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Los ojos de Evaristo

[Primer Lugar del Concurso de Cuento celebrado en el CCH en 1995]

A veces, los recuerdos me invaden y me gusta escribir. Hoy como todos los días me
encuentro en Ciudad Universitaria, saboreo la soledad de este lugar, ya que la poca
gente que llega uno a encontrar aquí son algunos muchachos jugando futbol, dos o tres
parejas gustando de su romance y uno que otro niño patinando o dando vueltas en su
bicicleta. Sin embargo, entre las 3 y las 4 de la tarde todos o casi todos se “tiran” en sus
casas a convivir con sus familias, disfrutando el sabor hogareño del séptimo día de la
semana.

Afortunadamente desde que tengo uso de razón he carecido de parientes y puedo


prescindir se esos menesteres, gozando de la soledad de este lugar que, a partir de
esos momentos, es total y absolutamente mío. Me gusta venir aquí los domingos,
puesto que el contraste con los otros días es fluorescente; normalmente este sitio es
muy concurrido: estudiantes, maestros, intendentes, etc. En fin, sólo los domingos es
posible saborear este lugar en privacía; puedo admirar la belleza de los murales en los
edificios y andar por ahí sin la perturbación de toparme con la hostilidad de la gente.

Mi sueño siempre había sido viajar por las tardes otoñales de este paraíso en
compañía de mi pareja, aunque, como todos los domingos, este sueño se veía reducido
a vivir en esta soledad, sólo acompañado de una navaja con la que corto y limpio mis
uñas; mi inseparable amigo de hojas blancas y espiral de plástico; algún tratado de
filosofía hegeliana de Nietzsche; alguna novela, un libro de cuentos de Poe, Lovecraft,
bajo el brazo.

Mi historia comienza precisamente en un domingo de tantos: eran ya las cinco de la


tarde y, cansado de caminar, me dispuse a leer un poco; abrí El Arte de Amar de Erich
Fromm, en la página 96, donde se encontraba mi separador; apenas comenzaba el
primer párrafo, tratando de encontrar el hilo de donde me quedé la noche anterior,
cuando la vi por primera vez.

Era como un sueño encontrarla ahí precisamente. No la olvidaré nunca: yo estaba


sentado frente a la biblioteca, a un costado de Rectoría, y ella pasó caminando entre
ese edificio y yo con la elegancia de una dama inglesa; traía puestos unos zapatos
zuecos estilo hippie, aunque algo gastados, le sentaban perfectamente a sus pequeños
pies y a sus bronceadas piernas; la cubría un corto vestido de una sola pieza, de tela de
rayón arrugada y floreada, que, contra la luz del sol que estaba a punto de ponerse,
dibujaba perfectamente la hermosa silueta de su cuerpo juvenil; el escote de su pecho
y espalda permitían ver nítidamente ese maravilloso tono moreno claro de su piel, que
también invitaba a vislumbrar un pequeño tatuaje justo donde comenzaba su pecho;
era una mariposa en brillantes colores: verde, amarillo, violeta y escarlata que
plasmaban libertad y, a la vez, daban una sensual provocación para admirar sus
hermosos y pequeños senos que, en visible y audaz soltura, protestaban levemente por
el frío, que comenzaba a traer el viento de la tarde.

De su delgado y largo cuello, en una perfecta combinación, colgaba un sutil collarcito


de piedras doradas y verdes que parecían estar hechas con una precisión estética digna
de un cuadro de Miguel Ángel: en sus pequeñas muñecas se ataban algunas pulseritas
tejidas de diversos colores que resaltaban la belleza de la piel de sus hermosas manos
afiladas y separaban el bello trazo de sus delgados y ligeramente morenos brazos
desnudos.

Su cabello largo, lacio, negro, brillante y sedoso hablaba por sí solo de la belleza de
su dueña; sus labios carnosos invitaban a los más lujuriosos y excitantes ratos de placer;
su nariz era perfecta, pequeña y recta, mostrando rasgos de la diosa egipcia de la
belleza y fertilidad, Nefertitis, con una mezcla de Afrodita, la griega, y de Itzel, la
doncella azteca más hermosa, según las leyendas.

