Está en la página 1de 96

Hesíodo: justicia (díke) y trabajo (érgon) en Los trabajos y los días

“La obra se expurga y purifica, aunque sólo sea


por el hecho de haberse defendido a sí misma
contra los intentos de eclipsar su sentido.”
Jean Bollack, Poesía contra poesía

1. Introducción

Aún en la actualidad, el poeta griego Hesíodo es considerado un autor de textos


instructivos, “su segunda obra, Trabajos y días, puede definirse como un ejemplo de
literatura didáctica […]” (Frenkel, 2003: 29). Anteriormente ya había sido Warner Jaeger,
en su monumental Paideia, quien sostenía que Hesíodo enaltece uno de los grandes
valores en importancia en la cultura griega, esto es, el valor del trabajo, y afirmaba que
“el titulo Los Trabajos y Los Días, que la posteridad ha dado al poema didáctico y
campesino de Hesiodo, expresa esto de modo perfecto” (Jaeger, 2001: 65). Sin embargo,
Jaeger no enfatiza suficientemente la relación que da estructura y significación al poema
hesiódico: érgon, trabajo, y díke, justicia, son el basamento moral de la vida en la aldea
agrícola (komé). Desde las primeras recepciones griegas, el poema reveló un importante
valor historiográfico y documental gracias al relato en primera persona de los aconteceres
cotidianos de un campesino beocio del siglo VIII a. C. Abriéndoles sus puertas arcaicas
a los incontables intérpretes que desde los tiempos más remotos exploraron las ruinas
antiguas buscando respuestas a sus problemas contemporáneos, la obra hesiódica alberga
en sus versos una riqueza antropológica invaluable. Con sólo señalar el ascenso canónico
que su moral campesina adquirió en la antigüedad se evidencia el interés por las causas
que pudieron motivar tan profusa y sostenida diseminación. Por ello, la pregunta que tiene
a Hesíodo en su núcleo apunta al locus social en el que enuncia sus ideas. Enfrentado a
las injusticias y desigualdades de su tiempo, Hesíodo trasluce el conflicto existente entre
los campesinos libres de Ascra y los reyes de Tespias, sólo unos siglos antes del
surgimiento de la polis clásica. De hecho, la evolución social de ese conflicto estuvo
ligada a la capacidad cultural de los nuevos colectivos para encausar las tensiones sociales
en una dirección que evitase la disolución de las relaciones existentes entre la urbe
naciente y la periferia labriega. Y si bien Hesíodo se expresa del lado del campesino libre
afirmando –y resignificando- un ideario moral nacido de la sabiduría agraria, su crítica
conlleva una visión correctiva –más que pesimista- del futuro. Un hombre tan piadoso
como él nunca hubiese cuestionado la verdad revelada por las diosas. Por el contrario, si
su poema rivalizó con los ideales de la aristocracia homérica fue porque su visión de los
héroes no ensalzaba la habilidad del hombre en el combate (al que accedían unos pocos),
sino la proeza de quien encuentra en el trabajo su única fuente de honor y riqueza. Por
ello, los estudiosos de la mitología griega descubren en Hesíodo una instancia de
resignificación decisiva, viendo cómo se aggiornan las representaciones sociales que
pugnan por ocupar un lugar legítimo en el interior de las culturas dominantes.
Arrojándoles a los antropólogos una mirada de la antigüedad griega desde la
periferia, las nuevas representaciones sociales de Erga se integran en un discurso que
introduce la racionalidad crítica dentro de un imaginario dominado por la ideología
aristocrática. Para conseguirlo, Hesíodo reconstruye un mito de origen que,
inextricablemente anudado al laudo del trabajo (érgon), confronta los ideales nobiliarios
con un nuevo arquetipo trágico. El hombre ha sido constituido por el límite de la finitud,
una ley divina que le prohíbe gozar de la vida eterna y que se resuelve en la ley del trabajo,
donde la gloria del pan convive con la labor de la tierra. El mito de Prometeo reclama
para la periferia labriega la titularidad de los nuevos héroes. Es más, el dispositivo de
distinción aristocrático, esto es, los héroes de la epopeya homérica –mortales que entre
los hombres son los más cercanos a los dioses- disputan su hegemonía con un ‘meta-
rival’, responsable de promover la modernización de las bases económicas y
representacionales de la sociedad arcaica. Hesíodo integra y, a la vez, critica a los héroes
homéricos ocupando con el hombre de trabajo el nuevo centro de la tradición épica. Y tan
eficaz llegó a ser su intervención, que él mismo fue el interlocutor legítimo del período
inmediatamente posterior a su época, cuando las luchas por la modernización política de
Atenas desembocaron en la democracia. Valga simplemente recordar la famosa tesis de
Bruno Snell (1946, [1946]), quien distingue a la obra hesiódica de la homérica como la
precursora “del monoteísmo filosófico de Zeus”, presente después en Solón y Esquilo y
en el basamento moral de la futura polis clásica.
“Hesíodo pone y construye –por lo menos literariamente- la cuestión y la noción
de díke, prácticamente ausente en Homero”, explica Armando Poratti (2000: 31). La
filosofía, la sofística y la poesía de época clásica plasmarán las versiones definitivas de

1
este nuevo tipo de racionalidad. Pero si se la compara con su antecedente más inmediato,
esto es, Homero, la díke hesiódica apunta al carácter ecuménico del bien más alto, lo
justo, que, en Erga, aparece enhebrado a la universalidad del trabajo. La ideación de la
vida tal cual los dioses se la prodigaron a los hombres parece entonces hallar su raíz
simbólica en la paz que promueve el trabajo de la tierra y no en la timé aristocrática que
promueve la guerra1. Pues la matriz conceptual de la obra hesiódica se asienta sobre el
uso revolucionario de la primera persona en singular; usar la subjetividad personal con el
fin de exteriorizar la realidad humana de una manera más abstracta. El drama del nuevo
héroe es una lucha que se desarrolla en el interior de su propia condición. Hesíodo
reelabora así la relación del hombre con los dioses, dándole al primero el aspecto de un
agente cada vez más activo en la ideación de su propio destino. El nuevo héroe queda
entonces asociado a una forma de libertad que, a su vez, será limitada por la finitud que
díke señala, obligándolo a ajustar su acción a los términos que fija la justicia.
A partir de aquí, ‘fuerza’ (bía) y ‘justicia’ (díke) serán dos términos que se
redefinirán en el interior de una realidad social cada vez más dinámica y compleja. La
tensión entre la fuerza de los poderosos –fuerza que a partir de Hesíodo, y hasta
Aristóteles y Platón, es hybris en potencia- y la incipiente racionalidad de la díke arcaica,
resultará en la creación de una fuerza personal y autoconsciente, que alcanzará su singular
modo de enunciación en la mención explícita del individuo que la lleva a cabo (Hesíodo
en primera persona relata cómo fue visitado por las Musas del Monte Helicón y de la
Pieria), resolviéndose en un arte de pensar cuyo motivo principal es la elaboración de
formas capaces de integrar los sentidos dispersos, aunque profundamente arraigados, del
saber mítico tradicional. Finalmente, dice Jaeger (1952), la sabiduría hesiódica cederá “el
paso a una nueva y más radical forma de pensar racional –el autor se está refiriendo a la
Escuela de Mileto-, que ya no saca su contenido de la tradición mítica, ni en rigor de
ninguna tradición, sino que toma por punto de partida las realidades dadas en la
experiencia humana, tá ónta, las cosas existentes” (p. 24). Según esta interpretación,
Hesíodo pertenecería al período pre-filosófico, denominado ‘mítico’, anterior al
surgimiento de la filosofía de los milesios, y del cual la filosofía decimonónica,
recuperando la tradición griega a través de la interpretación aristotélica de los filósofos

1
Diríamos con Nietzsche que aquí se trazan los primeros esbozos de decadence griega, cuando el
‘concepto’, ocasional en Homero, se hace cada vez más habitual en Hesíodo. “Despreocupados, irónicos,
violentos –así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama siempre únicamente a un guerrero...” (Nietzsche,
1986: 74). Véase también el aforismo 189 de Aurora, donde Nietzsche analiza el Mito de las Edades
relatado en Erga.

2
presocráticos, buscó no sólo distanciarse, sino oponerse (es la famosa distinción, tantas
veces mencionada, entre mito y logos).
Desde su origen griego la filosofía ha buscado insistentemente revelar el sentido
de su propio ser a partir de la formación, y posterior negación, de su sentido contrario. En
este caso, el borramiento del mito niega aquello que bien podría caberle en su propia
esencia. De hecho, la filosofía contemporánea ha dedicado un sinnúmero de
investigaciones a este tema. Cabe simplemente mencionar a Olof Gigon, para quien el
principio de Anaximandro, lo ‘Infinito’, el ápeiron, que algunos autores traducen por lo
‘Indeterminado’, “es un desarrollo directo del Caos Hesiódico” (Gigon, 1962: 35). Y
propone ciertamente, a través de continuidades y rupturas, una línea que, por lo menos,
alcanza a Platón. Así también lo cree Cornelius Castoriadis, para quien es “sorprendente”
constatar en el autor de República la persistencia de esta significación. Explica que, en el
Filebo, Platón dice citar (16c) un discurso “antiguo y verdadero”, según el cual de todo
lo que puede decirse que existe debe decirse también que “está hecho de uno y múltiple,
y posee en sí mismo (symphyton: empujando consigo en su ser y en su devenir, co-nativo
[...] tomando ‘nativo’ en el sentido ontológico y no empírico) el peras y el ápeiron”
(Castoriadis, 2006: 210-211). Así concluye que Platón, incluso en un diálogo tardío como
es el Filebo, piensa que “Todo lo que es sólo puede advenir al ser conteniendo a la vez y
de manera constante [...] lo determinado y lo indeterminado, lo definido y lo indefinido”
(Ibid., p. 211). Esta tensión quedó firmemente registrada en la filosofía del siglo XX que
recuperó la obra hesiódica a partir de una serie de aportaciones novedosas que, en algunos
casos, significaron el quiebre definitivo con las interpretaciones precedentes.
En su libro La aurora de la filosofía griega, John Burnet (1908, [1944]) sostiene
la tesis que él denomina ‘el milagro griego’. La filosofía aparece en Grecia de una manera
abrupta y radical como el fruto de la genialidad del pueblo griego, siendo los milesios los
primeros en preguntarse por el ser de la naturaleza desde una postura puramente racional.
El pensamiento anterior a Tales –período en el cual se encuentra Hesíodo-, pertenece a la
esfera del saber mítico o religioso; si se quiere, un pensamiento determinado por la
tradición y su contenido irracional. F. M. Cornford (1912, [1984]), por su parte, discute
la tesis de Burnet y defiende la idea del desarrollo del pensamiento filosófico a partir del
pensamiento mítico y teológico que lo precedía. Según su tesis, la filosofía sería el
resultado de la evolución de las formas primitivas del pensamiento mítico de la Grecia
del siglo VII, existiendo una continuidad real entre la primera especulación racional
lograda en la Escuela de Mileto y las representaciones religiosas anteriores. Las maneras

3
de pensar que, en filosofía, logran definiciones claras y afirmaciones explícitas habrían
estado implícitas en las irracionales intuiciones griegas acerca de lo mitológico. Su obra
De la religión a la filosofía (Cornford, 1984) intenta explicar justamente cómo la
estructura de los mitos relatados en Teogonía se mantiene en las teorías de los primeros
filósofos, rechazando éstos solamente el recurso a lo sobrenatural y la aceptación mítica
de la contradicción.
Posteriormente, y a diferencia de los dos autores anteriores, es Olof Gigon (1945,
[1994]) quien ubica por primera vez el origen de la filosofía en Hesíodo. “El primero al
que podemos llamar filósofo es precisamente un poeta, Hesíodo de Ascra, en Beocia”
(Gigon, 1994: 13). Para Gigon, las Musas encargan al campesino Hesíodo la verdad
revelada (Erga, 1 y ss., 661-662), verdad que confronta el valor nobiliario de la
verosimilitud engañosa. Y cabe esta diferenciación respecto de Teogonía (28), donde las
Musas pueden o bien decir la verdad o bien decir mentiras con apariencia de verdad. Con
ello, Hesíodo abona la idea de ser él mismo el elegido de las Musas, rivalizando con otros
aedos por el favor de las mismas. Y si bien no tarda en rectificar su rumbo hacia el tema
que lo ocupa (Teogonía, 35), esto es, las genealogías divinas, esa breve mención abre un
punto de encuentro y, a la vez, de distanciamiento respecto de Erga. Las Musas pueden
dar a otros aedos la verdad en apariencia, pero en Erga las rivalidades profesionales
quedan a un lado, pues urge que su hermano Perses abandone la senda incorrecta y decline
su disputa por la herencia. Por ello, su advertencia comienza invocando a Zeus, por un
lado, y a la verdad revelada, por el otro: “Préstame oídos tú que todo lo ves y escuchas;
restablece las leyes divinas mediante tu justicia (díke), que yo trataré de poner a Perses
en aviso de algunas verdades” (Erga, 10). El poeta quiere disuadir a su hermano
imprudente e insensato de continuar el litigio por la herencia (Erga, 27-41) y si bien pide
a Zeus restablecer el orden general por medio de la justicia divina, lo cierto es que para
disuadirlo Hesíodo recurrirá a las ‘verdades’ que le habían regalado las Musas. En este
sentido, si Teogonía explicita el diálogo con la tradición del certamen y la competencia
lírica, en Erga la intertextualidad se resuelve en el terreno de los conflictos locales e
interpersonales (autobiográficos).
El valor de una verdad que se distingue de la que sólo es en apariencia denota una
forma de ambivalencia que en Erga se extiende hacia otros términos que la tradición
concebía de forma unívoca. Es el caso, por ejemplo, de la rutilante eris, una sola en
Teogonía (226), la ‘lucha mala’, pero dos en Erga (11-24), la ‘mala’ y la ‘buena’. Hesíodo
escoge la ambivalencia más conveniente para cada caso. Si en Teogonía alcanzaba la

4
verdad, en Erga sólo queda lugar para las certezas. Sus consejos son la última alternativa
disponible antes de encontrarse con Perses nuevamente en los tribunales. Modificaciones
e intertextualidad sirven a la manera novedosa de abordar no sólo los núcleos míticos de
la tradición, sino la propia tarea del aedo. A partir de Hesíodo, el canto inspirado por las
Musas abandona el estilo maquinal representado en Homero para reflejar la lucidez plena
del vate. El Beocio sustituye la inspiración homérica con una visión consciente de la
verdad. Ya no se trata de repetir mecánicamente largos listados de nombres o sucesos –
la diosa de la memoria en tonalidad cuantitativa-, sino de acceder a la verdad por medio
de la reflexión y la meditación concienzuda. “Y así, si alguien quiere proclamar lo justo
a conciencia, a él le concede prosperidad Zeus de amplia mirada […]” (Erga, 280; ver
también, Erga, 286 y 293-294). Surge así un elemento dianoético que, en rigor, es la
resignificación hesiódica del valor de ‘verdad’. Pues, como dice Marcel Detienne,
“[Hesíodo] agranda la hybris de su hermano Perses hasta hacer de ella un principio
cósmico” (Detienne, 1963, 31).
Los presocráticos –principalmente Anaximandro, Heráclito y Parménides (ver
apéndice A)- cosecharán los frutos de este fértil semillero; sin embargo, ya se observa en
Erga una sutil interacción entre el respeto hacia la tradición y su crítica. Bajo el estrés de
la frontera abierta entre Zeus y Prometeo, el campesino, un “mero vientre”, tensa la épica
que, por refección, sacude la tradición: los campesinos no viven al margen de la historia.
Si la inspiración homérica queda ahogada bajo el signo de su propia maquinación
numérica, es sólo porque el campesino Hesíodo logra unificar en el arado dos mundos -
el divino y el humano- cuya distancia era sólo salvable por los héroes aristocráticos de La
Ilíada y La Odisea. Entre la justicia divina, díke, y el trabajo humano, érgon, adquiere
espesor un nuevo dominio, el de la reflexión (Erga, 293) y su relación con las tareas
prácticas (Erga, 382 y ss.). El laboreo es el nuevo especio donde la vida de los hombres
se ciñe a los términos fijados por díke.
La astucia como perjuicio en beneficio del bien propio había sido hasta Hesíodo
una práctica moral válida, pero que él reconvierte en generadora de males colectivos
(Erga, 240). Ahora es la rectitud el vehículo adecuado para resolver las disputas internas.
Zeus puede ver qué justicia “encierra [la ciudad] entre sus muros” (Erga, 270),
tensionando así el sentido de la métis homérica. El lugar de la argucia y el ardid pasa a
ocuparlo la ‘palabra-realidad’2 simbolizada en la alétheia, que inscribe en el trabajo y en

2
Este término aparece en Marcel Detienne (1987: 140): “tras la Aletheia del adivino, del poeta inspirado,
hemos reconocido la noción de ‘palabra-realidad’ […]”

5
la justicia la relación fundacional del hombre con los dioses. Si la consagración humana
a la guerra, la astucia y el pillaje es ruina y fracaso, la consagración al trabajo es riqueza
y prosperidad. Bía, pleonexía, métis, representan así la fuerza, el deseo o la destreza
ejercidos en beneficio de actos injustos, es decir, alejados del sendero de la verdad
revelado por gracia divina: “Preferible el camino que, en otra dirección, conduce hacia el
recto proceder; la justicia termina prevaleciendo sobre la violencia, y el necio aprende
con el sufrimiento” (Erga, 216-220).
Erga es el primer indicio de la función rectora de la verdad que alcanza tanto a la
acción como al conocimiento. La luz solitaria de un faro en la noche; una chispa divina
que Zeus ha dejado en el camino de una existencia frágil y temporal. Por ello, Gigon
establece la originalidad de Hesíodo respecto de los milesios en dos aspectos: el Beocio
fundamenta la prioridad conceptual de la alétheia respecto de la doxa (la verdad aparente)
y define, in germine, lo ético como el accionar que se ajusta a los términos de la verdad
revelada. Surge así una nueva autoridad moral, la del sabio que transita por una realidad
libre de apariencias, camina atento a los simulacros y reconoce los desvíos del camino
trazado por la alétheia. Sin dudas, un modelo para la filosofía crítica que acompaña hasta
la actualidad el ideal de la sabiduría en Occidente: la intrínseca validez de la verdad
asegura el correlato, la atadura, entre la acción y la justicia –atadura (herkos) emparentada
etimológicamente con el juramento (hórkos): estar enhórkos es estar ligado, enlazado, a
una palabra o afirmación. Distinguir la verdad es el primer paso que una vida da en el
camino recto. Pues la alétheia de Erga es más que sólo contenido (la recitación maquinal
del aedo inspirado). Y Calíope (Teogonía, 75-80) da cuenta de ello cuando otorga una
bella voz, tanto en timbre como en contenido, a los engaños: “Sabemos decir muchas
mentiras con apariencia de verdades. Y sabemos, cuando queremos, proclamar la
verdad”. Tener conciencia de la ‘verdad’ es el don que las Musas regalan a Hesíodo, pues
no sólo a otros poetas dan bella voz –la Musa ‘dulzona’ de la que hablará posteriormente
Platón en República (499d)-, sino que a Hesíodo lo han concientizado de esa diferencia.
Sin embargo, la cuestión no está zanjada. Las interpretaciones inspiradas en
Aristóteles definen como ‘científica’ la filosofía de Mileto porque aborda una
epistemología de tono naturalista y aséptico3. Sin recurrir a las teofanías, donde la

3
Giovanni Reale y Dario Antiseri (1995: 32) indican que la reflexión de la physis presocrática condujo al
mismo Aristóteles “a distinguir entre una física propiamente dicha, como doctrina de la realidad física, y
una metafísica, como doctrina de la realidad suprafísica, y así la física llegará a significar, de un modo
estable, ciencia de la realidad natural y sensible”.

6
‘verdad’ se manifiesta por gracia de la voluntad divina, los milesios recurren ‘con
exclusividad’ al empeño de la razón humana. Pero Gigon retrocede, y recuerda, que las
formas sutiles del engaño apreciadas por Homero, son denunciadas por Hesíodo,
oponiendo el valor de la verdad revelada al de la verosimilitud engañosa. Las preguntas
exigen respuestas conforme a la alétheia. Por ejemplo, la pregunta ‘¿de dónde viene
todo?’, cosmogónica y filosófica a la vez, “lleva al problema del principio, que está más
allá de la historia, porque no solo estuvo en el comienzo y abrió la serie de
acontecimientos numerables, sino que, perdurando al mismo tiempo, es lo mas verdadero
y real” (Gigon, 1994: 24). Hesíodo exhibe así la co-pertenencia originaria de hodos y
télos, camino y meta de la verdad. Así, el pensamiento debe ajustar su proceder a la verdad
que lo determina en su esencia (sobre este binomio Gigon formula la tesis de la
antecedencia de Hesíodo en Parménides). Teogonía abriría entonces los tres interrogantes
de la cosmología clásica: la pregunta por el principio, la pregunta por el todo y la pregunta
por el orden de una manera mítica, pero racional (Gigon, 1962).
Finalmente, la verdad hesiódica yace en la restancia, el vacío4, que resguarda en
su ser diferido la capacidad generadora que la realidad recoge en su inmanencia. La
sobreabundancia es el contrapunto de una metafísica de la totalidad que traspone la
Unidad de la polis en la negación de la finitud de la existencia5. En cierto sentido, esta
lectura se opone a la de Gigon cuando analiza el término ‘origen’ desde la identidad y la
diferencia entre la Forma y el Evento. Contrariamente, Hesíodo señala la cualidad vacante
del ser, restancia insoluble en la unidad de la diferencia. Por ello, la pobreza existencial
que determina la condición humana impone al hombre la obligatoriedad del trabajo (mito

4
“Para decirlo en nuestro lenguaje –explica Hermann Frankel refiriéndose a Hesíodo (1993: 113)-: todo
ser existe porque (espacial, temporal y lógicamente) se contrapone a un vacío no ser, y se determina en lo
que es por su delimitación respecto a lo que no es: el vacío. Por eso, el universo y todas las cosas ‘en hilera’
tienen sus límites en el vacío, y como límite no es solo fin, sino también principio, las fronteras de las cosas
son sus fuentes y raíces, pues a su delimitación frente al no ser deben su ser y su esencia.”
5
Esta restancia teogónica reaparecerá sin dudas como rasgo constitutivo de la existencia humana; una
carencia estructural (que el pensamiento de época clásica fijará en el término pobreza -penía- asociada
etimológicamente al esfuerzo -pónos), y que sirve para delimitar la especificidad de lo humano. En virtud
de ello, cabe una mención a la oportuna observación de la profesora Victoria Juliá (comunicación personal,
6/6/2016), donde advierte sobre los problemas en la delimitación del campo semántico de esta categoría:
“En cuanto a la ‘evolución de la noción griega de penía’ habría que reubicarla después de una justificación
de que la noción de ‘pobreza’ que parece estar en juego en los Erga no es mentada con el término penía
sino que parece no haber encontrado un nombre adecuado (‘palabra-realidad’), sino que el nombre ‘penía’,
que en Hesíodo tiene un sentido negativo fuerte, será resignificado en el período clásico, resignificación
que parece culminar en Aristófanes, Pluto (especialmente versos 415-616) y en Platón, Banquete (203b-
204a) y República (especialmente 368a-376d, pero también en otros pasajes). Antes del período clásico
podemos hablar, en castellano, del ‘campo semántico de la pobreza’ (pero no de penía ya que sería
anacrónico aplicar la noción y el nombre penía propios de usos del período clásico)”. Más adelante se
analizarán estas cuestiones detalladamente.

7
de Prometeo) que modera, pero no erradica, la carencia (mito de las Edades). El precario
equilibrio de esta divina armonía es la cifra hesiódica de la justicia. Equilibrio amenazado
por la desmesura, hybris, que Zeus penalizará al reponer la justicia quebrantada producto
de adíkeia. Cuando Zeus castiga al hombre, inaugura una existencia cuya reposición y
vigencia demanda trabajo. Sólo que ese trabajo, como señala Jean Pierre Vernant, quedará
signado por la ambivalencia psicológica y moral de Prometeo, quien “es a la vez ‘el osado
hijo de Japet’, bienhechor de la humanidad, y el individuo ‘de pensares engañosos’,
origen de las desgracias de los hombres” (Vernant, 1992: 243). Hesíodo resignifica la
epopeya homérica reintegrando la verosimilitud engañosa del Titán bajo el dominio de
Zeus, identificado con la justicia divina, que lo penaliza. El antiguo poder cuestiona y a
la vez sostiene a Zeus en su trono. Lo arcaico y lo moderno enfrentándose en Erga
redefinen los límites de la autoridad en un contexto donde la organización aldeana (oîkos
y komé) y las formaciones urbanas (polis) entran en conflicto.
Cabría entonces preguntarse qué lugar ocupa Hesíodo en la historia de la filosofía
occidental. Pregunta que no pretende responder el presente escrito, pero que habilita el
tránsito hacia la hipótesis principal del trabajo que nos ocupa: Los trabajos y los días
manifiesta la relación fundacional de los términos érgon y díke. Juntos forjan una
representación ecuménica del bien más alto en oposición a la hybris de la pleonexía –
reyes y clientelas en procura del lucro insaciable (Erga, 322-328). Y si bien Erga confluye
hacia la unidad de estos dos términos, promotora de la areté individual y colectiva,
Hesíodo nunca confiesa de modo abierto la relación. En ningún verso exhorta a los
hombres a trabajar para ser justos. En ningún verso define la justicia por la exclusividad
del trabajo. Modalidad sonora de un silencio que se hace audible por refección: justicia y
trabajo confluyen en una sociedad donde unos trabajan –campesinos, comerciantes,
esclavos- y otros no –los poderosos y sus clientelas. Cabe entonces preguntarse, no sólo
de qué modo Hesíodo promueve esa unión sin hacerla explícita, sino por qué decide
conscientemente no hacerlo. En síntesis, se realizará no sólo una interpretación de dicha
ausencia, sino una lectura a partir de ella.
Para Hesíodo la polis aristocrática de la Edad de Hierro amenaza con disolver la
estabilidad material y social de la vida aldeana. Pues la dualidad de la lucha (la eris mala
y la eris buena), tal como se presenta en Erga, “tiene su principal sentido –dice Hermann
Frankel (1993: 121-122)- en que no distingue solo entre una fuerza buena y una mala,
sino entre un destino eventualmente impuesto por el cielo y una fuerza aclimatada
permanentemente en la tierra, de la que podemos hacer uso a voluntad”. Lo que Hesíodo

8
formula para la justicia, si bien proviene de Zeus, es accesible a cualquiera, pues nada
hay más universal que el trabajo6. Es un tiempo de lucha (eris), pero distinto al de la
guerra. Ahora se lucha por el sustento, una dura ley que Zeus ha fijado y para la cual no
hay ya felicidad, por pequeña que sea, que no se obtenga sin sacrificio. El modelo humano
de esta edad es el agricultor, que consagra su vida al trabajo de la tierra. Respetar a díke
es entonces aceptar sin más la ley del trabajo, un bien que sobrepasará el mal del cual la
vida es ahora inseparable. Por ello, díke se opone a hybris: la ‘eris buena’ lucha contra el
impulso de la ‘eris mala’, que arranca al hombre del trabajo y lo expone al deseo de la
ganancia sin esfuerzo. Es un tiempo en el que los pleitos y las querellas se multiplican y
en el que la discordia reina. Entonces Hesíodo se preguntará: ¿por qué díke y no hybris?
Aquí, convergen lo racional y lo mítico: si a este tiempo de mezcla –hybris y díke aún
conviven en lucha perpetua- sucede el reinado definitivo de la hybris, la vida del hombre
en la tierra quedará condenada para siempre (Erga, 180-201).
Con posterioridad a Hesíodo, un sector modernizador de la aristocracia se plegará
sobre estas corrientes moderadas e integracionistas: la viabilidad de la polis estaba en
juego. Las reformas políticas de Solón y Clístenes son una consecuencia de ello. Pues, el
progresivo aumento de la conflictividad social en Atenas, significó una amenaza real de
desintegración, cuya solución condujo a la participación de los sectores disconformes
dentro de las instituciones públicas de la polis ateniense (Forrest, 1966; Starr, 1977). Sin
embargo, Lynette Mitchell (2005) considera que la transformación real de la base
socioeconómica ateniense no ocurrió ni con Solón ni con Clístenes, puesto que si bien
ellos logran legitimar las reivindicaciones del demos, dejaron en suspenso la
transformación del orden socioeconómico general. Según la autora, estas reformas
quedaron lejos de transformar los cimientos de la sociedad ateniense, considerándolas
soluciones de compromiso que, si bien lograron aminorar la tensión social, no redujeron
los niveles de desigualdad social creciente registrados en su tiempo.
Si nos remontamos a Hesíodo conviene entonces aclarar que él forma parte de la
tradición que finalmente reverberó en las doctrinas de Solón, Esquilo, Platón y
Aristóteles. Tradición erigida no tanto a partir del texto hesiódico, sino sobre él. En
síntesis, se propone un abordaje interdisciplinario cuya dinámica basculante abra las

6
La valoración hesiódica de la tierra y la aldea no debe confundirse con la ideología nacionalista y los
mitos aristocráticos de ‘autoctonía’. Pues estos últimos nacen de un discurso político que busca suturar por
medio de la violencia (el racismo) la diferencia que la polis guarda estructuralmente consigo misma. Dicho
en otros términos, la diferencia interna se resuelve en la meta de una ideología que culpabiliza al otro del
malestar que produce el permanente desfasaje con el afuera.

9
puertas del texto al contexto y viceversa. Para ello se analizará el poema Erga se estudiará
el contexto histórico-antropológico de la obra (capítulo 1) y se evaluarán algunas
interpretaciones antiguas del texto –Solón, Esquilo y Platón- al hilo de la interacción entre
sus contextos y conceptos (capítulo 2). El método de abordaje será una hermenéutica
bollackiana ‘ampliada’ partiendo de la noción de refección trabajada por el autor. Para
Bollack, la refección actúa por y en la inmanencia del propio poema al que da vuelta, lo
contra-dice y le hace decir lo que debería haber dicho, teniendo en cuenta el devenir
histórico. Es un contra-decir, un reestructurar, cuya proveniencia la da el propio poema
contra el poema: “[…] todo lenguaje es ordinario –dice, Bollack (2000: 195)-, al menos
inicialmente. Pero existe el uso que se hace de él, el que se ha hecho en el pasado, o el
que se está haciendo a nuestro alrededor (…), y existe además el que se aparta de todos
ellos, que lo retoma, lo piensa de nuevo y lo contradice” (Bollack 2000: 195). Ahora bien,
‘ampliada’ hace referencia al hecho de que la búsqueda de las fuerzas inmanentes del
propio poema recurre a la filología (campo disciplinar al que pertenece Bollack), pero no
se agotan en él. Tampoco se le dará una primacía. Por el contrario, el análisis histórico y
contextual es el camino que abre la refección del texto hacia su propia inmanencia. Sobre
todo, los contextos de las interpretaciones ulteriores del propio texto, adjudicatarias de
conceptos dependientes de nuevos contextos. Es una crítica de la crítica motivada desde
el propio poema contra el poema, es decir, contra la manera en la que contextos crearon
conceptos a partir y contra él.

10
Primera Parte

2. Díke y érgon en Erga

2.a. Mitos de origen e historicidad en la noción hesiódica érgon

En su “Introducción” a Erga la traductora Paola Vianello De Córdova (2007:


LXII) apunta al núcleo temático en cuestión: “¿Por qué [...] Hesíodo no estimula
abiertamente a los hombres a ‘trabajar para ser justos’ y cumplir con la ley de Zeus?” Si
el esfuerzo hesiódico confluye hacia la unidad de estos dos términos –érgon y díke-, ¿por
qué el poeta nunca explicita la unión? ¿por qué no la hace manifiesta? La autora responde
que las necesidades materiales acuciantes inclinaban al campesinado no sólo a transgredir
la norma, sino a proseguir fines estrictamente materiales: un ‘mero vientre’ no puede sino
atender las exigencias básicas de la escasez de recursos. “La invitación inicial al trabajo
está hecha en función de la consecución material del bienestar, y el señalamiento del
trabajo como acción justa y querida por los dioses emerge sólo aquí y allá entre los versos,
confirmando que, para Hesíodo, los dos objetivos deben ir juntos” (Vianello De Córdova,
2007: LXIII). El bienestar familiar motiva indirectamente a luchar por la justicia divina.
Este principio realista, indudablemente cierto, es sin embargo insuficiente para
comprender las causas de tal omisión. Pues la categoría díke, que estructura y da sentido
general al texto, encuentra su fuente de legitimación en la noción de trabajo. Frente a una
comunidad que demanda elaboraciones discursivas capaces de denunciar un poder
nobiliario injusto y, a la vez, absoluto, Hesíodo respalda el posicionamiento de su díke
con eventos míticos –la ley de Zeus- y, a la vez, humanos –la ley del trabajo. Veamos. En
oposición a la obra homérica, Erga está edifica en torno a la noción básica de díke, justicia
que trabaja simultáneamente en planos enhebrados por relaciones asimétricas (reyes
justos/injustos y Hesíodo/Perses; aldea de Ascra/polis de Tespias y campesinos
pobres/reyes devoradores de dones; etc.) y por relaciones simétricas (la horizontalidad de
los de abajo). Al construir literariamente esas interacciones, Hesiódo recurre a elementos
biográficos que ayudan a resignificar y legitimar el nuevo campo operatorio
(programático) del lexema (díke).

