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Vladimir Emiliano Bello Hernández

Hermenéutica
Hermenéutica de la poesía
Como en un día de fiesta de Hölderlin

No a todos se les da la poesía, pues como un rayo fulminante, no puede permanecer en


manos asquerosas ni en perversos corazones, la desigualdad de proporciones los
aniquilaría al tocarlos, es preciso purificarse para ser dignos de un don divino. Así nos
lo asegura Friedrich en este bello cántico que dedica a la poesía y a su nutricia madre
la naturaleza, tema por el que este autor muestra un particular interés, hallando
precedentes en su obra Hiperión, y del que saldrían los más de sus poemas después de
su adopción por Ernest Zimmer.

Comienza hablándonos del parentesco entre el campesino y el poeta, parentesco que


surge a partir de su vínculo común con la naturaleza. Pero para comprender mejor
esta analogía voy a contrastar al hombre de campo con el citadino.
¿Cuál es la alegría del campesino? ¿cuál es la natural fiesta del hombre rural?
Sin duda son júbilos distintos al hombre que habita la ciudad,
quien cada fin de semana brinda el vino que nunca cosechó
y el pan lo come con desgana pues aquél nunca lo cultivó.
En cambio, el hombre de milpa se maravilla profundamente
en esas fortuitas ocasiones en que la naturaleza crece y crece.
Impulsando su trabajo lo engrandece.
Como cuando la primera lluvia del año acaece,
como cuando un verde campo amanece.

El júbilo natural es lo que distingue a uno del otro,


pues mientras el ciudadano pretende comprar su felicidad,
el agreste cuida con esmero la tierra que trabaja y ve crecer con goce; su felicidad
además de estar en su trabajo, también está en los dones que le da la naturaleza al
trabajar, pues él trabaja con la naturaleza, su felicidad es natural.

Los poetas, como los agrestes, son los que cultivan la palabra y en júbilo celebran
la generosidad que alimenta su espíritu y su poetizar, la gran maestra de la vida, la
inspiradora fuerza, la bondadosa madre y majestuosa naturalidad.
El poeta es el hombre suficientemente sensible para entender la alegría del campesino
así como su tristeza, como cuando Perséfone se aleja de su madre o como al pasar el
Tifón titán, pero aún en la angustia, en ellos permanece, como semilla escondida, la
esperanza de una noche de lluvia y un nuevo día soleado.

La naturaleza, ella es la musa y la modelo siempre viva que nutre la tierra de los
poetas que es su alma y les alumbra las verdades de la inmortalidad, del poder, de la
etérea altura y abismal locura y el siempre renacer. Ella da la norma y la pauta al arte,
pues ¿de dónde más podría proceder la belleza a que tanto apuntan los artistas? ¿De la
mujer? ¡Cómo! si esta misma es tierra fértil, si esta misma es fruto rojo, si ésta también
es hija de la naturaleza.
Es curiosa la manera en que Friedrich anota algunos nombres con mayúscula y otros
no, ejemplo de los que sí son “Naturaleza”, “Baco”, “Oriente”, “Occidente”, “Canto”,
“Espíritu”, “Padre” y al final “Dios”, al hacer esto les personaliza, les da vida propia y
les otorga una dignidad especial, al contrario por ejemplo de cuando se refiere a otra
deidad como “dioses” en minúscula, pues para él todo dios natural procede de una
fuerza más poderosa, más primordial y pura, originaria de todo, fuerza que da regla y
ley a los hombres y al resto de las fuerzas mundanas.

Conocer esta ley, esta constante en el cambio, esta renovación de la piel del campo,
renovación anual, es conocer también el futuro, esa cosa por la que nuestra limitada
alma entiende los misterios del tiempo presente. Por ello el poeta, ser piadoso que se
vincula íntimamente con la Naturaleza, posee también el don de la profecía,
haciéndole dos veces maníaco frente a la vista de Platón.

La fuerza natural, así como se sublima en la pureza y potencia del rayo, un fuego
similar insufla el alma del poeta para llevar a la vida de los hombres el don sacro del
canto, del habla, de la belleza a través del habla, de poder evocar la natural belleza a
través de los labios, a través de la entonación, de la garganta y de la voz. Y este don
sacro, que conoce el futuro y la ley, conoce también el espíritu universal que infunde
vida a las criaturas y dentre estas, a los hombres y los dioses.

Es por el Canto, por el que el hombre se nombra hombre y al Dios le invoca como Dios.
Es por el canto por el que el fuerte Aquiles y el justo Solón, se perpetuaron la memoria
que incluso nosotros llegamos a conocer a pesar de las guerras, la destrucción, la
muerte, el mar y la distancia, el tiempo y el olvido. Nuestro testimonio, nuestro
recuerdo y nuestro existir, dependen del Canto; él es primordial, antecede a incluso a
la palabra y le da su origen, toda palabra no armonizada es un canto olvidado.

Por eso en la fiesta sacra, en la festividad natural del otoño, donde abunda el sustento,
y el dios se pasea entre los campos, los hombres gustan de cantar en la mesa, con sus
familias y más aún: es en la fiesta, en la que no puede faltar el alcohol, el vino, ya sea
vino, ya sea blanco como el pulque, el dios ha permitido al hombre la alegría (o como
diría Schiller y fusilaría Beethoven, y yo ahora, “al gusano se le concedió el placer”), la
alegría incluso, arrebatada y desmedida, excesiva, propia de la fiesta, pues como nos
recuerda Hölderlin en este su canto, Dionisos purificó el rayo para que el hombre
pueda beberlo sin aniquilarse.

Sin embargo como dije al principio, no a todos se les otorga el Canto, sólo a algunos
que puedan hacer cantar a los demás hombres.

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