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Capítulo II

Evaluación y tratamiento del retraso mental


Miguel Ángel Verdugo Alonso

Palabras clave: Retraso mental. Inteligencia. Habilidades de adaptación.


Apoyos. Evaluación. Intervención. Ambientes. Clasificación. Considera-
ciones psicológicas. Salud.

1. INTRODUCCIÓN

El retraso o discapacidad intelectual engloba a un grupo de personas muy


heterogéneo que se distingue por su dificultad para afrontar los aprendizajes
escolares y el funcionamiento independiente en la comunidad. Se diagnostica
habitualmente en los primeros años de vida, pero, en ocasiones, no es detecta-
do hasta que el niño o la niña comienza la escolaridad. Estos niños suelen mos-
trar retrasos en la adquisición de las habilidades motoras (por ejemplo, sujeción
de la cabeza, la marcha, la coordinación, etc.) y conocimientos típicos para su
edad cronológica (por ejemplo, contenidos académicos). En la vida adulta tie-
nen dificultades para lograr una vida independiente.
A pesar de que el retraso mental se encuentra clasificado en manuales médicos
(por ejemplo, CIE-10) o psiquiátricos (por ejemplo, DSM-IV), no debe enten-
derse como una característica del individuo. Desde 1992, con la aparición de la
nueva definición de retraso mental propuesta por la Asociación Americana sobre
Retraso Mental (AAMR) (Luckasson y cols., 1992/1997), el funcionamiento del
individuo se entiende como producto de la interacción entre sus capacidades per-
sonales y las características y expectativas de su entorno. Ello supone adoptar un
enfoque ecológico-funcional tanto en la evaluación como en la intervención.
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En los últimos años han comenzado a surgir voces que reclaman cada vez
con más fuerza la necesidad de eliminar la denominación retraso mental por su
escasa eficacia para planificar la intervención y por las consecuencias negativas
(prejuicios, segregación, etc.) que genera. También se han ido sustituyendo los
términos utilizados para referirse a esta población, tratando de eliminar las con-
notaciones peyorativas de conceptos como idiota, imbécil, morón, oligofrénico,
subnormal o débil mental. En la actualidad es común referirse a esta población
utilizando expresiones como disminuido, discapacitado intelectual, minusváli-
do, niño con retardo en el desarrollo, deficiente mental, niño con dificultades
de aprendizaje permanentes o alumno con necesidades especiales. Estas expre-
siones, al igual que la de retraso mental, continúan manteniendo un carácter
estigmatizador, simplificador y una escasa utilidad práctica. Sin embargo, argu-
mentos como la utilidad de estas etiquetas para realizar investigaciones sobre
grupos específicos de personas, o la conveniencia de contar con criterios «obje-
tivos» para la toma de decisiones administrativas (por ejemplo, subvenciones),
hacen que, de momento, se sigan utilizando los diferentes términos.
El problema esencial no es el de las denominaciones utilizadas sino la modifi-
cación de actitudes sociales y profesionales hacia estas personas, a través de una
mayor y mejor formación e información. La clave es también eliminar los usos
inadecuados de las categorías diagnósticas por parte de profesionales, familiares y
otras personas significativas. Por ello, es necesario fomentar usos más correctos del
lenguaje para referirnos a ellos. En este sentido, dos recomendaciones son necesa-
rias; en primer lugar, no utilizar la expresión retraso mental para referirnos a aque-
llos individuos con niveles de inteligencia y adaptación que solamente requieren
un apoyo intermitente o limitado en sus vidas; en segundo lugar, siempre que sea
posible, anteponer el término «persona con» a la etiqueta de discapacidad, cual-
quiera que ésa sea, siguiendo así las pautas del documento emanado del II Semi-
nario sobre Discapacidad e Información, desarrollado en Madrid en 1987 y que
dio lugar a un libro de estilo (Real Patronato de Prevención y Atención a Perso-
nas con Minusvalía, 1990). En dicha propuesta se indica lo siguiente: «digamos
personas con discapacidad» y, «cuando sea posible, subraye la unicidad y valía de
todo individuo hablando de una persona que tiene una discapacidad, o una per-
sona que es sorda, mejor que “discapacitados” o “sordos”» (pág. 17).

