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EPICA Y TRAGEDIA EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD

Hace ya más de veinticinco años, aún era estudiante de la secundaria, cuando me enfrenté por primera vez con
ese portento de novela llamada Cien años de soledad; para entonces, creo que fue muy poco o casi nada lo
que logré comprender acerca del contexto histórico-social y de la diversidad de mundos que García Márquez
crea en la obra. No obstante, el gusto que despertó en mí fue enorme, aún conservo el agradable sabor de
estar leyendo una novela mayor, aunque, para entonces, sin saberlo.
No pasaron muchos años para que nuevamente me encontrara transitando por esos laberintos de soledad que
magistralmente, gracias al ingenio de nuestro nobel, logran tocar el alma humana de todos los tiempos y todas
las latitudes del mundo. Hablo de la segunda lectura, la cual, además de las permanentes carcajadas que me
arrancó la primera, me dejó la sensación de estar leyendo además de una novela moderna, una obra ricamente
épica y tragicómica. Con la tercera lectura ya no experimento la sensación sino la certeza de estar frente a
una novela contemporánea con diversos elementos de la épica y la tragedia griega antigua.
La cuarta y quinta lecturas me dejan la certeza de que leer Cien años de soledad es una bella forma estética de
asomarse a los abismos insondables del alma humana, así como nos permite hacerlo la obra de Homero,
Sófocles, Esquilo y en general los grandes clásicos de la antigüedad griega.
Por tal razón, en el presente trabajo pretendo demostrar que la obra cimera de García Márquez genialmente
desarrolla tópicos que la emparentan y la ponen a la altura de la obra épica y trágica griega.
Antes de empezar, preciso es decir que en mi vida de lector asiduo sólo dos obras de la literatura, por
necesidad espiritual, he leído cinco veces y cada lectura separada por un espacio de tiempo considerable: Don
Quijote de la Mancha y Cien años de soledad; y curiosamente las dos han despertado gustos y sensaciones
similares; miremos algunos ejemplos:

Las dos las he leído con inmenso placer, pues son obras como dice Vargas Llosa- para el caso de Cien años de
soledad- de una accesibilidad ilimitada. Tanto la obra de Gabo como la de Cervantes tienen la maravilla de
permitir que cualquier lector se acerque a ellas y goce de lo más rico de su sazón; ellas no son mezquinas,
muy por el contrario, permiten que el lector más bisoño las aborde y se lleve una buena parte de su encanto.
Para enfrentarse a estas dos novelas no se necesita ser un avezado lector o un profundo intelectual, basta una
buena intención de leer con juicio y ellas son tan generosas que permiten el acceso a niños, jóvenes y viejos.

Otro elemento gemelo es la risa, o mejor, la carcajada incontenible que nos proporcionan de principio a fin;
¿quién no ríe a carcajadas con las locuras de Don Quijote confundiendo vulgares labradoras olorosas a
cebollas y a ajos con finas y nobles princesas medievales? o ¿quién no ríe a carcajadas con las apuestas de
virilidad que el protomacho José Arcadio hace en la tienda de Catarino, mostrando no sólo su enorme
capacidad viril para satisfacer a varias mujeres en la cama, sino todo su cuerpo tarabiscoteado, incluso-diría
Rabelais- su gran labrador de natura? o ¿con el medio lechón que se comía al almuerzo, o con las
ventosidades que marchitaban las flores? o ¿quién no se carcajea con las excentricidades de Aureliano
segundo que empapela la casa de su bisabuela Úrsula Iguarán con billetes de diferentes nominaciones o con
sus descomunales concursos de gastronomía? o ¿quién no ríe a reventar cuando el mismo Aureliano segundo
después de escuchar durante mucho tiempo y de manera paciente la enconada diatriba de su esposa Fernanda
del Carpio haciendo remembranza de su linajudo pasado hasta llegar al punto de afirmar que su padre: “ Un
santo varón…caballero de la orden del Santo sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio
de conservarse intactos en la tumba…” le responde no sin poca ironía y burla “eso sino es cierto- le
interrumpió Aureliano segundo- cuando lo trajeron ya apestaba”.

