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La peste chilena: el racismo y el clasismo

Es una siutiquería el celebrar el 12 de octubre de cada año como el encuentro entre dos
pueblos, cuando lo propio sería definirlo como la aniquilación genocida de la España de la
contrarreforma respecto de los pueblos primigenios, que habitaban América. La conquista fue
marcada por la sangre y la ambición del oro y la plata, sin importar la destrucción de las grandes
culturas de este Continente. Los herederos de los españoles, los criollos, fueron aún mucho más
criminales que los peninsulares: baste recordar la campaña del desierto, dirigida por el general
Julio Argentino Roca, en la cual se aniquiló a los “cabecitas negras”, los mapuches, del otro lado de
la cordillera de Los Andes y a Gregorio Urrutia, en la llamada “pacificación de la Araucanía”, que
hizo otro tanto con los mapuches, que habitaban el sur del Bío Bío.

Las oligarquías y los ejércitos de ambos países ostentan el récord mundial de las peores
crueldades, torturas y asesinatos infringidos a los pueblos originarios. Tanto la guerra del desierto
y la del nitrato, como la de la “pacificación de la Araucanía no constituyen ningún motivo de
orgullo para ninguno de los dos países.

La ocupación de Lima por el ejército chileno es un ejemplo de brutalidad cometida contra


los vencidos, cuyas huellas quedan hasta ahora – el caso de bibliotecas completas robadas, así
como muchas de arte, incluso, los horribles leones que aún adornan una pequeña plaza de
Providencia; por otra parte, es bien conocido que las prostitutas de Lima se les llama “las chilenas”
-.

La guerra del nitrato fue vista por la oligarquía liberal chilena como una obra civilizadora –
una raza superior se imponía a otra inferior, la indígena, borracha y depravada. Terminado esta
guerra, el ejército genocida chileno se dirigió al sur del Bío Bío para apropiarse, esta vez, de los
territorios mapuches que, hasta ese entonces, eran autónomos. Historiadores plagiarios, como
Francisco Antonio Encina – copió sus teorías racistas de Nicolás Palacios – llaman a esta matanza a
sangre, fuego y las peores torturas, además de los saqueos y robo de las tierras a sus verdaderos
propietarios, como “la incorporación al territorio nacional” de este pueblo.

Los liberales, que fueron bastante autoritarios cuando gobernaron, entendían la llamada
“pacificación de la Araucanía” como una guerra civilizadora cuyo fin era, fundamentalmente,
apropiarse de los territorios de un pueblo que, según ellos, antes fue gallado y belicoso, pero
luego “se había convertido en raza de borrachos, flojos y apestosos”.

Hoy, la policía heredera del ejército genocida, emplea métodos aún más perfeccionados
para atacar, inmisericordemente, a las comunidades mapuches, que cada día adquiere más
conciencia de su propia identidad y sentido de pertenencia, que lo hace constituirse en una
nación, diferente a la chilena. La casta oligárquica – Concertación-Alianza – actúa de la misma
manera contra el pueblo mapuche que sus ancestros liberales autoritarios.

En los poderes locales y en el parlamento – poco representativo e ilegítimo – no existe


ningún miembro de las etnias originarias y el Convenio 169, de la OIT, ha sido reiteradamente
violado. No se trata solamente de la propiedad de las tierras, sino también del reconocimiento de
autonomía de los pueblos mapuches, así como su valoración como nación.

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