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MUERTE, ALMA, NATURALEZA Y YO

Silvio Mattoni
Prólogo

Entre 2010 y 2013, ciertas personas cercanas me propusieron temas para


escribir. Los resultados salieron en revistas y en algunos casos se leyeron en eventos
públicos. Los cinco ensayos pues, que componen este libro, tienen la marca de su
origen: propuestas de pensar lo imposible o lo irresoluble; puesto que los temas que se
me plantearon parecían obedecer todos a las cuestiones esenciales, que comienzan y
terminan con la fórmula “¿qué es…?”. Entonces, la filosofía, la muerte, el psicoanálisis,
la subjetividad, lo humano habrían sido las esencias que caían bajo esa fórmula, y casi
en todos los casos procuré negar su misma esencialidad. Doy un primer ejemplo: el
dossier de la revista Nombres –donde también publiqué mi primer ensayo importante,
por juvenil, allá por el año 1992 y que marcó la necesaria vinculación entre
pensamiento y amistad que todavía me incita a escribir– se llamaba “¿Qué es la
filosofía?” y no se esperaban, por supuesto, respuestas demasiado concluyentes, pero
mi contribución se tituló “¿Qué filosofía?”, omitiendo el verbo y el artículo. No me era
posible enfrentar esa pregunta como si existiera algo así, “la” filosofía. Después, en
otro caso, el desplazamiento fue metafórico: dado que no puedo hablar de la muerte,
y sobre todo de la que me incumbe, mi propio pensamiento de la muerte, mis maneras
del pánico en la muerte, entonces describí la pura forma de la discontinuidad, la
interrupción, lo que el sueño, la embriaguez o la distracción traen a cada rato ante el
espejo ilusorio del discurso interior continuo. Igualmente, si me decían que había que
escribir sobre la relación, o la no-relación, entre psicoanálisis y filosofía, postulé que se
trataba de lo mismo, que eran formas de hablar sobre una sustancia de larga tradición
y que ya se había disuelto entre las palabras y el cuerpo biológico, aunque no hubiera
desaparecido del todo: el alma.

Los últimos dos ensayos se originaron en eventos públicos, lecturas y supuestos


debates, que heredaban casi nostálgicamente sus títulos antropocéntricos: el sujeto y
lo humano. Me negué a afirmar otra noción de sujeto que no fuera el yo del lenguaje,
el mero pronombre, pero también me animé a desear que las frases, el ritmo de lo
escrito, en ocasiones, pudieran captar lo vivido y la misma comprobación del vacío en
el lenguaje que abriría el espacio de las sensaciones y alguna especie nueva de
experiencia, ya no un conocimiento, sino una metamorfosis invisible. En cuanto a la
naturaleza humana, tal vez un oxímoron, actualmente situada en ese sueño de la
ciencia que llamamos “cerebro”, quise disolverla en su magma metafórico originario:
la aisthesis sensible de un animal curioso y la physis sustraída en el mismo momento
de surgir bajo la especie del lenguaje doblemente articulado.

Llego ahora al título del libro, donde los cuatro términos remiten a sendos
ensayos y falta la alusión a uno solo, el primero, que oficiaría de verdadero prefacio o
prolegómeno a todas las reflexiones, o intentos de reflexión, que le siguen. La filosofía,
entonces, ¿habrá llegado a existir, al menos para mí, en estos últimos cuatro años? No
puedo decirlo.

Quizás lo que verdaderamente falta en el título y que sin embargo está detrás,
o debajo, o por encima de cada uno de sus términos, sea en verdad el lenguaje, las
palabras, la materia de la escritura y el órgano vital de la poesía. La filosofía no era sino
un lenguaje, una amistad dicha y una serie de experiencias de la vida solitaria. La
muerte era un discurso, una maquinita interior, un fondo de repente interrumpido por
esa falla que no sabe decir su nombre. También lo interior, alma, soplo, espíritu, no
habrá podido ser otra cosa que palabras y más palabras en su flujo incesante, a veces
dichoso, otras veces pesadillesco. Del yo, mejor no hablar; que la sensación palpable
de tenerse a uno mismo como idéntico al del momento anterior y al de un futuro
inimaginable se diga con esa sílaba, que vale para todos y para nadie, no es la menor
de las paradojas del lenguaje, y la prueba última de que no hay ideas sin palabras, ni
pensamiento antes del habla. La cosa llamada “humana”, ¿será entonces sólo y
únicamente lenguaje, sonidos y sentidos llegados a ser en un azaroso cuerpo de
bípedo implume, breve mamífero de la casualidad? Las sensaciones podrían decir otra
cosa, o varias. De pronto, entre las imágenes, el pensamiento hecho de lenguaje, las
causas y los azares, la malla del mundo se abre o se espacia un poco, hasta se rompe si
nos acercamos a la modalidad más peligrosa del lenguaje, y entonces es como una red
deshilachada, como si entre sus hilos hubiese pasado una garra, según la figura
acuñada por mi amigo filósofo, el que siempre me acompañó en estas reflexiones
sobre las cosas últimas, Oscar del Barco. Un nombre. En su nombre se cifra todo el
impulso de este libro, casi íntegramente publicado por etapas en la revista llamada,
con justicia, Nombres.

No existe quizás la filosofía, pero sí hay nombres, cuerpos unidos a nombres


que intentaron pensar desesperadamente todo lo que existe. Y después del lenguaje,
igual que antes, estuvo y estará una caída del sentido, una dislocación de su propia
forma de representación, un rapto. Más allá del lenguaje, en las palabras, en su misma
sonoridad caprichosa, la intensidad, la única experiencia de la muerte y de la vida
interior, el vacío, la risa y las lágrimas; no encuentro otra serie de palabras para decir la
fragilidad de la poesía, cuyo pensamiento no se relaciona con el saber ni con el amor a
los saberes sino en forma de negación y de aceleración permanente. La poesía, a
primera vista ausente del libro, está sin embargo en su horizonte, como un arco iris
hacia el que se dirigen todos los ensayos; pero está también en su pórtico, en el título,
voluntaria e involuntariamente compuesto como un endecasílabo rengueante.

S. M.

Córdoba, 10 de junio de 2014


¿Qué filosofía?

A veces, pienso que el mundo se ausenta, se vuelve una pura sustracción de las
cosas, como si el intervalo entre los objetos o entre los estados de lo que podría
señalar el pronombre “yo” se abriera y se tragara esos puntos de existencia, las
lucecitas titilantes que constelaban el mundo. Porque la idea de mundo implica la
unidad, es decir: tiene que haber otra instancia, exterior al mundo, que defina su
unidad. Y como no hay un afuera, ni un sustrato ni una inteligencia del mundo, éste
deja de existir. No existe la producción del mundo, no hay dioses ni tiempo continuo:
el espacio incluso que ahora llamo “mundo” sólo puede observarse desde su punto de
despliegue, es un efecto.
Cada día, se vive en el olvido de esta ausencia, como si uno mismo fuera una
constante y una actividad con determinada eficacia. Pero el mundo en el que
actuamos es tan cercano a nuestro cuerpo como un órgano más. Sentirse sin cuerpo es
algo usual para estar en el mundo, ya que el lenguaje hace sus proyectos en la cabeza,
pero ésta también se pierde. ¿Cómo es que se abre el mundo, este velo brillante de
formas y rumores, para que se transparente su fondo, el polvo que pulula en el vacío
sin tiempo?
La ausencia de las cosas en su misma presencia tangible, la desesperación de
los nombres para decir el instante de aquello que designan, la escisión siempre binaria
entre una apariencia y su simulacro de otro orden, son definiciones originarias de la
“filosofía”. E igualmente: amar lo que no se tiene, ni se puede tener y nunca nadie ha
tenido. Y también: el deseo de disolver toda pretensión de saber, para dejar lo
elemental, las partículas de materia que decoran el velo perceptible. Pero mi
definición preferida, al menos por hoy, al menos por lo que dure el estado que se
dedica a escribir estas palabras, diría que “filosofía” es una manera de escribir sobre lo
imposible de comunicar.
El mundo, ¿acaso es igual para todos? El cuerpo y el tránsito de las palabras,
¿son similares en los distintos puntos desde donde se habla o se escribe y a los que
creemos seres individuales? La ausencia de mundo puede ser, en cambio, algo en
común para mí y para otros. La muerte se acerca con paso sólo en apariencia vacilante
y lento, marcha en realidad con la decisión de un montoncito de polvo que el viento va
llevando hacia el rincón de un patio. La imagen es también un problema para los
amigos de la sabiduría, porque una imagen sustituye lo incomunicable por un objeto
sensible, un simulacro que se puede transportar.
Podría parecer que lo imposible de comunicar es un problema de lenguaje,
como si las palabras fueran insuficientes o no pudieran referirse a cosas que las
exceden. Pero palabras y cosas se identifican. La cosa llamada “libro” no tendría
ninguna unidad sin el nombre que la designa, sería lo que puede ser algo prismático y
de papel para un perro, quizás algo para ejercitar los dientes. La cosa parece firme y
estable sólo porque algo lingüístico se ha detenido en ella. De modo que lo imposible
de comunicar no esconde un anhelo de referirse a las cosas mismas, más allá de las
palabras, sino que se trata de algo no enunciable por medio de nombres. ¿No hay una
“cosa” de la filosofía? No en el sentido en que la estoy pensando, como una
experiencia de lo común y de su imposibilidad de ser transmitida.
Supongamos que lo común sea la idea de la muerte, ya que sólo idealmente se
puede imaginar la propia muerte, o bien que lo común sea el deseo, la búsqueda del
placer, o tal vez que sea el hecho de producir simulacros de pensamiento y series de
palabras, en ningún caso se trata de objetos con rótulos. Morirse, desear, hablar no se
limitan a sus verbos en un idioma, dan por supuesto un exterior al mundo de las
acciones referidas. Sin embargo, la más pequeña de las palabras, una sílaba, es
también la más ilimitada, donde el flujo caótico de las metáforas no se detiene nunca,
puesto que esos verbos giran alrededor de un punto inextenso, aquello que se indica
con la sílaba “yo”, y que no es nada. En busca de ese lugar común, la filosofía podría
tomar dos rumbos: hacia la intensidad, la absoluta presencia de sensaciones,
conceptos y agrupamientos de modos sensibles e inteligibles, es decir, hacia la unidad.
De esta vía surgirían posibles afirmaciones, posibles comunicaciones de lo intenso en la
experiencia de estar vivo, frases que dirían: soy algo, el otro es alguien para mí, quiero,
deseo que algunos estados perduren, ansío la huella, el rastro y el recuerdo, me
asombran los destellos que insisten y vuelven separándose del fondo. El otro rumbo
hacia lo común, que busca también salir del lenguaje y de las cosas nombradas,
ilusoriamente repetidas, sería más bien analítico: descomponer lo que se agrupa,
disolver la unidad brillante entre palabra y cosa, desarmar la continuidad de
sensaciones y conceptos. Ninguna afirmación puede entonces suponer que entre el
“yo” de este minuto y el “yo” del siguiente haya relaciones o un fundamento para
relaciones. Todo lo decible, lo perceptible y lo pensable se dan en una extensión, que
siempre puede dividirse de nuevo hasta el infinito. La presencia, que se afirmaba con
una frase como: “yo estoy vivo en este momento”, recibe el impacto de esta
indagación que dispersa la unidad aparente, donde el yo, la vida, la unión entre ambos
en un tiempo dado, se separan y se alejan cada vez más. La perspectiva analítica, de
raíz estoica en algún sentido, revela que toda frase es sólo eso, que el yo y la vida se
conectan por razones lingüísticas, incluso estrictamente gramaticales.
Marco Aurelio definía así este tipo de análisis, que era casi un ejercicio
espiritual de disolución de los velos de la existencia, aun cuando detrás de cada
superficie multicolor apareciera otra y luego otra más. Si uno escucha una melodía, cae
presa de esa fascinación auditiva, pero el análisis sería la descomposición de la cadena
sonora, de su aparente unidad, en sus elementos primarios, haciendo de cada nota un
ruido aislado. Lo mismo puede hacerse con las imágenes pintadas, o recordadas,
desarmando su belleza al examinarlas como grumos de pigmentos, toques de pincel,
esfuerzos de la memoria para no ver las partes y soñar con un todo. Un poema, por
ejemplo, puede analizarse en sus versos, luego en sus palabras y en sus acentos
rítmicos, desarticulando la unidad de sonido y sentido que le daban su aspecto
fascinante. Aunque para ello, tal vez, haya que haber gozado antes con la fascinación.
Contra el ejemplo de Marco Aurelio, y esa intención de una apatía reencontrada
después del placer, puedo decir que el poema siempre se reconstruye, tal como la
melodía vuelve a arrebatarnos apenas bajamos la guardia de la atención que la divide.
La eficacia de las imágenes quizás sea la prueba de existencia de un lugar común, para
todos los que hablamos y morimos, en el deseo de partes más allá de las palabras y en
la repetición de nombrarlas como totalidades con nuestras palabras.
La vía de la presencia intensa puede llamarse acaso una filosofía positiva. El
camino ascético de la disolución de los simulacros, por un uso de la fragmentación
conceptual de toda continuidad, sería en cambio la forma crítica del pensamiento. Sin
embargo, lo intenso, la vida que creemos vivir, no podría acercarse a la comunicación,
es decir, a la conciencia, de no ser por su limitación con el sinsentido, en el vacío
extenso que procura, y logra casi siempre, despojarlo de su sensación de presencia.
Por esto, en la ausencia de mundo, en el caos que se aleja con belleza asimétrica de
cualquier unidad o esfera dadas, es cuando más se percibe la intensidad de las
partículas que antes parecían brillar solamente adheridas al velo, en un sueño de
constelaciones deseables. Cuando todo se despedaza, el átomo de sensación,
pequeñísimo y fugaz, brilla con máxima intensidad. Para la mirada analítica, la
presencia pareciera algo del pasado, el recuerdo de un destello fugaz. Y sin embargo,
sólo por esa intensidad, esa vuelta de lo intenso, valdría la pena desarmar el mundo en
sus partes. Así, la angustia mortal ante la ausencia de mundo, cuando se sustrae el
suelo que pisamos y se agrieta la piel luminosa de lo que vemos, preanuncia una
intensidad y sucede a otra intensidad. ¿Y cómo es que hablamos de esos puntos, cómo
imaginamos una continuidad entre partes que nunca están presentes? ¿Cómo la vida
se vuelve esencialmente una, si su presencia siempre es parcial?
Me pregunto de manera crítica, negativa, cuando la verdad sólo puede ser
enteramente positiva, o sea que debo postularla: la imagen de una intensidad es más
real que el proceso de divisiones que la suprimiría. Por lo menos, la imagen se muestra
más eficaz que el abismo abierto cuando se anula el velo de las imágenes. La imagen
me hace actuar, porque la primera imagen soy yo. Mientras que el fondo abismal me
anuncia la inexistencia sin imágenes y me deja mudo. La imagen aparece en un
florecimiento de lo real en múltiples pliegues, cristales, nudos, instintos y
monstruosidades. El abismo, que también fascina a veces como si simulara una
imagen, aunque de puro vacío, congela la vida, hace pensar en la presencia como un
lugar inaccesible. ¡Si tan sólo el abismo pudiera salvarse con una frase, pero no hay
tiempo ni hay sonoridad para articular ninguna!
¿Y no se unen en una experiencia, aunque reacia a la comunicación, el encanto
de la imagen y el abismo de la muerte? No tenemos otra idea del abismo que no sea
morirse, así como el goce de la imagen, de su intensidad, se une en su interior al
abismo, a su propia anulación. El goce de la unidad entre lo fascinante y la
insignificancia del abismo, entre la imagen y su ausencia, se torna tan intransmisible
que ya es la muerte. Una imagen del yo se aleja en el momento en que se enfrenta al
abismo imposible de sus frases. La frase: “yo estoy muerto”, imposible de remitir a una
referencia en su absurdo presente, indicaría la unidad de la imagen con su fondo, del
sinsentido caótico con las partes de constelaciones imaginadas en el cielo nocturno.
Pero la frase “yo, muerto”, tan analizable como la unión postulada de un hablante
cualquiera con la vida, representa la idea del libro. La filosofía y la literatura, efectos de
la religión del libro, que es muy anterior a su parodia en el monoteísmo, son nombres
puestos encima de la frase “yo, muerto, hablo por escrito”. Sin embargo, más allá de la
destrucción del libro y el desgarramiento del velo, fuera de la ficción suprema del yo,
habría en el pensamiento hecho de palabras y en la secreción de imágenes verbales
algo que despliega una presencia. La verdad está ahí, casi al alcance de la mano, en un
instante de olvido de imágenes y palabras pero que es pura imagen y palabra cierta. El
yo no sabe nada de su propia presencia, que el pronombre niega, designando a
cualquiera que habla en un aquí y ahora igualmente abstractos, pero puede afirmar, y
esta es su máxima positividad: “siento que estás vivo”. Alguien aparece y en un
instante, de ilusión, de encantamiento, o de aversión y asco, se hace presente,
abandona su estado de imagen y roza la verdad. ¿Será pues lo verdadero para mí
aquello que aparece en el simulacro del otro? La presencia sería entonces un efecto de
un estado común o de su representación a partir de otros. ¿Qué hay en la imagen de
otros que se comunica así conmigo, de tal modo que pierdo mi clausura de imagen y
mi ausencia en las palabras? Quizás se trata del despedazamiento como lugar común.
Lo incompleto del otro, su herida y su fragilidad, apela a mi parcialización incesante.
Amo, deseo, odio o quiero matar esa apertura que descubro a la vez en mi palabra, en
mi imagen. A través de lo incompleto, que no es una casualidad sino el dato inicial de
cualquier existencia separada, otros y yo padecemos y gozamos de la presencia, un
rumor de palabras en la noche de la tribu que aterroriza la muerte. Por esa
discontinuidad originaria, que se refleja en el lenguaje casi idénticamente, como si
dijéramos que la gramática organiza las cosas del mundo, deseamos una continuidad,
sin yo, que represente lo mejor posible la fábula de la unidad. Pero el mundo
verdadero se ausenta en el tiempo que sigue, la belleza de los otros se escapa y se
arruina, como señales de nuestra propia ruina. La unidad deseada, sin divisiones, sin
frases, sólo se alcanzaría con la supresión de la existencia separada. Pero, ¿quién
puede creer que la muerte sea una comunión, cuando hasta el más pequeño de los
dioses se ha muerto de risa luego de presenciar nuestra farsa de saber?
La vida se comunica porque no es un continuo, ninguna voluntad, ningún
impulso o destino la sostienen. La vida es puramente rítmica, palpita, titila, de un azar
a otro. En su interrupción, hace sensible la muerte, a la que anhela volver en busca de
otro final. Ni siquiera está permitido pensar que haya un final absoluto, la
concentración o la licuefacción de la materia, porque lo inorgánico no puede ser esa
unidad que resuelva nuestra múltiple vida orgánica. La materia no es una cosa, y se
parece demasiado a una idea si la ponemos al final y al principio de la dispersión de los
mundos y los seres. Lo que tengo en común con otros se manifiesta lingüísticamente,
pero no pertenece a la esfera referencial de las palabras. Entre quienes hablan, lejos
de las ilusiones de la comprensión, lúdica y combativamente, eróticamente, se
comunica la vida con sus muertes. La presencia es un efecto de sensaciones que
sortean el esquema negativo de los nombres. La vida, la energía movediza que
llamamos “vida” apareciendo en unos cuerpos, se mezcla con la muerte destinada a
cada organismo, como el pan y el vino en la boca supersticiosa del mamífero parlante.
La borrachera que anonada la creencia en un yo persistente, cerrado, o al menos
definible, indica con su acercamiento a la supresión de la conciencia el límite de la
vida, que es un límite de su lenguaje.
Más allá del límite, un ser que piense, baile y se embriague sin palabras sería un
dios, nada lo mataría. Pero, ¿a qué se renuncia si no se quiere morir? Al goce absoluto
de amar lo que se escapa, ser el tiempo que muere y que no se escurre hacia la
oscuridad en silencio. El precio de la muerte parece barato para comprar un valor de
uso supremo: el uso de los que hablan y el goce del yo. Que entonces un dios aparezca
en los simulacros corpóreos que me fascinan, y que muera, y que se despedace, y que
renazca en mi boca con el vino nocturno. ¿Es también todo esto la “filosofía”, un
objeto sustitutivo, discursivo, de las religiones que se retiran? ¿Acaso el arte, la poesía,
cuando quieren la verdad, son la trama visible de la filosofía, presencia y disfrute,
después de la crítica y la caducidad del sentido, antes de la destrucción y el choque de
los conceptos fugaces?
El mundo está hecho para desembocar en frases. Pero la ausencia de mundo,
¿para qué está? Obviamente, no está hecha, se da. ¿Será acaso una ausencia de frases
la que produce esa dispersión, esa imposibilidad donde ya nada se une? La ausencia de
mundo es la anunciación de dioses que no pueden ser alabados con frases. El arte de
armar frases es la actividad que empieza cuando el mundo se ha disuelto, para
recomponer unidades, simulacros de presencia. Con el arte, los dioses han muerto,
pero por ese cuidado descriptivo de su ausencia vuelven a nacer. El mundo se ausenta
todo el tiempo, la historia es el nombre de su destrucción incesante. Pensar es escribir
la historia de la destrucción de todo lo existente en el aire efímero de un cuerpo vivo.
La ausencia de mundo aparece cuando otro se presenta viviendo ante mi vista
perdida. Puesto que aquello que se sustrae, el mundo en el que creíamos estar, no era
sino un aglomerado de seres y palabras, retirándose ahora de los sentidos,
descuidándose, para que flamee una materia intensa y se articulen relaciones
extensas. ¿Dónde y a qué precio? En alguien que recibió un nombre y lo lleva como un
pequeño destino, como la parodia de una fatalidad, y al precio de quemar el mundo
general, las cosas, un idioma en el que hablar, al precio de escribir con sus restos
carbonizados, sobre una piedra cualquiera, el signo único y sin contenido. ¿Acaso cada
cuerpo vivo, que ama, habla y muere, podría ser un signo? En todo caso, su valor de
uso, su poder comunicativo, sería inagotable. Sería un signo que puede olvidarse, pero
no interpretarse. El simulacro de una presencia que llamamos individuo, aunque nada
en el mundo esté tan dividido ni sea tan infinitamente divisible, se entrega
gratuitamente, diríamos. No obstante, es invaluable porque puede usarse sin fin. Es el
patrón oro de toda comunicación. Nadie puede regalarse a sí mismo, y sin embargo
necesita darse, lo que luego exige una devolución, tan imposible como traducir el oro a
su valor constante. Nada menos útil que el oro y que el ser vivo, nada más
necesariamente tasable. Así, tal vez, podría entender el grito de guerra de Nietzsche,
en un momento del capitalismo primitivo: “¡Ya que no nos dejan darnos, debemos
vendernos!”, o mejor: “¡No es posible darse, es preciso venderse!”
¿Cuándo podré ser tan rico como para recibir aquello que se me desea dar?
¿Cuándo dejaré atrás la pobreza excesiva que me obliga a dar y dar? Preguntas sin
devolución.
Que el pensamiento contemplativo, orientado por la sensación de presencia o
por el análisis disolvente de lo que hay, sea una actividad gratuita, un gasto del tiempo,
sólo resulta verdadero desde un punto de vista utilitario. Desde la producción de cosas
o la obtención de valoraciones, como el prestigio, se dice que la expresión sentimental,
la filosofía o la borrachera son actividades improductivas, derroches del tiempo. Pero
sólo el contemplativo puede valorar la acción en el mundo. No hay en el fondo
gratuidad en la contemplación ni en la poesía, sino una violenta valoración de los
actos, las palabras y los seres del presente. La filosofía quiere valer por todo lo
existente y por su destrucción: “¡que el mundo perezca para que lo imposible sea
concebido, y que sea dicho y que al final el párpado de la vida se cierre sobre un
planeta inerte!”
Un niño sentado en la arena arma un mundo con sus manos y con sus palabras,
pero sabe que juega en el paréntesis entre dos destrucciones, que sus pies y su silencio
pisotearán esos edificios incluso antes de que unas olas respondan a la gravedad del
caso. Sobre este movedizo suelo de ruinas, de montoncitos de arena, se levantó sin
embargo el mejor de los mundos, el sueño de lo posible, una verdad que no fuese
mortal.
Un dios –leí alguna vez– somos, porque hay más de uno, pero tal vez
únicamente se trate del signo que apunta más allá de las frases, una fisonomía
preferida, una obsesión. Para el que habla, el que se cree presente bajo la proteica
unidad de la sílaba “yo”, no puede haber más de un signo, y la desgarradura no le quita
su amor al velo brillante de los cuerpos, su apego a las palabras. Pero el destino, la
parodia de una verdad que se va volviendo más y más seria en la medida en que no
tiene un modelo para imitar, se oculta en lo más evidente, el nombre. La afirmación no
verbal de una existencia (“Yo, X”) se fundamenta en la comunicación de lo irrepetible,
es decir, del evento particular de alguien que tiene un nombre, o que más bien fue
objeto de un nombre. Por eso lo primero que se dice en todo intento de comunicación,
aun en los que saltan por encima de las diferentes lenguas, es el nombre. “Yo me
llamo…”, o sea que soy el nombre que llevo. Pero, ¿hay algo menos determinado, más
contingente? Ni siquiera se trata de un evento histórico, sino de una serie de
encuentros y filiaciones que se cruzan y se elevan a mascarada de un destino para una
vida, sólo porque no hay palabras que traduzcan el nombre. Letras, muescas en un
tronco, nudos en trenzas de hilo, familiaridades fonéticas que no tienen traducción.
Ante el viento de una noche helada, en una montaña sin poblaciones, ¡qué raro
llamarse de esa manera! Si me voy a morir, si todos los que amo algún día morirán, si
el estado de huella o de frase se desvanece con las últimas partículas depositadas en el
bajorrelieve de unas letras casuales, ¿cómo puedo llamarme?
Envío
Carta a Georges Bataille sobre la necesidad de la filosofía para la vida

