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Irvin D.

Yalom Psicologíía y Literatura

IRVIN D.YALOM

Psicología y literatura

El viaje de la psicoterapia a la ficción

PAIDÓS

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

INTRODUCCIÓN

Sentí un estremecimiento cuando Basic Books, mi editorial durante las


tres décadas pasadas, me propuso por primera vez este libro. Siempre había
pensado en una antología como en una colección póstuma de la obra de un
escritor. O bien, si no póstuma, como una colección retrospectiva recopilada ya al
final de la carrera como escritor. De modo que me pareció que la propuesta era
justamente un jalón más, una etapa de la vida, otro triste recuerdo de la edad:
como cuando me jubilé en la universidad de Stanford; desarrollé el sarro senil,
los achaques en la rodilla; o dije adiós al tenis; o veía cómo mis hijos se iban
casando, cómo se establecían en sus profesiones o tenían sus propios hijos.
No obstante, de forma gradual, me fui haciendo a la idea de combinar un
libro de lectura y una exposición retrospectiva porque creía que ofrecía una
llamada a escena para muchos trabajos queridos y largamente olvidados. Con
ilusión desempolvé viejos archivos y releí mis queridos artículos que
concernían a cosas tales como el tratamiento hipnótico en la erradicación de
verrugas, los hematomas postparto, la agresión en el voyeurismo, el LSD,
Hemingway, las enfermedades orgánicas del cerebro en la senectud, la terapia
familiar para la colitis ulcerosa. Pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta
de que podía ser el único lector interesado en tal misteriosa, inconexa y, a
menudo, obsoleta colección. Por consiguiente, los devolví a su lugar (excepto el
artículo de Hemingway, que se salvó) y vi el acierto del punto de vista del
editor de que la lógica razón de ser de tal libro estaría en mostrar la trayectoria
de mi carrera como escritor en el progreso, durante treinta años, desde el
informe de investigación en las revistas profesionales hacia los escritos de
ficción.
Mis primeros libros fueron textos de psicoterapia. Mis trabajos más
recientes son novelas de psicoterapia. Por lo tanto tengo dos grupos de lectores:
los psicoterapeutas, a los que han sido destinados mis libros de texto durante su
preparación académica, y los lectores profanos en la materia, informalmente
interesados en la psicoterapia, quienes han sido atraídos por el formato de
relato de mi obra más reciente. Espero introducir en estas páginas a cada uno de
estos públicos hacia el otro polo de mi trabajo para descubrir de un modo suave
al lector lego en la materia una psicoterapia más teórica, desde una perspectiva
basada empíricamente y, por otra parte, inculcar en los terapeutas practicantes
una mayor consideración del aspecto clave que la narrativa juega en el proceso
de psicoterapia.
Este volumen refleja uno de mis intereses principales: la escritura. Desde

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el principio, en mi esfuerzo por comprender, iluminar y enseñar la psicoterapia,


he estado fascinado con dos de las principales aproximaciones a la terapia: la
terapia de grupo y la terapia existencial. Fui primeramente formado para
pensar como un científico de la medicina y mis textos de terapia de grupo
recogían, siempre que fuera posible, la investigación empírica. Más tarde, a
medida que exploraba el campo de la terapia existencial, me pareció evidente
que la investigación empírica tenía menos que ofrecer: las preguntas que están
en torno a las respuestas profundamente subjetivas de la condición humana no
se prestan a la investigación empírica. Por consiguiente, la mayor parte de mi
trabajo en terapia existencial se basa, primordialmente, en la investigación
filosófica: la mía propia y la de otros.
Este volumen da cuenta del poderoso interés en la narrativa que ha
estado escondido en todos mis escritos profesionales, se ha insertado de vez en
cuando en mis textos y, últimamente, en los últimos años, lo ha asumido todo.
Aunque puedo situar mi atracción por la literatura ya en mis primeros
años de vida, hubo un momento concreto en mi educación que supuso para mí
un punto de partida en lo relativo al poder de la narrativa. En mis dos primeros
años en la facultad de medicina tuve un rendimiento suficientemente bueno en
mis clases de ciencia básica. Como un estudiante diligente, siempre estaba entre
los primeros de mi clase, pero actuaba mecánicamente, sin pasión por ninguna
de las partes del currículo científico médico. Como estudiante de tercer año
trabajé como administrativo en psiquiatría y me fue asignada mi primera
paciente. Aunque hace mucho tiempo que olvidé su nombre, la recuerdo muy
bien: una joven, deprimida y pecosa lesbiana con unas largas y rojas trenzas
limitadas por unas espesas bandas de goma.
Estuve sumamente incómodo en nuestro primer encuentro. Era obvio
para ambos que yo no sabía casi nada de psiquiatría. Quizás eso supuso una
ayuda; estaba sumamente recelosa de mi especialidad (para ser precisos
aquellos eran tiempos en los que los actos homosexuales eran considerados
ilegales, y ella podía haber sido diagnosticada oficialmente como una desviada
sexual). Y no es sólo que yo fuera un ignorante en psicoterapia: tampoco sabía
nada en absoluto sobre lesbianas, aparte de un estimulante pasaje de Proust en
el que Swann espiaba a dos mujeres haciendo el amor.
¿Qué podía ofrecerle? Todo lo que podía hacer, decidí finalmente, era
permitirle ser mi guía y explorar su mundo tan bien como pudiera. Su
experiencia previa con hombres había sido horrenda, y yo fui el primero de mi
sexo que la escuchó respetuosa y atentamente. Su historia me conmovió.
Pensaba en ella a menudo entre encuentro y encuentro, y después de unas
semanas desarrollamos una tierna, e incluso, amorosa relación. Parecía
progresar rápidamente. ¿En qué medida su progreso era real? ¿Hasta qué punto
era ello una recompensa por escucharla e interesarme por ella? Nunca lo supe.
A todos los estudiantes de psiquiatría se nos pedía que presentáramos

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un caso en las conferencias semanales sobre casos. Cuando llegó mi turno,


observé en la sala con terror a mi auditorio de la facultad de psiquiatría, al igual
que a algunas lumbreras del Instituto Psicoanalítico de Boston. Finalmente, los
borré de mi mente, tragué saliva y empecé. Eso fue hace cuarenta años.
Recuerdo poco de la conferencia, aparte de la quietud y el profundo silencio en
la sala de conferencias cuando les expliqué los encuentros con mi paciente y el
desarrollo de nuestros mutuos sentimientos amorosos. Nadie se movía ni
tomaba notas y, al llegar el momento del debate, parecía extrañamente que
todos los psiquiatras habían olvidado hacer uso de las palabras. Para mi
asombro, muchos hicieron una generosa alabanza, incluso embarazosa, de mi
presentación; otros comentaron simplemente que mi intervención hablaba por
sí misma y no era necesario decir nada más.
Mi experiencia en aquella conferencia fue una revelación, un momento
de repentina, profunda y clarificadora comprensión. ¿Cómo había yo producido
tal interés en aquel público tan distinguido? Ciertamente no por la exposición
de alguna teoría clarificadora. Ni por la descripción de una línea de terapia
sistemática y efectiva. No, lo que yo había hecho era algo bastante diferente: yo
había transmitido la esencia de mi paciente y de nuestra relación en la forma de una
historia interesante. Siempre había sabido cómo contar historias y ahora creía
haber encontrado una vía para poner esa habilidad al servicio de un buen uso.
Salí de aquella conferencia, hace ahora cuarenta años, sabiendo que la
psiquiatría era mi vocación. Y ciertamente, sabiendo también que, de alguna
manera, todavía sin saber cómo, mi particular contribución a la psiquiatría sería
como narrador.
Además de las muchas introducciones de sección y de tres nuevos
ensayos sobre narrativa, el texto de este volumen es un extracto de mis libros y
artículos publicados y está editado con concisión, amenidad y continuidad. He
sido agraciado con la oportunidad de trabajar con mi hijo, Ben Yalom, en este
proyecto, un escritor y editor extraordinario. Él ha editado este volumen desde el
principio hasta el final, y estoy profundamente en deuda con él por sus expertos
consejos en la organización de este volumen, por el contenido de las
introducciones, y por la selección y edición de los extractos. También estoy
agradecido a mis editores de Basic Books: Joann Miller, por proponer este
volumen, y Gail Winston y John Donatich por apoyar el proyecto hasta el final.

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Capítulo 1
La literatura informa a la psicología
Estampas literarias
INTRODUCCIÓN

Las historias de la psicología a menudo empiezan con el advenimiento


del método científico y los psicólogos experimentales pioneros como Wundt y
Pavlov. Yo siempre he considerado esto una visión histórica corta de miras: la
disciplina de la psicología empezó mucho antes, en las obras de los grandes
pensadores psicológicos que escribieron sobre las más íntimas motivaciones
humanas: Sófocles, Esquilo, Eurípides, Epicuro, Lucrecio, Shakespeare, y,
especialmente para mí, los grandes novelistas psicológicos Dostoievski, Tolstoi,
y, posteriormente, Mann, Sartre y Camus. Freud se identificaba como un
científico, aunque ni una sola de sus grandes intuiciones naciera de la ciencia:
de forma invariable surgieron de su propia intuición, su imaginación artística y
su profundo conocimiento de la literatura y la filosofía.
Muchas veces me vuelvo hacia un gran escritor en busca de una frase o
de un recurso literario que me hagan darme cuenta cabal de algo de una forma
contundente y clara. Siguen algunos ejemplos de ello.
Aislamiento. Hay muchas formas de aislamiento. El aislamiento
interpersonal se refiere a la brecha existente entre uno mismo y los demás. Es
experimentado como soledad y puede mejorarse con una mayor capacidad para
desarrollar y mantener la intimidad con los otros. El aislamiento intrapersonal se
refiere a la falta de integración personal, a la existencia de partes escindidas de
uno mismo. El aislamiento existencial escinde de un modo más profundo: se
refiere a un abismo insalvable no sólo entre uno mismo y cualquier otro ser,
sino entre uno mismo y el mundo. En su mayor parte, el aislamiento existencial
se oculta de nosotros, pero, como ilustra este pasaje de Psicoterapia existencial, se
nos revela por lo general con la inminencia de la muerte.
Nadie puede quitarle a otro su propia muerte. 1 Aunque podemos estar

A lo largo de este volumen se utilizan bloques sombreados para indicar el nuevo texto escrito
que introduce y acompaña al material extractado que contiene.
Los números entre corchetes en las notas a pie de página remiten al número de la nota anterior
de ese mismo capítulo en que se encuentra la cita completa de una referencia bibliográfica.
1
M. Heidegger, Being and Time, traducido por J. Macquarrie y E. Robinson, Nueva York, Harper

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rodeados de amigos, aunque otros pueden morir por la misma causa, incluso
aunque otros mueran al mismo tiempo (como en la práctica del antiguo Egipto
de matar y enterrar a los sirvientes con el faraón, o en los pactos de suicidio), en
el nivel más fundamental, morir sigue siendo todavía la experiencia humana
más solitaria.
Todohombre, la moralidad medieval mejor conocida, retrata de una forma
poderosa y simple la soledad del hombre que se encuentra con la muerte. 2
Todohombre es visitado por la muerte, la cual le informa que debe iniciar su
última peregrinación hacia Dios. Todohombre le suplica misericordia, pero en
vano. La muerte le informa de que debe prepararse para el día del que «ningún
hombre vivo puede escapar». En su desesperación, Todohombre trata
apresuradamente de encontrar ayuda. Asustado y, por encima de todo, aislado,
ruega a los demás que le acompañen en su viaje. El personaje Familiares
rechaza el ir con él:

Sé un hombre alegre
tómatelo con la moral alta y no gimas
pero de una cosa te quiero avisar por santa Ana
como ha de pasar conmigo, irás solo.

Como hace la prima de Todohombre que alega estar indispuesta:

¡No, por nuestra Señora! Tengo calambre en la punta del pie


no confíes en mí. Puesto que así, Dios me asista
te engañaré cuando más lo necesitas.

Es abandonado del mismo modo por cada uno de los demás personajes
alegóricos de la obra: Fraternidad, Bienes Mundanos y Conocimiento. Incluso
sus atributos le abandonan:

Belleza, fuerza y criterio.


Cuando la muerte exhala su aliento
todo se aleja de mí con gran celeridad.

Todohombre finalmente se salva de su aislamiento existencial porque


una figura, Buenas Obras, desea ir con él incluso hasta la muerte. Y, en efecto,
ésta es la moral cristiana de la obra: las buenas obras, dentro del contexto de la
religión, proporcionan un apoyo contra el supremo aislamiento. El hombre
& Row, 1962, pág. 284 (trad. cast.: El ser y el tiempo, Madrid, FCE, 9a ed., 1993).
2
Everyman, en The Norton Anthology of English Literature, editado por M. Abrams y otros, vol. 1,
Nueva York, W. W. Norton, 1962, págs. 281-303. R. Bollendorf, disertación doctoral inédita,
Northern Illinois University, 1976.

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secular de hoy en día, que no puede o ni quiere aceptar la fe religiosa, debe


igualmente hacer el viaje en solitario.
Aislamiento. Si no aceptamos el aislamiento existencial, tendemos a
buscar consuelo en nuestras relaciones interpersonales. Más que relacionarnos
auténticamente, generosamente, utilizamos al otro para una función. En este
pasaje de Psicología existencialesta, recurro a la obra de Lewis Carroll en mi
discusión sobre sobre una de tales funciones: utilizar al otro para confirmar
nuestra existencia.
«Lo peor de estar solo, la idea que me saca de quicio, es que en un
momento como éste, puede que nadie en el mundo esté pensando en mí». Así se
expresaba un paciente en una sesión de grupo, un paciente que había sido
hospitalizado debido a un ataque de pánico cuando se encontraba solo. Hubo
un acuerdo instantáneo con respecto a esta experiencia entre los demás
miembros de este grupo de terapia con pacientes hospitalizados. Uno de
diecinueve años de edad, que había sido hospitalizado por haberse cortado las
venas después de la ruptura de una relación romántica, dijo simplemente:
«¡Preferiría estar muerto a estar solo!». Otro dijo, «Cuando estoy solo, es cuando
oigo voces. ¡Quizá las voces que oigo son un modo de no estar solo!», (una
fascinante explicación fenomenológica de la alucinación). Otra paciente que, en
varias ocasiones, se había mutilado, afirmaba que lo había hecho debido a su
desesperación por la relación tan insatisfactoria que mantenía con un hombre.
Sin embargo, no podía dejarlo porque sentía terror a estar sola. Cuando le
pregunté qué es lo que le aterrorizaba de la soledad, dijo con una cruda y
directa lucidez psicótica: «Cuando estoy sola no existo».
La misma dinámica habla por boca de los niños con sus incesantes
peticiones, «Mira, mira», «Mírame»: se requiere la presencia del otro para hacer
real la realidad. (Aquí, como en otro lugar, cito la experiencia del niño como
una manifestación anterior, no como causa, de un conflicto subyacente.) Lewis
Carroll expresó maravillosamente en A través del espejo la cruda creencia,
mantenida por muchos pacientes, de que «Existo tan sólo en la medida en que
soy pensado». Alicia, Tweedledee, y Tweedledum se encuentran durmiendo al
Rey Rojo:

—Ahora está soñando —dijo Tweedledee—, ¿y en qué pensáis que está


soñando?
—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.
—¡Vaya!, ¡en ti! —exclamó Tweedledee, dando palmadas triunfalmente—. Y si
él dejara de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?
—Donde estoy ahora, desde luego —dijo Alicia.
—¡Tú no! —replicó Tweedledee despectivamente—. No estarías en ninguna
parte. ¡Vaya!, ¡tú eres sólo una cosa en este sueño!
—Si ese rey que hay ahí se despertara —añadió Tweedledum—, te apagarías,
¡bang!, ¡justo igual que una vela!

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—¡No lo haría! —exclamó Alicia con indignación—. Además, si yo soy sólo una
cosa en su sueño, ¿qué eres tú, me gustaría saberlo?
—Ídem —dijo Tweedledum.
—¡Ídem de ídem! —gritó Tweedledee.
Gritó esto tan alto que Alicia no pudo ayudar diciendo:
—¡Shh! Lo vas a despertar, me temo, si haces tanto ruido.
—Bien, de nada sirve tu charla sobre despertarle —dijo Tweedledum—cuando
tú eres tan sólo una de las cosas de su sueño. Tú sabes muy bien que no eres
real.
—¡Yo soy real! —dijo Alicia, y empezó a llorar.
—No te harás un poco más real a base de llorar —subrayó Tweedledee—. No
hay nada por lo que llorar.
—Si no fuera real —dijo Alicia riendo a través de sus lágrimas, tan ridículo
como parecía todo— No sería capaz de llorar.
—¿No creerás que ésas son lágrimas reales? —interrumpió Tweedledum con un
tono de gran desprecio.3

Amor y libertad. La subagrupación en los grupos de psicoterapia,


especialmente el emparejamiento romántico, resulta por lo general
destructivo para el grupo. Pero en ocasiones, si dos pacientes
involucrados románticamente están altamente comprometidos con su
trabajo en la terapia y desean analizar su relación, puede extraerse un
beneficio considerable de ello. En una extensa viñeta de The Theory and
Practice of Group Psychotherapy, describo la historia de Jan y Bill,
miembros de un grupo de terapia a largo plazo con pacientes no
hospitalizados, quienes durante un breve período de tiempo, se
comprometieron sexualmente y permanecieron en el grupo para analizar
lo que la relación podía enseñarles respecto a ellos mismos. En el extracto
siguiente se dicute el uso que hace Bill de varias ideas sobre el amor y la
libertad de la novela de Camus La caída.

Durante muchas sesiones, el grupo se enfrascaba en temas tales como, el


amor, la libertad y la responsabilidad. Jan, cada vez con mayor franqueza, se
enfrentaba a Bill. Ella le empujó levemente preguntándole exactamente en qué
medida se sentía atraído por ella. Él se sintió violento y aludió tanto a su amor
por ella como a su falta de inclinación por establecer una relación duradera con
una mujer. En realidad, él se encontraba «desconectado» ante toda mujer que
quisiera una relación a largo plazo.
Me acordé de una actitud comparable hacia el amor en la novela La caída,
donde Camus expresa la paradoja de Bill con una claridad aplastante:

3
L. Carrol, citado en J. Solomon, «Alice and the Red King» International Journal of
Psychoanalysis 44, 1963, págs. 64-73.

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No es cierto, después de todo, que nunca haya amado. Al menos concebí


un gran amor en mi vida, del cual siempre fui el objeto […] únicamente la
sensualidad dominaba mi vida amorosa […] En todo caso, mi sensualidad (para
limitarme a ello) era tan real que incluso por una aventura de diez minutos
habría renegado de padre y madre, incluso aunque fuera a arrepentirme
amargamente de ello. En efecto, especialmente por una aventura de diez
minutos, e incluso más, de estar seguro que no dejaría secuelas. 4

El terapeuta de grupo, si estaba para ayudar a Bill, tendría que asegurar


que había de haber una secuela.
Bill no quería cargar con la depresión de Jan. Habría mujeres por todo el
país que le amarían (y cuyo amor le haría sentirse vivo), aunque para él estas
mujeres no tenían una existencia independiente. Prefería pensar que sus
mujeres cobraban vida cuando él aparecía para ellas. Una vez más, Camus
hablaba por él:

Podría vivir felizmente sólo con la condición de que todos los


individuos sobre la tierra, o el número más grande posible de ellos, se volvieran
hacia mí, eternamente en suspenso, desprovistos de una vida independiente y
preparados para responder a mi llamada en todo momento, condenados, en
resumen, a la esterilidad hasta el día en que me dignara favorecerlos. En
resumidas cuentas, para que yo viva felizmente sería esencial que las criaturas
elegidas por mí no vivieran en absoluto. Deberían recibir su vida,
esporádicamente, solamente por mandato mío.5

Jan presionaba implacablemente a Bill. Le dijo que había otro hombre


que estaba seriamente interesado por ella, y le rogaba a Bill que fuera franco
con ella, que fuera sincero sobre sus sentimientos hacia ella, que la dejara libre.
Por ahora Bill estaba bastante seguro de que ya no deseaba a Jan. (En realidad,
como tuvimos que saber más tarde, había ido creciendo su compromiso de
forma gradual con la mujer con la que vivía.) Sin embargo, no podía permitir
que las palabras pasaran a sus labios; un tipo extraño de libertad, que el mismo
Bill iba comprendiendo cada vez más: la libertad de tomar pero no de
renunciar. (Camus otra vez: «Creedme, para ciertos hombres al menos, ¡no
tomar aquello que no desean es lo más duro del mundo!») 6 Insistía en que se le
había concedido la libertad de elegir sus placeres, aunque, como llegó a
vislumbrar, no tenía la libertad de elegir por sí mismo. Casi invariablemente, su
elección tenía como resultado un concepto menos bueno de sí mismo. Cuanto
mayor era el odio hacia sí mismo, más compulsiva, menos libre, era su ciega
persecución de las conquistas sexuales que le ofrecían solamente un bálsamo
4
A. Camus, The Fall, Nueva York, Vintage Books, 1956, pág. 58 (trad. cast.: La caída, Madrid,
Alianza, 4ta. ed., 1998).
5
Ibid., pág. 68.
6
Ibid , pág. 63.

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fugaz.

La transferencia —esto es, nuestra proclividad a experimentar a


otro de un modo irracional— es particularmente compleja en los grupos
de terapia donde los pacientes deben relacionarse no sólo con el
terapeuta, que ostenta una posición de gran autoridad en elgrupo, sino
con los demás miembros. En esta selección perteneciente a The Theory and
Practice of Group Psychotherapy, me baso en Guerra y Paz de Tolstoi para
esclarecer la naturaleza de la transferencia.

Freud era muy sensible al poderoso e irracional modo en que los


miembros de un grupo ven a su líder, e hizo una importante contribución
analizando sistemáticamente este fenómeno y aplicándolo a la psicoterapia. No
obstante, obviamente, la psicología del miembro del grupo y del líder ha
existido desde las más tempranas agrupaciones humanas y Freud no fue el
primero en darse cuenta de ello. Para citar solamente un ejemplo, en el siglo
XIX, Tolstoi fue profundamente conciente de las sutiles complejidades de la
relación miembro-líder en los dos grupos más importantes de su tiempo: la
iglesia y el ejército. Su comprensión de la sobrevaloración del líder proporciona
a Guerra y paz la mayor parte de su patetismo y riqueza. Consideremos la
opinión de Rostov sobre el zar:

Se encontraba completamente entregado a un sentimiento de felicidad


cuando el zar se encontraba cerca. Solamente su proximidad, por sí misma, le
compensaba para el resto del día. Era feliz, como un amante es feliz cuando ha
llegado el momento de un encuentro largamente esperado. No sentía su
proximidad mirando atrevido en torno a sí desde la primera fila, sino por un
instante de éxtasis en el que no miraba a ninguna parte. Y lo sentía no sólo por
el sonido de las pisadas de los cascos en la cabalgata que se aproximaba, lo
sentía porque a medida que el zar estaba más cerca todo se hacía más brillante,
más alegre e importante y más festivo. Cada vez más y más cerca se desplazaba
este sol, tal y como le parecía a Rostov, derramando en torno a él rayos de una
suave y majestuosa luz, hasta que se sentía envuelto en ese, oía su voz, esa voz
acariciadora, tranquila, majestuosa, y, aún así, sencilla […] Y Rostov despertó y
salió a deambular por entre las hogueras, soñando en la felicidad de morir, no
salvando la vida del emperador, (en la que no osaba soñar) sino sencillamente
morir ante los ojos del emperador. Realmente sentía amor por el zar y la gloria
de las fuerzas armadas rusas, y la esperanza de la victoria que habría de venir.
Y él no era el único hombre que se sentía así en aquellos días memorables de la
batalla de Austerlitz: nueve de cada diez hombres del ejército ruso estaban en
aquel momento enamorados, aunque menos extasiadamente, con su zar y con
la gloria de las fuerzas armadas rusas.7
7
L. Tolstoi, War and Peace, Nueva York, Modern Library, 1931, pág. 231 (trad. cast.: Guerra y paz,
Madrid, Alba, 1997).

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En efecto, parecería que la inmersión en el amor de un líder es un


prerrequisito para la guerra. ¡Cuan irónico resulta que, probablemente, haya
habido más muertes bajo los auspicios del amor que del odio!
Napoleón, ese consumado líder de los hombres, según Tolstoi, no
ignoraba de la transferencia, ni dudó en utilizarla al servicio de la victoria. En
Guerra y paz, le hizo pronunciar este despacho a sus tropas en la víspera de la
batalla:

¡Soldados! Yo mismo dirigiré vuestros batallones. Me protegeré del fuego, si


vosotros, con vuestra habitual bravura, lleváis la derrota y el desorden a las filas
del enemigo. Pero si por un momento la victoria resulta dudosa, veréis a
vuestro emperador expuesto al ataque más encarnizado del enemigo, porque
ahí no puede darse incertidumbre alguna sobre la victoria, especialmente en
este día, cuando es una cuestión de honor de la infantería de Francia, sobre la
que descansa el honor de nuestra nación.8

Una de las fuentes fundamentales de la ansiedad, desde un marco de


referencia existencial, es el sinsentido. Parecemos ser criaturas en busca de
significado que son lanzadas a un universo y un mundo que carece
intrínsecamente de significado. En la siguiente selección de Psicoterapia
Existencial extraigo pasajes de la obra de Sartre Las moscas para ilustrar varios
modos posibles de crear la sensación del significado de la vida.
Más que ningún otro filósofo de este siglo, Sartre ha sido inflexible en su
visión de un mundo carente de sentido. Su posición sobre el significado de la
vida es lacónica y despiadada: «Todas las cosas existentes nacen sin razón
alguna, continúan en la precariedad y mueren por accidente. [...] Es un
sinsentido que hayamos nacido; es un sinsentido que muramos». 9 La visión de
Sartre sobre la libertad le deja a uno sin la sensación del sentido personal y sin
directrices para la conducta; en efecto, muchos filósofos han sido sumamente
críticos con el sistema filosófico sartreano precisamente debido a la carencia de
un componente ético. La muerte de Sartre en 1980 puso fin a una carrera
prodigiosamente productiva, y su tratado sobre ética, largamente prometido
nunca fue escrito.
No obstante, en su obra de ficción, Sartre a menudo retrataba individuos
que descubren algo por lo que vivir y algo con lo que vivir. La descripción de
Sartre sobre Orestes, el héroe de su obra Las moscas (Les Mouches) es
particularmente ilustrativa.10 Orestes, criado fuera de Argos, viaja a casa para

8
Ibid., pág. 245
9
J. P. Sartre, citado en R. Hepburn, «Questions about the Meaning of Life», Religious Studies 1,
1965, págs. 125-140.
10
J. P. Sartre, No Exit and Three Other Plays, Nueva York, Vintage Books, 1955 (trad. cast.: Las
moscas, Madrid, Alianza, 6a ed.)

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encontrar a su hermana Electra y juntos vengan la muerte de su padre


(Agamenón) matando a los asesinos: su madre, Clitemnestra y su marido,
Egisto. A pesar de las afirmaciones explícitas de Sartre sobre la falta de sentido
de la vida, su obra puede leerse como un viaje hacia el significado. Seguiré a
Orestes cuando busca valores en los que basar su vida. Orestes primero busca
significado y un propósito en su vuelta a casa, raíces y camaradería:

Trata de comprender que quiero ser un hombre que pertenece a alguna


parte, un hombre entre camarada. Tan sólo considéralo. Incluso el esclavo
doblado bajo su carga, que cae por la fatiga y mira sin ánimo el terreno y el pie
hay frente a él, incluso el pobre esclavo puede decir que está en su ciudad,
como un árbol está en un bosque o una hoja sobre el árbol. Argos le rodea por
completo, cálido, compacto y confortable. Sí, Electra, sería felizmente ese
esclavo y gozaría de ese sentimiento de percibir la ciudad en torno a mí como
un manto y acurrucarme en él.11

Más tarde cuestiona su propia conducta en la vida y se da cuenta de que


siempre ha hecho lo que ellos (los dioses) deseaban para poder encontrar la paz
dentro del poder establecido.

De manera que esa es la razón de las cosas. Vivir en paz: siempre una
paz perfecta. Ya veo. Siempre diciendo «perdón» y «gracias». Eso es lo que se
quiere, ¿eh? La razón de las cosas. Su Razón de las Cosas.12

En este momento de la obra Orestes se desprende de golpe de su anterior


sistema de significado y entra en la crisis de la falta de sentido:

Qué cambio se ha operado en todas las cosas […] hasta ahora yo sentía
algo cálido y viviente en torno a mí, como una presencia amigable. Ese algo
acaba de morir. Qué vacío. Qué vacío sin fin.13

Orestes, en ese momento, da el salto que Sartre dio en su vida personal:


no un salto a la fe (aunque ello descanse sobre un argumento no más sólido que
un salto de fe) sino un salto al «compromiso», a la acción, a un proyecto. Dice
adiós a los ideales de la comodidad y la seguridad y persigue, con la ferocidad
del cruzado, su propósito recién descubierto:

Yo digo que hay otro camino: mi camino. Que no puedes verlo. Empieza
aquí y desciende hasta la ciudad. Debo bajar a las profundidades que te
secundan. Porque vives enteramente en la base de un abismo. [...] Espera. Dame

11
Ibid., pág. 91.
12
Ibid., pág. 92.
13
Ibid.

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tiempo para decirle adiós a todas las claridades, las etéreas claridades que
fueron mías. [...] Ven, Electra, mira nuestra ciudad. [...] Me rechaza con sus altos
muros, sus rojos tejados, sus puertas cerradas. Y, aún así, es mía si la quiero. Me
convertiré en un hacha y abriré esos muros por la mitad.14

El nuevo propósito de Orestes evoluciona rápidamente, y asume una


carga similar a la de Cristo:

Escucha, todas esas gentes temblando de miedo en sus oscuras


habitaciones, suponiendo que yo me hago cargo de todos sus crímenes.
Suponiendo que me propongo ganar el nombre de «escamoteador-de-culpas» y
que acumularé sobre mí todos sus remordimientos.15

Más tarde, Orestes, desafiando a Zeus, decide asesinar a Egisto. Su


declaración en ese momento indica un claro sentido de su determinación:
escoge la justicia, la libertad y la dignidad, e indica que él sabe lo que es «justo»
en la vida.

No me importa Zeus. La justicia es un asunto entre hombres y yo no


tengo un Dios que me instruya. Es justo aplastarte como la bestia inmunda que
eres, y liberar a las gentes de tu maligna influencia. Es justo devolverles su
sentido de la dignidad humana.16

Y está feliz de haber encontrado su libertad, su misión y su camino.


Aunque Orestes debe llevar la carga de ser el asesino de su madre, es mejor así
que no tener misión alguna, sentido alguno, que deambular sin rumbo fijo por
la vida.

Cuanto más pesada sea la carga, más complacido estaré; porque esa
carga es mi libertad. Tan sólo ayer caminaba por la tierra al azar; miles de
caminos recorrí que no llevaron a ninguna parte, porque eran otros los caminos
de los hombres. [...] Hoy tengo tan sólo una senda y el cielo sabe adonde
conduce. Pero es mi camino.17

Entonces Orestes encuentra otro sentido, y para Sartre, un importante


sentido: que no hay un sentido absoluto, que está solo y debe crear su propio
sentido. Le dice a Zeus:

De pronto, cuando menos te lo esperabas, la libertad cayó sobre mí con


gran estrépito y me enamoró perdidamente. Mi juventud la trajo el viento, y sé

14
Ibid., pág. 94.
15
Ibid.
16
Ibid., pág. 105.
17
Ibid., pág. 108.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

que estoy solo [...] y que no quedó nada en el cielo, justo o equivocado, ni nadie
para darme órdenes. [...] Estoy condenado a no tener otra ley que la mía propia.
[...] Cada hombre debe encontrar su propio camino.18

Cuando propone abrir los ojos de las gentes de la ciudad, Zeus declara
enérgicamente que, si Orestes arranca los velos de sus ojos «verán sus vidas
como son: abyectas y fútiles». Pero Orestes mantiene que ellos son libres, que es
justo que afronten su desesperación y pronuncia su famoso manifiesto
existencial: «La vida humana empieza más allá de la desesperación». 19
Un propósito final, la autorrealización, surge cuando Orestes coge la
mano de su hermana para iniciar su viaje. Electra pregunta, «¿A dónde?» y
Orestes responde:

Hacia nosotros mismos. Más allá del río y las montañas están un Orestes
y una Electra esperándonos y debemos recorrer nuestro paciente camino hacia
ellos.20

Y así, Sartre —el mismo Sartre que dijo que «el hombre es una pasión
fútil», y que «es un sinsentido el haber nacido; es un sinsentido que
muramos»— llegó a una posición en la ficción valora claramente la búsqueda de
significado, e incluso sugiere los caminos que hay que seguir en esa búsqueda.
Estos incluyen encontrar un «hogar» y compañerismo en el mundo, acción,
libertad, rebelión contra la opresión, ocuparse de los demás, tolerancia,
autorrealización, y compromiso, siempre y por encima de todo, compromiso.
¿Y por qué hay significados que alcanzar? Sobre esa cuestión Sartre
guarda el más absoluto silencio. Ciertamente, los significados no son
establecidos por orden divina; no existen «ahí fuera», porque no hay Dios, y
nada existe «ahí fuera» al margen del hombre. Orestes simplemente dice, «Yo
quiero pertenecer», o «Es justo» servir a los demás, devolver la dignidad al
hombre, o abrazar la libertad; o cada hombre «debe» encontrar su propio
camino, debe viajar hacia el Orestes plenamente realizado que le espera. Los
términos «querer» o «es justo» o «debe» son puramente arbitrarios y no
constituyen una base firme para la conducta humana; aunque parecen ser los
mejores argumentos que Sartre pudo reunir. Parece estar de acuerdo con la
posición pragmática de Thomas Mann: «Ya sea así o no lo sea, sería bueno para
el hombre comportarse como si así fuera».
Lo que es importante tanto para Sartre como para Camus es que los seres
humanos reconozcan que uno debe inventar los propios significados (más que
descubrir el significado de Dios o la naturaleza) y entonces implicarse
plenamente en alcanzar ese significado. Esto requiere que uno esté, como ha
18
Ibid., págs. 121-22.
19
Ibid., pág. 123.
20
Ibid., pág. 124.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

sostenido Gordon Allport, «medio seguro y entusiasta», 21 una proeza nada fácil.
La ética de Sartre exige un salto hacia el compromiso. En este único punto están
de acuerdo la mayor parte de los sistemas de la teología occidental y el
existencialismo ateo: es bueno y justo que uno se sumerja en la corriente de la vida.
Las actividades seculares que proporcionan a los seres humanos el
sentido de un propósito en la vida están apoyadas por los mismos argumentos
que Sartre avanzó para Orestes: parecen justas; parecen buenas; son
intrínsecamente satisfactorias y no necesitan ser justificadas sobre la base de
otra motivación.

Decisiones. Todo terapeuta trata frecuentemente con pacientes que


se sienten atormentados ante una decisión. En mi discusión sobre la
preocupación suprema de la libertad en Psicoterapia existencial trato
ampliamente de los impedimentos que hay para el deseo, la disposición
y la decisión. John Gardner fue un maravilloso novelista filosófico y en
esta breve selección utilizo un pasaje de su novela Grendel para clarificar
un aspecto de la toma de decisiones.

Hay algo sumamente doloroso en las decisiones sin tomar. Al examinar a


mis pacientes e intentar analizar el significado (y la amenaza) que la decisión
tiene para ellos, lo que primero me llama la atención es la diversidad de la
respuesta. Las decisiones por muchas razones: algunas son obvias, otras son
inconcientes y otras, como veremos, llegan hasta las más profundas raíces del
ser.
Las alternativas excluyen. El protagonista de la novela Grendel, de John
Gardner, hace una peregrinación para ver a un anciano sacerdote y poder
aprender sobre los misterios de la vida. El sabio hombre dijo: «El supremo mal
es que el Tiempo es perpetuamente perecedero y siendo real implica
eliminación». Sintetizó sus meditaciones sobre la vida en dos simples pero
terribles proposiciones, de seis devastadoras palabras: «Las cosas pasan, las
alternativas excluyen».22 Considero que el mensaje del sacerdote está
profundamente inspirado. «Las cosas pasan» se refiere a la omnipresencia de la
ansiedad de la muerte, y «las alternativas excluyen» es una de las razones
fundamentales de que las decisiones sean difíciles.

21
G. Allport, citado en V. Frankl, The Will to Meaning, Cleveland, New American Library, 1969,
pág. 66 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 3a ed., 1994).

22
J. Gardner, Grendel, Nueva York, Ballantine Books,1971, pág. 115 (trad. cast.: Grendel,
Barcelona, Destino, 1982).

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Capítulo 2
La psicología informa a la literatura
Ernest Hemingway:
una perspectiva psiquiátrica

INTRODUCCIÓN

«Ernest Hemingway: una perspectiva psiquiátrica» que escribí con mi


mujer, Marilyn, fue publicado en los Archives of General Psychiatry (junio de
1971). Este artículo ilustra otra faceta de la relación de interdependencia entre la
literatura para esclarecer la psicología, usamos la pericia psicodinámica para
comprender la vida y la obra del autor. Tal enfoque es útil solamente en el caso
de ciertos autores y para ciertas obras de arte. Las comprensiones
psicodinámicas tienen mucho que ofrecer para comprender a Ernest
Hemingway quien, aunque era un genio del estilo, fue (como resultado de sus
tormentos personales) un guía limitado para la vida. Esta selección postula que
los conflictos internos de Hemingway dieron cuenta, dominaron, y quizás
perjudicaron su visión artística a medida que luchaba una y otra vez en la
ficción contra el mismo conjunto de temas personalmente sin resolver. (Archives
of General Psychiatry, 24, 1971, págs. 485-494)
Ernest Hemingway murió como consecuencia del suicidio el 2 de julio de
1961. Desde entonces sus restos han sido revueltos por hordas de periodistas,
críticos, biógrafos y panegiristas, intentando todos ellos, incluidos nosotros
también, valorar el legado de Hemingway. Como estudiosos nos congregamos
en torno a sus restos históricos y literarios; Hemingway habría dicho: como
hienas en torno a la carroña.
Nos sumamos a esta congregación sabiendo que ya está atestada de
gente y dándonos cuenta de que buscamos el curso hasta la muerte de un
hombre más que su bendición. ¿Qué tienen que añadir todavía un psiquiatra y
una catedrática de literatura a las innumerables palabras que ya han sido
publicadas? Fue quizá la aparición de la biografía 23 largamente esperada de
Baker lo que nos convenció de que, a pesar de lo meticuloso de su útil trabajo

23
C. Baker, Ernest Hemingway. A Life Story, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1969.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

enciclopédico, algunas áreas extremadamente importantes del mundo interior


de Hemingway estaban todavía sin explorar. Hasta donde el psiquiatra trata de
comprender a su paciente, nosotros emprenderemos un examen de los
principales conflictos psicodinámicos con los que tuvo que luchar Hemingway.
No nos proponemos, desde luego, explicar o diseccionar su genio, sino
solamente clarificar las fuerzas internas que conformaron la estructura y el
fundamento de su obra. Nuestros datos son los acontecimientos registrados de
la vida de Hemingway y sus propios escritos. También hemos sido bastante
afortunados al poder contar con el consejo del general de división Charles T.
(Buck) Lanham, uno de los más íntimos amigos de Hemingway, cuyos
perspicaces recuerdos y sugerencias han sido inestimables para la preparación
de este manuscrito.
Para un psiquiatra, es mucho más que un importante escritor, incluso
más que el novelista americano mejor conocido del siglo. Cuando vivía era una
figura pública de primera magnitud, reconocible en el acto para una persona
culta de este país y de la mayor parte de Europa. Su nombre era sinónimo de un
enfoque de la vida caracterizado por la acción, el coraje, la destreza física, la
resistencia, la violencia, la independencia, y por encima de todo «la elegancia
bajo la presión», atributos bien conocidos que todos nuestros lectores podrían
haber recogido en una lista parecida. En resumen, era el modelo heroico de una
época.
Un héroe es, en gran medida, un reflejo, símbolo, o síntoma de la cultura
que lo ha creado. No obstante, la imagen de Hemingway fue de tal vitalidad
que no sólo reflejó su cultura sino que ayudó a configurarla y a perpetuarla. El
amplio contacto de Hemingway con los medios de comunicación de masas dejó
la marca de sus valores en la vida psíquica contemporánea; ha sido incorporado
al tejido de la estructura del carácter de una generación de norteamericanos.
Incluso aquellos que no lo leyeron, estuvieron familiarizados con sus famosos
sustitutos cinematográficos: Gary Cooper en Adiós a las armas y ¿Por quién
doblan las campanas?, Humphrey Bogart en Tener y no tener, Tyrone Power en
The sun also rises, Gregory Peck en Las nieves del Kilimanjaro, Burt Lancaster en
Forajidos y Spencer Tracy en El viejo y el mar.
Hoy Hemingway todavía tiene muchos seguidores, especialmente entre
los adolescentes y los jóvenes universitarios, aunque éstos tengan nuevos
ídolos. Mientras que el joven no puede negarle su posición literaria, como líder
de una revolución de estilo en la prosa, hay muchos indicios de que ya no es el
modelo de héroe para una generación emergente de creadores de la cultura.
Aquellos comprometido en la militancia de una política nacional de paz
encuentran difícil que pueda emularse a un hombre que escribió que no podía
creer en nada excepto en que uno debería luchar por su propio país siempre
que fuera necesario.24 Los activistas jóvenes están desilusionados con el autor

24
Carta de E. Hemingway a Charles E. Lanham, del 27 de noviembre de 1947.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

que se abstuvo del compromiso político y social, porque él fue un hombre


básicamente apolítico que se sentía atraído por la batalla, menos por el
compromiso ideológico que por el aliciente del peligro y la excitación. A
diferencia de los escritores con una mentalidad social de la década de los
treinta, que intentaron sin éxito movilizarlo, él pronto perdió cualquier deseo
idealista de cambiar el mundo, como expresó en tono humorista en este verso
de 1924:

Conozco monjes que se masturban por la noche


que se tiran a sus gatos
que a algunas chicas agarran
y aún así
¿qué puedo yo hacer
para poner las cosas en su sitio?25

Con la perspectiva de apenas diez años, nos parece que el legado de


Hemingway es más un legado por la forma que por la sustancia, que será
recordado como un genio del estilo pero como un limitado guía para la vida.
Mientras apreciamos las consideraciones existenciales generadas por los
encuentros de Hemingway con el peligro y la muerte, no apreciamos la misma
medida de universalidad e intemporalidad que asociamos con un Tolstoi, o un
Conrad o un Camus. ¿Por qué es así?, nos preguntamos. ¿Por qué es tan
restringida la visión que Hemingway tiene del mundo? Sospechamos que las
limitaciones de la visión de Hemingway están relacionadas con sus restricciones
psicológicas personales. Hay muchas cuestiones sobre el universo que no
suscitó nunca. Incluso hay muchas más acerca de sí mismo que nunca se atrevió
a plantear. Así como no hay duda de que fue un escritor extraordinariamente
dotado, tampoco hay duda de que fue un hombre extremadamente agitado,
implacablemente sujeto a sus impulsos durante toda la vida, que en una
psicosis depresiva paranoide pondría fin a su vida a los sesenta y dos años.
Durante su formación, al psiquiatra normalmente se le hace escribir un
informe por cada paciente, en el que intenta «explicar» el mundo interior del
paciente a través de un análisis del pasado y de las fuerzas interpersonales e
intrapersonales que en el momento actual operan en él. Esta «formulación
dinámica», como así se le denomina, invariablemente es la tarea más dificultosa
del estudiante: generalmente está perdido en un mar de información, la
corriente de múltiples escuelas teóricas que se suceden como otros tantos
sólidos barcos de transporte, aunque ninguno parezca capaz de acarrear toda la
carga de la información clínica disponible por paciente. La «fiabilidad» de la
formulación dinámica es lenta, esto es, muchos psiquiatras con una información
similar compondrán formulaciones radicalmente diferentes. La «validez» no

25
E. Hemingway, «The Earnest Liberal’s Lament», Der Quershnit, otoño de 1924.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

resulta mejor, ya que la formulación dinámica se correlaciona poco con el


diagnóstico y el curso clínico del paciente.
El psiquiatra que ofrece gratuitamente una formulación dinámica de un
paciente al que nunca ha visto debe ser particularmente humilde. Ernest
Hemingway se resistió a la introspección psicológica profesional durante su
vida y ahora, póstumamente, muestra la misma falta de cooperación con la
investigación clínica. Sin embargo, esperamos sugerir un marco de referencia a
través del cual las piezas de información dispares puedan organizarse en un
esquema lógico coherente, que pueda generar nuevas hipótesis para una futura
investigación.
A diferencia del estudiante de psiquiatría que se esfuerza por dar sentido
a la avalancha de los datos de la entrevista anamnésica, de la fantasía, el sueño,
y el material asociado con el sueño, así como de la información auxiliar que
proviene de familiares y amigos preocupados y generalmente dispuestos a
colaborar, nosotros —los formuladores de Hemingway— estamos obligados a
confiar en unos datos insuficientes y, a menudo, poco fidedignos. Las propias
declaraciones de Hemingway ofrecen poca ayuda: no fue famoso por decir la
verdad sobre sí mismo. Viajero por todo el mundo y explorador, nunca se
embarcó pública y resueltamente en un viaje hacia el interior y se opuso a
aquellos críticos orientados psicológicamente que intentaron el viaje en su
nombre. La diferencia entre su actitud hacia la investigación psicológica y la de
otro importante escritor americano tuvo una vívida demostración para uno de
nosotros (I. Y.) a través del siguiente incidente.
Hace varios meses, en un encuentro psiquiátrico, intenté entrevistar a
Howard Rome, el psiquiatra que trató a Hemingway en su última depresión.
Un amigo me lo señaló en una sala repleta de colegas, pero cuando se dio la
oportunidad me aproximé al hombre equivocado. Después de disculparme y de
explicar mi interés por Hemingway, comentó que sabía poco de Hemingway, ¡él
había sido el psiquiatra de Eugene O’Neill! Me siguió informando que O'Neill
le había dejado muchos efectos personales, incluidas cartas y grabaciones de
conversaciones y le había animado a escribir un registro de sus últimos años.
No fue éste el caso de Hemingway. Cuando finalmente localicé al doctor Rome,
me informó con el dedo índice cruzando su boca, que antes de tratar a
Hemingway se había visto obligado a prometer que sus labios tendrían que
estar sellados para siempre.
La reconstrucción de los primeros años de formación es una tarea
particularmente irritante. La exhaustiva y erudita biografía de Baker, que
supera las seiscientas páginas, dedica a los primeros diecisiete años de la vida
de Hemingway tan sólo veinte páginas y la mayor parte de ellas se refiere a
hechos prosaicos, que no proporcion el tipo de información útil para una
investigación relativa al mundo interior. Otras biografías, incluida la del

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

hermano de Hemingway, Leicester26, y la de su hermana Marcelline 27 son de


una ayuda considerablemente menor. Aunque quizás no deberíamos lamentar
la irreparable pérdida de los primeros años. La reconstrucción del pasado y el
subsiguiente uso de esta construcción para la comprensión del presente (y del
futuro) es un proceso inferencial lleno de riesgos. Ha sido bien establecido por
la investigación psicológica que el recuerdo de los primeros años, especialmente
de los cargados de afectividad, están sujetos a una falsificación retrospectiva
considerable28. El proceso de recuerdo, en efecto, nos dice más sobre las
realidades psicológicas presentes que sobre los acontecimientos pasados; las
actitudes presentes dictan lo que escogemos recordar de toda la colección de las
experiencias de nuestros primeros años, recuerdos a los que imbuimos de toda
la fuerza. El sentido común nos dice que el presente está determinado por el
pasado y, sin embargo, lo contrario ¿no es igualmente cierto? El pasado vive
para nosotros tan sólo cuando se vuelve a experimentar a través del filtro de
nuestro aparato psíquico presente. En diferentes estados emocionales, en
diferentes etapas de la vida, el pasado puede asumir una variedad de
coloraciones. Mark Twain nos dice que cuando tenía diecisiete años creía que su
padre era un tonto del culo, pero cuando tuvo veintiuno le sorprendió ver ¡lo
mucho que el viejo tonto había aprendido!
Así pues, proponemos una exploración horizontal más que una vertical.
Para comprender completamente a un individuo, uno debe comprender todas
las fuerzas internas en conflicto que operan en él en un momento determinado;
la exploración vertical, o genética, contrariamente a la profana concepción de la
psiquiatría, es un mero auxiliar del objetivo horizontal. Volvemos al pasado
solamente para explicar el presente, en gran medida como el traductor vuelve a
la historia para dilucidar un texto oscuro. 29 Para ayudarnos en nuestra
reconstrucción de una sección transversal psicológica, hay un cuerpo de datos
nada desdeñable desde los años de la madurez y posteriores: anécdotas
contadas por los amigos, unas cuantas entrevistas registradas, un voluminoso
conjunto de cartas, y, sobre todo, la ficción misma. Las cartas y las notas de
Hemingway corroboran la naturaleza altamente autobiográfica de su escritura.
Baker cita una conversación con Irving Stone donde Hemingway dice
claramente que sus historias «podrían llamarse novelas biográficas más que
verdaderas novelas de ficción porque surgieron de la "experiencia vivida".» 30
Como todas esas novelas románticas de nuestros días, su material es
psicológico, sino en los hechos, en lo personal: los amores de Hemingway, sus

26
L. Hemingway, My Brother, Ernest
27
. M. H. Sandford, At the Hemingways. A Family Portrait, Boston, Little Brown, 1962.

28
D. Yalom, The Theory and Practice of Groupal Psychotherapy, Nueva York, Basic Books, 1970,
págs. 121-123.
29
C. Rycroft, Psychoanalysis Observed, Londres, Constable and Company, 1966, pág. 18.
30
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 268

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

necesidades, deseos, conflictos, valores y fantasías irrumpen de forma


manifiesta a través de la página escrita.
Observa uno a Hemingway en cualquier momento durante sus años de
madurez y encuentra una figura poderosa, imponente: la imagen de
Hemingway que él presentaba a los demás y a sí mismo. En 1944 el poeta John
Pudney dijo de Hemingway que «Era ¡un tipo obsesionado con hacer el papel
de Ernest Hemingway!».31 Sea lo que fuere lo que veamos, siempre hay
virilidad, fuerza, coraje: él es el soldado buscando el ojo del huracán de la
batalla; el intrépido cazadador y buscador del pez más grande y al acecho del
animal más peligroso, desde la corriente del Golfo hasta el África central; el
atleta, el nadador, el pendenciero, el boxeador; el bebedor que aguanta, el
amante incansable que alardeaba de haberse llevado a la cama a todas las chicas
que había querido, y a algunas de ellas, sin habérselo propuesto; 32 el amante del
peligro, de las corridas de toros, de volar, de estar en primera línea en tiempos
de guerra; el amigo de los hombres valientes, de los héroes, de los luchadores,
de los cazadores y de los matadores de toros.
La lista es tan larga, la imagen tan poderosa, que obliga incluso al
observador más ingenuo de la naturaleza humana a preguntarse si un hombre
firmemente convencido de su identidad canalizaría tan considerable porción de
su energía vital en una búsqueda de la culminación de lo varonil. Desde las más
tempranas revisiones de sus obras, una corriente de críticos de Hemingway ha
observado insistentemente su necesidad de reafirmar una y otra vez una
virilidad animal.33
Antes de examinar la imagen misma, vamos a comprobar sus límites
¿Fue la imagen de Hemingway una imagen pública solamente, construida por
el autor y su editor, en secreta complicidad, para engañar al público e
incrementar los ingresos? Nuestra investigación nos conduce al «¡no!» más
rotundo. Toda la documentación dispoible sugiere que los Hemingways
público y privado están mezclados: el Hemingway de las conversaciones
privadas, de las cartas, y el de los cuadernos de notas es idéntico al Hemingway
que navegaba a todo trapo por las páginas de los periódicos y las revistas y a
los muchos Hemingways que luchaban, amaban y desafiaban a la muerte en sus
novelas y relatos.
Aunque era famoso contando anécdotas, Hemingway nunca se reía de sí
mismo, ni permitía a los amigos que cuestionasen su imagen. El general
Lanham, su amigo íntimo en el último cuarto de su vida, en una ocasión
comentó a Mary, la mujer de Hemingway que su marido permanecía «anclado
en la adolescencia». Hemingway, habiéndose enterado de la observación, la
recordó, y replicó finalmente: «quizás la adolescencia no es un mal sitio para
31
Ibid., pág. 392.
32
Ibid., pág. 465.
33
R. P. Weeks (comp.), introducción a Hemingway: A Collection of Critical Essays. Englewood
Cliffs, N. J., Prentice-Hall, 1962, págs. 1-16.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

quedarse anclado».34 En otra ocasión, durante la Segunda Guerra Mundial, el 22


de infantería de Lanham luchó en una dura batalla para tomar la ciudad de
Landrecies, acabando, en última instancia, 95 kilómetros por delante del grueso
del Primer Ejército. Lanham, un hombre culto, además de un soldado, le envió a
Hemingway un mensaje de broma parafraseando a Voltaire, que decía, «Ve y
ahórcate, valiente Hemingstein. Hemos luchado en Landrecies y tú no estabas
allí».35 Respondiendo como si se tratara de un desafío, Hemingway marchó a
toda velocidad a través de 95 kilómetros de territorio infestado de alemanes,
con un gran riesgo personal, para lucir su gallardía ante Lanham.
Tanto el Hemingway público como el privado invirtieron una energía
psíquica desmesurada para cumplimentar su imagen idealizada. La inversión,
fundamentalmente, no fue consciente, deliberada, ya que muchas de las
actividades en la vida de Hemingway tuvieron más de un factor psicológico
determinante; a menudo no actuaba mediante la libre elección, sino porque
estaba impulsado por alguna presión interna vagamente comprendida cuya
oscura persuasión tan sólo en apariencia era una elección. Pescaba, cazaba, y
buscaba el peligro, no sólo debido a que así lo quisiera sino porque tenía que
hacerlo, para poder escapar de algún peligro interior mayor. En «Las nieves del
Kilimanjaro» Hemingway sugiere que él necesitaba matar para permanecer
vivo.36 Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial no fueron por lo
general buenos para el escritor y para el hombre, y Hemingway se quejaba del
vacío y de la falta de sentido de su vida sin la guerra.
¿Quién no tiene una imagen idealizada de sí mismo? ¿Quién no ha
formulado un conjunto de aspiraciones y de expectativas personales? Pero la
imagen idealizada de Hemingway iba más, mucho más allá. Más que
expectativas, forjó un conjunto de exigencias restrictivas sobre sí mismo, un
decálogo tiránico e inexorable que dominaba todas las áreas de su mundo
interior. Muchos teóricos de la personalidad se han ocupado de la construcción
de la imagen idealizada, pero ninguno tan convincentemente como Karen
Horney. Para una exposición completa de su teoría de la personalidad
remitimos al lector a su último libro, Neurosis and Human Growth37. Para
sintetizar drásticamente, un niño sufre de una ansiedad básica, un extremo
estado disfórico del ser, si tiene unos padres cuyos propios conflictos neuróticos
les impiden proporcionar la aceptación básica necesaria para el desarrollo del
ser autónomo del niño. Durante los primeros años de vida, cuando el niño
considera que los padres son omniscientes y omnipotentes, ante la
desaprobación y el rechazo parental sólo puede llegar a la conclusión de que
34
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
35
Ibid.
36
E. Hemingway, «The Snows of Kilimanjaro: A Long Story», Esquive 6, n° 27, 1936, págs. 194-
201 (trad. cast.: Las nieves del Kilimanjaro, Barcelona, Noguer y Caralt, 1999).
37
K. Horney, Neurosis and Human Growth, Nueva York, W. W. Norton, 1950.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

hay algo en él terriblemente equivocado. Para disipar la ansiedad básica, para


obtener la aceptación, la aprobación y el amor que necesita para sobrevivir, el
niño percibe que debe convertirse en algo más; canaliza sus energías al margen
de la realización de su yo real, de su potencial personal propio, y desarrolla la
construcción de una imagen idealizada: un camino que él debe trazarse para
sobrevivir y evitar la extrema ansiedad. La imagen idealizada puede adoptar
distintas formas, todas las cuales están diseñadas para afrontar una sensación
primitiva de maldad, inadecuación o de ser indigno de ser querido. La imagen
idealizada de Hemingway cristalizó en torno a la búsqueda de la maestría, de
un triunfo vengativo que lo elevara por encima de los demás
El desarrollo en una edad temprana de una imagen idealizada y la
canalización de energías al margen de la realización de propio potencial real
tiene ramificaciones en el desarrollo de la personalidad de muy largo alcance. El
individuo experimenta un gran aislamiento a medida que se abre un abismo
entre él mismo y los demás. Se impone a sí mismo exigencias cada vez más
duras (un proceso que Hornby llama «la tiranía del deberías»), desarrolla un
sistema completo de orgullo que define qué sentimientos y actitudes puede
permitirse y cuáles debe sofocar en sí mismo. En resumen, debe configurarse a
sí mismo de acuerdo con una forma prediseñada más que permitirse a sí mismo
desplegar y disfrutar de la experiencia de un descubrimiento gradual de los
nuevos y ricos componentes del sí mismo.
Cuando la imagen idealizada es difícil e inalcanzable, como fue el caso
de Hemingway, puede tener consecuencias trágicas: el individuo no puede en
la vida real aproximarse al ámbito sobrehumano de la imagen idealizada,
finalmente la realidad irrumpe, y se da cuenta de la discrepancia entre lo que
quiere ser y lo que es realmente. En este punto se siente invadido por el odio
hacia sí mismo, lo que se expresa a través de millares de mecanismos
autodestructivos, desde las formas sutiles de autotormento (la débil voz que
susurra, «Jesús, ¡qué feo eres!» cuando uno se observa en el espejo) hasta la
aniquilación total de sí mismo.
Considerando tan sólo a grandes trazos la vida de Hemingway, uno
puede asumir que se aproximó a su imagen idealizada, que en cada uno de los
caminos que se trazó llego a ser aquello que más quería ser. Sin embargo, a lo
largo de su vida, Hemingway se juzgó a sí mismo, demostrándose que no
estaba capacitado, y experimentando ciclos recurrentes que iban desde la duda
sobre sí mismo hasta el autodesprecio.
Consideremos la calidad de la autosuficiencia sobre la cual se basa el
Hemingway hombre: debe ser auténtico tan sólo para sí mismo, y quizás para
un grupo escogido de amigos, e inmune a la opinión de todos los demás. Sin
embargo, Hemingway era sumamente dependiente de las alabanzas, vinieran
de donde vinieran, y era muy sensible ante todo juicio crítico. Sabía resistir ante
sus críticos y, de una forma paranoica, lo consideraba todo, excepto la alabanza

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incondicional, como una conspiración contra él. 38 Se sentía tan atormentado por
la crítica adversa a sus escritos que solamente un amigo imprudente podía osar
ofrecer alguna valoración que pareciera auténtica.
La carencia de condecoraciones de guerra inmediatamente después de la
Segunda Guerra Mundial fue otra de las ignominiosas afrentas para el ego de
Hemingway. A menudo se lamentó ante Lanham de que la Cruz de Servicios
Distinguidos, que le correspondía por haber luchado en Rambouillet, se la
hubieran dado a otro. (Aunque Hemingway luchó valientemente en la guerra,
no se le podía elegir para mencionarle como soldado ya que él era un
corresponsal y no se le permitía oficialmente llevar armas durante la Segunda
Guerra Mundial.) En 1947 «se alegró mucho de aceptar la estrella de Bronce [...]
por los "meritorios servicios" como corresponsal de guerra». 39 Escribió,
quejumbroso, a Lanham sobre su temor de que veinte años después de su
muerte «ellos» pudieran negar que él estuvo en la guerra. Más tarde esto se
acortó hasta los «diez años y, finalmente, llegó al temor de que, antes de su
muerte, "ellos llegaran" a negar que alguna vez hubiera entrado en acción».
Su relación con Lanham a menudo fue altamente inconsistente con la
imagen de Hemingway. Las cartas a Lanham revelan una pueril admiración por
el soldado profesional, con quien Hemingway se compara desfavorablemente y
con el que, al mismo tiempo, intenta identificarse. Escribió a Lanham que los
demás estaban «siempre celosos» de personas como ellos, que él «padecía»
cuando Lanham «padecía», que El viejo y el mar tenía todo aquello en lo que
ambos creían. Durante un período de depresión también escribió que él tan sólo
estaba matando el tiempo, que lo que deseaba era ser un soldado como
Lanham, en lugar de ser un «mierda de gallina de escritor». Rebajaba sus
propios logros sugiriendo que entraría en la historia tan sólo debido a su
estrecha asociación con Lanham cuando éste comandaba el 22 de infantería. 40
En la relación con las mujeres de su vida, Hemingway asume una
postura curiosamente paradójica, desdeñándolas tanto como amándolas. Es a la
vez el celebrado campeón del amor romántico y el misógino. Aunque está por
escribirse la historia de sus innumerables aventuras amorosas y sus cuatro
matrimonios, en los que indudablemente demostró ternura, sensibilidad y
capacidad de querer, además de sus proezas eróticas de las que alardeaba tanto
pública como privadamente. La biografía de Baker proporciona innumerables
ejemplos de las consideradas atenciones para con sus esposas Hadley, Pauline,
Martha y Mary. Pero a pesar de la diplomática presentación del Hemingway
amante en el libro de Baker, hay numerosos incidentes de crueldad, violencia e
infidelidad manifiesta por los que tuvieron que pasar, de forma invariable, las
mujeres de Hemingway; los ménages à trois con sus respectivas sucesoras a los
38
Baker, Ernest Hemingway [1].
39
Ibid.,pág.461.
40
Cartas de E. Hemingway a Charles T. Lanhman, de 20 abril de 1945, 7 de agosto de 1949, 18
de junio de 1952, y 18 de diciembre de 1952.

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que tanto Hadley como Pauline estuvieron sujetas, y que Mary tuvo que
soportar con rivales más jóvenes, son casos a señalar. 41 Lanham nos cuenta que
Hemingway era notoriamente grosero con las esposas de sus amigos, algunas
de las cuales sirvieron como modelos para las «arpías» que describía en la
ficción. Premió a Gertrude Stein, su primera mentora y amiga, con algunas
páginas despiadadas en París era una fiesta (un tratamiento nada infrecuente con
sus compañeros del mundo de la literatura, tanto si se habían hecho amigos de
él como si no). En una ocasión Hemingway escribió que las cosas que él amaba
eran, por este orden: «los buenos soldados, los animales y las mujeres». 42
En la ficción, que incluye alguna de las más conmovedoras historias de
amor de la literatura contemporánea, hay apenas un solo ejemplo de relación
igualitaria entre un hombre y una mujer.43 En Fiesta describe la relación de un
hombre impotente, Jake Barnes, con la seductora y promiscua Brett Ashley. En
¿Por quién doblan las campanas?, el americano, hombre de mundo, Robert Jordan
y la joven ingenua María están juntos como lo estarían un profesor y su alumna.
Esta disparidad es incluso más pronunciada en Al otro lado del río y entre los
árboles, donde la chica, Renata, de diecinueve años, es llamada «hija» por su
amante, el coronel Cantwell de cincuenta años. En Tener y no tener, la esposa de
Harry es Marie, poco femenina y con el aspecto ordinario de una ex-prostituta.
En Las nieves del Kilimanjaro Harry se casa con una mujer rica e impertinente que
se alimenta de su vitalidad, y en La vida corta y feliz de Francis Macomber la
esposa del protagonista le infantiliza hasta que él empieza a descubrir su
auténtico yo, con lo que ella organiza su asesinato por accidente. La pareja de
Adiós a las armas son quizá los amantes más realizados de Hemingway, aunque
su relación parece poco convincente; Catherine Barkley, antigua enfermera de
Frederick, es una persona delgada y extraordinariamente desinteresada que
vive solamente para Frederick y muere bastante absurdamente después del
nacimiento de un niño mediante cesárea (la novela, por cierto, fue escrita
inmediatamente después que la segunda mujer de Hemingway, Pauline, le
hubiera dado su segundo hijo después de una cesárea).
Si Hemingway evita representar las relaciones igualitarias entre hombre
y mujer, está, por otro lado, lleno de inventiva a la hora de crear alternativas. Es
como si sus intentos por retratar una relación de amor y sexo satisfactoria se
vieran frustrados por una variedad de poderosas fuerzas oponentes, muchas de
las cuales reconoce Hemingway. Ocupando un lugar preponderante en obras
tales como «Las nieves del Kilimanjaro», «La vida corta y feliz de Francis
Macomber», «Now I Lay Me», «The Three-Day Blow», «Mr. and Mrs. Elliot»,
«Out of Season», «Hills Like White Elephants», y «Cat in the Rain» está el
peligro de castración. Aunque la narración varía, la consecuencia en cada una

41
Baker, Ernest Hemingway [1].
42
Carta de E. Hemingway a Charles T Lahman, 22 de setiembre de 1950.
43
Bickford Sylvester, observaciones inéditas.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

de ellas es la misma: la unión perdurable con una mujer tiene como resultado
un hombre falto de vitalidad. El padre en «Now I Lay Me» observa, impotente,
mientras su mujer quema sus preciadas pertenencias. En «Hill Like White
Elephants» otro marido dependiente y sin energía le suplica a su mujer
embarazada que aborte, porque no puede soportar la idea de competir por su
atención.
Aún más próximo a su casa estaba el declive sufrido por el propio padre
de Hemingway, desde el hábil doctor y legendario cazador inmortalizado en las
historias de Nick Adams hasta la figura agotada que visita a su hijo algunos
meses antes de su muerte, como un fantasma prematuro cuya fuerza vital había
sido absorbida por la madre de Hemingway, alzándose a su lado, «el vivo
retrato de una salud rubicunda».44 Creyendo que el agresivo acoso de su madre
había conducido a su padre hacia el suicidio, Hemingway modeló a los padres
de Robert Jordan en ¿Por quién doblan las campanas? según sus propios padres;
como Ernest, Robert llama cobarde a su padre porque no resistió a su madre, lo
que finalmente le condujo al suicidio, el acto más cobarde de todos.
A lo largo de su vida, Hemingway consideró que el amor entre un
hombre y una mujer iba en detrimento de otros tipos de relaciones, más
verdaderas, como la amistad entre los hombres o la comunicación del hombre
con la naturaleza. Cuando estaba enamorado de Hadley, se criticaba a sí mismo
por no preocuparse ya de los dos o tres arroyos que había amado mejor que
cualquier otra cosa en el mundo.45 En «Cross Country Snow» el inminente
matrimonio de un hombre joven amenaza con destruir su profunda relación con
un compañero de esquí. Los dos hablan con nostalgia de esquiar otra vez en el
lugar donde uno debe estar, pero ambos saben que «las montañas no son
muchas [...] Son demasiado rocosas. Hay demasiados árboles y están demasiado
lejos».46
Otro riesgo inherente a la relación amorosa adulta es el rechazo potencial
de la mujer y el consiguiente insulto al propio narcisismo. Mientras se
recuperaba de sus heridas en la Primera Guerra Mundial, Hemingway se sintió
profundamente enamorado, probablemente por primera vez, de Agnes von
Kurowsky, una de las enfermeras que lo atendían. Cuando, finalmente, Agnes
elige a otro hombre, Hemingway se vio sumido en la desesperación. Que esta
herida emocional fue profunda e imperecedera está indicado por el hecho de
que Hemingway volvió sobre ella en cuatro obras distintas: «Una historia muy
corta», «Las nieves del Kilimandjaro», Fiesta y Adiós a las armas.
Amar a otro es exponerse uno mismo al riesgo de una dolorosa
separación o una pérdida dolorosa, un riesgo contra el que Hemingway

44
Marcelline Sanford, citado en Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 193.
45
Ibid., pág. 79.
46
E. Hemingway, «Cross Country Snow», Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1966

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advierte en «En otro país»:47

—¿Por qué no debe casarse un hombre?


