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Yalom 1
Yalom 1
IRVIN D.YALOM
Psicología y literatura
PAIDÓS
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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura
INTRODUCCIÓN
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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura
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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura
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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura
Capítulo 1
La literatura informa a la psicología
Estampas literarias
INTRODUCCIÓN
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rodeados de amigos, aunque otros pueden morir por la misma causa, incluso
aunque otros mueran al mismo tiempo (como en la práctica del antiguo Egipto
de matar y enterrar a los sirvientes con el faraón, o en los pactos de suicidio), en
el nivel más fundamental, morir sigue siendo todavía la experiencia humana
más solitaria.
Todohombre, la moralidad medieval mejor conocida, retrata de una forma
poderosa y simple la soledad del hombre que se encuentra con la muerte. 2
Todohombre es visitado por la muerte, la cual le informa que debe iniciar su
última peregrinación hacia Dios. Todohombre le suplica misericordia, pero en
vano. La muerte le informa de que debe prepararse para el día del que «ningún
hombre vivo puede escapar». En su desesperación, Todohombre trata
apresuradamente de encontrar ayuda. Asustado y, por encima de todo, aislado,
ruega a los demás que le acompañen en su viaje. El personaje Familiares
rechaza el ir con él:
Sé un hombre alegre
tómatelo con la moral alta y no gimas
pero de una cosa te quiero avisar por santa Ana
como ha de pasar conmigo, irás solo.
Es abandonado del mismo modo por cada uno de los demás personajes
alegóricos de la obra: Fraternidad, Bienes Mundanos y Conocimiento. Incluso
sus atributos le abandonan:
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—¡No lo haría! —exclamó Alicia con indignación—. Además, si yo soy sólo una
cosa en su sueño, ¿qué eres tú, me gustaría saberlo?
—Ídem —dijo Tweedledum.
—¡Ídem de ídem! —gritó Tweedledee.
Gritó esto tan alto que Alicia no pudo ayudar diciendo:
—¡Shh! Lo vas a despertar, me temo, si haces tanto ruido.
—Bien, de nada sirve tu charla sobre despertarle —dijo Tweedledum—cuando
tú eres tan sólo una de las cosas de su sueño. Tú sabes muy bien que no eres
real.
—¡Yo soy real! —dijo Alicia, y empezó a llorar.
—No te harás un poco más real a base de llorar —subrayó Tweedledee—. No
hay nada por lo que llorar.
—Si no fuera real —dijo Alicia riendo a través de sus lágrimas, tan ridículo
como parecía todo— No sería capaz de llorar.
—¿No creerás que ésas son lágrimas reales? —interrumpió Tweedledum con un
tono de gran desprecio.3
3
L. Carrol, citado en J. Solomon, «Alice and the Red King» International Journal of
Psychoanalysis 44, 1963, págs. 64-73.
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fugaz.
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8
Ibid., pág. 245
9
J. P. Sartre, citado en R. Hepburn, «Questions about the Meaning of Life», Religious Studies 1,
1965, págs. 125-140.
10
J. P. Sartre, No Exit and Three Other Plays, Nueva York, Vintage Books, 1955 (trad. cast.: Las
moscas, Madrid, Alianza, 6a ed.)
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De manera que esa es la razón de las cosas. Vivir en paz: siempre una
paz perfecta. Ya veo. Siempre diciendo «perdón» y «gracias». Eso es lo que se
quiere, ¿eh? La razón de las cosas. Su Razón de las Cosas.12
Qué cambio se ha operado en todas las cosas […] hasta ahora yo sentía
algo cálido y viviente en torno a mí, como una presencia amigable. Ese algo
acaba de morir. Qué vacío. Qué vacío sin fin.13
Yo digo que hay otro camino: mi camino. Que no puedes verlo. Empieza
aquí y desciende hasta la ciudad. Debo bajar a las profundidades que te
secundan. Porque vives enteramente en la base de un abismo. [...] Espera. Dame
11
Ibid., pág. 91.
12
Ibid., pág. 92.
13
Ibid.
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tiempo para decirle adiós a todas las claridades, las etéreas claridades que
fueron mías. [...] Ven, Electra, mira nuestra ciudad. [...] Me rechaza con sus altos
muros, sus rojos tejados, sus puertas cerradas. Y, aún así, es mía si la quiero. Me
convertiré en un hacha y abriré esos muros por la mitad.14
Cuanto más pesada sea la carga, más complacido estaré; porque esa
carga es mi libertad. Tan sólo ayer caminaba por la tierra al azar; miles de
caminos recorrí que no llevaron a ninguna parte, porque eran otros los caminos
de los hombres. [...] Hoy tengo tan sólo una senda y el cielo sabe adonde
conduce. Pero es mi camino.17
14
Ibid., pág. 94.
15
Ibid.
16
Ibid., pág. 105.
17
Ibid., pág. 108.
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que estoy solo [...] y que no quedó nada en el cielo, justo o equivocado, ni nadie
para darme órdenes. [...] Estoy condenado a no tener otra ley que la mía propia.
[...] Cada hombre debe encontrar su propio camino.18
Cuando propone abrir los ojos de las gentes de la ciudad, Zeus declara
enérgicamente que, si Orestes arranca los velos de sus ojos «verán sus vidas
como son: abyectas y fútiles». Pero Orestes mantiene que ellos son libres, que es
justo que afronten su desesperación y pronuncia su famoso manifiesto
existencial: «La vida humana empieza más allá de la desesperación». 19
Un propósito final, la autorrealización, surge cuando Orestes coge la
mano de su hermana para iniciar su viaje. Electra pregunta, «¿A dónde?» y
Orestes responde:
Hacia nosotros mismos. Más allá del río y las montañas están un Orestes
y una Electra esperándonos y debemos recorrer nuestro paciente camino hacia
ellos.20
Y así, Sartre —el mismo Sartre que dijo que «el hombre es una pasión
fútil», y que «es un sinsentido el haber nacido; es un sinsentido que
muramos»— llegó a una posición en la ficción valora claramente la búsqueda de
significado, e incluso sugiere los caminos que hay que seguir en esa búsqueda.
Estos incluyen encontrar un «hogar» y compañerismo en el mundo, acción,
libertad, rebelión contra la opresión, ocuparse de los demás, tolerancia,
autorrealización, y compromiso, siempre y por encima de todo, compromiso.
¿Y por qué hay significados que alcanzar? Sobre esa cuestión Sartre
guarda el más absoluto silencio. Ciertamente, los significados no son
establecidos por orden divina; no existen «ahí fuera», porque no hay Dios, y
nada existe «ahí fuera» al margen del hombre. Orestes simplemente dice, «Yo
quiero pertenecer», o «Es justo» servir a los demás, devolver la dignidad al
hombre, o abrazar la libertad; o cada hombre «debe» encontrar su propio
camino, debe viajar hacia el Orestes plenamente realizado que le espera. Los
términos «querer» o «es justo» o «debe» son puramente arbitrarios y no
constituyen una base firme para la conducta humana; aunque parecen ser los
mejores argumentos que Sartre pudo reunir. Parece estar de acuerdo con la
posición pragmática de Thomas Mann: «Ya sea así o no lo sea, sería bueno para
el hombre comportarse como si así fuera».
Lo que es importante tanto para Sartre como para Camus es que los seres
humanos reconozcan que uno debe inventar los propios significados (más que
descubrir el significado de Dios o la naturaleza) y entonces implicarse
plenamente en alcanzar ese significado. Esto requiere que uno esté, como ha
18
Ibid., págs. 121-22.
19
Ibid., pág. 123.
20
Ibid., pág. 124.
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sostenido Gordon Allport, «medio seguro y entusiasta», 21 una proeza nada fácil.
La ética de Sartre exige un salto hacia el compromiso. En este único punto están
de acuerdo la mayor parte de los sistemas de la teología occidental y el
existencialismo ateo: es bueno y justo que uno se sumerja en la corriente de la vida.
Las actividades seculares que proporcionan a los seres humanos el
sentido de un propósito en la vida están apoyadas por los mismos argumentos
que Sartre avanzó para Orestes: parecen justas; parecen buenas; son
intrínsecamente satisfactorias y no necesitan ser justificadas sobre la base de
otra motivación.
21
G. Allport, citado en V. Frankl, The Will to Meaning, Cleveland, New American Library, 1969,
pág. 66 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 3a ed., 1994).
22
J. Gardner, Grendel, Nueva York, Ballantine Books,1971, pág. 115 (trad. cast.: Grendel,
Barcelona, Destino, 1982).
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Capítulo 2
La psicología informa a la literatura
Ernest Hemingway:
una perspectiva psiquiátrica
INTRODUCCIÓN
23
C. Baker, Ernest Hemingway. A Life Story, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1969.
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24
Carta de E. Hemingway a Charles E. Lanham, del 27 de noviembre de 1947.
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25
E. Hemingway, «The Earnest Liberal’s Lament», Der Quershnit, otoño de 1924.
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26
L. Hemingway, My Brother, Ernest
27
. M. H. Sandford, At the Hemingways. A Family Portrait, Boston, Little Brown, 1962.
28
D. Yalom, The Theory and Practice of Groupal Psychotherapy, Nueva York, Basic Books, 1970,
págs. 121-123.
29
C. Rycroft, Psychoanalysis Observed, Londres, Constable and Company, 1966, pág. 18.
30
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 268
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incondicional, como una conspiración contra él. 38 Se sentía tan atormentado por
la crítica adversa a sus escritos que solamente un amigo imprudente podía osar
ofrecer alguna valoración que pareciera auténtica.
La carencia de condecoraciones de guerra inmediatamente después de la
Segunda Guerra Mundial fue otra de las ignominiosas afrentas para el ego de
Hemingway. A menudo se lamentó ante Lanham de que la Cruz de Servicios
Distinguidos, que le correspondía por haber luchado en Rambouillet, se la
hubieran dado a otro. (Aunque Hemingway luchó valientemente en la guerra,
no se le podía elegir para mencionarle como soldado ya que él era un
corresponsal y no se le permitía oficialmente llevar armas durante la Segunda
Guerra Mundial.) En 1947 «se alegró mucho de aceptar la estrella de Bronce [...]
por los "meritorios servicios" como corresponsal de guerra». 39 Escribió,
quejumbroso, a Lanham sobre su temor de que veinte años después de su
muerte «ellos» pudieran negar que él estuvo en la guerra. Más tarde esto se
acortó hasta los «diez años y, finalmente, llegó al temor de que, antes de su
muerte, "ellos llegaran" a negar que alguna vez hubiera entrado en acción».
Su relación con Lanham a menudo fue altamente inconsistente con la
imagen de Hemingway. Las cartas a Lanham revelan una pueril admiración por
el soldado profesional, con quien Hemingway se compara desfavorablemente y
con el que, al mismo tiempo, intenta identificarse. Escribió a Lanham que los
demás estaban «siempre celosos» de personas como ellos, que él «padecía»
cuando Lanham «padecía», que El viejo y el mar tenía todo aquello en lo que
ambos creían. Durante un período de depresión también escribió que él tan sólo
estaba matando el tiempo, que lo que deseaba era ser un soldado como
Lanham, en lugar de ser un «mierda de gallina de escritor». Rebajaba sus
propios logros sugiriendo que entraría en la historia tan sólo debido a su
estrecha asociación con Lanham cuando éste comandaba el 22 de infantería. 40
En la relación con las mujeres de su vida, Hemingway asume una
postura curiosamente paradójica, desdeñándolas tanto como amándolas. Es a la
vez el celebrado campeón del amor romántico y el misógino. Aunque está por
escribirse la historia de sus innumerables aventuras amorosas y sus cuatro
matrimonios, en los que indudablemente demostró ternura, sensibilidad y
capacidad de querer, además de sus proezas eróticas de las que alardeaba tanto
pública como privadamente. La biografía de Baker proporciona innumerables
ejemplos de las consideradas atenciones para con sus esposas Hadley, Pauline,
Martha y Mary. Pero a pesar de la diplomática presentación del Hemingway
amante en el libro de Baker, hay numerosos incidentes de crueldad, violencia e
infidelidad manifiesta por los que tuvieron que pasar, de forma invariable, las
mujeres de Hemingway; los ménages à trois con sus respectivas sucesoras a los
38
Baker, Ernest Hemingway [1].
39
Ibid.,pág.461.
40
Cartas de E. Hemingway a Charles T. Lanhman, de 20 abril de 1945, 7 de agosto de 1949, 18
de junio de 1952, y 18 de diciembre de 1952.
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que tanto Hadley como Pauline estuvieron sujetas, y que Mary tuvo que
soportar con rivales más jóvenes, son casos a señalar. 41 Lanham nos cuenta que
Hemingway era notoriamente grosero con las esposas de sus amigos, algunas
de las cuales sirvieron como modelos para las «arpías» que describía en la
ficción. Premió a Gertrude Stein, su primera mentora y amiga, con algunas
páginas despiadadas en París era una fiesta (un tratamiento nada infrecuente con
sus compañeros del mundo de la literatura, tanto si se habían hecho amigos de
él como si no). En una ocasión Hemingway escribió que las cosas que él amaba
eran, por este orden: «los buenos soldados, los animales y las mujeres». 42
En la ficción, que incluye alguna de las más conmovedoras historias de
amor de la literatura contemporánea, hay apenas un solo ejemplo de relación
igualitaria entre un hombre y una mujer.43 En Fiesta describe la relación de un
hombre impotente, Jake Barnes, con la seductora y promiscua Brett Ashley. En
¿Por quién doblan las campanas?, el americano, hombre de mundo, Robert Jordan
y la joven ingenua María están juntos como lo estarían un profesor y su alumna.
Esta disparidad es incluso más pronunciada en Al otro lado del río y entre los
árboles, donde la chica, Renata, de diecinueve años, es llamada «hija» por su
amante, el coronel Cantwell de cincuenta años. En Tener y no tener, la esposa de
Harry es Marie, poco femenina y con el aspecto ordinario de una ex-prostituta.
En Las nieves del Kilimanjaro Harry se casa con una mujer rica e impertinente que
se alimenta de su vitalidad, y en La vida corta y feliz de Francis Macomber la
esposa del protagonista le infantiliza hasta que él empieza a descubrir su
auténtico yo, con lo que ella organiza su asesinato por accidente. La pareja de
Adiós a las armas son quizá los amantes más realizados de Hemingway, aunque
su relación parece poco convincente; Catherine Barkley, antigua enfermera de
Frederick, es una persona delgada y extraordinariamente desinteresada que
vive solamente para Frederick y muere bastante absurdamente después del
nacimiento de un niño mediante cesárea (la novela, por cierto, fue escrita
inmediatamente después que la segunda mujer de Hemingway, Pauline, le
hubiera dado su segundo hijo después de una cesárea).
Si Hemingway evita representar las relaciones igualitarias entre hombre
y mujer, está, por otro lado, lleno de inventiva a la hora de crear alternativas. Es
como si sus intentos por retratar una relación de amor y sexo satisfactoria se
vieran frustrados por una variedad de poderosas fuerzas oponentes, muchas de
las cuales reconoce Hemingway. Ocupando un lugar preponderante en obras
tales como «Las nieves del Kilimanjaro», «La vida corta y feliz de Francis
Macomber», «Now I Lay Me», «The Three-Day Blow», «Mr. and Mrs. Elliot»,
«Out of Season», «Hills Like White Elephants», y «Cat in the Rain» está el
peligro de castración. Aunque la narración varía, la consecuencia en cada una
41
Baker, Ernest Hemingway [1].
42
Carta de E. Hemingway a Charles T Lahman, 22 de setiembre de 1950.
43
Bickford Sylvester, observaciones inéditas.
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de ellas es la misma: la unión perdurable con una mujer tiene como resultado
un hombre falto de vitalidad. El padre en «Now I Lay Me» observa, impotente,
mientras su mujer quema sus preciadas pertenencias. En «Hill Like White
Elephants» otro marido dependiente y sin energía le suplica a su mujer
embarazada que aborte, porque no puede soportar la idea de competir por su
atención.
Aún más próximo a su casa estaba el declive sufrido por el propio padre
de Hemingway, desde el hábil doctor y legendario cazador inmortalizado en las
historias de Nick Adams hasta la figura agotada que visita a su hijo algunos
meses antes de su muerte, como un fantasma prematuro cuya fuerza vital había
sido absorbida por la madre de Hemingway, alzándose a su lado, «el vivo
retrato de una salud rubicunda».44 Creyendo que el agresivo acoso de su madre
había conducido a su padre hacia el suicidio, Hemingway modeló a los padres
de Robert Jordan en ¿Por quién doblan las campanas? según sus propios padres;
como Ernest, Robert llama cobarde a su padre porque no resistió a su madre, lo
que finalmente le condujo al suicidio, el acto más cobarde de todos.
A lo largo de su vida, Hemingway consideró que el amor entre un
hombre y una mujer iba en detrimento de otros tipos de relaciones, más
verdaderas, como la amistad entre los hombres o la comunicación del hombre
con la naturaleza. Cuando estaba enamorado de Hadley, se criticaba a sí mismo
por no preocuparse ya de los dos o tres arroyos que había amado mejor que
cualquier otra cosa en el mundo.45 En «Cross Country Snow» el inminente
matrimonio de un hombre joven amenaza con destruir su profunda relación con
un compañero de esquí. Los dos hablan con nostalgia de esquiar otra vez en el
lugar donde uno debe estar, pero ambos saben que «las montañas no son
muchas [...] Son demasiado rocosas. Hay demasiados árboles y están demasiado
lejos».46
Otro riesgo inherente a la relación amorosa adulta es el rechazo potencial
de la mujer y el consiguiente insulto al propio narcisismo. Mientras se
recuperaba de sus heridas en la Primera Guerra Mundial, Hemingway se sintió
profundamente enamorado, probablemente por primera vez, de Agnes von
Kurowsky, una de las enfermeras que lo atendían. Cuando, finalmente, Agnes
elige a otro hombre, Hemingway se vio sumido en la desesperación. Que esta
herida emocional fue profunda e imperecedera está indicado por el hecho de
que Hemingway volvió sobre ella en cuatro obras distintas: «Una historia muy
corta», «Las nieves del Kilimandjaro», Fiesta y Adiós a las armas.
Amar a otro es exponerse uno mismo al riesgo de una dolorosa
separación o una pérdida dolorosa, un riesgo contra el que Hemingway
44
Marcelline Sanford, citado en Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 193.
45
Ibid., pág. 79.
46
E. Hemingway, «Cross Country Snow», Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1966
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47
Ernest Hemingway, «In Another Country», ibid
48
P. Young, Ernest Hemtngway A Re te University Press, 1952.
49
S. Freud, Three Contributions to the Theory of Sex, Nueva York, E. P. Dutton, 1962 (trad. cast.:
Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza, 1995).
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50
Young, Ernest Hemingway [25], pág. 165.
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Fue herido tres veces ese invierno, pero todas fueron heridas sin
complicaciones; pequeñas heridas corporales sin que hubieran huesos rotos y se
había sentido bastante seguro de su inmortalidad personal ya que sabía que
debería haber muerto en el bombardeo de la artillería pesada que siempre
precede a los ataques. Finalmente recibió el golpe adecuado y beneficioso.
Ninguna de sus otras heridas le habían hecho nunca lo que le hizo la primera
gran herida. Supongo que es precisamente la pérdida de la inmortalidad, pensó.
Bien, en cierto modo, es una pérdida considerable.
51
E. Hemingway, Across the River and into the Trees, Nueva York, Charles Scribner’s sons, 1950,
pág. 33 (trad. cast.: Al otro lado del río y entre los árboles, Barcelona, Planeta, 1994).
52
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
53
Carta de E. Hemingway a F. Scott Fitzgerald, diciembre de 1926.
