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Moisés, Miguel Ángel y Freud

De un Entrelazamiento de historias en la Historia a algunas sugerencias para la teoría del


tratamiento.

XIV Internacional Forum of Psychoanalysis-Roma 23-27 Mayo 2006

Freud, turista de élite

El viaje a Italia ha sido en el pasado una etapa “obligatoria”; era la atracción de una moda elitista,
la del Gran Tour. Era un must que a partir del siglo XVIII, siguiendo las huellas de Goethe, obliga a
la Intelighenzia europea, de Byron a Shilley, de Keats a Mendelsshon, de Joyce a Thomas Mann, a
visitar Italia y residir un tiempo en Roma.

Tampoco Freud (1856-1939) se sustrajo a la fascinación de la empresa y así, desde 1895 inicia la
costumbre de, como él dice, “dirigir su corazón hacia el sur, hacia las higueras, las castañas, el
laurel y los cipreses” ( Carta a Marta fechada el 1 de septiembre de 1900), pero también hacia la
luz y la monumentalidad del pasado, transmitiendo las sensaciones y las imágenes de estas
estancias a la correspondencia de viaje dirigida a sus familiares (véase Togel, 2002).

La ciudad de Roma, sin embargo, ocupa un lugar especial en el imaginario freudiano: es un lugar
que nos es restituido en las memorias de Freud con carácter ambivalente. En su deseo “neurótico”
de Roma, como él mismo lo define (Carta a Fliess del 3 de enero de 1887) Freud se debate entre la
curiosidad por conocerla y el temor de llegar a ella. De ello da testimonio la Traumdeutung en la
que nuestro autor nos relata una serie de sueños que dramatizan su agobiante y controvertido
deseo de llegar a Roma (Freud, 1900, págs. 183-5). Tal vez por eso mismo hasta el 1901, Freud,
como un moderno Anibal, no consiguió llegar más allá del lago Trasimeno (Carta a Fliess del 3 de
enero de 1887). Y sin embargo, siempre que Freud emprende sus vacaciones en Italia, durante sus
habituales viajes de septiembre, va avanzando cada vez más hacia el sur: primero el Véneto,
después Lombardía, más adelante Umbría y por fin la Toscana, parecen ser progresivas etapas de
un recorrido de iniciación a lo largo del camino hacia Roma (v. Flem, 1991, pág. 78).

Por último, Freud superó todo tipo de dudas y, venciendo el miedo al tren, al cólera, a la malaria, al
siroco y a las pulgas, encontró el camino de Roma.

Llegó allí en el 1901. “Parece increíble que no haya venido aquí antes” escribía a su esposa (Tarjeta
postal a Marta, del 2 de septiembre de 1901). “Es la ciudad más bella y eterna, de una belleza sin
igual” (Carta a los hijos, del 12 de septiembre de 1913). Visitó el Panteón, la Capilla Sixtina, la Vía
Appia Antica y el Palatino, echó la moneda en la fontana de Trevi y el gesto propiciatorio dio sus
resultados. Volvió otras seis veces, familiarizándose cada vez más con el entramado urbano hasta
llegar a caminar por las calles de la ciudad «como un romano” , como contaba a Marta (carta a
Marta, del 24 de septiembre de 1907), lamentándose “lástima que no se pueda vivir siempre aquí”
(carta a la familia, del 24 de septiembre de 1907).

Moisés, ¡qué pasión!

Pero Freud visitó también, y varias veces, casi invadido de un sacro furor, la iglesia de San Pietro in
Vincoli para “espiar” al Moisés de Miguel Ángel. El papel que desempeño Moisés en relación con los
avatares del pueblo hebreo ejerció siempre una fuerte impresión en el ánimo de Freud, de la cual
es testimonio la obra de 1913 ‘El Moisés de Miguel Ángel’ (Freud, 1913) y la vuelta sobre el tema al
final de su vida en los tres fascinantes e sugestivos ensayos sobre ‘Moisés y la religión monoteista’
(Freud, 1934-38).
Las referencias autobiográficas son explícitas: la figura de Moisés provoca en Freud un notable
interés que se traduce en una temerosa reverencia hacia la dimensión heroica de un Moisés padre y
caudillo. El mismo Freud admitía que no lograba “sostener la mirada hosca y desdeñosa del héroe y
de escabullirse agazapado en la penumbra” de las naves de San Pietro in Vincoli (Freud, 1913, pág.
301).

