolución  en  la  República  de  Colombia  (París,  1841),  
y  Manuel  José  Cortés,  Ensayo  sobre  la  historia  de  Bolivia  (La  Paz,  1861).  Obras  representativas  de  la  segunda  
generación  son:  Mitre,  Historia  de  Belgrano;  Barros  Arana,  Historia  General  de  Chile;  González  Suárez,  Historia  de  
la  República  del  Ecuador,  y  Lorente,  Historia  de  la  civilización  peruana.    
44
 Los  trabajos  de  tendencia  liberal  son  los  siguientes:  José  Antonio  Plaza,  Memorias  para  la  historia  de  la  Nueva  
Granada  desde  antes  de  su  descubrimiento  hasta  el  20  de  Julio  de  1810  (Bogotá,  1850),  y  José  María  Samper,  
Ensayo  sobre  las  revoluciones  políticas  (París,  1861).  Aquellos  de  tendencia  conservadora  son:  José  Manuel  Groot,  
Historia  Eclesiástica  y  civil  de  la  Nueva  Granada  (Bogotá,  1869),  y  Sergio  Arboleda,  La  república  en  la  América  
Española  (Bogotá,  1868-­‐9).  
  15  

Bartolomé Mitre y Diego Barros Arana, si bien había ruptura, también había continuidad y la
posibilidad de un futuro próspero. No obstante, en el norte de SAH no había redención alguna
para el pasado colonial. El papel jugado por las metrópolis era considerado enteramente negativo
y los colonizadores, incapaces de desarrollar una iniciativa propia. Por lo tanto, para los
historiadores liberales del norte, la continuidad no era una opción. El futuro de sus naciones
dependía de su capacidad para adoptar la modernidad del Atlántico Norte y sus accesorios
políticos y culturales. El mejor ejemplo de esta posición puede encontrarse en los trabajos del
colombiano José Manuel Restrepo.45
Los debates con un punto de vista espacial proporcionaron una perspectiva
completamente diferente acerca de la cuestión de los orígenes. Para la mayoría de los que
participaron en el debate “Europa versus Hispanoamérica”, las nuevas naciones eran y debían ser
una extensión de Europa, al menos culturalmente. Sin embargo, había una minoría que sostenía
que las verdaderas raíces culturales debían ser encontradas en la misma SAH. Esta divergencia
estaba encapsulada en la dicotomía Civilización versus Barbarie, una fórmula utilizada
extensivamente a partir de la década de 1840. Los grandes defensores de la primera posición
eran el argentino Mitre y el chileno Barros Arana; mientras que el peruano Sebastián Lorente, el
argentino Vicente Fidel López y el boliviano Jaime Mendoza defendían la segunda teoría. Cabe
recalcar que, para estos últimos, el barbarismo no era una condición innata, sino una
consecuencia de la explotación colonial. Al fin y al cabo, antes de la llegada de los europeos,
varias civilizaciones habían florecido en la región de América del Sur, incluyendo, entre otras, a
la inca y a la aimara. Inactivas durante siglos, podían al menos volver a ser despertadas e
incorporadas a una forma de vida latinoamericana que amalgamaría lo mejor de Europa con lo
mejor de Amerindia.46
En el tercer cuarto del siglo diecinueve, la cuestión sobre los orígenes comenzó a
desvanecerse en tanto nuevas preocupaciones se volvieron apremiantes. De una u otra manera,
esto estaba relacionado con los inicios de una modernidad económica y social en toda la región.
Dichas nuevas preocupaciones fueron abordadas de manera abundante por los historiadores.
El primer encuentro de los hispanoamericanos con la modernidad tuvo lugar en las primeras
décadas del siglo diecinueve, cuando se propusieron organizar “la república ideal”. Trataron y
trataron hasta la década de 1860. Exhaustos, se apartaron del jacobinismo en las dos décadas
siguientes y optaron por la República práctica, también conocida como la República posible. ¿A
qué vino este cambio? Fue fruto de un esfuerzo por ponerse al día con los acontecimientos. En
efecto, en el último cuarto del siglo diecinueve, la región entera comenzó a cambiar económica,
social, política, e inclusive, culturalmente. Económicamente, ahora estaba vinculada a la
economía internacional. En el plano social, las nuevas economías comenzaron a producir nuevos
                                                                                                                       
