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LA IMPORTANCIA DE JENOFONTE

Jenofonte constituye una figura excepcional dentro de la literatura griega. Compuso una obra
extensa que se ha conservado entera hasta nosotros, a diferencia de la suerte bien diferente que ha
corrido la mayor parte de los autores griegos contemporáneos. Participó activamente en los
acontecimientos de su tiempo y dejó constancia de sus experiencias en casi todas sus obras, por lo
que constituye un testimonio de primera mano sobre un período crucial de la historia de Grecia en el
que se sucedieron de forma acelerada las diferentes hegemonías de los principales estados griegos
con la intermitente y decisiva aparición entre bastidores del viejo enemigo persa. Su obra significa
también el inicio de un proceso de diferenciación de la prosa ática en una serie de géneros literarios
muy diversos que van desde la biografía y las memorias a la novela histórica y el ensayo de
carácter técnico que alcanzarán una enorme importancia en el desarrollo posterior de la literatura
occidental. La sencillez y claridad de su estilo le convirtió en seguida en un modelo literario que fue
imitado por autores posteriores tan importantes como Arriano de Nicomedia, el autor de la historia
de Alejandro Magno más importante que ha llegado hasta nosotros. Por este mismo motivo, sus
obras se han erigido en los tiempos modernos como el manual ideal para el aprendizaje de la
lengua griega en los niveles más elementales. Son muchos, por tanto, los que conocen, siquiera de
oídas, el nombre de nuestro autor y lo asocian con carifio, nostalgia o desawado a! perfodo do sus
estudios juveniles cuando el griego ocupaba vn lugar más destacado dentro de los programas
educativos.
Jenotonte ha formado también parte casi indiscutible de la tríada tradicional de grandes
historiadores griegos al lado de Heródoto y Tucídides. Esta posición privilegiada le ha sido
denegada en tiempos recientes ya que ambos le superaban con creces en capacidad narrativa o en
la agimdeza de su análisis histórico. Ha sufrido así la devaluación consiguiente de los estudiosos
modernos a la hora de realizar comparaciones, que no siempre han sido todo lo justas y
ponderadas que su obra merece. El caso de Jenofonte revela una vez más la existencia de
profundas divergencias de percepción y valoración entre la Antigüedad y los tiempos modernos. Si
en nuestra épéca Jenofonte ha sufrido un creciente descrédito como historiador por considerársele
un autor trivial en exceso, simplista en ocasiones y desde luego carente del talento necesario pa ra
cowpartir podio con los grandes maestros del género histórico, e] juicio de la Antigüedad fue bien
diferente.
Tuvo al parecer mayor fama como fi]ósofo que como historiador. Figuró en obm-as como las
Vidas de los filósofas de Diógenes Laercio y en una obra similar escrita en la Antigüedad tardía por
Eunapio de Sardes> que resalta su papel como generador de grandes ejemplos mediante el uso
combinado de la palabra y de la acción en personajes tan señalados como el mismísimo Alejandro
Magno. También Cicerón le contaba entre los filósofos a pesar de que era bien consciente del peso
y la importancia de su obra histórica. Las cualidades que adornaban sil estilo y la declarada
insistencia en las reflexiones de carácter moral que llenan sus escritos fueron, por tanto, valoradas
de forma bien distinta en uno y otro tiempo. Un aviso más que apunta hacia la imperiosa necesidad
de evaluar las obras literarias antig~ias de acuerdo con sus propios cá nones y expectativas y no en
función de unos criterios modernos que resultan completamente inadecuados a sus oosibilidades de
realización.
Hoy en día se ha producido una revalorización importante de Jenofonte, quien, al igual que otros
muchos autores considerados secundarios que han permanecido siempre a la sombra de las
grandes figuras, comienza a ser evaluado ahora de acuerdo a sus propios méritos. Autor de estilo
sencillo, ágil y claro, poseía un innegable talento narrativo puesto de manifiesto en sus retratos y
discursos, y tuvo además el mérito indiscutible de anticipar la diversificación de géneros literarios
que caracterizaría a la literatura griega postclásica y constituir así la pauta a seguir por buena parte
de la tradición moderna postenor.

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De su biografía conocemos los perfiles generales que nos permiten delinear el curso general de
st, trayectoria vital. Aunque era ateniense de nacimiento y seguramente formaba parte de os
estratos sociales privilegiados de la sociedad, pasó buena parte de su vida fuera de Atenas. Nacido
en los primeros años de la Guerra del Peloponeso, asistió en directo a los momentos finales del
conflicto en el que pudo tomar parte militarmente como miembro de la caballería. Se alistó como
mercenario en tina e~pedición contra el rey persa alentada y sufragada por so hermano meno,; que
aspiraba a ocupar e] trono de] imperio. Sufrió el exilio de st, ciudad natal por motivos que no están
del todo claros, aunque seguramente tuvieron mucho que ver con sus declaradas simpatlas por
Esparta y su completa falta de sinion<a con el sistema democrático vigente en Atenas que no
atravesaba por entonces los mejores momentos de su corta historia. Colaboró de forma estrecha
con los espartanos, combatiendo entre sus filas contra los persas e incluso contra Atenas en la
batalla de Coronea en el año 394 a. U. Como muestra de reconocimiento a su labor recibió una
finca rural en las proximidades de O]i,npia que fue su residencia durante un largo período de tiempo
que resultó realmente fructífero desde un punto de vista literario, ya que fue durante aquellos años
cuando compuso o inició al menos la composición de algunas de sus obras más celebradas. Sin
embargo se vio obligado a abandonar tan confortable retiro tras la debacle espartana en Ja batalla
de Leuctra en el año 371 a. C. a manos de los tebanos, que se convertían de este modo en los
nuevos señores de Grecia, sucediendo en la hegemonía a atenienses y espartanos. Se instaló con
su familia en Corinto y al parecer se reconcilió con su ciudad natal, que decidió revocar finalmente
el decreto de exilio. Murió en Corinto tras una larga, apasionante y ajetreada vida a finales de la
década de los cincuenta del siglo iv a. C.
Tres acontecimientos resultaron determinantes a lo largo de toda su carrera: su encuentro con
Sócrates, su participación en la expedición de los diez mil contra Persia, y su estrecha relación con
Esparta y en particular con uno de sus más destacados dirigentes, el rey Agesilao. Su relación con
Sócrates fue una experiencia importante en su vida que pudo tener consecuencias decisivas en el
desarrollo de sus ideas. No fue, sin embargo, tan determinante y traumática como en caso de
Platón, que, mucho mas cercano a Socrates, comprendió también mejor su pensamiento y lo
convirtió en el detonante fundamental de toda su doctrina filosófica. Jenofonte se quedó más en la
superficie del pensamiento socrático, quizá en parte por su edad, ya que era demasiado joven
cuando conoció a Sócrates y no tuvo tiempo de entrar en su círculo de discípulos más íntimos al
que sin duda pertenecía Platón. También pudo influir su propia inclinación, ya que era un hombre de
acción con decidida vocación aventurera incapaz de atender tan sólo a las demandas del espíritu.