Querido Georges,

Perdoname que interrumpa tu silencio con estas palabras que sólo para mí
resultan de algún modo necesarias. Me llama la atención ahora tu abandono de la
filosofía en su aspecto más clásico, como serie de tentativas de explicación del mundo
y de la experiencia, puesto que sin duda tu lectura de Hegel en un momento podría
suscitar una revolución del pensamiento sistemático. Tal vez lo hiciste sin embargo,
por otras vías, y en lugar de radicalizar el esfuerzo de lo negativo, la potencia de la
muerte y del sacrificio para fundar una experiencia al mismo tiempo excepcional y
común, buscaste una vía positiva, el deseo que siempre dice “sí” aunque se tope con la
muerte de nuevo en el instante de su culminación.
De ser así, ¿no habría entonces más “filosofía”, o sea experiencia de pensar
hasta el límite de lo que uno puede, en tu novelita Madame Edwarda que en todas tus
reseñas de libros sobre autores que se consideran filósofos? Incluso te diría que, si la
filosofía es teología desplazada, dado que ninguna explicación del mundo se sustrae de
una mirada exterior a él, la identificación de Dios con una puta puede resultar más
ilustrativa que la simple sentencia de muerte sobre una entidad antropomórfica que
nunca habrá sido muy firme.
Recuerdo también cómo señalabas, en un borrador íntimo que me mostraste,
el momento preciso en que te pareció que ya no podrías seguir leyendo a los filósofos,
o que al menos ya no podrías entenderlos tal como en una época te pareció que
estaba a tu alcance. Decías que viste morir a un piloto alemán, su cuerpo quemándose
con el avión destrozado, en un lugar del campo francés. No sé si era un ejemplo
literario o una experiencia. Para la cuestión de su verdad, da lo mismo. La carne
absurda que se quema en una absurda pero insoslayable situación de guerra pareciera
lo contrario de cualquier idea. Y ya la dialéctica se volvía un juego de lenguaje. ¿De qué
sirve tener la idea de la muerte, jugar con su insistencia como una máquina para
intensificar la vida, si el acto de morir de cualquiera no implica una negación ideal del
ser? La muerte no era para vos una negación de lo que es, que luego pudiera
resolverse en otro nivel, afirmando ser y no ser al mismo tiempo en la unidad
indiferenciada del presente. La muerte no trabaja para el sentido de la vida, no es un
punto final en el esfuerzo de la larga frase que inventamos como destino. Lo supiste
entonces, y dejaste a un lado la vanidad sistemática de ciertos filósofos complejos; no
porque antes hayas querido armar un sistema, pero sí te habías entregado a la ilusión
de comprender pensamientos coherentes.
Más te duraron los saberes sobre el mundo, antropológicos, sociológicos o
psicoanalíticos, pero sabemos los dos que el mundo no tiene la consistencia suficiente
como para hacerlos durables. Otros puntos de la filosofía, para nada ideales, como la
risa, la soberanía o la suerte, te dieron un aspecto positivo de la vida que la historia de
la filosofía había mortificado para transmigrar de época en época como si las ideas no
fueran secreciones de los cuerpos. El enloquecido Nietzsche que se creía Dionisos
resucitado fue un modelo hasta el final. Insuperable, también lo es para mí. ¡Pero qué
lejos estoy la mayor parte del tiempo de vivir en consecuencia! Tampoco vos pudiste
hacerlo. La locura no es para cualquiera. Por eso necesitamos la filosofía, una locura
filosófica: la risa y la soberanía, aunque casi nunca nos visiten, para negarnos a llorar
por nuestra suerte demasiado limitada y para no arrodillarnos con proyectos
teleológicos o edificantes.
Que leerte resulte edificante sería lo peor que podría pasar con tus escritos. El
silencio, la meditación sobre la paradoja de la palabra “silencio”, como un ruido que
nombre su propia ausencia, sería quizás una respuesta mejor. ¿Por qué te escribo
entonces? Creo que necesito tu silencio para que la vida se manifieste en las palabras,
no a la manera de una filosofía de la vida, que trata acerca de lo viviente como si algo
no viviente pudiese hablar, sino en forma de cortes rítmicos, espaciamientos,
imágenes del sexo, la muerte, el amor, es decir, metáforas inescrutables de la
comunicación y de la imposibilidad de comunicación. Para que en el silencio empiece a
oírse el murmullo acompasado de los otros, que nazcan los otros en los siglos que
vendrán, tal vez. Sin embargo, sólo me importa lo que hay ahora. Y vos estás muerto.
Conversar con los muertos es un truco viejo de la poesía. Un filósofo más coherente no
admitiría nuestra charla. Somos demasiado íntimos para permitirnos la ilusión de un
pensamiento general, traducible a todos los idiomas y a todas las épocas.
Te escribo, Georges, a la mañana, pero lo que vos escuchaste pertenece a la
noche, sólo con luz artificial parece irrefutablemente cierto, cuando se acerca a
nosotros el sueño, hermano de la muerte. Te gustaban las frases de Hegel en los
prolegómenos a su estudio sobre el surgimiento de la conciencia, esa cabeza
ensangrentada que cruza la percepción en la oscuridad nocturna, más allá una mancha
blanca, sombras, pequeños ruidos donde el oído busca regularidades, ritmos para
adormecer la atención. Pero el gusto no era una adhesión. A mí en conjunto me gustan
tus ensayos, tus diarios, aunque a veces no pueda adherir a todo lo que dijiste. Por
momentos, tantas palabras sobre lo imposible de decir se asemejan a una fuga del
mundo. Incluso tu idea del gasto improductivo, que no es de este mundo, parece una
escapatoria de la realidad de los intercambios: el que derrocha es tan necesario y útil
como el que trabaja y produce cosas, está igualmente incluido en los más prosaicos
proyectos. Creo que algo de esa ingenuidad se traslada desde tu idea de la poesía,
como grito, como expresión absoluta, cuando en verdad está hecha con el mismo
material del lenguaje comunicativo, útil, ordenador. No podías aceptar, en el mundo
en que estabas, un principio de sobriedad para la poesía.
Volviendo a Hegel, que después de su tren fantasma empezaba a poner
claridad y sistema y resolvía la incongruencia de la percepción en una estructura
ascendente, alejándose más y más de la simple certeza de lo sensible, de los cuerpos,
vos preferías quedarte en la incertidumbre originaria, en el interior más denso de la
noche. El espíritu era una superstición surgida de la ambigüedad de las palabras. La
noche material era la filosofía antes de ser escrita y sus apariciones se traducían
poéticamente, como un balbuceo o una exclamación. Esta carta, escrita por la mañana,
no es filosófica en ese sentido. El papel que decía “ahora es la noche”, el “ahora”,
instante de presente absoluto que el lenguaje desplegado en el tiempo no puede más
que apuntar metafóricamente, ha perdido su verdad. La certeza de lo sensible, que
señalaba una vida, un aquí en este punto de tiempo y de espacio, ha caído con la
escritura de su gesto de señalamiento. Tus papeles, tan apasionados por todos los
temas, tan cercanos al arte, la filosofía, la poesía, los saberes, ¿serán la noche cuya
presencia innegable se nos escapa al otro día? Sin embargo, ¡con cuánta esperanza,
cuánto deseo de perderme, sigo en el día para que al final llegue la noche! A leer y
olvidar entonces.
¿Por qué el “ahora” de la noche, escrito, desaparece como verdad a la luz del
día siguiente? Quedan las huellas, las frases pululando en una página azarosa, pero su
verdad se dispersa, se resquebraja. La verdad no es un problema de lenguaje, de
relaciones entre el lenguaje y algo externo, sino un origen detenido y sin despliegue,
un nacimiento prematuro, una inmadurez continuada. El que habla muere siempre
joven, el que habla dice su lenguaje como un balbuceo que nunca llega a articularse
con claridad. El que habla vive de noche. No es una diosa virgen la que enciende su
antorcha al lado de las páginas, sino el fulgor angustiante de no ser nada, la nada
misma hecha un bollo de papel que simula un cuerpo inclinado sobre la mesa y
tratando de no pensar, pensando para dejar de estar ahí.
Un filósofo coherente piensa que algo lo acompaña en su noche, a la luz de su
lámpara, la diosa razonable o el espíritu de la verdad que viene a visitar su carne,
olvidada de sí misma. Pero nosotros sabemos que no hay acompañamiento, que son
formas vanas de la materia lingüística todas esas voces que repiten: “¡Hay verdad, al
menos la tuya y la de tu vida!”, o cosas por el estilo. Las palabras dibujan la ausencia
de una voz verdadera. El mito, un dios, como la lógica, son la ausencia de mitos, de
dioses y de logos en la noche que devuelve las palabras a su condición elemental,
ruiditos del animal sin instinto, que no ha llegado a la construcción del instinto. El
instinto de verdad, del que hablaba tu amigo con ironía casi bufonesca, no es más que
un velo para la astucia de sobrevivir, una excrecencia del lenguaje como herramienta
de transmisión por fuera del cuerpo. Pero la noche, tu experiencia interior y nocturna,
busca un instinto menos divisorio, menos tajante con respecto a los seres, las cosas,
los materiales de la existencia. Sería el instinto de no saber, es decir, ya no saber, el
puro no saber, el saber de nada. Entonces, yo no sabría siquiera continuar con la
impostura de un yo. Ese olvido de sí, tu mística atea, implicaría no hablar más, porque
todas las frases tienen, fundamentan un yo. Pero cuando más se plantea la necesidad
intensa de una experiencia que bordea el silencio, más se escribe. Seguiste escribiendo
sin cesar. Yo prosigo esta carta que no está dirigida a nadie, que le pregunta cosas a la
muerte escondida en los libros.
El pensamiento y la escritura sin duda fueron necesarios para tu vida, pero
siempre pareciera que la intensidad está en otra parte, que los actos de pensar y
escribir son demasiado serviciales. Si escribimos sobre lo mejor, fácilmente caemos en
la falacia de la dignidad, disfrazamos lo más alto como si fuera lo más respetable. Lo
nuevo o lo nunca visto se vuelven entonces, aun en su torpeza o en su monstruosidad,
mejores que lo bueno y lo bien pensado. Si escribimos sobre nuestras sensaciones, lo
que desearíamos sentir o las satisfacciones que quisiéramos mantener, como puntos
que no se disolvieran en ninguna línea, como perforaciones del tiempo vivido, nos
envolvemos en el sueño de ser otra vez animales, enamorados del cuerpo y de su
repetición potencialmente infinita. Sólo el aplauso es una escritura gratuita. Por eso
tus elogios de los otros, del pensamiento de los otros, de las experiencias lejanas, del
origen impensable en el principio del tiempo del lenguaje, son la experiencia de una
libertad al escribir. No somos libres porque cedamos a nuestros caprichos y
obsesiones, sino al afirmar al mismo tiempo nuestra suerte y todo lo que no está en
ella.
Tu cabeza, amigo muerto, no estaba hecha para el sistema, ni siquiera para la
clasificación sistemática de los elementos heterogéneos en las sociedades
homogéneas que habitamos, porque eso hubiera sido homogeneizar lo heterogéneo,
como la consagración póstuma de la historia literaria para el poeta maldito. Tampoco
el esfuerzo del novelista te interesaba: las novelas que arrojaste al mundo, de las
mejores que he leído, eran impulsos, desahogos, la punta sexual de un pensamiento
erecto que no podía escenificarse ni en los diarios íntimos del solitario ficticio que
inventaste. Lo que hiciste fue una comunidad sin contenido. Cada pequeño yo que un
día abre tu libro y lo discute se transforma en una multitud y en un desierto. Es la
población de la experiencia interior, del arte como erotismo, de los fetichismos más
personales.
No puedo negar tu impulso de comunidad secreta con una traición evidente,
que sería ordenar tus ideas, dividir tus papeles en series y en temas, separar tus
poemas adolescentes de tus novelas lúcidas hasta el deslumbramiento, organizar tus
ensayos en filosóficos, antropológicos, literarios y estéticos. De alguna manera, sin
embargo, tuve que hacerlo, pero sólo dibujé un umbral. Es el mío, el que atravesé
cuando leí en algunos fragmentos tuyos las mismas preguntas que asediaban al chico
sin religión y sin demonio que yo era entonces. ¿Morir? Una farsa. ¿El sexo? Una regla
que ordena la farsa. ¿Pensar? Frases dichas.
Pero detrás del umbral no hay, como sabemos bien y lo olvidamos a cada
momento, una forma de ser o de pensar, ni siquiera una forma de escribir. La vida en
ese umbral es un prejuicio del lenguaje, y la única soberanía consistirá en inventar
aquello que no habla. Por eso tus palabras, en este silencio que las rodea, se han
vuelto soberanas. Aunque sería una ilusión por mi parte desear contagiarme de ese
estado. Te escribo sin accesorios, en el aire, para la nada que no niega lo que hay, que
es el telón pintado y los cuerpos que se agitan cambiándose unos por otros. Te escribo,
viejo Georges, para decirte adiós.
La interrupción

Una idea infantil de la muerte consistiría en reducirla a su estado de palabra.