45
 Mitre  y  Barros  Arana  desarrollaron  su  perspectiva  de  autoconfianza  en  Historia  de  Belgrano  y  en  Historia  
General  respectivamente.  Sobre  el  pesimismo  de  Restrepo,  véase  Historia  de  la  revolución  en  la  República  de  
Colombia.    
46
 La  idea  de  que  la  Hispanoamérica  posterior  a  la  independencia  era  la  descendencia  de  Europa  se  puede  
encontrar  en  Mitre,  Historia  de  Belgrano  y  en  Barros  Arana,  Historia  General.  Sus  oponentes  al  respecto  fueron  
Vicente  Fidel  López  en  Les  Races  Aryenne  y  Sebastián  Lorente  en  Historia  de  la  civilización  peruana.  
  16  

ricos, nuevos pobres y nuevos sectores medios. En el ámbito político, la libertad ya no tenía un
lugar prioritario en la agenda, había sido suplantada por el orden. Culturalmente, de la mano de
una economía abierta y de una sociedad móvil, la región estaba pasando por un período de
intenso cosmopolitismo que provocaba una reacción nacionalista igualmente intensa. En este
contexto se dio una inversión de las prioridades. Entre 1830 y 1870, los proyectos nacionales de
la región asumieron que la modernidad política ocupaba el primer lugar, seguida por el progreso
económico, social y cultural, así como por un sentido de nacionalidad que emanaría
inevitablemente de dicho progreso. En la década de 1880, esta secuencia fue invertida y se dio
prioridad a la modernidad económica. Hasta mientras, como se trataba de un proceso que tomaría
tiempo, el Estado debía encargarse de mantener la paz con mano firme: de ahí que todos los
países de la región adoptaran la consigna “orden y progreso”.
¿Qué forma tomó la búsqueda de identidad bajo estas circunstancias? Debido a las
nuevas preocupaciones, se dejó de lado la cuestión de los orígenes y se comenzó una reflexión
acerca del tipo de identidad nacional requerida por la modernización económica. Un buen
número de debates fueron encendidos por este tema, los más importantes fueron el de “libertad
versus orden” y el de “blancos versus no blancos”.
Se ha argumentado que, para los hispanoamericanos, una identidad republicana era tan
importante como una identidad nacional. Prueba de esto es el feroz enfrentamiento que se dio, en
el período entre 1890 y 1920, entre aquellos que querían orden como medio para el progreso y
aquellos que, sin ceder a las conveniencias, defendían los derechos individuales y el
republicanismo clásico. Los historiadores que abogaban por el orden, veían a los caudillos y a los
dictadores como la versión hispanoamericana de la soberanía popular. Además, los consideraban
el gendarme necesario en un período de transición y, por último, el demiurgo de un nuevo orden
económico y social. En contraste, los historiadores que defendían la libertad, lamentaban su
presencia en cuanto los consideraban los creadores de lealtades personales y faccionales que
impedían el desarrollo de élites políticas, económicas y sociales verdaderamente modernas. Pese
a que se trata de una confrontación que tuvo lugar en toda SAH, fue en Venezuela en donde se
escribieron y publicaron obras de importancia regional. Comenzando en la década de 1890, Jesús
Muñoz Tebar y Rafael Fernando Seijas argumentaron a favor del imperio de la ley y atacaron a
dictadores como Guzmán Blanco por burlarse del mismo. Contra ellos se levantaron José Gil
Fortoul y Laureano Vellenilla Lanz, quienes mantenían que la libertad no era algo que se pudiera
obtener por medio de leyes, sino que era el producto de fuerzas sociales tales como el ambiente,
la raza, el progreso material, las condiciones sociales y las preferencias culturales. El
aprovechamiento positivo de estas fuerzas se traduciría eventualmente en una modernidad
política. Cesarismo democrático (1919) de Laureano Vallenilla Lanz es la mejor expresión de
esta línea de pensamiento.47