2. CONCEPTUALIZACIÓN DEL RETRASO MENTAL

Tanto la Asociación Americana sobre Retraso Mental (AAMR) como el


Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV) (Ame-
rican Psychiatric Association [APA], 1995) coinciden en definir el retraso men-
tal como un trastorno caracterizado por limitaciones sustanciales en el funcio-
namiento actual.
El retraso mental supone básicamente una capacidad intelectual general sig-
nificativamente inferior al promedio (Criterio A) que se acompaña de limita-
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ciones significativas de la actividad —habilidades, según terminología de la


AAMR— adaptativa en, por lo menos, dos de las siguientes áreas de habilida-
des: comunicación, cuidado de sí mismo, vida doméstica, habilidades socia-
les/interpersonales, utilización de recursos comunitarios, autogobierno, habili-
dades académicas funcionales, trabajo, ocio, salud y seguridad (Criterio B). Su
inicio debe ser anterior a los 18 años de edad (Criterio C).
A partir de esta definición, el Manual de la Asociación Americana de Psi-
quiatría (APA) y la Asociación Americana de Retraso Mental (AAMR) clasifi-
can el retraso mental teniendo en cuenta dos criterios diferenciados. Así, la APA
establece niveles de severidad del retraso mental, utilizando para ello rangos de
capacidad intelectual o, más específicamente, rangos de CI, mientras que la
AAMR clasifica a la persona en función de la intensidad de los apoyos que
requiere para su funcionamiento en la comunidad. En la práctica el CI ha sido
el criterio más utilizado, tanto para la toma de decisiones profesionales como
para fines de clasificación (Furlong y LeDrew, 1985; Harrison, 1987; Reschly y
Ward, 1991) y de investigación (Hawkins y Cooper, 1990; Smith y Polloway, 1978).
Es necesario indicar que el Manual de la Clasificación Internacional de las
Enfermedades, CIE-10 (Ministerio de Sanidad y Consumo, 1996), de la Orga-
nización Mundial de la Salud clasifica también los niveles de retraso en función
del CI.
Tanto el DSM-IV como el Manual de la AAMR coinciden en sus sugeren-
cias respecto a los criterios y al modo de realizar el diagnóstico de la ausencia o
presencia de retraso mental. A continuación recogemos las principales reco-
mendaciones.
En ambos casos, la capacidad intelectual general se define por el cociente de inte-
ligencia (CI o equivalente de CI) obtenido por evaluación mediante uno o más test
de inteligencia normalizados, administrados individualmente. Para determinar la
existencia de un funcionamiento intelectual por debajo de la media, es necesario
utilizar medidas globales que incluyan diferentes tipos de ítem y diferentes facto-
res de inteligencia (Reschly, 1987). Los instrumentos más comúnmente utilizados
para evaluar el funcionamiento intelectual son las Escalas de Wechsler (Escala de
Inteligencia de Wechsler para Niños WISC-R [Wechsler, 1995], la Escala de Inte-
ligencia de Wechsler para Adultos, WAIS [Wechsler, 1993] y la Escala de Inteli-
gencia para Preescolar y Primaria, WPPSI [Wechsler, 1981]). Otros instrumentos
bastante utilizados son la Escala de Inteligencia Stanford-Binet (Thorndike, Hagen
y Sattler, 1985), la Batería de Evaluación de Kaufman para Niños, K-ABC (Kauf-
man y Kaufman, 1983) y las Escalas McCarthy de Aptitudes y Psicomotricidad
para Niños, MSCA (McCarthy, 1988).
Una capacidad intelectual significativamente inferior al promedio se define
como un CI situado alrededor de 70 (aproximadamente dos desviaciones típi-
cas por debajo de la media). Al evaluar el CI, hay que tener en cuenta que se
produce un error de medida de aproximadamente 5 puntos. Esto significa que,