Moisés, además, satisfacía en Freud una necesidad narcisista de identificación con el jefe profeta y
conductor de una multitud de seguidores en la empresa admirable de conducirlos a su destino final.
Si Freud se emparienta con Moisés, la tierra prometida en la identificación freudiana se hace
metáfora de la afirmación del movimiento psicoanalítico. El paralelismo se explicita en una carta a
Jung: “Si yo soy Moisés, [usted] como Josué tomará posesión de la tierra prometida de la
psiquiatría que a mí me está permitido ver solo desde lejos.” (Freud, 1974, pág. 211). Al igual que
el héroe Moisés, Freud, con su psicoanálisis, trata de dar a la vida y a la cultura un destino superior,
una ambición, un ideal, un valor.

Freud encontró al Moisés de Miguel Ángel en su primera visita a Roma, como atestigua la fecha de
una tarjeta postal a Marta, el 6 de septiembre de 1901. En el 1912, en una de sus estancias en
Roma en compañía de Ferenczi, confiesa que iba todos los días a la iglesia de San Pietro in Vincoli
(carta a Marta del 25 de septiembre de 1912). Al año siguiente, Roma acoge de nuevo a Freud que
se queda tres semanas y también esta vez rendirá homenaje cotidiano a la estatua (carta a Weiss
del 12 de abril de 1933).

A su vuelta a Viena, Freud escribe en diez días su ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel. ¿Qué
puede significar tanta afección expresada en estas visitas tan reiteradas y casi obsesivas? Es el
propio Freud quien contesta a esto al admitir que “ninguna otra escultura ha ejercido un efecto tan
fuerte sobre mí” (Freud, 1913, pág. 301). Pero su motivación no es ni estética ni contemplativa; el
impulso que le empuja es exquisitamente psicoanalítico. Freud, como él mismo explica, desea
«comprender el misterio de la estatua” (carta a Marta, del 25 de septiembre de 1912), quiere
resolver un enigma. Se trata de descubrir qué acontecimiento, y exactamente qué instante de él,
representa la estatua. Freud, con decisión, determina cual es el acontecimiento. El hecho es bien
conocido: Moisés, descendiendo del Sinai con las Tablas de la Ley, distingue desde lo alto la escena
de idolatría de su pueblo. Más difícil le resulta a Freud localizar el preciso momento de la acción en
la que, según Freud, Miguel Ángel inmortalizó la imagen de Moisés, deteniéndola y fijándola en un
instante atemporal . La tarea requiere de Freud un refinado uso de un método de investigación que
llamaré método indiciario.
¡Por las barbas de Moisés!

Freud construyó su interpretación centrándose en la observación de algunos detalles precisos que


desempeñan la función de indicios y que son los siguientes:

 La inclinación de las Tablas


 La postura de Moisés en su asiento
 El juego de los dedos de la mano derecha y la ondulación de la barba
 La inclinación de la cabeza
 La dirección de la mirada

La reconstrucción que propone Freud, en base a estos detalles, de los cuales la mano y la barba
resultan ser el eje principal, se obtiene mediante la presentación de tres diseños que, al igual que
un barrido de la moviola, representan la sucesión de tres momentos – secuencia.

1. Secuencia primera: Moisés está quieto, sentado en posición de reposo


2. Secuencia segunda: Moisés vuelve la cabeza y se da cuenta de la escena. En un rapto de
ira, afloja la presión sobre las Tablas, que están a punto de escurrírsele de las manos.
3. Secuencia tercera: Moisés se da cuenta, se detiene, acerca la mano que tenía sobre la
barba a las Tablas para sujetarlas, desviando involuntariamente aquélla también.

En síntesis, la interpretación que hace Freud del Moisés de Miguel Ángel es la siguiente: el escultor
ha querido representar a Moisés en el momento en que recupera la compostura exterior no
cediendo a la emoción interior y en que, refrenando la pasión, salva las Tablas de la Ley.

Moisés ha sublimado.

El Moisés de Freud, o la subjetividad del intérprete

En este punto quisiera dejar a un lado el interrogante de si este Moisés de mármol que Freud va
interpretando corresponde a la intención de Miguel Ángel. La intención que ha guiado la mano de
Miguel Ángel al esculpir esta obra es una tarea que dejo de buen grado a la competencia de los
historiadores del arte. Lo que sí es sin embargo de nuestra competencia es si la interpretación
freudiana refleja la intención que aporta Freud al interpretar “su” Moisés. En otras palabras, ¿quién
ha sublimado la propia rabia, Freud o Moisés? La pregunta nos conduce a un terreno propio del
campo de las investigaciones de los psicoanalistas, desde el momento en que nos induce a
reflexionar sobre la relación entre la subjetividad del intérprete y el trabajo de la interpretación (De
Robertis, 1995). Dentro de este espíritu me dispongo a verificar la subjetividad de la interpretación
freudiana.

