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La muerte mientras tanto - Ignacio Martínez de Pisón

El apartamento que habían alquilado no era bonito ni espacioso pero estaba en primera línea de
playa. Desde la pequeña terraza sólo se veía la línea de farolas del paseo, la amplia franja de arena y un
Mediterráneo adormecido que, en días nublado como aquél, apenas si podía deslindarse del casi uniforme
gris del cielo. Era la última quincena de septiembre y ni en el aparcamiento se veían coches ni en la playa
personas. Clara se asomó a la ventana del dormitorio y comprobó que todas las persianas de los
apartamentos cercanos estaban bajadas: ya no quedaba ningún veraneante en la urbanización. No se oía
otra cosa que el sordo rumor de las olas y el sonido de sus pasos o sus voces. Pablo le envió una sonrisa
desde la terraza: «Somos los reyes del silencio; sólo con el mar compartimos el privilegio de romperlo».

A veces Pablo hablaba tal como Clara creía que debían de hacerlo los poetas: si a ella se le hubiera
ocurrido esa misma reflexión, habría sido incapaz de expresarla de un modo tan hermoso. Pensaba, de
hecho, que Pablo podía llegar a ser un gran escritor, aunque ni siquiera estaba segura de que en alguna
ocasión hubiera intentado escribir algo. Se conocían desde hacía un par de meses pero, en cierto sentido,
era como si acabaran de conocerse, porque Pablo seguía pareciéndole igual de enigmático que el primer
día. Tal vez fuera eso lo que le gustaba de él, esa manera de ser, de hablar de sí mismo sin acabar nunca
de descubrirse, como quien habla de otra persona, de alguien cercano pero diferente, de un allegado con
el que hubiera convivido durante mucho tiempo y cuya vida pudiera relatar con profusión de detalles.

Pablo había trabajado de camarero y de profesor, y ahora se dedicaba a la traducción. Si estaban


allí, en aquella urbanización solitaria, era precisamente porque le habían hecho un encargo urgente, una
traducción que debía estar entregada a primeros de octubre, y porque sólo en un lugar así se sentía
capaz de acabarla en el plazo convenido. En un lugar como ése, sin vecinos, ni ruido de coches, ni bares,
ni televisión. Clara le había preguntado si podía ir con él y asegurado que no le distraería. Pablo no se
había negado: ése era su modo de afirmar. Para ella, esos quince días iban a ser de reposo, tranquilidad,
de largos paseos por la orilla, de sosegadas lecturas sobre la arena. Albergaba además un objetivo no
declarado, el de conocer más profundamente a Pablo, desentrañar al menos parte de su enigma.

Aquella misma noche averiguó un detalle que tal vez podía haber presentido: Pablo padecía
frecuentes insomnios. Le oyó levantarse de la cama a eso de las dos y pasear por la casa fumando,
exhalando largas bocanadas como suspiros. Luego vio encenderse la lejana refulgencia del ordenador, que
habían instalado después de la cena en el cuarto de estar, y pensó que quizás ésa fuera su ventaja, esas
horas de insomnio en que sólo la reflexión era posible.

Por la mañana Pablo seguía sentado ante su teclado, su monitor y sus diccionarios. Clara le dio los
buenos días con un beso en la nuca y preparó el desayuno en la terraza. Él estaba agotado pero contento,
había trabajado mucho durante la noche. Se tomó un vaso de leche fría y se metió en la cama para
tratar de conciliar el sueño.

La cocina parecía bastante limpia, pero Clara era aprensiva y la idea de que aquellos platos,
cubiertos y cacharros hubieran sido utilizados por personas desconocidas le inspiraba cierto recelo. Separó
y lavó a conciencia todo lo que creía que iban a necesitar, frotó con energía la bandeja del horno y los
fogones hasta eliminar todo resto de grasa y se dispuso a barrer y fregar los suelos. En el armario de las

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escobas encontró dos cañas de pescar que algún inquilino anterior había dejado por inservibles. Las colocó
sobre la mesa de la sala con una nota que decía: ¡SORPRESA!