—No puede casarse, no puede casarse —dijo enfadado—. Si es para
perderlo todo no debería colocarse en situación de perder. Debería encontrar
cosas que no pueda perder.

Hay todavía otra fuerza de oposición al amor maduro que surge de un


temor a la mujer, profundamente arraigado, que deriva de los conflictos
edípicos. Los críticos literarios en ocasiones son más intrépidos que los propios
psiquiatras al ofrecer interpretaciones altamente inferenciales. Young, por
ejemplo, en un estudio que Hemingway trató de bloquear mientras vivía,
sugiere que Hemingway estaba inutilizado por la ansiedad de la castración y
que sus principales obras surgen de esa fuente. 48 La teoría freudiana del
desarrollo mantiene que el niño varón experimenta en sus primeros años de
vida deseos libidinosos hacia su madre; estos impulsos libidinosos no son,
como Freud nos recuerda, claramente sexuales pero constituyen la materia de la
que vendrá lo sexual.49 Provocarán sentimientos conflictivos hacia el padre, al
principio competitivos y después destructivos, que pueden adoptar la forma de
unos marcados deseos de muerte; estos sentimientos hostiles evocan
rápidamente otra constelación de sentimientos: temor al castigo que puede
asumir el aspecto amorfo de una aniquilación general o la forma específica de la
castración. Una resolución con éxito de este conflicto implica la identificación
con el padre y la represión o renuncia al deseo incestuoso de la madre.
Si esta resolución no se produce, el niño no alcanza la madurez
psicosexual, y se puede derivar de ello una variedad de resultados adversos.
Los encuentros sexuales con las mujeres se convierten en recapitulaciones
simbólicas de la relación con la madre, con los sentimientos que conlleva de
deseo, repulsión, y la expectativa y el terror de la catástrofe; la relación sexual se
convierte en una incipiente pesadilla. Algunos métodos para afrontarlo
implican el abandono de las mujeres como objetos sexuales, con la búsqueda
individual de refugio en salidas alternativas. Sin embargo, lo más común es la
escisión de las mujeres en categorías sexuales y no sexuales; uno evita el
intercurso con las mujeres «puras», con la edad, la inteligencia y la clase social
de uno mismo; uno se va a la cama con una pareja desigual, una mujer
obviamente inferior en educación y estatus social.
Son escasas las pruebas de que la ansiedad de la castración jugara un

47
Ernest Hemingway, «In Another Country», ibid

48
P. Young, Ernest Hemtngway A Re te University Press, 1952.
49
S. Freud, Three Contributions to the Theory of Sex, Nueva York, E. P. Dutton, 1962 (trad. cast.:
Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza, 1995).

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

papel importante en la actitud conflictiva de Hemingway hacia las mujeres, y


hay, como hemos indicado, otras formas de funcionamiento dinámico. Sin
embargo, la teoría de la ansiedad de la castración se refuerza cuando
consideramos la reacción de Hemingway hacia un trauma físico importante,
una última zona en la que experimentó una marcada discrepancia entre su yo
idealizado y su yo real. El Hemingway idealizado buscaba el peligro y
soportaba la herida física con muy poca preocupación por sí mismo, se curaba
rápidamente sin secuelas funcionales o psicológicas, y volvía, libre, a la lucha.
El Hemingway real verdaderamente buscaba el peligro y sufrió heridas, en
efecto. El inventario de las heridas físicas de Hemingway corre parejo con la
lista de sus obras publicadas; incluye varios espectaculares accidentes de avión
y automóvil, con el resultado de conmociones cerebrales, hemorragias, fracturas
múltiples, graves heridas y quemaduras, y toda una vida de accidentes
menores, muchos de ellos asociados con la caza, la pesca, el boxeo y el esquí.
Lanham comentó que su cuerpo estaba entrecruzado por las cicatrices. Sin
embargo, parece que las heridas de Hemingway marcaron su mente con mayor
gravedad y de forma más indeleble de lo que lo hicieron las cicatrices en su
cuerpo. En efecto, la gran herida, la que sufrió en Fossalta di Piave, Italia, en
julio de 1918 puede ser considerada como el incidente crítico de su vida.
Durante la Primera Guerra Mundial, en la que Hemingway sirvió como
conductor de una ambulancia, consiguió aproximarse a los enfrentamientos
distribuyendo en bicicleta chocolates y cigarrillos en el frente de las tropas
italianas en Fossalta. Un obús de mortero desde la trinchera del enemigo
explotó cerca, arrojando metralla que alcanzó a Hemingway y a tres soldados
italianos. Uno de los soldados murió en el acto, otro resultó gravemente herido
y Hemingway recibió cientos de piezas de metal que se alojaron en sus piernas,
testículos y vientre. Sin embargo, con una resistencia y un coraje notables,
transportó al soldado herido unos cincuenta metros, antes de ser herido en la
pierna por el fuego de la ametralladora, y después otros cien metros antes de
perder la conciencia: una proeza de una valentía y una fortaleza de la que todo
hombre se sentiría orgulloso. Young cita las palabras de Hemingway: «Me han
disparado, me han lisiado y me he escapado». Estoy de acuerdo con Young
quien, acertadamente, se pregunta si Hemingway verdaderamente escapó y lo
lejos que consiguió llegar.50
Hemingway no iba a olvidar nunca Fossalta y la volvió a visitar
repetidas veces en persona, en sus conversaciones, cartas y, como analizaremos,
en su obra de ficción; lo que sucedió ese día iba a ser narrado con numerosas
variaciones, para fascinación de decenas de millones de lectores de Hemingway
y de la gente que iría al cine a ver las películas basadas en sus obras. ¿Por qué
no podía olvidar? ¿Por qué no podía sanar la herida? Otros hombres han
sufrido heridas similares sin secuelas psicológicas.

50
Young, Ernest Hemingway [25], pág. 165.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Hemingway consideró que la herida le obsesionó tanto porque había


hecho mella en el mito de su inmortalidad personal. Cantwell en Al otro lado del
río y entre los árboles dice:51

Fue herido tres veces ese invierno, pero todas fueron heridas sin
complicaciones; pequeñas heridas corporales sin que hubieran huesos rotos y se
había sentido bastante seguro de su inmortalidad personal ya que sabía que
debería haber muerto en el bombardeo de la artillería pesada que siempre
precede a los ataques. Finalmente recibió el golpe adecuado y beneficioso.
Ninguna de sus otras heridas le habían hecho nunca lo que le hizo la primera
gran herida. Supongo que es precisamente la pérdida de la inmortalidad, pensó.
Bien, en cierto modo, es una pérdida considerable.

La pérdida de su sensación de inmortalidad no fue, en efecto, una


pérdida pequeña, ya que una premisa importante del mundo supuesto de
Hemingway consistía en que él era notablemente diferente de los demás:
alardeaba de que tenía un cuerpo inusitadamente indestructible, un cráneo más
grueso, y no estaba sujeto a las típicas limitaciones biológicas de un hombre,
siendo capaz, por ejemplo, de vivir «durmiendo una media de dos horas y 32
minutos durante 42 días seguidos».52
No obstante, no es improbable que la herida (y la ulterior convalecencia,
que implicó enamorarse de la enfermera) tuviera una significación adicional
para Hemingway. Una grave y sangrante herida en sus piernas y testículos
puede haber despertado los miedos horrorosos y primitivos de la castración o la
aniquilación. En algún nivel de la conciencia Hemingway se daba cuente de
esto: la herida de guerra infligida a su homólogo en la ficción, en su primera
novela, Fiesta, le dejó físicamente, pero no psicológicamente, impotente. En una
de sus cartas escribe un subtítulo procaz de Fiesta [título original: The Sun Also
Rises], añadiendo «así como tu polla, en el caso de que tengas una».53
En su postura hacia las principales áreas que hemos considerado —
autosuficiencia, la herida física y la integridad, las mujeres y el amor maduro—
Hemingway se queda muy corto respecto a sus objetivos idealizados. Su fracaso
pasó factura; durante períodos recurrentes se veía acosado por el odio hacia sí
mismo. La tercera ley de la mecánica de Newton tiene su analogía
psicodinámica: toda fuerza que produce un grado apreciable de disforia es
contrarrestada por un mecanismo psicológico diseñado para salvaguardar la
seguridad del individuo. Hemingway empleaba varios de tales mecanismos,
ofreciéndole cada uno algún respiro temporal, estando todos destinados al

51
E. Hemingway, Across the River and into the Trees, Nueva York, Charles Scribner’s sons, 1950,
pág. 33 (trad. cast.: Al otro lado del río y entre los árboles, Barcelona, Planeta, 1994).

52
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
53
Carta de E. Hemingway a F. Scott Fitzgerald, diciembre de 1926.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

fracaso en el cataclismo depresivo final que culminó en su suicidio.


La ansiedad y la depresión de Hemingway provenía en gran parte de su
fracaso en actualizar su yo idealizado. En este fracaso eran importantes dos
factores: la imagen era tan extrema que hubieran sido necesarias fuerzas
sobrehumanas para satisfacerla; segundo, varias de las fuerzas oponentes
limitaban su grado disponible de adaptabilidad. Estas fuerzas oponentes
secundarias, por ejemplo, las ansias de dependencia y los conflictos edípicos
eran fuentes de ansiedad por propio derecho y dificultaban la actualización de
su yo idealizado.
Hemingway rechazó la fuente convencional de ayuda ofrecida por la
psicoterapia; el papel suplicante, pasivo, de paciente constituía un anatema en
el corazón mismo del ideal de Hemingway. Odiaba a los psiquiatras, se mofaba
abiertamente de aquellos que conocía y en una ocasión le dijo a un psiquiatra
del ejército que sabía mucho del «mal-follar» pero poco de hombres valientes. 54
Pareció más patético que se viera forzado al papel de paciente psiquiátrico
durante las últimas semanas de su vida; un papel que, de acuerdo con Lanham,
Hemingway debió de considerar «la indignidad suprema». Decía que su
analista era su máquina de escribir Corona, uno que difícilmente estaba en
desacuerdo con él.55 Ya describimos el golpe sufrido por Hemingway cuando
su enfermera, Agnes, rechazó su amor. Hemingway intentó trabajar en esto con
su máquina de escribir, reviviendo el romance en cuatro obras de ficción
diferentes, coronándolas cada vez con un final más de acuerdo con su orgullo
que con el episodio real. En «A Very Short Story» el matrimonio por el que
Agnes lo deja, no llega a consumarse, y él rápidamente se olvida de ella,
viéndose en seguida afectado por una gonorrea debido a una relación ocasional
con una vendedora. Uno tiene la sensación de que degrada a Agnes con las
circunstancias banales del siguiente encuentro romántico del protagonista. En
«Las nieves del Kilimandjaro» el héroe recuerda a un anti-Hemingway al
escribir, mientras está borracho, una carta suplicante a la sustituta de Agnes;
recupera inmediatamente su autoestima escapándose con la mujer de otro
hombre después de someter a su rival en una reyerta primitiva. El teniente
Henry de Adiós a las armas no es, desde luego, rechazado por su enfermera; por
el contrario es ella la que aporta el amor más grande a la unión, y es ella la que
muere al darle un hijo. Brett Ashley, la enfermera de Jake Barnes en Fiesta, se ve
sometida al paro por amar perdidamente al único hombre que era incapaz de
satisfacer sus necesidades sexuales. Ella se lamenta: «Esa es mi culpa. No
pagamos por todas las cosas que hacemos, aunque […] cuando pienso en el
infierno al que he sometido a algunos tipos. Ahora estoy pagando por todo
ello».56
54
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 642.
55
C. T. Lanham, comunicación oral, abril 1967.
56
E. Hemingway, The Sun Also Rises, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1950, pág. 26 (trad.
cast.: Fiesta, Barcelona, Planeta, 1993)

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La apelación a su máquina de escribir como ayuda para superar el


trauma sufrido en Fossalta, parece haber sido un llamamiento en vano. A
menudo revivía la herida en sus cartas, en su conversación, en la ficción. No
sólo vuelve a visitar el sitio donde le hirieron en la vida real, sino que hace una
peregrinación hasta allí en tres obras: París era una fiesta, «A Way You'll Never
Be», y Al otro lado del río y entre los árboles. En la última (escrita unos treinta años
después de ser herido) el coronel Cantwell encuentra el lugar exacto de Fossalta
donde tuvo lugar el accidente, defeca allí mismo, y entierra unas monedas en
una ridícula ceremonia. (Cuando Hemingway volvió a visitar Fossalta tan sólo
la falta de intimidad le impidió hacer lo mismo.) De hecho, la gran herida fue
revivida en cada una de las principales obras de ficción, ya que cada
protagonista que hace las veces de Hemingway recibe una herida importante,
por lo general en una extremidad. La herida de Jake Barnes, desde luego, fue en
los genitales; el teniente Henry de Adiós a las armas sufre exactamente la misma
herida que Hemingway; Robert Jordan, en el final de ¿Por quién doblan las
campanas? se fractura la pierna y yace esperando la muerte con «su corazón
palpitante sobre el lecho de pinaza del bosque»; 57 en «Las nieves del
Kilimanjaro» Harry muere de una herida gangrenosa en la rodilla; Harry
Morgan en Tener y no tener sufre una herida que requiere la amputación de un
brazo; el coronel Cantwell en Al otro lado del río y entre los árboles ha sido
gravemente herido en Fossalta, lo que tiene como consecuencia una cojera y una
grave deformación de la mano; al final de la novela muere de un infarto;
Santiago en El viejo y el mar, además de otras aflicciones menores, soporta la
más cruel de todas las heridas: la vejez.
¿Qué valor tiene volver a visitar el sitio donde ha sido herido, ya sea en
la fantasía o de hecho? ¿No es una mera investigación del dolor, del mismo
modo que la lengua busca el diente dolorido? Muchos teóricos de la psiquiatría
están de acuerdo en que la reactivación deliberada de un incidente traumático
por una parte de la psique representa un intento de dominio. Cuando el
acontecimiento aterrador se hace familiar pierde su carácter tóxico, y, en efecto,
varias técnicas psicoterapéuticas están basadas en esta estrategia. Por ejemplo,
durante la Segunda Guerra Mundial se introdujo la narcosíntesis, que consistía
en administrarle al sujeto pentotal sódico (un fuerte sedante) y después
ayudarle a volver a experimentar los incidentes traumáticos de la batalla (si era
necesario, con acompañamiento de ruidos simulados de la batalla). Al volver a
experimentar los sucesos con una ansiedad mucho menor (debido a la
medicación y al conocimiento, en algún nivel de la conciencia, de que esta vez
no había un peligro «real») el sujeto se iba insensibilizando gradualmente.
Algunas formas de terapia (por ejemplo, la terapia conductista) opera con

57
E. Hemingway, For Whom the Bell Tolls, Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1940, pág. 471
(trad. cast.: ¿Por quién doblan las campanas?, Barcelona, Planeta, 1997).

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supuestos similares, aunque el individuo, sin ayuda, no se insensibiliza


respecto del trauma, sino que simplemente queda paralizado en su
sintomatología y está condenado a ser perseguido por fantasías recurrentes,
pesadillas o por incorpóreas olas de pánico.
Hemingway intentó cicatrizar sus heridas con medios contrafóbicos y
arrancando de la conciencia el incidente y las emociones asociadas. Haciendo
alarde del peligro, volviéndose a exponer de manera temeraria a una amenaza
similar, uno está, en efecto, negándose a sí mismo que el peligro exista. En su
fuero interno, el ego emplea la represión y la negación; externamente, el
individuo parece impulsado a enfrentar lo que más teme. Desde sus primeros
años, Hemingway clamó ante las mismas barbas del peligro; «miedo de nada»
le gritaba a la madre a los tres años 58 y mantuvo esta pose para el resto de su
vida, tanto en la lucha real como en la imaginaria. El concepto de contrafobia en
modo alguno niega el coraje de Hemingway. Los miembros de la junta militar
que concede las condecoraciones no entran a considerar las psicodinámicas
personales. Cuando se traza una línea bajo su nombre y se suman sus acciones,
nadie puede negar que Hemingway fue un hombre valiente; Lanham, que
estuvo con Hemingway bajo el fuego, durante la Segunda Guerra Mundial, dice
que era el hombre más valiente que había conocido nunca.
Pero quizá la manera más sorprendente con la que Hemingway trató el
trauma fue demostrando en su obra de ficción, una y otra vez, que un hombre
mutilado, tullido, podía ser un hombre todavía, podía funcionar a pesar de sus
carencias y de sus heridas, según la mejor tradición del código de Hemingway.
En cada una de sus principales obras, un héroe herido y noble nos recuerda que
las limitaciones físicas pueden ser superadas. En Fiesta, Jake Barnes, a pesar de
su impotencia, todavía actúa con dignidad y elegancia. En efecto, él y Pedro, el
torero, son las únicas figuras masculinas heroicas del libro, y Pedro nunca tanto
como después de una brutal cogida. En ¿Por quién doblan las campanas?, Robert
Jordan muere valientemente, a pesar del mucho dolor, debido a una pierna rota,
manifestando en las mismas puertas de la muerte las cualidades de elegancia y
coraje que más admiraba Hemingway. En Tener y no tener el manco Harry
Morgan es un héroe inquebrantable que, en una escena memorable, vence su
carencia haciéndole el amor a su mujer con el muñón de su brazo. En Al otro
lado del río y entre los árboles el coronel Cantwell también tiene una mano lisiada
que más parece favorecer que dificultar la evolución del romance, ya que
Renata, mientras hacen el amor, quiere examinar y acariciar su herida. En El
viejo y el mar los signos de la edad se muestran en todo el cuerpo de Santiago, sin
embargo, éste trasciende temporalmente su condición física con un acto de
resistencia digno de elogio, incluso en un hombre más joven.
A lo largo de su vida Hemingway intentó abolir la discrepancia entre su

58
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 5

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yo real y su yo idealizado. No se podía alterar el yo idealizado; no hay pruebas


de que alguna vez Hemingway atenuara sus autoexigencias, o que transigiera
con ellas. Toda la tarea había de recaer sobre su yo real; se exigía afrontar el
peligro más intenso, intentar proezas físicas que estaban por encima de sus
capacidades, mientras que, al mismo tiempo, se iba limitando y
racionalizándose a sí mismo. Todos los indicios de rasgos que no se adecuaban
a su imagen idealizada tenían que ser eliminados o sofocados. El lado más
blando y femenino, las partes temerosas, las ansias de dependencia, todo tenía
que desaparecer.
No era infrecuente que Hemingway exteriorizara los rasgos no deseados,
esto es, veía en los demás aquellos aspectos que rechazaba en sí mismo y a
menudo respondía a la otra persona de un modo virulento. El mecanismo
mental de la «identificación proyectiva» (el proceso de proyectar partes de uno
mismo en otro y entonces constituir una relación intensa, irracional, con el otro)
ha conseguido una encarnación literaria permanente en El doble, de
Dostoievsky, y en The Secret Sharer, de Conrad, para mencionar tan sólo los
mejores autores modernos que han comprendido este fenómeno de una forma
intuitiva. La identificación proyectiva fue quizás uno de los principales
mecanismos que había tras los arrebatos extremadamente injuriosos de
Hemingway hacia extraños inocentes, y las injustificadas invectivas que dirigía
a los amigos y conocidos.59 En un tiempo en el que la mayoría de
norteamericanos sentían compasión, sino admiración, por su presidente
durante la guerra, Hemingway despreciaba la dolencia física de Roosevelt, su
asexualidad y apariencia femenina.60 Sentía antipatía hacia los judíos debido a
su blandura, pasividad, y «pensamiento timorato», aunque no fue una
casualidad que el judío, Robert Cohn, de Fiesta fuera, al igual que Hemingway,
un experto boxeador y que se llevase bastante mal con el amor no
correspondido; ni es por casualidad que Hemingway bromease sobre su propio
judaísmo, refiriéndose a menudo a sí mismo como doctor Hemingstein.
Los hombres duros beben mucho. Hemingway bromeaba y alardeaba en
la vida real sobre su forma de beber y la exaltaba en la ficción. Sin embargo, no
hay duda de que Hemingway, a medida que fueron pasando los años, se fue
apoyando más y más intensamente en el alcohol como un alivio frente a la
intensa ansiedad y la depresión. Mary, su mujer, que tiende a minimizar los
defectos de Hemingway, hace notar que en los últimos años de su vida obtenía
la mayor parte de su alimento del alcohol, más que de la comida. 61 Hemingway
empezaba a «entrenar» cuando se embarcaba seriamente en la escritura de un
nuevo libro. Las normas del entrenamiento consistían en ponerse en buenas
59
Ibid.
60
Ibid.págs. 315 y 477.
61
O. Fallaci (comp.), «Interview with Mary Hemingway: My Husband Ernest Hemingway»,
Look 30, 1966, págs. 62-68.

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condiciones físicas y en abstenerse del alcohol hasta mediodía (llevaba a cabo


todos sus escritos por la mañana). Lanham cuenta que cuando le visitó mientras
se preparaba para escribir El viejo y el mar, Hemingway nadaba ochenta largos
por la mañana en su piscina, bastante larga por cierto. De vez en cuando
miraría su reloj que estaba en un extremo de la piscina. A las once en punto de
la mañana su mayordomo saldría de la casa con una jarra en la que parecía
haber más de litro y medio de martinis. Según el relato de Lanham,
Hemingway sonreiría burlonamente, diciendo: «¿Y qué?, Buck, ahora es
mediodía en Miami» y se acabó lo de nadar por esta mañana. Lanham se
bebería dos de los fuertes martinis y la mujer de Hemingway tomaría uno y
medio. Éste se acababa el resto de la jarra. 62 Hacia el final de su vida, a medida
que su salud se resentía y la hipertensión se hacía mayor, su médico de cabecera
intentó impedirle que siguiera bebiendo, lo que conseguiría tan sólo con un
éxito moderado.
Los mecanismos empleados para prevenirse contra la disforia —el
alcohol, escribir, las intensas proezas físicas— todos los frenéticos intentos por
perpetuar la imagen que se había creado, se entrelazaban para constituir un
dique tan sólo parcialmente efectivo contra la corriente de angustia. A lo largo
de su vida, Hemingway sufrió de recurrentes brotes de depresión. En una fecha
tan temprana como 1926, le escribió a F. Scott Fitzgerald que había estado
viviendo un infierno durante nueve meses, con mucho insomnio para alumbrar
otra salida y asistirle en el estudio del terreno. 63 Una y otra vez, gratuitamente
tranquilizaba a sus amigos, medio en serio y medio en broma, asegurándoles
que ya no estaba en la fase de «quitarse de en medio». No es difícil recolectar
una serie de comentarios melancólicos a partir de la correspondencia y la
conversación en la vida de todo individuo y el hacerlo así ahora demuestra
solamente que la visión retrospectiva es una facultad humana lamentable. La
exagerada preocupación de Hemingway por la muerte, la melancolía y el
suicidio a lo largo de su vida, y especialmente en sus últimos años, fue, no
obstante, una fuente de preocupación para aquellos que le conocían bien.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los días «idiotas-oscuros» (como
Hemingway llamaba a sus depresiones) fueron en aumento. El éxito le ofrecía
tan sólo un breve respiro; en 1950 escribió a Lanham que se habían vendido
ciento treinta mil ejemplares de Al otro lado del río y entre los árboles y que se
podían comer una parte pero que él no tenía mucho apetito. 64 Una carta desde
África después de su accidente de avión contiene la declaración tachada de que
la estela del barco tenía un gran atractivo.65
De todos los insultos y agravios sufridos por Hemingway, ninguno fue
tan grave, tan irreparable para su economía psíquica, como el declive somático
62
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
63
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 175.
64
Carta de Ernest Hemingway a Charles T. Lanham, 11 de septiembre de 1950.
65
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.

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que le trajeron los años. No tuvo un modo fácil de congraciarse con la vejez; no
existía lugar para un viejo en el código de Hemingway. En El viejo y el mar, en
su brillante fantasía final, Santiago triunfa sobre la fuerza de la carne que se
aleja con la pura fuerza de la voluntad. ¡Pero con qué patetismo! Después de
todo, ¿cuántos ancianos pueden superar sus muchos años de edad haciéndose a
la mar en un bote para pescar una aguja gigante? Parece que trató de encontrar
para sí mismo la identidad de un hombre viejo, consejero de la juventud, que
prefiere que casi todo el mundo le llame «papá», pero no estaba preparado para
el papel de viejo sabio. Cuando leemos las payasadas inapropiadas del
Hemingway de sesenta años,66 tenemos la tentación de gritar como el bufón de
Lear: «No deberías haberte hecho viejo hasta que no te hubieras hecho sabio».
Se dan los intentos de reponer su juventud a través de sus relaciones con
mujeres jóvenes;67 la imposibilidad de ese renacimiento está patéticamente
prefigurada en Al otro lado del río y entre los árboles, donde la aventura amorosa
entre el coronel Cantwell y una Renata (palabra que en italiano significa
«renacida») de diecinueve años no puede retrasar el deterioro y una muerte
temprana del protagonista. En 1960, Hemingway parecía abrumado finalmente
por el inexorable avance de los años y el igualmente implacable deterioro físico.
Las primeras gotas de preocupación sobre su cuerpo pronto se transformaron
en el torrente de la hipocondría; magnificaba la trascendencia de la dolencia
más nimia y cada vez estaba más preocupado por las principales enfermedades,
hasta el punto de que sus pensamientos conscientes, como las páginas de sus
cartas y las paredes de sus cuartos de baño estaban embadurnados con
meticulosas estadísticas de las fluctuaciones diarias en el peso, presión de la
sangre, azúcar en la sangre y colesterol. En 1960, la salud mental de
Hemingway se deterioró gravemente y desarrolló los indicios y los síntomas de
una enfermedad psicológica importante. La imagen clínica de su condición final
reflejaba la escisión de la unión del Hemingway ideal y el real, un sistema
psíquico que, para sobrevivir, se había hecho cada vez más rígido, hasta acabar
siendo, finalmente, quebradizo.
Al final, el yo expansivo se oscureció a ojos vista, pero señalaba su
persistencia subterránea a través de las tendencias paranoides, tanto trágicas
como grotescas. Por ejemplo, Hemingway tuvo en su último año de vida
muchas «ideas de referencia», esto es, tendía a remitir a sí mismo los sucesos
circunstanciales de su ambiente. Hotchner describe un episodio según el cual
Hemingway llegó a una ciudad a última hora, por la noche y observando que
las luces del banco permanecían encendidas expresó su convencimiento de que
la delegación de Hacienda tenía auditores trabajando furiosamente en la
revisión de su declaración de impuestos. «Cuando ellos te quieren pillar, te

66
Baker, Ernest Hemingway [1], págs. 545-548.
67
Ibid., págs. 476 y 547.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

pillan.»68 En otra ocasión, Hemingway salió repentinamente de un restaurante


porque supuso que dos hombres que estaban en la barra del bar eran agentes
del FBI, disfrazados de vendedores, que habían sido designados para
mantenerle bajo vigilancia.
Aparecieron graves tendencias persecutorias, ya que Hemingway llegó a
estar convencido de que la oficina de Inmigración, así como el FBI y Hacienda,
estaba tras él por corrupción de la moral de un menor. Los amigos pronto
serían advertidos de que no escribieran, usaran el teléfono o hablaran
demasiado alto ya que le estaban espiando constantemente. Sus convicciones
persecutorias constituían verdaderas ideas delirantes en las que quedaban
fijadas falsas creencias inmunes a la lógica. Su sistema ilusorio se expandió
gradualmente hasta incluir a todos los que le rodeaban: enfermeras, doctores,
amigos, y, finalmente, su familia inmediata. Un elaborado y delirante sistema
persecutorio es la voz de un yo presuntuoso, fuera de control y
descompensado; si todo el mundo en tu propio ambiente se preocupa de
conspirar, escuchar, entonces puede ser solamente porque uno es una persona
extremadamente especial. Cada idea paranoide tiene un núcleo central de
verdad: Hemingway era una persona muy especial e importante, pero,
obviamente no tan especial como para justificar toda la energía de su ambiente.
La grandiosidad no tiene lugar de buenas a primeras. Surge en respuesta
a una identidad central interior experimentada como mala y sin ningún valor.
La solución grandiosa o expansiva le permitió a Hemingway sobrevivir sin una
disforia agobiante; le permitió formar una plataforma, si bien es cierto que,
como ya hemos visto, carente de solidez, en la que sustentar sus sentimientos de
autovaloración y autoestima. Al final, se fragmentó la unión de la identidad
central psicológica y el sistema periférico de grandiosidad: el núcleo interno de
Hemingway, desnudo y vulnerable, dominó su mundo de experiencia.
Consumido por los sentimientos de culpa y desprecio, se hundió en una
profunda desesperación. Las ideas delirantes de pobreza le invadieron;
exteriorizó su sensación de vacío interior y desarrolló la convicción de que no
tenía reservas financieras materiales.
En 1960, las señales y los síntomas que acompañan a la depresión —la
anorexia, la pérdida grave de peso, el insomnio, una profunda tristeza, un
pesimismo total, tendencias autodestructivas— se hicieron tan acusadas que se
requirió la hospitalización. En la clínica Mayo le fueron administradas dos
sesiones de tratamiento electroconvulsivo, pero fue en vano. El tratamiento
electroconvulsivo es una opción de tratamiento para las enfermedades
depresivas agudas, pero frecuentemente resulta ineficaz ante la presencia de las
fuertes tendencias paranoicas que las acompañan. Finalmente, Hemingway
llegó a considerar su cuerpo y su vida como una prisión de desesperación de la
cual había tan sólo una salida: y esa salida, el suicidio, era lo más innoble de

68
A. E. Hotchner, Papa Hemingway

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

todo. Fue la «cosa» vergonzosa que el padre de Robert Jordán y su propio


padre, y, más tarde, su hermana tuvieron que hacer. Fue la acción que ninguno
de los héroes de Hemingway había llevado a cabo nunca. No fue la muerte que
habríamos deseado para este hombre que, a la edad de veinte años, escribió a su
padre: «y cuanto mejor morir durante el período feliz de la juventud no
desilusionada, extinguirse cubierto de luz, que tener tu cuerpo agotado y viejo y
las ilusiones hechos añicos».69

Capítulo 3
El viaje de la psicoterapia
a la ficción

ESTAMPAS DEL PACIENTE: LOS PRIMEROS PASOS EN LA NARRATIVA

Mis tres últimas publicaciones, un libro de cuentos de terapia y dos


novelas, parecen representar un salto radical respecto a mis libros de texto y a
mis artículos de investigación empírica publicados en revistas de psiquiatría.
De la prosa académica a contar historias, ¿qué transformación! ¿Qué ha
sucedido?
La respuesta es menos dramática que la pregunta. No ha habido una
transformación repentina, sólo un desarrollo gradual pautado. Las historias me
han encantado desde que era un niño, por lo menos desde el día que cumplí
nueve años. Recuerdo vivamente aquel cumpleaños; yaciendo enfermo en la
cama, hinchado con paperas, agradeciendo las visitas de los parientes, la
mayoría tías (los tíos estaban totalmente absorbidos por el negocio del
colmado). Cada uno me trajo un pequeño regalo: una peonza, un maravilloso
cañón de juguete que disparaba balas de madera, una colección de soldados
americanos de juguete (la Segunda Guerra Mundial se asomaba), una cabaña de
madera que tenía chimenea y pequeños troncos de madera cortados y atados,
postigas rojos y pequeñas ventanas de celofán (pronto destinadas a ser el
objetivo de disparos de balas de madera). Pero ningún presente fue tan
intrigante como la edición de La isla del tesoro que me trajo mi tía Leah. Tenía
una cubierta de color azul claro y brillante donde aparecìan un ceñudo Long
John Silver -con el loro sobre el hombro- y sus piratas remando hacia una isla
con el cofre del tesoro visible en la proa del bote.
Tan pronto como se fue ojeé el libro, devoré las ilustraciones, y entonces

69
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 552.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

empecé a leer. En unos minutos olvidé del todo mis dolorosas mandíbulas
hinchadas; floté desde la pequeña cama empotrada en una esquina del comedor
de nuestro apartamento, infestado de olor a pescado y ubicado encima del
colmado de mi padre, en Firt and Seaton 1 Place, en Washington, D.C., y entré
en el mágico mundo de Robert Louis Stevenson.
Me encantó aquel mundo; penetré en él y odié tener que abandonarlo.
Tan pronto como acabé de leer el libro volví a la primera página y lo empecé de
nuevo. Desde entonces continuamente he leído ficción; nunca he dejado de
estar inmerso en una novela. Cada noche antes de ir a dormir (de hecho, desde
hace tiempo es un requisito para dormir) penetro en algún mundo ficticio. A
mitad de mi adolescencia era consciente de mi enorme gratitud hacia los
creadores de estos mundos encantados: Dickens, Steinbeck, Thomas Wolfe,
James Farrel, Thomas Hardy, Kipling, sir Walter Scott, Melville, Hawthorne.
Qué regalos han dejado, para mí, para todo el mundo. Y después, un par de
años más tarde, cuando penetré en los incomparables mundos de Dostoievsky y
Tolstoi, llegué a la poderosa convicción, que aún mantengo casi con fervor
religioso, de que lo más hermoso que una persona puede hacer en la vida es
escribir una buena novela.
Durante toda mi infancia y adolescencia, mis padres, Ben y Ruth (o Beryl
y Rifke) , inmigrantes judíos de un pequeño shtetl de Rusia, trabajaron juntos
catorce horas al día en su polvorienta tienda de comestibles. Cuando
obtuvieron la licencia para vender licor, las horas aumentaron aún más, ya que
los viernes y los sábados la tienda seguía abierta hasta medianoche. Nunca vi a
ninguno de los dos leer un libro (no tenían ni el tiempo ni ningún tipo de
educación secular), pero siempre pareció darles placer el verme leer. Movían la
cabeza con aprobación; algunas veces mí padre venía a acariciarme el pelo y a
echar una ojeada, tan sólo por un instante, a mi libro. En una ocasión mi tío Sam
(en realidad un primo lejano, pero todos los parientes eran «tíos» y «tías») me
explicó que en su juventud mi padre había escrito maravillosos poemas. A
menudo me lo imaginaba sentado en lo alto de un pajar de la campiña rusa
intentando escribir poesía. Incluso hoy evoco esa deliciosa imagen. Me encanta
pensar que, a través de mí, sus sueños se han hecho realidad.
El colmado de mi padre estaba en medio de un barrio negro y pobre tan
inseguro que no osaba pasear demasiado lejos. Por ello pasé gran parte de mi
primera infancia solo. La larga reunión del domingo del clan de mis padres
-quince o veinte amigos o parientes que habían emigrado del mismo shtetl-
atenuaba en parte mi aislamiento pero exigía un alto precio: encasillamiento,
conformismo, una estrecha y paranoica mentalidad de gueto. Me sentía
ahogado. Necesitaba una salida y sabía cuál era el camino. Semana tras semana,
año tras año, iba y volvía en bicicleta con las alforjas repletas de libros a
reventar a la biblioteca principal de las calles Siete y K.
Pero años más tarde, cuando llegó la hora de escoger una profesión, no

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

esquivé mi ambiente. Mis opciones profesionales eran limitadas -o al menos yo


las percibía como limitadas- y la idea de tener la escritura como profesión
nunca se presentó como posibilidad: todos los jóvenes brillantes de mi entorno
o bien iban a los negocios de sus padres, o iban a la facultad de medicina, o, si
eso fallaba, a la facultad de odontología. Tenía la premonición que una carrera
de medicina podía ser una decisión errónea pero por lo menos la facultad de
medicina -y especialmente la de psiquiatría- estaba más cerca de Tolstoi y
Dostoievsky de lo que lo estaba el negocio de comestibles de mi padre.
Una vez entré en psiquiatría, mi amor por contar historias despertó
gradualmente de su sueño y una voz insistió. Por ejemplo, el enfoque
terapéutico que finalmente desarrollé está estrechamente vinculado al proceso
creativo, a la lectura y escritura de ficción: lectura porque siempre escucho
atentamente la historia única y fascinante de la vida de cada paciente; escritura
porque creo, junto a Jung, que la terapia es un acto creativo y el terapeuta eficaz
debe inventar una nueva terapia para cada paciente.
En mis textos profesionales he satisfecho mi pasión por contar historias
introduciendo de forma encubierta pequeños cuentos en el texto mediante
estampas de casos: algunas veces un breve párrafo, otras veces una o dos
páginas. Los estudiantes que han leído estos textos saben a lo que me refiero.
¿Cuántas veces he oído decir a profesores que les gusta usar mis textos porque
los estudiantes disfrutan leyéndolos?
Los estudiantes me han informado sobre varios aspectos llamativos de
mis escritos profesionales. Aprecian la ausencia de jerga profesional (aborrezco
especialmente la jerga profesional: ya sea psiquiátrica, psicoanalítica, filosófica,
postestructuralista, desconstruccionista, o new age, toda esta jerga es igual de
oscura y crea una distancia entre el estudiante y el verdadero entendimiento).
Los estudiantes me han dicho que aprecian mi claridad. A lo largo de mi carrera
me he hecho la propuesta de no escribir nunca nada que yo mismo no
comprenda completamente. Puede parecer un dato poco significativo, pero la
literatura profesional está llena de contribuciones en las que autores que van
desde Sullivan, Lacan, Fenichel y Klein hasta Boss y Binswanger, suponen de
forma un tanto oscura que la claridad lingüística no es esencial, que es posible
comunicarse directamente desde el inconsciente del escritor hasta el del lector.
Jamás he creído una sola palabra de esto. Si un lector inteligente y aplicado no
puede entender el texto es error del autor y no del lector.
Pero más allá de la claridad y la ausencia de jerga, creo que las breves
historias clínicas que he entramado en mis textos contribuyen en gran medida a
su éxito. Los estudiantes desean pagar el precio de soportar las lecciones de
teoría e investigación, si saben que después de la siguiente curva les está
esperando una historia atractiva, quizá una o dos páginas más tarde.
Las cuatro estampas de pacientes aquí presentadas ejemplifican varios
problemas sobre técnica de terapia de grupo e individual.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

La terapia de grupo es especialmente apropiada para los pacientes


narcisistas. Aunque la sana autoestima es esencial para el desarrollo del respeto
y la confianza en uno mismo, una excesiva autoestima puede crear varios
problemas interpersonales, como vemos en este fragmento de The Theory and
Practice y Group Psychotherapy.

El paciente narcisista generalmente tiene un desarrollo más violento pero


más productivo en grupo que en terapia individual. De hecho, la terapia
individual, proporciona tanta gratificación que el problema central emerge
mucho más lentamente: cada palabra del paciente es escuchada; se examina
cada sentimiento, fantasía y sueño; se le da todo al paciente y se le pide poco.
Sin embargo, en grupo se espera del paciente que comparta el tiempo,
que haga un esfuerzo de comprensión, que sienta una empatía hacia los otros
pacientes que le invite a ayudarles, que establezca relaciones, que se sienta
implicado en los sentimientos de los demás, que reciba una compensación
constructiva aunque en ocasiones sea crítica. A menudo los pacientes narcisistas
se sienten vivos cuando están sobre el escenario: juzgan la utilidad que el grupo
les aporta de acuerdo con el tiempo del grupo y del terapeuta que han
conseguido en un encuentro. Velan fieramente por su singularidad y a menudo
ponen reparos cuando alguien señala similitudes entre ellos y otros miembros
del grupo. Por la misma razón, también reprochan el ser incluidos con los
demás miembros en interpretaciones de conjunto.

Vicky

Una paciente, Vicky, frecuentemente criticaba la terapia de grupo al


comentar su preferencia por la terapia cara a cara. A menudo apoyaba su
opinión citando literatura psicoanalítica, crítica con el enfoque de terapia de
grupo. Le amargaba tener que compartir tiempo con el grupo. Por ejemplo, un
día a tres cuartas partes del tiempo de un encuentro, el terapeuta observó que
veía a Vicky y John bajo mucha presión. Ambos admitieron que necesitaban y
querían tiempo en la reunión de ese día. Después de una situación un poco
embarazosa, John renunció diciendo que pensaba que su problema podía
esperar a la siguiente sesión. Vicky consumió el tiempo que quedaba de reunión
y, en la siguiente sesión, continuó donde lo había dejado. Cuando pareció que
tenía la intención de ocupar de nuevo toda la reunión, uno de los miembros del
grupo comentó que John había dejado su asunto pendiente desde la sesión
anterior. Pero el relevo no fue fácil, porque, tal y como el terapeuta señaló, sólo
Vicky podía ceder ante el grupo, y no parecía tener ninguna intención de
hacerlo cortésmente (se había sumido en un silencio resentido).
No obstante, el grupo se dirigió a John, que estaba en medio de una
profunda crisis vital. John presentó su situación, pero no se avanzó mucho.
Justo al final del encuentro, Vicky empezó a llorar en silencio. Los miembros del

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

grupo, pensando que lloraba por John, se giraron hacia ella. Pero lloraba, dijo,
por todo el tiempo que se gastaba en John, tiempo que ella podía haber
invertido mucho mejor. Lo que Vicky no pudo apreciar, durante por lo menos
un año en el grupo, era que este tipo de incidente no indicaba que podía estar
mejor fuera, en una terapia individual. Sino más bien al contrario: el hecho de
que ese tipo de dificultades surgieran en grupo era precisamente la razón por la
cual la terapia de grupo estaba especialmente indicada para ella.

La apertura personal es una parte esencial del éxito de la psicoterapia de


grupo, y el terapeuta debe estar preparado para tratar todos los aspectos que
conlleva: cómo fomentarla, cómo minimizar los riesgos que entraña sincerarse,
cómo conducir al grupo hacia una apertura útil y terapéutica. Este fragmento de
The Theory and Practice of Group Psychotherapy ilustra algunos de los principios
de la respuesta terapéutica a la apertura personal en la terapia.
El miembro del grupo que acaba de sincerarse sobremanera se enfrenta a
un momento de vulnerabilidad y requiere el apoyo de los miembros del grupo
y/o del terapeuta. Sin tener en cuenta las circunstancias, ningún paciente
debería ser atacado por una importante revelación personal. Un caso clínico lo
ilustrará.

Joe

Cinco miembros estaban presentes en una reunión de un grupo formado


desde hacía un año. (Dos miembros estaban fuera de la ciudad y uno estaba
enfermo.) Joe, el protagonista de este episodio, empezó el encuentro con una
larga e inconexa declaración sobre el hecho de que se sentía incómodo en un
grupo más pequeño. Desde el momento en que Joe había empezado en el
grupo, su forma de hablar repelía a los miembros del grupo. A todo el mundo
le parecía pesado escucharlo y ansiaban que dejase de hablar. Pero en realidad
nadie se había enfrentado honestamente a estos vagos e incómodos
sentimientos sobre Joe hasta este encuentro, cuando, tras unos pocos minutos,
Betsy lo interrumpió: «¡Si no grito voy a explotar! No puedo aguantar más! Joe,
me gustaría que dejaras de hablar. No soporto escucharte. No sé a quién te estás
dirigiendo: quizás al techo, quizás al suelo, pero desde luego a mí no te diriges.
Me preocupa cada uno de los demás miembros del grupo. Pienso en ellos.
Significan mucho para mí. Odio decir esto, pero por alguna razón, Joe, no me
importas».
Aturdido, Joe trató de entender la razón que había detrás de los
sentimientos de Betsy. Otros miembros estaban de acuerdo con Betsy y
sugirieron que Joe nunca decía nada personal. Todo era de relleno, algodón
azucarado: nunca revelaba nada importante sobre sí mismo; nunca se
relacionaba personalmente con ninguno de los miembros del grupo. Incitado y
picado, Joe se atrevió a dirigirse al grupo y a describir sus sentimientos
personales hacia cada uno de los miembros.
Pensé que, a pesar de que Joe se había abierto más de lo que lo había

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

hecho anteriormente, aún se mantenía en un territorio cómodo y seguro. Le


pregunté: «Joe, si tuvieras que valorar en una escala del uno al diez en qué
profundidad te has sincerado, considerando que "uno" representa una
conversación de cóctel y "diez" representa lo máximo que jamás podrías
imaginarte revelar sobre ti a otra persona, ¿cómo valorarías lo que has hecho en
el grupo los últimos diez minutos?», Pensó en ello un momento y dijo que
suponía que se daría a sí mismo un «tres» o un «cuatro». Le pregunté: «¿Qué
pasaría, Joe, si te movieras uno o dos grados más arriba?».
Meditó un poco y dijo: «Si me moviera un par de grados le diría al
grupo que soy alcohólico».
Esto fue una asombrosa muestra de apertura personal. Joe había estado
en el grupo durante un año, y nadie -ni yo, ni mi coterapeuta, ni los miembros
del grupo- sabíamos nada de ello. Es más, se trataba de una información
crucial. Durante semanas, por ejemplo, Joe se había lamentado del hecho de que
su mujer estaba embarazada y había decidido abortar en lugar de tener un hijo
suyo. El grupo estaba desconcertado por el comportamiento de su mujer y en
tres semanas llegó a ser muy crítico con ella; algunos miembros se preguntaban
incluso por qué Joe permanecía casado. El nuevo dato de que Joe era alcohólico
aportaba un eslabón perdido crucial. ¡Ahora el comportamiento de su mujer
tenía sentido!
Mi primera reacción fue de enfado. Recordé todas esas horas inútiles en
las que Joe había llevado al grupo por sitios imposibles. Tuve la tentación de
gritar: «¡Maldita sea, Joe, la de sesiones gastadas hablando de tu mujer! ¿Por
qué no nos lo dijiste antes?». Pero éste es justo uno de aquellos momentos en los
que hay que morderse la lengua. Lo importante no es que Joe no nos diera antes
esa información sino que sí nos la dio ese día. En lugar de castigarlo por haber
ocultado la información anteriormente, debía ser animado por haber provocado
tal ruptura y por desear arriesgarse en el grupo. La técnica apropiada consistía
en apoyar a Joe y facilitarle una mayor apertura «horizontal», esto es, una
apertura sobre el proceso de apertura.

Anteriormente ya he discutido la modificación de la técnica de la terapia


de grupo para enfrentarse a la situación clínica especializada. Un paso crucial
en esta modificación es la construcción de una serie de metas razonables y
factibles. El siguiente episodio, de Impatient Group Psychotherapy, describe una
meta importante de los grupos de terapia con pacientes ingresados.

La duración de la terapia en los grupos de terapia formados por


pacientes hospitalizados es demasiado breve para permitir a los pacientes
trabajar en sus problemas. Pero el grupo puede ayudar de forma eficaz a que los
pacientes descubran problemas en los que puedan seguir trabajando
beneficiosamente en la terapia individual en curso, ya sea en su estancia en el
hospital ya sea en una terapia posthospitalaria. La terapia de grupo señala a los
pacientes las áreas en las que hay que trabajar. Al proporcionar un enfoque
discreto para la terapia, los grupos de pacientes ingresados aumentan la eficacia

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

de otras terapias.
Es importante que los grupos identifiquen los problemas con algún
asidero terapéutico: problemas que el paciente perciba como circunscritos y
maleables (no un problema generalizado, como la depresión o tendencias
suicidas, ya que el paciente puede ser muy consciente de tenerlo, pero no
ofrecen ningún asidero para la terapia). El grupo es el contexto más apropiado
para ayudar a los pacientes a identificar los problemas que versan sobre la
forma de relacionarse con las otras personas. Ya he mencionado anteriormente
que la terapia de grupo no es una forma eficaz para reducir la ansiedad o para
mejorar el pensamiento psicótico o la depresión profunda, pero sí es un escenario
de terapia sin igual para instruirse sobre el comportamiento interpersonal de
inadaptación. La historia de Emily puede ser una buena ilustración de este
punto.

Emily

Emily era una mujer joven extremadamente aislada. Se quejaba de que


siempre era ella la que tenía que tomar la iniciativa para una reunión social.
Nunca recibía invitaciones; no tenía amigas cercanas que acudieran a su
encuentro. Sus citas con hombres siempre se convertían en citas de una sola
noche. Intentaba complacerles yéndose con ellos a la cama, pero nunca
llamaban para una segunda cita. La gente parecía olvidarse de ella tan pronto
como se la encontraban. A lo largo de las tres sesiones en grupo a las que vino,
el grupo le dio coherentes respuestas sobre el hecho de que siempre era
agradable, siempre parecía tener una cortés sonrisa en la cara, y siempre parecía
decir lo que creía que los otros querían oír. En este proceso, sin embargo, la
gente siempre perdía pronto la pista sobre quién era Emily. ¿Cuáles eran sus
propias opiniones? ¿Cuáles eran sus propios deseos y sentimientos? Su
necesidad de ser siempre complaciente tenía una seria consecuencia negativa: la
gente la encontraba aburrida y predecible.
Un dramático ejemplo tuvo lugar en su segundo encuentro, cuando
olvidé su nombre y me disculpé por ello. Su respuesta fue: «Es igual, no
importa». Sugerí que el hecho de que no le importara era quizá una de las
razones por las que había olvidado su nombre. En otras palabras, si hubiera
sido el tipo de persona a la que le hubiera importado, o el tipo de persona que
expresa sus necesidades de forma más abierta, entonces probablemente no
habría olvidado su nombre. En las tres sesiones con el grupo, Emily dio
muestras de tener un problema básico con consecuencias de gran alcance para
sus relaciones en el exterior: su tendencia a sumergirse en un intento
desesperado y contraproducente de conseguir el afecto de los demás.

Asumir la responsabilidad -tanto en la vida como en la terapia- es un


paso fundamental en el proceso de psicoterapia. Este episodio extraído de
Psicoterapia existencial describe algunos de los aspectos del trabajo de terapia con

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

un paciente que se resistía inflexiblemente a dar ese paso.

Un terapeuta que tiene la sensación de estar cargando con todo el peso


del paciente, que está convencido de que nada útil ocurrirá en la hora de visita,
a no ser que él o ella sea el responsable de ello, lo que ha hecho es permitirle al
paciente trasladar el peso de la responsabilidad de sus hombro a los del
terapeuta. Los terapeutas pueden enfrentarse a este proceso de distintas formas.
La mayoría de los terapeutas optan por reflexionar sobre ello. El terapeuta
puede comentar que el paciente parece cargarlo todo sobre sus espaldas (las del
terapeuta), o que él o ella (el terapeuta) no ve que el paciente esté colaborando
activamente en la terapia. O puede hacer comentarios sobre la sensación de
tener que cargar con todo el peso de la terapia. También puede considerar que
no queda otro modo más efectivo de empujar a un paciente lento a la acción
que simplemente preguntándole: «¿Para qué vienes?».
Hay varias resistencias típicas por parte de los pacientes frente a estas
intervenciones, y se centran en la idea: «No sé qué hacer», o «Si supiera que
hacer, no estaría aquí», o «Ésta es la razón por la que he venido a verle», o
«Dígame lo que tengo que hacer». El paciente finge impotencia. A pesar de
insistir en que él o ella no sabe qué hacer, de hecho el paciente ha recibido
muchas directrices explícitas e implícitas del terapeuta. Pero el paciente no
revela sus sentimientos; no puede recordar sus sueños (o está demasiado
cansado para escribirlos o se olvida de dejar papel y lápiz cerca de la cama); el
paciente prefiere discutir cuestiones intelectuales, o empezar una discusión
inacabable con el terapeuta sobre cómo funciona la terapia. El problema, como
ya sabe un terapeuta muy experimentado, no es que el paciente no sepa lo que
hacer. Cada una de estas tácticas refleja la misma cuestión: el paciente rechaza
aceptar la responsabilidad de cambiar, de la misma manera que, fuera de las
horas de terapia, él o ella rechaza aceptar la responsabilidad de un difícil
problema vital.

Ruth

Ruth, una paciente de terapia de grupo, ilustra este punto. Eludía la


responsabilidad en todos los ámbitos de su vida. Estaba desesperadamente
sola, no tenía amigas íntimas, y todas sus relaciones con hombres habían
fracasado porque sus necesidades de dependencia eran demasiado fuertes para
sus parejas. Más de tres años de terapia individual habían resultado ineficaces.
Su terapeuta individual decía que Ruth parecía un «peso pesado» de la terapia:
no producía más material que sus pensamientos circulares sobre sus dilemas
con los hombres, ni fantasías, ni transferencias de material, y ni un solo sueño a
lo largo de un período de tres años. Desesperado, su terapeuta individual la
había enviado a un grupo de terapia. Pero en el grupo Ruth simplemente
retomó su postura de impotencia y pasividad. Pasados seis meses no había

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

trabajado nada en el grupo y no había hecho ningún progreso.


En un encuentro crucial se lamentó del hecho de que no había recibido
ayuda del grupo y dio a entender que se preguntaba si ese era el grupo
adecuado o la terapia adecuada para ella.
TERAPEUTA: Ruth, haces aquí lo que haces fuera del grupo. Esperas a
que pase algo. ¿Cómo quieres que sea posible que el grupo te sea útil si tú no lo
utilizas?
RUTH: No sé qué hacer. Vengo aquí cada semana y no pasa nada. No
saco nada de la terapia.
TERAPEUTA: Claro que no sacas nada de la terapia. ¿Cómo quieres que
pase algo si tú no haces que ocurra?
RUTH: Me he quedado en blanco. No sé qué decir.
TERAPEUTA: Parece importante para ti no saber nunca qué decir o qué
hacer.
RUTH: (llorando) Dígame qué quiere que haga. No quiero ser así toda
mi vida. Este fin de semana me fui de acampada; todos los demás se
encontraban en el séptimo cielo, el campo estaba en flor, y yo me pasé todo el
tiempo en la más completa miseria.
TERAPEUTA: Quieres que te diga lo que tienes que hacer aunque sabes
perfectamente cómo funcionarías mejor en el grupo.
RUTH: Si lo supiera, lo haría.
TERAPEUTA: ¡Todo lo contrario! Parece que te dé miedo hacer lo que te
conviene.
RUTH: (sollozando) Estoy otra vez aquí en este jodido sitio. Tengo la
cabeza hecha un lío. Tú estás enfadado conmigo. En este grupo no me siento
mejor sino peor. No sé qué hacer.
En este punto el resto del grupo intervino. Uno de sus miembros se unió
a Ruth diciendo que él se encontraba en la misma situación. Otros dos dijeron
que estaban hartos de su eterna impotencia. Otro comentó, con exactitud, que
ya había habido en el grupo discusiones inacabables sobre cómo podían los
miembros participar de forma más efectiva. (De hecho, gran parte del encuentro
anterior había sido dedicada precisamente a esa cuestión.) Otro le dijo que tenía
gran cantidad de opciones. Podía hablar de sus lágrimas, su tristeza, o sobre lo
herida que estaba. O sobre lo capullo que era el terapeuta. O sobre sus
sentimientos respecto a cualquiera de los miembros del grupo. Ella ya sabía
estas opciones, y todo el mundo sabía que las sabía. «¿Por qué -se preguntaba el
grupo-, necesitaba mantener esa postura de impotencia y pseudo demencia?
Eso fue un empuje, Ruth explicó que durante las tres últimas semanas
mientras iba hacia el encuentro tomaba la resolución de discutir sus
sentimientos hacia otros miembros del grupo, pero siempre se echaba atrás.
Este día dijo que quería hablar de por qué nunca iba a tomar café con el grupo
después de los encuentros. A ella le habría gustado pero no lo había hecho
porque era reacia a intimar con Cynthia (otro miembro del grupo) no fuera que
Cynthia, a la que veía especialmente necesitada, la empezase a llamar a mitad
de la noche pidiéndole ayuda. Siguiendo una abierta interacción con Cynthia,
Ruth mostró abiertamente sus sentimientos hacia otros dos miembros del grupo

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

y hacia el final de la sesión había avanzado más que durante los seis meses
anteriores juntos. Lo importante a señalar de este ejemplo es que la afirmación
de Ruth -«Dígame lo que quiere que haga»- era una forma de eludir la
responsabilidad. Cuando se le dio el impulso suficiente, supo muy bien lo que
tenía que hacer en la terapia. ¡Pero ella no quería saber lo que tenía que hacer!
Quería que la ayuda y los cambios viniesen de fuera. Ayudarse a sí misma, ser
su propia madre, le daba miedo; le hacía demasiado consciente de que era libre,
responsable y de que estaba básicamente sola.

EVERY DAY GETS A LITTLE CLOSER: UN EXPERIMENTO DE


TERAPIA Y NARRATIVA

A pesar de las muchas oportunidades que he tenido para introducir


narrativa clandestinamente en mis escritos profesionales, deseaba expresar mis
impulsos creativos de forma más completa y abierta. La oportunidad para ello
se presentó por sí sola un día de 1974 cuando Ginny Elkins (un seudónimo)
entró en mi despacho. Ginny era una escritora de literatura con talento -una
becaria de Stegner en Stanford- que sufría una gran inhibición. No sólo se había
bloqueado para escribir, sino que estaba tan bloqueada para expresarse que de
poco podía servirle la terapia de grupo que le ofrecí.
Había decidido dejar el grupo de terapia -se le había acabado la beca y
no podía costeárselo- cuando le propuse un experimento inusual. Le ofrecí verla
en terapia individual y sugerí que, en lugar de pagarme, escribiera un resumen
sin censuras, libre y fluido después de cada hora de terapia; en otras palabras, le
pedí que expresara por escrito todas las sensaciones y pensamientos que no
había verbalizado durante nuestra sesión. Yo, por mi parte, propuse hacer
exactamente lo mismo. Es más, sugerí que cada uno entregaría su crónica
semanal en sobres cerrados a mi secretaria, y que cada varios meses
revisaríamos las notas del otro.
Mi propuesta estaba más que decidida. Tenía muchas razones para hacer
una petición de ese tipo. En primer lugar, implicaba el tomarse seriamente la
máxima de crear una nueva terapia para cada paciente. Esperaba que la misión
de escribir podría no sólo acabar con el bloqueo de mi paciente para escribir,
sino animarla a expresarse con más libertad en la terapia. Además, quizá, el
hecho de que ella leyese mis notas podía mejorar nuestra relación. Tenía la
intención de escribir anotaciones sin censura en las que revelaría mis propias
experiencias vividas durante la hora de visita: satisfacciones, frustraciones,
distracciones. Posiblemente, si Ginny podía llegar a verme de forma más
realista, podría empezar a desidealizarme y a relacionarse conmigo sobre una
base más humana.
Pero seamos honestos. Tenía otro motivo para mi propio beneficio: este
recurso me proporcionó un ejercicio inusual de escritura, una oportunidad para

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

romper mis límites profesionales, para liberar mi voz, para asociar libremente
sobre el papel, para escribir todo lo que me viniera a la cabeza en los diez
minutos posteriores a cada encuentro.
El intercambio de anotaciones cada varios meses fue muy instructivo.
Siempre que los participantes en una relación estudian su propia interacción (es
decir, examinan su propio «proceso») se sumergen con más profundidad en sus
encuentros. Cuando Ginny y yo leíamos los resúmenes del otro, ocurría
precisamente eso: con cada lectura, la terapia se catalizaba.
Las anotaciones producían un efecto Rashomon: aunque habíamos
vivido la misma hora, la habíamos experimentado de forma muy distinta. Por
alguna razón, dábamos valor a partes muy distintas de la sesión. ¿Mis elegantes
e intelectuales interpretaciones? Jamás las oía siquiera. En cambio valoraba los
pequeños actos personales que yo apenas notaba: mis cumplidos sobre su ropa,
su apariencia o sus escritos, mis torpes disculpas por llegar un par de minutos
tarde, mis risitas por su tono satírico, mis burlas cuando dramatizaba, mi forma
de enseñarle a relajarse.
Más adelante, cuando utilicé los resúmenes de las sesiones en mis clases
de Psicoterapia, me sorprendió el intenso interés de los estudiantes en la
sucesión de resúmenes. Mi esposa, especialista en literatura y una editora
excelente, consideraba que los resúmenes se podían leer como una novela
epistolar. Sugirió publicar las notas como un libro y se ofreció a editarlas. (La
edición de las anotaciones de las sesenta sesiones consistió en pulirlas y
aclararlas. No se añadió nada: en general permanecieron como se habían escrito
por primera vez.)
Ginny se entusiasmó con el proyecto; acordarnos que cada uno escribiría
un prólogo y un epílogo y que compartiríamos los derechos de autor por igual.
El libro fue publicado en 1974 bajo el título de Every Day Gets a Litle Closer.
Mirando hacia atrás el subtítulo, A Twice-Told Therapy, habría sido más
adecuado, pero a Ginny le encantaba la vieja canción de Buddy Holly y siempre
había querido que la tocaran el día de su boda. A pesar del desafortunado
título, el libro se ganó a un pequeño pero fiel público y durante los veinte años
siguientes se vendieron regularmente de dos a tres ejemplares por día. Ha sido
traducido a varios idiomas y en 1994 se hizo una publicación en rústica que ha
dado nueva vida al libro.
Este fragmento está compuesto por mi prólogo, el prólogo de Ginny,
nuestras anotaciones de la tercera sesión, y los párrafos finales de mi epílogo.

Prólogo del doctor Yalom

Siempre me descoloca encontrar viejas agendas de visita llenas de


nombres medio olvidados de pacientes con los que he tenido las experiencias
más tiernas. Tantas personas, tantos buenos momentos. ¿Qué ha sido de ellos?

