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Alfredo Pastor
26/09/2017
Qué va a votar usted?”, preguntaba un agente electoral a una anciana de los Montes
Apalaches. “No he votado en mi vida”, contestó ella. “Votar no hace más que darles
ánimos”. Poco imaginaba la anciana que sus palabras iban a ser de exacta aplicación en
la lejana Catalunya un siglo más tarde: porque a uno que no es partidario de la
independencia –aunque la aceptaría si esa fuera la voluntad de una amplia mayoría– el
evento del 1-O le pone en un brete: ¿votar o no votar?
A uno le gusta votar, como a todo el mundo. Votar es bueno, y aunque algunos suizos
se confiesan en privado cansados de tanta consulta, lo cierto es que no renuncian a ellas:
en esto debe de ser preferible pasarse que quedarse corto. Pero para ser útil una
consulta, y más aún un referéndum, debe cumplir por lo menos dos condiciones: el
votante debe tener unas mínimas garantías respecto a las consecuencias que acarrea
cada una de las alternativas que se le proponen, y ha de existir una expectativa
razonable de una clara mayoría, en un sentido u otro, para no dar como resultado la
consolidación de divisiones que hasta entonces hubieran estado soterradas. Admitamos,
pues, que el referéndum previsto para el 1-O está en las antípodas de una consulta bien
concebida.
En primer lugar, en lo que respecta a la información del votante. Es cierto que es muy
difícil describir siquiera las consecuencias probables de una eventual independencia de
Catalunya, más aún asignarles un grado de certidumbre. Sin embargo, los defensores de
la independencia han dado por seguras las circunstancias favorables y por imposibles las
negativas. Así, mientras todas las voces autorizadas repiten que una Catalunya
independiente debería solicitar su ingreso en la Unión Europea, las tesis
independentistas van desde negar esa afirmación hasta argüir que no hay precedente
para el caso catalán. Ese es el ejemplo más flagrante del procedimiento, pero no el
único. Cuando se habla del reparto de la carga de la deuda entre Catalunya y el resto de
España se dan por seguras unas cifras que sólo si el Estado, hoy un opresor
inmisericorde, se convirtiera durante la negociación en un fraternal aliado se harían
realidad.
Por lo que se refiere al resultado probable, nada permite suponer que el referéndum,
caso de celebrarse bajo el amparo de la ley, fuera a arrojar una mayoría clara. No
serviría para unir, ni permitiría go- bernar a cualquiera de los dos proclamados
ganadores. Quedaría así confirmada la ruptura vaticinada por Aznar, y tendríamos una
Catalunya aún menos gobernable de lo que ha sido últimamente. De todo ello cabe
concluir que en el mejor de los casos el referéndum será inútil.
Puede, y es deseable, que en torno al 1-O se plantee una negociación de ese tipo. Por
suerte, a medida que aumenta la tensión, de todas partes de España van surgiendo
muestras de buena voluntad, llamadas a la concordia; el entendimiento sólo será posible
si ambas partes empiezan por reconocer sus errores, algo que no les parece urgente,
como si no supieran que Catalunya y España entera son políticamente frágiles. Pero la
negociación terminará por producirse.
Los ciudadanos que mal que bien vamos desbrozando unas terceras vías que las zarzas
han hecho casi impracticables tenemos dos tareas, que llevarán mucho tiempo y
esfuerzo, pero que son la única garantía de una buena convivencia: la primera, colaborar
con las demás autonomías en un mejor reparto de poder entre el centro y la periferia; la
segunda, tratar de despojar el catalanismo de su vaina nacionalista, que termina en el
separatismo. Sólo así podrá ser admirada Catalunya y queridos sus habitantes en el resto
de España, como lo han sido muchas veces, y podrá seguir respetando el catalanismo
uno que no es catalán, y que el 1-O hará como la anciana de los Apalaches, y por la
misma razón: no quiere darles ánimos.