11
Uno de esos planos de interacción es sin embargo virtualmente idéntico al de la
única aparición de díke en la Odisea. Los versos 107-114 del canto XIX7 asocian la díke
del rey justo (díkaio) a la fertilidad de la tierra, la prosperidad de los campos y la
abundancia de frutos. Del mismo modo, Erga 225 y ss. describe la abundancia que rodea
a los reyes justos (díkaio) quienes, bendecidos (oblioi) por los dioses, reciben los bienes
que la tierra fértil les provee8. Este paralelismo sirve entonces para mostrar que, asociada
al campo semántico de los gobiernos justos, díke es anterior al contexto descrito en Erga.
Sin embargo, la exclusividad de esa mención, que reduce las significaciones al ámbito
nobiliario, cambia en Erga, donde su expansión se produce en beneficio de la aldea (las
relaciones horizontales de la komé). A partir del establecimiento de una ética del laboreo,
cuya matriz es el asiento sagrado de los trabajos, esto es, los garantes de la prolongación
y sustentación de los ciclos y ritmos naturales (las Horas), Hesíodo vincula el trabajo de
los campesinos con la justicia divina: la labranza es la antesala de una abundancia
promovida por díke.
Ahora bien, contrariamente a la respuesta de Vianello de Córdova, la ausencia de
una mención que explicite la unión de díke y érgon nada tiene que ver con morigerar la
transgresión de las normas en beneficio del acceso a bienes. Por el contrario, una
dimensión intertextual opera en Erga a través del trabajo como categoría mediadora del
correcto funcionamiento social. Para lograr su cometido, Hesíodo comienza invocando a
las Musas y su atestiguada relación con la alétheia. Es decir que a fin de pesquisar el
modo en el que Hesíodo retiene y desarrolla su idea de díke es necesario analizar antes la
noción de alétheia, pues respalda la expansión legitima de las significaciones novedosas
que propone la obra. Por ejemplo, en Odisea XIV 124-125 Homero hace explícita la
necesidad de los vagabundos de contar historias falsas (pseudea) en lugar de ‘cosas
verdaderas’ (alétheia) para obtener comida a cambio. Es más, el propio Ulises asume por

7
“¡Oh mujer! No hay mortal en la tierra infinita que pueda censurarte: tu gloria ha llegado hasta el cielo
anchuroso cual la fama de un rey intachable, que teme a los dioses y, rigiendo una gran multitud de
esforzados vasallos, la justicia (díke) mantiene, y el negro terruño le rinde sus cebadas y trigos, los árboles
dóblanse al fruto y le nace sin tregua el ganado y el mar le da peces, gracias todo a su recto gobierno; y sus
gentes prosperan.”
8
“Para aquellos que dan veredictos justos a forasteros y ciudadanos y no quebrantan en absoluto la justicia,
su ciudad se hace floreciente y la gente prospera dentro de ella; la paz nutridora de la juventud reside en su
país y nunca decreta contra ellos la guerra espantosa Zeus de amplia mirada. Jamás el hambre ni la ruina
acompañan a los hombres de recto proceder, sino que alternan con fiestas el cuidado del campo. La tierra
les produce abundante sustento y, en las montañas, la encina está cargada de bellotas en sus ramas altas y
de abejas en las de enmedio. Las ovejas de tupido vellón se doblan bajo el peso de la lana. Las mujeres dan
a luz niños semejantes a sus padres y disfrutan sin cesar de bienes. No tienen que viajar en naves y el fértil
campo les produce frutos.”

12
momentos el lugar del vagabundo, el ‘mero vientre’ que miente para saciar su estómago
hambriento (Odisea VII, 215-221). Contrariamente, Hesíodo enfatiza y proclama su
deseo de oponerse a esa mención (Teogonía, 28). Es decir, al oponerse en Teogonía a los
pseudea, las Musas lo han liberado de su condición de ‘mero vientre’ (Teogonía, 26). Y
es entonces que la enunciación cambia el vector de las tensiones en favor de Erga. Tras
la disputa en los tribunales con su hermano Perses, la visita de las Musas adquiere un tono
programático más que autobiográfico. O mejor aún, los datos autobiográficos refuerzan
estratégicamente la intencionalidad programática. De hecho, la mención de los pseudea
desaparece en Erga, al tiempo que el conflicto estamental surge en el centro de la escena.
A partir de la crítica a la imagen aristocrática del hombre humilde, que ya no engaña por
necesidad, sino que visiona una verdad (alétheia) en la dirección de las sentencias rectas
(díkai), la épica homérica queda dada vuelta: las sentencias torcidas ya no son un ardid
del peinôn, el hambriento, el mendigo, sino de los dorophagoi, los reyes voraces y
corruptos de Tespias. La aristocracia se opone así al campesino humilde (esta oposición
a favor de los humildes reaparecerá en Esquilo, pero sólo para ser nuevamente dada
vuelta), asociado a un contexto veraz –por las Musas- y justo –por Zeus. Trabajo y rectitud
pasan entonces a formar una pareja duradera en el centro de la escena hegemonizada por
la visión homérica. Hesíodo se protege así de las interpretaciones que ya en su época se
asemejaban a las de Vianello de Córdova. Basadas en el prejuicio hacia los sectores más
humildes, la relación dudosa con la norma queda ubicada entonces del lado de los reyes
corruptos, mientras que la relación afirmativa queda del lado de los trabajadores honestos.
Y este es el camino que señalan las Musas: verdad/justicia/trabajo. Dicho en otros
términos, con el respaldo de las Musas, Hesíodo extiende el campo operatorio de díke,
hasta entonces acotada al ámbito de los basileos, para alcanzársela al trabajador humilde
que labra los campos.
Así y todo, no es lo mismo denunciar la corrupción de la aristocracia de Tespias
que invertir las jerarquías que estructuran la base socioeconómica griega. Pues buena
parte del poema es la paráfrasis de la unión inaparente entre dos categorías que hasta
entonces no formaban parte de la timé del héroe de la épica. Y donde esta paráfrasis se
hace más fuerte es en la primera parte del poema, donde el ciclo mítico converge con el
‘Proemio al trabajo’. Por ello, una vez ganada la alétheia, el poema debe analizarse a la
luz de la interacción lógica entre dos categorías cuya unidad desafía la organización
estamental de la sociedad arcaica. Conviene entonces empezar por el mito de las Edades

13
en la medida que relata el origen común de hombres y dioses en un estadio que, si bien
es anterior a la aparición del trabajo, no es anterior a la aparición de la justicia.
Según Vernant (1992), la Edad de Oro forma par con la de Plata, a la que se opone
por una mayor díke frente a cierto grado de hybris (ambas en un plano jurídico-teológico).
A su vez, la Edad de Bronce se caracteriza por su mayor hybris frente a la mayor díke de
la de los héroes, pero aquí el tipo de hybris y de díke es diferente al de las edades anteriores
(son entendidas en un plano guerrero). Por último, la Edad de Hierro señala la
culminación y fin de ese ciclo y se divide en dos etapas: 1) La época de Hesíodo: los
males se mezclan con los bienes y todavía es posible remediar el mal 2) Etapa futura y
sombría en la que triunfará la hybris. Ahora bien, el lúcido análisis de Vernant exige
también un señalamiento tipológico en el orden de las oposiciones estamentales. De este
modo, puede observarse que en la Edad de Oro los hombres no trabajan. Aunque existe
el sacrificio a los dioses, la riqueza emerge de la tierra sin mediación de un esfuerzo físico.
De esta manera, queda atestiguada la existencia de los llamados “ágapes campesinos
antiguos” (Gernet, 1980), donde la exigencia de obtener recursos en calidad de dones
ofrecidos a los dioses es anterior a la de trabajar para la subsistencia. Es la díke de la Edad
de Oro, que seguirá vigente con la aparición del trabajo –vía Prometeo-, al tiempo que
será el medio excluyente para satisfacer las contraprestaciones divinas: si en la Edad de
Oro los sacrificios no requieren la mediación del trabajo físico, luego del conflicto entre
Zeus y Prometeo, sólo el trabajo físico permitirá cumplir con los dioses. Tras el mito de
Prometeo, érgon es la acción que, al producir los bienes para el sacrificio, aleja de hybris
y restablece díke.
En la Edad de Oro los hombres están familiarizados e integrados armoniosamente
en las apacibles actividades del mundo pastoril –gozan ‘sin envidia’ de ‘cosechas’
abundantes, que brotan espontáneas por gracia (olbioi) divina (Erga, 117). Mientras la
vida de los hombres transcurre en observancia estricta de hábitos y prácticas cultuales
fijadas por la tradición, alejan la envidia de los dioses que los ‘beatifican’ (los hombres
son amigos –phíloi- de los dioses) con abundancia material y tranquilidad mental. “Ellos
contentos y tranquilos alternaban sus faenas (karpós) con numerosos deleites. Eran ricos
en rebaños y entrañables a los dioses bienaventurados” (Erga, 119-122). Modelo social
organizado en torno al campesino diligente: básicamente el mundo rural, de matriz
cerealista, desprovisto de trabajo. Asimismo, es una época libre de sufrimiento (pónos).
Punto importante de destacar, pues anticipa el rechazo de la identidad entre pónos y
érgon. Pónos será el sufrimiento causado por la transgresión de díke en contextos de

14
hybris creciente; es decir, puede haber pónos sin que exista el trabajo (las Edades
siguientes dan prueba de ello). Por el contrario, la mayor díke expresada en la Edad de
Oro, surge de la reciprocidad entre los sacrificios humanos y los dones (las bendiciones)
divinos. De hecho, el sostenimiento de ese circuito cielo/tierra, es decir, el sostenimiento
del complejo circuital en el “origen común de hombres y dioses” (Erga, 109 y ss.), se
consigue por medio de un vivir ajustado a los términos que fija la díke divina. En
conclusión, el origen común de hombres y dioses –la justa reciprocidad cielo/tierra-, crea,
a través de dones divinos, un paisaje humano básicamente agrario, pero sin fatiga, muerte
violenta o pena (pónos). Y esta es una lección fundamental para el campesinado: los
mayores niveles de díke, esto es, la mayor cercanía entre hombres y dioses, no brota del
campo de batalla, donde se proyecta la aristocracia guerrera, sino del campo de cultivo,
donde la vida del hombre se mezcla con los frutos de la tierra. En síntesis, el ámbito social
que se conforma más adecuadamente a los orígenes divinos del hombre es el agrario.
Ahora bien, la diferenciación con los habitantes de la Edad de Plata surge en la
juventud, producto de su crianza: si la vida armoniosa de los habitantes áureos transcurría
en el campo –reproductores sociales de las prácticas cultuales fijadas en el origen común
de hombres y dioses-, las argénteas transcurrían en su infancia y hasta su juventud en la
cerrazón del hogar, junto a la madre diligente. Es la falta de integración en el mundo
exterior –en el circuito de las reciprocidades, esto es, en el concepto de ‘la deuda’- el
agente constituyente de seres ignorantes y violentos (Erga, 130-140). Hesíodo anticipa
así un tópico literario clásico: la ruralidad, la vida agraria, conforma el temple adecuado
entre las virtudes del cielo y la tierra. Contrariamente, la vida que se prolonga
excesivamente junto a la madre solícita promueve la ignorancia –Hesíodo se está
refiriendo a los caprichos de los ‘nenes de cuna’, es decir, la sucesión de una Edad de
prosperidad y justicia a otra opulenta, pero violenta (mayores índices de hybris). Edad
rica en recursos, pero pobre en saberes y nobleza. Lo que Hesíodo denuncia es el
narcisismo infantil de los habitantes de la Edad de Plata. A riesgo de incurrir en un
anacronismo, conviene tomar del psicoanálisis este término que tiene soporte en el
complejo de operaciones psíquicas que rodean las interacciones con lo otro y que se ven
mediatizadas por las emociones de la culpa y el pudor. Ahora bien, personas en las que
no se haya producido este trabajo de mediación difícilmente se encuentre escrúpulo
moral. “La justicia estará en la fuerza de las manos y no existirá pudor (aidos); el malvado
tratará de perjudicar al varón más virtuoso con retorcidos discursos y además se valdrá
del juramento” (Erga, 193). Hesíodo denuncia a los adultos que se encuentran aún

15
atrapados en un narcisismo que al no establecer las emociones del castigo (némesis) y el
pudor (aidos) no reconocen las deudas con el otro (dioses). Disponiendo así de un perfil
incapaz de reconocer lo que está mal en uno mismo, el poeta denuncia un contexto de
hybris creciente: “Es entonces cuando Aidos y Némesis, cubierto su cuerpo con blancos
mantos, irán desde la tierra de anchos caminos hasta el Olimpo para vivir entre la tribu de
los Inmortales [...]” (Erga, 198). Los efectos del tropiezo mítico de la madre en los
habitantes argénteos aún reverberan en la Edad de Hierro, es decir, la culpa
inadecuadamente expiada se prolonga a lo largo de las Edades. Pues, Hesíodo distingue
niveles de distanciamiento cada vez mayor entre hombres y dioses. De hecho, que entre
los áureos no exista la fatiga, no significa que no exista el sacrificio: la deuda es anterior
al trabajo. O, dicho de otra forma, el trabajo es fruto de un castigo que se originó por la
falta de reconocimiento de una deuda anterior. Por ello, el trabajo origina un sacrificio
específico (los hombres comen la carne de la víctima y los dioses los huesos), es una
modalidad religiosa que no invalida una historia cultual muy temprana: el tributo es la
deuda por el origen común de hombres y dioses, la Edad de Oro. Lo cual significa que el
origen divino del hombre origina la deuda, no lo exime de ella (esta es la primera caída,
manifiesta en la edad de Plata). Y si lo que el suelo da espontáneamente debería facilitar
el sostenimiento de las relaciones cielo/tierra, la principal diferencia entre los áureos y los
argénteos surge de ese incumplimiento. Su desmesura radica en incumplir los sacrificios
en un contexto de gratuidad y opulencia. El mensaje es que la gratuidad no debe borrar la
deuda. O, dicho de otra manera, la gratuidad que se reduce a falta de deuda hace imposible
la vida moral. De allí provine la hybris que Hesíodo denuncia en la Edad de Plata y que
persiste en la de Hierro.
Por medio de festividades y ritos, los campesinos celebran su sentido de
interdependencia y afirman las reglas y pautas que desde arriba los gobiernan. De hecho,
el calendario del pequeño productor rural contemplaba una serie de cultos, festivales y
sacrificios destinados a tal fin, y muchas actividades económicas, por lo menos así se
deduce de la Edad de Oro, no tenían como finalidad la subsistencia inmediata sino el
servir a los dioses. Se introduce así un dispositivo que operará por siglos en el interior del
círculo pedagógico campesino: los habitantes de la Edad de Plata son népioi, esto es,
ingenuos, infantiles e indisciplinados. Por la excesiva prolongación de la crianza junto a
la madre solícita, el hombre de plata degeneraba en “la flor de la vida”. Pues “cuando ya
se hacía hombre y alcanzaba la edad de la juventud, vivían poco tiempo llenos de
sufrimientos (pónos) a causa de su ignorancia” (Erga, 131). Lo que ignoran son las pautas

16
de convivencia, interconexión e interdependencia fuera del oîkos materno: prácticas
cultuales fijadas por la tradición entre hombres y dioses. Es decir que la desmesura de la
opulencia –los desvíos causados por la excesiva influencia del oîkos y la madre solícita-
debe ser tempranamente contenida por el despliegue del niño en las prácticas cultuales
del mundo agrario. Su integración en el orden ritual y sacrificial es la base de su formación
intelectual, aquella que en la juventud lo protegerá de la hybris que “irrita” a Zeus
Crónida. Hesíodo pretende así dejar en claro que la opulencia específica del contexto –la
espontaneidad de las cosechas- no debe borrar el basamento de la relación cielo/tierra, el
elemento sacrificial. Incluso teniéndolo todo, el hombre debe hacer sacrificios. Caso
contrario, su ignorancia lo empuja hacia la desmedida, hybris, hacia la trasgresión de
aquello que antiguamente había sido pautado por thémis.
Ahora bien, en contraposición, la Edad de Bronce destaca la formación de una
sociedad militarizada. Es decir, una sociedad disciplinada para el combate. Las
formaciones de poder sobre la base de una creciente riqueza incorporan los cuerpos
armados con funciones específicas dentro del conjunto social. Son élites guerreras cuyas
vidas transcurren fuera del oîkos, lejos de la madre solícita, y en el campo de batalla. Una
suerte de profesionalización del combate. Y aquí el alejamiento del ámbito agrario es aún
más evidente: “De bronce eran sus armas, de bronce sus casas y con bronce trabajaban;
no existía el negro hierro” (150-152). Al contrario de los habitantes del campo, donde la
espiga de trigo es un símbolo de paz y prosperidad, Hesíodo describe a los habitantes
broncíneos por la exclusividad en el uso del metal: “no comían pan y en cambio tenían
un aguerrido corazón de metal” (Erga, 147-148). Las Edades de Plata y Bronce hacen por
lo tanto par frente a la de Oro: expresan dos formas de alejamiento de la aldea ejemplar.
En el primer caso, hacia adentro (hacia el oîkos, junto a la madre), en el segundo, hacia
afuera (hacia el combate y la conquista armada). La formación de exclusividad para la
guerra, la especificidad del combate, también deriva en hybris. “Sólo les interesaban las
luctuosas obras de Ares y los actos de soberbia” (Erga, 148). Es decir, el orden sacrificial
es transgredido por una injustificada predilección hacia el dios de la guerra. Si la falta de
disciplina vuelve desmesurada la Edad de Plata, la disciplina excesiva vuelve
desmesurada la de Bronce. La fijación en un propósito exclusivo también conduce a la
“negra muerte”. Pero a diferencia de la Edad de Plata, convertidos en “genios
subterráneos”, los broncíneos “marcharon a la vasta mansión del cruento Hades, víctimas
de sus propias manos, en el anonimato” (Erga, 151-153). Así, ambas Edades son
inadvertidamente víctimas de sus propios desvíos. La ignorancia en unos, la fuerza en los

17
otros, empuja el derrotero de la desmesura, dando a entender que las potencialidades
humanas pueden derivar en vicios si el dispositivo pedagógico no se efectiviza. Es decir,
existe aquí evidencia del modelo de masculinidad vigente para el campesino: ni el
capricho infantil de los ‘nenes de cuna’, ni la violencia excesiva de los amantes de la
guerra. El áner hesiódico se ubica así en medio de los excesos de dos modelos
aristocráticos vislumbrados también en la épica homérica: el hombre rico, pero ignorante
y vanidoso y el guerrero fuerte, pero despiadado y cruel.
Los broncíneos no logran vivir en sociedad, pues pretenden levantar en la aldea
un campo de batalla en honor a Ares. La polifonía de voces divinas –aquellas que, bajo
el mando de Zeus, estabilizan El Olimpo- quedan aquí reducidas a la solitaria voz de la
guerra. Su vigor y su fortaleza son entonces reducidos a puros actos de soberbia. Pues, si
bien disponen de “voz articulada” (Erga, 144) y capacidad de “trabajo” (Erga, 151), los
domina su propia fuerza y no a la inversa. El dispositivo se afinca nuevamente en el plano
sacrificial. Las ventajas constitutivas generan pasiones que someten al hombre: se
sacrifican a sí mismos en nombre de Ares (esta disyuntiva aparecerá nuevamente en
Scutum, donde Heracles rechaza el liderazgo del dios de la guerra). Y esto los distingue
de la Edad de los Héroes, es decir, la aristocracia homérica, “más virtuosa y justa que su
antecesora”. Pues, el drama de los Héroes mezcla la victoria en el combate con la
sabiduría del dikaióteron; la violencia se conjuga dramáticamente con la ley de Zeus.
Hesíodo señala entonces que de los combatientes que fueron a Troya sólo algunos
sobrevivieron, mientras que los otros murieron en “la guerra funesta” o “sobre el inmenso
abismo del mar” (en el mismo anonimato que sepultó a la Edad de Bronce). En síntesis,
los devoró la misma hybris que a sus predecesores. Sólo “los otros”, los héroes, fueron
reintegrados por Zeus en ‘la Isla de los Bienaventurados’, esto es, el ámbito agrario
ejemplar, junto al Océano de profundas corrientes. “Héroes felices a los que el campo
fértil les produce frutos que germinan tres veces al año, dulces como la miel” (Erga, 171-
173). El ciclo cuyo inicio tiene lugar en la Edad de Oro se completa en la Isla de los
Bienaventurados, donde hay tres germinaciones espontáneas al año, y gozan de la
bendición de Cronos, que reina sobre ellos Inmortal. Nótese que Cronos era el dios que
también reinaba en el tiempo en el que surgió la primera raza, la áurea. Por ello, cabe
agregar que si en Vernant vemos una tensión entre díke y hybris repartida en dos pares de
razas caracterizadas por el incremento de la desmesura en el plano religioso y guerrero
respectivamente, ahora deben sumarse los dos pares que forman entre sí un
distanciamiento respecto de la aldea ejemplar: la Edad de Oro hace par con la de los

18
Héroes (el equilibrio adentro/afuera aumenta el índice de díke) y la de Plata con la de
Bronce (el desequilibrio adentro/afuera aumenta el índice de hybris).
Pero la tierra fecunda alberga aún una quinta raza, de Hierro, en la cual habita
Hesíodo. Su síntoma es la mezcla. Unos trabajan el campo y otros roban ciudades, unos
profieren sentencias justas y otros perjuran, unos respetan a sus padres y otros los
maldicen, etc. Es una Edad signada por la multivocidad. La formación de exclusividad de
las razas precedentes desaparece aquí bajo el carácter maleable del hierro. Es una época
de confusión y mixturas violentas, de aleaciones engañosas y palabras traicioneras: es el
hierro como símbolo de impurezas. La vida agrícola perforada por el interés urbano, por
los tribunales que, en lugar de proferir sentencias rectas, profieren sentencias torcidas en
procura del interés particular. El antiguo ordenamiento agrario se ha mezclado con las
formaciones de poder urbano en una aleación fuerte, pero sin nobleza. Nunca sus
habitantes se verán libres de fatigas y miserias, y los dioses les procurarán ásperas
inquietudes. No obstante, señala Hesíodo, “sus alegrías se mezclarán con sus males”
(Erga, 176-179). La Edad de Hierro representa una sociedad entonces compleja y
vertiginosa, alejada de las formaciones estables y perdurables del antiguo régimen
aldeano. El hombre ha abandonado su sereno lugar en el cosmos y transita hacia un
mundo confuso y hostil, donde sólo el recogimiento de quien está bien dispuesto al trabajo
puede mitigar el avance de hybris en beneficio de la estabilidad y la abundancia moderada
que promueve díke.
Las dificultades que la Edad de Hierro conlleva quedan inmediatamente a la vista.
Pues el mito de Prometeo es categórico: el hombre debe trabajar –“Y es que oculto tienen
los dioses el sustento a los hombres” (Erga, 43-44). Entonces, ¿cómo cumplir con los
sacrificios, esto es, actuar en el plando teológico conforme a díke, si el hombre rehúsa al
trabajo con medios ilegítimos (neikos y adíkeia) para evitarlo –el perjuro, la violencia y
el engaño dan cuenta de ello (Erga, 287-292)? Aquí es donde el mito de las Edades y el
de Prometeo se entrelazan virtuosamente. Hesíodo pretende explicar por qué el engaño
es un medio inadecuado para eludir tributar a los dioses y cumplir con díke. Es más,
advierte a su auditorio sobre las penosas consecuencias de esta transgresión. Pues entablar
un circuito de contradones con Prometeo significa desafiar la autoridad de Zeus.
Veámoslo. Todos los pretendidos favores de Prometeo hacia los hombres quedan
compensados por las réplicas de Zeus. Los humanos pagan las penas de la predilección
del hijo de Jápeto –recuérdese que así también pagaban los habitantes de bronce su
predilección por Ares. En el primer motivo, Prometeo ‘oculta’ la mejor porción de carne;

19
Zeus, en respuesta, ‘oculta’ el fuego. En el segundo, Prometeo ‘roba’ el fuego para hacer
un regalo a los humanos; Zeus replica con un nuevo regalo: la primera mujer, Pandora,
portadora de la jarra llena de males. La moraleja final de ambos episodios es la misma:
‘No es posible esquivar ni transgredir el designio de Zeus’. Nuevamente, recurrir al
engaño para incumplir con las obligaciones exigidas acarrea hybris, que se paga siempre
a un precio más alto. Y esto queda evidenciado en las consecuencias graves de tal
transgresión. En primer lugar, modifica la relación con los dioses (a través de los
sacrificios) y, en segundo lugar, afecta la alimentación (la ausencia de fuego obliga a
comer los alimentos crudos). “La posesión del fuego –dice Carlos García Gual (1979:
42)- es indispensable: hay que quemar la porción de las victimas destinadas a la divinidad
y hay que cocer los alimentos (de ahí que en Erga el ‘esconder el luego’, krypiein pyr,
equivalga a ‘esconder el sustento’, krypiein biou)”. A partir de aquí, érgon y díke quedan
unidos en el plano de las contraprestaciones divinas, pues trabajar es consecuencia de
krypiein biou, como de krypiein pyr, es decir, cumplir con la justicia divina y quemar los
alimentos en los altares destinados a los dioses implica, a partir del castigo, trabajo
(érgon) para los hombres. “[P]ues de otro modo fácilmente trabajarías un solo día y
tendrías para un año sin ocuparte en nada. Al punto podrías colocar el timón sobre el
humo del hogar y cesarían las faenas de los bueyes –aludiendo a la víctima sacrificial- y
de los sufridos mulos –aludiendo al trabajo en los campos-” (Erga, 44-46).
Ahora bien, una consecuencia subsidiaria de ambos episodios es aquella mentada
por varios analistas y que refiere a la potencial degradación del género humano al de las
fieras. Pues, en última instancia, el engaño de Prometeo que irritó a Zeus contra los
humanos, significó el ocultamiento a éstos del fuego, anulando el beneficio de la
contraprestación, pues, obligados a devorar la carne cruda y en la imposibilidad de
sacrificar a los dioses, los hombres reasumirían la condición de fieras. De modo tal que
Hesíodo enfrenta dos problemas. Debe modificar la condición humana con un castigo que
no lo devuelva al dominio de las fieras y debe hacer que esa condición se ajuste a las
prerrogativas de díke. Hesíodo encontró en el trabajo (érgon) un concepto con el que
satisfizo ambas necesidades. Pues, con trabajo Zeus hace más difícil (castigo) la
subsistencia del hombre, pero no lo exime de un medio para cumplir con díke. Por ello,
si el hombre guarda hacia el trabajo cierta ambivalencia prometéica, por añadidura,
también la guarda hacia díke. Sin embargo, la especificidad del trabajo establecida en el
mito no opera en la realidad histórica con la universalidad que a Hesíodo le gustaría. Por
ello, el Poeta se esfuerza en declamar que incluso los nobles, no solo no están exentos del

20
castigo de Zeus, sino que, eventualmente, tampoco lo están del trabajo. Quienes no
trabajan son personas poderosas, pero no menos humanas, ‘todos los hombres nacen de
la misma planta’, del mismo castigo y de la misma ley. Cumplir con esa ley es cumplir
con la ley divina. Hesíodo arremete así contra las nuevas prácticas clientelares –la
transferencia de riqueza y poder de abajo hacia arriba diagrama la progresiva
‘mercantilización’ de los favores y las prebendas. De hecho, la hybris del noble es penada
por Zeus como la del pobre: “¡Oh Perses! Atiende tú a díke y no alimentes a hybris; pues
mala es la desmesura para un hombre de baja condición y ni siquiera puede el noble
sobrellevarla con facilidad cuando cae en la ruina, sino que se ve abrumado por ella”
(213-216). Todos los hombres son iguales ante la justicia divina. Al aristócrata no le es
ajeno el trabajo, ni al pobre la riqueza, y sólo el camino recto los mantiene cerca de la
abundancia y alejados de la miseria (Erga, 286 y ss.).
Si por el mito de las Edades se concluye que el mayor nivel de díke se logra con
la mayor integración en las pautas de la vida agraria, y por el mito de Prometeo se
concluye que el hombre debe trabajar, entonces ambos mitos explican la solución de
Hesíodo a los problemas de su época: la única forma de recuperar la justicia perdida en
manos de hybris es reintegrando al hombre en la vida campesina, poner sus manos sobre
el arado. Restablecer el orden justo implica necesariamente abocarse al laboreo, pues éste
ordena la vida cultual y social conforme al modo original en que la prodigaron los dioses.
No pueden los hombres llevar adelante una vida pastoril y agraria sin la fatiga del trabajo,
del mismo modo en que no pueden restablecer el orden social perdido sin un retorno al
campo. El mito de Prometeo y el de las Edades se entrelazan inextricablemente en la Edad
de Hierro: díke requiere necesariamente de érgon, pues sin érgon no hay vida cultual
agraria, y sin vida cultual agraria no hay díke.
Sin embargo, Hesíodo sabe que la diversificación estamental urbana hace
imposible agotar las posibilidades de díke en un retorno a la vieja ruralidad. Por ello, narra
la fábula del gavilán y el ruiseñor. Aquí les habla específicamente a los reyes: Uds. que
no trabajan y detentan poder son responsables de la prosperidad colectiva en un sentido
eminente, pues lo que hagan con díke se lo están haciendo a sus ciudades (Erga, 225 y
ss.). “Teniendo presente esto, ¡reyes!, enderezad vuestros discursos, ¡devoradores de
regalos!, y olvidaros de una vez por todas de torcidos dictámenes” (263). Detengámonos
aquí por un momento. En el verso 39 de Erga, Hesíodo utiliza el término “devoradores
de dones” (dorophagoi) para designar, presumiblemente, a los reyes de Tespias. La
traductora Paola Vianello de Córdova, en una nota al texto castellano dice que esta frase

21
denota un atributo fuerte y despreciativo para los nobles que actúan injustamente. Sin
embargo, aclara que R. Hirzel (1907) atribuye al adjetivo un significado positivo, es decir,
“que aceptan los dones” ofrecidos por los ciudadanos que les agradecen. Armando Poratti
(2000) opta por la misma interpretación, entendiendo que los dones son ofrecidos a modo
de agradecimiento. Esta elección permite ver que el tono general del poema depende a su
vez del grado de conflictividad social que se atribuya al contexto histórico de la época.
Con Poratti, constataríamos que el texto hesiódico es anterior al surgimiento de la polis,
pero, además, que en ese mismo momento reina aún cierta armonía entre la antigua
aristocracia y los sectores que se ubican por debajo de ella. Ahora bien, en clave
antropológica cave decir que el término ‘devoradores de dones’ revela una situación
donde el hombre se vuelve una amenaza para el otro hombre. Vista desde la aldea, la polis
necesita ser reconducida hacia el orden que rige la vida de los hombres en comunidad.
Devorar dones significa entonces cancelar la divina inmanencia del don, su destino
excedente, y romper el círculo invisible que aglutina y a la vez libera al hombre de la pura
necesidad material: los dones son profanos y sagrado, materiales e inmateriales a la
misma vez. De hecho, este es el registro semántico de la fórmula gnómica expresada en
Erga 40-41: en la anfibología hesiódica, el todo (pantós) es más que la mitad (pleón) sólo
en apariencia, pues ésta reúne lo inmaterial y lo material, en la malva y el asfódelo yace
la riqueza del sabio. En su excedencia, el don satisface necesidades terrenas y divinas,
siendo los reyes los intermediarios entre la comunidad de abajo y la comunidad de arriba.
La antropofagia de los basileos cancela el circuito cultual: “!Oh reyes! Tened en cuenta
también vosotros esta justicia; pues de cerca metidos entre los hombres, los inmortales
vigilan a cuantos con torcidos dictámenes se devoran entre sí, sin cuidarse de la venganza
divina” (Erga, 249-252). De allí la denuncia hesiódica: los reyes secularizan el círculo
ritual e interrumpen el acceso de la comunidad a la justicia divina convirtiéndose en presa
de los más poderosos (es la conclusión de la fábula del gavilán y el ruiseñor). Dicho en
otros términos, los reyes se convierten en fieras, abandonando no sólo el ámbito humano
sino el de la propia díke. Por ello es perentorio que reyes, Perses y clientelas (Erga, 35-
39) corrijan su accionar (la justicia de los reyes injustos; la justicia de las clientelas) y
vuelvan voluntariamente sus oídos a Zeus de rectas sentencias.
Y ahora sí podemos entonces agregar un elemento más al análisis de Vernant: díke
disminuye en relación a hybris en la misma proporción que las Edades se distancian del
universo rural –y, posteriormente, del trabajo y de díke-; contrariamente, aquella aumenta
y esta disminuye en la misma proporción que las Edades se acercan al ordenamiento

22
social y cultual del mundo agrario. Hesíodo era consciente de que la Edad de Oro se había
perdido para siempre, sin embargo, el mito logra expresar la pervivencia de aspectos que
ligan al hombre con el ordenamiento divino original (es más, los áureos son ahora
divinidades benignas, protectores de los mortales, “vigilan las malas acciones yendo y
viniendo envueltos en niebla, por todos los rincones de la tierra y dispensadores de riqueza
[…]” (Erga, 121-125)). Si Hesíodo no explicita la relación érgon/díke es sólo porque sabe
que la complejidad social de la polis naciente ha desplazado a un sector fuera del
ámbito/trabajo agrario. Reyes, funcionarios, religiosos y hombres de poder comienzan a
dinamitar la posibilidad de una aldea organizada conforme al viejo orden aldeano. El
mensaje es claro. La diversificación de la vida en la komé, el crecimiento de fortunas
personales, hace inútil convencer a los poderosos de trabajar; sin embargo, eso no los
exime de su obligación hacia una justicia recta. La justicia de los poderosos queda
entonces escindida del trabajo sólo en apariencia. Es un síntoma de la época, no de la
especie, pues el trabajo es la ley divina y sólo por contingencia algunos lo pueden evitar.
Es más, al no existir un mito de origen que establece jerarquías humanas, Hesíodo evita
la fundación mítica de una sociedad aristocráticamente segmentada. Por ello, incluye el
relato del gavilán y el ruiseñor bajo la forma de una fábula y no de un mito de origen:
elude así borrar con el codo (fábula) lo que escribió con la mano (mito de origen),
distinguiendo la varianza histórica de la fijeza mítica.
En síntesis, el poema hesiódico revela la progresiva diversificación social, donde
el alejamiento de los sectores poderosos respecto de las prácticas religiosas y jurídicas
básicas del orden pre-arcaico genera conflictos en el orden de la ley y su aplicación. Por
ello, Hesíodo diferencia al campesino de tres tipos básicos de aristócrata: el de las Edades
de Plata y Bronce (que incluye a ‘los otros’ de la Edad de los Héroes), y el de la Edad de
Hierro. Hacia atrás, por un lado, y hacia adelante por el otro. En el presente, el poderoso
usa su fuerza para adaptar la justicia que a él le conviene en un contexto donde las batallas
se desarrollan ‘intramuros’: “El ojo de Zeus que todo lo ve y todo lo entiende, puede
también, si quiere, fijarse ahora en esto, sin que se le oculte qué tipo de justicia es la que
la ciudad encierra entre sus muros” (Erga, 265). Es la epopeya homérica realizándose en
el corazón de la propia ciudad. Hacia atrás, las razas perdidas revelan, por negación, el
complejo equilibrio que imponen los dioses para lograr la paz: los hombres deben evitar
entregarse por completo a la dura hybris del combate y a la hybris infantil del capricho
‘narcisista’. Deben ser prudentes, mesurados y ecuánimes a le vez. Si, por el contrario, su
poder acaba traduciéndose en falta de límites, un poder mayor, el de Zeus, reestablecerá

23
el equilibrio perdido. Ahora bien, el modo de resolver esos desajustes de la Edad de Hierro
incorpora hacia abajo –hacia los sectores más humildes- el valor indispensable de érgon.
Por ello, existe una modificación consciente de los diacríticos lexicales básicos de la
sociedad nobiliaria que empuja el texto hacia la dimensión intertextual incorporando
nuevas categorías en el centro de las estructuras elementales del poder arcaico. Veámoslo
en detalle.