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Mis numerosos armarios de archivos dispuestos en hileras, los montones de


cintas de grabaciones a menudo me recuerdan un inmenso cementerio: vidas
comprimidas en carpetas clínicas, voces atrapadas en bandas electromagnéticas
representando silenciosamente y eternamente sus dramas. Vivir con estos
monumentos me imbuye de un agudo sentido de lo efímero. Incluso cuando me
encuentro sumergido en el presente, siento la mirada y la espeea del espectro de
la descomposición: una descomposición que en última mstancia derrotará a la
experiencia vivida pero que, en su inexorabilidad, proporciona patetismo y
belleza. El deseo de relatar mi experiencia con Ginny es muy imperioso; estoy
intrigado por la oportunidad de evitar la descomposición, de prolongar el
espacio de nuestra breve vida conjunta. Es mucho mejor saber que existirá en la
mente del lector en lugar de hacerlo en un abandonado almacén lleno de
anotaciones clínicas no leídas y cintas electromagnéticas no escuchadas.
La historia empieza con una llamada de teléfono. Un hilo de voz me dijo
que se llamaba Gmny, que acababa de llegar a California, que había asistido a
una terapia durante varios meses con un colega mío del este que le había dado
mis referencias. Como acababa de llegar de un año sabático en Londres,
todavía tenía mucho tiempo libre y quedé con Ginny dos días más tarde. La
encontré en la sala de espera y la conduje de la entrada a mi despacho. Yo no
podía caminar lo suficientemente despacio; como una esposa japonesa, ella me
seguía a unos cuantos silenciosos pasos detrás. No pertenecía a sí misma, nada
pegaba con nada, su cabello, su sonrisa, su voz su andar, su jersey, sus zapatos,
todo parecía haber sido juntado por casualidad, y había la inmediata
posibilidad de que todo –cabello, andar, extremidades, tejanos agujereados,
calcetines militares, todo- saliera volando por separado. ¿Y qué dejaría? Me
pregunté. Quizá sólo la sonrisa. ¡Si no eres bonita, no importa cómo te arregles!
Pero curiosamente era atractiva. De alguna manera, en tan sólo unos minutos,
se las arregló para hacerme saber que yo sería capaz de hacerlo todo y que ella
lo dejaba absolutamente todo en mis manos. A mí no me importó. En ese
momento no me pareció una pesada carga.
Cuando habló me enteré de que tenía veintitrés años, era hija de una
mujer que en otros tiempos había sido cantante de ópera y de un hombre de
negocios de Filadelfia. Tenía una hermana cuatro años menor que ella y un don
para escribir literatura. Había venido a California porque la habían aceptado,
gracias a algunos relatos cortos, en un programa de un año de duración de
escritura literaria en una facultad cercana.
¿Por qué estaba ahora buscando ayuda? Decía que necesitaba continuar
la terapia que había empezado un año atrás y de un modo confuso y poco
sistemático, anunció gradualmente las principales dificultades de su vida.
Además de sus demandas explícitas, a lo largo de la entrevista reconoció varias
áreas mucho más problemáticas.
En primer lugar, su autorretrato, expuesto rápidamente y jadeando, con

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

atractivas metáforas ocasionales que puntualizaban la letanía de su odio hacia sí


misma. Es masoquista en todos los aspectos. Toda su vida ha desatendido a sus
propias necesidades y placeres. No tiene ningún respeto hacia sí misma. Se
siente como un espíritu incorpóreo: como un canario gorjeador brincando de
acá para allá de un hombro a otro, mientras camina con sus amigos por la calle,
Cree que sólo es interesante para los demás como sustancia etérea.
No tiene ningún juicio sobre sí misma. Dice: «Tengo que prepararme
para estar con la gente. Planifico lo que voy a decir. No tengo sentimientos
espontáneos: sí que los tengo, pero encerrados en alguna pequeña jaula.
Siempre que salgo tengo miedo y debo prepararme». No reconoce o no expresa
sus enfados. «Estoy llena de compasión por la gente. Soy ese cliché andante de:
"Si no puedes decir nada bueno sobre la gente, no digas nada"». Sólo recuerda
haberse enfadado una vez en su vida adulta: años atrás le chilló a un
compañero de trabajo insolente y marimandón. Después estuvo temblando
durante horas. No tiene derechos. No se le ocurre enfadarse. Está tan
absolutamente absorbida por gustar a los demás que nunca piensa en
preguntarse a sí misma si los demás le gustan a ella.
Está consumida por su autodesprecio. Una pequeña voz interior la
insulta sin descanso. Si alguna vez se olvida por un momento de sí misma y
retoma la vida de forma espontánea, esta voz que le destroza los buenos
momentos la devuelve bruscamente a su nicho de timidez. En la entrevista no
se permitió ni un solo comentario sobre algo que la hiciera sentir orgullosa. Tan
pronto como mencionó el programa de escritura literaria se apresuró a
recordarme que lo había conseguido por pereza; le habían llegado noticias de
este programa por habladurías, e hizo la solicitud porque no tenía otros
requisitos formales que los de mandar algunos relatos que hubiera escrito en los
dos últimos años. Por supuesto, no hizo ninguna referencia a la presunta alta
calidad de sus relatos. Su rendimiento literario había menguado gradualmente
y en ese momento se encontraba en medio de un grave bloqueo creativo.
Todos su problemas vitales se reflejaban en sus relaciones con los
hombres. A pesar de que buscaba desesperadamente una relación duradera con
un hombre, nunca había sido capaz de mantener una relación de ese tipo. A los
veintiún años saltó de una núbil inocencia sexual a relaciones sexuales con
varios hombres (no tenía derecho a decir «no») y lamentaba haber entrado
bruscamente en el dormitorio sin haber pasado siquiera por la antecámara de la
adolescencia de pedir citas y acariciarse. Le gusta estar físicamente cerca de un
hombre pero no puede liberarse sexualmente. Ha experimentado orgasmos
masturbándose, pero la voz interna que la insulta ya se encarga de que
raramente alcance el orgasmo en relaciones sexuales.
Ginny raramente mencionaba a su padre, pero la presencia de su madre
era enorme. «Soy un pálido reflejo de mi madre», deda. Siempre han estado
unidas de una forma poco común. Ginny se lo cantaba todo a su madre.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Recuerda cómo ella y su madre acostumbraban a leer y reírse bastante de las


cartas de amor de Ginny. Ginny siempre estaba delgada, le repugnaban muchos
alimentos, y durante casi un año al principio de su adolescencia vomitaba con
tanta regularidad antes del desayuno que su familia llegó a considerarlo como
parte de su rutinario aseo matutino. Siempre comió mucho, pero cuando era
muy joven tragaba con mucha dificultad. «Podía comérmelo todo y al final de la
comida tenerlo todavía en la boca. Entonces trataba de tragármelo de una sola
vez.»
Al final de la hora de visita, estaba muy alarmado por Ginny. A pesar de
muchos puntos fuertes -un suave encanto, una profunda sensibilidad,
inteligencia, un sentido del humor muy sofisticado, un don especial para las
metáforas- encontré patologías allí donde miraba: demasiado material
primitivo, sueños que borraban la frontera entre la realidad y la fantasía, pero
sobre todo una extraña confusión, como si las «fronteras del ego» se hubieran
borrado. Parecía como si se estuviera diferenciando de su madre sin haberlo
conseguido por completo, y sus problemas de alimentación podían ser un débil
y patético intento para liberarse. La vi como si estuviera atrapada en el terror de
una dependencia infantil que requería un abandono de la individualidad -un
estancamiento permanente- y, por otra parte, una asunción de una autonomía
que, sin un profundo sentido del yo, parecía rígida e insoportablemente
solitaria.
Raramente me preocupo excesivamente por los diagnósticos. Pero sabía
que ella estaba seriamente preocupada y que la terapia sería larga y arriesgada.
En ese momento estaba preparando una terapia de grupo que mis estudiantes
iban a observar como parte de su programa de prácticas, y como mi experiencia
en grupos de terapia con personas que tienen problemas similares a los de
Ginny ha sido buena, decidí ofrecerle un sitio en el grupo. Ella aceptó la
recomendación un poco a regañadientes; le gustaba la idea de estar con otros
pero tenía miedo de convertirse en la niña del grupo y no poder contar nunca
sus pensamientos íntimos. Ésta es una de las suposiciones típicas de los
pacientes que se enfrentan por primera vez a un grupo de terapia, yo le aseguré
que, a medida que su confianza en el grupo se desarrollara, sería capaz de
compartir sus sentimientos con los demás. Desafortunadamente, como
veremos, la predicción que tuvo sobre su comportamiento fue del todo
acertada.
Además de mi consideración práctica de formar un grupo y buscar
parientes, tenía mis reservas en tratar a Ginny individualmente. Concretamente
me sentía tan intranquilo por su admiración hacia mí, que era como si, de
improviso, un manto me cubriera tan pronto como entraba en mi despacho.
Consideren el sueño que tuvo la noche anterior a nuestro primer encuentro:
«Tenía una diarrea muy fuerte y un hombre Iba a comprarme una medicina que
tenía escrito "con receta médica" en la etiqueta. Yo pensé que tenía que comprar

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Kaopectate porque era más barato, pero él quería, comprarme la medicina más
cara posible». Parte de su buena consideración hacia mí era debida a que su
anterior terapeuta me había alabado mucho, los títulos profesionales también
influyeron pero el resto de la admiración no sé de dónde venía. Sin embargo, la
sobrevaloración era tan extrema que supuse que podría ser un impedimento
para la terapia individual. Participar en un grupo de terapia, razoné, le daría a
Ginny la oportunidad de verme a través de los ojos de muchas personas. Es
más, la presencia de un coterapeuta en el grupo le permitiría tener una visión
más equilibrada de mí.
Durante el primer mes del grupo a Ginny no le fue nada bien. Cada
noche terribles pesadillas interrumpían su sueño. Soñó, por ejemplo, que sus
dientes eran de cristal y que su boca se había vuelto sangre. Otro sueño
mostraba algunas de las sensaciones que tenía por el hecho de compartirme con
el resto del grupo. «Estaba abatida, tumbada en la playa, y me cogían y me
llevaban a un doctor que iba a operarme el cerebro. Las manos del doctor
estaban sujetas y guiadas por dos miembros del grupo y por ello
accidentalmente cortaba una parte del cerebro sin tener la intención de
hacerlo.» En otro de sus sueños asistía a una fiesta conmigo y nadábamos juntos
por el césped en un juego sexual.
Ginny asistía al grupo religiosamente, raramente se perdió un encuentro
incluso cuando, un año después, se trasladó a San Francisco, lo cual suponía un
largo e incómodo traslado en transporte público. A pesar de que Ginny recibió
el apoyo suficiente del grupo para defenderse durante ese tiempo, en realidad
no hizo ningún progreso. De hecho, pocos pacientes habrían mostrado la
perseverancia para continuar durante tanto tiempo en el grupo con tan pocos
beneficios. Había razones para creer que Ginny continuaba en el grupo sobre
todo para mantener el contacto conmigo. Persistía en la convicción de que yo, y
sólo yo, tenía el poder de ayudarla. Repetidas veces los terapeutas y los
miembros del grupo hacían esta observación; repetidas veces notaban que
Ginny tenía miedo al cambio ya que una mejora hubiera implicado perderme.
Sólo permaneciendo en su estado de impotencia podía asegurarse mi presencia.
Pero no hubo movimiento. Ella permaneció tensa, apartada y a menudo nada
comunicativa con el grupo. Los otros miembros estaban intrigados por ella:
cuando sí hablaha, normalmente era perceptiva y ayudaba a los demás. Uno de
los miembros del grupo se enamoró profundamente de ella, y otros se
disputaban su atención. Pero nunca se ablandó; se mantuvo helada de terror y
nunca pudo expresar sus sentimientos libremente o interactuar con los demás.
Durante la época de la terapia de grupo, Ginny buscó otros métodos para
escapar del calabozo de la timidez que había construido para sí misma. Asistía
frecuentemente a Esalen y otros centros locales de desarrollo. Los encargados
de estos programas diseñaron una serie de técnicas de confrontación en un
programa de choque para cambiar a Ginny de forma instantánea: maratones

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

desnuda para superar su reserva y su ocultación técnicas psicodramáticas y


karate psicológico para alterar su docilidad y su falta de asertividad, y
estimulación vaginal con un vibrador eléctrico para despertar su dormido
orgasmo. ¡Todo en vano! Era una excelente actriz y podía asumir fácilmente
otro papel sobre el escenario. Desafortunadamente, cuando la reresentación
acababa, se desprendía rápidamente de su nuevo papel y se quitaba el disfraz
con tanta facilidad como se lo había puesto.
La beca de Ginny en la facultad llegó a su fin, sus ahorros se iban
acabando y tuvo que encontrar un trabajo. Finalmente, el trabajo de media
jornada que consiguió provocó una incompatibilidad de horarios irresoluble y
Ginny, después de unas agonizantes semanas de deliberación, avisó que tendría
que dejar al grupo. Casi al mismo tiempo, mi coterapeuta y yo habíamos
llegado a la conclusión de que era poco probable que sacara beneficios del
grupo. Quedé con ella para discutir planes futuros. Saltaba a la vista que
necesitaba, una terapia continuada; aunque estaba más firmemente agarrada a
la realidad: las monstruosas pesadillas nocturnas que la despertaban habían
disnimuido, vivía con un hombre joven, Karl (del que sabremos más cosas más
adelante), y había formado un pequeño grupo de amigos, a pesar de todo ello
todavía disfrutaba de la vida con sólo una pequeña fracción de sus energías. Su
demonio interior, la pequeña voz que le destrozaba los buenos momentos, la
atormentaba implacablemente, y continuaba viviendo su vida contra un
horizonte de terror y timidez. La relación con Karl, la mas íntima que había
experimentado jamás, era especialmente una fuente de agonía. A pesar de que
él le importaba profundamente los sentimientos que él tenía hacia ella estaban
tan condicionados que cualquier palabra estúpida o cualquier movimiento en
falso inclinaría la balanza en su contra. Así pues, extraía pocas satisfacciones del
bienestar que compartía con Karl.
Pensé en enviar a Ginny a una terapia individual en una clínica pública
de San Francisco (no podía permitirse pagar una terapia en el ejercicio privado),
pero me acechaban muchas dudas. Las listas de espera eran largas, en ocasiones
los terapeutas no tenían experiencia. Pero el factor principal fue que la fe ciega
que Ginny tenía en mí se confabuló con mi ilusión de salvador para
convencerme de que sólo yo podía salvarla. Además de todo esto, tengo una
vena muy testaruda; odio abandonar y admitir que no puedo ayudar a un
paciente.
Así que no me sorprendí a mí mismo cuando me ofrecí a seguir tratando
a Ginny. Quería, sin embargo, romper la racha. Varios terapeutas habían
fracasado en ayudarla y yo buscaba un enfoque que no repitiese los errores de
los demás y que, al mismo tiempo, me permitiera sacar partido de la poderosa y
positiva transferencia de Ginny hacia mí, para beneficio de la terapia. En el
Epílogo describo con detalle mi plan terapéutico y el razonamiento teórico que
subyace bajo mi enfoque. Por ahora, sólo necesito comentar un aspecto de mi

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

enfoque, una táctica atrevida para proceder, que ha dado por resultado las
páginas que siguen. Le pedí a Ginny que, en lugar de pagarme con dinero,
escribiera un resumen sincero de cada sesión, que incluyera no sólo sus
reacciones frente a lo que se transpiraba sino también una descripción de los
acontecimientos subterráneos que tenían lugar, anotaciones de lo que ocurría
clandestinamente: todos los pensamientos y fantasías que nunca salían a la luz
del trato verbal. Consideré que la idea, novedosa en la práctica psicoterapéutica,
al menos hasta donde llegaban mis conocimientos, era un feliz hallazgo; en
aquellos momentos Ginny estaba tan inerte que valía la pena intentar cualquier
técnica que exigiera un esfuerzo y un movimiento. El bloqueo absoluto que
Ginny tenía para escribir, que la privaba de una fuente positiva para tener una
mejor consideración de sí misma, hizo aún más atractiva la idea de un
procedimiento que exigiera escritos obligatorios.
Estaba intrigado por el potencialmente poderoso ejercicio de apertura
personal. Ginny no podía abrirse a mí, ni a nadie, en un encuentro cara a cara.
Ella me veía como infalible, omnisciente, despreocupado, perfectamente estable.
Me la imaginaba enviándome, en una carta si se quiere, sus escondidos deseos y
sentimientos hacia mí. Me la imaginaba leyendo los personales y
profundamente falibles mensajes que yo le enviaba. No podía saber los efectos
precisos del ejercicio, pero estaba convencido de que el proyecto liberaría algo
poderoso.
Sabía que nuestros escritos podían sufrir inhibiciones si éramos
concientes de la inmediata y cuidadosa lectura del otro; así que acordamos no
leer las crónicas del otro en varios meses. Mi secretaria las guardaría.
¿Artificial? ¿Forzado? Sabía que el ruedo de la terapia y del cambio estaría en la
relación que existiera entre nosotros. Confiaba en que si un día pudiéramos
sustituir las cartas por palabras cruzadas en el momento, si pudiéramos
relacionarnos de una forma honesta y humana, entonces todos los demás
cambios esperados vendrían solos.

Prólogo de Ginny

Yo era una estudiante de sobresaliente en mi instituto de Nueva York.


Aunque era creativa, era una cosa secundaria en mi carácter aturdido, como si
una monstruosa vergüenza me hubiera golpeado la cabeza. Pasé mi pubertad
con los ojos cerrados y migrañas. Bastante pronto en mi vida universitaria me
jubilé académicamente. Aunque ocasionalmente hacía algún «gran» trabajo,
nada me gustaba más que ser un reloj de sol humano, un sueñecito acurrucado
al aire libre. Los chicos me asustaban y no tenía ninguno. Mis pocas relaciones
posteriores fueron todas sorpresas. Como parte de mi educación universitaria,
pasé un tiempo en Europa trabajando, estudiando y coleccionando un currículo
dramático lleno de anécdotas y amigos, pero no de progreso. Lo que podía

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

parecer valor era en realidad una forma de energía nerviosa e inercia. Tenía
miedo de volver a casa.
Después de graduarme en la universidad, volví a Nueva York. No podía
encontrar trabajo, de hecho no tenía dirección a dónde ir. Mis calificaciones
goteaban como el reloj de Dalí, pues me atraía todo y nada al mismo tiempo.
Por casualidad, encontré un trabajo dando clases a niños pequeños. En realidad
ninguno de los niños (y había sólo unos ocho) eran alumnos; eran espíritus
afines y lo que hicimos fue jugar durante un año.
Mientras estuve en Nueva York tomé clases de actuación: cómo gritar,
respirar y leer versos para que sanaran como si emanaran de una corriente
sanguínea real. No importaba lo apresuradamente que viviera mis clases y mis
amigos, en mi vida había inmovilidad.
Incluso cuando no sabía lo que estaba haciendo, sonreía mucho. Un
amigo, sintiéndose presionado contra una optimista redomada, me dijo: «¿Por
qué tienes que estar tan contenta?». De hecho, con mis pocos buenos amigos
(siempre los he tenido) podía ser feliz; mis faltas parecían pequeñas
distracciones comparado con lo fácil y natural que era vivir. Sin embargo, mi
sonrisa era sofocante. Mi pensamiento estaba ocupado por un desapacible
tiovivo de palabras que giraba constantemente entorno a disposiciones
anímicas y ambientes, y en muy pocas ocasiones pasaban a mi voz o a un papel.
Tampoco era tan bueno cuando se convertían en hechos.
En Nueva York vivía sola. Mi contacto con el mundo exterior, excepto
por las clases y las cartas, era mínimo. Empecé a masturbarme por primera vez,
y lo encontré espantoso, sólo porque era algo privado que ocurría en mi vida. El
carácter transparente de mis miedos y alegrías siempre me había hecho sentir
ligera y tonta. Un amigo me dijo: «Puedo leerte como en libro». Era alguien
como Puck, que no necesitaba ninguna responsabilidad; que nunca hizo nada
más serio que vomitar. Y de repente empece a actuar de forma distinta.
Rápidamente empecé a sumergirme en la terapia.
La terapeuta era una mujer y en los cinco meses que estuve con ella, dos
veces por semana, intentó borrar la sonrisa de mi cara. Estaba convencida de
que todo mi objetivo en la terapia era conseguir que yo le gustara a ella. En las
sesiones se ensañó con mi relación con mis padres. Siempre había sido
ridículamente amorosa, abierta e irónica.
Tenía miedo de la terapia porque estaba convencida de que mi mente me
estaba ocultando algún horrible secreto. Una explicación de por qué sentía mi
vida como uno de esos cuadernos de dibujo para niños: cuando levantas el
papel, las simples y graciosas caras, los garabatos, están todos borrados, sin
dejar un sólo trazo. En esa época no importaba cuanto hiciera ni cuantos amigos
tuviera, dependía de que los demás me hicieran un lugar y me dieran fuerza,
estaba vibrante y al mismo tiempo muerta. ¡Necesitaba su empujón! Nunca
podía tomar la iniciativa. Y mi memoria se encontraba sobre todo en un

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

momento despectivo y funesto.


Progresaba en mi terapia hasta el punto en que ambos, yo y mis
sentimientos, nos llegamos a sentar en el mismo sillón de piel. Entonces, una
circunstancia extraordinaria cambió mi vida, o al menos mi residencia. Por un
capricho, había hecho la solicitud a un programa de escritura literaria en
California y fui aceptada. Mi terapeuta de Nueva York no se alegró de la noticia;
de hecho, estaba en contra de mi marcha. Me dijo que estaba encallada, que no
me hacía responsable de mi vida, y que una beca sería totalmente inútil para
sacarme del bache. Sin embargo, no pude actuar en este asunto como una
adulta y escribir a la gente de la beca diciendo: «Por favor, pospongan mi
milagroso estipendio mientras intento encontrar mis emociones y sentirme un
poco más segura y humana». No, como con todo lo demás me abalancé a mi
nuevo medio, a pesar de que tenía el temor de que las palabras de mi terapeuta
fueran correctas y de que estuviera abandonándolo todo justo al principio,
arriesgando mi vida por un año garantizado de sol. Pero no podía rechazar la
experiencia, pues esa era mi coartada, mi medio de sentir, mi forma de pensar,
de moverme. Siempre el enfoque externo en lugar del camino serio e interior.
Al final mi terapeuta me dio su bendición, convencida de que podía
conseguir una ayuda excelente de un psiquiatra de California que conocía.
Abandoné Nueva York y, como siempre, algo emocionante había en la partida.
No importa la cantidad de cosas valiosas que has dejado atrás, todavía tienes tu
energía y tu mirada, y justo antes de partir, mi sonrisa, como un logotipo
permanente, volvió a mi cara con la euforia de la reaparición. Confié en que el
soporte psicológico me estaría aún esperando cuando llegara a California y que
no tendría que partir de cero como los niños.
Dado el intenso y heroico trabajo que había hecho en Nueva York con el
teatro, la terapia y la soledad, me dirigí a California con todos mis
circunscriptos y protegidos sentimientos todavía intactos. Era una gran época
de mi vida porque tenía un futuro asegurado, además de no tener a ningún
hombre con quien intentar una relación, por el cual esforzarme o por el cual ser
juzgada. No había tenido novio desde la facultad. Encontré una pequeña casa
de campo con un naranjo en la entrada; nunca pensé en coger naranjas hasta
que un amigo me dijo que podía hacerlo. Sustituí el tenis por el teatro, e hice mi
cuota usual de amiga íntima. En la facultad trabajé correctamente, aunque actué
como una ingenua,
Fui de un terapeuta al otro nada más llegar a Mountain View.
Encontrándome en un oscilante estado mental, picoteando de Chejov,
Jacques Brel y otras tristezas agridulces, fui a ver por primera vez al doctor
Yalom. Las expectativas, que son una parte importante de mi lote eran enormes,
pues él había sido recomendado por mi terapeuta de Nueva York. Como entré
en la sala vulnerable y cálida, quizá Bela Lugosi podría haber conseguido los
mismos efectos, pero lo dudo: el doctor Yalom era especial.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

En aquella primera entrevista con él mi alma se encaprichó. Podía hablar


sin tapujos; podía llorar, podía pedir ayuda sin sentir vergüenza. Ninguna
recriminación me acompañaría a casa. Todas sus preguntas parecían penetrar a
través de mi masa cerebral. En su despacho parecía tener la licencia de ser yo
misma. Confiaba en el doctor Yalom. Era judío, y ese día, yo también. Parecía
familiar y natural sin ser el típico psiquiatra Santa Claus.
El doctor Yalom sugirió que me uniera al grupo que dirigía junto a otro
doctor. Era como apuntarse al curso erróneo: yo quería Poesía y Religión en una
visita cara a cara y en lugar de eso conseguía un curso puente (y sin ningún
aliciente). Me envió al codirector del grupo. En mi entrevista preliminar con el
otro doctor no hubo lágrimas, ni verdades, sólo el subtexto de la respiración de
una grabadora impersonal.
La terapia de grupo es muy dura. Especialmente si la mesa está formada
de inercia como la nuestra. El grupo de unos siete pacientes y dos doctores se
reunía entorno a una mesa con un micrófono colgando del techo; en un lado
había una pared de espejos como una tela de cristal donde mi cara era atrapada
cada vez que se hacía una mirada instantánea. Un grupo de doctores residentes
se sentaba en el otro lado del espejo y miraban a través de él. La verdad es que
no me molestaba nada. Aunque soy vergonzosa, soy un poco exhibicionista, así
que me transformé para la ocasión y actué como una Ofelia disecada. La mesa y
la silla te ponían en una postura que hacía difícil arrancar.
Muchos de nosotros teníamos los mismos problemas: una incapacidad
para sentir, enfados sin cuajar, problemas amorosos. Hubo unos cuantos días
milagrosos en que alguno de nosotros se encendía y algo ocurría. Pero los
límites de tiempo de la hora y media normalmente apaciguaban cualquier
progreso importante. Y a la semana siguiente ya nos habíamos hundido en
nuestro rigor mortis psicológico habitual.
Empecé a sentirme de nuevo muerta y pretenciosa, así que busqué
respiración artificial en otros grupos de encuentro que eran propios de la zona.
Nos reuníamos en exuberantes casas de campo, sobre alfombrillas, o esterillas
de esparto, en baños japoneses, a medianoche. Me gustaba más el medio que el
contenido. Físicos, bailarines, gente de mediana edad, boxeadores
desenmascaraban sus habilidades y sus problemas. Una luz iluminaría el
escenario y Bob Dylan nos entrenaría desde un radiocasete situado en una
esquina: sabes que algo está pasando, pero no sabes qué es.
Esta forma de teatro con el alma haciendo una representación me atraía.
Había lágrimas, gritos, risas y silencio: todo energía, Miedo, auténticas
palmadas en la espalda, y amistad surgían del lodo de la medianoche. Los
matrimonios se deshacían delante de tus ojos; los trabajos de cuello blanco eran
atacados. Me apunté felizmente a estos días de juicios y resurrecciones porque
no tenía nada parecido en mi vida.
Algunas veces simplemente te quedabas abatido aunque sin ningún

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

movimiento ascendente, ni salvación. Se suponía que tenías que ser capaz de


seguir un ritmo y un compás ritual, del miedo y el pánico a una revelación
clamorosa, a una confesión, a una aclamación. Y si esto fallaba se suponía que
podías decir: «Bueno, soy imbécil, no tengo esperanza, ¿y qué? Voy a partir de
este punto», y a llevar el compás de tus retortijones.
Finalmente, sin embargo, me encontré en una encrucijada entre dos
salvaciones: el grupo de terapia, compacto, sólido, perezoso, constante,
paciente, que era igual que mi vida; y los carnavales medievales con la mente y
el corazón de los psicodramas. Sabía que el doctor Yalom desaprobaba mis
encuentros, y especialmente a uno de los líderes del grupo, que a pesar de tener
inspiración y ser brillante no tenía otras credenciales que la magia. En realidad
nunca llegué a escoger mi bando y continué con ambas formas de terapia,
mientras me iba debilitando por el camino. Finalmente en el grupo de terapia
me llegué a sentir como si involucrara la fuerza en mi interior, encerrada en un
capullo, como si la agarrara a la silla cada semana, sujeta durante una hora y
media, y después se fuera. Rechazando nacer.
Los numerosos meses que llevaba en el grupo de terapia me habían
hinchado, pero no hice ningún movimiento para salir de la situación. Mi vida
era feliz y como siempre todavía me sentía algo hundida y brumosa. A través
de unos amigos conocería a mi novio llamado Karl, que era inteligente y
dinámico. Tenía su propio negocio de libros, negocio en el que colaboré sin
aprender otra cosa que a arreglármelas para importunarlo con mis chistes y
sentirme agitada interiormente. Al principio, sin embargo, no me sentía atraída
instintivamente hacia él. Había algo en sus ojos que parecía ajeno y feroz. No
obstante, a pesar de que tenía muchas dudas, me gustaba estar con él, porque, a
diferencia de mis pocos amores anteriores, lo de Karl no fue una locura
repentina, no fue alguien al que hubiese escogido a ciegas.
Tras unas terribles semanas de flirteos, nos acostumbramos a una
llevadera despreocupación. Un día, casi como de pasada, me dijo que sabía de
un apartamento en el que podíamos vivir juntos, y me trasladé de Mountain
View a la ciudad. Una vez, abrazándome, Karl me dijo que le daba humanidad
a su vida, pero no era muy dado a hacer declaraciones de amor.
Empezamos a vivir juntos sin problemas y disfrutando el uno del otro.
Era el principio de nuestra vida en común y estaba llena de frescas novedades:
cine, libros, paseos, conversaciones, abrazos, comidas; compartíamos a nuestros
amigos y dejamos también de lado a algunos. Recuerdo que por aquel entonces
me hicieron un reconocimiento físico en una clínica y escribieron: «Mujer blanca
de veinticinco años en un estado de salud excelente».
Ya había abandonado el psicodrama, pero la terapia de grupo era un
hábito que no osaba dejar. Como siempre, en lugar de escoger mi propio
destino, esperaba ver qué ocurría con la terapia. Un día el doctor Yalom me
llamó y me preguntó si me gustaría asistir a una terapia privada y gratuita con

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

él con la condición de que ambos escribiéramos sobre ella después de las


sesiones. Fue una de esas maravillosas llamadas llovidas del cielo a las que ya
estoy acostumbrada. Le dije que sí, sin caber en mí de alegría.
Cuando empecé la terapia como paciente privada del doctor Yalom ya
habían pasado dos años desde mi primera y fructífera entrevista con él. Había
sustituido el teatro por el tenis, el buscar a alguien por el estar con alguien, el
experimentar la soledad por el intentar recordarla. En mi interior tenía la
sensación de haber omitido mis problemas y de que estarían esperándome en la
emboscada de la noche, de alguna noche. Los críticos, como mi terapeuta de
Nueva York, y los seres queridos, que llevaba conmigo allí donde iba, habrían
dicho que había un duro trabajo que hacer. Que había triunfado con demasiada
facilidad sin merecérmelo, y que Karl, que había empezado a llamarme «nena»,
en realidad no sabía mi nombre. Intenté que me llamara por mi nombre -Ginny-
y siempre que lo hacía mi vida fluía. Algunas veces, sin embargo, por
deferencia a mi pelo rubio y a mis nervios, me llamaba la Aprensiva de Oro.
Dieciocho meses de hibernación en el grupo de terapia me habían dejado
rebajada y aturdida. Empecé la terapia privada con sólo vagas ansiedades.

Tercera sesión: Notas del Doctor Yalom

Hoy ha ido mejor. ¿Qué es lo que ha ido mejor? Yo soy el que ha estado
mejor. De hecho, hoy he estado muy bien. Es casi como si estuviera haciendo
una representación delante de un público. El público que leerá esto. No, creo
que esto no es cierto del todo: ahora estoy haciendo exactamente aquello de lo
que acuso a Ginny, es decir, negar los aspectos positivos de mí mismo. Hoy he
estado bien para Ginny. He trabajado duro y la he ayudado a llegar a descubrir
algunas cosas, aunque me pregunto si no estaba intentando simplemente
impresionarla, intentando hacer que se enamorara de mí. ¡Dios mío! ¿Alguna
vez me libraré de ello? No, aún está ahí, debo mantener los ojos abiertos: el
tercer ojo, el tercer oído. ¿Para qué quiero que me ame? No es algo sexual
-Ginny no despierta un deseo sexual en mí- no, esto no es del todo cierto: sí que
lo hace, pero esto no es realmente importante. ¿Será que quiero que Ginny me
vea como la persona que cultivó su talento? Algo de eso hay. Alguna vez me he
pillado a mí mismo deseando que se diera cuenta de que algunos de los libros
de mis estanterías no eran de psiquiatría, obras de O'Neill, Dostoievsky. ¡Dios,
qué cruz! Lo absurdo que es. Aquí estoy intentando ayudar a Ginny con sus
problemas de supervivencia y yo sigo cargado de pequeñas vanidades.
Pensemos en Ginny, ¿cómo ha estado? Hoy iba un poco descuidada. El
pelo despeinado, nada en orden, los tejanos gastados, una camisa con un par de
remiendos. Ha empezado explicándome la mala noche que había tenido la
semana pasada, cuando fue incapaz de llegar al orgasmo, y luego no había
podido dormir en toda la noche porque temía el rechazo de Karl. Entonces ha

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

empezado a ir atrás para recuperar aquella imagen de sí misma, como un


cuerpo de jovencita que, en los primeros años de instituto, acostumbraba a
quedarse despierta toda la noche escuchando a las tres de la mañana los cantos
del mismo pájaro, y, de repente, de nuevo estaba yo allí con Ginny, de vuelta a
un confuso, brumoso, místico y mágico mundo. Qué atractivo es todo, cómo me
gustaría pasearme durante un rato por esa niebla pero... está contraindicado.
Eso sería realmente egoísta por mi parte. Así que he atajado el problema.
Hemos vuelto al tema del acto sexual con su novio y hemos hablado de algunos
factores evidentes que le impiden llegar al orgasmo. Por ejemplo, hay algunas
cosas claras que Karl podría hacer para ayudarla a llegar al clímax, pero ella es
incapaz de pedírselas, y entonces hemos pasado a su incapacidad para pedir.
Era todo tan obvio que casi pienso que Ginny lo estaba haciendo a propósito
para dejarme demostrar lo perceptivo y provechoso que puedo ser.
Lo mismo con el siguiente problema. Ha descrito como se encontró en la
calle a dos amigos y, como siempre, se puso en ridículo. Lo he analizado con
ella, y hemos llegado a algunas áreas que quizá Ginny no se esperaba. Se
comportó con ellos en un encuentro casual en la calle y tal y como ella lo
describía, parecía que ellos al alejarse comentaran: «la pobre patética Ginny».
Así que le he preguntado, «¿Qué podrías haberles dicho para darles a entender
que eres enérgica?». De hecho, le he mostrado que había algunas cosas
constructivas que podía haber mencionado. Está ensayando para un grupo de
teatro de improvisación, ha escrito algunas cosas, tiene novio, ha pasado un
verano interesante en el campo, pero nunca puede decir nada positivo de sí
misma porque entonces no provocaría la respuesta de «la pobre patética
Ginny», y gran parte de sí misma quiere precisamente esa reacción.
Hace lo mismo conmigo durante la sesión de terapia, como le he
señalado. Por ejemplo, nunca me había dicho que es lo suficientemente buena
para trabajar en un grupo de teatro profesional. Su modestia es un tema
bastante omnipresente, volviendo a su comportamiento en el grupo. Le ha
chocado un poco que le dijera que parecía intencionadamente una gandula, que
algún día me gustaría verla guapa, incluso hasta el punto de llegarla a peinar.
He intentado dejar de reflejar su mirada interior autoindulgente, sugiriéndole
que quizá su esencia no se encuentra en medio de su vasto vacío interior, que
quizá su esencia se encuentra en su exterior, incluso con otras personas.
También le he señalado que, aunque le es necesario mirar en su interior para
escribir, el hecho de no escribir o no hacer alguna otra forma de creación para
evitar la introspección es a menudo un ejercicio estéril. Sí que ha dicho que
durante la última semana ha escrito bastante. Esto me alegra mucho. Puede ser
que esté haciéndome un regalo, algo que me anticipe una mejora.
He intentado discutir con ella la idea que tiene de lo que yo espero de
ella, porque es un auténtico punto ciego para mí. Supongo que tengo grandes
expectativas puestas en Ginny; ¿estaré explotando su talento para escribir para

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

que produzca algo para mí? ¿Hasta qué punto no le he pedido que escriba en
lugar de pagarme para desviar mi altruismo? ¿Cuánto egoísmo hay en ello?
Quiero seguir presionándola para hablar de lo que piensa que estoy esperando
de ella; debo seguir concentrándome en ello -la divina y todopoderosa
contratransferencia- cuanto más la adoro menos la provoco en Ginny. Lo que no
debo hacer es llenar su sentimiento de vacío interior con mis propias
expectativas de Pigmalión.
Ginny es un alma atractiva y encantadora, sí que lo es. Aunque también
es un dilema para un doctor. Cuanto más me guste cómo es, más difícil le será
cambiar; pero para que tenga lugar un cambio, tengo que mostrarle que me
gusta, y al mismo tiempo transmitirle el mensaje de que yo también quiero que
cambie.

Tercera sesión: Notas de Ginny

Si pareciera más natural algo podría pasar. Así que me he dejado las
gafas puestas. Aunque podría ser que no pasara nada.
He hablado de la mala noche que pasé el martes como resultado de
haber tenido un mal principio de día. La idea que has sugerido y exigido de mi
carácter, enérgico y vigoroso, ha sido muy alentadora. Mi idea habitual de
«éxito» consiste en ver cuánto me he liberado y cuántas cosas difíciles he hecho,
como llorar o pensar directamente sin fantasear. Y tú me has empujado en esa
dirección.
Me lo he pasado bien en la sesión y, antes de que pudiera molestarme, he
disfrutado de la sensación, del optimismo. Me ha parecido ver alternativas a mi
forma de actuar. Y esto ha durado incluso cuando después he ido al campus.
Aunque durante y después de la sesión, obviamente he estado cuestionando
este sentimiento optimista. ¿La felicidad de verdad ha de ser más dura? ¿Podría
acabar con ello como una muchacha enérgica?
He atendido a tu forma de tratarme, como a una adulta. Me pregunto si
crees que soy patética o, si no lo crees, si consideras que soy hipócrita, o
simplemente una vieja revista que leerías en la sala de espera del médico. Tus
métodos son muy reconfortantes y absurdos. Aún pareces creer que puedes
hacerme preguntas que responderé amablemente o con perspicacia. Me tratas
con interés.
Creo que durante la sesión fanfarroneo, intentando lucirme . Dejo caer
pequeñas indirectas y hechos autoindulgentes, como que soy bonita (un hecho
real estático), como el grupo de teatro, como la buena frase que escribí (pisando
agua enfrente de tu cara). Sé que son una pérdida de tiempo porque no me
hacen ningún bien y son cosas que me pasan por la cabeza cada día con o sin ti.
Incluso cuando dices «no te acabo de entender» lo veo como una especie de
adulación de mis peores y viejos hábitos de ser elusiva de palabra y de hecho. Y

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

dentro de mí tampoco lo entiendo. Dios sabe que conozco la diferencia entre las
cosas que digo y las que siento. Y lo que digo la mayoría de las veces no me
satisface. Las pocas veces que en la terapia reacciono de forma no premeditada
me siento como si estuviera viva eternamente.
Así que la experiencia de ayer fue extraña. Normalmente desconfío de
las cosas que se dicen. El típico sermón de padre para animar. Ya me lo hago a
mí misma con regularidad.
Pero cuando acabó la sesión no me sentí sin fuerzas, o desilusionada.
Tuvo gracia oír hablar de mi pelo y mi forma de vestir, a la manera de mi padre
pero no del todo. Por supuesto quizá pienses que Franny vestía bien. Para mí
estaba atractiva pero siempre parecía distante. Yo parezco una percha mal
torcida con las ropas colgando. Me gusta parecer heroica, como si acabara de
hacer algo. Aunque me gustaría no tener un instinto tan misterioso y burlesco
para vestir. Algunas veces lo intento pero todavía parezco arrastrarme.
La noche después de la sesión no pude dormir nada. Me sentía correr la
sangre por las venas y oí como latía mi corazón toda la noche. ¿Sería porque en
la sesión no me había liberado o porque no podía esperar a que empezara un
nuevo día? Tenía muchas ganas de empezar. Estoy diciendo esto ahora porque
no quiero decirlo en la próxima sesión.
Creo que no es bueno para mi ser demasiado tímida en la terapia, decir
cosas como: «Estoy sintiendo algo en mi pierna». Probablemente sean baraterías
añadidas que han quedado de mis tardes de conciencia sensorial y que se
desvían de la dirección a la que me conduees. Debes estar harto de ellas,
castigo, indulgencia.
Fue divertido que dijeras que no puedo hacer una carrera a partir de la
esquizofrenia. (Todavía pienso que la catatonia es una carta que me guardo en
la manga.) En cierto sentido esto quita gran parte del romanticismo con el que
he estado jugando. Me siento molesta y con carencias y no puedo conectar en
las situaciones sociales. Tiene que haber otro camino. Con el doctor M., creo que
pensaba que las cosas que decía eran estrafalarias, misteriosas, y que debían ser
grabadas por sus matices. Creo que tú sabes que son una mierda. Siempre le
veía tomando notas. No sé muy bien lo que hace tu cara excepto que pareces
estar ahí sentado esperando algo. Y pareces tener mucha paciencia. No me
gusta mirar tu cara porque sé que no he dicho nada. Si se iluminara en los
momentos incorrectos empezaría a desconfiar de ti.
En estas primeras sesiones creo que puedo ser tan mala como quiera, así
después la transición parecerá maravillosa.

Fragmento del epílogo del doctor Yalom

…Tanto tiempo para llegar a la teoría que hay detrás de mi terapia con
Ginny, para las técnicas y su razón fundamental. Lo he demorado tanto como

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

he podido. ¿Qué hay del terapeuta, yo, el otro actor de esta obra? En mi
despacho me escondo detrás de mi título, mis interpretaciones, mi barba
freudiana, mi penetrante mirada, y una actitud de extrema amabilidad; en este
libro me he escondido detrás de mis explicaciones, mi diccionario y mis
esfuerzos explicativos y retóricos. Pero esta vez he ido demasiado lejos. Si no
salgo cortésmente de mi sanctum sanctorum es muy probable que mis colegas y
críticos analíticos me arranquen de un tirón.
La cuestión radica, por supuesto, en la contratransferencia. Durante
nuestro trayecto juntos, muy a menudo se relacionaba conmigo de una forma
irracional, sobre la base de una valoración muy poco realista de mí. ¿Pero qué
hay de mi relación con ella? ¿Hasta qué punto mis necesidades inconscientes o
apenas conscientes dictaban mi percepción de Ginny y mi actitud con ella?
No es del todo cierto que ella fuera la paciente y yo el terapeuta. Lo
descubrí por vez primera hace unos cuantos años cuando pasé un año sabático
en Londres. No tenía el tiempo muy ocupado y había planificado no hacer nada
más que trabajar en un libro sobre terapia de grupo. Pero eso no pareció
suficiente; empecé a sentirme deprimido, intranquilo y, finalmente, decidí tratar
a dos pacientes: más por mi propio bien que por el suyo. ¿Quién era el paciente
y quién el terapeuta? Yo estaba más preocupado que ellos y creo que me
beneficié más yo que ellos de nuestro trabajo juntos.
Durante quince años he sido un curandero; la terapia se ha convertido en
una parte central de la imagen que tengo de mí; me aporta un sentido,
diligencia, orgullo, autoridad. Así, Ginny me ayudó al permitirme que la
ayudara. Pero yo tuve que ayudarla mucho, muchísimo. Yo era Pigmalión, y
ella mi Galatea. Tenía que transformarla, que triunfar allí donde otros habían
fracasado, y triunfar en un sorprendentemente breve período de tiempo.
(Aunque las notas de nuestras sesiones pueden parecer extensas, sesenta horas
es un tiempo relativamente corto para una terapia.) El milagrero. Sí, lo
reconozco, y no silencié en la terapia esta necesidad: la presioné
implacablemente, expresaba mi frustración cuando ella descansaba o se
concentraba durante incluso unas cuantas horas, yo improvisaba
continuamente. «Reponte -le gritaba-, reponte por tu propio bien, no por el de
tu madre o el de Karl, reponte por ti misma.» Pero, muy suavemente, también le
decía: «Repente por mí, ayúdame a ser un curandero, un salvador, un
milagrero». ¿Me oía? Apenas me oía yo a mí mismo.
En otro sentido todavía más evidente, la terapia se dirigía a mí. Me
convertí en Ginny y me traté a mí mismo. Ella era el escritor que yo siempre
había querido ser. El placer que sentía leyendo sus frases trascendía toda
apreciación estética. Luché para desbloquearla, para desbloquearme a mí
mismo. Cuántas veces durante la terapia volví veinticinco años atrás, a las
clases de inglés del instituto, con la pobre señora Davis leyendo a toda la clase
mis redacciones en voz alta, volví a mis embarazosas libretas de poesía, a mí

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

nunca empezada novela thomas-wolfiana. Ginny me devolvió a una


encrucijada, a un camino que nunca osé emprender por mí mismo. Intenté
emprenderlo a través de ella. «Si Ginny hubiera sido más profunda», me decía a
mí mismo. «¿Porqué se contentaba con la sátira y la parodia? ¡Lo que yo podría
haber hecho con su talento!» ¿Me oía?
El paciente-curandero, el salvador, un Pigmalión, el milagrero, el gran
escritor no realizado. Sí, todo eso. Y todavía hay más. Ginny desarrolló una
fuerte transferencia positiva hacia mí. Sobrevaloraba mi sabiduría, mi fuerza. Se
enamoró de mí. Intenté trabajar con esa transferencia, intenté «trabajar a través»
de ella, resolviéndola de una forma terapéutica benéfica. Pero también tenía que
trabajar en contra de mí mismo. Quiero parecer sabio y omnipotente. Es
importante que las mujeres atractivas se enamoren de mí. De este modo, en mi
despacho habría muchos pacientes sentados en muchas sillas. Luché contra
partes de mí mismo, intentando aliarme a partes de Ginny en un conflicto
contra otras partes. Tenía que controlarme continuamente. ¿Cuántas veces me
pregunté en silencio: «¿Lo he hecho por mí o por Gmny?». A menudo me
sorprendía a mí mismo enzarzándome o a punto de enzarzarme en una
seducción que no podía hacer más que fomentar la exaltación de Ginny hacia
mí. ¿Cuántas veces eludí mi propia mirada vigilante?
Yo pasé a ser mucho más importante para Ginny que ella para mí. Con
todos los pacientes es así, ¿podría ser de otro modo? Un paciente tiene sólo un
terapeuta, un terapeuta, en cambio, tiene muchos pacientes. Y así, Ginny soñaba
conmigo, a lo largo de la semana mantenía conversaciones imaginarias conmigo
(del mismo modo yo acostumbraba a charlar con mi analista, la vieja Olive
Smith -bendito sea su leal corazón-, o se imaginaba que yo estaba allí, muy
cerca de ella, observando cada una de sus acciones). Y todavía hay más sobre el
asunto. Verdad es que Ginny raramente entraba en mi vida fantasiosa. No
pensaba en ella entre las sesiones, nunca soñé con ella, pero sé que me
importaba profundamente. Creo que no me permitía a mí mismo conocer del
todo mis sentimientos, por ello, debo reconocer con dificultad estos aspectos de
mí mismo. Había muchas claves: mis celos de Karl; mi decepción cuando Ginny
se perdía una sesión; mis cómodos y acogedores sentimientos cuando
estábamos juntos («cómodos» y «acogedores» son las palabras adecuadas: ni
claramente sexuales ni de ninguna manera etérea). Todas estas claves son
evidentes por sí mismas, las esperaba y reconocía, pero lo inesperado fue la
explosión de mis sentimientos cuando mi esposa, editora de nuestras
anotaciones, se introdujo en mi relación con Ginny. Ya he descrito
anteriormente nuestro encuentro en California tras finalizar la terapia. Cuando
Ginny se fue, yo estaba malhumorado, difusamente irritado, y rehusaba
bruscamente las invitaciones de mi mujer a hablar de nuestro encuentro.
Aunque mis conversaciones telefónicas con Ginny generalmente eran breves e
impecablemente profesionales, siempre me incomodaba la presencia de mi

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

mujer en la habitación. Es posible, incluso, que de forma ambivalente invitase a


mi mujer a entrar en nuestra relación para ayudarme en mi contratransferencia.
(Aunque no estoy seguro; generalmente es mi mujer quien edita mis trabajos.)
Todas estas reacciones son explicables si se llega a la conclusión de que me
encontraba en medio de un idilio fuertemente sublimado con Ginny.
La transferencia positiva de Ginny complicó la terapia de muchas
formas. Ya he escrito anteriormente que ella asistía a la terapia en gran parte
para estar conmigo. Mejorar supondría decir adiós. «Y en consecuencia ella
permanecía suspendida en una gran tierra baldía y desinteresada, ni tan bien
como para perderme, ni tan mal como para conducirme a la frustración.» ¿Y yo?
¿Qué hice para evitar que Ginny me abandonase? Nuestro libro ha asegurado
que Ginny nunca se convierta en un nombre medio olvidado de mi agenda de
visitas o en una voz perdida en una banda electromagnética. Tanto en un
sentido simbólico como real hemos vencido a la descomposición. ¿Sería ir
demasiado lejos si dijera que nuestro idilio fue consumado en este trabajo
compartido?
Añade, pues, Lotario, amante, a la lista de paciente-curandero, salvador,
Pigmalión, escritor no nacido, y todavía hay más que no puedo ver ni veré. La
contratransferencia siempre estuvo presente, como un velo de gasa a través del
cual intentaba ver a Ginny. Intenté tirar de él con todas mis fuerzas, miraba
fijamente a través de él, intenté evitar lo mejor que pude que obstruyera nuestro
trabajo. Sé que no siempre lo conseguí, ni tampoco estoy convencido de que la
subyugación absoluta de mi lado irracional, mis necesidades y mis deseos
hubiera favorecido la terapia; la contratransferencia, de una forma
desconcertante, suministró mucha de la energía y humanidad que hicieron que
nuestra empresa tuviera éxito.
¿Tuvo éxito la terapia? ¿Ha sufrido Ginny un cambio sustancial? ¿O lo
que vemos es una «cura por transferencia», donde ella simplemente ha
aprendido a comportarse de forma distinta, a apaciguar y contentar al ahora
interiorizado doctor Yalom? Los lectores tendrán que juzgarlo por sí mismos.
Estoy satisfecho de nuestro trabajo y me siento optimista por el progreso de
Ginny. Aún quedan algunas áreas conflictivas, pero las veo con ecuanimidad;
hace tiempo que he perdido la sensación de que yo, por ser el terapeuta, tengo
que hacerlo todo. Lo importante es que Ginny ya no es de hielo y puede tomar
una postura abierta a nuevas experiencias. Tengo confianza en su capacidad
para seguir cambiando, y mi impresión se apoya en elementos más objetivos.
Ha acabado con su relación con Karl, una relación que, vista
retrospectivamente, tardaba en madurar por ambas partes; está escribiendo
activamente y, por primera vez, funciona bien en un trabajo de responsabilidad
y que constituye un reto (nada que ver con vigilar el patio de un colegio o hacer
de guardia urbano con un cartel); tiene un círculo social y una relación más
satisfactoria con otro hombre. Ya han desaparecido los pánicos nocturnos, las

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

pesadillas de desintegración, las migrañas, la petrificadora timidez y la


humildad.
Pero habría estado satisfecho incluso sin estos resultados observables. Me
estremezco al confesarlo, porque he dedicado gran parte de mi carrera
profesional al riguroso y cuantificable estudio de los resultados en la
psicoterapia, es una paradoja difícil de aceptar, y aún más difícil de proscribir.
El «arte» de la psicoterapia tiene en mi opinión un doble significado: es «arte»
en tanto que la ejecución de la terapia requiere el uso de facultades intuitivas
que no derivan de principios científicos y es «arte» en el sentido keatsiano, en
tanto que establece su propia verdad trascendiendo el análisis objetivo. La
verdad es una belleza que Ginny y yo experimentamos. Nos conocíamos el uno
al otro, llegamos a lo más profundo del uno y del otro, y compartimos
espléndidos momentos difíciles de obtener.

LOVE’S EXECUTIONER: DE HISTORIALES CLÍNICOS A


RELATOS CORTOS

Después de que The Therapy and Practice of Group Psychotherapy fuese


publicado en 1970, me alisté en las filas de los escritores de libros de texto que
se encuentran, para su sorpresa, que han asumido una misión para toda la vida.
Aprendí que las exigencias de un escritor de libros de texto son severas: me
mantuve al corriente de la literatura de la profesión, sin permitir que ningún
artículo importante sobre la terapia de grupo se escapara de mi alcance;
continué con mi propia investigación sobre terapia de grupo; registré los
episodios significativos de mi propio ejercicio clínico; e invertí muchos años en
preparar revisiones: de la segunda, tercera y cuarta edición.
La descripción del trabajo de un profesor y académico universitario
requiere estar al corriente del área de investigación a la que uno se dedica y
continuar contribuyendo de forma significativa en ella. Sabía como hacerlo en el
área de la psicoterapia de grupo: era cuestión de continuar con mis
investigaciones clínicas y de revisar mi libro de texto sobre terapia de grupo.
¿Pero cómo podía contribuir en mi segunda área de investigación, en la
psicoterapia existencial? Era mucho más problemático por una serie de razones.
(La falta de ganas nunca fue uno de los factores: aunque era muy conocido en el
amplio campo de conocimiento de la terapia de grupo, siempre consideré el
mundo de la terapia existencial como mi verdadero hogar.) Más importante era
el hecho de que la actividad habitual de los profesores médicos -el estudio de
investigación empírica- no era posible porque el objeto de estudio del enfoque
existencial no es apto para la investigación empírica.
Otra razón era mi incertidumbre sobre cómo escribir acerca de la terapia
existencial. Mucho después de que mi estudio Psicoterapia existencial fuera

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

publicado, continué la búsqueda de una comprensión más profunda de las


ideas existenciales y la búsqueda de métodos más efectivos para su aplicación
en mi práctica terapéutica cotidiana. Leí extensamente importantes obras
filosóficas. Asistí como oyente a clases de filosofía y estudios religiosos en
Stanford. Di cursos con otros colegas de los departamentos de filosofía e inglés.
Centré mi práctica clínica en pacientes que se enfrentaban a problemas
existenciales: enfermedades terminales, la aflicción por la muerte de un ser
querido, la crisis de los cuarenta, separaciones, divorcios.
Pensé en revisar Psicoterapia existencial pero finalmente desistí: no había
ninguna tradición de estudios en desarrollo, ninguna investigación para revisar
y poner al día. Por otra parte, parecía absurdo poner al día un libro que
pretendía ocuparse de elementos atemporales de la condición humana.
Tampoco me parecía atractivo el panorama de escribir algún otro estudio
profesional. Cada vez empezaba a tener más la sensación de que la prosa formal
psiquiátrica o filosófica era inevitablemente inadecuada para describir el
verdadero dilema existencial, la humana, demasiado humana, de carne y hueso
y profunda experiencia subjetiva. Desde que Freud postuló que el psicoanálisis
era una ciencia sujeta a las mismas reglas de método y observación que las
ciencias naturales, la psicoterapia ha luchado siempre para encajarse a sí misma
en este marco estructural. Pero los historiales clínicos escritos en un frío y
preciso lenguaje científico simplemente fracasan en comunicar la complejidad,
la pasión y el dolor de los dilemas emocionales a los que se enfrenta cada ser
humano.
Así que empecé a buscar con la mayor seriedad un método más
sugestivo de comunicar estos sentimientos. Mi búsqueda se unió rápidamente a
mis inclinaciones literarias y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a
experimentar con un medio francamente literario. Por supuesto, no soy ni
mucho menos el primero en utilizar este método. Existe una larga lista de
pensadores existenciales que decidieron que la profunda experiencia que
deseaban describir era mejor expresarla a traves de la literatura que a través de
la prosa formal filosófica: piensen en Camus, Sartre, Unamuno, Kierkegaard,
Nietzsche, Ortega y Gasset, de Beauvoir. En psiquiatría no existen modelos
parecidos, más allá de algunos de los casos de Freud y de la colección de
cuentos de Robert Lindner sobre la hipnoterapia, The Fifty-Minute Hour,
publicada unos cuarenta años antes.
Todas estas consideraciones explicaban la forma y la extensión de mi
siguiente proyecto, Love's Executioner. Al escribir Love's Executioner, tenía, dos
objetivos: enseñar los fundamentos de un enfoque existencial clínico y expresar
mis aspiraciones literarias. Decidí que, en esta obra, invertiría mi estrategia
anterior de colar relatos ilustrativos en medio del material teórico: en lugar de
ello, le daría al relato el papel principal y dejaría que el material teórico
emanara de él.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Tenía abundante material. Desde los inicios de mi carrera psiquiátrica he


registrado acontecimientos terapéuticos significativos; epifanías en el sentido
joyciano, esto es, reveladores momentos de luminosa comprensión, algún
evento, expresión o sueño que contenga una cantidad de información
prodigiosa sobre la esencia, el «qué» o el «por qué», de un estado del ser.
Escribo estas notas inmediatamente después de las sesiones de terapia y
siempre organizo mis horarios teniendo en cuenta unos quince o veinte minutos
entre cada paciente (en lugar de los tradicionales cinco o diez minutos)
especialmente con este propósito.
Mi primer proyecto para Love's Executioner estaba basado en el modelo
de The Lives of a Cell de Lewis Thomas. Este libro, una reflexiva y armoniosa
obra, consiste en una serie de ensayos de tres a cuatro páginas donde se
describe en cada uno de ellos un impresionante fenómeno biológico seguido de
una breve discusión de las implicaciones más amplias que el fenómeno tiene
para el comportamiento humano. Esperaba, entonces, hacer algo análogo para
la psicoterapia; describiría un evento terapéutico en una o dos páginas y a
continuación, en las siguientes páginas, exploraría sus implicaciones para la
comprensión de la psicoterapia. El conjunto de treinta o cuarenta de estas
breves exposiciones constituiría un manuscrito de la extensión de un libro.
Y así empecé un año sabático alrededor del mundo con mi ordenador
portátil y mis anotaciones. El primer caso iba de un atraco que traumatizó a una
anciana viuda, Elva, y la enfrentó a su propia condición como ser común.
Aunque Elva había perdido a su marido dieciocho meses antes, en realidad
nunca se había hecho a la idea de su muerte. Para resguardarse de todo el
impacto de su pérdida, se había escudado en la negación y moraba en un estado
intermedio en el que sabía que estaba muerto pero, al mismo tiempo, creía en
su prolongada existencia y su capacidad para protegerla de las cosas
desagradables de la vida. Entonces llegó la demoledora experiencia del atraco,
que la enfrentó a la realidad de la muerte de su marido y de su propia
condición efímera.
Ésta era la parte esencial de la historia. Escribí una estampa de tres
páginas seguida de una discusión sobre algunos aspectos relevantes del dolor,
por ejemplo, cómo la muerte de los demás sirve, si uno no se resiste a ello, para
que uno mismo se enfrente a su propia finitud. Describí también los principales
mecanismos psicológicos que empleamos para la negación de la muerte,
incluyendo, en el caso de Elva, la creencia en un salvador supremo, encarnado
en su marido, Albert: en vida había sido cuidadoso, y una vez muerto, era una
penetrante presencia que la vigilaba, la protegía y siempre estaba allí para
retirarla del borde del abismo.
Cuando volví a leer la historia me sentí insatisfecho. Elva era un
personaje plano, y requería más redondez, pero cuanto más se la daba más la
requería. Incluso cuando ya parecía completamente caracterizada, la propia

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

historia parecía truncada y exigía una resolución más completa. Así que añadí
otra estampa: una interacción con Elva que tuvo lugar unas cuantas semanas
después del atraco. Había estado bromeando con ella sobre el hecho de que
llevara un bolso tan grande y sugerí que muy pronto tendría que ponerle
ruedas para poder llevarlo de un sitio a otro. Ella insistió en que necesitaba todo
lo que llevaba en él. Dudé de su afirmación y, entonces, tratando los dos de
resolverlo, vaciarnos su bolso y examinamos cada uno de los objetos que
contenía. Este proceso se convirtió en un acto extraordinariamente íntimo; nos
acercó más el uno al otro y en último término convenció a Elva de que no había
perdido su capacidad para tener una intimidad, incluso en un mundo sin su
marido.
Las extrañas palabras que acabo de utilizar -«Elva requería más
redondez, la historia exigía»- reflejan con detalle mi experiencia. Desde el
principio tema la intención de que mis historias fueran orgánicas: en otras
palabras, tenían que evolucionar a medida que eran escritas. Así, la historia
tenía un pie en la realidad y otro en la ficción. ¿Era fiel a la realidad? Por
ejemplo, ¿describí detalladamente el contenido de su bolso? Casi no lo
recuerdo. ¿Y qué diferencia hay?
Incluso la selección de las historias fue orgánica. Empecé el libro sin
ninguna idea preconcebida de cuál de mis estampas utilizaría ni en qué orden
lo haría. Tampoco sabía, cuando escribía una historia cuál sería la siguiente que
seleccionaría. Tenía la sorprendente experiencia literaria de la iniciativa de mi
inconsciente. Cuando me acercaba al final de una historia, inexplicablemente
me venía a la mente otra ráfaga: era como si yo no escogiera la historia sino que
la historia me escogía a mi. De hecho, el proceso pronto se invirtió a sí mismo
de una forma extraña: la primera aparición en mi mente de la siguiente historia
me anunciaba que la que escribía estaba llegando a su fin.
La palabra «orgánico» denota, pues, que la historia crecía de forma
indeterminada, autónomamente, como si se estuviera escribiendo a sí misma.
Pero todavía me estaban esperando más ejemplos chocantes de la organicidad
literaria. Una y otra vez creaba personajes -basados en parte en pacientes pero
muy novelados para disfrazar su identidad- que eran traviesos, rebeldes, que
tomaban vida propia y no se dejaban encajar en mi esquema para la historia.
Aunque estas afirmaciones -«la historia exigía», «la historia me escogía a
mí», «los personajes tomaban vida propia»- pueden parecer caprichosas y
rebuscadas, describen un fenómeno muy conocido. E. M. Forster señaló: «Los
personajes vienen cuando son evocados, pero llegan llenos de un sentido de la
rebelión […] "se escapan", "se te van de las manos": son creaciones dentro de
una creación y a menudo inarmónicos respecto a ella; si se les diera una libertad
absoluta harían pedazos el libro, pero si estuvieran demasiado controlados, se
vengarían muriendo, y destrozarían el libro con una descomposición

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

intestinal».70
Se cuenta una historia del novelista del siglo XIX Thackeray quien un día
salió de su estudio, cansado por las largas horas que llevaba escribiendo. Su
mujer le preguntó cómo le había ido el día y él le contestó, «Fatal, Pendenis
[uno de sus personajes de ficción] se ha puesto en ridículo y no he podido hacer
nada para impedirlo».
Aunque Elva se resistía, me las arreglé, sin embargo, para cerrar su
historia («Nunca pensé que pudiera ocurrirme a mí») en ocho páginas (en lugar
de las tres o cuatro que había planificado originalmente). Pero con cada una de
las historias que me salía bien, acabarlas se me hacía más difícil. Pronto tuve
que echar por la borda el escribir de treinta a cuarenta piezas cortas: cada
historia exigía más y más espacio. Diez historias vinieron a configurar un
manuscrito de la extensión de un libro.
También formaba parte de mi plan original escribir un epílogo teórico
para cada historia de Love's Executioner. Pero cada epílogo que escribía parecía
artificial e innecesario. Mantuve dos de los epílogos y eliminé los otros ocho:
éstos los incorporaría en un extenso prólogo teórico para el libro.
Pero la editora estaba totalmente en desacuerdo. Phoebe Hoss, mi editora
desde hacía tiempo en Basic Books, insistía en que las historias , eran suficientes
y en que menos es más. Mantuvimos una larga batalla: cada vez que le enviaba
un prólogo ella, con notable coherencia, subrayaba en rojo del setenta al ochenta
por ciento del texto. A la larga entendí que no podía defender que sólo la
literatura podía expresar pensamientos profundos, inexpresables de otro modo,
y al mismo tiempo no respetar esta idea: tenía que introducir todo lo que quería
decir dentro de la narración y no dejar nada para una pedagógica visión de
conjunto separada de la narración. Finalmente, Love’s Executioner fue
publicado con un prólogo de ocho páginas y sin epílogo. Me llevó catorce meses
escribir las trescientas páginas de mis diez historias: luché durante cuatro meses
para escribir el prólogo de diez páginas. Pero fue una lucha personal por cruzar
una línea divisoria que me permitió abandonar el estilo didáctico y dejar que la
historia hablara por sí misma.
En las páginas siguientes se reproducen el prólogo y la segunda historia,
«Si violar fuera legal ... ».

El verdugo del amor: prólogo

Imagínense esta escena: trescientas a cuatrocientas personas, extrañas


entre sí, a las que se les dice que formen parejas y que le hagan a su pareja una
sola pregunta: «¿Qué quieres?», una y otra vez.

70
E. M. Forster, Aspects of the Novel, San Diego, California, Harcout, Brace, 1927, pág. 66 (trad.
cast.: Aspectos de la novela, Madrid, Debate, 4ta. ed., 1995).

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

¿Podría haber algo más sencillo? Una pregunta inocente y su respuesta.


Sin embargo, una vez tras otra, he visto cómo este ejercicio en grupo evoca
poderosos sentimientos inesperados. A menudo, en cuestión de minutos, la
habitación es sacudida por la emoción. Hombres y mujeres -y para nada
personas desesperadas, necesitadas, sino personas triunfadoras, sin problemas,
bien vestidas, que brillan al caminar- se conmueven en lo más profundo.
Llaman a quienes han perdido para siempre: parientes fallecidos o ausentes,
esposas, hijos, amigos. «Quiero verte otra vez». «Quieto tu amor.» «Quiero
saber que estás orgulloso de mí.» «Quiero que sepas que te quiero y lo mucho
que siento no habértelo dicho nunca.» «Quiero que vuelvas; estoy tan solo.»
«Quiero la infancia que nunca tuve.» «Quiero tener salud, ser joven de nuevo.
Quiero ser amado, respetado. Quiero que mi vida signifique algo. Quiero lograr
algo. Quiero importar, ser importante, ser recordado.»
Querer tantas cosas. Anhelar tanto. Y tanto dolor, tan cerca de la
superficie, a sólo unos minutos de profundidad. El dolor por el destino. El dolor
por la existencia. Un dolor que siempre está ahí, zumbando continuamente
justo debajo de la membrana de la vida. Un dolor que es muy fácilmente
accesible. Muchas cosas -un simple ejercicio de grupo, unos cuantos minutos de
reflexión profunda, una obra de arte, un sermón, una crisis personal, una
pérdida- nos recuerdan que nuestras carencias más profundas nunca podrán
ser satisfechas: nuestras necesidades de juventud, de interrumpir el
envejecimiento, de que vuelvan nuestros seres queridos, de amor eterno,
protección, trascendencia, nuestra necesidad incluso de inmortalidad.
Cuando estas carencias inalcanzables toman posesión de nuestras vidas
nos volvemos para pedir ayuda a la familia, a los amigos, a la religión y algunas
veces a los psicoterapeutas.
En este libro cuento la historia de diez pacientes que le pidieron ayuda a
la terapia y en el curso de su trabajo se enfrentaron al dolor existencial. Ésta no
era la razón por la que habían venido a pedirme ayuda; al contrario, los diez
sufrían problemas habituales de la vida cotidiana: soledad, autodesprecio,
impotencia, migrañas, compulsión sexual, obesidad, hipertensión, dolor, una
obsesión amorosa aniquiladora, cambios de humor, depresión. Pero de alguna
manera («alguna manera» que se revela de forma distinta en cada historia), la
terapia dejó al descubierto las raíces profundas de estos problemas cotidianos;
raíces que se extendían en la profundidad de la existencia.
«¡Quiero! ¡Quiero!» se oye a lo largo de estos relatos. Una paciente
gritaba: «Quiero que vuelva mi querida hija muerta» mientras descuidaba a sus
dos hijos vivos. Otro insistía: «Quiero follarme a cualquier tía que vea»,
mientras su cáncer linfático invadía los sitios más recónditos de su cuerpo. Otro
suplicaba: «Quiero los padres, la infancia que nunca tuve», mientras se
atormentaba por tres cartas que no conseguía obligarse a abrir. Otra, una mujer
anciana, declaraba: «Quiero ser joven para siempre»: mientras se negaba a

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

renunciar a un obsesivo amor hacia un hombre treinta años menor que ella.
Creo que la sustancia original de la psicoterapra es siempre este tipo de
dolor existencial, y no, como se reivindica a menudo, instintivas pulsiones
reprimidas o fragmentos de un trágico pasado mal enterrados. En la terapia que
llevé a cabo con cada uno de estos diez pacientes, mi premisa clínica principal
-premisa en la que basé toda mi técnica- es que la ansiedad básica surge de los
esfuerzos de la persona, conscientes o inconcientes, para enfrentarse con los
duros hechos de la vida, los «datos» de la existencia.
He descubierto que cuatro datos de la existencia son especialmente
relevantes para la psicoterapia: la muerte inevitable de cada uno de nosotros y
de los seres queridos; la libertad de construir nuestras vidas como queremos:
nuestro aislamiento último; y, finalmente, la ausencia de todo significado o
sentido evidente de la vida. A pesar de lo inexorables que pueden parecer estos
datos de la existencia, contienen las semillas de la sabiduría y la redención.
Espero demostrar, en estos diez cuentos de psicoterapia, que es posible
enfrentarse a las verdades de la existencia y aprovechar su poder en
beneficio del cambio y la maduración personal.
De entre estos datos, la muerte es el más evidente, el más manifiesto
intuitivamente. A una edad temprana, bastante antes de lo que a menudo se
cree, aprendemos que la muerte llegará, y que no hay escapatoria. A pesar de
ello, «todo», en palabras de Spinoza, «se esfuerza por permanecer en su propio
ser». En el alma existe un conflicto siempre presente entre el deseo de seguir
viviendo y la conciencia de una muerte inevitable.
Para adaptarnos a la realidad de la muerte, continuamente nos las
ingeniamos para inventar formas de negarla o evitarla. Cuando somos jóvenes
negamos la muerte con la seguridad que nos proporcionan nuestros padres y
los mitos seculares y religiosos; después, la personificamos transformada en
una entidad, un monstruo, un hombre del saco, un demonio. Al fin y al cabo, si
la muerte es una entidad acosante, uno debe encontrar la forma de eludirla;
además, por muy espantoso que pueda ser un monstruo relacionado con la
muerte, es menos aterrador que la verdad, la que uno acarrea dentro de las
esporas de la propia muerte. Más adelante, los niños experimentan con otras
formas de atenuar la ansiedad por la muerte: se desintoxican de la muerte
burlándose de ella, desafiándola a través de atrevidas travesuras, o
insensibilizándola al exponerse a sí mismos, en la reconfortante compañía de
sus iguales y de palomitas de maíz, ante historias de fantasmas y películas de
terror.
A medida que nos hacernos mayores, aprendemos a quitarnos del
pensamiento la muerte; la transformamos en algo positivo (pasar a mejor vida,
volver a casa, reunirse con Dios, descansar en paz); la negamos apoyándonos en
mitos; luchamos por conseguir la inmortalidad a través de obras imperecederas,
proyectando nuestra semilla en el futuro a través de nuestros hijos, o abrazando

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

un sistema religioso que nos ofrece una perpetuación espiritual.


