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1.

LA EDUCACIÓN ES UN PROCESO DE HOMINIZACIÓN

La educación, en su más amplia acepción (no como proceso que se cumple únicamente en la escuela, sino también –y muchas veces
preponderantemente– en el grupo humano) intenta que se desenvuelvan en cada educando las capacidades y características propias del
ser humano. Es decir, intenta que el hombre sea realmente hombre. En tal virtud, es un proceso de hominización.

a) En efecto, para que el ser que nace pueda llegar a ser hombre realmente se requiere antes que nada que pueda alimentarse
adecuadamente y que haya cuidado de su salud y que se ejercite corporalmente, para así tener un desarrollo orgánico óptimo. En nuestra
América Latina, donde la pobreza y, más aún, la pobreza crítica amenaza a millones de adultos y de párvulos, estos requisitos somáticos
no se cumplen ni lejanamente. Ocurre lo mismo, parcialmente, en los países industrializados. Mientras esta lacra subsista, difícilmente la
proclamada democracia será real, y lo que es peor no habrá verdadera educación.

b) Pero este desarrollo orgánico logrado, será inútil, si el ser no puede vivir paralelamente la eclosión de sus capacidades síquicas. El
recién nacido posee las más simples: ver, palpar, succionar, sentir dolor, experimentar hambre o sed, etc. Pero todo lo más complejo
(observar con deliberación, recordar, calcular, imaginar, pensar, hablar, hacer reflexiones, amar, decidir, y demás actos) sólo aparece y
se consolida poco a poco. Educar es, en parte, presentar las motivaciones que hagan posible el desarrollo de estas capacidades y su
adecuado empleo. No hacerlo o hacerlo mal pueden generar el debilitamiento, la desviación, el enfriamiento y aún el bloqueo de estas
capacidades. Obviamente capacidades como las indicadas están en cada ser en potencia. La educación no puede inventar capacidades
inexistentes, sino incentivarlas. No estamos en la utópica situación de aquel personaje de Giraudoux que persiguió toda su vida ver un
color diferente de los ya conocidos.