Les habían dicho que, en aquella época del año, las tiendas de comestibles de todas las
urbanizaciones cercanas estaban cerradas. De la suya al pueblo había más de dos kilómetros, pero a Clara
no le importó pasear. Compró dos botellas de Rioja, pan de molde y latas, muchas latas, como si
hubieran de hacer frente a un asedio. Regresó por la orilla, jugando a esquivar las olas. La temperatura
era agradable y para el mar aún no había acabado el verano. A la ¡da no se había cruzado con nadie;
tampoco ahora se veía gente. Se desnudó, se bañó, tomó el sol sobre la arena húmeda con una
desmayada sensación de plenitud.

Cuando llegó al apartamento se encontró a Pablo comprobando que los carretes de ambas cañas se
hallaban en buen estado y tratando de deshacer algunos nudos del sedal. Verle concentrado como un
niño serio en una actividad así, tan insignificante, le transmitió un cúmulo' de imprecisos sentimientos
maternales. Durante la comida dijo él que por la tarde bajaría a buscar gusanos para cebo y que
colocaría las dos cañas en la orilla. Desde la casa podrían vigilar si picaban. Clara bromeó:
«Sobreviviremos como dos robinsones2, nos procuraremos nuestros propios alimentos, nos vestiremos con
las pieles de las bestias que cacemos».

El día siguiente no fue muy distinto del anterior. Hacen falta muy pocas cosas para crearse una
rutina. Basta con tener un mínimo de obligaciones o, lo que es lo mismo, un máximo de tiempo libre, y
no tardas en percibir sus primeros indicios. Clara lo comprendió cuando en la tienda de comestibles la
saludaron como si formara parte de su clientela habitual -¡sólo la habían visto una vez!- y, sobre todo,
cuando se descubrió bañándose desnuda en el sitio exacto en el que lo había hecho la mañana anterior.
Mismos horarios, mismos lugares: en dos semanas no iba a tener tiempo de cansarse de esa rutina
placentera aunque quizás algo aburrida. Pensó, sin embargo, en hacer algo que permitiera distinguir cada
día de los restantes, de forma que más adelante pudiera decir: ése fue el día de la llamada telefónica a
Carmen, o el día en que traté de alquilar una bicicleta, o el día en que volví al apartamento recogiendo
conchas por la orilla. La idea le pareció excelente y, de hecho, no pasaron ni tres minutos antes de que se
agachara a coger la primera concha.

En realidad, Clara estaba equivocada, porque por la tarde iba a hacer un descubrimiento que
privaría de todo valor a su colección de conchas y conferiría a esa rutina apenas instaurada un carácter
menos placentero de lo previsto. Serían cerca de las ocho, la hora en que empezaba a refrescar, y Pablo
había bajado a vigilar las cañas. Clara le observaba desde la terraza. Debía de haber picado algún pez,
porque uno de los sedales estaba tenso. Cuando Pablo acabó de recogerlo, se volvió hacia la casa y mostró
algo que ella no pudo ver. Clara aplaudió, de todas formas, porque le pareció que Pablo estaba sonriendo.
Entró después en el apartamento y se sentó a la mesa. Hojeó por curiosidad el libro que Pablo estaba
traduciendo. Ella no entendía francés, pero sabía que una de las palabras del título, oiseaux, significaba
«pájaros». En la primera página del texto encontró más palabras conocidas y dedujo que se trataba de
una novela de exploradores en África. Para comprobarlo, encendió el ordenador, introdujo el disquette y
esperó a que apareciera en el monitor el principio del texto. Cuando esto ocurrió, no pudo sino
sorprenderse al ver que en el encabezamiento no figuraban el título de la novela ni el nombre del autor
sino una fecha, 14 de febrero. Volvió al original francés, que, efectivamente, no estaba estructurado en

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forma de diario. Con la sensación de estar entrando en una habitación secreta o cometiendo una
profanación venial, siguió leyendo, y su inicial sorpresa fue poco a poco convirtiéndose en irritación.