Al comentar las vicisitudes de Moisés, ya antes había surgido la amarga reflexión de Freud, que veía
a “Moisés recompensado (…) con rebeliones, odios e ingratitud por aquel mismo pueblo que él
intentaba liberar” (Freud, 1900, pág. 349). La “traición de los seguidores” es un tema que trae a
colación los acontecimientos biográficos de Freud y que hace intervenir su subjetividad ante la
dolorosa desilusión padecida. Cuando Freud “espia” a Moisés y escribe el ensayo correspondiente,
en aquel periodo de su vida estaba encolerizado por lo que estaba viviendo: apenas terminada la
redacción del ensayo, Freud escribía a Ferenczi: “Estoy invadido por la rabia” (carta del 12 de enero
de 1914). Era un momento candente en la historia de la Institución Psicoanalítica y Freud sufría el
abandono de Adler y de Stekel, al mismo tiempo la polémica con Jung estaba en todo su apogeo.
Por tanto, la génesis de la motivación que llevó a Freud a inspeccionar, casi a hurgar, en los rasgos
del simulacro de Moisés, es una vivencia emotiva que radica en lo íntimo de sus experiencias
personales.

El año antes de escribir el ensayo, ante el comportamiento de Stekel, Freud confesó a Ferenczi que
la situación que reinaba entonces en Viena, lo hacía más similar al Moisés “histórico” que al de
Miguel Ángel (carta a Ferenczi, del 17 de octubre de 1912).

De todos es sabido que el Moisés “histórico”, el que nos ha llegado con la tradición bíblica, es un
personaje dominado por la ira que, traicionado e indignado, cedió a sus impulsos y destrozó las
Tablas de la Ley, dispersando sus valores. A Freud le influyeron la reactividad e impulsividad del
carácter de Moisés, sobre el cual escribía 20 años después: “la misma descripción bíblica calificaba
a Moisés (…) de irascible, fácilmente excitable como cuando, indignado, mató al vigilante que
golpeó a un hebreo, o como cuando , amargado por la apostasía de su pueblo, destrozó las Tablas
de la Ley que había traído del Monte de Dios, por esto Dios lo castigó al final por aquel gesto de
impaciencia” (Freud, 1934-1938, pág. 359 y sig.).

El mismo Jones intuyó las referencias subjetivas que animan la interpretación freudiana, cuando
subrayó, a propósito de la identificación con Moisés, el esfuerzo de Freud por dominar sus pasiones
(Jones, 1953, pág. 441). En esta misma dirección, otros ilustres biógrafos de Freud (Gay, 1988,
pág. 286, n.2; Robert, 1964, págs 305-6; Rodríguez, 1996, vol. II, pág. 125) confirman que Freud
había ejercitado un notable control sobre sí mismo para frenar su ira, sobre todo en los momentos
de encuentros oficiales, como el Congreso de Munich del 1913, y éste año es precisamente el de la
escritura del Moisés.
Y no en último lugar, también el libro del Éxodo confirmaba que Freud puso de su parte, desde el
momento en que la interpretación freudiana llegó hasta invertir la tradición testamentaria según la
cual Moisés, por el contrario, invadido por la rabia no protegió las Tablas de la Ley, sino que las
destrozó (Èxodo, 32, 15-19).

Al parecer, el hecho de que no se trate de ningún otro Moisés sino del de Freud y que sea una
lectura ajustada a la subjetividad del intérprete (Gonzalez Torres, 1996) no pasó por alto ni siquiera
en aquel entonces. De ello dan testimonio las dudas de Freud y las distintas vicisitudes que
acompañaron la publicación del ensayo en cuestión; contrariamente a Jones, Abraham y Ferenczi,
que le animaban a publicarlo, Freud no estaba seguro de que lo debiera hacer; “en cuanto al
problema del Moisés, tengo otra vez dudas” –confesaba – y así se llegó a la componenda de que,
en 1914, saliera publicado en Imago pero en forma anónima, como si la reticencia envolviese el
misterio de su autor. Abraham se muestra escéptico y cree que el anonimato de la publicación es
un escamoteo inútil y que, de todos modos, se reconocerá “el zarpazo del león”.

