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CAMINO DE MEDITACIÓN Y DE ORACION

Si un sarmiento no sigue en la vid, no puede dar fruto solo.

Jesús les dijo: “Vengan, apártense de los demás a un lugar


solitario y descansen un poco”. (Mc 6, 31)

“Donde hay quietud y meditación,


allí no hay desasosiego ni vagabundeo”. San Francisco de Asís

En Ti

Te llamo “Tú”, aunque eres más Yo que yo mismo. Estoy en Ti,


pero cuando estoy en Ti, ya no soy yo. Porque mientras soy yo no
puedo estar en Ti.

Mi yo te busca con pasión porque necesita un Tú que lo complete;


porque, en su conocimiento tan limitado, busca a tientas la Verdad
que se le escapa; porque, aun en la oscuridad de su estado, intuye la
Luz que se le niega.

Y está bien: así te busca como Tú, como Verdad y como Luz. Pero
queda insatisfecho porque, en su agudeza, se pregunta si no estará
proyectando; y porque, en su separación, ve la Unidad imposible.

Lo que no imagina, pequeño yo, es que él mismo no es sino una


construcción mental, una “forma” de ver, de conocer, de
relacionarse. Y en cuanto forma relacional -relativa- tiene
necesidad de relación, necesidad de un Tú necesidad de Ti, el Sin-
Forma, el Más-allá de toda forma, lo I-limitado y Absoluto que
todo lo llenas y en todo te manifiestas; la Fuente original y el
Movimiento de la vida.

Y ha sido esa necesidad, esa intuición, la que ha llevado a mi


pequeño yo a buscarte desde siempre, sin cejar en el empeño; a
hablarte desde la alabanza y la gratitud, desde la necesidad y el
sufrimiento. Ha sido mi pequeño yo el que, a partir de su lectura del
mensaje de Jesús, te ha llamado Padre y te ha vivido como Amigo,
“Dios, Amigo de la Vida”. Y no andaba desencaminado, pequeño
yo, buscador infatigable: el Fondo de la Vida es Amistad porque es
comunión y Unidad.
Pero algo ocurrió un día: el pequeño yo descubrió su desnudez; lo
que él había considerado como su identidad no era sino una
“forma” de verse; el “yo” tomado como realidad consistente mostró
su inconsistencia.

Tal descubrimiento supuso una sacudida, un maremoto que


amenazaba todas las certezas anteriores. Y algo de eso ocurrió,
porque hizo inevitable una re-lectura de todo lo previamente
“adquirido”. Sin embargo, con la nueva experiencia, nada valioso
se perdió.

Muy al contrario, se abría camino, ¡ahora sí! la Unidad que es. Y en


el mismo proceso el pequeño yo era “negado” creando un espacio
inédito de libertad, de amplitud y comunión. Se me había dado
descubrir algo elemental, que ya dijo el mismo Jesús: la negación
del pequeño yo –“negarse a sí mismo”- es condición ineludible para
abrirse a la verdadera identidad, la Verdad no-dual, la identidad que
es comunión.

Es verdad que el Pequeño Yo sigue añorando sus antiguas formas,


incluida su forma de orar: necesita de la relación, necesita dirigirse
a Ti como su Tú, y llamarte “Padre” y “Amigo”, y eso le hace bien.
Pero, poco a poco, está aprendiendo a hacerlo sin apego, como el
que sabe que se trata únicamente de una forma transitoria, como
quien vive en un nivel de conciencia diferente.

Más allá de la Palabra, más allá de la imagen, más allá del


concepto, más allá de la mente…, ¿cómo llamarte?, ¿cómo
nombrarte?, ¿cómo agradecerte?, ¿cómo alabarte?, ¿cómo
amarte?...

Me quedo en-Ti en el Silencio, en la Atención, en el Presente. En


Ti, que eres más Yo que yo mismo. Me quedo en Ti, porque ya no
hay un “yo” enfrente, porque no soy “yo”.

En el momento en que abandono los conceptos, se me abren los


ojos: “Tú” y “yo” somos, en realidad, no-dos. Por eso, no eres un
“Tú” para “mí”. Sencillamente, ES. Todo es lo Informe en la
forma, lo Absoluto en 1o relativo, lo Infinito en lo finito, Unidad...,
Amor, DIOS.

Introducción

La lámpara del cuerpo es el ojo:


si tu ojo es puro, todo tu cuerpo está lleno de luz (Lc 11, 34).

“Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el


propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la
oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos
personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre, que
Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda del
propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus
gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través
de Cristo, al Padre”1.

Queriendo encontrar El Camino -Yo soy el camino la verdad y la


vida-, vamos a proponer un camino que haga posible y eficaz la
vivencia de actitudes básicas para que nuestra vida florezca en una
plenitud siempre creciente y llegar a la medida de Cristo. Se trata
de un itinerario para la meditación y oración en silencio y quietud.
Decía Pascal que todas las desgracias humanas proceden de una
sola cosa: que no sabemos quedarnos tranquilos en un cuarto, y
procuramos estar siempre agitados. Si ése es el origen de las
desgracias, el remedio se llama meditación, siempre que
entendamos adecuadamente lo que quiere significar. Porque, en
realidad, la meta a la que la meditación conduce es ambiciosa: vivir
la Unidad con Dios, o como decía Jesús: “El Padre y yo somos
uno”.

Si bien la etimología del término latino med-itari nos habla de ser


conducidos (itari) al medio o al centro, es el significado de esa
palabra en sánscrito el que nos va a poner más adecuadamente en la
verdadera pista. En efecto, meditar significa “aquietar el

1Carta de la Congregación para la doctrina de la fe, 
sobre algunos


aspectos de la meditación cristiana del 15 de octubre de 1989.
movimiento mental”, detener el flujo de la mente. Y de eso es de lo
que se trata.
La mente, la capacidad de pensamiento, constituye una riqueza de
primer orden, siempre que se situé al servicio de la persona. Pero si,
por el contrario, la mente se hace autárquica, como suele ocurrir
con exagerada frecuencia, ahí empiezan nuestros problemas.
Porque si estoy en el pensamiento, sobre todo si es un pensamiento
no observado; si no soy yo el que va guiando conscientemente el
pensamiento, sino que es el pensamiento el que me “posee” a mí,
en una serie de circunvoluciones interminables y agotadoras, es
imposible que esté en el presente -no olvidemos que el pensamiento
es siempre pasado- y, en consecuencia, no estaré en mí no podré
vivirme en profundidad y no estaré disponible para los demás. Así
nuestra herramienta más preciosa -el pensamiento- termina
convirtiéndose e nuestro peor enemigo.

Nos hallamos con tanta frecuencia en ese tipo de pensamiento, que


supone una tarea “casi imposible” reeducarnos para poder “tomar
distancia” de los pensamientos y capacitarnos, para poder ser
dueños de nuestra propia vida.

Una mente no observada, un pensamiento que “anda libre”, es la


fuente de todo sufrimiento emocional. Mientras que, por el
contrario, una mente observada es el mayor logro para todo
proceso de crecimiento personal y espiritual. Observación, y
veremos más detenidamente, es justamente lo opuesto a
pensamiento, entendiendo en este campo por “pensamiento” no
sólo lo que habitualmente comprende ese término, sino todo
“objeto” interno: miedos, necesidades, malestares, resentimientos,
culpas, etc. y cualquier tipo de sentimiento. Y ése es, por tanto, el
desafío para quien quiera embarcarse en una tarea de crecimiento:
ejercitar la observación o, más exactamente, llegar a vivir del modo
más habitual posible desde una mente observada; o, lo que es 1o
mismo, desde una atención consciente, que consiste en estar atentos
de una forma voluntaria aquí y al ahora.

En este sentido, podemos afirmar que la meditación y oración es el


camino, para llegar a la unión con Dios. Por la meditación como
aquietamiento del movimiento mental, aprendizaje del no-
pensamiento, hábito de una mente observada, accedemos a otro
nivel de conciencia, o mejor, a la experiencia de que nuestra
conciencia habitual queda expandida, ampliada. De ahí que, en este
sentido, la meditación o silencio interior no sea única ni
prioritariamente un método, sino una forma de vivir, una forma de
ser.

Que la meditación y oración sea una forma de vivir o una forma de


ser, implica dos cosas. La primera, que la práctica meditativa no se
reduce a un tiempo “destinado” al silencio y a la observación y sino
que está llamada a vivirse en toda circunstancia: en concreto, es ir
pasando, en la vida cotidiana, de la primacía del pensamiento al
hábito de la observación –para experimentar así la contemplación-
y, por tanto, de la Presencia Divina. La segunda que el criterio
decisivo para validar la práctica meditativa será nuestra vida, hasta
el punto de que si ésta no se transforma, habría que dudar del modo
como hacemos aquélla; podría ser un refugio. La meditación, bien
vivida, habrá de generar consecuencias perceptibles: mayor
unificación y armonía personal, vivencia creciente de amor y de
unidad con todo, capacidad y facilidad para resituarnos cuando nos
vemos embarcados en cualquier funcionamiento mental o sensible,
capacidad para vivir des-identificados de nuestro pequeño “yo”
prepotente, porque “es negativa su tendencia egoísta y, por tanto,
el cristiano debe liberarse de ella para llegar a aquel estado de
libertad”2.

Los estudiosos de los dominios superiores de la conciencia señalan,


como características de los mismos, la atemporalidad
transtemporal, el amor, la no evitación o desapego, la aceptación
total, la unidad sujeto-objeto; también Iglesia nos dirá al respecto:
“Por consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que
recomiendan “vaciar” el espíritu de toda representación sensible y
de todo concepto, deberá ser correctamente interpretada,
manteniendo sin embargo una actitud de amorosa atención a Dios,
de tal forma que permanezca, en la persona que hace oración, un
vacío susceptible de llenarse con la riqueza divina, El vacío que
Dios exige es el rechazo del propio egoísmo”3. Características que,

2 Carta de la Congregación para la doctrina de la fe, 
sobre algunos


aspectos de la meditación cristiana del 15 de octubre de 1989. No. 18.
3 Ibid.
coherentemente, coinciden con las exigencias que implica el
silencio y la quietud (meditación).

Mientras estemos en el reino del pensamiento, el rey será nuestro


yo, un yo mejor o peor “integrado”, más o menos “realizado”, pero
sólo el yo como sensación de identidad separada. En tal estado, no
es extraño que, espontáneamente, ese rey use cualquier recurso para
fortalecerse, seguir autoafirmándose e imponerse a los demás. En
tal estado, por fin, será imposible vivir el no-juicio, ya que pensar
implica juzgar; la actitud acogedora del no-juicio únicamente puede
vivirse cuando se trasciende el pensamiento. Es, por tanto, el
aprendizaje y la práctica del no-pensamiento los que nos van a
capacitar para vivirnos como observadores desapropiados, des-
identificados del propio yo y, en consecuencia de los intereses que
nos hacen vivir de un modo egocentrado.