Aquello estaba escrito en primera persona, y empezaba con la llegada de una pareja a una ciudad
de veraneo, desierta en pleno invierno. La descripción del lugar coincidía sólo ligeramente con la de esa
playa: se mencionaba, sí, la hilera de farolas del paseo pero también un pequeño puerto deportivo y un
grupo de rocas, inexistentes en aquella zona del litoral. El apartamento alquilado, en cambio, sí que
parecía idéntico al suyo, y Clara pensó que todos esos apartamentos eran siempre iguales. Había después
una serie de consideraciones sobre el mes de febrero y sobre el sentido que tenía pasar el invierno en un
lugar así, «un poblado fantasma». En medio de unas breves reflexiones sobre la soledad encontró Clara la
primera frase turbadora: «Ella es, al fin y al cabo, una intrusa en mi vida». Ella: en ninguna de aquellas
líneas había un nombre propio que la designara. Tuvo que saltarse un par de párrafos en busca de nuevas
alusiones. Encontró una al final, y al leerla sintió una punzada de dolor en el estómago: «A ella se le ha
ocurrido la disparatada idea de intentar una supervivencia de robinsones, qué tontería. Me ha insistido
tanto que no he sabido negarme, y eso me ha hecho perder varias horas esta tarde, a la espera de que
algún estúpido pez picara. Ella sabe que odio esas actividades ridículas y vulgares, pero le importa bien
poco». Clara tragó saliva con gran esfuerzo. Se sentía traicionada. Esas últimas frases transmitían una
impresión de rencor que estaba segura de no merecer: jamás se le habría ocurrido que su compañía podía
ser tenida por una intrusión, ella jamás le había insistido para que perdiera su tiempo con las cañas de
pescar, su referencia a Robinsón no había pretendido ser más que un chiste... No lo entendía, no podía
entenderlo.

Su desconcierto fue mayor cuando Pablo llegó. Parecía contento, llevaba en la mano un pez dorado
del tamaño de una sardina, y bromeaba: «¡Aquí está la cena para Robinsón y familia!». Ella fingió
compartir la misma alegría -la posibilidad de que él descubriera que había violado su intimidad la
asustaba- y bromeó también: «Pobrecillo. No sé si habrá bastante para los dos». Pablo se echó a reír y
tiró el pez a la basura, no sin antes reprocharse el no haberlo devuelto al mar cuando todavía estaba
vivo.

Durante la cena estudió disimuladamente su actitud. Nada había cambiado en él: seguía siendo el
mismo joven amable, de modales exquisitos, tan respetuoso como todos los que son incapaces de
perdonarse la menor falta de delicadeza. Pablo pertenecía a ese tipo de personas escrupulosas que
preferirían esperar una hora a la entrada de un cine antes que hacerte esperar cinco minutos, pero esta
hipersensibilidad suya, que quizás había contribuido a darle ese aire enigmático, ahora a Clara le parecía
algo siniestra. Tratando de no demostrar especial interés, le sugirió que se olvidara de las cañas de pescar
si ello le aburría o interfería en su trabajo. Pablo negó con la cabeza mientras masticaba unos tortellini.
Cuando los hubo tragado, dijo:

-Todo lo contrario, no sabes cómo me ayuda a relajarme.

Después de cenar bajó a la cabina y llamó a Carmen. Deseaba confiárselo a alguien, poder pensar
que había alguna persona en el mundo que conocía su inquietud, pero no sabía cómo contarlo.

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Carmen, además, era tan locuaz que muchas veces sus diálogos se convertían en monólogos. Le
habló de lo que había estado haciendo esos dos días sin apenas dejarle ocasión de intervenir. Finalmente le
preguntó por Pablo, y Clara sólo supo decir: «No sé, está muy raro». «Es muy raro», le corrigió su
amiga entre risas, y ella comprendió que no tendría sentido tratar de contárselo por teléfono.