Sólo muchos años después, en el 1924, cuando salieron las obras completas, Freud reeditará el
trabajo asumiendo su paternidad: “he legitimado a este hijo mío no analítico” dirá (Carta a Weiss,
del 12 de abril de 1933). La lectura que hizo Freud del Moisés de Miguel Ángel mantiene su
fascinación puesto que abre un resquicio para observar las vivencias de Freud, la autenticidad de su
experiencias personales y, en definitiva, la subjetividad de Freud como hombre. Más allá del
refinado ejercicio de estilo del que Freud hace gala en su ensayo sobre Moisés, basado en el
examen de los detalles, método que me gustaría analizar más adelante, ahora quisiera detenerme
en estudiar la actualidad que reviste hoy el tema de la dimensión subjetiva de la interpretación y de
la “persona” del analista. Tomaré como punto de partida la subjetividad de la interpretación
freudiana y para ello empezaré por San Pietro in Vincoli.

En la quietud de la nave, durante las visitas que se suceden día a día, como en una imaginaria
sucesión de sesiones, Freud se ocupa del “paciente” Moisés. La suya no es contemplación sino una
serie ordenada de observaciones y, estudiando minuciosamente la estatua, parece que le haga
hablar… pero su interlocutor se mantiene congelado. A diferencia del convidado de piedra de Don
Juan, que al final del banquete se anima, la estatua de Moisés permanece muda, no responde a las
conjeturas de su observador. Quisiera por tanto marcar simbólicamente la relación entre Freud y la
estatua como el escenario de un setting carencial desde el punto de vista relacional.

El paciente, a diferencia de los textos sobre los que opera la praxis hermenéutica, que permanecen
mudos y que basta con saber leer (Gadamer 1967; Habermas, 1968) es un texto vivo que,
preguntando y respondiendo, en el discurso que desarrolla con el analista-intérprete, entabla un
diálogo, negociando las propuestas y las pistas que da el analista y que a su vez el matching de la
pareja analítica relanza.

Del mismo modo que Freud, razona para su coleto ante la estatua , sin poder tomar en
consideración la posición del otro, sin tener en cuenta la contraparte dialógica, así puede verificarse
en la estancia del análisis, donde la presencia de un paciente que habla y se expresa, no garantiza
por sí misma que la atención del analista tenga auténticamente en cuenta la experiencia del otro
que actúa en ese momento (Stern, 2004, parte III) y que, junto a él construya una narración
compartida (La Torre y otros, 2002). Me refiero a la consideración de que la intencionalidad del
analista, su subjetividad (Fosshage, 1995; Hirsch, 1996), su inevitable “intervencionismo” produce
briznas de trabajo fundados en sus vivencias, sus experiencias y sus emociones; es irrelevante que
todo este conjunto de subjetividades sea consciente o inconsciente, el problema es si después
funciona en la mente del analista como un a priori interpretativo, en la medida en que pasa por alto
la intencionalidad de la comunicación del paciente.

En el fondo, de forma intermitente o de vez en cuando, hay momentos en toda sesión en que todos
los analistas trabajamos “a solas”. Si esto sucede porque somos obedientes al modelo teórico que
utilizamos en la lectura del paciente o depende de los mapas subjetivos que utilizamos en la lectura
del mundo que habitamos, es indiferente, porque en ambos casos nos privamos de ese precioso
recurso que es el paciente. Al final, sólo él es depositario de la posibilidad de comprobar o falsear
nuestras conjeturas, del mismo modo que sólo él es la única vía de acceso a sus fuentes
documentales.

Y aquí llego al meollo de la cuestión. ¿Qué son las fuentes documentales que nos refiere el paciente
y de qué manera entenderlas? Por fuentes documentales no me refiero solamente al pasado del
paciente y a su historia, sino más bien a las informaciones relativas a su presente. Es innegable
que, en la medida en que el pasado colapsa sobre el presente, lo que el paciente comunica en el
presente de la sesión expresa sin duda su pasado, repropuesto con rigidez y conservación. Pero
esto no es todo. El paciente comunica también, y a pesar de todo, elementos de flexibilidad y
transformación (Mitchell, 1993), que pueden manifestarse alternativamente pero también
conjuntamente, con sus patrones mentales estáticos y consolidados, sintomáticos y disfuncionales.