2.a.1. Érgon y pónos

La posibilidad expresada en Erga de alcanzar areté y estimación derivadas del


trabajo, nos acerca más a los líricos que a Homero. Pues, para la sociedad aristocrática de
Homero, la areté es una cualidad especial de los nobles que los distingue desde su
nacimiento de las clases inferiores. El aserto hesíodico no es entonces vano, pero sí
insuficiente. Cabe aún reforzarlo con una distinción lexical. Es la opción por el lexema
érgon en lugar de pónos. Pónos es el término con el que Homero nombra el esfuerzo
guerrero del áner que lucha por alcanzar areté (Iliada, V 567, X II 348 y 356, XIII 239 y
344, XIV 429, XV 416, X V I 568 y 726, X V I I41, 82,158, 401, 718). Contrariamente,
la areté hesiódica es alcanzada con el esfuerzo del laboreo (Erga, 313), érgon, señalando
así un tipo de esfuerzo legítimo frente a otro ilegítimo: el del pequeño propietario frente
al del guerrero aristócrata. Mediante la insistencia en los mitos de origen y su filiación
con el papel de Prometeo/Epimeteo (84-9) –modelos ejemplares del mal provocado por
la desmesura y no por la injusticia divina- Hesíodo aconseja a Perses retomar el camino
recto, pues si no depone su actitud imprudente será Zeus quien finalmente intervenga.
Perses debe entonces retornar del ágora al oîkos, de las querellas al arado, de la licencia
al trabajo (Erga, 19, 27, 213, 274. 286, 299, 397, 611, 633. 641).
Aquellos consejos que Epimeteo desoyó de su hermano prudente, debe ahora
‘grabarlos en su corazón’ Perses, pues Zeus ha dado al hombre una justicia divina, díke,
al tiempo que lo ha penalizado con una existencia frágil y transitoria, cuya continua
reposición demanda trabajo. Por ello, díke es a érgon lo que hybris es a bía. “¡Oh Perses!
Grábate tú esto en el corazón; escucha ahora la voz de la justicia (díke) y olvídate por
completo de violencia (bía)” (Erga, 275). Hesíodo discute en dos planos a la misma vez.
Por un lado, llama al campesinado (Perses) a no alejarse de la vida agraria (Mito de las
Edades); por el otro, critica a la aristocracia usando la intertextualidad que surge de la
elección del término ‘érgon’ en lugar de pónos, es decir, mostrando que el par homérico

24
pónos/areté deriva en bía/hybris, mientras que el par hesiódico érgon/areté deriva en
díke. Veámoslo en detalle.
En la actualidad existe un interés creciente por la manera en que el problema de
la pobreza fue abordado por los intelectuales de la Grecia antigua. El Instituto de Filología
Clásica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires editó en
el año 2003 un libro conjunto que lleva por título Penía. Los intelectuales de la Grecia
clásica ante el problema de la pobreza (Cavallero, et. al., 2003). Los autores fijan allí el
campo semántico de la noción griega ‘penía’ a partir de la ubicación y el análisis de los
textos antiguos que la tematizan. En la “Introducción”, Pablo Cavallero advierte sobre la
diferenciación semántica entre pénes ‘pobre’ y peinôn ‘hambriento’. Pénes, explica, es
un vocablo vinculado etimológicamente con pónos ‘esfuerzo, fatiga’ y con el verbo
pénomai ‘esforzarse, trabajar penosamente’. De modo que se entiende por pénes a quien
debe trabajar para mantener a su familia. Lo cual es muy diferente de peinôn, término que
identifica a quien siente peîna ‘hambre’. El hambriento es aquel a quien no le alcanza
para el sustento diario, mientras que pónos es un esfuerzo causado por una ‘falta’ o una
‘carencia’ que estimula la acción como único medio disponible para lograr la subsistencia.
Se concluye, finalmente, en que existen dos significaciones asociadas al lexema penía;
por un lado, aquella emparentada con pónos, es decir, trabajo y esfuerzo (o el origen
cultural de la vida humana como término de su especificidad), y aquella otra emparentada
con la mendicidad o la incapacidad para lograr la subsistencia que, contrariamente a
pónos, aleja al hombre de su ser específico y convierte la falta en mera negatividad.
Por su parte, Martha Nussbaum (2008) plantea algo semejante al abordar la vida
humana desde la caída. “Los pobladores de la Edad de Oro eran, como señala Hesíodo,
népioi: desprovistos de habla y de razón” (2008: 240). Y esta es la condición adecuada
para su feliz entorno: no conocían la necesidad; eran felices “puesto que no necesitaban
aprender a protegerse, a labrar la tierra, a buscar alimentos o, para decirlo brevemente, a
formar sociedades” (Ibid.). Para Nussbaum, la Edad de Oro es entonces un recordatorio:
la plenitud de la unidad se ha perdido para siempre. La felicidad de la abundancia sin
esfuerzo ha trasmutado en la dignidad del moderado bienestar rústico: trabajo, medida y
sencillez. La Edad de Oro y la de Hierro guardan entre sí esta insuperable diferencia: un
abismo cuyas orillas no se tocan sin el uso conceptual de la inteligencia. Trabajo y
prudencia, diligencia y kairós. En síntesis, el anhelo de riqueza basculando entre la
absoluta plenitud divina y el temor de la pura negatividad del peinôn.

25
Ahora bien, Nussbaum confunde la Edad de Oro con la de Plata, pues Hesíodo
utiliza népioi para designar a esta última (méga népios, Erga, 131). De hecho, M. L. West
(1988) señala en su traducción que los habitantes de la Edad de Oro ‘cosechaban’
(harvested) los frutos de la tierra que crecían espontáneamente. Pues, Hesíodo integra
intencionalmente a sus habitantes dentro del mundo agrario: ellos se alimentan del karpòs
–cosecha, (Erga, 117). Es más, la asociación entre la ‘cosecha’ y el ‘brazo’ está presente
en la misma estrofa –“siempre con igual vitalidad en piernas y brazos”, (Erga, 114). Los
habitantes de la Edad de Oro son campesinos diligentes que sólo evitan, por voluntad
divina, la incertidumbre y los males de tener oculto el sustento –trabajar: roturar la tierra,
rotar los granos, barbechar, evitar las plagas, soportar las inundaciones y las sequías, etc.-
, pero no quedan exentos de las actividades que rodean una dieta basada en los cereales.
Ahora bien, esta confusión no es casual. Pues Nussbaum fuerza las cosas para hacerlas
decir algo que en rigor no dicen. Por el contrario, la plenitud de la Edad de Oro es fruto
de la adecuación perfecta entre las demandas divinas y las respuestas humanas. Por ello,
no debe confundirse esta plenitud con la idea de gratuidad sin contraprestación. Que no
exista el sufrimiento (pónos) no es una consecuencia de la inexistencia de trabajo o,
incluso, de sociedades, sino de la adecuada relación entre hombres y dioses en un
momento donde aún no pesaba sobre los primeros el castigo divino que causó Prometeo.
Dicho de otra manera, a pónos no lo causa érgon, sino el desequilibro entre los deberes y
los dones ofrecidos por los hombres a los dioses. Es decir, pónos es causado por hybris.
De hecho, el hombre evita el pónos trabajando, del mismo modo en el que lo evita
cumpliendo con díke. Cabe entonces señalar que designar la ley humana de la subsistencia
con el término pónos (en lugar de érgon) genera confusión a la hora de interpretar la obra
hesiódica.
Por ejemplo, para Nicole Loraux (2003), pónos es sufrimiento; sufrimiento
necesario de integrar a la vida como “aquello a lo que intentan conformarse Los trabajos
y los días, cuando invitan a aceptar el pónos [...]” (p. 65). Hesíodo, dice Loraux, formula
esta necesidad recordándonos que el trabajo “es la ley de los hombres y su sufrimiento”
(Ibid.). Para ella, su especificidad es pónos, no érgon. El mismo problema puede
encontrarse en María Daraki (2005: 60): “[…] Dionisio incita a los hombres ‘a disfrutar
de la vida’, y sus dones les sumergen deliciosamente en ‘el vapor del sueño’, que se opone
al pónos hesiódico, ese pónos viril, contrario en los Trabajos al sueño de los perezosos y
de las mujeres”. Y no es una confusión casual. Pues Zeus, a diferencia del dios
judeocristiano, reorganiza la vida del hombre prometeico sobre la base del trabajo y no

26
de la culpa, es decir, impone un castigo que no es una expulsión –el Paraíso bíblico difiere
en muchos aspectos de la Edad de Oro. Hesíodo deja el pónos atado a su registro original:
una carencia imborrable que la hybris hace evidente en la forma de una propagación del
mal. Por el contrario, érgon modera activamente ese principio. De hecho, un campesino
diligente aleja su vida del pónos, pero nunca del trabajo. En Erga, 113 Hesíodo muestra
que los habitantes de la Edad de Oro vivían lejos del dolor (pónos), es decir, de la cualidad
humana perecedera, aquello que al hombre lo hace partícipe de la corrupción del mundo
y que no se halla en los dioses. Los habitantes áureos comparten la incorruptibilidad física
de los dioses (Erga, 115), aunque su dieta agraria los distingue de la vida inmortal. De
hecho, es común señalar que exista una inconsistencia entre el origen divino de los
hombres relatado en el Mito de las Edades y la afirmación de que a la vez se dice fueron
hechos de barro. Pero esto es un error. Al contrario, lo divino del hombre está dado en el
tipo de relación que mantiene con los dioses, es decir, no tiene aquí asiento en la physis
exclusivamente -de qué está hecho el hombre-, sino en la vida religiosa -cómo acontece
el hombre-, exclusiva de la especie humana. La reciprocidad, la relación de reciprocidad
con los Inmortales, protege a los hombres de aquello que están hechos: la degradación de
las Edades (el aumento de hybris) simboliza el distanciamiento de los hombres respecto
de los dioses, es decir, la pérdida progresiva de sus favores desnuda la materia corruptible
de la que estamos hechos y que a partir del mito de Prometeo quedará moderada por la
reposición permanente que demanda trabajo.
Tema no menor. Pues ayuda a comprender el aspecto pedagógico del texto a partir
del término méga népios. Con él Hesíodo designa al joven violento e ignorante (infantil,
traduce West) de la Edad de Plata, cuyo oîkos (madre) lo ha separado de las obligaciones
cultuales y agrarias que lo dignifican ante los Inmortales. Así lo simbolizaban los “ágapes
campesinos antiguos”, según la formulación de Louis Gernet (1980: 25), que constituían
el marco externo, ritual y sacralizado de las formas de vida social propias del pequeño
labrador independiente. Una de sus bases era, según los antiguos, la buena gestión del
oîkos (el hogar), que no era otra cosa que el cumplimiento de todos los oficios religiosos
que las divinidades “reclamaban”. Nussbaum, en cambio, teoriza sobre el ‘niño en
general’ como un habitante de la Edad de Oro (la plenitud sin fatigas de un mundo
paradisíaco, más bíblico que hesiódico). Zeus, por el contrario, sólo ha ‘dificultado’ las
cosas al hombre sin expulsarlo del paraíso. El niño hesiódico debe ser integrado en el
mundo organizado conforme a reglas de reciprocidad, cuya vigencia existe desde su
origen divino en la Edad de Oro. La Edad de Hierro, por su parte, es una zona inestable y

27
a la vez flexible que, gracias a la austeridad y el esfuerzo, se hace sustentable y digna,
feliz dentro de las limitaciones humanas –el oro, más noble que las aleaciones de hierro
es, sin embargo, menos maleable/ambivalente. Pues, népioi es el término que utiliza
Hesíodo para designar por igual a los habitantes de la Edad de Plata como a Perses y los
reyes de Tespias (Erga, 40). El poeta alude así a la ingenuidad de quienes creen poder
vivir ahorrándose el esfuerzo y la fatiga de la vida rústica. Es decir, népioi contrapuestos
a phrónimos. Hesíodo une entonces el valor moral al valor práctico de la phrónesis. No
podría un hombre conocer el modo de ser justo sin serlo, pues justicia y medios para la
justicia son una y la misma cosa: tolerar la fatiga de la subsistencia en un contexto
ordenado según reglas impuestas por la justicia divina.
Hesíodo se pregunta entonces algo que Solón resolverá un siglo más tarde cuando
separa la justicia racional y pública de la justicia privada y mistérica. ¿Cómo podrían los
reyes de Tespias –los habitantes de la Edad de Plata- ser justos si desconocen el trabajo y
la prudencia que orientan la conducta recta? ¿Cómo podrían impartir sentencias rectas si
no existe un límite superior a su hybris y a su violencia? La fuerza y la inteligencia que
el campesino dispone en beneficio de contener la hostilidad inherente a la granja –‘los
amargos sufrimientos’ (plagas, sequías, inundaciones, etc.)- dan forma a un ámbito
específicamente humano, aquel que, inserto en el círculo divino de la generación (physis),
posibilita y, a la vez, entorpece la existencia humana; la sostiene y, a la vez, la destruye.
Permanecer atado a la idealidad de la pura posibilidad del conato (physis) significa no
reconocer las formas en las que Zeus ha determinado la existencia, es, al modo de
Prometeo, transgredir los límites impuestos por la máxima autoridad, es, en síntesis,
hybris: flaqueza, intolerancia, a los límites que definen la realidad humana. El alejamiento
de la vida agraria libera entonces la inteligencia y las fuerzas humanas al destino de la
lucha del hombre contra el hombre –la mala eris-, de la polis contra la aldea, de los reyes
(y Perses) contra Hesíodo (y el campesinado). Es decir, libera el conato de las fuerzas
pre-racionales (ctónicas y titánicas) en la forma de hybris: discordia, luchas y querellas.
Esa fuerza natural de la que el hombre participa, el conato que impulsa el trigo
hacia la floración y que acrecienta los rebaños maduros, debe ser gobernada por la
inteligencia humana, por la comprensión y el entendimiento del medio, en síntesis, por el
trabajo. Népioi significa, fundamentalmente, ‘ignorantes’. La Edad de Plata comparte con
Perses y los reyes corruptos la ignorancia jurídica y sacrificial derivada de la ignorancia
en los quehaceres del campo, conductora de los “actos de soberbia”. Por ello, Hesíodo no
sólo aconseja a Perses abandonar el camino de la prebenda, sino instruirlo en los érga (las

28
artes) que él ignora. Aspectos decisivos que concentra Hesíodo en la significación agraria
del lexema érgon, ausentes en pónos. Existe entonces cierta semejanza entre Zeus, que se
identifica con la inteligencia clarividente manifiesta en las obras bellas, y el campesino
Hesíodo, que se identifica con la inteligencia actuante entre la malva y el asfódelo (el
trabajo diligente mezcla saber y fatiga, armoniza –embellece- el entorno adverso y
propicio a la vez). Así como Zeus unifica en él bía y noós al finalizar el ciclo iniciado en
Teogonía con la castración de Urano (154-210) –ciclo que continúa con las derrotas de
Cronos (459-506), Prometeo (512-616), los Titanes (617-731) y Tifón (820-868), y que
culmina con Zeus tragándose a Métis (886-900), cerrando sobre sí las líneas sucesorias
divinas-, el hombre, por medio del laboreo, manipula el conato que transforma en riqueza
la fuerza viviente de la naturaleza. Hasta los héroes, las razas no conocen la inteligencia,
son fuerzas actuantes por el impulso que las devora: la de Oro es perfecta, fruto de su
aquiescencia; la de Plata violenta, fruto de su ignorancia; y la de Bronce guerrera, fruto
de su apetito de lucha. Sólo la fuerza orientada por érgon puede en la Edad de Hierro
devenir díke –mezcla de trabajo y prudencia- o hybris –mezcla de fuerza y violencia.
Aquí Teogonía y Erga se unen nuevamente para dar forma a un plano humano
completo y singular. A una serie de engendramientos monstruosos y de horrores
elementales en un contexto cósmico muy temprano, lleno de procesos primarios,
completamente dominado por fuerzas raigales y pre-racionales, Zeus pone fin. Él
representa un nuevo orden: racional, justo y bello. Pero esas fuerzas telúricas no son
desechadas, sino controladas, conducidas, ‘guiadas’ hacia lo mejor. Aquí comienza la
paideia griega, pues esa energía primordial, capaz de engendrar hybris, provoca la
advertencia incesante de díke o, como dice Peter Sloterdijk (2015: 198), “el imperativo
categórico del ethos griego”: exhortar el respeto a los límites (péras). Pues los límites
señalan el término a partir del cual una cosa es lo que es y no otra, evitando la tan
denostada mezcla. Dicho en otros términos, Zeus ha dado al hombre límites, lo ha
definido en su especie, obligándolo a actuar conforme a términos que le son propios: no
deben los hombres confundirse con los dioses ni con los animales (lecciones que arroja
el mito de Prometeo y la fábula del gavilán y el ruiseñor respectivamente). Existe una
fuerza teogónica pre-olímpica capaz de engendrar y destruir, amalgamar sin forma la
materia o expandirse monstruosamente en escenas catastróficas. Del vacío hesiódico
proviene entonces la fuerza del conato que impulsa la naturaleza a desarrollarse, fuerza
que Zeus es llamado a dominar. Por lo tanto, el dominio de Zeus –victoria en El Olimpo-
proviene de la conjunción sabia de su fuerza y su inteligencia. Del mismo modo, Hesíodo

29
busca en el trabajo la confluencia entre la fatiga y la sapiencia. Ahora bien, Loraux (2003)
decía que pónos es sufrimiento; sufrimiento necesario de integrar a la vida como “aquello
a lo que intentan conformarse Los trabajos y los días”. Sin embargo, esto no parece ser
así. En principio porque pónos no debe confundirse con érgon. La ley del hombre es la
ley del trabajo, mientras que su sufrimiento (pónos) es causado por hybris. Es decir,
alejarse del ámbito ritual, sacrificial y laboral agrario, desnuda finalmente la carencia
constitutiva que lo determina en su ser corruptible. Un hombre que no trabaja queda
expuesto a su propio pónos, es decir, corre el riesgo de convertirse en peinôn. Ahora bien,
la confusión en torno al uso de ambos lexemas es tan común que conviene seguir
analizándola.
“Estamos prevenidos: nuestra atención no se centrará aquí en un proceso de
producción, sino en el largo esfuerzo, en sí mismo y por sí mismo, del hombre que pena:
los trabajos del héroe, la resistencia del guerrero, pero también una manera neutra de
designar, por ejemplo, la larga prueba que supone una tempestad para una flota” (Loraux,
2003: 99). Queda claro: el érgon del campesino y el pónos del guerrero son categorías en
tensión. ¿Pero qué distingue a uno del otro? Digamos, en principio, que el pónos del
guerrero no involucra los elementos decisivos que definen a érgon. De hecho, pónos es
un término raro en Hesíodo, contrariamente a érgon. Érgon designa el trabajo elegido que
responde a las exigencias de díke, mientras que pónos expresa algo propio de la condición
humana, condición según la cual una vida conforme a la justicia puede mejorar, pero
nunca erradicar definitivamente. Es más, érgon, y no pónos, es presentado por Hesíodo
como el motor del moderado bienestar de la vida rústica, armonizada por el valor díke.
En realidad, pónos sólo aparece tres veces en Erga y más bien en el sentido de ‘penuria’
o ‘miseria’ más que de ‘trabajo’. El término inequívocamente usado para referir al trabajo
como actividad que dignifica al hombre y lo provee de riqueza y areté es érgon. Y tanto
la penía como el pónos son mentados en contextos de miseria y sufrimiento, salvo quizás,
con reservas, pónos en el verso 470. Veámoslo detenidamente.

2.b. ¿Por qué díke y no hybris?

En Homero, el pónos de la guerra es un signo palmario del compromiso que


dignifica y legitima al poder aristocrático mediante actos de reciprocidad y hospitalidad
inter pares. Puede entonces presuponerse que Hesíodo escoja érgon en virtud de
especificar algo que, a diferencia del esfuerzo guerrero y el esfuerzo en general, signifique

30
las tareas diarias de los pequeños productores. J.-P. Vernant explica que “pónos se aplica
a todas las actividades que exigen un esfuerzo penoso, no sólo a las tareas productoras de
valores socialmente útiles” (Vernant, 2007: 253). Y en Homero, pónos aparece marcado
por la clara predilección hacia la guerra. De hecho, “el significado guerrero ocupa más de
la mitad de sus empleos” (Descat, 1986: 52), haciendo casi imposible evitar la remisión.
Hesíodo optó por un término que, distinguiéndose de la significación aristocrática,
redirige las alusiones del esfuerzo hacia el campo semántico del laboreo y no de la guerra.
“El trabajo no es ninguna deshonra; la inactividad es una deshonra”, dice el Beocio. Y
agrega una frase con un alto valor epocal: “La areté y la estimación van unidas al dinero”
(Erga, 310-315). La crítica a la aristocracia llega entonces por dos flancos. Por un lado,
la areté (valía, excelencia) se obtiene por medio del trabajo agrario (érgon) y no por la
exclusividad del esfuerzo en la guerra (pónos). Por el otro, se obtiene con el dinero que
provee la faena. La deshonra ideológica del trabajo es producto de la mentalidad
aristocrática. Por tanto, falsa es la generalización, tantas veces mentada, del desdén que
sentían los griegos de la antigüedad hacia el trabajo. En la sociedad homérica, un
campesino nunca podrá alcanzar la areté, pues su condición inferior lo excluye de la
excelencia. Con el enriquecimiento de las clases medias en la transformación económica
del siglo VIII a. C., la areté pierde su antiguo sentido de exclusividad, haciéndose
permeable a la interacción con lexemas a los que antes era refractaria. A partir de aquí, el
pónos del guerrero deja de ser el único medio disponible para alcanzar areté.
En síntesis, el sentido que da consistencia a érgon remite a su funcionalidad y
simbolismo dentro de un contexto en transformación –el advenimiento de la polis y sus
nuevas estrategias- para sólo posteriormente cumplir la meta ideológica de enfrentarse al
valor aristocrático del pónos homérico. Dicho en otros términos, el alcance de érgon, si
bien trasciende el espacio social campesino mediante una crítica a la aristocracia guerrera
–la fábula del gavilán y el ruiseñor es sólo la coda exógena de los mitos de origen, es
decir, los poderosos no sólo actúan conforme a la ley de la fuerza sino a la ley del no
trabajo/ocio/guerra-, tiene la función principal de amalgamar un mundo agrario en crisis.
Érgon significa en Hesíodo el deber moral y divino de cumplir con los términos impuestos
por Zeus. Sin embargo, esta definición es solamente descriptiva, no operativa. Pues
mediante el trabajo, el campesino sostiene su oîkos, y los oîkoi sostienen a la aldea, que
interactúa de forma armoniosa con la divinidad dentro de un marco agrario general que
engloba la órbita sagrada de los ciclos naturales. Esa armonía divina –semejante a la
estabilidad de la Edad de Oro (el origen común de dioses y hombres ‘deambula’ aún en

31
la aldea agraria)- es la realización plena de la justicia divina (las Horas hesiódicas
abandonan el plano exclusivamente meteorológico, donde las había emplazado Homero,
para operar en el plano social y moral). En la cosmovisión hesiódica la comunidad aldeana
puede retornar parcialmente a su origen divino, siempre y cuando decida aceptar aquello
que la distingue, el trabajo. Esta es la nueva ‘batalla’ del héroe hesiódico. Si la síntesis de
la Ilíada y la Odisea conjuga pónos y métis, esto es, guerra y astucia a la vez, la síntesis
de la Teogonía y Erga conjuga el plano divino y el humano en érgon y noós, esto es,
cultivo y discernimiento a la vez. Intertextualidades también atestiguadas en la literatura
hercúlea.
En su estudio seminal sobre la autoría del Escudo de Heracles, José Vara Donado
(1972) compara el héroe homérico y el hesiódico. En referencia al primero, explica que
en Ilíada y Odisea Heracles aparece como guerrero y brutal, bárbaro, impío, alocado; en
una palabra, injusto. Así se deduce de los distintos pasajes en los que es tratado: Ilíada,
II 660; V 392; V 638; XI 690; y Odisea, VIII 224; XI 267 y 606. Según Vara Donado,
“es preciso resaltar el grafismo de la banderola de Heracles descrito en Od. XI 606, donde,
siguiendo la tipología del Heracles bárbaro y cruel, propio de Homero, se nos ofrecen
esculpidos osos, jabalíes, leones, y luchas, batallas, asesinatos y aniquilación de
enemigos” (Ibid.). El pónos de Heracles es una alabanza a Ares muy semejante a la de la
Edad de Bronce: actos de violencia en bruto, bía, victoria y virilidad. Pónos como hazaña
dispendiosa de vidas y esfuerzos, la base de la vida noble. Pónos kaí dapáne, esfuerzo y
gasto, cantaba Píndaro en su alabanza a los nobles (Olímpicas, V, 15; Istmicas I, 42 y V,
I10).
María Daraki explica que los testimonios escritos demuestran que todas las
aristocracias llevan una vida ociosa entrecortada con bruscos esfuerzos como la caza, la
guerra y el deporte. “Salvaje y aristocrático a la vez, el rechazo del trabajo no es, en
definitiva, más que el rechazo de actividades sin encanto” (Daraki, 2007: 25-26).
Salvajismo y violencia, lujos que pueden darse los que gozan vivir fuera de los límites de
la cultura, lujos del gavilán. Pero entre las fieras reina la fuerza, dice Hesíodo, y entre los
hombres érgon/díke (idea también atestiguada en el origen aristocratizante de la
modernidad hobbesiana: el soberano es una bestia formidable, habita en la naturaleza;
fuera del alcance de díke). El desmonte arcaico de la ideología aristocrática comienza
evidenciando la irracionalidad del absurdo gasto en vidas. En contraposición, Hesíodo
canta las prerrogativas de quienes no tienen el poder para combatir, pero sí razones
suficientes para no ser atropellados. Pues, la desmesura de los reyes es la ruina de los

32
pobres y el trabajo de los pobres, la gloria de las ciudades. En pos de construir una
sociedad armonizada por relaciones fundadas en “actividades sin encanto”, Hesíodo
encomia entonces la labranza. Es un nuevo tipo de victoria, el de la medida (díke) sobre
el orgullo y la soberbia (hybris). Contradictoria y dualista, la vida humana inicia una
reflexión proteica sobre el registro consciente de los actos propios. La explicitación de
los procesos mentales que acompañan tales acciones será tarea de la ética, pero, en
oposición a la épica homérica, quedan en Erga y Scutum visibilizados los motivos de tal
elucidación: Hesíodo se pregunta ¿por qué debe reinar díke y no hybris? En Scutum,
Heracles delibera qué curso darle a su fuerza, si en beneficio propio o del conjunto. Elige
el segundo camino, pero sólo para confirmar que es el más arduo: “de la maldad puedes
coger fácilmente cuanto quieras; llano es su camino y vive muy cerca. De la virtud, en
cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales” (Erga, 289). Incluso un hombre
tan fuerte y poderoso como él debe sudar para obtener la areté. Algo semejante expresa
el diálogo entre Heracles y Yolao (Scutum, 76 y ss.), donde Hesíodo distingue las
desventuras de Ificles de las hazañas de Heracles. El primero, “abandonando su casa y
sus padres, se marchó para honrar al impío Euristeo” garantizando así su propia ruina. El
segundo, por el contrario, luchando obtuvo la virtud ante un dios que le “impuso terribles
trabajos”. Las acciones de Heracles giran en torno al esfuerzo que representa conducir su
fuerza ‘hacia lo mejor’. Como cuando dirigiéndose al jardín de las hespérides cruza a
Cicno, hijo de Ares (Scutum, 345, ss.) y, tras una lucha violenta, le da muerte. Su padre
pretende vengarse, pero el hijo de Zeus le hiere en un muslo poniendo fin a la afrenta. En
conclusión, Heracles, en lugar de unirse a Ares, símbolo de la guerra, lo enfrenta y vence
gracias al control de sí, es decir, en contra del impulso destructivo que simboliza el ‘fácil’
camino de la maldad. Lucha contra los impulsos destructivos que están inextricablemente
unidos a su propia fuerza. Y con ello resignifica el valor de la victoria: vencer es vencer
a la desmesura, un nuevo vértice extendiéndose hasta el dominio de uno mismo. La
deliberación y el conocimiento de sí son entonces formas análogas de érgon. La acción
de labrar la propia interioridad (Erga, 280-285) vuelve civilizado (cultivado) al hombre.
Y esa civilidad adquirida significa cuestionar lo meramente heredado. Dicho en otros
términos, la areté hesiódica pone la herencia en calidad de obstáculo. Ahora pertenece al
que se ha labrado a sí mismo en contra de esos impulsos transmitidos por la physis. Como
se labran los campos, se labran las fuerzas de la herencia. Con ello, Hesíodo ataca el
dispositivo aristocrático de distinción: todos los hombres llevan la marca del conflicto de
Zeus y Prometeo, el conflicto con lo titánico. Evitar el sudor del hombre continente puede

33
no conducir a la ruina cuando la fortuna es grande, pero no puede conducir por sí misma
a la areté. La secuencia pónos/batalla (exterioridad)/areté queda entonces resignificada
en la secuencia érgon (o deliberación)/labranza (interioridad)/areté.
Estamos ante una expresión muy temprana de lo que en su denominado ‘giro hacia
los griegos’ Foucault llamó ‘juegos de verdad’. En sus cursos en el Colegio de Francia,
Foucault intenta captar este problema a través de lo que él denomina ‘una práctica de sí
mismo’, fenómeno, a su juicio, bastante importante en las sociedades occidentales desde
la antigüedad griega. Hesíodo pone una bisagra en lo que el filósofo francés llama ‘las
relaciones de poder’. Al hacer girar hacia la propia interioridad el haz de fuerzas y
prácticas sociales asociadas, Hesíodo reorienta la fuerza de la tradición mítica hacia el
dominio de la autoconciencia y la moralidad. La batalla de Heracles consigo mismo es la
batalla de Hesíodo contra Perses, es decir, contra la propia labilidad –en el plano
individual- y contra la mercantilización urbana de las prebendas –en el plano colectivo.
En síntesis, la comprensión de la noción de hybris asociada a un nuevo elemento
dianoético que adquiere vastos significados. Heracles delibera a partir de un saber que lo
tiene a él mismo como objeto de conocimiento, gnothi seauton, es decir, un saber que le
permite controlar los apetitos que bien podrían dominarlo a él mismo y conducirlo,
finalmente, hacia su propia ruina (es decir, en contra de la voluntad de su padre Zeus). La
areté cambia entonces su código postal: pasa del campo de batalla a la morada interna del
héroe. El ideal de hombre que Hesíodo celebra, reorienta el esfuerzo hacia el domino de
uno mismo, es decir, un terreno más espinoso que el del combate contra el enemigo. El
bien común, y no el uso libre de la fuerza, consagran el accionar de una justicia que
comienza pacificándose a uno mismo. Y ese control individual obtiene reflejo colectivo
en la imagen de las dos ciudades: una en guerra y hambrienta (Scutum, 239 y ss.) y otra
en paz y opulenta (Scutum, 271 y ss.). Heracles representa el poder que no encuentra
límite más que en la autoconciencia. Pues los actos propios son realidades por las que uno
responde ahora ante sí mismo. Una orientación, sin precedentes, hacia el orden general
del bien común que comienza con una sentencia: gnothi seauton. Es el progresivo
balanceo o equilibrado de fuerzas cuya solución conceptual quedará cristalizada
finalmente en la idea ‘díke’: lucha ‘buena’ es aquella que combate la desmesura
(recuérdense las dos eris). La fuerza (bía) y el deseo (zeleos) no se extinguen sin el campo
de batalla, sino que, reconducidos hacia el bien común, cumplen fines más amplios que
los de la aristocracia guerrera. Por ello, Hesíodo apela a érgon, ‘tarea noble’, ‘sano

34
esfuerzo’, y no pónos. Una opción consciente con vistas al bien individual, familiar y
aldeano, y en contra de una injusticia aristocráticamente legitimada.