si una persona es reevaluada con el mismo instrumento, la segunda puntuación
obtenida estaría dentro de un error típico de medida (esto es, de +3 a 5 puntos
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de CI) con respecto a la primera estimación, cerca de dos tercios de las veces.
Así, una puntuación típica de CI tendría un margen de error que oscila de 3 a 5
puntos por encima o por debajo de la puntuación obtenida. Este rango puede
considerarse como una «zona de incertidumbre» (Reschly, 1987). Así, un CI
de 70 se debe entender no como una puntuación precisa sino como un margen de
confianza basado en parámetros de, al menos, un error típico, esto es, con pun-
tuaciones que oscilan entre 66 y 74, o en un parámetro de dos errores típicos,
esto es, puntuaciones entre 62 y 78 (Grossman, 1983). Esta consideración es
fundamental en todo diagnóstico de retraso mental.
La elección de instrumentos de evaluación y la interpretación de los resul-
tados deben tener en cuenta factores que pueden limitar el rendimiento en los
test (por ejemplo, el origen sociocultural del sujeto, su lengua materna y sus dis-
capacidades sensoriales, motoras y comunicativas asociadas). Cuando, en las
puntuaciones de los subtest, se produce una dispersión significativa, las capaci-
dades del sujeto quedan mejor reflejadas por el perfil de las puntuaciones que
por el CI total o, en el caso de las Escalas de Wechsler, por el CI Manipulativo
y el CI Verbal.
Por su parte, la actividad adaptativa se refiere a la eficacia con que los suje-
tos afrontan las exigencias de la vida cotidiana y al nivel de destreza esperable
en alguien situado en su grupo de edad, origen sociocultural y comunidad. La
conducta adaptativa, o habilidades adaptativas, según el manual de la AAMR,
puede estar influida por distintos factores, entre los que se incluyen caracterís-
ticas ambientales o estímulos contextuales (por ejemplo, escolaridad, oportuni-
dades sociales y laborales) y características personales (por ejemplo, motivación,
personalidad, trastornos mentales y enfermedades médicas adicionales). Para
determinar la relevancia de estímulos contextuales que puedan estar incidiendo
en la presencia del retraso, es importante recoger datos mediante entrevistas,
revisión de datos de archivo, etc., utilizando una o más fuentes fiables inde-
pendientes (por ejemplo, evaluación del maestro e historia médica, evolutiva y
académica). Además, los datos se deben complementar con técnicas como la
observación en situaciones naturales.
Las pruebas existentes para medir la conducta adaptativa general sirven, en
unos casos, para ayudar en el diagnóstico general de retraso mental y, en otros
casos, para profundizar en el análisis de las competencias de las personas de cara
a la intervención. El uso de pruebas para analizar distintas áreas de adaptación
social puede ser de gran utilidad. No obstante, en España carecemos de adap-
taciones formales de las pruebas más recomendables en este sentido. Única-
mente el Inventario para la Planificación de Servicios y la Planificación Indivi-
dual (ICAP) (Montero, 1993), que constituye una adaptación de las Escalas de
Conducta Independiente de Bruininks, Woodkock, Watherman y Hill (1984),
presenta garantías psicométricas suficientes. Este instrumento fue desarrollado
para valorar distintas áreas del funcionamiento adaptativo y las necesidades de
servicios de una persona. El ICAP puede utilizarse para registrar la información
descriptiva, diagnóstico actual, limitaciones funcionales, destrezas de conducta
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adaptativa, problemas de conducta, estatus residencial, servicios de rehabilita-