                                                                                                                       
47
 Los  constitucionalistas  fueron:  Jesús  Muñoz  Tebar,  El  personalismo  y  legalismo:  estudio  político  (Caracas  1890),  y  
Rafael  Fernando  Seijas,  El  Presidente  (Caracas,  1891).  Para  sus  oponentes,  véase  José  Gil  Fortoul,  Historia  
constitucional  de  Venezuela  (Berlín,  1907-­‐9).  
  17  

El debate “blancos versus no blancos” fue una discusión sobre los agentes “ideales” de la
modernidad en los países de SAH. Para la mayoría de autores, las personas blancas eran las
“portadoras” evidentes de una nación moderna. Negros e indios, particularmente estos últimos,
eran considerados un obstáculo que debía ser neutralizado o eliminado de alguna manera. El
objetivo era construir naciones similares a las europeas en Sudamérica tanto en términos
biológicos como culturales. No obstante, hubo algunos autores para quienes el verdadero
portador del gen nacional era la mezcla entre negros, indios, mestizos y blancos. En lugar de
identificarse con Europa, estas personas estaban inventando una identidad propia que era al
mismo tiempo, hispanoamericana y moderna. Sin lugar a dudas, la dicotomía “blancos versus no
blancos” tuvo una lógica distinta en cada uno de los países SAH, dependiendo de su mestizaje
demográfico. El caso boliviano es particularmente relevante porque produjo obras de
importancia regional. Tentativamente primero y enfáticamente después, Alcides Arguedas
sostuvo que los indios y mestizos eran un obstáculo para la consolidación de la nación boliviana
y su entrada a la modernidad. Para él, nacionalidad y progreso solo podían alcanzase mediante
una europeización racial y cultural. Jaime Mendoza, médico, abogado e historiador, pensaba
diferente. Convencido de que la prosperidad económica, la libertad política y la educación
podían revitalizar a la población indígena y mestiza de Bolivia, pensaba en ellos como en los
principales y más prometedores actores sociales de su país. En las dos primeras décadas del siglo
veinte, el punto de vista de Arguedas fue el dominante; solamente en los años treinta y cuarenta
el mensaje de Mendoza fue ganando terreno de forma gradual.48
¿De qué forma contribuyó la escritura de historias nacionales a la caja de herramientas de
los historiadores de SAH? Lo hizo de varias maneras. Particularmente relevante es lo que pasó
con el concepto de nación. En lugar de seguir al pie de la letra al historicismo europeo que
concebía a las naciones como entidades internamente definidas que con el tiempo desarrollan
mónadas sin ventanas,49 los historiadores de SAH imaginaron a las naciones como grandes
proyectos que eventualmente lograrían reunir en un territorio determinado a civilizaciones,
etnicidades, regiones y clases que habían vivido en conflicto durante mucho tiempo. La categoría
inventada por los historiadores de SAH tenía por lo menos tres dimensiones. Reconocía la
existencia de una heterogeneidad radical con la cual había que forjar una nueva identidad y los
problemas que esto implicaba para los constructores de la nación. También reconocía las
dificultades de convertir esta mezcla heterogénea en objeto de conocimiento debido a la
diversidad de culturas, lenguajes y razas, así como a la variedad de relaciones sociales
contradictoras imperantes tales como como la esclavitud, la servidumbre, las comunidades
indígenas, la ciudadanía republicana, además de las grandes brechas entre lo urbano y lo rural y
entre el centro y la periferia. Por último, a pesar de todos estos problemas, el concepto de nación
de SAH aspiraba a canalizar estas fuerzas centrífugas hacia un nuevo orden normativo, un orden
que sería republicano y democrático. Mientras que el concepto historicista de nación miraba a su
                                                                                                                       
