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Pers.Filos.Pedag.

Didact
Clase I

Introducción a la problemática disciplinar contemporánea


Prof. Cristian Ezequiel Guarinos

I. El cuerpo como blanco de represión penal

En su obra Vigilar y castigar1, Michel Foucault realiza un minuciosa análisis del sistema penal de
la época clásica, éste deja entrever entre sus mecanismos de punición una acción del poder
centrada exclusivamente sobre el cuerpo. Si bien es cierto que además del suplicio había otros
métodos de castigo como la deportación y la multa, estos eran acompañados de manera
suplementaria por castigos físicos ligeros como el látigo y la marca. El suplicio se trata de una
pena corporal capaz de producir una determinada cantidad de sufrimiento. No se buscaba
simplemente dar muerte sino hacer de ella muchas muertes, retener la vida en el sufrimiento y
en el dolor lo que se crea necesario para cumplir la condena o conseguir la manifestación de la
verdad que el sistema penal buscaba ávidamente. El cuerpo del infame debe ser marcado de tal
manera que su delito y castigo perdure en la memoria de los hombres. En esta práctica punitiva,
la justicia se manifiesta en todo su poderío y esplendor sobre el cuerpo de quien ha atentado
contra el orden soberano. Los quejidos del infame ante el público son una prueba del
desmesurado poderío de la justicia. La función instructiva de los suplicios sigue surtiendo
efecto aún después de la muerte: los condenados eran expuestos quemados y mutilados allí
donde todos pudieran verlos. Debía manifestarse visiblemente el poder soberano exponiendo a
la vista de todos las consecuencias del accionar insurrecto del infame. El pueblo era instruido
mediante la manifestación pública de la pena, sabía, de esta manera, cuál sería su suerte si
incurría en la osadía del crimen, de la anormalidad o de la transgresión a las leyes.
Este carácter de espectáculo es sólo exclusivo de la aplicación del castigo ya que todo el
procedimiento penal en el cual se elaboraba la sentencia se llevaba a cabo en secreto, inclusive
para quien sería acusado. El establecimiento de la verdad del crimen era un derecho exclusivo
del soberano y sus jueces, el pueblo sólo percibía sus efectos, no intervenía en ningún aspecto
de su elaboración. Con esto el soberano hace saber que el derecho de castigar no pertenece a la
multitud, que ese poder es exclusivo de su persona y nadie, a excepción de unos pocos, puede
intervenir y subvertir sus dictámenes. Es una manifestación de poder no hacer general la
decisión de castigar. El rey, semidiós, decide sobre lo múltiple.
Si bien este ejercicio secreto y centralizado hace pensar en cierta arbitrariedad en el poder de
castigar, lo cierto es que se obedecían reglas aunque elementales y, como se vera de inmediato,
con sus falencias en la institución de la verdad penal.
En el siglo XII se encontraban distinciones como pruebas directas (testimonios) o pruebas
indirectas (por argumento), plenas o semiplenas 2, cuya combinación reglada podía determinar
al sospechoso culpable. La verdad en la esfera penal es por consiguiente algo complejo, aunque,
sistematizada su consecución, imperaba cierto relativismo porque un testimonio era anulado si
provenía de un vagabundo y tenido en cuenta si provenía de una persona de consideración. La
verdad, por consiguiente, a pesar de su pretendida objetividad, incurría en falacias
dependiendo de quien la emitiera (ad hominem3), haciendo de la justicia una opinión más o
menos fundada.
Uno de los mecanismos fundamentales que se conforman en esta penalidad es el de la confesión,
en la cual el cuerpo del condenado juega un papel central. Que el condenado confiese constituye
1
FOUCAULT, Michel; “El cuerpo de los condenados” y “La resonancia de los suplicios”; La vida de los hombres infames;
Ed. Acme; Bs As.; 1996.
2
FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Bs. As.; Ed. Siglo XIX; 1991; p. 42.
3
Latín, “dirigido a la persona”.
una prueba indubitable, tan sólida que no es necesario añadir otra. La verdad se manifiesta en
todo su esplendor sin la necesidad de un trabajoso entramado de indicios. El cuerpo del
acusado contribuye a la producción de la verdad y a legitimar todo el proceso penal que se
realizaba en secreto, corroborando que el poder se manifiesta de manera justa y acertada. Las
relaciones poder-saber se exhiben de manera plena en la confesión. Al ser ésta un mecanismo
tan valioso para la configuración de la verdad penal, será buscada mediante todas las
coacciones posibles, como por ejemplo: el juramento, o más efectiva aún, la tortura física. Esta
permitía arrancar una verdad que luego será repetida como confesión espontánea y natural.
Pero, analizado en profundidad, este mecanismo de obtención de la verdad mediante el suplicio
tiene un carácter sumamente equivoco. Alguien sometido a los tormentos del dolor puede
confesar cualquier cosa con tal que el mismo cese, o un culpable podría soportar los
sufrimientos para evitar la condena. El film Los fantasmas de Goya4 muestra una particular escena
en la cual es tratada ésta cuestión: un sacerdote perteneciente a la Inquisición es sometido a
torturas y para que estas cesen debe firmar un documento con una proposición totalmente
absurda; finalmente la firma al no soportar los tormentos, deslegitimando el procedimiento que
él mismo utilizaba para conseguir la verdad. La acción del poder sobre el cuerpo busca el
alumbramiento de la verdad y también, como acaba de verse, instituir una verdad, crearla,
inventarla. El suplicio manifiesta el hecho delictivo, pero también puede inventarlo haciendo
del condenado un pregonero de un crimen inexistente. Dolor-verdad es un sistema de
configuración de prácticas y saberes fundamental en la época clásica.
Las prácticas mediante las cuales se obtenía la verdad, que podía ser un hecho o una invención
procurada por los métodos del sistema penal, estaban sumamente regladas. Obedecían a una
duración, a momentos, instrumentos utilizados, intervenciones de los jueces, etc. El sometido
fracasaba confesando y triunfaba resistiendo. El dolor era la criba por la que debía pasar el
condenado para manifestar o no su culpabilidad. Los jueces percibían las fallas de este sistema
de configurar la verdad, por lo que se cuidaban de someter a tormentos a acusados de delitos
demasiado graves, ya que si resistían deberían dejarlos en libertad y no podrían imponerles la
pena de muerte.
El suplicio tiene por consiguiente el doble oficio de medio y de castigo; como tal, figuraba
inmediatamente después de la pena de muerte. No era sólo un mecanismo de conformación de
la verdad sino también el castigo ante una verdad ya manifiesta. El cuerpo supliciado tiene,
pues, un papel central: es el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la
verdad.
Una vez determinada la culpabilidad del infame, el cuerpo tiene nuevamente un lugar central
en la ceremonia del castigo. Este es expuesto públicamente, supliciado, humillado. La verdad
del crimen, que durante todo el procedimiento penal se mantuvo en secreto, ahora se manifiesta
y es apreciada por todos. El suplicio garantiza la articulación de lo secreto con lo público, es una
ocasión para afirmar la disimetría de las fuerzas rey-delincuente, ley-delito. El condenado
corrobora el correcto accionar de la justicia mediante la proclamación de su culpabilidad. Eran
usuales las retractaciones públicas frente a las iglesias, los gritos de arrepentimiento y los
discursos de patíbulo. El infame instaura el suplicio como momento de la verdad confesando su
crimen. La justicia es servida. Su presa autentifica y, de alguna manera justifica, el tormento que
sufre.
La función del suplicio es alumbrar la verdad. Esto queda fuertemente en evidencian en los
suplicios simbólicos cuya realización está íntimamente ligada al crimen cometido: se le taladra la
lengua a los blasfemos, se quema los impuros, se corta la mano que dio muerte, etc. La condena
queda de esta forma ligada a la falta, produce y reproduce, hasta a veces con teatralizaciones, la
verdad del delito. Crimen-castigo debe ser un binomio a perdurar en la memoria colectiva. El
infame es quien ha ultrajado la soberanía, ésta se restaura manifestándose en todo su esplendor,
desmesuradamente. El infractor atenta contra la persona misma del príncipe que reafirma