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57
E. Hemingway, For Whom the Bell Tolls, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1940, pág. 471
(trad. cast.: ¿Por quién doblan las campanas?, Barcelona, Planeta, 1997).
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58
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 5
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que le trajeron los años. No tuvo un modo fácil de congraciarse con la vejez; no
existía lugar para un viejo en el código de Hemingway. En El viejo y el mar, en
su brillante fantasía final, Santiago triunfa sobre la fuerza de la carne que se
aleja con la pura fuerza de la voluntad. ¡Pero con qué patetismo! Después de
todo, ¿cuántos ancianos pueden superar sus muchos años de edad haciéndose a
la mar en un bote para pescar una aguja gigante? Parece que trató de encontrar
para sí mismo la identidad de un hombre viejo, consejero de la juventud, que
prefiere que casi todo el mundo le llame «papá», pero no estaba preparado para
el papel de viejo sabio. Cuando leemos las payasadas inapropiadas del
Hemingway de sesenta años,66 tenemos la tentación de gritar como el bufón de
Lear: «No deberías haberte hecho viejo hasta que no te hubieras hecho sabio».
Se dan los intentos de reponer su juventud a través de sus relaciones con
mujeres jóvenes;67 la imposibilidad de ese renacimiento está patéticamente
prefigurada en Al otro lado del río y entre los árboles, donde la aventura amorosa
entre el coronel Cantwell y una Renata (palabra que en italiano significa
«renacida») de diecinueve años no puede retrasar el deterioro y una muerte
temprana del protagonista. En 1960, Hemingway parecía abrumado finalmente
por el inexorable avance de los años y el igualmente implacable deterioro físico.
Las primeras gotas de preocupación sobre su cuerpo pronto se transformaron
en el torrente de la hipocondría; magnificaba la trascendencia de la dolencia
más nimia y cada vez estaba más preocupado por las principales enfermedades,
hasta el punto de que sus pensamientos conscientes, como las páginas de sus
cartas y las paredes de sus cuartos de baño estaban embadurnados con
meticulosas estadísticas de las fluctuaciones diarias en el peso, presión de la
sangre, azúcar en la sangre y colesterol. En 1960, la salud mental de
Hemingway se deterioró gravemente y desarrolló los indicios y los síntomas de
una enfermedad psicológica importante. La imagen clínica de su condición final
reflejaba la escisión de la unión del Hemingway ideal y el real, un sistema
psíquico que, para sobrevivir, se había hecho cada vez más rígido, hasta acabar
siendo, finalmente, quebradizo.
Al final, el yo expansivo se oscureció a ojos vista, pero señalaba su
persistencia subterránea a través de las tendencias paranoides, tanto trágicas
como grotescas. Por ejemplo, Hemingway tuvo en su último año de vida
muchas «ideas de referencia», esto es, tendía a remitir a sí mismo los sucesos
circunstanciales de su ambiente. Hotchner describe un episodio según el cual
Hemingway llegó a una ciudad a última hora, por la noche y observando que
las luces del banco permanecían encendidas expresó su convencimiento de que
la delegación de Hacienda tenía auditores trabajando furiosamente en la
revisión de su declaración de impuestos. «Cuando ellos te quieren pillar, te
66
Baker, Ernest Hemingway [1], págs. 545-548.
67
Ibid., págs. 476 y 547.
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A. E. Hotchner, Papa Hemingway
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Capítulo 3
El viaje de la psicoterapia
a la ficción
69
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 552.
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empecé a leer. En unos minutos olvidé del todo mis dolorosas mandíbulas
hinchadas; floté desde la pequeña cama empotrada en una esquina del comedor
de nuestro apartamento, infestado de olor a pescado y ubicado encima del
colmado de mi padre, en Firt and Seaton 1 Place, en Washington, D.C., y entré
en el mágico mundo de Robert Louis Stevenson.
Me encantó aquel mundo; penetré en él y odié tener que abandonarlo.
Tan pronto como acabé de leer el libro volví a la primera página y lo empecé de
nuevo. Desde entonces continuamente he leído ficción; nunca he dejado de
estar inmerso en una novela. Cada noche antes de ir a dormir (de hecho, desde
hace tiempo es un requisito para dormir) penetro en algún mundo ficticio. A
mitad de mi adolescencia era consciente de mi enorme gratitud hacia los
creadores de estos mundos encantados: Dickens, Steinbeck, Thomas Wolfe,
James Farrel, Thomas Hardy, Kipling, sir Walter Scott, Melville, Hawthorne.
Qué regalos han dejado, para mí, para todo el mundo. Y después, un par de
años más tarde, cuando penetré en los incomparables mundos de Dostoievsky y
Tolstoi, llegué a la poderosa convicción, que aún mantengo casi con fervor
religioso, de que lo más hermoso que una persona puede hacer en la vida es
escribir una buena novela.
Durante toda mi infancia y adolescencia, mis padres, Ben y Ruth (o Beryl
y Rifke) , inmigrantes judíos de un pequeño shtetl de Rusia, trabajaron juntos
catorce horas al día en su polvorienta tienda de comestibles. Cuando
obtuvieron la licencia para vender licor, las horas aumentaron aún más, ya que
los viernes y los sábados la tienda seguía abierta hasta medianoche. Nunca vi a
ninguno de los dos leer un libro (no tenían ni el tiempo ni ningún tipo de
educación secular), pero siempre pareció darles placer el verme leer. Movían la
cabeza con aprobación; algunas veces mí padre venía a acariciarme el pelo y a
echar una ojeada, tan sólo por un instante, a mi libro. En una ocasión mi tío Sam
(en realidad un primo lejano, pero todos los parientes eran «tíos» y «tías») me
explicó que en su juventud mi padre había escrito maravillosos poemas. A
menudo me lo imaginaba sentado en lo alto de un pajar de la campiña rusa
intentando escribir poesía. Incluso hoy evoco esa deliciosa imagen. Me encanta
pensar que, a través de mí, sus sueños se han hecho realidad.
El colmado de mi padre estaba en medio de un barrio negro y pobre tan
inseguro que no osaba pasear demasiado lejos. Por ello pasé gran parte de mi
primera infancia solo. La larga reunión del domingo del clan de mis padres
-quince o veinte amigos o parientes que habían emigrado del mismo shtetl-
atenuaba en parte mi aislamiento pero exigía un alto precio: encasillamiento,
conformismo, una estrecha y paranoica mentalidad de gueto. Me sentía
ahogado. Necesitaba una salida y sabía cuál era el camino. Semana tras semana,
año tras año, iba y volvía en bicicleta con las alforjas repletas de libros a
reventar a la biblioteca principal de las calles Siete y K.
Pero años más tarde, cuando llegó la hora de escoger una profesión, no
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Vicky
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grupo, pensando que lloraba por John, se giraron hacia ella. Pero lloraba, dijo,
por todo el tiempo que se gastaba en John, tiempo que ella podía haber
invertido mucho mejor. Lo que Vicky no pudo apreciar, durante por lo menos
un año en el grupo, era que este tipo de incidente no indicaba que podía estar
mejor fuera, en una terapia individual. Sino más bien al contrario: el hecho de
que ese tipo de dificultades surgieran en grupo era precisamente la razón por la
cual la terapia de grupo estaba especialmente indicada para ella.
Joe
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de otras terapias.
Es importante que los grupos identifiquen los problemas con algún
asidero terapéutico: problemas que el paciente perciba como circunscritos y
maleables (no un problema generalizado, como la depresión o tendencias
suicidas, ya que el paciente puede ser muy consciente de tenerlo, pero no
ofrecen ningún asidero para la terapia). El grupo es el contexto más apropiado
para ayudar a los pacientes a identificar los problemas que versan sobre la
forma de relacionarse con las otras personas. Ya he mencionado anteriormente
que la terapia de grupo no es una forma eficaz para reducir la ansiedad o para
mejorar el pensamiento psicótico o la depresión profunda, pero sí es un escenario
de terapia sin igual para instruirse sobre el comportamiento interpersonal de
inadaptación. La historia de Emily puede ser una buena ilustración de este
punto.
Emily
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Ruth
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y hacia el final de la sesión había avanzado más que durante los seis meses
anteriores juntos. Lo importante a señalar de este ejemplo es que la afirmación
de Ruth -«Dígame lo que quiere que haga»- era una forma de eludir la
responsabilidad. Cuando se le dio el impulso suficiente, supo muy bien lo que
tenía que hacer en la terapia. ¡Pero ella no quería saber lo que tenía que hacer!
Quería que la ayuda y los cambios viniesen de fuera. Ayudarse a sí misma, ser
su propia madre, le daba miedo; le hacía demasiado consciente de que era libre,
responsable y de que estaba básicamente sola.
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romper mis límites profesionales, para liberar mi voz, para asociar libremente
sobre el papel, para escribir todo lo que me viniera a la cabeza en los diez
minutos posteriores a cada encuentro.
El intercambio de anotaciones cada varios meses fue muy instructivo.
Siempre que los participantes en una relación estudian su propia interacción (es
decir, examinan su propio «proceso») se sumergen con más profundidad en sus
encuentros. Cuando Ginny y yo leíamos los resúmenes del otro, ocurría
precisamente eso: con cada lectura, la terapia se catalizaba.
Las anotaciones producían un efecto Rashomon: aunque habíamos
vivido la misma hora, la habíamos experimentado de forma muy distinta. Por
alguna razón, dábamos valor a partes muy distintas de la sesión. ¿Mis elegantes
e intelectuales interpretaciones? Jamás las oía siquiera. En cambio valoraba los
pequeños actos personales que yo apenas notaba: mis cumplidos sobre su ropa,
su apariencia o sus escritos, mis torpes disculpas por llegar un par de minutos
tarde, mis risitas por su tono satírico, mis burlas cuando dramatizaba, mi forma
de enseñarle a relajarse.
Más adelante, cuando utilicé los resúmenes de las sesiones en mis clases
de Psicoterapia, me sorprendió el intenso interés de los estudiantes en la
sucesión de resúmenes. Mi esposa, especialista en literatura y una editora
excelente, consideraba que los resúmenes se podían leer como una novela
epistolar. Sugirió publicar las notas como un libro y se ofreció a editarlas. (La
edición de las anotaciones de las sesenta sesiones consistió en pulirlas y
aclararlas. No se añadió nada: en general permanecieron como se habían escrito
por primera vez.)
Ginny se entusiasmó con el proyecto; acordarnos que cada uno escribiría
un prólogo y un epílogo y que compartiríamos los derechos de autor por igual.
El libro fue publicado en 1974 bajo el título de Every Day Gets a Litle Closer.
Mirando hacia atrás el subtítulo, A Twice-Told Therapy, habría sido más
adecuado, pero a Ginny le encantaba la vieja canción de Buddy Holly y siempre
había querido que la tocaran el día de su boda. A pesar del desafortunado
título, el libro se ganó a un pequeño pero fiel público y durante los veinte años
siguientes se vendieron regularmente de dos a tres ejemplares por día. Ha sido
traducido a varios idiomas y en 1994 se hizo una publicación en rústica que ha
dado nueva vida al libro.
Este fragmento está compuesto por mi prólogo, el prólogo de Ginny,
nuestras anotaciones de la tercera sesión, y los párrafos finales de mi epílogo.
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Kaopectate porque era más barato, pero él quería, comprarme la medicina más
cara posible». Parte de su buena consideración hacia mí era debida a que su
anterior terapeuta me había alabado mucho, los títulos profesionales también
influyeron pero el resto de la admiración no sé de dónde venía. Sin embargo, la
sobrevaloración era tan extrema que supuse que podría ser un impedimento
para la terapia individual. Participar en un grupo de terapia, razoné, le daría a
Ginny la oportunidad de verme a través de los ojos de muchas personas. Es
más, la presencia de un coterapeuta en el grupo le permitiría tener una visión
más equilibrada de mí.
Durante el primer mes del grupo a Ginny no le fue nada bien. Cada
noche terribles pesadillas interrumpían su sueño. Soñó, por ejemplo, que sus
dientes eran de cristal y que su boca se había vuelto sangre. Otro sueño
mostraba algunas de las sensaciones que tenía por el hecho de compartirme con
el resto del grupo. «Estaba abatida, tumbada en la playa, y me cogían y me
llevaban a un doctor que iba a operarme el cerebro. Las manos del doctor
estaban sujetas y guiadas por dos miembros del grupo y por ello
accidentalmente cortaba una parte del cerebro sin tener la intención de
hacerlo.» En otro de sus sueños asistía a una fiesta conmigo y nadábamos juntos
por el césped en un juego sexual.
Ginny asistía al grupo religiosamente, raramente se perdió un encuentro
incluso cuando, un año después, se trasladó a San Francisco, lo cual suponía un
largo e incómodo traslado en transporte público. A pesar de que Ginny recibió
el apoyo suficiente del grupo para defenderse durante ese tiempo, en realidad
no hizo ningún progreso. De hecho, pocos pacientes habrían mostrado la
perseverancia para continuar durante tanto tiempo en el grupo con tan pocos
beneficios. Había razones para creer que Ginny continuaba en el grupo sobre
todo para mantener el contacto conmigo. Persistía en la convicción de que yo, y
sólo yo, tenía el poder de ayudarla. Repetidas veces los terapeutas y los
miembros del grupo hacían esta observación; repetidas veces notaban que
Ginny tenía miedo al cambio ya que una mejora hubiera implicado perderme.
Sólo permaneciendo en su estado de impotencia podía asegurarse mi presencia.
Pero no hubo movimiento. Ella permaneció tensa, apartada y a menudo nada
comunicativa con el grupo. Los otros miembros estaban intrigados por ella:
cuando sí hablaha, normalmente era perceptiva y ayudaba a los demás. Uno de
los miembros del grupo se enamoró profundamente de ella, y otros se
disputaban su atención. Pero nunca se ablandó; se mantuvo helada de terror y
nunca pudo expresar sus sentimientos libremente o interactuar con los demás.
Durante la época de la terapia de grupo, Ginny buscó otros métodos para
escapar del calabozo de la timidez que había construido para sí misma. Asistía
frecuentemente a Esalen y otros centros locales de desarrollo. Los encargados
de estos programas diseñaron una serie de técnicas de confrontación en un
programa de choque para cambiar a Ginny de forma instantánea: maratones
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enfoque, una táctica atrevida para proceder, que ha dado por resultado las
páginas que siguen. Le pedí a Ginny que, en lugar de pagarme con dinero,
escribiera un resumen sincero de cada sesión, que incluyera no sólo sus
reacciones frente a lo que se transpiraba sino también una descripción de los
acontecimientos subterráneos que tenían lugar, anotaciones de lo que ocurría
clandestinamente: todos los pensamientos y fantasías que nunca salían a la luz
del trato verbal. Consideré que la idea, novedosa en la práctica psicoterapéutica,
al menos hasta donde llegaban mis conocimientos, era un feliz hallazgo; en
aquellos momentos Ginny estaba tan inerte que valía la pena intentar cualquier
técnica que exigiera un esfuerzo y un movimiento. El bloqueo absoluto que
Ginny tenía para escribir, que la privaba de una fuente positiva para tener una
mejor consideración de sí misma, hizo aún más atractiva la idea de un
procedimiento que exigiera escritos obligatorios.
Estaba intrigado por el potencialmente poderoso ejercicio de apertura
personal. Ginny no podía abrirse a mí, ni a nadie, en un encuentro cara a cara.
Ella me veía como infalible, omnisciente, despreocupado, perfectamente estable.
Me la imaginaba enviándome, en una carta si se quiere, sus escondidos deseos y
sentimientos hacia mí. Me la imaginaba leyendo los personales y
profundamente falibles mensajes que yo le enviaba. No podía saber los efectos
precisos del ejercicio, pero estaba convencido de que el proyecto liberaría algo
poderoso.
Sabía que nuestros escritos podían sufrir inhibiciones si éramos
concientes de la inmediata y cuidadosa lectura del otro; así que acordamos no
leer las crónicas del otro en varios meses. Mi secretaria las guardaría.
¿Artificial? ¿Forzado? Sabía que el ruedo de la terapia y del cambio estaría en la
relación que existiera entre nosotros. Confiaba en que si un día pudiéramos
sustituir las cartas por palabras cruzadas en el momento, si pudiéramos
relacionarnos de una forma honesta y humana, entonces todos los demás
cambios esperados vendrían solos.
Prólogo de Ginny
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parecer valor era en realidad una forma de energía nerviosa e inercia. Tenía
miedo de volver a casa.
Después de graduarme en la universidad, volví a Nueva York. No podía
encontrar trabajo, de hecho no tenía dirección a dónde ir. Mis calificaciones
goteaban como el reloj de Dalí, pues me atraía todo y nada al mismo tiempo.
Por casualidad, encontré un trabajo dando clases a niños pequeños. En realidad
ninguno de los niños (y había sólo unos ocho) eran alumnos; eran espíritus
afines y lo que hicimos fue jugar durante un año.
Mientras estuve en Nueva York tomé clases de actuación: cómo gritar,
respirar y leer versos para que sanaran como si emanaran de una corriente
sanguínea real. No importaba lo apresuradamente que viviera mis clases y mis
amigos, en mi vida había inmovilidad.
Incluso cuando no sabía lo que estaba haciendo, sonreía mucho. Un
amigo, sintiéndose presionado contra una optimista redomada, me dijo: «¿Por
qué tienes que estar tan contenta?». De hecho, con mis pocos buenos amigos
(siempre los he tenido) podía ser feliz; mis faltas parecían pequeñas
distracciones comparado con lo fácil y natural que era vivir. Sin embargo, mi
sonrisa era sofocante. Mi pensamiento estaba ocupado por un desapacible
tiovivo de palabras que giraba constantemente entorno a disposiciones
anímicas y ambientes, y en muy pocas ocasiones pasaban a mi voz o a un papel.
Tampoco era tan bueno cuando se convertían en hechos.
En Nueva York vivía sola. Mi contacto con el mundo exterior, excepto
por las clases y las cartas, era mínimo. Empecé a masturbarme por primera vez,
y lo encontré espantoso, sólo porque era algo privado que ocurría en mi vida. El
carácter transparente de mis miedos y alegrías siempre me había hecho sentir
ligera y tonta. Un amigo me dijo: «Puedo leerte como en libro». Era alguien
como Puck, que no necesitaba ninguna responsabilidad; que nunca hizo nada
más serio que vomitar. Y de repente empece a actuar de forma distinta.
Rápidamente empecé a sumergirme en la terapia.
La terapeuta era una mujer y en los cinco meses que estuve con ella, dos
veces por semana, intentó borrar la sonrisa de mi cara. Estaba convencida de
que todo mi objetivo en la terapia era conseguir que yo le gustara a ella. En las
sesiones se ensañó con mi relación con mis padres. Siempre había sido
ridículamente amorosa, abierta e irónica.