48
 La  principales  obras  de  Alcides  Arguedas  son  Vida  Criolla  (La  Paz,  1905),  Pueblo  Enfermo  (Barcelona,  1909),  Raza  
de  Bronce  (La  Paz,  1919)  e  Historia  General  de  Bolivia  (La  Paz,  1922).  Jaime  Mendoza  defendió  su  tesis  en  El  factor  
geográfico  en  la  nacionalidad  boliviana  (Sucre,  1925),  y  El  macizo  boliviano  (La  Paz,  1935).  
49
 Dipesh  Chakrabarty,  Provincializing  Europe:  Postcolonial  Thought  and  Historical  Difference  (Princeton,  2000),  23.    
  18  

origen en busca de validación y tenía un carácter orgánico, la versión de SAH tenía una esencia
utópica y dependía abiertamente de la ingeniería social.
Más allá de la metodología, los historiadores de SAH también contribuyeron al proceso
real de formación nacional. Inexistente a principios del siglo diecinueve, “la patria mediana”
nació en gran medida gracias a ellos. Fueron los historiadores los que trabajaron durante largas
horas en archivos inhóspitos para determinar las fronteras físicas de sus países. Los historiadores
inventaron una memoria colectiva repleta de héroes y actos valerosos para darle contenido
histórico a un espacio en particular. Por último, al desplazarse de la historia política a la historia
social y económica en la primera mitad del siglo veinte, los historiadores plantearon la “cuestión
social”, es decir la incorporación de pobres, negros, indios y otros marginados al rebaño
nacional.50
Como en todas partes del mundo, en SAH la historia nacional fue usada y abusada.
Caudillos de todo tipo, partidos políticos, la Iglesia Católica, los militares y los ricos se
aprovecharon de ella en su eterna lucha por el poder y sus beneficios. Un buen ejemplo de este
uso y abuso se puede observar en Venezuela, en dónde el dictador Juan Vicente Gómez y
Vallenilla Lanz, el autor de Cesarismo democrático, colaboraron estrechamente en la búsqueda
de “orden y progreso” para su país.51
La ideología jugó un papel crucial en la escritura histórica de la región. De hecho, desde
principios del siglo diecinueve, se impregnó en todos los aspectos de la vida en SAH. El
liberalismo fue el sistema de creencias dominante que justificó y guío las guerras de
independencia, el proceso de formación nacional y la búsqueda de la modernidad. Por lo tanto,
no es sorprendente que la vasta mayoría de historiadores entre las décadas de 1840 y 1900 hayan
sido de pensamiento liberal.52 Debido a que casi todos eran miembros de las élites sociales y
políticas, se ha sugerido que su trabajo expresa principalmente sus intereses étnicos y de clase.53
A pesar de que estas alegaciones todavía no han sido fundamentadas por el análisis académico,
en la gran mayoría de los casos corresponden sin duda a la verdad. El hecho es que, a principios
del siglo veinte, la historia como institución todavía no había desarrollado las salvaguardias
necesarias para proteger la integridad del producto histórico. Fue para hacer frente a este
problema que, en las primeras décadas del siglo veinte, una nueva generación de historiadores
comenzó a dar los pasos necesarios para profesionalizar su oficio.

                                                                                                                       
50
 Sobre  el  rol  de  la  “justicia  social”  en  la  experiencia  chilena,  véase  Villalobos,  “La  historiografía  económica  en  
Chile”,  16-­‐32.  
51
 John  Lombardi,  Venezuela:  The  Search  for  Order,  the  Dream  of  Progress  (Oxford,  1982),  260,  y  Nikita  Harwich  
Vallenilla,  “Venezuelan  Positivism  and  Modernity”,  Hispanic  American  Historical  Review,  70:2  (1990),  342-­‐4.      
52
 Juan  Maiguashca,  “Latin  American  Historiography  (excluding  Mexico  and  Brazil):  The  National  Period,  1820-­‐
1990”,  en  Daniel  Woolf  (edit.),  Al  Global  Encyclopedia  of  Historical  Writing,  vol.  2  (Nueva  York  y  Londres,  1998),  
542-­‐5.  
53
 Burns,  The  Poverty  of  Progress,  ch.3.  
  19  

LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA HISTORIA,
(1920-1945)

Regresemos ahora a nuestro modelo centro-periferia: fue en el Cono Sur, particularmente


en Argentina, en donde tuvieron lugar los primeros esfuerzos sostenidos para una
profesionalización de la historia. Refiriéndose al estado general de la escritura histórica en su
país en la primera mitad del siglo veinte, Joseph Barager escribe: “el desarrollo de los estudios
históricos en la Argentina… durante el cuarto de siglo posterior a 1920 no fue superado ni
igualado por ningún otro país de América Latina”.54 Mi propia investigación confirma
ampliamente esta apreciación, con la advertencia adicional de que el esfuerzo argentino por esta
profesionalización comenzó en realidad diez años antes.

