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La Plaga - Ann Benson PDF
La Plaga - Ann Benson PDF
Ann Benson
Título original: The Plague Tales
Primera edición en esta colección: junio, 1999
©1997, Ann Benson
© de la traducción, Jofre Homedes
© 1998, Piara & Janes Editores, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización
escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de
esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamo públicos.
Printed in Spain - Impreso en España
ISBN: 84-01-46212-6 Depósito legal: B. 24.156
-1999
Impreso en Litografía Roses, S. A. Progrés, 54-60.
Gava (Barcelona)
Digitalización y corrección por Antiguo.
Hijo:
No desesperes, pues no tardarás en
quedar libre. He dispuesto que seas
conducido sano y salvo hasta Aviñón,
donde el edicto del Papa protege a los
judíos de toda clase de persecución. Es tu
mejor oportunidad de sobrevivir. Los
sacerdotes te entregarán a un mercenario
cargado con un paquete que le habré dado
yo. El contenido satisfará tus necesidades
durante el viaje. Vigila tu salud y reza a
diario por que se te concedan las fuerzas
necesarias para los días venideros. Que
Dios te proteja hasta nuestro próximo
encuentro.
Tu padre, que te quiere.
Querido hijo:
Las cosas han tomado muy mal cariz
para todos. Arreglé lo de tu liberación con
la esperanza de que en algún momento
pudieras comunicarnos tu paradero, pero el
obispo nos ha traicionado.
Al separarme de él, habíamos quedado
en que alguien te acompañaría sano y salvo
hasta Aviñón (la persona con la que estás
viajando si lees esta carta). Quemé delante
mismo del obispo el pergamino en que
estaban registradas sus deudas,
cumpliendo así mi parte del trato.
Desde entonces el puerco ha ordenado
que nuestra familia abandone Alcañiz en el
término de dos días y no vuelva nunca más.
Hemos vendido nuestras posesiones a toda
prisa, y el tío Joaquín nos ha comprado los
demás registros de préstamos.
Un espía a mi servicio sobornó al
mensajero del obispo y me comunicó el
contenido de la carta. Cuida tu cara, para
que el hierro de marcar no deje cicatriz. Tu
madre anda medio loca pensando que
puedan haberte desfigurado. Yo le he
asegurado que sabrás cuidarte, y le he
dicho que vale más estar desfigurado que
muerto. Espero que no te duela demasiado,
y que no se te haya infectado la herida.
Procura lavarla todo lo posible, como me
has aconsejado a mí tantas veces.
También nosotros viajaremos a Aviñón.
Si llegamos sanos y salvos notificaremos
nuestra situación al rabino local, a quien
daremos además una carta dirigida a ti.
Querido hijo, no olvides en ningún
momento que eres un hombre perseguido.
La familia de Carlos Alderón ha jurado
vengar los malos tratos a que sometiste a
su patriarca, y corren rumores de que un
judío renegado se dirige a Aviñón, por lo
que te conviene esconderte. Dios no va a
castigarte por seguir con vida. Haz cuanto
debas para alcanzar Aviñón sano y salvo;
ahí, Dios mediante, volveremos a reunimos.
Tu padre, que te quiere.
CATEGORIZACIÓN PRELIMINAR:
ENTEROBACTERIA
YERSINIA PESTIS
EXACTITUD: 98% DE PROBABILIDADES
IDENTIFICACIÓN COMPLETA.
Santidad:
Os escribo con gran pesar, movido por
asuntos de suma importancia para la Santa
Iglesia de Cristo y el reino de Inglaterra.
Finalmente ha caído sobre nosotros el
terrible flagelo que lleva ya un tiempo
asolando toda Europa. Habíamos confiado
en mantenernos al margen de sus estragos
en virtud de nuestro aislamiento de
Francia, mas, ajeno a toda súplica, el mal
ha cruzado las aguas y ha traído su
inmundo veneno a nuestras bellas costas.
Empezó por Southampton no hará todavía
un mes, y en estos momentos se halla ya
firmemente arraigado en nuestra hermosa
ciudad de Londres y sus alrededores.
Es mi triste deber informaros de la
muerte de John Stratford, nuestro devoto
arzobispo, acaecida en Canterbury el sexto
día de agosto. Su eminencia abandonó este
mundo tras cinco días de enfermedad,
asistido por su médico y diversos miembros
de su familia, que, abrumados por tan
grave pérdida, se hallan hoy más allá de
todo consuelo.