Por fin cabe también achacarle una cierta incapacidad, a juzgar por la sencillez y obviedad de sus
planteamientos lejos de la complejidad y profundidad que caracterizan a los diálogos platónicos que
pretenden reavivar las ideas del viejo maestro.
Sin embargo, a pesar de estas aparentes limitaciones que impedían o mermaban su
comprensión total de las doctrinas socráticas, su vinculación con Sócrates fue, según nos recuerda
Guthrie, fuerte y duradera, hasta el punto que en sus últimos años se creyó en la obligación de
reivindicar de manera activa la figura del maestro dedicando nada menos que cuatro de sus obras a
tratar de su persona y de sus ideas. Los motivos que pudieron atraer al joven Jenofonte, miembro
activo de la aristocracia agraria ateniense, hacia la extravagante figura de Sócrates fueron diversos.
Admiraba seguramente su valor militar y su entereza moral, de la que Sócrates había dado buena
prueba en batallas y asedios como los de Potidea, Anfípolis o Delión, sin olvidar su intervención en
el célebre episodio del juicio de los generales de la batalla de las islas Arginusas, cuando se negó
en redondo a condenarlos por no haber podido recuperar los cadáveres de los caídos a causa de
una terrible tempestad que hubiera puesto en peligro la salvación de los supervivientes. Un buen
historial de guerra como el que poseía Sócrates y su constante desprecio del peligro constituían
méritos más que sobrados para que un joven aristócrata, educado en la exaltación de las virtudes
militares y en la consecución de la gloria, se rindiera ante el impecable currículum del maestro en
este sentido. En segundo lugar, todos reconocían la singular clarividencia de Sócrates a la hora de
encauzar y dar soluciones a las cuestiones más diversas gracias a la posesión de un sexto sentido
especial que le orientaba para ello. Por último, eran muchos los jóvenes que veían en el particular
método socrático de poner las creencias más habituales en tela de juicio una forma de provocación
y contestación a las instituciones. Este carácter subversivo, que para Sócrates posee tan sólo un
valor instrumental para la consecución de otros fines más elevados, resultaba del agrado de todos
aquellos que sentían escaso aprecio por la democracia de su tiempo o despreciaban abiertamente
un sistema político que había reducido notoriamente el poder de los nobles y estaba por aquel
entonces conduciendo a la ciudad al desastre. A fin de cuentas entre las filas de seguidores de
Sócrates se contaban personajes tan impopulares como el retorcido Alcibíades o el tristemente
famoso Critias, que desempeñaron un importante papel en los últimos años de la democracia
ateniense antes de la derrota frente a Esparta o en los años inmediatamente posteriores. Sus
discípulos de verdad, conscientes de la mala fama de Sócrates en este sentido, se vieron obligados
a marcar distancias con estos personajes y, por tanto, con las responsabilidades que se le atribuía
en este terreno.
Quizá Jenofonte formaba parte de aquellos círculos de jóvenes que veían en la persona de
Sócrates un modelo a seguir pero confundían y entremezclaban sus propias inclinaciones
individuales y su antipatía política por el sistema con el intento de renovación espiritual mucho más
profundo y duradero que trataba de propiciar con sus métodos el viejo maestro ateniense. Su
inclinación por la aventura y las gestas de carácter militar le alejaban sin duda de las
preocupaciones más profundas y más propiamente espirituales que alentaban el pensamiento de
Sócrates. La influencia moral que ejerció sobre su persona no le impidió tomar parte en la aventura
oriental de Ciro, a pesar de que Sócrates le aconsejó a su manera que reflexionase a fondo sobre
las consecuencias que podían derivarse de dicha decisión. Jenofonte no supo interpretar
adecuadamente el consejo y preguntó al oráculo de Delfos a qué dios debería sacrificar para
obtener un feliz y próspero regreso de su empresa. Tenía interés por cues tiones tan mundanas
como la adquisición de riquezas, la práctica de una vida noble basada en la caza y la buena gestión
de su patrimonio fundiario, que resultaban del todo ajenas a las preocupaciones socráticas
fundamentales. De hecho sólo en la parte final de su vida, que se inicia con el retiro a su finca de
Escilunte, cuando podía considerar que ya había alcanzado la mayor parte de estos objetivos
vitales y las oportunidades para la acción, al menos desde el lado espartano donde se hallaba
entonces, empezaban a escasear, se mostró Jenofonte interesado en la práctica de la literatura.
Sócrates se había convertido ya por aquel entonces en un tema de actualidad de pri mera plana,
como reflejaba la existencia de un intenso debate intelectual en torno a su figura. Jenofonte creyó
que podía aportar algo en este campo por haber figurado de algún modo entre los discípulos del
maestro y se implicó de manera activa en la polémica.
La participación en la expedición contra Persia organizada por Ciro tuvo también una importancia
decisiva en la vida de Jenofonte. Su amigo, el tebano Próxeno, le animó a alistarse entre los
mercenarios que el joven príncipe persa andaba reclutando por toda la Hélade con la intención de
formar un ejército de garantías para su proyecto de desbancar del trono persa a su hermano Arta-
jerjes. Las perspectivas eran prometedoraS~ pues se ofrecían una generosa paga y el incentivo de
un fácil y suculento botín. La situación en Grecia en esos momentos no ofrecía esas oportunidades.
Tras el final de la Guerra del Peloponeso muchos hombres de armas se habían quedado sin oficio
ni beneficio a la espera de una oportunidad de estas características. La confianza de Ciro en la
superioridad técnica y táctica de los ejércitos griegos hacía prever también una fácil campaña que
reportaría dinero, fama y poder, tres elementos capaces de persuadir con relativa facilidad a un
joven aristócrata como Jenofonte, amante de la aventura y de las gestas militares y necesitado de la
fortuna y la gloria que su patna le negaba en esos momentos. Ni siquiera pudieron persuadirle en
sentido contrario las reticencias de Sócrates, cuyos consejos siguió de manera un tanto particular,
enfocando la cuestión desde el punto de vista de sus intereses.