Sin embargo, a diferencia de las referencias históricas y conservativas que, de modo consciente o
inconsciente, se acumulan en el texto del paciente, los índices del cambio en función de las
necesidades evolutivas de norma se manifiestan a través de una escasa visibilidad, entran a
hurtadillas en el relato del paciente, con una presencia silenciosa y discreta que se perfila en el
discurso del paciente como un microscópico inciso, un pequeño espacio entre comillas o un
diminuto paréntesis. Son justamente estos particulares de escaso relieve, estos detalles en sordina,
estos indicios minimalistas los que pueden ser índices de fenómenos de desarrollo futuro de notable
importancia y relevancia. Pero para explicitar mejor este tema, el tema de los indicios de cambio
que se manifiestan mediante detalles “invisibles”, me serviré de un sistema transversal, recurriré al
ámbito de las artes figurativas.

El método de los detalles

A finales de 1800 se abre camino en Europa un paradigma interpretativo basado en el método


indiciario. Se servía de él, en el ámbito de la historia del arte, su inventor, el italiano Giovanni
Morelli, que, al igual que Freud, era médico y, al igual que éste, había adquirido de la semiótica
médica la habilidad de un consumado observador (Ginzburg, 1986). Los museos del mundo están
llenos de cuadros con falsas atribuciones. ¿Cómo se puede entonces restituir la pintura a su
verdadero autor?, se preguntaba Morelli. He aquí su fórmula: la paternidad de un cuadro no debe
reconstruirse según la valoración general o el conjunto de la obra. En ese caso, la atribución se
basaría en aquellos caracteres que saltan a la vista más fácilmente y que, por lo tanto resultan más
fácilmente imitables, como, por ejemplo, la mirada elevada al cielo de los santos del Perugino o los
ojos almendrados de Botticelli o la sonrisa típica de los personajes de Leonardo. Para efectuar la
peritación de una pintura, es necesario sin embargo apuntar a los detalles secundarios – sugería
Morelli – a aquellos indicios mínimos, insignificantes e irrelevantes que pasan inobservados.

Justamente este tipo de indicios, menos influidos por las tendencias de la escuela a la que
pertenece el pintor en cuestión, figuran en los originales y no en las copias: caen en esta categoría,
por ejemplo, los lóbulos de la oreja de Botticelli o de Cosme de Tura, los detalles naturistas como
las flores, las plantas, los animales o los detalles del paisaje. Son detalles que descuida el copista y
precisamente este descuido lo traiciona. Aplicando este método, Morelli descubrió muchas falsas
atribuciones: el descubrimiento más sensacional fue la Venus de la Galería de Dresde ; considerada
como una copia del Sassoferrato de una pintura perdida de Tiziano, Morelli identificó en ella a una
de las poquísimas obras de segura paternidad del Giorgione.

El método de Morelli, como todos los procedimientos indiciarios, incluida la investigación policiaca,
remite a una perspectiva minimalista que considera revelador el dato residual y marginal. Un
método cuyo sentido interpretativo está en el hecho de que la revelación o la interpretación no
proceden de la observación directa de lo que se manifiesta, sino de la atención dirigida a
seleccionar los indicios indirectos, imperceptibles y aparentemente casuales. En la cultura árabe, la
palabra firasa indica el órgano del saber indiciario, de un pensamiento penetrante, capaz de pasar
de lo evidente a lo ignoto, aprovechando los indicios.

Nosotros somos psicoanalistas y no historiadores del arte, pero tengo la impresión de que la lección
de Morelli con su foco en los indicios secundarios es exportable con utilidad a nuestro campo de
investigación con el paciente. Se podría preguntar sin embargo, ¿porqué tomarse la molestia de
incomodar a Morelli, desde el momento en que el propio Freud ha aplicado en su dominio el
método fundado en el análisis de los indicios de la psique?

Indicios conservadores e indicios transformadores

En mi opinión, excepción hecha de los diversos campos de aplicación, ambos procedimientos son
muy distintos, no tanto por el método indiciario, común a ambos, sino por el distinto tipo de indicios
que cada uno busca. Los detalles que el método morelliano rebusca representan indicios de
autenticidad. Los indicios que el Psicoanálisis clásico toma en cuenta son los correspondientes a los
aspectos repetitivos y estereotipados, referentes al pasado del paciente y transmitidos por el
inconsciente dinámico. Lo que representa la despersonalización y la disociación del sujeto con
respecto a sí mismo. Pues se trata de indicios que, por supuesto, representan la “inautenticidad” del
sujeto. Al transferir la palabra autenticidad del campo de la historia del arte al dominio del
psicoanálisis, no quiero atribuir al término un significado ontológico sino funcional; me refiero a la
posibilidad de que el paciente, adoptando otra modalidad funcional, lea su realidad presente no con
las lentes deformadas de sus vivencias y sus patrones mentales elaborados en función de su
pasado, sino a través de las modalidades de su estar en el presente, un estar que sea presencia de
sí mismo y a sí mismo.

