Está en la página 1de 7

La Habana: Soles y encuentros

Por: Angie Lucía Puentes Parra


Email: angie.puentes@javeriana.edu.co

Uno no puede compartir


el amor en un campo de batalla.
Pedro Ramírez, cafecultor.

Viajar es sinónimo de abandonar cualquier zona de confort. Viajar resulta


ser un espacio de encuentro y crecimiento. Sin embargo, hay distintas clases
de viajes: los de turismo, los de trabajo y los espirituales. Quizá los últimos son
los que transforman la manera de estar en el mundo. Venía de un 2017
cargado de compromisos laborales, personales y familiares, un año repleto
de contrastes, de descubrimientos, aprendizajes, retos, encuentros y
despedidas. La vida humana se trata de eso: un proceso inmenso de
cambio y quizá un año sea la plataforma en la cual se mueven los
quehaceres y los sueños.
Un día decidí volver a viajar de otra forma, decidí volver a un programa de
la Universidad Javeriana en Bogotá llamado “Campamento Javier”, que
pertenece al Centro Pastoral. Empecé a prepararme para esta experiencia
desde septiembre, a re-pensar el sentido mismo de una misión, de un
encuentro con otras comunidades, de pensar mi rol como misionera, de
verme a mí misma en servicio de los otros. También, fue la oportunidad de
pensar mi rol como profesional en Estudios Literarios, ¿qué hago con mi
carrera? Más allá de mi trabajo formal, he decidido dar mi profesión para
los otros, devolver un poco de lo recibido, donarlo, darlo, no es mío.

Para mí la literatura es una manera de estar en la realidad. Nuestro país


necesita de esa inmensa empatía que nos brinda la literatura. La literatura
nos devuelve esa posibilidad de ponernos en el lugar de los otros, leer y
escribir historias, nos permite comprender la vida de otros personajes, voces,
escenarios. Colombia necesita –inmensamente- de la sensibilidad que
produce la lectura y la escritura en tanto prácticas letradas. Estoy segura, al
menos esa ha sido mi experiencia, que la literatura ayuda a sanar vidas. Que
alguien pueda escribir su propia historia produce en el ser humano la
capacidad de hacer resiliencia, es decir, de recuperarse a las adversidades
que ha tenido que enfrentar. Escribir para no olvidar, escribir para recordar,
escribir como necesidad, escribir para declarar un amor, escribir para
resistirnos del olvido, escribir para re-configurar el dolor.

Por eso tuve la necesidad de escribir estas líneas para NO dejar en el olvido
una experiencia que le dio sentido a mi quehacer no solamente profesional,
sino espiritual en tanto misionera.

I
Llegamos a la deriva, un grupo de jóvenes que vivirían por todo el tiempo
de las novenas en la Parroquia. Nos habíamos visto en algunos espacios en
Bogotá, pero no éramos muy cercanos. La experiencia del encuentro surge
en la convivencia. Tuvimos el gran apoyo del Padre y su mano derecha, el
seminarista. Fueron ángeles para el desarrollo de nuestra misión allí.
Cuando uno es rolo el calor le gusta o le molesta. En mi caso, amé
inmensamente el calor, se convirtió en la posibilidad de andar más ligera.
Poder caminar más despacio. La vida en un espacio como el de La Habana
se vivía con mayor nitidez, con un ritmo –lento y dulce-.
Al ser habitante de una ciudad tan grande como Bogotá uno se empolva
de la contaminación y de la velocidad de los carros, buses, etc.
Vivir en la ciudad es una experiencia de costumbre, más en algunas
ocasionas sofoca.
Entonces, llegar, llegar a un espacio cálido, sin grandes preocupaciones
más que darnos a ustedes: la comunidad de La Habana. Darnos a las visitas,
a los jóvenes, a los adultos mayores.

II
La primera mañana sonaban villancicos a todo volumen, se escuchaba el
canto de varios gallos, las risas y las voces de los compañeros. Era nuestro
primer día de misión.

