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LA TRANSMUTACIÓN

(Junio 3)

En las noches de luna llena, cuando millares de hombres lobos


inician su doloroso parto lupino, yo sufro una extraña transformación de la
que sólo he leído casos semejantes en un antiguo libro persa que habla de
los hombres clorofílicos.
Posiblemente, arañado por la espina de algún árbol maléfico durante
mis innumerables viajes a Borneo, al despertar el astro lunar soy presa de
una búsqueda satánica de mis primeros tiempos y, regreso a la condición de
los ancestros más lejanos de la especie humana: sin que quede la menor
huella de mi voluntad, ante el fulgor de la luna y el horror de mi
conciencia, lentamente empiezo a volverme vegetal.
Apenas todos se han dormido, en la tranquilidad de mi casa perdida
en la montaña, me dirijo como un sonámbulo al jardín, y en una
ceremonia única en los linderos esféricos de este despiadado planeta, me
entierro en un hueco hasta las piernas y, tomando un color verde intenso,
mi cuerpo sufre un cambio celular. A la vez que una insoportable rigidez se
me va manifestando por todas partes, las piernas se me vuelven raíces. Mis
brazos ya rígidos se quedan extendidos junto con las manos, que se alargan
y se alargan, tornándose en inmensas ramas que se pueblan de nudos y
millares de pequeñas hojas por donde empiezo a respirar bióxido de
carbono. Pequeños copos de flores me salen por doquier y, el cuerpo
inmóvil que sostiene aquella aberración de la naturaleza comienza a mostrar
la presencia de frutos que surgen gratis y me cuelgan de los dedos. En este
momento la transformación es definitiva, expulso todo el oxígeno que me
queda en los pulmones y pegando un aullido escalofriante quedo
totalmente transformado en árbol.
En pleno éxtasis botánico y ya con la dureza de los viejos robles me
sublimo en la magnificencia de aquella posesión. Siento que soy el dueño
de toda la savia del mundo, y rodeado de mis semejantes, los cipreses, las
acacias y los inmensos pinos sacudidos por el viento, me embriago con la
paz serena de los bosques.
Así permanezco toda la noche. Me siento parte de la tierra y capto el
insondable latido de sus entrañas minerales. A lo lejos percibo el fulgor de
la ciudad y, como todos los otros árboles siento el temor por la proximidad
de los humanos. De pronto en una visión lunar los veo aproximarse. Se
acercan entonando cánticos de muerte. Vienen con hachas y concreto y sin
que podamos hacer nada nos atacan cortándonos los brazos y las piernas.
Así miro morir un río de un solo golpe, asesinado con un decreto que nos
deja mustios troncos inservibles. Los pájaros se alejan, pero los hombres
siguen depredando, mientras avanza, sin que noten su presencia, un
desierto irremisible que me va cubriendo cuando ya pierdo la conciencia.
Al amanecer, con la llegada de las primeras luces del alba, renazco
nuevamente hombre. Con el cuerpo adolorido, golpeado por la posición
yerta de toda la velada me salgo del hueco y trato de pararme. Camino
dando traspiés por el jardín y caigo casi desmayado a la entrada de la casa.
Allí me encuentran agotado con un poco de hojas en la boca y toda la ropa
sucia.
Sin que pueda explicar lo que ha ocurrido, me llevan a la habitación
donde caigo en un profundo sueño del que me levanto a los dos días,
asustado por el recuerdo de aquella horrible pesadilla vegetal.
LA GUERRA DE LOS BRUJOS

Siendo yo tesorero del Sindicato Nacional de Brujos y Hechiceros, se


inició en el seno de esa organización una grave discrepancia entre los
miembros de la Junta Directiva y los del Tribunal Disciplinario; el
conflicto comenzó, al acusar éstos a José Mereque, brujo ingenuo de Río
Chico, de haberse valido de fuerzas sobrenaturales para ser electo
Presidente de la sociedad.
Las divergencias se agudizaron cuando Doña Ramona Pardiez,
leyendo por casualidad la mano de Mereque descubrió sus planes para
volverla lechuza. La vieja hechicera al saberlo, en venganza le hizo un
trabajo a base de fetos de mosca molidos con ají, fórmula secreta de los
brujos de Malí, la que tenía para hacer que los conductores cayeran
siempre en las terribles trancas de tráfico de la ciudad.
Pero Mereque, un brujo ducho y con mucha práctica en
maleficios, le leyó el pensamiento a Doña Ramona, y apoyado por el
Secretario de Tarot y el de Reivindicación de Brujos en la Indigencia, se
le enfrentó en una terrible acción con amuletos, caratos y ponzoñas de
todo tipo que casi mata a la mujer. El Jefe de Ritos y Compilador de
Oraciones de la organización, viendo la desventaja de la dama decidió
unírsele, y con el favor de los brujos del Consejo, La Victoria y varios
curanderos de Maracay les fumó un tabaco de un metro que les produjo
sarna durante tres semanas.
Debo aclarar que yo tenía una posición neutral en la contienda. En
realidad no era brujo, y dada la circunstancia de que mi cargo era
netamente administrativo, no tenía por qué tomar posición por uno u
otro bando; pero reconozco que me fue difícil escapar de la violencia de
aquella lucha sin cuartel. Fueron días terribles para el gremio. La
Asamblea convocada legítimamente por Morot, el Secretario de Recetas y
Menjurjes, sorprendió al grupo de Mereque, pero éste en pleno acto
hipnotizó a los presentes para sacarles su voto, sin saber que sus
adversarios tenían instalada una mini-asamblea con muñecos de tela con
la figura de los miembros, y clavándoles alfileres en una extraordinaria
acción de Vudú les hicieron votar contra Mereque.
El Presidente, temiendo perder el control de la organización
decidió acabar con todo vestigio de oposición y les lanzó un ensalmo
maligno que les produjo colitis a todos los presentes. Disuelta la
Asamblea por razones obvias, los brujos se prepararon para la batalla
final. Los de Mereque con bolas de cristal tenían controlados los pasos de
sus adversarios, y éstos, apoyados en la iluminada de Chuspa que
cerrando los ojos hacia el cielo les informaba de cualquier movimiento
del enemigo, los acorralaron a todos juntos en la esquina de Gato negro,
en la panadería de un portugués que era un mago inflando el pan.
Mereque al verse descubierto los maldijo echándoles polvillo de
muelas de cocodrilo negro, pero Doña Ramona se montó en el horno del
panadero, cogió unas golfeados y, rociándose con su harina invocó al
mismísimo Satanás antes que lo hiciera su adversario.
Desgraciadamente aquello fue el final de todo. El Príncipe Negro
hizo acto de presencia, pero disgustado por aquella guerra entre su gente
lanzó una terrible llamarada pacificadora que mató a todos los
contrincantes dejándolos chamuscados y con los ojos abiertos llenos de
terror por la osadía.
Después vinieron las autoridades. Recogieron los cadáveres, las
bolas de cristal y todo el material de trabajo de los brujos clausurando la
panadería ante los ojos atónitos de los espectadores de aquella terrible
guerra del otro mundo.
Yo, incapaz de hacer nada ante tan lamentable suceso, me fui
meditando qué demonios hacer con los fondos de la Asociación, y hoy
después de tres años, les confieso que sigo igual, porque aunque se sigue
devaluando, por nada del mundo me atrevo a tocar ese dinero.
EL VAMPIRO VERDE