Muchas personas disienten de esta descripción de la negación de la
muerte. «¡No tiene sentido! -dicen-. No negamos la muerte. Todo el mundo va a
morir. Ya lo sabernos. Los hechos son evidentes. ¿Pero tiene algún sentido
insistir en ello?»
Lo cierto es que sabernos pero no sabernos. Sabemos sobre la muerte
intelectualmente conocemos los hechos pero nosotros -es decir, la parte
inconsciente de nuestra mente que nos protege de la arrolladora ansiedad-
hemos separado, o disociado, el terror vinculado a la muerte. Este proceso de
disociación es inconsciente, invisible para nosotros, pero podemos
convencernos de su existencia por esos extraños episodios donde el mecanismo
de negación falla y la ansiedad por la muerte se abre camino con plena fuerza.
Esto puede ocurrir sólo raramente, algunas veces sólo en una o dos ocasiones en
nuestra vida. Ocasionalmente tiene lugar en el despertar de la vida, a veces
después de un encuentro personal con la muerte, o cuando un ser querido ha
muerto; pero lo más común es que la ansiedad por la muerte salga a la
superficie en las pesadillas.
Una pesadilla es un sueño fallido, un sueño que, al no controlar la
ansiedad, ha fracasado en su papel de guardián del sueño. Aunque las
pesadillas difieren entre sí por su contenido manifiesto, el proceso que subyace
debajo de cada pesadilla es el mismo: la cruda ansiedad por la muerte se ha
escapado de sus guardianes y ha explotado en la conciencia. La historia «En
Busca del Soñador» ofrece una perspectiva interna única del intento de evitar la
ansiedad por la muerte y del último recurso que tiene la mente para impedirla:
aquí aparece, en medio de las penetrantes imágenes de la oscura muerte
presentes en la pesadilla de Marvin, un instrumento de desafío a la muerte y de
impulso de la vida -una vara incandescente con la punta blanca con la que se
batía en un duelo sexual con la muerte.
El acto sexual es visto también por los protagonistas de otras historias
como un talismán para evitar debilitarse, envejecer, y acercarse a la muerte: por
ejemplo, la promiscuidad compulsiva de un hombre joven ante su cáncer
terminal («Si violar fuera legal...»); el aferramiento de un hombre anciano a
unas amarillentas cartas enviadas hacía más de treinta años por su querida ya
muerta («No te vayas, Dulce»).
En los muchos años que llevo trabajando con pacientes que se enfrentan
a una muerte inminente, he observado dos métodos particularmente poderosos
y comunes de disipar los miedos ante la muerte, dos creencias, o ilusiones, que
proporcionan una sensación de seguridad. Una es la creencia en la singularidad
personal; la otra, la confianza en un salvador supremo. Aunque se trata de
ilusiones, porque representan «falsas creencias fijas», no empleo el término
ilusión en un sentido peyorativo: se trata de creencias universales que, en algún
nivel de la consciencia, existen en todos nosotros y están presentes en varios de

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

estos cuentos.
La singularidad, el sentirse especial, es la creencia de que uno es
invulnerable, inviolable: más allá de las leyes ordinarias de la biología y el
destino humanos. En algún punto de nuestra vida, cada uno de nosotros se
enfrenta a alguna crisis: puede ser una enfermedad seria, un fracaso
profesional, o un divorcio; o como le ocurrió a Elva en «Nunca pensé que
pudiera ocurrirme a mí», puede ser un hecho tan simple como un atraco que de
repente pone al descubierto su condición común y desafía la extendida creencia
de que la vida siempre será una eterna espiral ascendente.
Mientras que la creencia en una singularidad personal proporciona una
sensación de seguridad desde dentro, el otro mecanismo principal de negación
de la muerte -la creencia en un salvador supremo- nos permite sentirnos vigilados
y protegidos para siempre por una fuerza exterior. Aunque podemos
desfallecer, ponernos enfermos, aunque podemos llegar al borde mismo de la
vida, existe, estamos convencidos, un inminente servidor omnipotente que
siempre nos devolverá a la vida.
Estos dos sistemas de creencias juntos construyen una dialéctica: dos
respuestas diametralmente opuestas a la situación humana. El ser humano
puede o bien afirmar su autonomía a través de una heroica autoafirmación, o
bien buscar la seguridad a través de una fusión con una fuerza superior: es
decir, puede o emerger o fundirse, o separarse o incrustarse. O bien uno se
convierte en su propio padre o bien permanece siendo eternamente un niño.
La mayoría de nosotros, gran parte del tiempo, vivimos cómodamente
evitando con inquietud la mirada de la muerte, riéndonos y aprobando la idea
de Woody Allen cuando dice: «No tengo miedo de la muerte. Simplemente no
quiero estar ahí cuando ocurra». Pero hay otro camino -una larga tradición,
aplicable a la psicoterapia- que nos enseña que la plena conciencia de la muerte
hace madurar a nuestra sabiduría y enriquece nuestra vida. Las palabras finales
de uno de mis pacientes (en «Si violar fuera legal...») demuestran que aunque el
hecho, lo físico, de la muerte nos destruye, la idea de la muerte nos puede salvar.

La libertad, otro de los datos de la existencia, representa un dilema para


algunos de estos diez pacientes. Cuando Betty, una paciente obesa me anunció
que se había dado una comilona justo antes de venir a verme y tenía pensado
darse otra tan pronto como saliera de mi despacho, estaba intentando
abandonar su libertad induciéndome a que fuera yo el que asumiera el control
sobre ella. Todo el desarrollo de la terapia de otra paciente (Thelma en Love’s
Executioner) se centraba en el tema de su renuncia a un amor pasado (y
terapeuta) y mi búsqueda de estrategias para ayudarla a recuperar su poder y
libertad.
La libertad como dato de la existencia parece la verdadera antítesis de la
muerte. Aunque tememos a la muerte, generalmente consideramos que la

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

libertad es inequívocamente positiva. ¿Acaso la historia de la civilización


occidental no ha sido interrumpida por anhelos de libertad, e incluso conducida
por ellos? Pero la libertad desde una perspectiva existencialista está vinculada a
la ansiedad al afirmar que, bien al contrario de la experiencia cotidiana, no
entramos dentro, ni finalmente abandonamos, un universo perfectamente
estructurado por un magnífico proyecto eterno. La libertad implica que uno es
responsable de sus propias decisiones, acciones, de su propia situación en la
vida.
Aunque la palabra responsable puede ser utilizada de diversas maneras
prefiero la definición de Sartre: ser responsable es «ser el autor de», siendo pues
cada uno de nosotros el autor o autora del proyecto de su propia vida. Somos
libres para serlo todo, menos no libres: estamos, diría Sartre condenados a la
libertad. De hecho, algunos filósofos reclaman mucho más: que la arquitectura
de la mente humana nos hace a cada uno de nosotros responsables incluso de la
estructura de la realidad exterior, de la propia forma del espacio y el tiempo. Es
aquí, en la idea de autoconstrucción, donde mora la ansiedad: somos criaturas
que desean una estructura, y tenemos miedo de un concepto de libertad que
implica que más allá de nosotros no hay nada, una ausencia total de
fundamentos.
Todo terapeuta sabe que el primer paso crucial de la terapia es que el
paciente asuma la responsabilidad de su problema. Mientras uno crea que sus
propios problemas están causados por alguna fuerza o agente exterior a uno
mismo, la terapia carece de fuerza. Si, después de todo, el problema está ahí
fuera, ¿para qué tendría uno que cambiarse a sí mismo? Es el mundo exterior
(amigos, trabajo, pareja) lo que tiene que ser cambiado, o intercambiado. Así,
Dave (en «No te vayas Dulce»), mientras se lamentaba amargamente de estar
encerrado en una prisión marital por una esposa posesiva y fisgona, vigilante,
no podía proceder con la terapia hasta que reconociera que era él el responsable
de la construcción de esa prisión.
Como los pacientes tienden a resistirse a asumir la responsabilidad, los
terapeutas tienden a desarrollar técnicas para que los pacientes sean concientes
de que son ellos los que crean sus propios problemas. Una técnica efectiva, que
utilizo en bastantes de estos casos, es el enfoque del aquí-y-ahora. Como los
pacientes tienden a recrear en el escenario de la terapia los mismos problemas
interpersonales que les acosan fuera, en sus vidas, me centro en lo que está
ocurriendo en el momento entre yo y el paciente en lugar de centrarme en los
acontecimientos de su pasado o su vida actual. Examinando los detalles de la
relación en la terapia (o, en un grupo de terapia, las relaciones entre los
miembros del grupo), puedo señalar en el acto cómo un paciente ejerce
influencia en las respuestas de otras personas. Así, aunque Dave podía resistirse
a asumir la responsabilidad de sus problemas conyugales, no podía resistirse a
los datos inmediatos que él mismo estaba generando en la terapia de grupo:

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

esto es, que su reservado, burlón y elusivo comportamiento invitaba a los otros
miembros del grupo a tratarle del mismo modo que su mujer lo hacía en casa.
Del mismo modo, la terapia de Betty («La señora gorda») sería ineficaz
mientras pudiera atribuir su soledad a la alocada y desarraigada cultura
californiana. Sólo cuando yo le demostré que, durante nuestras sesiones juntos,
su conducta impersonal, vergonzosa y distante recreaba el mismo ambiente
impersonal en la terapia, pudo ella empezar a analizar su responsabilidad en
crear su propia soledad.
Aunque asumir la responsabilidad conduce al paciente al vestíbulo del
cambio, ello no es sinónimo de cambiar. Y, por mucho que el terapeuta pueda
solicitar comprensión, asunción de la responsabilidad y autorrealización, la
verdadera presa es el cambio.
La libertad no sólo nos exige asumir la responsabilidad sobre nuestras
decisiones en la vida sino que también postula que el cambio exige un acto de
voluntad. Aunque voluntad es un concepto que los terapeutas rara vez utilizan
explícitamente, sin embargo nos dedicamos mucho tiempo a influir en la
voluntad de un paciente. Continuamente nos dedicamos a aclarar e interpretar,
asumiendo (y esto es un acto de fe, sin ningún apoyo empírico convincente) que
la comprensión invariablemente engendrará el cambio. Cuando han fracasado
años de interpretación para engendrar un cambio, podemos empezar a hacer
llamamientos directos a la voluntad: «También se necesita esfuerzo. Tienes que
intentarlo, sabes. Hay un tiempo para pensar y analizar pero también hay un
tiempo para la acción». Y cuando la exhortación directa fracasa, al terapeuta ya
sólo le queda, como dan fe estas historias, emplear todos los medios conocidos
por los que una persona puede influir a otra. Así, puedo aconsejar, razonar,
acosar, camelar, irritar, implorar, o simplemente aguantar, esperando a que la
neurótica cosmovisión del paciente se desmorone de pura fatiga.
Es la voluntad, el origen de la acción, el medio para realizar nuestra
libertad. En mi opinión la voluntad tiene dos estadios: la persona empieza
deseando y luego se realiza decidiendo.
Algunas personas están bloqueadas para desear, sin saber ni lo que
sienten ni lo que quieren. Sin opiniones, sin impulsos, sin inclinaciones, se
convierten en parásitos de los deseos de los otros. Este tipo de personas tienden
a ser pesadas. Betty era aburrida precisamente porque ahogaba sus deseos, y
otros se cansaban de facilitarle deseos e imaginación.
Otros pacientes no pueden decidir. Aunque saben perfectamente lo que
quieren y lo que deben hacer, no pueden actuar y, en lugar de ello, se pasean
preocupados y atormentados delante de la puerta de la decisión. Saul, en «Tres
cartas sin abrir», sabía que cualquier persona razonable abriría las cartas; pero
el miedo que invocaban paralizaba su voluntad. Thelma (Love's Executioner)
sabía que su obsesión amorosa estaba despojando a su vida de realidad. Sabía
que estaba, tal y como ella decía, viviendo su vida ocho años atrás; y que para

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

recuperarla tendría que abandonar su encaprichamiento. Pero también sabía


que no podría hacerlo o, simplemente, no lo haría, y ferozmente resistía todos
mis intentos de activar su voluntad.
Las decisiones son difíciles por muchas razones, algunas de ellas
provenientes de lo más hondo del ser. John Gardner, en su novela Grendel,
habla de un hombre sabio que resume sus meditaciones sobre los misterios de
la vida en dos simples pero terribles postulados: «Las cosas se desvanecen: las
alternativas se excluyen». Del primer postulado, la muerte, ya he hablado. El
segundo, «las alternativas se excluyen», nos da una clave importante para
entender por qué la decisión es difícil. La decisión inevitablemente implica una
renuncia: para cada sí ha de haber un no, cada decisión elimina o mata otras
opciones (la raíz de la palabra decidir significa «matar», como en homicidio o
suicidio). Así, Thelma se aferró a la infinitesimal posibilidad de que pudiera
alguna vez revivir la relación con su amante, significando la renuncia a esa
posibilidad el debilitamiento o la muerte.

El aislamiento existencial, un tercer dato de la existencia, remite al


espacio abismal que hay entre el yo y los otros, un espacio que existe incluso en
la presencia de relaciones interpersonales profundamente gratificantes. Uno
está aislado no sólo de los otros seres sino que, hasta el punto de que uno
constituye su propio mundo, uno también está aislado del mundo. Este tipo de
aislamiento ha de distinguirse de otras dos clases de aislamiento: el aislamiento
interpersonal y el intrapersonal. Uno experimenta el aislamiento interpersonal, o
la soledad si carece de las habilidades sociales o el estilo de personalidad que da
lugar a interacciones sociales íntimas. El aislamiento intrapersonal tiene lugar
cuando se escinden partes del yo, como cuando uno separa la emoción del
recuerdo de un acontecimiento. La forma más extrema y dramática de escisión,
la personalidad múltiple, es relativamente rara (aunque cada vez más
ampliamente reconocida); cuando efectivamente tiene lugar el terapeuta debe
enfrentarse, como me ocurrió con el tratamiento de Marge ("Monogamia
terapéutica»), al desconcertante dilema de qué personalidad mimar.
Si bien al aislamiento existencial no tiene solución, los terapeutas deben
oponerse a las falsas soluciones. El esfuerzo de uno para evitar el aislamiento
puede sabotear sus relaciones con las demás personas. Muchas veces una
amistad o un matrimonio han fracasado porque una persona, en lugar de
relacionarse con la otra y de preocuparse por ella, lo que ha hecho es utilizarla
como escudo contra el aislamiento.
Un intento común y enérgico para resolver el aislamiento existencial, que
tiene lugar en algunas de estas historias, es la fusión: el debilitamiento de los
límites de uno, el mezclarse con otro. El poder de la fusión ha sido demostrado
por experimentos de percepción subliminal donde el mensaje «mamá y yo
somos uno», proyectado en una pantalla de forma tan rápida que los sujetos no

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

podían verlo conscientemente, daba como resultado que los sujetos en su


informe dijeran que se sentían mejor, más fuertes, más optimistas, e incluso que
respondieran mejor que otras personas al tratamiento (con modificación de
comportamiento) de problemas como fumar, la obesidad o comportamiento
adolescente perturbado.
Una de las grandes paradojas de la vida es que la autoconciencia
produce ansiedad. La fusión extirpa la ansiedad de forma radical, eliminando la
autoconciencia. La persona que se ha enamorado, y que ha entrado en un
maravilloso estado de fusión, no es autorreflexiva porque el yo solitario que se
cuestiona (y la ansiedad intrínseca al aislamiento) se ha disuelto en un nosotros.
Así, se arroja la ansiedad pero se pierde la individualidad.
Ésta es precisamente la razón de porqué a los terapeutas no les gusta
tratar a un paciente que se haya enamorado. La terapia y el estado de fusión
amorosa son incompatibles porque el trabajo terapéutico requiere un
cuestionamiento de la autoconciencia y una ansiedad que finalmente servirán
como guía hacia los conflictos internos.
Es más, es difícil para mí, como para muchos terapeutas, empezar una
relación con un paciente que se ha enamorado. En la historia Love’s Executioner,
Thelma, por ejemplo, lógicamente no iba a relacionarse conmigo: su energía
estaba completamente consumida por su obsesión amorosa. Hay que tener
cuidado con la poderosa atadura exclusiva hacia otra persona; no es, como la
gente a menudo piensa, una prueba de la pureza del amor. Un amor tan
encapsulado y exclusivo -alimentándose de sí mismo, sin dar nada a los demás
ni importarle los demás- está destinado a hundirse por sí mismo. El amor no es
sólo una chispa pasional entre dos personas; hay una gran diferencia entre
enamorarse y mantenerse en el amor. Por mejor decir, el amor es una forma de
ser o estar, un «dar a uno» y no un «enamorarse de»; una forma de relacionarse
a largo plazo, y no un acto limitado a una sola persona.
Aunque nos esforzarnos en ir por la vida de dos en dos o en grupos, en
ocasiones, especialmente cuando se acerca la muerte, la verdad -la verdad de
que hemos nacido solos y debemos morir solos- se abre camino con una
claridad escalofriante. He oído decir a muchos pacientes terminales que lo más
terrible de morir es que es algo que debes hacer solo. Pero, incluso en el
momento de la muerte, la voluntad de otro de estar completamente presente
puede penetrar el aislamiento. Como dijo un paciente en «No te vayas Dulce»:
«Aunque te encuentras solo en tu bote, siempre es reconfortante ver las luces de
los otros botes balanceándose a tu alrededor».

Ahora bien, si la muerte es inevitable, si todas nuestras realizaciones,


incluso el sistema solar entero, algún día van a quedar en ruinas, si el mundo es
contingente (es decir, si todo podía haber sido también de otro modo), si los
seres humanos han de construir el mundo y el papel del hombre en este

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mundo, entonces, ¿qué significado perdurable puede haber en la vida?


Esta pregunta acosa a los hombres y mujeres contemporáneos, y muchos
buscan la terapia porque sienten que sus vidas no tienen sentido ni rumbo.
Somos criaturas que buscan significado. Biológicamente, nuestros sistemas
nerviosos están organizados de tal forma que el cerebro agrupa
automáticamente los estímulos recibidos en configuraciones. El significado
proporciona también un sentido del dominio: al sentirnos impotentes y
confusos ante acontecimientos casuales y no reglados, buscamos ordenarlos y,
al hacerlo, intentamos conseguir el control sobre ellos. Pero todavía más
importante es que el significado es el origen de los valores y, en consecuencia,
de un código de comportamiento: así la respuesta a las preguntas de por qué
(¿por qué vivo?) proporciona una respuesta a las preguntas de cómo (¿cómo
vivo?).
En estos diez cuentos de psicoterapia, hay pocas discusiones explícitas
del sentido de la vida. La búsqueda del sentido, igual que la búsqueda del
placer, debe ser conducida indirectamente. El sentido aparece como resultado
de la actividad significativa: cuanto más deliberadamente lo buscamos, menos
probable será que lo encontremos; las preguntas racionales que uno puede
formular sobre el sentido siempre sobrevivirán en un subproducto del
compromiso y la obligación, y allí es donde los terapeutas deben dirigir sus
esfuerzos: no en el hecho de que el compromiso proporcione la respuesta
racional a las preguntas sobre el significado, sino en el hecho de que el
compromiso hace que estas preguntas no tengan importancia.
En este dilema existencial -un ser que busca el significado y la
certidumbre en un universo que no los tiene- tiene una relevancia tremenda
para la profesión de la psicoterapia. En su trabajo cotidiano, los terapeutas, sí
pretenden relacionarse con sus pacientes de forma auténtica, experimentan una
incertidumbre considerable. No sólo es que, efectivamente, el hecho de que un
paciente se enfrente a preguntas sin respuesta exponga al terapeuta ante las
mismas preguntas, sino que también el terapeuta debe reconocer, como tuve
que hacer yo en «Dos sonrisas», que la experiencia del otro es, al final,
inflexiblemente privada e imposible de conocer.
Ciertamente, la capacidad para tolerar la incertidumbre es un requisito
previo para la profesión. Aunque el público puede pensar que los terapeutas
guían a sus pacientes de forma sistemática y con mano segura a través de
predecibles estadios de la terapia, hasta llegar a una meta conocida de
antemano, raramente se da este caso: en lugar de ello, tal y como estas historias
atestiguan, los terapeutas con frecuencia vacilan, improvisan, y buscan a tientas
la dirección a seguir. La poderosa tentación de alcanzar la certidumbre
abrazando una escuela ideológica y un hermético sistema terapéutico es
traicionera: esta creencia puede bloquear el encuentro incierto y espontáneo que
es necesario para una terapia eficaz.

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Este encuentro, verdadero corazón de la psicoterapia, es una afectuosa y


profundamente humana reunión entre dos personas, donde una de las cuales
(generalmente el paciente, pero no siempre) tiene más problemas que la otra.
Los terapeutas tienen un doble papel: tienen que observar y además participar
en las vidas de los pacientes. Como observador, uno debe ser lo suficientemente
objetivo para proporcionarle al paciente la guía rudimentaria necesaria. Como
participante, uno entra en la vida del paciente y resulta afectado y, en ocasiones,
transformado por el encuentro.
Al escoger entrar plenamente en la vida de cada paciente, yo, el
terapeuta, no sólo estoy expuesto a los mismos problemas existenciales que
afectan a mis pacientes, sino que también debo estar preparado para
examinarlos con las mismas reglas de indagación. Debo asumir que saber es
mejor que no saber, aventurar mejor que no aventurar; y que la magia y la
ilusión, por muy ricas que sean, por muy fascinantes que puedan parecer, en
último término debilitan el espíritu humano. Me tomo con profunda seriedad
las firmes palabras de Thomas Hardy: «Si hubiera un camino hacia lo Mejor,
sería igual que una mirada completa a lo Peor».
El doble papel de observador y participante exige mucho del terapeuta y,
para mí, en estos diez casos, me planteó angustiosas preguntas. ¿Debería, por
ejemplo, esperar de un paciente, que me había pedido que le guardara sus
cartas de amor, que se enfrentara a los mismos problemas que yo, en mi propia
vida, había evitado? ¿Era posible ayudarle a que fuera más lejos de lo que yo
había ido? ¿Debería hacer las duras preguntas existenciales a un hombre a
punto de morir, una viuda, una afligida madre, y un ansioso jubilado con
sueños trascendentales, preguntas para las que no tenía respuesta? ¿Debería
revelar mi debilidad y mis limitaciones a un paciente cuya otra personalidad
alternativa me parecía tan seductora? ¿Podría empezar una relación honesta y
afectuosa con una señora gorda cuya apariencia física me repelía? ¿Debería,
bajo la bandera de un autoesclarecimiento, desmantelar la irracional pero
sustentante y reconfortante ilusión de amor de una mujer anciana? ¿O imponer
mi voluntad por la fuerza a un hombre que, incapaz de actuar por sus propios
intereses, se permitía a sí mismo el permanecer aterrorizado por tres cartas
nunca abiertas?
Aunque en estos cuentos de psicoterapia abundan las palabras paciente y
terapeuta, no se debe despistar uno por tales términos: éstas son historias de
todo hombre, de toda mujer. La condición de paciente es ubicua; el asumir tal
etiqueta es muy arbitrario y a menudo depende más de factores culturales,
educativos y económicos que de la gravedad de la patología. Como los
terapeutas, al igual que los pacientes, deben enfrentarse a estos hechos de la
existencia, la postura profesional de desinteresada objetividad, tan necesaria
para el método científico, aquí es inapropiada. Nosotros los psicoterapeutas no
podemos simplemente chasquear con la lengua con simpatía y exhortar a los

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

pacientes a que luchen resueltamente con sus problemas. No podemos decirles


tú y tus problemas. En lugar de ello, debemos hablar de nosotros y nuestros
problemas, porque nuestra vida, nuestra existencia siempre estará clavada a la
muerte, el amor a la pérdida, la libertad al miedo, y la plenitud a la separación.
En esto, todos nosotros estamos juntos.

Si violar fuera legal...

-Tu paciente es un estúpido de mierda y esto le dije en el grupo de


terapia, ayer por la noche, exactamente con estas palabras-. Sarah, una joven
psiquiatra residente, se detuvo en este punto y me miró echando fuego por los
ojos, desafiándome a que la criticara.
Obviamente había pasado algo extraordinario. No cada día irrumpe un
estudiante en mi despacho y, sin muestra alguna de disgusto -es más, parecía
orgullosa y desafiante- me dice que ha atacado verbalmente a uno de mis
pacientes. Especialmente a un paciente con un cáncer avanzado.
-Sarah, ¿puedes sentarte y explicarme lo que ha ocurrido? Aún tengo
unos minutos antes de que llegue mi próximo paciente.
Luchando por mantener la compostura, Sarah empezó:
-¡Carlos es el ser humano más asqueroso y despreciable que he conocido
jamás!
-Bueno, tampoco es mi persona favorita, sabes. Ya te lo dije antes de
enviártelo. -Había estado viendo a Carlos con tratamiento individual durante
unos seis meses y, unas cuantas semanas atrás, lo envié a Sarah para que lo
incorporara a una terapia de grupo-. Pero continúa, perdona por interrumpirte.
-Bueno, como ya sabes, casi siempre se ha comportado de forma bastante
repugnante, olfateando a las mujeres como si él fuera un perro y ellas zorras en
celo, e ignorando todo lo que ocurriera en el grupo. Ayer por la noche, Martha
-una mujer joven, un poco limitada y realmente frágil, que ha estado en el
grupo casi siempre muda- empezó a hablar de que el año pasado fue violada.
No creo que hubiera compartido esto antes; desde luego no en un grupo. Estaba
tan asustada, sollozaba tanto, era tan difícil para ella explicarlo, que fue
increíblemente doloroso. Todo el mundo la ayudaba a hablar y, sea o no
correcto, decidí que ayudaría a Martha si también yo compartía con el grupo
que hace tres años me violaron.
-No lo sabía, Sarah.
-¡Nadie lo sabía!
Sarah paró aquí y se frotó los ojos. Pude notar que era difícil para ella
explicarme esto, pero en ese momento no podía estar seguro de qué le dolía
más: explicarme lo de su violación, o haberse sincerado excesivamente con el
grupo. (El hecho de que yo fuera el instructor de la terapia de grupo en el
programa debió de complicarle las cosas.) ¿O estaba quizá más preocupada por

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

lo que todavía tenía que decirme? Decidí comportarme con naturalidad.


-¿Y luego?
-Bueno, ahora es cuando tu Carlos entra en acción.
¿Mi Carlos? ¡Ridículo! Pensé. Como si fuera mi hijo y yo tuviera que
responder por él. (Aunque era verdad que había presionado a Sarah para que lo
cogiera: ella había sido reacia a incorporar a un paciente con cáncer en su
grupo. Pero también era cierto que al grupo sólo le quedaban cinco miembros, y
ella necesitaba a más personas.) Nunca la había visto comportarse de forma tan
irracional y tan desafiante. Temía que más tarde se sintiera incómoda por ello, y
no quería empeorarlo con alguna crítica indirecta.
-¿Qué hizo?
-Le hizo a Martha muchas preguntas sobre detalles concretos: cuándo,
dónde, qué, quién. Al principio eso la ayudó a hablar, pero tan pronto como yo
empecé a hablar de mi ataque, ignoró a Martha y empezó a hacer lo mismo
conmigo. Entonces empezó a preguntarnos por detalles más íntimos. ¿El
violador nos arrancó la ropa? ¿Eyaculó dentro de nosotras? ¿En algún momento
empezamos a disfrutar de ello? Pasó de forma tan insidiosa que tuvo que pasar
un lapso antes de que el grupo empezara a caer en la cuenta de que él mismo
estaba disfrutando con ello. No condenó lo que nos habían hecho a Martha y a
mí, simplemente estaba consiguiendo placer sexual. Sé que debería sentir más
compasión por él, ¡pero es que es tan canalla!
-¿Cómo acabó todo?
-Bueno, al final el grupo lo cazó y empezó a echarle en cara su
insensibilidad, pero él no mostró ningún remordimiento en absoluto. De hecho,
pasó a ser más ofensivo y nos acusó a Martha y a mí (y a todas las víctimas de
una violación) de darle demasiada importancia. «¿Qué tiene de grave?»,
preguntó y entonces declaró que a él personalmente no le importaría que una
mujer atractiva lo violara. La traca final al grupo fue decir que daría la
bienvenida a un intento de violación de cualquiera de las mujeres del grupo.
Entonces fue cuando le dije: «Si eso es lo que crees, entonces eres un jodido
ignorante!»
-Creía que tu intervención terapéutica había sido llamarle estúpido de
mierda. -Esto redujo la tensión de Sarah, y los dos sonreímos.
-¡Eso también! Perdí totalmente los estribos.
Me esforcé por encontrar constructivas palabras de apoyo, pero me
salieron más pedantes de lo que pretendía.
-Recuerda, Sarah, que a menudo las situaciones extremas como ésta
pueden acabar siendo importantes puntos decisivos si son trabajadas
cuidadosamente. Se le puede sacar provecho a todo lo que ocurre en la terapia.
Intentemos convertir esto en una experiencia de la que él pueda sacar alguna
enseñanza. Mañana tengo una sesión con él, y trabajaré duro en este asunto.
Pero quiero asegurarme que te cuidarás. Estoy disponible si quieres hablar con

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

alguien; hoy o en cualquier momento de la semana.


Saruh me dio las gracias y me dijo que necesitaba tiempo para pensar en
ello. Mientras se iba de mi despacho, pensé que si en efecto decidía hablar con
otra persona de sus propios problemas, intentaría tener un encuentro con ella
más adelante cuando estuviera más calmada, para ver si podíamos hacer de
esto una experiencia de la que también ella pudiera sacar alguna enseñanza.
Para ella había supuesto pasar por algo horrible, y lo sentía en el alma, pero
consideré que había cometido un error al intentar obtener clandestinamente
una terapia para ella misma en el grupo. Hubiera sido mejor, pensé, que
hubiera trabajado sobre ese problema primero en su terapia personal y luego,
incluso si escogía hablar de ello en el grupo -y esto era problemátieo- se las
hubiera manejado mejor respecto a todas las partes implicadas.
Entró entonces mi siguiente paciente, y dirigí mi atención hacia ella. Pero
no puede evitar pensar en Carlos y preguntarme cómo me las arreglaría en la
próxima sesión con él. No era raro que Carlos me viniese a la mente. Era un
paciente extraordinario; y desde que lo había empezado a ver unos meses antes,
siempre pensaba en él bastante más de la una o dos horas semanales que
pasábamos juntos.
-Carlos es como un gato con siete vidas, pero parece como si estuviera
llegando al final de su séptima vida-. Ésta fue la primera cosa que el oncólogo
que me lo envió para tratamiento psiquiátrico me dijo. Continuó explicándome
que Carlos tenía un linfoma raro, que crecía poco a poco, que le causaba más
problemas por su brutal volumen que por su malignidad. Durante diez años el
tumor había respondido bien al tratamiento pero ahora había invadido sus
pulmones y estaba avanzando hacia su corazón. Sus doctores se estaban
quedando sin opciones: le habían dado la máxima exposición de radiación y
habían agotado su farmacopea de agentes de quimioterapia. ¿Hasta qué punto
tenían que ser honestos? me preguntaron. Carlos parecía no escuchar. No
estaban seguros de lo honesto que él quería ser consigo mismo. Lo que sí sabían
es que estaba entrando en una profunda depresión y parecía que no tenía a
nadie a quien acudir para pedir ayuda.
Carlos estaba ciertamente solo. A parte de un hijo y una hija de diecisiete
años -gemelos bivitelinos, que vivían con su ex-mujer en Sudamérica- Carlos, a
la edad de treinta y nueve años, se encontraba virtualmente sólo en el mundo.
Se había criado, como hijo único, en Argentina. Su madre había muerto de
sobreparto, y veinte años atrás su padre sucumbió al mismo tipo de linfoma que
ahora estaba matando a Carlos. Nunca había tenido un amigo. «¿Quién los
necesita? -me dijo una vez-. Nunca he conocido a nadie que no te fuera a hacer
el vacío por un dólar, un trabajo o un coño.» Había estado casado por un corto
período de tiempo y no había tenido otras relaciones significativas con mujeres.
«¡Tienes que estar loco para joder a una mujer más de una vez!» Su objetivo en
la vida, me dijo sin muestra alguna de vergüenza o timidez, era tirarse a tantas

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

mujeres distintas como pudiera.


No, en mi primer encuentro no me pareció muy entrañable el carácter de
Carlos, ni su apariencia física. Estaba demacrado, lleno de protuberancias (tenía
nódulos linfáticos hinchados, muy visibles, en los codos, en el cuello y detrás de
las orejas) y, como resultado de la quimioterapia, estaba completamente calvo.
Sus patéticos esfuerzos cosméticos -un sombrero panameño de ala ancha, las
cejas pintadas, y una bufanda para ocultar los bultos de su cuello- sólo
conseguían llamar más la atención de forma adicional sobre su apariencia
inintencionadamente.
Era evidente que estaba deprimido -y con razón- y hablaba con
amargura y fatiga de su ordalía de diez años de duración con el cáncer. Su
linfoma, decía, le estaba matando por fases. Ya había matado la mayor parte de
él: su energía, su fuerza, y su libertad (tenía que vivir cerca del Hospital de
Stanford, en un exilio permanente de su propia cultura).
Lo más importante era que había matado su vida social, que para él era
lo mismo que su vida sexual: cuando tenía quimioterapia era impotente;
cuando acababa un período de quimioterapia, y sus fluidos sexuales
empezaban a correr de nuevo, no podía hacerlo con mujeres porque era calvo.
Incluso cuando le volvió a crecer el pelo, unas semanas después de la
quimioterapia, decía que todavía no podía ligar: ninguna prostituta se iba con él
porque creían que sus grandes nodos linfáticos eran por el sida. Su vida sexual
estaba ahora confinada en la masturbación mientras veía vídeos
sadomasoquistas alquilados.
Era verdad -me dijo, sólo después de que yo le incitara a hacerlo- que
estaba solo y, sí, que eso le suponía un problema, pero sólo porque había veces
en que se encontraba demasiado mal para cuidar de sus propias necesidades
físicas. La idea de placer derivado de un estrecho contacto humano (no sexual)
parecía ajena a él. Había una excepción -sus hijos- y cuando Carlos hablaba de
ellos una auténtica emoción, emoción a la que yo me unía, se abría camino. Me
conmoví por la imagen de su débil cuerpo palpitando en sollozos cuando
describía su miedo a que ellos, también, le abandonaran: miedo a que su madre
triunfara finalmente en ponerlos en contra suya, o a que su cáncer les repeliera
y se alejaran de él.
-¿Qué puedo hacer para ayudarte, Carlos?
-Si quieres ayudarme, entonces ¡enséñame a odiar a los armadillos!
Por un momento Carlos disfrutó de mi perplejidad, y entonces procedió
a explicarme que había estado trabajando en metáforas visuales, una forma de
autocuración que muchos pacientes experimentan. Las metáforas visuales para
su nueva quimioterapia (a la que sus oncólogos llamaban OC) eran «Os» y
«Ces» gigantes: Osos y Cerdos: la metáfora que representaba a sus nodos
linfáticos cancerosos era un armadillo plateado. Así, en sus sesiones de
meditación, veía a osos y cerdos matando armadillos. El problema era que no

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

conseguía que sus osos y cerdos fueran lo suficientemente perversos para abrir
violentamente y destrozar a los armadillos.
A pesar del horror de su cáncer y su estrechez de espíritu, me vi
arrastrado hacia Carlos. Quizás era una generosidad que brotaba de mi alivio
por ser él, y no yo, el que estaba muriendo. Quizás era el amor por sus hijos o la
quejumbrosa forma con que sus dos manos agarraban la mía cuando
abandonaba mi despacho. Quizá fue la extravagancia de su petición:
«Enséñame a odiar a los armadillos».
Así pues, cuando consideré si podía tratarlo, minimicé los potenciales
obstáculos al tratamiento y me convencí de que Carlos era más un insociable
que una persona antisocial, y de que muchos de sus comportamientos y
creencias nocivas eran débiles y susceptibles de ser modificadas. No pensé
claramente, con detenimiento, en mi decisión e, incluso después de decidir
aceptarle en la terapia, estaba inseguro sobre qué objetivos de tratamiento iban
a ser realistas y apropiados. ¿Tenía simplemente que acompañarlo a lo largo de
este período de quimioterapia? (Como muchos pacientes, Carlos se ponía
enfermo de muerte y deprimido durante la quimioterapia.) O, si estaba
entrando en una fase terminal, ¿iba a comprometerme a estar junto a él hasta la
muerte? ¿Iba a estar satisfecho de ofrecerle mi total presencia y apoyo? (Quizá
eso sería suficiente. ¡Dios sabe que no tenía a nadie más con quien hablar!) Por
supuesto, su soledad se la había creado él mismo, pero ¿iba yo a ayudarlo a
reconocerla o a cambiarla? ¿Ahora? Ante la muerte estas consideraciones
parecían sin importancia. ¿O no? ¿Era posible que Carlos consiguiera algo más
«ambicioso» en la terapia? ¡No, no, no! ¿Qué sentido tiene hablar de tratamiento
«ambicioso» con alguien cuya expectativa de vida puede ser, como mucho, una cuestión
de meses? ¿Quiere alguien, quiero yo, invertir tiempo y energía en un proyecto
de tal evanescencia?
Carlos enseguida aceptó verse conmigo. Con su típica actitud cínica, dijo
que su póliza de seguros pagaría el 90% de mi remuneración, y que él no
rechazaría un negocio de ese tipo. Además, él era una persona que quería
probarlo todo una vez, y nunca antes había hablado con un psiquiatra. Dejé
nuestro contrato de tratamiento poco claro, además de decir que tener a alguien
con quien compartir los sentimientos dolorosos siempre ayudaba. Sugerí que
hiciéramos seis sesiones y que después evaluáramos si el tratamiento valía la
pena.
Para mi sorpresa, Carlos hizo un uso excelente de la terapia; y después
de seis sesiones acordamos vernos en un tratamiento continuado. Venía a cada
sesión con una lista de cuestiones que quería discutir: sueños, problemas de
trabajo (era un exitoso analista financiero, había continuado trabajando a lo
largo de su enfermedad). Algunas veces hablaba de su mal estado físico y su
aversión a la quimioterapia, pero de lo que más hablaba era de mujeres y de
sexo. En cada sesión describía todos los encuentros con mujeres de esa semana

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

(a menudo no consistían en más que cazar la mirada de una mujer en el


colmado) y se obsesionaba por lo que podría haber hecho en cada instante para
consumar una relación. Estaba tan preocupado por las mujeres que parecía
olvidar que tenía un cáncer que se estaba infiltrando activamente en los sitios
más recónditos de su cuerpo. Lo más probable es que ese fuera el centro de su
preocupación: que podría olvidar su infestación.
Pero su fijación por las mujeres era bastante anterior a su cáncer. Siempre
había rondado en busca de mujeres y las veía sobre todo en términos
degradantes y como objetos sexuales. Así que la crónica de Sarah sobre el
comportamiento de Carlos en el grupo, chocante como era, no me sorprendió.
Sabía que era perfectamente capaz de comportarse de una forma tan
repugnante, y todavía peor.
¿Pero cómo tenía que manejar la situación en la próxima sesión con él?
Por encima de todo, quería proteger y mantener nuestra relación. Estábamos
progresando, y en ese momento yo era su principal conexión humana. Pero
también era importante que continuase asistiendo a su grupo de terapia. Seis
semanas atrás lo había emplazado a un grupo para proporcionarle una
comunidad que le ayudaría tanto a penetrar en su soledad como a crear
conexiones en su vida social, identificando y obligándole a modificar algunos
de sus comportamientos más objetables socialmente. Durante las cinco primeras
semanas había hecho un uso excelente del grupo pero, a menos que cambiase
su comportamiento radicalmente, se ganaría la antipatía, estaba seguro, de
todos los miembros del grupo... ¡si no lo había hecho ya!
Nuestra siguiente sesión empezó tranquilamente. Carlos ni siquiera
mencionó al grupo sino que, por el contrario, quiso hablar de Ruth, una
atractiva mujer que acababa de conocer en una reunión de la parroquia. (Era
miembro de media docena de parroquias porque creía que le daban
oportunidades ideales para ligar.) Había hablado un poco con Ruth y ésta se
excusó porque tenía que volver a casa. Carlos se despidió pero luego se
convenció de que había perdido una oportunidad de oro al no ofrecerse a
acompañarla al coche; de hecho, se había convencido a sí mismo de que había la
razonable posibilidad, de un diez a un quince por ciento, de que pudiera
haberse casado con ella. Sus autorrecriminaciones por no haber actuado con
más diligencia continuaron toda la semana incluyendo ataques verbales y
físicos: se pellizcaba a sí mismo y se golpeaba la cabeza contra la pared.
No indagué más sobre sus sentimientos hacia Ruth (aunque eran
irracionales de una forma tan patente que decidí volver a ella en algún punto de
la sesión) porque pensaba que era urgente que hablásemos del grupo. Le dije
que había hablado con Sarah sobre el encuentro.
-¿Ibas a hablar hoy del grupo? -le pregunté.
-No especialmente, no es importante. De todos modos, voy a dejar ese
grupo. Estoy demasiado avanzado para él.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

-¿Qué quieres decir?


-Todo el mundo es deshonesto y juega. Soy la única persona allí con las
suficientes agallas para decir la verdad. Los hombres son todos perdedores, si
no no estarían allí. Son unos pelmazos sin cojones, 71 se sientan por ahí
lloriqueando sin decir nada.
-Explícame lo que pasó en el encuentro desde tu punto de vista.
-Sarah habló de su violación, ¿te lo ha contado?
Yo asentí.
- Y Martha también. Esa Martha. Dios mío, esa sí que es para ti. Es un
desastre, una auténtica enferma, sí que lo es. Es un caso mental, para
tranquilizantes. ¿Qué coño estoy haciendo en un grupo con gente como esa?
Pero escucha. Lo importante es que hablaron de sus violaciones, las dos, y todo
el mundo se quedó ahí sentado, con la boca abierta, embobados. Por lo menos
yo reaccioné. Les hice preguntas.
-Sarah sugirió que algunas de tus preguntas no eran del tipo de
preguntas que ayudan.
-Alguien tenía que hacerlas hablar. Además, siempre han despertado mi
curiosidad las violaciones. ¿A ti no? ¿Acaso no a todos los hombres? ¿Sobre
cómo se hace, sobre la experiencia de la víctima?
-Oh, venga Carlos, si esto es lo que estabas buscando, podrías haberlo
leído en algún libro. Lo que allí había eran personas de verdad, no fuentes de
información. Algo más estaba en juego.
-Quizá sí, lo admito. Cuando empecé en el grupo, tus instrucciones
fueron que debía ser honesto para expresar mis sentimientos en el grupo.
Admito que me excité. Es una emoción fantástica imaginarse a Sarah siendo
jodida. Me encantaría unirme a ello y poner mis manos sobre sus tetas. Aún no
te he perdonado que me desaconsejaras pedirle una cita.
Cuando seis semanas atrás empezó por vez primera en el grupo, hablaba
mucho de su encaprichamiento por Sarah -o mejor por sus pechos- y estaba
convencido de que ella estaba deseando salir con él. Para ayudar a Carlos a que
fuera aceptado en el grupo, en los primeros encuentros, tuve que prepararlo
para que se comportara socialmente del modo apropiado. Le convencí, con
dificultad, de que un acercamiento sexual a Sarah sería tan inútil como
impropio.
-Además, todo el mundo sabe que los hombres se excitan con las
violaciones. Los otros hombres del grupo se reían de mí. ¡Mira el negocio de la
pornografía! ¿Alguna vez has mirado con atención los libros y cintas de vídeo
sobre violaciones y secuestros? ¡Hazlo! Ve y visita las tiendas porno de
Tenderloin: será bueno para tu educación. Graban esas cosas para alguien,
algún mercado debe de haber. Te diré la verdad, si violar fuera legal, yo lo
haría... de vez en cuando.

71
En castellano en el original. (N. del ed.)

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Carlos paró en este punto y me sonrió con satisfacción, ¿o era una


maliciosa sonrisa de complicidad, una invitación a tomar asiento a su lado en la
hermandad de los violadores?
Estuve sentado en silencio varios minutos, intentando identificar mis
opciones. Era fácil estar de acuerdo con Sarah: efectivamente, parecía un
depravado. Pero estaba convencido de que parte de esto eran fanfarronadas, y
de que había una forma de llegar a algo mejor, a algo más bueno en él. Estaba
interesado, y agradecido, por sus últimas palabras: el «de vez en cuando». Estas
palabras, añadidas casi como una reflexión posterior, parecían sugerir algún
resto de inseguridad y vergüenza.
-Carlos, te enorgulleces de tu honestidad con el grupo. ¿Pero realmente
eras sincero? ¿O sólo honesto en parte, o con una sinceridad fácil? Es cierto,
fuiste más abierto que los otros hombres del grupo. Expresaste algunos de tus
verdaderos sentimientos sexuales. Y también sabes lo amplios que son estos
sentimientos: el negocio del porno ofrece algo que atrae impulsos que tienen
todos los hombres. ¿Pero estás siendo completamente honesto? ¿Qué hay de
todos los otros sentimientos que pasan dentro de ti y que no has expresado?
Déjame hacer una suposición: cuando te referiste a lo graves que eran las
violaciones de Sarah y Martha, ¿es posible que estuvieras pensando en tu cáncer
y a lo que tienes que enfrentarte en cada momento? Es muchísimo más duro
enfrentarte a algo que amenaza tu vida ahora mismo que a algo que ocurrió uno
o dos años atrás. Quizá te gustaría conseguir algún auxilio del grupo, pero
¿cómo quieres conseguirlo si te presentas tan duro? Todavía no has dicho que
tienes cáncer.
Había estado apremiando a Carlos para que revelara al grupo que tenía
cáncer, pero él aplazaba su decisión: decía que tenía miedo de que sintieran
lástima de él, y no quería sabotear sus oportunidades sexuales con las mujeres
del grupo.
Carlos me sonrió.
-¡Buen intento, doctor! Tiene mucho sentido. Tienes una buena cabeza.
Pero te seré sincero: la idea del cáncer nunca ha entrado en mi pensamiento.
Desde que paró la quimioterapia hace dos meses, paso días sin pensar en el
cáncer. Esto está puñeteramente bien ¿no?, ¿olvidarlo, ser libre de ello, ser
capaz de tener una vida normal por unos momentos?
¡Buena pregunta! Pensé. ¿Era bueno olvidar? No estaba seguro. Durante
los meses que había estado viendo a Carlos, había descubierto que podía trazar,
con asombrosa precisión, el curso de su cáncer al ver las cosas en las que
pensaba. Cada vez que su cáncer empeoraba y estaba enfrentándose
activamente a la muerte, reordenaba sus prioridades en la vida y se volvía más
pensativo, más compasivo y más juicioso. Cuando, por el contrario, el cáncer
remitía, se guiaba, tal y como él decía, por su polla y se volvía bastante más
grosero y frívolo.

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Una vez vi una tira cómica de periódico sobre un pequeño hombre


gordinflón que decía: «De repente, un día cuando estás en los cuarenta o los
cincuenta, todo se vuelve claro... ¡Y luego desaparece!» Ese tebeo era adecuado
para Carlos, sólo que él no tenía uno, sino repetidos episodios de claridad, y
siempre desaparecían de nuevo. A menudo pensaba que si conseguía la forma
de mantenerle permanentemente consciente de su muerte y del «claro» que la
muerte le abría, podría ayudarle a hacer cambios más importantes en la forma
en que él se relacionaba con la vida y con las demás personas.
Por la forma de hablar que tenía ese día, y un par de días antes en el
grupo, era evidente que su cáncer de nuevo estaba inactivo, y que la muerte,
con la sabiduría que traía consigo, estaba totalmente fuera de su pensamiento.
Intenté seguir otro rumbo.
-Carlos, antes de que empezaras en el grupo intenté explicarte el
razonamiento básico que hay detrás de la terapia de grupo. ¿Te acuerdas que
puse de relieve que todo lo que ocurra en el grupo puede ayudarnos a trabajar
en la terapia?
Él asintió. Continué:
-¿ Y que uno de los principios más importantes sobre los grupos es que el
grupo es un mundo en miniatura: cualquiera que sea el ambiente que creamos
en el grupo refleja la forma en que hemos escogido vivir? ¿Te acuerdas que dije
que cada uno de nosotros escoge en el grupo el mismo tipo de mundo social que
tenemos en nuestra vida real?
Asintió de nuevo. Estaba escuchando.
-Entonces, ¡mira lo que te ha pasado en el grupo! Empezaste con un
número de personas con las que tendrías que haber desarrollado estrechas
relaciones. Y cuando empezaste los dos acordarnos que necesitabas trabajar de
forma que desarrollas relaciones. Esto es por lo que empezaste en el grupo, ¿te
acuerdas? Pero ahora, después de sólo seis semanas, todos los miembros, y al
menos uno de los coterapeutas, están hasta la mismísima coronilla de ti. Y lo
has hecho tú solo. ¡Has hecho dentro del grupo lo que haces fuera de él! Quiero
que me contestes con honestidad: ¿estás satisfecho? ¿Es esto lo que quieres de
tus relaciones con los demás?
-Doctor, entiendo perfectamente lo que me quieres decir, pero hay una
pega en tu argumento. No doy una mierda, ni una, por ninguna de las personas
del grupo. No son personas de verdad. Nunca me vaya juntar con perdedores
como esos. Su opinión no significa nada para mí. No quiero estrechar mi
relación con ellos.
Ya había visto a Carlos cerrarse en banda de esta forma en otras
ocasiones. Sería más razonable, sospechaba, en una o dos semanas, y en
circunstancias normales yo hubiera sido simplemente paciente. Pero a menos
que algo cambiara rápidamente, Carlos dejaría de ser miembro del grupo o,
hacia la semana siguiente, habría roto sin remedio sus relaciones con los demás

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miembros. Como después de este encantador incidente dudaba mucho de que


fuera capaz de convencer a otro terapeuta de incluirlo en el grupo, insistí en mi
cometido.
~ Ya escucho tus airados y críticos sentimientos, y sé que realmente los
sientes. Pero, Carlos, intenta apartarlos por un momento y piensa si puedes
entrar en contacto con algo más. Tanto Sarah como Martha pasaban momentos
de mucho dolor. ¿Qué otros sentimientos tuviste sobre ellas? No estoy hablando
de grandes sentimientos, o sentimientos predominantes, sino de cualquier otra
sensación repentina que tuvieras.
-Ya sé lo que buscas. Estás haciendo lo que puedes por mí. Querría
ayudarte, pero tendría que inventármelo todo. Estás intentando poner
sentimientos en boca mía. Exactamente aquí, en este despacho, es el único lugar
donde puedo decir la verdad, y la verdad es que, más que nada, ¡lo que quiero
hacer con esos dos coños es joderlos! Esto es lo que quería decir cuando he
dicho que, si violar fuera legal, ¡yo lo haría! ¡Y sé perfectamente por quién
empezaría!
Lo más probable es que se refiriera a Sarah, pero no se lo pregunté. Lo
último que quería hacer era entrar en ese tipo de discurso con él. Probablemente
alguna fuerte rivalidad edípica había entre nosotros que hacía más difícil la
comunicación. Nunca dejaba pasar la oportunidad para describirme en
términos gráficos lo que le gustaría hacer a Sarah, como si considerara que
competíamos por ella. Sabía que creía que la razón por la que anteriormente lo
había disuadido de invitar a Sarah a salir era porque quería guardármela para
mí. Pero este tipo de interpretaciones ahora no tenían ninguna utilidad para mí:
Carlos estaba demasiado cerrado y a la defensiva. Si quería llegar al final, tenía
que utilizar algo más convincente.
El único acercamiento posible que me quedaba tenía relación con el
estallido de emoción que había visto en nuestra primera sesión: la táctica
parecía tan simple y efectista que jamás podría haber predicho el asombroso
resultado que produciría.
-Muy bien, Carlos, consideremos esta sociedad ideal que imaginas y por
la que abogas, esta sociedad en la que la violación es legal. Piensa ahora, por
unos minutos, en tu hija. ¿Cómo sería para ella vivir en esta comunidad en la
que podría ser violada de forma totalmente legal, un pedazo de culo para el
primero que se ponga cachondo y quiera descargarse por la fuerza en una niña
de diecisiete años?
De repente Carlos dejó de sonreír. Se estremeció visiblemente y se limitó
a decir:
-No me gustaría que le ocurriera.
-¿Pero entonces dónde encajaría ella, en este mundo que estás
construyendo? ¿Encerrada en un convento? Tú tienes que construir un lugar en
el que pueda vivir; esto es lo que hacen los padres: construyen un mundo para

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sus hijos. Nunca te lo he preguntado antes: ¿qué quieres para ella?


~Quiero que viva una relación de amor con un hombre y que tenga una
familia llena de cariño.
-¿Pero cómo quieres que eso ocurra si su padre aboga por un mundo en
que la violación sea legal? Si quieres que viva en un mundo donde la gente se
quiera, entonces construir ese mundo depende de ti, y tienes que empezar con
tu propio comportamiento. No puedes estar fuera de tu propia ley: esto es la
base de cualquier sistema ético.
El tono de la sesión había cambiado. No más torneos ni tosquedad. Nos
habíamos puesto totalmente serios. Me sentía más como un profesor de filosofía
o religión que como terapeuta, pero sabía que esa era la pista correcta. Y eran
cosas que tendría que haber dicho antes. Carlos había bromeado a menudo
sobre su propia inconsistencia. Me acuerdo de una vez que describía con una
sonrisa una conversación de sobremesa con sus hijos (lo visitaban un par o tres
veces al año) en la que le dijo a su hija que quería conocer y dar el visto bueno a
todos los chicos con los que saliera. ¡Y tú, -dijo señalando a su hijo-, tú consigue
todos los culos que puedas!
Ahora que yo tenía su atención, Carlos no tenía escapatoria. Intenté sacar
partido de mi ventaja mediante una triangulación, y enfoqué el mismo
problema desde otra dirección:
- Y Carlos, algo más me viene ahora mismo a la cabeza, ¿te acuerdas del
sueño que tuviste hace dos semanas sobre el Honda verde? Volvamos a él.
Le encantaba trabajar sobre los sueños y le alegró poder dedicarse a este
sueño y así dejar la dolorosa discusión sobre su hija.
Carlos había soñado que iba a una agencia de alquiler de coches para
alquilar uno, pero los únicos disponibles eran Honda Civics: los que menos le
gustaban. De los varios colores disponibles, él eligió el rojo. Pero cuando fue a
buscarlo, el único coche disponible era verde: ¡el color que menos le gustaba! Lo
más importante de un sueño es su emoción, y este sueño, a pesar de su benigno
contenido, estaba lleno de terror: lo había desvelado y desbordado de ansiedad
durante horas.
Dos semanas atrás no habíamos podido ir más lejos con el sueño. Carlos,
creo recordar, se fue por la tangente al hablar de algunas asociaciones que hacía
sobre la identidad de la dependienta de la agencia de alquiler. Pero ese día yo
veía el sueño con nueva luz. Muchos años atrás, Carlos había desarrollado una
fuerte creencia en la reencarnación, una creencia que le ofrecía un bendito alivio
ante los miedos de la muerte. La metáfora que había utilizado en uno de
nuestros primeros encuentros era que morir era simplemente intercambiar tu
cuerpo por otro: igual que si das tu coche viejo a cambio de otro. Le recordé en
ese momento la metáfora.
-Supongamos, Carlos, que este sueño es algo más que un sueño sobre
coches. Evidentemente alquilar un coche no es una actividad que dé miedo, no

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es una cosa que se convierta en una pesadilla y te mantenga despierto toda la


noche. Creo que tu sueño es sobre la muerte y la vida futura, y utiliza tu
símbolo de comparar la muerte y el renacimiento con el intercambio de coches.
Si lo miramos de esta forma, podemos entender porqué te daba tanto miedo.
¿Qué opinas del hecho de que el único tipo de coche que podías conseguir fuera
un Honda Civic verde?
-Odio el verde y odio los Honda Civics. Mi próximo coche será un
Maserati.
-Pero si los coches son símbolos soñados de cuerpos, ¿por qué, en tu
siguiente vida, tomarías el cuerpo, o la vida, que más odias?
Carlos no tenía otra opción más que responder:
- Tienes lo que te mereces, dependiendo de lo que has hecho o de lo que
has vivido en tu vida presente. Puedes tanto ascender como descender.
Se dio cuenta de dónde conducía esta conversación, y empezó a sudar. El
denso bosque de estupidez y crueldad que le rodeaba siempre había chocado y
espantado a sus visitantes. Pero ahora le tocaba a él sorprenderse. Yo había
invadido sus dos templos más sagrados: su amor por sus hijos y su creencia en
la reencarnación.
- Venga, Carlos, es importante: aplica esto a ti mismo y a tu vida. Arrancó
de su boca cada una de las palabras muy despacio.
-El sueño dice que no estoy viviendo de la manera correcta.
-Estoy de acuerdo, creo que esto es lo que dice el sueño. Di algo más
sobre lo que piensas de vivir correctamente.
Iba a pontificar sobre lo que constituye una vida buena en todo sistema
religioso -amor, generosidad, cuidado, pensamientos nobles, búsqueda de la
bondad, caridad- pero nada de eso fue necesario. Carlos me dejó ver que había
acertado: dijo que estaba aturdido, y que aquello era demasiado para tratarlo en
un solo día. Quería tiempo para pensar en ello durante la semana. Al ver que
aún teníamos quince minutos, decidí trabajar un poco en otro frente.
Volví al primer asunto que había sacado en la sesión: su creencia de que
había perdido una oportunidad de oro con Ruth, la mujer que había visto
brevemente en una reunión de la parroquia, y los golpes que se había dado en
la cabeza y las autorrecriminaciones por no haberla acompañado al coche. La
función a la que obedecía esta creencia irracional era patente. Desde el
momento en que continuase creyendo que estaba cerca de ser deseado y amado
por una mujer atractiva, podía reforzar su creencia de que no era diferente a los
demás, de que no había nada seriamente malo en él, de que no estaba
desfigurado, de que no estaba mortalmente enfermo.
En el pasado no me había entrometido en su negación. En general, es
mejor no minar una defensa a menos que esté creando más problemas que
soluciones, y a menos que uno tenga algo mejor que ofrecer en su lugar. La
reencarnación es uno de estos casos: aunque personalmente lo considero una

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

forma de negación de la muerte, esta creencia le fue a Carlos de mucha utilidad


(igual que a mucha de la población mundial); de hecho, en lugar de socavarla,
siempre la había apoyado y en esta sesión la reforcé al apremiarlo para que
fuera consecuente y prestara atención a todas las implicaciones de la
reencarnación.
Pero era hora de desafiar algunas de las partes que menos ayudaban de
su sistema de negación.
-Carlos, ¿de verdad crees que si hubieras acompañado a Ruth a su coche
tendrías de un diez a un quince por ciento de posibilidades de casarte con ella?
-Una cosa podría llevar a la otra. Había algo entre los dos. Lo sentía. ¡Sé
lo que sé!
-Pero dices esto cada semana: la mujer del supermercado, la
recepcionista de la consulta del dentista, la taquillera del cine. Incluso pensaste
eso de Sarah. A ver, ¿cuántas veces tú o cualquier hombre ha acompañado a
una mujer al coche y no se ha casado con ella?
-Vale, vale, quizá está más cerca de un uno o un uno y medio por ciento
de posibilidades, pero había todavía alguna oportunidad, si no hubiera sido tan
memo. ¡Ni siquiera pensé en ofrecerme a acompañarla al coche!
-¡Qué cosas coges para echarte en cara! Carlos, te voy a ser franco. Lo que
dices no tiene ningún sentido. Todo lo que me has dicho de Ruth -sólo hablaste
con ella cinco minutos- es que tiene veintitrés años, dos niños pequeños y que
hace poco que se ha divorciado. Seamos realistas, tal y como dices, éste es el
lugar adecuado para ser sincero. ¿Qué le vas a decir de tu salud?
-Cuando la conociera mejor, le diría la verdad: que tengo cáncer, que
ahora está bajo control, que los médicos lo pueden tratar.
-¿Y?
-Que los médicos no están seguros de lo que va a pasar, que cada día se
descubren nuevos tratamientos, que puede que se reproduzca en un futuro.
-¿Qué te dijeron los médicos? ¿Dijeron que se podía reproducir?
-Tienes razón: que se reproducirá en el futuro, a menos que se encuentre
una cura.
-Carlos, no quiero ser cruel, pero sé objetivo. Ponte en el lugar de Ruth:
tiene veintitrés años, dos niños pequeños, ha pasado un mal momento,
posiblemente esté buscando algún apoyo fuerte para ella y para sus hijos, y
tenga sólo un rudimentario conocimiento y miedo de lo que es el cáncer, ¿crees
que representas el tipo de seguridad y apoyo que está buscando? ¿Crees que va
a estar dispuesta a aceptar la incertidumbre que rodea a tu salud? ¿A
arriesgarse a ponerse en una situación en la que podría estar obligada a tener
que cuidarte? ¿Realmente, cuáles son las posibilidades de que se permitiera a sí
misma conocerte de la forma que tú quieres, de que se implicara contigo?
-Probablemente ni una en un millón- dijo Carlos con una voz triste y
cansada.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Estaba siendo cruel, pero la opción de no serlo, de simplemente


complacerle, de reconocer tácitamente que era incapaz de ver la realidad, era
todavía más cruel. Su fantasía sobre Ruth le permitía sentir que todavía podía
recibir ternura y cuidado de otro ser humano. Esperaba que entendiera que le
llamaba la atención con buena voluntad, que no guiñaba el ojo a sus espaldas, y
que esa era mi forma de darle ternura y cuidado.
Todas las fanfarronadas se habían acabado. Con una débil voz Carlos
preguntó:
-¿Y entonces en qué me deja todo esto?
-Si lo que verdaderamente quieres ahora es cercanía, entonces es hora de
sacarte de encima toda esta idea tuya de conseguir mujer. Te he observado
castigándote a ti mismo sobre esto durante meses. Creo que es hora de dejar de
presionarte. Acabas de finalizar un período difícil de quimioterapia. Hace
cuatro semanas no podías comer, salir de la cama o dejar de vomitar. Has
perdido mucho peso, estás recuperando fuerzas. Deja de estar a la expectativa
de una mujer ahora mismo: es pedirte demasiado a ti mismo. Ponte una meta
razonable, puedes hacerlo tú tanto como yo. Concéntrate en tener una buena
conversación. Intenta profundizar en la amistad de la gente que ya conoces.
Vi que una sonrisa empezaba a dibujarse en los labios de Carlos. Vio cuál
era la siguiente frase que iba a decir: «Y, ¿qué mejor lugar que empezar en el
grupo?».
Carlos nunca fue la misma persona después de esta sesión. Nuestra
siguiente cita era para el día después del encuentro con el grupo. La primera
cosa que dijo es que no me creería lo bien que había estado en el grupo. Ahora
fanfarroneaba de que era el miembro del grupo más sensible y que más apoyo
daba. Había decidido sabiamente ayudarse a sí mismo y decirle al grupo que
tenía cáncer. Decía -y, semanas más tarde, Sarah lo corroboró- que su
comportamiento había cambiado tan radicalmente que ahora los miembros del
grupo acudían a él buscando apoyo.
Alabó nuestra sesión anterior.
-Nuestra última sesión fue de lejos la mejor de todas. Ojalá tuviéramos
sesiones como esa cada día. No me acuerdo exactamente de lo que hablamos,
pero me ha ayudado a cambiar mucho.
Encontré uno de sus comentarios particularmente divertido.
-No sé por qué, pero me estoy relacionando de forma diferente con los
hombres del grupo. Todos son mayores que yo pero, tiene gracia, ¡tengo la
sensación de estar tratándolos como si fueran mis propios hijos!
El hecho de que hubiera olvidado el contenido de nuestra sesión anterior
me preocupó poco. Era mucho mejor que se hubiese olvidado de lo que
habíamos hablado que pasara lo contrario (una opción más habitual en los
pacientes): recordar detalladamente lo que se habló pero cambiar poco.
La mejora de Carlos creció exponencialmente. Dos semanas más tarde,

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empezó nuestra sesión anunciando que, en esa semana, había tenido dos
revelaciones importantes. Estaba tan orgulloso de las revelaciones que las había
bautizado. A la primera la llamó (ojeando sus notas) «Todo el mundo tiene
corazón». La segunda se llamaba «No soy mis zapatos».
Primero explicó «Todo el mundo tiene corazón».
-Durante el encuentro con el grupo la semana pasada, las tres mujeres
estaban poniendo en común sus sentimientos, sobre lo duro que era ser soltera,
sobre pesadillas. No sé por qué, ¡pero de repente las vi de distinta manera:
¡Eran como yo! Tenían los mismos problemas en la vida que yo. Antes siempre
me había imaginado a las mujeres sentadas en un Monte Olimpo con una hilera
de hombres enfrente de ellas mientras los clasificaban: ¡éste a mi habitación,
éste no!
-Pero en ese momento -continuó Carlos-, tuve una visión de sus
corazones desnudos, la pared que cubría su tórax se había desvanecido, se
había esfumado, dejando una cavidad cuadrada rojo-azulada cubierta de
costillas y, en el centro, un corazón del color del hígado latiendo fuertemente.
Durante toda la semana he estado viendo el corazón de todo el mundo latir, y
me he estado diciendo a mí mismo: «Todo el mundo tiene corazón, todo el
mundo tiene corazón». Le he visto el corazón a todo el mundo: ¡a un jorobado
deforme que trabaja en la recepción, a una vieja mujer que hace el suelo, incluso
a los hombres con los que trabajo!
El comentario de Carlos me dio tanta alegría que me saltaron lágrimas de
los ojos. Creo que lo vio pero, para evitarme la embarazosa situación, no hizo
ningún comentario y se dio prisa en explicar la siguiente revelación: «No soy
mis zapatos».
Me recordó que en nuestra última sesión habíamos discutido su fuerte
ansiedad por una presentación que tenía que hacer en el trabajo. Siempre había
tenido dificultades para hablar en público: horriblemente sensible a cualquier
crítica, a menudo, decía, había hecho un espectáculo de sí mismo al contraatacar
visiblemente a toda persona que cuestionara algún aspecto de su presentación.
Le ayudé a comprender que había perdido de vista sus límites
personales. Es natural, le expliqué, que alguien responda con adversidad a un
ataque a lo más hondo de uno mismo: al fin y al cabo, en una situación así está
en juego la propia supervivencia. Pero le señalé que había extendido sus límites
personales hasta abarcar su trabajo y, en consecuencia, a la mínima crítica de
cualquier aspecto de su trabajo respondía como si fuera un ataque mortal a su
ser más hondo, una amenaza para su propia supervivencia.
Presioné a Carlos para que diferenciara entre su ser central y otras
actividades o atributos periféricos. Tenía, pues, que «desidentificarlos» de las
partes no centrales: podrían representar lo que le gustaba, o lo que hada, o lo
que valoraba, pero no eran él, no era su esencia.
A Carlos le había intrigado este razonamiento. No sólo explicaba el que

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estuviera a la defensiva en el trabajo, sino que también podía extender este


modelo de «desidentificación» como apropiado para su cuerpo. En otras
palabras, aunque su cuerpo estaba en peligro, él mismo, su esencia vital, estaba
intacto.
Esta interpretación disipó mucha de su ansiedad, y su presentación en el
trabajo la semana anterior fue maravillosamente lúcida, sin que se pusiera a la
defensiva. Nunca había hecho un trabajo mejor. A lo largo de la presentación,
había zumbado una pequeña letanía en su cabeza: «No soy mi trabajo». Cuando
acabó y se sentó cerca de su jefe, la letanía continuó: «No soy mi trabajo. No soy
lo que explico. No soy mi ropa. Nada de estas cosas». Cruzó las piernas y vio
sus desgastados y maltrechos zapatos: «Y tampoco soy mis zapatos». Empezó a
mover los dedos de los pies y los pies, deseando llamar la atención de su jefe
para decirle: «¡No soy mis zapatos!».
Las dos revelaciones de Carlos -las primeras de muchas otras que iban a
venir- fueron un regalo para mí y mis estudiantes. Estas dos revelaciones, cada
una generada por una forma distinta de terapia, ilustraban la quintaesencia de
la diferencia entre lo que uno puede sacar de la terapia de grupo, centrándose
en la comunión entre personas, y la terapia individual, centrándose en la
comunión dentro de uno mismo. Todavía utilizo muchas de sus gráficas
revelaciones para ejemplificar mis clases.
En los pocos meses que le quedaban de vida, Carlos escogió seguir
dando. Organizó un grupo de autoayuda para los enfermos de cáncer (no sin
algún golpe de humor sobre que era su última parada para ligar) y también fue
el conductor de unos grupos de habilidades interpersonales en una de sus
parroquias. Sarah, ahora una de sus principales impulsoras, fue recibida como
conferenciante invitada por uno de sus grupos y dio fe de su responsable y
competente liderazgo.
Pero por encima de todo se entregó a sus hijos, que notaron el cambio y
escogieron vivir con él al apuntarse durante un semestre en una facultad
cercana. Era un padre extraordinariamente generoso y atento. Siempre he
creído que la forma en que uno se enfrenta a la muerte está muy determinada
por el ejemplo que dan los padres. El último presente que un padre puede dejar
a sus hijos es enseñarles, a través del ejemplo, a enfrentarse a la muerte con
ecuanimidad; y Carlos dio una extraordinaria lección de armonía. Su muerte no
fue uno de esos fallecimientos oscuros, apagados, conspiratorios. Hasta el
último momento de su vida, él y sus hijos fueron honestos sobre su enfermedad
y se reían juntos cuando bufaba, cruzaba sus ojos y arrugaba sus labios al
referirse a su «linfoma».
Pero no hizo mejor regalo que el que me ofreció poco antes de morir, y
fue un presente que contesta para siempre a la pregunta de si es racional o
apropiado luchar por conseguir una terapia «ambiciosa» para los enfermos
terminales. Cuando lo visité en el hospital estaba tan mal que casi no se podía

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

mover, pero levantó la cabeza, me apretó la mano, y susurró:


-Gracias. Gracias por salvarme la vida.