Sin embargo, lo más impresionante y bello de su perfecta anatomía eran sus ojos;
grandes negros, profundos, que aun cuando no daban la impresión de ser orientales,
devenían en una belleza erótica y expresiva como nunca pensé que existiera.

Jamás me imaginé algo tan maravilloso como el encuentro de la diosa de mis sueños
en ese lugar tan mío; mi estupefacción había sido suficiente para dejar pasar así sin más
ni más mi felicidad, que caminaba ya dándome la espalda y comenzaba a alejarse en
dirección a la Facultad de Filosofía.

Si bien siempre me he distinguido por tímido y retraído, a pesar de nunca haber


ideado algún método de seducción de las mujeres, no podía dejar pasar así a la diosa
de mis más fervientes sueños de adolescencia, así que corrí tras ella y, sin saber qué
decir, le pregunté qué libro traía bajo el brazo.
Me miró indiferente, con su mirada dulce, coqueta, triste, expresivamente
provocadora y erótica, y me respondió con su voz sensual, la cual, aguda y ronca,
imaginé las mejores estaciones de la radio desearían para hacerles un “promocional”
de 5 segundos, adquiriendo con seguridad un auditorio numeroso, que, sin interesarse
por el programa, estaría dispuesto a pasar días y noches enteras por cliente de la
bocina con tal de escuchar esa voz diciendo: “Oye tú idiota, si no escuchas radio, no
vale la pena que sigas viviendo”, y reflexionaba sobre esto mientras me contaba el
título y la trama de su libro, a los cuales no puse atención porque un pequeño lunarcito
pegado al pico derecho de sus labios me hipnotizó; después, en un tono amistoso,
preguntó mi nombre, a lo cual, luego de un silencio incómodo, que rompí, contesté:

-¡Evaristo!... ¿y tú?-. Después de esbozar una pequeña sonrisa, supongo causada por
mi nombre, me respondió secamente: -Cynthia-. Qué maravillosa melodía acababa de
deleitar mis oídos; ese nombre era justo lo que hacía falta para llegar al clímax de la
perfección artística de su persona.

-¿Cynthia? Qué nombre tan bonito, combina, con tu belleza tan natural. Noté que se
ruborizaba un poco y eso me dio valor para seguir galanteándola. -Sabes; no me cuesta
trabajo decir que eres la niña más hermosa que he visto en mi vida –le dije con la
seguridad de estar ganando terreno a mi favor. Sin embargo, me respondió:

-No me adules puesto que tengo novio y a él no le gustaría que me dijeras esas cosas
a los diez minutos de haberme visto por primera vez.

Creo que ella notó mi semblante triste cuando me contaba todo esto, así [que]
decidió cambiar de tema y volvió a hablarme sobre el libro que estaba leyendo, era una
novela de Torcuato Luca de Tena llamada Edad Prohibida, y me relataba un poco de la
trama de ésta, diciéndome que era una historia muy tierna, que tenía como trasfondo
una crítica social muy profunda con respecto a la educación y forma de vida
adolescente en interacción con un mundo adulto maduro y estricto en sus conceptos
sociales fundamentales: yo asentí y agregué algunos detalles más hasta que ella me
pidió que no continuara puesto que aún no terminaba y yo ya le había contado gran
parte de la vida de los personajes; esto me apenó sobre manera y creo que mi piel
adquirió un tono rojizo, lo cual provocó su risa y me contagió con ella; platicamos un
rato hasta que cayó en la cuenta que eran ya las siete y media y debería retirarse; le
pedí permiso para acompañarla, pero me rogó que no fuera así. Entonces le supliqué
que me diera su número de teléfono y prefirió no hacerlo; me dijo, sin embargo, que
podríamos vernos el domingo siguiente en este mismo lugar a eso de las 2 o 3 de la
tarde; para entonces ella ya habría terminado con ese libro y no le disgustaría que yo le
prestara uno, puesto que se dio cuenta que, como ella, yo era un asiduo amante de la
literatura y querría leer un buen libro recomendado por mí. Nos despedimos. Yo me
quedé divagando y soñando la llegada de nuestro próximo encuentro, mientras ella
caminaba y se alejaba en dirección al “Metro Copilco”.