Me encontraba sepultado entre una montaña de antiguos libros de cocina


en busca de recetas audaces, cuando una tarde, por accidente me topé con
la increíble historia de Rotemberg Kristof, el único caso del que se tengan
noticias de un vampiro vegetariano.
Parece ser, según lo que pude luego constatar en un opúsculo de
Kierkergard, que Kristof, vampiro heredero de una inmensa y mal habida
fortuna checa, libre de las preocupaciones materiales, se dedicó de lleno
desde los años de su juventud a los placeres de la carne. Pero la intensa vida
nocturna, los constantes ataques a cuanta persona se interpusiera en su
camino, y las incontrolables libaciones de sangre de todo tipo, le
produjeron a la larga, como inevitable consecuencia de su vida disipada,
una dolorosa enfermedad causada por el exceso de ácido úrico y glóbulos
rojos.
Después de haberse tratado con decenas de médicos que fracasaron
en su cura, sólo pudo combatir el mal sometiéndose a una estricta dieta en
que se excluían la sangre y todo tipo de carnes rojas. Fueron dolorosos los
primeros tiempos de aquel pobre hombre tratando de acostumbrarse al
nuevo régimen. Pero es el caso, según cuentan las remotas crónicas que
pude traducir, que el individuo poco a poco se fue adaptando y ya para los
años cuarenta era completamente vegetariano. Sólo que, víctima de la
maldición de Drácula, Rotemberg Kristof no pudo perder el hábito de
atacar de noche, y empezó a clavar sus filosos colmillos en un nuevo grupo
de desdichadas víctimas.
Indefectiblemente, al salir de su guarida nocturna, le caía encima a
las delicadas venas de las plantas que veía, y en una desesperada orgía
solitaria les succionaba toda la clorofila. Sus andanzas nocturnas lo
volvieron muy pronto el azote de los jardines de la comarca. No hubo un
porrón, una jardinera o un árbol que no tuviera la huella de sus dientes
insaciables.
Las pobres amas de casa desesperadas vieron arruinarse sus materas,
sus helechos más hermosos y las flores cuidadas con cariño. Apenas las
sombras de la noche cubrían la Transilvania, se le veía montado en los
tejados o acechando en una esquina para atacar a las indefensas matas que
los vecinos sacaban a los balcones. A la mañana siguiente todo era muerte y
desolación en el ornato del pequeño pueblo. Centenares de macetas con la
flora destrozada por la succión del vampiro yacían rotas por todos lados. Al
final, el protervo ser les chupaba incluso la raíz y se comía la cofia como
postre; y hasta el cercano bosque ya era una ruina donde no quedaba ni un
solo árbol con hojas aún en los días de la plena primavera.
Kristof como todo buen vicioso fue aumentando noche a noche su
adicción, y para cualquiera que esté familiarizado con el sistema digestivo
de los vampiros, es fácil comprender que, requiriéndose un mínimo de
sangre para mantenerlos vivos, y siendo las plantas mucho más pequeñas y
limitadas en líquido, se necesitan por lo menos trescientos helechos, cien
cayenas y unos cincuenta rosales diarios para calmar el apetito de un
vampiro vegetariano.
Muchas veces el hombre fue víctima de las tradicionales palizas y
persecuciones que siempre han sufrido los miembros de esta estirpe.
Centenares de ancianas y amas de casa al descubrirlo pegado a las plantas
poseído en la succión, le lanzaron piedras y escobazos para que se fuera del
lugar, pero fue a fines de 1902, ya bastante anciano, cuando le llegó su fin:
una noche, mientras atacaba una hermosa enredadera, sin darse cuenta fue
cubierto por el follaje que lo fue aprisionando sin que sus enclenques
músculos pudieran zafarse de las ramas.
Al llegar las primeras luces del alba de aquel día aún estaba tratando
desesperadamente de escapar. Pero se quedó en el sitio. El cadáver verdoso
fue arrancado después de varias horas de lucha por un grupo de vecinos y
luego sepultado en las afueras.
De esta historia, completamente cierta, hoy existe en el lugar una
leyenda: se dice que en el sitio donde está su fosa se levanta un extraño
árbol rojo con millares de flores de distintas plantas; y que en las noches, si
alguien se acerca, el viento mueve una rama cariñosa que entierra
suavemente dos espinas en la garganta de la víctima, y al retirarse, le deja
unos minúsculos puntos sangrientos a la altura de la vena.
LA RUPTURA