Emprendió de esta forma una aventura que pocos sospechaban cómo iba a terminar. El
verdadero objetivo de la expedición se mantuvo oculto en un pnnciplo a los participantes> a los que
se hizo creer que el enemigo a batir eran unas tribus montañesas que estaban causando problemas
en una región remota de la satrapía gobernada por Ciro. Sólo en las riberas del Éufrates, cuando ya
se habían adentrado de lleno en los dominios persas, los expedicionarios conocieron por primera
vez el verdadero objetivo de toda la campaña. Fue necesario utilizar todos los poderes de
persuasión para infundir confianza y ánimo en unas tropas desmoralizadas, que habían llegado
hasta allí más a regañadientes y fiados en vagas promesas que convencidos firmemente de lo
acertado de su decisión. Aún así los mercenarios griegos dieron lo mejor de sí en la batalla decisiva
y obtuvieron una resonante victoria sobre los enemigos. Sin embargo Ciro cayó en el combate y
convirtió la victoria en un momento de confusión e incertidumbre que dejaba sin objetivo claro toda
la expedición. La única salida viable era conseguir un buen pacto con el rey persa que garantizase
un retorno fácil y seguro a la patria. Pero estas expectativas chocaron con las intrigas del sátrapa
Tisafernes, que perseguía con especial ahínco la destrucción total de las fuerzas griegas. Los ge-
nerales griegos fueron convocados a una reunión de la que nunca regresaron con vida a excepción
de uno sólo que, malherido, pudo comunicar a los demás las verdaderas intenciones de Tisafernes.
Los mercenarios griegos quedaban así aislados en medio de un territorio inmenso y desconocido,
careñtes de todo objetivo, pues su expedición ya no tenía ningún sentido tras la muerte de su vale-
dor, y desprovistos de líderes al haber sido asesinados traidoramente todos sus generales.
Una situación desesperada como ésta puso a prueba el carácter y la voluntad de las personas.
Se trataba nada menos que de conducir hacia una salvación nada segura a un ejército mercenario
compuesto por diez mil efectivos, a través de una ruta desconocida, en dirección a un des tino
dudoso, bajo la amenaza constante de pueblos hostiles, y con serios problemas de avituallamiento
y disciplina. Jenofonte, a juzgar al menos por su relato, estuvo a la altura de las circunstañcias.
Tuvo que afrontar toda clase de desafíos, materiales los unos, motivados por la falta de víveres, por
la extrema dureza del clima y los ataques de los enemigos, y de carácter político interno los otros,
asumiendo los problemas que comportaba un liderazgo discutido y provisional y la difícil tarea de
organizar la vida diaria de la tropa y articular los mecanismos de convivencia entre unos hombres
curtidos cuando las circunstancias se ponían difíciles. Fue necesario poner en práctica las mejores
cualidades de un líder, tales como la resistencia física capaz de soportar las más duras pruebas y la
capacidad de saber dominar las situaciones más complicadas utilizando en todo momento el
ejemplo personal como referencia inmediata.
El momento culminante de la expedición fue la llegada a la costa del Mar Negro, tras haber
atravesado en los meses de invierno toda la montañosa región de Armenia. La vista del mar tras un
año largo de penalidades y sufrimientos significaba el final de las agotadoras marchas a través de
un territorio hostil y la entrada en un elemento familiar que de alguna manera podía conducirles de
nuevo hasta la patria. Sin embargo el avance a lo largo de la costa sur del Mar Negro resultó más
complicado y difícil de lo que se esperaba ante la falta de naves que facilitaran el transporte y por la
desconfianza y recelo que despertaban a su paso por las diferentes ciudades del tra yecto.
Jenofoñte trató de afrontar estos inesperados problemas con una solución de emergencia. Fiado en
la admiración que sentía por sus hombres, quienes a pesar de todas las penalidades habidas en el
curso de la marcha habían sabido comportarse de una manera ordenada y civilizada, planteó la
idea de fundar una colonia de carácter panhelénico en un lugar favorecido de la costa. Dicha idea
reflejaba el grado de autoconfianza en sus posibilidades que Jenofonte había ido adquiriendo a lo
largo de los diferentes avatares de la expedición y expresaba al tiempo su deseo de llevar a la
práctica los nuevos ideales panhelénicos que alentaban en aquel entonces en algunos intelectuales
griegos. Quizá creyó que podía convertir en realidad una utopía gracias a las circunstancias
excepcionales que neutralizaban las trabas de tipo social o institucional que obstaculizaban su
desarrollo en la práctica diana.
Su proyecto fracasó y la expedición continuó su camino de retorno a Grecia. Forzados por la
necesidad, ya que la mayoría de las ciudades griegas rehusaban proporcionarles cualquier clase de
apoyo, pues les consideraban sólo una fuente de conflictos, entraron al servicio del reyezuelo tracio
Seutes. El incumplimiento de las obligaciones del príncipe, que demoraba más de la cuenta la paga
a las tropas, obligó a Jenofonte a presionarle duramente instándole a cumplir con los deberes
asumidos, tarea propia de un buen monarca. La campaña podía darse ya por finalizada en el 399
cuando una parte sustancial de los expedicionarios bajo el mando de Jenofonte entró al servicio de
Esparta, que estaba entonces en campaña por Asia Menor contra los dominios persas de la zona.
La vi-da de Jenofonte empezaba así otra nueva etapa.
Su estrecha relación con Esparta supuso cambios importantes en la vida de nuestro autor.
Coincidiendo con su regreso a Grecia se encontró con el decreto de exilio que lo apartaba de su
ciudad natal. Los motivos no faltaban. Su demostrado laconismo, su asociación con la expedición
de Ciro, que siempre había estado del lado de Esparta en los años finales de la Guerra del
Peloponeso, y seguramente también la oportunidad de deshacerse de un oligarca que, como los
muy odiados Alcibíades y Critias, había demostrado siempre animadversión hacia el régimen
democrático ateniense, fueron algunos de ellos. Jenofonte estuvo primero al servicio de Tibrón y
Dercílidas y después del rey Agesilao. Durante casi treinta años de su vida compartió los planes y
las expectativas espartanas en todos los terrenos. Acompañó a Agesilao a lo largo de sus
campañas por Asia Menor hasta que fue llamado de nuevo por su patria, que se veía acosada
entonces por una coalición de estados griegos encabezada por Atenas y Tebas. Jenofonte combatió
contra su propia patria en la batalla de Coronea, que concluyó con la incierta victoria de los
espartanos.