Tenía miedo de la terapia porque estaba convencida de que mi mente me
estaba ocultando algún horrible secreto. Una explicación de por qué sentía mi
vida como uno de esos cuadernos de dibujo para niños: cuando levantas el
papel, las simples y graciosas caras, los garabatos, están todos borrados, sin
dejar un sólo trazo. En esa época no importaba cuanto hiciera ni cuantos amigos
tuviera, dependía de que los demás me hicieran un lugar y me dieran fuerza,
estaba vibrante y al mismo tiempo muerta. ¡Necesitaba su empujón! Nunca
podía tomar la iniciativa. Y mi memoria se encontraba sobre todo en un
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Hoy ha ido mejor. ¿Qué es lo que ha ido mejor? Yo soy el que ha estado
mejor. De hecho, hoy he estado muy bien. Es casi como si estuviera haciendo
una representación delante de un público. El público que leerá esto. No, creo
que esto no es cierto del todo: ahora estoy haciendo exactamente aquello de lo
que acuso a Ginny, es decir, negar los aspectos positivos de mí mismo. Hoy he
estado bien para Ginny. He trabajado duro y la he ayudado a llegar a descubrir
algunas cosas, aunque me pregunto si no estaba intentando simplemente
impresionarla, intentando hacer que se enamorara de mí. ¡Dios mío! ¿Alguna
vez me libraré de ello? No, aún está ahí, debo mantener los ojos abiertos: el
tercer ojo, el tercer oído. ¿Para qué quiero que me ame? No es algo sexual
-Ginny no despierta un deseo sexual en mí- no, esto no es del todo cierto: sí que
lo hace, pero esto no es realmente importante. ¿Será que quiero que Ginny me
vea como la persona que cultivó su talento? Algo de eso hay. Alguna vez me he
pillado a mí mismo deseando que se diera cuenta de que algunos de los libros
de mis estanterías no eran de psiquiatría, obras de O'Neill, Dostoievsky. ¡Dios,
qué cruz! Lo absurdo que es. Aquí estoy intentando ayudar a Ginny con sus
problemas de supervivencia y yo sigo cargado de pequeñas vanidades.
Pensemos en Ginny, ¿cómo ha estado? Hoy iba un poco descuidada. El
pelo despeinado, nada en orden, los tejanos gastados, una camisa con un par de
remiendos. Ha empezado explicándome la mala noche que había tenido la
semana pasada, cuando fue incapaz de llegar al orgasmo, y luego no había
podido dormir en toda la noche porque temía el rechazo de Karl. Entonces ha
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que produzca algo para mí? ¿Hasta qué punto no le he pedido que escriba en
lugar de pagarme para desviar mi altruismo? ¿Cuánto egoísmo hay en ello?
Quiero seguir presionándola para hablar de lo que piensa que estoy esperando
de ella; debo seguir concentrándome en ello -la divina y todopoderosa
contratransferencia- cuanto más la adoro menos la provoco en Ginny. Lo que no
debo hacer es llenar su sentimiento de vacío interior con mis propias
expectativas de Pigmalión.
Ginny es un alma atractiva y encantadora, sí que lo es. Aunque también
es un dilema para un doctor. Cuanto más me guste cómo es, más difícil le será
cambiar; pero para que tenga lugar un cambio, tengo que mostrarle que me
gusta, y al mismo tiempo transmitirle el mensaje de que yo también quiero que
cambie.
Si pareciera más natural algo podría pasar. Así que me he dejado las
gafas puestas. Aunque podría ser que no pasara nada.
He hablado de la mala noche que pasé el martes como resultado de
haber tenido un mal principio de día. La idea que has sugerido y exigido de mi
carácter, enérgico y vigoroso, ha sido muy alentadora. Mi idea habitual de
«éxito» consiste en ver cuánto me he liberado y cuántas cosas difíciles he hecho,
como llorar o pensar directamente sin fantasear. Y tú me has empujado en esa
dirección.
Me lo he pasado bien en la sesión y, antes de que pudiera molestarme, he
disfrutado de la sensación, del optimismo. Me ha parecido ver alternativas a mi
forma de actuar. Y esto ha durado incluso cuando después he ido al campus.
Aunque durante y después de la sesión, obviamente he estado cuestionando
este sentimiento optimista. ¿La felicidad de verdad ha de ser más dura? ¿Podría
acabar con ello como una muchacha enérgica?
He atendido a tu forma de tratarme, como a una adulta. Me pregunto si
crees que soy patética o, si no lo crees, si consideras que soy hipócrita, o
simplemente una vieja revista que leerías en la sala de espera del médico. Tus
métodos son muy reconfortantes y absurdos. Aún pareces creer que puedes
hacerme preguntas que responderé amablemente o con perspicacia. Me tratas
con interés.
Creo que durante la sesión fanfarroneo, intentando lucirme . Dejo caer
pequeñas indirectas y hechos autoindulgentes, como que soy bonita (un hecho
real estático), como el grupo de teatro, como la buena frase que escribí (pisando
agua enfrente de tu cara). Sé que son una pérdida de tiempo porque no me
hacen ningún bien y son cosas que me pasan por la cabeza cada día con o sin ti.
Incluso cuando dices «no te acabo de entender» lo veo como una especie de
adulación de mis peores y viejos hábitos de ser elusiva de palabra y de hecho. Y
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dentro de mí tampoco lo entiendo. Dios sabe que conozco la diferencia entre las
cosas que digo y las que siento. Y lo que digo la mayoría de las veces no me
satisface. Las pocas veces que en la terapia reacciono de forma no premeditada
me siento como si estuviera viva eternamente.
Así que la experiencia de ayer fue extraña. Normalmente desconfío de
las cosas que se dicen. El típico sermón de padre para animar. Ya me lo hago a
mí misma con regularidad.
Pero cuando acabó la sesión no me sentí sin fuerzas, o desilusionada.
Tuvo gracia oír hablar de mi pelo y mi forma de vestir, a la manera de mi padre
pero no del todo. Por supuesto quizá pienses que Franny vestía bien. Para mí
estaba atractiva pero siempre parecía distante. Yo parezco una percha mal
torcida con las ropas colgando. Me gusta parecer heroica, como si acabara de
hacer algo. Aunque me gustaría no tener un instinto tan misterioso y burlesco
para vestir. Algunas veces lo intento pero todavía parezco arrastrarme.
La noche después de la sesión no pude dormir nada. Me sentía correr la
sangre por las venas y oí como latía mi corazón toda la noche. ¿Sería porque en
la sesión no me había liberado o porque no podía esperar a que empezara un
nuevo día? Tenía muchas ganas de empezar. Estoy diciendo esto ahora porque
no quiero decirlo en la próxima sesión.
Creo que no es bueno para mi ser demasiado tímida en la terapia, decir
cosas como: «Estoy sintiendo algo en mi pierna». Probablemente sean baraterías
añadidas que han quedado de mis tardes de conciencia sensorial y que se
desvían de la dirección a la que me conduees. Debes estar harto de ellas,
castigo, indulgencia.
Fue divertido que dijeras que no puedo hacer una carrera a partir de la
esquizofrenia. (Todavía pienso que la catatonia es una carta que me guardo en
la manga.) En cierto sentido esto quita gran parte del romanticismo con el que
he estado jugando. Me siento molesta y con carencias y no puedo conectar en
las situaciones sociales. Tiene que haber otro camino. Con el doctor M., creo que
pensaba que las cosas que decía eran estrafalarias, misteriosas, y que debían ser
grabadas por sus matices. Creo que tú sabes que son una mierda. Siempre le
veía tomando notas. No sé muy bien lo que hace tu cara excepto que pareces
estar ahí sentado esperando algo. Y pareces tener mucha paciencia. No me
gusta mirar tu cara porque sé que no he dicho nada. Si se iluminara en los
momentos incorrectos empezaría a desconfiar de ti.
En estas primeras sesiones creo que puedo ser tan mala como quiera, así
después la transición parecerá maravillosa.
…Tanto tiempo para llegar a la teoría que hay detrás de mi terapia con
Ginny, para las técnicas y su razón fundamental. Lo he demorado tanto como
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he podido. ¿Qué hay del terapeuta, yo, el otro actor de esta obra? En mi
despacho me escondo detrás de mi título, mis interpretaciones, mi barba
freudiana, mi penetrante mirada, y una actitud de extrema amabilidad; en este
libro me he escondido detrás de mis explicaciones, mi diccionario y mis
esfuerzos explicativos y retóricos. Pero esta vez he ido demasiado lejos. Si no
salgo cortésmente de mi sanctum sanctorum es muy probable que mis colegas y
críticos analíticos me arranquen de un tirón.
La cuestión radica, por supuesto, en la contratransferencia. Durante
nuestro trayecto juntos, muy a menudo se relacionaba conmigo de una forma
irracional, sobre la base de una valoración muy poco realista de mí. ¿Pero qué
hay de mi relación con ella? ¿Hasta qué punto mis necesidades inconscientes o
apenas conscientes dictaban mi percepción de Ginny y mi actitud con ella?
No es del todo cierto que ella fuera la paciente y yo el terapeuta. Lo
descubrí por vez primera hace unos cuantos años cuando pasé un año sabático
en Londres. No tenía el tiempo muy ocupado y había planificado no hacer nada
más que trabajar en un libro sobre terapia de grupo. Pero eso no pareció
suficiente; empecé a sentirme deprimido, intranquilo y, finalmente, decidí tratar
a dos pacientes: más por mi propio bien que por el suyo. ¿Quién era el paciente
y quién el terapeuta? Yo estaba más preocupado que ellos y creo que me
beneficié más yo que ellos de nuestro trabajo juntos.
Durante quince años he sido un curandero; la terapia se ha convertido en
una parte central de la imagen que tengo de mí; me aporta un sentido,
diligencia, orgullo, autoridad. Así, Ginny me ayudó al permitirme que la
ayudara. Pero yo tuve que ayudarla mucho, muchísimo. Yo era Pigmalión, y
ella mi Galatea. Tenía que transformarla, que triunfar allí donde otros habían
fracasado, y triunfar en un sorprendentemente breve período de tiempo.
(Aunque las notas de nuestras sesiones pueden parecer extensas, sesenta horas
es un tiempo relativamente corto para una terapia.) El milagrero. Sí, lo
reconozco, y no silencié en la terapia esta necesidad: la presioné
implacablemente, expresaba mi frustración cuando ella descansaba o se
concentraba durante incluso unas cuantas horas, yo improvisaba
continuamente. «Reponte -le gritaba-, reponte por tu propio bien, no por el de
tu madre o el de Karl, reponte por ti misma.» Pero, muy suavemente, también le
decía: «Repente por mí, ayúdame a ser un curandero, un salvador, un
milagrero». ¿Me oía? Apenas me oía yo a mí mismo.
En otro sentido todavía más evidente, la terapia se dirigía a mí. Me
convertí en Ginny y me traté a mí mismo. Ella era el escritor que yo siempre
había querido ser. El placer que sentía leyendo sus frases trascendía toda
apreciación estética. Luché para desbloquearla, para desbloquearme a mí
mismo. Cuántas veces durante la terapia volví veinticinco años atrás, a las
clases de inglés del instituto, con la pobre señora Davis leyendo a toda la clase
mis redacciones en voz alta, volví a mis embarazosas libretas de poesía, a mí
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historia parecía truncada y exigía una resolución más completa. Así que añadí
otra estampa: una interacción con Elva que tuvo lugar unas cuantas semanas
después del atraco. Había estado bromeando con ella sobre el hecho de que
llevara un bolso tan grande y sugerí que muy pronto tendría que ponerle
ruedas para poder llevarlo de un sitio a otro. Ella insistió en que necesitaba todo
lo que llevaba en él. Dudé de su afirmación y, entonces, tratando los dos de
resolverlo, vaciarnos su bolso y examinamos cada uno de los objetos que
contenía. Este proceso se convirtió en un acto extraordinariamente íntimo; nos
acercó más el uno al otro y en último término convenció a Elva de que no había
perdido su capacidad para tener una intimidad, incluso en un mundo sin su
marido.
Las extrañas palabras que acabo de utilizar -«Elva requería más
redondez, la historia exigía»- reflejan con detalle mi experiencia. Desde el
principio tema la intención de que mis historias fueran orgánicas: en otras
palabras, tenían que evolucionar a medida que eran escritas. Así, la historia
tenía un pie en la realidad y otro en la ficción. ¿Era fiel a la realidad? Por
ejemplo, ¿describí detalladamente el contenido de su bolso? Casi no lo
recuerdo. ¿Y qué diferencia hay?
Incluso la selección de las historias fue orgánica. Empecé el libro sin
ninguna idea preconcebida de cuál de mis estampas utilizaría ni en qué orden
lo haría. Tampoco sabía, cuando escribía una historia cuál sería la siguiente que
seleccionaría. Tenía la sorprendente experiencia literaria de la iniciativa de mi
inconsciente. Cuando me acercaba al final de una historia, inexplicablemente
me venía a la mente otra ráfaga: era como si yo no escogiera la historia sino que
la historia me escogía a mi. De hecho, el proceso pronto se invirtió a sí mismo
de una forma extraña: la primera aparición en mi mente de la siguiente historia
me anunciaba que la que escribía estaba llegando a su fin.
La palabra «orgánico» denota, pues, que la historia crecía de forma
indeterminada, autónomamente, como si se estuviera escribiendo a sí misma.
Pero todavía me estaban esperando más ejemplos chocantes de la organicidad
literaria. Una y otra vez creaba personajes -basados en parte en pacientes pero
muy novelados para disfrazar su identidad- que eran traviesos, rebeldes, que
tomaban vida propia y no se dejaban encajar en mi esquema para la historia.
Aunque estas afirmaciones -«la historia exigía», «la historia me escogía a
mí», «los personajes tomaban vida propia»- pueden parecer caprichosas y
rebuscadas, describen un fenómeno muy conocido. E. M. Forster señaló: «Los
personajes vienen cuando son evocados, pero llegan llenos de un sentido de la
rebelión […] "se escapan", "se te van de las manos": son creaciones dentro de
una creación y a menudo inarmónicos respecto a ella; si se les diera una libertad
absoluta harían pedazos el libro, pero si estuvieran demasiado controlados, se
vengarían muriendo, y destrozarían el libro con una descomposición
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intestinal».70
Se cuenta una historia del novelista del siglo XIX Thackeray quien un día
salió de su estudio, cansado por las largas horas que llevaba escribiendo. Su
mujer le preguntó cómo le había ido el día y él le contestó, «Fatal, Pendenis
[uno de sus personajes de ficción] se ha puesto en ridículo y no he podido hacer
nada para impedirlo».
Aunque Elva se resistía, me las arreglé, sin embargo, para cerrar su
historia («Nunca pensé que pudiera ocurrirme a mí») en ocho páginas (en lugar
de las tres o cuatro que había planificado originalmente). Pero con cada una de
las historias que me salía bien, acabarlas se me hacía más difícil. Pronto tuve
que echar por la borda el escribir de treinta a cuarenta piezas cortas: cada
historia exigía más y más espacio. Diez historias vinieron a configurar un
manuscrito de la extensión de un libro.
También formaba parte de mi plan original escribir un epílogo teórico
para cada historia de Love's Executioner. Pero cada epílogo que escribía parecía
artificial e innecesario. Mantuve dos de los epílogos y eliminé los otros ocho:
éstos los incorporaría en un extenso prólogo teórico para el libro.
Pero la editora estaba totalmente en desacuerdo. Phoebe Hoss, mi editora
desde hacía tiempo en Basic Books, insistía en que las historias , eran suficientes
y en que menos es más. Mantuvimos una larga batalla: cada vez que le enviaba
un prólogo ella, con notable coherencia, subrayaba en rojo del setenta al ochenta
por ciento del texto. A la larga entendí que no podía defender que sólo la
literatura podía expresar pensamientos profundos, inexpresables de otro modo,
y al mismo tiempo no respetar esta idea: tenía que introducir todo lo que quería
decir dentro de la narración y no dejar nada para una pedagógica visión de
conjunto separada de la narración. Finalmente, Love’s Executioner fue
publicado con un prólogo de ocho páginas y sin epílogo. Me llevó catorce meses
escribir las trescientas páginas de mis diez historias: luché durante cuatro meses
para escribir el prólogo de diez páginas. Pero fue una lucha personal por cruzar
una línea divisoria que me permitió abandonar el estilo didáctico y dejar que la
historia hablara por sí misma.
En las páginas siguientes se reproducen el prólogo y la segunda historia,
«Si violar fuera legal ... ».
70
E. M. Forster, Aspects of the Novel, San Diego, California, Harcout, Brace, 1927, pág. 66 (trad.
cast.: Aspectos de la novela, Madrid, Debate, 4ta. ed., 1995).
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renunciar a un obsesivo amor hacia un hombre treinta años menor que ella.
Creo que la sustancia original de la psicoterapra es siempre este tipo de
dolor existencial, y no, como se reivindica a menudo, instintivas pulsiones
reprimidas o fragmentos de un trágico pasado mal enterrados. En la terapia que
llevé a cabo con cada uno de estos diez pacientes, mi premisa clínica principal
-premisa en la que basé toda mi técnica- es que la ansiedad básica surge de los
esfuerzos de la persona, conscientes o inconcientes, para enfrentarse con los
duros hechos de la vida, los «datos» de la existencia.
He descubierto que cuatro datos de la existencia son especialmente
relevantes para la psicoterapia: la muerte inevitable de cada uno de nosotros y
de los seres queridos; la libertad de construir nuestras vidas como queremos:
nuestro aislamiento último; y, finalmente, la ausencia de todo significado o
sentido evidente de la vida. A pesar de lo inexorables que pueden parecer estos
datos de la existencia, contienen las semillas de la sabiduría y la redención.
Espero demostrar, en estos diez cuentos de psicoterapia, que es posible
enfrentarse a las verdades de la existencia y aprovechar su poder en
beneficio del cambio y la maduración personal.
De entre estos datos, la muerte es el más evidente, el más manifiesto
intuitivamente. A una edad temprana, bastante antes de lo que a menudo se
cree, aprendemos que la muerte llegará, y que no hay escapatoria. A pesar de
ello, «todo», en palabras de Spinoza, «se esfuerza por permanecer en su propio
ser». En el alma existe un conflicto siempre presente entre el deseo de seguir
viviendo y la conciencia de una muerte inevitable.
Para adaptarnos a la realidad de la muerte, continuamente nos las
ingeniamos para inventar formas de negarla o evitarla. Cuando somos jóvenes
negamos la muerte con la seguridad que nos proporcionan nuestros padres y
los mitos seculares y religiosos; después, la personificamos transformada en
una entidad, un monstruo, un hombre del saco, un demonio. Al fin y al cabo, si
la muerte es una entidad acosante, uno debe encontrar la forma de eludirla;
además, por muy espantoso que pueda ser un monstruo relacionado con la
muerte, es menos aterrador que la verdad, la que uno acarrea dentro de las
esporas de la propia muerte. Más adelante, los niños experimentan con otras
formas de atenuar la ansiedad por la muerte: se desintoxican de la muerte
burlándose de ella, desafiándola a través de atrevidas travesuras, o
insensibilizándola al exponerse a sí mismos, en la reconfortante compañía de
sus iguales y de palomitas de maíz, ante historias de fantasmas y películas de
terror.
A medida que nos hacernos mayores, aprendemos a quitarnos del
pensamiento la muerte; la transformamos en algo positivo (pasar a mejor vida,
volver a casa, reunirse con Dios, descansar en paz); la negamos apoyándonos en
mitos; luchamos por conseguir la inmortalidad a través de obras imperecederas,
proyectando nuestra semilla en el futuro a través de nuestros hijos, o abrazando
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estos cuentos.
La singularidad, el sentirse especial, es la creencia de que uno es
invulnerable, inviolable: más allá de las leyes ordinarias de la biología y el
destino humanos. En algún punto de nuestra vida, cada uno de nosotros se
enfrenta a alguna crisis: puede ser una enfermedad seria, un fracaso
profesional, o un divorcio; o como le ocurrió a Elva en «Nunca pensé que
pudiera ocurrirme a mí», puede ser un hecho tan simple como un atraco que de
repente pone al descubierto su condición común y desafía la extendida creencia
de que la vida siempre será una eterna espiral ascendente.
Mientras que la creencia en una singularidad personal proporciona una
sensación de seguridad desde dentro, el otro mecanismo principal de negación
de la muerte -la creencia en un salvador supremo- nos permite sentirnos vigilados
y protegidos para siempre por una fuerza exterior. Aunque podemos
desfallecer, ponernos enfermos, aunque podemos llegar al borde mismo de la
vida, existe, estamos convencidos, un inminente servidor omnipotente que
siempre nos devolverá a la vida.