Tanto la obra de Cervantes como la de García Márquez son una carcajada sin fin, pero no es la risa por la risa
misma, esas carcajadas tienen la particularidad de ir convirtiéndose lentamente en llanto. En estas dos obras,
risa y llanto se confunden en una frontera sin límites, no sabemos cuando reímos o cuando lloramos porque
reímos llorando, y lloramos porque en Don Quijote como en Cien años de soledad, la risa es trágica, pues en
cada personaje, acción o pasaje que nos mueve a risa no encontramos otra cosa que la tragedia humana.
Reímos a carcajadas con la desfachatez de Don Quijote, un viejo pobre y desvalido enamorado
platónicamente de una joven que escasamente una vez ha visto; pero lloramos cuando descubrimos que ese
pobre viejo somos nosotros mismos, también enamorados de ilusiones y de sueños imposibles.

No hemos terminado de reír con los excesos de Aureliano segundo: -opulencia y despilfarro, bacanales y
gargantulescos concursos gastronómicos- cuando ya estamos llorando por el estado lamentable de miseria en
que termina este personaje: después de tener una cara abotagada y redonda como la de una tortuga, pasa a
tener una cara flaca y afilada como la de una iguana; su vientre voluminoso y sus carnes redondas a reventar
desaparecen y sólo le queda la piel que le cuelga de los huesos. La muchedumbre que antes comía y bebía a
sus despensas porque tenía y podía, lo llamaban don Aureliano segundo, ahora que no tiene ni puede lo
llaman don Divina providencia, como burlesca alusión al nombre que Petra Cotes, su amante, le coloca al
juego de rifas que realizan para sobrevivir. El lector no deja de experimentar una mezcla de risa y dolor
cuando este hombre en su afán de reunir el dinero necesario para mandar a su hija Amaranta Úrsula a estudiar
a Bruselas, inventa estrategias pueriles para vender los billeticos de lotería: “Aquí está la Divina Providencia,
pregonaba- No la dejen ir, que sólo llega una vez cada cien años:”

No menos tragicómico es el final de las vidas de Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula, pareja señalada por
un aciago destino, pues la unión carnal de tía y sobrino engendran el hijo con cola de cerdo que tanto advirtió
y temió Úrsula.

No hemos dejado de reír a carcajadas con los excesos de Aureliano Babilonia en la casa de las puticas que se
acuestan por hambre – situación por demás lamentable-: “ Una noche más desquiciada que las otras se
desnudó en la salita de recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una botella de cerveza sobre su
masculinidad inconcebible”; o con los chillidos de gata en celo que da Amaranta Úrsula cuando
desaforadamente hace el amor con Aureliano; o con los masajes con clara de huevo muy eróticos que le hace
Aureliano a Amaranta Úrsula en sus senos eréctiles y en sus muslos elásticos; o con las figuras de payaso que
Amaranta Úrsula le pinta a Aureliano en el pene; y ya estamos llorando por el final trágico de esta bella y
alegre mujer que muere desangrada luego de haber parido el único Buendía concebido con amor en los
últimos cien años. Más dolorosa aún es la tragedia del mismo Aureliano Babilonia frente a la impotencia de
no poder hacer nada para salvar a la mujer que ama y a su hijo que aciagamente se llamaría Aureliano, y que
ahora lo devoran las hormigas.

Como vemos, Cien años de soledad y Don Quijote se hermanan al menos por su accesibilidad ilimitada y su
risa trágica, tocando de esta manera la condición humana con todas sus corduras y locuras; desafueros y
bondades.

Volviendo al tema central que enuncié, al igual que la épica y la tragedia, Cien años de soledad bebe su
esencia en un sustrato mítico fundacional y así como la obra homérica le da un fuerte sentido de nacionalidad
a Grecia, la obra de Gabo nos identifica no sólo como colombianos sino también como latinoamericanos.

Homero recoge los ideales heroicos de la tradición mítica antigua donde aparecen prohombres que realizan
proezas sobrenaturales que los acercan a los dioses o los hacen iguales a ellos: Ulises con su ingenio y
sagacidad derrota cíclopes, hechiceras, sirenas y es capaz no sólo de bajar al hades- al reino de los muertos-
sino de ir y regresar incólume venciendo todas las adversidades que le ponen el Destino y los dioses que lo
malquerían; no menos temerarias son las hazañas y trabajos que tienen que emprender cientos de héroes
legendarios de la tradición mítica griega.

En Cien años de soledad también encontramos personajes de esa talla heroica; por ejemplo, no es pequeña
proeza que José Arcadio le haya dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo en condiciones precarias de
navegación; y que haya sobrevivido a un naufragio que lo dejó a la deriva en el mar del Japón durante dos
semanas alimentándose con el cuerpo de un compañero que murió de insolación; además que su barco haya
vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado.
Hazañas de esta talla sólo las emprenden y felizmente las culminan los héroes. De toda la tripulación que
acompaña a Ulises sólo él logra regresar a su verde Ítaca.