En 1908, la Universidad de La Plata pidió a dos destacados historiadores aficionados,


Ricardo Rojas y Ernesto Quezada, preparar reportes sobre la manera en la que las universidades
europeas y norteamericanas enseñaban historia e investigación histórica a nivel avanzado. Rojas
analizó la enseñanza histórica en universidades en Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España y
Estados Unidos en su reporte titulado La Restauración nacionalista que apareció en 1909.
Quezada, por su parte, visitó veintidós universidades en Alemania y escribió La Enseñanza de la
historia en las universidades alemanas, publicado en 1910. Desde entonces, el aula de historia se
convirtió en el centro de atención de las universidades argentinas, lo que queda comprobado en
la secuencia de acontecimientos que se relata a continuación. En 1910, Rafael Altamira, un
notable historiador español, introdujo la enseñanza de la metodología histórica en la Universidad
de la Plata a petición de su rector. En 1912, la Universidad de Buenos Aires creó una sección de
historia dentro de su facultad de artes y contrató al joven y prometedor académico Emilio
Ravignani para que se encargara de la misma. El año siguiente, otro intelectual joven y
prometedor, Ricardo Levene, vinculado a la Universidad de La Plata, publicó Lecciones de
Historia Argentina, el primer libro de texto del país basado en una investigación meticulosa.
Después, en 1914, Leopoldo Lugones, un poeta, historiador y educador, se hizo cargo del
Consejo Nacional de Educación y comenzó a impulsar fuertemente la enseñanza de la historia a
todo nivel. Dos años más tarde, el ya mencionado Ricardo Rojas, quien también fue un gran
profesor, publicó La Argentinidad con intención explícitamente pedagógica. Sólidamente basado
en fuentes primarias, este trabajo examina la historia argentina por primera vez no solo desde
Buenos Aires, sino también desde el interior. La década terminó con el movimiento por la
Reforma Universitaria en 1918 cuyo principal propósito era modernizar la enseñanza
universitaria en toda Argentina. Este movimiento se expandió al resto de América Latina,
particularmente a Chile, Perú, Venezuela, México y Cuba y fue el responsable de un fenómeno
exclusivamente latinoamericano: el estatus autónomo de las universidades latinoamericanas.
Consagrado en la ley, el principio de “la autonomía universitaria” protegía a estas instituciones
de la interferencia gubernamental. Si bien la aplicación de este principio ha sido relativa, hay
                                                                                                                       
54
 Joseph  R.  Barager,  “The  Historiography  of  the  Rio  de  la  Plata  Area  since  1830”,  Hispanic  American  Historical  
Review,  39  (1959),  602.  
  20  

evidencia de que dentro de todo ha salvaguardado el trabajo académico, incluyendo la escritura