Pues bien para facilitar la vivencia práctica de este camino,


tratemos de señalar algunas puertas de acceso al mismo, de modo
que, si bien todas ellas al final resultan convergentes, cada cual
pueda practicar aquélla que más se adapte a su peculiaridad
psicológica o espiritual, así como a la etapa en la que se encuentra
en su propio camino personal.

Un objetivo importante a conseguir es ayudar a despertar, llegar a


experimentar a Dios, en esa unidad que somos con Él. Ese es el
camino de la paz, de la alegría, de la libertad y de la Vida. Ése es
también el camino para descubrir y vivir la Unidad que somos.
Todo lo demás vendrá solo. Lo que ocurre es que únicamente puede
ayudar a despertar quien ha despertado. Los habitantes de la
“caverna”, de Platón, tachaban de loco al que les hablaba de la
realidad distinta y luminosa que había visto. Lo que ocurre es que
quien está dormido teme que le hablen de despertar. De ahí que una
señal inequívoca de estar dormido es precisamente la resistencia a
esa propuesta.

Una última observación preliminar. El modo más seguro de no


alcanzar nunca el estado de meditación es querer llegar a él. Es
decir, la expectativa de ese “querer llegar” no es sino ansiedad del
mismo yo. Pero es precisamente el yo el que nunca podrá llegar a la
meditación, ya que ésta significa justamente su “muerte”, su
disolución. De ahí que no haya lugar para ninguna expectativa ni
tensión, la meditación y la oración la tenemos que hacer en
gratuidad.

Tal como escribiera Chógyam Trungpa, la meditación no es un


intento por alcanzar el éxtasis, la felicidad espiritual o la
tranquilidad; tampoco es una lucha por mejorarse. Se trata
simplemente de crear un espacio en el que podamos dejar al
descubierto y desarmar nuestros juegos neuróticos y autoengaños,
nuestras esperanzas y temores ocultos... Uno quisiera presenciar su
propia realización. Pero eso no sucede nunca. Desde el punto de
vista del ego, lograr la realización supone la muerte absoluta: la
muerte del ego (yo disfuncional), la muerte del yo y lo mío, la
muerte del observador. Es la máxima decepción, el chasco total. Es
una decepción darnos cuenta de que debemos abandonar nuestras
expectativas, pero debemos permitir que se produzca esa
decepción, porque decepcionarse significa renunciar al ego, al logro
personal. Andar por el camino espiritual resulta doloroso: siempre
hay que ir desenmascarándose. Y por eso mismo, tratamos de
evitarlo con tanto autoengaño. El mayor impedimento es el propio
camino espiritual. El principal obstáculo de la espiritualidad es la
propia espiritualidad El orgullo y la egolatría más refinada es la
propia espiritualidad, eso sucede cuando no hay experiencia sino
teorías, puesto que toda búsqueda con objetivo es proyección del
ego. Ya lo manifestaba el Maestro Eckhart: Líbreme Dios, de dios.

Pero también por esa misma razón, y aunque suene paradójico, el


camino que conduce al estado de meditación pasa por un
permanecer sin esfuerzo. El esfuerzo no sólo indicaría la ansiedad
característica del yo, sino que revelaría también la ignorancia con
respecto a lo que es. No hay nada que conseguir, nada que alcanzar.
Todo, sencillamente, ES. No hay sino que caer en la cuenta. Así de
simple. Nos abrimos de ese modo a todo un horizonte de liberación,
de paz, de vida. Todo ES, pero ¿quién lo ve? La observación el
silencio, el no pensamiento, ése es el camino para ir saliendo de
nuestra ignorancia y despertar a lo que es.

Por lo demás, algo parecido se ha dicho siempre a propósito de la


oración. La búsqueda de Dios no sólo es el mejor modo de no
encontrarlo (ya se decía más arriba, de que una tal búsqueda
presupone que Dios estaría en “otro” lugar o en “otro” momento),
sino porque cualquier ansiedad en la misma denotaría la necesidad,
generalmente inadvertida, de “apropiarse” de Dios, aunque fuera
con formulaciones muy “espirituales”. Con frecuencia, lo que el
creyente busca es su propia seguridad, la seguridad del yo, a la que
pone el nombre de “Dios”. Y, sin embargo, el encuentro
únicamente se dará en la desapropiación, es decir, en la actitud de
quien no espera nada para sí. De ahí que el encuentro nunca lo
vivirá el “yo religioso”; justo al contrario, únicamente será posible
cuando no haya un “yo” . De nuevo, otra paradoja: el encuentro con
Dios sólo podrá darse cuando haya muerto el “yo religioso”.

Desde este ángulo, puede comprenderse mejor el modo tan sutil


como el yo busca apropiarse incluso de Dios, para fortalecerse él
mismo, en sus necesidades de seguridad y de autoafirmación (lo
que en la práctica se traduce como prepotencia). Ello explica
también la peligrosidad latente en todo “yo religioso”, peligrosidad
que sólo se puede conjurar desde una actitud de desapropiación o,
lo que es lo mismo, de gratuidad. Puede observarse que toda esta
cuestión ocupa un lugar central en el evangelio: por un lado, Jesús
vive y proclama constantemente la gratuidad; paralelamente,
denuncia las apetencias y los comportamientos inhumanos del “yo
religioso”, paradigmáticamente representado en los fariseos;
finalmente, sufre en su propia carne la peligrosidad del mismo, que
no duda en matar con tal de mantener su propia supervivencia y
autolegitimación.

Por eso, también en este punto se hace necesario insistir: todo es


gracia. Lo cual significa: todo se nos ha dado ya todo es. Ya
estamos en Dios, ya estamos salvados, no hay nada que “conseguir”
a fuerza de puños. Basta despertar, caer en la cuenta y vivir lo que
ya somos. Todo lo demás viene solo, como consecuencia más que
como condición.

Pero volvamos ahora a nuestro tema: cómo practicar el camino que


conduce a la meditación.

Pensamiento y atención
Él les dijo: “Vengan ustedes solos, a un paraje despoblado, a descansar
un rato. Porque los que iban y venían eran tantos, que no les quedaba
tiempo ni para comer. (Mc 6, 31)

No hay mayor obstáculo para la meditación, para la percepción y la


vivencia de la Unidad Que Somos / Es, que la mente no observada,
por la que nos identificamos absolutamente con nuestro yo, como
realidad separada y definitiva. Un yo que busca pervivir
aferrándose al deseo y, en último término, al pensamiento.

A través del deseo, el yo cree tener una sensación de consistencia y


de solidez en sí mismo. Cuanta más fuerza adquieren nuestros
deseos, más se afirma nuestra sensación de identidad separada. Y
cuanto más se afirma esa sensación, más poder consigue nuestro yo
y más urgencia sus deseos. En eso consiste justamente la trampa: el
deseo, al fortalecer la sensación de identidad del “yo”, impide
trascender al estadio siguiente , a la “nueva identidad” “espiritual”
y transegoica. Y por eso hay que denunciar que el origen del
sufrimiento (espectativa) es el obstáculo para la trascendencia.

Pero, más globalmente aún, el yo se autoafirma a través del


pensamiento. Hasta el punto de que pueden considerarse como
equivalentes. El yo únicamente puede mantenerse a través del
pensamiento (y de la memoria); pero, a su vez, el pensamiento no
puede concebirme sino como un yo separado.

Y esto es así porque el pensamiento únicamente puede operar


gracias a la distinción (separación) sujeto/objeto, observador/
observado. En el reino del pensamiento, la dualidad es
absolutamente inevitable. Sin embargo cualquier persona ha
experimentado, aunque no lo haya hecho consciente, que, al
trascender el pensamiento, se acaba la dualidad. Siempre que
hemos estado realmente atentos o concentrados en algo -una
lectura, una película, una relación...-, nuestro yo había
“desaparecido”; quedaba únicamente la atención. ¿A qué se había
debido? Al hecho simple y “mágico” de la atención: al poner toda
ella en el objeto, el pensamiento se detiene y emerge la no-
dualidad. La conclusión es evidente: si el pensamiento únicamente
puede operar a partir de la distinción sujeto/objeto, el modo de
trascenderlo pasa precisamente por centrar la atención sólo en el
sujeto o sólo en el objeto.
Centrar la atención significa observar, que es justamente lo opuesto
a pensar, hasta el punto de ser mutuamente excluyentes: cuando
piensas, no puedes observar; cuando observas, no puedes pensar.
En la observación se ha fracturado la dualidad. No hay sujeto y
objeto; sólo hay atención que se atiende a sí misma.

Con todo esto, podemos adentrarnos en los caminos de la práctica


meditativa.

Observar al pensador / observar al observador

Todo empieza por ejercitarse y desarrollar la capacidad de


observación, como el antídoto más eficaz para contrarrestar y
reeducar cualquier tipo de funcionamiento cerebral, que nos ha
mantenido alejados del presente, de nosotros mismos y de los
demás. Observar, como he repetido con insistencia, es no-pensar.
En la observación, el pensamiento se detiene, del mismo modo que
se detiene cuando nuestra mirada queda espontáneamente extasiada
ante algo que despierta nuestra admiración o que nos sorprende por
su novedad. Porque en la observación, no sobre imponemos
ninguna idea, ninguna forma, ningún recuerdo a lo que
observamos: por eso, la observación es limpia y es presente. En
esas ocasiones, somos bien conscientes de que no pensamos; el
pensamiento ha quedado aparcado, detenido, ante otra capacidad
distinta: la atención.

Ejercitarse en desarrollar la propia capacidad de observación resulta


sumamente beneficioso. Aprendemos a des-identificarnos de
nuestra mente, nos hacemos progresivamente diestros en lograr una
mente observada y ganamos en libertad. Hay que volver a recordar
que la mente no observada termina tiranizándonos. Todo lo que ella
nos presenta podemos tomarlo como real y, en consecuencia,
nuestra reacción y nuestro comportamiento serán deudores de aquel
engaño mental.

Veámoslo con la imagen del cine. Una cosa es la película


proyectada en la pantalla y otra el espectador que la observa desde
su butaca. La butaca le da una distancia que se traduce en libertad.
Pero si la abandona y se introduce en la película el espectador se
vería arrastrado por lo que en ella se desarrolla; dejaría de ser él
para convertirse en un personaje, que toma como real 1o que
únicamente es una proyección. Eso es exactamente lo que nos
ocurre cuando perdemos la distancia, cuando nos identificamos con
nuestra mente: tomamos como real lo que únicamente es una idea
mental ni siquiera contrastada.