En la tradición mítica griega, Hércules es el héroe paradigmático que sobresale por su fuerza descomunal,
entre otras proezas vence la hidra de Lerna, monstruo de cien cabezas; de un golpe contundente mata el león
de Nemea, monstruo cuya piel no podía ser atravesada por armas mortales; recién nacido, Hera que lo
malquería por ser hijo bastardo de Zeus, le envía dos enormes serpientes para que lo ahoguen y él las
estrangula con sus propias manos. Y así como este mítico héroe realiza fantásticas hazañas, José Arcadio da
muestras de una fuerza descomunal no menor que la de aquél: en la tienda de Catarino arranca el mostrador
de su sitio y lo lleva en vilo hasta la mitad de la calle; para regresarlo fue necesaria la fuerza de once
hombres; también hacía pulsos con cinco hombres a la vez que no lograban siquiera moverle el brazo de su
sitio. Además, sus muestras de capacidad sexual sólo se comparan con los héroes y dioses más viriles de la
tradición mítica griega; en la misma tienda de Catarino las mujeres se lo rifan para acostarse con él, y él
-como Hércules que se acostó con las cincuenta hijas del rey Tespio en una sola noche- a todas las complace.
La inverosímil masculinidad que exhibe sobre el mostrador sólo es comparada con el miembro del dios Priapo
del cual parodiando a Quevedo, diría: “Érase un dios a un pene pegado”. Cuando se casa con Rebeca copula
ocho veces en la noche y tres en la siesta al punto que los vecinos rogaban porque una pasión tan desaforada
no fuera a perturbar la paz de los muertos.

Quizá uno de los episodios más bellos y de mayor difusión de La Odisea, es el de las sirenas, bellas mujeres
marinas con cola de pez que con sus mágicos cantos enloquecían y perdían a los hombres; este mito, con una
ligera variante lo encontramos en Cien años de soledad: los gitanos tienen que atravesar La ciénaga grande
donde hay cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer que pierden a los navegante con el hechizo
de sus tetas descomunales; como vemos, la relación es directa con la aventura que logra sortear Ulises, sólo
que aquí lo que enloquece a los hombre no son sus mágicos cantos sino sus descomunales tetas.

Tal vez sea aventurado afirmar que las vasijas llenas de agua que en las noches le deja Úrsula al espectro de
Prudencio Aguilar- que muere a manos de José Arcadio Buendía por ser poco “prudencio” - para que éste lave
su herida y beba y calme su sed, tenga relación con el mito griego del paso de los muertos por el río Leteo.
Las almas cuando descendían al hades tenían que llevar un óbolo para pagarle a Caronte el paso por el río, no
sin antes haber bebido de sus aguas, lo que les permitía olvidar su vida terrena, recordemos que leteo en
griego significa olvido. El alma de Prudencio Aguilar busca desaforadamente las vasijas con agua que Úrsula
le deja y en ellas moja un tapón de esparto que se lleva a la herida como queriendo calmar la sed u olvidar su
vida pasada.

Creo que este mito, aunque con variantes como es lógico, nos llega hasta hoy, muestra de esto es la
frecuencia con que encontramos debajo del ataúd del muerto un vaso con agua, dice la tradición popular que
es para que el alma del muerto beba en el viaje al más allá, o quizás sea para que olvide su vida terrena.

Finalmente, la muerte de Prudencio Aguilar, se da en un hecho de venganza por el honor mancillado, José
Arcadio Buendía, luego de escuchar que aquél le grita que ojalá el gallo de pelea le haga el favor a Úrsula, –
se comentaba que luego de un mes de casada seguía virgen - herido por la ofensa, en un acto de fuerza y
destreza le arroja una lanza que le atraviesa la garganta causándole la muerte. Esta muestra de valentía y
precisión sólo la realizó Ulises cuando a su regreso toma venganza contra los pretendientes de Penélope que
inmisericordemente devastaban sus bienes; además, así como el héroe griego hace justicia por su propia
mano, también la hace José Arcadio Buendía sin que ninguno de los dos reciba recriminación alguna.
De otro lado, en la tradición mítica griega el dios más benévolo con el hombre fue Prometeo, quien robó el
fuego y se lo regaló a la humanidad y junto a él le entregó también todas las ciencias y las artes; en una
palabra es este generoso dios quien civilizó al hombre.
En Cien años de soledad, encuentro dos personajes que de buena manera encarnan ese sentido prometeico del
civilizador: José Arcadio Buendía y especialmente el gitano Melquiades.