El tiempo estaba cambiando. Por la mañana, de regreso del pueblo, no se bañó ni se desnudó para
tomar el sol. Se sentó nada más y miró las nubes oscuras suspendidas sobre el horizonte. Se preguntó si
no debería marcharse: volver al pueblo y pedir un taxi a la estación, enviarle después un telegrama más o
menos explicativo. La brisa le acariciaba los brazos, erizaba su vello. Decidió seguir camino del
apartamento; siempre estaría a tiempo de marcharse. Por la tarde volvió a aprovechar una ausencia de
Pablo para comprobar si había crecido el texto del extraño diario. Efectivamente, así había sido, pero los
dos o tres párrafos nuevos no contenían ninguna alusión inquietante, y Clara experimentó cierta
sensación de triunfo al apagar el monitor. Estaban también fechados en febrero, el 20, seis días después
del fragmento anterior.

Debido a su insomnio, Pablo llevaba un horario irregular. Trabajaba más de noche que de día, y
entre una sesión de trabajo y otra solía tumbarse a reposar. Clara procuraba no pasar por el cuarto de
estar cuando él se encontraba traduciendo. De hecho, apenas si coincidían fuera de las horas de las
comidas, y entonces Pablo se mostraba expansivo y relajado, como si ésos fueran los mejores momentos
del día, el único desahogo en medio de tan severa disciplina. Por la tarde, Clara solía irse a leer a la
playa, cerca de las dos cañas. En un par de ocasiones bajó Pablo a fumar un cigarrillo con ella.
Precisamente una de esas veces picó otro pez, un pececillo diminuto, casi transparente. Pablo le quitó el
anzuelo tratando de no agrandar la herida y lo soltó en el agua diciendo:

-Vuelve con tus papás, majo.

La soledad, que tan deseable le había parecido al principio, tenía ahora algo de sofocante para
Clara. Por eso, el viernes, la alegró ver que siete u ocho coches llegaban y aparcaban junto a los arriates4
de la urbanización. Tendrían vecinos durante el fin de semana.

De hecho, aquella misma tarde conoció al matrimonio del apartamento de al lado, una pareja joven
con dos niñas gemelas de unos cinco años. Estuvieron un rato en la escalera, hablando de las ventajas de
la playa sobre la montaña y de cosas así. Se acostó justo después de cenar sin acordarse de echar un
vistazo al texto del ordenador.

Se acordó por la mañana, mientras Pablo descansaba en el dormitorio, y al leerlo experimentó por
primera vez una sensación de peligro. El último fragmento estaba fechado el 22 de febrero y decía: «A
veces siento encendérseme la sangre, cargarse mi cuerpo de una violencia que tarde o temprano habrá de
explotar. Ella me asedia en todo momento, me vigila desde la terraza o desde el dormitorio o desde la
playa, me odia. Sabe que la Culpa me ronda y, por eso, todos sus silencios, todas sus miradas, todos sus
gestos están impregnados de culpa. Convivo con la Culpa como un cautivo convive con su condena, pero
el cautivo sabe, al menos, que algún día le llegará el perdón. Ella está aquí para recordarme que a mí no
hay perdón alguno que me espere».

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Apagó el ordenador con dedos temblorosos. El primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue
recoger sus cosas, meterlas en la bolsa y marcharse. Pero lo tenía todo en el dormitorio, y Pablo le haría
preguntas que no tenía valor para afrontar. Se dejó caer en la silla, abatida. «Por qué seré tan cobarde»,
se reprochaba. Así estaba cuando llamaron al timbre. Era el vecino, que les invitaba a salir al mar en su
fueraborda. Clara iba a improvisar algún pretexto, cuando Pablo apareció diciendo que le parecía una
idea excelente, que necesitaba un día de fiesta y que incluso podían preparar bocadillos para tomar el
almuerzo en alta mar. Clara supo que debía protestar, negarse, anunciar su determinación de volverse
inmediatamente a la ciudad, pero no encontró el modo de hacerlo.