Estos dos sistemas de creencias juntos construyen una dialéctica: dos
respuestas diametralmente opuestas a la situación humana. El ser humano
puede o bien afirmar su autonomía a través de una heroica autoafirmación, o
bien buscar la seguridad a través de una fusión con una fuerza superior: es
decir, puede o emerger o fundirse, o separarse o incrustarse. O bien uno se
convierte en su propio padre o bien permanece siendo eternamente un niño.
La mayoría de nosotros, gran parte del tiempo, vivimos cómodamente
evitando con inquietud la mirada de la muerte, riéndonos y aprobando la idea
de Woody Allen cuando dice: «No tengo miedo de la muerte. Simplemente no
quiero estar ahí cuando ocurra». Pero hay otro camino -una larga tradición,
aplicable a la psicoterapia- que nos enseña que la plena conciencia de la muerte
hace madurar a nuestra sabiduría y enriquece nuestra vida. Las palabras finales
de uno de mis pacientes (en «Si violar fuera legal...») demuestran que aunque el
hecho, lo físico, de la muerte nos destruye, la idea de la muerte nos puede salvar.
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esto es, que su reservado, burlón y elusivo comportamiento invitaba a los otros
miembros del grupo a tratarle del mismo modo que su mujer lo hacía en casa.
Del mismo modo, la terapia de Betty («La señora gorda») sería ineficaz
mientras pudiera atribuir su soledad a la alocada y desarraigada cultura
californiana. Sólo cuando yo le demostré que, durante nuestras sesiones juntos,
su conducta impersonal, vergonzosa y distante recreaba el mismo ambiente
impersonal en la terapia, pudo ella empezar a analizar su responsabilidad en
crear su propia soledad.
Aunque asumir la responsabilidad conduce al paciente al vestíbulo del
cambio, ello no es sinónimo de cambiar. Y, por mucho que el terapeuta pueda
solicitar comprensión, asunción de la responsabilidad y autorrealización, la
verdadera presa es el cambio.
La libertad no sólo nos exige asumir la responsabilidad sobre nuestras
decisiones en la vida sino que también postula que el cambio exige un acto de
voluntad. Aunque voluntad es un concepto que los terapeutas rara vez utilizan
explícitamente, sin embargo nos dedicamos mucho tiempo a influir en la
voluntad de un paciente. Continuamente nos dedicamos a aclarar e interpretar,
asumiendo (y esto es un acto de fe, sin ningún apoyo empírico convincente) que
la comprensión invariablemente engendrará el cambio. Cuando han fracasado
años de interpretación para engendrar un cambio, podemos empezar a hacer
llamamientos directos a la voluntad: «También se necesita esfuerzo. Tienes que
intentarlo, sabes. Hay un tiempo para pensar y analizar pero también hay un
tiempo para la acción». Y cuando la exhortación directa fracasa, al terapeuta ya
sólo le queda, como dan fe estas historias, emplear todos los medios conocidos
por los que una persona puede influir a otra. Así, puedo aconsejar, razonar,
acosar, camelar, irritar, implorar, o simplemente aguantar, esperando a que la
neurótica cosmovisión del paciente se desmorone de pura fatiga.
Es la voluntad, el origen de la acción, el medio para realizar nuestra
libertad. En mi opinión la voluntad tiene dos estadios: la persona empieza
deseando y luego se realiza decidiendo.
Algunas personas están bloqueadas para desear, sin saber ni lo que
sienten ni lo que quieren. Sin opiniones, sin impulsos, sin inclinaciones, se
convierten en parásitos de los deseos de los otros. Este tipo de personas tienden
a ser pesadas. Betty era aburrida precisamente porque ahogaba sus deseos, y
otros se cansaban de facilitarle deseos e imaginación.
Otros pacientes no pueden decidir. Aunque saben perfectamente lo que
quieren y lo que deben hacer, no pueden actuar y, en lugar de ello, se pasean
preocupados y atormentados delante de la puerta de la decisión. Saul, en «Tres
cartas sin abrir», sabía que cualquier persona razonable abriría las cartas; pero
el miedo que invocaban paralizaba su voluntad. Thelma (Love's Executioner)
sabía que su obsesión amorosa estaba despojando a su vida de realidad. Sabía
que estaba, tal y como ella decía, viviendo su vida ocho años atrás; y que para
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conseguía que sus osos y cerdos fueran lo suficientemente perversos para abrir
violentamente y destrozar a los armadillos.
A pesar del horror de su cáncer y su estrechez de espíritu, me vi
arrastrado hacia Carlos. Quizás era una generosidad que brotaba de mi alivio
por ser él, y no yo, el que estaba muriendo. Quizás era el amor por sus hijos o la
quejumbrosa forma con que sus dos manos agarraban la mía cuando
abandonaba mi despacho. Quizá fue la extravagancia de su petición:
«Enséñame a odiar a los armadillos».
Así pues, cuando consideré si podía tratarlo, minimicé los potenciales
obstáculos al tratamiento y me convencí de que Carlos era más un insociable
que una persona antisocial, y de que muchos de sus comportamientos y
creencias nocivas eran débiles y susceptibles de ser modificadas. No pensé
claramente, con detenimiento, en mi decisión e, incluso después de decidir
aceptarle en la terapia, estaba inseguro sobre qué objetivos de tratamiento iban
a ser realistas y apropiados. ¿Tenía simplemente que acompañarlo a lo largo de
este período de quimioterapia? (Como muchos pacientes, Carlos se ponía
enfermo de muerte y deprimido durante la quimioterapia.) O, si estaba
entrando en una fase terminal, ¿iba a comprometerme a estar junto a él hasta la
muerte? ¿Iba a estar satisfecho de ofrecerle mi total presencia y apoyo? (Quizá
eso sería suficiente. ¡Dios sabe que no tenía a nadie más con quien hablar!) Por
supuesto, su soledad se la había creado él mismo, pero ¿iba yo a ayudarlo a
reconocerla o a cambiarla? ¿Ahora? Ante la muerte estas consideraciones
parecían sin importancia. ¿O no? ¿Era posible que Carlos consiguiera algo más
«ambicioso» en la terapia? ¡No, no, no! ¿Qué sentido tiene hablar de tratamiento
«ambicioso» con alguien cuya expectativa de vida puede ser, como mucho, una cuestión
de meses? ¿Quiere alguien, quiero yo, invertir tiempo y energía en un proyecto
de tal evanescencia?
Carlos enseguida aceptó verse conmigo. Con su típica actitud cínica, dijo
que su póliza de seguros pagaría el 90% de mi remuneración, y que él no
rechazaría un negocio de ese tipo. Además, él era una persona que quería
probarlo todo una vez, y nunca antes había hablado con un psiquiatra. Dejé
nuestro contrato de tratamiento poco claro, además de decir que tener a alguien
con quien compartir los sentimientos dolorosos siempre ayudaba. Sugerí que
hiciéramos seis sesiones y que después evaluáramos si el tratamiento valía la
pena.
Para mi sorpresa, Carlos hizo un uso excelente de la terapia; y después
de seis sesiones acordamos vernos en un tratamiento continuado. Venía a cada
sesión con una lista de cuestiones que quería discutir: sueños, problemas de
trabajo (era un exitoso analista financiero, había continuado trabajando a lo
largo de su enfermedad). Algunas veces hablaba de su mal estado físico y su
aversión a la quimioterapia, pero de lo que más hablaba era de mujeres y de
sexo. En cada sesión describía todos los encuentros con mujeres de esa semana
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En castellano en el original. (N. del ed.)
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empezó nuestra sesión anunciando que, en esa semana, había tenido dos
revelaciones importantes. Estaba tan orgulloso de las revelaciones que las había
bautizado. A la primera la llamó (ojeando sus notas) «Todo el mundo tiene
corazón». La segunda se llamaba «No soy mis zapatos».
Primero explicó «Todo el mundo tiene corazón».
-Durante el encuentro con el grupo la semana pasada, las tres mujeres
estaban poniendo en común sus sentimientos, sobre lo duro que era ser soltera,
sobre pesadillas. No sé por qué, ¡pero de repente las vi de distinta manera:
¡Eran como yo! Tenían los mismos problemas en la vida que yo. Antes siempre
me había imaginado a las mujeres sentadas en un Monte Olimpo con una hilera
de hombres enfrente de ellas mientras los clasificaban: ¡éste a mi habitación,
éste no!
-Pero en ese momento -continuó Carlos-, tuve una visión de sus
corazones desnudos, la pared que cubría su tórax se había desvanecido, se
había esfumado, dejando una cavidad cuadrada rojo-azulada cubierta de
costillas y, en el centro, un corazón del color del hígado latiendo fuertemente.
Durante toda la semana he estado viendo el corazón de todo el mundo latir, y
me he estado diciendo a mí mismo: «Todo el mundo tiene corazón, todo el
mundo tiene corazón». Le he visto el corazón a todo el mundo: ¡a un jorobado
deforme que trabaja en la recepción, a una vieja mujer que hace el suelo, incluso
a los hombres con los que trabajo!
El comentario de Carlos me dio tanta alegría que me saltaron lágrimas de
los ojos. Creo que lo vio pero, para evitarme la embarazosa situación, no hizo
ningún comentario y se dio prisa en explicar la siguiente revelación: «No soy
mis zapatos».
Me recordó que en nuestra última sesión habíamos discutido su fuerte
ansiedad por una presentación que tenía que hacer en el trabajo. Siempre había
tenido dificultades para hablar en público: horriblemente sensible a cualquier
crítica, a menudo, decía, había hecho un espectáculo de sí mismo al contraatacar
visiblemente a toda persona que cuestionara algún aspecto de su presentación.
Le ayudé a comprender que había perdido de vista sus límites
personales. Es natural, le expliqué, que alguien responda con adversidad a un
ataque a lo más hondo de uno mismo: al fin y al cabo, en una situación así está
en juego la propia supervivencia. Pero le señalé que había extendido sus límites
personales hasta abarcar su trabajo y, en consecuencia, a la mínima crítica de
cualquier aspecto de su trabajo respondía como si fuera un ataque mortal a su
ser más hondo, una amenaza para su propia supervivencia.
Presioné a Carlos para que diferenciara entre su ser central y otras
actividades o atributos periféricos. Tenía, pues, que «desidentificarlos» de las
partes no centrales: podrían representar lo que le gustaba, o lo que hada, o lo
que valoraba, pero no eran él, no era su esencia.
A Carlos le había intrigado este razonamiento. No sólo explicaba el que
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Capítulo 4
La novela pedagógica
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Suponga que Nietzsche hubiera estado en una situación histórica que le hubiera
capacitado para inventar una psicoterapia, derivada de sus propios escritos
72
Yalom, Irvin D., El día que Ntetzsche lloró, Barcelona, Emecé, 1994.
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publicados, que podría haber sido utilizada para curar a Nietzsche mismo.
¿Pero, por qué Nietzsche? Primero, los principios básicos de gran parte
de mi pensamiento sobre la psicoterapia existencial y el significado de la
desesperación hay que encontrarlos en los escritos de Nietzsche. No es que yo
leyera a Nietzsche y emprendiera deliberadamente el desarrollo de aplicaciones
clínicas debido a sus claras comprensiones. Nunca he pensado ni trabajado de
esa manera. Sino que mis ideas sobre la terapia existencial surgían de mi trabajo
clínico; y después volvía a la filosofía como un modo de confirmar y
profundizar este trabajo.
En el proceso de escribir el libro de texto Terapia existencial, estuve
inmerso durante años en la obra de los grandes filósofos existencialistas: Sartre,
Heidegger, Camus, Jaspers, Kierkegaard, Nietzsche. De estos pensadores,
encontré que Nietzsche era el más creativo, el más convincente, y el más
relevante para la psicoterapia.
La idea de Nietzsche como terapeuta puede parecer discordante para
muchos de nosotros, ya que bastante a menudo pensarnos en Níetzsche como
un destructor o un nihilista. Después de todo, ¿no se describió a sí mismo como
el filósofo que hacía filosofía con un martillo? Pero Nietzsche, lleno de
contradicciones, veneraba la destrucción tan sólo como una etapa en el proceso
de creación: frecuentemente decía que uno puede construir un nuevo yo
solamente sobre las cenizas del viejo.
Muchos filósofos -los «nietzscheanos moderados»- han considerado a
Nietzsche no como un destructor, sino como un curandero, un hombre que
aspiró a ser el médico de toda su época. ¿Y la enfermedad que él esperaba
tratar? El nihilismo, el nihilismo posdarwiniano que se estaba abriendo paso
por toda Europa a finales del siglo XIX. Después de Darwin, todos los valores
religiosos tradicionales fueron desmoronándose. Dios estaba muerto y un
nuevo humanismo secular se agazapaba en las ruinas del templo. Nietzsche -el
Nietzsche creador, el buscador, no el Nietzsche destructor- trataba de utilizar la
muerte de Dios como una oportunidad para crear un nuevo conjunto de
valores. Hace ya un siglo dijo: «si tenemos nuestro propio "por qué" de la vida
nos llevaremos bien con casi todos los "cómo?». 73 Pero Nietzsche quería que el
nuevo «por qué», el nuevo conjunto de valores, estuviera basado en la
experiencia humana, no en valores sobrenaturales, y en esta vida y no en la
ilusión de una vida posterior a la muerte.
La relevancia de Nietzsche para la psicoterapia contemporánea cobra
más sentido cuando uno revisa los muchos caminos en los que Nietzsche se
anticipó a Freud. Por ejemplo, consideremos el concepto de Nietzsche del
individuo verdaderamente evolucionado (el übermensch, superhombre). Nietzsche
creía que el camino para convertirse en übermensch no estriba en la conquista o
73
Portable Nietzsche, editado por Walter Kaufman, Nueva York, Viking Press, 1954, pág.468.
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74
Ibid., pág. 430.
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75
Carta de Friederich Nietzsche a Malwida van Mesenburg, mayo de 1884.
76
F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 2da. ed., 1980.
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psicológicas de Nietzsche.
En muchos lugares recalcó la importancia de llegar a un acuerdo con el
propio destino, destino en el sentido más profundo, no tan sólo como destino
desarrollado individualmente, sino como la verdadera condición del ser
humano. Nietzsche sostenía que era tarea del ser humano desarrollado
investigar profundamente este destino. Sabía que al mirar profundamente, a
menudo se incurría en el dolor, pero creía que debíamos acostumbrarnos a
soportar el sufrimiento que comporta la verdad. Mirar fijamente a la verdad no
es fácil, Nietzsche escribió: «hace que se agoten tus ojos permanentemente, y al
final uno encuentra más de lo que habría deseado». 77 En última instancia, el
sufrimiento se convierte en el gran liberador que nos permite conocer nuestras
mayores profundidades. La segunda frase lapidaria de Nietzsche fue: «Aquello
que no me mata me hace más fuerte».
La habilidad de Nietzsche para mirar fija y resueltamente a la verdad,
para romper la ilusión, fue extraordinaria. «Uno debe pagar caro por la
inmortalidad» -dijo-. «Tiene que morir varias veces mientras todavía está
vivo.»78 En otras palabras, si uno ha de llegar a ser un ilustrado y digno de la
inmortalidad, uno debe sostener abiertamente la mirada ante el terror a la
muerte y sumergirse en la visión de la propia muerte muchas veces mientras
todavía se está vivo.
Aunque Níetzsche nunca se refirió explícitamente al campo de la
medicina o de la psiquiatría, sin embargo, tuvo ideas respecto a la formación de
las personas dedicadas a curar a los demás:
Construirás por encima de ti y más allá de ti mismo, pero primero debes ser
construido tú mismo, en la perpendicular entre cuerpo y alma. No te
reproducirás a ti mismo tan sólo, sino que producirás algo más elevado.80
77
F. Nietzsche, The Gay Science, Nueva York, Vintage Books, 1974, pág 198 (trad. cast.: La gaya
ciencia, Tres Cantos, Akal, 1987).
78
Ibid., pág. 321.
79
Portable Nietzsche [1], pág. 189.
80
Ibid., pág. 181.
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Una sed superior; compartida, de un ideal que está por encima de ellos [...] su
nombre correcto es amistad. Podría llamarse también psicoterapia: una relación
auténtica, compartir el deseo vehemente de un ideal superior, que emerge
cuando todos los deseos posesivos y las distorsiones de la transferencia se han
disipado.
Una relación ¿cómo de cercana? ¿Cómo de distante? En una suave
estrofa Nietzsche nos aconseja que no sea ni demasiado distante ni demasiado
entrometida. Quizás el mejor papel que puede jugar la persona dedicada a
curar a los demás sea el del observador participante:
No permanezcas en el terreno
ni escales hasta perderte de vista;
la mejor vista del mundo
está a media altura.83
Soy una reja junto al torrente: permito que me agarren aquellos que pueden.
¡No soy, sin embargo, una muleta! 84
81
Ibid., pág. 169.
82
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 89.
83
Ibid., pág. 43.
84
Portable Nietzsche [1], pág. 152.
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Por eso es por lo que estoy una y otra vez: tambaleante, alzándome, subiendo,
soy el que se levanta, un cultivador, quien impone la disciplina, quien una vez
se aconsejó a sí mismo, no en vano, ¡llega a ser quien eres!85
85
Ibid., pág. 351.
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86
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 104.
87
E. Jones, The Life and Work of Sigmund Freud, 3 vols., Nueva York, Basic Books, págs. 1.953-
1.957 (trad. cast.: Vida y obra de Sigmund Freud, 3 vols., Barcelona, Anagrama, 1970).
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propios escritos publicados, y que hubiera podido ser utilizada para curar al mismo
Nietzsche
¿De qué modo podía haber ayudado a Nietzsche una experiencia
psicoterapéutíca? ¿A través de la comprensión? No es probable. Recordemos
que Freud dijo que Nietzsche había tenido una mayor comprensión de sí mismo
que ningún otro ser viviente. Habría sido necesario más que comprensión. Lo
que Nietzsche necesitaba era un encuentro terapéutico, una relación con
sentido. Nietzsche se experimentaba a sí mismo como alguien
desesperadamente aislado. Sus cartas estaban repletas de referencias a su
soledad: «No hay nadie, ni entre los vivos, ni entre los muertos, con quien me
sienta uno»; «Nadie que haya tenido algún tipo de Dios para darle compañía
alcanzó nunca el nivel de mi soledad».88
Pero, ¿podemos imaginar a Nietzsche en una sesión de psicoterapia? ¿Es
concebible que Nietzsche se hubiera hecho tan vulnerable respecto a los demás?
¿Y podría la grandiosidad de Nietzsche, su arrogante yo, haber permitido el
autodesvelamiento que requiere una terapia exitosa? Obviamente, el argumento
exige algún mecanismo que le hubiera permitido a Nietzsche estar en la terapia
y, aun así, al mismo tiempo, tener el control del procedimiento de su terapia.
¿Y cuándo debería ponerse en marcha la historia? Nietzsche estuvo
desesperado la mayor parte de su vida. ¿Habría habido un momento
particularmente propicio para un encuentro terapéutico? Finalmente me decidí
por el otoño de 1882: Nietzsche tenía treinta y ocho, años y, después de la
disolución de una breve, y apasionada (aunque casta) aventura amorosa, se
había dejado caer en tal estado de desesperación que sus cartas estaban llenas
de ideas de suicidio. La mujer, Lou Salomé, una joven y excepcional rusa,
pasaría a la historia como escritora, crítica, discípula de Freud, como practicante
del psicoanálisis, y amiga y amante de varios hombres eminentes de finales del
siglo XIX, incluyendo al poeta Rainer Maria Rílke.