Pero es hora de hablaros del dolor que
aflige a mi persona; en efecto, me veo en la
obligación de poner en vuestro
conocimiento una pérdida todavía más
angustiosa para mí y mi buena reina
Felipa. Nuestra querida hija Juana ha
sucumbido al mismo espantoso morbo
cuando realizaba su viaje nupcial a
Castilla. Enfermó al atravesar la región de
Burdeos, y junto a ella varios miembros de
su séquito.
La muerte de nuestra hermosa Juana,
además de marcar de forma atroz a nuestra
apenada familia, ha dejado maltrecha
nuestra alianza con el rey Alfonso. Temo
que la negativa de mi Isabel a casarse con
su despreciable hijo Pedro haya hecho
poco por el entendimiento mutuo de
nuestros reinos, y ya sabéis que nunca vi
con buenos ojos un enlace entre Pedro y
Juana. Dedicamos muchos esfuerzos a
convencer a Alfonso de que Juana podía
ser buena sustituta de su hermana; la
propia muchacha estaba dispuesta, y, ahora
que se halla en el cielo, espero que Dios la
recompense por tan noble actitud. Sin duda
su muerte prematura habrá agravado las
diferencias entre Castilla e Inglaterra. La
pérdida de Juana no tiene remedio, de no
ser la aportación de otra hija en edad de
contraer matrimonio, y mi reina se opone
ahora a perder de vista a cualquier
miembro de su progenie, por temor a no
volver a verlo. La he convencido de que
permita a los más jóvenes viajar al castillo
de Eltham, donde aguardarán que pase el
flagelo en compañía de nuestro médico
real, maese Gaddesdon. Sin embargo, la
reina se opone a que el joven Eduardo e
Isabel se unan a ellos, y, a decir verdad, ni
uno ni otra desean hacerlo.
Mis ministros y consejeros son
incapaces de llegar a un acuerdo. Todo está
sumido en la confusión; nadie quiere
permanecer en Londres por miedo al
contagio que tiene al pueblo bajo en sus
negras garras. En mi corte, el servicio
escasea, y me he visto obligado a disolver
el parlamento por un tiempo indefinido. En
Windsor carezco de consejeros
capacitados, y los asuntos de corte se están
viendo peligrosamente desatendidos. Los
escoceses se agrupan en mis fronteras con
los ánimos en alto, proponiéndose
aprovechar nuestra debilidad pasajera con
la absurda creencia de que la peste no se
cebará en ellos.
Humilde y sinceramente os pido vuestro
santo consejo para la solución de estos
asuntos. Nos acucia, ante todo, la
necesidad de nombrar al sucesor del
difunto arzobispo; entre los obispos de
Aviñón se hallará sin duda un buen
candidato, cuando no entre los prelados de
nuestro propio pueblo. Dejo la decisión en
manos de Dios y Vuestra Santidad, mas os
recuerdo humildemente nuestro deseo de
tener cuanto antes a alguien en el cargo.
Se habla entre vuestros enviados de que
tenéis a vuestro servicio un médico diestro
en los métodos de impedir la difusión del
contagio; a fe que ha demostrado su saber
protegiendo a vuestra santa persona. Os
agradecería que nos enviarais a un médico
versado en tales artes preventivas, ya que
nos falta experiencia y debemos proteger a
nuestra Isabel del malhadado final a que se
ha visto expuesta su hermana. Es la
favorita de su madre, que ya ha sufrido en
sus carnes el dolor de ver a una de sus
hijas precederla en la eternidad. Dios
mediante, quisiera ahorrar otra triste
pérdida a mi buena reina.
He empezado a tener en cuenta nuevos
arreglos conyugales para Isabel. Una de
las posibilidades es casarla con la familia
de los Brabante, cuyo jefe, el duque, ha
propuesto enlazar a su hijo mayor con
nuestra hija. Vacilo en refrendar la unión
por miedo a debilitar nuestro linaje, ya que
Isabel es prima carnal de su presunto
esposo, y Vuestra Santidad ha expresado la
opinión de que semejantes enlaces
producen vastagos débiles y a menudo
carentes de facultades mentales. Así como
estamos convencidos del vigor de nuestro
linaje, dudamos del de los Brabante. Mi
reina y yo os pedimos consejo en esta
propuesta de alianza; en cuanto a Isabel,
todavía le duele la vergüenza de su reciente
rechazo, hecho que se recuerda en la corte
de los Brabante.