El método clínico freudiano “peina” el inconsciente, con la evidencia de que las referencias al
pasado y a sus vivencias, obviamente por un analista entrenado para recogerlas, están siempre en
primer plano en la narración del paciente. Si bien estoy convencida de que la escucha analítica no
puede subestimar indicios de tal naturaleza, no estoy inclinada a pensar que los recursos de la
terapia consistan en dedicar la interpretación a estas referencias. Creo sin embargo que deben
acogerse y trasladarse a la autorreflexión del paciente otros indicios de diversa naturaleza, que
expresan el registro de su “autenticidad”, de sus “elecciones”, de su personal plasticidad.

La intervención del analista debería restituir al paciente elementos utilizables como factores de
crecimiento y evolución, no de reificación e impasse (Ferro, 2003).
Me refiero por tanto a aquellos indicios que aparecen desvinculados de los habituales patrones
dinámicos del paciente, indicios de autenticidad, en la medida de que no están al servicio de un
falso Self, si queremos utilizar el lenguaje de la Selfpsychology .O, si queremos usar otro léxico,
indicios de algo que no está al servicio de la propia funcionalidad conservadora o de las propias
imágenes consolidadas. Gracias a esta perspectiva, suena hoy como nunca profética la intuición
fuerte de Hartman en relación con la autonomía del Yo y de la esfera libre del conflicto, olvidada
por desgracia por las sucesivas generaciones de los psicólogos del Yo.

Precisamente con respecto a estos “otros” indicios, a este lenguaje alternativo, pienso que es
estimulante el método de Morelli en lo que respecta a los indicios de autenticidad del pintor. Son
indicios reveladores – precisa Morelli – porque representan momentos en los que el artista,
desvinculándose de los cánones de la tradición cultural a la que pertenece, recurre a expresiones
personales “que se le escapan, sin que se dé cuenta” (Morelli, 1897, pág. 71, subrayado del autor).

¿Y no es exactamente este el trabajo que hace el paciente cuando se “permite” expresiones


auténticas, que son así por el simple hecho de haberse desvinculado de sus cánones tradicionales,
es decir, de sus dinámicas estereotipadas? Efectivamente, cuando a un paciente se le escapan
expresiones que sortean el control ejercitado por sus creencias inadecuadas, manifiesta un estado
emotivo de reticencia, decontrariedad, de embarazo e incluso de temor, como si algo se le hubiera
escapado de las manos, tal como piensa Morelli cuando dice, “que se le escapan, sin que se dé
cuenta”.

Quisiera subrayar que la atención clínica a estos elementos indiciarios remite a un modelo de
tratamiento e intervención más amplio, que no incluye sólo los indicios reprimidos de las fantasías y
de las vivencias históricas que pueden llegar a eludir las defensas. Paralelamente, conviene resaltar
también a los indicios evolutivos que escapan al control conservador de lo que es
intrapsíquicamente consolidado.

En definitiva, sacar a la luz la forma de actuar de Morelli es para mí un simple medio que funciona
como expediente para precisar que, mientras el método del Psicoanálisis clásico se polariza sobre la
aparición de los indicios conservadores, el método de algunas orientaciones psicoanalíticas actuales
se posicionan también sobre la epifanía de los indicios transformadores.

El recurso terapéutico

Son estos últimos los elementos reveladores de potenciales transformaciones (Fosshage, 1997) y
cambios progresivos. No obstante, estos elementos residuales que aparecen al margen de la
narración del paciente y que indician un potencial de evolución y de cambio futuro, en el momento
en que aparecen, asumen un tono silencioso, una coloratura tenue y casi imperceptible.

Por ser detalles “discretos”, no sólo escapan al control del paciente, afortunadamente, sino que
pueden escapar también al escucha del analista, y aquí con resultados menos felices.