El motor era lo suficientemente potente para permitir hacer esquí acuático. Pablo insistió en
aprender, y todos se reían mucho al ver cómo pugnaba en vano por mantener los esquíes paralelos o
cómo caía al agua cada vez que intentaba salirse de la estela. Todos menos Clara, que permaneció todo el
tiempo ajena, ensimismada. Cuando echaron el ancla para tomarse los bocadillos, Pablo le preguntó si
estaba bien, si tenía frío. Ella negó con la cabeza e insistió en no aceptar el jersey que él le tendía.
También con el matrimonio joven mostraba él la misma diligencia, la misma amabilidad. Y con las
gemelas se entretuvo explicándoles cómo hacer diversos tipos de nudos. Clara se repetía para sus adentros
que tenían que hablar y aclarar las cosas, desconfiaba de él pese a que no lograba percibir en su conducta
el menor signo de insinceridad. Incluso, viéndole junto a las niñas, llegó a admitir que Pablo podría ser un
buen padre. Volvieron a la playa a eso de las cinco, y para entonces probablemente tenía ya algunas
décimas de fiebre.

El domingo lo pasó en la cama. Le ardían la frente y el cuello. Ponerse enferma en esas


circunstancias no era una simple contrariedad, sino toda una trampa del destino. Lo que más temía era
que Pablo quisiera acostarse a su lado, sentir la proximidad de una presencia que, tal vez por efecto de su
estado, se le antojaba repugnante y ofensiva. Por suerte, Pablo debía de haber tomado la decisión de
reposar en el sofá del comedor, y sólo de vez en cuando abría una puerta en la oscuridad de su fiebre
para susurrar cómo te encuentras, qué tal estás. Clara, por otra parte, no ponía resistencia al sueño, que
era para ella una forma de fuga.

Hacia las seis oyó el timbre. Los vecinos pasaban a despedirse e interesarse por su salud. Pablo, en
tono tranquilizador, aseguró que se trataba de un leve resfriado y que para el día siguiente ya estaría
curada. Clara se levantó de la cama, era su oportunidad. Justo cuando abrió la puerta estaba el marido
preguntando si no sería mejor llevarla al pueblo a que la viera un médico. Ella pronunció un sí que sonó
como un lamento. Todos la observaron con curiosidad. Pablo la recriminó5 cariñosamente por haberse
levantado, y diciéndole no seas pueril la acompañó de regreso al dormitorio. Clara trató de zafarse y
exclamó: «Estoy muy enferma, ¿no te das cuenta? Necesito ver a un médico». La voz de Pablo adoptó
una inflexión algo severa: «Lo que necesitas es descansar, vuelve a la cama». El vecino insistió: «¿Seguro
que no sería mejor...?». Fue su propia mujer quien le interrumpió: «Al menos, habría que traerle algún
antibiótico». «Sí, Pablo -dijo Clara-, tendrás que ir a la farmacia del pueblo.» Él admitió que tal vez
tuvieran razón y preguntó a los vecinos si les molestaría llevarle. Clara temió por un instante que
estropearían su plan ofreciéndose ellos mismos a traerle las medicinas, pero, por suerte, sólo contestaron
que no faltaba más, que no era ninguna molestia. Pablo comentó que volvería en taxi o dando un paseo,
y dijo que tenían que intercambiar números de teléfono y quedar algún día para cenar. Luego acostó a
Clara como si fuera una niña pequeña, ajustando bien los extremos de la manta bajo el colchón.

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Ella oyó primero el ruido de la puerta, luego el sonido de sus voces perdiéndose escaleras abajo,
pero prefirió esperar a oír también el sonido del motor para vestirse. Lo hizo con rapidez, exigiendo a sus
miembros torpes y entumecidos una agilidad de la que no eran capaces. Mientras metía su escaso
equipaje en la bolsa pensaba en lo que diría a Carmen. Ven a buscarme enseguida, te lo ruego; más tarde
te lo explico. Con eso bastaría. Se disponía ya a salir cuando se preguntó si debía dejarle alguna nota a
Pablo. No llegó a contestarse, porque antes sus ojos se encontraron con el ordenador.