Nuestra bella isla no ha entrado aún en
un estado de anarquía, mas no está lejos de
ello. Mi campaña en Francia ha llegado a
un punto muerto; hay mucha incertidumbre,
y mis leales caballeros se han pronunciado
en contra de mantener el cerco en estos
momentos. La peste se lleva cada día más
víctimas, sin hacer distinción entre la gente
vil y los de alta cuna. A falta de manos que
manejen la guadaña, los campesinos se
están quedando sin cosecha. La cebada
cría flores, y la miel se queda en los
panales; no hay, pues, hidromiel. El ganado
no tiene quien se ocupe de él; muchos
animales han sucumbido a la peste, y sus
carcasas estropean los prados y corrompen
el aire. El mundo entero se debate en
manos del diablo, pugnando por escapar
del camino de la peste, pero a cada día que
pasa más y más personas perecen de
horrible muerte.
Mi reina y yo, juntamente con nuestra
real casa, esperamos vuestra sabia
respuesta a nuestras dudas. Os rogamos
ponerla en manos de jinetes veloces, pues
el horrendo mal escoge sus víctimas a
capricho, sin respetar siquiera los deseos y
proyectos del más poderoso. Prostrado a
los pies de Vuestra Santidad e implorando
el favor de su bendición apostólica, tengo
el honor de ser, padre santísimo, con la más
honda veneración por vuestra santidad, el
más humilde y obediente de vuestros
servidores e hijos.
EDUARDO REX.
El papa Clemente VI acabó de leer la carta del
rey y, pensativo, se abanicó con ella. Los
acontecimientos relatados en la misiva de Eduardo
requerían grandes dosis de reflexión, y, sometido
al aislamiento impuesto por su médico de
cabecera, Guy de Chauliac, el papa Clemente tenía
tiempo de sobras para pensar.
Monsieur le docteur había decretado que,
mientras durara la epidemia, el Papa tuviera poco
contacto con otras personas, por no decir ninguno.
Había sepultado a Clemente en sus aposentos
privados, mandando que se encendieran todas las
chimeneas de las espaciosas salas. Se atrancaron
las ventanas, y las puertas sólo se abrían con
permiso explícito del médico, quien aconsejó a
Clemente llevar ropa que le tapara las mangas y el
cuello y tener la cabeza cubierta a todas horas. La
insípida comida se servía en porciones
minúsculas, y ello porque De Chauliac creía que el
pecado de la gula aumentaba las posibilidades de
contraer una enfermedad.
Clemente se acarició la barbilla con expresión
atribulada, pensando que, para un hombre de
gustos tan mundanos como él, aquella vida
monástica era peor que la muerte. De Chauliac
creía firmemente que la infección nacía del
contacto directo con la plaga, pero, viéndose
incapaz de explicar el modo en que ésta se
desplazaba, se había limitado a ordenar que
Clemente quedara aislado del todo.
Privado así de todo género de placeres, se
entendía que el Papa fuera propenso a los enfados,
y la carta de Eduardo no mejoró esta disposición
de ánimo. Clemente tiró de la cinta de terciopelo
que colgaba junto a su diván y hacía sonar la
campanilla. Se produjo la esperada y discreta
aparición de De Chauliac, que, arrodillado frente
al Papa, besó su anillo en prueba de sumisión.
—Levantaos, De Chauliac; no creo en la
sinceridad de vuestro gesto. Los dos sabemos que
soy yo quien se somete a vos, y no lo contrario.
Deseo que llegue pronto el día en que,
desaparecida la peste, pueda castigaros como
merecéis por la pena que me habéis infligido.
Pero Clemente no era tonto. Sabía que la peste
había acabado con la mayor parte de los
ciudadanos de Aviñón, mientras que él seguía
lozano y lleno de vida. Sabía también que su
constante buena salud no podía deberse
únicamente a la suerte.
De Chauliac obedeció y, erguido en toda su
estatura, se encaró al Papa, que, sentado, miró
hacia arriba con indignación.
—¿En qué puedo serviros, Santidad? —
preguntó el médico con voz melosa.
—En verdad que ya me habéis servido
bastante, monsieur. Quisiera que me libraseis de
este horrible cautiverio.