2.b.1. Temis y díke: la resignificación hesiódica de las Horas

Hesíodo cimienta las bases de una ideología en la que ser y deber ser no confluyen
en pónos (hazañas guerreras), sino en érgon. La labranza, tan penosa como valiosa, abona
la armonía colectiva, situada en la precaria estabilidad de la ambivalente constitución
específica del hombre. De ello dependen la paz y prosperidad de la polis. Si las Horas –
la armonía, la justicia y la paz- reinan en la aldea, es porque reinan en los campos (Erga,
225-237). Hasta el surgimiento de la polis, la aldea y las tierras de labranza conforman
un espacio social y simbólico común, donde la vida comunitaria se nutre de la vida
agrícola9. Es sin embargo común que esta prioridad se invierta. “Estas
conceptualizaciones, dice María Dolores Mirón Pérez (2004: 14) responden a la idea de
que la agricultura y la paz estaban estrechamente relacionadas la una con la otra en el
mundo griego, pues sólo la vida pacífica aseguraba el correcto funcionamiento de la
agricultura”. Contrariamente, creo que la interpretación apropiada es justamente la
inversa: el correcto funcionamiento de la agricultura asegura la vida pacífica. Pues pensar
la paz como el fruto del cumplimiento de una justicia abstracta –la inversión de la
facticidad agraria en provecho del concepto- es una operación posterior, llevada a cabo
por la polis. La acepción antigua que suele ligar a eirene en sus epítetos a la floración y
fructificación, evidencia la prioridad del cuidado de la tierra en el florecimiento de una
sociedad justa. De hecho, las Horas eran asociadas en Atenas a carpo, talo y auxo. Aún
más, un breve listado de términos vinculados con carpo, muestra que el vocablo contiene
estas cuatro acepciones –semejantes al uso castellano-: fruto, grano, semilla; producto
(cría de un animal); articulación de la mano y del brazo, carpo, puño; fruto, ganancia,
provecho, renta (Elbia Haydée Difabio, 2011: 13). Obsérvese hasta qué punto el ‘fruto’ y
el ‘trabajo manual’ se hallan emparentados con la producción de riqueza –la áurea
condición de los humanos primigenios siempre se mantenía “con igual vitalidad en
piernas y brazos” (Erga, 115), es decir, la vejez nunca degradaba su condición física,
nunca los alejaba de la cosecha y siempre los protegía del pónos. Si díke brota, eunomia
crece y eirene florece y fructifica es sólo porque existe una adecuada y cuidadosa labor

9
La ideación de la polis como unidad social organizada según leyes derivadas del ser de la polis y no de la
facticidad agraria es una inversión conceptual llevada a cabo por Platón y Aristóteles.

35
en los campos (Erga, 225). Por ello, Hesíodo aconseja a Perses (Erga, 40) abandonar el
ágora y dedicarse al trabajo de la tierra, pues hay en una fracción (mitad) de hacienda más
riqueza que en la polis entera. La parcela (la herencia) vale si se la trabaja; en cambio, los
pleitos destruyen el patrimonio. Peor aún: corromper jueces no sólo cuesta dinero en
sobornos, sino la propia ‘clientelización’ del campesino y su oîkos. Es decir, empujado
por hybris, Perses se encamina sin saberlo a su propia ruina. “Las riquezas no deben
robarse; las que dan los dioses son mucho mejores” (Erga, 320). La autarquía del oîkos
queda perforada en el comienzo de lo que más tarde serán los procesos de enfiteusis y el
desclasamiento de campesinos independientes, empleados como mano de obra esclava en
campos ajenos o en la ciudad. Es la ‘epimetización’ de la aldea arcaica –las prebendas se
reciben como dones que ulteriormente se pagan al precio más alto- y la pandorización
(feminización) de la aristocracia –seductora y traicionera se opone a la virilidad del
hombre de campo, cuya hombría se edifica sobre una serie de valores aldeanos:
honestidad, trabajo y mesura. Así como Prometeo se desdobla en su hermano imprudente,
Epimeteo, Pandora, la fundadora del oîkos, se desdobla en la portadora de la jarra con
todos los males. Pandora/Prometeo –érgon, Hesíodo, campesinos laboriosos- se oponen
así a la pareja Pandora/Epimeteo –prebendas, Perses, aristocracia de Tespias. El oîkos
también concentra las dualidades humanas de la Edad de Hierro, contradicciones que una
administración racional de la hacienda familiar (Erga, 367 y ss.) morigera, pero no anula.
Por ello, la descripción consignada a las Horas (Teogonía, 901-903), hijas de Zeus
y Temis, es la integración progresiva de la ley del oîkos en la racionalidad más abstracta
de la ley de Zeus. La unión del poder estable con la ley y el orden consuetudinario.
Efectivamente, como señala Diodoro de Sicilia en el Libro V de la Biblioteca Histórica,
Temis es la encargada de introducir la adivinación, los sacrificios y todas las normas
relativas al culto de los dioses, instruyendo a los hombres en la obediencia a las leyes y
en la paz (5, 67,4-5). De la unión entre Zeus y Temis nacen las Horas: eirene, díke y
eunomia (Teogonía, 901-903), divinidades que rigen los ritmos agrarios y que están en
especial relacionadas con las flores, símbolo de la primavera, del inicio de la época fértil,
y de la promesa de frutos (Píndaro, Olímpicas: XIII, 5-20). Ahora bien, a diferencia de
Metis, hija del Océano y Tetis, emparentada con las formas inasequibles de los dioses del
mar, es decir, ligada a la infinita capacidad de prever lo imprevisible, Temis, nacida de
Gea, queda emparentada con la estabilidad y la regularidad de las estaciones. Las Horas
“vigilan (horeúein) los trabajos de los mortales” (Teogonía, 902). West traduce su nombre
con el término ‘Watchers’, es decir, velan por las cosechas y vigilan los trabajos.

36
Efectivamente, su tarea no sólo es promover la fertilidad, sino vigilar el cumplimiento de
las tareas cuya diligencia dinamiza el círculo de los intercambios divinos.
Vigilancia significa entonces cuidado de aquello que a los dioses también
concierne. De hecho, las Horas hesiódicas difieren en este punto de las que el artista
Clitias retrató en el vaso Francois, donde comparten el recinto sagrado con Dionisio
Polygetheîs, Horas ‘dispensadoras de alegría en abundancia’. Es la tan mentada gratuidad
del don sin contra don; la idea comúnmente asociada a Dionisio, dispensador de unos
dones que no exigen nada a cambio. Por el contrario, las Horas hesiódicas ‘velan’ –'mind
on human labor': no hay gratuidad, sino el círculo virtuoso que el don elabora como
obligación interna –porque hay gratuidad (divina) hay deuda. Díke vigila –watches: “va
detrás quejándose de la ciudad y de las costumbres de sus gentes envuelta en niebla, y
causando mal a los hombres que la rechazan y no la distribuyen con equidad” (Erga, 223).
Tributario del orden divino, el universo agrario implica a los olímpicos en calidad de
preceptores y receptores a la misma vez.
Cabe entonces situar la problemática de Erga en un contexto religioso de
donadores y donatarios que no es dominio exclusivo de la nobleza. Por el contrario, el
oîkos campesino ocupa un espacio central. Zeus ha dado a los hombres un don, díke, que
exige una contraprestación (Teogonía, 903; Erga, 275), el trabajo, que ella vigila. A su
vez, aleja del pónos y la ruina, si el hombre mantiene a raya la violencia (hybris).
Haciendo florecer y fructificar las Horas, los dones circulan entre el cielo y la tierra:
trabajo y justicia son las dos caras de una misma moneda. De hecho, algunos especialistas,
como Laura Breglia (1970), consideran que las primeras monedas griegas fueron
implantadas por comerciantes y santuarios teniendo en cuenta que los templos
desempeñaron funciones similares a las ‘bancarias’. Esta tesis está avalada por la estrecha
relación entre las divinidades y los dones ofrecidos en virtud de asegurar el favor de
aquellas. Ofrecer al numen un bien por el favor recibido equivaldría a pagar cierto precio
por algo valioso. Estos conceptos de pago y adquisición revelan un significado religioso
anterior al ámbito estrictamente monetario. La moneda simboliza el intercambio, la
prosperidad fruto del trabajo que hace triunfar la justicia (Erga, 280). El ‘valor’, entonces,
emerge de una fuente anterior a los intercambios del mercado. En tanto antecedente lógico
y cronológico, el ‘valor’, y no el ‘precio’, forja el arquetipo de la reciprocidad cielo/tierra.
Los hombres cosechan de la tierra la paz. Pues jamás podrán dos hombres entablar
querellas si sólo desean cumplir con los términos del trabajo propio. Recordemos que en
Sctum los labradores de la ‘ciudad de la paz’ recogen mies en abundancia, mientras que

37
los hombres de ‘la ciudad de la guerra’, “ávidos de destrucción”, luchan por alejarse de
la miseria. El repliegue del trabajador sobre sus tareas cotidianas (erga) delinea los
contornos del oîkos, la célula mediadora entre la familia y la comunidad que garantiza no
sólo su subsistencia, sino su autarquía. Por ello, no es casual que finalmente las Horas
queden asociadas a Pandora (Erga, 73-75). El mito de la primera mujer debe leerse a la
luz del de Prometeo: trabajo/oîkos es el correlato humano del binomio Prometeo/Pandora.
La membrana social que resguarda, sin negar, el trabajo de la dimensión del mero bien
(la economía). Lo divino pervive en el interior del hogar distinguiéndose de lo
‘económico’ por mor de la sobreabundancia divina; dones sagrados y bienes profanos en
relación radical. Los regalos y las prebendas denuncian entonces la mercantilización, la
mezcla y el desvío de dones. Entre hogares y doróphagoi se ve quebrado el registro
original del mito. Pues si las Horas y las Gracias ungen a Pandora, receptora/dispensadora
de todos los dones/males, “con bellas guirnaldas” es porque Hesíodo quiere ubicarlas en
el centro de la hacienda: díke reina en el hogar como en los campos. Un testimonio del
episodio mítico cuyo ordenamiento básico no es la gratuidad de una madre dadivosa –
Gea-, sino la moderación de un hogar bien administrado –kosmos. El cuidado hogareño
–Pandora/adentro- es el dorso interno del trabajo constante en el campo –Prometeo/afuera
(Erga, 371). La riqueza es entonces el fruto de una integración consciente de trabajo y
administración, coherente con díke, la cual opera en ambos planos humanos, el masculino
y el femenino a la vez. Sin trabajo los bienes son desmesura de zánganos (hybris de los
doróphagoi, animalización de reyes –Erga, 305). Y conduce los hombres a la ruina, del
mismo modo en que lo hace la inadecuada administración del hogar (Erga, 367-380).
Hesíodo critica las formas violentas de apropiación de bienes –por pillaje y engaño fue
castigado Prometeo- y recomienda dejar hybris a un lado, lejos del hogar. “Lo que hay
dentro de casa (oîkos) no inquieta al hombre; es mejor tener dentro de casa (oîkos); pues
lo de afuera es dañino” (Erga, 365). La capacidad divina del hombre (trabajo) no debe
confundirse entonces con el precio asignado a bienes acumulables: hay intercambio (lo
que más tarde se llamará mercado) porque hay valor, y no a la inversa. Valoración y
concientización que distingue a los justos de los népioi, evadidos de su facultad
generadora (sólo gozan), es decir, reducidos a una fantasía que se alimenta de su propia
ruina.
Las ideas de Hesíodo triunfaron solo parcialmente en la historia. El crecimiento
sostenido por el desarrollo de los sectores medios condujo progresivamente hacia la
modernización del sector agrario creando un mercado concentrado de capitales y mano

38
de obra desplazada. Pues si las reformas de Solón condujeron a la expansión comercial y
militar griega, fue gracias a los agricultores independientes que, en posesión de una
parcela de tierra, combatieron la desintegración social, aplazaron la stásis causada por el
vasallaje y expandieron la economía global merced a la autarquía de sus unidades
domésticas. Por ello, si el término ‘iguales’ comenzó su expansión con Solón, fue sólo
gracias al ascenso de los campesinos en la ciudad. Pues, el oîkos agrario demandó a la
ciudad un reconocimiento que aludió no sólo a la dimensión económica, sino a las
estructuras básicas del poder nobiliario –el valor del trabajo transfiere hacia el de ‘valía’
su sentido, areté, como prestigio y recompensa. ‘Los atenienses’ significa ahora mucho
más que la sola aristocracia, pues el oîkos rústico lucha no sólo por el agenciamiento de
las instituciones públicas, sino por participar en la diagramación conceptual de las
mismas. Desembocando finalmente en los ciclos alternantes de la democracia y la tiranía,
la polis logró reestructurar las formas arcaicas del poder (la tensión entre la ley universal
de la polis y la ley del parentesco es un ejemplo), abriendo un campo novedoso de
argumentación política y moral del cual oîkos, aldea y polis participan en tanto unidades
que se requieren mutuamente para asegurar sus formaciones internas de poder (véase,
Aristóteles, Política, I, 1). El resultado final, expansión y ascenso de los campesinos en
la ciudad. Veámoslo detenidamente.

2.c. Bía, krátos y díke en la expansión de la agricultura intensiva

Las transformaciones sociales atestiguadas en el léxico de las obras hesiódicas


permiten reconstruir parcialmente la emergencia del contexto urbano-agrario en tensión.
De hecho, en Teogonía pueden vislumbrarse solapamientos entre las nociones solidarias
y a la vez contradictorias del poder emergente. En su estudio léxico y semántico del poder
en Hesíodo, Mercedes Vílchez Díaz explica que, por ejemplo, krátos es la personificación
del poder en dos vertientes:
a) Como una divinidad, hijo de palas y styx, hermano de zeleos, nike y bía
b) Como una cualidad que posee Zeus y él confiere, y aquel que la recibe se
convierte en un igual a Zeus, un ser victorioso (Vílchez Díaz, 2005: 9).
A partir de aquí, el poder pasa a definirse desde una doble relación de transferencia:
existen leyes de parentesco, pero también leyes de una administración legítima del poder.
Esto significa que krátos “une al concepto de fuerza y triunfo el de una leagitimidad, la
de Zeus en definitiva” (Vílchez Díaz, 2005: 9). Y en eso se diferencia de bía, zeleos y

39
nike. Es decir que la fuerza pura que dimana de krátos es finalmente conducida –
‘domada’- mediante la formación de un término nuevo, díke, la hija de Zeus, que expresa
un giro capital en el genio griego: la forma legítima del poder es la forma justa del poder.
A los reyes Hesíodo advierte tengan en cuenta esta justicia y no la agonal (la del
gavilán), pues Zeus da prosperidad a los justos y destruye a los injustos (Erga, 219-247).
Planteando el problema sobre la idea novedosa de una tensión por la ‘sustentabilidad’ –
díke o hybris: “[…] a los hombres mortales sólo les quedarán amargos sufrimientos y ya
no existirá remedio para el mal” (Erga, 200)-, el poder pasa a estructurarse no sólo a partir
de la fuerza, sino a partir de las condiciones que fija una administración legítima de la
fuerza. Krátos unifica así no sólo la fuerza y la providencia (bía y métis), sino la fuerza y
el orden consuetudinario (bía y thémis). La voluntad fundamental de Temis es hacer
respetar el lugar concedido a hombres y dioses, pues ella establece ‘la parte’ –del botín,
de la tierra, o de la víctima sacrificial- que a cada uno corresponde –“ya repartimos
nuestra herencia y tú te llevaste robado mucho más de la cuenta” (Erga, 36)-, junto con
los honores, privilegios, deberes y derechos conforme el ‘orden’ establecido. Asociada a
los turnos, los días, los ciclos, etc. que hacen regular y sostenible, ordenada, la vida en El
Olimpo como en la tierra, la unión de Temis y Zeus simboliza la regularidad y la rectitud
que, al determinarse mutuamente, establecen un poder, el de Zeus, ‘de forma duradera’.
Recordemos también que las Moiras, hijas de Temis, son aquellas “que conceden
a los hombres mortales el ser felices y desgraciados” (Teogonía, 905) e identificadas
también como ‘las Partes’, otorgan a cada cual las porciones de bienestar o desgracia que
les ha tocado en suerte. Hesíodo invoca así el nuevo orden establecido por Zeus para
confrontar a Perses. Bajo la lógica de estas nuevas verdades, las partes de la herencia han
sido distribuidas conforme a la justicia de los reyes corruptos y no conforme a la justicia
de Zeus. Hesiódo entonces aconseja retomar el camino recto y abandonar el litigio, si no
quiere recibir el castigo de Zeus, el cual impone siempre un mal mayor al actuado. Pues
sabemos que métis y bía –la inteligencia al servicio de una vida voluble y lábil- conducen,
por sí solas, a la ruina. Contrariamente, si Zeus es poderoso, lo es porque es justo, no a la
inversa. Nuevamente: al poder torcido de los basileos se opone el poder recto de Zeus. El
uso del poder y los privilegios en continuidad crítica con los caprichos relaciona a los
reyes con la estirpe de Plata –es la trasgresión del orden consuetudinario (thémis): “no
podían apartar de entre ellos una violencia desorbitada ni querían dar culto a los
Inmortales ni hacer sacrificios en los sagrados altares de los Bienaventurados, como es
norma para los hombres por tradición –he thémis anthrópoisi kat’éthea” (Erga, 137-138).

40
Podría entonces decirse que existe una filiación novedosa entre Zeus y la tierra: la
sustentabilidad del poder político en El Olimpo adquiere a la luz de Temis –hija de Gea-
valor ecológico. Temis no sólo estabiliza –hace sustentable, sostenible en el tiempo- el
poder de Zeus, sino que regula, estabiliza y afianza la vida en los campos. Es una ecología
del poder como organización sustentable y ordenada, opuesta a hybris como trasgresión
inviable y mezcla. Por medio de las Horas, érgon se entrelaza con díke, pero también con
Temis. Cumplir con el trabajo significa cumplir con la ley (díke) de forma ordenada,
según lo establece la costumbre. “Feliz y dichoso el que conociendo todas estas
propiedades de los días trabaja sin ofender a los Inmortales, consultando las aves y
evitando transgresiones” (Erga, 826-827).
Existen por lo tanto dos conjuntos de términos –fuerza, impulso, deseo, lucha;
paz, armonía, prosperidad, sana competencia- que encuentran solución de continuidad en
virtud de un término específicamente humano, érgon. Por medio del trabajo, la fuerza
garantiza la paz, el impulso se armoniza, el deseo –“la inquina que tiene el alfarero del
alfarero”- suscita prosperidad y la lucha se resuelve en una sana competencia. “¡Oh
Perses!, grábate tú esto en el corazón y que la Eris gustosa del mal no aparte tu voluntad
del trabajo” (Erga, 28). Eris obtiene entonces un curso distinto que en Teogonía, pues el
Crónida puso a la buena eris en las raíces de la tierra: “ella estimula al trabajo incluso al
holgazán; pues todo el que ve rico a otro que se desvive en arar o plantar y procurarse una
buena casa está ansioso por el trabajo” (Erga, 20-25). Sin dudas estamos ante el más
temprano ideólogo de la libertad de empresa, esto es, las potencialidades humanas se
resuelven en actos laboriosos movidos por la competencia: érgon como concepto
expresado en eris. El elemento aristocrático agonal se traslada entonces del campo de
batalla al oîkos y la hacienda. La eris buena (libertad de empresa) es la conducta recta
conforme Zeus lo quiso. Las fuerzas raigales de las que también participa el nuevo héroe
(Zeus, Hesíodo, Heracles) son ‘domadas’, conducidas, hacia la explotación de los campos
(hacia el ordenamiento del Olimpo, hacia el control de la propia interioridad). Y fruto de
su adecuación a los términos que fija la justicia divina, el trabajo bien hecho, el
ensamblaje correcto de fuerzas (zeleos, ptonos), trae paz, prosperidad y justicia (las
Horas).
Se entiende, entonces, que el ‘estimulo’ (zeleos) puede resolverse en calamidad
(eris mala) o en sana competencia (eris buena). Dependiendo el camino que elija cada
hombre, es decir, si la eris estimula el trabajo, habrá abundancia, si estimula la querella,
habrá ruina, el dispositivo ‘ecológico’ que mediatiza las relaciones entre el cielo y la tierra

41
protegerá o destruirá la ciudad. Ahora bien, incluso en el caso de domar su voluntad y
orientarla rectamente, ningún hombre obtiene de sí la absoluta certeza de un futuro sin
penas. La infinita capacidad de prever lo imprevisible es dominio exclusivo de Zeus. De
hecho, los habitantes áureos, por ejemplo, si bien viven ‘como’ dioses –sólo evitan la
corrupción de la vejez y la fatiga del sustento-, no son ni inmortales ni providentes, su
gozosa existencia transcurre bienaventuradamente gracias a la armoniosa confluencia de
la gracia divina y la obediencia cultual debida. La eficacia del dispositivo ‘de Hierro’
depende del cumplimiento exhaustivo de reglas indispensables: érgon/díke/thémis. La
previsión humana, pro-metéica/epi-metéica, es limitada, es imperfecta. “Distinta es en
cada ocasión la voluntad de Zeus portador de la égida, y difícil para los hombres mortales
conocerla” (Erga, 484.485). Al hombre sólo queda entonces el don de díke: ajustar sus
acciones a los términos que fija el mandato divino, esto es, no sólo cumplir con la ley
divina, sino morigerar los riesgos de una cognición limitada y finita. Para el dikaio “la
tierra produce abundante sustento y, en las montañas, la encina está cargada de bellotas
en sus ramas altas y de abejas en las de en medio” (Erga, 225-235). El hombre justo recibe
en compensación abundancia al modo áureo en el mundo férreo. Dicho en otros términos,
Perses debe alejarse de la injusticia clientelar –el circuito anti ecológico de los reyes
corruptos (regalos y prebendas)- a fin de recuperar ‘su lugar’ (thémis) en el oîkos agrario,
cuidando la hacienda. El trabajo (érgon) concretiza la justicia –la hace brotar y existir
entre los hombres-, pues quien trabaja, sin saberlo, actúa conforma a ella (Díke y actuar
conforme a díke es una y la misma cosa: un don de Zeus que incluso en el Olimpo se
respeta): “[...] existe una virgen, Díke, hija de Zeus, digna y respetable para los dioses que
habitan el Olimpo” (Erga, 256).
Pero recordemos que esta unión está solo presupuesta. Hesíodo nunca explicita la
relación entre lexemas (díke y érgon). Frente al trabajo, díke retorna como ausencia. Pues
aparece asociada al contexto específico de los reyes y las clientelas, es decir, injustos son
quienes dictaminan sentencias torcidas o simplemente obran de mala fe. Se explicita la
relación entre díke y las sentencias o entre díke y la violencia, pero nunca entre díke y el
trabajo. ¿Por qué? Llama la atención que tras un largo discurso que comienza con la
fábula del gavilán y el ruiseñor (Erga, 202) y finaliza en el ‘proemio sobre el trabajo’
(Erga, 285), Hesíodo nunca exhorta a los hombres a trabajar para ser justos. Es más, si se
observa detenidamente es tajante la línea divisoria que separa a érgon de díke. El corolario
de la fábula comienza con el ‘proemio sobre el trabajo’. “¡Oh Perses! Grábate tú esto en
el corazón –comienza Hesíodo-; escucha ahora la voz de la justicia y olvídate por

42
completo de violencia”. El lector entonces espera ansioso la exhortación –‘abandona la
violencia y regresa al trabajo; el trabajo hace justo al hombre’-, pero la exhortación nunca
llega.
Si la violencia es injusta, como la eris mala lo demuestra, y el trabajo es justo,
como la eris buena lo demuestra, sería fácil concluir que el trabajo define a una vida recta.
Aquí díke y érgon casi se rozan, pero no se tocan. ¿Por qué? Así como Hesíodo formula
los rudimentos morales de la futura polis clásica, también formula los límites sociales que
el campesinado no debe transgredir. La misma thémis que operaba contra los reyes fija el
ámbito de incumbencia para el ejercicio de la ley. El campesino debe trabajar así como
los reyes ejercer la justicia recta. Pues quien trabaja cumple los designios de Zeus así
como cumplirían con ellos los reyes que dictaminaran sentencias rectas. Hesíodo se cuida
de transgredir un límite impuesto por thémis. Pues la denuncia pública debe evitar a su
vez la propia trasgresión. El campesino no es juez ni rey, sino trabajo. Sin embargo, érgon
y díke se entrelazan en un plano semántico que es reforzado por su ausencia en el lexical.
De hecho, la ‘fábula del gavilán y el ruiseñor’ (díke) y el ‘proemio al trabajo’ (érgon) son
el hilo de continuidad en el epicentro del poema. Los consejos del hermano prudente
apelan al retorno del hermano imprudente, quien nunca debería haberse alejado de la
hacienda. Si Perses se ocupara del oîkos no existiría disputa alguna (neikos), ya que el
trabajo –motivado por la eris buena- aleja de las querellas, evitando llegar a la situación
en la que reyes arbitran con sentencias torcidas. Es decir, integrándose en el orden fijado
por Zeus, thémis, díke y érgon operan en confluencia, garantizando el correcto
funcionamiento de las relaciones interpersonales (eunomía). Ahora bien, sabemos que en
Homero las Horas son solo guardianas de las puertas del Olimpo (Ilíada, 5749; 8393) y
Hesíodo es quien eleva su estatus a hijas de nada menos que Temis y Zeus. Matrimonio
nunca antes mencionado en Homero, pero altamente significativo en el Beocio pues,
mediante la unión de ambos, el poder del dios adquiere la legitimidad de lo que siempre
ha sido correcto y adecuado (he thémis estín). Las Horas, que simbolizan el nuevo orden
tras la victoria de Zeus, obtienen la función de vigilar su cumplimiento. “A fuerza de una
novedosa explicación etimología de sus nombres, Hesíodo convirtió las Horas en
divinidades protectoras de las tareas pacíficas de los hombres”, explica Friederich
Solmsen (1950: 34). Y, por ello, vigilan también las sentencias de los reyes, dando
prosperidad a quienes las dictaminan rectas. Las sentencias de los reyes y las tareas
agrarias quedan englobadas finalmente bajo un mismo ámbito de acción divina. Vigilados
por las hijas de Zeus, esto es, las Horas, entre las que destaca díke, los hombres deben

43
cumplir adecuadamente sus tareas, sean reyes poderosos o campesinos humildes. Pues lo
que incumbe a díke es la correcta realización de los érga.
El par ‘sentencias torcidas/sentencias rectas’ delimita entonces un campo
semántico cada vez más específico de la acción de díke a partir del cual comienza a
formalizarse con precisión su valor. Sin dudas, el crecimiento en complejidad de la vida
política y jurídica de las poleis contuvo ese escenario novedoso donde el rol predominante
lo ocupó díke. Y en refuerzo de la democratización del espacio público pasó a los textos
dejando atrás el lazo rural que la unía originalmente a érgon. De hecho, Solón fue uno de
los principales responsables de resignificar el predominio del valor jurídico de díke con
el fin de requilibrar las fuerzas estamentales en pugna sin devolverle a érgon su vínculo
original y necesario. Es decir, la ausencia de explicitación de la relación érgon/díke
adquiere a la luz de la obra (política y literaria) de Solón una dimensión aún más
importante. Veámoslo detenidamente.

44
Segunda parte

3. Hesíodo en el pensamiento de la polis

3.a. Hesíodo en las postrimerías de la época arcaica

Érgon: la acción material que díke vigila (‘watches’) en su cumplimiento; la


condición impuesta por Zeus a causa de su filiación con Prometeo. El justo medio (Erga,
40), la mesura hesiódica, es un ordenamiento que bascula entre dos polos impropios de
lo humano: la absoluta carencia del peinôn y la totalidad plena de los Inmortales.
Asimismo, el cierre sobre sí de las fieras –lo meramente biológico- es tan ajeno a lo
humano como la inmortalidad de los dioses. Para los hombres no cabe el punto fijo y
final: ni la totalidad del Bien absoluto ni la pura vacuidad del pónos irremediable.
Entonces, ¿por qué díke y no hybris? Existe una serie larga de alusiones explícitas al
soporte que la divinidad brinda a la palabra cantada (en Erga, 765-768, 818, 824 la
meticulosa observancia del calendario religioso y ritual demuestra que el trabajo de la
tierra es una actividad eminentemente religiosa). Pero lo cierto es que Erga abre dos
planos del discurso que, si bien son solidarios entre sí, guardan estricta independencia. El
poeta inspirado recibe de las Musas la visión interna de la verdad, pero el logos –lo dicho-
la hace accesible a cualquiera. La alétheia hesiódica no registra cultos mistéricos –los
conocimientos prácticos del campo se entrelazan en la religiosidad del culto agrario a los
dioses- y la labranza recoge en su diafanidad profana la verdad asignada al hombre en su
condición específica. El trabajo integra por derecho propio el reino divino. El poema es
entonces verdadero/divino no sólo por gracia de las Musas, sino por su veracidad interna:
la ley que impuso Zeus es divina y, a la vez, temporal. Sagrada y profana. Frente a la
visión inspirada, Hesíodo evoca la importancia suprema del arado, de la siembra… de ‘la
malva y el asfódelo’. Es una sacralización de la pobreza, una alabanza a lo rústico que no
por rústico es pasajero y no por simple es menos vital. Transformación de la comprensión
interna de la verdad, que repone en términos lógicos una alétheia enfrentada a la métis de
la epopeya homérica. De hecho, Até y Leteo son dos realidades que se confunden con
facilidad en la imaginación mítica. Ambas proceden de la descendencia de la Noche, Nyx
(Teogonía, 227), y tienden a relacionarse con las escenas del extravío, propias de la
oscuridad (Ibid., 230). Sin embargo, es a partir de la diferenciación de otra afamada hija
de la Noche, eris, que Hesíodo responde por la luz que proyecta Zeus sobre los tenebrosos

45
lindes del reino de la mentira y el engaño. El desdoblamiento de eris en una mala y otra
buena fecunda el campo de acción labrado por Zeus en su llegada al poder y muestra que
sobre la oscuridad de la Noche surge una versión diáfana de los hechos primigenios donde
las voluntades humanas confluyen como los ríos subterráneos hacia la superficie del
manantial. En el plano de luz inspirado por Zeus y apuntado por las Musas, la verdad, sin
abandonar la dualidad de su pertenencia a la Noche de Teogonía, se resuelve en ahora en
un sabio consejo: “yo trataré de poner a Perses en aviso de la verdad” (Erga, 10). Zeus
da a todo aquello que ya existía un nuevo cariz: convierte en benefactora la eris tenebrosa.
La totalidad de elementos que constituyen el mundo real son, a partir de Teogonía, una
dualidad asequible a la conciencia que mira el mundo a partir del orden invocado por
Zeus. Así, la realidad actual recibe de sus fases anteriores elementos negativos cuya
resignificación acaece a partir del cisma ecuménico de la justicia divina. Del lado diáfano
se posiciona el dorso positivo de los elementos, del oscuro, el dorso negativo. Perses es
la sombra de Hesíodo, el hermano cuya trayectoria personal ha sido absorbida por las
fuerzas oscuras de los elementos (la eris mala que lo arrastra hacia el ágora en busca de
querellas y litigios). La eris buena, por el contrario, opera el retorno al campo,
tensionando así dos planos sociales solidarios pero independientes: el oîkos y la polis. La
verdad como elemento diáfano persiste en los campos, mientras que la palabra embustera
(pesudea) circula en la ciudad. La trayectoria de la verdad encontrará su epicentro de
elucidaciones en la palabra pública a partir de la consolidación ática de la polis. Sin
embargo, será a costa del borramiento del elemento agrario constitutivo. Aquí es donde
el logos (polis) comienza a independizarse del mito (campo).
La verdad como sinónimo de claridad es la acción sobre el mundo de la voluntad
de Zeus (si la ciudad libera al siervo es porque libera su palabra). El concierto interno del
espíritu humano no es ajeno a las fuerzas aún vigentes de la oscuridad tenebrosa; el
desentendimiento de lo que es mejor y la pérdida del rumbo son las figuras del retorno de
la confusión temprana (caos) en el origen del mundo. Por ello, Hesíodo comienza Erga
invocando el orden de Zeus, por una parte, y la verdad del que sabe distinguir lo bueno
de lo malo, por la otra. Esta verdad se ve finalmente plasmada en la realidad del arado, y
si bien el poder sobrenatural de las Musas revela la verdad, una vez acontecido el evento,
encumbra una ley inteligible (y, por ello, legítima) a los ojos de cualquiera. Las notas que
el ser confiere a la verdad son las de la visibilidad plena, es decir, todo lo relativo a Zeus
(que Heidegger vuelve a ocultar en la misma diafanidad que proyecta; por ello, retorna al
ser y no a la ley: es que su retorno no es a los griegos, sino a la polis griega). Es la realidad

46
profana sacralizada por las notas que le confiere su inherente aridez (los trabajos de la
tierra). Pues la revelación sagrada de lo nimio es lo que en calidad de verdad las Musas
develan. La ley del trabajo, el desocultamiento de lo abundante bajo el ropaje de lo
mísero, es la riqueza de ‘la malva y el asfódelo’. Hasta Homero la verdad es una latencia
del tiempo mítico que el aedo inspirado visiona maquinalmente por voluntad de las
Musas10. Por el contrario, Hesíodo desarrolla un registro temporal diferente. El presente
está definido por sucesos míticos cuya huella es lo abierto/consustancial al
hombre/trabajo. En su visión del hombre, la physis no es sino la trascendencia, el trabajo
como correlato, el movimiento hacia, de un ser y una carencia que lo pro-yecta sobre la
tierra. La labranza, el arado y la siembra, hacen de la tierra tierra. Pero esta co-pertenencia
hombre/tierra no es una ontologización del suelo, ni un mito de autoctonía (no es la
mitología del Estado –mitología de la polis), sino de la carencia (el barro que se esconde
bajo su condición áurea); es una constatación remota de que la ley humana está
estructurada a partir del trabajo, cuya mandato ejemplar es el esfuerzo que este conlleva.
La tensión entonces reposa en la persistente obstinación humana por rechazar el dominio
de una ley que brota de su propia existencia. Con la sacralización del trabajo y el arado,
la voz del campesino se legitima en la ciudad: nadie dudará de la autoridad de quien se
hace a sí mismo –el ‘self-made man’ aldeano es el antecesor agrario del ‘Hombre
medida’-, de quien unifica en su vida las condiciones naturales y divinas de la propia
existencia. Erga es el testimonio más remoto de la compulsión como ideal merito-crático.
Preconiza la jerarquía por orden de mérito y combate con superación personal los
privilegios de cuna. Donde la clase terrateniente mira con desdén, Hesíodo abre los
cimientos del capital simbólico que defenderá el soldado hoplita en la guerra y el
ciudadano ateniense en la asamblea. Aceptar la ley es aceptar el trabajo, y esa aceptación
confiere al campesino todo su valor; el prestigio que lo diferencia de una aristocracia
cuyos méritos han sido sólo conferidos por herencia.
La tensión con la que Hesíodo interpela a su época proviene entonces de la
mentalidad del hombre de capas medias, que rechaza el engaño, el pillaje y la corrupción
y que fundamenta una vía legítima para reorganizar la sociedad sin transgredir los límites

10
Puede objetarse que mirar en el pasado es una tarea que Hesíodo explicita en el comienzo de Teogonía
(22, ss.). Sin embargo, como explica Hermann Frankel (1993: 104), “el marco narrativo de la Teogonia
incluye muchas descripciones y referencias en las que Hesiodo no informa acerca de lo que sucedió en otro
tiempo, sino que describe la situación existente y actual. Incluso las historias de la antigüedad, los mitos
del mundo y los dioses le sirven ampliamente para hacer inteligible la existencia actual en el espejo del
devenir.”