Uno de los más sorprendentes aspectos de la depresión de Nietzsche en
1882 fue su rápida recuperación: aunque estaba en las últimas en el otoño de
1882, fue tan sólo unos pocos meses más tarde, en la primavera de 1883, cuando
empezó a escribir lleno de energía Así habló Zaratustra. Completó las tres
primeras partes en tan sólo diez días, escribiendo con frenesí, como ningún
filósofo había escrito nunca antes, como si se encontrara en trance, como si fuera
un medium a través del cual fuera dado a conocer Así habló Zaratustra.
Además, Así habló Zaratustra constituye una afirmación de la vida, una
obra de celebración de la vida. ¿Cómo fue Nietzsche capaz de transportarse
desde un estado tal de desesperación hasta semejante afirmación de la vida, en
tan sólo unos cuantos meses? ¿No habría sido razonable, y maravilloso, para
88
Carta de F. Nietzsche a F. Overbeck, 5 de agosto de 1986, en P. Fuss y H. Shapiro (comps.),
Nietzsche, a Self-Portrait from his Leters, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1971, págs. 87 y 90.
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-Yo creo, aunque puede usted estar en desacuerdo con mi elección de los
términos, que su misión es salvar al género humano tanto del nihilismo como
de la ilusión.
Otro ligero asentimiento por parte de Nietzsche.
-Bien, ¡sálveme a mí! ¡Dirija el experimento conmigo! Soy el sujeto
perfecto. Yo he matado a Dios. No tengo creencias sobrenaturales, y me estoy
ahogando en el nihilismo. ¡Yo no sé por qué vivir! ¡Yo no sé cómo vivir!
Todavía no hubo respuesta por parte de Nietzsche.
-Si espera usted desarrollar un plan para toda la humanidad, o incluso la
selección de unos pocos, pruébelo conmigo. Practique sobre mí. Vea qué es lo
que funciona y que no: ello agudizaría su pensamiento.
-¿Se ofrece usted como un cordero de experimentación? -replicó
Nietzsche-. ¿Sería eso como pagar mi deuda con usted?
-No me preocupa el riesgo. Yo creo en el valor curativo de la palabra. Lo
único que quiero es revisar mi vida con una inteligencia preparada como la
suya. Eso puede ayudarme.
Nietzsche sacudió la cabeza perplejo.
-¿Tiene usted en la mente un procedimiento específico?
-Tan sólo éste. Como le propuse antes, usted se inscribe en la clínica bajo
un nombre supuesto, y yo observo y trato sus ataques de migraña. Cuando yo
lleve a cabo mis visitas diarias, primero le atenderé a usted. Comprobaré su
condición física y le prescribiré la medicación que pueda resultar indicada.
Durante el resto de nuestra visita, usted se convertirá en el médico y me
ayudará a hablar acerca de mis preocupaciones vitales. Sólo le pido que usted
me escuche y que haga cualquier comentario que usted desee. Eso es todo. Más
allá de eso, no sé. Tendremos que inventar nuestro procedimiento por el
camino.
-No -Nietzsche sacudió la cabeza con firmeza-. Es imposible, doctor
Breuer. Admito que su plan es fascinante, pero está condenado desde el
principio. Yo soy un escritor, no un conversador. Y yo escribo para unos pocos,
no para muchos.
-Pero sus libros no están destinados a unos pocos -respondió Breuer con
rapidez-. En realidad, usted expresa su desprecio hacia los filósofos que
escriben tan sólo para leerse entre sí, cuyo trabajo se ha desplazado de la vida
misma, que no viven su filosofía.
-Yo no escribo para otros filósofos. Pero escribo para los pocos que
representan el futuro. Yo no estoy hecho para mezclarme, para vivir entre los
demás. Mis habilidades para las relaciones sociales, mi confianza, mi interés por
los demás, hace mucho tiempo que están atrofiados. Si es que estas habilidades
alguna vez existieron. Siempre he estado solo. Siempre permaneceré solo.
Acepto ese destino.
-Pero, profesor Nietzsche, usted necesita más. Vi tristeza en sus ojos
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cuando dijo que los demás podrían no leer sus libros hasta el año dos mil. Usted
necesita ser leído. Creo que hay alguna parte de usted que todavía tiene ansias
de estar con los demás.
Nietzsche permanecía sentado todavía, rígido en su asiento.
-¿Recuerda esa historia que me contó sobre Hegel en su lecho de muerte?
-continuó Breuer-. Sobre el único estudiante que le entendió, siendo alguien que
le malinterpretó, y que acababa por decir que, en tu propio lecho de muerte, no
podías reclamar ni un estudiante. Bien, ¿por qué esperar hasta el año dos mil?
¡Aquí me tiene! ¡Tiene usted al estudiante adecuado aquí, justo ahora. ¡Y yo soy
un estudiante que le escuchará, porque mi vida depende de comprenderle a
usted!
Breuer hizo una pausa para coger aire. Estaba muy satisfecho. En su
preparación el día anterior, había anticipado correctamente cada una de las
objeciones de Nietzsche y tuvo en cuenta cada una de ellas. La trampa resultó
elegante. Apenas podría contenerse de contárselo a Sigmund.
Sabía que no podía detenerse en esta coyuntura -siendo el primer
objetivo, después de todo, asegurarse de que Nietzsche no tomaría hoy el tren
para Basel-, pero no pudo resistir añadir un aspecto más.
-Y le recuerdo, profesor Nietzsche, que usted dijo el otro día que nada le
molestaba más que estar en deuda con alguien sin posibilidad de un pago
equivalente.
La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.
-¿Quiere usted decir que hace usted esto por mí?
-No, ésta es precisamente la cuestión. Aun cuando mi plan podría de
algún modo servirle a usted, ¡ésta no es mi intención! Mi motivación es
enteramente la de servirme a mí mismo. ¡Necesito ayuda! ¿Es usted
suficientemente fuerte como para ayudarme?
Nietzsche se levantó de su asiento.
Breuer contuvo la respiración.
Nietzsche dio un paso hacia Breuer yextendió su mano.
-Estoy de acuerdo con su plan -dijo.
Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían llegado a un acuerdo.
4 de diciembre de 1882
Mi querido Peter,
Un cambio de planes. Una vez más. Permaneceré en Viena durante todo un mes
y, por lo tanto, debo, a mi pesar, aplazar nuestra visita a Rapallo. Volveré a escribir
cuando conozca mis planes con mayor precisión. Han sucedido muchas cosas, la
mayor parte de ellas interesantes. Tengo un ligero ataque (con lo que habrían sido dos
semanas monstruosas sino hubiera sido por la intervención del doctor Breuer) y ahora
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estoy demasiado débil para hacer algo más que darte un resumen de lo que ha
sucedido. Ya te informaré con más detalle.
Gracias por darme el nombre de este doctor Breuer: es una gran curiosidad, un
pensador, un médico científico. ¿No es sorprendente? Está dispuesto a decirme lo que
él sepa sobre mi enfermedad y -lo que resulta aún más sorprendente- ¡lo que no sabe!
Es un hombre con grandes deseos de desafío y creo que se siente atraído por mi
audacia para desafiar profundamente. Se ha atrevido a hacerme una proposición de lo
más inusual, y la he aceptado. Me propone hospitalizarme durante el próximo mes en
la clínica Lauzon, donde él estudiará y tratará mi enfermedad desde el punto de vista
médico. (¡Y todo esto correrá a su cargo! Esto significa, querido amigo, que no necesitas
preocuparte por mi subsistencia durante este invierno.)
¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, que no creía que alguna vez volvería
a tener un trabajo retribuido, he sido solicitado como filósofo personal del doctor
Breuer, durante un mes, para proporcionarle consejo filosófico personal. Su vida es un
tormento, ha contemplado la posibilidad del suicidio, me ha pedido que le oriente en
su salida de la espesura de la desesperación.
Debes pensar lo irónico que resulta que tu amigo sea invitado para acallar los
cantos de sirena de la muerte, el mismo amigo que tan atraído se siente por esa
rapsodia, ¡el mismo amigo que te escribió la última vez que el cañón de una pistola no
parecía una visión tan poco amistosa!
Querido amigo, te comento este acuerdo con el doctor Breuer como una
confidencia absoluta. Esto no debe llegar a oídos de ningún otro, ni incluso de
Overbeck. Eres el único al que le confío esto. Le debo al buen doctor una reserva
absoluta.
Nuestro singular convenio se desarrolló hasta su forma actual de un modo
complejo. ¡Primero propuso aconsejarme como parte de mi tratamiento médico! ¡Qué
subterfugio tan torpe! Pretendía estar interesado tan sólo en mi bienestar, siendo su
único deseo, y su única recompensa, ¡sanarme por completo! Pero ya conocemos a
estos curanderos sacerdotales que proyectan su debilidad en los demás para después
ejercer su ministerio sobre los otros tan sólo como un medio de incrementar su propia
fuerza. ¡Nosotros sabemos de la «caridad cristiana»!
Naturalmente, me percaté de ello y lo llamé por su verdadero nombre. Por un
momento se turbó ante la verdad, llamándome ciego e innoble. Juró por los elevados
motivos, mostrando una compasión fingida y un cómico altruismo, pero finalmente,
hay que reconocerle el mérito, encontró la fuerza para fortalecerse, abierta y
honestamente, a costa de mí.
¡Tu amigo, Nietzsche, en el mercado! ¿No estás horrorizado con la idea?
¡Imagina mi Humano, demasiado humano, o mi La gaya ciencia, enjauladas, domesticadas,
educadas! ¡Imagina mis aforismos alfabetizados en un practicum de homilías para la
vida y el trabajo cotidianos! Al principio, yo, también, ¡estaba horrorizado! Pero no por
mucho tiempo. El proyecto me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente para llenar
cuando yo esté a punto y desbordado, una oportunidad incluso, un laboratorio, para
verificar ideas en un espécimen individual antes de postularlas para la especie (ésta era
la noción de Breuer).
El doctor Breuer, por cierto, parece un espécimen superior, con la agudeza y el
deseo de llegar a más. Sí, él tiene el deseo. Y tiene la cabeza. ¿Pero tiene los ojos -y el
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Fue un gran placer escribir esta sección, que describe con mayor detalle
la fluida relación cambiante entre terapeuta y paciente. No tengo la visión del
momento preciso de la inspiración, pero conozco varias historias relevantes
sobre la naturaleza básica de la relación paciente-terapeuta que han estado
soñando en mi cabeza durante muchos años. De un modo u otro, los ecos de
estas historias resuenan a través de las páginas de El día que Nietzsche lloró.
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primero como estudiante y profesor, y después como plenos colegas. Años más
tarde el hombre mayor cayó enfermo y en su lecho de muerte llamó a su colega
más joven a su lado. «Tengo un gran secreto que contarte -dijo-, un secreto que
he guardado durante mucho tiempo. ¿Recuerdas aquella noche en la que nos
encontrarnos, en la que me dijiste que estabas en camino para verme?»
El hombre más joven le contestó que nunca podría olvidar aquella noche,
el momento que cambió su vida por completo.
El moribundo tomó la mano del colega más joven y le reveló el secreto:
que él, también, había caído en la desesperación y que en la noche de su
encuentro estaba viajando en busca de su ayuda.
El emotivo cuento de Hesse cae de lleno en el corazón mismo de la
relación terapéutica. Es una declaración esclarecedora sobre el dar y recibir
ayuda, sobre la sinceridad y la duplicidad, y sobre la relación entre el curandero
y el paciente. Durante años, después de haberlo leído, lo encontré tan
convincente que nunca quise alterarlo. Sin embargo, recientemente me he visto
impulsado con la idea de componer variaciones de su tema básico.
Consideremos, por ejemplo, cómo recibe ayuda cada uno de los hombres. El
curandero más joven fue criado, atendido, enseñado, tutelado y prohijado. El
curandero de más edad, por otro lado, recibió ayuda de una manera diferente:
sirviendo al otro, ganando un discípulo del que recibía un amor filial, respeto, y
que le salvaba de su soledad.
Pero, a menudo, me he preguntado si estos dos curanderos heridos
sacaron provecho de la mejor terapia que tenían disponible. Quizás perdieron la
oportunidad de algo más profundo, de algo más poderosamente
transformador. Quizá la terapia real tuvo lugar en el escenario del lecho de
muerte, cuando llegaron a la sinceridad al admitir que ambos sufrieron la carga
de la simple flaqueza humana. Aunque puede haber sido útil guardar un
secreto durante veinte años, también puede haber privado un tipo de ayuda
más profunda. ¿Qué habría sucedido, qué modo de crecimiento podría haber
ocurrido, sí la revelación hubiera sido veinte años antes?
H. Kaiser, Effective Psychotherapy The Contribution of Helmut Kaiser, editado por L. Fierman,
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-Es tan vivo hoy como si lo hubiera soñado la noche pasada. Se abre una
tumba y mi padre, vestido con un sudario, surge, entra en una iglesia y
enseguida regresa llevando un niño pequeño en sus brazos. Baja al interior de
su tumba con el niño. La tierra se cierne sobre ellos, y la lápida se desliza sobre
la abertura. Lo verdaderamente terrible fue que poco después de que tuviera
ese sueño, mi hermano más pequeño se puso enfermo y murió de convulsiones.
-¡Qué horror! -dijo Breuer-. ¡Qué extraño haber tenido ese sueño
anticipado! ¿Cómo lo explica?
-No puedo. Durante mucho tiempo me aterrorizó lo sobrenatural, y
decía mis oraciones con un gran recogimiento. No obstante, en los últimos años,
he empezado a sospechar que el sueño no tenía relación con mi hermano, que
era por mí por quien había venido mi padre, y que el sueño estaba expresando
mi temor a la muerte.
Ambos hombres continuaron contándose sus recuerdos con una fluidez
que nunca antes habían experimentado. Breuer recordó el sueño de un desastre
que ocurría en su vieja casa: estando su padre sin poder hacer nada, rezando y
meciéndose, envuelto en su manto de oraciones azul y blanco. Y Nietzsche
describió una pesadilla en la que, al entrar en su habitación, veía, tumbado en
su cama, a un anciano moribundo, con el estertor de la muerte en su garganta.
-Ambos nos encontramos con la muerte muy pronto -dijo Breuer
pensativamente-, y los dos sufrimos una espantosa y temprana pérdida. Yo
creo, hablando por lo que a mí se refiere, que nunca me he recobrado. Pero
usted, ¿qué hay sobre su pérdida? ¿Cómo ha sido eso de no tener un padre que
le protegiera?
-¿Para protegerme o para oprimirme? ¿Fue una pérdida? No estoy seguro.
Puede haber sido una pérdida para el niño, pero no para el hombre.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Breuer.
-Quiero decir que nunca tuve que soportar la carga de mi padre sobre
mis hombros, nunca me vi asfixiado por el peso de su juicio, nunca se me
inculcó que el objeto de la vida fuera hacer realidad sus ambiciones frustradas.
Su muerte puede muy bien haber sido una bendición, una liberación. Sus
caprichos nunca constituyeron para mí la ley. Me dejaron solo para descubrir
mi propio sendero, uno no hollado antes. ¡Piense sobre ello! ¿Podría yo, el
Anticristo, haber exorcizado las creencias falsas, y buscado las nuevas verdades,
con un padre clérigo haciendo una mueca de dolor con cada uno de mis logros,
un padre que habría considerado mis luchas contra la ilusión como un ataque
personal contra él?
-Pero -replicó Breuer-, si usted hubiera tenido su protección cuando le
necesitaba, ¿hubiera tenido usted que ser el Anticristo?
Nietzsche no respondió, y Breuer no le presionó más. Estaba
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póstumamente!
-Pero, Friedrich, creer que nacerás después de morir, ¿es eso tan diferente
de mi nostalgia por la atención de mi padre? Usted puede esperar, incluso hasta
el día de mañana, pero también usted añora un público.
Hubo una larga pausa. Nietzsche finalmente asintió con la cabeza,
diciendo entonces suavemente:
-Quizá, quizá tengo los bolsillos llenos de una vanidad que todavía ha
de ser expiada.
Breuer solamente hizo un gesto de asentimiento. No escapaba a su
atención que ésta era la primera vez que Nietzsche había admitido una de sus
observaciones. ¿Iba a ser éste un punto de inflexión en su relación?
¡No, todavía no! Después de un momento, Nietzsche añadió:
-De todos modos, hay una diferencia entre codiciar la aprobación de un
padre y esforzarse por elevar a aquellos que te seguirán en el futuro.
Breuer no respondió, aunque era obvio para él que los motivos de
Nietzsche no eran puramente autotrascendentes; él tenía sus propios recovecos
para alentar el recuerdo. Hoy le parecía a Breuer como si todos los motivos, los
suyos y los de Nietzsche, surgieran de una sola fuente: el impulso de librarse
del olvido que la muerte supone. ¿Se estaba haciendo demasiado morboso?
Quizá era el efecto del cementerio. Probablemente, incluso una visita al mes
resultaba una frecuencia excesiva.
Pero ni la morbosidad pudo estropear la atmósfera de este paseo. Pensó
en la definición de Nietzsche sobre la amistad: dos personas que se alían en
busca de una verdad más elevada. ¿No era eso precisamente lo que él y
Nietzsche habían estado haciendo ese día? Sí, ellos eran amigos.
Pensó que eso era un consuelo, incluso aunque Breuer sabía que su
profunda relación y su discusión fascinante no le aproximaría más al alivio de
su dolor. Por su amistad, trataría de ignorar esta idea perturbadora.
Sin embargo, como amigo, Nietzsche debía haber leído su pensamiento.
-Me gusta este paseo que damos juntos, Josef, pero no debemos olvidar
la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.
Breuer resbaló y se agarró a un delgado árbol para apoyarse cuando
descendían de una colina.
-Cuidado, Friedrich, esta pizarra es resbaladiza-. Nietzsche dio su mano
a Breuer y continuaron el descenso.
-He estado pensando -continuó Nietzsche-, que, aunque nuestra
discusión parece ser difusa, sin embargo, nos acercamos con paso firme hacia
una solución. Es cierto que nuestros ataques directos hacia su obsesión por
Bertha han resultado inútiles. Aunque en el último par de días hemos
encontrado el por qué: porque la obsesión no implica a Bertha, o no sólo a ella,
sino una serie de significados incorporados a Bertha. ¿Estamos de acuerdo en
esto?
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Capítulo 5
La novela psicológica
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TRANSPARENCIA
«Gracias, gracias», diría como en una letanía Ernest. Les daba las gracias a todos
ellos, a todos los curanderos que se habían cuidado de la desesperación.
Primero, los antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visibles:
Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes precursores:
Nietzsche, Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la
terapia: Adler, Horney, Sullivan, Fromm y el rostro agradable y sonriente de
Sandor Ferenczi.
Observe la última frase. ¿Por qué ese extra de quitarse el sombrero ante
Sandor Ferenczi? Precisamente debido a la fascinación de Ernest hacia la
transparencia del terapeuta. Sandor Ferenczi (1873-1933), un psicoanalista
húngaro, fue miembro del círculo íntimo de Freud y probablemente el
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S. Ferenczi, The Clinical Journals of Sandor Ferenczi, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1988.
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novela y le enseña muchas cosas -tanto positivas como negativas- sobre las
consecuencias de una mayor transparencia en la terapia.
A pesar de las secuencias burlescas en muchas secciones de Lying on tbe
Couch, mi actitud hacia la transparencia es completamente seria y las reglas
sobre la autorrevelación del terapeuta con las que Ernest se encuentra se citan
como directrices útiles para la práctica clínica. Siempre he tenido la sensación
de que la franqueza en la terapia aumenta la eficacia del tratamiento. Los
terapeutas adoptan en su trabajo, demasiado a menudo, una postura
impenetrable: ya sea para ajustarse al mandato de Freud de la máscara
inexpresiva (una regla que el propio Freud no siguió en su trabajo analítico) o
para protegerse a sí mismos de un autodescubrimiento excesivo, o de una
excesiva implicación o fatiga. Otros terapeutas permanecen impenetrables
porque se toman en serio las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievsky,
quien insistía en que los seres humanos en realidad desean magia, misterio y
autoridad. En consecuencia, estos terapeutas intentan curar a través de la
autoridad y emplean viejas técnicas autoritarias: los placebos; prescripciones
latinas; la bata blanca, los ensalmos, y el ritual de los remedios médicos.