Las quejas del Papa nunca cogían
desprevenido a De Chauliac.
—Recuerdo humildemente a Su Eminencia que
hasta hoy nuestros esfuerzos por proteger vuestra
salud se han visto coronados por el éxito.
—Soy consciente de vuestro éxito, De
Chauliac, pero vuestros métodos espartanos me
cansan. Estoy seguro de que no habrá necesidad de
alargarlos mucho más.
—Santidad, esta misma mañana he recibido el
informe de la facultad de medicina de la
Universidad de París, escrito a petición de nuestro
noble rey Felipe. Un grupo de médicos y
astrólogos de gran erudición han volcado sus
notables intelectos en la tarea de resolver tan
intrincada cuestión, y concluyen que esta
pestilencia se debe a un suceso celeste harto
inusual: Dios Todopoderoso colocó al planeta
Saturno, cuerpo tenaz pero impaciente, en línea
casi perfecta con el jovial y vigoroso Júpiter,
conjunción que no suele tenerse por nada extraño;
sus caminos se intersecaron en la zona celeste que
se sabe colocada bajo la influencia de Acuario.
Encuentros celestiales semejantes produjeron ya
en otros tiempos sucesos fuera de lo común, tales
como pequeñas inundaciones, malas cosechas y
demás. Por desgracia, la llegada de Marte con su
temperamento belicoso añadió un carácter
mortífero a lo que de otro modo habría pasado
desapercibido. Marte, que ama la guerra, hizo que
Júpiter y Saturno entraran en dura liza. Esta
desafortunada mezcla de cualidades ha permitido
que la pestilencia domine nuestras vidas.
Clemente deploraba la continua influencia de
la astrología sobre los seguidores del cristianismo,
pero no podía desautorizar abiertamente la
práctica de una ciencia tan fatalista.
—¿Estáis de acuerdo con estos
descubrimientos, monsieur?
De Chauliac, siempre prudente y diplomático,
contestó:
—Mi príncipe, carezco de intelecto para estar
en desacuerdo. Estamos hablando de hombres muy
sabios, los más eruditos de nuestro reino, y todos
ellos han puesto sus mentes al diligente servicio de
su majestad. Es muy posible que las condiciones
celestes que describen hayan influido de forma
sumamente malévola en los acontecimientos
terrestres.
Hallando fastidiosa la retahila de palabras sin
sentido que le endilgaba De Chauliac, el Papa
volvió a abanicarse.
—Sigo queriendo saber la duración prevista
de mi confinamiento, y seguís sin haberme
contestado.
De Chauliac sonrió gentilmente a su paciente y,
echando mano de su habitual talento con las
palabras, salvó sin problemas la trampa que le
tendían.
—No somos más que hombres tratando de
explicar el plan de Dios, y Dios no da a conocer
sus planes a nadie. Os ruego que tengáis paciencia
y prosigáis con vuestra reclusión. A su hora, todo
pasará.
Aun no siendo la paciencia una de las virtudes
más notorias del pontífice, Clemente poseía
prudencia suficiente para saber que su consejero
tenía cierto grado de razón, si no toda, y se resignó
al odioso aislamiento.
—Monsieur, para los ángeles será motivo de
risa verme sobrevivir a este flagelo sólo para ser
abatido al azar por uno de los rayos de Dios. En
mi vuelo a los cielos, sentiré terriblemente este
encierro.
Viendo con alivio que la situación volvía a
estar en sus manos, De Chauliac se permitió una
risita. Acto seguido, Clemente tendió a su médico
la carta de Eduardo, que De Chauliac leyó a toda
prisa.
—Terribles acontecimientos, Santidad;
terribles en verdad.
—¡Así es! —replicó Clemente—. ¡Esa boda
estaba atada y bien atada! Y ahora, nuestras astutas
maniobras diplomáticas quedan por tierra. Una
alianza entre Castilla e Inglaterra habría reportado
grandes beneficios a nuestra Santa Iglesia; cuando
Pedro reine, tendrá en mayor cuenta que Eduardo
los asuntos de la Iglesia, y podría haber influido
sobre éste a través de su hija Juana.
De Chauliac dio vueltas a lo que acababa de
oír.
—La princesa Isabel ya ha rechazado a Pedro,
¿no es cierto?