(Sin fecha)

Soy uno de los que hablan solo. Pero además de los que se contesta. Esto
no tendría nada de particular si no fuera porque a consecuencia de ese
hábito de hablar y contestarme solo, generalmente entro en violentas
discusiones y termino insultándome, y enfurecido conmigo mismo me
quito la palabra dejando nuevamente de hablar solo por largo tiempo.
Así llevo ya seis meses sin dirigirme la palabra. La situación es por
lo demás insoportable porque como después de todo soy yo mismo, y en
el fondo me guardo respeto y consideración, me molesta no poder
cambiar impresiones ni comentar sobre tantas cosas importantes que son
de mi incumbencia.
Las otras personas no se dan cuenta de mi pelea. Como
vivimos en un mundo de apariencias y de engaños, todos me ven
sonriente y de lo más unido sin saber que dentro de mí existe una terrible
discrepancia, una falta de comunicación total, la cual estoy convencido
que a la larga me llevará a un rompimiento total.
Algunas veces trato de reconciliarme. De decirme que uno
no debe tomar las cosas de esa manera; pero corto rápidamente. El rencor
que me han dejado los insultos que me he dado, y las ofensas tan graves
que me hice en la última discusión no me permiten perdonar. Con otros
tal vez, pero conmigo, conociéndome, no es posible olvidar lo que me he
hecho.
Tengo varios amigos íntimos a los cuales les he planteado la
desagradable situación por la que estoy atravesando, que como es lógico
me tiene tenso y malhumorado. Ellos han tratado de interceder, de
conciliar. Me explican que la vida es corta y el amor por uno es lo más
grande en este mundo; que la armonía interior es la base de la felicidad y
el bienestar de la familia y la sociedad. Pero son muy terco, conozco el
problema a fondo y a pesar de que los oigo prefiero no tomar en cuenta
su opinión. No puedo permitir que yo mismo me haya hecho esto,
porque crearía un precedente muy grave que a la larga redundaría contra
mi dignidad.
Desde la última vez que discutí solo apenas me he cruzado
un sí o un no en momentos de mucha trascendencia. Pero la mayor parte
del tiempo prefiero dejarme llevar por los insultos y no me pongo a
analizar los pros y los contras de centenares de problemas. Sé que esta
situación no se puede prolongar mucho tiempo porque la diferencia de
criterios que hay es tan grave que prácticamente ya no es posible hacer
nada por unirme. A pesar de que por muchos años traté de soportarme,
de ceder y disimular para no agudizar más las diferencias, hoy por hoy,
muerta la ilusión de los años juveniles y el amor de los primeros tiempos,
y pasada la época en que admiraba ciegamente mis virtudes y mis
méritos, he llegado a la conclusión de que lo mío no es posible. Es
necesaria una separación definitiva.
No quiero alarmarme, pero secretamente he consultado un
abogado para que me explique los detalles de este complejo caso. ¿Para
qué seguir mortificándome? ¿Cuál es el objeto de alargar este martirio, de
ver esa carota arrugada cada día ante el espejo? De verdad que estoy
cansado de todas mis impertinencias y no aguanto más ese carácter. Estoy
convencido de que esto no tiene razón de ser. Por eso, la próxima vez que
me dirija la palabra será para pedirme la ruptura.
Ya no soy una persona joven y tengo que pensar en rehacer mi vida.
EL DROGADICTO

(Sin fecha)