La personalidad de Agesilao causó una profunda impresión en Jenofonte. En su opinión el
monarca espartano poseía las cualidades idóneas de un líder, tales como un buen conocimiento de
las artes militares y estratégicas, un gran valor personal> un trato humanitario hacia sus hombres
combinado con un estricto mantenimiento de la disciplina, la capacidad para afrontar situaciones
imprevistas y la piedad hacia los dioses. Agesilao incorporaba así la imagen ideal del monarca, un
tema de suma actualidad en la Grecia de esos momentoS, cuando se estaba debatiendo de nuevo
la mejor forma de gobernar la sociedad tras la imparable crisis que había sacudido el sistema
democrático tras la Guerra del PeloponeSo. Seguramente fue el propio monarca quien recomendó
que se le concediera la finca de Escilunte donde iba a transcurrir su vida durante los próximos
veinte años. Jenofonte compartía con Agesilao algunos ideales como el de ver una Grecia unida,
quizá bajo la égida de Esparta en una campaña de conquista contra el imperio persa. La reciente
experiencia de Jenofonte en este campo le avalaba como un consejero ideal. También tenían en
común la firme convicción de la supremacía natural de la aristocracia agraria sobre cualquier otro
experimento político. Una forma de vida que Jenofonte pudo poner en práctica durante su estancia
en Escilunte. Dedicaba su tiempo a la caza, se entregaba al cuidado de sus caballos y a la admi-
nistración de su finca, y compartía con sus iguales, espartanos o amigos que le visitaban desde
otras partes de Grecia, los muchos momentos destinados al ocio traducidos en festivales y
banquetes. Sus dos hijos fueron enviados a Esparta para que recibieran allí esta clase de
educación. La estabilidad de sus instituciones y la consistencia y rigor de sus prácticas educativas
constituyó siempre la base de la admiración hacia Esparta de la mayoría de los aristócrataS
griegos, incluidos los atenienses.
La derrota espartana en Leuctra precipitó el final de esta floreciente etapa. Es más que probable
que tras la forzada salida de Escilunte y su marcha a Corinto se produjese la reconciliación con su
ciudad natal, que habría revocado el decreto de su exilio. Uno de sus hijos combatió de hecho en
las filas atenienses en la batalla de Mantinea en el 362 y murió valerosamente> por lo que fue
convenientemente honrado en la memoria pública de la ciudad. Escribió además un opúsculo
denominado Ingresos, quizá la última de sus obras, en el que aconsejaba acerca de la mejor forma
de gestionar las finanzas del estado ateniense. Es muy probable que también sus obras de carácter
socrático fueran compuestas en este mismo período, cuando su renovada relación con Atenas le
llevó a interesarse vivamente por los avatares de la política interna de la ciudad. Durante esta
misma época fue también cuando llevó a término sus obras de carácter histórico y algunos de sus
más célebres tratados.

Sus OBRAS
Uno de los estudiosos modernos más importantes sobre la obra de Jenofonte, el alemán
Breitenbach, estableció una clasificación de su obra singular y diversa en tres grandes apartados:
a)Las obras de carácter histórico, dentro del que incluyó las Helénicas, la Anábasis y el
Agesilao.
b)Las obras de tipo didáctico, que en su opinión serían: la Ciropedia, el Hierón, la Constitución
de los lacedemonios, los Ingresos, Sobre la equitación, el Hipárquico y el Cinegético, a pesar de las
dudas que ha planteado la adscripción a Jenofonte de esta última obra.
c)Las obras de contenido filosófico, denominadas también socráticas, que incluirían los tratados
del Económico, las Memorables, el Banquete y la Apología de Sócrates.
Las obras históricas
En las HelénicaS relata la historia de Grecia desde el año 411 a. C., momento en el que se
termina bruscamefl te el relato de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso> hasta el 362, año en
el que libra la ya mencionada batalla de Mantiflea que dejó las cosas en Grecia tal como estaban y
no resolvió nada dentro de la caótica situación política por la que atravesaban los estados griegos
en aquel preciso instante. Aunque parece en un principio la continuación de la obra de Tucídides, lo
cierto es que las Helénicas distan mucho de ser una obra maestra y emblemática como la Historia
de La Guerra del Peloponeso. Le faltan la profundidad de ideas, la preocupación constante por el
descubrimiento de la verdad que alienta en todo el relato y el análisis riguroso de los
acontecimientos que caracterizan la obra de su ilustre predecesor. La labor de Jenofonte como
historiador se ve seriamente mermada por defectos tan señalados como la demostración evidente
de su profundo odio hacia Tebas su abierta admiración por Esparta, la superficialidad de muchos de
sus juiciOS históricoS, su notoria estrecheZ de intereses y sobre todo las sorprendentes omisiones
que jalonan toda la obra.
Las diferencias entre un autor y otro son evidentes aunque algunos testimonios antiguoS> como
el de Diógenes Laercio, indican que Jenofonte habría sido el editor de la parte final de la obra de
Tucídides que éste había dejado inacabada. Abandona en seguida el sistema cronológico de
Tucídides en favor de un contexto narrativo mucho más vago e impreciso. Demuestra un desinterés
evidente por la situación política interna de las ciudades griegaS y su particular incidencia en la
marcha de los acontecimientos. No prestó así apenas atención a los efectos devastadores que
sobre la buena marcha de la guerra tuvo la continua lucha de facciones políticas en el interior de
Atenas. Incluye, en cambio> dentro de su relato algunos episodios que resultan completamente
triviales por carecer de toda relevancia sobre el curso de la guerra. Sus reflexiones generales están
frecuentemente desprovistas de la hondura y de la permanencia universal que asumen los juicios
de Tucídides. Jenofonte parece más preocupado por la consistencia dramática de sus personajes y
por las derivaciones morales de su conducta. Abandonó del todo el análisis rigurosamente histórico
y dejó que el simple relato encadenado de los acontecimientos, a veces de una manera un tanto
confusa y desvaída, constituyera el eje narrativo principal que guía nuestros pasos a lo lar go de sus
páginas.
Se ha considerado a Jenofonte como un reportero fiable y bien informado más que como un
buen historiador. Su larga estancia en el Peloponeso, su cercanía a los líderes espartanos que
fueron protagonistas destacados de la historia de aquellos tiempos y su propia experieñcía militar
parecían méritos suficientes para avalar dicho calificativo. Sin embargo la comparación de su relato
con la obra de un historiador desconocido recuperada a través de los hallazgos papiráceos de
Egipto a comienzos del siglo pasado ha puesto en tela de juicio estas afirmaciones. El denominado
«historiador de Oxirrinco», lugar donde aparecieron los papiros, se ha revelado como un testimorilo
histórico mucho más fiable y preciso y, desde luego, zomo un continuador mucho más digno de la
estela deja-la por Tucídides en el campo de la historia. Así Jenofonte omite toda la campaña de
Agesilao en Asia Menor tras su ~nfrentamiento con los persas en el verano del 395 a. C., ~ue no
obtuvo resultados dignos de mención, y pasa por Lito importantes detalles que transforman nuestra
conepción de la figura del monarca, como su papel deterriinante en el desencadenamiento de los
hechos que conujeron a la decisiva batalla de Leuctra que puso fin a la egemonía espartana. Hay
que señalar también su absoita falta de método, o al menos un cierto descuido, a la ora de describir
las batallas importantes, una circunsLflCia que alcanza su culminación con la decisiva batalla ~
Leuctra del 371, donde no parece haber realizado el más mínimo esfuerzo para referir lo acontecido
en el lado tebano que fue a la postre el bando vencedor.