—¡Sí, y posee una molesta influencia sobre su
padre! Es tozuda en demasía; en cuanto se propuso
la alianza con Castilla, hizo saber a Eduardo lo
poco que le placía Pedro. ¡De vez en cuando, el
muy tonto comete el error de consultar a sus hijos
antes de zanjar un trato, como si sus opiniones
fueran de algún valor a la hora de determinar el
resultado de tan trascendentes decisiones! Mima
mucho a su hija. Mis embajadores me han dicho
que le recuerda a su madre.
—A quien, por tortuosos caminos, debe ni más
ni menos que el trono —señaló De Chauliac,
sabedor por lo demás de que los «embajadores»
de Clemente no eran más que espías cuya labor era
calibrar en todo momento la influencia de la
Iglesia católica en la corte inglesa. Eduardo
también lo sabía—. Siendo como decís, no
entiendo que nos convenga protegerla; si es tan
terca e intratable como se rumorea, nos costará
mucho controlarla.
—Pero no debemos subestimar la importancia
de esa joven como instrumento para afirmar
nuestro peso en Inglaterra. Poco ha de importarnos
que sea una mimada; lo esencial es que será madre
de reyes, y que acaso ella misma se convierta
algún día en reina dotada de cierta influencia. Con
la ayuda de Dios, a medida que mengüe su belleza
se irá haciendo menos presuntuosa, y empezará a
dar muestras de su regia crianza. A fin de cuentas,
es hija del rey de Inglaterra, amén de noble dama
de considerable linaje.
—Entonces rezaré con diligencia por que Dios
os guíe en éstos asuntos.
De Chauliac sabía que Clemente aplicaría sus
notables dotes de estadista a las peticiones de
Eduardo, y que escogería con tino al nuevo
arzobispo de Canterbury. De momento, lo que más
preocupaba al médico era la otra demanda de
Eduardo, aquella en que solicitaba un médico
capaz de proteger a sus hijos tal como De Chauliac
había protegido a Clemente.
De Chauliac era consciente de no poseer
pericia médica comparable a la sutileza
diplomática desplegada por su sagaz paciente,
aunque no habría confesado su ignorancia por nada
del mundo. Pese a lo extenso de su formación y a
su cargo oficial de médico del Papa, Guy de
Chauliac tenía la certeza de no saber más sobre la
causa de la terrible epidemia que cualquier
pescadera. No podía hacer sino lo que ya había
hecho: aislar al paciente sano confiando en no
exponerlo a lo que transmitía la enfermedad, fuera
lo que fuese, y continuar con los tratamientos en
cuya eficacia tenía fe, pero no seguridad. Carecía
de pruebas sólidas de que sus cuidados tuvieran
alguna clase de efecto, pero, dado que Clemente
parecía impresionado por sus esfuerzos, seguía
adelante con ellos.
Sabía que no iba a ser tarea fácil escoger un
protector para los hijos de Eduardo; más que
razones médicas, cabía aducir consideraciones
diplomáticas. El astuto y cínico Eduardo III, que, a
pesar de las debilidades que hubiera podido
heredar de su patético progenitor, había
demostrado ser un gobernante muy capaz,
desconfiaba de los franceses, y no toleraría un
médico francés. Casi todos los médicos de Aviñón
habían muerto, y los pocos que quedaban eran
judíos en su mayoría, aún más inadecuados, por lo
tanto, para entrar al servicio de la familia real
inglesa. De Chauliac guardaba para sí la opinión
de que Clemente era demasiado benévolo con los
judíos de Aviñón, sobre todo en un momento como
aquél, en que tantos fieles estaban dispuestos a
echarles la culpa de la epidemia. Alentar tal
creencia serviría para que el pueblo no se fijara
tanto en las limitaciones demostradas por el clero
y la profesión médica en su lucha contra la peste.
En definitiva, no había más solución que
reunirlos a todos y escoger con el mayor tino
posible; sin por ello excederse, puesto que había
que evitar un fortalecimiento excesivo de la
influencia del elegido.
—Santidad —dijo el médico, logrando que su
paciente dejara de abanicarse—, consideraría una
sabia decisión publicar un edicto papal en que
todos los médicos de Aviñón fueran convocados a
audiencia; de ese modo podré elegir con buen
criterio. Debemos tener la seguridad de enviar a
alguien cuya presencia no resulte ofensiva para la
familia del rey, especialmente para la princesa.