Asumiendo esta perspectiva, no quiero subestimar el frente de la represión, de las defensas


estructurales, de la resistencia al tratamiento, de las compulsiones a la repetición, de los patrones
desadaptivos o de las creencias patógenas, en cualquier modo que se desee definirlos. Todo este
“ajuar” debería continuar manteniendo un peso privilegiado a los ojos del analista, en la misma
medida en que domina la vida psíquica del paciente. Pero lo que veo de forma diversa, es el distinto
destino del uso que debiera hacer de ello el analista. Se trata de elementos que no siempre y no
necesariamente habría que restituir al paciente bajo la forma de interpretación, sino que el analista
debiera vigilar continuamente, en una especie de diálogo interior o de interpretación silenciosa,
para calibrar sus intervenciones, es decir para ensayar el margen de maniobra y los pasadizos de
acceso que el paciente está dispuesto a concederse y a concederle con el fin de encontrar
soluciones alternativas. En otras palabras, hay que examinar el pasado/presente para poder
interpretar el presente/futuro (De Robertis, 2004).

El analista entonces se ocupará, como si observara un partido de ping-pong, a equilibrar el peso de


la dificultad de crecimiento del paciente con el de la potencialidad de evolución. De hecho, y llego
aquí a lo que quería decir, considero que el recurso terapéutico no está en la toma de conciencia
del pasado, como referencia a las vivencias experienciales, pero tampoco en la funcionalidad y en
las estrategias de supervivencia con las que se identifica y se reasume el paciente, sino en una
parte muy distinta: en aprovechar la posibilidad de poderse pensar de modo diverso y poder actuar
de modo diverso. Me gusta atrapar las sugerencias de Ferro cuando califica un análisis “no tanto
por los contenidos ( reprimidos o escindidos) sino por su capacidad de desarrollar los instrumentos
para sentir, pensar, soñar, y de mirar así al futuro” (Ferro, 2006, pág. 403).

Tengo en la mente una teoria de la cura que apunta a y apuesta por la lógica del cambio, por los
espacios potenciales (Ferrario, Garella, 2001) y por las intervenciones perspectivistas: un espacio en
el cual la llamada restitución al paciente no le proponga la dimensión del pasado/presente, sino que
sea sensible a la trayectoria del presente/futuro que el paciente saque a colación. Me inclino a
pensar que el análisis del pasado no baste, es más que si se hace de manera exclusiva pueda
resultar iatrogénico y reificante, concordando con Di Benedetto cuando afirma “que muchas veces
los pacientes no saben qué hacer con la fotografía psíquica de su vida” (Di Benedetto, 1998, pág.
8).
Sin duda, estos recursos transformativos varían de un paciente a otro y todos hemos aprendido en
nuestra propia piel cuan reducidas son en algunos pacientes, pero pensar que no son posibles en
todos los pacientes sería una paradoja y un fracaso de la cura.

Lo implícito, el símbolo y el tiempo

Una última nota. Los recursos del cambio no aparecen en el proceso analítico como un producto
confeccionado y listo para usar, sino que ocupan un espacio potencial, se manifiestan in fieri y se
colocan en un work in progress a lo largo del tratamiento (Badoni, 1998). Es por esto por lo que los
indicios de la alternativa son imperceptibles, como si el paciente inconscientemente se avergonzara
de haberlos dejado escapar fuera de su control conservador, tanto inconsciente como automático.
Pero también con embarazo, como nos sucede a todos ante una novedad inesperada aunque sea
prometedora.

Opino de hecho que los elementos de cambio, en el momento en que aparecen, justamente por no
estar todavía mentalizados (Bion, 1962), son inconscientes, pero no se deben a un inconsciente
dinámico, como expresión de la represión, sino a un inconsciente descriptivo como dimensión de lo
implícito, que yo considero como dimensión del tiempo interno necesario para aprender a.

Tener en cuenta a la dimensión de lo implícito del inconsciente, temática que la Ciencia Cognitiva, y
más recientemente la Neurociencia, han te

nido el mérito de sacar a la luz, captando la atención de algunas comunidades psicoanalíticas, no es


fácil de afrontar. Por parte de quien ha abierto el camino a la gestión clínica de la comunicación
implícita en el setting, sucede a menudo que se convierta en objeto de fácil simplificación. En este
sentido, no comparto la postura de quien asume el lenguaje de lo implícito, dentro de la
comunicación clínica, como un dato de hecho, una consideración de realidad que hay que tomar por
lo que es, ni más ni menos. Creo que sería oportuno tener presente que, si bien lo implícito no lleve
consigo funcionalidad y significación dinámico-defensiva, y aunque sea siempre una dimensión
inconsciente, imita los caracteres de lo que no pertenece a la conciencia “profunda”, colocándose
fuera de la gestión de la autorreflexión. Sin embargo, esto no significa que lo implícito no presente
una peculiaridad específica. Características que tiendo a pensar se centran en dos puntos
fundamentales: la presencia del símbolo y su conexión con el tiempo interior. Trataré de
examinarlos por separado.
Con respecto a la presencia del símbolo, quisiera subrayar que la consideración de que el “lenguaje”
del inconsciente implícito no se pueda adscribir al inconsciente dinámico y que, por consiguiente, no
cumpla funciones defensivas, no comporta – como consecuencia – que asuma una configuración no
simbolizada, por así decir directa, desprovista del recurso y del carácter intermediario del símbolo,
sin requerir por lo tanto un enfoque hermenéutico y una disposición interpretativa.