4
Dirección: Miles Forman; guión: Jean-Claude Carriere; 2006.
enfáticamente su poder satisfaciéndose de una ofensa personal a través del verdugo, que es
quien despliega la fuerza oficiando de engranaje entre el mandato y la ejecución. El suplicio
reafirma el poder, lo reactiva, no se busca una proporcionalidad de la infracción y la pena. Este
es un atenuante posterior de la acción sobre el cuerpo, surgido como reacción a las crueldades
del régimen. El poder del soberano se manifiesta desenfrenadamente, su accionar debe
reafirmar su poder, debe dejar bien en claro quién es el rey de una forma enfática y grabarse, de
esta manera, en la memoria del pueblo.
La efectiva realización de la ceremonia punitiva está asegurada por la articulación, en torno a la
misma, de todo un aparato militar (soldados, jefes, arqueros) cuya función es evitar todo
impedimento o interferencia en el suplicio por parte del público. La conformación del ritual no
es más que otro despliegue del inmenso orden del soberano. Es necesario impedir toda evasión,
alboroto o simpatía hacia los condenados. Esta organización hace pensar en un temor tácito, de
parte del poder soberano, a la sublevación del público que presencia el castigo. Aquí se
manifiesta el carácter plural del poder, ya que no hay una forma unilateral de ejercerlo. El poder
es, por consiguiente, un entramado complejo de fuerzas fluctuantes: el pueblo teme al rey pero
el rey teme también la sublevación social. El poder es un juego sutil de relaciones de fuerza muy
distinto de la dominación, que sería más bien la cristalización de una de las configuraciones de
relación del poder. La dominación es un ejercicio exclusivo del rey, es unidad. Pero el poder
esta por doquier, es pluralidad.
Las funciones del pueblo en el ritual punitivo son varias. Se lo convoca para ser testigo del
castigo, para atemorizarse e, inclusive, incorporarse al poder que castiga. El condenado es
ofrecido a los insultos, al desprecio general, a la burla y a las exaltaciones de violencia pública.
El pueblo es invitado a tomar parte en la venganza del soberano, a sumarse a la fuerza que
castiga. Esto significa incrementar su poder mediante la conglomeración de una pluralidad de
fuerzas individuales que se anexan a la unidad monárquica. El accionar del pueblo contra los
enemigos del rey es una forma de mostrar la adhesión al régimen. También es cierto, como se ha
dicho, que los mecanismos del poder son susceptibles de ser intervenidos y contrariados por el
colectivo social. Tal es el caso del rechazo popular ante las condenas injustas, la rebelión, las
aclamaciones de compasión y el enojo por la sentencia. La asistencia del público no representa
necesariamente adhesión al régimen (aunque fuera convocado para ello), ya que este
espectáculo también ofrecía otras curiosidades. La gente gustaba de ver al condenado, que
ninguna consecuencia peor podría ya tener, maldecir a los jueces, a las leyes, al rey, etcétera, y
de esta manera decir lo que nadie se atrevía, lo prohibido, el tabú5, lo que el miedo hacía callar.
La articulación del poder entre el soberano, que es quien decide el castigo por haber sido
alcanzado indirectamente por el crimen, y el verdugo, que es quien despliega la fuerza y la
violencia, es bastante singular. El verdugo es quien se asemeja más directamente al criminal, es
quien debe tratar físicamente con él. Por su parte, el soberano no se identifica tan íntimamente
con la violencia y el encarnizamiento que el suplicio genera, aunque de él dependa la orden de
su realización. El verdugo es salpicado por la sangre mientras el rey permanece en el ámbito
intangible del mandato. He aquí una separación de la sentencia y la ejecución que será cada vez
más grande y patente hacia el advenimiento de las sociedades disciplinarias, sobre todo en
instituciones como la cárcel que ha merecido la crítica de haber quedado disociada de la
legalidad del sistema. El poder soberano goza del lujo de articularse en agentes que accionan a
su voluntad, que se identifican con él pero que no son él mismo. A quien se aborrece, en todo
caso, es al verdugo, cuya patencia física central en la ceremonia punitiva lo hace vulnerable a las
reacciones públicas por su salvajismo y crueldad.
Podemos relacionar este auge del castigo supliciante con factores socio-económicos, aunque sin
reducirlos a ellos como causas únicas. La carencia de una economía de tipo industrial hace de la
fuerza de trabajo y, por consiguiente, del cuerpo, algo de poco valor y utilidad comercial. Un
cuerpo que puede inscribirse en un sistema de producción y contribuir a solidificar sus fuerzas

5
FOUCAULT, Michel; El orden del discurso; Tusquest ed.; Bs. As.; 2008; p. 14.
no sería desechado tan fácilmente por el sistema penal. El cuerpo no era contemplado por su
utilidad ni existía un sistema que permitiera verlo de este modo. Es algo desechable por estar
estigmatizado por un mal que no contribuye al orden social, sino que atenta contra él.
El criminal es irrecuperable, imposible de domesticar. El cuerpo es portador de un alma
maligna y esta es una condición irreversible, por lo que nunca podrá integrarse como miembro
positivo de la sociedad. Castigar se tornará con el tiempo en menos honroso que ser castigado,
por lo cual el poder de castigo se articulará en múltiples agentes. El sistema punitivo, que en la
época clásica estaba tan concentrado, se desgranará en una multiplicidad de fuerzas que
intervendrán activamente en el proceso penal. Sus intervenciones conformaran la sentencia o
vendrán a racionalizar una sentencia ya tomada, a la cual sólo les atañe justificar. El soberano,
que acaparaba todo el derecho de decidir la condena, cede el dominio en este ámbito y la
decisión del castigo se disuelve en la pluralidad.
Poco a poco, el suplicio comenzará a ser intolerable. El encarnizamiento, la violencia, la sed de
sangre del verdugo, resultarán amenazantes para la sociedad entera. La infamia se invierte, el
verdugo aparece ahora como un personaje aborrecible y el criminal es digno de compasión. Esta
nueva simpatía llevará inclusive a una resignificación estética del crimen, a su apreciación bajo
formas más complejas que la mera falta. Tal caso podemos encontrarlo, entre otros, en la obra
Tomás De Quincey:

“Todo en este mundo tiene dos caras. El asesinato, por ejemplo, puede verse por su lado moral (...) o
puede verse desde el punto de vista estético, como lo llaman los alemanes, es decir, en relación con el buen
gusto. (...) La gente empieza a darse cuenta de que en la composición de un bello crimen intervienen algo
más que dos imbéciles, uno que mata y otro que es asesinado, un cuchillo, una bolsa y una callejuela
oscura. Un designio, señores, la agrupación de las figuras, luz y sombra, poesía, sentimiento, se
consideran ahora indispensables para intentos de esta naturaleza".6

La intención de disminuir el sufrimiento, las mil muertes que el suplicio prodiga, se ven
plasmadas en maquinarias concretas que hacían efectiva la muerte sin ninguna prolongación de
los sufrimientos. La guillotina, por ejemplo, es una maquinaria de castigo totalmente adecuada
a estos fines. Si bien la muerte era segura se disminuía el pasaje hacia ella, no se retenía la vida
en el dolor. La muerte se da en un instante indivisible, visible, y con un grado mínimo o nulo de
sufrimiento. La vida es suprimida casi sin tocar el cuerpo, de manera discreta y rápida. Este
artilugio nos devela la intención, cada vez más acentuada, de reducir la acción sobre el cuerpo
del condenado. Se crea la necesidad de castigar de otro modo desechando la venganza física de
soberano que habituaba al pueblo a la sangre y al terror. La creciente benignidad del aparato
judicial (introducida por reformadores como Beccaria y Bergasse, entre otros) llevará a la
reducción considerable, desde fines del siglo XVII, de los castigos crueles y violentos,
desplazándose, cada vez más, la punición a la transformación y corrección del individuo,
produciendo un reacondicionamiento del poder de castigar.

II-La punición correctiva: disciplina y apaciguamiento del suplicio.

Sociedad disciplinaria hace referencia a un ejercicio del poder centrado especialmente en la


transformación del individuo. Bajo esta noción, Foucault analiza los diversos métodos de
coacción ejercidos en tres instituciones icónicas: la escuela, la fábrica y la prisión. Disciplinar, en
primera instancia, hace referencia a la creación de hábitos mediante una reglada sujeción
espacio-temporal del individuo.
Entre las múltiples modificaciones que se advierten en el pasaje a la sociedad disciplinaria,
podemos señalar como fundamental la desaparición de los suplicios y, como se anticipaba en el
capítulo anterior, la emergencia de un carácter puramente correctivo de la punición. Los