47
impuestos por la dupla Zeus/Temis. Sin dudas, un sector modernizador de la aristocracia
se plegó sobre estas corrientes moderadas e integracionistas11: la viabilidad de la polis
estaba en juego. Quienes supieron llevar adelante estas reformas fueron Solón y Clístenes,
aunque su labor consistió no solo en integrar los intereses en pugna, sino en formular una
justicia acorde a la realidad de los tiempos nuevos. La ‘naturalización’ de díke que se le
reconoce a Solón (Vlastos, 1947b), abonó la reorientación política sobre la base de la
ecuanimidad, sin establecer finalmente la obligatoriedad del trabajo. Con ello, sorteó el
compromiso de dar formación a un Estado cuya legislación estuviera cimentada en los
preceptos ideológicos de los estamentos medios. Y si bien estas reformas condujeron a
un proceso de crecimiento y armonización social, lo hicieron a cambio de mantener las
diferencias estamentales reagrupadas bajo la díke de la Unidad propuesta por la Filosofía
de la naturaleza. Si díke señala en Erga lo que es bueno para los hombres en la tierra –el
trabajo y la fatiga son el don que retorna en la forma de una riqueza bien ganada-, Solón
va a desanclar de érgon a díke, para proyectarla en el cosmos y las leyes invariantes de la
physis. Si en Hesíodo physis es tierra, en Solón es naturaleza. Naturalización filosófica
de la justicia, que al arrancarla de la tierra no florece en el trabajo, sino en la pureza de la
idea.
Vlastos (1946b) señala que el origen de la naturalización de la justicia debe
buscarse en el tránsito de díke hacia la naturaleza, donde recupera la antigua otredad en
clave racional, neutra y externa. Una manera de organizar la vida en la diferencia.
Racionalización de lo otro en el interior del afuera; el dorso oculto de la nueva
inmanencia. Es la licuación de la otredad (lo no-ciudadano) en el interior conceptual de
la polis griega. Es decir, justicia como principio inherente, inmanente al orden social,
dentro de un organismo político y con una ley de causalidad similar a la del mundo físico
en los filósofos jonios. El conflicto que plantea Solón se estructura entonces a partir del
advenimiento de la stásis y la resolución de las diferencias internas en un contexto donde
el equilibrado de poderes hacía casi imposible señalar la voluntad de una fuerza sectorial
prevaleciente. Ahora bien, Solón extiende la participación del demos a partir del
‘ensanchamiento’ de la matriz jurídica de díke. Dicho en otros términos, aquel límite ante
el cual Hesíodo se detenía –Temis fija las partes, el orden y el lugar, los deberes y los
privilegios que a cada cual corresponde-, Solón lo transgrede invitando al pueblo a

11
En este sentido, Domínguez Monedero (1991: 94 y ss.) cree que Solón representaría los intereses de los
aristócratas no Eupátridas y sus medidas son un medio de evitar la tiranía y preservar las propiedades de
los aristoi.

48
participar en el ejercicio común de la ley. Si Hesíodo unía justicia con trabajo, es decir,
si restablecer el orden significaba cumplir con la función y lugar que a cada cual
corresponde –Perses al oîkos y los Reyes a las sentencias rectas-, Solón invita al demos a
participar de una función que hasta entonces era exclusiva de los basileos. La respuesta a
la discusión acerca del grado de innovación de la díke solónica12 cabe entonces buscarla
en la fisura que el propio Hesíodo deja abierta: la falta de mención de la unión entre érgon
y díke.
Aunque el concepto de la aplicación de la justicia, de las sentencias justas o rectas
y del gobierno, es similar en Hesíodo y en Solón (son los agathoi o aristoi los que
gobiernan el demos) en este último se dan dos peculiaridades o novedades con respecto a
la concepción hesiódica que hace oscilar a los intérpretes entre el mayor o menor grado
de innovación adjudicado a su obra. “Nunca perecerá nuestra ciudad por el destino que
viene de Zeus ni por voluntad de los felices dioses inmortales..., pero los mismos
ciudadanos con sus locuras quieren destruir nuestra gran ciudad” (Solón, 3, D). Si bien
no hay que pensar en una separación tajante entre el mundo divino y el humano, en el que
sigue siendo esencial la “infalibilidad” final de la justicia de Zeus y de su hija Díke (Solón,
1, D), lo cierto es que el fragmento 3, D motiva a los intérpretes partidarios de la
naturalización de la justicia solónica a ver un mayor grado de evolución respecto de la
irracionalidad mítico-religiosa de la justicia hesiódica. Si en Hesíodo díke depende de
Zeus en calidad de don divino, en Solón, por el contrario, el castigo divino no es lo único
que cuenta, sino que la solución política adecuada es principalmente humana. Ahora bien,
si pensáramos díke por su relación con érgon, la irracionalidad mítico-religiosa que se le
adjudica comúnmente a Hesíodo disminuiría, girando el vértice de la interpretación hacia
el compromiso político entre díke y demos (demos no es sinónimo de trabajadores
agrarios, sino que importa un grado de urbanización al lexema), en tanto actor político
que irrumpe en la escena griega. Por ello, cabe decir que la justicia solónica no es más
racional que la hesiódica –filósofos jonios mediante-, sino más política: es una invención
(política) de la ciudad y no su deducción racional a partir de ‘las cosas existentes’ (tá
ónta, decía Jaeger). Pero justamente porque no pretende ir ‘a las cosas existentes’, es
decir, porque no busca la propia validez interna como punto de partida, sino evitar la
costosa remisión al trabajo, inaceptable en un contexto al borde de la stásis, Solón integra

12
Partidarios de una innovación importante del concepto de justicia en Solón son: Jaeger, W., (1966);
Vlastos, G., (1947a). Contra: Havelock, E., (1978); Lloyd-Jones, H., (1971); estos dos autores postulan un
mismo concepto de justicia en Solón que en Hesíodo.

49
y a la vez niega el pensamiento de Hesíodo. La ausencia de relación explícita entre érgon
y díke jugó finalmente a favor del ocultamiento del fundamento (érgon) de la justicia
hesiódica en las postrimerías de la época arcaica. Y, por ello, la relación más evidente,
esto es, entre díke y las sentencias (rectas/torcidas), sirvió de Caballo de Troya para que
la justicia hesiódica penetre en la ciudad sin pagar el precio prometéico del trabajo.
En apoyo, cabe recordar el modo en el que Conrado Eggers Lan interpretaba a
Aristóteles refiriéndose a Solón en La Constitución de los atenienses: “¿Por qué cesé o
por qué me detuve o por qué paré antes de alcanzar aquellos fines por los cuales convoqué
al pueblo? Sobre estas cosas podría dar testimonio en la corte del tiempo –dice Sólon-, la
suprema madre de las divinidades olímpicas, la mejor, la negra tierra cuyos hitos fijos
abolí entonces por todas partes, antes esclavizada la tierra ahora libre” (Eggers Lan, 1997:
43). Hesíodo resuena aquí en todas partes, sin embargo, es la pregunta que formula el
propio Solón la que encuentra en el Beocio su más remota respuesta: liberar la tierra es
liberar el uso agrario de la tierra, es decir, hacer justicia a la tierra es unirla al trabajo o,
dicho de otra manera, librarla de la esclavitud latifundista y disponerla para las fuerzas
productivas, permitirle a la tierra –y a la polis- retornar a la justicia del mundo campesino.
Solón no pudo llevar a término más que parcialmente ese proyecto, pero dejó
testimoniada su voluntad de ser juzgado por aquella entidad a la que corresponde saber si
hizo o no justicia al pueblo: la tierra. Es decir, haciendo justicia a la tierra se hace justicia
a la ciudad –las Horas florecen en los campos, el trabajo propaga la justicia. Solón sabía
que el sustrato agrario se escondía implícito en la obra del Beocio, pero la complejidad
política de su época le impedía volver la historia hacia atrás. Pues la igualdad ante la ley
del trabajo hubiera impulsado una libertad demasiado penosa para la cultura griega. Su
aristocracia lo había evitado durante siglos y en su lugar había marchado heroicamente
hacia la guerra (pónos). El ideal cultural era el del combate, donde la propia aristocracia
cimentaba su autoridad. Por ello, la filosofía desarrolló en sus albores una relación sin
dudas original con la trama de los conflictos existentes. De hecho, la paz y la guerra
simbolizaron dos sectores en conflicto hasta que la filosofía operó su disolución
conceptual en la neutralidad de la physis (ver apéndice A).
En síntesis, la diosa tierra es objeto de una operación política magnífica:
convertirla en physis por medio de la reflexión filosófica, esto es, universal y neutral a la
misma vez. A partir de aquí, lo que llamamos hombre, con su misma historia, con su
destino, forma parte del conjunto de la naturaleza. Un solo y gigantesco ente que se
desarrolla por sí mismo, desde sí mismo, y que al hombre lo contiene y determina según

50
su lógica interna. Los conflictos en la polis se vuelven entonces efectos de la doxa, desvíos
de la alétheia, es decir, de los términos de una lógica inmanente a las leyes de la physis.
Procedimiento de constitución progresiva y sedimentaria del ideario filosófico,
borramiento definitivo del trabajo como fundamento de díke.
Los presocráticos vieron en ello la posibilidad de conservar los aspectos
antagónicos de la lucha por el reconocimiento sin ceder a las prerrogativas de ninguno de
los dos bandos en pugna. Subsumiendo la conflictividad bajo un ente caracterizado como
despliegue espontáneo de fuerzas neutras, instalaron la idea de que los límites humanos
antes que morales son naturales. Si hasta entonces podía decirse con Marcel Detienne que
‘Justicia y Verdad’ son una y la misma cosa, con los presocráticos ‘Justicia y Leyes de la
Naturaleza’ son una y la misma cosa. De hecho, según Vlastos (1947b: 174) la diferencia
entre Hesíodo y los presocráticos (principalmente Parménides) reside en el núcleo
inmanente que justifica la validez de los límites que impone la naturaleza. En otros
términos, Vlastos habla de la ‘compulsión’ de la justicia hesiódica como una fuerza
externa (la diosa Díke), mientras que la de Parménides es una fuerza inmanente que rige
la propia naturaleza. De allí que la primera sea una justicia “no-racional”, oculta, en sus
motivaciones, a la razón humana, mientras que la segunda sea eminentemente racional, y
su orden, deducible para cualquiera de las leyes inteligibles de la physis.
Vlastos, sin embargo, no contempla otro plano que desarrolla Hesíodo en Erga: la
justicia es a la vez divina y profana, diáfana para aquel que, impulsado por la buena eris,
la encuentra en los campos. Su acontecer es de una inteligibilidad absoluta y racional, no
menos evidente que la neutralidad de una ley fundada en la regularidad invariante de los
entes naturales. Así y todo, con la filosofía es la aceptación, la inclinación, ante la
jerarquía de lo inmutable –el Todo- lo que normaliza la vida social de la polis. El giro del
pensamiento hacia al ente, y no hacia el hombre prometéico (hesiódico), fecunda el
trayecto que va desde la aldea hacia la Unidad de la polis. Es la transformación conceptual
más importante en la historia de las formas jurídicas: la ley rigiéndose por la inmanencia
de su racionalidad interna. Una ley es moral si es natural. Este ‘todo cuanto hay’, esta
‘totalidad de cuanto existe’, sin fin más que la emisión espontánea, natural e incesante,
por sí y desde sí, de su propia fuerza, su arkhé, hace del hombre un chispazo más en la
hoguera que arde y renueva permanentemente la identidad del principio consigo mismo.
Ahora bien, el aventajamiento de la filosofía sobre las formas pretéritas de sabiduría
reside justamente en la cualidad del ente que toma, y construye, como objeto de
conocimiento. Todo cuanto hay, la totalidad de cuanto existe, es la forma aún insuperada

51
de dominio conceptual; tò eón significa sintetizar lo infinitamente complejo en lo
infinitamente simple. Conservando sólo el carácter unívoco de la regularidad, es decir,
identificando a díke con la forma, pero no con el contenido de la díke hesiódica,
Parménides, al tiempo, la niega y la conserva. En la univocidad de la justicia fundada en
la acción del trabajo, en la diafanidad de lo profano y temporal, reside un núcleo de
actividad política incompatible con las estructuras sociales de la polis emergente. De
hecho, las sociedades esclavistas o serviles no pueden fundar su ética en el trabajo. Pues,
la universalidad que requiere toda fundamentación metafísica de la acción humana no
puede cimentarse en el trabajo si unos producen y otros se apropian del producto del
trabajo ajeno. No es por azar que a los esclavos se los integre dentro del conjunto de las
‘herramientas’ de trabajo cuando su condición humana es vaciada bajo la identificación
con los utensilios de laborío. Por transitividad, el trabajo queda integrado al campo
semántico de lo no-humano. Lo propiamente humano, lejos de la influencia del trabajo,
se auto instituye como esfera independiente, a la vez metafísica y social. La polis se erige
entonces sobre la totalización de un discurso que integra el oîkos campesino en la unidad
de la diferencia. El hogar del ciudadano, la polis, participa de la totalidad por medio de
sus leyes, integrando y borrando al oîkos campesino de la escena política. Es decir que el
conflicto entre la ley nueva (la díke de la polis) y la ley vieja (la díke de la aldea) tendió
hacia la homogenización del oîkos sin más, esto es, sin distinguir el oîkos noble del
agrario. Sin dudas, esta dilución del oîkos en la ley nueva fue un triunfo de los aristoi no
Eupátridas, es decir, del sector al que pertenecía Solón. Si los nobles guerreros de época
homérica legitimaron sus intereses por medio de la épica, los nobles no Eupátridas lo
hicieron, en parte, con la Filosofía de la naturaleza, diseñando el acceso de la polis a la
verdad (ser) que la fundamenta (de esta prerrogativa también es deudor Platón, cuando
estimula el destierro de los poetas) enfrenta al oîkos con la polis. A la voluptuosidad de
la unidad y la totalidad del ente identificado con la polis se opone la heterogeneidad de
las casas –campesinas o aristocráticas- y la singularidad de sus historias particulares. El
oîkos, finalmente, es negado por la polis en el proceso de auto institución como Unidad
fundada en el afuera.

3.b. El oîkos negado

El mito de Prometeo/Pandora relata el origen del oîkos humano, la unidad de


producción autosuficiente signada por la ambivalencia humana hacia el trabajo. Esta

52
caracterización confronta al oîkos homérico, donde la reproducción simbólica y material
se obtiene en la guerra. El valor en el combate, la osadía y el salvajismo de las actividades
guerreras –la barbarie primigenia-, orientan el oîkos nobiliario hacia el botín, esto es, el
afuera como promotor de estatus simbólico y material. Prometeo/Pandora,
contrariamente, es el catalizador mítico de un proceso que cimienta la realidad en el suelo
y la siembra. La caja libera males, pero Pandora en sí contiene los dones divinos que
aclimatan al hombre en la rudeza de una existencia terrenal. En el hogar la pobreza
confluye con las estrategias de subsistencia (fíjese que en Erga Hesíodo no sólo da a la
Mujer un nombre, Pandora, sino que describe con mayor detalle la participación de los
olímpicos en su constitución). Carlos García Gual (1979: 28) confirma que la
construcción de la primera mujer está descrita aquí más extensamente que en Teogonía,
y con curiosas variaciones. En primer lugar, sólo ahora se le da un nombre propio, el de
Pandora (en Teogonia se la llama ‘la Mujer’). Esta abundancia que denota Pandora ha
sido interpretada como eco de una antigua diosa de la Tierra (West, 1963). Lo cual no es
casual puesto que Hesíodo construye a través de este mito una mediación entre el origen
primigenio del mundo y el origen actual de la existencia humana. Pandora guarda con la
diosa Tierra una cercanía y una distancia en tanto se proyecta sobre el hombre y su mundo
creando la atmosfera que lo rodea. Mientras en Teogonía intervienen en la dotación y
ornato de ‘la Mujer’ tan sólo Atenea y Hefesto, aquí cooperan con funciones muy
específicas Hermes, dios de la astucia y el engaño, mensajero y heraldo, encargado de
plasmar el carácter y dar habla (phené) a la joven, a la que ya Hefesto dio voz humana
(audé) (Erga, 61 y 80); Afrodita, que tiene a su cargo lo que toca a la feminidad, la gracia
(cháris), el infundir deseo (potitos), y cautivadores encantos (meledónas). Hay, pues, una
intervención más numerosa y a cargo de especialistas en la confección del tocado de
Pandora, como para justificar mejor la etimología de su nombre preferida por Hesíodo:
que todos los dioses la obsequiaron con un don. De todos modos, es Atenea quien
supervisa y da el último toque al atuendo. Pero en este pasaje, aparte de la supervisión
final, Atenea enseña a Pandora el uso del telar y la rueca. Tejer e hilar, labor
específicamente femenina y hogareña en el mundo griego, confirma que el mito une el
oîkos y el trabajo humano (érgon y oîkos/Prometeo y Pandora)
El transito del Tártaro al Cielo transcurre en el hogar y al resguardo de la
intemperie. Hesíodo contrapone así la violencia externa de la realeza a la organización
interna de la vida hogareña. El oîkos labriego sabe cuidar de sí mismo (meletaîs bíou)
como de lo que atañe a su entorno (memélota érga). No dispone del destino a su antojo y

53
lo sabe indefinido. Por ello, la pregunta filosófica del Timeo acerca del devenir es la
trasposición ontológica de una posibilidad que Pandora ya había dejado en el interior del
oîkos, en la despensa, donde los excedentes se almacenan en previsión de los días malos
del invierno. “La elpis griega es, ciertamente, la esperanza del hombre activo que,
mientras actúa, está negando la muerte y tramando una biografía”, dice Gregorio Luri
Medrano (2001: 61). Negación que proyecta al hombre en el futuro, una realidad que no
está del todo hecha ni completamente por hacer. ‘Prefiguración’ es futuro inherentemente
humano y no meramente tiempo; aquello a lo que cabe el correlato moral de una acción
adecuada y responsable: la conciencia del devenir condicionado por acciones actuales. Su
conciencia de la carencia lo vuelca sobre un mundo intermedio de remisiones abiertas.
Pero como un péndulo que bascula, el hombre se debate entre la clausura y la oquedad,
entre la pertenencia al reino de los dioses o al de las fieras. El retorno de la clausura llega
desde afuera en la forma de la ciudad. Un colectivo histórico, la polis, cuya existencia
racional acontece por fuera de la historia, exterioridad que llama al hombre a salir del
oîkos, una trascendencia final (teleológica), donde el hombre converge con su areté. Areté
que no es combate ni trabajo, sino el despliegue de lo que al hombre aún le resta ser. Lo
que el hombre es (ontología), pero aún no ha llegado a serlo (historia). Para serlo debe
‘superar’ al oîkos –asesinato simbólico de Pandora/Tierra/mundo agrario expresado en la
filosofía (Aristóteles) y en la tragedia (Esquilo)- y proyectarse conceptualmente en la
estructuración formal y contextual de la polis griega.

3.b.1. Borramiento y compulsión

Eduardo Grüner (2002) analiza el oîkos griego a partir de su relación con ‘lo
político. Lo político sería lo opuesto a la política, aquello que excede la ley y que impide
que lo social sea reducido a la jurisprudencia. Es la condición de posibilidad reducida y
borrada por la polis que revela la fuerza generadora de lo humano (lo social), oculta en la
civilidad, incluso cuando aquella sea su propia posibilidad constituyente. A riesgo de caer
en un anacronismo, Grüner habla de una humanidad material en el sentido vívido del
término; humanidad fugaz, pero de una dureza radical capaz de subvertir toda operación
de obliteramiento. Es que la política no logra sacar del medio lo político, la polis no logra
‘reprimir’ el oîkos. “Lo propiamente político de la tragedia, dice Grüner (2002: 311), no
es entonces […] el conflicto entre las póleis, o el conflicto de poderes dentro de la polis
[…] sino el conflicto entre la polis y el oîkos, ese fundamento arcaico que excede a la ley

54
y no puede nunca ser completamente sometido a ella”. Hegel explica que Antígona
representa el conflicto entre el ‘más allá’ de la ley divina y el ‘más acá’ de la ley humana,
es decir, el surgimiento de la tensión entre lo universal –el Estado de derecho- y lo
particular –las relaciones familiares, la consanguineidad y los vínculos personales. Por su
parte, la interpretación de Grüner apunta en esta misma dirección, pero se diferencia en
un aspecto cardinal cuando separa el plano fundante de la síntesis con lo fundado. Lo
social como ‘restanacia’ señala una remanencia ontológicamente anterior al orden
instituido; una remanencia exterior a toda síntesis: la potencialidad humana imborrable
de redefinir el orden instituido a partir del trabajo. De esta manera, Grüner delinea los
contornos básicos de una antropología de la subversión (el término latino statu quo
proviene del verbo latino stare, que se vincula con la raíz indoeuropea sta-, presente en
el verbo griego histamai: establecer, poner en pie, fundar…) que abre en la vacancia de
su condición la posibilidad imperecedera de invertir el dominio de la política a través de
lo político (a través del trabajo).
En la Grecia arcaica, el oîkos rural adquiere espesor al densificar el imaginario
social del campesino libre e inspeccionar el valor de la autonomía como un límite social
y material frente a las póleis emergentes. Pues son justamente los efectos dinamizadores
de la siembra intensiva los que motivaron una reorganización de las bases sociopolíticas
de la ciudad arcaica. Como explica Julián Gallego (2007b), la expansión de las prácticas
agrícolas ligadas a la granja familiar posibilitó “la incorporación de los labradores junto
con la vieja aristocracia terrateniente dentro de los mismos ámbitos político-
institucionales” (p. 55). A partir de allí, los campesinos fueron ganando protagonismo en
el desarrollo de la ciudad, promoviendo la convivencia institucional que consagró la polis
‘igualitaria’, donde los sectores ascendentes adquirieron presencia permanente dentro de
los mismos ámbitos de poder que hasta entonces dominaba exclusivamente la
aristocracia. Promovida entonces por la incorporación en el poder de los sectores sociales
hasta entonces excluidos, surge hacia el final de la época arcaica una forma singular de
pensar la política que abonó el resquebrajamiento de la homogeneidad aristocrática y que
socavó las estructuras del poder nobiliario. Pues los intereses de los menos poderosos se
legitimaban proporcionalmente al fortalecimiento de la economía y el poderío militar de
unas póleis que se expandían cada vez más rápido gracias a la participación de los sectores
medios. Esta transformación en el interior de la vida comunitaria promovió un sinnúmero
de efectos discursivos que coadyuvaron al surgimiento de un imaginario donde los
términos de la inclusión y la exclusión redefinieron los límites del nuevo espacio cívico.

55
Cuando estas transformaciones eran aún incipientes, Hesíodo ya criticaba la
subsunción del oîkos a las prerrogativas y arbitrajes de los basileîs de Tespias. En el oîkos
campesino el hombre realiza su existencia conforme a la ley del trabajo: excedencia y
carencia en el don, pertenencia y ausencia en el don; la labranza que acompasa, con sus
días, con su tiempo, con su vigilia, el círculo inaparente, pero fundante del plano que se
origina junto con la existencia del productor agrícola. Ahora bien, este mundo campesino
que se organiza en torno a una justicia inscrita en el seno regenerador de la vida agrícola,
donde el don se abre en el plano divino de la excedencia, colisiona con la justicia ejercida
por unos basileîs cuyo poder no respeta otro principio que el de la propia conveniencia.
“¡Necios, –exclama Hesíodo- no saben cuánto más valiosa es la mitad que el todo ni qué
gran riqueza se esconde en la malva y el asfódelo!” (Erga, 27, ss). Esta sentencia revela
el suelo ideológico donde crece díke: no hay valor allí donde la riqueza no contempla en
su mismo seno la vitalidad creadora del trabajo al que mueve la carencia. Es que la
trayectoria histórico-ideológica de la díke hesiódica no es sólo hacia Afuera, sino hacia el
borramiento de la estructura vacante del hombre hesiódico/prometéico. Borramiento que
implica una transformación conceptual en la ‘medida’ (méson), en la categoría, que
estructura la noción operativa de justicia. Justicia que entonces congela su bascular entre
la ‘vacancia’ y la ‘excedencia’ para bascular entre el ‘defecto’ y el ‘exceso’. Existe una
progresiva ontificación de la justicia arcaica en favor de la equivalencia lógica. La marcha
del acontecer griego opera el desplazamiento gradual de la legalidad del don como
excedencia hacia la legalidad del don como equivalencia (afuera), pero no sin antes
ontificar el don que circula entre la polis y la aldea13. Dicho en otros términos, existe una
progresiva secularización del don y la actividad agrícola que ayuda a redefinir los
términos de la nueva díke. En este sentido, la posición cronológica de Hesíodo es
relevante, ya que, al ubicarse en el origen mismo de la transición, testimonia y denuncia

13
Cabe mencionar que la concepción del don como sobreabundancia y excedencia no goza de una amplia
confirmación académica entre los más reputados helenistas contemporáneos. Por el contrario, en términos
de Walter Burkert (2009, cap. 6) la dinámica del don en tanto lógica de las prestaciones y contraprestaciones
(el famoso principio maussoniano del ‘toma y daca’) confirma la validez de los postulados básicos de la
sociobiología, donde los regalos para los hombres y para los dioses se inscriben en la búsqueda humana de
la homeostasis, es decir, en la búsqueda natural del equilibro amenazado por las tensiones sociales y
naturales que ponen en peligro a la frugal vida del hombre sobre la tierra. Según Burkert, el antecesor más
remoto de la vida moral sería el don en tanto fijaría los términos de la conducta a partir de unas ‘leyes’
materiales (la madre de todos los cálculos) y universales (el origen natural de la vida ética en la noción de
equivalencia). Por mi parte, creo que la noción de don debe afincarse en la noción de deuda, pero no de
equivalencia, sino deuda asociada a ‘la gratuidad’ del don divino, deuda como ‘pudor’ ante la
sobreabundancia de la diosa tierra, deuda como posibilidad del sentimiento de deuda y, a partir de allí, de
vida moral. Sobre la ‘universalidad’ del don véase Gouldner, (1960: 171).

56
este borramiento, y reafirma el esquema comprensivo de díke soldada a la relación
indisoluble entre la palabra y el suelo.
La helenista francesa Nicole Loraux (2007), analiza este mismo problema en su
provocativo libro Nacido de la tierra. Mito y política en Atenas, donde señala que la polis
griega se afirma en un ‘falso-don’, en una teoría, una economía (oîkonomía), que ocluye
las significaciones de ‘valor’ propias del oîkos agrario. El nacido de la tierra es el sujeto
de una recategorización cívica cuya figura adquiere estatus político al integrarse en la
ideología de la autoctonía, propia de la polis (Loraux, 2007). Y si Erga re-pone la fuerza
productora del oîkos en los términos de la predominancia representacional del círculo, la
polis, por su parte, se consagra al punto y la recta, la histanai del Apolo arkégeta (el
fundador de ciudades), pagándole tributo a la nueva geometría del ente. Algo semejante
afirma Michel Serres (1996) en El origen de la geometría cuando habla de la confluencia
de ‘La tierra en la tierra’. “El gnomon que sale de la tierra la vincula al cielo y a la luz.
Así el espacio puro de la geometría suma primero el cielo y la tierra, físicos, pero también
el templum y el pagus, el ágora y el pretorio, y, de golpe une la tierra al Estado, y el
mercado a las listas de tarifas llenadas por los escribas y por los ministros” (Serres, 1996:
271). El don que, allende toda relación formal o lógica, diviniza la justicia antes de la
justicia, revela la sobreimpresión de la estructuración social de la polis aristocrática, que
consagra inadvertidamente en el mesón14 el futuro de su antagonista, la polis democrática.
Cuando Hesíodo critica la naciente ‘industria’ de las querellas, habla de una justicia aún
privada del dispositivo lógico que dispone en su proceso interno el instrumento de control
conocido como principio de equivalencia. A partir de las trasformaciones sociopolíticas
acaecidas en la época arcaica los discursos proferidos en el ágora o en la Asamblea se
hacen cada vez más significativos, otorgándole a la palabra un rol principal en la
elaboración y resolución de conflictos sociales e interpersonales. Algunos de estos
discursos trascenderán la mera disputa para instituirse en logoi capaces de interrogarse
por las verdades últimas del hombre, el Estado, los dioses, el cosmos y el ente en general.
De allí que, a diferencia de otros logoi, la filosofía se esfuerce por encontrar la fuente
última del Equilibrio que garantiza, dentro de la inestabilidad persistente, un devenir
duradero para la ciudad. En este horizonte se halla inscrita la búsqueda conceptual de una
pregnancia que regule la actividad irracional del poder y que, ubicada allende los

14
Me refiero al mesón según la caracterización de Jean Pierre Vernant, donde encontramos en efecto este
centro, a la vez simbólico y real, que es válido para el todo de la ciudad porque es el lugar, el punto,
equidistante del justo reparto.

57
designios fortuitos de la historia, pueda volver sobre ésta para captarla en su máxima
simplicidad y estabilidad posibles. La evolución conceptual de la justicia griega delinea
a partir de aquí la figura de una nueva verdad, aquella capaz de integrar en un mismo
concepto la estabilidad –representada por la pregnancia de la matemática y la naturaleza-
y la contingencia –intrínseca a la vida comunitaria en la diferencia.
Quizás en este sentido, Hesíodo sea el antecedente más remoto de lo que Maurice
Blanchot (2008) llama la ‘escritura de la diferencia’, distinta, a su entender, de la
‘escritura de lo diferente’. Diferencia es excedencia y asimetría, desbordamiento del ser
sobre el dique de contención rubricado por el principio de no contradicción.
Sobreabundancia que excede la totalización lógica y que al emplazar la justicia en la
dinámica de la tierra productora –en lo cíclico del rebrote y el reverdecer, metáfora que
concede forma al texto poético-, señala la remanencia de una diferencia ontológicamente
anterior a la separación lógica de los disyuntos, es decir, de ‘lo (meramente) diferente’.
Algo semejante plantea Paul Ricoeur (2011: 47) cuando habla de una excedencia que
desafía la totalización que impulsa el ‘haber’, de allí que la sobreabundancia brote en el
campo de la vida religiosa, que tiende a colocar toda experiencia en la perspectiva del
don, irreductible a la ecuación que promueve la igualación material en el interior de la
diferencia. De allí que las ideas de Blanchot y Ricoeur habiliten a pensar la obra hesiódica
contraponiéndola a la polis, cuya autoimagen queda definida en los términos de la unidad
y la totalidad, otorgándole al oîkos campesino un lugar en el dorso oculto –negado– de la
polis, que resignifica el don en los términos que promueve la totalidad del afuera.
Así y todo, no deben olvidarse los análisis de Nicole Loraux, pues si bien es cierto
que la ciudad se funda sobre la base imaginaria de una totalidad homogénea, no es sino a
costa de un olvido u ocultamiento (otro que el oîkos), el de la stásis y su gran división
interna. Por ello, en la Ciudad dividida la autora lanza su reveladora advertencia: “Pero
el historiador de Grecia debe saber que para dar un sentido a la palabra ‘ciudad’, no ha
terminado todavía de desenterrar en la polis el olvido –fundador- de lo que implica su
unidad, esto es, aun cuando sólo se lo pueda decir de modo provisorio: su división”
(Loraux: 2008: 41). Ahora bien, la negación del oîkos expresa involuntariamente la
antecedencia que niega, esto es, la roca madre, que libra su generación a la trayectoria
geológica del cambio y que en la superficie visible origina la visión de lo etéreo –el fluido
deshidratado en el pensamiento conceptual– disuelve al oîkos en la civi-lidad de la polis.
La ciudad resignifica al oîkos transfigurado en un estadio o etapa de su evolución que,
últimamente, se resuelve en su fin (areté, télos). En el discurso que la ciudad construye

58
sobre –es decir, encima de…- el oîkos, ella es la condición necesaria de su sentido pleno,
conceptual, según lo ha atestiguado el propio Aristóteles (Política, I, 1-2). Se sabe lo que
el oîkos es a partir de la perspectiva final que brinda la polis. Pero el borramiento queda
destinado a incumplir su misión: la curva que proyecta la totalidad sobre el oîkos es
asintótica y en los bordes negados devela la infinitud divina del don. En Erga, Hesíodo
evoca la infinitud que interpela lo finito cuando Zeus castiga con desdichas la desmesura
humana. Y esta misma tópica reaparecerá tiempo más tarde, en la tragedia griega, donde
el drama que genera la institucionalización de la razón se eleva hacia lo alto tensionada
por una justicia finita que exige su cumplimiento en la tierra. Existe una distancia, una
divergencia, expandiéndose entre la facticidad y el afuera. Pues si bien la legitimidad de
la ley nueva proviene de su operatoria formal interna (no hay antojo ni arbitrariedad, sino
la fuerza del mandato racional que la ley alberga), aún así la ley carece de la trascendencia
que la impulsa hacia el afuera de su vida interna. Finalmente, la díke desafectada de su
antigua agencia culmina en la ideación de un agente mediador entre el afuera y la ley
nueva. Es el ciudadano que participa de la vida pública, en el ágora y en la Asamblea, y
que actúa según un principio de racionalidad del cual él ahora se sabe partícipe –una
justicia ínsita en él y en las facultades superiores de su alma-, cuya vigencia emerge de la
tensión entre las instituciones que operan su trascendencia y la curvatura de un Absoluto
que, ubicado allende los sucesos del hombre, guía sus decisiones en la tierra. Pues la
asíntota nunca cae ‘junto-con’ (a-synth-totos), nunca cruza la materialidad curva de la
realidad a la que indefinidamente seduce y acerca. De allí que en su instancia decisiva
todavía reclame la injerencia de una fuerza que, ajena a la ley, garantice la realización del
bien en la tierra.
Aquí es donde la filosofía y la tragedia se tocan no sólo entre sí, sino con Erga: la
incorporación del oîkos arcaico en la polis opera una transformación decisiva en el
corazón de la sociedad antigua. Es la negación y la conservación selectiva de algunos
preceptos hesiódicos en el interior de una justicia que se hace cada vez más ‘racional’ –
pública y política a la misma vez.