ción y de apoyo y actividades sociales y de tiempo libre. Su propósito, además
de evaluar y orientar el programa de intervención, es contribuir a la planifica-
ción y evaluación de servicios para personas con deficiencias y/o discapacidades.
Otras pruebas recomendables en otros países, y que en España deben anali-
zarse en función de la bondad de su adaptación cuando ésta se realice, son las
Escalas Revisadas de Conducta Adaptativa de Vineland (Doll, 1953; Sparrow,
Balla y Cichetti, 1984), las Escalas ABS de Conducta Adaptativa de la AAMR
(Nihira, Foster, Shelhaas y Leland, 1974; Lambert y Windmiller, 1981) y el
Test Global de Conducta Adaptativa de Adams (Adams, 1984).
Una vez diagnosticada la presencia o ausencia de retraso mental, el paso
siguiente es la clasificación de este trastorno. Como ya hemos avanzado, los
Manuales DSM-IV (American Psychiatric Association, 1995) y CIE-10 (Minis-
terio de Sanidad y Consumo, 1996) clasifican los niveles de retraso en función
de la severidad de la limitación intelectual, estimada básicamente con pruebas
psicométricas, mientras que el Manual de la AAMR evalúa la intensidad de las
necesidades de apoyo, utilizando diferentes técnicas de evaluación psicológica.
A continuación se exponen las principales clasificaciones.

3. CLASIFICACIÓN DE LA AAMR

La AAMR no clasifica a los individuos según niveles de retraso intelectual,


sino que clasifica sus capacidades y limitaciones teniendo en cuenta cuatro
dimensiones de la persona:

1. Funcionamiento intelectual y habilidades adaptativas


2. Consideraciones psicológicas/emocionales
3. Consideraciones físicas y de salud
4. Consideraciones ambientales

Un equipo interdisciplinar ha de ser el responsable de identificar los puntos


fuertes y débiles del individuo. De esa evaluación vendrá la determinación del
tipo e intensidad de los apoyos que necesita. Las cuatro intensidades de apoyos
posibles son intermitente, limitada, extensa y generalizada.

Intermitente
Apoyo «cuando sea necesario». Se caracteriza por su naturaleza episódica.
Así, la persona no siempre necesita el(los) apoyo(s), o tan sólo requiere apoyo
de corta duración durante transiciones en el ciclo vital (pérdida de trabajo o
agudización de una enfermedad). Los apoyos intermitentes pueden proporcio-
narse con una elevada o baja intensidad.
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Limitada
Intensidad de los apoyos caracterizada por su consistencia temporal, por
tiempo limitado pero no intermitente; puede requerir un menor número de
profesionales y menos costes que otros niveles de apoyo más intensivos (entre-
namiento laboral por tiempo limitado o apoyos transitorios durante la transi-
ción de la escuela a la vida adulta).

Extensa
Apoyos caracterizados por su regularidad (diaria) en, al menos, algunos
ambientes (como el hogar o el trabajo) y sin limitación temporal (apoyo a largo
plazo en el trabajo y apoyo en el hogar a largo plazo).

Generalizada
Apoyos caracterizados por su estabilidad y elevada intensidad, proporciona-
da en distintos entornos, con posibilidad de mantenerse toda la vida. Estos apo-
yos generalizados suelen requerir más personal y mayor intrusión que los apo-
yos extensos o los limitados.
Algunos autores (Beirne-Smith, Ittenbach y Patton, 1998) agrupan los nive-
les de retraso mental teniendo en cuenta las intensidades de apoyo y, frente a los
grupos propuestos por la APA en el DSM-IV, establecen tan sólo dos grupos.
Así, un primer grupo es el compuesto por personas con formas más ligeras de
retraso mental. Esto equivaldría al grupo de personas denominadas con «retra-
so mental leve», de la clasificación de la APA (1995). Un segundo grupo es el
compuesto por personas con retraso mental severo, y que incluye a personas con
niveles medios o moderados, severos o graves y profundos, es decir, los tres gru-
pos restantes conforme a la clasificación de la APA (1995). En conjunto, un 85
por 100 de la población presenta formas de retraso mental leve, y un 15 por 100
presenta formas más severas (Beirne-Smith y cols., 1998).