Así, “muerte” no sería un hecho que podríamos calificar de universal, sino una
representación más. Pero si el término de representación implica y expresa el acto de
traer algo a la presencia, aunque se trate de una imposibilidad confirmada por
cualquier palabra –cuando digo “flor”, pronuncio la ausencia de todo ramo, como diría
Mallarmé–, esto parece llegar al límite con la “muerte”. Puesto que la ausente de todo
ramo, la sustracción de la flor en la palabra, todavía puede dejar un perfume. Pero,
¿qué rastro dejaría una ausencia de la ausencia, la negación de una referencia que no
existe?
Es sabido que, desde un punto de vista relativamente lógico, la muerte no
remite a nada. En caso de suceder, ese hecho, lo que creemos llamar así, no podría ser
experimentado, ya que implica la desaparición de aquel que lo experimenta. Sin
embargo, la lógica no es una fidelidad al lenguaje, sino sólo a una de sus
peculiaridades. Toda palabra excede la lógica de las estructuras que utiliza, así como el
canto de un pájaro, su despliegue, excede la utilidad sonora de llamar a la
reproducción o alarmar o incluso festejar un hallazgo. Las palabras, borboteo
rumoroso de bocas efímeras, también construyen un mundo, un enjambre de mundos,
donde la ausencia de todo ausentarse perfumado, o sea la muerte, tiene su apariencia
y su lugar. Tengo pues una experiencia infantil de la muerte, que llega con las palabras,
con su murmullo y sus cortes abruptos.
¿Cuándo supe que la muerte era posible, que era incluso un corte cierto puesto
adelante y al final de mi propia, ilusoria continuidad? Aunque se trate de algo que
debería situarse en el momento de hablar, puesto que todo enunciado que diga “yo
hablo” necesita de la anticipación de su silencio y se articula sobre sus límites anterior
y posterior, creo que no podría proyectar un recuerdo de esa conciencia de la muerte
antes de la escritura, cuando empecé a leer literatura de manera abundante, que fue
también el comienzo de su repetición en mí. De modo que hacia los diez años, quizás
un par de años antes pero no mucho después, supe de una manera segurísima que
algún día iba a morir. Y sin embargo, ¿qué cosas me representaba? Al menos puedo
ahora poner un par de rótulos a tales representaciones infantiles: la descomposición y
la interrupción. La primera tenía que ver con el cuerpo, que podía imaginar lastimado,
encerrado, sometido al frío o al hambre, como un pasajero clandestino en la bodega
de un barco de madera que no se dirige a ninguna parte. La descomposición era una
manifestación mental del dolor físico, que se anticipa a la muerte bajo la forma de una
desconexión entre el pensamiento y las sensaciones. No obstante, habría que destacar
el papel de un miedo inconsciente, con otros orígenes y otras pantallas de fantasía, en
la escena de la descomposición. Mi vida no era demasiado dolorosa, ni mucho menos
encerrada o hambrienta ni desamparada, pero igualmente me identificaba hasta la
adicción con los héroes infantiles huérfanos de la intemperie de muchas novelas que
entonces leía, una y otra vez, algunas más de veinte veces.
La otra imagen de la muerte me resulta más persistente, y todavía puedo
entenderla como la consecuencia lógica de un lenguaje interiorizado y muy estudiado:
la interrupción. Consistía en una extensión del “clic” con el cual apagaba la luz de mi
pieza, después de horas de lectura, y me rendía a la oscuridad. Pero en la tiniebla y
entre las sábanas de la adolescencia que se adelantaba, contra el fondo de unos
ataques de pánico olvidados en pesadillas previas a toda lectura, la interrupción podía
ser un clic para lo que yo era, sobre todo ese río de palabras, de frases que no paraban
nunca en mi cabeza, aunque también era una pantalla de imágenes que viraba al
negro, dejando un último punto de luz antes de oscurecerse por completo. La
interrupción era a la vez silencio –pero un silencio sin retorno, que ya nunca podría a
su vez interrumpirse para seguir hablando y leyendo– y ausencia de toda imagen. ¿El
clic seguiría entonces resonando en el vacío y para siempre? En absoluto, no hay
sonido en el vacío y por lo tanto tampoco se podría prolongar allí un eco, ya que esa
interrupción era íntima, una sola para cada cual. Cuando lo pensaba en esos primeros
enfrentamientos de un ser aislado, originado y por ende finito, me resultaba una idea
“imposible”, insoportable. ¿Acaso no era un dios, una encarnación del mismo hecho de
pensar, imaginar y escribir? No. Clic, y después la noche.
Sin embargo, pensar en la propia muerte no es algo prohibido, sino todo lo
contrario. Si bien la experiencia del horror anticipatorio, bajo las formas de la
descomposición del cuerpo y sus sensaciones, y de la interrupción de la palabra
interior, no es algo tan bien repartido, se diría que la meditación sobre el propio fin es
la recomendación secreta que un mundo de distracciones hace con insistencia apenas
se raspa un poco su superficie colorida. Lo que el mundo racional trata de evitar es
más bien la tristeza que se abate sobre todo y que despunta en la muerte posible, la de
los otros. La muerte propia, para quien es presa de una tristeza irremediable, aparece
como una salida o un término a las representaciones que causan dolor. De allí que el
suicidio, única meditación profunda sobre la muerte de uno mismo, no sea un
problema general. Lo que es preciso sofocar sería el dolor ante la muerte de quien
amamos o amaríamos o hubiésemos querido amar. La interrupción y la
descomposición son incluso incentivadas, como necesidades de suspensión del
sentido, en pequeñas dosis de muerte sin las cuales, tal vez, nadie podría seguir
viviendo: drogas, intoxicación alimenticia, trabajo agotador, sexo, y dentro de este
término hay que pensar en una serie infinita de etcéteras. No obstante, hay una
distancia casi insalvable entre las imágenes consumibles de la interrupción y su
anticipación sin palabras, real, tan desarticulada del resto, tan diferente a aquello que
es interrumpido, o que será interrumpido, que se identifica con la descomposición
material del cuerpo. Lejos de la sombra y la perspectiva, en la anulación de la ventana
de la pieza infantil que se borra por el ingreso masivo de la oscuridad nocturna,
aparece y desaparece el intervalo de toda palabra, un mundo trágico, hecho del miedo
mudo de la cabra que bala ante la inminencia de su ejecución. Ese mundo “griego”,
como decía un novelista que podía narrar rítmicamente las ocurrencias más abyectas,
aparece entonces como una “preocupación de todos los días y todas las noches”. En
esa escena, la interrupción del habla es la descomposición del cuerpo, pero no se
mostrará el cadáver, porque de aquello que se interrumpe y se ha separado no queda
sino la anticipación, la constante anticipación que no tiene fin.
¿Qué quiere decir todo esto? Acaso algo banal, pero cuya aceptación pareciera
sólo realizable por otro, un loco en el interior del racionalista que cree estar hablando,
hilando frases. Quiere decir que no hay, no hubo ni habrá muerte propia, que la
anticipación es un fantasma proyectado por la muerte de otro. Nadie asiste a su propio
funeral, mal que les pese a casi todas las religiones. Pero esas fiestas de negación de la
muerte no dejan de ser por ello un recuerdo de su afirmación para los que sobreviven.
En un velorio, todo es inapropiado, lo que significa que ningún amigo, pariente o
conocido que tome la palabra podrá expresarse. No se puede entonces hablar con
propiedad, y tampoco se es dueño de sí mismo. La interrupción amenaza al yo desde
su media luz, como si titilara en el mismo lapso, al mismo ritmo con que se
descompone físicamente el cadáver ahí presente. Y si el cadáver parece que durmiera,
tal vez el sueño pueda ser una imagen de la muerte, ya que viene a interrumpir la
vigilia y a matar al guardián de nuestra conciencia. Sin embargo, no sería la muerte
como un sueño, poblado de imágenes que se agolpan hacia la desembocadura de su
flujo en el despertar. Más bien el sueño sería una muerte, descomposición del sentido,
latencia, oscuridad sin nada visible, y aquello a lo que llamamos “sueño”, esas ficciones
cuyo autor admiramos o detestamos como si fuera un sujeto y un artista, sólo sería la
ilusión proyectada desde el despertar. El sueño, en su momento de llegada, cuando
declina el umbral del sentido y las últimas frases repiten su incoherencia en la cabeza
exhausta, no tiene imágenes, es pura interrupción. Por algo el clic de mi experiencia
infantil –y estoy aceptado ahora como pruebas una serie de recuerdos construidos,
lacunares, sobrevalorados– se parecía al sonido del velador que mi mano apagaba,
resignándose al horario y a la niebla que iba ocultando tanto las letras como la
composición de una referencia para el relato que seguía, ya sin mí, en las páginas del
libro. Porque el sueño era una dosis de muerte, esa caída en la inconsciencia, la
imagen que podía ayudarme a completar la horrorosa anticipación de un mundo sin
mirada, sin sonidos, sin texturas.
Por otro lado, la muerte también podía suceder, y en ocasiones sucede, como
un proceso lento, un malestar que creciera desde lo imperceptible, un signo del
desgaste que produce el paso del tiempo, año por año. Lo cual no era tan fácil de notar
a los diez años, excepto por un par de signos de crecimiento irreversibles, físicos, o sea
fatales: el cambio de voz y la primera eyaculación. Pero entonces ya había pasado un
año más, a los once o a los doce. Con mi voz de barítono se anticipaban cambios que
no dejarían de producirse en un cuerpo destinado a cierto vencimiento. Para el caso, y
a esa edad, aunque también en la que tengo ahora, da lo mismo que la fecha mortal
esté cerca o lejos, basta con que sea necesaria. La voz femenina del niño contralto
desaparecía en el olvido y nada podría recuperar su plenitud musical, a la vez que el
cuerpo pedía reproducirse, antes de empezar a decaer. Y cada noche, en la soledad de
un lector insomne, la declinación emitía signos desde su futuro remoto, venciendo los
párpados, anulando el entusiasmo, poniendo el cerebro en pausa.
¿Y si antes de dormir el ritmo mismo de la vida no se expresara, incoherente,
imposible de recordar, en murmullos y en cantos y en figuras vibrantes? Tal como lo
soñó Joyce, que creía en formas literarias de inmortalidad, cuando inventó el idioma
plurilingüe con que se entona el velorio inconmensurable de su Finnegan. Al menos, a
los diez años, esa era una de las formas de mi religión, de mi miedo a la muerte. Creía
que la literatura podía suspender indefinidamente el eclipse de la voz. No sabía todavía
que entre lo escrito y la corriente que zumba dentro de una cabeza viva mientras se
complace o se alarma ante sus sensaciones inmediatas, entre el libro y la pertenencia
íntima de una repetición convencida de su identidad, había más distancia de la que se
abre como un abismo, un mundo y todos los mundos por venir, desde la lágrima del
ángel hasta la risa del perro, según el verso de Vladimir Holan.
Por otra parte, si la interrupción era la imagen de la muerte que correspondía a
la experiencia íntima, y que podía desplegarse en ejercicios de meditación en torno a
la sustracción de la conciencia, en cambio la descomposición casi no podía imaginarse
sino desde afuera, puesto que el cuerpo que se entrega a la descomposición siempre
sería un cadáver, o sea un cuerpo de otro. Si imaginamos, con ligereza pueril aunque
sea una fantasía frecuentada por distintas creencias espirituales, que asistimos a
nuestra muerte, vemos el cadáver, el hospital, el velorio que lo enmarcan, nunca
somos el muerto. Pero si el tótem del yo, su interés en sí mismo, pareciera afirmarse
en las prácticas más actuales, y justo cuando ningún sujeto importa se multiplican sus
registros, fotos, filmes, firmas, en cambio el tabú se impone sobre la descomposición.
La interrupción es un hábito, el clic masivo. Y aunque todos los dispositivos y prácticas
me entretengan para que permanezca ciego a la interrupción absoluta, a lo definitivo,
su formalidad se esboza en el horizonte cercano, día a día.
Sin embargo, lo que de verdad ocurre día a día en mi cuerpo, su lentísima –
digámoslo como expresión de deseo– descomposición, se sustrae de la experiencia. La
enfermedad es ignorada mientras no irrumpa con violencia. La muerte de los otros,
anticipo seguro de la mía, casi no tiene lugar. Cadáveres, funerales y lutos se recluyen
en marcos estrechos que rara vez inciden en la ley del día. Salvo quizás en el arte,
donde cada uno hace su religión y sus ritos fúnebres en un espacio privado que se da
vuelta, como una media, como un vómito hacia alguna clase de público. Lo
inapropiado del arte, su condena moderna a la transgresión eterna, pasa del sexo al
cadáver con la naturalidad de quien transita siempre por una vía negativa, simple
reverso de lo apropiado. Pero el ocultamiento mundano de la descomposición no nos
libera de su imagen obsesiva, todo lo contrario. En cada latido de mi sien mientras
escribo, se da un pequeño paso, material, físicamente temporal, hacia la interrupción
del pensamiento (que ocurre a cada rato) y hacia la destrucción del cuerpo.
No pasa un día sin que piense en la muerte, pero nunca está presente, mera
imagen, excepto en contadas ocasiones en que una angustia sin contenido sube y
sube, me deja sin voz y sin mirada, no veo nada. La ausencia de imagen, ausencia de
palabra, se representa como la inminencia de una desaparición, la inminencia de que
ya no haya más nada. Por lo tanto, la representación real de la muerte coincide con su
realización, y entonces ya nadie podrá observar lo que al mismo tiempo se representa
y se desvanece, para siempre.
Alguien muere, es la muerte que llega, no está más, ningún mensaje le será
comunicado, ningún pedido vendrá de él. La imagen del muerto, sin cadáver, en el
puro pensamiento de su ausencia definitiva, es la realidad de su muerte. Y así reduzco
a la interrupción, para mí, de una relación con el otro, su descomposición efectiva. De
todas maneras, el cadáver, si lo quisiera evocar, no deja de ser una representación, la
más abstracta de todas. Y nunca es una experiencia: para el que está muerto,
interrumpido, no es nada porque ya se apagó en la nada inimaginable; para mí, que
percibo su muerte, es la interrupción incesante, infinita, de todas y cada una de las
posibles relaciones que tendría con el ausente y que ya sólo se proyectan,
potencialmente, desde los recuerdos aislados que lo representan. La muerte puede
reducirse pues a un punto, el punto final de un escrito. Aunque no conozcamos la
totalidad de lo escrito. Lo cual hace que la muerte del otro siga ocurriendo en mí.
Hasta mi muerte. Sólo que en esta última no habrá lectura. Ese punto no es mío, seré
un escrito inconcluso pero ilegible para mí.
Y aun así, resulta demasiado geométrica y limpia la idea de la muerte como
final de una escritura. Lo que morirá conmigo es algo –o un cúmulo de lagunas y
arroyos y acaso árboles– que nunca será escrito. Morirá lo que olvido, pero también lo
que huelo, lo que ansío, lo que me hace pensar y lo que me tortura con su reiteración,
lo que me lleva a interrumpir la ilusión de lucidez con alguna sustancia que altere mis
sentidos. ¿No morirá lo que soy para otros, lo escrito? De nuevo, la ingenua religión
literaria. ¿Qué es lo que no muere de un amigo muerto para mí? ¿El afecto ausente o
mi afecto que lo hace decir cosas en mi cabeza? Dice Vladimir Holan: “Tienen
recuerdos, los suyos, que yo no tengo;/ yo recuerdo y ellos no pueden recordar
conmigo,/ pero al fin y al cabo es lo mismo: se trata de muertos…” El recuerdo que no
tengo, que no pude decirle nunca a nadie, se comunica con el secreto de un muerto
que se sigue sustrayendo de toda memoria.
La muerte del otro parece que me privara de algo, pero la privación es un
estado constante del ser vivo. Estar vivo –diría Platón– es carecer de algo. La muerte
entonces instaura un deseo, un erotismo que puede parecer triste, como en el
romanticismo, donde se habla con espíritus hasta el exceso. Un diálogo que, en el
mejor de los casos, se dirige a alguien vivo que llora por el ausente, como en este
pasaje del Adonais de Shelley a la muerte del gran Keats: “Pues él ya ha descendido
adonde todo/ lo que es hermoso y sabio va a caer./ No sueñes, no, que el amoroso
abismo/ nos lo devuelva al aire que da vida./ La muerte se alimenta de su voz/
apagada y se ríe de nuestro desconsuelo.” Pero la muerte no se alimenta ni ama,
¿cómo podría una nada comer o desear?
Hay otro deseo ante la muerte, un pariente festivo del suicidio, una jovial,
imposible alegría ante el evento de morir. No es un erotismo por los muertos, aunque
la muerte de alguien amado pueda iniciar su baile de borrachera y palabras inspiradas.
La privación es entonces la mía, la de ser separado de todo lo que amo, y no que me
priven de algún objeto, alguien o varios otros. La privación sospecharía entonces, en
un instante casual que se desvanece con la más mínima reflexión, como Eurídice
cuando el poeta curioso se da vuelta para verle la cara, que hay una plenitud en el
vacío, justo antes del vacío. Esta ausencia de límites recibió de Bataille su nombre sin
imágenes, la práctica de la alegría ante la muerte. Una práctica imposible, salvo que
seamos creyentes, entusiasmados: en la belleza, en los cuerpos que despiertan
nuestro deseo, feliz y desesperado; o en la poesía, en que algo no escribible e íntimo
se expresa rítmicamente, sin nosotros, en un puñado de palabras.
Pero esta práctica, si llegara a ser imaginable como tal, sería excepcional, fiesta
entre los días de leer y escribir, comer y dormir, transmitir y olvidarse. Lo habitual es el
miedo, el pánico que puede abrirse detrás de cada distracción o cada concentración, el
temor a que todo se interrumpa, ya o en cualquier momento, segura,
implacablemente.
Fragmento sobre el eclipse del alma