El nuevo texto llevaba dos fechas, 1 y 2 de marzo, y todo en él era pavoroso. Se iniciaba así: «Ella
es tiránica y cruel, aprovecha todos los medios a su alcance con tal de someterme, me aplasta con su
mirada si hago el menor intento de resistirme. Quiere hacer de mí un esclavo para sentirse reina de
algo». La ansiedad le impidió apartar los ojos de aquellas líneas, que proseguían con un rabioso inventario
de agravios. Entre ellos, además de la asfixiante vigilancia de la que Pablo se sentía objeto, se
encontraban «todas las ridículas actividades en las que me obliga a participar sólo para demostrar que
me domina»: no sólo la pesca con las cañas o las estúpidas conversaciones de las comidas, sino también el
«paseo en la barca de esos vulgares amigos suyos», el esquí acuático, los jueguecitos con «esas dos niñas
absurdas e iguales»...

Ante aquella versión falseada de lo que había sido el fin de semana, Clara no podía ya ni rebelarse.
Comprendía finalmente que había estado conviviendo con un demente y que, sin saberlo, su vida había
corrido un serio peligro. Siguió leyendo: «Su dominio quiere ser tan intenso que hasta pretende poseer
mis emociones, obligarme a estar alegre o triste sólo cuando a ella se le antoja. Para conseguirlo explota
el recuerdo de mis culpas y hace que en mí se instale el recuerdo de todas las culpas del mundo, que se
instale la Culpa». Los párrafos sucesivos eran una mera reiteración de esta idea, y concluía así: «Para
ella, yo soy el culpable de todo, hasta del más ínfimo acontecimiento. Estoy seguro de que piensa que he
sido yo, y no los domingueros, quien ha estropeado el teléfono de la cabina».

Esta última frase la horrorizó. Apagó el ordenador con gesto mecánico y echó a correr escaleras abajo
con la agobiante sensación de que todo había acabado, de que todo estaba perdido si aquello era verdad.
Y lo era: desde el portal se veía que el cable colgaba sin otro peso que el suyo propio. Alguien había
arrancado el receptor. Clara siguió acercándose, despacio ahora. No había firmeza en su andar, se
tambaleaba. Se volvió hacia el aparcamiento en busca de algún coche rezagado. Ya no quedaba ninguno.
Quiso mirar en otra dirección, daba lo mismo si hacia el mar o hacia el paseo. Fue consciente de estar
girando la cabeza y de mantener los ojos abiertos. Sin embargo, no vio el mar ni el paseo.

Cuando volvió en sí, Pablo la llevaba en brazos con grandes esfuerzos. Parecía asustado y, por un
instante, Clara no entendió el motivo. Luego lo recordó todo y pensó: «Si lo que quiere es matarme, ¿por
qué no lo hace ahora?». Ella no iba a resistirse. «¿Qué pretendías? ¿Por qué has salido del
apartamento?», le preguntaba él entre jadeos. Daba la impresión de que no iba a lograr subir las
escaleras con ella en brazos. Como la puerta estaba abierta, se dirigió sin dilaciones6 al dormitorio. La
depositó sobre la cama con la suavidad con que se deja a un recién nacido en su cuna. Sólo entonces se
concedió un par de minutos para recuperar el ritmo normal de la respiración. «¿Qué hacías fuera de
casa? -le preguntó después-. Ha sido una locura por tu parte, con la fiebre que tienes; una lipotimia? era
lo menos que te podía ocurrir.» Clara no replicó y, con total mansedumbre, dejó que él la desvistiera, la

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metiera en la cama y estirara las sábanas. Luego se tomó sin rechistar el vaso de leche caliente y las dos
pastillas distintas que él le ofreció, y asintió con los ojos cuando Pablo le dijo que no debía destaparse y
que, si por la mañana seguía igual, iría a buscar a un médico. Le dio las buenas noches, la besó en la
frente y cerró la puerta sin hacer ruido. Clara pensó que ya sólo le quedaba esperar el instante en que él
entrara a matarla.