4. EVALUACIÓN DEL RETRASO MENTAL

El Manual de la AAMR nos proporciona un primer marco para sentar las


bases de la evaluación e intervención. Conforme a éste, la evaluación funcional
de las personas con retraso mental debe estructurarse en una serie de pasos que
comienza con el diagnóstico diferencial del retraso mental. A continuación se
clasifican y describen las potencialidades y limitaciones del sujeto conforme a
cuatro dimensiones, que tienen también en cuenta el medio en que se desen-
vuelve. Es entonces cuando se determina la intensidad de los apoyos requeridos
en cada una de las áreas o dimensiones. Y todo ello se pone en relación con las
fuentes y funciones de los apoyos requeridos. En este sentido, es posible distin-
guir varias funciones, como son la ayuda para fomentar la amistad, ayudas para
la planificación económica, atención sanitaria, apoyo conductual, ayuda al em-
pleado, ayuda en el hogar y ayudas para el acceso y uso de la comunidad. Este
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proceso propuesto por la AAMR (Luckasson y cols., 1992, 1997) aparece refle-
jado en el siguiente gráfico (véase Figura 1).

Figura 1
Diagnóstico, clasificación y determinación de la intensidad de los apoyos

• CI < 70-75
R. M. si: • Antes de los 18 años. DIAGN.
• Deficiencias en 2 o más áreas adaptativas

P. FUERTES/DÉBILES EN:
En
I. Funcionamiento intelectual/Habilidades adaptativas CLASIF.
II.Consideraciones psicológicas/Emocionales
III. Consideraciones físicas/Salud
IV. Consideraciones ambientales En

TIPOS DE APOYOS:
• Intermitente (puntual)
• Limitado (crisis/transición) INTENS.
• Extenso (determindas áreas)
• Generalizado )más intenso y estable)

FUENTE APOYOS:
• Individual
• Otros: Familia/Profesionales
• Técnicas: Ayudas técnicas/Técnicas conductuales
• Institucional: Normal/Específica

FUNCIONES APOYOS:
• Amistad
• Conducta
• Economía
• Empleo
• Hogar
• Salud
• Uso de la comunidad

La evaluación del retraso mental requiere, como se ha venido reiterando, la


utilización, en una primera fase, de instrumentos y técnicas de evaluación que
permitan diagnosticar la presencia o ausencia de dicho retraso. Sin embargo,
tras el diagnóstico es preciso poner en marcha estrategias de intervención que
permitan dar respuesta a las dificultades constatadas. La propuesta de la AAMR
de 1992 destaca que es la interacción entre las capacidades del individuo y el
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ambiente (características y expectativas de su entorno) lo que determina el fun-


cionamiento de dicho sujeto.
Por otro lado, el enfoque cognitivo-conductual y las técnicas derivadas del
mismo permiten, partiendo de un enfoque idiográfico, la evaluación y posterior
intervención para paliar las deficiencias encontradas. Partiendo de estos princi-
pios, toda evaluación debe tratar de responder a esta pregunta: ¿cuál es la causa
más probable de la no emisión de una respuesta? Las posibles opciones, así
como las pautas generales de intervención, quedan representadas en la figura
siguiente (véase Figura 2).

Figura 2
Posibles causas de la no emisión de una conducta

NO EMISIÓN DE RESPUESTA

¿PUEDE? Ayuda técnica


SÍ tercera persona
NO

¿SABE?

NO
¿SABE CÓMO?