3.b.2. La díke trágica en Las Euménides

Que Zeus sea el dios de la justicia significa que no sólo actúa conforme a la ley
sino que su acción es la medida y el término de la ley misma. Esto representó un problema
para la Atenas de Sócrates porque la institucionalización de un individualismo racional y

59
autoconsciente chocó contra el contexto social, signado por disputas en torno al poder
que obstaculizaban la plena aprehensión de la ley nueva. Existió un primer período en el
cual los olímpicos dotaron a la ley de una fuerza representacional legítima promovida por
sus actos divinos. Y este interludio permitió ‘agenciar’ transitoriamente la futura ley
nueva. Sin embargo, ese mandato debía pasar a manos de quien fuera su auténtico creador,
el ciudadano consciente, aunque reticente, de asumir la responsabilidad de actuar
conforme a ella. Etapa reflejada en las antropologías de Sócrates y los sofistas, y que
continuó problemáticamente en las obras de Platón y Aristóteles, atravesadas por la
tensión de un hombre trágicamente atrapado entre la ajenidad y la pertenencia plena a la
ley nueva.
En este contexto, no es entonces casual la tematización platónica de la mentira.
La importancia de ciertas formas de mentira (la ‘noble mentira’ de República (II 382c, III
389 ss.) y, sobre todo, el pasaje del Menón (81b4-d6) que conduce a la tesis de la
reminiscencia y que es, como explica Graciela Marcos (2008), deseable
independientemente de su falsedad puesto que nos mueve a adoptar un curso de acción
que “nos hace laboriosos e indagadores” (p. 97), estriba en la progresiva laicización del
poder político y en la secularización de la fuerza que garantiza el pacto social. Garantía
que hasta entonces se hallaba inscrita en la divinidad del poder, opuesto al funcionamiento
finito del poder profano. De este modo, las mágicas alusiones a la intervención divina y
su correlativa organización del poder ceden progresivamente hacia concepciones
secularizadas, donde el gobernante que interviene en garantía del bien común ya no puede
hacerlo en virtud de un misterio revelado por los dioses.
Contrariamente, según los dramas relatados en los mitos y retomados en las
tragedias, los dioses poseen aún la facultad de sellar el pacto social suscrito en el afuera.
Así se observa en Las Euménides de Esquilo, donde la restitución del poder masculino –
Orestes mata a Clitemnestra y repone el gobierno que le había sido expropiado a
Agamenón- instituye el ritual que legitima la creación del Areópago (una norma pública
y fija que trasciende la justicia familiar), encargado de juzgar a los homicidas por medio
de una ley superior, universal y constituyente. En la obra, el Areópago aparece sin
embargo asociado a la dinámica de lo trágico, de lo oculto a la conciencia racional de los
personajes, envolviendo a lo público en el manto de las intencionalidades divinas. El
deseo de venganza, que permanece inalterado en los salvoconductos filiales (o el oráculo
que deja sellado el destino de Orestes antes de que perpetrara su crimen), son los recodos
donde la tragedia sintetiza la actualización mágico/divina de la ley pública. Pues más allá

60
del tiempo transcurrido desde el destierro temprano, Orestes retorna a Micenas cargando
una inadvertida concupiscencia a la cercanía de aquellos cuerpos cuyas fuerzas atraen
también el interés de los dioses. Es que las voluntades divinas aún corren por la médula
de las relaciones de parentesco (el oîkos cuyo origen comparten hombres y dioses). Y
capilarizándose en el cuerpo de Orestes –los héroes trágicos son actores y espectadores
del propio drama que los rodea- fuerzan la transgresión de un tabú cuyo castigo se
resuelve en los espacios rituales creados míticamente para reelaborar y trascender la ley
arcaica. Por ello, Orestes simboliza el modelo proto-típico de ciudadano/héroe trágico.
La transgresión de la ley arcaica anticipa una ley que aún no es ley, pero que en su propio
accionar mítico (la performance de la tragedia) encuentra la legitimación de su
instauración futura.
Y así como esta performance predefine el ser de la ley nueva, también redefine el
ser de la ley arcaica: la ley del oîkos es reconvertida en ley pública y la determinación
opuesta a la ley familiar se resuelve en la institución estatal que guía y vigila el obrar de
los ‘nuevos’ ciudadanos. Tránsito hacia la polis que finalmente libera a Orestes de un
crimen míticamente saldado. Es decir que la negación metafórica del oîkos (el asesinato
de la madre) proyecta en las figuras del autoconocimiento y la racionalización la ley
nueva, que contempla en el seno del estado de derecho el ocaso de la polis arcaica.
Proceso modernizador que no deja, así y todo, de descansar sobre la apoyatura simbólica
de las intervenciones divinas15. Desde Hesíodo, pasando por la tragedia y la filosofía
antiguas, y hasta Descartes, Kant y Foucault, se instancia en el hombre un alma que
entremezcla autonomía y heteronomía, lo racional y lo pasional, lo animal y lo divino.
Provenientes de los estratos más profundos del alma, estas pasiones deben ser domadas
por las facultades superiores a fin de pacificar la amenaza perpetua que representa esa

15
En Las Moscas, Jean-Paul Sartre se esfuerza por superar esta racionalidad política legitimada en El
Olimpo y postula una forma de libertad que antecede ontológicamente a la razón trágica: el hombre es ajeno
no sólo a los dioses creadores –Orestes rechaza el dominio de Júpiter incluso cuando reconoce ser su
creatura (Sartre, 1947: 76)-, sino que él mismo se realiza en la forma de una libertad pura: él es libertad.
Al no haber nada esencial en él, nada divino o teleológico-natural, Orestes se construye como una
radicalidad pura sin remisión a otra instancia más que a la in-originada libertad que lo encadena a la
perpetua responsabilidad de sus acciones y omisiones. Desde la perspectiva de Sartre, el juego de la tragedia
griega se actualiza en el conflicto del hombre con su libertad/responsabilidad en contraposición a la
compulsión divina. Entonces Sartre opone a la figura de Orestes la de Electra, quien prefiere ocultarse bajo
la acción de los dioses antes que asumir su condición de ser libre (libertad con la que ha matado a su madre
Clitemnestra). Orestes, por su parte, prefiere reconocerse como un asesino, porque negar su responsabilidad
es negar su libertad. Lo de Sartre es un teatro anti-trágico que denuncia los efectos ideológicos de una moral
incapaz de superar el dualismo de la libertad condicionada por la determinación material o divina,
persistente aún en la fundación mítica del Areópago, y cuyo destino queda preinscripto por Esquilo en los
vaticinios que Orestes atribuye a Loxias: “Y, sobre todo, considero a Loxias, el dios adivino de Delfos,
como el filtro instigador de esta audacia mía” (Las Coéforas, 1030).

61
latencia16. Alteración primordial inscrita en las subjetividades ciudadanas, que instituye
un Estado independizado de la sangre y los lazos personales, pero sólo a costa de una
nueva clausura, la del teatro trágico que, tras la Guerra del Peloponeso, se esforzará por
tensionar la relativización y laicización del subsuelo irracional arcaico.
Por ello cabe notar que, si bien la tragedia involucró al oîkos aristocrático, lo hizo
en medio de un contexto en transformación, liderado por los estamentos medios que,
finalmente, desembocó en el surgimiento de la democracia ateniense. Pues ¿cómo las
familias nobles podían conservar la hegemonía y el poder si los comerciantes y los
pequeños propietarios se consolidaban cada vez más en su rol económico y militar dentro
de unas póleis que se expandían a toda prisa? El teatro trágico abonó la resignificación
del oîkos aristocrático en un contexto donde las tensiones sociales amenazaban con
fracturar una ciudad en proceso de transformación interna. Afincada en la semántica de
la herencia del padre, la cultura de los dramas trágicos involucra a los descendientes
directos de los linajes divinos. Por la vía paterna los dioses y las ciudades se entrelazan
en un destino que los identifica mutuamente. Recordemos, por ejemplo, que en La Ilíada
se dice que Agamenón es hijo de Atreo, nieto de Pélope y bisnieto de Tántalo. El linaje
divino de Orestes explica el interés que los dioses sienten por su destino, y la
determinación a la que está sometido es en virtud de un orden preinscripto en el más allá
de lo humano.
Condición que reaparece en Clitemnestra, cuando adjudica el asesinato de
Agamenón, no a su propia voluntad, sino a la de los dioses, que castigan al rey por
crímenes que había cometido se padre Atreo –fue entonces que oîkos quedó manchado
con la sangre de los hijos de su hermano Tiestes: “Afirmas tú que esta obra es mía y dices
que soy la esposa de Agamenón. No es así, sino que bajo la forma de la mujer de este
muerto, el antiguo, amargo genio, para tomar venganza de Atreo –aquel execrable
anfitrión- ha hecho pagar a éste y ha inmolado a un adulto en compensación de unos
niños” (Agamenón, 1500-1505). Es más, puede decirse que, así como el ‘amargo genio’
toma venganza contra Atreo, Clitemnestra, por su parte, toma venganza contra Agamenón
en respuesta al asesinato de su hija Ifigenia. De hecho, Clitemnestra cree hacer justicia al
ocupar el trono, pues el rey debía su areté al sacrificio de su hija. Así confronta al Coro:

16
En su giro hacia los griegos, Michel Foucault (1993: 93) evalúa esta problemática bajo la rúbrica de la
dietética y establece una vinculación entre filosofía y medicina y moral y medicina; el cuidado de uno
mismo implica de por sí fuerza y energía moral.

62
“[Tú] no te enfrentaste antaño a este hombre [Agamenón] que, sin darle importancia,
como si se tratara de matar una res entre los rebaños de hermoso vellón, cuando
superabundan las ovejas, sacrificó a su propia hija, mi parto más querido, como remedio
contra los vientos de Tracia” (Agamenón, 1415-1420). Es decir, la escena se traslada no
sólo a Áulide, sino al comienzo de la guerra de Troya, cuando el adivino Calacante
(Agamenón, 55 y ss.) visionó que las dos águilas eran los dos reyes (Agamenón y
Menelao); la liebre era Troya, y la cría no nacida, todos sus hijos inocentes. Pues, el
presagio de la victoria confronta con un sentimiento antiguo muy arraigado, el horror que
causa el asesinato de los nonatos. La victoria se presagia a un precio atroz (114-121);
Ifigenia paga entonces con su vida el asesinato de los hijos inocentes de Troya –“!Un
ultraje sucede a otro ultraje¡” (Agamenón, 1560). Finalmente, Orestes dirá a Clitemnestra
lo mismo que ella había dicho al Coro (Agamenón, 1500): “!Tú –no yo- es quien va a
matarte¡” (Las Coéforas, 923). En síntesis, la antesala del drama que da origen al
Areópago tiene a los dioses –“algún Apolo, Pan o Zeus”- tomando partido por el oîkos de
Agamenón en el inicio de la guerra. A cambio, el rey tributa el sacrificio más alto, su hija
virgen, cuyas consecuencias futuras no eran aún claras. Así, la parte femenina paga la
gloria del oîkos masculino. La victoria de uno es la ruina del otro. Sin embargo, la síntesis
queda en manos de otro varón, Orestes, quien promueve la continuidad sin fin de la ley
de sangre. ¿Cómo entonces cancelar el ciclo perpetuo de la venganza? La solución llegará
con la metamorfosis de las Erinias en Euménides gracias a la intervención de una diosa,
Atenea, que reconvierte el ciclo vengativo de la sangre en la justicia colectiva de la polis.
Frente del naufragio de su propia conciencia –aquella que lo condujo al parricidio,
Orestes queda a mercede de las Erinias, que se acercan al cumplimiento de su propia ley.
Pues, detrás de todo esto se encuentra el principio del castigo, consustancial a la idea
arcaica de justicia, del drásanta patheîn, “golpe por golpe” (Agamenón, 1430). Así y todo,
el desenlace resulta ser otro. La metamorfosis de las Erinias en Euménides, deidades
benefactoras, simboliza la evolución del oîkos aristocrático de los Átridas, desde el
asesinato en casa de Atreo, hasta la intervención final de Atenea. Pues el suyo es el destino
de la ciudad, es decir, el destino de la relación institucionalizada con los dioses. En tanto
la ciudad promueve, por medio de rituales y sacrificios, la continuidad del pacto entre los
mortales y los inmortales, el acceso de la tragedia a la realidad histórica revela el uso
ideológico de la tradición mitológica. De este modo, Esquilo compensa los nuevos
espacios de la voluntad y la conciencia individual con un movimiento dado por decisión
divina. Por medio del trance, las tramas paralelas, los oráculos y la physis (la physis que

63
se transmite de padre a hijo), las obras hacen de los héroes trágicos extensiones
maquinales que propician, involuntariamente, la transformación institucional y ritual de
lo público en aras de una justicia más inclusiva y racional, pero traída por los dioses desde
afuera. A cambio, la aristocracia integra en su discurso los valores expresados por la
justicia hesiódico-solónica y garantiza la ecuanimidad de las reformas de Clístenes en un
pacto social donde los inmortales salen de garantes. “En suma –concluye, Fransico
Rodriguez Adrados (1993: 127)-, los ideales de la aristocracia fueron aceptados por toda
la ciudad, una vez modificados con el nuevo elemento de la justicia protegida por los
dioses”.
La cultura griega forjó así la imagen de un oîkos aristocrático como albergue de
un poder secreto, capaz de asegurar la continuidad de la polis bajo el cuidado y el
patronazgo de una o varias divinidades con las que guardaba un lazo filial remoto. Con
ello, la aristocracia equilibraba momentáneamente las tensiones ejercidas por el pueblo
sobre las cada vez más debilitadas instituciones arcaicas. Conservando para sí la
transmisión generacional del vínculo con la divinidad, la aristocracia se integraba en el
seno de la diversidad sin menoscabar su propia posición dominante. “El fin de la familia,
dice James Redfield (1995: 181), desde el punto de vista político, es transmitir propiedad
y papeles sociales de forma que el orden político perviva tras la muerte de los individuos”.
De allí que el nuevo pacto social, sellado con los dioses y expresado en el teatro trágico,
morigera la acción instrumental y el uso de la fuerza (bía) represiva que agencia la
integración de la polis en la universalidad de la justicia racional sin socavar el dominio
aristocrático de las instituciones públicas.
Vernant (2007) explica que el Prometeo encadenado de Esquilo identifica a Zeus
con la antigua aristocracia hesiódica, soberana y absoluta, que, para ese entonces, ya había
finiquitado. Esta identificación corre por cuenta de sus dos acólitos, kratos y bía, que son
los “símbolos de un poder tan absoluto que se sitúa por encima de la justicia como de la
inteligencia” (p. 251). Es “la tiranía de un poder político que no está regulado por la ley”
y que Esquilo identifica con lo inhumano, con “todo lo que aplasta al hombre o se opone
a su esfuerzo laborioso y a su obra” (Vernant, 2007: 251). En síntesis, la identificación
hesiódica del tirano con el gavilán reaparece en Esquilo bajo la forma de una atadura que
limita de forma permanente las potencialidades humanas. Ley/díke se opone a
fuerza/hybris. Fórmula hesiódica reintegrada por la elaboración trágica del poder urbano.
Como Solón, Esquilo intenta mitigar la acción del pueblo en beneficio de una justicia que
opera en las bases sociopolíticas a través de una aristocracia intermedia que desplaza a

64
los jueces Eupátridas. Así y todo, Solón y Esquilo se acercan tanto como se diferencian.
Si gracias a la incorporación de la participación del demos, Solón hace política la noción
de díke (demos que, en tanto categoría urbana, aglomera una diversidad mayor que los
pequeños propietarios de Hesíodo), el borramiento del oîkos arcaico (el asesinato de la
madre) hace trágica la noción de díke. Después de asesinar a Pandora/Clitemnestra,
Esquilo refunda la polis sobre la base de los linajes divinos/paternos. Si en Hesiódo
Pandora trae males junto con la estabilidad de un hogar sustentable, en Esquilo, con la
desaparición de Clitemnestra (el oîkos materno), desaparece el obstáculo (la
irracionalidad y la desmesura) que inviabiliza el acceso humano a la polis masculina (la
díke del Areópago). Esquilo no niega la relación díke/érgon sino indirectamente a través
de la negación de la relación díke/oîkos. Dicho en otros términos, a diferencia de Solón,
Esquilo no ‘naturaliza’ díke, sino que la masculiniza por medio de la expiación del oîkos:
“Tocó en la batalla la mano de Orestes la verdadera hija de Zeus –con acierto la llaman
Díke los mortales- exhalando ira destructora contra sus enemigos [Clitemnestra y Egisto]”
(Las Coéforas, 950). Y esa masculinización no responde ni a la areté del labrador, ni a la
del guerrero, sino a la del héroe trágico, aquel que, patrocinado por los dioses, regenera
políticamente la unión original del cielo (dioses justos) y la tierra (polis).
Esto es lo que expresa La Orestíada. Tras el homicidio perpetrado por Orestes
nace el Areópago sobre el oîkos –la roca madre negada- cuyo seno envuelve a la polis
nueva que finalmente libera. Los dramaturgos revisitaron la épica y la mitología en busca
de la polis inmortal que, coincidente con la inmortalidad de los dioses, convergió, por la
vía de los linajes paternos, con el concomitante declive de la hegemonía nobiliaria. Y a
fin de encontrar una vía legítima para su reorganización y estabilización en el poder, una
vez desmontado el aparato ideológico arcaico, la reposición del poder político y judicial
obligó a la aristocracia a reelaborar las instituciones griegas sobre la base de una
integración más racional. Así, dio cabida a los intereses de los estamentos medios, sin dar
el giro definitivo hacia la ley del trabajo (érgon), ni hacia el laicismo anti aristocrático
que, durante la guerra del Peloponeso, iría propiciando el advenimiento de la democracia,
la sofística y, finalmente, la stásis. Dicho en otros términos, en lugar de ‘reintegrar a
Perses’ en el campo, la polis de los aristoi se regenera a partir del reconocimiento de
sectores urbanos medios anti oligárquicos (anti Eupátridas). Sin embargo, el esquema de
la justicia protegida por Zeus, díke apadrinada por el dios supremo, triunfó sólo por un
breve lapso de tiempo, hasta que otra, “más propiamente laica, encarnada por Pericles y
los sofistas, impuso el esquema de una justicia fundada en la igualdad y en la común

65
naturaleza del hombre” (Rodriguez Adrados, 1993: 442). El destino final de
‘Hesíodo/Perses’ en la ciudad fue el de un relativismo urbano creciente: la piedra en el
zapato que la aristocracia no pudo licuar, pero tampoco quiso aceptar. Encontró, sí, una
solución de compromiso, la evolución de un pensamiento tendiente a optimizar la praxis
individual mediante el uso estratégico de la palabra. Integrar a los sectores productivos
en la determinación de díke, significaba reconocer el fundamento conceptual del trabajo
en el basamento de la polis igualitaria. Contrariamente, el ciclo democrático/tiránico
tendió a prescindir de la apoyatura divina como garantía del lazo social humano, creando
en la práctica un relativismo que fue consustancial con todo humanismo no religioso. Así,
la actividad intelectual laica continuó elaborando figuras de la compulsión que fueran
capaces de encauzar la hybris y la plenoexía, sólo que, en lugar problematizar la ley del
trabajo, reforzó la idea de una justicia ligada al racionalismo individual y autoconsciente,
identificado ahora con la physis de la filosofía de la naturaleza.

3.b.2.1. Erga en La Orestíada

Ahora bien, comparando el oîkos aristocrático de La Orestíada y el oîkos


campesino de Erga existen diferencias en lo relativo a la ideación de la relación entre la
justicia y la compulsión que vale la pena remarcar. Los dioses del drama campesino son
entidades y fuerzas que no operan sobre la sociedad por medio de un héroe al que
patrocinan. De hecho, el conflicto por la herencia entre Hesíodo y su hermano Perses no
desata un drama épico, y si encuentra algún tipo de resolución es en el plano de la
denuncia y no en el de la fatalidad divina –aunque Hesíodo la presagia y desea con todas
sus fuerzas. La disputa no involucra oráculos ni predestinaciones mágicas; tanto es así
que, cansadas de los mortales, Aidos y Némesis, por ejemplo, abandonan la tierra hacia
El Olimpo con la finalidad de vivir entre los Inmortales (Erga, 198-199). Por su parte,
Zeus ya decretó su ley divina in illo tempore y estableció las condiciones específicas de
la existencia humana. Por ello, si bien el dios castiga a los hombres de sentencias torcidas
(Erga, 260), lo cierto es que el individuo “perdido” en la “bruma” de los juicios inicuos
sufre males que él mismo se ha propiciado. Pues Zeus no ha clausurado el acceso
definitivo del hombre a la felicidad, sino que lo restringió al único medio del trabajo. De
allí que el júbilo de una casa donde no asoma la miseria tenga su contrapartida precisa en
el esfuerzo del laboreo (Erga, 228, ss.). Ahora bien, justamente por la obligatoriedad
divina de esta sanción, Hesíodo construye al hombre en la contradicción de su

66
ambigüedad prometéica. Ambigüedad que impide aceptar definitivamente el imperio de
díke –bienaventuranza individual y social- y rechazar el interés individual y cortoplacista
de la hybris y la pleonexía.
Asimismo, es esa ambigüedad prometéica la que permite articular por medio de
díke los mensajes y consejos que Hesíodo da a Perses en un contexto donde la seducción
del poder nobiliario –la mercantilización de las sentencias- crecía con fuerza. La forma
adecuada de contener un elemento de ptonos ligado a la competencia es trabajando –
distinción entre la eris mala y la eris buena. El recogimiento del hombre en sus tareas
(erga) resguarda el oîkos de la volubilidad que conduce a la ruina. Vimos que Hesíodo
no pide a los nobles trabajar para ser justos, sino deponer la díke de la violencia en
beneficio de la imparcialidad de las sentencias rectas. Y la evolución de este conflicto es
lo que Esquilo ha reflejado en sus tragedias, es decir, reelaborar díke ante una democracia
que emergía entre el conflicto y el uso de la fuerza. Por ello, Erga está presente en La
Orestíada de un modo eminente y oculto a la vez. Su presencia señala lo deseable de una
ética campesina frente a la hybris aristocrática, pero sólo para superarlas en la creación
del Areópago. Dicho de otra manera, Hesíodo y Solón confluyen en Esquilo. Pues, en
cuanto a ideología ética y política, Las Euménides muestran ecos de los famosos versos
32 y ss. del fragmento 4 W. de Solón, en que aparece personificada la diosa de las buenas
leyes, Eunomía: la firmeza del sentimiento democrático, el odio a la tiranía y la guerra
civil (Las Euménides, 860 y ss.), el elogio de la moderación (Las Euménides, 526 y ss.) y
de la justicia rectora de ciudades, familias y hombres, estaba ya presente en Hesíodo,
reelaborado ahora junto al proceso formativo de la democracia ateniense.
“¿El acontecimiento de las reformas de Efialtes en torno al consejo del Areópago
hubiera adquirido la dimensión que alcanzó sin la reflexión esquílea?”, se pregunta Julián
Gallego (1999: 211). Sin dudas, no. Sin embargo, ese acontecimiento positivo en el orden
confirmatorio de las reformas, significó un borramiento de la organización campesina y
aldeana pre-trágica. Esquilo no era ajeno a esa operación. Tanto es así que dejó
atestiguado el intento inmerecido de clausura en Agamenón. Fruto de la elección de los
linajes nobiliarios paternos como vehículo de modernización jurídico-política, Esquilo
debió clausurar la díke del campesinado en cuanto vía alternativa a la modernización
democrática de la ciudad y exhibirla como un modelo deseable pero difícil de instalar. El
poderío de las casas reales era aún demasiado grande para enfrentarlo con los reclamos
de unos ‘meros vientre’. Así y todo, la díke asociada al trabajo se hizo presente, pero sólo
para contrastar la hybris del oîkos de Agamenón. Es decir, la negación de la aldea por

67
parte de la polis sigue su curso en Esquilo, quien retoma la díke hesiódica y la lleva a la
ciudad desprovista del valor trabajo. Así lo atestigua la obra. Antes de que la acción
comience en Agamenón, se produce una larga preparación y tenemos que esperar hasta el
verso 785, aproximadamente la mitad de la pieza, para que aparezca el esposo de
Clitemnestra, y hasta el 970 a que entre en la casa. Hasta entonces todo es creación de
atmósfera y suspense. Pues, las cuestiones morales son el basamento ideológico que
Esquilo necesita establecer para defender la acción que posteriormente se desarrolla a
toda velocidad en la obra. Por ello, no es casual que la última estrofa antes de que
Agamenón entre en la tan demorada escena sea un recordatorio de la justicia campesina,
una justicia que de ser Ley hubiera evitado tantas muertes y desdichas:

Pero Justicia resplandece en las moradas manchadas de humo [las casas de los
trabajadores] y honra al varón que tiene mesura; en cambio abandona, volviendo los ojos,
las mansiones adornadas de oro con manos manchadas, y pasa adelante hacia las
piadosas, sin sentir respeto por el poder de la riqueza, destacado por la alabanza, y lo
conduce todo a su fin (Agamenón, 775-780).

Lo que vemos reaparecer es la justicia hesiódica afirmada y negada a la vez por el


dispositivo, la performance trágica, que la misma obra pone en juego. Antes de lanzarse
a la acción, Esquilo ha dejado escritos los versos que testimonian el alejamiento definitivo
de la futura ciudad respecto de la justicia hesiódica. Y al tiempo que razona sobre el
acontecimiento histórico –la creación del Areópago- lo constituye como tal. Pero sólo
para afirmar una vez más que la justicia del trabajo, por más justa que sea, no es viable
en un polis donde el poder nobiliario aún tensiona el poder de la democracia. La urgencia
de reforzar el valor de las instituciones públicas significó dejar atrás la díke hesiódica en
aras de un pragmatismo político que buscaba luchar contra la tiranía. Y esta es la
verdadera tragedia del pensamiento político griego: la permanencia de los dramas
intestinos hizo imposible el uso de una justicia que, no sólo estaba a la mano mucho antes
de que la polis emergiera, sino que hubiera mitigado el poder oligárquico hasta el punto
de evitar, quizás, la disolución interna. Y Esquilo tenía esto muy presente. “El don
abundante que viene de Zeus y la cosecha obtenida de campos que se laboran año tras
año son suficientes para matar la plaga del hambre” (Agamenón, 1015). La invitación a
contentarse con bienes modestos que no induzcan a hybris queda referida a la familia de
Agamenón, que parece estar en el colmo de la gloria y gozar de una riqueza de la que no
sólo ha hecho ostentación, sino que ha logrado a partir de una trasgresión que pagará al
precio más alto. Esquilo vuelve a encumbrar las virtudes de una organización modesta

68
conforme reglas establecidas por Zeus, sólo para negarlas nuevamente. Pues, será el oîkos
de los Átridas –y no el de un campesino cualquiera- el vehículo que los dioses usarán para
reformar las instituciones jurídicas y su lógica interna. A partir de aquí, díke quedará
atrapada dentro de la lógica de las instituciones públicas. Sin embargo, la presión de las
casas sobre la nueva ley no dejará de hacerse sentir a lo largo de los siglos siguientes.
Tanto es así que las reformulaciones posteriores significarán el alejamiento cada vez
mayor respecto de érgon. Y si la polis clásica reflexiona aquí y allá sobre este problema
es sólo para hacer notar que la permanencia de ambas categorías es aún problemática.

3.c. Díke y érgon en la polis de Atenas

Por más breve que sea, una historia de la noción arcaica de díke señala, según el
uso de la metodología contemporánea, una serie de transformaciones sociales y culturales
en la historia. Vista a gran escala, es decir, bajo la modalidad contemporánea de la historia
como dominio de la imagen y la representación, se observa en la Grecia antigua la primera
salida del hombre hacia la ‘naturaleza’ y, junto con ella, el surgimiento de la vida social
bajo el imperio de la ‘diferencia’. La justicia arcaica –‘mítica’-, aglutina a los hombres
en la unidad del seno de la aldea (komé), protegiendo al grupo de las fuerzas ctónicas de
lo otro. La irracionalidad de las contingencias que enfrentan los hombres encuentra su
paralelo representacional en las fuerzas creadoras de una naturaleza ajena al destino
humano. En este sentido, el hombre vive en un mundo esencialmente prometéico (en el
sentido protagóreo): forma cultura, se agrupa y cohesiona, con el fin de garantizarse
condiciones de vida aptas para la supervivencia. Su solución a la vulnerabilidad lo
concientiza de la finitud de su existencia y de la ambivalencia de su condición específica
(entre los dioses y las fieras o, como dice Karl Kereny (2011: 28) “deilón y deimón al
mismo tiempo”). Regido por fuerzas ajenas a la intelección de los hombres, lo otro,
inconmensurable, encuentra en la magia y la religión una aproximación tentativa para un
ser que desde la finitud accede a la Diferencia. La irracionalidad de la magia nace de la
irracionalidad de lo otro que amenaza la propia existencia. Mientras tanto, la vida en la
aldea es la del oîkos y el clan, la mismidad que resguarda y distingue al hombre de la
absoluta extrañeza. Comer del mismo plato, intercambiar esposas y hablar una misma
lengua, consensuar, disentir y organizar la vida en el interior de un territorio definido por
límites sociales, libera –parcialmente- a los hombres del asedio constante de la otredad
de la naturaleza. Sin embargo, la vida que es convivencia en el interior de lo mismo sufre

69
una transformación cuando transita de la aldea (komé) a la polis, esto es, cuando la
diferencia que se integra en la unidad de la mismidad lo hace como confrontación del
hombre con el hombre. Dicho en otros términos, la otredad en el seno de la mismidad
estructura socialmente a la polis griega. “Lo que los une ahora –dice Peter Sloterdijk
(2002: 55)-, es la íntima extrañeza del amo y el esclavo”. El tránsito de díke es entonces
hacia Afuera, hacia la naturaleza, a fin de recuperar en la antigua otredad la clave para
reorganizar la vida atravesada por lo otro de la diferencia (la filosofía presocrática
manifiesta esta salida: en la intelección del afuera retorna a la polis con las leyes que la
ordenan). Es la integración progresiva de la religión y la magia en la ciencia: las mismas
leyes neutras que rigen el mundo deben someter los conflictos inherentes de la
convivencia en el seno de la extrañeza; la otredad que hasta entonces dominaba desde
afuera se revela ahora luminosa, un principio neutro, y por ello ecuánime, que legitima
las nuevas leyes que organizan la vida de los hombres en la diferencia. Topografíar
aquello que sostiene y encarna el afuera –función social de la metafísica-, delinea el ágora
nueva, la arena pública, donde la razón humana abre el camino para la integración de la
extrañeza.
“[L]as ciudades de los comerciantes y de los viajeros reencontrarán en su misma
alma aquella escisión que han tenido ahora que aprender a conocer”, dice Massimo
Cacciari (2000: 17)17. Por su parte, Gregory Vlastos (1946a; 1946b) describe esta
trayectoria de díke y confirma que el mayor avance llega de la mano de Solón, cuando
opera la separación definitiva entre el ejercicio mágico y el ejercicio racional de la justicia
en Atenas (Vlastos, 1946a: 83). A los reyes confía la autoridad de la ley no escrita,
reconociendo la validez de los misterios tradicionales, pero abre, en contrapartida, el
campo de ‘lo universal’ al desarrollo de la justicia racional. Autoridad que emerge de un
criterio general e inmanente, capaz de discernir la legalidad de los eventos y, en cuanto
tal, ‘común’ –‘pública’-, es decir, objeto de otra razón que la cuestiona y pone a prueba.
Autoridad de ‘lo universal’, propia de la democracia ateniense, que la (otrora) extrañeza
de la naturaleza vuelve medida de lo ‘ecuánime’. Extrañeza que acaba disolviéndose en
la igualdad impersonal de la medida (métra) del afuera. Una ciudad, cubierta con el manto

17
Massimo Cacciari encuentra a la polis en el enfrentamiento con Asia y los persas. En rigor, la polis se
descubre a sí misma en la confrontación con Oriente, esto es, la mirada de los griegos hacia afuera significa
a su vez una mirada hacia adentro: un conocerse a sí misma que la descubre escindida y vulnerable frente
a la unidad del imperio. “El pólemos externo, en adelante inaudible, abre la mirada a la stásis, a la guerra
interior. Y esta armonía, esta conexión entre pólemos y stásis, entre guerra externa y guerra interior, es la
polis, creación, forma que jamás Oriente conoce ni conocerá” (Cacciari, 2000: 17).