Espectador Película

Butaca Pantalla

¿De qué se trata? De no abandonar la butaca. Si te ayuda, puedes


“situarte” en la nuca y, desde ahí, dirigir la atención hacia la
frente, para observar los pensamientos que por ella van
discurriendo. Ha de ser una observación sin-esfuerzo, mantenida
con paciencia, como si se tratara de un juego sin tensión, sin
expectativas, sin querer conseguir nada. Todo eso no serían sino
pensamientos añadidos. Es decir, tanto la lucha para no pensar
como el esfuerzo para cortarlos, no son sino otros tantos
pensamientos que alimentan el funcionamiento compulsivo de la
mente. Lo único que hay que hacer es no abandonar la butaca; nada
más. Situado como un espectador ante la película, te importa igual
que la película vaya de un tema que de otro; incluso que sea una
sola película o que sean varias simultaneas. Mientras tú únicamente
las observes, no hay problema. Lo que ocurre es que, sobre todo al
principio, saltarás de la butaca a la pantalla, dejarás de ser
espectador para convertirte en actor protagonista. Porque ¿a qué
“yo” no le apasiona ser siempre protagonista? Pedirle que sea
espectador supone para él frustración y miedo; frustración, porque
implica renunciar a su prepotencia; miedo, porque teme que si no
controla, aparezca el sufrimiento que tanto teme.

Pero lo cierto es que si tu yo se empeña en ser protagonista la


película te atrapará: habrás perdido distancia y libertad. Aun así no
pasa nada irreparable. Basta con que seas consciente de lo que ha
ocurrido y, sin molestarte y con paciencia, vuelvas de nuevo a la
butaca..., una y mil veces, si fuera necesario. Todo ese ejercicio de
“vuelta” forma parte del aprendizaje de la observación. Y de eso se
trata: de aprender para llegar a ser diestros en el arte de observar.
Hasta el punto de que la observación se nos haga más atrayente y
más habitual que el pensamiento descontrolado. Eso se consigue
experimentando el gusto profundo que acompaña a la observación
sin esfuerzo y gracias a la inercia que genera la misma práctica.
Todo aquello que repetimos empieza a generar una cierta dinámica
“en espiral”, que irá ampliando su “diámetro” en la medida en que
lo convirtamos en algo habitual. Esto mismo explica que,
frecuentemente, en cuanto nos descuidamos, caemos en un
funcionamiento cerebral: significa que la inercia del pensamiento es
en nosotros todavía muy grande. Y metidos ya en ese
funcionamiento cerebral, nos engancharemos fácilmente en la
cavilación o en la dramatización. Entonces, a partir de ese
momento, el mayor problema no será ya lo que ocurrió, sino el
“drama” que hemos hecho sobre la base de lo que ocurrió. Poco a
poco, en la medida en que nos vamos ejercitando en la observación,
ésta irá produciendo su propia inercia, que facilitará nuestra
permanencia en ese nuevo estado. Es una cuestión de práctica -la
inercia es generada por la práctica-, hasta que nos vaya resultando
cada vez más espontáneo situarnos como espectadores-
observadores de lo ocurrido. Al hacer así empezamos a vivir la des-
identificación, tomamos distancia y deja de dominarnos lo
sucedido: la distancia salvaguarda nuestra libertad.

Pero volvamos a la butaca. En la medida en que permanecemos en


la observación sin esfuerzo, empezaremos a notar que los
pensamientos se ralentizan y se van diluyendo. Ocurre como en el
juego entre el ratón y el gato. Cuando aparece el gato, desaparece el
ratón. Pero si el gato se va, el ratón campa a sus anchas. El gato es
la observación; el ratón el pensamiento. Como se decía más arriba,
observación y pensamiento son mutuamente excluyentes: no
pueden darse a la vez. Por eso, mientras la observación se
mantiene, no surge ningún pensamiento. Sólo cuando aquélla
decae, vuelven estos. Se puede hacer la prueba de un modo
elemental. Pregúntate: “¿cuál será mi próximo pensamiento?”.
Mientras te lo estés preguntando no habrá ningún “próximo”
pensamiento, porque estás atento. En cuanto la calidad de atención
disminuya, el pensamiento volverá.

Porque, en último término, para que los pensamientos sobrevivan


necesitan que los tomemos en serio. Nuestra misma preocupación
es el alimento que los nutre. En cuanto aprendemos a retirarles
nuestro interés, desaparecen por inanición.

Con eso, podemos completar un poco más nuestro esquema


anterior. Obsérvese que, para adiestrarnos en tener una mente
observada, o lo que es lo mismo, para vivir en presente, es
necesario vivir las actitudes que aparecen en la columna de la
izquierda. Tales actitudes, equivalentes entre sí son exactamente lo
opuesto a las que se especifican en la derecha, hasta el punto de que
unas y otras son mutuamente excluyentes. No puede vivirse, a la
vez, la observación y el pensamiento, del mismo modo que no se
puede estar a la vez, en la butaca y en la pantalla. Cuando
pensamos, no observamos; cuando observamos, no pensamos. Esto
explica la aparente paradoja de la atención: hay película mientras
no hay espectador; pero cuando aparece el espectador, la película
desaparece.

Observación Pensamiento

Atención Cavilación

Espectador Película

Butaca Pantalla

Gato Ratón

En eso consiste exactamente la observación, en ser conscientes, en


estar despiertos. Por eso, en cuanto uno se pregunta: ¿en qué estoy
pensando?, ya ha empezado a romper la inercia y el automatismo
de la mente; ha empezado a recuperar su libertad. Desde el
pensamiento, es fácil caer en la cavilación y en la dramatización;
desde la observación cortamos la cavilación des-dramatizamos y
volvemos a la realidad. Es mucho lo que nos jugamos
ejercitándonos en la observación, aprendiendo a observar.

Pues bien cuando, al ser observados, los pensamientos se ralentizan


y se van diluyendo dirigimos la observación sin esfuerzo al propio
observador (o sujeto): observamos al observador. Toda la atención
está puesta en el sujeto -el sujeto se observa a sí mismo-, hasta que
el observador y lo observado es una sola cosa. Sin proponérselo, el
sujeto no se percibirá entonces en la nuca, sino en el entrecejo. Al
ganar en intensidad, aparecerá una “masa informe de atención”,
una masa “sin forma” -si tuviera forma, sería otro pensamiento-. Y
aparecerá por sí misma; si alguien quisiera buscarla o provocarla,
eso sería de nuevo otro pensamiento.

Cuando esa masa informe de atención aparece, de pronto es lo


único que hay en todo el campo de conciencia. No hay un “yo” que
se entera de ella; por eso mismo, el sujeto no se percibe “en ningún
lugar” (ni en la nuca ni en el entrecejo) porque no hay un “yo” que
perciba o a quien percibir4. Todo es observación que se observa a sí
misma, atención que se atiende a sí misma. En ese momento, sólo
cabe una cosa: permanecer en esa atención a no-algo, “entregarse”
y permitir que sea ella la que guie todo el proceso. Estamos a punto
de trascender el propio “yo”, como sensación de identidad
separada, dando lugar a un nuevo estado de conciencia.

Pero aquí es donde vamos a encontrar la mayor resistencia, porque


se trata de “pasar” de nuestra identidad habitual y familiar, el “yo”
(mente), a otra identidad que nos lleva “más allá” del yo. Se
comprende que el propio yo se resista y busque cualquier
estratagema para impedirlo, porque él sabe bien que tal paso
supone su propia “muerte”. Y eso es demasiado para l)n “yo” que
siempre ha buscado afianzarse, protagonizar y controlar la
situación.

4 Esto coincide exactamente con lo que enseñaba, en el siglo XIV el


anónimo autor de La nube del no-saber: “No trates de replegarte dentro de
ti mismo, pues, para decirlo de un modo simple, no quiero que estés en
ninguna parte; no, ni fuera ni arriba, ni detrás o al lado de ti mismo. Pero a
esto dices:'¿dónde he de estar entonces? Según dices, ¡no he de estar en
ninguna parte!. Exacto... Quisiera que no estuvieras en ninguna parte.
Porque no estar en ninguna parte físicamente, equivale a estar en todas
partes espiritualmente... No te inquietes si tus facultades no pueden
captarla [la ciega nada y la falta de lugar]. En realidad, así debe sex, ya
que esta nada es tan sutil que los sentidos no pueden alcanzarla. No puede
explicarse, tan sólo experimentarse”: La nube del no-saber y el libro de la
orientación particular, Paulinas, Madrid 1973, p.191.
Pero ése justamente es el camino, La “puerta estrecha” de que
hablaba Jesús; el “para venir a donde no sabes, has de ir por donde
no sabes”, de san Juan de la Cruz. Hay que afrontar el vértigo que
supone ese paso y correr el riesgo, soltar ese “yo” que situábamos
en algún lugar entre la frente y la nuca y dentro de las fronteras
corporales, para que pueda abrirse camino esa nueva identidad que
no conoce fronteras. Ante el vértigo, de entrada, nos echaremos
atrás. No importa; si seguimos practicando, veremos crecer la
confianza, y cada pequeño paso nos confirmará en la verdad de lo
vivido.

Pienso

Observo Masa de atención sin forma

PASO

“Yo personal” (mente) “Nueva identidad”


(espiritual): Testigo
Conciencia asociada Conciencia no-asociada a
un yo a un yo

Puesto que la sensación de vértigo puede ser grande, se requiere


paciencia y perseverancia (como en cualquier aprendizaje, ¡la
práctica lo es todo!); no extrañarse ni asustarse aunque parezca
difícil o incluso imposible. Se trata de permanecer sencillamente en
la observación sin esfuerzo.

Los primeros “resultados” de la práctica nos sorprenderán:


dejaremos de identificarnos con el “pensador” (yo), para empezar a
identificarnos como “Testigo” presente en todo o, simplemente,
como Presencia. A partir de ahí notaremos que somos más capaces
de permanecer en el presente, en la misma medida en que
disminuye nuestra tendencia a huir al pasado o al futuro. No es
extraño: el pensamiento siempre es pasado (o proyección al futuro);
la observación no puede ser sino presente.
Esta práctica de observación requiere una condición ineludible: hay
que hacerla sin ninguna prisa. Se puede pensar, hablar, comer,
camina¡, trabajar... con prisa, pero no se puede observar con prisa;
la observación exige pararse, detenerse.

Pero es justamente gracias a esta práctica meditativa como


podremos despertar, salir de la identificación con el pequeño yo,
con su egocentrismo inevitable, con su miedo y su dolor, para
reconocernos como unidad en Dios, en la Conciencia absoluta e
ilimitada, en el Absoluto no-dual. Y es así como ocurre que,
olvidándonos de nosotros mismos, perdemos el sentido de la
separación y nos damos cuenta de que somos la red.

Con todo eso, podemos “ampliar” el esquema anterior. En cuanto el


espectador se sitúa en la butaca, toma distancia de la pantalla y de
la película. Exactamente eso es 1o que ocurre cuando observamos
nuestros pensamientos: nos des-identificamos de ellos, emerge el
Testigo y nos abrimos a la experiencia de la No-dualidad en el
presente. Sin embargo, no todo acaba ahí. Detrás del espectador,
está la luz que hace posible la proyección de la película. Detrás del
observador, se encuentra la Conciencia (Testigo ecuánime, No-
dualidad) como Fuente de todo el proceso.