c) Acción primerísima para que el hombre llegue a ser ‘humano’ en su plenitud –y en la actualidad escandalosamente olvidada–, es el
entregar a los nuevos seres el dominio de la capacidad del lenguaje. Los padres cumplen a este respecto una labor encomiable, pero que
se les hace crecientemente difícil, debido a las contingencias de la vida actual. Y clama al cielo que los institutos educativos, desde la
primaria hasta la Universidad –salvo contadas excepciones–, ignoren lo que es dar a sus alumnos el ejercicio de la lengua. El lenguaje –
esta posibilidad cuasi mágica y misteriosa la forjó el hombre en el fondo de los tiempos, extrayéndola de su naturaleza, donde yacía
latente. Fue, al decir de Lewis Mumford, “la ocupación sostenida y henchida de propósito de los primeros hombres desde el momento
en que emergieron”, es decir, desde hace cuatro millones de años. Contribuyeron a su concreción la capacidad significante de los
humanos, y, como apunta Mumford, la relación madre-hijo, los movimientos y necesidades corporales y los ritos de la tribu. El hombre
es un ser que pugnaba y que pugna por expresarse, es ‘ens exprimens’ y además es ser que luchaba y lucha por captar mensajes de otros
seres supuestamente iguales a él, no en el sentido de acopiar información, sino en el más profundo de comprenderla y sentirse partícipe:
es pues ‘ens communicans’ y, en tal virtud, único, a lo que sabemos, en el planeta. El impulso irrefrenable a expresarse y comprender las
expresiones de otros, que todo humano posee, determina, cuando surgen impedimentos para hacerlo, una impotencia tal que el ser se
hunde en la desesperación y en la agresividad, como innúmeros casos lo atestiguan. Cuando faltan los órganos que permiten el lenguaje
en todo o en parte, y tal ausencia en alguna forma puede ser superada (por ejemplo, la ceguera, y asimismo la ceguera y la sordera,
pueden ser vencidas por procedimientos táctiles, acompañadas de la voz o sin ella), quienes sufren tales minusvalías, al poder
manifestarse a otros y lograr comunicación con ellos, experimentan una apertura exhilarante al mundo que los rodea. Pudo el hombre,
quizás, haber empleado cualquier medio para expresarse y aprehender ajenas expresiones, como en aquel delicioso cuento de Chesterton
en que el Padre Brown y su amigo excéntrico se enzarzan finalmente en una danza, una jiga extraña que todos miraban sorprendidos...:
es que estaban conversando. Pero el aparato laríngeo y todo lo conectado con él se hallaba más a la mano y con una extraordinaria
multiplicidad de modulaciones. El uso de la lengua no vale solamente por las significaciones que trasmite, sino que, al lado de los
significados, toda ella, su fonética, cadencia, énfasis, matices, asociaciones evocadas, hacen vivir a cada hombre o mujer el mundo de su
grupo, les da la certeza de la múltiple realidad en conexión con la cual transcurre su existencia. El dominio de la lengua implica, como
manifiesta Hymes, “el aspecto ‘creativo’ del lenguaje, esto es, la habilidad del que lo usa para implementar nuevas sentencias que sean
apropiadas a las situaciones particulares”, lo cual no puede alcanzar quien tiene un mal ejercicio de la lengua: surgen así las expresiones
ambiguas, o torpes, las oscuridades, las frases inadecuadas, las proposiciones no elaboradas, o insuficientes, etc. Y en el orden de la
comprensión, el que carece del dominio necesario no acertará a interpretar las palabras que escucha o que lee hasta representarse con
razonable claridad la situación que el otro expresó. Conjetúrese cuán disminuidos quedan, en estas condiciones, los miembros de las
generaciones nuevas. Es como si se troncharan diversas o muchas de las antenas con que aprehender la realidad y diversos o muchos
canales para expresar su cosmos interior y exterior. Desgraciadamente en Latinoamérica y en muchos países industrializados, como
Estados Unidos, por ejemplo, el manejo de la lengua resulta abismalmente deficitario. Los educandos no saben emplear las palabras con
un mínimo de fluencia, no aprenden a leer y, por consiguiente, a escribir tampoco. Pues no se crea que hablar, escuchar o leer consisten
en expletar sonidos, o en asir con el oído los fonemas, o apresar con los ojos las grafías y vocalizar los sonidos correspondientes. Eso es
sólo el primer nivel en el uso de un idioma. El segundo nivel consiste en comprender las frases o los párrafos hablados, escuchados o
leídos. Y el tercer nivel es ejercitar la actitud crítica que permite examinar el todo y las interrelaciones de las partes. Hoy los niños llegan
al quinto o sexto años de su escolaridad elemental y apenas han arribado al primer nivel en el uso de su idioma. En su inmensa mayoría
pasan los años de la Secundaria estancados en semejante situación; sólo pocos acceden al segundo nivel en el manejo del idioma. Luego
ingresan a los recintos universitarios y las universidades se contentan con mantenerlos enteramente sin cambio. Finalmente llegan al
postgrado y “en lo que respecta a la lectura para lograr entendimiento, sus estudiantes son todavía alumnos del sexto grado”.

d) A una con lo anterior, y permanentemente, los padres y los maestros deben buscar que el niño, que el adolescente, que el joven logren
el equilibrio interior de sus cuerpos y de sus espíritus. El cuidado debe ser exquisito para que no se produzcan en la vida interior de los
educandos sobredesarrollos en ciertos aspectos de sus reacciones y de su siquismo y minusvalías en otros, ni tensiones innecesarias o
prolongadas (recuérdese la obra de Hans Selye y el síndrome de adaptación), o peor aún, definidas desviación y adicciones. En esto, como
en tantas otras cosas, los filósofos griegos tomaron una sobria actitud ante la vida. La búsqueda del término medio entre los extremos
del exceso y la deficiencia fue su regla de oro. Aristóteles decía: “En los sentimientos y las acciones el exceso y la deficiencia son errores,
mientras que el punto medio ha de elogiarse y constituye el éxito”.

e) La educación debe afianzar el sentido de autonomía personal y el de la libertad, por ser ambas consustanciales con la naturaleza
humana. Pero resulta que son consustanciales en principio, de modo meramente potencial, ya que pueden no concretarse en la realidad
por diversos motivos. La autonomía y la libertad no son necesariamente caracteres reales que ostenten todos los seres humanos, pues
pueden estar coactadas por razones externas (sociales, económicas y políticas) y por razones sicológicas e intelectuales propias. Cuanto
más un hombre se encuentra sometido a otros (por ejemplo, a sus padres, o a sus profesores), es decir, que carece de libertad y
autonomía personal, tanto menos realiza su condición humana. De allí la necesidad de impulsar en los hombres y mujeres las propias
actitudes reflexivas y de análisis, el espíritu crítico y objetivo, la toma de posición frente al mundo y frente a las cosas del mundo.