histórica.55
A inicios de los años veinte en Argentina, la enseñanza de la historia a nivel universitario
había avanzado considerablemente. Ricardo Levene, Emilio Ravignani, Diego Luis Molinari,
Rómulo Carbia, Luis María Torres, Ricardo Caillet-Bois, entre otros, todos miembros de una
nueva generación de historiadores aficionados, aprovecharon esta coyuntura para iniciar un
movimiento para profesionalizar la historia. La Nueva Escuela o The New School, como se dio a
conocer este grupo, no era una agrupación coherente con un manifiesto bien definido. Se trataba
más bien de una colección de individuos, muchas veces en conflicto los unos con los otros,
esforzándose, cada uno a su manera, por transformar la historia en una disciplina académica.56
Con este fin, iniciaron, supervisaron o se dedicaron a una gran variedad de actividades, de las
cuales las más importantes fueron las siguientes: el entrenamiento de nuevos historiadores por
medio del seminario de la universidad y la creación de cátedras de historia, la transformación de
archivos administrativos regulares en archivos históricos, la impresión y la distribución de
fuentes primarias cuidadosamente anotadas, la inauguración de revistas especializadas, y la
publicación de trabajos seminales que privilegiaban la investigación en archivos. Esta oleada de
actividades no estuvo confinada a Buenos Aires; hay muchas pruebas de que también tuvo lugar
en las provincias.57
Este proceso produjo un cambio cualitativo importante en el desarrollo de los estudios
históricos en Argentina. En efecto, además de las innovaciones ya enumeradas, la Nueva Escuela
inventó una comunidad académica que logró abrirse un espacio autónomo dentro de la
universidad y otras instituciones. Se trataba de una comunidad distinta a la que había surgido
entre la década de 1880 y 1910. Mientras que las filas de la vieja comunidad histórica estaban
conformadas por eruditos, la nueva comunidad estaba compuesta por personas que se
autodenominaban historiadores. Otra de las características de la nueva comunidad fue el esfuerzo
sostenido por alcanzar un alto grado de autosuficiencia y autorregulación. Como resultado de
esto, las universidades comenzaron a pagar a los historiadores por sus cátedras y por sus
actividades de investigación. Igual de importante fue el hecho de que esta comunidad comenzara
a identificar normas y reglas para evaluar la competencia de la enseñanza, de la investigación y
de otras actividades consideradas parte de la nueva profesión. Además, la comunidad encontró
los medios para subsidiar su producción a través de donaciones del gobierno o del sector privado.
En la carrera de Ravignani, probablemente el historiador más representativo de la época, se
                                                                                                                       
55
 Véase  Leopoldo  Zea,  “La  autonomía  universitaria  como  institución  latinoamericana”,  en  Universidad  Nacional  
Autónoma  de  México:  La  autonomía  universitaria  en  México,  vol.  1  (México,  1979),  317-­‐34.    
56
 Para  los  orígenes  de  la  Nueva  Escuela,  véase  Rómulo  Carbia,  Historia  crítica  de  la  historiografía  argentina  
(Buenos  Aires,  1940),  157-­‐65.  
57
 Para  más  información  sobre  la  profesionalización  de  la  historia  en  Argentina,  véase  Fernando  Devoto  (edit.),  La  
historiografía  argentina  en  el  siglo  XX,  2  vols.  (Buenos  Aires,  1993-­‐4);  Devoto  et  al.,  Estudios  de  historiografía  
argentina,  ii;  Nora  Pagano  y  Martha  Rodríguez  (edits.),  La  historiografía  rioplatense  en  la  posguerra  (Buenos  Aires,  
2001);  Fernando  Devoto  y  Nora  Pagano  (edits.),  La  historiografía  académica  y  la  historiografía  militante  en  
Argentina  y  Uruguay  (Buenos  Aires,  2004),  y  Fernando  Devoto  y  Nora  Pagano,  Historia  de  la  historiografía  
argentina  (Buenos  Aires,  2009).  
  21  

pueden encontrar más indicadores de cambios cualitativos que se dieron alrededor de los años de
1880. A pesar de que fue un miembro militante de la Unión Cívica Radical, no hay rastro de sus
opiniones políticas en su producción histórica. Está claro que, para Ravignani, era posible ser al
mismo tiempo académico y defensor de una causa política puesto que, aunque relacionadas,
estas actividades no se mezclaban. En otras palabras, en la Argentina de la época ya existía un
código de conducta para asegurar la responsabilidad profesional. Parece que, por lo menos aquí,
los abusos ideológicos habían sido dejados de lado.58
Desafortunadamente, en términos metodológicos, institucionales y productivos, el reinado de la
Nueva Escuela fue de corta duración. Dominante en los años treinta y a inicios de los cuarenta,59
se desvaneció después debido al advenimiento de la Gran Depresión, la inestabilidad política y
las dictaduras, crisis que, sucediéndose a intervalos, duraron varias décadas.
Lo sucedido en Argentina, tanto el inicio de la profesionalización como su primera crisis, se dio
en Chile en menor medida y, a una medida aún menor, en el resto los países de SAH.60 La tarea
de crear una comunidad de historiadores autónoma y especializada solo fue recomenzada
verdaderamente en el último cuarto del siglo veinte. Para entonces, la república de las letras
incluía a Centroamérica, a México y al Caribe. En este nuevo contexto se desarrollaron dos polos
de crecimiento: Argentina en el sur y México en el norte. Estos dos países son los principales
centros de producción y distribución histórica de Hispanoamérica hoy en día.
En resumen, ¿cuáles fueron los principales rasgos de los historiadores de SAH entre las décadas
de 1840 y 1940? Las máximas “imitador, rezagado” “traductor, traidor”, que han sido utilizadas
para caracterizarlos durante tanto tiempo, no son aplicables. En vista de la evidencia presentada,
una serie de aforismos más precisa sería: “imitador, creador”/ “traductor, fiel”.