¿Qué es el alma? Una pregunta así supone la existencia de un elemento que no


sea físico, algo no corporal, en la composición de un ente, cuya naturaleza también es
un supuesto. ¿Hay algo en un cuerpo que no sea materia? Al menos en la idea de
cuerpo se integra un fenómeno inmaterial, el movimiento. El animal, lo animado, es la
potencia de moverse integrada en un cuerpo. Y el alma podría ser entonces lo que
mueve al cuerpo.
“Psicoanálisis” y “filosofía”, si bien la primera es una construcción moderna, son
dos palabras griegas. Y los griegos inventaron diversos discursos sobre el alma, a partir
de la mera sombra que acompañaba la identidad del cuerpo y que se desprendía, se
olvidaba y se hundía de nuevo en la sombra cuando el movimiento llegaba a su fin,
hasta la difundida postulación de que algo no muere y que después de la cesación del
animal ese elemento persistía, porque había existido antes, totalmente exento del
mundo natural, donde nada existe que no muera. También los griegos se dedicaron al
análisis de la psyjé. Sin desprenderse demasiado de la idea de que ese soplo, esa
chispa no corporal, estaba compuesta de materia, sin abandonar tampoco la escisión
entre lo físico y lo intangible, se pusieron a dividir la potencia que mueve en base a
disposiciones, capacidades y afecciones. Aristóteles resume con afán exhaustivo la
tradición especulativa que él mismo proyectaba hacia el pasado cuando dice que el
alma tiene una parte racional y otra irracional (olvidemos por un momento la
aberración latina de la ratio que aparece en estas traducciones). ¿Qué quiere decir
esto? Simplemente que hay facultades o disposiciones que se pueden controlar, a las
que el alma ordena. Se trata entonces de facultades que responden a palabras. Esa
parte del alma, “superior” en el platonismo y más allá también, habla. Puede darse a sí
misma leyes o sugerencias. Le dice al cuerpo que haga ciertas cosas, que deje de hacer
otras. Pero el cuerpo no se mueve sólo por las palabras que pasan, que se le
transmiten desde arriba. La parte no controlada del alma tiene su imperio, a espaldas
de la parte que habla. Son movimientos principalmente afectivos, a veces necesidades
del cuerpo que éste impone a su contraparte incorpórea. Las dos partes del alma
compiten por el dominio del cuerpo. Y se diría que esa lucha pone en un escenario
inmaterial la escisión previa entre cuerpo y alma. Siguiendo este pasaje o elevación a
grados más alejados de la materia, podría pensarse en otro combate, en el interior de
la parte del alma que habla, entre ciertas palabras, los imperativos coherentes y bien
argumentados, y otras palabras, efectos de causas inexplicables, reactivas,
manifestaciones de partes lejanas del alma, quizás mensajes o traducciones parciales
de lo indecible que es un cuerpo, quizás mociones del mero organismo, del animal
cualquiera, y hasta de lo inorgánico que lo compuso, células, partículas, fluidos, todo
ese torbellino ínfimo e infinito que constituye el universo material y que en griego se
dice en plural: “átomos”. Como si en la división misma de alma y cuerpo, y luego en la
división entre alma dirigente y alma insumisa, entre lógica de las palabras y absurdo de
las palabras, hubiese que buscar aquello que no se puede dividir más. ¿Y no sería eso
un “análisis”? Pero, ya lejos de los griegos, creemos saber que lo indivisible no existe.
Su búsqueda fue una historia de la filosofía: aspiración a un saber sobre lo último, el
elemento simple, el sustrato material de la división interminable.
La inexistencia del alma se comprueba entonces en su definición por la
unicidad. Un alma no sería divisible, aunque se componga de partes, tal como un
cuerpo no puede dividirse en sus órganos salvo en la muerte, en el final de su carácter
animado, semoviente. En este sentido, la indivisibilidad del alma, pues en la medida en
que no sea un material no puede dividirse, no sólo incita a negar su existencia sin más,
sino que también produce sus figuraciones o traslaciones metafóricas. Productora de
palabras, de repeticiones de palabras que salen del cuerpo, y de órdenes en forma de
palabras que hacen mover el mismo cuerpo, el alma no podría ser sino una de esas
palabras que se emiten y no describen su cosa, su referencia, un soplo en el aire de
una mañana, el hálito de un ser inmortal, la impresión absurda y animal que cada
cuerpo tiene de ser al mismo tiempo único y de participar en su género. El gato se
siente gato, repite los movimientos de todo gato, pero se mueve para salvar una
supervivencia particular, su cuerpo en cuanto viviente. Aunque el gato,
necesariamente impulsado a ese movimiento que lo define y lo mantiene vivo, no
puede negarse a sí mismo, si se me permite la perogrullada. El alma, su no existencia
material, es en primer lugar una negación del cuerpo, un espacio de las palabras que
no nacieron en el cuerpo, que lo atraviesan y que pueden seguirse repitiendo después
de su disolución. ¿Es una sombra, un doble, la memoria de lo que el cuerpo, saciado o
agotado, sueña al dormir? Y ese sueño, una vez despiertos, diríamos que proviene de
la parte organizativa o de la parte disolutoria del alma. También muchos griegos creían
que había sueños indicativos, descifrables, valiosos, y otros meramente reactivos,
ciegos, residuales. Por la puerta menos atractiva entraban al alma los sueños
verdaderos, por la puerta más ornamentada, hecha de materiales nobles, llegaban los
falsos. Pero no decían nada del pasado, su verificación se debía cumplir con el correr
de los días por venir. Debido a ello, los problemas del alma, ya fuese ésta una sustancia
o un fantasma producido por la inactividad de la percepción en el sueño, eran más
problemas de conducta que de existencia. ¿Qué hacer? O mejor: ¿cómo usar las
palabras para ser feliz?
Aristóteles decía que la felicidad era encontrar a la vez la facultad para hacer
algo y su utilización, o sea que la felicidad era una capacidad en acto. Pero, ¿cuál es el
acto que cumplen las palabras, el alma en acto? ¿Qué se desea realizar cuando una
parte del organismo que habla dice algo?
Muy lejos de Grecia, en los crepúsculos del norte, el alma se volvió más íntima,
y su parte no argumentativa, caótica digamos, en lugar de estar pegada al cuerpo y ser
susceptible de un dominio por parte del alma lógica, se volvió una anterioridad, incluso
un sustrato y un origen, aquello que hacía único a cada ser que hablaba. Lo que
manifestaba el origen del alma era un deseo cuya realización, cuyo uso no estaban a la
vista de las palabras claras y de la inteligencia. Schelling entonces pudo escribir:
“Hablamos de la naturaleza de ese deseo considerado en sí mismo, que no hay que
perder de vista, aun cuando haya sido reprimido desde hace mucho tiempo y
sustituido por algo superior, surgido de él y que ya no podemos captar por los
sentidos, sino solamente por la mente y por el pensamiento. Después del acto eterno
de la auto-revelación, reinan en el mundo, tal como lo vemos ahora, el orden, la regla y
la forma; pero en el fondo de todo eso se disimula siempre lo irregular que, se diría,
siempre trata de irrumpir, y pareciera que en ninguna parte el orden y la forma serían
primitivos, sino que en todas partes se dan un orden y una forma que han sustituido
un desorden primitivo, y que el estado primitivo se caracterizó por una ausencia de
regla y de forma. (…) De esa ausencia de inteligencia surgió la inteligencia propiamente
dicha. Es esa oscuridad precedente la que forma la realidad”. El alma que desea
oscuramente y busca irrumpir de alguna manera en la fragilidad del orden secundario
no está ya debajo de las palabras, sino antes, en su origen. El origen del pensamiento
es lo que no piensa y no deja de no pensar. Por lo tanto, la aspiración al saber y la
búsqueda del acto feliz no están en el futuro, en la obediencia y en la prudencia ante el
presagio del tiempo, sino en el retorno del impulso originario, en el retroceso de la
inteligencia que de pronto puede mirar lo que estaba a sus espaldas. Lo cual implica
que las reglas que se habían cultivado, las que el amor al saber se había dado para
cuidar de la sustancia inexistente que describían sus palabras, deben quebrarse para
que aparezca su fantasma, aquello que en las reglas se indica como la oscuridad de su
límite. El acto feliz no sería ya la prudencia de medir las satisfacciones de la parte
muda del alma y poder decir lo que se quiere gracias a todo lo que se conoce, sino que
sería un encuentro con un perseguidor ciego, oscuro, caótico, sin forma y sin nombre,
que de pronto se descubre como lo más íntimo del que sabe, habla y se da vuelta. Pero
esa sombra, ese origen no parlante, ¿no estaba en el cuerpo? ¿No se parece
asombrosamente al cuerpo que ningún alma en ningún espejo llegó a reconocer del
todo? ¿No es la inversión exacta de las palabras que la miran? Allí, en la familiaridad de
las frases que pueblan el alma “superior”, se invierte el reconocimiento.
En un conocido ensayo literario, Freud recuerda que “es probable que el alma
‘inmortal’ fuera el primer doble del cuerpo”. (Señalo que las comillas se limitan aquí a
negarle realidad a la inmortalidad, por supuesto, pero hacen notar además que el
“alma” se supone existente, físicamente inclusive, biológicamente en los peores
momentos del inventor de la “desatadura de la psyjé”). En cierto sentido, puede
entenderse también que el carácter sustancial, material de esa duplicación, sombra o
doble, se deba a las descripciones de los nativos –los primitivos, los egipcios, los
griegos, los cristianos y los espiritistas–, pero lo que me interesa del párrafo es su
continuación, donde el alma, eterna o no, al menos consistente y duradera de por
vida, que para el caso es lo mismo, pasa de ser una confirmación del que habla, del
que se refleja y se reconoce, a ser un anuncio de su aniquilación, una profecía a la que
nada podría escapar. Escribe Freud: “estas representaciones han nacido sobre el
terreno del irrestricto amor por sí mismo, el narcisismo primario, que gobierna la vida
anímica tanto del niño como del primitivo; con la superación de esta fase cambia el
signo del doble: de un seguro de supervivencia pasa a ser el ominoso anunciador de la
muerte”. En otro pasaje dirá que algo parecido ocurre con los dioses que, al
derrumbarse la religión, se convierten en demonios. Los griegos entonces, como los
niños que buscaban el doble más evidente, a la luz del mediodía, han dado paso a las
tardes ominosas en que el alma se sorprende a sí misma hundiéndose en un caos que
irresistiblemente la fascina, porque esa sombra es ella misma, en estado originario,
enamorada de su imagen, es decir, prendada de su propia aniquilación, ya que toda
imagen no es más que una duplicación de la presencia, la ausencia de la cosa.
En el mismo ensayo, Freud cita a Schelling, aunque de segunda mano, porque
su frase ejemplar en un diccionario de alemán le ofrece la clave de lo ominoso, lo
inquietante, lo que se torna extraño: “Se llama unheimlich [no-familiar, literalmente,
siniestro u ominoso en el uso] a todo lo que estando destinado a permanecer en
secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”. Así Schelling. Freud entiende que lo siniestro
es algo íntimo, reprimido, que se pone de manifiesto, que vuelve con la misma
angustia que en un principio lo destinó al ocultamiento. Y sin embargo, es nada menos
que el alma demoníaca –el doble o la sombra– desatada en un momento dado,
enfrentada como una inversión especular, siniestra, con la mano cambiada, a la
conciencia de la luz, a la mirada ilustrada. Por eso Freud más adelante dirá que “las
convicciones animistas del hombre culto se encuentran en el estado de lo superado”.
Aun cuando la superación no impida imaginar que el cumplimiento de deseos, o la
simple aplicación eficaz de una capacidad, provoquen un estado que podría llamarse
feliz, de “realización”, ¿acaso la “realización” de la persona no es una creencia en la
materialidad del alma? Máscaras entonces, que a cada vuelta de la esquina, en
cualquier espejo reaparecen, desatando de nuevo aquellas “convicciones animistas”.
Tal vez habría que pensar la palabra “análisis” no en su etimología, sino en su posterior
sentido destructivo, ligado a la idea de disolución. Así como Marco Aurelio anotaba sus
ejercicios estoicos de “análisis” de las imágenes, los sonidos o los poemas que lo
fascinaban para descomponerlos en sus elementos atómicos: cada melodía en sus
notas aisladas, cada poema en sus palabras y éstas en sus letras, cada pintura en sus
pinceladas o zonas de pigmentación, hasta que el efecto ilusorio cesaba. La creencia en
la existencia material de la sombra requeriría de la descomposición de la sombra. Pero
también la creencia en cualquier unidad de la persona, aun cuando incluya particiones,
oscuridades, requeriría de su destrucción analítica. Al menos Freud disolvió la
omnipotencia del pensamiento, para usar una de sus metáforas. Todo análisis empieza
con la primera división, con el doble que anuncia la verdadera nada. Y si la filosofía
pudo ser, en algún momento, aspiración a la unidad, o sea omnipotencia que reniega
de su divisibilidad, si pudo soñar que era incluso “el arte del diálogo interior”, como
dijo Schelling, este mismo pensó también en el interlocutor inaccesible, en el fantasma
que está afuera del alma pensante. ¿Y dónde se torna evidente la división, sino en el
tiempo vivido?
Como preguntaba Henri Michaux en su primer libro, para no responderse
nunca en las docenas de libros por venir: “¿Quién fui?” De manera semejante,
Schelling ve la duplicación asimétrica, aunque sin angustia, en el pasado que vuelve. En
un extraordinario proyecto de libro inconcluso titulado Las edades del mundo, donde
todos los capítulos se llaman “El pasado”, Schelling anotó: “El pasado es conocido, el
presente es constatado, el futuro es presentido”. Lo que parece una afirmación
aceptable, pero supone la inquietante continuación: “Lo conocido es relatado, lo
constatado es expuesto, el futuro es profetizado”. Sin embargo, lo aparentemente ya
adquirido, “el pasado”, lo que se conoce y se podría por ende contar, resulta imposible
de superar. Ningún saber lo alcanza a conocer. Y Schelling, que empieza desde el
primer pasado que se pueda pensar, abandonará el libro. Las palabras habrían dicho
fácilmente el presente, lo habrían duplicado en el instante, en el acto, repitiendo “yo”,
“aquí”, “ahora” y luego las cosas. Las palabras no hubiesen dejado de adivinar el
futuro, preguntando y preguntando: “¿qué haré, en qué el tiempo me habrá de
convertir?” Pero saber el pasado era un absoluto; lo no sabido y lo inaccesible tenían
ahí su imagen muda. Con un optimismo indagatorio que todavía subsistirá en las
descripciones analíticas del alma, Schelling aclara: “Se impone una distinción entre lo
que debe ser llevado al recuerdo y lo que incita el recuerdo; entre aquel que encierra
la respuesta a toda pregunta y ‘otro’ que hace surgir las respuestas; ese ‘otro’ es libre
con respecto a todo pero está atado por el principio más interior y no puede
considerar nada como verdadero sin la aprobación de ese testigo. En cuanto al
principio más íntimo, originalmente está atado y no está en condiciones de expandirse;
pero gracias al otro, se vuelve libre y capaz de abrirse en su presencia”. El que hace
surgir las respuestas, el que mira hacia atrás en el vidrio del recuerdo, es el que piensa,
o más bien el que sabe, el que cree; y en primer lugar cree estar consciente de lo que
piensa. El “otro”, con las curiosas comillas de Schelling, tiene todas las respuestas pero
está atado, no puede abrirse si no es interrogado. Es algo que alguien pudo llamar
“más íntimo en mí que yo”. Sólo que no es la luminosa autonomía que un griego
quisiera conocer de sí, no es el resultado de dominarse y deleitarse a la vez, sino que
es algo perdido y atado, la vieja alma hecha demonio que habla todavía, pero con voz
lejana, incomprensible, y predice lo que espera ser desatado. Pero, ¿qué pasaría si se
recordara, si se abriera ese otro en presencia de aquel que hace las preguntas? Desde
un costado afirmativo, Schelling contesta: “Tal es la razón por la cual el uno y el otro
aspiran a separarse, uno para recobrar su libertad primitiva y revelarse a sí mismo, el
otro para recibir lo que aquel está en condiciones de dar y para volverse también,
aunque de otra manera, aquel que sabe”. El otro interior –¿el alma inconsciente?–
sabe pero no dice lo que sabe, de hecho sabe todo, de modo absoluto, mientras que
aquel que recibe, el que recuerda, aspira al saber. Defino pues la filosofía idealista:
hacer consciente lo que se sabe sin conciencia. La palabra negativa freudiana, su
sustancialización, por supuesto, ya está presente en Schelling, el “inconsciente” debe
ser interrogado y traído a la luz. El amor al saber consiste en la liberación del alma.
Pero más allá del amor, está el fondo mismo de lo absoluto, la última meta, la división
sin retorno, donde se adivina, porque no es algo que se pueda contar ni mucho menos
constatar, la inconsistencia del saber al mismo tiempo que la inexistencia material del
alma.
Si el alma antigua, por momentos, parecía buscar las condiciones más
favorables para la realización de sus facultades, el acto feliz de sus potencias, lo que
ahora yace encadenado no mueve a su otro sólo para satisfacer un impulso imposible
de pensar. Más allá de la satisfacción, deseada o soñada, acaso inaccesible, está la
vibración de fondo de eso que Freud llama “el aparato anímico” y que son las viejas
partes del alma bajo metáforas mecanicistas. Pero lo importante es que no habría,
como en Aristóteles, sólo dos secciones anímicas, la argumentativa que quiere el bien,
que dirige las acciones con palabras, y la pulsional –denominación tan anacrónica
como mendaz, puesto que lo “instintivo” pertenecería más bien al cuerpo, si es que un
griego hubiese llegado a postular su existencia– que busca satisfacer apetitos o
ejercitar un talento. Ahora hay otras sombras en el aire enrarecido de la psyjé y su
soplo no apunta sólo en dos sentidos. Como si el politeísmo reprimido, sofocado
incluso ya con el nacimiento de la filosofía, pudiese retornar en una clasificación
metafísica de los espíritus que agitan un cuerpo moderno, ahora se multiplican las
entidades y se liberan variadas fuerzas interiores, aparecen y persisten o bien
desaparecen en un torbellino de pronombres: yo y no-yo, eso y ello, el otro y el ego…
Pero lo que se mantiene es la línea del deseo, insatisfecho y ocultado, sepultado en las
formaciones que el yo, el alma que habla, ve como a través de un vidrio empañado. ¿O
en un espejo? Sin embargo, hay una tercera sombra, la más oscura, la más originaria,
que no se esclarece con palabras ni tampoco fogonea la persecución del deseo, sólo se
repite y hace que se repitan cosas. ¿Podrá ser otra figura de lo que Platón, siempre
más complicado que su díscolo discípulo, situaba en el timo? Ni el alma sexual ni el
alma cerebral, a las que podían unir por momentos las palabras, las alas de una
especie de sublimación, para seguir con mis anacronismos, sino la función repetitiva de
lo viviente, el puntazo en el plexo solar que anticipa su principio de inestabilidad al
mismo tiempo que atestigua un estado estable, ilusorio, por medio de esa misma
repetibilidad.
Freud, en Más allá del principio del placer, intenta explicar ese placer de
repetir, que se obstina en volver a traer, en representar un hecho displacentero. ¿En
qué parte del alma se aloja, o bien qué pieza del aparato sería, o bien a qué fuerza del
motor anímico obedece eso que llama “compulsión de repetición”? No responde a la
búsqueda del placer, no pertenece entonces a la instancia del deseo, no está en el
alma irracional, y aunque se opone al yo, o más bien se separa del yo, no se puede
decir que sea simplemente su inversión ni su suelo ignorado. Pero de todos modos es
una tendencia, un resultado de impulsos, un resto demoníaco, forma parte de las
huellas ausentes en cuyo lugar surge el pensamiento. ¿A qué tiende el alma, el
espectro de una fysis, que no sea una meta placentera? Freud escribe: “Si existe un
‘más allá del principio del placer’, por obligada consecuencia habrá que admitir que
hubo un tiempo anterior también a la tendencia al cumplimiento de deseo”. La
repetición de una frustración de deseos, la regresión anterior a cualquier recuerdo, en
la medida en que no buscan el bien, es decir, el placer, exhiben su costado
“demoníaco”. ¿Será que la vida –su agitación, excitación y satisfacción incesantes–
quiere volver a su estado estable, o sea la muerte? “Si nos es lícito admitir como
experiencia sin excepciones que todo lo que vive muere, regresa a lo inorgánico, por
razones internas, no podemos decir otra cosa que esto: La meta de toda vida es la
muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo”. Y si la vida
es un desvío de la materia que busca retornar a la estabilidad, a la simplificación
informativa, también el alma, o las palabras que piensan, quisieran apuntar al silencio
inorgánico, volver al cuerpo inerte que pusieron en movimiento para llegar a una meta
inaccesible. Pero el placer sigue ahí, schopenhauerianamente ilusorio, para que el
individuo anhele lo que no quiere, se reproduzca y la voluntad de vida continúe, oscura
e ignorada, más potente cuanto menos consciente. La represión de estas tendencias,
tanto de la que quiere aquietarse hasta la muerte, hasta volverse materia inerte, como
de la que quiere perseverar en su movimiento incesante, reproducirse, satisfacerse en
su persistencia, debería explicar “lo más valioso que hay en la cultura humana”. Pero la
represión es imposible, o bien interminable, y en el fondo es un desvío nada más. A
ese desvío de la materia en los organismos le siguieron desvíos de plantas y animales,
la división sexual de estos últimos, y luego el desvío de una conciencia que fabricaron
las palabras. Acaso somos vanas formas de la materia, como dijo un poeta, y aun así
esa materia pudo inventar el alma y también los dioses, y elevar al vacío del espacio, a
la materia muda del cielo, el orgullo perecedero de haberlos inventado. Y si no hay
nada, si la nada es, también “lo más valioso” irá en busca de su aniquilación, la cultura
querrá ser finalmente presa del olvido.
¿Habrá algo que no sea materia en el seno mismo de un organismo material? El
divino Platón acude en ayuda del positivismo, reencarnándose en un curioso biólogo
del siglo XIX, llamado Weismann, que es evocado así: “A este investigador se debe la
diferenciación de la sustancia viva en una mitad mortal y una inmortal. La mortal es el
cuerpo en sentido estricto, el soma; sólo ella está sujeta a la muerte natural. Pero las
células germinales son potentia inmortales, en cuanto son capaces, bajo ciertas
condiciones favorables, de desarrollarse en un nuevo individuo (dicho de otro modo:
de rodearse con un nuevo soma)”. Finalmente, el alma, lo que escapa del destino fatal
del soma, residía en la parte baja, sin reflejo, sin pensamiento, reprimida por su
duplicación ilusoria en la inexistencia de las palabras. Finalmente, el alma era
espermática y placentaria. El alma busca su meta y su descarga como un falo inmortal
que brilla en la noche oscura del plasma somático. Y sin embargo, de algún modo el
cuerpo impulsa su propio goce, su repetición que no reproduce nada, su partición en
materia, la reducción a cero de la ansiedad y el movimiento, un silencio más callado
que la noche sexual. Algo, que no es inmortal ni pertenece del todo al destino del
cuerpo, quiere su destrucción, como si el cazador, que es un desvío en la vida de la
presa y un atajo hacia la muerte, de pronto soñara que es cazado, desgarrado y
despedazado, y cumpliera así el deseo de la repetición absoluta, no más allá del placer,
sino antes de cualquier tendencia.
Aun así, la mitad busca la otra mitad, ¿buscará el alma ser un cuerpo tal como
el cuerpo busca el final de su movimiento en la muerte? ¿Y acaso no busca el alma ser
reconocida como cuerpo en la incompletud de otro cuerpo, espejo de su propio
desdoblamiento? Freud cita a Platón, traducido por el insigne Willamowitz-Möllendorf:
“El seccionamiento había desdoblado el ser natural. Entonces cada mitad, suspirando
por su otra mitad, se le unía: se abrazaban con las manos, se enlazaban entre sí
anhelando fusionarse en un solo ser…”. Y aunque las posibilidades del mito que cuenta
Aristófanes en El banquete sean tres (hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer),
la gran división pareciera ser la bipartición sexual, como si la mujer (que no existe, al
igual que todos los universales) fuese el alma del hombre y el falo (¿signo de algo?)
fuese el alma femenina. Entonces, el alma que habla sería un órgano erguido
simplemente, y el alma callada del impulso, aquello que salta por encima de la división
originaria. Alma extática que se extingue con la cumbre de la excitación: “Todos hemos
experimentado que el máximo placer asequible a nosotros, el del acto sexual, va unido
a la momentánea extinción de una excitación extrema”.
La memoria del placer es una huella que las palabras ponen en el futuro como
si la felicidad tuviera la forma de una profecía. Pero al final de la noche, Sócrates sigue
hablando como si su demonio parlanchín no tuviese término. ¿Alguna conclusión?
También el amor al saber es una desatadura del hálito íntimo, como el análisis de la
psyjé es un deseo de llevar lo no sabido al amor de la lumbre, antorcha del banquete
donde prosigue sin pausa “el arte del diálogo interior”, según Schelling. El alma no es
un personaje en ese diálogo, sino la cosa de la que se habla, lo que se diluye con el
final de toda conversación porque ninguno de los participantes la llega a decir. El alma
era el deseo, el sueño y la muerte, el centro vacío de una circunferencia invisible, el
punto que no ocupa ningún lugar en el espacio, pero de donde parten infinitas líneas.
El alma, antes fálica, se ha vuelto excrementicia, como la caca –“Kha-Kha”– espiritual
de Artaud que evocaba el reino egipcio de los muertos; lo prueban su desaparición en
el amor al saber y su subsistencia en las charlatanerías de la mente. “Alma” es una
palabra que no se refiere a nada. “Psique”, lo mismo; “aparato anímico”, lo mismo;
“yo”, ¿quién sabe?