Jenofonte tampoco destaca precisamente en su labor de búsqueda de las fuentes de
información más idóneas. No se preocupó de consultar para la confección de su historia otras obras
contemporáneas como la del mencionado «historiador de Oxirrinco», que le habría evitado algunos
de sus más sorprendentes y llamativos errores. Las Helénicas de Jenofonte son sobre todo una
obra de carácter personal. Su relato está basado fundamentalmente en el uso de su propia memoria
y de su propia experiencia personal, lo que ha resultado en una manifiesta parcialidad y una notoria
estrechez de su punto de mira. A pesar del título de la obra, la historia de Jenofonte tiene como
tema principal y casi exclusivo a Esparta y el Peloponeso, que son los lugares que mejor conocía en
aquellos momentos y donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Algunos acontecimientos
decisivos en la historia de aquellos momentos como la súbita ascensión hegemónica de Tebas bajo
la égida de los generales Pelópidas y Epaminondas, su expansión por Tesalia, o los intentos de
Atenas por recuperar su hegemonía en el Egeo con la formación de la segunda confederación
naval, son silenciados o quedan reducidos a simples alusiones. La parte principal del relato se
centra en acontecimientos en los que el autor participó directamente, como las operaciones
militares espartanas en Asia Menor entre los años 399 y 394. Cuando no podía echar mano de su
propia experiencia, Jenofonte recurría al testimonio personal y directo de sus amigos espartanos,
atenienses y de otras procedencias con los que mantuvo contactos durante el largo período de
Eséilunte o, más tarde, en Corinto. Debieron de ser numerosos los visitantes ilustres que acudían a
su propia finca con motivo de la celebración cuatrienal de los juegos en la cercana Olimpia y le
ponían al corriente de los acontecimientos vividos por ellos que él no había podido contemplar en
directo. En Corinto siguió utilizando estas fuentes de información, pues allí se hallaban los cuarteles
generales de la alianza espartana y la ciudad era, por tanto, el correspondiente centro de
operaciones. A~inque siernpre pudo seguir el curso de los acontecimientos desde tina priví]egiada
atalaya, nunca abandonó su perspectiva parcial que sólo le permitía conocer una parte, aunque
importante, de lo sucedido en la realidad.
La propia composición de la obra presenta algunos problemas importantes. La obra está dividida
en dos partes bien diferenciadas, tal y como ha confii-mado el análisis filológico de los usos
lingíiísticos de Jenofonte. Una primera parte, dedicada a narrar el final de la Guerra del Peloponeso,
concluiría al comienzo del libro 11(3,10). La segunda parte, sin duda la más abtmdante y
sustanciosa, fue compuesta en el ñltimo período de su vida y refleja la vls’on de un hombre
desengañado que contemplaba con tristeza y no sin cierto desconsuelo la incierta situación que se
había creado en Grecia con el inesperado desenlacede la batalla de Mantinea, punto final de 5L1
obra conscientemente elegido, que no sólo no había confirmado lina clara hegemonía de ninguno
de los contendientes sino que aumentaba todavía más el estado de confusion rey nante en aquel
entonces en la política griega.
Pero con todos sus problemas y limitaciones las Helén,cas constituyen para nosotros la fuente
de información histórica más importante de la que disponemos para este período. Es necesario sin
embargo saber leer entre lineas y ser consciente en todo ‘tomento del carácter reservado y alusivo
de su autor así como de las numerosas omisiones que jalonan toda la obra. Los silencios de
Jenofonte son casi siempre significativos y hay que saber interpretarlos. En ocasiones se explican
por la natural reserva de quien no parecía inclinado a mostrar en ptiblico sus propias miserias, como
la muerte de su hijo en Mantinea o st’ expulsión de Escilunte por los eleos tras la batalla de Leuctra.
Tampoco parece partidario de explicitar sus opiniones personales sobre determinados asuntos
como la postura de Lisandro ante la realeza espartana o el papel jugado por los mercenarios en la
liberación de Corinto.
Pero con todos sus problemas y limitaciones las Helénicas constituyen para nosotros la fuente
de información stórica más importante de la que disponemos para este período. Es necesario sin
embargo saber leer entre líneas ser consciente en todo momento del carácter reservado ilusivo de
su autor así como de las numerosas omisios que jalonan toda la obra. Los silencios de Jenofonte ri
casi siempre significativos y hay que saber interprelos. En ocasiones se explican por la natural
reserva de ien no parecía inclinado a mostrar en público sus pros miserias, como la muerte de su
hijo en Mantinea o expulsión de Escilunte por los eleos tras la batalla de ictra. Tampoco parece
partidario de explicitar sus rtlones personales sobre determinados asuntos como ostura de Lisandro
ante la realeza espartana o el pa-jugado por los mercenarios en la liberación de Corin to. Jenofonte,
comO todos los escritores antiguos, escribía para un público determinado que no somos los
lectore~ modernoS o los estudiosos de la historia griega antigua Su estilo tan a menudo
desesperafltemente alusivo res ponde a estas circunstancias. Era una obra dirigida fun damental, si
no exclusivamente> a iniciados, a quiene~ podían desvelar fácilmente sus alusiones y guiños e inter
pretar adecuadamente sus silencios y omisiones, a veces cuidadosamente planeados. No
necesitaba, por tanto, ex plicar lo obvio si no existía una razón especial para ello como resaltar Ita
incidencia moral de un acontecimiento c de la acción de un personaje determinado. TampocO lt
parecía necesario establecer el marco explicativo general que daba razón cabal de muchas de las
informaciOnes pues era perfectamente conocido por quienes debían in terpretarlas.