Adiestraremos a varios hombres, a fin de disponer
de un número considerable de candidatos para la
selección final; y, ya que los tenemos reunidos, ¿no
os parecería acertado enviar emisarios a todas las
cortes de Europa? ¿Por qué limitar nuestra
influencia a Inglaterra?
El Papa miró a su médico con ojos muy
abiertos.
—¡Sois un genio, De Chauliac! Estoy seguro
de que nadie se atreverá a protestar. Encontrad a
todos los médicos disponibles y traedlos aquí el
lunes que viene a mediodía. Supervisaréis
personalmente su adiestramiento.
—Bien, pero ¿quién atenderá las necesidades
de Vuestra Santidad hallándome yo tan ocupado?
El Papa sonrió.
—Sois demasiado astuto, De Chauliac. Veo
que me será imposible escapar de vos. No temáis,
obedeceré vuestros edictos; pero ante todo debo
contestar a Eduardo, que sin duda querrá oír las
buenas nuevas.
Clemente se dirigió a su escritorio y extrajo un
rollo de pergamino. Desde el inicio de su
aislamiento, De Chauliac no le había permitido
recurrir a los servicios de su escribano, y el Papa
se había visto obligado a escribir él mismo toda su
correspondencia.
Así me distraeré un poco, pensó, contento de
tener algo en que ocuparse. Mojó la pluma en tinta
negra y empezó a escribir:
¡Jinetes a la vista!
El grito del vigía se oyó cuando faltaban pocos
minutos para la noche, y suscitó gran ajetreo en el
patio del castillo. Alejandro, subido a una de las
torres de Windsor, aguzó la vista, pero tardó
bastante en divisar el jubón rojo que llevaba
Matthews al salir del castillo. Su acompañante se
bamboleaba sobre un caballo cargado en exceso.
Protegidos ambos por sus máscaras, formaban una
extraña pareja.
Lo absurdo de su aspecto no hizo que fueran
menos bienvenidos. Los ocupantes del castillo
tenían tanta hambre de noticias que esperaban su
llegada cual si se tratara de la de algún noble
emisario extranjero o dignidad eclesiástica.
El médico bajó por la escalera a toda prisa, y,
encontrando en el patio a sir John, le dio
instrucciones sobre cómo debía dejarse entrar a
los viajeros.
—Que Matthews y Reed descarguen sus
monturas extramuros y las dejen en el corral
exterior. A continuación deberán quitarse las
prendas externas y las botas. En cuanto pasen por
debajo del rastrillo deben encaminarse
directamente a la capilla sin tocar a nadie. Dentro
de la capilla encontrarán ropa limpia que les
permitirá recuperar un aspecto más decente.
Pese a la seriedad con que hablaba Alejandro,
sir John no pudo reprimir la risa.
—Me parece que Matthews no es
especialmente reacio a ir sin ropa, ni siquiera en
presencia de mujeres; es muy consciente de sus
encantos, y suele jactarse de sus capacidades
amatorias. Cuando atraviese el patio, lo más
probable es que ande pavoneándose sin la menor
vergüenza. Dudo que eche a correr.
—Sea cual sea el caso, no debe detenerse ni
acercarse a nadie. El camino que siga tendrá que
ser rápido y directo.
Alejandro se fijó en la multitud que se
agolpaba en el patio, mucho más nutrida que unos
minutos antes. Tanto Isabel como el Príncipe
Negro se hallaban ya entre los curiosos y
enfebrecidos espectadores. Para mayor
desbarajuste, se oyó anunciar la llegada del propio
rey Eduardo. Aun absorto en la compleja tarea a la
que se enfrentaba, Alejandro no pudo evitar buscar
a Adele con la mirada. Fue recompensado por la
visión de su cobriza y lustrosa cabellera. Se
miraron a los ojos, y Alejandro recibió de Adele
una sonrisa, breve tregua en la confusión que lo
rodeaba.
Cobró nuevas fuerzas. ¡Tengo que hacerme con
el control de la multitud!, pensó, al borde del
pánico. ¡Si no, la entrada de los viajeros no se
ajustará a mis planes! Se encaramó de un salto a un
banco de piedra y agitó los brazos con frenesí,
procurando captar a gritos la atención del ruidoso
gentío. Una vez aplacado el vocerío, sorprendió a
su auditorio dirigiéndose a él con un inglés
vacilante pero comprensible.