¿INHIBICIÓN? ¿MOTIVACIÓN? SÍ NO

Adquisición/
¿SABE CUÁNDO?
SÍ SÍ Construcción de
conductas

Reducción activación NO
fisiológica
Modificaciones cogniciones
Utilización Utilización
reforzamiento instigadores

De este modo, una persona con retraso mental puede tener una condición
médica asociada que haga inviable la emisión de una conducta. En este caso, se
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debe sustituir la instrucción por la puesta en marcha de ayudas técnicas, o la


ayuda de una tercera persona. En otros casos, la persona no ejecuta la conduc-
ta aunque, de hecho, se encuentre en su repertorio de habilidades básicas. Ello,
muy brevemente, puede deberse a un déficit motivacional, o a una inhibición
de la conducta debido a factores psicofisiológicos (por ejemplo, ansiedad), o
cognitivos (por ejemplo, creencias inadecuadas). En el primer caso estaría indi-
cado el uso de programas de reforzamiento, para aumentar la probabilidad de
emisión de una respuesta. En el segundo caso, podrían estar indicadas técnicas de
reducción de la activación fisiológica (por ejemplo, relajación o, si procede,
desensibilización sistemática) o bien técnicas para la modificación de cognicio-
nes (por ejemplo, exposición, técnicas de reatribución o de reconceptualiza-
ción).
En otros casos la persona sabe cómo realizar una conducta, o los pasos indi-
viduales que componen una cadena conductual, pero tiene dificultades en
secuenciar ordenadamente cada subconducta, o en saber cuándo es el momen-
to adecuado para ponerlas en marcha. En estos casos, es recomendable la utili-
zación de instigadores (visuales, gestuales, verbales, físicos, etc.) que puedan
convertirse en estímulos discriminativos para la ejecución.
Por último, cuando la persona no pone en marcha una conducta porque ésta
no se encuentra en su repertorio conductual, es recomendable la utilización de
técnicas para la adquisición de conductas, tales como el encadenamiento o el
moldeamiento.

5. INTERVENCIÓN EN ALUMNOS
CON DISCAPACIDAD INTELECTUAL

Los criterios de la AAMR y las bases cognitivo-conductuales para la evalua-


ción y la intervención permiten prestar atención no sólo al individuo sino también
a su ambiente o medio donde se desenvuelve. El esquema de análisis ecológico-
funcional ofrece una primera pauta para determinar variables ambientales relevan-
tes que nos ayuden a explicar la presencia o ausencia de determinadas conduc-
tas adaptativas. Así, circunstancias familiares o sociales especialmente adversas
deben ser objeto de intervención, apoyos y mejoras.
En la intervención educativa esta evaluación debe ajustarse a cada caso en
particular y tomar como referencia el entorno actual y futuro en el que el estu-
diante se ha de desenvolver. Este enfoque ha sido denominado como «evalua-
ción ecológica» (Snell, 1987) y es considerado como el más adecuado para pla-
nificar la intervención en personas con retraso mental grave. Contempla no sólo
las habilidades del individuo sino también las variables del entorno que consti-
tuyen el clima socio-ecológico. La adopción de una perspectiva ecológica no sig-
nifica que la intervención a nivel individual deje de ser necesaria. Más bien, esta
perspectiva reconoce el equilibrio e interacción entre el comportamiento y el
entorno. Una enseñanza eficaz requiere una sistemática recogida y análisis de
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datos del contexto y del sujeto (Menchetti y Flynn, 1989). Para ello, es útil
desarrollar un Inventario Ecológico (véase Figura 3).

Figura 3
Fases para la construcción de un inventario ecológico

1. Identificar las áreas curriculares.


2. Identificar y analizar los ambientes actuales y futuros.
3. Dividir los ambientes en subambientes.
4. Realizar un inventario de esos subambientes en función de las actividades
más importantes que se realizan en cada uno de ellos.
5. Analizar las actividades para aislar las habilidades que se han de poner en
mercha.