Siempre he creído que la psicoterapia es un proceso intrínsecamente
bueno que no necesita apoyarse en la parafernalia de la autoridad. En realidad,
en la medida en que la terapia se concibe como un proceso de crecimiento y
esclarecimiento personal, considero contraproducente apelar a la autoridad.
Los terapeutas frecuentemente se sienten alarmados con la idea de la
transparencia y se desentienden de ella porque consideran que les exige que
revelen gran cantidad de cosas sobre su vida personal, tanto la pasada como la
presente. Sin embargo, como descubre Ernest, hay otros aspectos de la
autorrevelación que son mucho más cruciales para el éxito terapéutico. En la novela
me centro particularmente en dos: (1) la transparencia que concierne al proceso
terapéutico mismo y (2) la transparencia que incumbe a la experiencia del aquí-
y-ahora del terapeuta.
El proceso de ser transparente sobre el procedimiento terapéutico
empieza incluso antes de la primera hora, empieza con la preparación de la
terapia. Algunas de mis primeras investigaciones dernostraron que una
preparación sistemática de la terapia de grupo (que incluye una discusión
lúcida sobre la racionalidad y la mecánica de la terapia) influye
significativamente en la eficacia de la terapia de grupo. Otros han demostrado
que la preparación tiene el mismo efecto beneficioso en el marco de la terapia
individual.
Los terapeutas que son transparentes en su experiencia del aquí-y-el
ahora revelan al paciente sus sentimientos inmediatos en el momento en que se
producen. Pueden decir que se sienten distantes o próximos al paciente; o
conmovido, desplazado, criticado en cada ocasión; o ensalzado, idealizado, o
evitado por el paciente. Hay ejemplos de esto en casi cada página de Lying on
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alíentan en su terapia.
Al principio de este volumen, en un informe sobre alcohólicos en la
terapia de grupo, describí la práctica de enviar por correo mis resúmenes de
cada encuentro de grupo con los pacientes externos, antes de la sesión
siguiente. Entre otros propósitos, los resúmenes sirven para suministrar un
vehículo para la transparencia del terapeuta: incluyo comentarios sobre mis
sentimientos personales y las observaciones de la reunión. Reviso las
intervenciones que hice: aquellas que considero importantes, aquellas que deseé
hacer durante la sesión, pero que no hice, y aquellas que me arrepiento de haber
hecho.
Generalmente, en los grupos de terapia existe un mandato
particularmente claro para que los terapeutas sean más interactivos y
transparentes. Esto es necesario por dos razones: primero, porque los
conductores del grupo son pararrayos para muchos sentimientos poderosos,
que deben elaborarse a través de sus relaciones con muchos de los miembros
del grupo; segundo, porque el comportamiento de los conductores del grupo -a
través del mecanismo de modelado- es un instrumento para la conformación de
las normas del grupo.
Aunque la mayor parte de mis escritos se ha centrado en la terapia de
grupo, creo que la transparencia no es menos importante en el marco de la
terapia individual, donde los terapeutas deben estar predispuestos a ser
abiertos sobre los mecanismos de la terapia y sobre sus propios sentimientos en
el aquí-y-el ahora. Nada de lo que haga el terapeuta tiene prioridad, desde mí punto de
vista, sobre la construcción de una relación de confianza con el paciente. He creído
desde hace mucho tiempo que las otras actividades en la terapia -por ejemplo,
la exploración del pasado y la construcción de una narrativa vital unificada- son
valiosas tan sólo en la medida en que mantengan al terapeuta y al paciente
unidos en un empeño interesante, mutuamente valorado, mientras la fuerza
curativa real, la relación terapéutica, germina y echa raíces.
Mi propia autorrevelación, especialmente sobre los sentimientos sobre el
aquí-y-el ahora, casi invariablemente ha hecho más profunda la relación
terapéutica; hasta donde yo sé, lo opuesto no ha ocurrido nunca: la terapia
nunca se ha visto perjudicada porque me haya sincerado en exceso. En mi
práctica, muy frecuentemente, veo a pacientes que han tenido una terapia
anterior insatisfactoria. Una y otra vez les oigo expresar la misma queja: su
terapeuta era demasiado impersonal, demasiado poco participativo, demasiado
rígido. Casi nunca he oído a un paciente criticar a un terapeuta por ser
demasiado abierto, sincero o interactivo.
El efecto saludable de la transparencia del terapeuta es el verdadero
centro de Lying on the Couch, a medida que Ernest continúa obstinadamente con
el experimento que, sin saberlo él, es representado en la circunstancia más
desfavorable posible: en la terapia de un paciente obligado a la duplicidad.
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LÍMITES TERAPÉUTICOS
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opinión y dice que no es una buena idea. Así que yo vuelvo a recepción para
cancelar el cambio. Demasiado tarde. Todas mis cosas han sido trasladadas a la
nueva habitación. Pero resulta que la nueva habitación es mucho más
agradable, más grande, más espaciosa, con mejores vistas. Y, también, mejor
numerológicamente: el número de la habitación, 929, era un número mucho
más propicio para mí.
Este sueño (un sueño real de una de mis pacientes) sugiere que, para
algunos pacientes, la energía sexual puede jugar un importante papel en el
proceso terapéutico. El sueño sugiere que la intensa intimidad de la relación
(catalizada por la ilusión de una unión sexual final) tiene como resultado un
crecimiento personal considerable en el paciente (su nueva habitación es más
grande, más agradable, con mejores vistas, y es numerológicamente más
ventajosa). Llegado el momento en que ella entiende la naturaleza ilusoria de
sus esperanzas de una unión, es demasiado tarde para volver: los cambios
positivos ya han tenido lugar.
Aunque estoy persuadido de que existe un papel en la relación
terapéutica para una gran intimidad, incluso para el amor, y aunque soy franco
y gráfico en mi discusión de los riesgos y las tentaciones desde la perspectiva
del terapeuta, no quiero minimizar ni excusar la explotación y las
perturbaciones sexuales por parte del terapeuta. Una lectura poco cuidadosa de
Lying on the Couch puede llevar al lector a la conclusión de que estoy ofreciendo
una apología del terapeuta infractor. En absoluto. Estoy convencido de que, casi
invariablemente, una relación sexual entre un paciente y un terapeuta es
altamente destructiva para el paciente, e igualmente destructiva para la
conciencia, la autovalía, y la integridad del terapeuta.
SUEÑOS
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-Otro sueño que tuve, Carolyn, fue sobre el contenido del bolso. Desde luego,
como tú sugieres, el dinero viene inmediatamente a la mente. Pero de que más
podía estar lleno que pudiera tener que ver con nuestra intimidad?
-No estoy segura de lo que quieres decir, Ernest.
-Quiero decir que quizá puedes no estar viéndome como soy realmente debido
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EL AQUÍ-Y-EL AHORA
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I. D. Yalom, Psicoterapia existencial y terapia de grupo, Barcelona, Paidós, 2000.
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El día que Nietzsche lloró y Lying on the Couch son ambas novelas de ideas
que tratan cuestiones fundamentales sobre la naturaleza de la psicoterapia. No
obstante, existen diferencias significativas entre los dos libros. Desde mis
primeras publicaciones en la década de los sesenta, mis escritos se han ido
desplazando progresivamente desde la base de operaciones de la psiquiatría
académica hasta el dominio de la pura ficción. El día que Nietzsche lloró
constituyó un desplazamiento en esa dirección; Lying on the Couch fue un paso
más radical.
El día que Nietzsche lloró es ficción, sí, pero una ficción segura y
estructurada. Es, creo, un libro complejo desde la perspectiva de los temas
filosóficos explorados, pero desde el punto de vista de la técnica novelística no
es un paso de gigante respecto de mi obra anterior. En algunos aspectos es una
obra de ficción con ruedas de entrenamiento.
Por un lado, mucho de lo que había en El día que Nietzsche lloró no tuve
que inventarlo. Muchos de los personajes son figuras históricas: Friedrich
Nietzsche, Josef Breuer, Sigmund Freud, Bertha Pappenheim (Anna O.) y Lou
Salomé. Desde luego, sabemos poco sobre sus inquietudes psicológicas (con la
excepción de Freud), y tuve que imaginarme cada vida interior. Pero, en
general, permanecí tan próximo como fue posible a los acontecimientos reales
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95
F Nietzsche, The Will to Power, Nueva York, Vintage Books, 1968, pág 272 (trad cast: En torno a
la voluntad de poder, Barcelona, Planeta, 1986)
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escena pasa por ser cómica y absurda, está inspirada en un acontecimiento real,
la expulsión del Instituto Psicoanalítico Británico, hace veinticinco años, de
Masud Khan (tal y como me fue relatado por el doctor Charles Rycroft y ha sido
descrito en la biografía de Judy Cooper sobre Masud Khan).96
En el prólogo de Lying on the Couch, Seymour Trotter, un patriarca de la
profesión y antiguo presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana es una
combinación de al menos tres figuras: un terapeuta que, años antes, había
abusado sexualmente de una de mis pacientes; una figura eminente en los
círculos psicoanalíticos de Boston; y Jules Masserman, antiguo presidente de la
Asociación Psiquiátrica Norteamericana y la Asociación Psicoanalítica
Norteamericana, que fue acusado de abusos sexuales de pacientes después de
drogarlos con pentotal sódico.
El argumento del prólogo se inspiró parcialmente en una historia que
corría cuando yo era residente en psiquiatría. En una de las primeras grandes
resoluciones judiciales por mala práctica profesional, fue encontrado culpable
por abuso sexual un eminente analista de Nueva York, y su joven paciente fue
compensada con una enorme suma por la compañía de seguros. Meses más
tarde, una vez pasada la historia fueron vistos dando un paseo, apoyando sus
hombros entre sí, por una playa cercana a Río de Janeiro. ¿La historia es real o
apócrifa? Lo ignoro. Tan sólo sé que permaneció latente en mi mente durante
casi cuarenta años hasta encontrar expresión en la novela.
De este modo, la ficción no es plenamente imaginaria en esos episodios
reales y, a menudo, son incorporados individuos a la narración. El siguiente
episodio representa cómo la ficción y el recuerdo pueden fusionarse por
procedimientos menos obvios.
En El día que Nietzsche lloró, Nietzsche, mientras deambula por el
cementerio y reflexiona sobre las lápidas, compone un pequeño poema:
Esas líneas de ripios (precedidas por varios otros que no hacen un corte
fmal en la novela) vinieron a mí rápidamente, y los escribí con un inmenso
placer: mi primer verso publicado. Un año más tarde, cuando estaba cambiando
de consultorio, mi secretaria encontró un gran sobre de papel Manila, cerrado,
amarillento por el paso del tiempo, que había caído detrás del fichero. Contenía
un gran fajo de papel con la poesía que había escrito al final de mi adolescencia
y no lo había visto durante décadas. Entre los versos se encontraban las líneas
idénticas, palabra por palabra, que había imaginado estar escribiendo por
96
T Cooper, Speak of Me as I Am The Life and Work of Masud Khan, Londres, Karnac Books, 1993.
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primera vez en la novela. Las había escrito en 1954, cuarenta años antes, cuando
murió el padre de mi prometida. Me había plagiado a mí mismo.
Un episodio, de algún modo similar, afecta a uno de los Beatles George
Harrison, que fue demandado por un músico, que afirma que la canción de
Harrison «My Sweet Lord» había sido plagiada de una canción suya anterior,
«He's So Fine». Musicólogos expertos estuvieron de acuerdo en que las
partituras eran sorprendentemente similares y el tribunal ordenó a Harrison a
pagar una indemnización. Harrison difícilmente necesitaba plagiar la obra de
otro músico; lo que probablemente ocurrió fue que habría oído la canción,
reprimió la experiencia, y después la reinventó.
Estos incidentes son un testimonio de la existencia del inconsciente.
Pienso en tales historias siempre que oigo declarar a los neuropsicólogos que
ninguna prueba de la investigación documenta la existencia del inconsciente.
En esos momentos me viene a la cabeza el comentario del neurofisiólogo
Sherrington: «Si enseñas a un perro Airedale a tocar el violín, no necesitas un
cuarteto de cuerdas para probarlo».
El día que Nietzsche lloró borraba los límites entre ficción y verdad
colocando personajes históricos reales en escenarios imaginados. Esta
indiferenciación posmoderna de los límites literarios -entre biografía,
autobiografía y ficción- se ha estado desarrollando lentamente desde hace
veinte años. Recordemos, por ejemplo, Rosencrantz y Guildenstern están muertos,
1966, del autor teatral Tom Stoppard, en la que los protagonistas secundarios de
Hamlet se convierten en protagonistas de su propia obra, o su Travestidos, 1974,
que describe un encuentro imaginario entre Joyce, Lenin y Tristan Tzara. En mi
libro Love's Executioner, ya había experimentado con la supresión de los límites
entre el historial clínico y la ficción.
En psicoterapia el límite entre ficción e historia personal siempre ha
estado poco claro. Es tan sólo recientemente, quizás debido al libro, que ha
marcado un hito, de Donald Spence, Narrative Truth and Historical Truth, cuando
los terapeutas han sabido apreciar sus propios esfuerzos narrativo-
constructivos (como opuestos a los reconstructivos) en psicoterapia. Los
terapeutas y los analistas ya no se consideran a sí mismos, como hizo Freud,
arqueólogos psicologistas esforzándose por excavar la verdad histórica real de
una vida: todos nosotros nos hemos hecho perspectivistas nietzscheanos.
Entendemos que la verdad cambia de acuerdo con la perspectiva del
observador y, en el caso de la terapia, la forma de la verdad está enormemente
influida por la naturaleza de la relación terapéutica.
Leslie Farber proporciona una estampa ilustrativa del perspectivismo
psicoterapéutico en un ensayo titulado «Lying on the Couch» que apareció en
su libro de 1976, Lying, Despair, Jealousy, Envy, Sex, Suicide, Drugs, and the Good
Life. Al principio de su carrera, mientras estaba siendo analizado en una
consulta en el propio hogar de la analista, había sido frecuentemente molestado
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por los sonidos discordantes de su hijo, que practicaba el violín en algún lugar
de la casa. Cuando finalmente se quejó, su analista le complació
inmediatamente saliendo del consultorio y haciendo guardar silencio a su hijo.
Poco después, sus horas de análisis se vieron inundadas con los
recuerdos de cuando tocaba el violín en su propia infancia. Puesto que había
demostrado ser un músico precoz, su padre había albergado grandes
esperanzas de verlo convertido en un violinista de conciertos. Cuando
«sobrepasó» el violín en su adolescencia, su padre se sintió herido y disgustado:
llevó meses, años, para que el distanciamiento entre ellos desapareciese.
Tan sólo mucho más tarde se dio cuenta Farber de que había estado
«tendido en el diván» y sucumbió ante una interpretación romántica de su
juventud. Aunque, en efecto, había estado tocando el violín cuando era joven,
fue un músico mediocre y nadie había suscitado nunca el cuestionamiento de su
carrera musical. Lo cierto es que el violín nunca había sido la causa del
distanciamiento con su padre, con el que siempre se había mantenido en buenas
relaciones. Sin embargo, la narración durante su análisis había sido
maravillosamente satisfactoria para él, lo que le indujo finalmente a explorar
con más profundidad la transferencia con su analista.
Por cierto, el título del ensayo de Farber, «Tendido en el diván», ilustra la
dificultad de la atribución determinante: no tengo duda de que tomé el nombre
de mi novela de este ensayo, aunque no recuerdo haber «decidido» utilizarlo.
No había releído, o ni siquiera puesto los ojos sobre el libro de Farber desde
1976, pero cuando estaba redactando mi novela, el título apareció simplemente
en mi cabeza y yo supe instantáneamente que era el correcto.
Lo mismo vale, también, para los fragmentos de la historia que describo
en mi ensayo sobre El día que Nietzsche lloró (la historia de los dos curanderos, de
Herman Hesse, y el fragmento de la obra de Helmuth Kaiser, Emergency).
¿Utilicé metódicamente estos cuentos en la construcción de mi argumento? ¿Era
realmente cierto, como he sugerido en otro lugar, que estos cuentos habían
«estado repicando en mi mente durante varios años» y que «sus ecos resonaban
a lo largo de las páginas»? ¿O eso es una ficción, una versión romántica de la
narración que proporciona sentido que bastante a menudo construirnos en la
terapia y en la vida?
¡Ay!, ¡simplemente no recuerdo! El ordenador ha convertido en obsoletos
los apuntes originales y las primeras versiones. Hasta donde puedo recordar,
fue meses después de haber acabado El día que Nietzsche lloró, mientras preparaba
una disertación sobre el proceso de escribir una novela relativa a la psicoterapia,
que se me ocurrió por primera vez la posible influencia de estos cuentos. Si las
historias, consciente o inconscientemente, influyeron en la novela, o si
simplemente las recordé más tarde con el propósito de idear una línea narrativa
coherente que se adecuara a una lección magistral, es algo que nunca sabré.
La ficción de Farber como virtuoso del violín nos recuerda que la
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TENDERSE Y PSICOTERAPIA
El doble sentido del título Tendido en el diván97 hace surgir todavía otro
aspecto del límite entre ficción y no ficción. ¿Cuándo mienten los pacientes y
cuándo dicen la verdad? Hace muchos años, durante mi servicio militar, fue
admitido en mi sala un sargento que mostraba un extraño conjunto de
síntomas. Faltaban tan sólo unas pocas semanas para que completara los treinta
años de servicio (lo que le habría proporcionado una buena pensión de por
vida) cuando fue arrestado por abuso sexual de un chico. Inmediatamente cayó
en un estado confuso de amnesia en el que respondía a todas las preguntas
incorrectamente, pero de tal modo que indicaba que conocía las respuestas
correctas: por ejemplo, cinco veces cuatro son diecinueve, seis veces tres son
diecisiete, un cuballo tiene tres patas.
Sus oficiales sospechaban que se fingía enfermo. Hablaban de lo
conveniente que le resultaba al sargento desarrollar una psicosis precisamente
ahora, para evitar la responsabilidad de una acción criminal que le supondría
un deshonroso despido y la pérdida de su pensión militar. Incluso el modo que
tenía de responder a las preguntas sugería que estaba mintiendo. Pero una
mentira tiene su intención y un origen: debe haber habido tiempo para que
inventara la mentira, y un lugar en su mente donde supiera que estaba
mintiendo. ¿Dónde estaba ese lugar, y ese tiempo? Nunca pude encontrarlo. Por
mucho que profundicé con prolongadas entrevistas, hipnosis, o pentotal sódico,
nunca encontré una fisura en la mentira.
97
En inglés Lying on the Couch se puede traducir, además, como «mintiendo en el diván».
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hacia los demás miembros: envidia, atracción, deseo sexual, temor, repulsión.
Frecuentemente me siento como un mago, sabiendo mucho más de lo declarado
en el grupo. En efecto, uno de los problemas enojosos para los terapeutas que
ejercen la terapia combinada (individual y de grupo) es el de saber cómo
manejar su conocimiento privilegiado.