Libros citados
Aristóteles, Magna moralia, Losada, Buenos Aires, 2004.
Freud, Sigmund, “Lo ominoso”, en Obras completas, t. XVII, Amorrortu, Buenos Aires,
1979.
………………………, Más allá del principio del placer, en Obras completas, t. XVIII,
Amorrortu, Buenos Aires, 1986.
Schelling, F.-W., “Investigaciones filosóficas sobre la naturaleza de la libertad humana”,
en Essais, trad. al francés de S. Jankélévitch, Aubier, París, 1946.
…………………….., “Introducción” y “El pasado”, en Les âges du monde, trad. de S.
Jankélévitch, Aubier, París, 1949.
La exhibición del yo o el vacío del lenguaje

De alguna manera, nombrar algo es iniciar un discurso y también interpretarlo


a partir de ese origen. Así, un dilema debería remitir a una bifurcación de caminos, es
decir, una alternativa: o esto, o lo otro. Y si ahora pensamos en una “tentación
subjetivista” será que tal vez exista otra tentación a la que podríamos llamar
“objetivista” y que acaso esté ausente en estos debates. Esa tentación oculta es fácil
de denunciar, aunque su presencia sea tácita. Se trata de lo que suele llamarse
“ciencia” y que hoy nos ofrece su áspera cara de formularios y formatos, trámites y
camuflajes para que toda elucubración cultural pueda venderse como “conocimiento”.
Sin duda, en cierto modo, lo es, pero está muy lejos de ser objetivo. ¿Y por qué habría
de serlo? ¿No está construida toda nuestra historia, la filosofía, la literatura, sobre
sujetos o sobre invenciones de sujetos? Lo único objetivo en ese terreno sería el afán
de imponerse como conocimiento más objetivo, es decir, más real que otros. Voy a
decir dos frases que cierran la tentación del objetivismo y que pertenecen a alguien de
gran influencia en la actualidad, y que sólo aspiraba a un saber que al fin pudiera
librarse de la religión. Empresa ardua, porque sólo el no-saber se aparta de la religión y
en ese mismo acto se confunde con la mística, lo que está más allá del lenguaje.
Primera frase, entonces: “La ciencia es una fantasía.” O traducido de otra forma: “La
ciencia es un fantasma.” ¿Qué quiere decir, aparte del tono siniestro que tiñe un
espíritu que atraviesa la historia más cercana y se vuelve técnica de aniquilación?
Quizás que la ciencia, ese conjunto ansioso de técnicas de lenguaje, clasificaciones,
experimentos, es una perversión inconfesable o un sueño que el deseo fabrica para
liberar las fuerzas que el mismo imperativo de conocer habría oprimido. En resumen,
la ciencia sería una fantasía sexual, que fabrica lo real para satisfacer el deseo de
saber. Deseo que, como se sabe, es una pulsión infinita, mortal a fin de cuentas. Y aquí
llego a la segunda frase del mismo autor, que debo parafrasear así: “La prueba de lo
real es su incoherencia.” Que la realidad –los átomos o las células, esa cosa extraña
llamada “materia”– es coherente sería precisamente la fantasía de la ciencia. Todo
saber que se presenta como coherente, lenguaje autorreferido, postula una realidad.
Pero lo real es otra cosa, o más bien no está en ninguna cosa. Lo real no es un “esto”
que se levante ante nuestros sentidos, que por otra parte distan mucho de ser
instrumentos de medición de algo que esté afuera de ellos. Pero dentro del lenguaje,
entre las creencias y saberes, entre la tentación subjetivista del yo que modifica el
mundo que conoce y la tentación objetivista de poner en el mundo una consistencia
que no deja de ser interna, hay huellas, rastros, agujeros podríamos decir. Esa
incoherencia, rasgadura del velo, prueba lo real, aunque a la vez indique su carácter
inaccesible o intransmisible, que viene a ser lo mismo. El autor de nuestras dos frases
no es Gorgias, y por lo tanto no dice que nada existe, que si existiera algo no lo
podríamos conocer, etc., sino que, inventando una palabra o citando a un filósofo
bastante subjetivo que se hizo su propio idioma, dice que lo real ex-siste, casi
etimológicamente: está afuera. Afuera de la palabra que lo dice. ¿Cómo puede decirlo
entonces? Por la arbitrariedad, por su incoherencia.
Volviendo a la tentación que nos ocupa, tal vez se resume en una sola palabra,
la más enigmática de todas en todas las lenguas del mundo, la palabra “yo”, cuyo
fantasma aparece, brilla y espanta al mismo tiempo, en el presente. Como si en la
esfera de las pantallas y el mensaje instantáneo, de repente, aquello que falta, o sea la
referencia a alguien en forma de huella física, inscripción, rasguño en la materia rasa,
retornara con intensidad inusitada. El crítico literario Alberto Giordano ha detectado
un conjunto de escrituras que obedecerían a lo que llama “el giro autobiográfico de la
literatura argentina actual”, aunque no se le debe escapar que esa centralidad del yo
en tantos relatos también es un fenómeno masivo, como en los blogs que construyen
la ficción de un navegante y su registro, o más aún en los fotologs, donde la técnica de
la fotografía debería dar pruebas de que alguien existe.
Sin embargo, el efecto de que el sujeto vuelve como si en una etapa hubiera
estado eclipsado, escamoteado acaso por la tentación objetivista, se debe a cuestiones
del gusto, una manera lábil pero certera para seguir las variaciones de la época, que
ocultan la repetición de lo idéntico. En el último de sus cursos del Collège de France,
Roland Barthes esboza una “tipología histórica de las escrituras, en función del Yo,
pronombre del Imaginario”. Y entonces anota en las fichas de su clase: “1. El Yo es
detestable → Clásicos. 2. El Yo es adorable → Románticos. 3. El Yo es demodé →
‘Modernos’. 4. Imagino un ‘Clásico moderno’ → el Yo es incierto, está fraguado”. Con
esta taxonomía Barthes también se debate contra la imposición de una impersonalidad
de la literatura, donde la lengua habla o hace hablar, y que de Mallarmé a Blanchot
insistía en proponerse al pensamiento de la escritura. No todo lo no-impersonal sería
personal, y por ende desdeñable. Barthes anota: “el arte puede ponerse en la
fabricación misma del individuo; el hombre se opone menos a la obra si hace de sí
mismo una obra”. Para convertirse en obra, alguien tiene que hacer de sí mismo un
objeto, es decir, lo que se tiene delante. Pero si el pronombre “yo” no designa sino a
cualquiera que asuma la instancia de enunciación, y si la obra se hace en el lenguaje,
en un habla, ¿cómo podría el hablante enfrentarse al “yo”? La historia ha fabricado
palabras para nombrar esa escena imposible, aunque necesaria, y la llama
“especulación”, “reflexión”; la mitología, acaso más precisa, la adjudicó a un
personaje, Narciso, en cuyo triste final se revela también el peligro de mirar el “yo”
como imagen, como objeto. Sin embargo, la filosofía, que es al mismo tiempo la
historia de un lenguaje y una colección de mitos, ha pensado reiteradamente en la
escena de un sujeto enfrentado a un objeto. Y ocurre que desde entonces la cosa ya no
está presente para el sujeto, sino como fenómeno, algo que aparece ante los sentidos
pero cuya unidad es una conjetura. Las aporías de la certeza sensible son el punto de
partida de un libro célebre, la Fenomenología del Espíritu, donde Hegel explica el
carácter vacío, universal pero no esencial, de las comprobaciones inmediatas de los
sentidos. Los ejemplos de Hegel son dos, en principio, el “ahora” y el “aquí”. ¿Qué
significan estos adverbios? Propiamente nada, sino una ubicación de tiempo y lugar
relativa al “yo” que habla. Pueden reducirse ambos, como toda certeza sensible, a un
“esto”, lo que tengo adelante. Surge entonces la pregunta: ¿qué es el esto? Que
esconde otra, menos hegeliana: ¿puedo ser un esto? Hegel responde más bien así: “si
la tomamos [a la pregunta] por el doble sentido de su ser como el ahora y el aquí, la
dialéctica que lleva en él cobrará una forma tan inteligible como el esto mismo. A la
pregunta de ¿qué es el ahora? contestaremos, pues, por ejemplo: el ahora es la
noche”. Lo que está frente a la certeza sensible, la cosa percibida, bajo la modalidad
del tiempo, es el “ahora”. Hegel propone el ejemplo de un “ahora” determinado, la
noche. Si el ahora o lo que está ante mí es la noche, ¿cuál sería la verdad de tal certeza
de lo perceptible? Bastará una simple conservación de la proposición que anuncia esa
verdad para mostrar su vacío. Dice Hegel: “Escribiremos esta verdad; una verdad nada
pierde con ser puesta por escrito, como no pierde nada tampoco con ser conservada.
Pero si ahora, este mediodía revisamos esa verdad escrita, no tendremos más remedio
que decir que dicha verdad ha quedado vacía.” No es que se anule el ahora de la
noche, que sigue haciéndose pasar por lo que fue, un esto sensible, pero se muestra
como lo que no es: “ahora” no es noche, aunque tampoco día. El ahora sería, dice
Hegel, “algo negativo en general”. Su esencia, más que referirse a las cosas, remite al
carácter universal del lenguaje: “ahora” es todo lo que no es “ya” ni “todavía”; “aquí”
lo que no es “allá” o “más allá”; “esto” no es “aquello”; “yo” no es el interlocutor de la
frase presente. No obstante, la negación misma pertenece a la enunciación: el que
habla niega y así delimita su hic et nunc. El ejemplo hegeliano de la escritura de alguna
manera sugiere que entre el habla, la frase dicha “ahora”, y el vaciamiento de la
certeza sensible por la determinación universal del lenguaje no habría diferencia
Aunque diga: “ahora son las 15 hs. y 2 minutos de este día en este lugar”, antes de
terminar de decirlo ya es un hecho pasado que se instauró como negación del minuto
1 y del minuto 3, como negación del día y del lugar. Por lo tanto, decir “esto es” no
deja de traducir la determinación puramente negativa del saber sensible. Lo singular
precisamente se escapa de esa certeza, la percepción del árbol no conoce tanto la cosa
cuanto su posibilidad negativa: “este árbol” no es todo lo demás. El “ahora” y el “aquí”
se mantienen, pero no son lo inmediato, sino algo mediado, cuya consistencia
depende de la negación; dice Hegel: “permanece y se mantiene por el hecho de que
otro, a saber, el día y la noche, no es”. El “ahora” sigue existiendo, pero su ser es
“indiferente hacia lo que sigue sucediendo en torno a él”. La verdad de la certeza
sensible, entonces, se basa en ese conjunto de indicaciones que señalan cualquier cosa
que esté a su alrededor. ¿Pero cuál es el centro de ese entorno, en otros términos,
cuál es el centro de la deíxis y la referencia? Aquel que supone un saber sensible, el
que habla. Hegel prosigue: “La fuerza de su verdad reside ahora, pues, en el yo, en la
inmediatez de mi vista, de mi oído, etc.; la desaparición del ahora y el aquí singulares
se evita porque yo los tengo. El ahora es día porque yo lo veo; el aquí es un árbol por lo
mismo.” Sin embargo, la persistencia de ese yo es igualmente equívoca y abstracta,
puesto que es cualquiera que hable. No es posible suponer la singularidad, como si se
tratara de un yo particular, sino es desde un yo hablante, es decir, universal. La
lingüística nos enseñó hace mucho que el “yo” no se diferencia tanto de otros deícticos
dentro del aparato formal de la enunciación. Si todo lo existente fuera lenguaje y si lo
real se adecuara al lenguaje, no habría otro saber que este principio de la referencia, y
cuya verdad puede enunciarse, menos paradójicamente de lo que parece, en forma
religiosa: “Yo soy el que soy.” Ninguna biografía, ningún cuerpo parece capaz de
atravesar la coherencia tautológica de esta frase. Para poder llenar el vacío del sujeto,
Hegel postuló otra existencia que no es el cuerpo ni el lenguaje que lo hace hablar, y la
llamó “el espíritu”. Lo que lo condenó al asedio perpetuo de la fantasía y el fantasma
de la ciencia, en busca de la coherencia absoluta.
Ahora, que no es de noche, sino el presente de la época, quizás más
incomprobable y oscura que la intransmisible noche de Hegel, sólo tenemos dos
materias: el cuerpo y la palabra, el orden de la extensión y el orden del pensamiento, y
un extraño monosílabo que pareciera conectarlos, tal vez engañosamente: “yo”. ¿Se
trata en verdad de un universal abstracto que no se diferencia de cualquier “esto”? ¿Es
una postulación, una suposición insostenible? El empirismo, que es la reducción al
absurdo de la certeza sensible, ha demostrado que sólo un abuso subjetivo puede
fundar la unidad del yo, como lugar donde se reunirían las sensaciones, su aparición y
desaparición aisladas. Para unir los dos ahoras, la noche y el día, como sensaciones
verdaderas, habría que suponer la continuidad entre ambas enunciaciones, de manera
que el yo que habló en la noche fuera el mismo que el lector diurno de la frase escrita
por el primero. Pero si el “yo” es un “esto”, no puede ser un contenido afirmativo, sino
que es un “no-todos-los-que-no-hablan” ahora, aquí. Si digo “pienso, luego existo” y
afirmo la continuidad de mi pensamiento, he postulado antes un yo que piensa. Se
piensa, y eso no garantiza la unidad de un sujeto.
Quizás en el presente, más que nunca antes, se ha percibido el carácter
abstracto y vacío de la referencia. Se dice desesperadamente “yo” en todas las esferas
accesibles, pero no hay allí una determinación particular. ¿Qué le hace falta a un yo
para ser una obra de arte, si llamamos así a un grado máximo de particularidad? Algo
que pertenece menos a la filosofía, que a pesar de todo sueña con continuidades, que
a la literatura: el nombre, sonido que exhibe una deíxis de la diferencia sin tener
contenido semántico. Se trata de una clase de palabras transparentes e intraducibles a
la vez. Justamente los nombres propios permitieron el desciframiento de los
jeroglíficos porque no significan, y pueden pasar letra por letra a otra lengua.
En una refutación del tiempo, que encubre a la vez una refutación de la identidad
individual, es decir, que el yo de un punto en el aquí y ahora pueda ser la continuidad
del yo de otro punto, Borges acumula filosofías que niegan la persistencia de toda
sustancia. Sólo en la imaginación algo parece que prosigue, que existe. El tiempo,
pensado como flujo continuo, es obviamente una imagen. Pero toda figura puede
analizarse, descomponerse en sus elementos mínimos, hasta revelar la negatividad
que la recortó contra un fondo oscuro. Borges cita entonces, entre una multitud de
nombres y de párrafos casi siempre elegidos por su rareza, por su eficacia antes que
por una supuesta verdad o coherencia, los “dilemas” de Sexto Empírico sobre el
carácter insustancial, inasible de la serie temporal, ya que la serialidad implica ese
vaciamiento del tiempo. Sólo en las matemáticas, o más bien para los matemáticos,
contra los cuales escribe Sexto Empírico, un número naturalmente sigue al otro. Sexto,
cuyo nombre parece reaccionar contra un sentido serial, de orden, según Borges,
“niega el pasado, que ya fue, y el futuro, que no es aún, y arguye que el presente es
divisible o indivisible. No es indivisible, pues en tal caso no tendría principio que lo
vinculara al pasado ni fin que lo vinculara al futuro, ni siquiera medio, porque no tiene
medio lo que carece de principio y de fin; tampoco es divisible, pues en tal caso
constaría de una parte que fue y de otra que no es. Ergo, no existe, pero como
tampoco existen el pasado y el porvenir, el tiempo no existe.” La argumentación se
parece al vaciamiento hegeliano de la certeza sensible, para la cual sólo el ahora existe
pero cuyo único valor sería negar el instante anterior y el que vendrá y por lo tanto
apenas afirmaría una suposición o enunciado sin mantener ningún contenido. Borges