SÍNTESIS

PRIORIZACIÓN DE OBJETIVOS: corto/largo plazo

Prob. Cta. Adq. habilidades

Análisis ABC Análisis de tareas

DESARROLLO DEL PROGRAMA:


1.º Objetivos conductuales
2.º Condic. de observación
3.º Estándares
4.º Validación social

TÉCNICAS DE INTERVENCIÓN
– Análisis Conductual Aplicado: Discriminación/Generalización
– Técnicas de Instrucción: No instrucción/Limitada/Generalizada

La identificación de las áreas curriculares puede realizarse tomando como


referencia las 10 áreas de habilidades de adaptación planteadas por la AAMR en
su Manual de 1992. A continuación se deben ordenar de mayor a menor
importancia, teniendo en cuenta el sujeto para el que estamos planificando
(edad, nivel de competencias, etc.). Las 10 áreas posibles se definen como sigue:

1. Comunicación: habilidades como la capacidad de comprender y de


expresar información a través de comportamientos simbólicos (por ejemplo,
palabra hablada, palabra escrita/ortográfica, símbolos gráficos, lenguaje signa-
do, etc.) o comportamientos no simbólicos (por ejemplo, expresión facial, tocar,
gestos, etc.).
2. Cuidado personal: habilidades relacionadas con el aseo, la comida, el ves-
tido, la higiene y la apariencia personal.
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3. Habilidades de vida en el hogar: habilidades relacionadas con el funcio-


namiento dentro del hogar (por ejemplo, cuidado de la ropa, tareas del hogar,
limpieza, preparación y cocinado de comidas, planificar la compra, seguridad
en el hogar, etc.).
4. Habilidades sociales: incluyen iniciar, mantener y finalizar una interac-
ción con otros, comprender y responder a los indicios situacionales relevantes,
reconocer sentimientos, etc.
5. Utilización de la comunidad: utilización adecuada de los recursos del
transporte, comprar en tiendas y en grandes almacenes y supermercados, obte-
ner servicios de otros negocios de la comunidad, etc.
6. Autodirección: elegir, aprender y seguir un horario; iniciar actividades
adecuadas a la situación, condiciones, horarios; acabar las tareas necesarias o
exigidas; buscar ayuda; resolver problemas; etc.
7. Salud y seguridad: habilidades relacionadas con el mantenimiento de la
salud de uno mismo; reconocer cuándo se está enfermo, tratamiento y preven-
ción; primeros auxilios básicos; consideraciones básicas sobre seguridad; etc.
8. Habilidades acádemicas funcionales: habilidades cognitivas y habilida-
des relacionadas con aprendizajes escolares, que tienen también una aplicación
directa en la vida personal (por ejemplo, escritura, lectura, utilización práctica
de los conceptos matemáticos básicos, etc.).
9. Ocio: desarrollo de intereses variados de ocio y recreativos que reflejen
las preferencias y elecciones personales y, si la actividad se realiza en público, la
adaptación a las normas relacionadas con la edad y la cultura.
10. Trabajo: habilidades relacionadas con tener un trabajo a tiempo com-
pleto o parcial en la comunidad, en el sentido de mostrar habilidades laborales
específicas, comportamiento social apropiado y habilidades relacionadas con el
trabajo (por ejemplo, finalizar tareas, conocer los horarios, habilidades para bus-
car ayuda; recibir críticas y mejorar destrezas; etc.).

El segundo paso consiste en identificar los ambientes actuales y futuros (a


dos años vista) donde se va a desenvolver el sujeto (por ejemplo, la ciudad, den-
tro del área de la comunidad). El tercer paso requiere identificar los sub-
ambientes relevantes en cada uno de los ambientes seleccionados (por ejemplo,
las cafeterías). El cuarto paso implica identificar actividades relevantes a realizar
en los diferentes subambientes (por ejemplo, en la barra del bar). El paso
siguiente consiste en identificar las habilidades (competencias) que son necesa-
rias para ejecutar con eficacia las actividades requeridas (por ejemplo, leer el
menú, pagar la cuenta, etc.).
Existen varios aspectos importantes que deben ser considerados a la hora de
seleccionar las prioridades en la intervención. Un primer aspecto consiste en
descartar la existencia de problemas conductuales que puedan estar interfirien-
do con el aprendizaje. Si ése fuera el caso, debiera comenzarse por el análisis
funcional e intervención en dichas conductas. A continuación, se deberán prio-
rizar los objetivos instruccionales. Para ello se pueden utilizar criterios como:

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