FECHAS CLAVES

1811-30 Sobre las fechas de la independencia de Paraguay, Argentina, Chile, Gran Colombia,
Perú, Bolivia y Uruguay, véase el mapa “América Latina y el Caribe c.1830 con las fechas de
independencia”.
                                                                                                                       
58
 Barager,  “The  Historiography”,  603.  
59
 Barager  sostiene  que  “El  período  entre  1930  y  1945  bien  podría  denominarse  la  “Era  Dorada”  de  la  historiografía  
argentina”,  ibíd.,  606.  
60
 Excepto  en  Argentina  y  Uruguay,  la  profesionalización  de  la  historia  no  ha  sido  estudiada  todavía.  Existe  
información  dispersa  al  respecto  en  los  siguientes  trabajos:  para  Chile:  La  historiografía  Chilena,  vol.  I;  para  
Uruguay:  Ana  Ribeiro,  Historiografía  nacional,  1880-­‐1940:  De  la  épica  al  ensayo  sociológico  (Montevideo,  1994);  
para  Bolivia:  Josep  Barnadas,  Diccionario  histórico  de  Bolivia,  2  vols.,  (Sucre,  2002);  para  Perú:  Manuel  Burga,  La  
historia  y  los  historiadores  en  el  Perú  (Lima,  2005)    y  Alberto  Flores  Galindo,  “La  imagen  y  el  espejo:  la  historiografía  
peruana  1910-­‐1986”,  Márgenes,  2:4  (1988),  55-­‐83;  para  Ecuador:  Rodolfo  Agoglia,  Historiografía  ecuatoriana  
(Quito,  1985),  para  Colombia:  Jorge  Orlando  Melo,  Historiografía  colombiana:  Realidades  y  perspectivas  (Medellín,  
1996);  y  para  Venezuela:  Germán  Carrera  Damas,  Historia  de  historiografía  Venezolana:  Textos  para  su  estudio,  3  
vols.  (Caracas,  1997).    No  he  podido  encontrar  una  fuente  confiable  para  Paraguay.        
  22  