Creo que fue a fines de 1960 cuando conocí a Estufio Valbuena. Ya


en esa época se había iniciado en la droga y prácticamente estaba bajo su
completa dependencia. Esto no habría tenido nada de particular si Estufio
Valbuena hubiera sido un drogadicto cualquiera, un adicto a la marihuana,
a la coca o a cualquiera de los materiales duros. Pero lamentablemente
estaba enviciado con el más terrible, el más mortífero y peligroso de los
estupefacientes: la electricidad. Sí, la electricidad. Estufio se había iniciado
masticando las pequeñas pilas de los juguetes, luego siguió conectándose a
baterías de carro y finalmente se la suministraba pegado a los enchufes de
110 voltios.
Recuerdo que siempre estaba nervioso. Miraba a los lados y cuando
creía que nadie lo observaba, desenroscaba los bombillos de las lámparas y
metiendo el dedo en el hueco pasaba el botón del encendido. En ese
instante su rostro se transformaba. El éxtasis se reflejaba en la blancura de
su cara y los ojos le brillaban como dos faros. Al principio duraba un
minuto enchufado, más tarde supe que a veces permanecía hasta dos horas
pegado a la fuente eléctrica a la que se conectaba.
La última vez que lo vi antes que lo hospitalizaran, ya sólo sentía
placer con las descargas de 220. Dadas sus escasas posibilidades económicas
que le impedían pagar los excesos de luz, se empleó en un taller que
trabajaba con alto voltaje. Aprovechando las horas de descanso del personal
se metía los cables pelados dentro de la ropa o en las encías. Después del
impacto quedaba azul y bamboleándose. Las ojeras lo delataban como un
enfermo, y su jefe, al darse cuenta de dónde venían los altos recibos por
electricidad optó por despedirlo. Fue muy impresionante para aquel
hombre ducho en el manejo de personal cuando Estufio le pidió que le
pagara sus prestaciones en corriente de 220 voltios.
También supe más tarde que lo habían expulsado de la clínica en
donde lo internaron para desintoxicarlo, ya que no podían impedir que se
robara la luz, y al final, para sentir placer tenía que estar mojado antes de
agarrar el enchufe, produciendo a cada rato un corte de luz en el edificio.
Ya harto el Director del hospital lo echó furioso durante una mañana
cuando disfrazado de otro paciente trató de suplantarle en la sección de los
electroshock.
Transformado en una piltrafa humana, Estufio correteaba por las
calles tratando de conseguir la costosa droga, pero incapaz de trabajar,
recurría a subirse a los postes del alumbrado, donde desgarraba los cables de
alta tensión con los dientes y luego se guindaba de ellos. Al rato caía
completamente exhausto víctima de la sobredosis energética.
Lamentablemente, como ocurre con todos los drogadictos que
siempre quieren algo más fuerte, en los últimos tiempos Estufio no se
conformaba con 2.000 kilovatios; y caminando solo como un sonámbulo,
se le veía por los campos abiertos en las noches de tempestad portando una
enorme vara metálica para atraer la fuerza eléctrica de los rayos. Seis veces
lo agarraron. Me dicen que quedaba como fulminado batiéndose en un
paroxismo delirante y revolcándose de placer mientras tomaba los colores
del firmamento. Según cuentan los que han estado en drogas duras, debía
coger una nota increíble y sentirse como un iluminado y dueño de toda la
fuerza cósmica del universo.
Hoy a doce años de haberlo conocido siento una honda
preocupación, porque sólo Dios sabe cuál será el próximo paso de mi
desdichado amigo en esa mortífera escalada de las drogas.
LA CORTADITA

(Sin fecha)

Aquella tranquila mañana estaba picando una cebolla para preparar


una sopa de cebolla con vanilona, cuando sin darme cuenta me hice una
pequeña cortadura en el índice derecho.
Como hace casi todo el mundo, inmediatamente me llevé el dedo
herido a la boca para chupar la sangre que brotaba de la herida. Ya más
calmado, lo metí en el fregadero y abrí el chorro de agua, pero la sangre
continuaba brotando con mucha intensidad. Molesto por aquel fastidioso e
insignificante accidente, me dirigí al baño a buscar algo que la contuviera.
Me puse dos o tres sustancias de las que se recomiendan en esos casos, pero
para mi preocupación noté cómo el flujo seguía e incluso se hacía mayor.
Cuando apreté el dedo para contener la pequeña hemorragia el blanco
lavamanos empezó a ponerse rojo.
Preocupado me llevé de nuevo el dedo a la boca y chupé, pero el
borbotón de sangre casi me ahoga por la inesperada emanación que de
pronto parecía un pequeño pozo petrolero. Viéndome la cara en el espejo
pensé que aquello como que requería un médico. Me vendé rápidamente y
salí del baño con ese propósito. A los pocos segundos, el vendaje se puso
rojo tinto y era ineficaz para contener el líquido sanguíneo que chorreaba
por el brazo; en cosa de cinco minutos había perdido como medio litro.
Al quitarme la venda de la pequeña herida, vi salir la sangre con más
fuerza, y para mi asombro, contemplé que por ella también se me salía una
pequeña tripa. Desesperado traté de empujarla con el dedo de la otra mano,
pero la fuerza del líquido emergiendo la hizo asomar aún más.
Muy mareado por la pérdida, grité pidiendo auxilio, pero mi voz
estaba ahogada por el pánico cuando salió toda la tripa y empezaron a
empujar pedazos de algunos órganos, arrastrados por el empuje
incontrolable de la sangre. Los recogí y vi que eran de hígado y vesícula.
Quise meterlos de nuevo por la herida, pero no cabían, y en mi
desesperación hasta pensé en meterlos por la boca para regresarlos de
alguna manera a su lugar.
En aquella desesperación traté de correr, pero me resbale en el
charco de sangre y caí aparatosamente en el piso. Apretando el dedo con
todas las fuerzas de mi otra mano vi cómo el apéndice y otras partes de
órganos también querían aflorar.
Para entonces estaba casi inconsciente, y por el minúsculo y singular
corte de mi dedo seguía brotando sangre con partes de mis órganos. Era
como si una succión diabólica, desencadenada por la chupada inicial del
dedo tratara de sacarme todo el organismo por aquel ínfimo orificio.
Después no supe más de mí. Desperté a los tres días en la clínica, a
donde había sido llevado por un vecino que al ver la mancha roja en el
pasillo creyó que se trataba de un asesinato. Me pusieron como diez litros
de sangre y me operaron para meterme todo de nuevo por dentro. Cuando
terminaron la delicada intervención también me cerraron la pequeña
cortada del dedo con dos pegaloca para que no se volviera a abrir.
A esta altura puedo decir que ya me siento bastante restablecido;
pero confieso que tengo un pánico terrible, porque ayer, observando con
cuidado, vi resquebrajarse peligrosamente la pequeña costrica del poderoso
pegamento.
CONFESIONES DE UN EGÓLATRA

(Sin fecha)