6
DE QUINCEY, Tomas; El asesinato como bello arte; Ed. Alianza; Madrid; 1994.
castigos dejan de ser inmediatamente físicos. Surge, paulatinamente, una discreción o recato con
respecto a los sufrimientos infligidos al cuerpo. La represión penal cambia de objetivo;
desaparece el cuerpo descuartizado, marcado, supliciado, expuesto en espectáculo público. Los
límites que definían una acción como criminal permanecen, en cierto sentido, invariables. Lo
que cambia no es lo penado sino aquello sobre lo que la pena recae. El asesinato, la violación,
etc., siguen estando por fuera del límite de lo permitido, pero el trasgresor se hace acreedor de
otro tipo de castigo, de otra forma de lidiar con la condena.
A fines el siglo XIX el castigo deja de ser teatro. La ceremonia punitiva ya no es comprendida. El
castigo, sospechosamente, comienza a emparentarse con el delito. El verdugo, de esta manera,
supera en escabrosidad al delito que procura impedir, habituando al pueblo a un salvajismo
superior a aquel contra el que reacciona. Se siente el suplicio como un ejercicio de la crueldad
que reaviva la violencia. El verdugo comienza a ser, en esta inversión, el criminal, y el
condenado es ahora objeto de compasión y hasta de admiración. La violencia influye
negativamente en los espectadores, aún estando el verdugo investido en un régimen de
legalidad. Castigar resulta algo peor que ser castigado. La ejecución de la pena tiende a
convertirse en una parte secreta del proceso penal. Este relajamiento de la acción sobre el
cuerpo es un tratamiento radicalmente distinto al que el sistema penal de la época clásica
realizaba. En la prisión, la deportación o los trabajos forzados, el cuerpo es considerado como
un instrumento o medio que está en función de un sistema de coacción con sus obligaciones y
prohibiciones. El dolor no forma parte ya de la pena, o mejor aún, tiende a reducírselo al
mínimo, ya que cierto fondo supliciante persiste, de manera sutilísima y al margen de la ley, en
los mecanismos de penalidad moderna. Por ejemplo: la prisión posee, aunque disimulados,
suplementos que atañen al cuerpo, como la ración alimenticia, la privación sexual, los golpes, el
encierro.
La atenuación de la severidad penal sobre el cuerpo implica un cambio de objeto, un
desplazamiento de su punto de aplicación. Se buscará, pues, un castigo que actúe sobre el alma,
la voluntad, el pensamiento, los hábitos y los gestos. La justicia debe ahora actuar sobre una
realidad intangible instrumentándose con técnicas, discursos científicos y saberes, inaugurando
todo un régimen de verdad. El verdugo será ahora reemplazado por una pluralidad de técnicos:
vigilantes, médicos, psiquiatras, psicólogos, educadores. Toda una serie de agentes del no
sufrimiento hacen su entrada en escena, vienen para corroborar que el dolor ya no es lo que
interesa infligir al cuerpo.
La pena no será ya considerada en función del crimen. Lo que se procurará con ella será
impedir la posible repetición de la falta. El ejercicio del castigo debe ser mesurado, económico,
se debe castigar lo suficiente como para impedir la reincidencia. La función de la pena está
volcada al devenir, a la búsqueda de un determinado efecto. Basta sólo con quitar el deseo que
hace atractivo el delito. Éste debe configurarse como algo indeseado e inimitable, tanto de parte
del castigado como de aquellos que actuaren análogamente. El castigo debe impedir que el
crimen recomience, debe mostrarlo como algo indeseable, como una mala empresa, ya no
mediante la supresión de la vida sino mediante la sujeción de la misma a un sistema de
coerciones. No se decide la muerte sino que se administra la vida.
Se exige, como un medio para superar la arbitrariedad de la condena que imperaba en el
régimen soberano, lo que llamaremos una democratización de lo legal, es decir: que las leyes sean
claras y accesibles a todos mediante su publicación. Nada en el castigo debe recordar a la
arbitrariedad humana, el delito debe deducirse del castigo cual si se tratara de una causalidad.
La ley debe asimilarse a una necesidad de las cosas, actuar como una fuerza natural, ser
aceptada sin esfuerzo. Lo cual significa un cambio considerable al carácter casi secreto que
tenían los procedimientos penales clásicos de los cuales nadie tenía conocimiento ni posibilidad
de intervención. El cuerpo, que antiguamente era propiedad del rey, pasa a ser ahora un bien
social, un bien útil mediante el cual el condenado deberá pagar a la sociedad por su daño. Se
redefine la inscripción del cuerpo en las relaciones de poder. El inepto puede transformarse, ser
perfeccionado y manipulado 7. El cuerpo dócil aparece como una sustancia generosa capaz de
formarse en hábitos, gestos y costumbres que le eran ajenas. Los métodos de sujeción de las
fuerzas del cuerpo que le imponen relaciones de docilidad-utilidad es lo que podemos llamar
disciplina. Mediante ella se busca un aprovechamiento máximo de las capacidades y utilidades
del individuo. Antes de relacionarla con instituciones concretas, vale aclarar que la disciplina es
esencialmente una fisonomía del poder, un modo particular de su ejercicio que prioritariamente
será analizado en relación a las instituciones, aunque no se reduce completamente a ellas, ya
que la disciplina como ejercicio particular del poder rebasa lo institucional y se inserta en el
corazón mismo de lo social.
Entre los mecanismos centrales utilizados por la disciplinas se encuentra la distribución de los
individuos en el espacio. El colegio, el internado, los cuarteles, ofrecen un vasto ejemplo de un
espacio cerrado cuyo interior es heterogéneo y parcelado de tal manera que cada individuo
tenga su lugar determinado. El espacio debe ser útil, contribuir a la eficacia sin comunicaciones
que entorpezcan el disciplinamiento. Este sistema de configuración espacial es común en
fábricas desde fines del siglo XVII. Los cuerpos son aislados y localizados en el espacio de tal
manera que su seriación constituye la composición de la fuerza de trabajo. Por lo cual, la
disciplina no es sólo la sujeción espacio-temporal del individuo sino la composición de un
aparato eficaz. El obrero se distribuye de acuerdo a un sistema de relaciones que hace eficaz la
producción. Los cuerpos ofician de piezas de una máquina compuesta, como bien lo muestra el
film de Charles Chaplin Tiempos Modernos8. Los sistemas de enseñanza incorporaron este
mecanismo asignando lugares individuales, lo cual posibilita el trabajo y el control simultaneo
con un número considerable de alumnos, y de esta manera poder jerarquizarlos,
recompensarlos, castigarlos, etc. En fin, de tener el mayor número de efectos posibles.
Otro mecanismo9 importante que hace a la disciplina es el empleo del tiempo. Se establecen
ritmos, ciclos de repetición, de tal manera que el tiempo utilizado sea depurado, medido, exacto
y aplicado. El cuerpo debe ajustarse a un accionar en un marco temporal totalmente delimitado
para intensificar la utilidad de todo instante. El tiempo disciplinario se impone paulatinamente
en la práctica pedagógica separando la formación en estadios, fases o ejercicios de dificultad
creciente. El alumno será calificado de acuerdo a su pasaje por cada serie. La disciplina por
consiguiente no disminuye las fuerzas del cuerpo ni tiende a apaciguarlas como en el caso del
régimen soberano. De lo que se trata de encauzarlas, entrelazarlas de tal manera que se
multipliquen y sean utilizables en su máxima potencia.
La punición correctiva fabrica individuos útiles a partir de modestos procedimientos que son
completamente sutiles si se los compara con los grandes rituales del soberano. La disciplina es
el arte de la mesura, del recato, de una acción sobre el cuerpo mínima pero significativa. Para
hacer efectiva sus sujeciones la disciplina necesita de un régimen de vigilancia continuo. Pero
sería insuficiente señalar la vigilancia como una mera medida de control si tenemos en cuenta la
íntima relación poder-saber. La observación permanente procura, además de control, material
para la configuración de nuevos saberes. Todas las instituciones disciplinarias producen y
sustentan saberes10. Vigilar se constituye como una función específica de toda institución
disciplinaria; en el caso de la prisión, por ejemplo, dicha función tiene, inclusive, personal
especializado para ello, así también en las fábricas, en las que la vigilancia pasa a ser un
operador económico indispensable. Los vigilantes son también vigilados, el poder se ejerce en
todas direcciones y se ciñe sobre sí mismo formando un sistema integrado. El panóptico de
Bentham11 es la manifestación arquitectónica de ese deseo de perpetua vigilancia, una invención
tan eficaz para sus fines que funcionaba automáticamente aún cuando nadie estuviera en él. El
condenado, sometido a un campo de visión continua, reproduce las coacciones del poder; basta
7
FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Ed. Siglo XIX; Bs. As.; 1991; p. 140.
8
Dirección y guión: Charles Chaplin, 1936.
9
Se entenderá por mecanismo un modo de ejercer el poder que busca obtener un determinado efecto.
10
Criminología, Pedagogía, etcétera.
11
FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Ed. Siglo XIX; 1991; p. 199.
sólo con saberse observado. Este artilugio representa la manifestación ideal del accionar
disciplinario: una acción automática, sutil, constante, sin cuerpo a cuerpo y totalmente
económica en cuanto a sus medios.
Si bien los mecanismos disciplinarios penetraron en el entramado social dejando de ser algo
exclusivo del sistema penal, en toda institución disciplinaria funciona un pequeño mecanismo
de punición que sanciona o gratifica los usos eficaces o ineficientes del espacio-tiempo, del
cuerpo, de la palabra, de la sexualidad, etc. La penalidad disciplinaria es un castigo leve
(privaciones, humillaciones, castigo físico) que sanciona principalmente a quien se aleja de la
regla, al inepto.
Castigar es, en el régimen disciplinario, ejercitar. El castigado no sólo tendrá que hacer
nuevamente aquello en lo que ha fallado sino, además, hacerlo de manera intensificada. El fin
del castigo disciplinario no es algo distinto de ella, su fin es efectivizar la disciplina misma. Esta
sanciona para encauzar al individuo, lo pone del lado de la verdad, de lo correcto, lo sitúa allí
donde se quiere que esté. El examen12 constituye un elemento de la disciplina que permite dicha
operación, en la cual la mirada del poder normaliza clasificando, calificando y castigando. Es un
momento del proceso disciplinario en el que el poder despliega su fuerza y establece su verdad.
Se manifiestan visiblemente las relaciones de poder-saber. La disciplina corrobora su accionar
efectivo mediante el examen, ésta ha permitido en las instituciones educativas la elaboración de
una pedagogía puesto que a través de él se objetiviza la práctica educativa manifestando sus
resultados. La actividad disciplinaria va acompañada de toda una acumulación documental, de
saberes que se producen y perduran como datos útiles para su ejercicio. El individuo se
constituye como un caso, como un objeto de conocimiento que hay que clasificar, normalizar,
excluir, etc.
El relato sobre un hombre era una manifestación del poder que poseía. Se narraba sobre aquel
que era digno de perdurar en la memoria de los hombres por sus acciones épicas, productoras
de toda una literatura de relatos encomiásticos. La escritura como procedimiento disciplinario
invierte las relaciones de poder. Aquel sobre quien se escribe no es ya el héroe de la epopeya
sino el personaje objetivo de un documento que se utilizara eventualmente. La descripción
biográfica del individuo es parte del proceso de dominación, deja de ser exclusiva de la
exaltación heroica. El individuo pasa de ser hombre memorable para ser medible. Las relaciones
de poder-saber atraviesan todas las instituciones disciplinarias, inclusive en la cárcel donde
comienza a desarrollarse una tipología de los delincuentes, una criminología. Se clasifican los
crímenes y los castigos, se individualizan las penas de acuerdo a los caracteres singulares de los
delincuentes. Esta institución, que podríamos ver como un ícono de la sociedad disciplinaria,
desde finales del siglo XVII se instituye como forma universal de castigo, todas las penas
establecidas hoy en día son privativas de la libertad. Si bien anteriormente se practicaba el
encierro, éste se daba al margen del sistema penal. Poco a poco la prisión fue constituyéndose y
ocupando todo el espacio del accionar punitivo. Las críticas que la prisión ha recibido desde su
institución en el sistema penal han sido diversas 13. Se ha dicho que impide al poder judicial
controlar y verificar la aplicación de las penas. La ley no penetra en las cárceles. La sanción,
como se ha anticipado en el capítulo I, se disocia de la aplicación del castigo. Otra de las críticas
al sistema carcelario es la de crear una comunidad homogénea de criminales, un foco de maldad
en el corazón mismo de la sociedad, mediante la reunión de infames que se encontraban
dispersos, los cuales se evocan definitivamente a la criminalidad funcionando la cárcel como
una fábrica de sus futuros reclusos. Por otra parte, al proporcionar la prisión alimentos,
vestidos, trabajo y hasta estudios, procura mejores condiciones de vida que las que llevan los
obreros. La película de Charles Chaplin que citábamos anteriormente no muestra esta
problemática: el protagonista encuentra en la cárcel unas condiciones de vida mas gratas que las