LUZ: ESPECTADOR: PELICULA


Detrás de la Butaca Pantalla
Butaca

CONCIENCIA OBSERVADOR: PENSAMIENTOS


(atemporal) (presente) (pasado)
(eternidad)
(impermanencia)

TESTIGO TESTIGO-OBSERVACIÓN “YO”-MENTE


ESPIRITUAL

NO-DUALIDAD: DUALIDAD EN PRESENTE DUALIDAD/PASADO


(no-diferencia) (sujeto-objeto presente) (sujeto-objeto pensam)
Como decíamos más arriba, lo que corta el pensamiento es ser
consciente de que pienso. Por eso, observar el pensamiento es ser
consciente de que estoy pensando. Y eso es lo que lo detiene. Se
decía también que, cuando la observación se mantiene, no hay
pensamiento y cuando no hay pensamiento, el “yo” desaparece. Ya
no hay, por tanto, un yo que observa. ¿Quién observa? “Eso”, una
Conciencia que no es “yo”, la Conciencia no-asociada a un yo. Por
decirlo con una metáfora, la Conciencia es como el espacio: no hay
nada donde no esté, y nada puede ser fuera de ella. Nuestro engaño
y nuestro problema es que hemos llegado a convencernos de que la
conciencia sólo existe asociada a nuestro yo. De ahí la importancia
de abrirse a la Conciencia-no-asociada-a-un-yo. ¿Cuál es la
diferencia que existe entre el espacio exterior y el que existe dentro
de una vasija? Ninguna, sino la frontera que supone la propia pared
de la vasija. Algo similar ocurre con la conciencia. Lo cual no
significa negar la vasija; pero sí reconocer su verdadera identidad.

Se da, también algo parecido en la Conciencia atemporal, la “Luz”


que está “detrás” de la película y detrás del propio espectador, el
Testigo espiritual No-dual, “Eso” que no podemos pensar y no
podemos nombrar y a quien designamos como “Dios” (el Espíritu),
“El que es”, “Lo que es”. Y no podemos pensarlo, porque en ese
caso volveríamos al pensamiento, habríamos regresado al estado
mental, y lo nombrado no sería sino una objetivación. No podemos
pensarlo; podemos simplemente abrirnos, experimentarlo;
reconocernos, identificarnos en Él, ilimitado, omniabarcante, no-
dual.

Cuando eso ocurre, emerge la condición de no-dualidad. No


desaparece nada, pero la percepción cambia. Ya no hay una
“fracción” de la realidad que se hace consciente de ella, sino que es
la misma Realidad percibiéndose a sí misma. A esa nueva identidad
consciente, que no es el “yo”, se la llama de diversos nombres:
Presencia, Testigo... El mismo “yo” se percibe como una parte más
de todo el conjunto, pero no es él quien percibe, sino el Testigo
Espiritual.

¿De dónde nace nuestra sorpresa inicial o incluso nuestra


resistencia a ultranza? Del hecho simple de haber vivido
identificados absolutamente con nuestro yo individual, como
realidad “absoluta”. O, con otras palabras, porque nos hemos
identificado con el pensamiento y, a partir de ahí únicamente
podemos percibirnos como realidades separadas. Ahora bien, no
olvidemos que el pensamiento es sólo uno de varios estados de
conciencia posibles.

Por lo demás, si no estuviéramos tan aferrados a nuestra sensación


de identidad separada, seríamos conscientes de que eso que
llamamos “yo” varía. Y ésa es una experiencia que tenemos todos:
cuando quedamos concentrados en algo..., o incluso cuando
estamos bajo los efectos del alcohol. Por expresarlo de otro modo,
hay diferentes maneras de percibir la realidad: ¿Cómo la ven los
animales? ¿Cómo la percibiríamos nosotros mismos, si tuviéramos
unos ojos capaces de ver lo que ve un microscopio o si fuéramos
capaces de ver la realidad subatómica? ¿Cómo condicionaría eso
todo nuestro modo de percibir? ¿Qué es la realidad, qué es la vida
qué es el ser humano, qué es Dios...? ¿Desde qué modalidad de
percepción respondemos?, ¿desde el pensamiento o desde el
presente? Porque, según cuál sea la modalidad, la respuesta a una
misma cuestión será bien diferente. Es importante ser lúcidos para
no aferrarnos al “yo-mental” como si se tratase de nuestra definitiva
identidad. No; del mismo modo que trascendimos (e integramos)
otras identidades previas, tanto a nivel de nuestra biografía
individual como a nivel de nuestra evolución colectiva, el yo
también quedará trascendido (e integrado) en una nueva identidad.
Al observar al yo (y todo lo asociado a él: cuerpo, emociones,
pensamientos), emerge el Testigo interior (la Santa Ruah) que
progresivamente se revelará a sí mismo como no-dual. Habremos
dado otro paso gigantesco en la percepción de nuestra identidad
verdadera.

En efecto, gracias a la observación emerge una identidad “nueva”,


que no es la de mi “yo habitual”. Y digo que es nueva porque es
más amplia e inclusiva; no está referida a “mí”; es
fundamentalmente observación, Testigo espiritual; tiene sabor de
Unidad absoluta incluso aunque, en las primeras percepciones, no
sea todavía experiencia de Unidad; me deja un poso sereno,
profundo, gustoso y tremendamente vivo de lo que se nombra como
“Dios”; en ella, por momentos, se experimenta sencillamente que
Todo ES, que Dios ES... y basta.
Al ir viviendo, gracias a la práctica la experiencia de Lo que Es,
uno empieza a tomar conciencia de un movimiento alterno de
entrada y salida en esa nueva identidad. Y percibe que la salida
ocurre, inevitablemente, cada vez que intenta ponerle nombre. Es
lógico: Poner nombre es retroceder al pensamiento dualista y,
simultáneamente, al yo que busca controlar el proceso,
resistiéndose a desaparecer.

Pero mientras Eso Es, algo radicalmente nuevo se abre. Y después,


se perciben dos cosas: 1) Eso -Lo Que Es- es absolutamente
amoroso, ama a todo lo que es; 2) Las necesidades y gustos del yo
decaen hasta desaparecer. Porque no hay ningún yo. (Y esto
también nos permite comprender que las necesidades tiránicas del
yo -sobre todo, afectivas- son el gran obstáculo para trascenderlo).

Abrirse a Testigo espiritual (Espíritu Santo, la Santa Ruah)

Porque donde está el tesoro de ustedes,


allí́ también estará́ su corazón (Lc 12, 34).

¿Quién es el perceptor del yo? ¿Quién hay detrás de la butaca,


detrás del espectador? ¿Quién hay “detrás de mi nuca” que me está
percibiendo? ¿Quién es Aquél que percibe y que no puede ser
percibido por nadie, pero al que se percibe en todo lo percibido?
para la persona religiosa, la respuesta saltaría inmediata: Dios. Y es
una respuesta en la línea correcta, una respuesta bien intuida. Sólo
que ese Dios no permite ser pensado; cuando la persona espiritual
lo piensa o lo nombra, “desaparece” y, en su lugar, aparece un
“ídolo”, una proyección. Eso es lo que significa que Dios puede ser
vivido, pero no puede ser pensado.

El “yo pensador” está localizado en la cabeza, pero ¿quién lo


percibe? Trata de dirigir tu atención hacia detrás de tu cabeza, hacia
el perceptor del “yo”. Lo que percibes ahí es un “Vacío”, un mar
ilimitado de Conciencia, asociada a no-algo. Entrégate a ella hasta
que sólo sea “Ella” (“Ello”). Reconócete en esa identidad y
permanece ahí en el no-pensamiento: eres esa Conciencia absoluta
e ilimitada. Eso, y no tu pequeño “yo”, es la verdadera Identidad.
Con lo cual, ni se niega el yo, ni se cae en el panteísmo, pero todo
se percibe de otra manera.

A partir de aquí podemos abrirnos a conectar con Ella en todo lo


que nos rodea, en un proceso progresivo de “identificación” con la
Conciencia (Dios): durante el tiempo de meditación y en la vida
cotidiana. Y así poco a poco, vas pasando de pensarte a ti mismo
como una conciencia separada asociada a un “yo”, a “abrirte” y
percibirte como Conciencia ilimitada, omniabarcante, como si todo
estuviera “de este lado de tu piel” (K. Wilber).

Podemos, pues, aprender a descansar en Lo Que Es, es decir, a


descansar en Dios y entregarse “afectivamente” a Él aun sin
palabras, sin imágenes y sin pensamientos..., conscientes de que si
hay pensamientos, ya no es El, sino mi pensamiento. Eso requiere
trascender el yo en un proceso de desidentificación del mismo, que
se produce cuando lo observamos “desde fuera”, para abrirnos a
una Identidad que es más que el yo habitual. Empezamos a
liberarnos de las cadenas del yo, de sus intereses, miedos y
necesidades egoicas, para empezar a percibirnos como el Testigo-
que-observa. Caemos en la cuenta, entonces, de que la frontera de
la conciencia individual era únicamente una frontera ilusoria.

A veces ocurre que, cuando damos un paso atrás, abriéndonos a esa


Conciencia ilimitada que es, solemos cometer un gran error al creer
que vamos a ver o sentir algo muy especial. Pero no se ve nada;
más aún si se viera algo no sería sino otro objeto más. No, ahí 1o
único que se percibe es una sensación de libertad, una sensación de
Liberación de la identificación con los pequeños objetos finitos. Tú
eres esa Libertad, esa Apertura, esa Vacuidad, y no cualquier cosa
que emerja en ella. Descansa en Dios y notarás que la sensación de
Eso y la sensación del mundo son una y la misma (No-dualidad).

“¿Quién soy yo?”: El sabio y místico Ramana Maharshi enseñaba el


método conocido como de la “auto indagación” o “indagación del
yo” Empieza preguntándote “¿quién soy yo?”... Y ve desoyendo
todas las respuestas que aparezcan, porque ninguna de ellas es
ajustada. No soy mi cuerpo, no soy mis sentidos, no soy mis
órganos..., no soy ni siquiera esa mente que piensa. Si nada de eso
soy, entonces, ¿quién soy?
Llegará un momento en que la respuesta aparecerá como Vacío, en
el sentido de negación del “yo” habitual, y como Conciencia
absoluta no-dual. “Tras haber negado todo lo arriba mencionado
diciendo “eso no”, “eso no”, esa Conciencia que es lo único que
permanece, eso soy… La naturaleza de la Conciencia es:
existencia-conciencia-felicidad”.