Sus sorprendentes omisiones obedecen así al caráctel casi exclusivamente peloponesio de todo
su relato, centrado en las acciones de Esparta y pendiente~ por ello, tan sólo de aquellos
acontecimientos que afectaban de alguna manera al desarrollo de la historia espartana> como suce
de con la política exterior de Atenas. En otros casos st silencio refleja el ejercicio de una cierta
censura sobn quienes resultaron fatales para la buena marcha de la he genIonía espartana como es
el caso de los célebres gene rales tebanos pelópidas y Epaminofldas> a quienes Jeno fonte regatea
todo el espacio posible en su historia pesar de que eran con mucho los líderes militares má
importantes de su tiempo y los artífices directos de 1 grandeza de Tebas. Algunas de las
consecuencias de su acciones que resultaron determinantes para el futuro ~ Esparta, como la
refundaciófl de Mesenia, que apartal del control espartano no sólo el territoriO sino tambi~ toda la
fuerza de trabajo que sostenía con su esfuerzo a casta militar de los Iguales, o la fundación de la
ciudad MegalóPOliS en Arcadia, que se convirtió en el bastión la resistencia antiesPartana en el
PeloponeSO, quedar’ así fuera del curso de su narración histórica.
En suma, parece necesario considerar las Helénicas más como una obra literaria, unas
Memorias como sugiere Cawkwell, que una obra histórica propiamente dicha. Destacan así la
viveza de sus retratos individuales, su sentido de la situación dramática o la descripción de escenas
aisladas que tanta importancia iban a tener en la historiografía helenística posterior y a la que sin
duda Jenofonte se sentía mucho más próximo por talante y talento que su inmediato antecesor, el
inalcanzable Tucídides. Su principal objetivo no era descubrir la verdad ni determinar las leyes
constantes que rigen el comportamiento humano y regulan la marcha de la historia, sino un pro -
pósito mucho más modesto y claramente moralizante como era presentar la virtud y el vicio
encarnados en individuos y en ciudades enteras, protagonistas únicos y fundamentales de su
desesperada búsqueda del ideal humano siguiendo, a su manera, la estela dejada en este terreno
por el inimitable Sócrates.
La Anábasis constituye seguramente su obra histórica más brillante. En ella relata la
extraordinaria aventura de la expedición de Ciro el joven y el tortuoso y accidentado regreso hasta
las costas de Grecia tras haber recorrido casi cuatro mil kilómetros por unas regiones inhóspitas y
desconocidas. Seguramente Ja compuso en su finca de Escilunte más de veinte años después de
que tuviera lugar la famosa expedición. Es probable que la publicara bajo el pseudónimo de
Temistógenes de Siracusa con el objetivo de favorecer su difusión en Atenas, donde su nombre
todavía permanecía estrechamente asociado a Esparta y estaba vigente el decreto de exilio que lo
había alejado casi definitivamente de su ciudad natal. Aunque Jenofonte habla de sí mismo en
tercera persona la obra está redactada también a la manera de unas memorias en las que priman el
testimonio de la propia experiencia y sus recuerdos personales.
Jenofonte resalta el papel destacado que le tocó asumir en el curso de la marcha, poniendo
especial énfasis en las cualidades de liderazgo que hicieron posible la salvación final de la
expedición. Cualidades como la preocupación constante por el mantenimiento de la disciplina y el
buen orden, la demostración de humanidad con sus hombres en los momentos más difíciles y
desesperados, la exhibición continua del valor necesario para afrontar los diferentes peligros, y un
espíritu animoso y optimista que infundía respeto y confianza en los soldados. Algunos han
destacado el carácter claramente apologético de toda la obra> ya que Jenofonte se habría visto
obligado a justificar su papel a la vista de ciertos testimonios antiguos que ponen en tela de juicio su
aportación tan decisiva. Sin embargo, como ha señalado con acierto García Gual, la obra «tiene el
aroma auténtico de lo vivido y recordado de un modo real». Tiene hasta cierto punto las caracteris -
ticas propias de un relato de viaje, con las consabidas descripcioneS paisajísticas de primera mano
y las alusiones continuas a la flora y fauna de las regiones atravesadas, las digresiones reflexivas
sobre el exotismo o la rareza de costumbres de los pueblos bárbaros de la ruta, y la recreación
dramática de los momentos decisivos de la expedición en la que los protagonistas cobran de nuevo
vida ante nuestros, ojos a través de la viveza de sus retratos psicológicos o de la emoción y la
tensión contenida en sus discursos.
Su calidad de reportero, a la que aludíamos más amba, queda bien patente en esta obra. Da
cuenta de los hechos vividos y refleja con acierto las impresiones y emociones que dicha
experiencia comporta. El control del hilo narrativo es en este caso una tarea mucho más sencilla
que en las Helénicas, en la que la trama de los acontecimientos tendía por naturaleza a la
dispersión de escenarios y a la complejidad de las motivaciones latentes en cada una de las
acciones. En la Anábasis, el relato es mucho más unidireccional, casi de sentido único, tomando
como eje conductor la progresión diaria de la expedición hacia su incierto destino. Sabe reflejar
inolvidables escenas como el avistamiento de las tropas enemigas en los momentos previos a la
batalla decisiva de Cunaxa, ocultas tras la nube de polvo que ocupaba la llanura, o el momen to
culminante del relato cuando la avanzadilla de la expedición atisba el mar a lo lejos y toda la tropa
prorrumpe en un clamor emocionado al grito de «thalassa, thalassa» (el mar, el mar).
Se ha destacado también la presencia en la obra de un ideal panhelénico. Jenofonte habría
tratado de mostrar cómo una serie de griegos venidos de las procedencias más diversas y a veces
de ciudades enfrentadas entre sí casi de manera atávica habían sido capaces de unirse pa ra
afrontar un peligro exterior concretado en la constante amenaza persa o en el acoso continuo de las
poblaciones hostiles por cuyos territorios atravesaban. Sin embargo es más probable que la obra
refleje tan sólo la rememoración orgullosa y sincera del protagonismo de su propio pasado como
también ha señalado García Gual. La sencillez y agilidad de su estilo hacen de la lectura de la obra
una tarea fácil y agradable, la de un relato variado de aventuras que refleja de forma magistral las
virtudes y debilidades de unos hombres singulares que tenían en el oficio de las armas su forma de
ganarse la vida.
El Agesilao es un encomio biográfico del monarca espartano que había sido durante largos años
el valedor de Jenofonte y hacia cuya figura había profesado desde el principio una sincera
admiración. Aunque incluida dentro del grupo de sus obras históricas, el Agesilao constituye un
declarado y encendido elogio de las virtudes del monarca en el que prescinde de aquellos hechos o
aspectos de su conducta que pudieran ensombrecer la imagen gloriosa de su personaje. El rey es
presentado como un modelo de paradigma ético para todos los que «desean ejercitarse en las
virtudes humanas», como señala el propio autor en un momento de la obra. Jenofonte sigue para su
composición las convenciones básicas del género encomiástico, que gozaba de una larga tradición
dentro de la literatura griega, sin embargo divide el encomio en dos partes perfectamente
estructuradas. Una primera, en la que sigue el orden cronológico de los principales hechos de la
vida del protagOniSta, y una segunda en la que dejando ya claramente de lado dicho criterio
procede a una detallada exposición de las virtudes que caracterizan a su personaje. Con esta obra
Jenofonte sentó las bases del género biográfico que tanta resonancia tendría en la literatura
posterior.