—Quien no quiera arriesgarse a contraer la
peste debe alejarse del camino.
La inquietud se tradujo en un murmullo
generalizado. Alejandro saltó a tierra y se dirigió
con paso firme al rastrillo. Tomando prestada un
asta de bandera de uno de los guardias, trazó una
raya en el suelo desde el portón a la capilla,
apartando a la multitud que se interponía en su
camino. Después dibujó otra raya paralela en
sentido contrario, formando con ambas un ancho
camino por el que los jinetes podrían encaminarse
a la capilla.
—Dejadles vía libre. Bajo ningún concepto
debe obstaculizárseles el paso; no intentéis
tocarlos, ni entregar o recibir objeto alguno que
podáis o puedan ofrecer. Todo aquel que pase de
esta línea se contagiará con toda seguridad de
cualquier dolencia de que puedan ser portadores
estos hombres.
Los curiosos se apresuraron a reagruparse del
otro lado de la barrera imaginaria de Alejandro, y
no tardó en apoderarse de ellos un silencio
expectante. Alejandro se acercó al rey, que se
hallaba en el centro del patio en compañía de la
reina Felipa, a considerable distancia de la línea.
—Majestad, lamento las molestias. Los
viajeros estarán preparados dentro de unos
minutos, y, si es vuestro deseo, los guardias se
encargarán de dispersar a la multitud.
—Lo cierto, doctor Hernández, es que me
gustaría conversar con esos hombres una vez que
estén instalados. Y no quisiera dejar sin diversión
a la multitud, cuya ansia de noticias comparto.
Gobernar mi reino me es del todo imposible si no
estoy al tanto de lo que sucede dentro de él.
Alejandro se dio cuenta de que debería haber
previsto aquella posibilidad; no lo había hecho, y
no tenía respuesta preparada. Tal como estaban las
cosas, tendría que acelerar el proceso para
complacer al rey.
—Majestad —dijo, improvisando la
explicación sobre la marcha—, no podrán reunirse
con vos antes de cierto tiempo. Es necesario
confinarlos y ocuparse de sus pertenencias. Os
suplico paciencia.
Pero Eduardo, que casi estaba tan cansado de
su encierro como su impetuosa hija, dirigió a
Alejandro una mirada cargada de hostilidad y le
habló con tono de ira contenida.
—Muy bien —dijo—, volveré a mis aposentos
privados; pero os concedo una hora para organizar
mi entrevista con nuestros «invitados». Os
aconsejo que estén preparados. Buenas tardes,
maese médico.
Aunque la reprimenda del rey no lo dejó
indiferente, Alejandro dejó sus sentimientos para
más tarde y se encaminó al torreón de entrada.
Tenía demasiado trabajo por delante para permitir
que lo afectaran las malas palabras del monarca.
¡Una hora!, pensó. Con eso no tengo ni para
empezar. Corrió al torreón y abrió la mirilla del
rastrillo, viendo a Matthews y Reed con sus
extrañas máscaras picudas que los asemejaban a
grandes aves. Les pidió que se las quitaran, cosa
que hicieron. Una de ellas aterrizó al lado mismo
de la valla baja que limitaba el recinto para los
caballos. El caballo de Matthews bajó la cabeza y
husmeó la máscara con curiosidad antes de
llevársela a la boca. Decidiendo que no era de su
gusto, la dejó caer y se apartó de la valla para dar
un empujoncito juguetón al otro caballo.
Alejandro, demasiado preocupado por lo que
sucedía intramuros, no dio importancia al
incidente. Utilizó la misma vara con que había
trazado el camino para pasar al otro lado del
rastrillo dos capuchas de tela gruesa que los dos
viajeros se pusieron en la cabeza a petición suya.
Ataviados de forma tan extraña, soldado y
sastre ofrecían un espectáculo tan sorprendente
como chusco. De no estar al tanto de su misión, los
observadores podrían haberlos tomado por
participantes de algún antiguo ritual pagano, o
acaso de una farsa circense. Matthews entró en el
patio con paso resuelto; el sastre, en cambio,
vacilante y temeroso, no dejó de mirar alrededor
con expresión asustada mientras recorría el
camino a la capilla. En sus anteriores visitas a
Windsor le habían dedicado una recepción más
elegante y majestuosa. ¡Cuál no sería su vergüenza
al pasar junto a su protectora hecho unos zorros!