En la auto-indagación, uno nota que el “yo” es indagado por otro


agente previo del cual poco sabemos, un agente silencioso, que
reside más allá de cualquier comprensión mental. El yo no es algo
que resida en la mente ni fuera de ella. Como alguien ha dicho, el
yo es una verdad en la que todos creen, pero que nadie puede
probar. No sólo eso, es la fuente de la dualidad, de la
impermanencia y del sufrimiento.

Cuando trascendemos el pensamiento, trascendemos el yo y


entonces, como escribe Wilber en su Diario, “el observador y lo
observado se hacen Un Solo Sabor”. “Hasta que no se trasciende
la dualidad y se realiza el estado de Un Solo Sabor, es imposible
alcanzar la iluminación. El ignorante sólo ve la dualidad
externamente transitoria”. Pero, cuando se experimenta, puede
exclamarse con Alfred Tennyson: “Mi individualidad parece
disolverse y desvanecerse en el ser ilimitado... Es un estado en el
que la muerte es una imposibilidad irrisoria y la pérdida de
identidad -si es que puede hablarse de tal cosa- no se asemeja en
nada a la extinción sino, por el contrario, a la única vida
verdadera”. O con el anónimo poeta indio americano:

No vayas a mi tumba y llores


pues no estoy ahí.
Yo no duermo.
Soy un millar de vientos que soplan,
el brillo de un diamante en la nieve,
la luz del sol sobre el grano maduro,
la suave lluvia del verano.
En el silencio delicado del amanecer
soy un ave rápida en vuelo.
No vayas a mi tumba y llores,
no estoy ahí,
yo no morí.

Y puede comprenderse lo que, siglos atrás, expresara el místico


Maestro Eckhart “Nadie conoce mejor a Dios que aquellos que
están completamente muertos”, donde el término “muerte” hay que
entenderlo como ausencia de la sensación de identidad separada o
identidad del “yo”.

Ahora bien, llegados a este punto, es inevitable escuchar una


objeción que proviene del lado del psicoanálisis. ¿No se esconde
detrás de todos estos planteamientos una búsqueda narcisista de la
fusión primera? ¿No esconde esa disolución en el Todo la añoranza
nunca superada de la vida intrauterina? Ese riesgo, evidentemente,
existe. Y todo lo que hayamos reprimido en el inconsciente
permanece activo y al acecho. No nos queda sino la lucidez Para
saber lo que vivimos, así como la verificación a través de lo que eso
produce en nuestra vida.

Pero el hecho de que exista la posibilidad de una tal regresión


narcisista no niega la realidad y validez de la experiencia espiritual,
que no puede ser desechada de antemano. Tanto en el psicótico
como en el místico se da un no-yo, pero la diferencia es “absoluta”.
Cuando esa diferencia no se tiene en cuenta, es que se ha
confundido la dimensión espiritual con la pre-personal, o viceversa.
Pero no tienen nada que ver la una con la otra, excepto que ambas
son, por motivos distintos, diferentes de la personal. Como en
cualquier otro campo del conocimiento, para poder hablar con
rigor, no es suficiente recurrir a nuestras “teorías” previas, sean
psicológicas, filosóficas o religiosas; se requiere haber hecho la
experiencia.

La meditación en la acción

El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día
y sígame. El que quiera salvar su vida la perderá́ ; pero quien pierda su
vida por mí la salvará. ¿De que le vale al hombre ganar el mundo entero
si se pierde o se malogra él? (Lc 9, 23-25).

La práctica meditativa permite acceder, a través del presente, a la


percepción simultánea (no secuencial) de todo lo que es. La mayor
dificultad para vivir esa simultaneidad, la misma que para vivir el
presente, es el yo. Porque la percepción de un “yo” fractura
automáticamente la realidad en partes. Hasta tal punto es así que el
ser humano no puede decir con verdad: “yo quiero estar en el
Presente”. Porque quererlo “yo” impide que lo que no es él se
perciba simultáneamente. A1 definirse, lo que es la negación de la
definición queda apartado. “Yo” limita, crea una frontera entre lo
que es é1y lo que no es é1. La apreciación del sentido del “yo” es la
mayor dificultad para vivir la simultaneidad, porque diferencia
necesariamente entre lo que soy y lo que no soy yo. De ahí que la
percepción del yo constituya el principal obstáculo para
permanecer en el presente.

El tipo de percepción habitual, la percepción basada en el “yo” (en


el pensamiento) es una percepción diferenciada. Desde ahí lo que
se experimenta siempre es parte, parte de otra cosa; siempre se
perciben fracciones, necesariamente delimitadas. Eso hace que todo
se perciba como inestable, impermanente. Y la impermanencia es la
gran fuente de sufrimiento.

Una percepción diferenciada o secuencial ve la realidad como una


suma de partes. Pero no hay ninguna parte que sea estable (ni
ningún todo) porque lo que es estable es cualquier parte o cualquier
todo que es percibido como no-diferente del resto. Eso sí es eterno.
Y entonces todo cambia, porque ha cambiado la percepción de la
realidad.

Empezamos a salir de la percepción diferenciada aprendiendo a


vivir en presente. Y a eso quiere conducirnos la práctica meditativa.
Hemos hablado ya de un modo de vivirla, el que empieza por
observar al pensador, una práctica en la que el sujeto se va
observando a sí mismo, hasta que aparece una masa informe de
atención, donde la atención se observa a sí misma: se ha
trascendido la dualidad y, por tanto, la secuencialidad.

Pero la práctica meditativa, como decía al principio, no se limita a


momentos puntuales de silencio. Puesto que no es sólo un método,
sino una forma de vivir e incluso una forma de ser, la meditación ha
de ir ganando espacio y transformando la vida de la persona que la
practica. Por eso se habla de “meditación en la acción”.
Quizás resulte más fácil de entender si empezamos hablando de la
observación externa u observación de los objetos. Aquí el sujeto se
“vuelca” en el objeto, del mismo modo como el niño “se pierde” en
los dibujitos que está viendo. Al hacer así incluso sin ser
conscientes de ello, es el objeto el que termina percibiéndose a sí
mismo; el sujeto “no está”. Y todo ha sido posible gracias a la
atención.

Desmenucemos un poco más el proceso. Al observar el objeto, me


“vuelco” en é1, de modo que, progresivamente, “estoy en é1” –no
desde la distancia de mi yo separado-... hasta “ser” é1. En este tipo
de observación, hay que escuchar, no desde el oído, sino desde el
ruido exterior; hay que ver, no desde el ojo, sino desde el objeto
visto, etc. Ello requiere no catalogar el objeto, o lo que es lo mismo,
despojarlo de nombre y forma, que no son sino una etiqueta que,
nacida del pensamiento, nos lleva al pensamiento; nos saca del
objeto -y, por tanto, de la observación- para llevarnos al “yo
catalogador”.

Si mantenemos con limpieza la observación, percibiremos cómo el


yo se disuelve en ella, para dar paso a la Conciencia absoluta e
ilimitada, a la conciencia no-asociada a un yo. Se habrá producido
el “salto”: a este lado de la “barrera”, el protagonista es el yo (el
pensamiento); al otro, es la Atención, que se manifiesta como
Ecuanimidad.

La meditación en la acción requiere vivir ese tipo de observación


que nos hace estar “volcados” en 1o que hacemos; centrados en lo
que se hace, y no en quien lo hace -nosotros-. Y ello con una
calidad de atención tal que nos permite estar “entregados” al
presente, ala vez que experimentamos que no es necesario que el yo
“controle” lo que está haciendo; existe una conciencia sabia que
dirige todo el proceso. No es que desaparezca el “yo funcional”,
pero se produce una ausencia de identificación exclusiva con é1,
como realidad separada.

Ahora bien, para poder vivir la meditación en la acción, se


requieren dos condiciones: actuar “sin apetencia de fruto” y “sin
sentido de apropiación egoica”. “Sólo tienes derecho al acto, no al
fruto... Abandona el apego”. “Sólo aquél cuya mente está ofuscada
por el egoísmo piensa: “Yo soy el que actúo”. En la medida en que,
en cualquier acción me considero protagonista de la misma o voy
buscando fruto, no hago sino fortalecer la sensación de mi propio
“yo”, es decir, aumento mi mentira y mi ignorancia. Por el
contrario, únicamente en la medida en que puedo tomar distancia
de ese doble engaño, me abro a la verdad de lo que es, despierto del
sueño, empiezo otro modo de ver y de vivir. Eso es meditar en la
acción.

En síntesis, para favorecer el desarrollo de la conciencia en la vida


cotidiana, puedo vivir dos actitudes complementarias: 1) Situarme
como espectador de lo que hago, sin perder mi condición de
Testigo-observador que, en todo momento, observándolo a una
“cierta distancia”, trasciende al yo que actúa, y 2) Entregarme a lo
que estoy haciendo, de tal modo que soy no-diferente de la acción
misma. En ambos casos, lo que ocurre es que el yo desaparece
como entidad propia para quedar trascendido e integrado en la
nueva identidad. En efecto, cuando lo observo actuar el yo
desaparece a la luz del Testigo-observador; cuando me entrego a la
acción, desaparece igualmente en la no-dualidad vivida.

Obsérvese que este modo nuevo de situarnos afecta también a las


relaciones interpersonales, a nuestra manera de percibir y tratar a
los otros. En efecto, también ante el otro puedo situarme en el
pensamiento o en la observación. Desde el pensamiento, me será
imposible no juzgar, porque pensamiento es sinónimo de
catalogación, análisis y juicio. Y sin embargo, la actitud positiva en
la relación con las personas es la del no-juicio (referido a la
persona, no a los hechos, que podrán siempre ser juzgados y
criticados). Pues bien, el único modo de vivir efectivamente el no-
juicio es permanecer en el no-pensamiento. Ello requiere también
un aprendizaje y una práctica, pero el resultado es impagable. Para
empezar, es necesario hacer una opción por vivir en el no-juicio y
un adiestramiento para vivir en el no-pensamiento. De ahí que la
misma práctica meditativa, bien vivida, sea un factor eficaz para
mejorar las relaciones interpersonales.
Ejercitarnos en observar nuestra mente

Hay algo más, de suma importancia, que podemos hacer en la vida


cotidiana: ejercitarnos en observar nuestros propios pensamientos.
Si lo practicamos con asiduidad, nos haremos diestros en tomar
distancia de ellos, con lo que ganaremos en libertad interior y en
autonomía, frente a los condicionamientos, con frecuencia
tiránicos, que provienen de todo el mundo de nuestros
pensamientos y sentimientos. Al principio, nos haremos
agudamente conscientes, tanto de nuestra hiperactividad mental
como de la insidiosa insistencia con la que nuestra mente se
empecina en mantener su protagonismo. Sin embargo, a poco que
mantengamos la observación-sin-esfuerzo sobre ella, percibiremos
que, con facilidad, el yo se diluye al tiempo que emerge el Testigo
ecuánime, la “nueva identidad” que franquea el acceso a la
Conciencia unitaria. Una vez más, lo único que se requiere es
perseverancia en la práctica, hasta que nos resulte habitual. Insistir
en mantener la observación, aunque inesperadamente nos veamos
de nuevo sometidos al pensamiento; una y otra vez, tantas cuantas
seamos arrastrados al dominio del pensamiento, habremos de “ir
hacia atrás”, con firmeza y determinación, para sencillamente
observar sin esfuerzo lo que está pasando por nuestra mente. El
descanso, la libertad y la sensación de autodominio que
empezaremos a experimentar serán nuestras mejores motivaciones
para continuar con la práctica.