Capítulo 4
La novela pedagógica

De un modo que nunca podría haber anticipado, mi inconsciente jugó un


papel clave cuando escribí Love’s Executioner: a medida que me aproximaba al
final de cada una de las nueve primeras historias, la siguiente llegaba
misteriosamente hasta mi mente, como si hubiera construido, sin saberlo y por
adelantado, un esquema y un índice de materias. Mientras trabajaba en la
conclusión de la décima historia, «En busca del soñador», me estaba reservada
otra sorpresa: incomprensiblemente me encontré pensando no en otro relato
clínico, sino en Friedrich Nietzsche. Empecé a releer, fascinado, la obra de
Nietzsche, así como varias de sus biografías. Pronto, incluso antes de que fuera
totalmente editado Love’s Executioner, empecé a trabajar en una novela sobre
Nietzsche y su relación con la psicoterapia.
Nunca consideré que escribir Love's Executioner supusiera un cambio
radical respecto a mi papel como académico. Estaba cumpliendo simplemente
con la descripción de la tarea, haciendo una contribución a la literatura
profesional de mi campo. Yo quería que Love’s Executioner fuera un recurso

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

pedagógico, una colección de relatos pedagógicos para ser utilizados en


programas de formación en psicoterapia; el que el libro se convirtiera en un
récord de ventas a nadie sorprendió más que a mí.
Fue con ese mismo sentimiento con el que empecé El día que Nietzscbe
72
lloró.
Mi intención era enseñar, y el público al que me dirigía todavía era la
comunidad profesional: estudiantes y practicantes de psicoterapia. Diseñé, con
la utilización de un nuevo mecanismo pedagógico, una novela pedagógica, para
exponer a los estudiantes a una versión novelada de la concepción y nacimiento
de la terapia existencial.
La novela invita a los estudiantes a involucrarse en una variedad de
experimentos mentales que implican la psicoterapia. Se les pide, por ejemplo,
que imaginen qué tipo de psicoterapia podría haber evolucionado si Freud nunca
hubiera existido. O, en un experimento más complejo: ¿Se imagina que Freud
hubiera existido y nos hubiera dejado tan sólo su modelo topográfico de la mente (esto
es, su estructura postulada de la psique, que abarca el inconsciente dinámico y los
mecanismos de defensa) sin su contenido psicoanalítico, sin la idea de la ansiedad que se
deriva de los caprichos del desarrollo psicosexual? ¿Y se imagina, además, la naturaleza
de la psicoterapia si el contenido estuviera basado en un modelo existencial, esto es, que
la ansiedad deriva de una confrontación con los aterradores hechos de la vida inherentes
a la existencia?
Yo sabía que quería escribir literatura de ficción, pero un tipo especial de
ficción: una ficción que pudiera servir a un propósito retórico, pedagógico.
Mientras pensaba en la naturaleza de esta escritura, me encontré con una frase
en una novela de André Gide, Los sótanos del Vaticano. «La historia - dijo Gide- es
una ficción que sucedió. Mientras que la ficción es historia que podía haber
sucedido.»
La ficción es historia que podía haber sucedido. ¡Perfecto! Eso era
precisamente lo que queda escribir. Quería describir una génesis de la
psicoterapia que podría haber tenido lugar, si la historia hubiera girado tan sólo
ligeramente sobre sus ejes. Quería que los sucesos de El día que Nietzsche lloró
tuvieran una existencia posible.
De este modo, aunque la novela es una ficción, no es, creo, una versión
improbable de cómo Friedrich Nietzsche habría inventado la psicoterapia. Por
otra parte, la relación de Nietzsche con la terapia muy bien podría haber sido
más que la de puro creador: él vivió una gran parte de su vida en una profunda
desesperación y podría muy bien haber utilizado la terapia. En última instancia,
yo creé una trama que constaba fundamentalmente de este experimento mental:

Suponga que Nietzsche hubiera estado en una situación histórica que le hubiera
capacitado para inventar una psicoterapia, derivada de sus propios escritos

72
Yalom, Irvin D., El día que Ntetzsche lloró, Barcelona, Emecé, 1994.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

publicados, que podría haber sido utilizada para curar a Nietzsche mismo.

¿Pero, por qué Nietzsche? Primero, los principios básicos de gran parte
de mi pensamiento sobre la psicoterapia existencial y el significado de la
desesperación hay que encontrarlos en los escritos de Nietzsche. No es que yo
leyera a Nietzsche y emprendiera deliberadamente el desarrollo de aplicaciones
clínicas debido a sus claras comprensiones. Nunca he pensado ni trabajado de
esa manera. Sino que mis ideas sobre la terapia existencial surgían de mi trabajo
clínico; y después volvía a la filosofía como un modo de confirmar y
profundizar este trabajo.
En el proceso de escribir el libro de texto Terapia existencial, estuve
inmerso durante años en la obra de los grandes filósofos existencialistas: Sartre,
Heidegger, Camus, Jaspers, Kierkegaard, Nietzsche. De estos pensadores,
encontré que Nietzsche era el más creativo, el más convincente, y el más
relevante para la psicoterapia.
La idea de Nietzsche como terapeuta puede parecer discordante para
muchos de nosotros, ya que bastante a menudo pensarnos en Níetzsche como
un destructor o un nihilista. Después de todo, ¿no se describió a sí mismo como
el filósofo que hacía filosofía con un martillo? Pero Nietzsche, lleno de
contradicciones, veneraba la destrucción tan sólo como una etapa en el proceso
de creación: frecuentemente decía que uno puede construir un nuevo yo
solamente sobre las cenizas del viejo.
Muchos filósofos -los «nietzscheanos moderados»- han considerado a
Nietzsche no como un destructor, sino como un curandero, un hombre que
aspiró a ser el médico de toda su época. ¿Y la enfermedad que él esperaba
tratar? El nihilismo, el nihilismo posdarwiniano que se estaba abriendo paso
por toda Europa a finales del siglo XIX. Después de Darwin, todos los valores
religiosos tradicionales fueron desmoronándose. Dios estaba muerto y un
nuevo humanismo secular se agazapaba en las ruinas del templo. Nietzsche -el
Nietzsche creador, el buscador, no el Nietzsche destructor- trataba de utilizar la
muerte de Dios como una oportunidad para crear un nuevo conjunto de
valores. Hace ya un siglo dijo: «si tenemos nuestro propio "por qué" de la vida
nos llevaremos bien con casi todos los "cómo?». 73 Pero Nietzsche quería que el
nuevo «por qué», el nuevo conjunto de valores, estuviera basado en la
experiencia humana, no en valores sobrenaturales, y en esta vida y no en la
ilusión de una vida posterior a la muerte.
La relevancia de Nietzsche para la psicoterapia contemporánea cobra
más sentido cuando uno revisa los muchos caminos en los que Nietzsche se
anticipó a Freud. Por ejemplo, consideremos el concepto de Nietzsche del
individuo verdaderamente evolucionado (el übermensch, superhombre). Nietzsche
creía que el camino para convertirse en übermensch no estriba en la conquista o

73
Portable Nietzsche, editado por Walter Kaufman, Nueva York, Viking Press, 1954, pág.468.

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dominación de los demás sino en un autodominio. El hombre verdaderamente


poderoso nunca ocasiona dolor o sufrimiento sino que, como el profeta
Zaratustra, está rebosante de un poder y una sabiduría que ofrece libremente a
los demás. Su ofrecimiento emana de una abundancia personal, nunca de un
sentido piadoso, que representaría algún tipo de menosprecio. Así el
superhombre es un ratificador de la vida, alguien que ama su destino, alguien
que dice sí a la vida.
En su postura de celebración de la vida, Nietzsche estaba en desacuerdo
con su primer héroe, Sócrates, quien, antes del trago fatal de la cicuta, dijo: «Le
debo un gallo a Asclepio». ¿Por qué había de deberle Sócrates un gallo al dios
de la medicina, el pago que los griegos hacían al médico cuando curaba un
paciente? Aparentemente Sócrates quiso decir que ahora estaba curado de la
enfermedad de la vida y de su sufrimiento inherente, ineludible. Nietzsche
también estuvo en desacuerdo con la visión budista de que la vida fuera
sufrimiento y de que la liberación del sufrimiento consista en la renuncia a toda
forma de apego. De acuerdo con esta perspectiva, la meta final de la vida es el
desprenderse de la propia conciencia individual, el fin de la rueda cíclica del
ego individual, la realización del Nirvana.
Pero no así para Nietzsche, quien en una ocasión dijo: «¿Fue eso la vida?
Bien, entonces, ¡una vez más!».74 El superhombre de Nietzsche es alguien que, si
se le ofreciera la oportunidad de vivir la vida exactamente del mismo modo,
una vez y otra, y otra, por toda la eternidad, es capaz de decir: «Sí, sí, dámela.
Tomaré esa vida y la viviré otra vez exactamente del mismo modo». El
superhombre nietzscheano ama su destino, acepta su sufrimiento y lo convierte
en arte y en belleza. Y es también una persona que, desde el punto de vista de
Nietzsche, vence la narcótica necesidad de algún propósito impuesto
sobrenaturalmente. Una vez que el hombre puede hacer eso, dijo Nietzsche, se
convierte en un übermensch, un alma filosófica, alguien que representa el
siguiente estadio de la evolución humana.
De este modo Nietzsche nos urge a que no orientemos la lucha hacia la
conquista de los demás, sino que la dirijamos hacia un proceso interior de
autorrealización, hacia la realización de nuestro potencial. Las palabras de
Nietzsche no se perdieron para la historia: en la década de los sesenta
encontraron de nuevo expresión en el movimiento de potencial humano. Él
ofreció un nuevo propósito en la vida, no sobrenatural, orientado
humanísticamente, concretamente, que nosotros somos un puente para algo
más elevado, que cada uno de nosotros se encuentra en el proceso de
convertirse en algo más. Nuestra tarea en la vida, dijo Nietzsche, es perfeccionar
la naturaleza y nuestra propia naturaleza. Y ofreció la instrucción para el
necesario trabajo interior: su primera «frase lapidaria» fue Llega a ser quien eres.
A pesar del enfoque de Nietzsche sobre el profundo trabajo interior del

74
Ibid., pág. 430.

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individuo, muchas de sus palabras fueron distorsionadas y convertidas en


eslóganes nazis sobre los superhombres arios conquistadores del mundo,
durante la Segunda Guerra Mundial. Para comprender ese fenómeno se debe
establecer una cuidadosa distinción entre lo que Nietzsche realmente escribió y
la versión vulgarizada de la filosofía de Nietzsche que fue diseminada por su
hermana, Elisabeth, una de las grandes villanas de la historia intelectual.
Elisabeth, quien a la larga se convertiría en el agente literario de
Nietzsche, era una vigorosa protofascista, con inclinaciones antisemíticas,
mientras Nietzsche rechazaba abiertamente estos sentimientos. Éste tuvo una
relación profundamente ambivalente con sus hermana, en unas ocasiones
estaba estrechamente ligado a ella, y en otras la descalificaba como «un ganso
antisemita».75 Muy consternado por su matrimonio, en 1885, con Bernhard
Förster, un profesional de la agitación antisemita, no sintió demasiado verla
emigrar con su marido a Paraguay, para fundar la Nueva Alemania, una colonia
aria construida sobre una tierra «incontaminada» por la presencia judía.
Finalmente, debido a la ineptitud y a la fatuidad de Förster, el proyecto
de Paraguay fue a trancas y barrancas. Bernhard Förster fue acusado de
desfalco y acabó suicidándose. Elisabeth, después de un fracasado intento de
salvar la colonia, regresó a su casa en Europa, justo a tiempo de asumir el
control de la situación de su hermano enfermo. Aprovechando su gran
oportunidad de alcanzar cierta relevancia política, acometió la tarea de
distorsionar los escritos de Nietzsche para promulgar sus ideas wagneriano-
fascistas. Con tanta eficacia lo hizo que ha sido necesaria una generación de
estudiosos para separar las pepitas de oro del pensamiento de Nietzsche de la
broza aportada por Elisabeth.
Nietzsche rehuyó la construcción de grandes sistemas filosóficos, como el
de Hegel. Él fue más un criticador brillante cuyas sorprendentes comprensiones
todavía ahora, un siglo más tarde, continúan iluminando las investigaciones
filosóficas. Empleando un estilo penetrante, intuitivo, prefería las rápidas
inmersiones en el frío estanque de la verdad, la mayoría de las cuales describía
aforísticamente. Incluso llegó a escribir un aforismo sobre los aforismos: «Un
buen aforismo resulta demasiado arduo con el paso del tiempo y no se consume
en todos los milenios, aunque sirva en cada época de alimento: así es la gran
paradoja de la literatura, lo perdurable en medio de lo cambiante, el alimento
que siempre sigue estimándose, como la sal, y nunca pierde su sabor, como si
tal hiciera».76
Muchos campos -la estética, la filosofía, la ética, la historia, la filología, la
política, la música- han sacado provecho de las brillantes ideas de Nietzsche.
Una de mis intenciones en El día que Nietzsche lloró fue la de subrayar la
relevancia para la psicoterapia contemporánea de las comprensiones

75
Carta de Friederich Nietzsche a Malwida van Mesenburg, mayo de 1884.
76
F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 2da. ed., 1980.

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psicológicas de Nietzsche.
En muchos lugares recalcó la importancia de llegar a un acuerdo con el
propio destino, destino en el sentido más profundo, no tan sólo como destino
desarrollado individualmente, sino como la verdadera condición del ser
humano. Nietzsche sostenía que era tarea del ser humano desarrollado
investigar profundamente este destino. Sabía que al mirar profundamente, a
menudo se incurría en el dolor, pero creía que debíamos acostumbrarnos a
soportar el sufrimiento que comporta la verdad. Mirar fijamente a la verdad no
es fácil, Nietzsche escribió: «hace que se agoten tus ojos permanentemente, y al
final uno encuentra más de lo que habría deseado». 77 En última instancia, el
sufrimiento se convierte en el gran liberador que nos permite conocer nuestras
mayores profundidades. La segunda frase lapidaria de Nietzsche fue: «Aquello
que no me mata me hace más fuerte».
La habilidad de Nietzsche para mirar fija y resueltamente a la verdad,
para romper la ilusión, fue extraordinaria. «Uno debe pagar caro por la
inmortalidad» -dijo-. «Tiene que morir varias veces mientras todavía está
vivo.»78 En otras palabras, si uno ha de llegar a ser un ilustrado y digno de la
inmortalidad, uno debe sostener abiertamente la mirada ante el terror a la
muerte y sumergirse en la visión de la propia muerte muchas veces mientras
todavía se está vivo.
Aunque Níetzsche nunca se refirió explícitamente al campo de la
medicina o de la psiquiatría, sin embargo, tuvo ideas respecto a la formación de
las personas dedicadas a curar a los demás:

Médico ayúdate a ti mismo: de este modo ayudarás a tus pacientes también.


Permite que esto sea su mejor ayuda: que él, el paciente, pueda contemplar con
sus ojos al hombre que le cura?79

Construirás por encima de ti y más allá de ti mismo, pero primero debes ser
construido tú mismo, en la perpendicular entre cuerpo y alma. No te
reproducirás a ti mismo tan sólo, sino que producirás algo más elevado.80

Obviamente, estos aforismos, escritos hace un siglo, abogan por la


posición (a la que se adscriben casi todos los profesores contemporáneos de
psicoterapia) de que la terapia personal es una condición sine qua non en la
formación de los terapeutas. Pero otro aforismo añade una nota de moderación:
«Algunos no pueden desprenderse de sus propias cadenas y, sin embargo,

77
F. Nietzsche, The Gay Science, Nueva York, Vintage Books, 1974, pág 198 (trad. cast.: La gaya
ciencia, Tres Cantos, Akal, 1987).
78
Ibid., pág. 321.
79
Portable Nietzsche [1], pág. 189.
80
Ibid., pág. 181.

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pueden redimir a sus amigos».81 En otras palabras, aunque la exploración y la


comprensión personal son necesarias, el total esclarecimiento (esto es, una plena
autosuperación personal) puede no ser necesario, ya que los terapeutas pueden
llevar a sus pacientes más lejos que donde ellos mismos han llegado. Incluso el
terapeuta herido puede todavía señalar el camino al paciente: los terapeutas son
guías, no cintas transportadoras.
Nietzsche escribió sobre la naturaleza de la relación que cura:

En cualquier lugar sobre la tierra podemos encontrar una clase de confirmación


del amor en la que esta ansia de posesión de dos personas entre sí da lugar a un
nuevo deseo: una sed superior, compartida, de un ideal que está por encima de
ellos. Pero ¿quién conoce un amor así? ¿Quién lo ha experimentado? Su nombre
correcto es amistad.82

Una sed superior; compartida, de un ideal que está por encima de ellos [...] su
nombre correcto es amistad. Podría llamarse también psicoterapia: una relación
auténtica, compartir el deseo vehemente de un ideal superior, que emerge
cuando todos los deseos posesivos y las distorsiones de la transferencia se han
disipado.
Una relación ¿cómo de cercana? ¿Cómo de distante? En una suave
estrofa Nietzsche nos aconseja que no sea ni demasiado distante ni demasiado
entrometida. Quizás el mejor papel que puede jugar la persona dedicada a
curar a los demás sea el del observador participante:

No permanezcas en el terreno
ni escales hasta perderte de vista;
la mejor vista del mundo
está a media altura.83

Cuando planifiqué mi novela tuve que imaginar el tipo de terapeuta que


podría haber sido Nietzsche. Creo que ambicioso, decidido, e inflexible. No
habría hecho concesiones, habría esperado de sus clientes que encararan la
verdad acerca de ellos mismos y de su «situación» existencial. Cada vez estaba
más convencido de que habría sido desdeñoso ante la menor señal de alivio o
respecto a los objetivos limitados de las modalidades conductual-cognitivas.
Escuchen:

Soy una reja junto al torrente: permito que me agarren aquellos que pueden.
¡No soy, sin embargo, una muleta! 84

81
Ibid., pág. 169.
82
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 89.
83
Ibid., pág. 43.
84
Portable Nietzsche [1], pág. 152.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

O, una vez más:

Por eso es por lo que estoy una y otra vez: tambaleante, alzándome, subiendo,
soy el que se levanta, un cultivador, quien impone la disciplina, quien una vez
se aconsejó a sí mismo, no en vano, ¡llega a ser quien eres!85

Dados estos pocos vistazos sobre la relevancia de Nietzsche para la


psicoterapia contemporánea, podemos volver a la cuestión de si Nietzsche ha
ocupado el lugar que merece en la historia, la teoría, o la práctica de la
psicoterapia. La respuesta es «rotundamente no». Diríjase a la historia de la
psiquiatría, o a los libros de texto de psicoterapia, y no encontrará mención
alguna de su nombre.
¿Por qué no? Después de todo, Nietzsche vivió en el sitio adecuado y en
el tiempo adecuado, esto es, en el crisol de la psicoterapia: Europa central, a
mediados del siglo XIX (él nació en 1844, doce años antes que Freud). Para
responder a la pregunta de por qué el nombre de Nietzsche ha sido ignorado en
la literatura sobre psicoterapia, debemos volver a la relación entre Nietzsche y
Freud. Me refiero, desde luego, a la relación intelectual: los dos hombres nunca
se encontraron.
Nietzsche no habría conocido a Freud. En 1889, año que marca el final de
la carrera intelectual de Nietzsche, Freud no había publicado nada en el campo
de la psiquiatría. (Su primer artículo publicado sobre psiquiatría apareció en
1893, y su primer libro, Estudio sobre la histeria, en 1895.) ¿Pero conocía Freud la
obra de Nietzsche? En este punto lo que nos consta resulta contradictorio. En
algunas ocasiones Freud niega de plano que alguna vez hubiera leído a
Nietzsche; otras veces parece estar íntimamente familiarizado con los escritos
de Nietzsche.
¿Era posible que Freud ignorara la obra de Nietzsche? ¿En qué medida
Nietzsche era importante hacia el final del siglo XIX? Durante su vida
productiva los escritos de Nietzsche no eran bien conocidos. De Así habló
Zaratustra, su libro mejor conocido y un texto clásico para estudiantes de
secundaria en las posteriores generaciones, se vendieron tan sólo cien
ejemplares en sus primeros años de publicación. En realidad, tan pocos
ejemplares se vendieron de cualquiera de sus libros, que Nietzsche en una
ocasión quiso conocer al propietario de cada ejemplar. Aunque el nombre de
Nietzsche no fue conocido mientras vivió, en toda Europa occidental había un
activo movimiento clandestino que apreciaba la obra de Nietzsche, y muchos
artistas e intelectuales eran conscientes de su genio.
La muerte de Nietzsche no fue menos sorprendente que su vida: en
efecto, murió dos veces: en 1889 y once años más tarde, en 1900. En 1889 sufrió

85
Ibid., pág. 351.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

una catastrófica demencia y su gran inteligencia se perdió para siempre. La


mayoría de historiadores de la medicina han llegado a la conclusión de que
sufrió de sífilis terciaria: paresia (una parálisis general del demente), un estado
incurable común de la época. Después de 1889 Nietzsche permaneció
destrozado para el resto de su vida, incapaz de pensar con claridad, apenas
capaz de formular una frase coherente. Su ausente envoltura sobrevivió durante
once años más hasta su muerte corporal, ocurrida en 1900.
Cómo pudo Nietzsche contraer sífilis sigue siendo un misterio para los
historiadores, ya que se creyó que había llevado una vida casta. Son abundantes
las especulaciones infundadas, que van desde el contacto a través de los
cigarros de soldados heridos, cuando Nietzsche sirvió en un cuerpo de
ambulancias en la guerra francoprusiana, a las relaciones con prostitutas en
Colonia, contactos prescritos médicamente con campesinas italianas del sur, o
(según la teoría de Jung) las visitas a burdeles homosexuales en Génova.
Cuando Nietzsche estuvo incapacitado, su hermana Elisabeth se trasladó
para cuidar de él y de sus escritos. Siendo una gran autopromotora, sacó el
máximo provecho de su posible vehículo para la fama, la filosofía de su
hermano, durante el resto de su vida. Sus escarceos políticos tuvieron tanto
éxito que Hitler fundó su Archivo de Nietzsche en Weimar, la visitó en su
noventa cumpleaños llevando un enorme ramo de rosas, y, unos cuantos años
más tarde, asistió a su funeral y colocó una corona de laurel sobre su ataúd.
Aunque Nietzsche era poco conocido antes de su primera muerte,
en 1889, Elisabeth iba a cambiar eso de una forma radical en los siguientes diez
años. Como resultado de su promoción, se volvió a publicar toda la obra de
Nietzsche. En poco tiempo, los ejemplares de sus libros, por decenas de miles,
caían en cascada desde las grandes imprentas de toda Europa.
Es imaginable que Freud pudiera haber desconocido los escritos de
Nietzsche durante la vida productiva de éste, pero es altamente improbable que
él (como cualquier europeo medio con educación) pudiera haber permanecido
sin reparar en el aluvión de libros de Nietzsche impresos con posterioridad a
1900. Sabemos, también, que alguno de los amigos universitarios de Freud (por
ejemplo, Joseph Paneth) se convirtió en uno de los primeros devotos de
Nietzsche durante la década de los setenta, y los primeros años de la de los
ochenta, y escribió a Freud con respecto a sus opiniones sobre Nietzsche. Y,
desde luego, hubo la íntima relación, durante veintiséis años, entre Freud y Lou
Salomé, quien, como explicaré brevemente, había sido antes íntima de
Nietzsche. Sabemos, también, que Otto Rank le entregó a Freud una colección
completa de escritos de Nietzsche encuadernados en piel blanca. Freud
apreciaba estos libros. Cuando la Gestapo le obligó a abandonar la mayor parte
de su biblioteca y a salir de Viena a toda prisa, tuvo buen cuidado de llevarse
consigo la colección de Nietzsche.
Las detalladas actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena nos informan

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

de que en 1908 se dedicaron dos sesiones completas a Nietzsche. En estas actas,


Freud reconocía que el método intuitivo de Nietzsche había alcanzado
comprensiones increíblemente similares a las alcanzadas por los esfuerzos
científicos, laboriosamente sistemáticos, del psicoanálisis. La Sociedad
Psicoanalítica acreditó explícitamente a Nietzsche como el primero en descubrir
el significado de la liberación, la represión, el olvido, la huida en la enfermedad,
de la enfermedad como una sensibilidad excesiva ante las vicisitudes de la vida,
y de los instintos en la vida mental: tanto instintos sexuales como sádicos. De
hecho, Freud fue tan lejos como señalar las dos o tres vías por las que él
pensaba que Nietzsche no había anticipado el psicoanálisis. Obviamente, para
hacer eso, Freud debería haber conocido las muchas vías por las que Nietzsche
había anticipado la disciplina.
Aunque Freud dijo a veces que él no había leído a Nietzsche, en otras
ocasiones dijo que había tratado de leer a Nietzsche pero que era demasiado
perezoso: una extraña afirmación, considerando la legendaria diligencia y
energía de Freud. (Un examen de su programación diaria, a menudo
consistente en diez o doce horas de clínica antes de sentarse a escribir, siempre
me deja sin respiración.) Todavía en otras ocasiones (y aquí, creo, nos
acercamos más a la verdad) Freud dijo que trató de leer a Nietzsche pero sentía
vértigo debido a lo abarrotadas que estaban las páginas de Nietzsche de unas
comprensiones tan inquietantemente próximas a las suyas propias. De este
modo, leer a Nietzsche suponía privarle de la satisfacción de hacer un
descubrimiento original: en otras palabras, Freud tuvo que permanecer
ignorante de la obra de Nietzsche no fuera que, tal y como él mismo dijo, se
viera forzado a verse a sí mismo como un «esclavo verificador».
En otra parte reconoció explícitamente que Schopenhauer y Nietzsche
describieron y anticiparon la teoría de la represión con tanta precisión, que fue
tan sólo porque él (Freud) no fue bien leído por lo que tuvo la oportunidad de
hacer un gran descubrimiento. Y hacer un gran descubrimiento era
extraordinariamente importante para Freud, quien pronto se dio cuenta en la
vida de que estaría muy reñido para él hacer carrera universitaria, debido al
antisemitismo galopante de la Viena de fin de siglo. La práctica privada era el
único campo disponible para él, y el gran descubrimiento independiente era el
único camino para la fama que tanto ansiaba. El verse como un pensador
original haciendo descubrimientos independientes fue así de una importancia
crucial para Freud, cuya energía creativa dependía de esta imagen romántica de
sí mismo. «Incluso Einstein -dijo Freud-, tuvo la ventaja de una larga lista de
predecesores, desde Isaac Newton en adelante, mientras que yo había tenido
que aguantar solo cada paso en mi propio camino en una jungla impenetrable».
Con una sólida base en la filosofía clásica, especialmente en los primeros
filósofos occidentales, los griegos presocráticos, Nietzsche tenía una actitud
muy diferente hacia lo que era prioritario. «¿Estoy llamado a descubrir nuevas

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

verdades? -se preguntaba Nietzsche-. Hay ya demasiadas verdades antiguas


para que ello pueda ocurrir». Él creía que el pasado estaba siempre encarnado
en un gran hombre y buscaba tan sólo «mantener el equilibrio de la historia».
Nunca un hombre modesto, Nietzsche pronosticó que «miles de secretos del
pasado se desplazarán lentamente desde sus escondrijos hacia mi aura».86
Así resulta evidente que Freud conocía y admiraba la obra de Nietzsche.
Según su biógrafo Ernest Jones, Freud colocó a varios grandes hombres en un
panteón y dijo que nunca lograría su rango. 87 En este grupo estaban Goethe,
Kant, Voltaire, Darwin, Schopenhauer y Nietzsche. Quizás algunos de los
confusos sentimientos de Freud hacia Nietzsche provenían de su ambivalencia
hacia toda la filosofía como disciplina. A veces Freud ridiculizaba a la filosofía
por su carencia de un método científico. Aunque, en otras ocasiones, Freud
anhelaba adaptarse a la especulación puramente filosófica e histórica, y
consideraba toda su carrera médica como un rodeo, como una falsa
oportunidad, respecto a su verdadera vocación como filósofo-vivificador, un
desvelador del misterio de cómo el hombre llegó a ser lo que es.
Por consiguiente, hay temas inacabados entre Nietzsche y el campo de la
psicoterapia: aunque Nietzsche fue clarividente respecto a la especialidad de la
psicoterapia y aunque ejerció una influencia considerable sobre Freud, Freud
nunca reconoció esa deuda. Todo el campo de la psicoterapia ha seguido las
directrices de Freud y ha ignorado las contribuciones de Nietzsche. Una de mis
intenciones en El día que Nietzsche lloró es encarar este descuido y empezar a
recoger, de un modo más explícito, las comprensiones psicológicas de
Nietzsche.
Hay todavía otra razón para escribir acerca de Nietzsche: el drama
extraordinario de su vida le convierte en un fascinante sujeto de novela. Nació
en 1844 en el seno de una familia de medios modestos. Su padre, un pastor
luterano, murió cuando Nietzsche tenía cinco años. Su genialidad ya fue patente
a edad muy temprana, y se le concedió una beca para estudiar en una de las
mejores escuelas de Alemania. A la edad de veinticuatro años, antes de que se
inscribiera en un programa universitario de licenciatura en filología, se le
ofreció, y él aceptó, una plaza de filología clásica en la Universidad de Basel.
Mientras estuvo allí se vio atormentado por una enfermedad, que había
aparecido por primera vez durante la adolescencia, y que estaba destinada a
acosarle durante roda su vida. La enfermedad no era la sífilis, que finalmente
fue la que le mató, sino que, casi con toda certeza, se trató de la afección de una
grave migraña.
Su migraña le incapacitaba de tal manera -según Stefan Zweig, algunas
veces se encontraba enfermo más de doscientos días al año- que, a la edad de

86
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 104.
87
E. Jones, The Life and Work of Sigmund Freud, 3 vols., Nueva York, Basic Books, págs. 1.953-
1.957 (trad. cast.: Vida y obra de Sigmund Freud, 3 vols., Barcelona, Anagrama, 1970).

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

treinta años, Nietzsche tuvo que renunciar al profesorado. Como él mismo


afirmó, se sacudió el polvo del alemán hablado de sus botas y partió para Italia,
donde esperaba viajar el resto de su vida, principalmente por el sur de Italia y
por Suiza, yendo de un modesto hotel al otro, en busca del clima y las
condiciones atmosféricas que pudieran proporcionarle la salud suficiente para
pensar y escribir durante dos o tres días consecutivos.
¿Dónde estaba, entonces, el drama? Desde la perspectiva de los
acontecimientos externos, la vida de Nietzsche podría parecer normal, sin
incidentes. Aunque desde la perspectiva interna hay un gran drama en la vida
solitaria de este hombre, uno de los espíritus con más valentía de la historia,
yendo sin rumbo de una sencilla posada a otra, por Italia y Suiza, y, al mismo
tiempo, confrontando estoicamente los hechos más duros de la existencia. Y
Nietzsche continuó con su tarea sin concesiones, sin comodidades materiales
(vivía de una pequeña pensión de la universidad), sin una casa propia (se
refería a sí mismo como una tortuga: el baúl que arrastraba de hotel en hotel
contenía todas sus pertenencias), sin una familia (aparte de una madre distante
y de la problemática Elisabeth). Vivía sin el contacto de algún amigo que le
apreciara, al margen de una comunidad profesional (no volvió nunca a
conseguir una posición universitaria), sin un país (debido a sus sentimientos
antigermánicos, renunció a su pasaporte alemán y nunca permaneció en un
lugar el tiempo suficiente como para conseguir otro). Obtuvo poco
reconocimiento público (sus editores, decía, debían haberse dedicado a la
intriga política, pues eran muy hábiles en guardar secretos y sus libros eran su
mayor secreto) y ningún elogio profesional o de los estudiantes.
Quizá la falta de reconocimiento profesional le preocupó bastante poco a
Nietzsche porque tenía la inquebrantable creencia de que finalmente pasaría a
la historia. En el prefacio de uno de sus últimos libros (El Anticristo) dice: «Este
libro pertenece a muy pocos. Quizás incluso ninguno de ellos esté vivo hoy. Tan
sólo pasado el día de mañana me pertenece a mí. Algunos nacen a título
póstumo». (Me gustó tanto la frase «nacer póstumamente» que durante un
tiempo pensé en utilizarla para el título de mi libro.)
Durante estos años Nietzsche sufrió mucho debido a la extenuante
migraña, así como por el aislamiento y por la mera tarea de vivir una vida
carente de ilusión. A menudo decía que la desesperación es el precio que uno
paga por la autoconciencia y se preguntaba cuánta verdad podía soportar un
hombre. Quizá, también, la desesperación provenía de algún tipo de
presentimiento de la propagación de su enfermedad, la bomba de relojería que
estallaría en su cerebro a punto de cumplir, los cuarenta y cinco años.

Volvamos ahora al experimento mental básico que constituye la espina


dorsal de mi novela: Suponga que Nietzscbe hubiera estado ubicado en una situación
histórica que le hubiera hecho capaz de inventar una psicoterapia, derivada de sus

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

propios escritos publicados, y que hubiera podido ser utilizada para curar al mismo
Nietzsche
¿De qué modo podía haber ayudado a Nietzsche una experiencia
psicoterapéutíca? ¿A través de la comprensión? No es probable. Recordemos
que Freud dijo que Nietzsche había tenido una mayor comprensión de sí mismo
que ningún otro ser viviente. Habría sido necesario más que comprensión. Lo
que Nietzsche necesitaba era un encuentro terapéutico, una relación con
sentido. Nietzsche se experimentaba a sí mismo como alguien
desesperadamente aislado. Sus cartas estaban repletas de referencias a su
soledad: «No hay nadie, ni entre los vivos, ni entre los muertos, con quien me
sienta uno»; «Nadie que haya tenido algún tipo de Dios para darle compañía
alcanzó nunca el nivel de mi soledad».88
Pero, ¿podemos imaginar a Nietzsche en una sesión de psicoterapia? ¿Es
concebible que Nietzsche se hubiera hecho tan vulnerable respecto a los demás?
¿Y podría la grandiosidad de Nietzsche, su arrogante yo, haber permitido el
autodesvelamiento que requiere una terapia exitosa? Obviamente, el argumento
exige algún mecanismo que le hubiera permitido a Nietzsche estar en la terapia
y, aun así, al mismo tiempo, tener el control del procedimiento de su terapia.
¿Y cuándo debería ponerse en marcha la historia? Nietzsche estuvo
desesperado la mayor parte de su vida. ¿Habría habido un momento
particularmente propicio para un encuentro terapéutico? Finalmente me decidí
por el otoño de 1882: Nietzsche tenía treinta y ocho, años y, después de la
disolución de una breve, y apasionada (aunque casta) aventura amorosa, se
había dejado caer en tal estado de desesperación que sus cartas estaban llenas
de ideas de suicidio. La mujer, Lou Salomé, una joven y excepcional rusa,
pasaría a la historia como escritora, crítica, discípula de Freud, como practicante
del psicoanálisis, y amiga y amante de varios hombres eminentes de finales del
siglo XIX, incluyendo al poeta Rainer Maria Rílke.
Uno de los más sorprendentes aspectos de la depresión de Nietzsche en
1882 fue su rápida recuperación: aunque estaba en las últimas en el otoño de
1882, fue tan sólo unos pocos meses más tarde, en la primavera de 1883, cuando
empezó a escribir lleno de energía Así habló Zaratustra. Completó las tres
primeras partes en tan sólo diez días, escribiendo con frenesí, como ningún
filósofo había escrito nunca antes, como si se encontrara en trance, como si fuera
un medium a través del cual fuera dado a conocer Así habló Zaratustra.
Además, Así habló Zaratustra constituye una afirmación de la vida, una
obra de celebración de la vida. ¿Cómo fue Nietzsche capaz de transportarse
desde un estado tal de desesperación hasta semejante afirmación de la vida, en
tan sólo unos cuantos meses? ¿No habría sido razonable, y maravilloso, para

88
Carta de F. Nietzsche a F. Overbeck, 5 de agosto de 1986, en P. Fuss y H. Shapiro (comps.),
Nietzsche, a Self-Portrait from his Leters, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1971, págs. 87 y 90.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Nietzsche el haber tenido un encuentro terapéutico exitoso a finales de 1882?


¿Pero, quién podría haber sido el terapeuta de Nietzsche? Esto constituyó
un enojoso problema. En 1882 no había psicoterapeutas profesionales. No
existía algo que se llamara psicoterapia dinámica: Freud tenía veintisiete años y
todavía tenía que introducirse en el campo de la psiquiatría. Si Nietzsche
hubiera visto a un médico contemporáneo por su desesperación, se le podría
haber dicho que no había tratamiento médico para su enfermedad, o podría
haber sido enviado a Baden-Baden, Marienbad, o a cualquier otro balneario del
centro de Europa para una cura de aguas, o quizás se le podía haber enviado a
la iglesia para recabar consejo religioso. No existía la práctica de los terapeutas
seculares. Aunque A. A. Liebault e Hippolyte Bernheim tenían una escuela de
hipnoterapia en Nantes, Francia, no ofrecían psicoterapia en sí, sino tan sólo la
eliminación de los síntomas mediante la hipnosis.
Si hubiera podido situar la novela tan sólo una década más tarde; por
entonces Freud habría estado desarrollando los métodos psicoanalíticos y el
encuentro entre Freud y Nietzsche habría constituido una historia interesante.
No obstante, esto no era posible: en 1892 Nietzsche ya se había perdido en una
irreversible demencia. No, todo apuntaba hacia 1882 como el momento
histórico más propicio.
Incapaz de identificar un psicoterapeuta en 1882, decidí inventarlo.
Empecé a esbozar un sacerdote-terapeuta jesuita de ficción (un sacerdote
secularizado, debido a los sentimientos anticlericales de Nietzsche). Entonces,
repentinamente caí en la cuenta de que había, después de todo, justo bajo mis
narices, un terapeuta vivo en 1882: Josef Breuer, amigo y mentor de Freud, que
fue la primera persona que empleó la teoría y los métodos dinámicos en la
psicoterapia de un paciente. (Yo conocía la obra de Breuer particularmente bien
debido a que, durante una década, había impartido un curso de valoración de
Freud, en el que discutía la contribución de Breuer.) Aunque la historia
completa del caso de una paciente, Bertha Pappenheim (a quien Breuer le dio el
seudónimo de Anna O.), no fue publicado hasta 1893, en una revista de
psiquiatría, y volvería a aparecer en 1895, en Estudios sobre la histeria, de Freud y
Breuer, éste había tratado a Bertha Pappenheim realmente varios años antes, en
1881.
Una vez había seleccionado a Breuer como terapeuta de Nietzsche, el
resto de la trama cayó rápidamente en su lugar. En los primeros años de la
década de los ochenta, Nietzsche había consultado a un gran número de
médicos centroeuropeos debido a su deteriorada salud. Breuer no era un
psiquiatra, pero era un diagnosticador médico soberbio, y el médico personal
de muchas de las figuras eminentes de su época. Habría sido históricamente
plausible para Nietzsche haber pedido una consulta con Breuer.
Escogí a Lou Salomé como el instrumento que había de reunir a
Nietzsche y Breuer. Sintiéndose culpable del papel que había jugado en la

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

depresión de Nietzsche, ella le pide a Breuer que se encuentre con Nietzsche. A


este respecto la conducta de Lou Salomé es, en efecto, ficción, ya que la prueba
histórica la pinta como un espíritu libre que era improbable que fuera a sentirse
bajo el peso de su conciencia.
Pero era, sin duda, una mujer de una considerable belleza, encanto y un
gran poder de persuasión. Aunque Breuer primero adopta la postura de que no
hay tratamiento médico para la desesperación del enfermo de amor, Lou
Salomé le apremia para que improvise, y le recuerda que, hasta que él lo
inventara, tampoco había tratamiento para la histeria de Anna O. (Aunque el
caso no había sido todavía publicado en 1882, sugiero que Lou Salomé podría
haber sabido de él a través de su hermano, Jenia, quien, debido a la más pura
casualidad y buena fortuna para la consistencia histórica de mi argumento,
resultaba ser un estudiante de medicina en Viena, en 1882, y podría haber
estudiado con Breuer.)
Breuer acepta de mala gana y modela un plan (consultando con el joven
Freud, quien, en 1882, era un médico interno y un asiduo visitante de la casa de
Breuer) para visitar a Nietzsche respecto a su salud física y después, lenta y
sutilmente, dirigir la atención hacia su angustia psicológica. Sin embargo,
Nietzsche, cuya definición personal del infierno podría haber sido la de una
situación en la que él descubriera su vulnerabilidad a un extraño, se resiste
poderosamente a todos los intentos de Breuer para implicarle en la terapia y,
después de dos consultas médicas, rompe abruptamente la relación.
No obstante, antes de que pueda salir de Viena, Nietzsche se ve afectado
por una arritmia cardíaca y una grave migraña que requieren el tratamiento de
Breuer. Por un corto período, mientras se encuentra desesperadamente
enfermo, Nietzsche aparece más vulnerable y dispuesto para una investigación
psicológica, pero veinticuatro horas más tarde, cuando se recobra, vuelve a su
personaje distante e inaccesible. A última hora de la noche, Breuer, mientras
recorre cansado el camino de vuelta a casa para la consulta con Nietzsche,
sopesa sus opciones y repentinamente tiene una idea inspirada:

Breuer abandonaba. Se paró pensativo. Sus piernas volvieron a llevar la


iniciativa y continuó caminando hacia un hogar cálido y bien iluminado, hacia
sus hijos y su afectuosa Matilde, a la que no amaba. Se concentró tan sólo en
respirar bajo el frío, el aire frío, calentándolo con el contacto de sus pulmones y
liberándolo en las nubes de vapor de su aliento. Escuchaba el viento, sus pasos,
el crepitar de la frágil y gélida capa de nieve bajo sus pies. Y finalmente supo el
camino: ¡el único camino!
Aceleró el paso. En todo el camino a casa, hacía crujir la nieve y, a cada paso, se
repetía a sí mismo: «¡Conozco un camino! ¡Conozco un camino!».

En el siguiente pasaje, uno de los capítulos fundamentales, Breuer


emprende su esquema para atrapar a Nietzsche en un contrato terapéutico.

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El día que Nietzsche lloró - Capítulo 12

Un lunes por la mañana, Nietzsche llegó al despacho de Breuer ya en las


últimas etapas del asunto que se llevaban entre manos. Después de estudiar
cuidadosamente la detallada factura de Breuer, para estar seguro de que nada
había sido omitido, Nietzsche rellenó un cheque bancario y se lo entregó a
Breuer. A continuación, Breuer le dio a Nietzsche el informe de su consulta
clínica y le sugirió que lo leyera mientras permanecía todavía en el despacho
por si tenía preguntas que hacerle.
Después de examinarlo, Nietzsche abrió su maletín y lo colocó en la
carpeta destinada a los informes médicos.
-Un excelente informe, doctor Breuer, completo y comprensible. Y a
diferencia de muchos otros informes, no contiene jerga profesional, lo que,
aunque ofrezca la ilusión de conocimiento, es en realidad el lenguaje de la
ignorancia. Y ahora, de vuelta a Basel. Le he robado demasiado tiempo.
Nietzsche cerró con llave su maletín.
-Le dejo, doctor, sintiéndome más en deuda con usted de lo que alguna
vez me he sentido antes con ningún hombre. Generalmente, una despedida se
acompaña de los desmentidos sobre la permanencia del hecho: la gente dice Auf
Wiedersehen, hasta que nos volvamos a ver. Enseguida se ponen a planear
reencuentros para después, incluso con mayor rapidez, olvidar sus
resoluciones. Yo no soy uno de esos. Yo prefiero la verdad, que es que, casi con
toda seguridad, no volveremos a vernos otra vez. Probablemente nunca
regresaré a Viena, y dudo de que usted se encuentre alguna vez en la necesidad
de un paciente como yo como para seguir mis pasos hasta Italia.
Nietzsche asió fuertemente su maletín y empezó a levantarse.
Era el momento para el que Breuer se había preparado cuidadosamente.
-Profesor Nietzsche, por favor, ¡un momento todavía! Hay otro asunto
que desearía discutir con usted.
Nietzsche se puso tenso. Sin duda, pensó Breuer, se espera otro ruego
para que ingrese en la Clínica Lauzon. Y ello le aterra.
-No, profesor Nietzsche, no es lo que usted piensa, en absoluto. Por
favor, relájese. Es un asunto bastante diferente. He estado aplazando suscitar el
tema por razones que pronto se verán.
Breuer hizo una pausa y respiró profundamente.
-Tengo una proposición que hacerle: una extraña proposición, quizás una
que un doctor nunca le ha hecho antes a un paciente. Veo que me estoy
alargando. Esto es difícil de decir. Normalmente sé como tengo que decir las
cosas. Pero lo mejor es decirlo sencillamente.
-Propongo un intercambio profesional. Esto es, propongo que durante el
mes próximo yo actúe como médico para su cuerpo. Me concentraré tan sólo en

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

sus síntomas físicos y en el tratamiento. Y usted, en correspondencia, actuará


como médico de mi mente, de mi espíritu.
Nietzsche, todavía agarrado a su maletín, parecía confundido, y después
receloso.
-¿Qué quiere decir: su mente, su espíritu? ¿Cómo puedo yo actuar como
un médico? ¿No es esto sino otra variación de nuestra discusión de la semana
pasada, en la que usted me hacía de médico y yo le enseñaba filosofía?
-No, esta petición es enteramente diferente. No le pido que me enseñe,
sino que me cure.
-¿De qué?, si puedo preguntarlo.
-Difícil pregunta. Y, sin embargo, la planteo siempre a mis pacientes.
Yo lo exigía de usted, y ahora me corresponde a mí responderlo. Le pido a usted
que me cure de desesperación.
-¿Desesperación? -Nietzsche aflojó la presión sobre el maletín y se inclinó
hacia delante-. ¿Qué tipo de desesperación? Yo no veo desesperación.
-No en la superficie. Ahí parezco estar viviendo una vida satisfactoria.
Pero, bajo la superficie, reina la desesperación. ¿Usted pregunta qué tipo de
desesperación? Vamos a decir que mi mente no me pertenece, que estoy
invadido y atacado por pensamientos ajenos y sórdidos. Como resultado, siento
desprecio por mí mismo, y dudo de mi integridad. Aunque cuido de mi mujer y
de mis hijos, ¡yo no los quiero! En realidad me molesta estar encarcelado por
ellos. Me falta coraje: el coraje tanto para cambiar mi vida como para continuar
viviéndola. He perdido la visión de por qué vivo, la razón de todo ello. Me
preocupa envejecer. Aunque cada día estoy más próximo a la muerte, me siento
aterrorizado por ello. Incluso la idea del suicidio algunas veces pasa por mi
cabeza.
Durante el domingo, Breuer había ensayado varias veces esta respuesta.
Pero hoy había resultado -de un modo extraño, considerando la duplicidad
subyacente del plan- sincera. Breuer sabía que era un mal mentiroso. Aunque
tuvo que ocultar la gran mentira -que su propuesta era una estratagema para
implicar a Nietzsche en el tratamiento- había resuelto decir la verdad respecto a
todo lo demás. Por lo tanto, en su discurso presentó la verdad sobre sí mismo
exagerando la forma ligeramente. También trató de seleccionar preocupaciones
que pudieran de algún modo entrelazarse con algunas de las preocupaciones no
mencionadas del propio Nietzsche.
Por una vez, Nietzsche pareció verdaderamente atónito. Sacudió su
cabeza ligeramente, obviamente no queriendo participar de la propuesta. Sin
embargo, estaba teniendo dificultades para formular una objeción racional.
-No, no, doctor Breuer, esto es imposible. No puedo hacer esto. No tengo
la capacitación. Considere los riesgos; todo podría llegar a empeorar.
-Pero, profesor, no hay una tal capacitación. ¿Quién está capacitado?
¿Hacia quién me puedo dirigir? ¿A un médico? Tal curación no forma parte de

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la disciplina médica. ¿A un dirigente religioso? ¿Daré el salto a los cuentos de


hadas de la religión? Yo, como usted, he perdido la habilidad para tal salto.
Usted, un filósofo-vivificador, pasa su vida contemplando los verdaderos
problemas que confunden mi vida. ¿A quién me puedo dirigir sino es a usted?
-Dudas acerca de usted mismo, de la esposa, de los hijos. ¿Qué sé yo
sobre éstos?
Breuer respondió enseguida.
- Y del envejecimiento, la muerte, la libertad, el suicidio, la búsqueda de
un propósito, ¡usted sabe más que ninguna otra persona viva! ¿No son éstas las
inquietudes específicas de su filosofía? ¿No son sus libros tratados completos
sobre la desesperación?
-No puedo curar la desesperación, doctor Breuer. Yo la estudio. La
desesperación es el precio que uno paga por la autoconciencia. Mire
profundamente a la vida, y siempre encontrará desesperación.
-Eso lo sé, profesor Nietzsche, y no espero la curación, simplemente
alivio. Quiero que me aconseje. Quiero que me muestre cómo tolerar una vida
de desesperación.
-Pero no sé cómo mostrar tales cosas. Y yo no tengo ningún consejo para
un hombre singular. Yo escribo para la raza, para el género humano.
-Pero, profesor Nietzsche, usted cree en el método científico. Si una raza,
o un pueblo, o una multitud tiene una enfermedad, el científico procede al
aislamiento y al estudio de un solo espécimen prototípico y después generaliza
a la totalidad. ¡Yo he estado durante diez años diseccionando una diminuta
estructura en el oído interno de la paloma hasta descubrir cómo mantienen el
equilibrio las palomas! No podía trabajar con el género columbar. Tuve que
trabajar con palomas individuales. Solamente más tarde pude generalizar mis
hallazgos a todas las palomas, y después a las aves y los mamíferos, y a los
humanos también. Éste es el camino que debe seguirse. No puedes dirigir un
experimento sobre todo el género humano.
Breuer hizo una pausa, esperando la refutación de Nietzsche. Pero ésta
no llegó. Estaba absorto en sus pensamientos.
Breuer continuó.
-El otro día usted describía su convencimiento de que el espectro del
nihilismo estaba acechando a Europa. Argumentaba que Darwin ha hecho a
Dios obsoleto, que así cómo una vez creamos a Dios, todos le hemos matado
ahora. Y que ya no sabemos cómo vivir sin nuestras mitologías religiosas.
Ahora sé que usted no dijo esto directamente -corríjame si me equivoco- pero
creo que usted considera su misión demostrar que de la incredulidad uno
puede crear un código de conducta para el hombre, una nueva moralidad, una
nueva explicación, para reemplazar lo que ha nacido de la superstición y el
deseo de lo sobrenatural-. Hizo una pausa.
Nietzsche hizo un gesto con la cabeza, invitándole a que continuara.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

-Yo creo, aunque puede usted estar en desacuerdo con mi elección de los
términos, que su misión es salvar al género humano tanto del nihilismo como
de la ilusión.
Otro ligero asentimiento por parte de Nietzsche.
-Bien, ¡sálveme a mí! ¡Dirija el experimento conmigo! Soy el sujeto
perfecto. Yo he matado a Dios. No tengo creencias sobrenaturales, y me estoy
ahogando en el nihilismo. ¡Yo no sé por qué vivir! ¡Yo no sé cómo vivir!
Todavía no hubo respuesta por parte de Nietzsche.
-Si espera usted desarrollar un plan para toda la humanidad, o incluso la
selección de unos pocos, pruébelo conmigo. Practique sobre mí. Vea qué es lo
que funciona y que no: ello agudizaría su pensamiento.
-¿Se ofrece usted como un cordero de experimentación? -replicó
Nietzsche-. ¿Sería eso como pagar mi deuda con usted?
-No me preocupa el riesgo. Yo creo en el valor curativo de la palabra. Lo
único que quiero es revisar mi vida con una inteligencia preparada como la
suya. Eso puede ayudarme.
Nietzsche sacudió la cabeza perplejo.
-¿Tiene usted en la mente un procedimiento específico?
-Tan sólo éste. Como le propuse antes, usted se inscribe en la clínica bajo
un nombre supuesto, y yo observo y trato sus ataques de migraña. Cuando yo
lleve a cabo mis visitas diarias, primero le atenderé a usted. Comprobaré su
condición física y le prescribiré la medicación que pueda resultar indicada.
Durante el resto de nuestra visita, usted se convertirá en el médico y me
ayudará a hablar acerca de mis preocupaciones vitales. Sólo le pido que usted
me escuche y que haga cualquier comentario que usted desee. Eso es todo. Más
allá de eso, no sé. Tendremos que inventar nuestro procedimiento por el
camino.
-No -Nietzsche sacudió la cabeza con firmeza-. Es imposible, doctor
Breuer. Admito que su plan es fascinante, pero está condenado desde el
principio. Yo soy un escritor, no un conversador. Y yo escribo para unos pocos,
no para muchos.
-Pero sus libros no están destinados a unos pocos -respondió Breuer con
rapidez-. En realidad, usted expresa su desprecio hacia los filósofos que
escriben tan sólo para leerse entre sí, cuyo trabajo se ha desplazado de la vida
misma, que no viven su filosofía.
-Yo no escribo para otros filósofos. Pero escribo para los pocos que
representan el futuro. Yo no estoy hecho para mezclarme, para vivir entre los
demás. Mis habilidades para las relaciones sociales, mi confianza, mi interés por
los demás, hace mucho tiempo que están atrofiados. Si es que estas habilidades
alguna vez existieron. Siempre he estado solo. Siempre permaneceré solo.
Acepto ese destino.
-Pero, profesor Nietzsche, usted necesita más. Vi tristeza en sus ojos

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

cuando dijo que los demás podrían no leer sus libros hasta el año dos mil. Usted
necesita ser leído. Creo que hay alguna parte de usted que todavía tiene ansias
de estar con los demás.
Nietzsche permanecía sentado todavía, rígido en su asiento.
-¿Recuerda esa historia que me contó sobre Hegel en su lecho de muerte?
-continuó Breuer-. Sobre el único estudiante que le entendió, siendo alguien que
le malinterpretó, y que acababa por decir que, en tu propio lecho de muerte, no
podías reclamar ni un estudiante. Bien, ¿por qué esperar hasta el año dos mil?
¡Aquí me tiene! ¡Tiene usted al estudiante adecuado aquí, justo ahora. ¡Y yo soy
un estudiante que le escuchará, porque mi vida depende de comprenderle a
usted!
Breuer hizo una pausa para coger aire. Estaba muy satisfecho. En su
preparación el día anterior, había anticipado correctamente cada una de las
objeciones de Nietzsche y tuvo en cuenta cada una de ellas. La trampa resultó
elegante. Apenas podría contenerse de contárselo a Sigmund.
Sabía que no podía detenerse en esta coyuntura -siendo el primer
objetivo, después de todo, asegurarse de que Nietzsche no tomaría hoy el tren
para Basel-, pero no pudo resistir añadir un aspecto más.
-Y le recuerdo, profesor Nietzsche, que usted dijo el otro día que nada le
molestaba más que estar en deuda con alguien sin posibilidad de un pago
equivalente.
La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.
-¿Quiere usted decir que hace usted esto por mí?
-No, ésta es precisamente la cuestión. Aun cuando mi plan podría de
algún modo servirle a usted, ¡ésta no es mi intención! Mi motivación es
enteramente la de servirme a mí mismo. ¡Necesito ayuda! ¿Es usted
suficientemente fuerte como para ayudarme?
Nietzsche se levantó de su asiento.
Breuer contuvo la respiración.
Nietzsche dio un paso hacia Breuer yextendió su mano.
-Estoy de acuerdo con su plan -dijo.
Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían llegado a un acuerdo.

Carta de Friedrich Nietzsche a Peta Gast

4 de diciembre de 1882

Mi querido Peter,
Un cambio de planes. Una vez más. Permaneceré en Viena durante todo un mes
y, por lo tanto, debo, a mi pesar, aplazar nuestra visita a Rapallo. Volveré a escribir
cuando conozca mis planes con mayor precisión. Han sucedido muchas cosas, la
mayor parte de ellas interesantes. Tengo un ligero ataque (con lo que habrían sido dos
semanas monstruosas sino hubiera sido por la intervención del doctor Breuer) y ahora

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

estoy demasiado débil para hacer algo más que darte un resumen de lo que ha
sucedido. Ya te informaré con más detalle.
Gracias por darme el nombre de este doctor Breuer: es una gran curiosidad, un
pensador, un médico científico. ¿No es sorprendente? Está dispuesto a decirme lo que
él sepa sobre mi enfermedad y -lo que resulta aún más sorprendente- ¡lo que no sabe!
Es un hombre con grandes deseos de desafío y creo que se siente atraído por mi
audacia para desafiar profundamente. Se ha atrevido a hacerme una proposición de lo
más inusual, y la he aceptado. Me propone hospitalizarme durante el próximo mes en
la clínica Lauzon, donde él estudiará y tratará mi enfermedad desde el punto de vista
médico. (¡Y todo esto correrá a su cargo! Esto significa, querido amigo, que no necesitas
preocuparte por mi subsistencia durante este invierno.)
¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, que no creía que alguna vez volvería
a tener un trabajo retribuido, he sido solicitado como filósofo personal del doctor
Breuer, durante un mes, para proporcionarle consejo filosófico personal. Su vida es un
tormento, ha contemplado la posibilidad del suicidio, me ha pedido que le oriente en
su salida de la espesura de la desesperación.
Debes pensar lo irónico que resulta que tu amigo sea invitado para acallar los
cantos de sirena de la muerte, el mismo amigo que tan atraído se siente por esa
rapsodia, ¡el mismo amigo que te escribió la última vez que el cañón de una pistola no
parecía una visión tan poco amistosa!
Querido amigo, te comento este acuerdo con el doctor Breuer como una
confidencia absoluta. Esto no debe llegar a oídos de ningún otro, ni incluso de
Overbeck. Eres el único al que le confío esto. Le debo al buen doctor una reserva
absoluta.
Nuestro singular convenio se desarrolló hasta su forma actual de un modo
complejo. ¡Primero propuso aconsejarme como parte de mi tratamiento médico! ¡Qué
subterfugio tan torpe! Pretendía estar interesado tan sólo en mi bienestar, siendo su
único deseo, y su única recompensa, ¡sanarme por completo! Pero ya conocemos a
estos curanderos sacerdotales que proyectan su debilidad en los demás para después
ejercer su ministerio sobre los otros tan sólo como un medio de incrementar su propia
fuerza. ¡Nosotros sabemos de la «caridad cristiana»!
Naturalmente, me percaté de ello y lo llamé por su verdadero nombre. Por un
momento se turbó ante la verdad, llamándome ciego e innoble. Juró por los elevados
motivos, mostrando una compasión fingida y un cómico altruismo, pero finalmente,
hay que reconocerle el mérito, encontró la fuerza para fortalecerse, abierta y
honestamente, a costa de mí.
¡Tu amigo, Nietzsche, en el mercado! ¿No estás horrorizado con la idea?
¡Imagina mi Humano, demasiado humano, o mi La gaya ciencia, enjauladas, domesticadas,
educadas! ¡Imagina mis aforismos alfabetizados en un practicum de homilías para la
vida y el trabajo cotidianos! Al principio, yo, también, ¡estaba horrorizado! Pero no por
mucho tiempo. El proyecto me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente para llenar
cuando yo esté a punto y desbordado, una oportunidad incluso, un laboratorio, para
verificar ideas en un espécimen individual antes de postularlas para la especie (ésta era
la noción de Breuer).
El doctor Breuer, por cierto, parece un espécimen superior, con la agudeza y el
deseo de llegar a más. Sí, él tiene el deseo. Y tiene la cabeza. ¿Pero tiene los ojos -y el

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

corazón- para ver? ¡Ya veremos!


De modo que hoy me recupero y pienso tranquilamente sobre la aplicación: una
nueva aventura. Quizás estaba en un error al pensar que mi única misión era la
declaración de la verdad. Durante el próximo mes veré si mi sabiduría hará capaz a
otro de vivir en la desesperación. ¿Por qué vino a mí? Dice que después de saborear mi
conversación y mordisquear un poco de Humano, demasiado humano, ha desarrollado el
apetito por mi filosofía. Quizá, dada la carga de mi dolencia física, él pensó que yo
debo ser un experto en la supervivencia.
Desde luego no conoce ni la mitad de la carga que soporto. Amigo mío, la zorra
rusa del demonio, esa mona de pechos falsos, continúa el curso de su traición.
Elisabeth, que dice que Lou está viviendo con Rée, está haciendo campaña para que sea
deportada por inmoralidad.
Elisabeth también escribe que la amiga Lou ha llevado su campaña de odio y
mentira hasta Basel, donde intenta poner en peligro mi pensión. Maldito sea aquel día
en Roma en que la vi por primera vez. Muchas veces te he dicho que cada adversidad
-incluso mis encuentros con la pura maldad- me hace más fuerte. Pero si puedo
convertir esta mierda en oro, yo... yo... veremos,
No tengo la energía suficiente para hacer una copia de esta carta, querido
amigo. Por favor, devuélvemela.
Tuyo,
F. N.

Fue un gran placer escribir esta sección, que describe con mayor detalle
la fluida relación cambiante entre terapeuta y paciente. No tengo la visión del
momento preciso de la inspiración, pero conozco varias historias relevantes
sobre la naturaleza básica de la relación paciente-terapeuta que han estado
soñando en mi cabeza durante muchos años. De un modo u otro, los ecos de
estas historias resuenan a través de las páginas de El día que Nietzsche lloró.

La historia de los dos curanderos

Herman Hesse, en su novela El juego de los abalorios, cuenta un cuento


sobre dos ermitaños que eran poderosos curanderos. Los dos trabajaban de
maneras diferentes, uno dando astutos consejos, y el otro escuchando silenciosa
e inspiradamente. Nunca se encontraron, pero trabajaron como rivales durante
muchos años, hasta que el curandero más joven desarrolló una enfermedad
espiritual y cayó en la desesperación. Era incapaz de curarse a sí mismo con sus
propios métodos terapéuticos y finalmente, en su desesperación, emprendió un
largo camino en busca de la ayuda de Dion, el curandero rival.
En su peregrinación vino a entrar en conversación con otro viajero al que
describió el propósito y el destino de su viaje. Imagine su asombro cuando el
anciano le informó que él era Dion, justo el hombre que buscaba.
Sin vacilación alguna, el curandero de más edad invitó a su rival más
joven a su cueva, donde vivieron y trabajaron juntos durante muchos años,

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

primero como estudiante y profesor, y después como plenos colegas. Años más
tarde el hombre mayor cayó enfermo y en su lecho de muerte llamó a su colega
más joven a su lado. «Tengo un gran secreto que contarte -dijo-, un secreto que
he guardado durante mucho tiempo. ¿Recuerdas aquella noche en la que nos
encontrarnos, en la que me dijiste que estabas en camino para verme?»
El hombre más joven le contestó que nunca podría olvidar aquella noche,
el momento que cambió su vida por completo.
El moribundo tomó la mano del colega más joven y le reveló el secreto:
que él, también, había caído en la desesperación y que en la noche de su
encuentro estaba viajando en busca de su ayuda.
El emotivo cuento de Hesse cae de lleno en el corazón mismo de la
relación terapéutica. Es una declaración esclarecedora sobre el dar y recibir
ayuda, sobre la sinceridad y la duplicidad, y sobre la relación entre el curandero
y el paciente. Durante años, después de haberlo leído, lo encontré tan
convincente que nunca quise alterarlo. Sin embargo, recientemente me he visto
impulsado con la idea de componer variaciones de su tema básico.
Consideremos, por ejemplo, cómo recibe ayuda cada uno de los hombres. El
curandero más joven fue criado, atendido, enseñado, tutelado y prohijado. El
curandero de más edad, por otro lado, recibió ayuda de una manera diferente:
sirviendo al otro, ganando un discípulo del que recibía un amor filial, respeto, y
que le salvaba de su soledad.
Pero, a menudo, me he preguntado si estos dos curanderos heridos
sacaron provecho de la mejor terapia que tenían disponible. Quizás perdieron la
oportunidad de algo más profundo, de algo más poderosamente
transformador. Quizá la terapia real tuvo lugar en el escenario del lecho de
muerte, cuando llegaron a la sinceridad al admitir que ambos sufrieron la carga
de la simple flaqueza humana. Aunque puede haber sido útil guardar un
secreto durante veinte años, también puede haber privado un tipo de ayuda
más profunda. ¿Qué habría sucedido, qué modo de crecimiento podría haber
ocurrido, sí la revelación hubiera sido veinte años antes?

Un curandero herido. Emergencia

Hace treinta y cinco años leí el fragmento de una comedia, Emergency, de


Helmuth Kaiser, publicado en una revista de psiquiatría (y más tarde en
Effective Psychotherapy, un volumen con una recopilación de los artículos de
Káiser).89 Aunque nunca he visto una referencia del mismo, ni, hasta
recientemente, lo he releído, el delicioso argumento de Kaiser ha permanecido
en mi memoria todos estos años. Comienza con una mujer que visita a un
terapeuta para suplicarle que ayude a su marido, también terapeuta, quien

H. Kaiser, Effective Psychotherapy The Contribution of Helmut Kaiser, editado por L. Fierman,
89

Nueva York, Free Press, 1965.

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estaba profundamente deprimido y probablemente iba a matarse.


El terapeuta le contestó que, desde luego, estaría encantado de ayudarla
y le aconsejó que le dijera a su marido que pidiera hora de consulta. La mujer
respondió que ahí radicaba el problema: su marido negaba que se encontrara
mal y rechazaba cualquier sugerencia para obtener ayuda. El terapeuta se
preguntaba cómo podría ser útil. ¿Cómo podía ayudar a alguien que no
deseaba verle?
- Tengo un plan -dijo la mujer. Sugirió que debería aparentar ser un
paciente, entrar en tratamiento con su marido, y mediante una progresiva
inversión de papeles, ayudar subrepticiamente a su marido en las sesiones.
El resto del fragmento de la obra está pobremente ejecutado y fracasa en
el cumplimiento de lo prometido. Pero el concepto central -el paciente que se
convierte en terapeuta- parecía una magnífica idea, y anhelaba concluir esa obra
algún día.