El otro día me dejé de tonterías y decidí hacer un homenaje a mi


persona. Convencido de mis altos méritos, de mi recta conducta ciudadana,
y el especial talento para tantas y tan variadas cosas, organicé el más
importante evento, al cual, por razones de modestia y de principios, yo era
el único invitado.
Para ello establecí un riguroso programa que imprimí en la única
tarjeta, que dirigida a mí mismo establecía el orden de los actos de aquella
trascendental velada: primero, el discurso introductorio en el cual se
destacaban mi labor patriótica así como el extraordinario aporte a la cultura
universal y a la paz y la comprensión entre los hombres. Después del
discurso procedería a condecorarme con la orden de mi persona en primer
grado y seguidamente haría un brindis haciendo votos por una larga y
exitosa vida con tan brillante trayectoria.
En el programa se establecía que después de colocarme la cinta
frente al espejo, tomaría asiento para un exquisito banquete preparado para
la solemne ocasión, en el cual, como invitado solitario, ocuparía el lugar de
honor.
El acto se llevó a cabo a la hora prevista. Vestido de rigurosa etiqueta
tomé asiento en la amplia biblioteca de mi casa, y bajo los acordes de una
moderna melodía de Mozart me serví un trago de excelente whisky.
Confieso que me sentía nervioso. Poco acostumbrado a los actos pomposos
y a los homenajes, mordía insistentemente la boquilla de mi pipa mientras
daba vueltas por la sala sonriendo amablemente cada vez que me veía en el
espejo.
Cuando llegó el momento de tomar la palabra para el discurso de
orden se me hizo un nudo en la garganta. No obstante, expuse de una
manera magistral, plagada de inusitada sencillez y profundidad, la
importancia de mi labor y de mi vida. Fue una síntesis precisa de mis
virtudes, de mi mágica personalidad, inteligencia y genio desbordante.
Interrumpido a cada instante por mis aplausos hice especial hincapié en la
graciosidad de mi varonil figura tan propia de los predestinados.
Al concluir, el largo aplauso que me brindé por tan brillante pieza oratoria
me obligó a inclinar varias veces la cabeza en señal de agradecimiento.
Después de imponerme la condecoración me felicité sin poder ocultar el
orgullo que me producía conocerme y poder regocijarme siempre de mis
eminentes cualidades.
La cena fue maravillosa. De entrada me serví un coctel de caviar rojo
del Volga con salsa Bouterlied acompañado de un Pinot Bouvoir 1965 de
Le Roi. Luego de una increíble sopa boullibase, degusté un inolvidable
moulie de corazones de aves variadas a la Domaine saboreando un increíble
Lafite-Rothschild 1832. De postre flan kirschestrassen veinés con fresas
gigantes.
Al finalizar aquella fastuosa cena me dirigí al sofá principal de la
casa, y encendiendo un Montecristo acompañado de cognac Napoleón
reserva especial, bajo las suaves notas del adagio de Albinoni cambié francas
impresiones sobre mis dotes, mi pasado hermoso y mi prometedor futuro.
Fue un acto sencillo pero muy emotivo y lleno de verdadera
sinceridad y afecto. El hecho de haber reconocido mis méritos y el aprecio
bien merecido que me profeso me dejaron profundamente conmovido y
lleno de honda satisfacción.
La noche culminó haciéndome un justo regalo y después de
despedirme prometí homenajearme con más frecuencia, absolutamente
convencido de ser, para mí, la persona más digna de tan justa pleitesía.
LA FUGA

Hace un año, en una obscura noche en que era vilmente maltratado por el

insomnio, tomé la decisión de liberar mi cuerpo de la presencia intranquila

de mi espíritu. Para ello debería poner en práctica una vieja teoría

zoroastriana aprendida en Madrás durante los años de mi juventud,

mediante la cual, previa una concentración, se va sacando lentamente el

espíritu del cuerpo hasta dejarlo completamente vacío, y luego, colocándole

a un lado, se le pone a participar de la absoluta quietud de su concha

inerme antes de regresar a ella.

Considerando que nunca había logrado poner en práctica

plenamente el doloroso método aprendido del viejo Pilai, mi profesor de

ociosidades orientales, dudé un poco al principio. Debo reconocer que por

cobardía, remotamente recordaba lo que me había dolido sacarme apenas

un octavo del alma en mis primeras prácticas de aquellos tiempos. Ya que a

diferencia de una arraigada creencia popular, en estos ejercicios mágicos el

alma no sale de un solo golpe. Según la técnica hindú debe irse sacando

poco a poco, apenas sin moverse y respirando muy suavemente para que no

se raye con las paredes del organismo de donde va saliendo.


Pero a pesar de mis temores, viendo que no había forma de conciliar el

sueño, tomé la decisión y me concentré para salir un rato. No obstante que

los primeros momentos fueron de una gran tensión, apenas iniciaba la

labor y al ir sintiendo cómo me iba escapando paulatinamente de mí

mismo, me entusiasmé bastante y superé el impacto del tremendo dolor

inicial y el desagradable crujido del alma al despegarse del conjunto de la

materia orgánica.

Aproximadamente a la hora ya estaba completamente afuera,

sorprendido y feliz de mi gran habilidad para volverme un desalmado. Ya

repuesto, me senté -yo diría más bien que - en un viejo sillón que se

encuentra al lado de mi cama y, desde allí, maravillado vi el milagro de mi

cuerpo descansando sonriente y sudoroso en el lecho. Parecía un cadáver y

apenas si respiraba. Sin hacer mucho ruido para no despertar a nadie bajé

hasta la cocina. Como sentía hambre traté de prepararme un emparedado,

pero riendo me di cuenta de que no era posible. El recuerdo de mi apetito

me había hecho olvidar la peculiar condición en que me encontraba. Salí al

jardín y caminé por todos los rincones en una larga hora plena de

maravillosa ausencia de olores y sentidos. Me puse a meditar sobre varios

problemas que tendría que resolver al día siguiente, y al rato, sintiendo un

poco de sueño decidí regresar al cuarto para reincorporarme a mi persona.