Meditar a partir de la observación del cuerpo

La llegada del reino de Dios no es ostensible; ni dirán:


míralo aquí́ , míralo allí́ . Pues está dentro de ustedes. (Lc 17, 20-21).

La forma más práctica que conozco para vivir la observación del


cuerpo como puerta a la meditación es la que propone E. Tolle, en
el libro citado al final de este mismo capítulo. La observación del
cuerpo hace posible que emerja el Presente. Tomo de él los datos
que me parecen más relevantes para ejercitarse en este tipo de
práctica.

Empieza diciendo que el cuerpo que podemos ver y tocar no puede


llevarnos al Ser. Pero lo que ocurre es que ese cuerpo es sólo un
caparazón, o mejor una percepción limitada y distorsionada de una
realidad más profunda..., que podemos sentir a cada momento
como el “cuerpo interno invisible”. Es este “cuerpo interno”, en
cuanto entramos en contacto con é1, el que nos va a conducir a lo
Real, al Ser. Y esto no es ninguna “creencia”; cualquiera puede
experimentarlo.

¿Cómo hacer? Se trata, también aquí de observar sin juzgar,


situándose como espectador. Por eso, siempre que te sorprendas
pensando, vuelve al lugar del observador, una y otra vez, con
paciencia. Y sin ninguna prisa: todo lo que tengas que vivir se te
dará, con tal de que permanezcas en la observación. Empieza con
alguna respiración profunda “entrando en contacto” con tu cuerpo,
sintiéndolo como si fuera la única realidad. Y permanece
observándolo. Toma conciencia de todo el campo energético
interno de tu cuerpo; siente tu “cuerpo interno”. No pienses en é1,
siéntelo. Se hará presente una sensación omniincluyente de
Presencia Divina, y sentirás que tu cuerpo interno no tiene límites.
Ahonda tu atención en esa sensación, hasta hacerte uno con ella.
Fúndete con ese cuerpo interno, de modo que desaparezca la
percepción de dualidad entre el observador y lo observado, entre tú
y tu cuerpo. Se irá disolviendo la distinción entre lo interno y lo
externo; entrando en el cuerpo, lo has trascendido. Llegas a sentir a
Dios como un campo invisible que da vida a lo que percibimos
como nuestro cuerpo físico. Mantente ahí en el reino del puro Ser,
el reino de lo Sin-forma, lo No-Manifestado, la Fuente invisible de
todas las cosas, el Ser dentro de todos los seres: es un reino de
profunda quietud y paz, y también de alegría, intensa vitalidad y
libertad.

¿Qué es lo que ocurre en todo este proceso? Gracias a la


observación global y atenta, va tomando relieve la “energía” del
cuerpo o “cuerpo interno” . En ese momento, empiezan a diluirse
las “fronteras” corporales (aparece una sensación de no-fronteras o
de “cuerpo adimensional” y omniabarcante) y, con ella, la
sensación de no-separación (o conciencia no-diferenciada). Lo que
emerge, desde el comienzo mismo, es Presencia Divina, presencia
como única realidad consciente (Presencia que es otra que Dios
mismo).
Se trata, pues de sentir sencillamente el propio “cuerpo interno” y
permanecer ahí: es el pasadizo hacia el Dios. (En efecto, para el
creyente, es el camino para vivir a Dios, más allá de conceptos e
imágenes).

Una vez aprendido el principio básico de mantenerte presente como


observador de lo que ocurre dentro de ti, tienes a tu disposición la
más poderosa herramienta de transformación. Tendrás que seguir
ejercitándola, en el día a día, aprendiendo a mantener esa atención
o presencia en todo lo que haces. El propio Tolle concluye de este
modo:

“La clave está en mantenerse permanentemente en un estado de


conexión con tu cuerpo interno, sentirlo en todo momento... Si
mantienes la atención en el cuerpo siempre que te sea posible,
estarás anclado en el ahora. No te perderás en el mundo externo ni
en la mente. Los pensamientos y las emociones, los miedos y los
deseos, pueden seguir presentes en alguna medida, pero ya no se
adueñarán de ti... Mantén siempre parte de la atención dentro de
ti... Siente tu cuerpo desde dentro como un campo energético
unificado. Es casi como si estuvieras escuchando o viendo o
hablando con todo tu cuerpo... No entregues toda tu atención a la
mente y al mundo externo... Siente tu cuerpo interno siempre que
puedas. Mantente arraigado en tu interior. Y observa cómo eso
cambia tu estado de conciencia y la cualidad de tus acciones” .

Si pudiéramos ver lo que ocurre en el ámbito cuántico, veríamos


que formamos parte de un gran caldo de energía y que todas las
cosas, nosotros incluidos, son sólo un conglomerado de energía que
flota en é1. No hay límites entre nuestro ser y el Universo. En el
ámbito cuántico la solidez no existe: todo entra y sale de un vacío
infinito a la velocidad de la Luz. La solidez existe sólo en la
imaginación alimentada por los sentidos. Pero todo es Conciencia e
información.

Oración personal y meditación

Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien, a pesar de su


condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vacíó de
sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres.
Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la
muerte, y una muerte en cruz. (Fil 2, 5-8)

Iniciamos nuestra reflexión con una oración y que titulaba


precisamente “En Ti”. Las palabras, como los conceptos, nos fallan
y quedamos desprovistos, porque lo Absoluto, incondicionado, No-
dual, resulta imposible de encajar en los esquemas del pensamiento,
que es siempre dual y relativo. El creyente y el orante, si son
coherentes en su camino, se ven llevados al terreno de lo inefable
pero no por falta de fe sino por “exceso” de experiencia. Todo,
absolutamente todo, se queda pequeño, pero lo que más pequeño se
queda es el propio “yo”. Y sin embargo, es ese yo el que necesita
seguir expresándose. Ésta es la paradoja con la que el orante se
encuentra, a la que nombrará como “noche”, “nada”, “vacío”...,
pero que, sin embargo, él “sabe” bien que es “Día”, “Todo” ,
“Plenitud”. Para la mente, es vacío y nada todo aquello que no
puede atrapar, pero se debe únicamente al hecho de que la mente es
una herramienta absolutamente inapropiada para ello.

Las discusiones teológicas adolecen siempre de esta condición


“inestable” del pensamiento, que no sólo no puede dar razón de
aquello que busca definir, sino que se muestra absolutamente
desprovisto e incapaz para moverse en otro terreno que no sea lo
dual y relativo. Nunca el pensamiento podrá superar la dualidad;
nunca, por tanto, podrá hablar adecuadamente de lo No-dual, de Lo
Que Es, Dios.

Mientras estás en el pensamiento, crees ver a Dios como un Ser


separado; cuando empiezas a observar el pensamiento, te sitúas en
otro lugar (en la butaca del espectador imparcial, que observa la
película como si de un sueño se tratara); pero si vas “más atrás”
detrás de la butaca) ¿qué hay?: La Luz que hace posible la
proyección, es decir, a Dios no dividido de nosotros. Dios es Lo
Que Es, el Vacío en el que somos y fuera del cual no podemos ser.
Un Vacío que es Plenitud. Hasta el punto de que, hablar de Vacío,
es -en hermosa y elocuente expresión de K. Wilber- hablar de una
realidad “sin-costuras”, “el tejido inconsútil del universo”, la
Diversidad en la Unidad sin separación, sin distancia. No es, por
tanto, algo separado o enfrente.
Porque Dios, no es un Ser separado, ya que, en cuanto nombras un
dios separado, lo estás objetivando y limitando: en el primer caso,
sin quererlo, lo has convertido en un objeto, es decir, en un ídolo;
en el segundo, del mismo modo, lo estás reduciendo a un no-
ilimitado y, por tanto, no-Dios. Es decir, tanto al objetivar como al
limitar, “dios” sólo existe como concepto o idea. Pero, Dios es el
Silencio que está detrás de todo lo que vemos, es la Presencia en la
que somos, la Presencia que nos habita, según las mismas palabras
de Jesús: “Si alguien me ama cumplirá́ mi palabra, mi Padre lo
amará, vendremos a él y habitaremos en él” (Juan 14, 23). El Amor
del que aquí habla Jesús es el que nos hace ser, y fuera del cual
nunca estamos ni podemos estar. De ahí podemos afirmar: Hay un
Dios que solamente puede percibirse yendo más allá de toda
percepción.

Tenemos que poner mucha atención para que nuestra oración no se


haga desde el yo, sino que por el contrario acabe conduciéndonos,
por su propia dinámica interna, al “silencio místico”, en el que nos
percibimos ser en É1, El que es..., hasta que experimentemos
sencilla y directamente lo que es Dios, así lo expresa la carta que
hemos citado: “Quien ora puede ser llamado a aquel particular
tipo de unión con Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado
como mística”.

Muchas preguntas, aparentemente trascendentales, resulten en


realidad capciosas, por irresolubles desde ese nivel en el que se
generan. Preguntar, por ejemplo, sobre si Dios es “personal” no es
sino una pura especulación mental. No tiene ningún sentido, por
cuanto “personal” es únicamente una categoría, y Dios está más
allá de cualquier posible categorización. Por la misma razón,
tampoco tiene sentido decir que es “impersonal”. Aquí entramos en
lo místico que podría concluir así: lo que entendemos por amor es
el aspecto afectivo de Dios, que ontológicamente es no-dual: la
experiencia de que yo no-soy-otro-que el Amado.

La Realidad es, en su raíz, “Vacío”, Misterio y -a la vez-


Diversidad. Igualdad y Diferencia en Unidad. Si no se ve la
igualdad en todo, se cae en el dualismo; si no se ve la diferencia, en
el monismo. Todos los místicos se han visto confrontados con esa
inefabilidad, que el pensamiento es incapaz de desvelar. San
Agustín escribía: “Percibo algo en mí que brilla y resplandece en
mi alma; si llegara a su plenitud y a ser constante, sería la vida
eterna”, y, También: “Dios es “interior intimo meo, et superior
summo meo” Y el Maestro Eckhart: “Percibo algo en mí que brilla
en mí espíritu; me doy cuenta de que es algo, pero qué es no lo
puedo entender; pero me parece que si pudiera captarlo,
comprendería toda la verdad”.