12
Ídem cit. anterior, p. 189.
13
FOUCAULT, Michel; ”La sociedad punitiva”; La vida de los hombres infames; Ed. Acme ; Bs. As.; 1996; p. 37.
que llevaba en libertad, y una vez liberado incurre en distintos delitos para volver a la cárcel
donde llevaba una mejor vida.
La sutilización de la severidad penal que veíamos como el pasaje de una sociedad a otra se
convierte en una crítica recurrente a la cárcel, la cual no es vista como una pena verdadera, se le
objetó no ser lo suficientemente punitiva. La intervención disciplinaria es una de las respuestas
que se han elaborado contra las críticas fundamentales hacia el sistema carcelario. Para evitar
conformar un ejército de maleantes se debe aislar cada uno de ellos en el interior de las
prisiones, deben moralizarse mediante el trabajo, la instrucción y la religión. Se desarrolla en
torno a la prisión toda una serie de instituciones parapenales de prevención y de múltiples
saberes cuyo fin es evitar el sufrimiento del condenado y encausarlo por la buena senda de la
legalidad.

III. Crisis disciplinaria y sociedades de control

Deleuze señala en un texto breve pero significativo, titulado Posdata sobre las sociedades de control,
la emergencia de un nuevo tipo de sociedad. Este nuevo fenómeno implica una ruptura con la
sociedad disciplinaria. Para percibir con más claridad esta nueva fisonomía del poder, debemos
advertir aquellos síntomas que hacen de la sociedad disciplinaria algo del pasado, algo que ya
no somos.

“Reformar la escuela, reformar la industria, el hospital, el ejército, la prisión: pero todos saben que estas
instituciones están terminadas, a más o menos corto plazo. Sólo se trata de administrar su agonía y de
ocupar a la gente hasta la instalación de las nuevas fuerzas que están golpeando la puerta. Son las
sociedades de control las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias”.14

Las instituciones disciplinarias padecen, en nuestro tiempo, de una caracterización que las sitúa
al borde del colapso. Su anquilosamiento en un régimen obsoleto ya no da respuestas efectivas.
Un constante divorcio entre los fines institucionales y los efectos logrados evidencian
constantemente sus falencias. La cárcel, por ejemplo, digna de variadísimas críticas y
propuestas de mejora que se mencionaban en el capítulo anterior, no ha logrado disminuir la
reincidencia de los criminales. Se constituyen en su seno núcleos cerrados donde impera la
violencia, y quienes ingresan en ellas son generalmente reincidentes y, en cierta forma,
productos de la institución misma. Si bien la institución carcelaria continúa cristalizada en la
mayoría de sus aspectos, en el régimen disciplinario podemos ver que el proceso de sutilización
de las penas continúa, como bien puede observarse en la ley 26.472 15 que establece el beneficio
de la prisión domiciliaria. Un criminal puede cumplir su condena fuera del tiempo-espacio
carcelario. Si anteriormente la cárcel era criticada de ser un castigo laxo, poco punitivo y que
brindaba condiciones de alimentación, vestimenta, estudio y asistencia médica superiores a los
que tenía los trabajadores (que, dicho sea de paso, no habían atentado contra el orden social),
esta ley llevaría la benignidad de las penas a un extremo insospechado. Evitar el dolor de los
condenados ha llevado al paradójico resultado de que el sistema punitivo deje fuera de sí a
aquellos cuyas probabilidades de padecerlo son mayores. La institución carcelaria expulsa de su
seno al criminal cuando su razón de ser es encerrar y disciplinar. La instalación se omite, queda
sólo el ámbito intangible de la norma. Si la prisión tiene como finalidad transformar los hábitos
delictivos de los individuos y convertirlos en miembros positivos de la sociedad, ¿cómo va a
lograrlo expulsando de su seno a los criminales, dejándolos en sus hogares donde no son
sometidos al sistema disciplinario de la cárcel? Si era usual la reincidencia de quienes habían
sido encerrados en la cárcel, ¿qué será de los que no son sometidos a ella y, por cuestiones