Lamentablemente allí empezó el problema. Al tratar de entrar por el

mismo costado por el cual había salido, fracasé. Aun cuando

cuidadosamente puse en práctica toda la técnica que me habían enseñado

no obtuve ningún resultado positivo. Me coloqué del otro lado empujando

con suavidad y nada. Empujé de nuevo, esta vez con fuerza, pero tampoco.

Definitivamente no podía volver a entrar dentro de mí. Ya próximo a la

desesperación traté de despertar el cuerpo, colérico y con una ridícula voz

que no se oía sino en mí mismo. Quise gritar, pero todo fue inútil, nadie

me oyó. La fuerza de mis existentes pulmones se perdió en el vacío

retumbándome sin salida en lo más recóndito de la conciencia.

Recuerdo claramente que mi cuerpo apenas si respiraba y vi

angustiado cómo su pulso se iba apagando a cada momento mientras se

acentuaba su fría rigidez. Traté de producir ruido para pedir auxilio, pero

todos fueron gestos cómicos e inútiles que se dieron en el infinito mundo

de mi imaginación; ya al final, llorando como un niño me dejé abandonar

y caí a un lado de mí mismo quedándome adormitado fuertemente

agarrado a mi querido cuerpo.

Por la mañana me despertó el grito de mi mujer angustiada

confirmándome lo que temía: la presencia de mi cadáver en la cama.

Lo demás ha sido puro recuerdo. Tal vez el hábito de imaginar y de


recordar. Una pesadilla única que no puedo expresar. El velorio. El

entierro. Toda aquella gente llorando. Otras riendo y yo en el medio sin

poderles decir que estaba vivo.

Así vi cómo se acumularon todos los signos precursores de una

horrorosa conmoción en mi existencia. Sabía que desde entonces viviría

para siempre sólo, completamente solo. No volvería a hablar con nadie. No

recibiría ni daría nada.

Hoy maldigo el insomnio de aquella noche abominable, en la que

mi ociosidad sin límites y las malditas artes orientales me llevaron a ser lo

que nunca quise: un anónimo sin voz, un ser inexistente, una opinión

invisible que se pierde en silencio confundida con la inmensa

muchedumbre que se arrastra por todos los rincones del planeta.


EL DULCE MAL

(Sin fecha)

Tengo un alacrán domesticado. Es largo y negro como la noche.


Dos afiladas tenazas lo adornan en la frente y en la cola tenebrosa se alza
siempre en perpetua oscilación el incisivo aguijón por el que nadie lo
comprende.
Lo tengo desde hace varios años. Podría definírsele como mi
mascota sagrada y, aunque es completamente inofensivo, su presencia
infunde pánico a todos los que lo ven con ese cuerpo grande y bien
alimentado. Por él me dejó mi esposa y he perdido el trato de muchos
amigos que no osan visitar mi casa; pero yo no puedo abandonarlo. Lo crie
desde chiquito; desde entonces le he dado de comer en mi mano y sin duda
soy la principal razón de su existencia. Recuerdo que lo separé de sus
hermanos cuando recién nacido devoraba a la madre. Él era el más negro y
hambriento de la camada, ya le había comido los ojos y empezaba con las
entrañas de la pobre recién parida cuando lo agarré por las tenazas.
Entonces se puso furioso y trató de clavarme la ponzoña; pero era muy
débil todavía. Yo no le tenía miedo y me reí de su furia y la frustración que
le producía el no poder terminar aquella macabra cena. Luego poco a poco
fui tranquilizándolo.
Para que el animalito no se muriera lo coloqué en una caja de vidrio,
donde le metía algunos insectos de comida, pequeñas arañas, bachacos,
hormigas muertas y hojas que sabía que eran de su agrado.
Indefectiblemente, cada día, al ponerle el alimento, le sobaba el lomo para
tranquilizarle, y aunque él siempre trataba de picarme enfurecido, el hábito
de esquivarle los movimientos de la cola me permitió escapar indemne de
aquella actitud inamistosa y exageradamente esquiva.
Mi alacrán se llama Alberto en recuerdo a una mapanare que tuve
durante muchos años en los tiempos de mi infancia, y a base de mostrarle
afecto ya me he ganado abiertamente su cariño. No soy naturalista ni
ictiólogo. Mi deseo de domesticar al bicho es un simple capricho,
posiblemente condenable pero que para mí se volvió un asunto de
principio. Al cabo de dos años de tenerlo está tan grande y gordo que
parece un gato. Cuando llego del trabajo, él mueve la cola y parando sus
seis patas en el vidrio de la caja espera emocionado que yo vaya a sobarlo
por todas partes. Es un sentimiento tan sincero y recíproco como el que yo
le doy.
Viéndolo tan juguetón, desde hace meses decidí sacarlo varias horas
de su improvisada celda; entonces corretea por toda la casa y juega con mis
pequeños hijos que prácticamente lo adoran. En cambio mi mujer no lo
aceptó nunca. Especialmente cuando se paseaba por la cuna del menor;
esto le producía asco y un verdadero terror, por lo que le hizo la vida
imposible antes de abandonarnos. Lo perseguía, le echaba insecticida y
varias veces hasta trató de pisotearlo.
Alberto siempre comprendió su repugnancia. En su mundo de
alacrán, para él ella era una madre y todas las madres protegen a las crías.
Porque si algo les pasa a los hijos, ¿Quién va a martirizarlas? Por eso la
perdonó. No se me olvida la noche en que ella se fue; cuando él desde la
ventana le decía adiós moviendo su colita. Estoy seguro que nunca le
guardo rencor.
Cuando todo anda mal y tengo problemas graves recurro a él como
mi consuelo. Lo tomo por el vientre y echado en el sofá me lo pongo en el
pecho para desahogarme de tantas dificultades. Él me reconforta; se me
acerca a la boca y me acaricia con sus tenazas y la pinza. En el fondo, su
presencia me hace olvidar todas las angustias produciéndome un relax
insuperable. Si ese bicho se me muriera yo no sé cómo podría resistir su
ausencia.
A pesar de tanto conocerle hay algo en él que me ha impresionado
notablemente: a consecuencia de ligeras punzadas que me he dado con su
aguijón, he descubierto que en lugar de veneno su depósito ventral está
lleno de miel. Una miel intensamente dulce como sólo es posible que sea la
miel de un alacrán cuando lo hemos enseñado a estar lleno de ternura.
LA GRAN CACERÍA