Para un místico, aquellas cuestiones “filosófico-teológicas”, en


cuanto elucubraciones mentales, carecen de sustancia. Porque él lo
ha experimentado. De hecho, ¿quién es el que añora una relación
“personal” con Dios? El que se siente lejos, separado de ÉL
¿Cuándo necesitamos llamarlo “persona” o Tú? Cuando estamos
instalados en nuestro “yo”. Podemos preguntarnos: ¿dónde estoy en
la percepción de mi identidad? La ola puede percibirse como ola o
como océano; la rama, como rama separada como árbol; el dedo,
como dedo separado o como cuerpo...

En tanto en cuanto nos hallamos, de modo habitual, en una


identidad egoica, Dios será para nosotros el Tú al que nos
dirigimos. Y eso es legítimo. Pero, conscientes de los riesgos que
una tal relación puede entrañar, señalaría algunas condiciones. La
oración personal tendrá que ser:

 lúcida: consciente del insalvable desajuste entre la


realidad de Dios y nuestro pensamiento sobre Él;
 humilde y, por tanto, respetuosa de otras formas, así
como dispuesta a modificarse;
 ajustada a la etapa en la que se encuentra la persona;
 “sin apego” a las formas concretas que pueda adoptar
ni a las representaciones de lo divino;
 orientada hacia la Unidad, como horizonte y meta;
 verificada por la unificación y la compasión que se
manifiestan en la vida.

De hecho, cualquier método de oración cristiana ha tendido siempre


hacia la contemplación como objetivo. La misma lectio divina
buscaba culminar las etapas de la lectio, meditatio, oratio, en la
contemplatio.

Una última precisión. Si se entiende bien, puede afirmarse que la


oración lo es todo. Porque no “hacemos” oración; somos oración.
Orar es, simplemente, caer en la cuenta y vivir la Unidad que
somos con Dios. Orar, por tanto, no es un método; es una forma de
vivir, una forma de ser. Veamos que a ese estado llegó San
Francisco de Asís: “Hecho todo él no ya sólo orante, sino oración,
enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único
que buscaba en el Señor” (2 Celano 95).

Por eso mismo, orar es algo absolutamente sencillo y gustoso. En


fin, orar es “estar”; consiste en algo tan sencillo, según la respuesta
del campesino al cura de Ars, como que “yo lo miro y él me mira”.
Lo complicado es el funcionamiento de nuestra mente.

Pero la práctica de la oración conoce trampas. Está la trampa del


fariseísmo, tan duramente denunciada por el propio Jesús (Lc 18,9-
14): es la oración del “yo”, que no nos transforma ni nos hace más
compasivos; lo único que consigue, irónicamente, es engordar el
“yo religioso”. Un yo que llegará a estar satisfecho y orgulloso de
sí porque hace oración. Puede ocurrir, incluso, que “hacer” oración
sea el mejor modo de olvidar que somos oración.

Una segunda trampa siempre al acecho es la del narcisismo. Porque


la oración constituye un ámbito privilegiado, puesto que ahí nadie
nos cuestiona ni incomoda, para construirnos un paraíso a nuestra
medida, el paraíso narcisista. Cuando buscamos el bienestar, la
paz, la satisfacción personal, la complacencia de haberla hecho
bien, el protagonismo...; o cuando nos desanimamos porque “no
nos sale bien”, o porque no avanzamos, o porque no conseguimos
resultados..., sería bueno que nos interrogáramos por nuestras
verdaderas motivaciones. No sería extraño que, tras esos síntomas,
se esconda nuestro narcisismo. Y con él, un dios hecho a nuestra
medida, nuestro “doble” en el espejo.

No sólo trampas, con frecuencia sutiles. A la persona orante lo que


más le suele preocupar son las dificultades que dice experimentar a
diario: rutina aburrimiento, pensamientos y cavilaciones,
distracciones incesantes, no saber qué hacer... Todas ellas
provienen de dos fuentes: un funcionamiento cerebral y una visión
dualista de la realidad. Mientras pretendamos “hacer” la oración
desde la cabeza, esas dificultades no tendrán solución. Nuestra
cabeza no puede salir de los pensamientos ni del dualismo.

Eso es así porque, como se ha señalado más arriba, la mente


únicamente puede operar separando, fraccionando la realidad; si no
lo hiciera, se colapsaría o bloquearía. Pensar es sinónimo de
separar; quita la separación y habrás bloqueado absolutamente el
pensamiento. Por eso mismo, el simple hecho de pensar a Dios lo
convierte, irremisiblemente, en un objeto separado; es decir, crea
un ídolo. Y no puede ser de otro modo.

Finalmente, todo encaja. Dios no puede ser pensado, sin


transformarlo en un ídolo. Y Dios tampoco es un ser separado,
como tiende a hacernos creer nuestra mente, desde su absoluta
incapacidad para percibirlo de otro modo. Así hemos de concluir
una vez más, que la mente es una herramienta radicalmente
inadecuada para “atrapar” a Dios (si bien puede ayudarnos para
desenmascarar falsas imágenes de Dios). El camino que habremos
de tomar pasa por trascender el pensamiento y, con él, la idea de
separación. Sólo así podremos abrirnos a experimentar la Unidad
de Lo Que Es.

Pues bien, con estas precisiones, podemos señalar un proceso de


oración personal, desde un yo que busca avanzar hacia un yo
integrado para poder llegar a ser un yo trascendido en la Unidad
espiritual.

Por motivos pedagógicos, descompongamos ese proceso en sus


elementos más simples, que conforman once pasos, cada uno de los
cuales puede nombrarse con una palabra.

1. Anhelo. Todo el proceso se desencadena a partir del anhelo que


somos: anhelo de vida, anhelo de ser, anhelo de plenitud, anhelo de
Dios. Al conectar con é1, caemos en la cuenta de que no tenemos
que hacer oración, sino que somos oración. Por eso, en la oración
no hay expectativas, no hay tensión, no hay esfuerzo: para el
místico, orar es como para el niño jugar. Porque somos siempre en-
Él, aunque -y ésa es nuestra tragedia- nuestra mente no lo sepa.
Pues bien, al sentir el Anhelo, sentimos estar en Él. Y al hacerlo, el
anhelo mismo se convierte en el motor y el guía que conducirá todo
el proceso de oración. Por eso, necesitamos darnos tiempo para
sentirlo y dejarnos impregnar por él5.

2. Cuerpo. Al sentir nuestro propio cuerpo, nos vemos más


unificados y disponibles para que sea toda nuestra persona la que
viva la oración. Sentir el cuerpo es escucharlo y, al escucharlo, va
quedando relajado.

3. Respiración. Si nos centramos varias veces en la respiración


profunda o diafragmática favorecemos el sentimiento de
unificación, crece la sensación de relajación y nos ayuda a
encontrarnos con nuestro “centro vital”, ese lugar del que nace la
respiración profunda.

4. Centro vital. Gracias a la respiración nos acercamos -a la zona


del vientre- a nuestro “buen lugar, a nuestro “centro de gravedad”,
al lugar donde habita lo mejor de nosotros. Empezamos sintiendo
esa zona corporal, que nos sostiene y nos constituye.

5. Calma-silencio. Ese es un lugar de calma. Incluso aun cuando


estamos alterados, en nuestro interior tenemos siempre un “lugar de
calma”, la paz de fondo. Al abrirnos a él, es bueno que nos dejemos
tomar por la calma y el silencio que lo habitan, para familiarizarnos
con ellos y favorecer su expansión en nosotros.

5 Es muy importante vivirlo sin prisas. Dios está en todo el proceso, en el


inicio mismo, y no sólo al final. Dios es ya Anhelo, Hambre, Búsqueda...
por otro lado, ¿quién tiene prisa? El mismo que quiere hacer todo
perfecto: el yo. Decir “yo” es lo mismo que decir “imagen idealizada”,
“máscara”, “orgullo neurótico”, “ego”... El ego equivale al orgullo, se
mueve desde y por é1. Lo que busca el yo, en la oración consciente o
inconscientemente, es “atrapar” a Dios y experimentar la satisfacción de
haberlo hecho bien. Sin embargo, de lo que se trata en la oración no es de
“hacer” nada ni de “conseguir” algo, sino sencillamente de poner las
condiciones para permitir que Dios sea, o mejor todavía, para poder caer
en la cuenta de que Es.
6. Vida. En ese lugar, bulle nuestra vida, como realidad primera. Al
acercarnos a ella, notaremos sensaciones de calidez,
ensanchamiento, densidad, fuerza... Es la vida que nos empuja y
nos hace salir adelante.

7. Identidad. En ese lugar, acogemos también nuestra propia


identidad; ahí se encuentra nuestro “verdadero rostro”. Puedes
pronunciar interiormente tu propio nombre, reconociéndote ahí.

8. Cariño hacia sí. Y mientras Pronunciamos interiormente nuestro


nombre, favorecemos conscientemente que crezca un sentimiento
de aprecio y cariño hacia nosotros, un sentimiento vivo y sostenido
que nos alcance en todo nuestro cuerpo y nos envuelva. Sin ese
aprecio no puede crecer un “yo integrado” ni puede emerger un
amor genuino hacia los otros6.

9. Amor. Desde ahí dejamos que nuestro cariño crezca, alcance e


incluya a todas las personas, a todos los seres, sintiéndonos
hermanos con ellos y envolviéndolos con amor.

6 Una cosa es pensar que me quiero -o darlo por supuesto y otra bien
diferente sentir amor hacia mí. Para esto, requeriré tiempo, paciencia y
humildad compasiva. Este amor no tiene nada de egoísta; quien dice que
amarse así es narcisista, nunca ha experimentado lo que es amarse; habla
de memoria o, peor todavía, justificando inconscientemente su
incapacidad para hacerlo. Lo cierto es que cuando siento ese amor hacia
mí, siento también, de un modo natural y espontáneo, amor hacia todos
(yo sólo “pienso” que los quiero o que debo quererlos, sino que siento que
los quiero): el amor se descubre absolutamente inclusivo.
Progresivamente, se va mostrando el Amor Que Es, y uno mismo se
descubre ser-en-él, ser él. Por otra parte, al vivir bien ese paso -el amor a
sí mismo, mi yo queda integrado y eso permite trascenderlo; queda
“pacificado” y eso permite ir “más allá”, sin rigidez ni tensión. Pero
cuando no siento el amor hacia mí, mi yo sigue reclamándolo, y se me
cuela constantemente, en los pasos siguientes, en forma de exigencia e
intranquilidad, de prisas y ansiedad, de despistes y pensamientos, de
cansancio y aburrimiento... En definitiva, es su forma de reclamar lo no
recibido. No podrá ser trascendido porque no ha sido previamente
integrado.
10. Presencia. En ese lugar, nos abrimos a la Presencia del Misterio
que nos habita, al Dios que nos crea y que es más nuestro centro
que nosotros mismos. Al acogerlo, renunciamos a ideas, conceptos
o imágenes de É1. Nos abrimos, sencillamente, al Misterio-en-e1-
que-somos y fuera del cual no podemos ser.