solapadamente refuta el argumento de la división infinita de una experiencia del
tiempo en innumerables “ahoras”, instantes inasibles, que serían innumerables “frases
dichas” en un punto. Argumento que por otra parte ignora la temporalidad del
lenguaje por la cual toda frase dejaría escapar siempre su “ahora”. Si digo “el ahora es
la noche”, desde el momento en que pronuncio el adverbio de tiempo sustantivado
hasta la tercera persona del singular del filosófico verbo “ser”, ese ahora ya es otro.
Para Borges, en cambio, la negación del tiempo, lógicamente posible y hasta necesaria,
busca intensificar una experiencia del instante. No podría haber partes de algo que no
existe, el tiempo, pero si ese imaginario del continuo no existe, entonces el “ahora”, el
“ya mismo”, el “esto” se vuelven la totalidad de lo que hay, al menos en los instantes
extáticos que intenta describir Borges, casi inefables, pura figura y pura literatura, y
que por eso mismo tensionan e intensifican la lengua. Apenas si se los puede titular:
“sentirse en muerte”, “sentirse fuera del tiempo y del lugar”, “no ser quien se es”, etc.
Sin embargo, Borges es lo suficientemente incoherente para percibir el imperio, tal vez
siniestro, de lo real, y su bello paseo por las negaciones librescas de la individuación y
del tiempo concluye así: “Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo
astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (…)
no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo
es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el
río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume,
pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy
Borges.” En este rapto lírico de paralelismos y emblemas –el tiempo que es río, tigre y
fuego–, hay algo que se añade al yo como punto que determina la temporalidad. El
mundo se hace real porque un yo determinado le pone un límite; los límites de su
lenguaje, como diría Wittgenstein. Pero el carácter irreversible, el avance del tiempo
sólo pueden aparecer ante un yo que muere, que tiene un nombre cuyo sentido
referencial se habrá de perder, salvo que exista otra cosa designada por ese mismo
nombre: la obra. La supuesta salvación por la escritura, así como otros elementos
trascendentales de la literatura, la posteridad por ejemplo, no hacen más que subrayar
los vestigios de religiosidad que aquélla contiene. Sacralización más o menos laica, más
o menos combatida o alentada por los escritores modernos y que se liga a la práctica
de la firma. ¿Qué es un nombre puesto en un escrito? No se trata solamente de una
función, la del autor, que cumple un papel de ordenamiento, un modo de circulación
de las palabras, que prescribe lecturas. Como decía Blanchot, la obra sólo termina con
la muerte. Un nombre propio, en una de las últimas y acaso irreductibles prácticas
religiosas que aceptamos, es lo que se pone en una lápida, sobre las tumbas, donde se
ha enterrado el cuerpo de alguien que ya no podrá decir “yo”. No obstante, el “yo,
desgraciadamente, soy Borges” que acabamos de leer recobra su posición de hablante,
al menos en el espacio literario. ¿No será eso la literatura, el sueño de seguir hablando,
de que siga funcionando un yo pero no cualquiera, no el punto abstracto de cualquier
aquí y ahora, sino el que particularmente tuvo un nombre, vivió y murió? Así se
evocaría la función del antiguo epitafio, forma mínima que contiene toda la absurda
pero necesaria pretensión de la poesía, donde un yo interpela y le suplica al
caminante, al lector, que recuerde su nombre. Para los griegos, era tan importante el
nombre que la obra podía no existir. Importaba la perduración del propio nombre y lo
mismo daba incendiar un templo, conquistar un país, gastar la fortuna en la estatua
sepulcral o escribir un poema. Borges, en cambio, como muchos otros autores
modernos, concibe una suerte de espíritu literario que no le pertenece a nadie y que
estaría constituido por todos los textos que alimentaron e incentivaron el placer de
leer. Esa abstracción, cuya intensidad o concreción estaría dada por la pasión de un
lector, podría sugerir proyectos como el de Valéry: escribir una historia de la literatura
universal sin nombres propios. Pero Borges sabe bien que el espíritu no avanza, ni
siquiera se puede decir que exista –la literatura– salvo en el deseo que despierta.
¿Hacia dónde podría dirigirse esa historia de una literatura sin nombres, si Petronio se
reencarna en Joyce y Sexto Empírico renace en Buenos Aires con el nombre de
Macedonio Fernández? Sólo lo particular, la desgracia de lo particular puede salvarse
en la literatura, consuelo secreto o promesa de felicidad.
Alguien que es casi puro nombre, con una obra exigua aunque intensa y
profusamente leída, quizás pueda ayudarnos a pensar la función del yo en el espacio
literario. Porque no se trata allí de la función meramente lingüística, que Benveniste
definía así: “yo se refiere al acto de discurso individual en que es pronunciado, y cuyo
locutor designa”. Aunque también agrega, y por eso acaso sea el único lingüista
excepcionalmente fructífero para pensar la literatura, que por ese recurso autista o
tautológico del discurso se introduce la subjetividad en el lenguaje, y dirá “que no hay
otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que así da él mismo sobre sí
mismo”. La literatura explota esa restricción y esa posibilidad: sólo “yo” puedo decir
quién soy o qué soy. Pero sucede que si la obra debe ser pura diferencia para ser
atendida, para que el transeúnte se detenga en ella, primero habría que desprenderse
de las identidades predeterminadas, de todo aquello que en el lenguaje se repite y se
organiza para imponer la reproducción de lo mismo. Decir “yo” con la fórmula
mayestática de la autoridad se vuelve una pretensión excesiva que ya no significa
nada. Sólo el adverbio “desgraciadamente” inserto en la frase “yo soy Borges” nos
hace sentir una presencia singular, al menos por ese instante en que suspendemos
nuestra incredulidad y nos entregamos al placer literario. Ese instante en que creemos
oír la voz del otro, cuando somos afectados y sentimos ese afecto hacia los escritores
amados. El escritor al que aludía, de una obra breve y repentinamente abandonada a
su suerte, es Rimbaud, quien hace su entrada en el combate de las subjetividades
literarias con la afirmación: “Yo es otro” (“Je est un autre”). Una frase de construcción
extraña, que fuerza la sintaxis normal y normalizadora del francés. No dice “Yo soy
otro” (“Je suis un autre”), como quien hablara de una renovación, de la vida nueva que
parece prometer la escritura y que tanto la emparenta con los discursos de la
redención. Tampoco dice “el ‘yo’ es otro” (“Le ‘moi’ est un autre”), como si fuera la
imagen del sujeto de pronto apartada de sí y vista especularmente, en su otredad. Sino
que es el “yo”, sujeto de la acción verbal, el que se pone como objeto de la frase, que
abruptamente pasa a la tercera persona en el verbo. Los verbos en francés, como es
sabido, se conjugan siempre con el pronombre, por lo tanto “Je suis” o “Il est” –que en
español se traducen por medio de la simple desinencia verbal para no trasladar un
énfasis inexistente en el original, es decir: “soy” o “es”– serían las formas normales,
usuales. “Yo es otro”, en cambio, logra alterar incluso la forma más flexible del
español. Pero si fuésemos literales, podríamos incluso traducir: “yo es un otro”, no otra
cosa, algo distinto de mí, sino un ser aparte, segregado desde la frase del yo, porque
no hay otro pronombre que pueda enunciarla, aunque pensado en la otredad del
lenguaje. Allí donde se está hablando no puede estar sino otro.
En una carta, uno de los últimos escritos que publicó, Jacques Lacan, a quien
aludí sin su nombre al comenzar estas palabras, afirmó, con su agudo uso de la ironía:
“Ahí está mi ventaja sobre el hombre que piensa y no se da cuenta de que primero
habla. (…) Porque en el intervalo de la palabra que desconoce en lo que cree estar
pensando, el hombre se tropieza, cosa que lo desalienta. De manera que el hombre
piensa débil, tanto más débil en la medida en que se enoja… justamente porque se
tropieza.”. El joven Rimbaud, también en lucha contra el sustancialismo del sujeto
cartesiano, anotaba: “Es falso decir: Yo pienso. Deberíamos decir: Se me piensa. Con
perdón del juego de palabras.” Lo que podría interpretarse, antes que como ser
pensado por otros (“me piensan”), como ser pensado por el lenguaje (que me hace
hablar y por ende pensar, aunque el juego de palabras sea precisamente atender al
intervalo, insalvable, que va de la palabra al pensamiento).
Por otro lado, desde el punto de vista del tema de la poesía, como decía Barthes, el yo
entonces está pasado de moda. Rimbaud transcribe su frase anticartesiana en dos
cartas a dos quizá sorprendidos interlocutores provincianos. En una de ellas, está
después de una observación crítica que dice: “Nunca se juzgó bien al romanticismo.
¿Quién lo habría juzgado? ¡Los críticos! ¿Los románticos? Quienes prueban muy bien
que la canción muy pocas veces es la obra, es decir, el pensamiento cantado y
entendido del cantor.” La obra sería al mismo tiempo canción y pensamiento, ritmo y
búsqueda de sentido. Pero los románticos, prendados de su yo adorable y encantador,
como lo adjetivó Barthes, se dejan llevar por su ritmo, y el juego de las palabras nunca
pasaría el intervalo que las hace estallar en imágenes y acaso pensamiento. En ambos
casos, la frase “Yo es otro” va seguida de una acotación material, que podríamos
llamar una cifra de lo involuntario de la poesía. En una carta, Rimbaud escribe: “Yo es
otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, y se burla de los inconscientes
que discuten sobre lo que ignoran por completo.” Dos días después, vuelve a decir:
“Porque yo es otro. Si el cobre se despierta clarín, para nada es su culpa. Esto me
resulta evidente: asisto a la eclosión de mi pensamiento; lo miro, lo escucho; ataco con
el arco: la sinfonía hace su remolino en las profundidades o viene de un salto al
escenario.” El pensamiento se mira, se escucha, se asiste a su llegada y a su
destrucción; la materia de que está hecho, palabras en tensión, no es una cosa que
pueda moldearse. El yo, que habla, es otro porque escribe, más allá o más acá de la
voluntad. Madera, cobre, cerebro son para Rimbaud materias, a las que no puede
atribuirse una relación de causalidad con la agitación que provocan. Dejar la iniciativa a
las palabras, como dirá otro poeta que apreciaba a Rimbaud, para que se despierten
en el poema, implica entonces la anulación del falseamiento del yo, pensado como
unidad consciente que usa el lenguaje para expresarse. ¿Cómo podría, si sólo existe
por el lenguaje? Lo que hay es más bien una división permanente del pronombre en la
escritura, donde cada yo es otro y no hay discurso metódico que pueda construir la
continuidad de un sujeto pensante. La unidad del yo, entonces, es una construcción,
un “clásico moderno” según la especulación de Barthes, un yo que no busca
desaparecer en la no-persona, en el simulacro del relato impersonal, sino que se sabe
construido, forjado. Pero no se trata sólo de una construcción pronominal, sino más
bien de la fabricación de un nombre. La firma, que garantiza la serie de los textos y los
coloca bajo una autoridad nominal, vuelve a traer al escenario cierta unidad: el yo
como nombre propio nos devuelve a la teología. Pero, ¿acaso puede haber una
escritura ateológica? Lo supo Bataille: sólo hablando incesantemente de la ausencia de
Dios y la experiencia de esa nada, viviendo en un reverso exacto de la teología. Si como
decía Nietzsche en la gramática se esconde la sombra de Dios, el yo es el escondite
privilegiado de esa silueta cuyos contornos coinciden con la pretensión de existir y de
persistir. Rimbaud sería a la vez moderno, es decir que aspira a la supresión del yo
sentimental y expresivo de los románticos, y clásico, porque sabe que es inevitable
construir una imagen del yo, una figura de autor, de otro modo la literatura se acaba.
La máxima prueba de su combate contra la expresión personal en la escritura sería
finalmente su silencio, su abandono de las letras, oficio detestable, servil, indigno. Sin
embargo, la figura del poeta genial que calla, se vuelve comerciante de armas en África
y muere joven, termina siendo una construcción aún más figurativa que la simple
firma. Si la existencia del yo siempre supone la garantía del Yo supremo, sólo la
multiplicación de los puntos por los que pasa el pronombre permitiría salir de una
teología, e inventar entonces una mitología. El yo es un dios, y habría otros. El dios se
metamorfosea, padece, baila y renace. Aquel Otro con mayúscula, el Dios único, es
devorado por el yo del poema, que declara, en el libro Una temporada en el infierno:
“Espero a Dios con glotonería. Soy de raza inferior desde toda la eternidad.” El ritmo
de las imprecaciones de este yo menor, inferior, hace vacilar la persistencia de algo
que no sea su cuerpo, la materia y las palabras que lo constituyen. Con Dios, tragado,
desaparecería también el supuesto conocimiento, el fantasma de la ciencia. Rimbaud
escribe: “¿Conozco aún la naturaleza? ¿Me conozco a mí mismo? –No más palabras.
Entierro a los muertos en mi vientre.” Sin palabras, no hay sentencia, sin conocimiento
del objeto ni del sujeto, no hay imperativos de saber. Empieza la danza y termina el
infierno del cristianismo, como quería Nietzsche y como descubre el adolescente
Rimbaud fuera de toda expectativa filosófica, cuando dice: “El infierno no puede atacar
a los paganos.” Y como no se tienen “palabras paganas” para explicarse, queda
manifestar la voluntad de silencio, así la obra entera, no importa su extensión,
inconclusa hasta la última hora del yo, será la amplificación o postergación indefinida
del gesto que impulsa esta frase: quisiera callarme, no más palabras.
Lo imposible del silencio estaba ya en el mandato pagano de la filosofía, que es un
enigma de un dios mudable: “conócete a ti mismo”. Nunca fue algo posible, por
supuesto, ya que implica la proliferación de las palabras que ilustran al yo y a la vez la
conciencia de su contenido negativo. El aquí, el ahora, el yo y el esto no se refieren a
nada particular, salvo que recuerden, que lleven en su modulación y en su ritmo los
vestigios del hecho de no haber hablado siempre. Porque antes del yo, estaba la in-
fancia, zona conjetural pero no decible puesto que significa “no-habla”. Un famoso
comentarista de la Fenomenología, aunque materialista según decía, comienza uno de
sus resúmenes así: “El hombre toma conciencia de sí en el momento en que, por
‘primera’ vez, dice: ‘Yo’. Comprender al hombre por la comprensión de su ‘origen’ es
comprender el origen del Yo revelado por la palabra.” Pero Alexandre Kojève en este
punto sigue demasiado a Hegel como para invertir el hegelianismo. El yo se revela en
la palabra, es cierto, de allí su carácter teológico, como si fuese una encarnación del
espíritu, de allí también que el hombre sea el sustituto metafísico de Dios, pero algo se
ha escamoteado en esta comprensión, no todo el origen del yo está en su palabra, y lo
no dicho del origen se oculta en el nombre, el padecimiento o la danza de los linajes.
En otro pasaje, Kojève declara: “Hegel no cita pues nombres propios.” Hacer una
fenomenología de las singularidades sería entonces citarlos, extraer los cuerpos que
