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ENSAYO SOBRE LA MUERTE: JOSÉ SARAMAGO

Si todo el mundo hiciera lo que puede, el mundo sería, con certeza, mejor.
- José Saramago

Fue el viernes 18 de junio del año pasado cuando José Saramago partió de este
mundo. Desde la isla de Lanzarote, ubicada en el archipiélago de las Canarias, el
literato portugués dejó un vacío para el mundo, un mundo que le adeuda su radical
comprensión. Hoy se dice que la literatura y la izquierda mundial se encuentran de
luto, pero la retirada de Saramago no se vuelve una falta en un determinado
ámbito, sino la ausencia de producir sorpresa en lo más cercano a nosotros
mismos: el hombre como tal.

Se piensa que la literatura es únicamente un quehacer de escritura y lectura,


reservada a un grupo de iniciados en la disciplina, y que han encontrado refugio
en tal labor porque sus capacidades físicas les impiden desempeñarse en otras
tareas. La literatura, como parte integrante de eso denominado “cultura” (que hace
al hombre ser hombre), se sabe indispensable, pero aún llegamos a cuestionar el
por qué de su importancia. Desde luego, la literatura no está reducida a un mero
ejercicio mecánico de leer y escribir, pero tampoco debemos suponer la inversa: la
literatura, por sí, no puede convertirse en la panacea de los problemas del mundo
actual. Y a pesar de esto, nos queda mucho por pensar en lo que pueda llegar a
ser la literatura en el presente.

La literatura, a la par de ser constructora del mundo, es una de sus legítimas


comprensoras. Tal vez la imagen requiera de la explicación: no es que sea
constructora por efectivamente poner los cimientos de una estructura social, un
sistema político o un modelo económico, ni por dar las directrices exactas del
comportamiento moral; se vuelve constructora en tanto funda a partir de la
dotación de sentido, las prácticas del hombre en el mundo, y es por ello que se
vuelve, a la vez, una tarea de comprensión continua del presente, pues lo
verdaderamente importante, que únicamente hallamos en el sentido, no puede ser
esquematizado. Exige comprensión. Y la literatura, junto con otras prácticas de las
denominadas “humanistas”, puede emprender tal cometido.

Tal vez por ello la literatura no pueda extinguirse frente a los embates de la
ciencia. Dicha afirmación no sólo es profética, ni un deseo ferviente por mantener
una ante la otra, sino entender las posibilidades mismas que tienen en el seno de
su quehacer: el ámbito del sentido es radicalmente inaprensible mediante la
explicación, el cálculo y la formalización científica. Lo que capta la ciencia no es el
sentido, sino la estructura de la realidad. La práctica científica, por tanto, es roma
ante lo verdaderamente humano (No pensemos inmediatamente en
consecuencias funestas: la ciencia también es un modo de entender el presente, y
no porque sea incapaz de la comprensión del sentido, debemos abandonar su
práctica; toda empresa humana es por sí limitada, hecha a imagen y semejanza
nuestra, pero la finitud no es ya un carácter para avergonzarnos, sino el motivo
para hacernos).

La muerte de Saramago no sólo afecta a la literatura. Tampoco podemos pensar


que sólo la izquierda internacional tiene un motivo para recordar al autor lusitano
nacido en Azinhaga en el lejano 1922. No debemos olvidar el pasado político de
José Saramago, su incorporación al Partido Comunista Portugués en 1969 (que,
obviamente, representaba un mayor peligro que la afiliación –o “afielación” – de
nuestros días), la decisiva participación en la “Revolución de los Claveles” de 1974
a favor de la instauración de la democracia lusa, o sus inapropiados comentarios
sobre política que le valieron alguna que otra reprimenda gubernamental.
Saramago, que recibió 12 doctorados honoris causa sin más causa que ser, fue
alguien en quien los títulos de “literato” o “político” no expresan lo más esencial: el
ser hombre.

Si bien la denominación “humanista” podría recibir un sinnúmero de críticas y


quejas, nada más acertado para pensar a Saramago. Lo interesante de la reflexión
consiste en entender el humanismo posible en un mundo que cuenta con sistemas
democráticos, economías post-capitalistas, una preocupación por el mundo que
nos rodea, y una radical individualización acompañada de procesos socializantes.
De ahí que resultare vacuo pretender imponer al humanismo las categorías de la
modernidad temprana, o un deseoso ánimo de congratularse con las actividades
humanas, pues en este caso, ni Saramago podría reputarse “humanista”.

Es más, el trabajo del lusitano se encuentra alejado de las felices consignas que
implican un humanismo ingenuo. Nos enseñó Saramago –y ojalá que con su
distancia con-siga haciéndolo – que al hombre debemos pensarlo también en su
constante actuar, en los rasgos que otros podrían olvidar: no en vano “Ensayo
sobre la ceguera” le valió el Premio Nobel de Literatura en 1998, por mostrarnos lo
más sublime y miserable que se halla en nosotros mismos. El ataque a las
instituciones humanas, a partir de la búsqueda de aquello que nos hace hombres,
no sólo le permitió retorcer historias y parábolas, sino reinventarlas para pensarlas
una vez más. El tan famoso “El evangelio según Jesucristo”, y la última obra
publicada, “Caín”, no es un desafío a la Iglesia: es un desafío a nuestra capacidad
de pensar el presente.

Si ya un autor alemán criticaba la innecesaria utilización del término “humanista”


para designar sus esfuerzos propios –y los del pensamiento futuro – parecería que
hay un obstinado empeño por nombrar de algún modo al hombre José Saramago.
Quizá bastaría mencionarlo, y pensar en el importante legado que nos ha
regalado. Sin embargo, no hay otro término posible para el incesante camino que,
durante su vida y obra, llevara a cabo Saramago. “No sé si habrá futuro, de lo que
ahora se trata es de cómo vamos a vivir este presente. Puede que la humanidad
acabe consiguiendo vivir sin ojos, pero entonces dejará de ser humanidad.”

Se fue José Saramago. No ha caído la democracia, el post-capitalismo, ni se ha


contenido la ola de violencia que azota a México. A lo mejor descendieron
porcentualmente algunos mercados en el mundo, o se descubrió la quincuagésima
ecuación para hacer funcionar la turbina derecha del próximo transbordador
espacial. El mundo sigue caminando. ¿De qué sirvió, entonces, la muerte de
Saramago? De nada. Y es, posiblemente, en la nada, que se encuentre el sentido
de este mundo, el único del que disponemos, y del cual se ha ido un hombre que
nos mostró una puerta de acceso a lo constitutivamente humano.

“Si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos
pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias
inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables,
no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera
hecho detenernos. Los buenos y malos resultados de nuestros dichos y obras se
van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por
todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos
aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien
dice que eso es la inmortalidad…” Con profundo dolor, y en recuerdo, hasta
siempre Saramago.

J. Alberto Islas Aguilera


Twitter: @JAlbertoIslas

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