14
DELEUZE, Gilles; Posdata sobre las sociedades de control; versión digital:
http://www.catedras.fsoc.uba.ar/rubinich/biblioteca/web/adeles.html; p. 1; revisión: 19/12/2010.
15
www.foroabogadosdesanjuan.org.ar/leyes_nacionales/2472.php; revisión: 07/04/2011.
disciplinarias, deberían serlo? La sensibilidad colectiva llega al extremo de hacer injustificables
las celdas para criminales proclives al sufrimiento, sin tener en cuenta políticas que hacen de la
condena algo liviano, pasajero y hasta negociable. La humanidad abolió la disciplina. No insinúo
que esto sea bueno o malo, ya que como se aclara en la introducción no se trata de un análisis
moral de los mecanismos de poder. El hecho es que si se puede prescindir de un mecanismo de
punición éste resulta innecesario. El poder toma otro rumbo, desligándose de sus
manifestaciones concretas anteriores. Asistimos a una nueva configuración de fuerzas que es
preciso analizar.
Si bien la prisión ha acaparado todo el campo del accionar punitivo, ya que la mayoría de las
penas son privativas de la libertad, aún subsiste la pena de muerte (aproximadamente en 60
países16) pero con ciertos mecanismos que develan una pretendida discreción con respecto al
sufrimiento y a la ejecución. El uso de las inyecciones letales como pena capital, nos muestra un
procedimiento mediante el cual el condenado es ejecutado sin dolor. Primero es adormecido
hasta la inconsciencia (sodio thiopental), luego se paraliza todo movimiento muscular
(pancuronium) y, acto seguido, se induce la falla cardíaca (cloruro del potasio), lo cual
completaría la ejecución. Por ello se ha considerado la inyección como la más humana de las
ejecuciones, procurando un mínimo de suplicio, un recato tal que nos recuerda las necesidades
a las cuales respondía la guillotina. También este ejercicio del castigo responde a un ritual que
desliga al ejecutante de su acto. Tal es el caso de la triple inyección. En un mismo instante tres
dosis letales se le inyectan al condenado por tres agentes distintos. Una de ellas -o las que sean-,
de manera aleatoria, provocará la muerte. El verdugo se desliga de la culpa y del peso de ser el
ejecutor. Cualquiera de los tres agentes que inyectaron al condenado puede ser el responsable.
Ninguno de ellos sabrá quién fue. El poder de castigar se disemina en una indeterminación que
deja en duda al verdugo (o lo convierte en un mecanismo frío y automático), al cual no se podrá
cuestionar, repudiar o sancionar. Una pena cuyo verdugo es anónimo es un efecto puro del
poder.
Un fenómeno puede percibirse con cierta constancia en lo que eran las instituciones
disciplinarias, que si bien se diferencian por sus fines, poseen cierta forma análoga de ejercitar el
poder. Éste es la desaparición de la sujeción espacio-tiempo. Un condenado puede cumplir su
condena fuera de la cárcel, sin la sujeción que el sistema carcelario implica. La cárcel, por
consiguiente, pierde el valor que poseía, pierde su función, expulsa de su interior cuando fue
concebida para contener. En cierto sentido, se nihiliza, pierde su para qué. Están totalmente
divorciados los fines, para los cuales la institución fue erigida, de los efectos que logra. Este
desgarramiento entre los fines y los efectos logrados, es lo que denominaremos crisis de la
sociedad disciplinaria. También la educación se libera de las sujeciones habituales que la disciplina
imponía. Por ejemplo, una modalidad educativa usual (cada vez más, quizás) es la educación a
distancia, fenómeno conocido como e-learning. No se necesita asistir físicamente a ningún lugar
determinado ni cumplir con ningún tiempo prescripto. El rol docente fuertemente centralizado
de la educación tradicional desaparece, el alumno es el centro, él es quien debe autogestionar su
aprendizaje. Lo presencial desaparece o es reducido al mínimo. También se da este caso en el
trabajo a distancia, también conocido como teletrabajo. El empleado es funcional al empleador sin
ninguna sujeción espacio-temporal. Ya no se necesita ir a un determinado sitio y cumplir un
horario. Se buscan efectos laborales de manera automática, sin el disciplinamiento que era
común en las fábricas, lo cual no quiere decir que la eliminación de las sujeciones espacio
temporales otorguen algún beneficio extra -como puede parecer en el caso de la prisión
domiciliaria-. El empleado o estudiante invertirá el mismo tiempo o inclusive más, sólo que en
un espacio librado a su arbitrio. Sabe que si no realiza las tareas asignadas y no cumple los fines
que le son impuestos otro lo sustituirá o, en el caso del e-learning, no aprobará.
Los lugares de encierro disciplinario impedían la salida, se debía cumplir con determinaciones
espacio-temporales. Las sociedades de control obstaculizan la entrada solicitando un estándar

16
http://www.esmas.com/noticierostelevisa/internacionales/427474.html; revisión: 17/03/2011.
que se presupone como necesario. La disciplina en cambio accionaba sobre la docilidad de los
cuerpos hasta la consecución de ese estándar.
Estas metodologías de trabajo y estudio son viables en virtud de la tecnología informática. Las
sociedades de control, como nos dice Deleuze, “opera con máquinas del tercer tipo” 17. Sólo es
posible que la disciplina haya dejado de solicitar un tiempo y espacio determinados para su
accionar, si tenemos en cuenta que las nuevas tecnologías permiten un sistema de red de
comunicaciones e intercambio de información descentralizadas y totalmente asequible a
cualquiera. Internet es un complejo entramado, un breviario de saberes, de sobre-saberes, un
lugar de exposición personal, comunicación, vigilancia y publicidad.
Nuestro tiempo asiste a una novedosa configuración del poder. Este pareciera poseer una
avidez puramente efectista. Ya no se busca, como podía verse en la sociedad disciplinaria,
vigilar un proceso, una trasformación que procure una mejor consecución de sus fines. Hoy el
poder busca el efecto desligándose del costoso y trabajoso ejercicio de producirlo, de crearlo. El
poder disciplinario producía efectos, las sociedades de nuestro tiempo controlan efectos. Ya no
interesa que tal efecto se de en un determinado espacio, ni a un determinado ritmo. Lo que
importa es que, cumplido un plazo, esté. El resultado es lo que interesa, el efecto neto. Las
sociedades de control tienen la extraña virtud de omitir el disciplinamiento para conseguir sus
fines. La sujeción es al resultado, no a métodos para obtenerlo, lo cual hace pensar en un
ejercicio del poder extremadamente sutil. Si los métodos de disciplinamiento eran considerados,
en relación al cuerpo, como un accionar mínimo y medido en relación a los de la época clásica,
la configuración del poder en las sociedades de control nos remite a un accionar inmediato, con
una total desaparición de trato cuerpo a cuerpo. El sujeto se virtualiza, se cifra, se vuelve
numérico.
Si pensamos en los nuevos métodos de trabajo y estudio, el individuo, liberado de coordenadas
espacio-temporales y del cuerpo a cuerpo, es solo una serie de símbolos en un ordenador. El
sujeto es el último vestigio de una realidad que se evapora. Es un número de DNI que permite
su seguimiento y control. La funcionalidad del individuo a los centros de poder puede, en
nuestro tiempo, prescindir de la materialidad del cuerpo y su fijación en un tiempo y espacio
determinados. El control se ejerce automáticamente, de manera continua. Hoy podemos, gracias
a la moratoria ilimitada de las sociedades de control, dilapidar lo que aún no hemos ganado. El
mercado aparece como una fuerza que también puede prescindir del accionar espacio-temporal
del trabajador. Lo que interesa es el resultado de ese trabajo y del que inclusive no se ha
realizado aún mediante el crédito, el préstamo, etc. “El hombre ya no es hombre encerrado, sino
hombre endeudado”18. El mercado busca el resultado de la acción laboral en un marco espacio-
temporal indeterminado. Las fábricas son reemplazadas por las empresas, entidades sin alma
que se ocupan de la venta, no ya de la producción. Su ejercicio del poder es tan modesto que
elabora en el individuo el deseo de requerirla. La empresa juega a suplir nuestras necesidades, a
producir una mejora vital, trayéndonos «lo nuevo», «lo que todos estábamos esperando», cuando en
realidad se trata de imposiciones que ella misma realiza para el cumplimiento de sus fines. Se
inscribe en lo social con la premisa de ser quien satisface las necesidades sociales, cuando en
realidad suple carencias que ella crea. Señala como falta en el individuo sus creaciones.
La empresa y su juego sutil de imposiciones, trae la respuesta a una pregunta que nunca se hizo
nadie. Crear el vacío señalando un estado de falta radical es un ejercicio del poder sumamente
modesto y recatado. Hacen que el individuo quiera, como parte inevitable de su voluntad, las
imposiciones que le son ajenas, la voluntad de otro. La fuerza del mercado radica en que una
pluralidad de fuerzas individuales no puedan prescindir de ella, que la vean como una
necesidad indispensable. El poder atraviesa el individuo, se encauza a través de él para hacer
connatural a su ser imposiciones externas. De lo que se trata, aunque parezca paradójico, es de