1824 Chile abole la esclavitud


1830 Ecuador se separa de la Gran Colombia y se convierte en una nación independiente;
Colombia y Venezuela hacen lo mismo.
1833 Se emite una constitución conservadora en Chile, dando inicio a una época de estabilidad
política que durará hasta el final del siglo.
1836-9 Guerra entre Chile y la Confederación Peruano-Boliviana
1849 La elección de José Hilario López en Colombia inaugura un período de febriles reformas
liberales que se extienden al resto de Sudamérica hispana.
1851-4 Abolición de la esclavitud: Colombia (1851), Bolivia (1851), Perú (1854), Ecuador
(1854) y Venezuela (1854).
1853-1918 Adopción del sufragio universal: Colombia (1853), Venezuela (1857), Ecuador
(1861), Perú (1861), Paraguay (1870), Chile (1874), Argentina (1912) y Uruguay (1918).
1853 En Colombia, la provincia de Vélez brevemente concede el voto a la mujer por primera vez
en América Latina; Argentina emite una constitución que organiza políticamente al país por lo
que resta del siglo.
1862 En Argentina, Bartolomé Mitre, un historiador liberal, se convierte en el primer
presidente de una Argentina unida, terminando con la secesión de Buenos Aires, su provincia
natal.
1864-6 Guerra de España contra Perú y Chile.
1865-70 Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Uruguay y Brasil contra Paraguay)
1879-84 Guerra del Pacífico (Chile contra la alianza peruano-boliviana); Chile establece su
hegemonía en el Pacífico sudamericano.
1880s-1920s Un período, conocido como “orden y progreso”, de relativa estabilidad política y
gran crecimiento económico basado en economías de exportación-
1909-35 El arquitecto de “orden y progreso” en Venezuela, Juan Vicente Gómez, gobierna este
país durante treinta años.
1914 La Primera Guerra Mundial: Argentina, Chile, Paraguay, Colombia y Venezuela
permanecen neutrales; Uruguay, Bolivia, Perú y Ecuador rompen relaciones diplomáticas con
Alemania.
1915-30 Pacto ABC: Argentina, Brasil y Chile, los tres países más poderosos de Sudamérica,
firman un tratado formal de cooperación, no agresión y arbitraje, para resistir la influencia de
EEUU en la región.
1918 El movimiento por la reforma universitaria en Argentina aboga por la modernización y la
democratización de las universidades; el movimiento, liderado por estudiantes activistas, se
expande al resto de América Latina.
1928-35 La guerra del Chaco (Bolivia contra Paraguay).
1929-46 Se concede el sufragio femenino en Ecuador (1929) y Uruguay (1932).
1929 La Gran Depresión le pone fin al auge exportador de Sudamérica hispana.
1930s-45 Un período de malestar social, gobiernos militares y el surgimiento del populismo en
toda la región.
  23  

PRINCIPALES FUENTES PRIMARIAS

Alcides, Historia General de Bolivia (La Paz, 1922).


Bello, Andrés, Obras completas, 26 vols. (Caracas, 1981–6).
Baralt, Rafael, Resumen de historia de Venezuela (París, 1841).
Barros Arana, Diego, Historia General de Chile, 16 vols. (Santiago, 1884–2).
Báez, Cecilio, Resumen de la historia del Paraguay (Asunción, 1910).
Bauza, Francisco, Historia de la dominación española en el Uruguay, 3 vols.(Montevideo,
1880–2).
Carbia, Rómulo, Historia crítica de la historiografía argentina (Buenos Aires, 1929).
Gil Fortoul, José, Historia constitucional de Venezuela, 2 vols. (Berlín, 1906–9).
González Suarez, Federico, Historia general de la república del Ecuador, 7 vols. (Quito, 1890–
1903).
Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada (Bogotá, 1869).
Lastarria, José Victorino, Bosquejo histórico de la constitución del gobierno de Chile durante el
primer período de la revolución desde 1810 hasta 1814 (Santiago, 1847).
Levene, Ricardo, Lecciones de historia argentina, 2 vols. (Buenos Aires, 1913).
López, Vicente Fidel, La revolución argentina: su origen, sus guerras y su desarrollo político
hasta 1830, 5 vols. (Buenos Aires, 1881).
Lorente, Sebastián, Historia de la civilización peruana (Lima, 1879).
Mendoza Jaime, El factor geográfico en la nacionalidad boliviana (Sucre, 1925).
Mitre, Bartolomé, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, 4 vols. (cuarta ed. y ed.
definitiva, 1887).
Moreno, Gabriel René, Últimos días coloniales en el alto-Perú: Documentos inéditos, 1808
(Santiago, 1897).
Ravignani, Emilio, Asambleas constituyentes argentinas, 6 vols. (Buenos Aires, 1937–9).
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segunda ed., Bogotá, 1858).
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BIBLIOGRAFÍA

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(Mendoza, 1992).
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Carrera Damas, Germán, Historia de la historiografía Venezolana, 3 vols. (Caracas, 1997).
  24  

Colmenares, Germán, Las convenciones contra la cultura: Ensayos sobre la historiografía


hispanoamericana del siglo XIX (Bogotá, 1987).
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1996).
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