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Por eso tuve la necesidad de escribir estas líneas para NO dejar en el olvido
una experiencia que le dio sentido a mi quehacer no solamente profesional,
sino espiritual en tanto misionera.
I
Llegamos a la deriva, un grupo de jóvenes que vivirían por todo el tiempo
de las novenas en la Parroquia. Nos habíamos visto en algunos espacios en
Bogotá, pero no éramos muy cercanos. La experiencia del encuentro surge
en la convivencia. Tuvimos el gran apoyo del Padre y su mano derecha, el
seminarista. Fueron ángeles para el desarrollo de nuestra misión allí.
Cuando uno es rolo el calor le gusta o le molesta. En mi caso, amé
inmensamente el calor, se convirtió en la posibilidad de andar más ligera.
Poder caminar más despacio. La vida en un espacio como el de La Habana
se vivía con mayor nitidez, con un ritmo –lento y dulce-.
Al ser habitante de una ciudad tan grande como Bogotá uno se empolva
de la contaminación y de la velocidad de los carros, buses, etc.
Vivir en la ciudad es una experiencia de costumbre, más en algunas
ocasionas sofoca.
Entonces, llegar, llegar a un espacio cálido, sin grandes preocupaciones
más que darnos a ustedes: la comunidad de La Habana. Darnos a las visitas,
a los jóvenes, a los adultos mayores.
II
La primera mañana sonaban villancicos a todo volumen, se escuchaba el
canto de varios gallos, las risas y las voces de los compañeros. Era nuestro
primer día de misión.
IV
***
La habana cuenta con grandes abuelos y abuelas que pueden nutrir la
sabiduría de los jóvenes, niños y adultos. Esos espacios de conversación y
escuchar la narrativa de sus vidas puede darle mayor esperanza y fe a la
comunidad.