Melquiades es el espíritu civilizador de Macondo, es él quien lleva toda la ciencia e inventos novedosos que
se desarrollan en otras latitudes del mundo: la lupa, el imán, el hielo, el catalejo, la alquimia etc., elementos
que si bien no eran tan nuevos en el mundo, en Macondo sí, pues él pueblo apenas se está fundando. Además,
él le enseña no sólo a José arcadio Buendía, sino a todos sus descendientes las ventaja y propiedades de los
aparatos por él llevados.

A su vez, José Arcadio Buendía asume el papel de multiplicador de la enseñanzas del gitano y con frenesí
empieza la aplicación de lo que ha aprendido. Es este personaje la punta de lanza civilizadora y justiciera de
Macondo, él quiere experimentar e inventar para beneficio del pueblo, su sentido de la distribución es de gran
equidad, tanto así que fundó el pueblo teniendo en cuenta que ninguna casa tuviera privilegio alguno sobre las
otras, todas fueron por él diseñadas para que gozarán de la misma frescura de la tarde o padecieran el mismo
calor del medio día.

En los inventos novedosos que los gitanos en cabeza de Melquiades llevan a Macondo hay un fuerte sentido
fundacional de modernidad civilizadora, pues hasta antes de su llegada el pueblo vive en el marasmo edénico
del atraso, y así como Prometeo es condenado por Zeus - que malquería al hombre-, a que su hígado en el día
sea devorado por un buitre y que le renazca en la noche , José Arcadio Buendía, es tratado de loco y
finalmente condenado a estar amarrado – como Prometeo en el monte Cáucaso – debajo de un castaño hasta
su muerte.

De otro lado, la historia y las hazañas de los héroes épicos está signada por el capricho de los dioses, nada
sucede si el Destino o ellos no lo quieren. Aquiles tenía señalado que moriría en la guerra de Troya, él esquiva
el aciago destino, se disgusta con Agamenón para huirle a la muerte, pero el hado lo empuja matando a su
amigo Patroclo y obligándolo a regresar a la guerra donde muere a manos de Paris.

Está vaticinado que Hércules moriría abrasado por el letal veneno de quien él matara antaño y así fue. Nada
pudo Áyax Telamónida contra el vaticinio de los dioses que injustamente decretaron que las armas de Aquiles
se las entregaran a Ulises y no a él como en justicia le correspondía por ser el guerrero más valiente después
de Aquiles, muy por el contrario arteramente Palas Atenea lo enloquece hasta llevarlo al suicidio.

De manera similar sucede en Cien años de soledad, toda la historia está señalada por un hado maligno escrito
en los pergaminos de Melquiades; de siglos atrás el destino de Macondo y de la familia Buendía está trazada y
paso a paso se cumplen las predicciones. Los pergaminos escritos en sanscrito por Melquiades hacen las veces
del oráculo que vaticina lo que sucederá a cada personaje.

El destino trágico está trazado para que Aureliano Babilonia y su tía Amaranta Úrsula engendren el aciago
hijo, último de la estirpe, y nada impedirá para que así suceda. No es gratuito que Amaranta Úrsula decida
regresar a Macondo y quedarse a vivir allí en contra de los deseos de Gastón su marido. Éste, como perro fiel
la acompaña y deseoso de traer a Macondo un aeroplano, y por esa vía abrir rutas aéreas que comuniquen a
este pueblo con el mundo, se queda esperándolo porque por un error del correo el aeroplano fue enviado a un
lugar del África donde habita la comunidad de los Makondos, ante lo cual Gastón decide viajar a Bruselas
para saber del negocio sin siquiera sospechar que les dejaba el camino expedito para que tía y sobrino
concluyeran lo que ya habían iniciado: los desafueros apasionados del amor incestuoso que engendrarían el
hijo con cola de cerdo que tanto temió Úrsula.
Todo está predestinado para que Edipo salga de Corinto y creyendo huirle a su destino se encuentre consigo
mismo y conozca la verdad de su pasado y su presente; de igual manera, Aureliano Babilonia nace lejos de
Macondo, pero el destino quiso que siendo bebé regresara, en una canastilla cargada por una monja, al lugar
donde había sido engendrado para que se encuentre con su destino y consigo mismo. Los pergaminos de
Melquiades, - como el oráculo de Delfos a Edipo- le revelan a Aureliano el pasado de toda la familia Buendía,
desde los hechos más remotos, pasando por el momento en que él fue engendrado en un baño crepuscular en
medio de alacranes y mariposas amarillas, hasta descubrir que su hijo, el último de la estirpe se lo comen las
hormigas; y así como Edipo descubre que su esposa Yocasta es su propia madre, Aureliano Babilonia
descubre que Amaranta Úrsula es propia su tía.

