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Llanto.

Y entonces quizás ahí comenzase a comprender como sucedían las cosas.


El frío le penetraba los huesos y lo mordía voraz en cada rincón de su cuerpo.
La fina llovizna era rocío en su amplia y pálida frente, las gotas parecían desaparecer
en aquellos pliegues de piel y músculos contraídos y parecían desaparecer para
siempre. En el suelo, el barro blando le tragaba los pies, haciéndolo ver como un ser
extraño, como un ser ajeno. Lejos solo se podían ver las nubes grises y llorosas, que
hacia todas las direcciones se fundían inevitablemente con el cieno, creando un
horizonte eterno y uniforme. Un horizonte imperceptible.
En sus brazos yacía la prueba irrefutable de la omnipotencia. De la brutalidad
de las leyes. De la pureza grotesca del azar. En sus brazos yacía quien en silencio
había podido compartir con él todas las verdades del amor. Quien había podido
aprender el lenguaje de los dedos y de los labios. Quien conocía el idioma del silencio
y de los pájaros. Ahora sus labios estaban sellados para siempre y su frágil cuerpo de
mujer tan frio como las gotas, como el barro.
Y de esos ojos duros y cenicientos caían lágrimas. Lágrimas tan calientes que
ardían al tocar la lluvia, que ardían al caer en las ropas y en el suelo. Que salpicaban a
esa mujer en el cuello, y bajaban a su pecho para alcanzar a una criatura roja y tiesa,
que aún estaba contraída contra la piel fría de su madre. Sus sollozos eran
imperceptibles frente al rugido sordo de las nubes. Pero él lo sentía, vibraba con sus
latidos y los espasmos de su cuerpo seguían el ritmo de su aliento.
“¿Quién eres?”
Las preguntas se formulaban solas, no como preguntas, ni como palabras. Ni
siquiera aún como letras.
“¿Dónde está?”
El extraño no le contestaba. Pese a que su garganta era incapaz de emitir sonido
alguno, sabía que lo escuchaba.
“¿Por qué no sonríe?”
Con sus brazos como zarpas inmensas estrechó aquellos dos cuerpos contra sí,
odiando y amando intensamente. Ese pedazo de carne rosada ahora brillaba con luz
propia, con un resplandor anaranjado tan vivo que lo habría cegado de no ser porque
cerró los ojos como si buscara la oscuridad absoluta. Ese niño destilaba calor ahora.
Ese niño sentía frío ahora.
Recordó el dolor agonizante y la hora más silenciosa, y no hubo llanto, como se
imaginaba en sus pesadillas. Ninguna palabra, ninguna promesa. Solo muerte y
silencio, allí donde una vez hubo sol y estrellas. Dudaba ahora de haber visto una
sonrisa en su cara en ese momento, por muy tenue e inconcebible que fuera.
“¿Por qué me dejas solo?”
Vio su cara entre la noche que estaba a punto de devorarlo, y enloqueció de
tristeza. Solo las nubes pueden atestiguar que aquella noche esos dos ojos grises y
cansados lloraron más que ellas mismas. La cara del niño antes roja ahora iba
limpiándose, volviéndose blanca, rosada, y los sollozos dieron lugar de pronto a un
estruendoso llanto que desafiaba a cualquier dios, a cualquier bestia.
De pronto comprendió porque lloraba, y sus lágrimas cesaron, porque sintió la
carne de su carne en sus manos y sintió la lluvia en sus venas y la tormenta en su
sangre. Allí fuera, aquí dentro, y tan cierto como la vida que nace de la muerte. La
vida y la muerte son la misma palabra en dos lenguas distintas, como lo fueran el
silencio y la pasión.
Y entonces quizás ahí comenzase a comprender como sucedían las cosas.

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