f) Quienes educan a otros poseen la inexcusable obligación de generar en los educandos el sentido de responsabilidad. El mal
ampliamente extendido en nuestros días consiste en que la mayor parte de los seres humanos no se sienten responsables de nada.
Utilizan su libertad como un cheque en blanco para iniciar y ejecutar cualquier acción, por la cual no se responsabilizan. Creen que la
libertad los autoriza para todo, sin que derive ninguna consecuencia para ellos. En verdad, la responsabilidad es un freno para la libertad
mal entendida, y, a su vez, tal responsabilidad existe sólo porque el ser humano es libre. Sin libertad no hay responsabilidad; y sin
responsabilidad la libertad se convierte en libertinaje. He aquí la consideración, el resorte íntimo que debe guiar toda la conducta humana.

g) Otra capacidad esencial en los seres humanos, que debe ser propiciada de diversas maneras, es el espíritu inquisitivo, que se funda
en gran medida en la libertad y la autonomía personales. No todos los seres humanos muestran esa capacidad inquisitiva y, sin embargo,
se halla ínsita como posibilidad en todos. La auténtica educación promueve su despliegue y es ello tan segura señal de una educación en
el real sentido del término que la existencia de hombres y mujeres apáticos y pasivos, ahormados en clichés, constituye prueba irrebatible
de que pasaron por una mala educación, vale decir, por una seudo educación. Y es ésta, la seudo educación, la que se enlaza
indefectiblemente con la no realización en los seres del sentido inquisitivo, la que los ha hecho menos seres humanos. Este sentido
inquisitivo se construye sobre la base de la responsabilidad, la libertad y la autonomía personal. No es la indagación por la indagación
sola, sino el esfuerzo por inquirir desplegado entre el sólido peristilo conformado por la autonomía, la libertad y la responsabilidad.

h) La educación debe despertar en los humanos la percepción de los valores. Hasta donde sabemos, sólo los hombres somos capaces de
aprehender la belleza, el bien, la justicia, la verdad, Dios, la utilidad, la legalidad, etc. Ningún otro ser –que sepamos– posee esta
capacidad. Y, a la inversa, a todo ser que la posea lo consideramos humano, o equivalente al hombre. Pero, nuevamente, ésta es una
capacidad en potencia. Sin una adecuada orientación de la educación, los hombres pueden quedar ciegos para los valores y resultar de
espaldas a estos principios axiológicos. Podrán estar en el grupo humano, pero no entender la preocupación de los demás por el bien, la
belleza, la justicia o la verdad. Rodeados de actos éticos, de objetos bellos, de acciones justas o de esfuerzos por alcanzar la verdad, no
los comprenderán, se sentirán extraños a ellos y aún los juzgarán despreciativamente. En este caso, faltos de la real capacidad para captar
los valores, la vida resulta para estos seres humanos –aunque no se den cuenta de ello– chata y plana. Para ellos no hay más metas que
las puramente hedonistas. Un sentido de materialidad se apodera de ellos. Usan ávidamente los pocos o los muchos bienes que la
sociedad ha puesto a su alcance y quieren más. Pero todas sus acciones ocurren al margen (y con frecuencia contra) todo sentido de
justicia, belleza, bien, solidaridad, etc. Este modo de vida, sin conciencia de los valores, movido sólo por impulsos, pone a los hombres
muy lejos de su condición humana. Por otro lado, cabe notar que la percepción de los valores potencia singularmente y da significado
pleno al espíritu inquisitivo.

i) El ápice de esta serie de capacidades es la creatividad. Todo confluye a ella. Desde el estadio del siquismo propio del hombre hasta el
de la percepción de los valores, pareciera que el conjunto se integrase para hacer posible ese acto creador que reside en el tuétano de la
humanidad y que es el motor de su vida en este mundo: innovar, poner en la realidad lo inventado, hacer algo que no existía. No todos
logran esta altura y no toda creación ha de ser grande ni notoria. Pero los humanos siempre transitamos potencialmente por esta vía.
Somos demiurgos en potencia, o sea, creadores apoyados en lo que nos rodea. Somos o debemos ser creadores de objetos y de actos
con carácter axiológico. En la medida que no creamos algo valorativo, destruimos nuestro carácter humano. La verdadera educación es
la que crea creadores. Por todo ello, la educación, en cuanto promovedora del sano crecimiento corporal, de nuestro siquismo superior,
de la razonable destreza en el manejo del lenguaje, del equilibrio interior, de la libertad y de la autonomía personales, de la
responsabilidad, del ímpetu inquisitivo, de la captación de los valores, y de la creatividad, constituye, repetimos, un proceso de
hominización, es decir, que hace hombre al hombre.

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