nacen y mueren de la esfera del espíritu revelado por la palabra. Los nombres no son
palabras. Y la pregunta “¿Qué hay en un nombre?” abre el terreno de una experiencia
interminable que postula, según Barthes, “la ciencia imposible del ser único”, y es lo
que podría llamarse el espacio de la lectura. Leer no es comprender la palabra de
alguien, sino alcanzar la incomprensión de uno mismo en los intervalos de las palabras
allí, en la página, esparcidas.
Otro poeta, también un clásico moderno porque construye un personaje que
dice yo, a la vez racionalista y distraído, suspicaz y perdido, empieza su primer libro
con un texto titulado “Quién fui”, en el año 1927. De alguna manera, entonces, Henri
Michaux jugaba con aporías semejantes a las de Borges; ambos habían nacido en el
último año del siglo XIX. El personaje principal de “Quién fui” es un yo que quiere
escribir algo, pero es permanentemente interrumpido por sus otros “yoes” del pasado,
que no quieren dejar de ser y le solicitan persistir al yo del presente. En el fondo, todo
relato donde el sujeto del enunciado coincidiera con el sujeto de la enunciación
plantearía la misma paradoja. ¿En qué podría basarse la identidad de aquel “yo” que
actúa en la frase en pretérito con este yo que escribe o piensa “ahora”? Michaux
empieza, y este comienzo lo entrega a un diálogo imposible y a lo imposible de contar:
“Estoy habitado; les hablo a quienes-fui y quienes-fui me hablan. A veces, siento una
molestia como si fuera ajena. Actualmente forman toda una sociedad y llega a
pasarme que ya no me escucho yo mismo.” Entre esos yoes, con perdón por el
barbarismo, del pasado se encuentran diversas posturas filosóficas, que le impiden al
escritor hacer su obra: hay un yo materialista, otro redencionista, otro escéptico, etc. Y
en cierto punto se identifican con los muertos, pues todos los que ya no son podrían
hablar en el yo, han dicho la palabra “yo” en su momento. Y aunque el escéptico que
una vez fue le diga al yo que “no tenemos cómo expresarnos”, o que “los hombres no
pueden entenderse”, al final de su interrupción reflexiva suplicará: “Publícame, te lo
ruego.” Ante lo cual el escritor del presente comenta: “¡Ah, es un ejemplo, qué pobres
locos hay en mí! Vivimos un año, dos años en nuestra piel común y ya me dictan la ley,
a mí que soy. ‘No quiero morir’, dice este Quien-fui. ‘No quiero morir’, ¡y sin embargo
es escéptico! Así es como nos engañamos.” La sucesión de momentos no garantiza su
unidad, no hay una sustancia que funde el continuo del tiempo, puro simulacro del
lenguaje que se articula en la sucesión. Por lo tanto, estos clásicos modernos –
Rimbaud, Borges, Michaux– construyen una figura del yo, pero sortean en lo posible la
anécdota biográfica. Y quizás lo que demostraban, que no hay tiempo sino como
experiencia interna de un sujeto, que el lenguaje es una fábrica del yo, ya se ha vuelto
un dato, y hasta un peso demasiado grave. De allí que la orden estética del presente
pareciera ser: constrúyanse una vida, con su cúmulo de anécdotas banales o terribles,
para disponer de materiales en la formación del nombre propio; o en términos que
podríamos atribuir a Baudelaire: maquíllense para seducir. La pura referencia del
sujeto a sí mismo sería la forma más ingenua, masiva por lo tanto, de responder a
estos llamados. E incluso puede depositarse en la técnica, confiando la fabricación del
yo a los dispositivos de transmisión virtual de la imagen. Menos inmediato, un yo
histérico, más cerca de la literatura, necesita hablarse, también se basa en la creencia
de la referencia auténtica, como si en sus notas, en la bitácora de la navigatio vitae
que supone un blog, necesariamente hubiese una presencia, y lo que de una vida
pueda pasar a las palabras. La literatura, como fabricación de un yo ingenuo
igualmente, se plantea desde un principio en tanto conciencia inauténtica: el yo se
refiere a sí mismo, pero consciente de su inaccesibilidad. Allí el giro autobiográfico no
es más que un tono, la fragua de una exhibición donde la obra exhibida se vela detrás
del acto exhibitivo. Es la antigua historia de los diarios y las confesiones literarias. Sólo
que ahora, en el deíctico del vacío, cuando el presente se desvanece a cada instante o
clic de las pantallas, el mundo entero se vuelve un diario íntimo polimorfo, pero ya no
hay nadie que lo lea. Los gestos de seducción son infinitos pero acaso ya no existan
obsesos que los reciban y los coleccionen. En tal sentido, si la literatura puede decirse
que sería masoquista, porque su acto es entregarse por escrito para el goce del otro, el
lector, y ostenta así el gesto de reconocer al otro, aunque no sea más que la
construcción necesaria y especular del acto de escribir, entonces la crítica, cuando
sueña con no hacer la misma operación, sería sádica: impone las leyes de lo general a
los objetos de placer de que dispone, cada cual en su especialidad y según sus
naturalezas. En la literatura, como en la obra de Sacher-Masoch, pululan las imágenes
y los contratos para hacerlas circular. En la crítica, la taxonomía y el análisis. Pero el yo
del crítico, el más velado a primera vista, ¿no es acaso por eso mismo el más
biográfico, puesto que analiza sus lecturas que son los acontecimientos de su vida? La
diferencia sería que el crítico apuesta por un solo personaje, de allí su monotonía
discursiva, sadiana, mientras que el escritor intenta repoblar lo imaginario y para ello
se arroja a incesantes metamorfosis, a lo que fue y a lo que será o podrá llegar a ser,
como en Michaux.
Ahora bien, esta multiplicación del yo, fraguada en la modernidad clásica, no
procura negar el vacío del lenguaje desde su enunciación. Sigue siendo la desaparición
elocutoria del poeta que promovía Mallarmé. Pero sucede que la expresión ha dejado
de ser un vestigio del tiempo sustancializado y se ha vuelto la afirmación universal de
su nada. El nihilismo no es un privilegio de los críticos de la metafísica, sino un dato
virtualmente generalizado. En un reciente libro que plantea, entre la ficción y el
ensayo, la imposición de un no-tiempo que sin embargo adquiere la forma del archivo
infinito, Philippe Sollers comprueba lo siguiente: “En otro tiempo se pudo hablar de
‘decadencia’, regresión, degradación, revoluciones o restauraciones, pero el término
adecuado de ahora en más es la delicuescencia. Lo que se funde, se evapora,
desaparece en el contexto líquido, como el azúcar en el agua.” Ya no se trataría de
disolver nada, puesto que toda cosa está disuelta. La disolución se impone. ¿Cómo
entonces, en el vacío del lenguaje, en el centro de su aparato que señala un punto
abstracto, colmar la irrealidad con los retazos de la así llamada “vida” y que no pueden
volverse a coser? ¿Cómo, en lo discontinuo del lenguaje, hacer un continuo que señale
la presencia, el rastro de un nombre? El giro autobiográfico, más allá de ser un simple
tema, implica este anhelo imposible de configurar con palabras ese mundo
fragmentario y demasiado personal que las palabras no dicen. Sin embargo, como diría
Wittgenstein en su momento más poético, lo imposible de decir es lo único que
importa decir, cosas como el sentimiento de ser uno mismo (que antes se llamaba
religioso), la ética o la literatura. Aunque para llenar el vacío con los vestigios o las
oscuridades que rodean y resaltan el nombre no bastaría con hablar. Por el contrario,
ese goteo sobre el nihil, la tautología y la deíxis para cambiar el sentido y sus memorias
empieza con escribir, espacializar las palabras, darles ritmo, forma y el reflejo de un
mensaje que habrá de encontrar algún día a su interlocutor, aunque éste lo espere a
una distancia infinita. Porque de esto no hemos dicho nada hasta ahora: un yo, entre
otras cosas, es el deseo de algún otro. Y si todo mensaje llega a destino, aunque
invertido, reflejado en el espejo del otro, la primera palabra sigue esperando ser
reconocida. Mucho más adelante, en el mismo libro que ya citamos, Hegel explicaba
que no se desea al otro, como un alimento o una cosa, al menos en parte, sino el
deseo del otro, ver el propio deseo reconocido en él. Por eso quisiera terminar con los
deícticos de un poeta argentino que dio en un momento de su obra cierto giro
autobiográfico, pero que atesora los blancos en la página, la fragmentación del poema,
las síncopas del ritmo para exhibir el lugar donde ese giro se hace posible. ¿Por qué su
hic et nunc puede seguir diciendo lo que dice, inscribirse como si refiriera algo, voz,
presencia? ¿Es mera creencia, ilusión que amparan las historias leídas en libros? En un
poema dice: “Es cierto que estoy aquí./ Es tangible mi tristeza.” ¿Cómo logra mantener
la fe del lector, su deseo de leer? Al final del mismo poema, se revela su teoría, la
desesperación de no hacerse entender, del entendimiento imposible: “Aquí, aquí: el
hostil insistir de unos ácidos/ desesperantes,/ de unas picaduras nuevas,/ de una
música que contrae el ya viejísimo día:/ ¡oh!// alguien o algo finge desaparecer para
nosotros,/ allí donde no podemos decir:/ ‘se muere el lenguaje’.” Un yo desaparece
con su frase, con su “ahora”, pero no es un deíctico; en el momento de su ausentarse
particular, diría otro poeta, muere una música, una insistencia, una manera del
asombro, la tristeza y la risa. La muerte que amenaza al cuerpo hablante impone en
sus palabras un temblor, una textura. ¿Qué hay en un nombre, si no podemos imaginar
que se trata de una voz, su timbre y su modulación singulares?
El poeta que cité es Arturo Carrera, quien en otro poema describe los
simulacros espaciales del deseo, cuya construcción hace vibrar la lengua. ¿Cabe el
deseo en las palabras, en el “yo quiero”, “yo amo”, más que en el “yo pienso” o “yo
conozco”? Un poema titulado “Siesta”, publicado en 1994, dispone el lugar donde ese
tiempo, la siesta –en principio semejante a la noche del ahora hegeliano–, se colma
con una voz, como en un aria de ópera. “Espacio entre los árboles”, dice. “Ellos se
estremecían,/ permanecían casi invisibles a mí/ que soy el que anhelo,/ que soy el que
quiere desconocer/ el propio mundo.” Tenemos la primera persona, pero no se afirma,
no sabe, es apenas el eco verbal, la resonancia de un espacio inmovilizado. Sólo
aquello que quiere el yo introducirá un movimiento, avanzando en el poema. Leemos:
“No sé por qué como un reflejo mío/ ella escribe sentada sobre un toallón/ de color
naranja, allá en la sombra,/ a pocos metros de mí que me repito/ dejando pasar por mí
la repetición/ entera”. La incertidumbre del yo se constituye y se hace presente no
porque se dirija al personaje femenino sino porque esa mutua escritura de dos que no
se hablan espacializa el tiempo, recubre los colores y la luz con el deseo callado, tenso.
El poeta, libre de la ingenuidad de la mera expresión, reflexiona, puesto que la
repetición lo hace dudar hasta de su propio acto, y escribe: “Un ser no se afirma
todavía en su ser”. Pero si un ser no se afirma, es porque algo, aunque no sea el uno,
atraviesa la escena. Por el momento, la simple negación de la nada. Y sabrán que en
latín non nihil quiere decir precisamente “algo”. Al menos “algo que decir” y que en
este poema es una forma del amor, la pregunta por la diferencia y el misterio del ser
amado: “¿En cuánto somos diferentes,/ ella y yo, que escribimos a la/ misma hora,
bajo la misma luz,/ rodeados por los mismos colores/ y los mismos sonidos de los
árboles?”. Pregunta sin respuesta, pero dirigida a alguien, para que éste, el fantasma
de la literatura, el ausente, lea que allí pasa algo. Si el yo era el punto abstracto donde
se abisma la referencia, sobre todo en un escrito, que por definición no sabría
conservar su aquí y ahora, entonces, ¿cómo captar al otro, al que no está hablando, un
“tú” o más lejano aún, un “él”, la persona ausente? Carrera explora dos
imposibilidades para decir al otro, en este caso más radicalmente y contra los
universales masculinos del idioma, la otra. Una manera sería la memoria de su palabra,
lo que ya dijo, que encierra también la sospecha de lo que podría decir: “¿Acaso tu
pregunta en mi recuerdo/ no encalla aún, en esa dificultad cada vez más vieja/ llamada
futuro?” La otra manera, quizá menos ambiciosa, sería la descripción de su silencio –y
gran parte de la poesía contemporánea podría también denominarse “maneras de
mirar un cuerpo ajeno”– y entonces anota: “Su mano pequeña sostiene su pequeña
cabeza;/ su puño cerrado parece golpear imperceptiblemente/ su oído izquierdo;// y
ahora abre ligeramente la mano y toma su nuca/ como si un crustáceo enorme la
ocupara. Y allí se/ mueve la luz filtrada por los árboles.” Es una epifanía, es decir,
etimológicamente, que sobre un espacio cotidiano, un gesto habitual, como el de la
mujer que piensa y abre el puño y se pasa la mano por la nuca, algo brilla, y el brillo
viene de lo alto. Ese orden epifánico, instante detenido por la mirada y mirada
atesorada en la escritura, en su ritmo, se habrá de romper cuando ella, la
contemplada, haga una pregunta imprevista: “¿No te/ enojás si me vuelvo caminando/
a casa?” El voseo aquí nos devuelve al espacio de nuestros días comunes, donde
estamos acostumbrados a escuchar el enojo, el despecho en la denegación. Entonces
aquel lugar, que parecía plenamente captable por la palabra y vivible en sus
intersticios de silencio, se desarticula como frases que se alejan del equilibrio. Más
adelante, el poeta escribe: “Ella se aleja y todo se ‘desorganiza’. Los árboles,/ que
están en el mismo lugar,/ ¿puedo decir que están en el mismo lugar?” Toda la belleza
del momento, la calma y el placer de esa siesta son rememorados por el poema, pero
no puede detener su fuga. La “siesta” fue un “ahora”, una plenitud, una expectativa
del deseo del hablante, pero ya es una palabra que se separa y se aleja para designar el
simple instante universal e inasible de cualquier habla. Así, el poema promete la
unidad entre la palabra y la cosa, o mejor aún, entre palabra y cuerpo, entre el habla y
la danza de los presentes, del mismo modo que el amor, un viejo tema lírico, promete
la unidad de dos que necesitan su diferencia y su distancia para seguirse hablando,
para sostener el inasible deseo que los mueve. El poema “Siesta” termina: “Ella camina
hacia la casa./ Conoce de memoria/ la antigua consigna de los amantes milenarios://
‘No hay placer en perfecta unión.’/ ‘No hay goce en perfecto reposo.’”
Para concluir, si el sujeto es otro, más allá del yo, puede decirse que la ilusión de un
lenguaje no vacío, una lengua de lo particular, no resulta completamente infundada. El
yo omnipresente, si se hace explícito, y pone en actividad aquello que lo define y todo
lo que ignora, lo que no sabe y lo que desea, puede dar cuenta quizás de los instantes
de unión, de reposo, imperfectos y huidizos, en que el placer y el goce se hacen lugar
en la lengua. Por supuesto, sin el ritmo, sin la ida y la vuelta constantes entre lo vacío y
lo lleno, el solipsismo y la simpatía, la distancia y la proximidad, ningún sujeto podrá
ser más que el elemento reemplazable para cumplir una función, representando así el
único papel que a todos finalmente les toca actuar, el muerto. Lo singular nunca
funciona, sino que acentúa el malentendido general. Repito al filósofo Lacan, que
habló toda su vida: “Hablo sin la menor esperanza –especialmente de hacerme
entender.” Y sin embargo, es lo que más importa hacer.