70
de la razón –las murallas invisibles de la polis nueva-, se eleva hacia el logos divino que
absorbe y diluye en su seno las contradicciones internas. ‘Medida’ que no sólo instituye
las relaciones ‘adecuadas’ entre las personas y los poderes, sino que, introyectada por el
individuo, afianza la correlación de la acción individual y la ‘medida’ universal (mesón)
en el centro –conceptual y material- donde el ciudadano y la polis se renuevan
mutuamente. La democratización de la justicia, la autoridad de la ciudadanía, es la
figuración de la autonomía como cumplimiento autoconsciente de la acción recta, y como
denuncia pública de la acción incorrecta. El asiento de la polis en la physis del hombre
abre entonces un campo incultivado, donde la ciudad labra la unidad de la identidad con
la diferencia.
El costo del abandono de la komé es la transfiguración del orden de la mismidad
en un afuera que se aglutina contra las leyes universales de una cosmología que las
rechaza y conserva. Y una vez puesta en marcha la vida en el afuera, la ley escrita se
manifiesta compulsiva en el cierre del hiato incontenible entre dos figuras antitéticas: el
poblador de la aldea y el ciudadano del cosmos, es decir, el habitante de una sexta Edad,
la del afuera18. No es casual que buena parte de los abordajes interdisciplinarios de la
Grecia antigua articulen díke y el surgimiento de la polis, pues las leyes que regulan la
síntesis adentro/afuera se ven progresivamente mediatizadas por el logos, abandonando
la legalidad mágico-religiosa del ánax. Según Conrado Eggers Lan (2000a), con Solón se
completa el traspaso de la justicia tribal (familiar) a la justicia de la polis. El individuo es
entonces reconocido como una unidad legal, y por lo tanto en condiciones de
litigar motu proprio, en lugar de que esta potestad fuera, como hasta entonces, una
prerrogativa exclusiva de su familia o del clan al que pertenecía de un modo inseparable.
Esa nueva ‘medida’ que se instituye en la relación entre las personas y los demás poderes
afirma al sujeto de derecho e inaugura –junto con el reconocimiento público de los bienes
poseídos- el proceso de individuación necesario para la democracia.
“La utópica politeía de los cínicos, dice Carlos García Gual (2014: 68), niega
también la familia y la propiedad, de manera que ahí encuentra su máxima expresión el
afán universalista”. Pues el Logos universal que rige de manera pura en el afuera,

18
Aunque se haga evidente que el contenido de las leyes jamás dice algo acerca de la ley misma, para lograr
una mayor claridad al respecto conviene citar a Michael Foucault (1997): “la perpetua manifestación no
ilumina jamás aquello que dice o aquello que quiere la ley: mucho más que el principio o la prescripción
interna de las conductas, ella es el afuera que las envuelve, y por ahí las hace escapar a toda interioridad;
es la noche que las limita, el vacío que las cierne, devolviendo, a espaldas de todos, su singularidad a la gris
monotonía de lo universal, y abriendo a su alrededor un espacio de malestar, de insatisfacción, de celo
multiplicado” (p. 22).

71
encuentra en la libertad autoconsciente de los individuos un dominio insular que
confronta a la polis con las individualidades que pugnan por la autonomía plena. Para el
cínico, una porción del afuera queda ínsita en cada hombre, es la libertad, y su modo de
vida auténtico, el que transcurre en la naturaleza. Es conocida la opinión poco favorable
que Platón tenía de Diógenes el cínico. Para Platón, la salida de la caverna exige un
retorno desde afuera que, a riesgo de muerte, da impulso a la transformación de la polis
en polis buena (la kallipolis es la polis ‘fabricada’, dirá Hanna Arendt, a partir de un saber
inmutable que garantiza la durabilidad del producto final). Contrariamente, “el cínico no
busca otra forma de civilización, ya que lo civilizado, lo asteîon, está unido a la vida en
una comunidad ciudadana, lo que niega es que las trabas de la ciudad tengan un valor
decisivo; lo decisivo es la libertad individual, lo más universalmente humano enraíza a
los hombres no en la polis concreta donde nacen, sino en el cosmos” (García Gual, 2014:
68). Para Diógenes, Hesíodo y Platón comparten el mismo desvío, fijar en lo específico
del hombre una instancia –el oîkos campesino (familia y propiedad); la polis buena (leyes
y Estado)- que mediatiza el ejercicio de la libertad individual. Platón, contrariamente,
cree poder rescatar al Estado, no sólo del cosmopolitismo cínico, sino del interés
particular de los oîkoi.
En Protágoras (322d), narra el robo del fuego en poder de los dioses,
permitiéndole a los humanos participar de una porción de la sabiduría divina.
Posteriormente, las habilidades técnicas serán distribuidas de manera diferencial,
constituyendo una sociedad de individuos en poder de oficios especializados e
interdependientes. Según Platón, este es el origen de la polis (República, 369b-c). Ahora
bien, Protágoras –según lo expresa Platón- resignifica el mito hesiódico: así como las
habilidades técnicas fueron distribuidas diferencialmente, el arte de la política fue
distribuido universalmente. De lo contrario, maestros artesanos de la política gobernarían
pensando en su interés particular y no en el interés general. Y eso no sólo destruiría la
democracia, sino la ciudad. Y aquí es donde Platón se distancia de Protágoras. Con la
tripartición estamentaria de la polis, ‘especialistas de la administración pública’ quedan a
cargo de los destinos de la ciudad, mientras que los trabajadores se ocupan de producir
bienes y servicios para la comunidad. Se hace entonces audible la polifonía crítica: Platón
niega que el trabajo (érgon que en Protágoras se diversifica en habilidades técnicas
diversas) alcance para formar la polis buena. La caracterización de la vida aldeana como
ciudad de cerdos –República, 372d- argumenta en favor de esto: la autarquía de los oîkoi
agrarios es un obstáculo para alcanzar un índice lo suficientemente elevado de división

72
del trabajo que sea capaz de satisfacer las necesidades de la polis moderna –República,
369b-c. Con ello, Platón se distancia de Hesíodo y de Protágoras a la misma vez. La
ciudad de cerdos, anterior a la polis de Protágoras –dispuesta ya sobre el campo de la
acción política sin ser aún ‘polis buena’-, es la vieja aldea. La Justicia no podría
fundamentarse en el trabajo, pues la mera producción de bienes de subsistencia limita la
participación del hombre en su télos: la kallipolis. Distanciándose de Hesíodo, Platón
demuestra que el ámbito universal del que participa el hombre, la polis, está por encima
de los intereses del oîkos, pero también por encima de la libertad individual de los cínicos.
Platón evita así diluir al Estado en el cosmopolitismo cínico –niega la phyisis extramuros,
el destierro definitivo de la ciudad y el ingreso del hombre en la naturaleza-; pero también
expande la vida fuera del oîkos, hacia la polis, reintegrando al hombre en un adentro que
no sólo es propiedad, trabajo y familia, sino vida política, como quería Protágoras, pero
diseñada por sabios que retornan a la caverna con el conocimiento estable de las Ideas.
Hesíodo y Platón confluyen por refección en un mismo problema. A los ojos de
Sócrates la polis clásica también es epimetéica: sus habitantes reciben como hermosos
dones los males que ellos mismos se han provocado. Su ignorancia disfrazada de
sabiduría, su insensatez –por ejemplo, la prosecución del beneficio personal en
detrimento del general-, refracta contra ellos mismos: “Yo [Zeus] a cambio del fuego les
daré un mal con el que todos se alegren de corazón acariciando con cariño su propia
desgracia” (Erga, 58-59). La ambivalencia implantada en el seno del alma humana, el
dualismo Prometeo/Epimeteo, sigue vigente en Platón, pues el ordenamiento impuesto
por Zeus en El Olimpo/Idea no obtiene reflejo exacto en el plano humano. La mezcla es
lo propio de la Edad de Hierro (la doxa), donde la raza humana perecerá bajo el influjo
de hybris o se armonizará bajo el influjo de díke (pues, lo humano carece de la clausura,
el cierre que en los inmortales dirige unívocamente su destino hacia la permanencia). En
Platón, esta multivocidad se ve reflejada en el retorno ambivalente de las Musas. Al
distinguir dos tipos de Musas, la dulzona, que trae bellas mentiras, y la noble, que trae la
razón (República, 607a), Platón retoma el viejo tópico hesiódico de Teogonía. La
mención platónica a la ambivalencia de las Musas, que pueden engañar –decir una verdad
sólo en apariencia- o, por el contrario, mostrar la verdad que la razón forzosamente
acepta- abrió con Hesíodo el camino de conceptos que la tradición concebía de forma
unívoca. Hybris y díke viven mezcladas en una sociedad polivalente. Y si hay diferencia
es porque la eris buena no se reparte de forma homogénea entre todos los habitantes de
la aldea. Platón evoca indirectamente a Hesíodo: despertar el amor a la verdad es una

73
tarea humana y, a la vez, divina. Lo justo es incuestionablemente verdadero para la razón,
sólo que no todos quieren tener a la razón como aliado en los asuntos de la vida. Hesíodo,
viejo ‘consejero’ de su hermano Perses, y a quien las Musas regalaron sus ‘verdades’
(mouthesaímen), retorna en la forma del pedagogo Sócrates, quien busca despertar el
apego a la razón y la aceptación forzosa de una verdad que la razón acepta en calidad
manifiesta.
Con la emergencia de la polis, los griegos creyeron recuperar la inmortalidad
divina gracias a Atenas. Sin embargo, pagaron el costo de guardar con lo inmediato una
relación de permanente diferencia –más allá de los muros, en la Idea, existe la inmortal
Atenas. Sin el retorno del don, sin la circularidad de la otrora naturaleza, la polis no logra
reponer al hombre en su antigua inmanencia. El costo de integrar la physis a la naturaleza
humana es el perpetuo diferirse de la mismidad que antes representaba la aldea. Y hasta
que Platón no señale la necesidad de retornar, a riesgo de muerte, a la caverna, ni
presocráticos ni sofistas conocerán la posibilidad de reintegrar la polis en la unidad de la
diferencia. El gran oîkos de República buscar reponer esa identidad sin sacrificar a la
postre la universalidad del afuera. Platón confronta así el cosmopolitismo cínico, pero
también el relativismo sofístico que, al remitir toda instancia moral y ontológica al afuera,
señala el hiato de la diferencia perpetua entre la polis y el afuera donde se fundamenta. Y
es el fracaso de República lo que fuerza el retorno de Platón a las sucesivas cavernas (la
batalla ontológica del Parménides por integrar el no-ser) en una vida comunitaria que no
deja instalar(se) definitivamente bajo la norma de la ley nueva (República, Político,
Leyes). La misma pregunta –‘¿por qué díke y no hybris?’- atraviesa la obra platónica.
Justicia recta y justicia torcida van en paralelo a la ambivalencia humana de la eris mala
y la eris buena tal como se presenta en Erga. Pues, Hesíodo no distingue solo entre una
fuerza buena y una mala, sino entre un destino impuesto desde arriba por El Olimpo, y
un destino labrado desde abajo, en la tierra (el esfuerzo y la voluntad personal de vivir
conforme a lo que dictamina la justicia divina y no la pleonexía).
Sin dudas Platón se enfrentó a los desvíos propiciados no sólo por la pleonexía de
hombres corruptos, sino por la concentración de poder en manos de unos oîkoi plebeyos
cuya fortuna se había construido sobre principios morales que Hesíodo había impulsado
y legitimado varios siglos antes. La discusión con Protágoras busca entonces
redireccionar el mensaje del mito de Prometeo hacia fines que divergen de los hesiódicos.
Si en Hesíodo el retorno a las labores agrarias era un medio suficiente para alejar a Perses
de hybris, en Protágoras ya no alcanza. Zeus es quien da a los hombres aidos y díke, un

74
sentido moral que se sobrepone al beneficio intelectual ya adquirido, a la sophía, que
había sido robada por Prometeo a Atenea y a Hefeso. Puede decirse entonces que,
contrariamente a Hesíodo, el trabajo no obtiene en Platón valor moral por sí mismo. Para
el Beocio, el trabajo moraliza al hombre que se esfuerza en obtener el sustento de la tierra
y no deja para mañana lo que puede hacer hoy. La ética hesiódica del trabajo revela
conceptos del carácter que son los que verdaderamente cuentan. El uso autodisciplinado
del propio tiempo (y el conocimiento del mismo –kairós), con el acento puesto en una
práctica autoimpuesta y voluntaria más que en una sumisión meramente pasiva a la rutina,
se vislumbra como el agente moralizante que no sólo aleja al hombre de la seducción
prebendaria de la pleonexía, sino que regenera la vida social del oîkos y la aldea. Platón
había visto cómo esa ética del trabajo derivó en la concentración de poder personal,
obstaculizando el desarrollo del conjunto. Y si bien no niega la expresión positiva de ese
impulso productivo, lo somete a la visión integral de quienes sí son capaces de promover
el desarrollo del conjunto, los gobernantes formados en el conocimiento de las Ideas.
Por lo tanto, si a la justicia retributiva Hesíodo suma el elemento moralizante del
trabajo, que afianza la correspondencia entre el mandato divino y la acción, Platón por su
parte, elabora dicha correspondencia entre el gobernante y la Idea. Así y todo, el respaldo
divino a esa justicia está ausente en los tribunales que han fallado injustamente a favor de
su hermano Perses, del mismo modo en el que fue condenado Sócrates. Hesíodo no lo
explicita, pero hubiera sido interesante saber qué pensaba su hermano Perses al respecto.
Pues, quizás, sus ideas hubieran sido coherentes con el resquebrajamiento progresivo, la
secularización incisiva, de la acción legal. Como las sirenas de Kafka, es el silencio de
Perses el verdadero castigo de la obra hesiódica. Y no es casual que así sea, pues la
pérdida de fuerza religiosa que experimentó el valor díke se sintió a lo largo de la historia
del pensamiento griego, hasta alcanzar la filosofía y su relaboración metafísica. De hecho,
el sofista Trasímaco puede vislumbrarse como un vestigio arcaico, un personaje
hesiódico, similar a Perses, en el centro de la obra de Platón. Cuando Trasímaco sostiene
en República que lo justo es aquello que determina el poderoso para su conveniencia,
expone sin dudas una vía al extremo problemática para entender la justicia. Ésta ya no
consiste en un sistema religioso o metafísico de retribuciones, ni mucho menos en unas
cadenas ontológicas que atenazan todos los entes, sino el mero interés profano y material:
el casi insoportable abandono de los destinos humanos al interés del más fuerte. Hesíodo
y Platón quedan entonces nuevamente entrelazados en un problema que atraviesa ambas

75
épocas. La desaparición de la compulsión operando sobre la palabra dada en la dirección
de la racionalidad no-religiosa o no-metafísica.
Ahora bien, en los períodos históricos donde la anomia naturaliza el
quebrantamiento de ciertas leyes básicas, las Teogonías traen nuevamente a escena los
mitos que dan origen a la ley humana. En la Teogonía de Epiménides, por ejemplo, los
Titanes (DK, 3 B5, Eudemo De Rodas, fr. 150) –solo dos en este caso (Martinez Nieto,
1998: 125; Colli, 2008: 61)- son caracterizados, según Alberto Brenabé (2008: 46), como
“entidades abstractas y primigenias” que “representarían los límites del mundo que se
edifica sobre el Tártaro o, mejor aún, los principios de limitación, necesarios para que
luego los límites sean posibles […]” Son los albores de la matemática y la formalización
de la compulsión, donde el mito abre la superficie del acontecer histórico e ilumina las
bases estructurales en transformación. Una reelaboración conceptual del límite (peras)
como ‘traza’ en beneficio de la geometría de la ‘línea’. Una iniciativa que elide la
estructura mítica binaria; sin doblez, la matemática desplaza de su operatoria interna el
detritus material que conforma el límite en el espacio mítico. Incontaminada de toda
mezcla, la luz de la razón patrocina un criterio incontrovertible en las nociones filosóficas
de sustancia, axioma y conclusión lógica. Válida de un modo tal que no necesita asistencia
externa, la compulsión lógica des-territorializa el espacio social de las disputas y cancela
la concurrencia de las tinieblas. El Tártaro de Epiménides, sostén abstracto de la realidad,
y ‘los principios de limitación’, los Titanes, fuerza inteligible aclimatada en el mundo,
principian la unidad del ser ajeno a la corrupción de la materia: los principios de
limitación sin ser cosas están, por necesidad, en las cosas. “El punto fijo de estabilidad,
el centro de Arquímedes y de gravedad, el punto fijo de visión, el punto en general de
certeza, ya no se puede encontrar en el espacio”, dice Michel Serres (1991: 49). Pues si
la conceptuación del límite tiende hacia la abstracción del territorio, el límite niega toda
fuerza ajena a la estabilidad pura del concepto. El principio de limitación des-territorializa
el conocimiento en un ‘punto’ exterior al contenido mítico, material, y heterogéneo al que
diluye y universaliza. Alcanzada por la abstracción del concepto, díke es progresivamente
desplazada –la justicia se identifica ya no sólo con el concepto sino con la acción de
resguardar ese desplazamiento (la diosa de Parménides). La organización conceptual del
límite moral, la ética, borra la frontera prometéica. Una dualidad que aún se deja sentir
en Heráclito, pero que es definitivamente cancelada en Parménides. El no-lugar del
concepto; la limitación a toda fuerza ajena a la absoluta inmanencia es el des-

76
emplazamiento de la ley fuera de la ley, legalidad que, si está en alguna parte, es fuera de
toda ley escrita o por escribir.
Ahora bien, la filosofía sometió a díke a la progresiva des-territorialización de su
campo operatorio. Acercándola a la necesidad lógica (que permite hablar de una justicia
no sólo de hecho (thémis) sino de derecho (diakaiosyne)), el tránsito del oîkos y la aldea
hacia la polis clásica (pasando por Epiménides hasta Platón) cumple el deseo hesiódico
de una justicia recta por medio de la cancelación paradójica de su mundo. En una aldea
devenida ciudad, la justicia inter-familiar (díke) exigió la adecuación a un contexto cada
vez más laico, por ello, lideró las transformaciones acaecidas en el plano jurídico,
tensionando la relación con su pareja, thémis, operante en el interior de la familia. El
ámbito de mayor dinamismo, el inter-familiar, albergó las conceptualizaciones que en
paralelo fundamentaron el orden social de la polis nueva, extendiendo su dominio hacia
un campo de acción cada vez más complejo y diversificado. Por ello, el valor de
institución de díke cambió más radicalmente que el de thémis. Sin embargo, el peso de la
tradición y los conflictos internos que enfrentó la polis, hizo que con el transcurso del
tiempo la filosofía volviera sobre el oîkos y las formas tradicionales de autoritarismo,
inaugurando con Platón y Aristóteles una novedosa manera de reflexionar e integrar la
autoridad tradicional a las estructuras básicas del poder político. Para Hanna Arendt
(2005), Platón “era plenamente consciente de que proponía una transformación
revolucionaria de la polis cuando aplicaba a su administración las máximas reconocidas
para una familia bien ordenada” (p. 245). Platón buscaba estabilizar la inherente
imprevisibilidad de los ‘asuntos humanos’ (el decurso de la ciudad como el resultado de
las interacciones momentáneas y transitorias en el ágora y en la Asamblea),
reconduciéndolos ordenadamente hacia la estabilidad racional de la Idea. Como explica
Julián Gallego (1996: 143), la Asamblea ateniense “remite a las prácticas políticas
concretas, en las que puede percibirse una capacidad innovadora inusitada que
imposibilita su fijación en un plano conceptual inmutable.” Platón y, posteriormente,
Aristóteles compartirán el mismo objetivo: fijar el estatuto ontológico que define el lugar
y el alcance de la asamblea y su relación con las determinaciones suprasensibles que
conforman la idea de la ciudad. En el distanciamiento de la polis real (histórica) respecto
de su idea (o su areté, esto es, el conjunto de capacidades o posibilidades que una cosa
tiene en tanto que está destinada para algo en el universo), los autores abren un campo de
producción intelectual que tendrá el propósito de definir los términos válidos del poder
soberano. Ambos programas tendrán a la base un abordaje conceptual donde se articulan

77
la teoría y la praxis, una acción política capaz de armonizar el contexto socio-histórico a
partir de la determinación ejemplar de la idea (eîdos). Para Platón, se trata de re-formar
(conducir hacia su télos) el sustrato vivencial de la experiencia comunitaria recurriendo
al carácter esencial y decisivo del noeîn: una visión que, en oposición a la retórica y la
sofística, lleva en sí la absoluta certeza. Estas son las huellas históricas del pensamiento
que reflexiona sobre un poder asistemático y popular, la Asamblea ateniense (ekklesía),
emergente del ascenso de las capas medias en la ciudad y el decurso de Atenas tras la
Guerra del Peloponeso y su derrota final. Aquí es entonces donde el oîkos hesiódico se
reencuentra con los proyectos modernizadores de Platón y Aristóteles una vez borrada la
ley del trabajo. Sumergirnos en las profundidades de la obra platónica en busca de
Hesíodo sería sin dudas una tarea asombrosa que excedería los límites impuestos para
este trabajo. Por ello, conviene detenernos aquí y simplemente señalar desde las puertas
de la obra de Platón un camino que llega, por lo menos, hasta Aristóteles pero que,
posiblemente, se extienda más allá… Un más allá donde la verdad elaborada por el poeta
Hesíodo se deja aún oír en su letanía como el recuerdo imborrable de una justicia humana
fundada en la noción griega de trabajo.

78
4. Conclusiones

Meditar sobre la relación entre el trabajo y la justicia es meditar sobre el orden


constitutivo de la realidad humana. Quizás seamos aún el fruto inmaduro de esta relación
conflictiva: la ambivalencia prometeica, rincón titánico de nuestra propia existencia, yace
inalterable en el regazo de la vida colectiva. Si afirmásemos la imposibilidad de vivir en
un mundo justo, sería asumir imposible la tarea de construir, hacer, un mundo integrado
por relaciones de trabajo. Un mundo para nos-otros. Y no es casual que un campesino
griego haya sentenciado esto por vez primera. Pues Grecia es el primer jirón, la primera
rasgadura, en la idea de una paz que no es el cesamiento transitorio, momentáneo, de la
guerra sino un orden de cosas logrado a partir del acceso colectivo a la especificidad
humana.
¿Por qué díke y no hybris? La ambivalencia contemporánea hacia el esfuerzo y el
sacrificio –colectivo y personal- parece ser hoy el síntoma mundial de una epidemia cuyas
raíces alcanzan a Hesíodo. El ‘optimismo’ que, etimológicamente, comparte raíz con
‘opíparo’ y ‘opulento’ (lo cual no es casual, pues no ha cambiado el vector de la
confortación de clases, sino el sentido de los opuestos: compartimos los rasgos de una
Edad de Plata, opulenta pero ignorante y violenta) es un término que en su extensión
territorial urbana denota inconscientemente las bases aún intactas de la injusticia social.
Esta opulencia no ha acrecentado el cumplimiento de la justicia social y, mucho menos,
ha logrado conectar las terminales materiales con los deseos y las subjetividades
personales, salvo como atragantamiento y glotonería. La justicia ha sido borrada por la
abundancia en la que se ha encarcelado dócilmente... Quizás en este sentido también nos
hallemos consagrados a una era ‘epimetéica’: recibimos cual hermosos dones males que
nosotros mismos nos hemos provocado.
Es más, la dificultad hesiódica para denunciar las crueldades de su tiempo
significó el ocultamiento de la relación entre justicia y trabajo, expresada sólo
implícitamente en su obra. Sin embargo, confirmamos que esta relación existe. Por un
lado, la resiginificación hesiódica de las Horas y, especialmente díke, como la acción
divina que, en virtud de la paz y la prosperidad comunal, vigila el correcto
desenvolvimiento del trabajo en los campos, permite establecer un correlato firme entre
ambas categorías. Por el otro, la inextricable relación entre el mito de las Edades y el de
Prometeo ha demostrado que la única vía legítima para cumplir con díke en la Edad de
Hierro es la del trabajo. La justicia ejercida por reyes injustos será un problema que dará

79
mucho que pensar a los sucesivos pensadores griegos, tanto es así que la dimensión
‘ergonómica’ de la justicia arcaica quedará eclipsada por su desempeño específico en los
tribunales. Y de allí derivarán algunos de los principales motivos para la construcción de
la autoimagen superadora de la ciudad de Atenas, que volverá sobre las antiguas
formaciones económicas y sociales –oîkos y aldea- integrándolas y negándolas a la misma
vez. Será el pensamiento político (Solón), trágico (Esquilo) y filosófico (Platón), el que
dará las elaboraciones conceptuales capaces de racionalizar las transformaciones
socioeconómicas actuantes en las épocas sucesivas. Érgon, por su parte, reaparecerá aquí
y allá con distintos ropajes atestiguando la imposibilidad de borrar esta dimensión
humana del repertorio básico de problemas relacionados con la justicia.

80
Apéndice A): Antecedentes hesiódicos de la noción de díke en Heráclito y
Parménides

El primer desarrollo filosófico de la justicia hesiódica puede encontrarse en


Anaximandro, quien toma el concepto de díke para re-significarlo, extendiendo su campo
operatorio e incorporando en él, no solo los asuntos humanos, sino los de la naturaleza en
general. Si la díke del poeta operaba en un plano exclusivamente moral, el filósofo
extiende su aplicabilidad hasta abarcar la ontología, la cosmología y la moral. A partir de
entonces, díke queda a cargo de restituir la armonía quebrada producto de adíkeia, la cual
interviene no sólo en los asuntos humanos, sino conforme a los entes en su inalterable
legalidad. Sin dudas, Anaximandro conserva de la díke hesiódica el aspecto que la
muestra opuesta a la lucha, entendida como el quebrantamiento del orden moral (esto es,
la eris mala, la discordia, presente en Teogonía (226) y Erga (11, ss.)), sólo que extiende
su capacidad para abarcar un tipo de legalidad que rige en el interior de la naturaleza. Si
en Hesíodo eris, la discordia, atañe a los hombres, en Anaximandro, eris atañe a los
opuestos: a díke incumbe lo que a los entes ocurre en su entera conformidad. Díke
extiende y da forma a lo que se perfila forzoso y neutral, esto es, la physis, un dominio
más amplio que el estrictamente moral, pero al que le cabe un orden que fija su estructura
y su invariable consistencia.
En este mismo sentido conviene analizar los fragmentos de Heráclito y preguntar
si la díke a la que da tratamiento es efectivamente una reformulación de la hesiódica. Al
tiempo, deben someterse a análisis las críticas de Heráclito (B40, B57, B106) a Hesíodo,
y corroborar si estas abarcan la noción de díke. Mencionemos, por ahora, lo que dice
Rodolfo Mondolfo al respecto (1966: 164, ss.). Heráclito sigue los pasos de
Anaximandro, por lo que retoma y modifica la concepción hesiódica de justicia. Y si bien
el plano ontológico y cósmico en el cual la había emplazado Anaximandro mantiene su
vigencia, el oriundo de Éfeso introduce una modificación significativa. Según Mondolfo
(1966: 168), Heráclito (B53 y B80) identifica la ley suprema (nómos), con la guerra
(pólemos) –que rige al hombre y al universo-, es decir, con la lucha (eris), caracterizada
como ‘discordia’. Pero agrega algo más. La lucha es pólemos ‘y’ a la vez díke, lo cual
significa ubicar ‘la guerra’ en el origen mismo del universo y extender la díke hasta el
principio generador de los seres. Oponiéndose a Anaximandro –donde la contienda entre
los elementos exigía intervención y castigo por parte de díke-, Heráclito “no sólo declara
en B80 que la guerra es universal, sino que díke es ella misma contienda (eris) y que todo

81
se genera según èrin kai xreón (es decir: por discordia, y como se conviene y es justo)”
(Mondolfo, 1966: 171). La Lucha no solo organiza y da consistencia al mundo, sino que
lo origina. Eris, inoriginada, es como el Flujo viviente y eterno del cosmos (B30) y uno
de los puntos más significativos de la crítica de Heráclito (principalmente, B40 y B57) a
Hesíodo, pues apunta a los principios que organizan su cosmogonía. Para Heráclito, las
generaciones de seres no se suceden unas a otras (como la Noche y el Día) sino que al ser
los opuestos frutos de la eterna ‘tensión’ (eris) son una y la misma cosa. Pero si bien en
el plano cosmogónico y metafísico las diferencias entre Heráclito y Hesíodo se hacen
palpables, en el plano ético la continuidad de ideas es mayor. La tensión heraclítea es
equilibrada, pues la díke interviniente se opone a cierta clase de hybris, como lo atestigua
el fragmento B94. Pues lo que Heráclito hereda de Hesíodo es la ambivalencia
fundamental de la Edad de Hierro, transfigurada en el plano ontológico y neutral.
La tesis de Mondolfo dejaba sin embargo una constatación pendiente: no queda
claro por qué en Heráclito pólemos debe remitir necesariamente a la eris mala (a la
discordia) y no a la eris buena (o a ambas) si ‘bueno’ y ‘malo’ son para Heráclito dos
términos impropios del orden natural. Para Mondolfo, la discordia se corresponde con la
eris mala, esto es, la lucha desleal entre los hombres que Hesíodo describe en Teogonía
y en Erga. Sin embargo, la eris ‘buena’ no deja por ello de ser ‘lucha’. Adelantemos
entonces dos cuestiones. La primera, involucra a B30. La eris está en el origen mismo de
las cosas; difícilmente pueda decirse que haya dos, una buena y otra mala, allí donde
simplemente ‘hay’ lucha. A su vez, de B102 puede derivarse otro problema: en el plano
constituyente no tiene cabida la valoración moral. La eris –acción eterna del cosmos- no
es mala ni buena, simplemente es. Su ser es anterior y ajeno al estado de cosas humanas.
Por ello, es erróneo usar calificativos humanos para caracterizar a eris: una sola in-
originada cosa. La segunda cuestión involucra a díke: por B94 sabemos que a díke
concierne el traspaso de la medida (métra). Y si bien en Hesíodo díke también obtiene
carácter no sólo regulador, sino aleccionador, su ámbito de acción por orden divina es el
humano. Sin embargo, Hesíodo era consciente de que, a la lucha, más allá de su
ambivalencia, la constituye un elemento de ptonos, ligado a la competencia y a la guerra
(Erga, 21-26) –presente, por ejemplo, en el zelos (Erga, 24-25; 195-196)- que podía, o
bien incitar al guerrero a mostrarse ‘mejor’ (areíon) y vencer a su adversario con valor, o
bien incitarlo a usar el engaño, ya no con palabras justas, sino con juicios inicuos. Frente
a este estado de cosas, díke señala la acción recta y penaliza la incorrecta, mientras que
ptonos no responde más que a su propia fuerza y es a ese elemento hesiódico al que en

82
realidad se asemeja la lucha heraclítea. Por su parte, díke ‘sabe’ dirigir y rectificar los
desvíos perversos (es el registro de una incipiente articulación entre díke y deliberación
(Erga, 213-219)). Vista desde el elemento de ptonos asociado, eris es una sola, como
también uno solo es ptonos. Por ello, la eris es mala o buena, si y sólo si, es alcanzada
por díke en el ámbito humano donde se singulariza. La fuerza que dinamiza a eris es una
sola, ptonos, igual que en Heráclito. Sin embargo, Heráclito identifica a eris con díke, y
aquí las diferencias sí son manifiestas. Pues el encauzamiento moral acusado por díke
queda anulado en el plano cósmico donde la emplaza Heráclito: la fuerza de ptonos,
operante en eris, queda inscrita en la ley divina que rige el Todo, donde la tensión entre
los opuestos permanece regulada según la justa medida (B94). Heráclito alude a la
penalización divina de la transgresión de los límites (una hybris cósmica) contenida y
regulada por el orden de díke. Por ello, traducir el término ‘eris’ por ‘discordia’ no es
correcto para el caso de Heráclito. El significado de discordia remite al ámbito de la
acción humana, mientras que el oriundo de Éfeso expresa la dinámica de las relaciones
naturales que ordenan el mundo. Eris es la tensión inherente al estado de cosas del mundo.
Y la forzosa dirección que rige Todo es esa tensión que Heráclito llama Ley. Punto de
rupturas y continuidades, pues Hesíodo y Heráclito se hacen la misma pregunta ¿por qué
díke y no hybris? Sólo que emplazan las preguntas en dos planos diferentes: el metafísico
y el social. A partir de los presocráticos la fundamentación metafísica del orden social irá
borrando la trayectoria de érgon como articulador natural –específico- de la vida social
humana. Es la polis abriéndose hacia Afuera, donde la fundamentación de su existir
abandona el tiempo humano para reorganizarse bajo el halo de la eternidad y el concepto.
Ahora bien, la cuestión no queda aún zanjada. ¿Por qué Mondolfo identifica la
eris de Heráclito con la eris de Teogonía (discordia)? Cabe arriesgar, a modo preliminar,
una respuesta. El siglo XX privilegió Teogonía sobre Erga. Las razones pueden
encontrarse en el propio Gigon: Teogonía es el antecedente ‘metafísico’ de los temas
caros a la historia de la ontología. La génesis del mundo, de los entes y de los dioses abre
las preguntas que finalmente derivan hacia la cosmología. Mondolfo desplaza la eris
buena de Erga no tanto por su sentido interno, como por su valor contextual. Erga no
guarda la jerarquía metafísica que habitualmente se le concede a Teogonía o, dicho en
otros términos, Teogonía es el antecedente de la cosmología presocrática. Quizás por eso
Mondolfo encuentra un solo paralelo de la eris heraclítea en la discordia. Ahora bien, esta
conclusión podría objetarse señalando que el interés por la discordia está insinuado en el
propio Heráclito (B57). Teogonía versa sobre los orígenes del mundo y los dioses

83
conforme a la modalidad de la Generación, y Heráclito hace de este abordaje el principal
objeto de su crítica (el fragmento B30, donde se establece que el cosmos es un flujo
permanente y eterno, rompe la descripción teogónica basada en la sucesión de las
Generaciones). Además, la idea de generaciones sucesivas (una generación engendra a la
otra y a su contrario) choca con la idea de la unidad de los contrarios. Por ello, Heráclito
(B57) critica en dos aspectos a Teogonía (124). Primero, porque Día y Noche se presentan
como entidades distintas y engendradas. Segundo, porque Día y Noche se presentan en
sucesión diacrónica. Día y Noche (el día y la noche), una y la misma cosa (B57). ¿Qué
decir entonces del fragmento B106, donde la referencia a los versos 557, ss., de Erga es
explícita (las noches largas del invierno son malas, responsables de la escases del
alimento)?
Martin Heidegger (2012) critica la traducción de la palabra griega eris como
‘lucha’, ‘guerra’ o ‘discordia’. Invita a repensar dicha traducción y cuestiona la
caracterización de los griegos de Jacob Burckhardt19, donde el carácter agonal de la
cultura helena reaparecería en el pensamiento de Heráclito. Por ello, Heidegger rechaza
la lucha identificada con la eris mala de Erga: “Tenemos, sin duda, que mantener alejada
de la palabra eris la representación corriente, en la que predomina la esfera de la ira y del
odio” (Heidegger, 2012: 47). De allí que en lugar de traducir eris como ‘guerra’ y
‘discordia’, lo haga por ‘contienda’ (Streit). Esta traducción es sin dudas más completa,
puesto que incorpora al lexema el sentido del ptonos que aporta Hesíodo en el contexto
de Erga (v. 11; 312). Pero Heidegger también rechaza el sentido de ‘contienda’ como
certamen, diferenciándose de Nietzsche. Cuando estudia la tragedia griega, Nietzsche ve
en la ‘competencia’ el modelo de un tipo específico de Estado y sociedad (Nietzsche,
1999: 27, ss.). La eris representa el sentimiento de envidia, un móvil para la superación y
la búsqueda de la excelencia personal. De hecho, la competencia resulta natural y benigna
para el griego que “es envidioso y experimenta esta cualidad no como una falta, sino
como el efecto de una divinidad bienhechora” (Nietzsche, 1999: 56). Heidegger, por el
contrario, evita explicar el sentido de los textos por el contexto, abordando ‘las cosas
(textos) desde las cosas mismas’. Lo que Heidegger llama ‘contradicción’ es la condición
de manifestación de los entes en Heráclito. La contradicción ‘hace’ visibles a los entes,

19
Un ejemplo de esta eris perjudicial, la discordia, lo constituyen las luchas entre pueblos en la Grecia
arcaica. Mediante ellas, como señala Jacob Burckhardt (1971: 214), cada pueblo “adquiere la conciencia
de su plena fuerza nacional”. Sin embargo, estos combates no están guiados por el espíritu deportivo de las
contiendas agonales (la eris buena), sino por una voluntad despiadada y aniquiladora.