Consideremos la historia de Leslie Farber de haber sido un niño prodigio
con el violín. ¿Estaba mintiendo explícitamente? ¿O daba inconscientemente
una versión romántica de su vida dando forma a su recuerdo de acuerdo con lo
que exigía la situación bipersonal? ¿Estaba él tan deseoso de ganar la
aprobación de su analista que volvió a forjar sus recuerdos? Quizá estaba
compitiendo con el hijo de su analista y esperaba ganar su admiración
aludiendo a su superior habilidad musical. O podía haber estado agradecido
por haber hecho guardar silencio a su hijo y la premió con la liberación de una
avalancha de deliciosos recuerdos.
La poca fiabilidad de la memoria es incontestable. Nietzsche supo
apreciar plenamente su maleabilidad cuando escribió, «"Yo he hecho eso", dice
mi memoria. "Yo no puedo haber hecho eso", dice mi orgullo, y permanece
inexorable. Finalmente, la memoria cede». 98 Una y otra vez la memoria cede, y
no hay una posición privilegiada, objetiva, desde la que uno pueda ver la
cesión. A medida que se hacía viejo, dijo Mark Twain, su memoria de sucesos
que nunca sucedieron se hacía más vívida.
Las historias de casos de los libros que no son de ficción son mucho
menos ciertas de lo que se cree generalmente. Los editores están tan
atemorizados por la actual epidemia de pleitos, que la mayoría de historias de
casos publicados de la literatura psicoterapéutica contemporánea son casi
enteramente producto de la imaginación. ¿Pero es esa una legítima
preocupación pedagógica? ¿Es lo «real» equivalente a exactitud histórica?
Frecuentemente he encontrado personajes de ficción que son más «reales» que
personajes históricos. Debido a que los novelistas conocen a sus personajes
completamente, tienen una clara ventaja sobre los psicoterapeutas que actúan
en connivencia con sus sujetos para guardar sus secretos. De modo que mis
personajes de ficción -Ernest Lash, Josef Breuer o Friedrich Nietzsche- pueden
ser más reales, esto es, plenamente conocidos, que alguno de los personajes de la
vida real descritos en mi obra de no ficción, tales como las estampas de mis
libros de texto y las historias de casos de Love’s Executioner.
Gran parte de lo mismo se puede decir de otro practicante de la escritura
de no ficción, el biógrafo profesional, quien, como el psicoterapeuta, intenta
recrear una vida. ¿Pero es real la no ficción biográfica? Considere las grandes
limitaciones que padecen los biógrafos debido a las fuentes que manejan. Si los
psicoterapeutas, que pasan incontables horas escuchando los íntimos detalles
98
F. Nietzsche, Beyond Good and Evil, Nueva York, Vintage Books, 1989, pág. 80 (trad. cast.: Más
allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 17a ed., 1997).
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Ernest amaba ser un terapeuta. Día tras día sus pacientes le invitaban a
entrar en los recovecos más íntimos de sus vidas. Día tras día, él los
reconfortaba, los atendía, aliviaba su desesperación. Y en correspondencia, él
era admirado y apreciado. Y pagado también. Sin embargo, pensaba a menudo
Ernest, si no necesitara el dinero, ejercería la psicoterapia sin recibir nada a
cambio.
Afortunado es aquél que ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado
todo iba bien. Más que afortunado. Bendecido. Era un hombre que había
encontrado su vocación, un hombre que podía decir, estoy exactamente donde
pertenezco, en el torbellino de mis talentos, mis intereses, mis pasiones.
Ernest no era un hombre religioso. Pero cuando abría su agenda cada
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muñana y veía los nombres de ocho o nueve personas queridas con las que
pasaría el día, se veía dominado por un sentimiento que sólo podía ser descrito
como religioso. En estas ocasiones tenía el deseo más profundo de dar las
gracias -a alguien, a algo- por haberle llevado hasta su vocación.
Había mañanas en las que buscaba a la luz del cielo de su victoriana calle
de Sacramento, a través de la niebla de la mañana, e imaginaba a sus
antepasados psicoterapeutas suspendidos en el amanecer.
-Gracias, gracias -diría como en una letanía. Les daba las gracias a todos,
a todos los curanderos que se habían ocupado de la desesperación. Primero, los
antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visibles: Jesús, Buda,
Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes precursores: Nietzsche,
Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler,
Horney, Sullivan, Fromm y el rostro sonriente y agradable de Ferenczi.
Hace unos cuantos años, respondieron a su grito de angustia cuando,
después de su formación como residente, cayó en la típica decisión de todo
neuropsiquiatra joven y ambicioso y se dedicó a la investigación en
neuroquímica: el rostro del futuro, el terreno por excelencia para la
oportunidad personal. Los antecesores sabían que había perdido su camino. Él
no pertenecía a la ciencia de laboratorio. Ni a la práctica psicofarmacológica
dispensadora de recetas médicas.
Ellos le enviaron un mensajero -un curioso mensajero de energía- para
transportarle hasta su destino. Hasta este día Ernest no supo cómo decidió
hacerse terapeuta. Pero recordaba cuándo. Recordaba el día con sorprendente
claridad. Y recordaba al mensajero, también: Seymour Trotter, un hombre al
que vio tan sólo una vez, y que cambió su vida para siempre.
Seis años antes, el director del departamento de Ernest le había
designado para que se dedicara durante un trimestre a las tareas propias del
Comité de Ética Médica del Hospital Stanford, y la primera actuación
disciplinaria de Ernest fue la del caso del doctor Trotter. Seymour Trotter era un
patriarca de la psiquiatría comunitaria de setenta y un años de edad y antiguo
presidente de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría. Había sido acusado
por mala conducta sexual con una paciente de treinta y dos años.
Por esa época Ernest era un profesor asistente de psiquiatría, justo
cuando llevaba cuatro años de residencia. Investigador en neuroquímica a
tiempo completo, era completamente ingenuo en lo relativo al mundo de la
psicoterapia; demasiado ingenuo para saber que se le había asignado este caso
porque nadie más lo habría aceptado: todos los psiquiatras de más edad en
California del Norte veneraban y temían enormemente a Seymour Trotter.
Ernest eligió un austero consultorio administrativo de hospital para la
entrevista y trató de tener una apariencia oficial, mirando el reloj mientras
esperaba al doctor Trotter, con la carpeta que contenía el expediente ante él,
sobre la mesa de trabajo, sin abrir. Para permanecer imparcial, Ernest había
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instintos adecuados. Carl Rogers solía decir, "No malgastéis vuestro tiempo
formando terapeutas: es mejor emplear el tiempo en seleccionarlos." Siempre
pensé que había mucho de verdad en eso.
»Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? Ah, cómo llegó ella hasta mí: su
ginecólogo, a quien adoraba, fue un antiguo paciente mío. Le dijo que yo era un
tipo normal, no un farolero, y dispuesto a mancharme las manos. Me buscó en
la biblioteca y le gustó un artículo que escribí hace quince años en el que analizo
el concepto de Jung sobre la invención de un nuevo lenguaje terapéutico para
cada paciente. ¿Conoce usted ese trabajo? ¿No? Revista de Ortopsiquiatría. Le
enviaré a usted una separata. Fui incluso mas lejos que Jung. Sugería que
solemos inventar una nueva terapia para cada paciente, que nos tomamos en
serio la noción del carácter único de cada paciente y desarrollamos una
psicoterapia única para cada uno.
»¿Café? Sí, tomaré un poco. Cargado. Gracias. De manera que así es
como llegó hasta mí. ¿Y la siguiente pregunta que debería usted hacer, doctor
Lash? ¿Entonces por qué? Exactamente. Esta es la pregunta. Siempre una
pregunta de alta prioridad que hay que hacer a un nuevo paciente. La
respuesta: actuación sexual peligrosa. Incluso ella podía verlo. Siempre había
hecho algo de esto, pero la cosa se estaba desmadrando. Imagine, conduciendo
al lado de furgonetas o camiones por la carretera -suficientemente altos para
que el conductor pueda ver- y que entonces se suba la falda y se masturbe; a
ciento veinte kilómetros por hora. Una locura. Después, que ella tome la
siguiente salida, si el conductor la sigue y se para, sube a su cabina y le hace
una mamada. Un asunto explosivo. Y como éste a montones. Estaba tan fuera
de control que cuando estaba aburrida, entraba en algún bar de mala muerte de
San José, a veces de chicanos, otras de negros, y se llevaba a alguien. Disfrutaba
en las situaciones peligrosas rodeada de hombres desconocidos, potencialmente
peligrosos. Y el peligro no sólo venía de los hombres, sino de las prostitutas que
no podían admitir que les quitara su negocio. Fueron una amenaza para su vida
y tenía que estar desplazándose de un sitio para otro. ¿Y el sida, los herpes, el
sexo seguro, los condones? Como si nunca hubiera oído hablar de ellos.
»Así era, más o menos, Belle cuando empezarnos. ¿Se ha hecho una idea?
¿Tiene usted preguntas que hacer o puedo continuar? De acuerdo. Así que, de
alguna manera, pasé todas sus pruebas en nuestra primera sesión. Volvió una
segunda vez, y una tercera, y empezamos el tratamiento, dos veces, en
ocasiones tres veces, a la semana. Tardé una hora completa en hacerme cargo de
la historia detallada de su trabajo con todos los terapeutas anteriores. Esta es
siempre una buena estrategia cuando estás viendo a un paciente difícil, doctor
Lash. Averiguar cómo le trataron, y después tratar de evitar sus errores.
¡Olvidar esa mierda de que el paciente no está preparado para la terapia! Es la
terapia la que no está preparada para el paciente. Pero tienes que ser lo
suficientemente audaz y creativo para confeccionar una nueva terapia para cada
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paciente.
»Belle Felini no era una paciente a la que uno se pudiera acercar con una
técnica tradicional. Si permanezco en mi papel profesional normal -asumiendo
una historia, reflexionando, empatizando, interpretando- ¡puf!, desaparece.
Créame. Sayonara. Auf Wiedersehen. Eso es lo que ella hizo con cada uno de los
terapeutas que había visto, y muchos de ellos gozaban de buena reputación. Ya
conoce usted la vieja historia: la operación fue un éxito, pero el paciente murió.
»¿Qué técnicas empleé? Me temo que no entendió usted lo que he
querido decir. ¡Mi técnica consiste en abandonar toda técnica! Y ésta debería ser
su norma también, si se convierte usted en un terapeuta. Traté de ser más
humano y menos mecánico. Yo no proyecto un plan terapéutico sistemático;
usted tampoco lo hará después de cuarenta años de práctica. Lo que hago es
confiar en mi intuición. Pero para usted, como principiante, eso no es lo justo.
Mirándolo ahora, me doy cuenta de que el aspecto más sorprendente de la
patología de Belle era su impulsividad. Ella tiene un deseo, bingo, tiene que
actuar para hacerlo realidad. Recuerdo que quería incrementar su tolerancia a la
frustración. Éste fue mi punto de partida, mi primer objetivo en la terapia,
quizás el principal. Veamos, ¿cómo empezarnos? Resulta difícil recordar el
comienzo, después de tantos años, sin mis notas.
»Le dije a usted que las perdí. Veo la duda en su cara. Las notas se han
ido. Desaparecieron cuando me trasladé de consulta hace unos dos años. No
tiene más remedio que creerme.
»Los recuerdos principales que tengo se refieren a que, al principio, las
cosas fueron mucho mejor de lo que podía haber imaginado. No estoy muy
seguro de por qué, pero le gusté a Belle inmediatamente. No pudo haber sido
por mis atractivos. Me acababan de operar de cataratas y mi ojo parecía el de un
demonio. Y mi ataxia no mejoraba mi atractivo sexual... es una ataxia familiar,
cuyo origen está en el cerebelo, por si siente curiosidad. Definitivamente
progresiva... con un futuro como caminante de uno o dos años, y de tres o
cuatro en silla de ruedas. C'est la vie.
»Creo que le gusté a Belle porque la traté como a una persona. Hice
exactamente lo que está usted haciendo ahora; y quiero decirle, doctor Lash,
que aprecio lo que está haciendo. No leí ninguno de sus informes. Me metí en el
asunto a ciegas, queriendo estar completamente limpio. Belle no fue nunca un
diagnóstico para mí, ni alguien que estuviera en el límite, ni con desórdenes
alimentarios, ni con desórdenes compulsivos o antisociales. Éste es el modo en
que me acerco a todos mis pacientes. Y espero que yo no me convierta nunca en
un diagnóstico para usted.
»¿Que si pienso que hay lugar para el diagnóstico? Bien, sé que vosotros
los que os licenciáis ahora, y la totalidad de la industria psicofarmacéutica, vivís
del diagnóstico. Las revistas de psiquiatría están plagadas de discusiones sin
sentido sobre los matices del diagnóstico. Restos del naufragio en el futuro. Sé
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que es importante en algunas psicosis, pero juega un papel pequeño -de hecho,
un papel negativo- en la psicoterapia de cada día. ¿Ha pensado alguna vez
sobre el hecho de que es más fácil hacer un diagnóstico la primera vez que ve
un paciente, y que aquél se hace cada vez más difícil a medida que va
conociendo al paciente? Pregunte en privado a cualquier terapeuta
experimentado: ¡todos le dirán lo mismo! En otras palabras, la certeza es
inversamente proporcional al conocimiento. Vaya tipo de ciencia, ¿eh?
»Lo que le estoy diciendo, doctor Lash, no es exactamente que no hiciera
un diagnóstico de Belle; sino que no pensé en el diagnóstico. Sigo sin hacerlo. A
pesar de lo que ha sucedido, a pesar de lo que me ha hecho, sigo sin hacerlo. Y
creo que ella sabía eso. Nosotros éramos tan sólo dos personas que establecen
contacto. Y me gustó Belle. Siempre me gustó. ¡Me gustaba mucho! Y ella sabía
eso también. Quizás éste sea el asunto principal.
»Por entonces Belle no era una buena paciente para la conversación
propia de la terapia, no respecto al tipo normal. Impulsiva, orientada a la
acción, sin curiosidad por sí misma, no introspectiva, incapaz para la libre
asociación. Siempre fracasó en las tareas tradicionales de la terapia
-autoexamen, comprensión repentina- y después se sentía peor consigo misma.
Es por eso por lo que la terapia había sido siempre un fracaso. Y es por eso por lo
que yo sabía que tenía que captar su atención por otros medios. Es por eso por
lo que tuve que inventar una nueva terapia para Belle.
»¿Por ejemplo? Bien, permítame darle uno de la terapia inicial, quizás a
los tres o cuatro meses. Había estado centrado en su conducta sexual
autodestructiva y preguntándole qué es lo que realmente quería de los
hombres, incluido el primer hombre de su vida, su padre. Pero no llegaba a
ninguna parte. Era una verdadera resistente en lo relativo a hablar de su
pasado: ya había hecho demasiado de eso con otros loqueros, decía. También
tenía la concepción de que remover las cenizas del pasado era tan sólo una
excusa para eludir la responsabilidad personal de nuestras acciones. Había
leído mi libro sobre psicoterapia y me citaba esa cosa tan cierta. Odio eso.
Cuando los pacientes se resisten mediante las citas de tus libros, te tienen
cogido por los huevos.
»En una ocasión le pregunté por alguno de sus primeros sueños o
fantasías sexuales y finalmente, siguiéndome la corriente, describió una fantasía
recurrente de cuando tenía ocho o nueve años: fuera está diluviando, llega a
una habitación empapada y helada, y un hombre mayor la está esperando. Ella
abraza, le quita la ropa mojada, la seca con una gran toalla caliente, y le da un
chocolate caliente. Así que le sugerí que representáramos una representación: le
dije que saliera del consultorio y que entrara otra vez como si estuviera helada y
empapada de agua. Pasé por alto lo de desvestirla, desde luego, cogí una gran
toalla del cuarto de baño y la sequé con energía; sin ningún tipo de
comportamiento sexual, como hice siempre. Le "sequé" la espalda y el pelo,
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períodos, dos o tres días a la semana, ahora que podía estar sola, flotando sobre
el agua, y disfrutando de sus ensoñaciones sobre mí. Sabía que mi enfoque
constituía un riesgo, pero era un riesgo calculado. Iba a permitir la transferencia
positiva para construir así lo que podía utilizar para combatir su
autodestructividad.
»Y después de unos cuantos meses me hice tan importante para ella que
pude empezar a ejercer presión sobre su patología. Primero, me concentré en el
tema de la vida-a-la muerte: sida, la escena del bar, las mamadas del ángel-de-
misericordia de la carretera. Se hizo una prueba del sida, negativo, gracias a
Dios. Recuerdo la espera, de dos o tres semanas, de los resultados de la prueba.
Permítame que le diga, estuve tan preocupado como ella.
»¿Ha trabajado usted alguna vez con pacientes cuando están esperando
los resultados de la prueba del sida? ¿No? Bien, Ernest, ese período de espera es
un escaparate de oportunidades. Lo puedes utilizar para hacer algún trabajo
real. Por unos días los pacientes se enfrentan cara a cara con su propia muerte,
posiblemente por primera vez. Es un momento en el que puedes ayudarles a
examinar y reestructurar sus prioridades, a basar sus vidas y su conducta en las
cosas que realmente cuentan. Terapia de shock existencial, la denomino a veces.
Pero no con Belle. A ella no le desconcertó la espera. Era demasiado su rechazo.
Como muchos otros pacientes autodestructivos, Belle se sentía invulnerable en
las manos de cualquiera que no fuera ella.
»La instruí sobre el sida y sobre el herpes, que, milagrosamente tampoco
tenía, y sobre los procedimientos para practicar un sexo seguro. La preparé para
escoger hombres en lugares más seguros si tenía la necesidad absoluta de
hacerlo: clubes de tenis, reuniones de las Asociaciones de Padres y Profesores,
recitales en librerías. ¡Qué chica, Belle, qué habilidad! Podía arreglar una cita
con algún guaperas totalmente desconocido en cinco o seis minutos, a veces con
una desprevenida esposa tan sólo a unos tres metros de distancia. Tengo que
admitir que la envidiaba. La mayoría de las mujeres no aprecian su buena
fortuna a este respecto. ¿Puede ver usted a los hombres -especialmente una
ruina saqueada como yo- haciendo eso a voluntad?
»Una cosa sorprendente de Belle, dado lo que le he contado a usted hasta
ahora, era su absoluta honradez. En nuestras dos primeras sesiones, cuando
estábamos decidiendo trabajar juntos, expuse mi condición básica de la terapia:
honradez total. Ella tenía que comprometerse a compartir cada acontecimiento
importante de su vida: uso de drogas, demostración sexual impulsiva, cortes,
purgamientos, fantasías; todo. De otro modo, le dije, estábamos malgastando su
tiempo. Pero si era sincera en todo, podía contar conmigo absolutamente para
llevar con ella esto a buen término. Prometió serlo y cerramos nuestro contrato
estrechando solemnemente las manos.
»Y, hasta donde yo sé, ella mantuvo su promesa. De hecho, esto era parte
de mi punto de apoyo porque si hubiera resbalones durante la semana -si, por
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»¿No está usted seguro? Lo que parece tener relación es lo que hice -es
por eso por lo que estoy siendo juzgado- no por lo que yo sentí o pensé. ¡Nadie
da una mierda por eso en un linchamiento! Pero si desconecta usted la
grabadora durante un par de minutos, se lo cantaré. Considérelo como
instrucción. Usted ha leído Cartas a un joven poeta de Rilke, ¿no? Bien, considere
esto mi carta a un joven terapeuta.
»Bueno. Su pluma también, Ernest. Déjela y tan sólo escuche durante un
rato. ¿Usted quiere saber cómo me afectó esto a mí? Una mujer bella
obsesionada conmigo, que se masturba cada día mientras piensa en mí, que me
ruega que me acueste con ella, que me cuenta una y otra vez sus fantasías sobre
mí, en las que se frota su cara con mi esperma, o unta con éste las galletas de
chocolate, ¿cómo piensa usted que me hace sentir? ¡Míreme! Dos bastones, cada
vez peor, feo, mi cara está siendo engullida por sus propias arrugas, mi cuerpo
fofo, desmoronándose.