Libros citados
Barthes, Roland, 2005. La preparación de la novela. Buenos Aires, Siglo XXI.
Benveniste, Émile, 1978. Problemas de lingüística general I. México, Siglo XXI.
Borges, Jorge Luis, 1974. Obras completas. Buenos Aires, Emecé.
Carrera, Arturo, 1994. La banda oscura de Alejandro. Rosario, Bajo la luna nueva.
Giordano, Alberto, 2008. El giro autobiográfico de la literatura argentina actual.
Buenos Aires, Mansalva.
Hegel, G. W. F., 1973. Fenomenología del Espíritu. México, Fondo de Cultura
Económica.
Kojève, Alexandre, 1971. La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel. Buenos Aires, La
Pléyade.
Lacan, Jacques, 2001. Autres écrits. París, Du Seuil.
Michaux, Henri, 1998. Oeuvres complètes I. París, Gallimard.
Rimbaud, Arthur, 1979. Una temporada en el infierno. Madrid, Visor.
Rimbaud, Arthur, 1990. Lettres de la vie littéraire. París, Gallimard.
Sollers, Philippe, 2009. Les voyageurs du temps. París, Gallimard.
Una naturaleza estética

La pregunta por la existencia de algo llamado “naturaleza humana” pareciera


originada en una fecha o en una atmósfera de época que no me resulta demasiado
cercana. Ni siquiera bajo una forma nostálgica, ese aire decimonónico de un enfoque
científico y universal acerca del animal parlante sería aceptable sin grandes dosis de
ironía. De hecho, en una de las llamadas “ciencias humanas” que más soñó con la
universalidad del antropoide, del cual tomó su nombre, la “naturaleza” y lo “humano”
se oponen en un umbral donde nada circula, nada cruza sin modificarse. No habría
ningún elemento humano que fuera natural, no perteneciente a la cultura, es decir, al
lenguaje, pero tampoco habría elementos instintivos naturales que pudieran pasar a la
humanidad como conjunto. Sólo las lenguas, llamadas “naturales”, deficientes e
históricas, arbitrarias, podrían constituir una naturaleza para los seres que se
definieron por un habla que no se transmite físicamente, genéticamente. Y sin
embargo, todas las lenguas se dice que aspiran a un lenguaje universal o lengua
suprema, cuyo referente sería la totalidad de lo decible en todos los idiomas humanos
que existieron alguna vez. La materia lingüística es una sola, puesto que los fonemas
que forman las lenguas son finitos, contables, repetibles. Pero las posibilidades de las
lenguas, así como las lenguas posibles, son infinitas.
Dije que la lengua no se transmite físicamente, lo cual es falso. No es una
información corporal, dada en los genes, salvo que se crea en una condición innata
para el aprendizaje de fonemas y aglomeraciones de fonemas con referencia a cosas
no sonoras, como una disposición cerebral para procesar idiomas. No obstante, la
lengua se transmite en forma de cosas escritas, no siempre alfabética ni
fonológicamente por supuesto, sino la mayoría de las veces a través de herramientas
talladas, pinturas corporales, estructuras de clasificación de las actividades sexuales,
rayas en las paredes, manos asombradas en la oscuridad más impenetrable, etc.
Y si es que no debemos hablar de un simple animal con grandes pretensiones,
apenas puedo definir una entidad humana por su tendencia lingüística. En ese sentido,
cabe recordar que el hombre produce lenguaje como la araña secreta su tela y aun de
manera menos geométrica y racional que la conducta colectiva de las abejas
produciendo hexágonos de cera. Pero esta unidad en la secreción de lenguas no
implica una existencia, un ser sustancial que defina lo humano. La palabra
“naturaleza”, que deriva del latín de los humanistas y de los proyectos modernos de la
ciencia, me parece menos descriptiva que su traducción griega, mucho menos
definible a su vez, más plural quizás. Así, me preguntaré sobre las características de
una fysis para el anthropos, cuya existencia será tan sólo figurativa, vale decir: una
construcción que se mantenga en escena mientras se despliega el drama que estamos
produciendo y presenciando a la vez.
Los primeros griegos poco amigos de la religión tradicional hablaban de una
“fysis infinita del aire”, una vorágine de corpúsculos que formaría todas las cosas, un
torbellino de materiales y de fuerzas no perceptibles. No parecían orientar sus
ambiguas especulaciones en dirección al simple humano ni tampoco para legalizar
ciertos estados de cosas. Recién un prosaico y tardío clasificador, padre de todos los
aparatos teóricos del conocimiento transmisible, se animó a definir al anthropos como
un “animal político” o animal que piensa, no lejos de la cómica definición del bípedo
implume. La fysis, que una mirada contemplaba antes como un constante e
indescriptible fluir de fuerzas desiguales, de potencias y azares, no podía definirse. Y el
torbellino del lenguaje, su combinatoria infinita de elementos finitos, se parece a la
fysis. Los enigmas del lenguaje, las cosas imposibles que en él se encuentran unidas o
que allí se juntan con violencia, señalan hacia la imposibilidad de expresar el torbellino
originario –o la absoluta calma inorgánica originaria, da lo mismo. Sin embargo, lo
inorgánico y los animales se mueven y se agitan sin cesar, sin la más mínima tregua; el
presente inmóvil es un aliciente para seguir adelante, acechar, temer, devorar, o bien
colisionar, explotar, enfriarse. Lo único quieto de la fysis, en un momento difícil de
explicar, en ese parpadeo de la materia que un día empezó a hablar y a pensar, es el
contemplador de todo, el que intuye esos movimientos, el que se para a hacer figuras
en el suelo, el que canta solo mientras se abstrae en un páramo, el que fabrica
enigmas y los resuelve, para nada, para que el movimiento pueda ser visto desde
afuera. El valor de lo que pasa, la medida de la potencia del pasatismo característico de
la fysis, es producido en su detenimiento contemplativo.
Hago sonar ahora una nota más oscura, dentro de la ligera ironía del origen
mítico que estoy relatando, y es la siguiente: esa quietud del mono sin pelo que
silabea, que murmura, esa mirada griega sobre los brillos de la materia como si
significaran algo más, producen un anhelo de suspensión, de cese de la potencia
conflictiva, colisionante, feroz. El hombre, ¿cómo definirlo?, es el único animal que
quiere morir. En verdad, casi el único. Y de hecho, me dirán, nadie “quiere” morir, pero
cualquiera desea el fin del vértigo sin saberlo. En esta contradicción, ¿habrá algo
realmente definitorio? La alternancia de embriaguez y lucidez, de concentración y
distracción, de erección y flaccidez, ¿definirá a un animal tan particular? ¿O será más
bien un reflejo del lenguaje en el cuerpo, una eficacia simbólica sobre los órganos
demasiado humanos? Así, por momentos, queremos un sentido, una “paz entre
roturas”, según decía un poeta belga, aunque esa adquisición sea tan definitiva como
la muerte de quien la obtuviera. Porque, ¿acaso no se define el sentido por su carácter
limitado, por el punto final del discurso? La muerte le ofrece a otro, postulable pero no
existente, el sentido de una vida. De modo que, en otros momentos, queremos más
movimiento, incluso más del que puede soportar un cuerpo, buscamos lo que nunca
tendrá sentido, el lenguaje abierto en su nada de significación, combinatoria infinita,
azar y descomposición de cualquier cosa adquirida.
Por otra parte, tal vez sea una forma larvada de idealismo definir al hombre por
su habla. Miremos más bien lo que hace, porque la facultad de hablar depende
estrictamente de la cabeza: cerebro, boca, cuerdas vocales, cavidades de la fonación.
El animal que habla podría ser una cabeza parlante como en una notable novela de
Raymond Roussel donde un científico loco descubre una sustancia, o sea algo que
existe afuera de quienes hablan, capaz de hacer hablar a los muertos. Y entonces, en
una escena minuciosamente descripta, se hace hablar a los héroes de la Revolución
francesa, a sus cabezas decapitadas, que no cesan de repetir encendidos discursos
jacobinos. El habla, en su potencial repetición, encuentra su punto culminante de
eficacia con el terror. Pero el ser que se mueve y se comunica puede ser más que un
hombre. En efecto, otros animales son mucho más eficaces para comunicarse. ¿Acaso
la palabra humana no está bastante lejos de la eficacia comunicativa? Algunas
religiones y sus descendientes seculares, los filósofos, afirmaron que la palabra no
comunica un sentido, sino que traduce la esencia de la cosa. De modo que el ser mudo
de un animal, por ejemplo, se traduce a la lengua de los hombres al ser nombrado. Es
una idea bíblica, supersticiosa. Sin embargo, subraya un problema: el lenguaje humano
no es propiedad del hombre, es un virus del espacio exterior, le viene dado. Nadie crea
el idioma que lo hizo pensar. Este don, vehículo pero también lugar donde se transmite
y se produce la herencia no somática del hombre, no hace más que extrañarlo de su
ambiente, lo hace olvidar todo aquello que pudo ser anterior a su lengua. Desde sus
palabras, el hombre contempla la bruma movediza de su infancia olvidada.
Pero si la secreción lingüística de la cabeza no lo define, ¿qué será este bípedo,
el ser más indefenso creado por el chorro físico de la materia orgánica? ¿El animal que
tiene sexo no estacional? Hay varios otros, principalmente sus primos los monos,
aunque también los animales domésticos. Incluso la prohibición del incesto, tan
universal como se quiera, sería una tentativa ingenua para domesticar esa sexualidad
sin períodos de tregua. Su transgresión resulta tan necesaria como el recuerdo que
tiene la contemplación humana, frente a la mirada de sus semejantes mudos en el
reino animal, de una vida prelingüística, ya inaccesible. ¿Y el animal que canta?
También, hay otros, en particular los bípedos con plumas. Y aun hoy no les parece
descabellado a los románticos historiadores de la música decir que ésta se habría
originado en la imitación del canto de los pájaros. ¿El animal que se emborracha para
perderse y soñar que reencuentra una sensación del presente, es decir, un más allá del
lenguaje? Hay otros también: insectos ebrios que se suicidan, mamíferos que se
embriagan y se olvidan de su ansiedad presente. Y sin embargo, la diferencia en este
caso parece acentuarse. Puesto que la preparación de los brebajes humanos no tiene
equivalente en el hallazgo fortuito de alguna planta embriagadora que estimula al
animal, que por otro lado quizá viva en una constante borrachera de estímulos de toda
índole, sexuales, estomacales, aromáticos. La preparación sería entonces lo típico del
hombre: el animal que cocina. No hay cosa igual en el ámbito de los seres que se
mueven a sí mismos, entre los cuerpos vivos. Cocinar, por ende, es la diferencia
antropológica, sólo que no es universal. Hubo tribus, y hoy existen sectas de
vegetarianos que no cocinan sus alimentos, aunque no se trataría de un paso previo
sino de una mayor complejidad de la preparación.
Toda diferencia es arbitraria entonces. No hay naturaleza del anthropos, sino
multiplicidad, nudo móvil de relaciones, diferenciándose infinitamente y repitiéndose
como ecos nunca exactamente iguales. No existe el hombre, o sea una forma que
genere todos los casos, un principio para los fenómenos que fantasmalmente
ponemos en ese universal. No hay algo afuera del mundo del hombre que pueda estar
ahí dado como su “naturaleza”, aquello que lo generaría. Y sin embargo, el hombre es
engendrado por un cuerpo, su existencia es una mujer, que le da su lengua.
La naturaleza del homo es una mujer que lo formó y le habló, aunque los
fenómenos de su fysis se levanten como falos de piedra en la noche que marcó el
abandono del bosque. Estas figuras retóricas señalan la insuficiencia del lenguaje, el
hecho de que no es posible comunicar una naturaleza ni una fysis de manera
adecuada, pero también muestran el exceso del lenguaje, que multiplica las preguntas
y los enigmas. Y si dijera que estoy hablando del único animal que sabe que lo es, que
tiene conciencia de su animalidad, me equivocaría bastante. Al contrario, es un animal
que cree saber que no lo es. De allí otra actividad radicalmente antinatural y casi
universal en la historia humana: las prácticas funerarias. Esto me llevaría muy lejos,
hacia la conciencia de la muerte, que es una construcción levantada sobre la
articulación temporal del lenguaje humano.
Vuelvo entonces a la pregunta, a la adivinanza original: ¿existe una naturaleza
humana? Puedo jugar con la sustancia que engendra, esa metáfora teológica que se
esconde en la palabra “naturaleza”. Puedo incluso reírme de la virilidad del homo, que
universaliza un accidente fisiológico. Pero el problema de la pregunta es la afirmación
de una existencia. Preguntemos con variaciones: ¿existe una naturaleza arbórea, que
unificaría a todos los árboles? ¿Y una naturaleza lepidóptera, común a todas las
mariposas? Claro, está en el concepto, en la clasificación conceptual. Pero no existe, no
se ofrece a ninguna percepción. Ninguna mariposa, cada una singular e irrepetible,
expresa su concepto. La existencia no es una propiedad de los conceptos universales.
Voy a decirlo con las pocas palabras que recuerdo de un griego ya decepcionado de
toda fysis universal, que renegó de las formas y los principios, que hizo de los
conceptos meros instrumentos en el combate para ganar cosas en el rebaño humano,
para imponerse dialécticamente. Hablo de Gorgias, quien decía –aunque dicen otros
que decía, como dicen que existió alguien con ese nombre–, decía entonces Gorgias:
“Nada existe”. Este es su principio. Y no quiere decir que exista la nada, sino que no
hay sustancias o cosas que existan en sí, fuera de mí que las contemplo. El nihilismo de
Gorgias tiene un corolario: “si algo existiera, no lo podríamos conocer; si lo pudiéramos
conocer, no lo podríamos transmitir”.
Y sin embargo, porque hasta estos axiomas merecen el beneficio de la
contradicción, hay transmisión, algo se comunica quizás allí donde falla el
conocimiento, la pretensión de alcanzarlo. La comunión, un éxtasis o entusiasmo que
pasan por más de un cuerpo y por más de un individuo parlante existen, son la
naturaleza para la tribu de los que hablan cierta lengua. Me refiero a la eficacia del
arte, una fysis artificial, una apariencia que se ofrece como nada más que apariencia,
un simulacro que sin embargo hace cosas, produce cosas, construye un mundo o lo
acompaña. El animal que cocina, que copula con fantasmas, que canta y que
representa pertenece a una especie artística. Ya sea para estimular la alegría y
promover el placer, ya sea para consolar, para aliviar el dolor, las formas del arte, los
ritmos lingüísticos y los dibujos, la música y la danza, permiten imaginar una sustancia
existente única para el chorro de diversidades, para la múltiple infinitud de los
fenómenos humanos. Este impulso artístico, que desarma la fijeza del concepto y su
petrificación de las palabras, no produce más que movimientos. Que el arte perdure o
que se lo quiera hacer durar es sólo una apropiación de su impulso por parte del
instinto de verdad. El animal humano estetiza sus condiciones de vida: nace, se
reproduce y esperar morir en un ámbito artístico, que en muchas épocas coincidió con
algunas referencias religiosas. Pero lo que importa es lo efímero de sus productos, que
son apenas restos de la experiencia humana. Y la “experiencia humana”, ya que he
pergeñado semejante monstruo sin contenido, está hecha para desaparecer en el acto.
En el goce o en el llanto se originan impulsos que no son comunicables y que
engendran formas, desesperadas manipulaciones de la materia, para llamar a los
demás. El animal que llora y el animal que ríe quizás no tengan un reflejo en el reino de
los animales que no toman la palabra, que no son sometidos por ella, excepto en las
fábulas y los mitos de la infancia personal y de la infancia de la humanidad.
En todo caso, esta “naturaleza humana”, que busca su paso y su devenir porque
atestigua el pasaje fugaz del cuerpo en medio del lenguaje que lo hiciera hablar, no
puede ser objeto de conocimiento. Su fragilidad evidente, sin embargo, debiera tener
algún efecto ético, en forma de máximas, algo a la manera de: no actúes como si
fueras a dejar huellas reconocibles; no dejés huellas que pesen en el paso de los otros;
viví el presente y el arte de los otros como si no hubiera nada más, nada en el pasado,
el infinito en el porvenir; aprendé a morir sin necesidad de consuelo, después del fin
del arte.
Nota bibliográfica

“¿Qué filosofía?”, se publicó en Nombres, revista de filosofía, Facultad de Filosofía y


Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Año XX, Nº 25, noviembre de
2011.

“La interrupción”, en Nombres, revista de filosofía, Córdoba, Año XXI, Nº 26,


noviembre de 2012.

“Fragmento sobre el eclipse del alma” se publicó en Nombres, revista de filosofía,


Córdoba, Año XXII, Nº 27, noviembre de 2013.

“La exhibición del yo o el vacío del lenguaje”, en Nombres, revista de filosofía, Año XIX,
nº 24, Córdoba, agosto de 2010.

“Una naturaleza estética” es el texto de una intervención en la Mesa redonda titulada


“¿Qué nos hace humanos?”, el 13 de Abril de 2012 en la Facultad de Matemáticas,
Astronomía y Física de la Universidad Nacional de Córdoba.

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