Justamente por ello, encuentro indebida la desconexión entre el código implícito y el registro de lo
simbólico utilizada por algunos autores (vease Daniel Stern, 2004 o Beebe y Lachmann ,2002) que,
inclinados a considerar la comunicación implícita como expresión de un dato de hecho,no devuelven
la riqueza y la compleja articulación del vocabulario de lo implicito.

Creo que el símbolo estructura la forma que asume lo implícito, si bien la formalización simbólica no
se pone al servicio del enmascaramiento defensivo, según la lógica simbólica freudiana, sino que
pertenece a la economía de otra finalidad que tiene que ver con el tiempo psíquico y, siguiendo ese
hilo, voy a comentar el segundo punto.

Legitimar la presencia del símbolo en el inconsciente implícito se cruza con el tema de la función
absuelta por el lenguaje simbólico como forma de lenguaje metafórico. Viene aquí en nuestra ayuda
la lingüística cognitiva ( Lakoff, Jonshon, 1980; 1998 ), subrayando en qué medida la configuración
metafórica es el código lingüístico específico utilizado en la activación de los procesos de cambio. La
finalidad del empleo de la metáfora no es la de camuflar o de despistar, sino de poner en palabras,
por parte del sujeto, a una zona suya de transición entre lo que no es todavía y lo que será. La
metáfora corre en ayuda de la evocación de lo imprecisable. Dentro de esta óptica, la alternativa
que aparece de modo implícito e indiciario como potencialidad de cambio, representa lo que espera
convertirse en pensamiento explícito y presente y, como tal, vehículo de realidad para el futuro.

En ese sentido, el código de lo implícito contrae un fuerte ligamen con el tiempo, y más
específicamente con el tiempo de espera. Lo implícito y el índice alternativo del que se hace
portavoz, vendría a configurarse como algo inédito que existe en el sujeto y que está producido por
él, pero que al mismo tiempo no existe todavía, en cuanto no es todavía mentalizable y gestionable
y exige una progresión psíquica gradual hacia su aproximación y adaptación por parte del sujeto. Lo
implícito es ciudadano de un territorio en el que se anuncia un cambio que hay que considerar
como futuro y preanunciado, en la medida en que el sujeto está creando una petición de significado
(Thanopolus, 1998).

El analista se encuentra ante una serie de señales e indicios que, no obstante, se mantienen
indecibles y “indecidibles” (Badoni, 1998), en cuanto están referidos a un pensamiento que no se
puede nombrar todavía, que habita en una zona de suspensión media. Me refiero al tiempo de la
espera, al tiempo de la expectativa, durante el cual el cambio asumirá su forma explícita y caerá en
el momento oportuno, el kairós, como llamaban los griegos al momento “justo”. Se trata de un
proceso temporal que yo definiría como futurización , ámbito de preeminencia para Bollas (1987),
en la indagación de la experiencia que parta de lo conocido-nopensado para llegar a la
pensabilidad, para poder ser mentalizado.

A un proceso análogo se refiere también Bion (1962) cuando explora el proceso de alfabetización.
La dimensión de lo implícito, en el sentido de lo que vendrá, de lo que se hará, hace que el analista
tenga que escuchar en sintonía con los recursos potenciales del paciente que se manifiestan a
través de pequeños indicios, a veces tan simbólicos como los indicios dinámicos, aunque dotados de
un valor de adaptación muy distinto. Indicios que no se manifiestan abiertamente y que deben ser
interpretados simbólicamente dentro del proceso analítico. Indicios que hablan, aunque
silenciosamente, y que a menudo, en medio del bullicio del inconsciente dinámico, pueden no ser
advertidos.

Por esto, se me ocurre pensar, ¿Y si, como sucede con la atribución de autenticidad a un cuadro,
también con respecto a la atribución de “autenticidad” al paciente, Morelli, con su método de los
detalles, hubiese acertado?

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