Volviéndose las tornas - Otra versión

Cuando vine por primera vez a Stanford, en 1962, Don Jackson, un


terapeuta de mucho talento, daba un seminario de instrucción semanal en el
que hacía demostraciones de las técnicas de entrevista. Tenía un estilo de
entrevistar intuitivo e innovador y nunca fracasaba al utilizar algún enfoque
inesperado y extravagante (y eficaz).
En una conferencia entrevistó a un paciente crónico hawaiano, de ciento
cincuenta kilos de peso, con un alto grado de delirio, que creía ser el emperador
celestial de la sala del hospital, y vestía, en consecuencia, unos pantalones color
magenta y una larga y suelta capa de color púrpura. Cada día, sentado
pomposamente en su silla cubierta de terciopelo, considerando a los pacientes y
a los miembros del hospital como suplicantes y vasallos, recibía a la corte de la
sala. Después de unos cuantos minutos de sometimiento al majestuoso
comportamiento del paciente, de repente Jackson cayó de rodillas, agachó la
cabeza hasta el suelo, sacó las llaves de su bolsillo, y alargando sus brazos, se
las ofreció al paciente diciendo: «Su Alteza, tú, no yo, deberías poseer las llaves
de la sala».
El paciente, temblándole el ojo izquierdo, apartó de sí la capa, sin
cuidado alguno, y miró con insistencia al genuflexo psiquiatra. Por un
momento, tan sólo por un momento, pareció completamente sano al decir:
«Señor, aquí uno de los dos está muy, muy loco».
Observe, por cierto, que podía haber elaborado este punto utilizando la
prosa psiquiátrica profesional, mediante la descripción de la técnica de Don
Jackson para crear una alianza terapéutica, penetrando en el sistema delirante
del paciente y debilitando el delirio mediante la reducción al absurdo. Pero la
dramatización -esto es, la elaboración mediante la ficción (yo no fui testigo

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

personal de este incidente, que sucedió hace cuarenta años)- transmite la


información de forma más vívida y mejor dispuesta para el recuerdo. Ésta es
precisamente la razón de que escoja la utilización de la novela como un recurso
pedagógico.

¿Quién es el paciente? ¿Quién es el terapeuta?

Harry Stack Sullivan, uno de los psiquiatras teóricos norteamericanos de


más influencia, definió la psicoterapia como una discusión de temas personales
entre dos individuos, en la que uno de ellos está más ansioso que el otro. Y si el
terapeuta desarrolla más ansiedad que el paciente, continuaba Sullivan, él se
convierte en el paciente y el paciente en el terapeuta.
O considere el punto de vista de Jung de que sólo el médico herido
puede verdaderamente curar. Jung fue tan lejos como para sugerir que una
situación terapéutica ideal ocurre cuando el paciente aporta el bálsamo perfecto
para la lesión del terapeuta.
O considere cuantas veces sucede que los terapeutas inician acongojados
una sesión de terapia, con una ansiedad que excede la de sus pacientes. Yo
ciertamente las he tenido. Y muchas veces he acabado la sesión terapéutica
sintiéndome mucho mejor. En realidad, como Dion, el curandero más viejo de
la historia de El juego de los abalorios, puedo haber sacado tanto provecho como
mi paciente. ¿Por qué no? ¿Por qué recibí un beneficio sin tratar explícitamente
mi malestar? Quizá como un subproducto de la conducta altruista; esto es, me
ayudó la acción de ayudar a los demás. O por sentirme mejor debido a mi
eficacia como terapeuta; esto es, me recordaba a mí mismo que soy bueno en lo
que hago. O quizá me sentí mejor porque me mojé en las aguas curativas de una
relación íntima que yo mismo ayudé a construir.
He encontrado que esto es particularmente cierto en mi práctica, de la
terapia de grupo. Muchas veces he comenzado una sesión de la terapia de
grupo sintiéndome preocupado por algún asunto personal y he acabado la
reunión sintiendo un alivio considerable. El ambiente profundamente curativo
de un buen grupo terapéutico es casi tangible. Scott Rutan, un eminente
terapeuta de grupo, en una ocasión comparó el grupo terapéutico con el puente
construido durante una batalla Aunque pueden haber algunas bajas, sufridas
durante la construcción (esto es, abandonos en la terapia de grupo), el puente,
una vez instalado, puede transportar a mucha gente a un sitio mejor.

La mayoría de estos temas se expresan, de una manera u otra, en la


relación Nietzsche-Breuer. Al principio, Breuer improvisó un enfoque
terapéutico que parecía ser el único camino posible para implicar a Nietzsche en
la terapia. Sin embargo, esta relación terapéutica, muy parecida a la existente
entre los curanderos de El juego de los abalorios, fue concebida con duplicidad. A

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

partir de este punto y en adelante el centro de la novela está en la gradual


transformación de esta relación deshonesta en una auténtica que, en última
instancia, redima a ambos. Ambos personajes son al mismo tiempo paciente y
terapeuta. Algunas veces el dar y recibir ayuda sucede de una manera explícita;
otras veces se da de forma solapada en la relación. Su relación pasa por muchas
etapas: desde la manipulación hasta la preocupación por el otro, desde la
desconfianza hasta el amor, desde el sujeto y el objeto hasta el yo y el tú.
La primera señal importante de la evolución de la relación es la
percepción de Breuer de que la terapia es más poderosa de lo que había
esperado; pronto es incapaz de resistir convertirse en un paciente genuino.
¿Qué clase de paciente? He postulado una crisis en el ecuador de su vida, que
Breuer manifestó en una intensa y obsesiva aventura amorosa
contratransferencial con su primera paciente, Bertha Pappenheim. Aunque el
trabajo profesional de Breuer es bien conocido, se conoce poco de su persona.
¿Es plausible mi versión novelada de la vida interior de Breuer? Existe alguna
base histórica para mis suposiciones: generaciones de analistas han especulado
sobre la conclusión misteriosa y explosiva del tratamiento que Breuer dispensó
a Bertha Pappenheim, y muchos, incluido Freud, han postulado que Breuer se
enamoró de su bella y talentosa paciente.
En esta fase de su relación, Nietzsche se dedica diligentemente a la tarea
de inventar una terapia para ayudar a Breuer, en general, a examinar su vida y
para liberarle, en particular, de su obsesión por Bertha. Varios capítulos siguen
una estructura similar: Nietzsche y Breuer pasan una hora en la que Nietzsche
inventa una variedad de métodos para dejar al descubierto las raíces
existenciales de la desesperación de Breuer. A veces accede a las peticiones de
Breuer de una ayuda más directa y experimenta con métodos conductistas.
Después de cada sesión el lector ve las notas personales de la terapia que han
escrito tanto Nietzsche como Breuer: una forma sugerida en mi primer libro,
Every Day Gets a Litle Closer.
Nietzsche continúa inventando, empleando y descartando una variedad
de enfoques terapéuticos existenciales hasta que finalmente, en los extractos que
siguen, ofrece a Breuer su pensamiento más poderoso, repetición eterna: la
importante y terrible idea que se estaba preparando en la mente de Nietzsche en
1882 y que iba a desarrollar en su siguiente libro, Así habló Zaratustra.
La escena se sitúa en un cementerio donde Nietzsche ha acompañado a
Breuer, en una visita de éste a la tumba de sus padres. Han estado conversando
agradablemente sobre sus padres fallecidos.
Para ambos hombres, la visita al cementerio abre viejas heridas de la
infancia; a medida que pasean, se cuentan sus recuerdos. Nietzsche cuenta un
sueño (un sueño real, no inventado) que recuerda de cuando tenía seis años, un
año después de que su padre muriera.

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El día que Nietzsche lloró. Capítulo 20

-Es tan vivo hoy como si lo hubiera soñado la noche pasada. Se abre una
tumba y mi padre, vestido con un sudario, surge, entra en una iglesia y
enseguida regresa llevando un niño pequeño en sus brazos. Baja al interior de
su tumba con el niño. La tierra se cierne sobre ellos, y la lápida se desliza sobre
la abertura. Lo verdaderamente terrible fue que poco después de que tuviera
ese sueño, mi hermano más pequeño se puso enfermo y murió de convulsiones.
-¡Qué horror! -dijo Breuer-. ¡Qué extraño haber tenido ese sueño
anticipado! ¿Cómo lo explica?
-No puedo. Durante mucho tiempo me aterrorizó lo sobrenatural, y
decía mis oraciones con un gran recogimiento. No obstante, en los últimos años,
he empezado a sospechar que el sueño no tenía relación con mi hermano, que
era por mí por quien había venido mi padre, y que el sueño estaba expresando
mi temor a la muerte.
Ambos hombres continuaron contándose sus recuerdos con una fluidez
que nunca antes habían experimentado. Breuer recordó el sueño de un desastre
que ocurría en su vieja casa: estando su padre sin poder hacer nada, rezando y
meciéndose, envuelto en su manto de oraciones azul y blanco. Y Nietzsche
describió una pesadilla en la que, al entrar en su habitación, veía, tumbado en
su cama, a un anciano moribundo, con el estertor de la muerte en su garganta.
-Ambos nos encontramos con la muerte muy pronto -dijo Breuer
pensativamente-, y los dos sufrimos una espantosa y temprana pérdida. Yo
creo, hablando por lo que a mí se refiere, que nunca me he recobrado. Pero
usted, ¿qué hay sobre su pérdida? ¿Cómo ha sido eso de no tener un padre que
le protegiera?
-¿Para protegerme o para oprimirme? ¿Fue una pérdida? No estoy seguro.
Puede haber sido una pérdida para el niño, pero no para el hombre.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Breuer.
-Quiero decir que nunca tuve que soportar la carga de mi padre sobre
mis hombros, nunca me vi asfixiado por el peso de su juicio, nunca se me
inculcó que el objeto de la vida fuera hacer realidad sus ambiciones frustradas.
Su muerte puede muy bien haber sido una bendición, una liberación. Sus
caprichos nunca constituyeron para mí la ley. Me dejaron solo para descubrir
mi propio sendero, uno no hollado antes. ¡Piense sobre ello! ¿Podría yo, el
Anticristo, haber exorcizado las creencias falsas, y buscado las nuevas verdades,
con un padre clérigo haciendo una mueca de dolor con cada uno de mis logros,
un padre que habría considerado mis luchas contra la ilusión como un ataque
personal contra él?
-Pero -replicó Breuer-, si usted hubiera tenido su protección cuando le
necesitaba, ¿hubiera tenido usted que ser el Anticristo?
Nietzsche no respondió, y Breuer no le presionó más. Estaba

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

aprendiendo a acomodarse al ritmo de Nietzsche: toda indagación que buscara


la verdad estaba permitida, incluso era bienvenida; pero forzar demasiado
encontraría resistencia. Breuer sacó su reloj, el que le había dado su padre. Era
hora de volver al carruaje, donde les aguardaba Fischmann. Con el viento a sus
espaldas, caminar resultaba más fácil.
-Puede que usted sea más sincero que yo -aventuró Breuer-. Quizá los
juicios de mi padre pesaron sobre mí más de lo que me pude dar cuenta. Pero
casi siempre le eché mucho de menos.
-¿Qué es lo que usted echa de menos?
Breuer pensó en su padre y saboreó los recuerdos que pasaban ante sus
ojos. El anciano, con el solideo en la cabeza, recitando una oración antes de
probar su cena de patatas hervidas con arenque ahumado. Su sonrisa cuando se
sentaba en la sinagoga y miraba a su hijo entrecruzando los dedos en las borlas
de su manto de oraciones. Su negativa a permitirle a su hijo que se echara hacia
atrás en el movimiento iniciado en una partida de ajedrez: «Josef, no me puedo
permitir enseñarte malos hábitos». Su profunda voz de barítono, que llenaba la
casa cuando cantaba los fragmentos a los jovenes estudiantes que preparaban
sus exámenes sobre los mandamientos de la ley judía.
-Creo que lo que más echo de menos es su atencion. Era siempre mi
principal auditorio, incluso hasta los últimos momentos de su vida, cuando
sufría una confusión considerable y pérdida de memoria. Le contaba mis éxitos,
mis triunfos en el diagnóstico, mis descubrimientos en la investigación hasta
mis donaciones de caridad. Incluso después de su muerte, todavía constituyó
mi auditorio. Durante años le estuve imaginando mirando por encima de mis
hombros, observando y aprobando mis logros. Cuanto más se apaga su imagen,
más lucho contra la sensacion de fugacidad de todas mis actividades y éxitos,
de que no tienen un significado real.
-¿Está usted diciendo, Josef, que si sus éxitos podían ser registrados en la
efímera mente de su padre, entonces poseerían significado?
-Sé que ello resulta irracional. Se asemeja mucho a la cuestión del sonido
del árbol que cae en un bosque vacío. ¿Tiene significado aquella actividad que
no ha sido observada?
-La diferencia está, desde luego, en que los árboles no tienen oídos,
mientras que es usted, usted mismo, quien otorga el significado.
-Friedrich, usted es más autosuficiente que yo: ¡más que ningún otro que
yo conozca! Recuerdo, maravillado, ya en nuestro primer encuentro, su
habilidad para prosperar con la falta absoluta de reconocimiento por parte de
sus colegas.
-Hace mucho, Josef, que aprendí que es más fácil afrontar una mala
reputación que una mala conciencia. Además, yo no soy una persona codiciosa;
yo no escribo para la multitud. Y sé como ser paciente. Quizá mis estudiantes
no viven todavía. Tan sólo me pertenece el mañana. ¡Algunos filósofos nacen

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póstumamente!
-Pero, Friedrich, creer que nacerás después de morir, ¿es eso tan diferente
de mi nostalgia por la atención de mi padre? Usted puede esperar, incluso hasta
el día de mañana, pero también usted añora un público.
Hubo una larga pausa. Nietzsche finalmente asintió con la cabeza,
diciendo entonces suavemente:
-Quizá, quizá tengo los bolsillos llenos de una vanidad que todavía ha
de ser expiada.
Breuer solamente hizo un gesto de asentimiento. No escapaba a su
atención que ésta era la primera vez que Nietzsche había admitido una de sus
observaciones. ¿Iba a ser éste un punto de inflexión en su relación?
¡No, todavía no! Después de un momento, Nietzsche añadió:
-De todos modos, hay una diferencia entre codiciar la aprobación de un
padre y esforzarse por elevar a aquellos que te seguirán en el futuro.
Breuer no respondió, aunque era obvio para él que los motivos de
Nietzsche no eran puramente autotrascendentes; él tenía sus propios recovecos
para alentar el recuerdo. Hoy le parecía a Breuer como si todos los motivos, los
suyos y los de Nietzsche, surgieran de una sola fuente: el impulso de librarse
del olvido que la muerte supone. ¿Se estaba haciendo demasiado morboso?
Quizá era el efecto del cementerio. Probablemente, incluso una visita al mes
resultaba una frecuencia excesiva.
Pero ni la morbosidad pudo estropear la atmósfera de este paseo. Pensó
en la definición de Nietzsche sobre la amistad: dos personas que se alían en
busca de una verdad más elevada. ¿No era eso precisamente lo que él y
Nietzsche habían estado haciendo ese día? Sí, ellos eran amigos.
Pensó que eso era un consuelo, incluso aunque Breuer sabía que su
profunda relación y su discusión fascinante no le aproximaría más al alivio de
su dolor. Por su amistad, trataría de ignorar esta idea perturbadora.
Sin embargo, como amigo, Nietzsche debía haber leído su pensamiento.
-Me gusta este paseo que damos juntos, Josef, pero no debemos olvidar
la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.
Breuer resbaló y se agarró a un delgado árbol para apoyarse cuando
descendían de una colina.
-Cuidado, Friedrich, esta pizarra es resbaladiza-. Nietzsche dio su mano
a Breuer y continuaron el descenso.
-He estado pensando -continuó Nietzsche-, que, aunque nuestra
discusión parece ser difusa, sin embargo, nos acercamos con paso firme hacia
una solución. Es cierto que nuestros ataques directos hacia su obsesión por
Bertha han resultado inútiles. Aunque en el último par de días hemos
encontrado el por qué: porque la obsesión no implica a Bertha, o no sólo a ella,
sino una serie de significados incorporados a Bertha. ¿Estamos de acuerdo en
esto?

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Breuer asintió con la cabeza, queriendo sugerir amablemente que la


ayuda no estaba yendo por el camino de tales formulaciones intelectualizadas.
Pero Nietzsche se apresuró a seguir su argumentación.
-Está claro ahora que nuestro error primario ha estado en considerar a
Bertha el objetivo. No hemos elegido el verdadero enemigo.
-¿Y éste es?
-¡Usted lo sabe, Josef! ¿Por qué me lo hace decir a mí? El verdadero
enemigo lo constituye el significado que subyace en su obsesión. Piense en
nuestra charla de hoy: una y otra vez, hemos vuelto a su miedo al vacío, al
olvido, a la muerte. Está ahí en su pesadilla, en el terreno que se funde bajo sus
pies, en su precipitación bajo la losa de mármol. Está ahí en su terror al
cementerio, en sus inquietudes por el sinsentido, en su deseo de ser observado
y recordado. La paradoja, su paradoja, es que usted se dedica a la búsqueda de
la verdad, pero no puede soportar la visión de lo que usted descubre.
-Pero usted también, Friedrich, debe estar atemorizado por la muerte y
por la falta de un dios. Desde el mismo principio, he preguntado, ¿cómo puede
soportarlo? ¿Cómo ha llegado a aceptar usted tales horrores?
-Puede que haya llegado el momento de decírselo -replicó Nietzsche, de
un modo que parecía profético-. Antes, no pensaba que estuviese preparado
para oírme.
Breuer, sintiendo curiosidad por el mensaje de Nietzsche, prefirió, por
una vez, no plantear objeciones a su voz profética.
-Yo no enseño, Josef, que uno deba «cargar» con la muerte, o «llegar a
aceptarla». ¡En ese camino estriba la traición a la vida! Esta es la lección que le
doy: ¡Morir en el momento oportuno!
-¡Morir en el momento oportuno! -La frase sobresaltó a Breuer. El
placentero paseo de la tarde, de pronto, se hizo enormemente serio-. ¿Morir en
el momento oportuno? ¿Qué quiere usted decir? Por favor, Friedrich, no lo
puedo soportar, como le he dicho una y otra vez, cuando dice algo importante
de un modo tan enigmático. ¿Por qué hace eso?
-Usted plantea dos preguntas. ¿Cuál debo responder?
-Hoy hábleme sobre lo de morir en el momento oportuno.
-¡Viva cuando esté viviendo! ¡La muerte pierde su terror si uno muere
cuando ha consumado su propia vida! Si uno no vive en el momento oportuno,
entonces no podrá nunca morir a su debido tiempo.
-¿Qué significa eso? -preguntó Breuer de nuevo, sintiéndose cada vez
más frustrado.
-Pregúntese a sí mismo, Josef: ¿Ha consumado usted su vida?
-¡Responde usted a las preguntas con otras preguntas, Friedrich!
-Usted hace preguntas para las que conoce la respuesta –replicó
Nietzsche.
-Si yo supiera la respuesta, ¿por qué habría de preguntar?

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

-¡Para evitar conocer su propia respuesta!


Breuer hizo una pausa. Sabía que Nietzsche tenía razón. Dejó de oponer
resistencia y volvió la atención sobre sí mismo. «¿He consumado yo mi vida?
He logrado mucho, más de lo que nadie podía haber esperado de mí. Éxito
material, éxito científico, familia, hijos... pero ya hemos repasado todo eso antes.
-Evita usted todavía mi pregunta, Josef. ¿Ha vivido usted su vida? ¿O ha
sido vivido por ella? ¿La ha elegido? ¿O le escogió ella a usted? ¿La ha amado?
¿O se arrepiente de ella? A eso es a lo que me refiero cuando pregunto si ha
consumado usted su vida. ¿La ha aprovechado usted? ¿Recuerda aquel sueño
en el que su padre permanecía rezando, sin poder hacer nada, mientras estaba
sucediendo una calamidad a su familia? ¿No es usted como él? ¿No permanece
usted sin poder hacer nada, apenado por la vida que nunca vivió?
Breuer sintió que la presión aumentaba. Las preguntas de Nietzsche se le
venían encima; no tenía defensa contra ellas. Apenas si podía respirar. Su pecho
estaba a punto de estallar. Dejó de caminar por un momento y respiró
profundamente tres veces antes de responder.
-Estas preguntas... ¡usted conoce la respuesta! ¡No, yo no he elegido! ¡No,
yo no he vivido la vida que he querido! He vivido la vida que me ha sido
asignada. Yo, el yo real, ha sido recubierto por la vida que he vivido.
-Y eso es, Josef, estoy convencido, la fuente primaria de su angustia. Y esa
presión precordial es debida a que su pecho explota por la vida no vivida. Y su
corazón marca el paso del tiempo. Y la codicia del tiempo es por la eternidad. El
tiempo devora y devora y no devuelve nada. ¡Qué terrible es oírle decir que
usted vivió la vida que le ha sido asignada! ¡Y qué terrible afrontar la muerte
sin haber reivindicado nunca la libertad, incluso con todo su peligro!
Nietzsche estaba asentado con firmeza en su púlpito, haciendo sonar su
voz profética. Una ola de decepción se cernió sobre Breuer; sabía ahora que no
había ayuda para él.
-Friedrich -dijo-, estas son frases altisonantes. Las admiro. Remueven mi
ánimo. Pero están lejos, alejadas de mi vida. ¿Qué significa la reivindicación de
la libertad en la situación de cada día? ¿Cómo puedo ser yo libre? No es lo
mismo que con usted, un joven soltero que ha renunciado a una sofocante
carrera universitaria. ¡Es demasiado tarde para mí! Yo tengo familia, empleados,
pacientes, estudiantes. ¡Es demasiado tarde! Podemos hablar una eternidad,
pero no puedo cambiar mi vida: está entretejida demasiado estrechamente con
el hilo de otras vidas.
Hubo un largo silencio, que rompió Breuer, con voz cansada.
-Pero no puedo dormir, y ahora no puedo soportar esta presión en mi
pecho-. El viento helado atravesaba su abrigo; sintió un estremecimiento y se
envolvió en su bufanda, ajustándosela más en torno al cuello.
Nietzsche, en un raro gesto, le cogió el brazo.
-Amigo mío -susurró-, yo no puedo decirle cómo vivir de forma diferente

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

porque, si lo hiciera, usted estaría viviendo todavía la concepción de otro. Pero,


Josef, hay algo que puedo hacer. Puedo hacerle un regalo, el regalo de mi
pensamiento más brillante, mi pensamiento de pensamientos. Quizá puede ser
de algún modo familiar para usted, ya que lo esbocé brevemente en Humano,
demasiado humano. Este pensamiento será la fuerza rectora de mi próximo libro,
quizás de todos mis libros futuros.
Su voz había bajado, adoptando un tono solemne, majestuoso, como si
significara la culminación de alguna cosa anterior. Los dos hombres caminaban
cogidos del brazo. Breuer miraba hacia delante, como si esperara las palabras
de Nietzsche.
-Josef, trate de aclarar su mente. ¡Imagine este experimento mental! ¿Qué
pasaría si algún demonio fuera a decirle que esta vida, como ahora la vive y la
ha vivido en el pasado, tendrá que vivirla una vez más, e innumerables veces
más; y que no habrá nada nuevo en ello, pero que cada pena y cada alegría, y
todo aquello inenarrable, pequeño o grande, de su vida volverá a usted, todo en
la misma sucesión y secuencia: incluso este viento, y estos árboles, y esa
resbaladiza pizarra, incluso el panteón y el terror, incluido este amable
momento con usted y yo, cogidos del brazo, murmurando estas palabras?
Como Breuer permanecía en silencio, Nietzsche continuó:
-Imagine el eterno reloj de arena de la existencia vuelto a girar, una vez y
otra, y otra. Y cada vez, también vueltos a girar usted y yo, como simples motas
que somos.
Breuer hizo un esfuerzo para entenderle.
-Cómo es esta fantasía.
-Es más que una fantasía -insistió Nietzsche-, realmente más que un
experimento mental. ¡Escuche tan sólo mis palabras! ¡Borre de la mente todo lo
demás! Piense en el infinito. Mire tras usted; imagine que está mirando
infinitamente lejos en el pasado. El tiempo se extiende hacia atrás por toda la
eternidad. Y, si el tiempo se extiende infinitamente hacia atrás, ¿no debe haber
sucedido ya todo lo que puede suceder? Todo lo que pasa ahora, ¿no debe haber
seguido este camino con anterioridad? Todo lo que aquí camina, ¿no debe haber
caminado por este sendero antes? Y si todo ha pasado antes en la infinitud del
tiempo, entonces, ¿qué piensa usted, Josef, de este momento, de nuestro
susurrar conjunto bajo esta bóveda de árboles? ¿No debe esto, también, haber
venido antes? Y el tiempo que se extiende hacia atrás infinitamente, ¿no debe
también extenderse hacia delante por toda la eternidad? ¿No debemos nosotros,
en este momento, en cada momento, volver a ocurrir eternamente?
Nietzsche guardó silencio, para darle tiempo a Breuer de asimilar este
mensaje. Era mediodía, pero el cielo había oscurecido. Empezaba a caer una
nieve ligera. El carruaje y Fischmann aparecieron a la vista.
En su vuelta hacia la clínica, los dos hombres resumieron su discusión.
Nietzsche reclamaba que, aunque lo hubiera formulado en términos de un

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

experimento mental, su supuesto del eterno retorno podría ser probado


científicamente. Breuer se mostraba escéptico sobre la prueba de Nietzsche, la
cual se basaba en dos principios metafísicos: que el tiempo es infinito, y la
fuerza (la base del universo) es finita. Dado un número finito de estados
potenciales del mundo, y una cantidad infinita de tiempo que ha pasado, se
sigue, según Nietzsche, que todos los estados posibles deben haber ocurrido ya;
y que el estado presente debe ser una repetición; y, de la misma manera, lo que
da origen a algo y aquello mismo que es originado, y así sucesivamente, se
remonta hacia el pasado y sigue adelante hacia el futuro.
La perplejidad de Breuer iba en aumento.
-¿Quiere usted decir que mediante las puras ocurrencias aleatorias, este
momento preciso habría ocurrido previamente?
-Piense en el tiempo que ha existido siempre, el tiempo extendiéndose
hacia atrás por toda la eternidad. En tal tiempo infinito, ¿no deben haberse
repetido a sí mismas las recombinaciones de todos los sucesos que constituyen
el mundo?
-¿Como un gran juego de dados?
-¡Precisamente! ¡El gran juego de dados de la existencia!
Breuer continuó cuestionando la prueba cosmológica de Nietzsche del
eterno retorno. Aunque Nietzsche respondía a cada objeción, al final se
impacientó y alzó sus manos.
-Una y otra vez, Josef, ha pedido usted una ayuda concreta. ¿Cuántas
veces me ha pedido que fuera relevante, que le ofreciera algo que pudiera
cambiarle? Ahora le doy lo que usted solicita, y usted lo ignora perdiéndose en
los detalles. Escúcheme, amigo mío, escuche mis palabras, esto es lo más
importante de todo lo que alguna vez pueda llegar a decirle: ¡permita que este
pensamiento tome posesión de usted, y le prometo que le cambiará para siempre!
Breuer permanecía inconmovible.
-¿Pero cómo puedo creer sin pruebas? No puedo evocar una creencia.
¿He abandonado yo una religión para abrazar a otra?
-La prueba es extremadamente compleja. Todavía está inacabada y
requerirá años de trabajo. Y ahora, como resultado de nuestra discusión, no
estoy seguro de si incluso debería tomarme la molestia de dedicar el tiempo a
resolver la prueba cosmológica: quizás otros, también, la utilizarán como una
distracción. Quizá, como usted, se perderán en las complejidades de la prueba e
ignorarán el aspecto crucial, las consecuencias psicológicas del eterno retorno.
Breuer no dijo nada. Miró a través de la ventanilla del carruaje y sacudió
levemente la cabeza.
-Permítame adoptar otro camino -continuó Nietzsche-. ¿No me
concederá usted que es probable el eterno retorno? No, espere, ¡no necesito ni
eso! Vamos a decir simplemente que es posible, o meramente posible. Eso es
suficiente. ¡Ciertamente es más posible y más probable que el cuento de hadas

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

de la eterna condenación! ¿Qué pierde usted con considerarlo una posibilidad?


¿No puede usted pensar en ello, entonces, como la «apuesta de Nietzsche»?
Breuer asintió con un gesto.
-Le conmino, entonces, a considerar las implicaciones para su vida del
eterno retorno, no de forma abstracta, sino ahora, hoy, ¡en el sentido más
concreto!
-Usted sugiere -dijo Breuer-, que cada acción que lleve a cabo, cada dolor
que experimente, será experimentado por toda la eternidad?
-Sí, el eterno retorno significa que cada vez que usted escoge una acción,
debe estar dispuesto a escogerla por toda la eternidad. Y ocurre lo mismo para
cada acción no llevada a cabo, cada pensamiento que no llegó a ver la luz, cada
elección evitada. Y toda la vida no vivida permanecerá, henchida, en su interior,
sin ser vivida por toda la eternidad. Y la voz desatendida de su conciencia le
gritará para siempre.
Breuer estaba mareado; era difícil escuchar. Trataba de concentrarse en
los enormes bigotes que oscilaban hacia arriba y hacia abajo con cada palabra.
Dado que su boca y labios estaban completamente ocultos, no se podía prevenir
la llegada de las palabras. Ocasionalmente su mirada se cruzaba con los ojos de
Nietzsche, pero eran demasiado severos, y desviaba su atención hacia la carnosa
pero potente nariz, o la dirigía hacia arriba, hacia las pobladas y prominentes
pestañas que parecían bigotes oculares.
Breuer finalmente acertó con la pregunta:
-Así pues, tal y como lo entiendo, ¿el eterno retorno promete una forma
de inmortalidad?
-¡No! -dijo Nietzsche con vehemencia-. Yo enseño que la vida no debería
nunca ser modificada, o sofocada, por la promesa de algún otro tipo de vida en
el futuro. Lo que es inmortal es esta vida, este momento. No existe una vida
después de muertos, ni una meta hacia la que apunte esta vida, ni un tribunal o
un juicio apocalípticos. Este momento existe para siempre, y usted, solo, es su
único público.
Breuer se estremeció. A medida que las escalofriantes implicaciones de la
propuesta de Nietzsche se hacían más claras, dejó de resistirse y, en lugar de
ello, entró en un estado de extraña concentración.
-Así pues, Josef, lo digo una vez más, permita que este pensamiento tome
posesión de usted. Ahora tengo una pregunta que hacerle: ¿Odia la idea? ¿O la
ama?
-¡La odio! -contestó Breuer casi gritando-. Vivir para siempre con la
sensación de que no he vivido, de que no he probado la libertad; la idea me
horroriza por completo.
-Entonces -le exhortó Nietzsche-, ¡viva de tal modo que ame usted la idea!
-Todo lo que yo amo ahora, Friedrich, es el pensamiento de que he
cumplido con mi deber hacia los demás.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

-¿Deber? ¿Puede el deber anteponerse a su amor por usted mismo y por su


propia búsqueda de una libertad sin condiciones? Si usted no se ha realizado a
sí mismo, entonces «deber» es meramente un eufemismo para utilizar a los
demás para su propia prolongación.
Breuer hizo acopio de energía para una refutación más.
-Hay una cosa que se llama deber hacia los demás, y yo he sido fiel a ese
deber. Ahí, al menos, tengo el coraje de mis convicciones.
-Mejor, Josef, mucho mejor, tener el coraje de cambiar sus convicciones.
Deber y fidelidad son farsas, cortinas para esconderse detrás. La autoliberación
significa un sagrado no, incluso al deber.
Asustado, Breuer miró fijamente a Nietzsche.
-Usted quiere llegar a ser usted mismo -continuó Nietzsche-. ¿Cuántas
veces le he oído decir eso? ¿Cuántas veces se ha lamentado usted de que nunca
ha conocido su libertad? Su divinidad, su deber, su fidelidad: estos son las
barrotes de su prisión. Usted perecerá de tales pequeñas virtudes. Debe
aprender a conocer su maldad. Usted no puede ser parcialmente libre: sus
instintos, también, están sedientos de libertad; sus perros salvajes en el sótano
ladran por la libertad. Escuche con más atención, ¿puede usted oírlos?
-Pero yo no puedo ser libre -imploró Breuer-. He hecho sagrados votos de
matrimonio. Tengo un deber que cumplir con mis hijos, mis estudiantes, mis
pacientes.
-Para hacer hijos debe usted primero hacerse a sí mismo. De otro modo,
buscará los hijos en las necesidades animales, o en la soledad, o para tapar sus
propias deficiencias. Su tarea como padre no es producir otro yo, otro Josef,
sino algo más elevado. Es producir un creador.
-¿Y su mujer? -Nietzsche prosiguió inexorable-. ¿No es ella tan prisionera
de este matrimonio como usted? El matrimonio no debería ser una prisión, sino
un jardín en el que se cultivara algo más elevado. Quizás el único modo de salvar
su matrimonio es terminar con él.
-He hecho sagrados votos de matrimonio.
-El matrimonio es algo grande. Es una gran cosa ser dos para siempre,
para seguir queriéndose. Sí, el matrimonio es sagrado. Y sin embargo ... -la voz
de Nietzsche se fue apagando.
-¿Y sin embargo? -preguntó Breuer.
-El matrimonio es sagrado. Sin embargo -la voz de Nietzsche sonó dura-
¡es mejor romper el matrimonio que ser destrozado por él!
Breuer cerró los ojos y quedó sumido en profundos pensamientos.
Ninguno volvió a hablar durante el resto del viaje.

Notas de Friedrich Nietzsche sobre el doctor Breuer, 16 de diciembre


de 1882

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Un paseo que empezó soleado y acabó oscurecido. Quizá nos adentramos


demasiado en el cementerio. ¿Deberíamos haber regresado antes? ¿Le he
proporcionado una idea demasiado poderosa? El eterno retorno es un mazo poderoso.
Destrozará a aquellos que no están preparados todavía para ella.
¡No! Un psicólogo, un esclarecedor de almas, necesita ser inflexible más que
ningún otro. De lo contrario quedará abotagado por la piedad. Y su alumno ahogado
en un charco de agua.
Sin embargo, al final de nuestro paseo, Josef parecía profundamente
presionado, apenas capaz de conversar. Algunos no nacen fuertes. Un verdadero
psicólogo, igual que un artista, debe amar su paleta. Quizás era necesaria más
amabilidad, más paciencia. ¿No habré quitado los ropajes antes de enseñar cómo tejer
un nuevo vestido? ¿Le he enseñado «libertad respecto a» sin haberle enseñado
«libertad para»?
No, un guía debe ser una reja en el torrente, pero no debe ser una muleta. El
guía debe dejar al descubierto las huellas que se extienden ante el alumno. Pero no
debe elegir el camino.
«Sé mi maestro -solicita-. «Ayúdame a superar la desesperación.» ¿Ocultaré yo
mi sabiduría? ¿Y la responsabilidad del alumno? Debe curtirse para el frío, sus dedos
deben asir la reja, debe perderse muchas veces, o equivocar el camino antes de
encontrar el correcto.
En las montañas, sólo yo sigo el camino más corto, desde una cima a la otra.
Pero los alumnos pierden su camino cuando me adelanto demasiado. Debo aprender a
acortar el paso. Hoy puedo haber ido demasiado rápido. Desentrañé un sueño, separé
una Bertha de la otra, volví a enterrar la muerte, y enseñé a morir en el momento
oportuno. Y todo esto no fue sino un intento de acercamiento al poderoso tema del
retorno.
¿Le he adentrado demasiado profundamente en el sufrimiento? A menudo
parecía demasiado afectado como para oírme. Sin embargo, ¿qué es lo que desafié?
¿Qué destruí? ¡Tan sólo valores vacíos y creencias vacilantes! ¡Aquello que se tambalea,
uno debería derribarlo también!
Hoy comprendí que el mejor maestro es el que aprende de sus alumnos. Quizá
tiene razón sobre mi padre. ¡Qué diferente habría sido mi vida si no lo hubiera
perdido! ¿Puede ser cierto que mi crítica sea tan dura debido a que le odio por haber
muerto? ¿Y critico tan alto porque todavía ansío un público?
Me preocupa su silencio al final. Sus ojos estaban abiertos, pero no parecía ver.
Apenas respiraba.
Sin embargo, yo sé que el rocío cae más fuerte cuando la noche es más
silenciosa.

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Capítulo 5
La novela psicológica

P. D. James, la excelente escritora británica, comienza sus novelas con


una visión del lugar del que surgen su argumento y sus personajes. Otros
novelistas comienzan con la trama o con los personajes. Conozco a un escritor
que era incapaz de acabar una novela como no fuera trasladando a los
personajes, dialogando todavía entre sí, y plantificándolos en un libro
totalmente diferente.
Mi novela Lying on the Couch, así como El día que Nietzsche lloró, no están
ni impulsadas por el lugar, ni por el argumento, ni por el personaje. Están
impulsadas por la idea. Intenté que El día que Nietzsche lloró fuera una
indagación sobre el enfoque existencial de la psicoterapia. En Lying on the Couch
tenía la intención de explorar algunas ideas fundamentales sobre la relación
terapéutica.
Toda investigación sobre la naturaleza de la relación terapéutica, tarde o
temprano, conduce a lo dicho por Carl Rogers: es la relación la que cura. Esa
noción, quizás el axioma más fundamental de la psicoterapia -y «axioma» no es
un término demasiado fuerte- plantea que la fuerza transformadora en el
proceso de cambio personal la constituye la naturaleza, la textura, de la relación
entre paciente y terapeuta. Otras consideraciones (por ejemplo, la escuela
ideológica a la que pertenece el terapeuta, el contenido real de la discusión
terapéutica, o las técnicas empleadas, tal como la libre asociación, o la
reconstrucción de la infancia, o el psicodrama) son bastante secundarias.
Carl Rogers no solamente demostró el carácter fundamental de la
relación terapéutica, sino que también identificó las características específicas de la
relación exitosa, concretamente, que el terapeuta eficaz se relaciona con el
paciente de un modo genuino, de apoyo incondicional, y de precisa empatía,
Estas conclusiones, fundamentales para la práctica terapéutica durante
décadas, parecen más allá de toda discusión; no sólo porque estén apoyadas por
tantas pruebas empíricas, sino por lo verdaderas que parecen, por ser tan
autoevidentes. Sin embargo, vamos a sacar las variables de las escalas de
evaluación de la investigación y a considerar su aparición en vivo. Imaginemos
una hora de psicoterapia. Las cabezas andan a la par, un terapeuta y un

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paciente conversan sobre temas importantes. El paciente revela asuntos íntimos.


El terapeuta responde con empatía, apoyo, clarificaciones, e interpretaciones.
¿Es ésta una relación genuina?
En el pasado era más fácil identificar lo genuino, o al menos la ausencia
de lo genuino. El arcaico analista con una máscara de inexpresión no se
relacionaba genuinamente. Pero hoy en día la mayoría de terapeutas,
afortunadamente, se abstienen de tal papel y, en lugar de ello, interactúan de
forma directa con sus pacientes, revelando más cosas de sí mismos. De ahí que
la determinación de lo genuino en la práctica contemporánea sea más compleja
y sutil. ¿Cómo se comporta el terapeuta genuino, o «auténtico»? ¿Abandona
toda la parafernalia que acompaña su papel profesional y se hace «real» en la
situación terapéutica? ¿Real, tanto dentro de la hora de terapia, como fuera de
ella? ¿Y qué hay sobre los honorarios? ¿Es la terapia simplemente amistad
comprada? ¿Deberían correr parejos la autorrevelación y el compromiso?
¿Opinan los terapeutas profundamente sobre sus clientes? ¿Aman a sus
pacientes? ¿Se aprovechan, psicológicamente, de la terapia que ofrecen a los
demás?

TRANSPARENCIA

De un modo irreverente y desenfadado, Lying on tbe Couch explora estos


enojosos problemas. Intenta iluminar los aspectos centrales de la relación
paciente-terapeuta a través de un enfoque sostenido por la transparencia del
terapeuta. Hay un debate en curso en la especialidad sobre la autorrevelación
del terapeuta. ¿Deberían los terapeutas compartir abiertamente sus
sentimientos en la terapia? ¿Los sentimientos, respecto a sí mismos? ¿Relativos
a sus propias vidas? ¿Los sentimientos hacia sus pacientes? El tema de la
transparencia se introduce en uno de los parágrafos iniciales de Lying on the
Couch. Aquí Ernest Lash, el protagonista, rinde homenaje a sus antepasados en
la psicoterapia.

«Gracias, gracias», diría como en una letanía Ernest. Les daba las gracias a todos
ellos, a todos los curanderos que se habían cuidado de la desesperación.
Primero, los antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visibles:
Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes precursores:
Nietzsche, Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la
terapia: Adler, Horney, Sullivan, Fromm y el rostro agradable y sonriente de
Sandor Ferenczi.

Observe la última frase. ¿Por qué ese extra de quitarse el sombrero ante
Sandor Ferenczi? Precisamente debido a la fascinación de Ernest hacia la
transparencia del terapeuta. Sandor Ferenczi (1873-1933), un psicoanalista
húngaro, fue miembro del círculo íntimo de Freud y probablemente el

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profesional más próximo a él, y su confidente personal. Básicamente pesimista


sobre la terapia, Freud no estaba fuertemente comprometido con la
experimentación de la técnica terapéutica. Por naturaleza, se sentía más atraído
por las cuestiones especulativas sobre la aplicación del psicoanálisis para la
comprensión de los orígenes de la cultura. De todos los psicoanalistas de su
círculo más próximo, Sandor Ferenczi era el más implacable y audaz en la
búsqueda para mejorar la técnica del terapeuta.
Nunca fue más audaz que en un experimento radical sobre la
transparencia, en 1932, donde llevó hasta el límite la autorrevelación del
terapeuta. Este experimento, al que se refirió como «mutuo análisis», constaba
de su análisis de un paciente, durante una hora, y del análisis que el paciente le
hacía a él durante la hora siguiente. 90 El experimento de Ferenczi fracasó,
naufragando en los traicioneros arrecifes del análisis temprano. Hubo, por
ejemplo, complicaciones en torno al tema de la libre asociación y la
confidencialidad: a Ferenczi le parecía que él no podía realizar la libre
asociación con un paciente sin tener que compartir sus pensamientos sobre sus
otros pacientes sometidos a análisis. Y Ferenczi se preocupó por la facturación:
¿quién debería pagar a quién? Finalmente se desanimó y abandonó el
experimento. Su decepcionada paciente creyó que Ferenczi no deseaba
continuar porque temía tener que admitir que estaba enamorado de ella.
Ferenczi sostenía la opinión contraria: que él no deseaba expresar el hecho de
que la odiaba.
Por un momento consideré la posibilidad de utilizar a Ferenczi como un
personaje de la novela y alternar la acción entre el presente y el año 1932. Como
preparación, leí toda la ficción que pude localizar y estaba disponible en los dos
períodos de tiempo, pero finalmente abandoné la idea porque nunca encontré
un recurso novelístico satisfactorio para ligar entre sí las dos épocas. (Recursos
típicos tales como el descubrimiento de un viejo manuscrito, leído en otra
época, o personajes de una diferente época que habitan la misma casa, parecían
demasiado precarios como soporte de una novela sobre la psicoterapia.)
Finalmente, di cuerpo a una idea de Ferenczi, no a su persona, con el
argumento en el que mi protagonista tiene que reconstruir el experimento de
Ferenczi en los tiempos actuales.
Lying on the Couch se inicia con una sesión de terapia en la que Ernest
Lash se enfrenta a un dilema relativo a su grado de transparencia. Durante
cinco largos años ha estado tratando a Justin, quien originariamente vino en
petición de ayuda al dejar un matrimonio horrendo. Durante meses, Ernest
investigó desapasionadamente la dinámica del matrimonio: la agresividad
pasiva de Justin, su papel en la discordia marital, su incitación a la conducta
irracional de su mujer, la elección original de su pareja, y su falta de disposición

90
S. Ferenczi, The Clinical Journals of Sandor Ferenczi, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1988.

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para dejar el matrimonio. Después de una exploración exhaustiva, Ernest


finalmente llegaba a estar de acuerdo con ]ustin: éste era, en efecto, un
matrimonio infernal. A partir de entonces, durante un período de dos años,
hizo todo lo que una persona podía hacer para persuadir a otra para que
actuara: aconsejó a Justin, le animó, le exhortó, analizó su resistencia. Pero no
funcionó nada, y el desalentado Ernest abandonó. «Este hombre es inamovible
-declaró-, «está pasivo, desesperadamente atascado, es un peso muerto, clavado
en tierra; nunca dejará su matrimonio.» Y de este modo Ernest rebajaba sus
objetivos y se resignaba a una terapia de «contención», de más apoyo.
Más adelante, en el primer capítulo, ]ustin entra con aire despreocupado
a su hora de terapia y casi de pasada le dice a Ernest: «Oh, sí, dejé a mi mujer la
pasada noche». Naturalmente Ernest tiene sentimientos confusos: por un lado,
le satisface que su paciente haya dado el paso, tanto tiempo aplazado, de la
liberación; por otro lado, se siente enojado al ser informado de ello con tanta
indiferencia. Y todavía más enojado cuando, unos minutos más tarde, Justin le
cuenta que el día anterior la joven con la que estaba teniendo una aventura
amorosa le había dicho: «Es hora, Justin, de dejar a tu mujer». Y así lo hizo,
aquella misma tarde.
Ernest piensa, a su pesar: «Yo aquí, uno de los principales terapeutas de
San Francisco, rompiéndome los cuernos durante cinco años para persuadirle
de que dejara su matrimonio y esta imbécil jovencita simplemente dice, "Es
hora", y Justin lo hace de inmediato». Y Ernest se enerva todavía más cuando
Justin se pone a reflexionar sobre la vida mucho más práctica que podría llevar
si pudiera permitirse comprar un apartamento, con sólo que tuviera todavía los
ochenta mil dólares que se había gastado en la terapia en los últimos años.
Justin detecta el estado de ánimo de Ernest bastante acertadamente y se
enfrenta a él por no alegrarse de la positiva decisión que su paciente ha
adoptado. En un intento de protegerse y de mantener la alianza terapéutica,
Ernest rechaza autojustificándose la observación de Justin. Más tarde, aquella
misma tarde, mientras revisa la hora de terapia, se da cuenta de que, sin más ni
más, había desmentido la precisa percepción de su paciente sobre un suceso. Si
un objetivo de la terapia es mejorar la prueba de realidad de un paciente,
reflexiona Ernest, entonces es difícil escapar a la conclusión de que no había
estado precisamente implicado en la terapia, sino en la contraterapia.
Después de estar dándole más vueltas al asunto de la duplicidad de su
conducta, Ernest decide ser más sincero en su relación con los pacientes. Toma
la decisión de una plena, incluso radical, autorrevelación: seguirá el
experimento de la transparencia de Ferenczi, de 1932, con el primer paciente
nuevo que aparezca en su consulta. Pero establecerá condiciones más sensatas,
menos heroicas: en lugar de horas alternas de asociación libre con el paciente, él
será sincero sistemáticamente en cada transacción, durante cada hora de
terapia. El experimento de ensayo y error de Ernest continúa a lo largo de la

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

novela y le enseña muchas cosas -tanto positivas como negativas- sobre las
consecuencias de una mayor transparencia en la terapia.
A pesar de las secuencias burlescas en muchas secciones de Lying on tbe
Couch, mi actitud hacia la transparencia es completamente seria y las reglas
sobre la autorrevelación del terapeuta con las que Ernest se encuentra se citan
como directrices útiles para la práctica clínica. Siempre he tenido la sensación
de que la franqueza en la terapia aumenta la eficacia del tratamiento. Los
terapeutas adoptan en su trabajo, demasiado a menudo, una postura
impenetrable: ya sea para ajustarse al mandato de Freud de la máscara
inexpresiva (una regla que el propio Freud no siguió en su trabajo analítico) o
para protegerse a sí mismos de un autodescubrimiento excesivo, o de una
excesiva implicación o fatiga. Otros terapeutas permanecen impenetrables
porque se toman en serio las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievsky,
quien insistía en que los seres humanos en realidad desean magia, misterio y
autoridad. En consecuencia, estos terapeutas intentan curar a través de la
autoridad y emplean viejas técnicas autoritarias: los placebos; prescripciones
latinas; la bata blanca, los ensalmos, y el ritual de los remedios médicos.
Siempre he creído que la psicoterapia es un proceso intrínsecamente
bueno que no necesita apoyarse en la parafernalia de la autoridad. En realidad,
en la medida en que la terapia se concibe como un proceso de crecimiento y
esclarecimiento personal, considero contraproducente apelar a la autoridad.
Los terapeutas frecuentemente se sienten alarmados con la idea de la
transparencia y se desentienden de ella porque consideran que les exige que
revelen gran cantidad de cosas sobre su vida personal, tanto la pasada como la
presente. Sin embargo, como descubre Ernest, hay otros aspectos de la
autorrevelación que son mucho más cruciales para el éxito terapéutico. En la novela
me centro particularmente en dos: (1) la transparencia que concierne al proceso
terapéutico mismo y (2) la transparencia que incumbe a la experiencia del aquí-
y-ahora del terapeuta.
El proceso de ser transparente sobre el procedimiento terapéutico
empieza incluso antes de la primera hora, empieza con la preparación de la
terapia. Algunas de mis primeras investigaciones dernostraron que una
preparación sistemática de la terapia de grupo (que incluye una discusión
lúcida sobre la racionalidad y la mecánica de la terapia) influye
significativamente en la eficacia de la terapia de grupo. Otros han demostrado
que la preparación tiene el mismo efecto beneficioso en el marco de la terapia
individual.
Los terapeutas que son transparentes en su experiencia del aquí-y-el
ahora revelan al paciente sus sentimientos inmediatos en el momento en que se
producen. Pueden decir que se sienten distantes o próximos al paciente; o
conmovido, desplazado, criticado en cada ocasión; o ensalzado, idealizado, o
evitado por el paciente. Hay ejemplos de esto en casi cada página de Lying on

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

the Couch. Me tomo la transparencia del terapeuta muy seriamente y he


experimentado, a lo largo de mi carrera, con una serie de técnicas diseñadas
para fomentar e intensificar la transparencia. Describiré algunas de estas
técnicas.
Una técnica de transparencia que he utilizado es la «terapia múltiple».
En un artículo en el que discuto esta forma de enseñanza, describo cómo un
colega y yo, y varios estudiantes, nos encontramos con un solo paciente y
trabajamos juntos como grupo, centrándonos a veces en el paciente y otras
veces en el proceso de grupo (esto es, en la naturaleza de la relación entre los
miembros del grupo). Nuestra franqueza demostró tanto a los estudiantes como
a los pacientes que la confusión y el misterio eran innecesarios. 91
Otro ejercicio de transparencia que he empleado es la discusión abierta
de lo ya discutido en el grupo. En la mayor parte de los programas de
formación de terapia de grupo, los estudiantes observan a los grupos
terapéuticos a través de espejos bidireccionales, o a través de un monitor de
televisión, y discuten la sesión, una vez que ésta se ha completado. Los
miembros de la terapia de grupo permiten la observación, pero generalmente se
ofenden por ello, puesto que aumenta su incomodidad y autoconciencia.
Sin embargo, al estar dispuestos a incrementar su transparencia, los
terapeutas pueden transformar la observación, y, de ser un recurso de
enseñanza limitado puede convertirse en una parte integral de la terapia. Hace
mucho que llevo a cabo la práctica de invitar a los miembros del grupo a que observen la
nueva discusión que los estudiantes hacen de la reunión de grupo: algunas veces los
estudiantes y los miembros del grupo cambian de aula para la sesión posterior.
Según mi experiencia, esta forma activa invariablemente tanto la terapia como
la enseñanza.92
En mi modelo de grupos de terapia con pacientes hospitalizados utilizo
un enfoque similar: hacia el final de la sesión adoptamos una forma de
«pecera»: los estudiantes que observan y los conductores del grupo forman un
círculo en el interior y revisan la sesión de grupo, en presencia de los miembros
del grupo, durante diez minutos.93 Entonces, en los diez minutos finales, los
miembros del grupo discuten los sentimientos suscitados por esta revisión.
Muy frecuentemente, la nueva discusión de lo que ha dado de sí el grupo hace
surgir tantos temas y tanta afectividad, que los participantes consideran los diez
minutos finales de la sesión como la parte más provechosa del encuentro.
Otro de los beneficios de tales formas de enseñanza es que los pacientes
respetan más la empresa terapéutica si observan al terapeuta y a los estudiantes
de terapia implicados personalmente en el mismo discurso sincero que ellos
91
I. D. Yalom y J. Handlon, «The Use of Multiple Therapists in the Teaching of Psychiatric
Residents», en Journal of Nervous and Mental Disorders 141, 1966, págs. 684-692.
92
I. D. Yalom. The Theory and Practice of Group Psychotherapy, 4ta. edición, Nueva York, Basic
Books, 1995, págs 514-515
93
I. D. Yalom, Inpatient Group Psychotherapy, Nueva York, Baste Books, 1983, págs 259- 274.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

alíentan en su terapia.
Al principio de este volumen, en un informe sobre alcohólicos en la
terapia de grupo, describí la práctica de enviar por correo mis resúmenes de
cada encuentro de grupo con los pacientes externos, antes de la sesión
siguiente. Entre otros propósitos, los resúmenes sirven para suministrar un
vehículo para la transparencia del terapeuta: incluyo comentarios sobre mis
sentimientos personales y las observaciones de la reunión. Reviso las
intervenciones que hice: aquellas que considero importantes, aquellas que deseé
hacer durante la sesión, pero que no hice, y aquellas que me arrepiento de haber
hecho.
Generalmente, en los grupos de terapia existe un mandato
particularmente claro para que los terapeutas sean más interactivos y
transparentes. Esto es necesario por dos razones: primero, porque los
conductores del grupo son pararrayos para muchos sentimientos poderosos,
que deben elaborarse a través de sus relaciones con muchos de los miembros
del grupo; segundo, porque el comportamiento de los conductores del grupo -a
través del mecanismo de modelado- es un instrumento para la conformación de
las normas del grupo.
Aunque la mayor parte de mis escritos se ha centrado en la terapia de
grupo, creo que la transparencia no es menos importante en el marco de la
terapia individual, donde los terapeutas deben estar predispuestos a ser
abiertos sobre los mecanismos de la terapia y sobre sus propios sentimientos en
el aquí-y-el ahora. Nada de lo que haga el terapeuta tiene prioridad, desde mí punto de
vista, sobre la construcción de una relación de confianza con el paciente. He creído
desde hace mucho tiempo que las otras actividades en la terapia -por ejemplo,
la exploración del pasado y la construcción de una narrativa vital unificada- son
valiosas tan sólo en la medida en que mantengan al terapeuta y al paciente
unidos en un empeño interesante, mutuamente valorado, mientras la fuerza
curativa real, la relación terapéutica, germina y echa raíces.
Mi propia autorrevelación, especialmente sobre los sentimientos sobre el
aquí-y-el ahora, casi invariablemente ha hecho más profunda la relación
terapéutica; hasta donde yo sé, lo opuesto no ha ocurrido nunca: la terapia
nunca se ha visto perjudicada porque me haya sincerado en exceso. En mi
práctica, muy frecuentemente, veo a pacientes que han tenido una terapia
anterior insatisfactoria. Una y otra vez les oigo expresar la misma queja: su
terapeuta era demasiado impersonal, demasiado poco participativo, demasiado
rígido. Casi nunca he oído a un paciente criticar a un terapeuta por ser
demasiado abierto, sincero o interactivo.
El efecto saludable de la transparencia del terapeuta es el verdadero
centro de Lying on the Couch, a medida que Ernest continúa obstinadamente con
el experimento que, sin saberlo él, es representado en la circunstancia más
desfavorable posible: en la terapia de un paciente obligado a la duplicidad.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

LÍMITES TERAPÉUTICOS

Otro tema principal sobre la relación terapeuta-paciente que exploro en


Lying on the Couch es la cuestión de los limites apropiados. ¿Puede ser genuina
una relación y, sin embargo, al mismo tiempo, ser limitada brusca y
formalmente? ¿Los estrictos límites de tiempo, la formalidad, y el intercambio
monetario corroen el carácter genuino de la relación? ¿Es un amigo el
terapeuta? ¿Existe afecto entre el terapeuta y el paciente? ¿Deberían los
terapeutas afectuosos tocar o coger alguna vez a sus pacientes? ¿Cuáles son los
límites sexuales, sociales, comerciales, financieros, apropiados de una relación
terapéutica?
Estas preocupaciones contemporáneas no son tan sólo cruciales y
complejas; son también altamente explosivas. Con bastantes pleitos, bastantes
casos de abusos declarados, llevados a cabo por los terapeutas (y sacerdotes,
maestros, médicos, agentes de policia, contratistas, supervisores, gurús: por
todo aquel que está involucrado en una situación de desequilibrio de poder),
parecía claramente arriesgado discutir los límites en una novela
irreverentemente cómica. Intenté mantener una perspectiva equilibrada: por un
lado, para encarar la alarmante incidencia del abuso sufrido por los pacientes, y
por otro lado, para enfrentarse a la igualmente alarmante reacción violenta por
la vía legal que amenaza la verdadera urdimbre de la relación terapéutica.
¿Qué tiene uno que pensar, por ejemplo, de los artículos en revistas
profesionales que proponen seriamente que todas las horas de terapia sean
grabadas en vídeo, con un equipo de cámaras de seguridad continuamente en
marcha, para proteger al paciente del abuso sexual por parte del terapeuta, y al
terapeuta de los falsos cargos por parte del paciente? ¿Cómo tiene uno que
responder a las directrices moralistas que recomiendan la conducta apropiada,
patrocinadas oficialmente, que tantas organizaciones profesionales envían por
correo a los terapeutas? Estas publicaciones advierten que los abogados
suponen que ese humo anuncia el fuego y, en consecuencia, instruyen a los
profesionales en ejercicio para que, en todo caso, pequen por exceso de
formalidad; se debe llevar corbata; acabar las sesiones con toda puntualidad; y
(para los terapeutas del sexo masculino) no dar cita a una paciente femenina a
última hora del día. (Pronto se hace uno lo suficientemente cauteloso como para
no citar a nadie a última hora del día.)
Todos estos factores han dado como resultado una nueva psicoterapia
defensiva. La profesión legal ha invadido tanto la intimidad de la hora de
terapia que los administradores no paran de considerar la medida en que una
cámara de televisión de seguridad destruiría la esencia misma de la empresa
terapéutica. Los terapeutas en ejercicio dirigen las horas de terapia percibiendo
la presencia, como si estuviera ocupando un asiento junto a ellos, de un

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

abogado atento a los agravios que se puedan producir. Se enseña a los


estudiantes a que escriban sus notas sobre la marcha con todo cuidado, como si
un abogado hostil las estuviera leyendo. Los terapeutas que han sido
injustamente demandados -una cohorte en crecimiento- se hacen menos
abiertos, menos confiados.
Conozco a una competente psiquiatra, plenamente dedicada -vamos a
llamarla doctora Robertson- que trató con éxito a un paciente con depresión, a
base de antidepresivos, durante un año. El paciente se negaba a someterse a
psicoterapia o a tener más de una visita al mes. La depresión del paciente surgió
al cabo de un año y la doctora Robertson probó sin éxito otros medicamentos.
Exhortó al paciente repetidas veces para que le visitara con más frecuencia y
para que iniciara la psicoterapia, pero el paciente rechazó verla, a ella o a
cualquier otro, en la terapia. En más de una ocasión, la doctora Robertson
consultó a otros colegas. Durante unos meses el paciente hizo acopio de un alijo
de píldoras para dormir y finalmente tomó una sobredosis fatal; el suicida dejó
una nota para su esposa con instrucciones detalladas sobre los asuntos
financieros de la familia. En la última línea de la nota se leía: «¡Demanda a
Robertson!».
La familia puso la demanda, ofreciéndole finalmente un pequeño pago,
por negligencia profesional, la compañía de seguros, que deseaba acelerar el
proceso y ahorrar en costos legales. Aunque la doctora Robertson fue absuelta
del cargo de negligencia, los dos años del proceso legal le habían dejado
agotada y desilusionada; incluso consideró cambiar de profesión. Me cuenta
que, cuando entrevista a posibles nuevos clientes, una pregunta le viene ahora a
la cabeza invariablemente: «¿Me demandará esta persona?».
En Lying on the Couch quise explorar el tema de los límites entre
terapeuta y paciente en toda su complejidad; los riesgos y las tentaciones, los
deseos del terapeuta, los modos de evitar las dificultades, los peligros para un
paciente explotado. Sobre todo, traté por todos los medios de comprender
plenamente a cada una de las dos personas del drama: quería explorar la
profunda experiencia subjetiva de cada participante sin precipitarme en culpar
o linchar a ninguno de ellos. Si los psicoterapeutas no intentan comprender la
conducta y la motivación en la situación terapéutica, ¿quién lo hará?
Por consiguiente, Lying on the Couch examina muchas cuestiones
controvertidas, incluso, por ejemplo, el delicado tema de si, en el caso de que la
relación sea genuina, la energía sexual puede jugar un papel legítimo (no la
conducta sexual) en el éxito de la terapia. El sueño que describe una paciente a
su terapeuta en la novela resulta ilustrativo:

Soñé que usted y yo asistíamos juntos a una conferencia en un hotel. En


algún momento usted me sugería que tomara una habitación contigua a la suya
para que pudiéramos dormir juntos. De modo que iba a recepción y disponía
que se me cambiara la habitación. Entonces un poco más tarde usted cambia de

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

opinión y dice que no es una buena idea. Así que yo vuelvo a recepción para
cancelar el cambio. Demasiado tarde. Todas mis cosas han sido trasladadas a la
nueva habitación. Pero resulta que la nueva habitación es mucho más
agradable, más grande, más espaciosa, con mejores vistas. Y, también, mejor
numerológicamente: el número de la habitación, 929, era un número mucho
más propicio para mí.

Este sueño (un sueño real de una de mis pacientes) sugiere que, para
algunos pacientes, la energía sexual puede jugar un importante papel en el
proceso terapéutico. El sueño sugiere que la intensa intimidad de la relación
(catalizada por la ilusión de una unión sexual final) tiene como resultado un
crecimiento personal considerable en el paciente (su nueva habitación es más
grande, más agradable, con mejores vistas, y es numerológicamente más
ventajosa). Llegado el momento en que ella entiende la naturaleza ilusoria de
sus esperanzas de una unión, es demasiado tarde para volver: los cambios
positivos ya han tenido lugar.
Aunque estoy persuadido de que existe un papel en la relación
terapéutica para una gran intimidad, incluso para el amor, y aunque soy franco
y gráfico en mi discusión de los riesgos y las tentaciones desde la perspectiva
del terapeuta, no quiero minimizar ni excusar la explotación y las
perturbaciones sexuales por parte del terapeuta. Una lectura poco cuidadosa de
Lying on the Couch puede llevar al lector a la conclusión de que estoy ofreciendo
una apología del terapeuta infractor. En absoluto. Estoy convencido de que, casi
invariablemente, una relación sexual entre un paciente y un terapeuta es
altamente destructiva para el paciente, e igualmente destructiva para la
conciencia, la autovalía, y la integridad del terapeuta.

SUEÑOS

Otro tema terapéutico explorado en Lying on the Couch es la relevancia y


utilización de los sueños. Demasiados psicoterapeutas contemporáneos
desatienden los sueños en su trabajo. Muchos de mis estudiantes evitan incluso
pedir a sus pacientes que cuenten sueños (así como fantasías). En alguna
medida, ellos pueden ser los que reaccionen al énfasis que ponen en la terapia
breve las organizaciones de mantenimiento de la salud, pero muchos nuevos
terapeutas, que tienen una formación menos formal que la pasada generación
de terapeutas, están, creo, turbados e intimidados por la voluminosa y arcana
literatura, sobre la interpretación de los sueños.
En consecuencia, en Lying on the Couch, he llevado a cabo un intento
deliberado de demostración de una aproximación pragmática a la elaboración
de los sueños. Trato de mostrar que los sueños son útiles no por las
comprensiones asombrosamente profundas que emergen del análisis
exhaustivo de un sueño, sino porque las asociaciones de los pacientes con el

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

sueño les conducen a inesperados recuerdos, reflexiones y desvelamientos.


No he sido nunca capaz de inventar sueños convincentes en mis escritos
de ficción. Cada intento carece del requisito de lo misterioso, lo raro, bien... de
la cualidad de lo soñado. Por consiguiente, todos los sueños de Lying on the
Couch son reales. Algunos de ellos son mis propios sueños, como éste (que le
atribuyo al protagonista, Ernest):

Estaba caminando con mis padres y mi hermano en un centro comercial y


decidimos ir a la planta superior. Me encontraba solo en un ascensor. Fue un
viaje largo, largo. Cuando salí, estaba a la orilla del mar. Pero no podía
encontrar a mi familia. Los buscaba una y otra vez. Aunque era un lugar
encantador -la orilla del mar siempre resulta un paraíso para mí- empiezo a
sentirme dominado por el terror. Entonces empecé a a ponerme una camisa de
dormir con una cara estampada, viva y sonriente, del oso Smokey. La cara se
hace de pronto más brillante, más tarde luminosa... pronto la cara se convierte
en el centro del sueño, como si toda la energía del sueño se hubiera transferido
a esa inteligente y sonriente cara del osito Smokey.

No existía misterio alguno para mí en lo relativo a la fuente de este


sueño. Lo soñé inmediatamente después de haber pasado casi toda la noche con
un amigo moribundo. Su muerte me arrojó a la confrontación con mi propia
muerte (representada en el sueño por un terror penetrante, por la separación de
mí familia, y por mi largo ascenso en el ascensor hasta una playa celestial).
Expreso mis sentimientos en las palabras de Ernest:

¡Qué fastidio, pensó Ernest, que su propio fabricante de sueños hubiera


adquirido participaciones del cuento de hadas del ascenso al paraíso! ¿Pero, qué
podía hacer él? El fabricante de sueños era su propio señor, formado en los
albores de su conciencia, y, obviamente, estaba formado más por la cultura
popular que por la voluntad.

El poder del sueño residía en la camisa de dormir adornada con el


reluciente emblema del oso Smokey. Podía ver a través de ese símbolo: después
de la muerte de mi amigo y antes de pasar a la sala funeraria, su viuda y yo
hablamos de cómo vestirle: ¿cómo tiene uno que vestir un cuerpo para el
crematorio? ¡El oso Smokey representaba la incineración! Estaba en lo cierto.
Inquietante, pero instructivo. Recordemos la percepción que tenía Freud según
la cual la función primaria de los sueños es mantener durmiendo al que sueña.
En este sueño, los pensamientos de temor -muerte e incineración- son
transformados en algo más benigno y agradable: la vivaz figura del oso
Smokey. Pero el mecanismo del sueño tan sólo era parcialmente exitoso:
consiguió que continuara durmiendo, pero no pudo evitar que la ansiedad de la
muerte irrumpiera en el sueño.

184
Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

La mayoría de los sueños de mis escritos de ficción son de mis pacientes.


Conseguir su permiso resultó instructivo de distintas maneras. Un poderoso
sueño incluido en Lying on the Couch procedía de un paciente que soñó que
paseaba a lo largo de la costa sur y se encontró con un río que,
sorprendentemente, fluía hacia atrás, alejándose del mar. Siguió el río tierra
adentro y descubrió a su padre y después a su abuelo parados frente a unas
cuevas.
El río que fluye hacia atrás era una imagen dolorosa del deseo de vencer
al tiempo, de invertir su flujo inexorable, para resucitar a su padre y su abuelo
muertos. Al principio, dieciocho meses antes, cuando habíamos trabajado sobre
el sueño, nos condujo a unos confines profundos yoscuros: sus temores al
envejecimiento ya la muerte; su convicción de que, como los demás hombres de
su familia, tendría que hacer frente al final de su vida en soledad: su profundo
arrepentimiento por haber dado la espalda a su familia de origen.
Cuando solicité su permiso para citar el sueño en mi novela, pareció
desconcertado y negó que hubiera soñado alguna vez tal sueño. Le pedí que
leyera mis notas de aquella sesión terapéutica, pero aun así el sueño le pareció
completamente ajeno a él. Esta amnesia como respuesta ante un poderoso
sueño es una buena demostración del poder de la represión. No sólo
encontramos difícil recordar los sueños, sino que incluso después de haberlos
recordado, a menudo los reprimimos una vez más.
A propósito, las notas de esa sesión de hacia dieciocho meses contenían
no sólo el sueño, sino otras importantes observaciones sobre su relación con la
ambición y la autoridad. Cuando el paciente leyó aquellas notas su terapia se
vio inmediatamente catalizada, se dio cuenta de cómo había cambiado en sus
actitudes hacia la autoridad, y también se percató del mucho trabajo que
todavía le quedaba. El proceso de psicoterapia puede ser considerado como una
«cicloterapia»: volvemos una y otra vez a reelaborar, a niveles más y más
profundos, los mismos temas.
A menudo se me ha preguntado si los clientes han puesto objeciones a
mis escritos sobre ellos. Casi siempre son los clientes sobre los que no he escrito
quienes han expresado su preocupación, preguntándose si no son lo
suficientemente interesantes o especiales para merecer su inclusión en mi
trabajo. Sin excepción, los clientes me han permitido con mucho gusto que
citara sus sueños. Siempre les di la oportunidad de que aprobaran el
documento final antes de la publicación, pero ninguno me ha pedido nunca que
cambiara alguna parte del sueño.
Consideremos este curioso incidente que se refiere a un sueño incluido
en Love’s Executioner. Una paciente a la que hacía años que no veía me llamó
para una visita después de la publicación del libro. Entró en mi consulta, se
sentó, y con voz sombría me dijo que sabía que ella no era Thelma, la
protagonista de la primera historia, aunque uno de los sueños de Thelma se

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

parecía extrañamente a un sueño que me había descrito en una ocasión.