84
diferenciando a lo manifiesto de lo inaparente. Heidegger critica la interpretación de
Heráclito a partir del contexto agonal: “Esta lucha, dice Heidegger (2012: 46), no es
solamente insuperable, sino que a su esencia pertenece luchar contra la superación y
contra todo intento de superación.” Entonces ubica la eris en el plano metafísico pero sólo
para devolverla a la fenomenología de la profanidad. Un nuevo retorno desde el afuera a
la metafísica de la ‘cosidad’. Lo diáfano se oculta en la luz (pháos) del ser que abre el
claro a los entes20. La recuperación metafísica de la dimensión profana en Heidegger,
habilita la reflexión sobre Hesíodo. En Erga, eris es hija de la ‘Noche tenebrosa’, pero
Zeus la escondió dentro de las raíces de la tierra a la que el hombre accede con trabajo.
La pelea humana, eris, con su hijo pónos (Teogonía, 213), esfuerzo penoso, cambia de
signo en Erga, es la positividad creadora del espíritu humano (érgon). Si agregamos que
Paul Mazon (1928) otorga a la acción de Zeus valor temporal –‘junto con la creación del
mundo’- es posible pensar que la presencia de eris en la physis presocrática apuntala su
valor constituyente. Para Mazon, la eris hesiódica participa desde un principio en la
constitución de la naturaleza. Eris pertenece al ser de la physis, principio del cual emergen
las cosas y, en cierto modo, sustancia en que están hechas. Ligada al elemento de ptonos
desde el principio –principio en el que se instancia la movilidad de la medida, el mesón,
un efecto de la diferenciación constituyente-, el ser de las cosas y el ser mismo quedan
sujetos a esta lucha y a esta movilidad. Heráclito cambia entonces el locus de la fuerza y
su sentido singular: la physis hace al hombre y no el hombre a ésta, phyisis no es tierra.
Si Hesíodo la ubicaba en las raíces de la tierra, Heráclito la oculta en el impulso (ptonos,
dynamis) que al ente manifiesta: en el interior del rayo reina la penumbra. Claramente no
existen tales pretensiones en Hesíodo, pero sí comparte un aspecto con la interpretación
que da Heidegger de Heráclito. Contrariamente a Homero, es en el ámbito profano del
trabajo (érgon) donde la verdad se manifiesta, donde acontece ‘el evento que al hombre
lo lleva a lo suyo propio’ (Heidegger, 2010: 34)21.
La orientación acusada en Erga hacia los hechos concretos de la vida diaria del
trabajador agrario no tuvo continuidad en la poesía griega. Sin embargo, el viejo orden se
había quebrado y, sin nuevas formas y valores legítimos, no podían Estados y particulares
promover el orden necesario para alcanzar el desarrollo deseado. Sin la continuidad de

20
Dice Heidegger (2012: 37): “En la esencia encubierta de la alétheia, physis (naturaleza) y pháos (luz)
tienen el fundamento de la unidad oculta de su esencia.”
21
La influencia de la figura del trabajador en la filosofía del ser de Martin Heidegger puede encontrarse en
Heidegger (2015).

85
una literatura capaz de soldar el trabajo a la única vía legítima para recuperar la armonía
perdida, la Filosofía de la Naturaleza se impuso como modelo no menos conflictivo, pero
sí más integrador y neutral. Los presocráticos evitaron agudizar la contienda entre dos
corrientes antagónicas, pero complementarias, las capas medias, por un lado, y las
aristocracias, por el otro. Al organizar el mundo según un principio que borra la
irracionalidad asociada a los privilegios de cuna, los presocráticos corrigieron la
representación hegemónica del mundo aristocrático. Sin embargo, fundamentaron la
legalidad impersonal que dimana del Ser en la physis y no en el trabajo. Con ello,
neutralizaron las pretensiones hegemónicas de ambas clases en pugna, contraponiéndolas
a una verdad superior y universal capaz de legitimar la nueva ley pública, ley que a los
ojos de Heráclito se instanciaba en esa misma tensión social. A partir de aquí, ni las capas
medias ni la aristocracia podían arrogarse para sí el derecho a fijar la ley común a todos.
Las leyes provienen del logos universal que engloba las particularidades en la
unidad encadenada perpetuamente al Afuera. El nomos de la vida social recupera la
armonía perdida sin negar las diferencias internas. Armonía y lucha, una y la misma cosa;
pólemos/díke, la unidad del enfrentamiento entre los contrarios. El logos reúne en la
unidad la heterogeneidad de la polis en expansión. La vía aséptica proyecta sobre la physis
una legalidad neutral (aunque conflictiva), cuyo conocimiento es el de un principio
natural que rige Todo (fr. 41). Principio no sólo independiente de los intereses
particulares, sino que al Todo concierne el hombre sin que éste concierna a aquel (este
ordenamiento cósmico conserva vigencia hasta Aristóteles y su pronunciamiento en favor
de una causa que mueve sin ser movida). Los intereses particulares quedan subordinados
al logos y la homogeneidad del Todo integra las diferentes potencias (dynamis) en la
unidad de las fuerzas opuestas. La lucha (pólemos/díke) constituye la realidad formal de
las cosas, perdurando en la realidad y prolongándose hasta la polis, donde las leyes del
cosmos confluyen con las leyes de la ciudad. Una polis es justa si ‘se ajusta’ a esta
‘forzosidad’, si acepta la contradicción de la armonía, si escuchando al logos divino
dictamina sus leyes (B 114). ¿Pero qué noción de ley elabora Heráclito? En B 114 afirma
que “las leyes humanas se nutren todas de una sola, la divina”: tal ley no es sino la unidad
de los contrarios. Unidad de lo que Néstor Luis Cordero (2008: 72) designa con el término
‘dynamis’: “la armonía que hace que todo es uno es en realidad el equilibrio que se
produce después de una lucha entre opuestos” (Ibid.). Si en la polis, como en la physis,
luchan fuerzas (dynamis) opuestas, el cometido de la ley es asegurar la expresión del
conjunto de fuerzas en tensión (fr. 48). Fuerzas enfrentadas que guardan el equilibrio

86
precario que las manifiesta y conserva. Ahora volvamos al problema planteado por
Mondolfo ¿Qué eris identifica Heráclito con pólemos? Probablemente las dos, discordia
y fecundidad, sean para Heráclito una sola: pólemos/díke o la unidad de las fuerzas
contradictorias. Para Hesíodo, el justo medio es el punto de complementariedad entre lo
que hay y lo que falta, sólo que la falta es consustancial al hombre y al mundo. Se incurre
en hýbris22 cuando el reconocimiento del límite (péras) impuesto por Zeus -la falta
siempre abierta- no se respeta. Por el contrario, gracias al trabajo díke contiene la acción
dentro de un todo que integra, pero no cancela, esa ausencia. Un refugio seguro frente a
la intemperie no restituye al hombre en la Unidad. El poema hesiódico es claro: “Pues
justicia (díke) vence a violencia (hýbris) / cuando al término llega” (Erga, 217)”. Si para
Heráclito la unidad es la polis; para Hesíodo la unidad es una edad perdida. El insalvable
vacío de la carencia humana es inconciliable, recuperar la unidad es desmesura y ruina.
La lucha de los contrarios, el recogimiento de Heráclito en el seno de la unidad, abre la
ciudad a una nueva forma de utopía que sólo en el afuera sutura una herida que no se
puede cerrar.
Heráclito y Parménides comparten el interés básico por la misma Naturaleza que,
sustentando a todas las cosas, no se identifica con ellas. Por ello, los sabios se apartan del
‘trato corriente’ con las cosas cotidianas. El trabajo (érgon) no conduce hacia la sabiduría,
sino hacia la superficie externa de las cosas. Por el contrario, el Sabio debe concentrase
en penetrar hasta la verdad íntima y conocer aquello que las cosas no son, pero las
determina. La diosa Díke encarga a Parménides esta tarea revolucionaria. Y no es casual
que sea ella. Hesíodo anticipó este gesto, pero lo fundamentó en el trabajo y no en el Ente.
La verdad es verdad si se opone a la apariencia. El campesino no está simplemente ante
las cosas, sino que se mueve entre ellas, las usa, les da un trato corriente, las rompe y las
arreglarlas, las conoce por sus limitaciones y por sus capacidades, trabaja con ellas.
Merced a esa experiencia puede emitir un juicio, un ‘hacer suyo’, lo que las cosas son. Y
eso que son, y que sabe fruto de la experiencia, es la verdad acerca de ellas. Este es su
saber, discernir lo que es de lo que no es; diferenciar el ser de la apariencia. Saber, fruto
del trabajo y las vivencias, que fundamenta la veracidad de un fallo, que distingue entre
una sentencia torcida y una recta. Contrariamente, los jueces sentencian lo que no es por
mera conveniencia. Hesíodo esboza el campo operatorio de díke: actuar y hablar (decir lo
que es por medio del logos que lo aprehende) en un proceso conforme a la verdad. Por

22
Para Jean Pierre Vernant (1992) el par de oposiciones díke/hýbris estructura la totalidad del poema
hesiódico. Poratti (2000), por su parte, habla de “sentencias rectas/torcidas”.

87
ello no es casual que en el Proemio del poema de Parménides reaparezca la diosa Díke.
Pero con un giro. La justicia humana se fundamenta en una verdad que no se obtiene del
trato corriente con las cosas. Díke no se fundamenta en el trabajo, sino en la verdad, un
saber que no se interroga por las cosas, sino por las razones de su existencia. No es una
eidética. El logos que busca el Sabio no se encuentra en las sentencias justas, sino en ‘lo
justo’. Que Parménides identificará con la frozosidad, la necesidad, la justeza, más que la
justicia, del Ente. En el más allá de todas las sentencias rectas está la Justicia,
proyectándose sobre ellas, sin ser ellas. Jaeger (1952) explica que el pensamiento del
Eléata hunde sus raíces en la cada vez más fina conceptualización del pensamiento
religioso griego. De hecho, ese más allá nunca dejó de ser el reino de lo divino, sólo que
fue haciéndose más racional. Así, la imagen de las dos vías de Parménides sería “una
transferencia del simbolismo religioso a los procesos intelectuales de la filosofía” (Jaeger,
1952: 103). Es la similitud manifiesta entre la doctrina del sendero estrecho de la areté y
el ancho camino de la miseria –expresada por Hesiódo en Erga (289)-, y la interpretación
moral y política del poema parmenídeo (Vlastos, 1946b). Según este punto de vista –
coincidente, vale agregar, con las tesis de Cronford (1984)-, los saberes tradicionales,
reformulados por Hesíodo en su obra, habrían sido trasladados hacia la esfera novedosa
del Todo.
Jaeger (1952: 93 ss.) confirma que entre el Proemio y Teogonía existen similitudes
evidentes. Así lo cree también el helenista chileno Alfonso Gomez Lobo (1985), quien
explica que “las coincidencias de vocabulario y de dicción entre la Teogonía y el Proemio
son tan manifiestas que resulta difícil evitar la conclusión de que Parménides utilizó
conscientemente el poema hesiódico” (p. 34). Lo que interesa destacar es el lugar que
ocupa díke, la cual apunta, junto con themis, “al orden establecido y sagrado del universo”
(Gomez Lobo, 1985: 40). Según Conrado Eggers Lan y Victoria Juliá (2000: 451-452),
en el Proemio díke y themis aparecen en alusión, respectivamente, a la justicia impersonal
de la polis o justicia estatal y a la justicia personal emanada del noble o jefe tribal. En este
contexto díke se muestra más flexible de lo que será más adelante, cuando se la haya
identificado con la Necesidad -las doxografías de los textos 963 y 970-. Aunque ésta sólo
denote el aspecto de la inexorable rigidez de aquella, díke asegura la ‘invariabilidad’ del
ente y el movimiento estable de los astros (textos 886 y 968). La aparición de díke en el
Proemio y, de forma reiterada, en el cuerpo del poema, queda asociada con una variedad
de significados (el tradicional, el cosmológico y el filosófico) que se hacen presentes en
un mismo lexema. La Lucha y el Orden –reflujos conceptuales de la cada vez más

88
compleja realidad sociocultural griega- se inscriben en el horizonte de la realidad última
de las cosas. El orto del pensamiento griego se afinca en el poder y la fuerza como aquello
que dimana de la estructura interna y formal de las cosas. “Por eso –dice Zubiri- quizá
mejor que por justicia habría que traducir esta díke por ‘justeza’. Justeza en el doble
sentido de ensamblaje material, y de la justeza con que una acción está ajustada
precisamente a aquello que debe ser” (Zubiri, 2010: 33). A partir de Anaximandro, surge
una transformación que culmina en Aristóteles cuando el ente en su totalidad pasa a ser
explicado a partir de un ‘principio’ que pertenece al mundo y que está formalmente en él,
principio máximo cuya expresión lógica adquiere valor conceptual en la noción
resignificada de díke como principio lógico de equivalencia.
Cabe sin embargo revisar esta última afirmación. Por ejemplo, ¿dónde se ubica
nada menos que el relato de Timeo (27e y ss.) donde se afirma la existencia de un
Demiurgo? En uno de sus últimos trabajos, Conrado Eggers Lan (1997b) aborda estos
problemas de la siguiente manera: “Yo no creo, por cierto, que Platón haya pensado
literalmente que ‘ser’, ‘espacio’ y ‘devenir’ preexistan al mundo. Ni siquiera creo que
haya sostenido literalmente que el mundo se generó. En mi opinión, más bien, cuando
afirma el carácter generado del mundo lo que pretende es subrayar su condición derivada
–sobre todo su impregnación de devenir- […]”. El esfuerzo de Platón en el Timeo se
centra entonces en tratar de exhibir la deficiencia ontológica del devenir y lo irracional
que subsiste en él. Lo irracional que, si bien no puede ser cancelado, sí, en cambio, puede
ser domado, conducido ‘hacia el orden’, ‘hacia lo mejor’ (30a5, 48a3). Platón parece
ubicar la acción del Demiurgo en la mediación que guía, conduce, lo irracional del puro
devenir, imprimiéndole un sentido, ciertamente forzoso, aunque nunca definitivo, que
bien convendría analizar si no guarda acaso una filiación significativa con la idea
hesíodica de justicia. Díke es la que, transfigurada como necesidad lógica por Parménides,
no permite que el ser se genere ni se corrompa (B 8 13-15). “Su idea, dice Alberto Bernabé
(2013: 189-190), es que solo lo que es, es y por lo tanto, el ser es uno.” Así concluye que
“lo que es no puede venir de lo que no es, el cambio es imposible.” La justicia cósmica
transfigurada en normatividad de corte legal-jurídico cierra el círculo sobre la
trascendencia absoluta del Afuera. El ser y las notas que lo caracterizan se determinan a
partir de la idea resignificada de díke: el encadenamiento de todo lo que es a la condición
de ser impide que éste ni se genere ni se corrompa. Sin embargo, la legalidad cósmica no
impide que exista corrupción entre los hombres y entre las cosas. Entre la teología jurídica
y la realidad profana existe un hiato que sólo el legislador inspirado puede salvar. Él

89
sanciona leyes que se alimentan de la ley única, cósmica y divina, dando forma a un
Estado que en su centro las aglutina.
Es lo que Gabriel Livov y Pilar Spangenberg (2012: 156) sintetizan de forma
clarividente: “Si no hay un ámbito de realidad objetiva que el discurso deba tomar como
base para cualquier enunciación confiable, palabra, persuasión y poder se secularizan
(pierden su conexión esencial con la divinidad), se autonomizan y pasan a moverse en un
plano que ya no presupone la concordia semántica bajo la égida de la diosa.” La unidad
ontológico-semiótico-política de Parménides abre una brecha de guerra y conflicto que
nunca se cierra. El aspecto de la inexorable rigidez que asegura la ‘invariabilidad’ del
ente dominará sin dudas la etapa constitucional de los estados arcaicos; sin embargo, será
la relación entre themis y díke la que llame la atención de Platón. Para él, el significado
tradicional de díke debe articularse no sólo con el filosófico y el cosmológico de una
forma más ‘acabada’, sino con la antigua justicia del oîkos, el ámbito al que Platón retorna
para resignificar los sentidos dispersos, aunque arraigados, de la justicia paterna y tribal.
En la polis clásica será el Estado emergiendo ya no de las leyes monolíticas de la
Naturaleza, sino de la mediación conceptual (heredera de los presocráticos) entre la
justicia aldeana y la justicia estatal, síntesis o recuperación platónica de la díke hesiódica
sin érgon.

90
Bibliografía

Fuentes primarias:
Esquilo, (1982), Tragedias, versión y notas de Perea, B., Madrid, Gredos.
Hesíodo, (1988), Work and days, versión, introducción y notas de West, M. L., Oxford,
Oxford UniversityPress.
Hesíodo, (1978), Obras y fragmento, versión, introducción y notas de Pérez Jiménez, A.
y Martínez Díez, A., Madrid, Gredos.
Hesíodo, (2007), Los trabajos y los días, versión, introducción y notas de Vianello de
Córdova, P., México, UNAM.
Homero, (1982), Ilíada, prólogo, versión y notas de Crespo Güemes, E., Madrid, Gredos.
Homero, (1982), Odisea, versión y notas de Pabón, J. M., Madrid, Gredos.
Solón, (1956), en Líricos griegos. Elegiacos y yambógrafos arcaicos, vol. I, versión,
introducción y notas de Rodríguez Adrados, F., Barcelona, Alma Mater, pp. 169-204.

Bibliografía secundaria:
Antiseri, D., y Reale., G., (1995), Historia del pensamiento filosófico y científico I.
Antigüedad y Edad Media, Barcelona, Herder.
Arendt, H., (1996), Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Peninsula.
Arendt, H., (2005), La condición humana, Barcelona, Paidós.
Benveniste, E., (1983), Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus.
Blanchot, M., (2008), La conversación infinita, Madrid, Arena Libros.
Blumenberg, H., (2004), Salidas de caverna, Madrid, Visor.
Borisonik, H., (2011), “Ergón y areté en la filosofía política de Aristóteles”, Revista
Internacional de Filosofía, 2, pp. 99-114.
Breglia, L., (1970), “La moneta antica nei suori rapporti di relazione: ricostruzioni
teoriche e documentazione reale”, Annali Istituto Italiano di Numismatica, 16-17, pp.383-
394.
Burkert, W., (2007), La religión griega. Arcaica y clásica. Madrid, Abada.
Burkert, W., (2009), La creación de lo sagrado. La huella de la biología en las religiones
antiguas, Barcelona, Acantilado.
Burnet, J., (1909, [1944]), La aurora de la filosofía griega, México, Argos.
Cacciari, M., (2000), Geo-filosofía de Europa, Madrid, Alderabán.
Carrasco, N., (2008), “Pleonexía: el centro ausente de La República de Platón”, Δαιμων.
Revista de Filosofía, 45, pp. 71-83.
Cassin, B., (2000), “Sofística”, en Brunschwig, J. y Lloyd, G., El saber griego, Madrid,
Akal, pp. 744-757.
Castoriadis, C., (2006), Lo que hace a Gracia – 1. De Homero a Heráclito, Buenos Aires,
FCE.
Cavallero, D. et. al., (2003), Penía. Los intelectuales de la Gracia Clásica ante el
problema de la pobreza, Buenos Aires, UBA.
Chambers, R., (1983), Rural Development: Putting the Last First, Nueva York, Longman.
Clastres, P., (2010), La sociedad contra el Estado, Barcelona, Virus Editorial.
Colli, G., (2011), Platón político, México, Sexto Piso.
Cordero, N., (2008), La invención de la filosofía, Buenos Aires, Biblos.
Cornford, F. M., (1974), La filosofía no escrita y otros ensayos, Barcelona, Ariel.
Cornford, F. M., (1912, [1984]), De la Religión a la Filosofía, Barcelona, Ariel.
Crespo, M. I. y Santa Cruz, M. I., (2005), “Introducción”, en Aristóteles, Política, Buenos
Aires, Losada.
Daraki, M., (2005), Dionisio y la diosa tierra, Madrid, Abada.

91
Daraki, M., (2007), Las tres negaciones de Yahvé. Religión y política en el antiguo Israel,
Madrid, Abada.
de Ste Croix, G. E. M., (1988), La lucha de clases en el mundo antiguo, Barcelona,
Critica.
Detienne, M., (1987), Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid, Taurus.
Detienne, M., (2001), Apolo con el cuchillo en la mano, Madrid, Akal.
Detienne, M., (2007), Los griegos y nosotros, Madrid, Akal.
Dominguez Monedero, A., (1991), La polis y la expansión colonial griega (siglos VIII-
VI), Madrid, Síntesis.
Eggers Lan, C., (1993), “El nacimiento de la matemática en Grecia”, Enrahonar, 21, pp.
7-26.
Eggers Lan, C., (1997a), Libertad y compulsión en la Gracia antigua, Buenos Aires,
Eudeba.
Eggers Lan, C., (1997b), “Lo intermedio, el mundo y la materia en el Timeo de Platón”,
Methexis, X, pp. 17-21.
Eggers Lan, C., (2000a), Introducción histórica al estudio de Platón, Buenos Aires,
Colihue.
Eggers Lan, C., (2000b), El sol, la línea y la caverna, Buenos Aires, Colihue.
Eggers Lan, C. y Juliá, V., (2000), Los filósofos presocráticos I, Madrid, Gredos.
Frankel, H., (1993), Poesía y filosofía de la Grecia Arcaica, Madrid, Visor.
Frenkel, D., (2003), “Hesíodo”, en Cavallero, D. et. al., Penía. Los intelectuales de la
Gracia Clásica ante el problema de la pobreza, Buenos Aires, UBA.
Finley, M. I., (2003), La economía de la antigüedad, México, FCE.
Ford, A., (2010), “Plato’s two Hesiods”, en Boys-Stones, G. R. and Haubold, J. H., Plato
and Hesiod, Oxford, Oxford University Press.
Forrest, W., (1966), The emergence of Greek democracy: the character of Greek politics,
800-400 B.C., London, Weidenfeld& Nicolson.
Foucault, M., (1984), “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”,
Concordia, 6, pp. 96-116.
Foucault, M., (1997), El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-textos.
Foucault, M., (2009), El gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France
(1982-1983), Buenos Aires, FCE.
Foxhall, L., (1997), “A view from the top. Evaluating the solonian property classes”, en
Mitchell, L. and Rhodes, P., The development of the polis in archaic Greece, London,
Routledge, pp. 61-75.
Gallego, J., (2005), Campesinos en la ciudad. Bases agrarias de la pólis griega y la
infantería hoplita, Buenos Aires, Ediciones del Signo.
Gallego, J., (1996), “Aristóteles, la ciudad-estado y la Asamblea democrática.
Reflexiones en torno al libro III de la Política”, Gerión, 14, pp. 143-182.
Gallego, J., (1999), “El pensamiento trágico de la política democrática. El acontecimiento
de una nueva justicia en la Orestía de Esquilo”, Gerión, 17, pp. 179-211.
Gallego, J., (2007), “Introducción a la formación agraria de la polis”, Circe, 11, pp. 135-
152.
Gallego, J., (2007b), “El campesinado griego: de la aldea a la pólis”, en Gallego, J. y
Gallego, J., (2008), “Una aldea beocia ante los comienzos de la pólis”, Ordia Prima, 7,
pp. 161-181.
Gallego, J., (2009), El campesinado en la Grecia antigua. Una historia de la igualdad,
Buenos Aires, EUDEBA.
García Gual, C., (1979), Prometeo. Mito y tragedia, Madrid, Hiperión.
García Gual, C., (2014), La secta del perro. Vida de los filósofos cínicos, Madrid, Alianza.

92
Gernet, L., (1983), Antropología de la Grecia Antigua, Madrid, Taurus.
Gigon, O., (1962), Problemas fundamentales de la filosofía antigua, Buenos Aires,
Compañía General Fabril Editora.
Gigon, O., (1994), Los orígenes de la filosofía griega, Madrid, Gredos.
Havelock, E., (1978), Thegreek concept of justice. Fromitsshadow in Homer to its
substance in Plato, Cambridge, Harvard UniversityPress.
Heidegger, M., (2015), Acerca de Ernest Junger, Buenos Aires, El hilo de Ariadna.
Hirzel, R., (1907), Themis, Diké und Verwandtes, Leipzig.
Iriarte, A., (1994), “Contra una historia asexuada de la antigua Grecia”, en Hidalgo
Jaeger, W., (1952), La teología de los primeros filósofos griegos, México, FCE.
Jaeger, W., (1966), Five essays, Montreal, Mario Casalini.
Jaeger, W., (2001), Paideia, México, FCE.
Kerenyi, K., (2011), Prometeo IV. Interpretación griega de la existencia humana,
Madrid, SextoPiso.
Lakin, K., (2005), “Legal Pluralism in Archaic Greece”, Princeton/Stanford Working
Papers in Classics, Version 2.0 en:
http://www.princeton.edu/~pswpc/papers/subject/subject/greekhist.html (consultado el
6/6/2012).
Livov, G. y Spangenberg, P., (2012), “Palabra, persuasión y poder en Parménides”,
enLivov, G. y Spangenberg, P. (ed.), La palabra y la ciudad. Retórica y política en la
Grecia Antigua, Buenos Aires, La Bestia Equilátera.
Lloyd, G., (1987), Polaridad y analogía, Madrid, Taurus.
Loraux, N., (2003), Las experiencias de Tiresisas, Buenos Aires, Biblos.
Loraux, N., (2009), La ciudad dividida. El olvido en la memoria de Atenas, Buenos Aires,
Katz.
Lloyd-Jones, H., (1971), Justice of Zeus, Berkeley, California UniversityPress.
Luri Medrano, G., (2001), Prometeos. Biografías de un mito, Madrid, Trotta.
Marcos, G., (1997), “Discurso y no ser en Platón (Sofista 260a-263d)”, Synthesis, 4, pp.
61-83.
Marcos, G., (2008), “Mentiras semejantes a verdades según Platón. Justificación y
alcance del pseudos en República II”, Revista de Filosofía. Universidad de Costa Rica,
117/118, pp. 95-103.
Mársico, C., (2011), “Ejes para pensar lo griego”, en Mársico, C., (Ed.), Polythrýleta.
Sistemas explicativos y mutaciónconceptualen el pensamiento griego, Buenos Aires,
Editorial Rhesis.
Mazon, P., (1928), Hésiode Théogonie; Les travaux et les jours; Le bouclier, Paris, Les
BellesLettres.
Mié, F., (2005), “Acción política en La República de Platón”, Signos Filosóficos, VII, pp.
10-34.
Mirón Pérez, M., (2000), “El gobierno de la casa en Atenas Clásica: género y poder en el
oîkos”, StudiaHistorica. Historia Antigua, 18, pp. 103-117.
Millett, P. (1984), “Hesiod and hisWorld”, Proceedings of the Cambridge
PhilologicalSociety, 210, pp. 84- 115.
Millett, P. (1991), Lending and Borrowing in Ancient Athens, Cambridge, Cambridge
UniversityPress.
Mitchell, L., (2005), “New wine in old wineskins. Solon, arete and the agathos”, en
Mitchell, L. y Rhodes, P. J., The development of the polis in archaic greece, New York,
Routledge.
Mondolfo, R., (1966), Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, México, Siglo
XXI.

93
Morris, I., (1987), Burial and ancient society. The rise of the greek city-state, Cambridge
University Press, Cambridge.
Morris, I., (2007), Historia y cultura. La revolución de la arqueología, Barcelona,
Edhasa.
Mossé, C., (1980), El trabajo en Grecia y Roma, Madrid, Akal.
Nagle, B., (2006), The household as the foundations of Aristotle´s polis, Cambridge,
Cambridge University Press.
Nelson, S., (1998), God and land. The metaphysics of farming in Hesiod and Virgil, New
York, Oxford University Press.
Nietzsche, F., (1986), Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial.
Nietzsche, F., (1999), Cinco prólogos para cinco libros no escritos, Madrid, Arena
Libros.
Nussbaum, M., (2008), Paisajes del pensamiento, Barcelona, Paidós.
Osborne, R., (1985), Demos: the discovery of classical Attika, Cambridge, Cambridge
University Press.
Osborne, R., (2005), “Law and laws: how do we join up the dots?”, en Mitchell, L. y
Rhodes, P. J., The development of the polis in archaic greece, New York, Routledge.
Otto, W. F., (1968), Teofanía, Buenos Aires, EUDEBA.
Otto, W. F., (1973), Los dioses de Grecia, Buenos Aires, EUDEBA.
Otto, W. F., (1981), Las musas. El origen divino del canto y del mito, Buenos
Aires, EUDEBA.
Plácido, D., (1988), “La condena de Protágoras en la historia de Atenas”, Gerión, 6, pp.
22-37.
Plácido, D., (2000), “La presencia de la mujer griega en la sociedad: democracia y
tragedia”, StudiaHistorica. Historia Antigua, 18, pp. 49-63.
Plácido, D., (2003), “El mito de las edades como metáfora de los procesos de integración
y exclusión”, StudiaHistorica. Historia Antigua, 21, pp. 15-27.
Plácido, D., (2007), “Las formas del poder personal: la monarquía, la realeza y la tiranía”,
Gerión, 25, pp. 127-166.
Poratti, A., (2000), El pensamiento antiguo y su sombra, Buenos Aires, Eudeba.
Poratti, A., (2000b), “Teoría política y práctica política en Platón”, en Boron A. (comp.),
La filosofía política clásica. De la Antigüedad al Renacimiento. Buenos Aires, CLACSO
– Eudeba, pp. 115-136.
Poratti, A., (2000c), “Dike. La justicia antes de la justicia”, en AA. VV., Márgenes de la
justicia, Buenos Aires, Altamira, pp. 31-64.
Raaflaub, K., (2005), “Soldiers, citizens, and the evolution of the early greek polis”, en
Mitchell, L. y Rhodes, P. J., The development of the polis in archaic greece, New York,
Routledge.
Rackett, A., (2011), “Acerca de un uso específico del término phýsis en el Filoctetes y el
Edipo en Colono de Sófocles. La phýsis y las determinaciones provenientes del padre”,
en Mársico, C., (Ed.), Polythrýleta. Sistemas explicativos y mutaciónconceptualen el
pensamiento griego, Buenos Aires, Editorial Rhesis.
Redfield, J., (1995), “El hombre y la vida doméstica”, en Vernant, J-P., El hombre griego,
Madrid, Alianza Editorial.
Redfield, R., (1953), The primitive world and its transformations, Ithaca, Cornell
University Press.
Redfield, R. (1956), PeasantSociety and Culture, Chicago, University of Chicago Press.
Rodriguez Adrados, F., (1956), “Introducción a Teognis (conclusión)”, Estudios
Clásicos, 17, pp. 261-286.

94
Rodriguez Adrados, F. (1981), Líricos griegos. Elegíacos y yambógrafos arcaicos,
Madrid, CSIC, 2 vols.
Rodriguez Adrados, F. (1993), La democracia ateniense, Madrid, Alianza Editorial.
Sartre, J-P., (1950), Las moscas, Buenos Aires, Losada.
Serres, M., (1987), El origen de la geometría, México, Siglo XXI.
Serres, M., (1991), El paso del Noroeste, Madrid, Debate.
Sloterdijk, P., (2003), Crítica de la razón cínica, Madrid, Siruela.
Sloterdijk, P., (2015), Los hijos terribles de la modernidad, Madrid, Siruela.
Snell, B., (1946, [2008]), El descubrimiento del espíritu, Barcelona, Acantilado.
Solmsen, F., (1950), Hesiod and Aeschylus, Cambridge, Cambridge UniversityPress.
Solmsen, F., (1962), “Hesiodic Motifs in Plato”, enHésiode et son influence:
sixexposées et discussions, Geneva, FondationHardt, pp. 171–211.
Starr, Ch., (1977), The Economic and Social Growth of Early Greece 800-500 B.C.,
New York, Oxford University Press.
Vernant, J-P., (1992), Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona, Ariel.
Vernant, J-P., (1992b), Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, EUDEBA.
Vernant, J-P., (2000), El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos,
Barcelona, Anagrama.
Vernant, J-P., (2003), Mito y sociedad en la Grecia antigua, Madrid, Siglo XXI.
Vernant, J-P. (2008), Atravesar fronteras. Entre mito y política II, Buenos Aires, FCE.
Vernant, J-P. y Vidal-Naquet, P., (2002), Mito y tragedia en la Grecia antigua (volumen
1), Barcelona, Paidós.
Vlastos, G., (1947a), “SolonianJustice”, ClassicalPhilology, 2, pp. 65-83.
Vlastos, G., (1947b), "Equality and Justice in Early Greek Cosmologies", Classical
Philology, 3, pp. 156-178.
Vlastos, G., (1978), "Justice and Happiness in the Republic" enVlastos, G. (comp.), Plato.
A Collection of Critical Essays (Volume II), Notre Dame, University of Notre Dame
Press.

95

También podría gustarte