Escritos didácticos
Entre los escritos de contenido didáctico destaca particularmente la Ciropedia, considerada junto
con la AnábasiS la obra más sugerente de Jenofonte y la que ha dejado quizá una mayor impronta
en toda la tradición posterior. Se trata fundamentalmente de un retrato idealizadO y de ca rácter
abiertamente novelesco del fundadoi~ del imperio persa> el gran Ciro, con un propósito
abiertamente didáctico y moralizante. Aunque la obra no carece completamente de base históriCa,
su principal objetivo educativo supedita todos los demás elementos a dicha finalidad. Su estructura
literaria resulta ciertamente compleja ya que a su armazón aparentemente biográfiCa se suman
otros elementos procedentes del cuento popular> de un género novelesco todavía en ciernes, de la
retórica de moda en la época y de la historia de carácter político y militar tan propia de su tiempo. El
relato no procede de manera lineal y cronológi ca a la manera de una simple biografía, bien sea
supueSta> del personaje elegido, sino que se ve j~termmpido por la existencia de abundantes
discursOs, nada menos que cuarenta y tres, diversas escenas dialogadas y algunos destacados
episodios de carácter novelesco que en opinión del estudioso americano Philip Stadter conforman la
estructura narrativa básica de la obra. El interéS principal de Jenofonte se centra especialmente en
la educación y en los principios morales que adornan a su protagoniSta> que pasa a convertirSe en
un modelo de comportamiento humano y en el paradigma del dirigente ideal, a expensas del
componente verídico que pudiera ~o~esponder a la figura que lo encama y del contexto histórico en
el que lo sitúa.
La Persia de Jenofonte es un espacio imaginario que sólo de manera referencial presenta
concomitancias con la realidad histórica de un imperio aqueménida que suscitaba emociones y
sentimientos encontrados en la persona de Jenofonte. El carácter modélico de algunos de sus
dirigentes convertidos ya en figuras casi míticas por una parte de la historiografía griega contrastaba
con la reciente experiencia de nuestro autor, que había combatido contra él en las filas espartanas y
había sufrido de cerca la perfidia y asechanza de algunos de sus sátrapas. La Ciropedia se
convierte así en una ficción idealizada mucho más próxima al carácter utópico que presentan
algunos diálogos platónicos que al relato de corte mucho más histórico de Heródoto o Tucídides,
como ha destacado el ya mencionado Stadter. No se trata> por tanto, de una obra de historia ni de
una biografía en su sentido más estricto sino de un tratado didáctico que versa sobre educación,
valores morales y aquellos aspectos del arte militar y de la administración política que resultaban
pertinentes en la formación de un dirigente.
Otros escritos de contenido didáctico son sus opúsculos Hierón y la Constitución de los
Lacedemonios. En el primero, dedicado a la figura del tirano siciliano, Jenofonte lleva a cabo una
reflexión política sobre las nuevas formas de tiranía y una cierta idealización literaria sobre la mejor
forma de gobierno. El segundo, donde expone las razones de su admiración por el régimen político
espartano, conserva la condición de especulación idealizante que caracterizaba al género de las
denominadas politeiai, un tipo de tratados sobre formas de gobierno que adquirieron una gran
popularidad en la parte final del Siglo y y a comienzos del iv coincidiendo con la crisis política de
Atenas y de buena parte de los estados griegos. Hay que mencionar también dentro de este mismo
apartado su obrita sobre los Ingresos, en la que Jenofonte incorpora el ideario socrático al
pensamiento económico de la época, proponiendo la autarquía y la austeridad como única forma de
mejorar las deterioradas finanzas públicas de Atenas. Por último, en sus dos tratados sobre la
equitación> el Hipárquicü y Sobre la equitación> un campo en el que Jenofonte poseía una
reconocida competencia y una larga experiencia> manifiesta nuevamente una clara vocación
didáctica de transmitir sus conocimientos prácticos a los jóvenes inexpertos en dicho arte. El
segundo de ellos es seguramente el testimonio mejor conservado de un tratado técnico de estas
características.
Los escritOS filosóficos
El tercer grupo de sus escritOS, los de carácter filosófico, tienen como eje central la figura de
Sócrates. El retrato de Sócrates que presenta Jenofonte es eminentemente literario y en él
predominan abiertamente los elementos de ficción sobre cualquier intento serio de recreación
histórica. Conviene recordar que toda esta parte de su obra fue redactada casi sesenta años
después de la muerte de Sócrates, con una intención seguramente polémica frente a otro tipo de
obras que se habían escrito en su contra, y motivada quizás por un cierto sentido de la oportunidad
por parte de Jenofonte, que consideraba que podía tener algo importante que decir dentro de este
renacido debate. Retrata un Sócrates que resulta un paradigma ejemplar de conducta personal y de
valor moral, la figura ideal de un ciudadano modélico al que el filósofo queda aquí completamente
subordinado.
El EconómicO constituye sin duda uno de los tratados más singulares de este apartado. Se trata
de una obra que se sitúa dentro de la tradición del denominado logos Socratikos, un subgénero
literario a medias entre el retrato literario y la descripción de carácter verídico surgido en la estela
del pensamiento y las prácticas de Sócrates al no haber dejado éste tras de sí ningún escrito propio.
También presenta rasgos claramente concomitantes con la literatura de tratados técnicos, a la que
nos hemos referido en el apartado anterior. Todo el relato gira en torno al diálogo entre IscómacO,
un personaje que representa en muchos momentos la persona del propio autor, y un Sócrates
desconocido acerca de la manera más adecuada de gestionar una finca agraria. Resulta
efectivamente sorprendente la curiosa asociación de la figura de Sócrates con una temática
específica y concreta que no parece que despertara en exceso su interés en la realidad, sin embar-
go Jenofonte lo utiliza para exponer a través de su personaje algunas de sus propias ideas en este
terreno, insufladas en parte por el indeleble recuerdo de las doctrinas del maestro, digeridas y
asimiladas en el curso de su larga vida. La idea central de toda la obra es que el trabajo, y es-
pecialmente el trabajo agrícola, constituye el vehículo adecuado de educación y el medio idóneo
para el fomento de las virtudes innatas a la naturaleza del individuo. Jenofonte, que conocía a la
perfección el medio agrario por educación y por su práctica durante su larga estancia en Escilunte,
pretendía ilustrar mediante ejemplos prácticos el ideal pedagógico latente en toda su producción li-
teraria.