Inmediatamente me sentí alarmado al verme enfrentado a una paciente
disgustada que, aparentemente, me acusaba de haber cogido algo de ella sin su
permiso. El sueño en cuestión trataba de una mujer que bailaba con un hombre
y después yacía con él en el suelo de la sala de baile, donde practicaban el sexo.
Justo antes de tener un orgasmo ella le susurraba al oído: «Mátame».
Sabía que este sueño no pertenecía a Thelma. Había oído el sueño hacía
tiempo de algún otro, aunque había olvidado de quién, y, con objeto de mejorar
la historia, acabé por ligarlo al personaje de Thelma. Mientras hablaba con la
paciente recordé que, en efecto, era su sueño y me excusé profusamente por
haberlo olvidado y, por consiguiente, por no haber obtenido su permiso.
Ella hizo caso omiso de eso. Dijo que la había malinterpretado. La
propiedad del sueño no era lo que le inquietaba; lo que le molestaba era el
pensamiento de que su imaginación pudiera ser tan banal que otra cliente
hubiera podido soñar lo mismo. Salió de mi despacho muy tranquilizada sobre
su creatividad y el carácter único de sus sueños.
Hasta ahora hemos estado discutiendo el uso de los sueños de los
clientes en la terapia. En Lying on the Couch describo una variación: Ernest sueña
sobre Carolyn, su cliente, y toma la decisión radical de compartir su sueño con
ella:

Estoy corriendo por un aeropuerto. Te descubro en medio de una multitud de


pasajeros. Estoy encantado de verte y corro a tu encuentro y trato de darte un
gran abrazo, pero tú interpones tu bolso, haciendo que el abrazo resulte muy
abierto e insatisfactorio.

La posterior discusión del sueño dernuestra ser provechosa en la terapia.


Se ventilan varios significados diferentes. Ernest sugiere que el sueño
representa su intento de desarrollar una relación terapéutica estrecha con ella,
un intento que resulta frustrado al querer ella terciar en la terapia con sus
demandas de sexualidad (representado por el símbolo del bolso, que bastante a
menudo significa la vagina) y de este modo impide que se desarrolle una
verdadera intimidad. Su paciente, Carolyn, opone una interpretación más
sencilla, más parsimoniosa, a saber, que el bolso simplemente representa el
intercambio de dinero y que su deseo de tener una relación real (esto es, un
encuentro sexual entre un hombre y una mujer) se ve frustrado por su contrato
profesional. Sin embargo, Ernest sugiere otro significado:

-Otro sueño que tuve, Carolyn, fue sobre el contenido del bolso. Desde luego,
como tú sugieres, el dinero viene inmediatamente a la mente. Pero de que más
podía estar lleno que pudiera tener que ver con nuestra intimidad?
-No estoy segura de lo que quieres decir, Ernest.
-Quiero decir que quizá puedes no estar viéndome como soy realmente debido

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

a algunas ideas preconcebidas y a algunos sesgos adoptados sobre la marcha.


Quizás estás acarreando alguna vieja carga que está bloqueando nuestra
relación; por ejemplo, heridas de tus relaciones pasadas con otros hombres, tu
padre, tu hermano, tu marido. O quizás expectativas de otra época: piensa, por
ejemplo, en tu primer terapeuta, Ralph Cooke, y cómo me has dicho a menudo:
«Sé como Ralph Cooke, sé mi amante-terapeuta.» En un sentido, Carolyn, me
estás diciendo: no seas tú, Ernest, sé algo o alguien más.

¿Qué interpretación es la verdadera? ¿La sexualización de la relación por


parte de la paciente? ¿El lamento del terapeuta por no poder tener una relación
romántica, no profesional, con su paciente? ¿La distorsión de la relación real
basada en la transferencia de la cliente? Según el espíritu pragmático de
Wílliam James, la verdad es aquello que funciona. Y lo que funciona en la
novela y en la situación de la vida real en la que ocurrió este sueño (mi propio
sueño) es el reconocimiento, por parte del terapeuta y de la cliente, de que hay
verdad en cada una de estas interpretaciones: tomadas juntas constituyen un
instrumento para profundizar la autenticidad de la relación y del trabajo
terapéutico.

EL AQUÍ-Y-EL AHORA

En Psicoterapia existencial y terapia de grupo 94 he puesto de relieve el papel


clave que juega el aquí-y-el ahora en la psicoterapia de grupo. Uno de mis
objetivos en Lying on the Couch es demostrar que no es menos importante en la
terapia individual.
Hay una larga tradición en la terapia individual de centrarse en la
transferencia, esto es, en el examen de las distorsiones en la relación paciente-
terapeuta para arrojar luz sobre otras relaciones, particularmente las relaciones
con los padres. Generaciones de analistas han utilizado la información
cosechada en el estudio de la transferencia para dar cuerpo a sus
interpretaciones. Su meta ha sido la de utilizar el material del aquí-y-el ahora
para facilitar el recuerdo del paciente y comprender las relaciones formativas
tempranas. En los años recientes, nuevas escuelas analíticas progresistas han
ampliado su enfoque de la transferencia y han puesto de relieve lo inverso: esto
es, ahora exploran el pasado para comprender las relaciones del presente. Pero a
menudo el objetivo sigue siendo la comprensión, y la relación terapéutica es
utilizada principalmente como una herramienta de investigación.
En Lying on the Couch intento demostrar que el centrarse en el aquí-y-el
ahora tiene implicaciones más allá de la clarificación de la transferencia;
concretamente, que la relación con el paciente es importante por propio derecho y que
en la terapia están en juego fuerzas más poderosas que la comprensión, fuerzas

94
I. D. Yalom, Psicoterapia existencial y terapia de grupo, Barcelona, Paidós, 2000.

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que pueden ser realzadas centrándose en lo «interexistente» entre el terapeuta y


el paciente. El acto terapéutico de establecer una relación profundamente íntima
y auténtica, en sí misma, resulta curativo. Una relación así puede convertirse en
un antídoto para la soledad y supone un punto de referencia interno para los
pacientes, que aprenden que tal intimidad es gratificante y que ellos son
capaces de alcanzarla. Además, el trabajo de crear y mantener una relación
auténtica con el terapeuta frecuentemente resulta un excelente modelado para
la formación de futuras relaciones en la vida del paciente.
Un grupo de terapia genera tantos datos sobre las relaciones
interpersonales, que no resulta difícil mantener toda la atención del grupo en el
aquí-y-el ahora. Muchos terapeutas individuales descuidan la atención en el
aquí-y-el ahora porque creen erróneamente que el aislamiento de la terapia
individual descarta el desarrollo de la riqueza de datos del aquí-y-el ahora.
Lying on tbe Couch demuestra cómo el terapeuta puede centrar la atención en el
aquí-y-el ahora durante la hora de terapia individual. Ernest, mi protagonista,
hace un esfuerzo conciente para centrarse en el proceso (esto es, la naturaleza
de la relación entre el terapeuta y el paciente) varias veces cada sesión.
Algunas veces las indagaciones sobre el aquí-y-el ahora pueden ser un
sencillo proceso de comprobación: por ejemplo, preguntas tales como: «¿Cómo
lo estamos haciendo tú y yo hoy?», o «¿Qué opinas del espacio que hay entre
nosotros hoy? ¿Lejano? ¿Próximo?», o «La hora está a punto de acabar: ¿hay
sentimientos sobre el modo en que nos estamos relacionando que deberíamos
examinar antes de que paremos?».
Cada aspecto de la hora en que transcurre la sesión proporciona datos: la
llegada y la salida del paciente, su puntualidad, el pago de las facturas. Una
paciente, por ejemplo, entra en mi consulta tímidamente y se disculpa cuando el
defectuoso pestillo de la puerta impide que ésta se cierre satisfactoriamente.
Pide perdon de nuevo cuando, al coger un pañuelo de papel para limpiar sus
gafas, desplaza la caja de pañuelos unos centímetros. Y después empieza la
hora de la sesión disculpándose por no haber hecho más progresos en la
terapia.
Mi consulta está en una casita en medio de un jardín grande. Algunos
pacientes ignoran el jardín; otros nunca fallan en hacer comentarios sobre él,
especialmente en la eclosión primaveral. Otro paciente suele elegir como
comentario el barro del sendero o los ruidos de la construcción en el vecindario.
Este mismo paciente decidió leer Lying on the Couch, pero sin pagar por ello: lo
leía de a ratos, de pie, en la parte de atrás de varias librerías. Sus razones: «Ya lo
pagué en la consulta». Una exploración de los datos del aquí-y-el ahora
demostró un valor incalculable para ayudar a este paciente a explorar su miedo
a la explotación y su profundo enojo hacia mí y hacia cualquier figura de
autoridad. Un hombre, externamente afable, discreto, que ha arraigado
profundamente unos rasgos pasivo-agresivos, que adoptan la forma de una

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

grave tendencia a aplazar las cosas y que le ha puesto de forma persistente en


serias dificultades con sus supervisores.
Otro paciente nunca me cuenta el final de las historias. Puede estar al
borde de alguna acción atrevida -enviar su novela a un agente, enfrentarse a su
jefe para protestar por un recorte salarial, o demandar a aquella primera novia
que le dice por qué rompió su relación- y entonces nunca me permite conocer el
resultado. ¿Por qué no? ¿Piensa que no siento curiosidad, que no me preocupo
por él? ¿Se siente avergonzado por el resultado? ¿Se considera tan falto de
interés que podía sentir poca curiosidad por él? ¿O, simplemente, nunca piensa
sobre los deseos o las necesidades de los demás? ¿También trata a las demás
personas del mismo modo? Quizás esta conducta del aquí-y-el ahora contiene la
clave sobre su falta de habilidad, en general, para mantener relaciones íntimas.
El proceso de terapia es una secuencia alternada de evocación afectiva y
de integración afectiva. En la sesión se experimentan fuertes afectos -irritación,
temor, toma de conciencia, odio- y entonces son examinadas por el paciente y el
terapeuta. Incluso si el afecto tiene poco que ver con el terapeuta -por ejemplo,
dolor por una pérdida pasada- todavía resulta provechoso para el terapeuta el
preguntar cómo se siente el paciente al expresar fuertes emociones en presencia
de otro. Uno puede simplemente preguntar: «¿Cómo se sentida al llorar delante
de mí, al permitirme ver su tristeza?».

EL SALTO A LA PURA FICCIÓN

El día que Nietzsche lloró y Lying on the Couch son ambas novelas de ideas
que tratan cuestiones fundamentales sobre la naturaleza de la psicoterapia. No
obstante, existen diferencias significativas entre los dos libros. Desde mis
primeras publicaciones en la década de los sesenta, mis escritos se han ido
desplazando progresivamente desde la base de operaciones de la psiquiatría
académica hasta el dominio de la pura ficción. El día que Nietzsche lloró
constituyó un desplazamiento en esa dirección; Lying on the Couch fue un paso
más radical.
El día que Nietzsche lloró es ficción, sí, pero una ficción segura y
estructurada. Es, creo, un libro complejo desde la perspectiva de los temas
filosóficos explorados, pero desde el punto de vista de la técnica novelística no
es un paso de gigante respecto de mi obra anterior. En algunos aspectos es una
obra de ficción con ruedas de entrenamiento.
Por un lado, mucho de lo que había en El día que Nietzsche lloró no tuve
que inventarlo. Muchos de los personajes son figuras históricas: Friedrich
Nietzsche, Josef Breuer, Sigmund Freud, Bertha Pappenheim (Anna O.) y Lou
Salomé. Desde luego, sabemos poco sobre sus inquietudes psicológicas (con la
excepción de Freud), y tuve que imaginarme cada vida interior. Pero, en
general, permanecí tan próximo como fue posible a los acontecimientos reales

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

registrados de la vida de mis personajes en 1882, y después procedí a insertar


un decimotercer mes imaginado en el invierno de aquel año.
Una vez había seleccionado el año y el lugar (Viena y Venecia) me puse a
la tarea de crear muchos de los detalles visuales con la ayuda de viejas
fotografías y una guía Baedeker de la Viena de 1885. Pude también detenerme
en mi memoria visual ya que en una ocasión pasé varios meses en el campus de
la Universidad de Stanford en Viena (enseñando Freud a los estudiantes
universitarios). Y, desde luego, la mayor parte del contenido intelectual de la
novela no es ficción sino que está trazado a partir del conjunto de escritos
filosóficos del Nietzsche anterior a 1882.
Lying on the Couch, con mucho, un proyecto más arriesgado no sólo
porque discutiría temas enojosos y controvertidos, sino también porque iba a
ser pura ficción. Siempre había deseado escribir una novela, desde mi
adolescencia. Había reprimido ese deseo, lo había sublimado, soñado, visto
desde lejos, había estado dando vueltas en torno a él, y ahora, finalmente, me
jugaba el todo por el todo.
Anteriormente me referí a El día que Nietzsche lloró como una novela para
la enseñanza. ¿Intenté también que Lying on the Couch fuera una novela para la
enseñanza? Fui ambivalente respecto a eso. Por un lado, el practicante de la
psicoterapia y el profesional en prácticas constituían mi público privado
durante la escritura, y nada podía resultarme más placentero que Lying on the
Couch se asignara como libro de texto en los programas de instrucción. Por otro
lado, yo estaba deseando ser un verdadero novelista, y siempre que tenía que
hacer frente a una cuestión decisiva mientras escribía Lying on the Couch, optaba
cada vez por consideraciones literarias, para que el libro resultara entretenido
más que didáctico. Una y otra vez sacrifiqué jugosas oportunidades para
insertar aspectos pedagógicos.
Sin embargo, no experimenté, y no experimento ahora, la libertad de la
mayoría de novelistas. Por un lado, estoy limitado por el conocimiento de que
en mi práctica con los pacientes, estos leen mis novelas. Por otra parte, soy
demasiado conocido en la especialidad, como profesor de psiquiatría en
Stanford y como autor de libros de texto utilizados en programas de educación
psicoterapéutica. Para mí es importante que mis estudiantes no confundan mis
escritos profesionales con la ficción que escribo sobre psicoterapia. Siempre que
es posible, pongo de relieve que la ficción que escribo es producto de la
imaginación, que no apruebo toda la conducta de los terapeutas sobre la que
escribo, y que el argumento de cada libro y la vida interior de cada personaje
son pura invención. Aún así, se suscitan interrogantes, como el de si mis
novelas son, efectivamente, ficción. En mi defensa, he observado que las novelas
de Robert Ludlum huelen a asesinato y a caos, sin embargo, nadie le acusa de
ser un asesino en serie; ni Philip Roth, quien escribe intensamente sobre
diversas y extrañas prácticas sexuales, es descalificado como pervertido.

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Mis temores se confirmaron en la primera revisión del libro, que ponía


en cuestión si la novela era verdaderamente ficción o si, como Love's Executioner,
representaba una confesión personal. Otro revisor planteó que la novela
cuestionaba la relevancia de la psicoterapia. No obstante, mis intenciones eran
bastante diferentes. Nunca he dudado de la relevancia ni del poder de la
psicoterapia, y aunque satirizo algunos aspectos de la práctica terapéutica
contemporánea, mi protagonista, Ernest, pasa por ser un hombre íntegro. A
pesar de su deseo exacerbado, su torpeza, el debate con sus primitivos apetitos,
permanece totalmente comprometido con sus pacientes y con su visión de la
continua posibilidad de crecimiento del ser humano.

¿ES IMAGINARIA LA FICCIÓN? ¿VERDADERA LA VERDAD?

Escribiendo Lying on the Couch experimenté como un cambio respecto a


mis anteriores escritos profesionales, una venturosa inmersión en el reino de la
«pura ficción». ¿Pero qué es «pura ficción»? Los últimos años han sido testigos
de un ajuste considerable de los límites entre ficción y no ficción. Consideremos
el desarrollo de la visión en psicoterapia según la cual la reconstrucción precisa
de la vida de un individuo es, en gran medida, ilusoria. El objetivo
psicoterapéutico se ha convertido en una construcción y no en una
reconstrucción; buscamos proporcionar algún relato vital que resulte plausible
-incluso uno producto de la ficción- que pueda proporcionar coherencia y
comprensión. O consideremos la nueva investigación sobre recuerdos
implantados, que indican que pueden ser implantados fácilmente recuerdos
falsos, y que los individuos son a menudo incapaces de diferenciarlos de los
recuerdos «reales» de acontecimientos que ocurrieron de hecho. Las viejas y
seguras distinciones entre lo verdadero y lo imaginado cada vez resultan más
borrosas.
Nietzsche, quizás más que ningún otro pensador, ha contribuido a esta
indiferenciación. Él comparó la verdad con las pieles de serpientes de una
muda, desechadas por aquellos a quienes pertenecen cuando se hacen más
grandes y más viejos. Su visión perspectivista de la verdad postula que no hay
una verdad, hay solamente interpretación: la verdad es una conveniencia, «la
verdad es el tipo de error sin el cual no podrían sobrevivir ciertas especies de
vida».95
La verdad se mezcla con la ficción al escribir Lying on the Coach,
rnuchísimas escenas tienen algún tipo de relación con la realidad: están sacadas
de, basadas en, o inspiradas por acontecimientos reales. Por ejemplo, el capítulo 2
sucede en una reunión del instituto psicoanalítico en la que un venerado
aunque inconformista psicoanalista es expulsado del instituto. Aunque la

95
F Nietzsche, The Will to Power, Nueva York, Vintage Books, 1968, pág 272 (trad cast: En torno a
la voluntad de poder, Barcelona, Planeta, 1986)

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escena pasa por ser cómica y absurda, está inspirada en un acontecimiento real,
la expulsión del Instituto Psicoanalítico Británico, hace veinticinco años, de
Masud Khan (tal y como me fue relatado por el doctor Charles Rycroft y ha sido
descrito en la biografía de Judy Cooper sobre Masud Khan).96
En el prólogo de Lying on the Couch, Seymour Trotter, un patriarca de la
profesión y antiguo presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana es una
combinación de al menos tres figuras: un terapeuta que, años antes, había
abusado sexualmente de una de mis pacientes; una figura eminente en los
círculos psicoanalíticos de Boston; y Jules Masserman, antiguo presidente de la
Asociación Psiquiátrica Norteamericana y la Asociación Psicoanalítica
Norteamericana, que fue acusado de abusos sexuales de pacientes después de
drogarlos con pentotal sódico.
El argumento del prólogo se inspiró parcialmente en una historia que
corría cuando yo era residente en psiquiatría. En una de las primeras grandes
resoluciones judiciales por mala práctica profesional, fue encontrado culpable
por abuso sexual un eminente analista de Nueva York, y su joven paciente fue
compensada con una enorme suma por la compañía de seguros. Meses más
tarde, una vez pasada la historia fueron vistos dando un paseo, apoyando sus
hombros entre sí, por una playa cercana a Río de Janeiro. ¿La historia es real o
apócrifa? Lo ignoro. Tan sólo sé que permaneció latente en mi mente durante
casi cuarenta años hasta encontrar expresión en la novela.
De este modo, la ficción no es plenamente imaginaria en esos episodios
reales y, a menudo, son incorporados individuos a la narración. El siguiente
episodio representa cómo la ficción y el recuerdo pueden fusionarse por
procedimientos menos obvios.
En El día que Nietzsche lloró, Nietzsche, mientras deambula por el
cementerio y reflexiona sobre las lápidas, compone un pequeño poema:

Hasta la piedra se impone a la piedra


y aunque ninguna puede oír
y ninguna puede ver
cada una dice suavemente, entre sollozos: recuérdame, recuérdame,

Esas líneas de ripios (precedidas por varios otros que no hacen un corte
fmal en la novela) vinieron a mí rápidamente, y los escribí con un inmenso
placer: mi primer verso publicado. Un año más tarde, cuando estaba cambiando
de consultorio, mi secretaria encontró un gran sobre de papel Manila, cerrado,
amarillento por el paso del tiempo, que había caído detrás del fichero. Contenía
un gran fajo de papel con la poesía que había escrito al final de mi adolescencia
y no lo había visto durante décadas. Entre los versos se encontraban las líneas
idénticas, palabra por palabra, que había imaginado estar escribiendo por
96
T Cooper, Speak of Me as I Am The Life and Work of Masud Khan, Londres, Karnac Books, 1993.

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primera vez en la novela. Las había escrito en 1954, cuarenta años antes, cuando
murió el padre de mi prometida. Me había plagiado a mí mismo.
Un episodio, de algún modo similar, afecta a uno de los Beatles George
Harrison, que fue demandado por un músico, que afirma que la canción de
Harrison «My Sweet Lord» había sido plagiada de una canción suya anterior,
«He's So Fine». Musicólogos expertos estuvieron de acuerdo en que las
partituras eran sorprendentemente similares y el tribunal ordenó a Harrison a
pagar una indemnización. Harrison difícilmente necesitaba plagiar la obra de
otro músico; lo que probablemente ocurrió fue que habría oído la canción,
reprimió la experiencia, y después la reinventó.
Estos incidentes son un testimonio de la existencia del inconsciente.
Pienso en tales historias siempre que oigo declarar a los neuropsicólogos que
ninguna prueba de la investigación documenta la existencia del inconsciente.
En esos momentos me viene a la cabeza el comentario del neurofisiólogo
Sherrington: «Si enseñas a un perro Airedale a tocar el violín, no necesitas un
cuarteto de cuerdas para probarlo».
El día que Nietzsche lloró borraba los límites entre ficción y verdad
colocando personajes históricos reales en escenarios imaginados. Esta
indiferenciación posmoderna de los límites literarios -entre biografía,
autobiografía y ficción- se ha estado desarrollando lentamente desde hace
veinte años. Recordemos, por ejemplo, Rosencrantz y Guildenstern están muertos,
1966, del autor teatral Tom Stoppard, en la que los protagonistas secundarios de
Hamlet se convierten en protagonistas de su propia obra, o su Travestidos, 1974,
que describe un encuentro imaginario entre Joyce, Lenin y Tristan Tzara. En mi
libro Love's Executioner, ya había experimentado con la supresión de los límites
entre el historial clínico y la ficción.
En psicoterapia el límite entre ficción e historia personal siempre ha
estado poco claro. Es tan sólo recientemente, quizás debido al libro, que ha
marcado un hito, de Donald Spence, Narrative Truth and Historical Truth, cuando
los terapeutas han sabido apreciar sus propios esfuerzos narrativo-
constructivos (como opuestos a los reconstructivos) en psicoterapia. Los
terapeutas y los analistas ya no se consideran a sí mismos, como hizo Freud,
arqueólogos psicologistas esforzándose por excavar la verdad histórica real de
una vida: todos nosotros nos hemos hecho perspectivistas nietzscheanos.
Entendemos que la verdad cambia de acuerdo con la perspectiva del
observador y, en el caso de la terapia, la forma de la verdad está enormemente
influida por la naturaleza de la relación terapéutica.
Leslie Farber proporciona una estampa ilustrativa del perspectivismo
psicoterapéutico en un ensayo titulado «Lying on the Couch» que apareció en
su libro de 1976, Lying, Despair, Jealousy, Envy, Sex, Suicide, Drugs, and the Good
Life. Al principio de su carrera, mientras estaba siendo analizado en una
consulta en el propio hogar de la analista, había sido frecuentemente molestado

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por los sonidos discordantes de su hijo, que practicaba el violín en algún lugar
de la casa. Cuando finalmente se quejó, su analista le complació
inmediatamente saliendo del consultorio y haciendo guardar silencio a su hijo.
Poco después, sus horas de análisis se vieron inundadas con los
recuerdos de cuando tocaba el violín en su propia infancia. Puesto que había
demostrado ser un músico precoz, su padre había albergado grandes
esperanzas de verlo convertido en un violinista de conciertos. Cuando
«sobrepasó» el violín en su adolescencia, su padre se sintió herido y disgustado:
llevó meses, años, para que el distanciamiento entre ellos desapareciese.
Tan sólo mucho más tarde se dio cuenta Farber de que había estado
«tendido en el diván» y sucumbió ante una interpretación romántica de su
juventud. Aunque, en efecto, había estado tocando el violín cuando era joven,
fue un músico mediocre y nadie había suscitado nunca el cuestionamiento de su
carrera musical. Lo cierto es que el violín nunca había sido la causa del
distanciamiento con su padre, con el que siempre se había mantenido en buenas
relaciones. Sin embargo, la narración durante su análisis había sido
maravillosamente satisfactoria para él, lo que le indujo finalmente a explorar
con más profundidad la transferencia con su analista.
Por cierto, el título del ensayo de Farber, «Tendido en el diván», ilustra la
dificultad de la atribución determinante: no tengo duda de que tomé el nombre
de mi novela de este ensayo, aunque no recuerdo haber «decidido» utilizarlo.
No había releído, o ni siquiera puesto los ojos sobre el libro de Farber desde
1976, pero cuando estaba redactando mi novela, el título apareció simplemente
en mi cabeza y yo supe instantáneamente que era el correcto.
Lo mismo vale, también, para los fragmentos de la historia que describo
en mi ensayo sobre El día que Nietzsche lloró (la historia de los dos curanderos, de
Herman Hesse, y el fragmento de la obra de Helmuth Kaiser, Emergency).
¿Utilicé metódicamente estos cuentos en la construcción de mi argumento? ¿Era
realmente cierto, como he sugerido en otro lugar, que estos cuentos habían
«estado repicando en mi mente durante varios años» y que «sus ecos resonaban
a lo largo de las páginas»? ¿O eso es una ficción, una versión romántica de la
narración que proporciona sentido que bastante a menudo construirnos en la
terapia y en la vida?
¡Ay!, ¡simplemente no recuerdo! El ordenador ha convertido en obsoletos
los apuntes originales y las primeras versiones. Hasta donde puedo recordar,
fue meses después de haber acabado El día que Nietzsche lloró, mientras preparaba
una disertación sobre el proceso de escribir una novela relativa a la psicoterapia,
que se me ocurrió por primera vez la posible influencia de estos cuentos. Si las
historias, consciente o inconscientemente, influyeron en la novela, o si
simplemente las recordé más tarde con el propósito de idear una línea narrativa
coherente que se adecuara a una lección magistral, es algo que nunca sabré.
La ficción de Farber como virtuoso del violín nos recuerda que la

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memoria puede ser, demasiado a menudo, conceptualizada como basada en el


trauma: esto es, la experiencia del trauma es un instrumento con el que
elegimos entre recordar u olvidar. La memoria puede estar influida también por
un impulso estético, por el deseo de realizar un producto artístico de la propia
vida.
El satisfactorio relato vital que construye el paciente durante la terapia
frecuentemente cambia cuando surgen nuevos datos. A veces puede desarrollar
narraciones alternativas que son puestas en juego para atender a las demandas
de una situacion particular. Personalmente puedo dar fe de dos narraciones
vitales guía que se me hicieron evidentes durante mi análisis personal.
Describí una de estas narraciones anteriormente: la de yo mismo como
un joven escritor, un novelista frustrado, que sabía que la cosa más maravillosa
que uno podía hacer en la vida era escribir una excelente novela, pero que,
debido a presiones culturales, eligió la carrera médica y tan sólo décadas más
tarde fue capaz de volver a su verdadera vocación.
Este relato romántico me ha servido bien. Estuvo siempre ahí en un
segundo plano, disponible cuando se necesitaba, confortándome cuando me
veía superado por las dudas sobre mi investigación profesional o mi práctica
terapéutica. Ahora, a medida que tomo distancia de la reproblematización
médica del campo de la psiquiatría, la narración se ha desplazado más hacia el
primer plano. Siempre que destapo un problema del American Journal of
Psychiatry y hojeo página tras página de informes sobre investigación
psicofarmacológica o neuroimaginación, esperando, en vano, encontrar aunque
sólo sea un artículo que pueda comprender, un artículo que trate de las
inquietudes humanas de los pacientes, sitúo esta narración más estrechamente
ligada a mí, diciendo, «lo mío no es la medicina, ni incluso la psiquiatría; yo soy
un escritor: ahí es donde realmente vivo».
Una segunda narración esencial, alternativa, que se reveló en mi análisis
comenzó cuando yo tenía trece años. En una fría noche de noviembre, hacia las
tres de la madrugada, mi padre sufrió un grave infarto de miocardio y
estuvimos (mi madre, mi padre y yo) esperando la llegada de nuestro médico
de familia, el doctor Manchester. Mi madre estaba consternada y, como hacía
habitualmente en los momentos de tensión, miraba buscando a alguien a quien
culpar. Como era habitual, su mirada cayó sobre mí.
«Es culpa tuya -gritaba-, hiciste esto, todo el agravamiento, todo el dolor
que le proporcionaste: tú le hiciste esto. Tú. Tú.» Esperamos la llegada del
doctor, mi madre llorando, mi padre gimiendo de dolor, y yo temblando
vilmente al lado de su cama, cogiendo su mano, odiando a mi madre y
considerando si había algo de verdad en su acusación. Finalmente llegó el
doctor Manchester. Nunca antes en mi vida había oído un sonido más bello,
que aplacara más el terror, que el de los neumáticos de su gran Buick haciendo
crujir las hojas de otoño, amontonadas al lado de la acera.

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Fue maravilloso. Milagroso. Alivió el dolor de mi padre con una


inyección. Calmó a mi madre con tranquilizantes. Despeinó afectuosamente mi
cabello y me permitió coger su estetoscopio. Esperó con nosotros hasta la
llegada de la ambulancia y la siguió hasta el hospital. Tan agradecido estaba
que, en aquel momento y allí mismo (tal y como lo recuerdo), decidí ser médico
y transmitir a los demás lo que el doctor Manchester me había dado.
Este relato ha tirado de mí la mayor parte de mi vida. Mi identidad
primaria ha sido la de un médico o un curandero, y nunca he permitido que
nada se antepusiera a mi compromiso con los pacientes. Incluso en los últimos
años, en que me he convertido en un escritor con más dedicación, es difícil
liberar mi apego a la narración vital del «doctor». Sé que me resisto a disminuir
mi práctica terapéutica; una vez oigo las particularidades de la desesperación
de un individuo, tengo grandes dificultades para no aceptar el tratamiento del
paciente.
Y, desde luego, siempre que he salido malparado por la crítica negativa
de un libro, corro a volcarme en mi identidad como médico y me tranquilizo
diciendo: «Yo no soy un escritor. Yo soy médico. Siempre lo he sido».

TENDERSE Y PSICOTERAPIA

El doble sentido del título Tendido en el diván97 hace surgir todavía otro
aspecto del límite entre ficción y no ficción. ¿Cuándo mienten los pacientes y
cuándo dicen la verdad? Hace muchos años, durante mi servicio militar, fue
admitido en mi sala un sargento que mostraba un extraño conjunto de
síntomas. Faltaban tan sólo unas pocas semanas para que completara los treinta
años de servicio (lo que le habría proporcionado una buena pensión de por
vida) cuando fue arrestado por abuso sexual de un chico. Inmediatamente cayó
en un estado confuso de amnesia en el que respondía a todas las preguntas
incorrectamente, pero de tal modo que indicaba que conocía las respuestas
correctas: por ejemplo, cinco veces cuatro son diecinueve, seis veces tres son
diecisiete, un cuballo tiene tres patas.
Sus oficiales sospechaban que se fingía enfermo. Hablaban de lo
conveniente que le resultaba al sargento desarrollar una psicosis precisamente
ahora, para evitar la responsabilidad de una acción criminal que le supondría
un deshonroso despido y la pérdida de su pensión militar. Incluso el modo que
tenía de responder a las preguntas sugería que estaba mintiendo. Pero una
mentira tiene su intención y un origen: debe haber habido tiempo para que
inventara la mentira, y un lugar en su mente donde supiera que estaba
mintiendo. ¿Dónde estaba ese lugar, y ese tiempo? Nunca pude encontrarlo. Por
mucho que profundicé con prolongadas entrevistas, hipnosis, o pentotal sódico,
nunca encontré una fisura en la mentira.
97
En inglés Lying on the Couch se puede traducir, además, como «mintiendo en el diván».

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Finalmente convenció y consiguió aquello que todo el mundo pensaba


que quería: la baja médica con su pensión intacta. Perdí el contacto con él
después de eso; estaba demasiado ocupado en el ejército como para seguir a los
pacientes de baja. (Después de esto nunca desaprovecharía el final de una
historia así.) No obstante, lo más probable es que la suya fuera una victoria
pírrica: normalmente los individuos que exhiben sus síntomas (el diagnóstico
formal suele ser síndrome de Ganser, también conocido como el síndrome de
las respuestas aproximadas) acaban, para sorpresa de todos, viviendo con
psicosis la mayor parte de su vida.
La mentira manifiesta es parte de la práctica diaria en psiquiatría forense,
o en cualquier situación en la que un tercero -la ley, un empresario, una
compañía de seguros, una esposa- se inmiscuye en el contexto terapéutico. Pero
en la relación terapéutica tradicional, donde los pacientes persiguen un
consuelo personal mayor, la autocomprensión y el crecimiento personal, la
mentira adopta unas formas mucho más sutiles de ocultación, exageración,
omisión o distorsión.
Aun cuando nosotros, psicoterapeutas profundos, apreciamos que hay
una incognoscibilidad básica respecto a los demás, nunca dejamos de
esforzarnos para salvar la distancia que nos separa del cliente. Mirando hacia
atrás, ahora comprendo que muchos de mis experimentos con la técnica
terapéutica han estado motivados por este deseo. Yo me descubro más y más de
mí mismo en un esfuerzo por animar a los pacientes a la reciprocidad. Me
aprovecho de los sueños y las fantasías. Animo a los pacientes a que no se
contengan en nada. He visitado sus casas (muy raras veces, por cierto) para
saber más sobre ellos. Les he pedido que trajeran fotografías de sus familias de
origen y actuales. Le pedí a Ginny (de Every Day Gets a Litle Closer) que revelara
en sus informes escritos lo que había ocultado en nuestras reuniones. Incluso en
la ficción le he pedido a Nietzsche y a Breuer que escribieran informes sobre sus
tácitos sentimientos secretos sobre sus encuentros.
A menudo dirijo grupos de terapia con mis propios pacientes
individuales y me parece increíble lo mucho que ocultan todos. Los clientes
normalmente le ocultan al grupo mucho de lo que han desvelado en las horas
de terapia individual. Algunas veces sigo con la mirada a los miembros del
grupo y pienso: «Todos mienten», ocultan lo mismo partes vitales de sí mismos
que los sentimientos hacia los demás miembros. He conocido pacientes que se
han negado a revelar su enorme riqueza, sus antecedentes por abusos, sus
condenas criminales, parafilias sexuales, o aventuras extramaritales.
Recientemente tuve dos psicoterapeutas en grupos de terapia quienes, a pesar
de mis exhortaciones, se negaron a revelar su profesión al grupo (uno por temor
a que pudiera darse a sus palabras una relevancia indebida, el otro por temor a
ser juzgado como un terapeuta incapaz debido a sus problemas psicológicos
personales). Casi todo el mundo oculta alguno de sus sentimientos más fuertes

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hacia los demás miembros: envidia, atracción, deseo sexual, temor, repulsión.
Frecuentemente me siento como un mago, sabiendo mucho más de lo declarado
en el grupo. En efecto, uno de los problemas enojosos para los terapeutas que
ejercen la terapia combinada (individual y de grupo) es el de saber cómo
manejar su conocimiento privilegiado.
Consideremos la historia de Leslie Farber de haber sido un niño prodigio
con el violín. ¿Estaba mintiendo explícitamente? ¿O daba inconscientemente
una versión romántica de su vida dando forma a su recuerdo de acuerdo con lo
que exigía la situación bipersonal? ¿Estaba él tan deseoso de ganar la
aprobación de su analista que volvió a forjar sus recuerdos? Quizá estaba
compitiendo con el hijo de su analista y esperaba ganar su admiración
aludiendo a su superior habilidad musical. O podía haber estado agradecido
por haber hecho guardar silencio a su hijo y la premió con la liberación de una
avalancha de deliciosos recuerdos.
La poca fiabilidad de la memoria es incontestable. Nietzsche supo
apreciar plenamente su maleabilidad cuando escribió, «"Yo he hecho eso", dice
mi memoria. "Yo no puedo haber hecho eso", dice mi orgullo, y permanece
inexorable. Finalmente, la memoria cede». 98 Una y otra vez la memoria cede, y
no hay una posición privilegiada, objetiva, desde la que uno pueda ver la
cesión. A medida que se hacía viejo, dijo Mark Twain, su memoria de sucesos
que nunca sucedieron se hacía más vívida.
Las historias de casos de los libros que no son de ficción son mucho
menos ciertas de lo que se cree generalmente. Los editores están tan
atemorizados por la actual epidemia de pleitos, que la mayoría de historias de
casos publicados de la literatura psicoterapéutica contemporánea son casi
enteramente producto de la imaginación. ¿Pero es esa una legítima
preocupación pedagógica? ¿Es lo «real» equivalente a exactitud histórica?
Frecuentemente he encontrado personajes de ficción que son más «reales» que
personajes históricos. Debido a que los novelistas conocen a sus personajes
completamente, tienen una clara ventaja sobre los psicoterapeutas que actúan
en connivencia con sus sujetos para guardar sus secretos. De modo que mis
personajes de ficción -Ernest Lash, Josef Breuer o Friedrich Nietzsche- pueden
ser más reales, esto es, plenamente conocidos, que alguno de los personajes de la
vida real descritos en mi obra de no ficción, tales como las estampas de mis
libros de texto y las historias de casos de Love’s Executioner.
Gran parte de lo mismo se puede decir de otro practicante de la escritura
de no ficción, el biógrafo profesional, quien, como el psicoterapeuta, intenta
recrear una vida. ¿Pero es real la no ficción biográfica? Considere las grandes
limitaciones que padecen los biógrafos debido a las fuentes que manejan. Si los
psicoterapeutas, que pasan incontables horas escuchando los íntimos detalles

98
F. Nietzsche, Beyond Good and Evil, Nueva York, Vintage Books, 1989, pág. 80 (trad. cast.: Más
allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 17a ed., 1997).

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de una vida, se maravillan de lo poco que conocen realmente a sus pacientes,


imagine lo alejados que están los biógrafos del objetivo. Considere cuanto de su
propia esencia se captaría en una biografía basada tan sólo en sus artículos, o su
correo electrónico, o en los recuerdos publicados de los conocidos. Incluso si los
biógrafos escriben sobre una figura contemporánea, todavía existen grandes
limitaciones por lo que ellos mismos -o el sujeto- eligen publicar.
Una biógrafa de Samuel Bcckett una vez comentó que Beckett empezaba
sus entrevistas con un saludo característico: «Aquí está la persona que va a
mostrar al mundo la clase de farsante que soy». Qué cita tan deliciosa, pensé. Si
hubiera escrito yo la biografía hubiera hecho de ella un eje de la narración. Sin
embargo, cuando le pregunté a la biógrafa cómo utilizaba este material en su
escrito me respondió que nunca podría escribir sobre eso: era confidencial, un
chiste privado entre los dos.
Esta extravagante perspectiva de la biografía como ficción y de la ficción
como vida está maravillosamente sintetizada en el comentario de Thornton
Wilder: «Si los personajes históricos, la reina Isabel, Federico el Grande, o
Ernest Hemingway, por ejemplo, tuvieran que leer sus biografías, exclamarían,
"Ah mi secreto está a salvo todavía". Pero si Natacha Rostov tuviera que leer
Guerra y paz, gritaría, cubriéndose el rostro con las manos, "¿Cómo lo supo?
¿Cómo lo supo?"».

El prólogo de Lying on the Couch, reproducido en las páginas siguientes,


fue redactado varios años antes que el resto de la novela y puede leerse como
una historia aparte. Seymour Trotter, que está siendo interrogado por mala
conducta sexual con una joven paciente, es un curandero dolido, mitad farsante,
mitad genial; es un gigante caído que, en su caída, ofrece un regalo a Ernest. La
historia de Seymour es presentada como un cuento con moraleja, un oscuro
telón de fondo contra el que discurrirá el resto de la novela.

Tendido en el diván: el prólogo

Ernest amaba ser un terapeuta. Día tras día sus pacientes le invitaban a
entrar en los recovecos más íntimos de sus vidas. Día tras día, él los
reconfortaba, los atendía, aliviaba su desesperación. Y en correspondencia, él
era admirado y apreciado. Y pagado también. Sin embargo, pensaba a menudo
Ernest, si no necesitara el dinero, ejercería la psicoterapia sin recibir nada a
cambio.
Afortunado es aquél que ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado
todo iba bien. Más que afortunado. Bendecido. Era un hombre que había
encontrado su vocación, un hombre que podía decir, estoy exactamente donde
pertenezco, en el torbellino de mis talentos, mis intereses, mis pasiones.
Ernest no era un hombre religioso. Pero cuando abría su agenda cada

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muñana y veía los nombres de ocho o nueve personas queridas con las que
pasaría el día, se veía dominado por un sentimiento que sólo podía ser descrito
como religioso. En estas ocasiones tenía el deseo más profundo de dar las
gracias -a alguien, a algo- por haberle llevado hasta su vocación.
Había mañanas en las que buscaba a la luz del cielo de su victoriana calle
de Sacramento, a través de la niebla de la mañana, e imaginaba a sus
antepasados psicoterapeutas suspendidos en el amanecer.
-Gracias, gracias -diría como en una letanía. Les daba las gracias a todos,
a todos los curanderos que se habían ocupado de la desesperación. Primero, los
antecesores primitivos, con sus perfiles celestiales apenas visibles: Jesús, Buda,
Sócrates. Tras ellos, algo más definidos, los grandes precursores: Nietzsche,
Kierkegaard, Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler,
Horney, Sullivan, Fromm y el rostro sonriente y agradable de Ferenczi.
Hace unos cuantos años, respondieron a su grito de angustia cuando,
después de su formación como residente, cayó en la típica decisión de todo
neuropsiquiatra joven y ambicioso y se dedicó a la investigación en
neuroquímica: el rostro del futuro, el terreno por excelencia para la
oportunidad personal. Los antecesores sabían que había perdido su camino. Él
no pertenecía a la ciencia de laboratorio. Ni a la práctica psicofarmacológica
dispensadora de recetas médicas.
Ellos le enviaron un mensajero -un curioso mensajero de energía- para
transportarle hasta su destino. Hasta este día Ernest no supo cómo decidió
hacerse terapeuta. Pero recordaba cuándo. Recordaba el día con sorprendente
claridad. Y recordaba al mensajero, también: Seymour Trotter, un hombre al
que vio tan sólo una vez, y que cambió su vida para siempre.
Seis años antes, el director del departamento de Ernest le había
designado para que se dedicara durante un trimestre a las tareas propias del
Comité de Ética Médica del Hospital Stanford, y la primera actuación
disciplinaria de Ernest fue la del caso del doctor Trotter. Seymour Trotter era un
patriarca de la psiquiatría comunitaria de setenta y un años de edad y antiguo
presidente de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría. Había sido acusado
por mala conducta sexual con una paciente de treinta y dos años.
Por esa época Ernest era un profesor asistente de psiquiatría, justo
cuando llevaba cuatro años de residencia. Investigador en neuroquímica a
tiempo completo, era completamente ingenuo en lo relativo al mundo de la
psicoterapia; demasiado ingenuo para saber que se le había asignado este caso
porque nadie más lo habría aceptado: todos los psiquiatras de más edad en
California del Norte veneraban y temían enormemente a Seymour Trotter.
Ernest eligió un austero consultorio administrativo de hospital para la
entrevista y trató de tener una apariencia oficial, mirando el reloj mientras
esperaba al doctor Trotter, con la carpeta que contenía el expediente ante él,
sobre la mesa de trabajo, sin abrir. Para permanecer imparcial, Ernest había

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decidido entrevistar al acusado sin un conocimiento previo y, de este modo, oír


su historia sin una idea preconcebida. Leería el expediente más tarde y
programaría un segundo encuentro, si era necesario.
Enseguida oyó como el ruido de un bastón resonando al final del pasillo.
¿Sería ciego el doctor Trotter? Nadie le había preparado para eso. Los golpes de
bastón, seguidos por el arrastrar de pies, se hacían más próximos. Emest se
irguió y dio unos pasos hasta el pasillo.
No, no era ciego. Cojo. El doctor Trotter se balanceaba pasillo abajo,
equilibrándose con dificultad entre dos bastones. Iba doblado por la cintura y
llevaba los bastones muy separados del cuerpo, a una distancia de casi la
longitud de los brazos. Unos buenos y fuertes pómulos, y el mentón, todavía se
sostenían por sí mismos, pero el resto del terreno más blando había sido
colonizado por arrugas y placas seniles. Le colgaban del cuello profundos
pliegues de la piel, y unos rizos de un musgo velloso de color blanco
sobresalían de sus orejas. Sin embargo, la edad no había derrotado a este
hombre: algo juvenil, incluso infantil, sobrevivía en él. ¿Qué era? Quizá su pelo,
gris y denso, que llevaba cortado casi a rape, o su ropa, una chaqueta azul
tejana cubriendo un suéter blanco de cuello alto.
Se presentaron en la entrada. El doctor Trotter dio un par de pasos
balanceándose hacia el interior del despacho, repentinamente alzó sus bastones,
giró vigorosamente y, aunque por puro azar, en una pirueta, cayó en su asiento.
-¡Diana! ¿Sorprendido, eh?
Emest no estaba como para que lo distrajeran.
-¿Comprende usted el propósito de esta entrevista, doctor Trotter, y
comprende por qué la estoy grabando?
-He oído que la administración del hospital está considerando mi
nombre para el premio de Trabajador del Mes.
Ernest, le miró fijamente sin pestañear por encima de sus grandes gafas y
no dijo nada.
-Lo siento, yo sé que usted tiene un trabajo que hacer, pero cuando haya
usted pasado de los setenta sonreirá ante intentos como éste. Sí, setenta y uno la
semana pasada. ¿ Y usted tiene, doctor ... ? He olvidado su nombre. Cada
minuto -dijo mientras se daba golpecitos en la sien-, una docena de neuronas
corticales enloquecen como moscas agonizantes. Resulta irónico que haya
publicado cuatro artículos sobre la enfermedad de Alzheimer, naturalmente he
olvidado dónde, pero era en buenas revistas. ¿Sabía usted eso?
Ernest sacudió la cabeza.
-Así que usted nunca lo supo y yo lo he olvidado. Eso nos deja a los dos
en la misma situación. ¿Sabe usted dos buenas cosas sobre el Alzheimer? Tus
viejos amigos se convierten en tus nuevos amigos, y puedes ocultar tus propios
huevos de Pascua.
A pesar de su irritación, Ernest no pudo evitar sonreír.

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-¿Su nombre, edad, y escuela?


-Soy el doctor Ernest Lash, y quizás el resto no viene al caso ahora,
doctor Trotter. Tenemos mucho camino que recorrer hoy.
-Mi hijo tiene cuarenta. Usted no puede tener muchos más. Sé que se ha
licenciado usted en la residencia Stanford. Le oí hablar a usted el año pasado en
el ciclo de conferencias de profesionales. Lo hizo usted bien. Una presentación
muy clara. Todo es psicofármaco ahora, ¿no? ¿Qué tipo de formación
psicoterapéutica estáis teniendo ahora? ¿Ninguna?
Ernest se sacó el reloj y lo puso sobre la mesa.
-En algún otro momento estaré encantado de enviarle a usted una copia
con el currículo de la residencia Stanford, pero por ahora, por favor, vamos a
entrar en el asunto que tenernos entre manos, doctor Trotter. Quizás lo mejor
sería que me hablara usted de la señora Felini del modo que a usted mejor le
parezca.
-De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Usted quiere que sea serio. Quiere
que le cuente mi historia. Recuéstese, sabelotodo, y le contaré a usted una
historia. Empezaremos por el principio. Fue hace unos cuatro años, como
mínimo hace cuatro años. No sé dónde he puesto todas mis grabaciones de esta
paciente... ¿cuál fue la fecha de acuerdo con su hoja de cargos? ¿Qué? No la ha
leído usted. ¿Pereza? ¿O trata de evitar un sesgo acientífico?
-Por favor, doctor Trotter, continúe.
-La primera norma de la entrevista es forjar un ambiente cálido y de
confianza. Ahora que ha cumplido eso bastante ingeniosamente, me siento
mucho más libre para hablar de temas dolorosos y embarazosos. Vaya, eso le
afectó. Tiene que tener cuidado conmigo, doctor Lash, he estado cuarenta años
leyendo caras. Soy muy bueno en eso. Pero si ha acabado las interrupciones,
empezaré. ¿Listo?
»Hace años -vamos a decir unos cuatro años- una mujer, Belle, cae, o
debería decir se mete, en mi consulta, o se enfanga: enfangarse, eso está mejor.
¿Es enfangar un verbo? Con treinta y pico de años, de origen familiar adinerado,
suiza italiana, deprimida, llevando una blusa de manga larga en verano. Una
cuchilla, obviamente: las muñecas con cicatrices. Si usted ve mangas largas en
verano, una paciente desconcertante, siempre pienso en las muñecas cortadas y
en las inyecciones de droga, doctor Lash. Atractiva, piel espléndida, ojos
seductores, elegantemente vestida. Auténtica clase, pero al borde de la
decadencia.
»Una larga historia autodestructiva. Llámela: drogas, todas probadas, sin
dejar una. Cuando la vi por primera vez estaba volviendo al alcohol y cortando
un poco de heroína. Pero no era realmente adicta. De alguna manera no le había
cogido el tranquillo -algunas personas son así- pero estaba trabajando en el
asunto. Desórdenes en la alimentación, también. Anorexia principalmente, pero
alguna purga bulímica ocasional. Ya he mencionado los cortes, muchos,

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repartidos en ambos brazos y muñecas, gustaba del dolor y de la sangre; éste


era el único momento en el que se sentía viva. Oyes decir eso a los paciente todo
el tiempo. Una media docena de hospitalizaciones, breves. Firmaba el registro
de salida en un día o dos. El personal aplaudiría seguramente cuando ella salía.
Era buena, un verdadero prodigio, en el juego de armar alboroto. ¿Recuerda
usted Juegos a los que juega la gente de Eric Berne?
»¿No? Imagino que es anterior a su época. Cristo, me siento viejo. Cosa
buena: Berne no era estúpido. Léalo: no debería olvidarse.
»Casada, sin niños. Se negaba a tenerlos; decía que el mundo era un
lugar demasiado espantoso para imponérselo a un niño. Marido agradable,
relación corrompida. Él quería niños desesperadamente, y había montones de
peleas por eso. Él era un banquero de inversiones, como su padre, siempre
viajando. Con unos cuantos años de matrimonio su líbido se apagó, o quizás
consiguió canalizarla para hacer dinero; hizo su buen dinero, pero realmente
nunca tuvo su gran momento como su padre. Trabajo, trabajo, trabajo, dormía
con el ordenador. Quizá se lo tiraba, ¿quién sabe? Ciertamente a quien no se
tiraba era a Belle. Según ella, la había evitado durante años, probablemente
debido a su enojo por no tener hijos. Difícil de decir qué era lo que los mantenía
casados. Él se había educado en un hogar de Ciencia Cristiana y, en
consecuencia, rechazaba la terapia de parejas, o cualquier otra forma de
psicoterapia. Pero ella admite que nunca ha sido demasiado exigente. Veamos.
¿Qué más? Déme la entrada, doctor Lash.
»¿Su terapia anterior? Bueno. Pregunta importante. Yo siempre pregunto
eso en los primeros treinta minutos. Terapia sin parar, o intentos de terapia
desde los trece o catorce años. Pasó por todos los terapeutas de Ginebra y
durante un tiempo viajó diariamente a Zürich para el análisis. Vino a la
universidad a los Estados Unidos, a Pomoma, y vio a un terapeuta tras otro,
frecuentemente durante una sola sesión. Aguantó con tres o cuatro de ellos
durante unos cuantos meses, pero realmente nunca se casó con ninnguno, ella
era, y es, muy desdeñosa. Nadie es suficientemente bueno, o al menos
suficientemente correcto para ella. Algo falla con cada terapeuta: demasiado
formal, demasiado pomposo, demasiado sentencioso, demasiado
condescendiente, demasiado orientado al negocio, demasiado frío, demasiado
preocupado por el diagnóstico, demasiado doctrinario. ¿Medicación
psiquiátrica? ¿Pruebas psicológicas? ¿Protocolos de modificación de conducta?
Olvídelo: alguien sugiere eso y son despachados inmediatamente. ¿Qué más?
»¿Cómo pudo elegirme a mí? Excelente pregunta, doctor Lash: nos
centra y acelera nuestra marcha. Todavía haremos un psicoterapeuta de usted.
Tuve esa sensación sobre usted cuando le oí en su turno del ciclo de
conferencias profesionales. Buena cabeza, incisivo. Se vio cuando presentó sus
datos. Pero lo que me gustó fue su presentación del caso, especialmente el
modo en que permitía que le afectaran los pacientes. Vi que tenía todos los

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instintos adecuados. Carl Rogers solía decir, "No malgastéis vuestro tiempo
formando terapeutas: es mejor emplear el tiempo en seleccionarlos." Siempre
pensé que había mucho de verdad en eso.
»Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? Ah, cómo llegó ella hasta mí: su
ginecólogo, a quien adoraba, fue un antiguo paciente mío. Le dijo que yo era un
tipo normal, no un farolero, y dispuesto a mancharme las manos. Me buscó en
la biblioteca y le gustó un artículo que escribí hace quince años en el que analizo
el concepto de Jung sobre la invención de un nuevo lenguaje terapéutico para
cada paciente. ¿Conoce usted ese trabajo? ¿No? Revista de Ortopsiquiatría. Le
enviaré a usted una separata. Fui incluso mas lejos que Jung. Sugería que
solemos inventar una nueva terapia para cada paciente, que nos tomamos en
serio la noción del carácter único de cada paciente y desarrollamos una
psicoterapia única para cada uno.
»¿Café? Sí, tomaré un poco. Cargado. Gracias. De manera que así es
como llegó hasta mí. ¿Y la siguiente pregunta que debería usted hacer, doctor
Lash? ¿Entonces por qué? Exactamente. Esta es la pregunta. Siempre una
pregunta de alta prioridad que hay que hacer a un nuevo paciente. La
respuesta: actuación sexual peligrosa. Incluso ella podía verlo. Siempre había
hecho algo de esto, pero la cosa se estaba desmadrando. Imagine, conduciendo
al lado de furgonetas o camiones por la carretera -suficientemente altos para
que el conductor pueda ver- y que entonces se suba la falda y se masturbe; a
ciento veinte kilómetros por hora. Una locura. Después, que ella tome la
siguiente salida, si el conductor la sigue y se para, sube a su cabina y le hace
una mamada. Un asunto explosivo. Y como éste a montones. Estaba tan fuera
de control que cuando estaba aburrida, entraba en algún bar de mala muerte de
San José, a veces de chicanos, otras de negros, y se llevaba a alguien. Disfrutaba
en las situaciones peligrosas rodeada de hombres desconocidos, potencialmente
peligrosos. Y el peligro no sólo venía de los hombres, sino de las prostitutas que
no podían admitir que les quitara su negocio. Fueron una amenaza para su vida
y tenía que estar desplazándose de un sitio para otro. ¿Y el sida, los herpes, el
sexo seguro, los condones? Como si nunca hubiera oído hablar de ellos.
»Así era, más o menos, Belle cuando empezarnos. ¿Se ha hecho una idea?
¿Tiene usted preguntas que hacer o puedo continuar? De acuerdo. Así que, de
alguna manera, pasé todas sus pruebas en nuestra primera sesión. Volvió una
segunda vez, y una tercera, y empezamos el tratamiento, dos veces, en
ocasiones tres veces, a la semana. Tardé una hora completa en hacerme cargo de
la historia detallada de su trabajo con todos los terapeutas anteriores. Esta es
siempre una buena estrategia cuando estás viendo a un paciente difícil, doctor
Lash. Averiguar cómo le trataron, y después tratar de evitar sus errores.
¡Olvidar esa mierda de que el paciente no está preparado para la terapia! Es la
terapia la que no está preparada para el paciente. Pero tienes que ser lo
suficientemente audaz y creativo para confeccionar una nueva terapia para cada

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paciente.
»Belle Felini no era una paciente a la que uno se pudiera acercar con una
técnica tradicional. Si permanezco en mi papel profesional normal -asumiendo
una historia, reflexionando, empatizando, interpretando- ¡puf!, desaparece.
Créame. Sayonara. Auf Wiedersehen. Eso es lo que ella hizo con cada uno de los
terapeutas que había visto, y muchos de ellos gozaban de buena reputación. Ya
conoce usted la vieja historia: la operación fue un éxito, pero el paciente murió.
»¿Qué técnicas empleé? Me temo que no entendió usted lo que he
querido decir. ¡Mi técnica consiste en abandonar toda técnica! Y ésta debería ser
su norma también, si se convierte usted en un terapeuta. Traté de ser más
humano y menos mecánico. Yo no proyecto un plan terapéutico sistemático;
usted tampoco lo hará después de cuarenta años de práctica. Lo que hago es
confiar en mi intuición. Pero para usted, como principiante, eso no es lo justo.
Mirándolo ahora, me doy cuenta de que el aspecto más sorprendente de la
patología de Belle era su impulsividad. Ella tiene un deseo, bingo, tiene que
actuar para hacerlo realidad. Recuerdo que quería incrementar su tolerancia a la
frustración. Éste fue mi punto de partida, mi primer objetivo en la terapia,
quizás el principal. Veamos, ¿cómo empezarnos? Resulta difícil recordar el
comienzo, después de tantos años, sin mis notas.
»Le dije a usted que las perdí. Veo la duda en su cara. Las notas se han
ido. Desaparecieron cuando me trasladé de consulta hace unos dos años. No
tiene más remedio que creerme.
»Los recuerdos principales que tengo se refieren a que, al principio, las
cosas fueron mucho mejor de lo que podía haber imaginado. No estoy muy
seguro de por qué, pero le gusté a Belle inmediatamente. No pudo haber sido
por mis atractivos. Me acababan de operar de cataratas y mi ojo parecía el de un
demonio. Y mi ataxia no mejoraba mi atractivo sexual... es una ataxia familiar,
cuyo origen está en el cerebelo, por si siente curiosidad. Definitivamente
progresiva... con un futuro como caminante de uno o dos años, y de tres o
cuatro en silla de ruedas. C'est la vie.
»Creo que le gusté a Belle porque la traté como a una persona. Hice
exactamente lo que está usted haciendo ahora; y quiero decirle, doctor Lash,
que aprecio lo que está haciendo. No leí ninguno de sus informes. Me metí en el
asunto a ciegas, queriendo estar completamente limpio. Belle no fue nunca un
diagnóstico para mí, ni alguien que estuviera en el límite, ni con desórdenes
alimentarios, ni con desórdenes compulsivos o antisociales. Éste es el modo en
que me acerco a todos mis pacientes. Y espero que yo no me convierta nunca en
un diagnóstico para usted.
»¿Que si pienso que hay lugar para el diagnóstico? Bien, sé que vosotros
los que os licenciáis ahora, y la totalidad de la industria psicofarmacéutica, vivís
del diagnóstico. Las revistas de psiquiatría están plagadas de discusiones sin
sentido sobre los matices del diagnóstico. Restos del naufragio en el futuro. Sé

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que es importante en algunas psicosis, pero juega un papel pequeño -de hecho,
un papel negativo- en la psicoterapia de cada día. ¿Ha pensado alguna vez
sobre el hecho de que es más fácil hacer un diagnóstico la primera vez que ve
un paciente, y que aquél se hace cada vez más difícil a medida que va
conociendo al paciente? Pregunte en privado a cualquier terapeuta
experimentado: ¡todos le dirán lo mismo! En otras palabras, la certeza es
inversamente proporcional al conocimiento. Vaya tipo de ciencia, ¿eh?
»Lo que le estoy diciendo, doctor Lash, no es exactamente que no hiciera
un diagnóstico de Belle; sino que no pensé en el diagnóstico. Sigo sin hacerlo. A
pesar de lo que ha sucedido, a pesar de lo que me ha hecho, sigo sin hacerlo. Y
creo que ella sabía eso. Nosotros éramos tan sólo dos personas que establecen
contacto. Y me gustó Belle. Siempre me gustó. ¡Me gustaba mucho! Y ella sabía
eso también. Quizás éste sea el asunto principal.
»Por entonces Belle no era una buena paciente para la conversación
propia de la terapia, no respecto al tipo normal. Impulsiva, orientada a la
acción, sin curiosidad por sí misma, no introspectiva, incapaz para la libre
asociación. Siempre fracasó en las tareas tradicionales de la terapia
-autoexamen, comprensión repentina- y después se sentía peor consigo misma.
Es por eso por lo que la terapia había sido siempre un fracaso. Y es por eso por lo
que yo sabía que tenía que captar su atención por otros medios. Es por eso por
lo que tuve que inventar una nueva terapia para Belle.
»¿Por ejemplo? Bien, permítame darle uno de la terapia inicial, quizás a
los tres o cuatro meses. Había estado centrado en su conducta sexual
autodestructiva y preguntándole qué es lo que realmente quería de los
hombres, incluido el primer hombre de su vida, su padre. Pero no llegaba a
ninguna parte. Era una verdadera resistente en lo relativo a hablar de su
pasado: ya había hecho demasiado de eso con otros loqueros, decía. También
tenía la concepción de que remover las cenizas del pasado era tan sólo una
excusa para eludir la responsabilidad personal de nuestras acciones. Había
leído mi libro sobre psicoterapia y me citaba esa cosa tan cierta. Odio eso.
Cuando los pacientes se resisten mediante las citas de tus libros, te tienen
cogido por los huevos.
»En una ocasión le pregunté por alguno de sus primeros sueños o
fantasías sexuales y finalmente, siguiéndome la corriente, describió una fantasía
recurrente de cuando tenía ocho o nueve años: fuera está diluviando, llega a
una habitación empapada y helada, y un hombre mayor la está esperando. Ella
abraza, le quita la ropa mojada, la seca con una gran toalla caliente, y le da un
chocolate caliente. Así que le sugerí que representáramos una representación: le
dije que saliera del consultorio y que entrara otra vez como si estuviera helada y
empapada de agua. Pasé por alto lo de desvestirla, desde luego, cogí una gran
toalla del cuarto de baño y la sequé con energía; sin ningún tipo de
comportamiento sexual, como hice siempre. Le "sequé" la espalda y el pelo,

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después la envolví en la toalla, la senté y le preparé una taza de chocolate


caliente instantáneo.
»No me pregunte por qué elegí hacer eso en aquel momento. Cuando
llevas tantos años de práctica como yo, aprendes a confiar en tu intuición. Y la
intervención lo cambió todo. Belle se quedó sin habla durante un rato, las
lágrimas brotaron de sus ojos, y se puso a berrear como un niño. Belle no había
llorado en la terapia nunca, nunca. La resistencia se había desvanecido.
»¿Qué quiero decir con que se desvaneció su resistencia? Quiero decir
que confió en mí, que creyó que estábamos en el mismo lado. El término
técnico, doctor Lash, es "alianza terapéutica." Después se convirtió en una
paciente de verdad. De sus labios salió una auténtica catarata de cosas
importantes. Empezó a vivir esperando la sesión siguiente. La terapia se
convirtió en el centro de su vida. Una y otra vez me de da lo importante que yo
era en su vida. Y esto fue tan sólo después de tres meses.
»¿Era yo demasiado importante? No, doctor Lash, el terapeuta no puede
ser demasiado importante al principio de la terapia. Incluso Freud utilizaba la
estrategia de sustituir una psiconeurosis por una neurosis transferencial: éste es
un poderoso medio de obtener el control sobre los síntomas autodestructivos.
»Parece usted confundido con esto. Bien, lo que sucede es que el paciente
se obsesiona con el terapeuta, reflexiona poderosamente sobre cada una de las
sesiones, mantiene largas conversaciones fantasiosas con el terapeuta entre
sesión y sesión. Finalmente los síntomas son asumidos por la terapia. En otras
palabras, los síntomas más que ser impulsados por los factores neuróticos
internos, empiezan a fluctuar de acuerdo con las exigencias de la relación
terapéutica.
»No, gracias, no más café, Ernest. Pero tome usted más. ¿Le importa si le
llamo Ernest? Bien. Continuemos, saqué partido de este avance. Hice todo lo
que pude para hacerme incluso más importante para Belle. Respondía a cada
pregunta que me hacía sobre mi propia vida, apoyé las partes positivas de ella.
Le dije que era una mujer inteligente y atractiva. Odiaba lo que ella estaba
haciendo consigo misma y se lo dije así, muy directamente. Nada de eso
resultaba difícil: todo lo que tenía que hacer era decir la verdad.
»Antes preguntó usted cuál era mi técnica. Quizás la mejor respuesta es
simplemente: decir la verdad. Progresivamente empecé a jugar un importante
papel en sus fantasías. Se había ido deslizando hacia prolongados ensueños que
nos incluían a los dos, ya fuera estando juntos, abrazándonos, jugando yo con
ella a juegos infantiles, o dándole yo de comer. En una ocasión trajo al
consultorio un envase con gelatina y una cuchara y me pidió que se la diera, lo
que yo hice, con gran placer de su parte.
»¿Suena inocente, no? Pero yo sabía, ya desde el principio, que se cernía
una sombra. Lo supe entonces, cuando ella habló de la excitación que sintió
cuando le di de comer. Lo supe cuando hablaba de ir en canoa durante largos

