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La escritura académica es muchas veces para los científicos sociales un gran dolor de

cabeza. El temor a una recepción desdeñosa de la comunidad académica, la parálisis frente a la


hoja en blanco, la propensión a una prosa confusa y ambigua: los problemas no son pocos.

Howard Becker es doctor en sociología. Costeó sus estudios tocando el piano en bares,
escribió sobre sociología del arte y empezó a dictar cursos de escritura hace décadas, consciente
de los “problemas crónicos” de sus colegas a la hora de escribir. Pero en su Manual de escritura
para científicos sociales no habla desde arriba: cuenta sus preocupaciones y confusiones. Porque
“a los estudiantes, dice, les resulta difícil imaginar la escritura como una actividad real llevada a
cabo por personas de carne y hueso”.

El primer capítulo se titula Rudimentos de escritura para estudiantes de posgrado y


empieza con una narración de su primera clase. Aunque entró al salón sin tener idea de cómo
darla, luego de balbuceos iniciales se le ocurrió preguntar a sus alumnos sobre sus hábitos de
escritura. Todos tenían costumbres peculiares e irracionales, que Becker reconoce como “rituales
mágicos”, un concepto sociológico: rituales que las personas hacen para influir sobre algún
proceso que no creen poder controlar racionalmente. Las razones –respuestas a otra pregunta—
eran dos temores: a no poder organizar sus pensamientos y a que lo que escribieran estuviera
“mal” y provocara risas de un otro que no definían.

El autor trata después un lugar común en los textos académicos: las oraciones
interminables, confusísimas, la pretenciosidad de un “la manera en que” en vez de un “como”: la
escritura difícil. Y ofrece una explicación: el problema del agente de la acción. Atribuye el uso de
intrincadas oraciones en voz pasiva y de sustantivos abstractos que suenan lindo y no dicen nada a
un temor a ser refutados o criticados por una afirmación del tipo “A causa B”: quieren el crédito
pero no la responsabilidad.

Y por último arriesga una “teoría” de la escritura para refutar la idea de la buena escritura
como producto de una inspiración súbita, de un tirón. Afirma que al momento de escribir el
escritor no puede escribir sobre lo que se le ocurra, por decisiones en el pasado que han ido
recortando sus posibilidades temáticas. Agrega que vomitando todos los pensamientos que se le
crucen por la cabeza en un borrador, y rescribiéndolo una y otra vez, encontrará más o menos
velado aquello sobre lo que quería escribir.

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