Esa semana fue una de las más desesperadas de mi vida, nunca pensé llegar a
experimentar ese sentimiento de ansiedad, puesto que todas mis actividades se
resumieron en aguardar obsesivamente la llegada del domingo. Cada minuto parecía
un año y cada día fue eterno; en cuanto más pasaba el tiempo, mi desesperación se
hacía más y más ingente.

Al fin, después de noches en vela llegó el domingo; fue angustiante la espera, puesto
que arribé al lugar indicado aproximadamente a las doce y media, como siempre suelo
hacerlo, y, tras largas horas desesperadas, llegó por fin, con ese semblante de diosa que
la distinguía entre los mortales. Traía unos huaraches, jeans, azules y una sudadera
holgada color verde. Me saludó indiferente, como días atrás, y comenzamos nuestro
primer paseo por los alrededores.

Platicamos de arte, filosofía y literatura; no era una erudita y, sin embargo, tenía un
criterio muy amplio con respecto a la vida y a la sociedad. Le regalé mis libros favoritos
y me agradeció con palabras que quedaron clavadas en mí como los clavos de Jesús en
la cruz, que aunque fueron quitados de su piel, los orificios no cerraron y, como
supongo, así fue consumido por los gusanos hace 2000 años.

-Me da mucho gusto haberte conocido, puesto que me sentía muy sola y necesitada
de un amigo como tú; expresivo, inteligente y enamorado de la vida al igual que yo-.
Sus palabras fueron poesía para mis oídos, ya que nunca nadie me había dicho algo tan
bello. De esa forma supe que ella era única, a quien podía entregar todo ese amor
reprimido durante mi vida entera.

Nos fuimos al anochecer y nos despedimos en el “Metro Hidalgo”. Claro que la cita
ya estaba hecha para el próximo domingo, que ya era nuestro.

Y así transcurrieron muchos domingos más, pasábamos las horas muertas sentados
en el pasto frente a frente, platicando de amor y socialismo, yo siempre admirándola
como un astrólogo admira una estrella lejana y ella siempre con su mirada perdida
sensualmente en el futuro.

Pero llegó el día de nuestro desenlace encarnado en la eterna unión de nuestras


almas y personificado en ese lugar de perpetua soledad.

Yo, con unas orquídeas negras en la mano, la saludé con el amor que sólo pudo
entregar Romeo a Julieta o Dalí a Gala, ya que nuestro amor era comparable al de ellos;
yo por mi parte, sabía que ella me amaba más de lo que Frida amó a Diego, y ella sabía
y estaba consciente de que no podía existir algo más grande en el universo que mi
amor por ella.

Le entregué las orquídeas, ella tomó mi mano, y por primera vez me besó en la boca.
Fue un largo beso húmedo, cálido y enamorado. Después me dijo tierna y apacible:

-Ésta será nuestra última cita. Mañana llega Federico de Inglaterra y en cuanto esté
aquí nos casaremos puesto que a él le ofrecieron un trabajo como redactor de una
gaceta cultural en Oxford y por fin cumpliremos nuestro sueño de estar juntos para
siempre. Lo amo, entiéndeme por favor.

Un silencio terrible rompió el paraíso de nuestro amor.

Lo que ocurrió después prefiero omitirlo puesto que lo único que importa es que el
lugar estaba total y absolutamente solitario. Al día siguiente leí en el periódico la
extraña historia de una chica mutilada y desmembrada, imposible de reconocer, hallada
en Ciudad Universitaria. Después no supe nada más.

Han pasado ya cinco años de aquello; de Federico supe por las noticias que editó un
libro de investigación en Inglaterra, ganando con éste un importante premio de la
academia de filosofía más importante de Europa. A pesar de eso o lo envidio puesto
que él tiene fama, posición y dinero; pero yo tengo algo que supera todos los bienes
materiales de la tierra… tengo dos luceros disecados, que siempre están para
tranquilizarme y acompañarme en los momentos que soy atacado por la melancolía y la
soledad; tengo para siempre esa mirada profunda, negra y sensual, que sólo pudo
expresar la más bella diosa del mundo terrenal.
Oscurece y mejor será que me vaya puesto que sin luz me es difícil seguir
escribiendo, aquí en mi lugar…, en nuestro lugar. En nuestro eterno lugar.

Omar García Medina

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