En cuanto vio a su sastre, Isabel se puso a dar
saltos y palmadas como una niña, cobrando
audacia déla ausencia de sus padres.
—¡Bienvenido, monsieur Reed, y felicidades,
Matthews! ¡Los dos recibiréis generosa
recompensa por vuestra valentía!
La multitud entendió las declaraciones de
Isabel como una señal que les permitía dar rienda
suelta a su entusiasmo. Un coro de vítores turbó la
calma del crepúsculo, bienvenida digna de un
héroe de guerra que trajera consigo a un rehén
liberado. Recreándose en su pasajera celebridad,
Matthews correspondió a los aplausos con saludos
e inclinaciones más propias de un cortesano que
de un soldado. Entró en la capilla contoneándose
como un gallito, seguido por el perplejo sastre.
Como ya no había nada que ver, la
muchedumbre se dispersó en un santiamén; sólo
Alejandro se quedó para hablar con los viajeros.
Colocado a distancia prudencial de una de las
ventanas, se dirigió en primer lugar al soldado.
—Os felicito por haber tenido éxito en vuestra
misión y haber vuelto sano y salvo, Matthews. En
el armario encontraréis ropa limpia, pan y cerveza.
He procurado prever todas vuestras necesidades, a
fin de que os sintáis cómodo en vuestro encierro
forzoso.
Pese a la perspectiva de pasar dos semanas
recluido junto a aquel sastre de aspecto adusto,
Matthews estaba de buen humor.
—Parece que os habéis olvidado de la
compañía femenina, doctor —bromeó.
—¡Es verdad, tonto de mí! —se disculpó
Alejandro, agradeciendo el buen humor del
soldado—. De momento tendréis que conformaros
con la de monsieur Reed.
Matthews se encogió de hombros y dedicó un
gesto burlón al sastre, que, sentado en la cama, no
hacía más que mirar al suelo, incapaz de
sobreponerse a la perplejidad en que lo había
sumido su nueva situación.
—Más tarde, quizá —dijo Matthews—. Ahora
mismo está familiarizándose con su nuevo hogar.
En cuanto a mí, el viaje me ha dejado sin fuerzas
para nada. No tardaré en retirarme a mi suntuosa
cama... —Señaló la estera de paja—. Solo, por
desgracia.
—Debo pediros que os mantengáis despierto
un tiempo todavía. El rey quiere hablaros en
persona.
Matthews volvió a encogerse de hombros y
comentó:
—Yo me veo capaz de seguir despierto un rato,
pero es posible que el estado de maese Reed no le
permita presentar sus respetos esta noche.
El rey, convocado por Alejandro, acudió de
inmediato; estaba impaciente por saber cómo iban
las cosas en el mundo exterior, pero las noticias de
Matthews no eran muy alentadoras.
—Por todas partes hay casas abandonadas. Los
campos están sin segar, majestad; las cosechas se
pudrirán si nadie hace nada por remediarlo, pero
la población está tan diezmada que temo que no
haya hombres en condición de trabajar.
A continuación, Matthews relató lo que había
visto durante el corto espacio de tiempo en que el
sastre reunía sus materiales y pertenencias.
—Hay un llano cerca donde se dice que han
enterrado a cientos de personas; y no os miento si
os digo que el llano parecía recién arado, tal era la
profusión de tumbas recientes. En la abadía sólo
quedan dos sacerdotes, y no hay mucha actividad,
ni divina ni de cualquier otra clase. A falta de
sacerdotes que los atiendan, los muertos parten sin
confesión al encuentro de su Creador, y los
supervivientes se quedan encerrados en sus casas
por miedo al contagio.
Alejandro, que no se había alejado de la
capilla, presenció la conversación del rey con el
soldado. Al progresar el relato, y disiparse toda
duda sobre la dura crisis que afligía a Inglaterra
más allá de los muros de Windsor, vio apoderarse
del rostro de Eduardo una expresión enormemente
desolada. El rey guardó silencio. Después de
semejantes nuevas, poco podía decirse.
Matthews se quedó sin hablar durante unos
minutos, esperando cortésmente la intervención de
su rey. A falta de comentarios por parte del
pensativo monarca, pidió permiso para añadir
algo. El rey se lo concedió con un gruñido.
—Majestad —dijo el soldado prisionero—, no
cabe duda de que ha llegado el fin del mundo que
conocíamos.