Salimos a caminar. Decidimos parar en una casa blanca, grande. Nos


recibió una señora llamada Nina. Era un sol de persona. Nos recibió y nos
sentó en su sala. No tenía más de 60 años. Doña Nina nos narraba la historia
de cuando conoció a su marido. Ella desde joven se dio cuenta que quería
estar con alguien mayor, alguien que supiera qué era lo que quería. Y así
fue, se casó y tuvo hijos. Se dedicó a la vida del campo y de los trabajadores.
Sin embargo, en medio de su historia, estaba la sombra de ese dolor –
transversal a muchas familias del país- esa huella silenciosa y dolorosa de la
violencia, los rastros de las muertes que se llevan en la memoria. Ella
recordaba con un poco de gracia, sin embargo, no debe ser fácil volver a
narrar ciertos acontecimientos que dejaron dolor. El hecho de que ella nos
hablara un poco de su historia, nos sumergió en ese panorama que tienen
otras personas sobre la violencia.
Todos los misioneros, con profundo respeto y aceptación, solo
escuchábamos. Esa inmensa necesidad que tienen todos de ser
escuchados. Tal vez, nuestra misión era esa : escuchar y compartir la vida
misma, compartir este territorio que tenemos en común, narrar y hablar un
mismo idioma nos hace cómplices. Lo que nos hace falta es sentarnos a
escuchar la historia del otro. Doña Nina es una mujer independiente, a veces
le duele el colón y tiene otros dolores. Estaba muy contenta de que la
visitáramos.
III

El campo es el edén más lindo del mundo entero.


- Buena Vista Social Club

Un día al salir de la biblioteca, nos encontramos con un campesino llamado


Pedro. Él nos invitó a conocer su finca y su casa. Una tarde, antes de las
novenas, nos mandó a buscar. Una misionera y yo fuimos a la sala de su
casa, a sentarnos a dialogar con él. Su esposa, Estella, nos brindó un poco
de tinto recién hecho proveniente del café que ellos tienen en su finca. Sin
duda, el sabor era distinto al que estamos acostumbrados en las ciudades.

En la sala, Don Pedro nos atendió. Empezó a narrar su vida desde su


quehacer que era el campo, el cultivar, la finca. Su vida era un tejido de
trabajo duro que es propio de la vida del campesino en cualquier lugar del
mundo. El cansado campesino con sus cultivos y las lluvias que se habían
llevado la mayoría de su trabajo. La vida del campesino que depende del
clima, de las ventas, del emprendimiento, del empoderamiento de la tierra.
El campesino conoce sus semillas más que nadie. Sabe el ruido y el ritmo
propio de sus cultivos. Don Pedro narraba lo que le había dado el trabajo:
las grandes amistades y la producción. Sin embargo, estaba en un momento
en el que no se hallaba a gusto con la tierra y con lo que se vive en la región.
Tras búsquedas y trabajos duros tenía una finca con deudas y poca
producción. Escucharlo hablar, con un poco de desespero, nos hace re
pensar en nuestro rol de habitantes de ciudad versus la vida en el campo,
en las veredas tan necesitadas de organización gubernamental.
Al otro día nos fuimos a recorrer su finca.
Caminamos y respiramos aire puro, fresco. Encontramos varias vacas, caña
de azúcar, plátano, café. Don Pedro nos muestra de arriba hasta abajo sus
producciones.

Nosotros, ahí, en medio de esa gran parcela de tierra. Deleitándonos de


escuchar el proceso de producción de los alimentos y las plantas. En medio
de la conversación Don Pedro habla de su trabajo, pero también de la vida
misma, el habitante del campo tiene una sabiduría ancestral ligada a las
plantas, a la naturaleza, a la experiencia misma de la cosecha. Hay rastros
y ecos de otros días más felices, pero siempre con fe y seguridad en el
presente. Y así, nos regaló la frase de que “Uno no puede compartir el amor
en un campo de batalla” todos la anotamos en el celular, en un papel, pero
también nos quedó guardada en la memoria del corazón. Y así, poco a
poco, fui comprendiendo que si no se le da la prioridad al campo lo que
comemos en las grandes ciudades no existiría. Sin embargo, el escuchar esa
frase nos hizo pensar en que todos estamos ante esta inmensa necesidad
de dar y recibir amor, pero ya NO es negociable la paz, no se puede amar
en medio de la violencia y la desazón. Así, todos en silencio con nuestras
arepas de maíz y tinto recién hecho, escuchamos el ladrar de los perros,
observamos la sonrisa de Don Pedro, feliz, de tenernos como sus visitantes.