Por la mañana, sin embargo, no sólo estaba viva sino que, además, la fiebre había remitido. Aplazó el
momento de levantarse de la cama tratando de calcular las horas y los minutos que faltaban para que se
cumpliera su primera semana de estancia en aquel sitio. Persistía en ella la sensación de peligro, pero
amortiguada, como si ya se hubiera acostumbrado a ella y eso le restara intensidad. Salió finalmente de
la habitación. Pablo dormitaba en el sofá con medio cuerpo tapado por una bata. Se incorporó enseguida:
«¿Qué tal estás? ¿No sería mejor que siguieras en la cama?». Ella contestó que no creía tener fiebre y que
se moría de hambre. Pablo preparó el desayuno; junto al café con leche de Clara dejó las cajitas de los
medicamentos. Ella dijo que iría al pueblo a comprar comida, pero él se opuso: «Nada de eso. He visto
que hay suficiente. Además, lo que debes hacer es abrigarte y descansar». Clara no tenía sueño, pero
volvió a meterse en la cama. El viento golpeaba con fuerza los cristales y lo único que ella podía hacer era
dejar que el tiempo pasara.

Durante la comida Pablo estuvo muy hablador. Le contó el argumento de uno de los cuentos que
estaba traduciendo y lo relacionó con una famosa película americana. Clara le escuchaba con atención y
pensaba: «No es una novela sino un libro de relatos». Después él comentó que ya sólo le quedaba un
cuento por traducir, el primero, y que no sabía por qué el editor español había querido cambiar el orden.
Clara se dijo que ésa podía ser la explicación, que tal vez todo había sido un malentendido: tal vez en el
libro francés hubiera un cuento sobre una pareja en una ciudad desierta, tal vez aquel diario no fuera en
realidad sino ese cuento francés, su traducción. Al fin y al cabo, estaba fechado en invierno, sus nombres
no aparecían citados, esa ciudad de veraneo podía ser cualquier lugar de la Costa Azul o Bretaña"... Por
primera vez en todo ese día volvió a sentir próximo el peligro, pero lo sintió como si ya no pudiera
acercarse más, como si en ese mismo instante hubiera empezado a alejarse.

Después de comer se sentó a leer una revista. Nada de lo que allí estaba impreso tenía el menor
interés para ella. Se tomaba unos segundos antes de pasar cada página y, entre tanto, trataba de
convencerse de que nada anormal ocurría, de que todo aquello no había sido sino una perversa
combinación de coincidencias, una cruel burla del destino. Pero sus dudas no acabarían de desvanecerse
mientras no comprobara si tal cuento existía en el original francés, y le parecía imprudente interrumpir
el trabajo de Pablo para hacer esa comprobación. Observaba de reojo el perfil de Pablo: tenía la expresión
ausente de quien está absorto en una labor intelectual. A través de la ventana que daba a la playa
encontró su salvación. Exclamó: «¡Las cañas, nos habíamos olvidado! ¡Llevan tres días ahí sin que nos
ocupemos de ellas!». Dijo bajaré a ver, porque sabía que él no se lo permitiría. «Ni se te ocurra, bajaré yo
en cuanto acabe este fragmento», replicó él. Pero el fragmento debía de ser interminable, y Pablo no se
movía de su silla. La impaciencia de Clara aumentaba por momentos. Ya ni siquiera pasaba las páginas de
la revista, le importaba bien poco si su serenidad era verosímil o no.

Hacia las siete, Pablo se desperezó y anunció, por fin, que iba a retirar las cañas. «El viento podría
tirarlas», dijo. Clara asintió nada más y, apenas la puerta se hubo cerrado detrás de él, saltó hacia la

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mesa. Removió folios y diccionarios en busca del libro, pero no lo encontró. Tenía que estar en esa mesa;
la cuestión era dónde. Echó un vistazo al exterior; Pablo llegaba en ese instante a la playa. Clara encendió
el ordenador, tenía que dar con alguna clave. Contuvo el aliento los siete u ocho segundos que tardó en
aparecer el texto.

7 de marzo

Hoy he descubierto que ella leía mi diario, que lo ha estado leyendo a escondidas desde que empecé
a escribirlo. Era mi último reducto, mi refugio secreto, pero ni siquiera eso me ha respetado, tal es su
afán por adueñarse de mi vida y anularme. (. ..) Hoy la he descubierto. Ha sido al volver de la playa con
las cañas de pescar y, casi sin pensarlo, he rodeado su cuello con sedal y la he estrangulado. Mientras lo
hacía, podía ver parte de su rostro, cómo cambiaba del pálido tono habitual a un color cárdeno vivo,
cómo sus ojos pugnaban por escapar de sus órbitas, cómo su boca se abría para emitir un angustioso
aullido que no ha llegado a formarse. Sólo el sordo rozamiento de su forcejeo ha podido oírse, y
finalmente ella se ha desplomado sobre el sofá, también sin ruido. Hoy la he matado.