A veces vas por ahí y te dices: hay tanta culpa en el mundo, y de


pronto piensas que hay tantos reproches y ves los sufrimientos que
engendran, y te decides aprovechar que no hay veda de culpas y te
propones cazarlas. Armas tu vieja escopeta oxidada, la limpias y con un
montón de balas te dices: voy a ser el más grande cazador de culpas del
bosque.
Y te vas por esa selva donde habitan tantos seres y crees oír algo, y te
detienes y ves una pareja que discute con fuerza echándose mutuamente la
culpa, y sin pensarlo dos veces apuntas y ¡Bang¡, la matas y ya no hay
culpable y ves de nuevo como renace el amor. En un instante la selva se
puebla de alaridos, sigues el ruido y allí ves de donde provienen: es un
puñado de hombres que se insultan, se imputan la culpa los unos a los
otros, ves a los más débiles asumiendo el pecado, y tú la apuntas y le das en
el centro mismo del pecho, y muere la culpa y ves que los hombres
incrédulos frente al cadáver sonríen y se abrazan todos felices.
Prosigues tu marcha y en la distancia divisas a una persona que llora
muy sola en la espesura del bosque. Ves el remordimiento de su culpa
revoloteándole detrás de la espalda. Es una culpa auténtica, muy grande,
otra vez apuntas, suena el disparo y la ves caer al mismo tiempo que el
hombre descansa y se inunda de dicha.
Sigues en ruta, te parece oír un ruido, o quizás es un error, pero
apenas te mueves vuelves a oír como un estruendo: sí, aquí hay algo muy
grande, te dices, de pronto las miras, son millares de culpas, las ves de todo
tamaño, detrás de las ramas, las hay en colores, viejas culpas de siempre, las
maduras con su reproche a millón, ves las recién nacidas, centenares de
ellas, los abortos de culpas, las infinitas, las voluntariosas y las tímidas y hay
millones de huevos por todos los lados. Te das cuenta que has llegado a la
fuente de todas las culpas y sin pensarlo dos veces disparas y disparas, cargas
de nuevo y sigues matando. La selva se vuelve un estruendo, las miras caer
por todos los lados y tú cargas y cargas y sigues el fuego.
Están como locas, no pueden huir. Ves la masacre que has hecho,
unas heridas se retuercen y aúllan pero tú sigues matando. Qué belleza
verlas caer. Son como moscas, se desangran y te dices contento: -Siga la
fiesta. Y el gatillo dispara y dispara. Abres fuego sobre culpas ancianas,
sobre adultas y también sobre jóvenes, y sientes el placer de no ver una sola
que se pueda escapar, ni las culpas muy grandes ni siquiera el más ligero
reproche.
Te sientes feliz que has acabado con millones de culpas, con la causa
de tanta desdicha y de tanta amargura. Te sientes un gran cazador y
levantas tu arma frente a las piezas inertes, pero de pronto, te sientes como
un poco culpable de ver tanto cadáver. Y a veces te dices a ti: -No sé, hay
tanta culpa en el mundo...
LA EMPRESA