El sentido vaticinador es permanente en la novela, no en vano José Arcadio Buendía, una noche en medio de
la travesía por la sierra en busca del mar, tiene un sueño premonitorio que le dice que allí se levantará una
ciudad bulliciosa con casas de paredes de espejo, él preguntó qué ciudad era aquella y le respondieron en
medio del sueño con un nombre que nunca había escuchado pero que tuvo una resonancia sobrenatural:
Macondo. La premonición de las paredes de espejo, José Arcadio Buendía, sólo las interpreta cuando conoce
el hielo. Y así como José Arcadio Buendía funda Macondo por la revelación de un sueño, también a Eneas le
es revelado a través de un sueño el lugar donde fundaría el reino Latino.

Todo está señalado por el destino y es imprescindible su cumplimiento, la fuerza de ese hado lo señala y no
hay nada que pueda impedirlo; nada pudo evitar que los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía
engendrados en diecisiete mujeres diferentes, murieran apuñaleados o con un tiro de gracia en la frente donde
el padre Antonio Isabel imprimió la señal de la Cruz indeleble. La frente señalada de estos diecisiete hombres
era el único punto vulnerable, como en Aquiles el talón, en Sansón el cabello o en Sigfrido la espalda.

Melquiades es el demiurgo que conoce la historia pasada, presente y futura de Macondo y de la familia
Buendía, él hace las veces de la divinidad capaz de orientar y salvaguardar a quien está destinado a descifrar
los pergaminos.

Finalmente, encuentro un elemento más que hermana a Cien años de soledad con la épica y la tragedia
Griega: el sentido de circularidad. En la obra homérica encontramos que la historia de Ulises la conocemos en
voz del aedo del palacio de Alcinoo y también en voz del mismo Ulises que la cuenta en repetidas ocasiones
en lugares públicos diferentes; en la Ilíada sucede igual, al punto que si omitimos todo lo que se repite, que es
lo que le da el sentido de circularidad, las dos obras se reducirían en un treinta por ciento.

En Cien años de solead sucede algo similar, hay hechos, acontecimientos y caracteres de personajes que se
repiten a lo largo de la historia, sólo cambian fechas, nombres y circunstancias pero la esencia es la misma.
Bástenos unos ejemplos: Arcadio, como Edipo, sin saber que Pilar Ternera es su madre, desea poseerla, ella
quisiera complacerlo pero no se atreve por el pecado de incesto; más adelante la historia se repite con
Aureliano José y Amaranta, sobrino y tía abuela respectivamente, los dos se desean, y en la noches,
deliberadamente ella le deja destrancada la puerta pera que él, ya hecho hombre, entre y debajo de las cobijas,
desnudos los dos tengan juegos eróticos sin llegar a la cópula. Muchos años después José Arcadio, luego de
regresar de Roma, donde falsamente decía que estudiaba para cura, muere ahogado en la alberca de la casa
soñando con los amores que nunca pudo consumar con su tía abuela Amaranta; finalmente, Aureliano
Babilonia consuma con su tía Amaranta Úrsula lo que sus tíos y bisabuelo no pudieron consumar.

A lo largo de la obra los caracteres y actitudes de los personajes se repiten, todos los Aureliano son
ensimismados y retraídos, en tanto que los Arcadio son emprendedores de empresas descomunales que los
llevan al delirio y la locura.
La historia es una sucesión de hechos que se repiten: al final de la novela regresan a Macondo los últimos
gitanos herederos de la ciencia de Melquíades y encuentran el pueblo tan devastado y a sus habitantes tan
alejados del mundo y sumidos en el atraso que nuevamente les hacen creer que el imán, la lupa y el catalejo
son los últimos inventos de los sabios babilonios. Este sentido de la circularidad del tiempo es perfectamente
percibido por Úrsula, al punto que ella exclama: “Es como si el mundo estuviera dando vueltas”

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