11. Entrega. En esa Presencia, nos entregamos. Esto es lo más


característico de la oración: entrega a Quien es y por Quien soy.
Entrega que podemos vivir de tres modos distintos, fiándonos de
nuestra propia intuición abiertos al camino por donde el Espíritu
nos conduzca. Lo cierto es que, llegados al final, en este proceso de
oración profunda afectiva, se abren tres caminos. En principio, no
parece oportuno mezclarlos o querer vivirlos simultáneamente. Será
la práctica la que vaya afinando también la intuición del orante.

El camino de la sensación. Es el camino característico de todo este


proceso que venimos describiendo: hemos empezado sintiendo el
anhelo, luego el cuerpo, la respiración, el centro vital, la calma, la
vida, la identidad, el cariño, la Presencia... Parece, por tanto que el
final “lógico” haya de ser ése: permanecer en la misma sensación
de entrega, que percibimos en nuestro centro vital, en lo profundo
de nuestro cuerpo. Frente a los pensamientos y distracciones que
aparezcan, volvemos suavemente, una y otra vez, a ella, usando
alguno de estos recursos:

- centrarnos en la misma sensación de entrega;


- centrarnos en la sensación de ser amados, dejándonos amar y
permaneciendo en esa sensación;
- usar una “palabra de oración” a la que recurrimos cuando nos
descubrimos distraídos, para “volver” a la sensación profunda, tal
como recomendaba el autor de “La Nube del no-saber”.

Este modo de orar es profundamente transformante, por cuanto la


misma permanencia es fuente de transformación. Al mismo tiempo,
este modo de hacer oración nos permite experimentar la oración de
modo afectivo, al modo franciscano, como “respiración de amor”.

La oración afectiva. Llegados al final del proceso, nos dejamos


identificar con la entrega como Amor, hasta perdernos en ella. No
se trata de “pensar” en la entrega ni en el amor. No se trata,
tampoco, de “sentir” el amor en nuestro interior -como hacíamos en
el camino anterior-. Se trata, más bien de centrarnos en la entrega-
amor, de modo que llegue un momento en que sólo haya Amor.
“Tú”, ya no estarás; habrá sólo Amor, que conducirá todo el
proceso. Entrégate a él. Para eso, habrás tenido que dejar de sentirte
en el lugar donde previamente estabas situado, en el vientre, para
centrarte en el entrecejo, donde eres pura atención. Desde esa
atención, posibilitarás que, fundiéndote con la entrega, dejando que
el Amor sea, poco a poco tu “yo” se vaya diluyendo, como
sensación de identidad separada, y puedas abrirte a la novedad, en
la que, en ausencia de pensamientos y ausencia de “yo”,
sencillamente Ello ES: Dios se revela como Amor. Entregándonos
al amor, se ha posibilitado la emergencia de la Unidad.

El camino del conocimiento. Decir “conocimiento” es decir


atención. De un modo similar a lo señalado en el punto anterior, se
trata de identificarse con la entrega como pura atención, hasta que
sólo haya atención y sea ella misma la que conduzca todo el
proceso. De hecho, entrega es sinónimo de atención sinónimo
también de silencio místico. Y todo es desasimiento.
Entregándonos a la pura atención, en ausencia de pensamientos y
ausencia de “yo”, sencillamente Ello Es: Dios se revela como Luz.
Entregándonos a la atención, se ha posibilitado igualmente la
emergencia de la Unidad.

De este modo, se completa el proceso y venimos a descubrir que el


Anhelo inicial era, en realidad, anhelo de Unidad. Tenía razón el
místico medieval A. Silesius al decir que “la oración más noble es
cuando el orante se convierte íntimamente en aquello delante de lo
que se arrodilla”.

A fin de cuentas la verdad de un camino de meditación y de


oración, el test que lo validará, son los efectos que vaya
produciendo en la vida de la persona. También aquí, “por los frutos
los conoceréis”. Frutos de paz y ecuanimidad, de unificación y
armonía, de verdad y humildad, de compasión, comunión y entrega.
Esto significa que la oración, que se reconoce en Jesús y en su
evangelio, está llamada a vivir a Cristo, hasta poder decir con
Pablo: “Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.
Guía para el tiempo de oración

Si uno es cristiano, es una criatura nueva. Lo antiguo pasó, ha


llegado lo nuevo. Y todo es obra de Dios, que nos reconcilió con él
por medio de Cristo y nos encomendó́ el ministerio de la
reconciliación. Es decir, Dios estaba, por medio de Cristo,
reconciliando el mundo consigo, sin tener en cuenta los pecados de
los hombres, y confiándonos el mensaje de la reconciliación.
Somos embajadores de Cristo y es como si Dios hablase por
nosotros (2Cor 5, 17-20).

Relajado, relajado sin ninguna expectativa, sin ningún esfuerzo, sin


ninguna prisa -sin ninguna tensión- vas a vivir este tiempo de
oración como descanso, como aprendizaje de dejarte descansar,
dejarte ser en Aquel que eres, en Aquel que somos.

Para eso, comienza tomando conciencia del anhelo que hay en lo


profundo de ti. No pienses en é1, siéntelo. Entra en tu interior y
acércate, no sólo al anhelo que hay, sino al anhelo que eres: anhelo
de vida, anhelo de ser, anhelo de plenitud, anhelo de Dios. Déjate
sentir ese anhelo, de modo que sea é1 quien conduzca todo tu
momento y todo tu proceso de oración. Siente sólo tu anhelo.

Acércate ahora a tu cuerpo. Toma conciencia de él, escuchándolo,


sintiéndolo. Puedes recorrerlo de los pies a la cabeza, sintiendo
cómo está. Y al tiempo que lo escuchas, permite que se vaya
aflojando, relajando.

Toma conciencia ahora de tu respiración. Respira dos o tres veces


profundamente. Puedes empezar comprimiendo suavemente la
pared abdominal para de ese modo, expulsar el aire desde lo hondo
de tu cuerpo, suavemente, por la boca. A continuación también con
suavidad, inspiras por la nariz, acompañando todo el recorrido del
aire hasta lo profundo de tu cuerpo, dejando que la santa Ruah
invada todo tu ser, ahí lo mantienes un momento, sintiendo como el
Espíritu penetra en todo tu cuerpo. Seguidamente, vuelves a expirar
suavemente por la boca, dejando el tiempo que pueda sin inhalar y
experimentar el vacío. Haz este ejercicio dos o tres veces.
Acércate ahora a ese lugar en lo profundo de tu cuerpo de donde
nace la respiración profunda, a tu centro vital, en la zona del
vientre. Siente ese lugar. Y, a medida que lo acoges y lo sientes,
percibe la serenidad que te habita ahí. Ese es tu lugar de paz, tu
lugar de calma. Ahí todo está en calma. Siéntela.

También en ese mismo lugar, ábrete a sentir la vida que te habita, la


vida que eres. Puedes sentirla, en lo profundo de tu cuerpo, como
ensanchamiento, como calor, como fuerza, como densidad. Ábrete
a sentir la vida que te sostiene. En ese lugar eres siempre vitalidad.
En ese mismo lugar, ábrete a acoger tu propia identidad, a sentirte a
ti mismo. Si te ayuda puedes pronunciar interiormente tu nombre y,
a medida que lo pronuncias, puedes reconocerte y sentirte a ti
mismo en lo profundo y lo íntimo de ti. Al pronunciar interiormente
tu nombre, favorece que emerja un sentimiento cálido de cariño, de
aprecio hacia ti. Un sentimiento vivo y sostenido. Un sentimiento
de cariño que pueda ir creciendo y te pueda ir envolviendo. A la
vez que pronuncias interiormente tu nombre, puedes añadir: “Te
quiero tal como estás, te quiero tal como eres”. No necesitas ser
diferente para poder quererte; puedes amarte tal como estás, tal
como eres.

Ahí mismo, deja que viva tu amor hacia todas las personas,
conocidas o no, acogiendo las presencias que vayan apareciendo
dentro de ti y envolviéndolas amorosamente. Deja que ese mismo
amor alcance e incluya a todos los seres. Y desde ese sentimiento
vivo de amor hacia ti y hacia todo ser, ábrete ala Presencia Divina,
a la Presencia que te habita, al Misterio, a Dios. No quieras tener
ninguna idea, ningún concepto, ninguna imagen. Ábrete,
sencillamente, a ese Misterio que es más tú que tú mismo, el
Misterio que te habita en el centro íntimo de ti y que te hace Ser.

Al abrirte así a esa Presencia, consiente en dejarte amar, en sentirte


amado por el Fondo amoroso que llamamos Dios. No tienes que
hacer nada, sino consentir a la realidad de que estás siendo amado,
y descansar en ella.

Al mismo tiempo que vas descansando en esa realidad, déjate


permanecer. No hay nada más que hacer. Sólo permanecer en El.
Sin esfuerzo, sin expectativas, sin tensión. Permanecer... Al tiempo
que permaneces, déjate sentir, en lo profundo de ti, la entrega que
eres. Es la entrega de ti mismo. Esa actitud de entrega se convertirá
en desapropiación, libertad interior y disponibilidad.

Si te sientes llamado a un silencio mayor, hazte consciente de la


entrega amorosa y céntrate en ella, hasta que sólo sea ella. Para eso,
no sigas “localizándote” en la zona del vientre, sino en el entrecejo,
en la intuición, donde eres pura atención. Céntrate en el amor
fúndete con él y deja sencillamente, que el Amor sea. Y consiente,
con paciencia y perseverancia, que sea el Amor, y no tu
pensamiento, el que conduzca todo el proceso... y lo Dios se
revelará como Amor.

O, bien de un modo similar, en el silencio al que has accedido,


céntrate en la pura atención y permanece en ella. Que sea la
atención y no tu pensamiento, la que conduzca el proceso. En la
misma medida en que permanezcas en ella notarás que la atención
se intensifica y que tu “yo” se va diluyendo. Entrégate a la
atención. y atrévete a correr el riesgo de dar el paso de tu pequeña
identidad -habitual y familiar, la identidad de tu “yo”- a una
identidad nueva que no conoces: a la Unidad Que Es en la
Diversidad, al Vacío-Plenitud, a la realidad absolutamente
luminosa, que sólo Luz: Dios.

Terminemos este camino de encuentro con la Luz, con esta oración


de Francisco de Asís:

“Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por


ti mismo a nosotros, míseros, hacer lo que sabemos que quieres y
querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente
purificados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del
Espíritu Santo, podamos seguir las huellas (cf. 1Pe 2,21) de tu
amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a
ti, Altísimo, que en perfecta Trinidad y en simple Unidad vives y
reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de
los siglos. Amén. (CtaO 50-52).

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