Nuestro grupo lo forma una empresa autónoma destinada a


producir incendios y hacer demoliciones para compañías constructoras que
estén en verdadero proceso expansivo.
Primero comenzamos en Europa. Un jugoso contrato nos asignó la
tarea de tumbar de una vez por todas la torre inclinada de Pisa, para
desarrollar un complejo turístico destinado a ver el lugar en donde estaba la
famosa torre, y con lo cual acabamos definitivamente con la fastidiosa
expectativa de su caída. Confieso que no fue tarea del otro mundo, pero lo
fue el precio que recibimos por todo el trabajo, incluido transportarla y
botarla al mar.
En Italia igualmente debimos ampliar el estuario del Mediterráneo
frente a Venecia y ensanchar los canales para que pudieran entrar súper
tanqueros. Aquí el trabajo no fue fácil. Prácticamente tuvimos que demoler
la ciudad, ya que por estar semi podrida no resistió el efecto de las
máquinas. Afortunadamente había góndolas a mano, que se aprovecharon
para evacuar a la población damnificada y al insoportable mar de palomas.
Gracias a nuestra labor, hoy la Plaza de San Marcos es el depósito de crudo
más grande y seguro del viejo continente.
En Roma tumbamos el Vaticano para construir un campo de
aviación privado que aprovechó las condiciones naturales que ofrecía la
plaza de San Pedro. La curia no estuvo muy conforme, pero no pueden
decir que les dañamos un solo fresco. Los pedazos de basílica y de paredes
quedaron intactos y pueden ser montados en marcos y repartidos por todos
los museos italianos o donde ellos decidan.
También fue destacada nuestra labor en Florencia, donde
finalizamos con todas aquellas peligrosas ruinas y viejas edificaciones
carentes de los más mínimos servicios; ahora allí se levanta la metrópoli más
moderna del viejo continente, de amplias y confortables viviendas
prefabricadas para la clase trabajadora. En esta ciudad había muchas obras
de arte, pero todo se salvó. Aunque algunas esculturas y algunos
monumentos de mala calidad, construidos con materiales de segunda,
resultaron dañados por el trabajo de los obreros, los volvimos a pegar y
fueron guardados en distintos garajes y depósitos, en los que se encuentran
seguros, completamente protegidos de la inclemencia de los elementos
naturales como estuvieron en el pasado.
Al ver cómo dejamos Florencia, en el acto nos contrataron en París
donde hay que reconocer que no se nos recibió adecuadamente. Al saber
que llegábamos, un público fanatizado y repelente como sólo los franceses
pueden serlo, trató de impedir que descendiéramos del avión. Pero nuestros
contratantes, gente clara y práctica para estas cosas, en el acto nos sacaron
en helicópteros aprovechando para mostrarnos lo que debíamos hacer. En
primer lugar desarmamos la torre Eiffel. Un viejo armatoste de hierros
oxidados que estaba en el centro de París, el cual no tenía ninguna función
útil y además exponía sin necesidad la vida de los habitantes de esa capital.
Terminada la operación se salvó lo que se pudo, que fue poco; pero con los
restos armamos veintidós pequeñas torrecitas de dos metros cada una,
bastante seguras y regadas por toda la ciudad facilitando así la curiosidad de
los turistas y balanceando el privilegio turístico de ella por todos los barrios
a ambos lados del Sena . En el Sacré Coeur demolimos todos los antiguos
edificios, y allí hoy se levanta una urbanización con construcciones de acero
y aluminio para la clase media y la alta burguesía parisina. Se mandaron
presos centenares de vagos y pintores que molestaban a la gente por las
calles, y de esta forma la zona se ha vuelto un sitio decente y confortable.
Para satisfacer las necesidades de un contratista galo con audaces
planes para mejorar la situación de la provincia, mudamos la catedral de
Notre Dame al interior. También en este caso, dado lo grande este
inmueble, salieron dos catedrales, un poco más modernas, pero que van a
beneficiar simultáneamente a dos regiones católicas del sur de Francia.
Sobraron bastantes piedras y pedazos, pueden hacerse algunas mini
basílicas, pero ahí las dejamos a la orden de sus propietarios que pueden
pasar a recogerlos.
El embaulado del Sena fue una obra digna de maestros. Con ello se
acabó el bendito riesgo de las inundaciones, y gracias a nuestro trabajo
sobre él se construye actualmente una amplia autopista de ocho canales
para deleite de todos los franceses. En esta misma ciudad hicimos otro
trabajo importante: derribamos la Magdalena con el objeto de ampliar una
red del Metro, incendiamos el bosque de Boulogne para levantar un
conjunto de torres de oficina y centros comerciales, y ampliando con los
tractores el palacio de Versalles logramos que le pase por el medio la nueva
carretera, que unirá a París con Lyon. Esta carretera se llamará la Versailles
A1, la cual tendrá una hermosa vista para los automovilistas cuando pasen
por el centro del que fuera privilegio de reyes y la revolución francesa dejó
como que si allí no hubiera pasado nada. También tapamos con concreto el
Arco del triunfo hasta la parte superior, para evitar que los carros que
vienen de Champs Elysées se metan por debajo evadiendo la luz roja de la
Avenida Víctor Hugo, al igual que el constante pase de jefes de estado que
lo estaban deteriorando con sus pretensiones de gran cosota.
Antes de seguir cumpliendo nuestros compromisos en Europa
fuimos llamados al Asia. Particularmente para desbaratar la gran muralla
china. Una construcción suntuosa e innecesaria en esta época de misiles y
drones, y que además no se justifica, ahora que el país está en paz con sus
vecinos. A pesar de que algunos miembros del gobierno querían guardar las
piedras para volver a armarlas en un caso de emergencia, al final las
trituramos para hacer cemento y ampliar de esta forma los programas de
vivienda que tiene el gobierno popular.
Igual hicimos en Egipto, donde descubrimos la calidad de las
piedras de unas pirámides que había en las afueras de El Cairo; estas son
óptimas para la fabricación de adoboncitos, y que ahora el gobierno exporta
para mejorar las finanzas. Las tumbamos. El sitio, aunque desértico, ahora
quedó liso como un campo de golf, con grandes facilidades para acumular
arena y desarrollar cultivos propios del desierto.
La próxima semana volveremos a Europa para trabajar en Austria,
Inglaterra y Grecia, luego seguiremos a España, donde derribaremos la
Alhambra de Granada y la Mezquita de Córdoba para regresarle sus cosas a
los árabes, que parece que las han pagado a un buen precio. Después de
esta importante gira de trabajo, regresaremos al país para proseguir con la
deforestación y los incendios controlados para permitir que entre el viento
más libremente, y así quite tanto mal olor que acumula la barbarie de los
hombres en estos tiempos de desarrollo.

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