Clara permaneció unos instantes inmóvil. Todos sus músculos, hasta el más insignificante, parecían
haber alcanzado un grado tal de tensión que excluía la posibilidad del movimiento. Reaccionó, por fin,
volviendo la mirada hacia la playa. Desierta. Las pisadas de Pablo subiendo las escaleras se hicieron
nítidamente audibles. Clara ahogó un grito de terror. La puerta se abrió y Pablo apareció con las cañas
de pescar. Ella corrió a encerrarse en el lavabo. Ovillada junto al bidet, no pudo contener las lágrimas.

Al cabo de un cuarto de hora se oyó la voz de él: «Clara, ¿por qué tardas tanto?, ¿te encuentras
bien?». Ella no contestó. Miró el ventanuco: demasiado estrecho, imposible fugarse. Pablo insistía, en tono
de alarma: «¿Te ocurre algo? Responde, por favor». Clara habló por fin, con una voz quebrada que jamás
habría reconocido como suya: «Lo he leído todo, lo he leído todo, lo sé todo». Él pareció no entender:
«¿A qué te refieres?». «No pretendas engañarme, sé que me vas a matar.» «Pero ¿qué estás diciendo?»
Oyéndole, cualquiera pensaría que estaba realmente desconcertado.

Hubo un periodo de silencio, y luego volvió a hablar Pablo, alegre ahora o aliviado: «Has leído los
apuntes, era eso. Qué tontería. Es sólo un proyecto de cuento que quizás algún día escribiré. He tomado
notas, tal vez nunca las utilice. Tú te has figurado que había algo de verdad, ja, ja. La fiebre te ha hecho
ver cosas inexistentes». «¿Y la traducción? ¿Dónde está la traducción?» «En el mismo disquette, por
supuesto, pero en otra parte. He abierto varios ficheros distintos.» Clara no le creía, no podía creer nada
de lo que él seguí diciendo como para tranquilizarla. Sólo intentaba hacerla salir para matarla. «¡Vete!»,
le interrumpió en una ocasión, pero al momento comprendió que no serviría de nada y rectificó: «¡No,
quédate donde estás!». Pablo podía fingir que se marchaba y quedarse a esperarla en la escalera. Luego
dijo: «Léeme la traducción». Necesitaba saber si también en eso había mentido. Él suspiró: «Como
quieras, pero todo esto es absurdo». Clara le oyó sentarse ante el ordenador, aguardar unos segundos y
empezar a recitar. No atendía al sentido de esas frases, que se unían unas a otras como en una letanía
infinita. «¿Es suficiente?» «No, continúa.»

Clara miró el rectángulo de cielo negro del ventanuco, debían de ser casi las nueve. «Éste era el
primer cuento, ¿sigo?» «Sigue, sigue.» «No seas niña, deja de hacer locuras...» «¡Sigue leyendo!»

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El tiempo pasaba. La muerte mientras tanto acechaba al otro lado de la puerta o tal vez en su
imaginación nada más.

Hacia la una Clara anunció que se disponía a salir. Salió media hora después. Todo el cuerpo le
temblaba. Tenía los ojos enrojecidos y, con las lágrimas, algunos mechones de pelo se le habían pegado a
las mejillas. Pablo la abrazó diciendo: «Cómo has podido creer que yo...». Clara observó que todas las luces
de la casa estaban encendidas. Por la mañana Pablo volvió a sentarse ante su ordenador. Buscó el final
del texto y corrigió algunas de las líneas ya escritas: «Dormía como una niña exhausta tras un naufragio.
La muerte sólo ha sido para ella un arrecife imprevisto en mitad del sueño».

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