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períodos, dos o tres días a la semana, ahora que podía estar sola, flotando sobre
el agua, y disfrutando de sus ensoñaciones sobre mí. Sabía que mi enfoque
constituía un riesgo, pero era un riesgo calculado. Iba a permitir la transferencia
positiva para construir así lo que podía utilizar para combatir su
autodestructividad.
»Y después de unos cuantos meses me hice tan importante para ella que
pude empezar a ejercer presión sobre su patología. Primero, me concentré en el
tema de la vida-a-la muerte: sida, la escena del bar, las mamadas del ángel-de-
misericordia de la carretera. Se hizo una prueba del sida, negativo, gracias a
Dios. Recuerdo la espera, de dos o tres semanas, de los resultados de la prueba.
Permítame que le diga, estuve tan preocupado como ella.
»¿Ha trabajado usted alguna vez con pacientes cuando están esperando
los resultados de la prueba del sida? ¿No? Bien, Ernest, ese período de espera es
un escaparate de oportunidades. Lo puedes utilizar para hacer algún trabajo
real. Por unos días los pacientes se enfrentan cara a cara con su propia muerte,
posiblemente por primera vez. Es un momento en el que puedes ayudarles a
examinar y reestructurar sus prioridades, a basar sus vidas y su conducta en las
cosas que realmente cuentan. Terapia de shock existencial, la denomino a veces.
Pero no con Belle. A ella no le desconcertó la espera. Era demasiado su rechazo.
Como muchos otros pacientes autodestructivos, Belle se sentía invulnerable en
las manos de cualquiera que no fuera ella.
»La instruí sobre el sida y sobre el herpes, que, milagrosamente tampoco
tenía, y sobre los procedimientos para practicar un sexo seguro. La preparé para
escoger hombres en lugares más seguros si tenía la necesidad absoluta de
hacerlo: clubes de tenis, reuniones de las Asociaciones de Padres y Profesores,
recitales en librerías. ¡Qué chica, Belle, qué habilidad! Podía arreglar una cita
con algún guaperas totalmente desconocido en cinco o seis minutos, a veces con
una desprevenida esposa tan sólo a unos tres metros de distancia. Tengo que
admitir que la envidiaba. La mayoría de las mujeres no aprecian su buena
fortuna a este respecto. ¿Puede ver usted a los hombres -especialmente una
ruina saqueada como yo- haciendo eso a voluntad?
»Una cosa sorprendente de Belle, dado lo que le he contado a usted hasta
ahora, era su absoluta honradez. En nuestras dos primeras sesiones, cuando
estábamos decidiendo trabajar juntos, expuse mi condición básica de la terapia:
honradez total. Ella tenía que comprometerse a compartir cada acontecimiento
importante de su vida: uso de drogas, demostración sexual impulsiva, cortes,
purgamientos, fantasías; todo. De otro modo, le dije, estábamos malgastando su
tiempo. Pero si era sincera en todo, podía contar conmigo absolutamente para
llevar con ella esto a buen término. Prometió serlo y cerramos nuestro contrato
estrechando solemnemente las manos.
»Y, hasta donde yo sé, ella mantuvo su promesa. De hecho, esto era parte
de mi punto de apoyo porque si hubiera resbalones durante la semana -si, por

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ejemplo, se marcaba las muñecas o iba a un bar- yo lo analizaría hasta la


saciedad. Insistiría en una profunda y larga investigación de lo que sucedió
justo antes del resbalón. "Por favor, Belle -podía decirle-, debo oír todo lo que
precedió a lo que pasó, todo lo que pudiera ayudarnos a comprenderlo: los
primeros sucesos del día, tus pensamientos, tus sentimientos, tus fantasías." Eso
ponía a Belle contra la pared: ella tenía otras cosas de las que quería hablar y
odiaba consumir gran parte de su terapia en esto. Tan sólo eso le ayudaba a
controlar su impulsividad.
»¿Comprensión súbita? No era un jugador importante en la terupia de
Belle, ¡Ay!, ella llegó a reconocer que la mayoría de las veces su
comportamiento impulsivo iba precedido por un estado emotivo de gran falta
de vida, o sensación de vacío, y que asumir el riesgo, los cortes, el sexo, las
juergas, todo eran intentos de llenarse a sí misma o de devolverse a la vida.
»Pero lo que Belle no captaba era que estos intentos eran fútiles. Cada
uno de ellos fracasaba, ya que tenían como resultado una profunda vergüenza
final, y después unos intentos más desesperados -y más autodestructivos- de
sentirse viva. Belle fue siempre extrañamente obtusa para comprender la idea
de que su conducta tenía consecuencias.
»De modo que la comprensión no fue eficaz. Yo tenía que hacer algo más
-y probé todos los recursos de manual, sin dejar uno- para ayudarle a controlar
su impulsividad. Hicimos una lista de sus conductas impulsivas destructivas, y
estuvo de acuerdo en no embarcarse en ninguna de ellas antes de telefonearme
y darme la oportunidad de hacerla desistir. Pero raramente telefoneaba: no
quería interferir en mi tiempo. Estaba convencida en lo más profundo que mi
compromiso con ella estaba hecho de un fino tejido y que yo pronto me cansaría
y me desharía de ella. No la podía disuadir de esto. Me pidió algún recuerdo
concreto que pudiera llevar con ella. Ello le proporcionaría más autocontrol.
Elige algo del consultorio, le dije. Ella sacó mi pañuelo de la chaqueta. Se lo di,
pero primero escribí sobre él algo de importancia dinámica para ella:
»"Me siento muerta y me hiero a mí misma para saber que estoy viva. Me
siento insensibilizada y debo asumir riesgos peligrosos para sentirme viva. Me
siento vacía y trato de llenarme con drogas, comida, semen. Pero estos son
arreglos que duran poco. Acabo por sentirme avergonzada, y todavía más
muerta y vacía."
»Le di instrucciones a Belle para que meditara sobre el pañuelo y los
mensajes cada vez que sintiera sus impulsos.
»Parece usted un tanto burlón, Ernest. ¿Lo desaprueba usted? ¿Por qué?
¿Demasiado efectista? No tanto. Parece efectista, estoy de acuerdo, pero a
grandes males grandes remedios. Para los pacientes que parecen no haber
desarrollado nunca una sensación definitiva de la constancia del objeto, he
encontrado cierto dominio, cierto recordatorio concreto, muy útil. Uno de mis
maestros, Lewis Hill, que fue un genio en el tratamiento de los pacientes

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esquizofrénicos gravemente enfermos, solía echar el aliento en el interior de una


diminuta botella y dársela a sus pacientes para que la llevaran colgada del
cuello cuando se iban de vacaciones.
»¿Piensa usted que también eso es efectista, Ernest? Permítame poner
otra palabra, la palabra adecuada: creativo. ¿Recuerda lo que le dije antes sobre
la creación de una nueva terapia para cada paciente? Esto es exactamente lo que
quise decir. Además, no ha hecho usted la pregunta más importante.
»¿Funcionó? Exactamente, exactamente. Ésta es la pregunta adecuada. La
única pregunta. Olvídese de las reglas. ¡Sí, funcionó! Funcionaba con los
pacientes del doctor Hill, y funcionó con Belle, que llevaba consigo mi pañuelo
y gradualmente consiguió más control sobre su impulsividad. Sus "resbalones"
se hicieron menos frecuentes y pronto pudimos empezar a desplazar nuestra
atención hacia otra parte durante las horas de terapia.
»¿Qué? ¿Simplemente una cura transferencial? Algo de esto le está
afectando realmente, Ernest. Eso es bueno: es bueno cuestionar. Tiene buen
olfato para los verdaderos problemas. Déjeme decirle que está usted en el lugar
equivocado en la vida: no está usted hecho para ser un neuroquímico... Bien, el
menosprecio de Freud de la "cura transferencial" tiene ya casi un siglo. Hay algo
de verdad en ello, pero básicamente constituye un error.
»Créame: si puede cambiar un ciclo de conducta autodestructiva -no
importa cómo lo haga- ha llevado a cabo algo importante. El primer paso ha
tenido que ser interrumpir el ciclo vicioso del odio hacia sí mismo la
autodestrucción, y después el odio a sí mismo adicional que proviene de la
vergüenza por la propia conducta. Aunque ella nunca lo expresó, imagine la
vergüenza y el autodesprecio que Belle debe haber sentido por su conducta
degradada. La tarea del terapeuta es la de ayudar a invertir ese proceso. Karen
Horney en una ocasión dijo... ¿Conoce la obra de Horney, Ernest?
»Lástima, pero éste parece ser el destino de los teóricos que lideran
nuestro campo: sus enseñanzas han sobrevivido durante una generación.
Horney era una de mis favoritas. Leí toda su obra durante mi formación. Su
mejor libro, Neurosis y desarrollo humano, tiene ya más de cincuenta años, pero es
un libro de terapia tan bueno como cualquiera que pueda llegar a leer, y sin
una sola palabra de jerga. Le voy a enviar a usted una copia. En alguna parte,
quizás en ese libro, hizo la simple, pero poderosa afirmación: "Si quieres estar
orgulloso de ti mismo, entonces haz las cosas de las que te puedas
enorgullecer."
»He perdido el hilo de mi historia. Ayúdeme a empezar de nuevo Ernest;
¿Mi relación con Belle? Desde luego, para eso es para lo que estamos aquí
realmente, ¿no? Hubo muchos sucesos interesantes en ese frente. Pero sé que el
acontecimiento de mayor relevancia para su comité es el del contacto físico.
Belle hizo de esto una cuestión casi desde el principio. Ahora, hago un hábito
con lo de tocar físicamente a todos mis pacientes, hombres o mujeres, en cada

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

sesión: por tu general un apretón de manos a la salida, o quizás unas


palmaditas en el hombro. Bien, Belle no se preocupó mucho por eso: se negó a
estrechar mi mano y empezó haciendo alguna declaración burlona como, "¿Es
éste un apretón aprobado por la Asociación Norteamericana de Psiquiatría?" , o
"¿No podría usted intentar ser un poco más formal?"
»Algunas veces ella podía acabar la sesión dándome un abrazo, siempre
amistoso, no sexual. A la sesión siguiente podía censurarme por mi
comportamiento, por mi formalidad, por mi rigidez cuando ella me abrazaba. Y
"rigidez" se refiere a mi cuerpo, no a mi polla, Ernest: vi esa expresión. Lo haría
usted muy mal como jugador de póquer. No estamos todavía en la parte
lasciva. Ya se lo indicaré cuando lleguemos.
»Ella podía quejarse de la edad de mi mecanógrafa. Si ella estuviera vieja
y con arrugas, decía, no dudaría en abrazarla. Probablemente tenía razón sobre
eso. El contacto físico era extraordinariamente importante para Belle: insistía en
que nos tocáramos y nunca paraba de insistir. Insistiendo, insistiendo,
insistiendo. Sin parar. Pero podía entenderlo; Belle había crecido privada del
contacto físico. Su madre murió cuando ella era una niña, y ella fue educada
por una serie de distantes institutrices suizas. ¡Y su padre! Imagínese, creciendo
con un padre que tenía fobia a los gérmenes, nunca la tocó, siempre llevaba
guantes puestos, tanto dentro como fuera de casa. Los sirvientes tenían que
lavar y planchar todo su papel moneda.
»Gradualmente, después de un año, yo me había relajado lo suficiente, o
había sido lo suficientemente ablandado por la implacable presión de Belle,
como para empezar a dar fin a las sesiones regularmente con un paternal y
amistoso abrazo. ¿Paternal y amistoso? Esto quiere decir "como un tío a su
sobrina." Pero fuera lo que fuese lo que le diera, ella siempre pedía más,
siempre trataba de besarme en la mejilla cuando me abrazaba. Yo siempre
insistía en que respetara los límites, y ella siempre insistía en ejercer presión
sobre ellos. No puedo contarle a usted la de pequeñas lecciones que le di sobre
esto, la de libros y artículos sobre la materia que le proporcioné para que los
leyera.
»Pero era como una niña con un cuerpo de mujer -un cuerpo de mujer
sensacional, por cierto- y sus ansias de contacto eran demoledoras. ¿No podía
ella acercar su silla? ¿No podía yo mantener sus manos cogidas durante unos
minutos? ¿No podíamos sentarnos uno al lado del otro en el sofá? ¿No podía yo
poner siquiera el brazo en torno a ella y sentarnos en silencio, o dar un paseo,
en lugar de hablar?
»Y era ingenuamente persuasiva. "Seymour" -podía decir-, hablas del
buen juego de crear una nueva terapia para cada paciente, pero lo que omitiste
en tus artículos era en la medida en que esté en el manual oficial o en la medida
en que no interfiera la comodidad burguesa de un terapeuta de mediana edad''.
Podía reprenderme por haber encontrado refugio en las directrices de la

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

Asociación Norteamericana de Psiquiatría relativas a los límites de la terapia.


Ella sabía que yo había sido el responsable de escribir aquellas directrices,
cuando yo era presidente de la Asociación, y me acusaba de ser prisionero de
mis propias reglas. Podía criticarme por no leer mis propios artículos. "Tú haces
hincapié en honrar la singularidad de cada paciente, y después pretendes que
un solo conjunto de reglas pueda adecuarse a todos los pacientes y todas las
situaciones. Todos nosotros hemos sido agrupados, diría, como si todos los
pacientes fuéramos lo mismo y pudiéramos ser tratados de la misma manera."
Y su cantinela era siempre: "¿Qué es más importante: seguir las reglas?
¿Permanecer en tu confortable zona del sillón? ¿O hacer lo que es mejor para tu
paciente?"
»Otras veces podía recriminar mi "terapia defensiva"; "Te aterroriza tanto
ser demandado. Todos vosotros, los terapeutas humanistas, os encogéis ante los
abogados, mientras que al mismo tiempo exhortáis a vuestros pacientes
enfermos mentalmente para que se mantengan sujetos a su libertad. ¿Realmente
piensas que podría demandarte? ¿No me conoces todavía, Seymour? Estás
salvando mi vida. ¡Y yo te amo!"
»Y, sabe, Ernest, ella tenía razón. Ella me había puesto en fuga. Yo estaba
encogido de miedo. Estaba defendiendo mis pautas incluso en una situación
donde yo sabía que eran antiterapéuticas. Estaba anteponiendo mi timidez, mis
temores por lo poco que me queda de carrera, a sus mejores intereses.
Realmente, cuando miras las cosas desde una posición desinteresada, no había
nada equivocado en permitirle que se sentara junto a mí y me cogiera la mano.
De hecho, cada vez que lo hacía, sin excepción, cargaba las pilas de la terapia: se
hacía menos defensiva, confiaba más en mí, tenía más acceso a su vida interior.
»¿Qué? ¿Hay algún lugar en las terapias para unos límites bien
establecidos? Desde luego que lo hay. Escuche, Ernest. Mi problema era que
Belle arremetía contra todos los límites, como un toro contra un trapo rojo. En
cualquier parte -fuera donde fuese- que estableciera los límites, ella presionaba
y presionaba contra ellos. Optaba por llevar escasa ropa, o blusas transparentes
sin sujetador. Cuando hacía comentarios sobre esto, ella me ridiculizaba por
mis actitudes victorianas hacia el cuerpo. Ella podía decir que yo quería conocer
cada contorno íntimo de su mente, sin embargo, su piel era algo que estaba mal
visto. Un par de veces se quejó de un bulto en el pecho y me pidió que la
examinara: desde luego, no lo hice. Podía obsesionarse con la relación sexual
conmigo durante horas enteras, y rogarme que tuviera relaciones sexuales con
ella tan sólo una vez. Uno de sus argumentos era que tener relaciones sexuales
conmigo sólo una vez acabaría con su obsesión. Ella aprendería que no había
nada especial ni mágico y entonces sería libre de pensar en otras cosas de la
vida.
»¿Cómo me hizo sentir su campaña para tener contactos sexuales? Buena
pregunta, Ernest, ¿pero guarda ello relación con esta investigación?

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

»¿No está usted seguro? Lo que parece tener relación es lo que hice -es
por eso por lo que estoy siendo juzgado- no por lo que yo sentí o pensé. ¡Nadie
da una mierda por eso en un linchamiento! Pero si desconecta usted la
grabadora durante un par de minutos, se lo cantaré. Considérelo como
instrucción. Usted ha leído Cartas a un joven poeta de Rilke, ¿no? Bien, considere
esto mi carta a un joven terapeuta.
»Bueno. Su pluma también, Ernest. Déjela y tan sólo escuche durante un
rato. ¿Usted quiere saber cómo me afectó esto a mí? Una mujer bella
obsesionada conmigo, que se masturba cada día mientras piensa en mí, que me
ruega que me acueste con ella, que me cuenta una y otra vez sus fantasías sobre
mí, en las que se frota su cara con mi esperma, o unta con éste las galletas de
chocolate, ¿cómo piensa usted que me hace sentir? ¡Míreme! Dos bastones, cada
vez peor, feo, mi cara está siendo engullida por sus propias arrugas, mi cuerpo
fofo, desmoronándose.
»Lo admito. Sólo soy un ser humano. Empezó a afectarme. Pensaba en
ella al vestirme en los días en que teníamos sesión. ¿Qué clase de camisa llevar?
Ella odiaba las rayas anchas; me hacían aparecer demasiado autosatisfecho,
decía. ¿Y qué loción después de afeitarme? A ella le gustaba más Royall Lyme
que Mennen, y yo podía vacilar cada vez sobre cuál utilizar. Generalmente me
daba Royall Lyme. Un día en su club de tenis encontró a uno de mis colegas -un
ganso, un auténtico narcisista que siempre está compitiendo conmigo- y tan
pronto oyó que tenía alguna conexión conmigo, se fue hacia él para hablarle
sobre mí. Su conexión conmigo la excitó, e inmediatamente se fue a casa con él.
Imagine, este gilipollas tirándose a esta mujer despampanante y sin saber que
es por causa mía. Y yo no puedo contárselo. Me cabreó.
»Pero experimentar fuertes emociones respecto a una paciente es una
cosa. Actuar en consecuencia es otra. Y yo luché contra ello; me analizaba
continuamente, consultaba con un par de amigos sobre la base de lo que iba
pasando, y trataba de ello en las sesiones. Una vez tras otra le dije que no había
la más mínima posibilidad de que alguna vez pudiera tener relaciones sexuales
con ella, que nunca más sería capaz de sentirme bien conmigo mismo si lo
hiciera. Le dije que necesitaba mucho más un buen terapeuta, que la cuidara,
que un amante anciano y decrépito. Pero reconocía la atracción que sentía hacia
ella. Le decía que no quería que se sentara tan cerca de mí porque el contacto
físico me estimulaba y me hacía menos efectivo como terapeuta. Adopté una
postura autoritaria: insistí en que mi visión a largo plazo era mejor que la suya,
que yo conocía cosas sobre su terapia que ella no podía conocer todavía.
»Sí, sí, puede usted volver a conectar la grabadora. Creo que he
contestado a su pregunta sobre mis sentimientos. De modo que seguimos así
durante más de un año, luchado contra los brotes de síntomas. Ella podía tener
muchos deslices, pero globalmente lo estábamos haciendo bien. Sabía que esto
no era una cura. Tan sólo estaba "conteniéndola," proporcionándole un entorno

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

donde agarrarse, manteniéndola a salvo entre sesión y sesión. Pero podía oír el
tictac del reloj; cada vez estaba más inquieta y fatigada.
»Y entonces un día llegó pareciendo completamente agotada. Una nueva
mercancía, muy pura, estaba en las calles, y ella admitió que estaba muy cerca
de meterse algo de heroína. "No puedo seguir viviendo una vida de total
frustración -dijo-. Estoy tratando como una loca de hacer este trabajo, pero estoy
perdiendo ímpetu. Yo me conozco, yo me conozco, yo sé cómo funciono. Tú me
estás manteniendo viva y yo quiero colaborar contigo. Creo que puedo hacerlo.
Pero ¡yo necesito algún incentivo! Sí, sí, Seymour, sé lo que estás dispuesto a
decir: conozco tus posturas a fondo. Vas a decir que yo ya tengo un incentivo,
que mi incentivo es una vida mejor, sentirme mejor conmigo misma, no tratar
de matarme, respetarme a mí misma. Pero todo eso no es suficiente. Está
demasiado lejos. Demasiado etéreo. Necesito tocarlo. ¡Necesito tocarlo!
»Empecé a decir algo que la apaciguara, pero ella me cortó. Su
desesperación llegó al máximo y dio lugar a una proposición desesperada.
"Seymour, trabaja conmigo. A mi modo. Te lo ruego. Si he estado limpia
durante un año -realmente limpia, tú sabes lo que quiero decir: sin drogas, sin
purgamientos, sin escenas de bar, sin cortes, sin nada- entonces ¡prémiame!
¡Dame algún incentivo! Promete llevarme a Hawai durante una semana. Y
llévame allí como un hombre y una mujer, no como un loquero y una infeliz.
No sonrías, Seymour, hablo en serio, completamente en serio. Necesito esto.
Seymour, por una vez, pon mis necesidades por delante de las reglas. Trabaja
conmigo en esto."
»¡Llevarla a Hawai durante una semana! Sonríe usted, Ernest; yo
también. ¡Absurdo! Hice lo que usted hubiera hecho: me lo tomé a broma. Traté
de descartar ésta, como traté de descartar todas sus anteriores propuestas de
corrupción. Pero ésta no se iría. Había algo más convincente en su actitud que
no presagiaba nada bueno. Y más persistente. Ella no la saltaría. Yo no podría
apartarla de ella. Cuando le dije que era imposible, Belle empezó a negociar:
sacó a relucir el período de buena conducta de un año y medio, cambió Hawai
por San Francisco, y primero rebajó la semana a cinco días, y después lo dejó en
cuatro días.
»Entre sesiones, a pesar mío, me encontré pensando en la proposición de
Belle. No podía escapar. Mentalmente le iba dando vueltas al asunto. ¿Un año y
medio -dieciocho meses- de buena conducta? Imposible. Absurdo. Ella nunca
pudo hacerlo. ¿Por qué estábamos perdiendo nuestro tiempo hablando incluso
de ello?
»¿Pero en el supuesto -sólo como un experimento mental, me decía a mí
mismo- en el supuesto de que ella hubiera sido capaz realmente de cambiar su
conducta durante dieciocho meses? Ponga a prueba la idea, Ernest. Piense en
ello. Considere la posibilidad. ¿No estaría usted de acuerdo en que si esta
impulsiva mujer, dada a los excesos, hubiera desarrollado controles,

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

comportándose más en armonía consigo misma durante dieciocho meses, al


margen de las drogas, los cortes, todas las formas de autodestrucción, no podría
ser ya la misma persona?
»¿Qué? ¿Lo propio de pacientes que están al límite es andarse con
jueguecitos? ¿Eso fue lo que dijo? Ernest, nunca será un verdadero terapeuta si
piensa de ese modo. Eso es exactamente lo que quise decir antes cuando
hablaba de los peligros del diagnóstico. Hay pacientes y pacientes que están al
límite. Las etiquetas hacen violenta a la gente. No se puede tratar a una
etiqueta; usted tiene que tratar la persona que está detrás de la etiqueta. De
modo que le pregunto de nuevo, Ernest: ¿no estaría usted de acuerdo en que
esta persona, no esta etiqueta, sino esta Belle, esta persona de carne y huesos,
estaría intrínsecamente, radicalmente cambiada, si se hubiera comportado de
un modo fundamentalmente diferente durante dieciocho meses?
»¿No quiere usted comprometerse? No puedo culparle, considerando su
posición hoy. Y la cinta grabada. Bien, respóndase tan sólo a sí mismo, en
silencio. No, permítame responder por usted: no creo que haya un terapeuta
vivo que no estuviera de acuerdo en que Belle sería una persona infinitamente
diferente si ella ya no estuviera gobernada por sus desórdenes impulsivos.
Podría desarrollar valores diferentes, prioridades distintas, una visión diferente.
Podría despertarse, abrir los ojos, ver realmente, quizás ver su propia belleza y
su propio valor. Y podría verme de forma diferente, verme como usted me ve:
un tambaleante anciano que se desmorona. Una vez que la realidad se
inmiscuye, su transferencia erótica, su necrofilia, simplemente se desvanecería y
con ello, desde luego, todo interés por el incentivo hawaiano.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Perdería la transferencia erótica? ¿Eso me
entristecería? ¡Desde luego! ¡Desde luego! Quiero ser adorado. ¿Quién no?
¿Usted no?
»Vamos, Ernest. ¿Usted no? ¿No se siente encantado por el aplauso
cuando acaba su disertación como profesional ante sus colegas? ¿No quiere
usted que la gente, especialmente las mujeres, se aglomeren en torno a usted?
»¡Bueno! Aprecio su honestidad. No hay nada de lo que avergonzarse.
¿Quién no lo desea? Así es como estamos hechos. De modo que sigamos, yo
podía perder su adoración, me sentida desprovisto: pero eso entra dentro del
terreno. Es mi trabajo: introducirla en la realidad, ayudarla a crecer lejos de mí.
Incluso, Dios nos salve, a olvidarme.
»Bien, a medida que pasaron los días y las semanas, me sentía cada vez
más intrigado con la apuesta de Belle. Dieciocho meses estando limpia, fue su
oferta. Y recuerde que era todavía una oferta anticipada. Soy un buen
negociador y estaba seguro de que probablemente podía conseguir más, más de
la cuenta, incluso darle más amplitud. Consolidar realmente el cambio. Pensé
en otras condiciones en las que podía insistir: alguna terapia de grupo para ella,
quizás, y un intento más enérgico para llevar a su marido a la terapia de parejas.

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»Pensaba en la proposición de Belle día y noche. No me la podía sacar de


la cabeza. Yo soy un hombre de apuestas, y la proporción a mi favor parecía
fantástica. Si Belle perdía la apuesta, si tenía un desliz -tomando drogas,
purgamientos, busca de plan por los bares, o cortes en las muñecas- nada se
perdería. Estaríamos, simplemente, donde estábamos antes. Incluso si conseguía
tan sólo unas cuantas semanas, o meses, de abstinencia, podía construir sobre
eso. Y si Belle ganaba, estaría tan cambiada que nunca cobraría lo apostado.
Esto no le entraba a nadie en la cabeza. Como inconveniente el riesgo era nulo y
como ventaja tenía la buena oportunidad de poder salvar a esta mujer.
»Siempre me ha gustado la acción, amo las carreras, apostar por
cualquier cosa: béisbol, baloncesto. Después del instituto me alisté en la armada
y me planté en la universidad gracias a las ganancias de las partidas de póquer
a bordo; durante mi estancia como interno en el hospital Monte Sinaí, en Nueva
York, pasaba muchas de mis noches libres en una gran partida en la unidad de
obstetricia con los tocólogos de guardia de Park Avenue. Había una partida
continuamente en marcha en la sala de estar de los doctores, al lado de la sala
de trabajo. Siempre que había una mano abierta, llamaban al operador para que
avisara por la megafonía al "doctor Blackwood." Siempre que oía el aviso por la
megafonía, "doctor Blackwood, se necesita en la sala de partos," podía subir la
apuesta tan rápido como pudiera. Unos doctores fenomenales, todos ellos, pero
tontorrones en el póquer. Ya sabe, Ernest, casi no se les pagaba nada a los
internos por aquel entonces, y al final del año todos los demás internos tenían
grandes deudas. ¿Yo? Yo conducía mi nuevo De Soto descapotable hasta la
residencia, en Ann Arbor, cortesía de los tocólogos de Park Avenue.
»Volvamos a Belle. Estuve indeciso durante semanas sobre su apuesta y
entonces un día, me jugué el todo por el todo. Le dije a Belle que podía entender
que necesitara un incentivo, e iniciamos una seria negociación. Yo insistí en dos
años. Ella estaba tan agradecida por haber sido tomada en serio que estuvo de
acuerdo con todas mis condiciones y, rápidamente, le dimos forma a un
contrato en firme y claro. Su parte del trato era permanecer completamente
limpia durante dos años: nada de drogas (incluido el alcohol), nada de cortes,
nada de purgamientos, nada de llevarse hombres de los bares, o de las
carreteras, o llevar a cabo cualquier otra conducta sexual peligrosa. Las
aventuras sexuales urbanas estaban permitidas. Y nada de conductas ilegales.
Pensé que eso lo cubría todo. Ah, sí, tenía que empezar con la terapia de grupo
y prometer participar con su marido en la terapia de parejas. Mi parte del
contrato era un fin de semana en San Francisco: todos los detalles, hoteles,
actividades habían de ser de su elección: carta blanca. Yo tenía que estar a su
servicio.
»Belle trató este asunto con mucha seriedad. Al finalizar la negociación,
ella sugirió un juramento formal. Trajo una Biblia a la sesión y los dos juramos
sobre ella que respetaríamos nuestra parte del contrato. Despues de eso nos

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

dimos solemnemente las manos con nuestro acuerdo.


»El tratamiento siguió como antes. Belle y yo nos encontrábamos
aproximadamente dos veces por semana; tres habría sido mejor, pero su marido
empezaba a quejarse por las facturas de la terapia. Desde que Belle permanecía
limpia y no teníamos que pasar tiempo analizando sus resbalones, la terapia fue
más rápida y más profunda. Sueños, fantasías: todo parería más accesible. Por
primera vez empezaba a ver gérmenes de curiosidad respecto a sí misma; se
inscribió en algunos cursos de extensión universitaria sobre psicología
patológica, y empezó a escribir una autobiografía sobre los primeros años de su
vida. Gradualmente fue recordando más detalles de su infancia, su triste
búsqueda de una nueva madre entre la serie de desinteresadas institutrices, la
mayoría de las cuales se iban en unos pocos meses debido a la fanática
insistencia de su padre sobre el orden y la limpieza. Su fobia a los gérmenes
controlaba todos los aspectos de la vida de su hija. Imagine: hasta que ella tuvo
catorce años se mantuvo al margen de la escuela, siendo educada en casa,
debido al temor de su padre de que trajera gérmenes a casa. En consecuencia
tuvo pocos amigos íntimos. Incluso las comidas con los amigos eran raras; tenía
prohibido cenar fuera y ella le tenía terror a la vergüenza de tener que exponer
a sus amigos a las grotescas cenas con su padre: guantes, lavarse las manos
entre plato y plato, inspecciones de limpieza de las manos de los criados. No le
estaba permitido tomar libros en préstamo: a una querida institutriz la
despidieron en el acto porque permitió a Belle que intercambiara su vestido con
una amiga durante un día. Su infancia y su vida como hija finalizaron
bruscamente a los catorce años, cuando fue enviada a un internado en
Grenoble. A partir de ese momento, tuvo solamente contactos superficiales con
su padre, que pronto se volvió a casar. Su nueva esposa era una mujer bella,
pero una antigua prostituta, según una tía solterona, que dijo que la nueva
esposa era tan sólo una de las muchas putas que había conocido en los catorce
años anteriores. Probablemente, se decía a sí misma Belle -y esto fue justo su
primera interpretación en la terapia- él se sentía sucio, y era por eso por lo que
siempre se lavaba y por lo que no permitía que su piel la tocara.
»Durante estos meses Belle sacaba a colación el tema de nuestra apuesta
tan sólo en un contexto en el que pudiera expresar su gratitud hacia mí. Ella la
llamaba la "más poderosa afirmación" que había conseguido nunca. Sabía que la
apuesta era un regalo para ella: a diferencia de los "regalos" que había recibido
de los otros psiquiatras -palabras, interpretaciones, promesas, "afecto
terapéutico" - este regalo era real y palpable. Piel contra piel. Era una prueba
tangible de que yo estaba completamente comprometido en ayudarla. Y una
prueba para ella de mi cariño. Nunca antes, dijo, había sido querida alguna vez
de esa manera. Nunca antes la había puesto nadie a ella por delante de sus
propios intereses, por encima de las normas. Ciertamente su padre no, que
nunca le dio la mano desnuda y hasta su muerte, diez años antes, le enviaba

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

cada año el mismo regalo de cumpleaños: un fajo de billetes de cien dólares,


uno por cada año de vida, cada uno de ellos bien lavado y planchado.
»Y la apuesta tenía otro significado. Estaba contentísima con mi buena
disposición para doblegar las normas. Lo que más le gustaba de mí, decía, era
mi determinación para asumir riesgos, mi apertura ante los aspectos más
oscuros de mi persona. "Hay algo travieso y oscuro en ti, también -diría-. Es por
eso por lo que me entiendes tan bien. Pienso que de alguna manera somos
cerebros gemelos."
»Usted sabe, Ernest, que si congeniamos tan rápidamente, si ella supo
inmediatamente que yo era su terapeuta fue por algo pícaro en mi cara, por un
brillo irreverente en mis ojos. Belle tenía razón. Ella tenía mi número. Era más
lista que el hambre.
»Y usted sabe que yo sabía exactamente lo que ella significaba:
¡exactamente! Yo puedo descubrirlo en los demás del mismo modo. Ernest,
solamente un minuto, desconecte la grabadora. Bien. Gracias. Lo que yo quería
decir es que pienso que lo veo en usted. Usted y yo, nos sentarnos en diferentes
lados de este estrado, de esta mesa donde se juzga, pero tenemos algo en
común. Ya le dije, soy bueno leyendo caras. Me equivoco raras veces en tales
cosas.
»¿No? ¡Vamos! ¡Usted sabe lo que quiero decir! ¿No es precisamente por
esta razón por la que escucha usted mi relato con tal interés? ¡Más que interés!
¿Voy demasiado lejos si lo llamo fascinación? Sus ojos son como platos. Sí,
Ernest, usted y yo. Podía usted haber estado en mi situación. Mi apuesta
faustiana podría haber sido la suya también.
»Lo niega usted con la cabeza. ¡Desde luego! Pero yo no hablo a su
cabeza. Yo voy directo al corazón, y puede llegar el momento en el que se abra
usted a lo que digo. Más aún: quizá se verá usted no solamente en mí sino
también en Belle. Nosotros tres. ¡No somos tan diferentes el uno del otro! De
acuerdo, eso es todo: volvamos al asunto.
»¡Espere! Antes de que vuelva a conectar la grabadora, Ernest,
permítame decir una cosa más. ¿Usted piensa que me importa un carajo el
comité de ética? ¿Qué pueden hacer? ¿Retirarme el privilegio de entrada en el
hospital? Tengo setenta años, mi carrera está acabada, lo sé. ¿Así, por qué le
cuento a usted todo esto? Con la esperanza de que algo bueno pueda salir de
ello. Con la esperanza de que quizá permitirá que alguna pizca de mí entre en
usted, permítame que corra por sus venas, permítame que le enseñe. Recuerde,
Ernest, cuando hablo de que esté usted abierto a los aspectos más oscuros de su
persona, me refiero a eso positivamente; quiero decir que tiene que tener usted el
coraje y la grandeza de espíritu para ser un gran terapeuta. Vuelva a conectar la
grabadora, Ernest. Por favor, no es necesario que me responda. Cuando tienes
setenta años, no necesitas réplicas.
»De acuerdo, ¿donde estábamos? Bien, el primer año pasó con Belle

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

haciéndolo definitivamente mejor. Ningún resbalón de ningún tipo. Estaba


absolutamente limpia. Me planteaba cada vez menos exigencias.
Ocasionalmente me pedía sentarse junto a mí, y que pusiera mi brazo alrededor
de ella, pudiendo estar sentados varios minutos de ese modo. Esto nunca
fallaba cuando se trataba de relajarse para que estuviera más productiva en la
terapia. Continuaba dándole paternales abrazos al final de cada sesión, y ella
normalmente me daba un comedido y filial beso en la mejilla. Su marido se
negó a la terapia de parejas, pero accedió a ver a un practicante de Ciencia
Cristiana durante varias sesiones. Belle me cantó que había mejorado la
comunicación entre ellos y que ambos parecían más contentos con su relación.
»En la cota de los dieciséis meses, todavía iba todo bien. Nada de heroína
-ninguna droga en absoluto- nada de cortes, ni bulimia, ni purgamientos, ni
ningún tipo de conducta autodestructiva. Consiguió implicarse en algunos
movimientos alternativos -un canalizador, un grupo terapéutico de vidas
pasadas, un nutricionista a base de algas- típicos bichos raros de California,
inofensivo. Ella y su marido habían reanudado su vida sexual, y llevó a cabo
una pequeña representación sexual con mi colega, ese memo, ese gilipollas, que
se encontró en el club de tenis. Pero al menos era sexo seguro algo muy distinto
de las aventuras en los bares y en la carretera.
»Era el cambio terapéutico más sorprendente que yo he visto nunca.
Belle dijo que era el período más feliz de su vida. Le desafío, Ernest: enchúfela
en cualquiera de sus estudios de resultados. ¡Sería la paciente estrella! Compare
su resultado con cualquier terapia con fármacos: Risperidone, Prozac, Paxil,
Effexor, Wellbutrin -la que usted diga- mi terapia ganaría sin problemas. La
mejor terapia que he hecho nunca, y, sin embargo, no pude publicarla.
¿Publicarla? No pude incluso hablar de ella con nadie. ¡Hasta ahora! Usted es
mi primer auditorio real.
»En la cota de los dieciocho meses, las sesiones empezaron a cambiar.
Fue de un modo sutil al principio. Se deslizaban más y más referencias a
nuestro fin de semana en San Francisco, y Belle pronto empezó a hablar de ello
en cada sesión. Cada mañana podía permanecer en la cama una hora extra
soñando despierta sobre cómo sería nuestro fin de semana, se imaginaba:
durmiendo en mis brazos, pidiendo por teléfono el desayuno desde la cama,
conduciendo hasta Sausalito para la comida, seguido de una siesta después de
comer. Tenía la fantasía de que estábamos casados y me esperaba en casa por
las tardes. Insistía en que ella podría vivir felizmente el resto de su vida si
supiera que yo volvería a casa con ella. No necesitaba mucho tiempo conmigo;
ella estaría dispuesta a ser la segunda mujer, a tenerme cerca de ella tan sólo
una hora o dos a la semana: podía vivir sana y feliz con eso para siempre.
»Bien, puede usted imaginar que para entonces empezaba a estar un
poco inquieto. Y después bastante inquieto. Empecé a perder la calma. Hice
todo lo posible para ayudarla a afrontar la realidad. Prácticamente en cada

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sesión hablaba sobre mi edad. En tres o cuatro años estaría en una silla de
ruedas. En diez años tendría ochenta. Le pregunté que cuanto tiempo pensaba
que viviría. Los hombres de mi familia morían jóvenes. A mi edad, mi padre ya
se había pasado quince años en su ataúd. Ella me sobreviviría al menos
veinticinco años. Incluso empecé a exagerar mi afección neurológica cuando
estaba con ella. En una ocasión escenifiqué una caída intencionada, tal era el
grado de mi desesperación. Y la gente mayor no tiene mucha energía, le repetía.
Dormido a las ocho y media, le decía. Desde hace cinco años que no estoy
despierto para las noticias de las diez. Y mi pérdida de visión, mi bursitis en los
hombros, mi dispepsia, mi próstata, mi aerofagia, mi estreñimiento. Incluso
pensé en conseguir un audílono, por el efecto que causa.
»Pero todo esto fue una espantosa mete dura de pata. ¡Un error de ciento
ochenta grados! Sólo estimuló su apetito todavía más. Tenía un
encapricharniento algo malsano con la idea de mi estado enfermizo o
incapacitado. Tenía fantasías en las que me daba un ataque de apoplejía, mi
mujer me dejaba, y ella venía a vivir a casa para cuidarme. Una de sus
ensoñaciones favoritas le hacía ser mi enfermera: se ocupaba de hacerme el té,
de lavarme, de cambiarme las sábanas y el pijama, de ponerme polvos de talco
y después se quitaba la ropa y se acostaba cerca de mí, bajo las cálidas sábanas.
»Cuando habían pasado veinte meses, la mejoría de Belle era incluso más
acusada. Por su cuenta había conseguido meterse en Toxicómanos Anónimos y
asistía a tres reuniones por semana. Estaba haciendo trabajos como voluntaria
en escuelas marginales para instruir a las chicas adolescentes sobre la
anticoncepción y el sida, y había sido aceptada en un programa de posgrado de
la universidad local.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Cómo podía saber yo que me estaba diciendo la
verdad? Ya sabe, yo nunca dudé de ella. Sé que ella tiene sus defectos de
carácter, pero decir la verdad, al menos conmigo, parecía casi una compulsión.
Al principio de nuestra terapia -creo que mencioné esto antes- establecimos un
contrato que nos comprometía a decirnos mutuamente la verdad absoluta.
Hubo un par de veces, en las primeras semanas de la terapia, en las que ocultó
algunos episodios particularmente indecorosos de una actuación suya, pero no
pudo soportarlo; se puso frenética por ello, estaba convencida de que podía leer
su pensamiento y que la expulsaría de la terapia. En cada caso no pudo esperar
hasta la siguiente sesión para confesármela sino que tuvo que telefonearme
-una vez después de media noche para aclarar las cosas.
»Pero su pregunta es una buena pregunta. Había demasiado en juego en
este aspecto como para aceptar sin más su palabra, e hice lo que usted habría
hecho: verifiqué todas las fuentes posibles. Durante este tiempo me vi con su
marido un par de veces. Él rechazaba la terapia pero estaba de acuerdo en
intervenir para ayudar a acelerar el ritmo de la terapia de Belle, y corroboró
todo lo que ella había dicho. No sólo eso, sino que me dio permiso para

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Irvin D. Yalom Psicologíía y Literatura

establecer contacto con la consejera de Ciencia Cristiana -lo que resultaba


bastante irónico, ya que estaba preparando su doctorado en psicología clínica y
estaba leyendo mis trabajos- que también corroboró el relato de Belle:
trabajando duro en su matrimonio, nada de cortes, nada de drogas, trabajo
como voluntaria comunitaria. No, Belle estaba jugando limpio.
»¿Y qué hubiera hecho usted en esta situación, Ernest? ¿Qué? ¿Hubiera
estado allí en primera fila? Sí, sí, ya sé, Fácil respuesta. Me decepciona usted.
Dígame, Ernest, si no hubiera estado usted allí, donde hubiera estado? ¿En su
laboratorio? ¿O en la biblioteca? Estaría usted en un lugar a salvo. Apropiado y
cómodo. ¿Pero dónde estaría la paciente? ¡A saber dónde estaría para entonces,
éste es el caso! Exactamente como los veinte terapeutas de Belle que me
precedieron, todos ellos también tomaron el camino seguro. Pero yo soy un tipo
diferente de terapeuta. Un salvador de causas perdidas. Yo me niego a
abandonar a un paciente. Me romperé el pescuezo, como un burro me
engancharé a la reata, probaré cualquier cosa para salvar al paciente. Ésta ha
sido verdaderamente toda mi carrera. ¿Conoce usted mi reputación? Pregunte
por ahí. Pregunte a su director de departamento. Él sabe. Me ha enviado
docenas de pacientes. Yo soy el último recurso como terapeuta. Los terapeutas
me envían los pacientes que ellos dejan plantados. ¿Hace usted un gesto de
aprobación? ¿Ha oído usted eso de mí? ¡Bien! Está bien que usted sepa que no
soy precisamente un viejo imbécil.
»[De manera que considere mi posición! ¿Qué demonios podía hacer?
Me estaba poniendo nervioso. Me salté todas las barreras: empecé a interpretar
como un loco, como un histérico, como si mi vida dependiera de ello.
Interpretaba todo lo que se movía.
»Y me impacienté con sus ilusiones. Por ejemplo, consideré la
disparatada fantasía de Belle en la que estamos casados y lo de basar su vida en
una espera toda la semana, en una muerte aparente, por pasar una o dos horas
conmigo. "¿Qué tipo de vida es ésa y qué tipo de relación?", le pregunté. Eso no
era una relación, era chamanismo. Piense en ello desde mi punto de vista, yo
podía decir: ¿Qué se imagina ella que sacaría yo de tal arreglo? Tomar su
curación por una hora de mi presencia: eso era irreal. ¿Era esto una relación?
¡No! No estábamos siendo reales el uno con el otro; ella me estaba utilizando
como un icono. Y su obsesión con chuparme y tragarse mi esperma. Lo mismo.
Irreal. Ella se sentía vacía y me quería para llenarse con mi esencia. ¿No podía
ver lo que estaba haciendo, no podía ver el error de tratar lo simbólico como si
fuera una realidad concreta? ¿Por cuánto tiempo pensaba que una gotita de mi
esperma podría llenarla? En unos pocos segundos, su ácido hidroclórico
gástrico no dejaría sino un rastro de cadenas fragmentadas de ADN.
»Belle asentía con gravedad ante mis histéricas interpretaciones, y
después seguía haciendo punto. Su padrino en Toxicómanos Anónimos le había
enseñado a hacer punto, y durante las últimas semanas trabajaba

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continuamente en un suéter de trenzas para que yo lo llevara en nuestro fin de


semana. No encontraba la manera de ponerla nerviosa. Sí, ella estaba de
acuerdo en que podía estar basando su vida en la fantasía. Quizá estaba
buscando el arquetipo de anciano sabio. ¿Pero era eso tan malo? Además de su
programa de posgrado, estaba asistiendo como oyente a un curso de
antropología, y estaba leyendo La rama de oro. Me recordaba que la mayoría de
seres humanos viven de acuerdo con conceptos irracionales tales como tótems,
reencarnaciones, cielo e infierno, incluidas las curas por transferencia de la
terapia y la deificación de Freud. "Todo lo que funciona funciona -decía-, y la
idea de estar nosotros juntos durante una semana funciona. Esta ha sido la
mejor época de mi vida; es exactamente como estar casada contigo. Es como
estar esperando y saber que, en breve, estarás conmigo en casa; me hace seguir
adelante, me hace estar contenta." Y después de eso volvía a su punto. ¡Ese
condenado suéter! Sentía como si se lo estuviera arrancando de las manos.
»A la altura de los veintidós meses, pulsé la tecla de alarma. Perdí toda
compostura y empecé a adular, a escabullirme, a rogar. Le daba clases sobre el
amor. "Dices que me amas, pero el amor es una relación, amor es preocuparse
del otro, preocuparse del crecimiento y el ser del otro. ¿Te has preocupado
alguna vez de mí? ¿De cómo me siento yo? ¿Has pensado alguna vez en mi
sentimiento de culpa, en mi temor, en la repercusión de todo esto en el respeto
que sentiré por mí mismo, sabiendo que he hecho algo falto de ética? ¿Y el
impacto en mi reputación, el riesgo que estoy corriendo: mi profesión, mi
matrimonio?"
»"¿Cuántas veces -respondía Belle-, me has recordado que somos dos
personas en una relación humana, nada más y nada menos? Me pediste que
confiara en ti, y yo confié en ti; confié por primera vez en mi vida. Ahora yo te
pido a ti que confíes en mí. Éste será nuestro secreto. Me lo llevaré conmigo a la
tumba. No importa lo que suceda. ¡Para siempre! Y por lo que se refiere al
respeto a ti mismo y al sentimiento de culpabilidad, y a tus preocupaciones
profesionales, bien, ¿qué es más importante que el hecho de que tú, un
curandero, me estés curando? ¿Permitirás que las reglas y la reputación, y la
ética, tenga prioridad sobre eso?" ¿Usted tendría una buena respuesta para eso,
Ernest? Yo no la tuve.
»Sutilmente, pero de forma alarmante, aludía a los efectos potenciales de
un incumplimiento por parte mía de la apuesta. Había vivido durante dos años
para este fin de semana conmigo. ¿Podría confiar en alguien otra vez? ¿En algún
terapeuta? ¿O en alguien, para ese asunto? Eso, me hacía saber, sería algo que me
hacía sentir culpable. No tenía que decir mucho más. Sabía lo que mi traición
significaría para ella. No había sido autodestructiva durante dos años, pero yo
no tenía duda alguna de que no había perdido el tranquillo para eso. Para
decirlo sin rodeos, estaba convencido de que si yo no cumplía lo prometido,
Belle se mataría. Todavía trataba de escapar de mi propia trampa, pero mis alas

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batían cada vez más débilmente.


»"Tengo setenta años, tú tienes treinta y cuatro -le decía-. Hay algo poco
natural en que nosotros durmamos juntos."
»"Chaplin, Kissinger, Picasso, Humbert Humbert y Lolita", respondía
Belle, sin molestarse siquiera en mirar mientras hacía punto.
»"Has llevado todo esto a unos niveles grotescos, le decía; está todo esto
tan hinchado, tan exagerado, tan alejado de la realidad. Todo este fin de semana
no puede ser más que una experiencia deprimente para ti."
-"Tener una experiencia deprimente es lo mejor que podría suceder
-replicaba-. Ya sabes, desbaratar mi obsesión contigo, mi 'transferencia erótica',
como te gusta llamarla. Esto no supone una pérdida para nuestra terapia."»
»Yo seguía escabulléndome. "Además, a mi edad, la potencia decae."
»"Seymour -me reprendía ella-. Me sorprendes. Todavía no lo has
cogido, todavía no te has dado cuenta de que la potencia o el acto sexual no
vienen al caso. Lo que yo quiero es que tú estés conmigo y me apoyes: como
una persona, como una mujer. No como una paciente. Además, Seymour -y
aquí ponía el suéter a medio tricotar delante de su cara, mirando con timidez
por encima, y decía-, ¡Te voy a echar el polvo de tu vida!"
»Y entonces llegó el momento. Pasaron los veinticuatro meses y no tuve
más alternativa que pagar al diablo su deuda. Si no cumplía lo prometido, sabía
que las consecuencias serían catastróficas. Por otro lado, ¿si mantenía mi
palabra? Entonces, ¿quién sabe? Quizás ella estaba en lo cierto, quizás dejaría de
estar obsesionada. Quizá, sin la transferencia erótica, sus energías quedarían
liberadas para relacionarse mejor con su marido. Podría mantener su fe en la
terapia. Yo me jubilaría en un par de años, y ella iría a otros terapeutas. Quizás
un fin de semana en San Francisco con Belle sería un acto de supremo amor
terapéutico.
»¿Qué, Ernest? ¿Mi contratransferencia? Lo mismo que os habría pasado
a vosotros: dando vueltas desenfrenadamente. Traté de excluirla de mi decisión.
No actué impulsado por mi contratransferencia: estaba convencido de que no
tenía otra alternativa racional. Y todavía estoy convencido de ello, incluso a la
luz de lo que ha sucedido. Pero me afanaré por parecer algo más que un chico
fascinado. Ahí estaba yo, un viejo en las últimas, con las neuronas corticales del
cerebro estirando la pata cada día, problemas de visión, vida sexual casi
acabada: mi mujer, que es buena a la hora de renunciar a algo, hace ya tiempo
que renunció al sexo. ¿Y mi atracción hacia Belle? No lo negaré: la adoraba. Y
cuando me dijo que me iba a echar el polvo de mi vida, podía oír los oxidados
motores de mis gónadas al darle a la manivela de arranque una y otra vez. Pero
déjeme que le diga a usted -ya la grabadora, déjeme decírselo con toda la
energía que pueda- ¡no es por eso por lo que lo hice! Eso puede que no sea
importante para usted y para el comité de ética, pero para mí es una cuestión de
vida o muerte. Nunca rompí mi pacto con Belle. Nunca rompí mi pacto con

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ningún paciente. Nunca antepuse mis necesidades a las suyas.


»Y por lo que se refiere al resto de la historia, adivino que usted ya la
conoce. Todo está ahí, en su expediente. Belle y yo nos encontramos en San
Francisco en Mama's, en la Playa Norte, un sábado por la mañana y
permanecimos juntos hasta el domingo al anochecer. Decidimos decirles a
nuestras parejas respectivas que yo había programado un grupo maratón de fin
de semana con mis pacientes. Organizo tales grupos con diez o doce de mis
pacientes unas dos veces al año. En realidad, Belle había asistido a un fin de
semana de estos en su primer año de terapia.
»¿Ha dirigido usted alguna vez grupos como esos, Ernest? ¿No? Bien,
permítame decirle que son de un gran rendimiento... aceleran la terapia de una
manera enloquecida. Debería usted conocerlos. Cuando nos volvamos a ver -y
estoy seguro que nos veremos de nuevo, bajo circunstancias diferentes- le
hablaré de estos grupos; los he estado llevando durante treinta y cinco años.
»Pero volvamos al fin de semana. No sería justo que le hubiera llevado
tan lejos y ahora no compartiera la culminación. Vamos a ver, ¿qué puedo
decirle? ¿Qué quiero decirle? Traté de mantener mi dignidad, de permanecer
dentro de mi personaje de terapeuta, pero no duró mucho: Belle se ocupó de
eso. Ella me invitó a hacerlo tan pronto nos registramos en el Fairmont, y muy
pronto fuimos hombre y mujer, y todo, todo lo que Belle dijo que había de pasar
pasó.
»No le mentiré a usted, Ernest. Llegué a amar cada minuto de nuestro fin
de semana, la mayor parte del cual nos lo pasamos en la cama. Me preocupaba
que todas mis cañerías estuvieran taponadas por el óxido después de tantos
años sin usarlas. Pero Belle era una experta en fontanería, y después de algunas
sacudidas y repiques todo empezó a funcionar de nuevo.
»Durante tres años había reprendido a Belle por vivir en la ilusión y le
había impuesto mi realidad. Ahora, durante un fin de semana, penetré en su
mundo y encontré que la vida en el reino de lo mágico no era tan mala. Ella era
mi fuente de juventud. Con cada hora que pasaba me hacía más joven y más
fuerte. Caminaba mejor, metí el estómago, parecía más alto. Ernest, le digo que
sentía como si tuviera ganas de gritar. Y Belle se daba cuenta de ello. "Esto es lo
que tú necesitabas, Seymour. Y esto es lo que siempre quise de ti: ser poseída,
poseer, dar mi amor. ¿Comprendes que ésta es la primera vez en mi vida que he
dado amor? ¿Es eso tan terrible?"
»Ella lloró mucho. Junto a los demás conductos, mis conductos
lagrimales, también, se habían desatascado, y también yo lloré. Ella me dio
mucho más que un fin de semana. Pasé toda mi carrera dando, y ésta era la
primera vez que recibía, que recibía realmente. Es como si ella me hubiera dado
por todos los pacientes que he visto hasta ahora.
»Pero después la vida real continúa. El fin de semana acabó. Belle y yo
volvimos a nuestras dos sesiones por semana. Nunca esperé perder la apuesta,

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de modo que ante tal eventualidad no tenía planes para la terapia posterior al
fin de semana. Traté de volver al asunto como de costumbre, pero después de
una o dos sesiones vi que tenía un problema. Es casi imposible que los amigos
íntimos vuelvan a una relación formal. A pesar de mis esfuerzos, un nuevo tono
de amorosa picardía reemplazó el trabajo serio de la terapia. Algunas veces
Belle insistía en sentarse en mis rodillas. Continuamente me daba abrazos, me
acariciaba, me manoseaba. Yo traté de rechazarla, traté de mantener un trabajo
serio, ético, pero, afrontémoslo, ya no había terapia.
»Puse el punto y final, y solemnemente sugerí que teníamos dos
opciones, o bien tratábamos de volver al trabajo serio, lo que significaba volver
a una relación más tradicional, sin contacto físico, o abandonábamos la
pretensión de estar haciendo terapia y tratábamos de establecer una relación
puramente social. Y "social" no significaba sexual: no quería agravar el
problema. Le dije a usted antes que ayudé a escribir las pautas para la condena
de aquellos terapeutas y pacientes que hayan tenido relaciones sexuales
posteriores a la terapia. Y también le dejé claro a ella, desde que ya no
continuábamos con la terapia, que ya no aceptaría más dinero suyo.
»Ninguna de aquellas opciones era aceptable para Belle. La vuelta al
formalismo propio de la terapia le parecía una farsa. ¿No es la relación
terapéutica el único lugar donde no te puedes andar con jueguecitos? Pero al no
pagar, eso era imposible. Su marido había puesto a un empleado en casa y
pasaba la mayor parte de su tiempo dando vueltas por el edificio. ¿Cómo podía
ella explicarle a dónde iba regularmente dos horas por semana si él no firmaba
regularmente los cheques de la terapia?
»Belle me recriminaba por mi estrecha concepción de la terapia.
"Nuestros encuentros íntimos, traviesos, tiernos, haciendo algunas veces bien el
amor, en tu diván: eso es terapia. Una buena terapia, también. ¿Por qué no
puedes verlo, Seymour? -preguntaba-. ¿No es la terapia efectiva una buena
terapia? ¿Has olvidado tus declaraciones sobre la 'única cuestión importante en
la terapia': ¿Funciona? ¿Y no está funcionando mi terapia? ¿No continúo
actuando bien? He permanecido limpia. Sin síntomas. Acabando el curso de
posgrado. He empezado una nueva vida. Tú me has cambiado, Seymour, y todo
lo que tienes para mantener el cambio es continuar dedicando dos horas a la
semana para estar cerca de mí."
»Belle era más lista que el hambre. Y cada vez era más lista. Yo no podía
poner en orden una contra argumentación para demostrar que no era una
buena terapia tal y como había quedado la situación.
»Sin embargo, yo sabía que esa situación no podía seguir. Yo la
disfrutaba demasiado. Poco a poco, demasiado poco a poco, caí en la cuenta de
que estaba metido en un gran lío. Cualquiera que nos viera a los dos juntos
llegaría a la conclusión de que estaba explotando la transferencia y utilizaba
esta paciente para mi propio placer. ¡O de que yo era un anciano gigoló

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altamente cotizado!
»No sabía qué hacer. Obviamente, no podía consultar con nadie: sabía lo
que me aconsejarían y no estaba preparado para adoptar una rápida decisión.
Ni podía transferirla a otro terapeuta, ella no hubiera ido. Pero para ser sincero,
no insistí mucho en esa decisión. Estoy preocupado por eso. ¿Hice lo correcto
por ella? Perdí el sueño varias noches pensando en que otro terapeuta le contara
todo sobre mí. Ya sabe cómo chismorrean los terapeutas entre ellos a propósito
de los terapeutas antiguos o anteriores a ellos; y, desde luego, estarían
encantados con un jugoso cotilleo a costa de Seymour Trotter. Sin embargo, no
podía pedirle a ella que me protegiera: mantener ese tipo de secreto sabotearía
su siguiente terapia.
»De modo que fueron aumentando los avisos para mi pequeña
embarcación pero, aun así, no estaba preparado en absoluto para la furia de la
tormenta que finalmente se desató. Una tarde al regresar a casa encuentro que
no hay luces encendidas, que mi mujer se había ido, y que en la puerta
delantera, clavadas con chinchetas, hay cuatro fotografías de Belle y yo: una nos
mostraba registrándonos en la recepción del hotel Fairmont; en otra estábamos,
maletas en mano, entrando juntos en nuestra habitación; la tercera era un
primer plano del impreso de registro del hotel: Belle había pagado con dinero
en efectivo y nos había registrado como el doctor y la señora Seymour. La
cuarta nos mostraba fundidos en un abrazo con una vista panorámica del
Golden Gate Bridge al fondo.
»Dentro, en la mesa de la cocina, encontré dos cartas: una del marido de
Belle a mi mujer, planteando que ella podría estar interesada en las cuatro
fotografías incluidas que reflejaban el tipo de tratamiento que su marido estaba
ofreciendo a su esposa. Decía que había enviado una carta similar al comité de
ética médica y finalizaba con una repugnante amenaza en la que sugería que si
volvía a ver de nuevo a Belle, un pleito sería lo menos importante por lo que la
familia Trotter habría de preocuparse. La segunda carta era de mi mujer: breve
y concisa, pidiéndome que no me molestara en dar explicaciones. Podía dejarlas
para su abogado. Me daba veinticuatro horas para que hiciera las maletas y me
fuera de casa.
»Así que, Ernest, eso nos trae hasta el momento presente. ¿Qué más
puedo contarle?
»¿Cómo consiguió las fotografías? Debió de contratar un investigador
privado para que nos siguiera. Qué ironía, ¡qué su marido optara por marcharse
tan sólo cuando Belle había mejorado! Pero, ¿quién sabe? Quizás había estado
buscando una escapatoria durante largo tiempo. Quizá Belle lo había quemado.
»Nunca vi a Belle de nuevo. Todo lo que sé son rumores de un amigote
que está en Pacific Redwood Hospital, y no son buenos rumores. Su marido se
divorció de ella y finalmente se largó del país con el activo de la familia. Había
sospechado de Belle durante meses, desde que había descubierto algunos

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condones en su bolso. Eso, desde luego, resulta más irónico: fue solamente
debido a que la terapia había refrenado su letal autodestructividad por lo que
ella estuvo dispuesta a utilizar condones en sus aventuras.
»Según lo último que he oído, el estado de Belle era terrible: vuelta al
grado cero. Toda la vieja patología apareció de nuevo: dos admisiones por
intentos de suicidio, muñecas cortadas en una ocasión, una seria sobredosis. Se
va a matar. Lo sé. Aparentemente probó a tres nuevos terapeutas, despedidos
sucesivamente, rechaza más terapia, y ahora le está dando a las drogas duras
otra vez.
»¿Y sabe usted qué es lo peor? Yo sé que podría ayudarla, incluso ahora.
Estoy seguro de ello, pero se me ha prohibido verla o hablar con ella por una
orden judicial, y bajo la amenaza de un severo castigo. Recibí varios mensajes
telefónicos de ella, pero mi abogado me advirtió que estaba en un gran peligro
y me ordenó que, si quería permanecer fuera de la cárcel, no respondiera.
Contactó con Belle y le informó de que, por orden judicial, no me estaba
permitido comunicarme con ella. Finalmente dejó de llamar.
»¿Qué vaya hacer? ¿Sobre Belle, quiere decir? Es una decisión peliaguda.
Me matará no ser capaz de responder a sus llamadas, pero no me gusta la
cárcel. Yo sé que podría hacer mucho por ella con diez minutos de
conversación. Incluso ahora. Extraoficialmente: desconecte la grabadora, Ernest.
No estoy seguro de si vaya ser capaz de acabar de dejar que se hunda. Ni
seguro de que pudiera vivir con ello.
»Así que, Ernest, esto es lo que hay. El final de la historia. Fin. Permítame
decirle, no es éste el modo en el que quería acabar mi carrera. Belle es el
personaje principal en esta tragedia, pero la situación también es catastrófica
para mí. Sus abogados la están apremiando para que reclame por daños, para
que consiga todo lo que pueda. Se darán un atracón: el pleito por mala práctica
profesional se presenta en un par de meses.
»¡Deprimido! Desde luego que estoy deprimido. ¿Quién no lo estaría? Yo
lo llamo una depresión apropiada. Soy un miserable, un triste viejo.
Desalentado, solo, lleno de dudas sobre mí mismo, acabando mi vida en la
desgracia.
»No, Ernest, no es una depresión que se pueda tratar con fármacos. No
es esa clase de depresión. Sin indicadores biológicos: síntomas psicomotrices,
insomnio, pérdida de peso; nada de eso. Gracias por el ofrecimiento.
»No, nada de suicidio, aunque admito que me siento atraído hacia la
oscuridad. Pero yo soy un superviviente. Me arrastro hasta la bodega y lamo
mis heridas.
»Sí, muy solo. Mi mujer y yo habíamos estado viviendo juntos por hábito
durante muchos años. Yo he vivido siempre para mi trabajo; mi matrimonio
siempre ha estado en la periferia de mi vida. Mi mujer siempre decía que yo
satisfacía todos mis deseos con la proximidad de mis pacientes. Y estaba en lo

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cierto. Pero no es por eso por lo que me dejó. Mi ataxia está progresando
rápidamente, y no creo que a ella le hiciera ninguna gracia la idea de
convertirse en mi enfermera a tiempo completo. Mi presentimiento es que ella
encontró una buena excusa para romper las ataduras con ese empleo. No puedo
culparla.
»No, no necesito ver a nadie para una terapia. Le dije que no estoy
clínicamente deprimido. Aprecio su interés, Ernest, pero sería un paciente
cascarrabias. Por el momento, como dije, me estoy lamiendo mis propias
heridas y soy bastante bueno lamiendo.
»Es bueno para mí si usted telefonea para comprobarlo. Me siento
conmovido con su ofrecimiento. Pero tómese las cosas con calma, Ernest. Soy el
cachorro fuerte de la camada. Estaré bien.»
Y diciendo eso, Seymour Trotter cogió sus bastones y dando bandazos
salió de la habitación. Ernest, todavía sentado, escuchaba el cada vez más lejano
golpear de los bastones en el pasillo.

Cuando Ernest telefoneó un par de semanas más tarde, el doctor Trotter


una vez más rechazó su oferta de ayuda. A los pocos minutos derivó la
conversación hacia el futuro de Ernest y otra vez le expresó su fuerte
convencimiento de que, fueran las que fuesen las virtudes de Ernest como
psicofarmacólogo, estaba desatendiendo su verdadera vocación: él era un
terapeuta nato y estaba obligado consigo mismo a seguir su destino. Invitó a
Ernest a discutir más el asunto después del almuerzo, pero Ernest declinó la
invitación.
-Olvídese de mí -había respondido el doctor Trotter sin un rastro de
ironía-. Perdóneme. Aquí estoy yo aconsejándole un cambio de carrera, y al
mismo tiempo pidiéndole que la ponga en peligro al ser visto en público
conmigo.
-No, Seymour. -Por primera vez Ernest lo llamó por su primer nombre-.
Ésta no es en absoluto la razón. La verdad es que, y me siento avergonzado de
decirle esto, ya he sido asignado para hacer de testigo, como experto, en su
proceso por la demanda civil a causa de la mala práctica profesional.
-La vergüenza no está justificada, Ernest. Es su deber testificar. Yo haría
lo mismo, exactamente lo mismo, en su posición. Nuestra profesión es
vulnerable, está amenazada por todos lados. Es nuestra obligación protegerla y
preservar las normas. Incluso si usted no se cree ya nada más de mí, crea que yo
aprecio este trabajo. He dedicado toda mi vida a él. Es por eso por lo que le
canté a usted mi historia con tal detalle: quería que usted supiera que no es una
historia de traición. Actué de buena fe. Sé que esto suena absurdo, sin embargo,
incluso en este momento, creo que hice lo que debía. Algunas veces el destino
nos coloca en posiciones en las que lo correcto es lo incorrecto. Nunca traicioné
mi campo profesional, ni a un paciente. Sea lo que sea lo que me depare el

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futuro, Ernest, créame. Yo creo en lo que hice: nunca traicionaría a un paciente.


Ernest testificó en el proceso civil. El abogado de Seymour, aludiendo a
su edad avanzada, capacidad de juicio más limitada, y enfermedad, intentó una
original y desesperada defensa: afirmó que Seymour, no Belle, había sido la
víctima. Pero el suyo era un caso perdido, y Belle fue compensada con dos
millones de dólares: la máxima cobertura de Seymour por mala práctica
profesional. Los abogados de Belle habrían ido por más, pero ahí parecía haber
poco que hacer ya que, después de su divorcio y del pago de las tasas legales,
los bolsillos de Seymour estaban vacíos.
Éste fue el final de la historia pública de Seymour Trotter. Poco después
del proceso dejó silenciosamente la ciudad y nunca más se oyó hablar de él,
aparte de una carta (sin remite) que Ernest recibió un año más tarde.

Ernest tenía tan sólo unos minutos antes de su primer paciente. Pero no
pudo resistir inspeccionar, una vez más, el último rastro de Seymour Trotter.

Querido Ernest:
Tan sólo tú, en estos endemoniados días de caza de brujas, manifestaste
preocupación por mi bienestar. Gracias: fue un fuerte apoyo. Estoy bien.
Perdido, pero sin querer ser encontrado. Te debo mucho, desde luego esta carta
y esta fotografía de Belle y yo. La que se ve al fondo es su casa, por cierto: a
Belle le ha venido una buena racha de dinero.
Seymour

Ernest, como había hecho antes en muchas ocasiones, miró fijamente la


descolorida foto. En un prado tachonado de palmeras, Seymour estaba sentado
en una silla de ruedas. Belle estaba de pie tras él, triste y adusta, empuñando la
silla de ruedas. Sus ojos miraban al suelo. Tras ella una elegante casa colonial y
más allá brillaba el agua verde lechosa de un mar tropical. Seymour estaba
sonriendo: una amplia sonrisa, torcida, bobalicona. Se sujetaba a la silla de
ruedas con una mano; con la otra apuntaba Jubiloso su bastón hacia el cielo.
Como siempre que estudiaba la fotografía, Ernest se sintió mareado.
Miraba detenidamente, tratando de meterse en la fotografía, tratando de
descubrir alguna clave, alguna respuesta definitiva sobre el verdadero destino
de Seymour y Belle. La clave, pensaba, había que encontrarla en los ojos de
Belle. Parecían melancólicos, incluso abatidos. ¿Por qué? Ella había conseguido
lo que quería, ¿no? Se acercó más a Belle tratando de captar su mirada. Pero ella
siempre miraba a otra parte.

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