Dentro de este apartado de escritos socráticos los denominados Memorabilia constituyen el
proyecto más acabado de una biografía socrática. Se trata en esencia de una defensa de la
memoria de Sócrates frente a las acusaciones tradicionales que condujeron a su ejecución y al
posterior deterioro de su fama. A unos capítulos iniciales de carácter declaradamente apologético>
Jenofonte incorpora un tipo de discurso forense unido al diálogo de corte puramente socrático para
exponer a continuación una relación de la vida entera del pensador ateniense. Se in siste de nuevo
en el valor paradigmático que incorpora la figura del protagonista, en la utilidad pedogógica general
que tienen sus consejos prácticos y en la autoridad que ejerce su influencia moral. Jenofonte ofrece
una vez más su interpretación particular del mensaje socrático, que guarda una vez más un
parecido sospechosamente sorprendente con las ideas expuestas en el resto de su producción
literaria. Un ideal caracterizado por la búsqueda constante de la virtud y de la hombría de bien que
Sócrates ilustraba con cualidades tan definitorias como su piedad, su sentido de la justicia, su
prudencia, su dominio de sí mismo y su conocida autosuficiencia. Con esta obra Jenofonte
contribuyó a la creación y perfeccionamiento de una nueva forma de especulación biográfica sobre
la figura ya mítica de Sócrates que constituyó un modelo para recopilaciones posteriores como las
de Zenón o las de Epicteto.
La Apología de Sócrates en concordancia completa con su título, responde del todo a este
cometido apologético, el de defender la memoria de Sócrates de sus detractores por medio de una
reconstrucción ideal del discurso de defensa que aquél habría pronunciado ante el tribunal. Se
presenta bajo la estructura formal de un discurso de defensa pero, como la obra similar de Platón,
nunca fue pronunciada en la realidad. El discurso parece responder más a lo que el propio
Jenofonte hubiera dicho en defensa de su maestro que a las circunstancias reales. También en
común con Platón escribió Jenofonte un Banquete que tiene como motivo central el tema del amor,
si bien no parece que exista una dependencia directa con respecto a la obra platónica. Las
diferencias en el tratamiento del tema son notables y reflejan una vez más el conocido des equilibrio
entre la capacidad filosófica de Platón y el carácter mucho más superficial y limitado de las ideas de
Jenofonte. En la obra de este último prima el retrato humano de Sócrates sobre el diseño de las
líneas esenciales de su pensamiento.

Sus IDEAS
A lo largo del examen de su trayectoria vital y del análisis de sus obras han ido apareciendo ya,
aunque de manera dispersa, los ejes principales que estructuran el pensamiento de Jenofonte. Se
ha resaltado también el gran parecido existente entre los ideales que adornan al
Sócrates de sus escritos con las propias ideas de nuestro autor. Jenofonte era esencialmente un
hombre de acción a la vieja usanza, un individuo piadoso que creía en la atención e interés
constante de los dioses por la existencia humana. El curso de la historia se hallaba, por tanto,
inevitablemente condicionado por la providencia divina, que se ocupaba de castigar toda clase de
comportamiento impío como la ruptura de un juramento solemne; así les sucedió a los propios
espartanos cuando tomaron la ciudadela de Tebas después de haber jurado dejar libres a las
ciudades griegas, o al pérfido sátrapa persa Tisafernes que había asesinado a traición a los
generales griegos después de haber jurado respetar la tregua. Su propia experiencia personal, al
menos tal y como ha quedado reflejada en sus escritos, avalaba también la importancia de estas
intervenciones divinas, como su consulta al oráculo de Delfos a la hora de partir en la expedición de
los diez mil o el sueño que Zeus le envió tras la batalla de Cunaxa.
En el terreno moral destaca la poderosa influencia de Sócrates en su idea recurrente de
proponer modelos de conducta ética caracterizados por cualidades morales tales como la
resistencia a las dificultades, la valentía, la nobleza de carácter, el sentido de la justicia y la
demostración constante de piedad hacia los dioses. Desengañado de la experiencia política de su
tiempo en la que el impulso colectivo de la democracia ateniense había conducido a su ciudad al
desastre, se preocupaba más del individuo y de sus posibilidades concretas de realización moral en
el marco de una existencia ordenada según los viejos principios de la mentalidad aristocrática
griega. Jenofonte estaba firmemente convencido de que estas cualidades tradicionales todavía
tenían plena vigencia en su tiempo, lo que explica su declarada simpatía por el modelo político y
social espartano que las había incorporado dentro de su marco educativo. Confiaba también, sin
embargo, en la emergencia de un sentimiento general de carácter panhelénico, auspiciado
y conducido seguramente por la misma Esparta, que sustituyera las aspiraciones hegemónicas
que estaban conduciendo a Grecia al desastre, y que alentase la cruzada contra el viejo enemigo
persa, cuyas debilidades internas había podido comprobar in situ con motivo de sus propias
campañas.
Jenofonte no era ciertamente un pensador profundo y sistemático, parangonable a alguno de sus
antecesores inmediatos> como Tucídides, o a contemporáneos de la talla de Platón con los que
siempre se le ha comparado, a veces de manera injusta. Sus ideas permanecen mucho más a ras
del suelo de la gente común, expresando las aspiraciones y anhelos de un hombre de su tiempo
que contemplaba asustado pero consciente la ruina de los viejos modelos que habían caracterizado
toda una etapa anterior de la historia de Grecia y mostraba su preocupación por los nuevos
desafíos a los que se enfrentaba ahora el individuo, desprovisto de los viejos soportes. Confiaba
como guía en la solidez de la tradición, renovada ahora por su particular interpretación de las
doctrinas socráticas que presentaban un modelo ético a seguir cuya puesta en práctica podía
garantizar la mejora consciente de los individuos y asegurar así la continuidad de las instituciones.
Su indiscutible talento literario que le impulsó a la renovación y diferenciación de una serie de
nuevos géneros abrió nuevos caminos a la literatura griega y marcó auténticos hitos en toda la
tradición posterior, desde Plutarco o Cicerón a Maquiavelo o Montaigne. Gracias a la íntegra
conservación de su obra podemos conocer los pormenores de una época convulsa de la historia
griega de la que Jenofonte fue activo y destacado protagonista. Tenía la convicción de que la única
hegemonía política posible debía estar fundamentada no en el uso de la fuerza sino en la
reputación basada en la práctica de la justicia y la generosidad, y en la influencia y el respeto consi-
guientes que se derivan de dicha reputación. Un proceso cuyo protagonismo principal debían
asumirlo los individuos destacados, los líderes naturales que se ajustaban
por sus cualidades al modelo educativo que había propuesto a lo largo de toda su obra
encarnado en la emblemática figura de Sócrates.

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