17
Ídem cit. 110, p. 3.
18
Ídem. cit. anterior.
crear necesidades naturales, lo cual es posible en virtud del marketing, que se vanagloria de ser la
dadivosa ciencia o arte que trabaja para satisfacer las necesidades de la clientela.
La modulación del sujeto se da en un ámbito sutil e intangible. El dinero es una expresión clara
de ello, es un fenómeno sin ser, una pura manifestación.

“Tal vez sea el dinero lo que mejor expresa la diferencia entre las dos sociedades, puesto que la disciplina
siempre se remitió a monedas moldeadas que encerraban oro como numero patrón, mientras que el control
refiere a intercambios flotantes, modulaciones que hacen intervenir como cifra un porcentaje de diferentes
monedas de muestra. El viejo topo monetario es el animal de los lugares de encierro, pero la serpiente es el
de las sociedades de control. Hemos pasado de un animal a otro, del topo a la serpiente, es el régimen en
que vivimos, pero también nuestra forma de vivir y en nuestras relaciones con los demás. El hombre de
las disciplinas era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien
ondulatorio, en órbita sobre un haz de luz continuo…”.19

La nueva fisonomía del poder en el cual no se requiere inscribir al individuo en un tiempo y


espacio determinados es valorada como una utilidad práctica, como una innovadora libertad.
Lo cierto es que un análisis un poco más profundo nos devela todo lo contrario. La disciplina se
daba dentro de márgenes específicos. Pero que no se dé en ninguno de forma determinada
quiere decir que puede darse en cualquiera, que no hay márgenes donde el poder como una haz
de luz penetre y coaccione al individuo. Éste lo porta y lo ejercita en cualquier momento y lugar
mediante una coacción continua y automática. La autonomía, que pareciera ser un requisito
indispensable en las sociedades de control, representa una liberación no del sujeto sino del
poder, ya que este no necesita ceñirse a los márgenes de una cárcel o institución cualquiera para
resultar efectivo. El individuo puede ser funcional al poder en el marco de una aparente
autonomía, sin un cuerpo a cuerpo, sin un espacio-tiempo determinado, sólo vasta con prodigar
el efecto neto de su accionar. Sólo vasta ser usuarios de un poder anónimo, sin rostro.
Franz Kafka, que según Deleuze actúa como bisagra entre la sociedad disciplinaria y la de
control, en su obra El Proceso20 nos muestra un ejercicio del poder completamente distinto al que
se ejercía en la sociedades de soberanía y disciplinaria. Josef K, el protagonista, es sometido a un
proceso por un poder y una falta que desconoce. Los agentes, inclusive, no conocen el poder ni
la norma que los guía.

“Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada
que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan.
Eso es todo lo que somos…El organismo para el cual trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco
los rangos inferiores…”.

Un poder sin rostro acciona a través de agentes que no saben para quien trabajan. Esto denota
un ejercicio del poder sutil, automático, sin cuerpo a cuerpo, un poder que simplemente
controla. Esta fisonomía del poder configura un nuevo concepto de libertad y lo repita
incesantemente, libertad de trabajo, de estudio, etc. ¿Libertad de qué?, nos preguntamos.
Podemos responder que del espacio y el tiempo que la disciplina imponía como necesarias para
su funcionamiento. La liberación se da en el plano de las sujeciones espacio-temporales.
¿Libertad para qué?, y aquí la pregunta es algo más compleja y nos sitúa de lleno en un planteo
sumamente contemporáneo:

“¿Te llamas libre? Quiero que me digas tu pensamiento dominante, y no que has escapado de
un determinado yugo. ¿Eres alguien con derecho a escapar de algún yugo? Pues no faltan

19
Ídem, cit. 110, p. 2.
20
KAFKA, Franz; El proceso; Centro editor de cultura; Bs. As.; 2007.
quienes perdieron su último valor al escapar de su servidumbre. ¿Libre de qué? ¡Qué importa
eso a Zarathustra! Tus ojos deben decir claramente: libre, ¿para qué?...” 21

Si nos preguntamos cuál es la finalidad, el para qué, de la libertad que incesantemente se


pregona en las sociedades de control, descubrimos al fin y al cabo que es una liberación del
poder de los estrechos márgenes institucionales en los que se ejercía. Se otorga una libertad, una
autonomía de las sujeciones habituales pero no se suprimen las funciones que el individuo debe
realizar. Es una servidumbre incondicional. Se otorga la libertad de cumplir una función en el
tiempo y espacio que nos plazca, pero de cumplirla al fin. No hay por consiguiente ninguna
benignidad en la libertad que las sociedades de control prodigan, más bien es digno de
preocupación que el poder se ejerza sin límites, rebasando lo institucional, y sea portado por el
sujeto mismo, que como un autómata lo ejerce sin saber siquiera -cual los funcionarios de
Kafka- para quién acciona. La libertad, una invención de las clases dirigentes.22