»Lo admito. Sólo soy un ser humano. Empezó a afectarme. Pensaba en
ella al vestirme en los días en que teníamos sesión. ¿Qué clase de camisa llevar?
Ella odiaba las rayas anchas; me hacían aparecer demasiado autosatisfecho,
decía. ¿Y qué loción después de afeitarme? A ella le gustaba más Royall Lyme
que Mennen, y yo podía vacilar cada vez sobre cuál utilizar. Generalmente me
daba Royall Lyme. Un día en su club de tenis encontró a uno de mis colegas -un
ganso, un auténtico narcisista que siempre está compitiendo conmigo- y tan
pronto oyó que tenía alguna conexión conmigo, se fue hacia él para hablarle
sobre mí. Su conexión conmigo la excitó, e inmediatamente se fue a casa con él.
Imagine, este gilipollas tirándose a esta mujer despampanante y sin saber que
es por causa mía. Y yo no puedo contárselo. Me cabreó.
»Pero experimentar fuertes emociones respecto a una paciente es una
cosa. Actuar en consecuencia es otra. Y yo luché contra ello; me analizaba
continuamente, consultaba con un par de amigos sobre la base de lo que iba
pasando, y trataba de ello en las sesiones. Una vez tras otra le dije que no había
la más mínima posibilidad de que alguna vez pudiera tener relaciones sexuales
con ella, que nunca más sería capaz de sentirme bien conmigo mismo si lo
hiciera. Le dije que necesitaba mucho más un buen terapeuta, que la cuidara,
que un amante anciano y decrépito. Pero reconocía la atracción que sentía hacia
ella. Le decía que no quería que se sentara tan cerca de mí porque el contacto
físico me estimulaba y me hacía menos efectivo como terapeuta. Adopté una
postura autoritaria: insistí en que mi visión a largo plazo era mejor que la suya,
que yo conocía cosas sobre su terapia que ella no podía conocer todavía.
»Sí, sí, puede usted volver a conectar la grabadora. Creo que he
contestado a su pregunta sobre mis sentimientos. De modo que seguimos así
durante más de un año, luchado contra los brotes de síntomas. Ella podía tener
muchos deslices, pero globalmente lo estábamos haciendo bien. Sabía que esto
no era una cura. Tan sólo estaba "conteniéndola," proporcionándole un entorno
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donde agarrarse, manteniéndola a salvo entre sesión y sesión. Pero podía oír el
tictac del reloj; cada vez estaba más inquieta y fatigada.
»Y entonces un día llegó pareciendo completamente agotada. Una nueva
mercancía, muy pura, estaba en las calles, y ella admitió que estaba muy cerca
de meterse algo de heroína. "No puedo seguir viviendo una vida de total
frustración -dijo-. Estoy tratando como una loca de hacer este trabajo, pero estoy
perdiendo ímpetu. Yo me conozco, yo me conozco, yo sé cómo funciono. Tú me
estás manteniendo viva y yo quiero colaborar contigo. Creo que puedo hacerlo.
Pero ¡yo necesito algún incentivo! Sí, sí, Seymour, sé lo que estás dispuesto a
decir: conozco tus posturas a fondo. Vas a decir que yo ya tengo un incentivo,
que mi incentivo es una vida mejor, sentirme mejor conmigo misma, no tratar
de matarme, respetarme a mí misma. Pero todo eso no es suficiente. Está
demasiado lejos. Demasiado etéreo. Necesito tocarlo. ¡Necesito tocarlo!
»Empecé a decir algo que la apaciguara, pero ella me cortó. Su
desesperación llegó al máximo y dio lugar a una proposición desesperada.
"Seymour, trabaja conmigo. A mi modo. Te lo ruego. Si he estado limpia
durante un año -realmente limpia, tú sabes lo que quiero decir: sin drogas, sin
purgamientos, sin escenas de bar, sin cortes, sin nada- entonces ¡prémiame!
¡Dame algún incentivo! Promete llevarme a Hawai durante una semana. Y
llévame allí como un hombre y una mujer, no como un loquero y una infeliz.
No sonrías, Seymour, hablo en serio, completamente en serio. Necesito esto.
Seymour, por una vez, pon mis necesidades por delante de las reglas. Trabaja
conmigo en esto."
»¡Llevarla a Hawai durante una semana! Sonríe usted, Ernest; yo
también. ¡Absurdo! Hice lo que usted hubiera hecho: me lo tomé a broma. Traté
de descartar ésta, como traté de descartar todas sus anteriores propuestas de
corrupción. Pero ésta no se iría. Había algo más convincente en su actitud que
no presagiaba nada bueno. Y más persistente. Ella no la saltaría. Yo no podría
apartarla de ella. Cuando le dije que era imposible, Belle empezó a negociar:
sacó a relucir el período de buena conducta de un año y medio, cambió Hawai
por San Francisco, y primero rebajó la semana a cinco días, y después lo dejó en
cuatro días.
»Entre sesiones, a pesar mío, me encontré pensando en la proposición de
Belle. No podía escapar. Mentalmente le iba dando vueltas al asunto. ¿Un año y
medio -dieciocho meses- de buena conducta? Imposible. Absurdo. Ella nunca
pudo hacerlo. ¿Por qué estábamos perdiendo nuestro tiempo hablando incluso
de ello?
»¿Pero en el supuesto -sólo como un experimento mental, me decía a mí
mismo- en el supuesto de que ella hubiera sido capaz realmente de cambiar su
conducta durante dieciocho meses? Ponga a prueba la idea, Ernest. Piense en
ello. Considere la posibilidad. ¿No estaría usted de acuerdo en que si esta
impulsiva mujer, dada a los excesos, hubiera desarrollado controles,
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sesión hablaba sobre mi edad. En tres o cuatro años estaría en una silla de
ruedas. En diez años tendría ochenta. Le pregunté que cuanto tiempo pensaba
que viviría. Los hombres de mi familia morían jóvenes. A mi edad, mi padre ya
se había pasado quince años en su ataúd. Ella me sobreviviría al menos
veinticinco años. Incluso empecé a exagerar mi afección neurológica cuando
estaba con ella. En una ocasión escenifiqué una caída intencionada, tal era el
grado de mi desesperación. Y la gente mayor no tiene mucha energía, le repetía.
Dormido a las ocho y media, le decía. Desde hace cinco años que no estoy
despierto para las noticias de las diez. Y mi pérdida de visión, mi bursitis en los
hombros, mi dispepsia, mi próstata, mi aerofagia, mi estreñimiento. Incluso
pensé en conseguir un audílono, por el efecto que causa.
»Pero todo esto fue una espantosa mete dura de pata. ¡Un error de ciento
ochenta grados! Sólo estimuló su apetito todavía más. Tenía un
encapricharniento algo malsano con la idea de mi estado enfermizo o
incapacitado. Tenía fantasías en las que me daba un ataque de apoplejía, mi
mujer me dejaba, y ella venía a vivir a casa para cuidarme. Una de sus
ensoñaciones favoritas le hacía ser mi enfermera: se ocupaba de hacerme el té,
de lavarme, de cambiarme las sábanas y el pijama, de ponerme polvos de talco
y después se quitaba la ropa y se acostaba cerca de mí, bajo las cálidas sábanas.
»Cuando habían pasado veinte meses, la mejoría de Belle era incluso más
acusada. Por su cuenta había conseguido meterse en Toxicómanos Anónimos y
asistía a tres reuniones por semana. Estaba haciendo trabajos como voluntaria
en escuelas marginales para instruir a las chicas adolescentes sobre la
anticoncepción y el sida, y había sido aceptada en un programa de posgrado de
la universidad local.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Cómo podía saber yo que me estaba diciendo la
verdad? Ya sabe, yo nunca dudé de ella. Sé que ella tiene sus defectos de
carácter, pero decir la verdad, al menos conmigo, parecía casi una compulsión.
Al principio de nuestra terapia -creo que mencioné esto antes- establecimos un
contrato que nos comprometía a decirnos mutuamente la verdad absoluta.
Hubo un par de veces, en las primeras semanas de la terapia, en las que ocultó
algunos episodios particularmente indecorosos de una actuación suya, pero no
pudo soportarlo; se puso frenética por ello, estaba convencida de que podía leer
su pensamiento y que la expulsaría de la terapia. En cada caso no pudo esperar
hasta la siguiente sesión para confesármela sino que tuvo que telefonearme
-una vez después de media noche para aclarar las cosas.
»Pero su pregunta es una buena pregunta. Había demasiado en juego en
este aspecto como para aceptar sin más su palabra, e hice lo que usted habría
hecho: verifiqué todas las fuentes posibles. Durante este tiempo me vi con su
marido un par de veces. Él rechazaba la terapia pero estaba de acuerdo en
intervenir para ayudar a acelerar el ritmo de la terapia de Belle, y corroboró
todo lo que ella había dicho. No sólo eso, sino que me dio permiso para
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de modo que ante tal eventualidad no tenía planes para la terapia posterior al
fin de semana. Traté de volver al asunto como de costumbre, pero después de
una o dos sesiones vi que tenía un problema. Es casi imposible que los amigos
íntimos vuelvan a una relación formal. A pesar de mis esfuerzos, un nuevo tono
de amorosa picardía reemplazó el trabajo serio de la terapia. Algunas veces
Belle insistía en sentarse en mis rodillas. Continuamente me daba abrazos, me
acariciaba, me manoseaba. Yo traté de rechazarla, traté de mantener un trabajo
serio, ético, pero, afrontémoslo, ya no había terapia.
»Puse el punto y final, y solemnemente sugerí que teníamos dos
opciones, o bien tratábamos de volver al trabajo serio, lo que significaba volver
a una relación más tradicional, sin contacto físico, o abandonábamos la
pretensión de estar haciendo terapia y tratábamos de establecer una relación
puramente social. Y "social" no significaba sexual: no quería agravar el
problema. Le dije a usted antes que ayudé a escribir las pautas para la condena
de aquellos terapeutas y pacientes que hayan tenido relaciones sexuales
posteriores a la terapia. Y también le dejé claro a ella, desde que ya no
continuábamos con la terapia, que ya no aceptaría más dinero suyo.
»Ninguna de aquellas opciones era aceptable para Belle. La vuelta al
formalismo propio de la terapia le parecía una farsa. ¿No es la relación
terapéutica el único lugar donde no te puedes andar con jueguecitos? Pero al no
pagar, eso era imposible. Su marido había puesto a un empleado en casa y
pasaba la mayor parte de su tiempo dando vueltas por el edificio. ¿Cómo podía
ella explicarle a dónde iba regularmente dos horas por semana si él no firmaba
regularmente los cheques de la terapia?
»Belle me recriminaba por mi estrecha concepción de la terapia.
"Nuestros encuentros íntimos, traviesos, tiernos, haciendo algunas veces bien el
amor, en tu diván: eso es terapia. Una buena terapia, también. ¿Por qué no
puedes verlo, Seymour? -preguntaba-. ¿No es la terapia efectiva una buena
terapia? ¿Has olvidado tus declaraciones sobre la 'única cuestión importante en
la terapia': ¿Funciona? ¿Y no está funcionando mi terapia? ¿No continúo
actuando bien? He permanecido limpia. Sin síntomas. Acabando el curso de
posgrado. He empezado una nueva vida. Tú me has cambiado, Seymour, y todo
lo que tienes para mantener el cambio es continuar dedicando dos horas a la
semana para estar cerca de mí."
»Belle era más lista que el hambre. Y cada vez era más lista. Yo no podía
poner en orden una contra argumentación para demostrar que no era una
buena terapia tal y como había quedado la situación.
»Sin embargo, yo sabía que esa situación no podía seguir. Yo la
disfrutaba demasiado. Poco a poco, demasiado poco a poco, caí en la cuenta de
que estaba metido en un gran lío. Cualquiera que nos viera a los dos juntos
llegaría a la conclusión de que estaba explotando la transferencia y utilizaba
esta paciente para mi propio placer. ¡O de que yo era un anciano gigoló
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altamente cotizado!
»No sabía qué hacer. Obviamente, no podía consultar con nadie: sabía lo
que me aconsejarían y no estaba preparado para adoptar una rápida decisión.
Ni podía transferirla a otro terapeuta, ella no hubiera ido. Pero para ser sincero,
no insistí mucho en esa decisión. Estoy preocupado por eso. ¿Hice lo correcto
por ella? Perdí el sueño varias noches pensando en que otro terapeuta le contara
todo sobre mí. Ya sabe cómo chismorrean los terapeutas entre ellos a propósito
de los terapeutas antiguos o anteriores a ellos; y, desde luego, estarían
encantados con un jugoso cotilleo a costa de Seymour Trotter. Sin embargo, no
podía pedirle a ella que me protegiera: mantener ese tipo de secreto sabotearía
su siguiente terapia.
»De modo que fueron aumentando los avisos para mi pequeña
embarcación pero, aun así, no estaba preparado en absoluto para la furia de la
tormenta que finalmente se desató. Una tarde al regresar a casa encuentro que
no hay luces encendidas, que mi mujer se había ido, y que en la puerta
delantera, clavadas con chinchetas, hay cuatro fotografías de Belle y yo: una nos
mostraba registrándonos en la recepción del hotel Fairmont; en otra estábamos,
maletas en mano, entrando juntos en nuestra habitación; la tercera era un
primer plano del impreso de registro del hotel: Belle había pagado con dinero
en efectivo y nos había registrado como el doctor y la señora Seymour. La
cuarta nos mostraba fundidos en un abrazo con una vista panorámica del
Golden Gate Bridge al fondo.
»Dentro, en la mesa de la cocina, encontré dos cartas: una del marido de
Belle a mi mujer, planteando que ella podría estar interesada en las cuatro
fotografías incluidas que reflejaban el tipo de tratamiento que su marido estaba
ofreciendo a su esposa. Decía que había enviado una carta similar al comité de
ética médica y finalizaba con una repugnante amenaza en la que sugería que si
volvía a ver de nuevo a Belle, un pleito sería lo menos importante por lo que la
familia Trotter habría de preocuparse. La segunda carta era de mi mujer: breve
y concisa, pidiéndome que no me molestara en dar explicaciones. Podía dejarlas
para su abogado. Me daba veinticuatro horas para que hiciera las maletas y me
fuera de casa.
»Así que, Ernest, eso nos trae hasta el momento presente. ¿Qué más
puedo contarle?
»¿Cómo consiguió las fotografías? Debió de contratar un investigador
privado para que nos siguiera. Qué ironía, ¡qué su marido optara por marcharse
tan sólo cuando Belle había mejorado! Pero, ¿quién sabe? Quizás había estado
buscando una escapatoria durante largo tiempo. Quizá Belle lo había quemado.
»Nunca vi a Belle de nuevo. Todo lo que sé son rumores de un amigote
que está en Pacific Redwood Hospital, y no son buenos rumores. Su marido se
divorció de ella y finalmente se largó del país con el activo de la familia. Había
sospechado de Belle durante meses, desde que había descubierto algunos
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condones en su bolso. Eso, desde luego, resulta más irónico: fue solamente
debido a que la terapia había refrenado su letal autodestructividad por lo que
ella estuvo dispuesta a utilizar condones en sus aventuras.
»Según lo último que he oído, el estado de Belle era terrible: vuelta al
grado cero. Toda la vieja patología apareció de nuevo: dos admisiones por
intentos de suicidio, muñecas cortadas en una ocasión, una seria sobredosis. Se
va a matar. Lo sé. Aparentemente probó a tres nuevos terapeutas, despedidos
sucesivamente, rechaza más terapia, y ahora le está dando a las drogas duras
otra vez.
»¿Y sabe usted qué es lo peor? Yo sé que podría ayudarla, incluso ahora.
Estoy seguro de ello, pero se me ha prohibido verla o hablar con ella por una
orden judicial, y bajo la amenaza de un severo castigo. Recibí varios mensajes
telefónicos de ella, pero mi abogado me advirtió que estaba en un gran peligro
y me ordenó que, si quería permanecer fuera de la cárcel, no respondiera.
Contactó con Belle y le informó de que, por orden judicial, no me estaba
permitido comunicarme con ella. Finalmente dejó de llamar.
»¿Qué vaya hacer? ¿Sobre Belle, quiere decir? Es una decisión peliaguda.
Me matará no ser capaz de responder a sus llamadas, pero no me gusta la
cárcel. Yo sé que podría hacer mucho por ella con diez minutos de
conversación. Incluso ahora. Extraoficialmente: desconecte la grabadora, Ernest.
No estoy seguro de si vaya ser capaz de acabar de dejar que se hunda. Ni
seguro de que pudiera vivir con ello.
»Así que, Ernest, esto es lo que hay. El final de la historia. Fin. Permítame
decirle, no es éste el modo en el que quería acabar mi carrera. Belle es el
personaje principal en esta tragedia, pero la situación también es catastrófica
para mí. Sus abogados la están apremiando para que reclame por daños, para
que consiga todo lo que pueda. Se darán un atracón: el pleito por mala práctica
profesional se presenta en un par de meses.
»¡Deprimido! Desde luego que estoy deprimido. ¿Quién no lo estaría? Yo
lo llamo una depresión apropiada. Soy un miserable, un triste viejo.
Desalentado, solo, lleno de dudas sobre mí mismo, acabando mi vida en la
desgracia.
»No, Ernest, no es una depresión que se pueda tratar con fármacos. No
es esa clase de depresión. Sin indicadores biológicos: síntomas psicomotrices,
insomnio, pérdida de peso; nada de eso. Gracias por el ofrecimiento.
»No, nada de suicidio, aunque admito que me siento atraído hacia la
oscuridad. Pero yo soy un superviviente. Me arrastro hasta la bodega y lamo
mis heridas.
»Sí, muy solo. Mi mujer y yo habíamos estado viviendo juntos por hábito
durante muchos años. Yo he vivido siempre para mi trabajo; mi matrimonio
siempre ha estado en la periferia de mi vida. Mi mujer siempre decía que yo
satisfacía todos mis deseos con la proximidad de mis pacientes. Y estaba en lo
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cierto. Pero no es por eso por lo que me dejó. Mi ataxia está progresando
rápidamente, y no creo que a ella le hiciera ninguna gracia la idea de
convertirse en mi enfermera a tiempo completo. Mi presentimiento es que ella
encontró una buena excusa para romper las ataduras con ese empleo. No puedo
culparla.
»No, no necesito ver a nadie para una terapia. Le dije que no estoy
clínicamente deprimido. Aprecio su interés, Ernest, pero sería un paciente
cascarrabias. Por el momento, como dije, me estoy lamiendo mis propias
heridas y soy bastante bueno lamiendo.
»Es bueno para mí si usted telefonea para comprobarlo. Me siento
conmovido con su ofrecimiento. Pero tómese las cosas con calma, Ernest. Soy el
cachorro fuerte de la camada. Estaré bien.»
Y diciendo eso, Seymour Trotter cogió sus bastones y dando bandazos
salió de la habitación. Ernest, todavía sentado, escuchaba el cada vez más lejano
golpear de los bastones en el pasillo.
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Ernest tenía tan sólo unos minutos antes de su primer paciente. Pero no
pudo resistir inspeccionar, una vez más, el último rastro de Seymour Trotter.
Querido Ernest:
Tan sólo tú, en estos endemoniados días de caza de brujas, manifestaste
preocupación por mi bienestar. Gracias: fue un fuerte apoyo. Estoy bien.
Perdido, pero sin querer ser encontrado. Te debo mucho, desde luego esta carta
y esta fotografía de Belle y yo. La que se ve al fondo es su casa, por cierto: a
Belle le ha venido una buena racha de dinero.
Seymour
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