IV

La guerrilla se llevó todo, MENOS mi esperanza en Dios.


Doña Lilia

Gracias a la vida que me ha dado tanto.


Mercedes Sosa

A la casa de Doña Lilia llegamos por una pura casualidad. Un extranjero


necesitaba donde quedarse y un niño nos recomendó que ella podía
hospedarlo. Lo llevamos allá y se quedó unos días. De todas formas,
quedamos impresionados de la vista de la casa de Lilia. A lo lejos, se veía la
punta de la Iglesia en la cual nos hospedábamos y en su terraza tenía una
gruta de una virgen y un pesebre maravilloso. Antes de que se vea la iglesia
se veían las montañas, las casas, las plantas.
Doña Lilia no puede caminar por sí sola. Tiene un caminador y silla de ruedas.
Sin embargo, ella tiene los mejores ayudantes: tiene niños que la aman y la
alientan demasiado. En su casa se respira el aire del amor y de la gratitud.
Es una casa abierta y descubierta que hace que la naturaleza se intercale
con su sala y comedor. Tiene una mascota, una perrita llamada Luna, de
ojos cafés y melancólicos que está repleta de tranquilidad.
Nos quedamos hablando con Doña Lilia.
Entre su cigarrillo, un tinto y su voz ronca nos cuenta un poco de su vida. De
su familia y su vida anterior, antes de que los grupos armados le quitaran su
finca, sus caballos. Ella solamente pudo coger un cuadro donde tenía una
imagen de unos caballos. Durante toda su vida, Lilia fue una viajera, una
ciudadana del mundo. Viajó mucho y cantó en varios lugares.
La Habana tiene a lo alto de sus casas, una cantante retirada. Una cantante
que nos puso sus casetes donde se escuchaba su voz que cantaba desde
rancheras hasta boleras. Sin embargo, un día escuchó unas canciones en la
iglesia católica y le quedaron sonando. Así, se puso también a cantar en los
coros de la iglesia y a enseñarle a grupos de jóvenes. También daba
serenatas y viajaba con eso. Así mismo, fue y sigue siendo artesana, de
manteles, diademas de primeras comuniones y adornos especiales para el
baño.
Doña Lilia es creativa y en su voz se escucha un eco de otra vida. Lo mejor
de doña Lilia es que transmite esperanza, una fe inmensa, una gratitud
inmensa por la vida, ella no se queja de nada, vive feliz por todo lo que Dios
ha hecho por ella. Doña Lilia ora la novena al niño Jesús durante todo el
año, agradece siempre a Dios y quizá eso es lo más importante: la gratitud.
El mejor regalo de navidad que ella me dio cuando pasamos ese día de
navidad juntas fue la posibilidad de agradecer –inmensamente- por los
dones de Dios, por la vida, por la salud. Por tanto.
Escucharla siempre es un espacio de inmensa sabiduría. Es maravilloso saber
que cuenta con su vecino pre-adolescente que se desvive por ella. Casi que
la trata como si fuera su abuela. Se respira amor, esperanza y luz desde el
balcón de la casa de doña Lilia y en medio de la música de diciembre, los
boleros, las canciones de Mercedes Sosa, se me escurre una lágrima de
alegría y nostalgia por lo vivido y por el pronto adiós que debía decir.

***
La habana cuenta con grandes abuelos y abuelas que pueden nutrir la
sabiduría de los jóvenes, niños y adultos. Esos espacios de conversación y
escuchar la narrativa de sus vidas puede darle mayor esperanza y fe a la
comunidad.

También podría gustarte