IV Conclusiones

Tres fisonomías del poder distintas quedan delimitadas: la sociedad de soberanía, la


disciplinaria y la de control. Cada una posee determinados mecanismos, saberes, formas de
accionar sobre el cuerpo y la voluntad. Es así como percibimos distintos puntos de aplicación
del poder y modos de ejercerlo. El cuerpo ha constituido, hasta la institución del sistema
carcelario a finales del siglo XVIII, el objeto sobre el cual recaía la violencia en su más enfática
manifestación. No es sólo el objeto de aplicación del castigo sino también un elemento
indispensable para la configuración de la verdad penal. Múltiples variables conducen a una
nueva concepción del cuerpo. Emerge el deseo de un castigo mesurado y comienza a verse en el
criminal cierta plasticidad y docilidad que permitirá transformarlo en un miembro positivo de
la sociedad. Se vislumbra la posibilidad de inscribirlo mediante el trabajo, la religión y la moral
en el sistema productivo. Tenemos aquí dos modos de castigo. Los límites de lo permitido
permanecieron inflexibles, pero variaron las formas de establecer la condena. El sistema de
transgresiones se nos devela como una constante a través de las distintas sociedades. Los límites
de lo prohibido y lo permitido, lo normal y lo anormal, la razón y la locura permanecen, en
cierta forma, inmutables. Cambiarán los modos de ejercicio del poder y los saberes en torno a
los cuales esas prácticas cobran sentido y se articulan. Un individuo que antes era considerado
un servidor del diablo por una acción criminal hoy puede ser considerado un enfermo, un
psicópata. El mal se somatiza. El anormal es investido por una cierta racionalidad discursiva
aunque es, al fin y al cabo, el anormal. La exclusión en las sociedades de control es algo
diferente, ya que abarca de una manera más general la totalidad del entramado social, por lo
que un análisis de las sociedades de control centrado exclusivamente en instituciones resultaría
ineficiente. Por otra parte, son las instituciones las que incorporan elementos que le son ajenos,
instituyendo nuevas fuerzas para, como nos dice Deleuze, «administrar su agonía». La exclusión
de las sociedades de control es una idea ciertamente paradójica ya que estas sociedades, en las
cuales estamos inmersos y nos constituyen, se basan en un seguimiento continuo. Pero si
dirigimos la mirada a sus mecanismos particulares podemos definir a los excluidos del control
como aquellos que no prodigan el efecto neto que estas sociedades requieren. Si no se cumple
un determinado estándar, si no se paga un crédito, si no se obtiene un determinado resultado,
los agentes que lo demandan dejan fuera de su sistema de imposiciones a los ineficientes. Es
clara la ruptura, en este plano, que se da con la llamada sociedad disciplinaria. Mientras ésta
contenía y retenía al individuo en un espacio y tiempo determinados procurándoles bienestar a
partir de toda una serie de agentes, las sociedades de control regulan la entrada. Ya no se

21
NIETZSCHE, Friedrich; “El camino del creador”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 48.
22
NIETZSCHE, Friedrich; El caminante y su sombra.
contiene, el poder puede ejercerse fuera de límites institucionales, el individuo realiza una
función, se cifra, una contraseña es el pórtico, el acceso. La entrada es concedida y regulada.
Las nuevas prácticas de control redefinen las relaciones del poder con el cuerpo. La relación
cuerpo a cuerpo es cosa del pasado, algo de lo que se puede prescindir. El sujeto se virtualiza, es
un operador y en términos empresariales un autogestor. Los individuos son habituados desde
temprana edad al uso de tecnologías complejas así como a disciplinas de lógica empresarial en
su educación. Es nuestra labor la que nos sugiere Deleuze: descubrir para qué se nos usa hoy, así
como ya nuestros mayores han descubierto la finalidad de las disciplinas.
A pesar del anacronismo, podemos encontrar una forma análoga de ejercicio del poder en lo
que Foucault llama poder pastoral23. ¿Qué fisonomía de éste poder pueden identificarse con las
sociedades de control? En primer lugar, el poder pastoral no se ciñe a los límites de un
territorio, ni a los de ninguna institución específica. Por lo cual, difiere del poder disciplinar que
requiere de una utilización minuciosa y medida del espacio, también es algo distinto del poder
político del soberano que es ejercido sobre un territorio particular. El poder pastoral, como el
poder que controla, se ejerce sobre una multiplicidad de individuos móviles, «sobre un rebaño
que se desplaza». Lo característico del pastor es reinar sobre una multiplicidad en desplazamiento
y tiene como función velar por los individuos, asegurar su subsistencia, alimentarlos, y, a fin de
cuentas, beneficiarlos. Ésta es precisamente una de las mascaras con las que se presenta hoy el
mercado. Viene a mejorar la vida, aunque, como se ha dicho en el capitulo III, supliendo
carencias que nadie tenía antes del mercado.
Los antiguos pastores prodigaban la satisfacción de lo que Epicuro llamaba necesidades naturales,
el mercado ofrece a los individuos otro objeto aunque con una lógica análoga. El poder se
inviste de un halo benefactor. El pastor asegura la salvación del rebaño y de cada uno de sus
miembros en particular. Es un poder individualista, vela por cada individuo, lo controla. De
una manera análoga, el marketing en las sociedades de control dirige sus anuncios a cada
individuo en particular, a un usted que es uno y es rebaño. Pero este pretendido beneficio es
también un sistema de coacción. Así como un individuo en la sociedad cristiana del siglo IV
d.C. no tenía la libre elección de decir “yo no quiero salvarme”, tampoco hoy podemos
sustraernos al control cuando éste constituye el marco social en el cual estamos inmersos. No
podemos sustraernos de los sistemas de poder de la sociedad contemporánea sin ser una bestia,
un dios, o como agrega Nietzsche, un filósofo.
El poder del pastor consiste en poseer la autoridad para obligar a la gente a hacer lo necesario
para salvarse. La salvación es obligatoria, el pastor impone su interpretación de la buena senda,
así como el mercado impone una necesidad ficticia. La salvación se consigue únicamente
aceptando la autoridad del otro, delegando el poder de la propia voluntad. Aceptar la voluntad
del otro significa que nuestras acciones deben armonizar con el sí y el no del pastor. El pastor
puede obligar a la gente a hacer todo lo necesario para su salvación, está en posición de vigilar,
de ejercer, en todo caso, una vigilancia y un control continuo. La característica fundamental de
los sometidos al poder pastoral será, por consiguiente, la obediencia. Se requiere de lo que
podríamos llamar una docilidad espiritual, ésta difiere de la plasticidad de los cuerpos
disciplinados ya que la docilidad del control no tiene por finalidad un hábito, una aptitud, ni
siquiera un mérito. La docilidad pastoral implica aceptar la voluntad del otro en el momento en
que éste la dé y reconocerlo como un dios, como algo supremo.
Pueden percibirse, para concluir, algunos paralelismos evidentes entre el ejercicio del poder
pastoral y el que se da en nuestras sociedades actuales. Ciertos mecanismos del poder han
retornado, cierta lógica se hace patente aunque con diferentes objetos de reverencia, con
pastores sustitutos. Esto no es a fin de cuentas más que lo que Nietzsche llama nihilismo
incompleto. Son abolidos los objetos de valoración, reverencia y obediencia pero la lógica que
investía los mismos sigue intacta. El nihilismo incompleto es una desustancialización pero no una

23
FOUCAULT, Michel; “Sexualidad y poder, y otros textos”; La ética del cuidado de sí como practica de la libertad; Ed. Folio;
Barcelona; 2007; p. 23.
pérdida de las formas. El trono sigue en el mismo lugar, pero los reyes cambian, se suceden
unos a otros. Un nihilismo completo no sólo significaría la abolición del rey sino también del
trono, del objeto y de todo el sistema de relaciones.

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