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Hoy conmemoramos el centenario de la promulgación de nuestra Constitución

Política. Se trata del documento legal más importante del país, que da soporte y
estabilidad a las instituciones que nos rigen, y a que la luz de estos cien años, nos
invita a reflexionar sobre lo que significó su promulgación en medio de las
revueltas ocasionadas por el movimiento armado de 1910, y lo que cabe esperar
para un futuro bajo su tutela y amparo.

Mucho se ha dicho sobre el papel de la Constitución Mexicana de 1917 en la


época en la cual fue concebida. Tanto a nivel interno como externo, la Ley
Fundamental expedida por don Venustiano Carranza, representó un punto de
quiebre que merece la pena destacar, pues ese mismo componente nos puede
ayudar a entender cuáles son las posibilidades que hoy día tiene el texto
constitucional para la vida del México contemporáneo.

La Constitución de 1917 supuso un punto de quiebre al nivel de la vida de


los primeros años del siglo pasado. El movimiento revolucionario de 1910 no sólo
acarreó los problemas que todo levantamiento armado trae consigo, sino que puso
en entredicho las instituciones que debían regir el curso normal de la vida del país,
haciendo que diversos grupos reclamaran el poder de forma violenta y antagónica,
recordando los vaivenes por los que pasó México durante el siglo XIX. En medio
de esa crisis de los fundamentos del poder público, o mejor dicho, como una
manera de ponerles fin, la Carta Magna elaborada por el Constituyente de
Querétaro, significó delimitar los poderes que diversos grupos habían adquirido a
raíz de la revuelta popular, y el establecimiento de un marco en el que tendrían
cabida todos los que habían luchado por una mejor nación.

Por eso la Constitución que hoy celebramos es hija de la revolución: supuso


encauzar los reclamos tan variados que los diferentes grupos enarbolaban. Desde
el maderismo y su pugna por la regeneración democrática del país, a través del
sufragio efectivo y la no reelección de los funcionarios públicos, hasta las
demandas sociales de zapatistas y villistas que derivaron en las garantías sociales
que por primera vez se consagraban en un texto fundamental. La Constitución
tuvo un gran peso simbólico: reflejaba el quehacer legislativo de revolucionarios
que, sin las armas y sólo con las ideas, podían construir un nuevo modelo de
nación.

Es hija, además, de los años turbulentos a la revolución: representa el


enfrentamiento entre Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, pugna que se
trasladó a la tribuna política del Constituyente de Querétaro, y que trajo como
consecuencia una Constitución muy diferente a la que había presentado el Jefe del
Ejército Constitucionalista. De hecho, Carranza retomaba en su propuesta la mayor
parte de los contenidos de la Constitución de 1857, esa por la cual Ignacio
Comonfort enfrentó las presiones conservadores y por la cual recurrió al
autogolpe de Estado, cuando se percató de que resultaba muy difícil gobernar con
ella y así desencadenó la Guerra de Reforma; esa misma constitución que, una
década más tarde, Benito Juárez intentaría modificar, cuando se dio cuenta de que,
efectivamente, no se podía gobernar con la Carta Magna que sus compañeros, los
liberales “puros” habían engendrado.

Carranza vio cómo su proyecto, que resultaba bastante conservador, se


transformaba porque el Constituyente, donde dominaba el obregonismo, pensaba
de manera muy diferente: la Carta Magna reflejó aquel 5 de febrero de 1917, un
tenso pacto político, donde aún algunas de las ideas que habían animado a los
movimientos de Francisco Villa y Emiliano Zapata, ni victoriosos ni invitados al
Constituyente, fueron incluidas.

La incorporación de los derechos sociales fue, a la vez, un punto de quiebre


a nivel externo, o en otros términos, dentro de la historia del constitucionalismo
moderno. Nuestra Ley Fundamental reflejó con claridad lo que después otros
textos recuperarían como indispensable para ser tutelado por el máximo
ordenamiento de un país: los derechos que tienen los grupos históricamente más
desfavorecidos. La regulación sobre la educación laica y gratuita; la propiedad de
los recursos naturales, tierras y aguas por parte de la Nación; y los derechos
laborales que harían valerse frente a los patrones, sirvieron para dimensionar a
nuestra Constitución como modelo de los nuevos textos que dominarían el siglo
XX. Ya no bastaba con que la Carta Magna dispusiera la organización del poder
público, y un mínimo de garantías para ejercer los derechos conferidos a los
ciudadanos, sino que se hacía necesario un régimen especial que contemplara
cómo resolver los problemas de desigualdad existentes.

Los constituyentes de 1917 agregaron un factor esencial al proyecto liberal


que había dominado el siglo XIX: la justicia social. Con ese elemento, esto es, con el
reconocimiento jurídico de la diferencia, la marginación y la opresión, la
Constitución podía mantener la perfección técnica que presentaba su precursora de
1857 y además, responder de manera real a los problemas de México que
históricamente habían quedado ocultos. Ello sería un precedente para los modelos
de constitucionalismo social que aparecieron en la primera mitad del siglo anterior,
tanto en América Latina como en Europa, con la incorporación de determinadas
normas que reivindicaran y dieran prevalencia a los derechos sociales y colectivos,
como los consagrados fundamentalmente en los artículos 3º, 27 y 123 de nuestro
máximo ordenamiento legal.

Cabe señalar que vista a la distancia, pareciera que la Constitución mexicana


no tuvo mayores problemas para su pronta implementación, y que sus notas
distintivas le auguraron un camino sencillo y de fácil recepción entre todos los
sectores involucrados. Pero no fue así. Los Estados Unidos de Norteamérica la
criticaron por la propiedad de la tierra consignada a la Nación, que derivó años
más tarde en las acciones emprendidas por Lázaro Cárdenas para expropiar la
industria petrolera. El clero latinoamericano la desaprobó por considerarla
bolchevique y la Iglesia mexicana lanzó la fuerte ofensiva del movimiento cristero,
a tal punto que los cristeros teniendo la seguridad del triunfo, proclamaron su
propia constitución con tufo corporativista y fascista.

Después de cien años, ¿qué lección nos deja su historia? ¿Es sólo el resultado
de un movimiento específico, y que respondió a su época? ¿Debemos hacer caso a
las voces que dicen que es necesaria una nueva Constitución? Para responder las
interrogantes anteriores, es preciso reflexionar sobre el papel político que
desempeñan las constituciones, antes de su estatuto jurídico.

Además de ser instrumentos jurídicos vinculantes y de la máxima


relevancia, las Constituciones sirven para superar momentos de crisis, para
catalizar conflictos y para canalizar disputas de poder. Resultan un medio para
superar coyunturas políticas complejas, conformando verdaderos contratos
sociales entre los factores reales del poder que en un momento determinado
coexisten en un país. La Constitución de 1917 sirvió para eso, como se ha dicho,
pero aún más.

La función estratégica de una constitución no se agota en la resolución del


conflicto que le dio origen, sino se mantiene durante los momentos difíciles que
toda nación atraviesa por su historia. De ahí que no sean meros objetos históricos
decorativos o cartas de buenas intenciones, sino verdaderos instrumentos, con
carácter vinculante, que ayudan a delinear la forma en la que se resuelven los
problemas de un Estado.

Vista así, nuestra Constitución y su historia que hoy celebramos debe ser
puesta en análisis por las posibilidades que tiene de responder ante los desafíos
actuales. Su reformabilidad, tan criticada por algunos, ha permitido también que se
mantenga como la norma máxima del país, y sorteado los diversos conflictos por
los que hemos atravesado. Ha cumplido su función, y en tiempos sombríos como
el que nos ha tocado vivir, en el que se avecinan complejidades provenientes del
exterior y nuestro vecino poderoso, se requiere que ese instrumento sirva para
unir, para superar nuestras diferencias y responder como Nación ante tales
embates.

Hoy festejamos los 100 años de la Constitución Política del país. No


festejamos sólo su historia, sino nuestra convivencia amparada en un Estado libre,
democrático y que garantiza nuestro pleno desarrollo como personas y como
ciudadanos. Sin ella, nuestra libertad estaría acotada. Por eso la importancia de
esta fecha y el simbolismo que enmarca su celebración. Representa celebrar
nuestros ideales, nuestras convicciones y a nuestro país.

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